“Introducción a los estudios literarios” por Rafael Lapesa (Editorial Cátedra, Madrid, 1998) (fragmentos)
IV. El lenguaje literario
La expresión literaria y la familiar
El lenguaje de que se vale la literatura no difiere en lo esencial del que empleamos corrientemente. Son raros los casos en que una lengua -como el latín-, habiendo desaparecido del habla ordinaria, ha pervivido como instrumento de exposición culta. Por lo general, literatura y habla usan una misma lengua, con idénticos sonidos y procedimientos gramaticales.
Y si embargo, es evidente que existe una separación, una diferencia de nivel. Al escribir, hay siempre un afán de superación que hace evitar voces, giros o frases empleados sin escrúpulo en el coloquio llano; en éste, a su vez, parecerían demasiado elevadas muchas formas de expresión corrientes en la literatura.
La divergencia comienza desde el momento en que la literatura adquiere desarrollo y prestigio suficientes para imponer un gusto selecto a su lenguaje. Pero la distancia no es siempre igual ni progresivamente mayor: hay acercamientos y divorcios. En unas épocas el influjo literario eleva el tono de la expresión media; en otras, sin variar apenas la lengua literaria, el habla usual se emplebeyece y transforma rápidamente, como sucedió con el latín vulgar. Puede ocurrir que el alejamiento sea obra de literatos ansiosos de eludir la trivialidad creándose un lenguaje artístico independiente -en lo posible- y depurado; pero tampoco faltan momentos en que los escritores, por deseo de realismo, acogen, dignificándolas, voces y fraseología populares.
El lenguaje literario amplía y enriquece el léxico y afina los matices significativos con una incesante labor creadora; elige entre unas formas expresivas y otras, con lo que contribuye a la fijación del idioma; y sirve de freno a las tendencias que precipitan la evolución lingüística: así las transformaciones sufridas por el latín vulgar y las lenguas romances en los duros tiempos de las invasiones bárbaras y la primera Edad Media contrastan con la menor rapidez que se observa en los cambios desde que Alfonso X fija el tipo del “castellano drecho”, y sobre todo, con la notable estabilidad lingüística perceptible desde el siglo XVII, cuando la tradición literaria es más poderosa. La literatura conserva usos que el habla habría olvidado por completo: recuérdense, ambos, sendos, cuyo, los tiempos cantare, hubiere cantado, las infinitas palabras y locuciones que, normales en la escritura, nos sorprenderían en la conversación, como en vano, tornar, a buen seguro, morar, señero, etc.
Cualidades del lenguaje literario
Aunque sean cualidades deseables en toda expresión verbal, el lenguaje literario necesita especialmente poseer claridad, propiedad, vigor expresivo, decoro, corrección, armonía, abundancia y pureza.
La claridad consiste en que la idea se exponga de manera que evite interpretaciones erróneas y sólo dé a entender lo que el autor quiere decir. Contra la claridad peca la ambigüedad o anfibología, vicio de las expresiones que ofrecen duplicidad de sentido; es anfibológica la frase quienes pretendían gobernar la nación sólo deseaban su bienestar, pues no sabemos si se trata del bienestar de la nación o del particular de los que aspiraban a gobernarla. Cuando la anfibología se produce intencionadamente, jugando con dos sentidos de una misma palabra o con dos palabras de forma idéntica, se llama equívoco: en el Buscón de Quevedo, el pícaro don Pablos cuenta así cómo su padre, castigado por ladrón, había recibido doscientos azotes:
“Por estas y otras niñerías estuvo preso; aunque según a mí me han dicho después, salió de la cárcel con tanta honra, que le acompañaron doscientos cardenales, sino que a ninguno llamaban eminencia.”
