MÉXICO
José Joaquín Blanco (1951)
(Elegías)
SEGUNDA ELEGÍA
Should we ever feel truly lonely if we never ate alone? Amigos, amigos: Should we ever...?
Ya no hablo en mis poemas para un Tú. Sucede que uno deja de andarse enamorando como un perro de un Tú o de otro o de otro y suman cero. Seas amante, amigo, quimera, escucha: seas quien seas, te quiera o no, te haya querido o valga madre: el Tú ya no existe más. Ya no lo venero. Tomo otro trago en el bar y dulcemente sé que ya no lo venero.
Seas quien seas tú, ahora o en veinte años, no codiciaré tus raíces; otro trago más y lo juro: ya ningún encanto, ninguna rabia, ninguna maldita confusión me sacará de mis casillas. La codicia a raya: tú y tú y tú momentáneos: ustedes. ¡Cómo se aligera el aire!
En cada una y en todas las cosas, ustedes: amigos. Tú el lechero y tú mi madre y tú el mejor amigo de mis poemas; tú mi amante y también dolorosamente el de otros. Todos los vecinos y hasta los diputados. Ustedes.
O nosotros. Porque todos estamos solos. Y la peor soledad es no aceptarlo.
Siempre tú y contigo y sin la codicia de respirar ajeno, de arraigarse en ajeno, de salvarse del naufragio en tabla ajena, de coger bastón o guarecerse en otro. Todos solos: ustedes.
Amigos, amigos: Should we ever...!
Estoy comiendo solo como un loco. En la soledad somos felizmente locos, bárbaros, trogloditas. A la chingada los cubiertos y la mesa, y uno come de pie junto a la estufa sin dejar de leer ni de rascarse los sobacos.
Aprenderse solo es como crear la selva que pare y extermina civilizaciones.
A los veintiocho años apenas descubro la soledad. ¿Cómo, si siempre ha andado conmigo, no la había visto tan hermosa?
Antes la odiaba como a un perro lastimoso que no te deja libre y te hace creerte triste, o incomprendido y desesperado. Lobezno con ojos fijos de codicia en busca de alguien con quien salir a flote; nervioso y pálido buscando pendejadas en otras gentes: que el amigo, el maestro, el cómplice o el cariño. Y sólo pasaba lo natural; andar, como todos, solo.
Y es que al paraíso de la soledad se llega tarde y con fatiga —y leyendas de vida y amor para entretener los ocios.
De repente ahí están los otros, no en función de ti sino de todos: ustedes.
Caen los viejos mitos, los hermosos mitos, la codicia del tú-y-yo: ustedes.
En realidad uno nunca ha querido secuestrar ni saquear a nadie, y tampoco ha querido que otro se metiera a revolverle las raíces.
El solo yergue el cuerpo y está entero y más amoroso que nunca ante los otros. Es uno de ustedes. Su maravilla es estar solo y disponible y recomenzándolo todo de nuevo. Otros, en cambio, abdicaron de su soledad y se pusieron argollas, se uncieron al cepo, se alejaron de la espesa y cambiante comunidad de los ustedes.
El solo siempre puede ser otro: de ahí sus hurras de victoria.
Comer sin calcetines y rascarse el pito mientras se unta el pan con la mostaza. El plato convive con las cuartillas y ruedan entre suéteres las migajas.
Y a veces se come porque sí, atragantándose, y otras se dispone en soledad banquetes rituales y sofisticados.
Qué salvaje es comer solo y sin que te vean: qué triunfo de la selva.
Dedos manchados, mordiscos rudos, ¿qué es lo feo de mascar con las fauces abiertas, y escupir a la mitad del bocado; de toser o carcajearse en la mitad del sándwich?
Es como dormir solo. Canta, oh musa, la cama del soltero, para quien la compañía en el lecho no es hábito sino ocasión de júbilo, y se ha acostumbrado a dormir solo, a moverse libremente, a roncar y rumiar y babear y a despertarse caliente y dueño de sí en mitad de la noche.
Post coitum, homo tristis. Qué represión domesticar el sueño por respeto y miedo al que reprimidamente duerme junto. Y sí, hay dulzura.
Hay una infinita dulzura en esos acercamientos inconscientes, esas caricias, esos piropos apenas insinuados, tarareados, cuando en no sé qué lance del sueño, uno medio sale a flote menos de un segundo a tocar, a murmurar, a fortalecerse en el roce del amante, antes de sumergirse de nuevo en su naufragio solitario.
Sumergirse cada cual en mundos aparte, con la formidable fortaleza de apenas rozarse sin darse cuenta los cuerpos.
Pero estar solo en el sueño es una fortaleza más brutal. Oh la selva. Uno se recoge bajo las sábanas sin red de protección, sin guardián o cómplice alguno, y mientras se le vencen los párpados, cuántas indecentes fantasías urde con toda la culpabilidad en sus ojos.
Y si se sobresalta. Canta, oh musa, los sobresaltos del soltero, cuando despierta de pronto como arrojado cruelmente a la playa, y en ningún cuerpo vecino podrá distraer la experiencia, la fiebre, las ganas vivas de lo que en el sueño ha hecho. Y a veces ya no vuelve a dormir.
La salvaje brutalidad del insomnio. Cuando uno sabe todo lo que podría hacer, lo que incluso haría con euforia: las encendidas confesiones que se hace un insomne.
Y después de esas horas que son batallas, con cuánto cariño se protege a sí mismo, se convence de aflojarse y descansar, y cómo sonríe. Y será más fuerte a la otra noche, en que reciba junto al suyo el sueño del amante.
Canta, oh musa...
Deseoso es aquel que huye de su madre. Pero también ingenuo el que huye ávido de otros paraísos maternales.
Oh qué gran útero más que el útero es el amparo del amor; cómo cobija, y cómo nutre y acompaña.
Y sin embargo no existe. Y uno busca y se tropieza y busca y cae de bruces, y no existe. Se emborracha uno y mienta madres y no existe. Se siente uno en medio del desierto y no existe. Uno se quiere suicidar y no existe.
Y luego, primaveralmente, sobándose todavía las magulladuras del corazón, sonríe con la alegre certidumbre de que el gran útero del amor no existe, pues primaveralmente empieza uno a existir solo, sin andaderas ni úteros, y con una enorme posibilidad de verano: ustedes.
Hacia los treinta años uno es Jesucristo y le salen las barbas de Walt Whitman: ser solo, así, en la dulzura de ustedes.
Sin úteros: ustedes.
Ya ante la soledad no te jalarás los pelos, ni en el fondo de un bar te sentirás impunemente desolado.
Deseoso es aquel que busca convivir consigo mismo.
Y hay tristeza, eso sí, uno se acuerda. Uno se acuerda de las soledades del perro. Y quisiera mimarse y protegerse ulteriormente. Ama el desamparo de andar buscando úteros y —uno nunca aprende— vuelve a veces a las andadas.
Y anda mal consigo mismo, a estas alturas; y ve sus manos: están bien y están vacías, y ama su lecho de soltero: es hermoso, está desierto; y ya más dolorosamente, se empeda y gime como un perro.
Y nuevamente, como deletreo de párvulo, cierra los ojos, se concentra, saca fuerza de sí y empieza a murmurar: One'self I sing, a simple separate person...
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