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“Un cuarto de hora”, por Gemma Sardà (La Vanguardia, 26-08-2019)
Un chico alto y chupado de mejillas, con la prisa en el cuerpo, se presenta en Le Petit Café cargado de libros y libretas. Apuro el corrusco del bocadillo que ha se preparado en casa. Se sacude las migas de la camisa. La camisa de vestir, se nota que hoy se la ha planchado y se la ha metido por dentro del pantalón. Abotonada hasta arriba, le sobresalen unos collares hechos de cordeles y de uno cuelga una piedra, se diría que es un amuleto. El muchacho echa un vistazo a la gente sentada en la terraza y no reconoce a quien busca. Se asoma a la puerta del local y piensa que todavía no debe de haber llegado. Aún no son las diez.
Recorre ansioso la acera entre las mesas de fuera y la cafetería. Arriba y abajo. Los turistas desayunan tostadas y huevos revueltos; espantan a lo gorriones que se les suben a la mesa para pillar las migas. Los del país toman café y charlan. A las diez y diez la ve llegar. Una mujer no tan joven como él, con vestido naranja y tacones plateados. Ella le tiende la mano con una sonrisa, yb él sonríe el doble.
Entran en el café y ella va directamente hacia un par de butacas verdes con una mesa baja. Quedan enmarcados por la cristalera abierta. El chico descarga libros y libretas sobre la pequeña mesa. Ella pide un café; él, con un gesto, dice que lo mismo y saca unas cartulinas dibujadas. Como el mejor de los magos, se las presenta en un abanico. Ella, con los tacones clavados en el suelo, escoge una y se la da. El chico se pone en pie, gira la cartulina y le recita el poema que ha escrito detrás de la ilustración. Los ojos del chico no dejan de sonreír. Se sienta de nuevo y pasa páginas de la libreta grande donde están sus poemas. Uno en cada página. Se los va leyendo.
Ella le hace alguna pregunta, que él responde entregado. De vez en cuando ella toma un sorbo de café, él ni lo ha probado. A la deseada posible futura editora le suena el móvil y atiende la llamada. Cuando cuelga, la conversación sigue donde estaba. El poeta le lee un par más. La mirada de ella se ha posado en unos gorriones que se pelean por una rebanada de panque han rapiñado de una mesa de turistas distraídos. Se han zampado toda la miga y han dejado la corteza pelada.
La editora mira el reloj, ha pasado el tiempo estipulado, y con cordialidad da por acabada la reunión. Apretón de manos, paga los cafés y sale del local. A buen seguro él se ha pasado semanas preparando el encuentro, mientras que ella debe de haber atendido un montón de citas, con más o menos fortuna para sus interlocutores. Él tenía un cuarto de hora para explicar todo su mundo, un mundo que no cabe en un cuarto de hora.
A poeta aún le brillan los ojos, pero de repente se da cuenta de que no ha obtenido respuesta. La queda el último cartucho. En un plis se planta en el semáforo y la llama. Esa cartulina que ha escogido no era el mejor de sus poemas. Es este, sin duda. Pero no quiere entretenerla, no se lo va a leer, se lo da para que se lo quede.
El poeta regresa ante el café frío. Se alejan los tacones plateados calle abajo y la editora ajetreada atiende ya otra llamada. La espectadora involuntaria, embobada con la escena, se acaba comiendo la tostada también fría.
Gemma Sardà (La Vanguardia, 26-08-2019)
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“Un cuarto de hora”, por Gemma Sardà (La Vanguardia, 26-08-2019)
Un chico alto y chupado de mejillas, con la prisa en el cuerpo, se presenta en Le Petit Café cargado de libros y libretas. Apuro el corrusco del bocadillo que ha se preparado en casa. Se sacude las migas de la camisa. La camisa de vestir, se nota que hoy se la ha planchado y se la ha metido por dentro del pantalón. Abotonada hasta arriba, le sobresalen unos collares hechos de cordeles y de uno cuelga una piedra, se diría que es un amuleto. El muchacho echa un vistazo a la gente sentada en la terraza y no reconoce a quien busca. Se asoma a la puerta del local y piensa que todavía no debe de haber llegado. Aún no son las diez.
Recorre ansioso la acera entre las mesas de fuera y la cafetería. Arriba y abajo. Los turistas desayunan tostadas y huevos revueltos; espantan a lo gorriones que se les suben a la mesa para pillar las migas. Los del país toman café y charlan. A las diez y diez la ve llegar. Una mujer no tan joven como él, con vestido naranja y tacones plateados. Ella le tiende la mano con una sonrisa, yb él sonríe el doble.
Entran en el café y ella va directamente hacia un par de butacas verdes con una mesa baja. Quedan enmarcados por la cristalera abierta. El chico descarga libros y libretas sobre la pequeña mesa. Ella pide un café; él, con un gesto, dice que lo mismo y saca unas cartulinas dibujadas. Como el mejor de los magos, se las presenta en un abanico. Ella, con los tacones clavados en el suelo, escoge una y se la da. El chico se pone en pie, gira la cartulina y le recita el poema que ha escrito detrás de la ilustración. Los ojos del chico no dejan de sonreír. Se sienta de nuevo y pasa páginas de la libreta grande donde están sus poemas. Uno en cada página. Se los va leyendo.
Ella le hace alguna pregunta, que él responde entregado. De vez en cuando ella toma un sorbo de café, él ni lo ha probado. A la deseada posible futura editora le suena el móvil y atiende la llamada. Cuando cuelga, la conversación sigue donde estaba. El poeta le lee un par más. La mirada de ella se ha posado en unos gorriones que se pelean por una rebanada de panque han rapiñado de una mesa de turistas distraídos. Se han zampado toda la miga y han dejado la corteza pelada.
La editora mira el reloj, ha pasado el tiempo estipulado, y con cordialidad da por acabada la reunión. Apretón de manos, paga los cafés y sale del local. A buen seguro él se ha pasado semanas preparando el encuentro, mientras que ella debe de haber atendido un montón de citas, con más o menos fortuna para sus interlocutores. Él tenía un cuarto de hora para explicar todo su mundo, un mundo que no cabe en un cuarto de hora.
A poeta aún le brillan los ojos, pero de repente se da cuenta de que no ha obtenido respuesta. La queda el último cartucho. En un plis se planta en el semáforo y la llama. Esa cartulina que ha escogido no era el mejor de sus poemas. Es este, sin duda. Pero no quiere entretenerla, no se lo va a leer, se lo da para que se lo quede.
El poeta regresa ante el café frío. Se alejan los tacones plateados calle abajo y la editora ajetreada atiende ya otra llamada. La espectadora involuntaria, embobada con la escena, se acaba comiendo la tostada también fría.
Gemma Sardà (La Vanguardia, 26-08-2019)
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