También se ha entendido por claridad la facilidad que ofrecen las expresiones para ser comprendidas sin esfuerzo. Pero el grado en que se requiere tal facilidad ha sido siempre muy discutido. Desde luego, no puede entrar en cuenta el juicio de los ignorantes, que considerarán oscuro todo aquello que no conocen. Aún en ambientes cultos, no parece justo que la superior capacidad creadora del artista haya de estar supeditada a la inercia de los demás.
La propiedad se da cuando las palabras usadas son las que justamente convienen a lo que se pretende expresar. No bastan aproximaciones vagas; hace falta el término exacto. Las palabras no son intercambiables, pues no hay verdaderos sinónimos; aún aquellas que están más próximas en cuanto al concepto, ofrecen diferencia de matiz afectivo: anciano y viejo coinciden en aplicarse a las personas de mucha edad, pero en anciano el significado fundamental va acompañado de un tinte de veneración que no existe en viejo.
Posee vigor expresivo el lenguaje cuando expresa con fuerza representativa lo que el escritor o hablante se propone. Si el poder expresivo es tanto que lo mentado aparece ante nuestra imaginación con caracteres de realidad sensible, se dice que hay plasticidad en el lenguaje. Plásticamente Quevedo personifica a la envidia diciendo que está flaca, porque muerde y no come. Gran parte del vigor se debe a la novedad de la expresión, pues la repetición acaba por desgastarla, haciéndola vulgar y restándole efecto.
El decoro elimina todo aquello que está tachado de chabacano, grosero o contrario al pudor. Es muy variable la delimitación entre lo decoroso y lo indecoroso: pobre y perro no eran palabras gratas al gusto señorial del siglo XII, que las sustituía con menguado y can. Nuestros clásicos no evitan vocablos que después fueron inadmisibles. En los últimos decenios se nota creciente complacencia en la expresión malsonante, compañera de la crudeza descriptiva.
La corrección exige que se respeten las normas lingüísticas vigentes. La infracción de las reglas sintácticas se llama solecismo. Incurren en él los que contravienen a la concordancia (“le llevé regalos a las niñas”, en vez de “les llevé”); al régimen, usando mal pronombres y preposiciones (“a Antonia la he escrito hoy una tarjeta”, “ir a poe agua”, “timbre a metálico”, en lugar de “le he escrito”, “ir por agua”, “timbre en metálico”); al buen orden de las palabras (“te se ha roto el libro” por “se te ha roto”); o a cualesquier otros hábitos congruentes de la sintaxis (“Pedro es rico; sin embargo, Juan es pobre”, donde lo correcto sería “en cambio” o “por el contrario Juan es pobre”, etc.). La mayoría de las faltas enumeradas son vulgarismos, como casi todas las referentes a las formas gramaticales (“tú dijistes”, “siéntensen”, en ves de “tú dijiste”, “siéntense”).
Son vituperables también regionalismos como el si tendría por si tuviera de Vascongadas y zonas limítrofes; los salmantinos y extremeños quedar, caer por dejar y tirar; la confusión entre sacar y quitar de los gallegos; el andaluz ustedes salís por vosotros salís, y tantos más. Primordial importancia tiene la pronunciación correcta en cuantos intervienen en la difusión oral de la palabras literaria: una mínima preocupación por el idioma exigiría que oradores, conferenciantes, artistas de teatro y cine, locutores de radio y maestros tuvieran dicción esmerada.
La armonía se logra atendiendo, en la elección de las palabras, a sus cualidades sonoras, y disponiendo las frases de manera que aproveche y realce los elementos propios del lenguaje. Ya veremos en el capítulo VIII cuales son esos elementos melódicos y rítmicos, así como su elaboración en la escritura. Contraria a la eufonía o buen sonido es la cacofonía: cacofónicos son los hiatos molestos -encuentros duros de vocales-, como “dio la vara a Aarón”; la inútil repetición de consonantes, como en el verso de Espronceda: “Y extático ante ti, me atrevo a hablarte; y las coincidencias de sonidos que no están a finales de verso: “Viví fuera de mí desde que le vi”.
La abundancia estriba en la riqueza y variedad del vocabulario y la sintaxis. Si el autor dispone de gran caudal de recursos expresivos, su lenguaje discurrirá con fluidez y sin monotonía.
Para obtener abundancia de léxico los escritores se valen a veces de arcaísmos, palabras o giros olvidados, de los cuales hay testimonios en otras épocas: por ejemplo, aldear, almocrebe, dientes helgados, usuales en los siglos XV y XVI, han sido rehabilitados hace poco. Las voces de antigua raigambre que la literatura no ha registrado antes, pero que viven con larga tradición en boca del pueblo, son también cariñosamente acogidas hoy: Unamuno emplea sobrehaz, cogüelmo, remejer, brizar; Azorín, remozador de arcaísmos, aprovecha igualmente la nomenclatura del lenguaje popular:
“En el pueblo los oficiales de mano se agrupan en distintas callejuelas; aquí están los tundidores, perchadores, cardadores, arcadores, perailes; allá en la otra los correcheros, guarnicioneros, boteros, chicarreros.” “Se labran botas en esos talleres, y se labran odres y zaques. Odrina es un zaque o cuero o pellejo de gran tamaño, fabricado con una piel de buey. La odrina es lo mayor y el botillo es lo menor.”
Al lado de la cantera popular, rica en vocablos de significación concreta, el latín y el griego proporcionan multitud de términos sonoros y prestigiosos, aptos para el lenguaje elevado o idóneos para la expresión de conceptos abstractos: Son los que en Gramática histórica reciben los nombres de cultismos y tecnicismos eruditos.
Pureza del lenguaje. Barbarismos
Es puro el lenguaje cuando emplea voces y construcciones propias del idioma, sin injerencia de elementos extranjeros innecesarios. La pureza no excluye el uso de extranjerismos ya asimilados, que sólo estudiosamente podemos reconocer como tales: es indiferente que amarrar tenga procedencia holandesa, que viaje, manjar, homenaje, chaqueta o tisú hayan venido del francés, y capricho o analfabeto del italiano; el hablante español no advierte diferencia entre ellos y el léxico de abolengo nativo. Por otra parte hay casos en que está justificada la adopción del término extraño, sobre todo cuando éste designa un concepto o realidad que no encuentra expresión indígena justa: el anglicismo túnel y el germanismo níquel pueden servir de ejemplo.
Ahora bien, hay que repudiar el barbarismo o extranjerismo superfluo (del griego, bárbaros, extranjero). Por ignorancia, descuido o frivolidad se manejan pasajeramente muchos: el hall del chalet, el foyer del teatro, el trousseau de la novia, el renard con que la dama protege su cuello de los fríos invernales, etc. Muchas de estas denominaciones exóticas desaparecerán o se acomodarán a la fonética española; la pérdida ha ocurrido en sport y speaker, sustituidos por deporte y locutor; la acomodación fonética es bien perceptible en chófer, garaje, tique o esplín (francés chauffeur, garage, inglés ticket, spleen). El mal del extranjerismo desembozado es que afea el lenguaje y puede arrinconar las correspondientes palabras del idioma. Más peligroso es el extranjerismo de construcción, con frase pensada en otra lengua, aunque disfrazada con palabras españolas; he aquí algún ejemplo: “Asuntos a resolver”, “Este pequeño libro es encantador”, “Es por esto que quiero verte”, “Se han recibido noticias dando cuenta del accidente”. Las construcciones genuinamente españolas son: “asuntos por resolver”, o “que resolver”, “este librito”, “por ésto es por lo que quiero verte”, “noticias que dan cuenta”.
La reacción contra influencias extranjeras puede llevar a los extremos del purismo y casticismo, que aspiran a una absoluta pureza idiomática, basada en servil imitación de los clásicos y en rígida corrección, para obtener la cual sacrifican muchas veces la naturalidad y la viveza.
(continuará)
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