LA MONJA ENAMORADA
Rosa Navarro Durán
Universitat de Barcelona.
CONT.
3. La cárcel de las blancas tocas
3.2. Beatriz de Hinestrosa, la fantasía enjaulada
Zorrilla creó además otra bella monja enamorada en la leyenda El desafío del diablo13, doña Beatriz de Hinestrosa, cuyo destino impuesto no encajaba con su inclinación; así se inicia el relato de su vida y de la leyenda:
Nació doña Beatriz
para monja destinada;
mas salió al mundo inclinada
y no fue elección feliz.
Con demasiado devoto
corazón, en su preñez
hizo su madre tal vez
tan desatinado voto.
El narrador desautoriza esa entrega de la libertad ajena: "«¿Quién puede ¡necio! decir / lo que otro ha de querer?»" y recuerda que no era raro ver -"«diez o doce años atrás»"- a un niño de seis años "«ya arrastrando / un hábito dominico»" o "«hecha una santa Teresa / una chica de once meses»"14. La defensa que hace en los dos textos de la libertad de la mujer en la elección de su estado es manifiesta; así se oyen en sus versos ecos de las quejas que la lírica tradicional guardó.
A los ocho años la visten bellamente y la encierran en el convento. El narrador describirá el proceso que lleva de la niña ilusionada con sus galas a la jovencita que cae en una profunda melancolía por vivir en un estado de prisión no elegida; nada menos que dedica veinte octavillas a exponer su tristeza, los recuerdos de sus pocos años de libertad feliz en su infancia, de la orilla del río por donde había paseado, de los balcones de su casa "«sin reja y sin celosía»" por donde veía a la gente, la vivencia de su cautividad monótona, la profunda melancolía que la va devorando hasta hacerla caer en una enfermedad que no logran curar los médicos, "«los fieros espectros con tocas»" que quiere que se alejen, los gritos en su delirio pidiendo aire que respirar... Zorrilla se detiene morosamente en ese magnífico análisis psicológico de la bella Beatriz, monja novicia por decisión materna, por una supuesta promesa piadosa de acción de gracias. No ha aparecido todavía en su triste vida el amor; languidece por la falta de libertad, por la pérdida de ese mundo apenas entrevisto. Son sólo fantasías sus visiones:
Y en la orilla de aquel río,
y en redor de aquella fuente,
y entre la turba de gente
que veía por su balcón,
tal vez alcanzaba errando
una visión hechicera
cuya sombra pasajera
turbaba su corazón.
Se oye su voz de prisionera sin esperanza, de bella ave enjaulada, alejada por la voluntad ajena de un mundo anhelado, privada de la contemplación de la propia obra de Dios, la maravillosa naturaleza:
«¡Ay!, exclamaba la triste,
contristada y dolorida:
¡cuan monótona es mi vida,
cuan sin gloria y sin placer!
¿Qué es para mí el universo,
si yo, cual ave entre redes,
estoy entre esas paredes
condenada a nunca ver?
¿Qué valen las maravillas
que Dios sembró por su suelo,
si sólo alcanzo del cielo
un jirón escaso y ruin,
y el cántico pasajero
de algún pajarillo errante
que se detiene un instante
en las ramas del jardín?»
Y el narrador subraya su prisión; el claustro aparece como mazmorra, en donde pena olvidada la bella muchacha:
Así en el fondo del claustro
donde cautiva moraba,
allá a sus solas pensaba
la olvidada Beatriz.
(p. 833)
El destino de la pobre novicia parece que va a enderezarse porque, ante la desconocida enfermedad que la aqueja, un médico convence a su padre de que la única forma de salvarle la vida es sacarla del convento. Recobra su libertad y conoce a un hombre que la enamora; pero Zorrilla decide entonces tomar como modelo a otra espléndida mujer prisionera de las tocas, la Leonor de Sesé de El trovador de García Gutiérrez. Don César no será un trovador, pero sí un bandido, que tampoco será tal en su origen, sino un caballero noble; y quien se opone a esos amores no es un poderoso rival como don Nuño, sino el malvado hermano de doña Beatriz, don Carlos, que quiere que su hermana quede encerrada en el convento, en el fondo para apoderarse de su herencia. Ambos caballeros se desafían poniendo como objeto esa cárcel religiosa de Beatriz. Oímos al hermano: "«Monja ha de ser (dijo Carlos) / aunque cuanto valgo exponga»"; y a César: "«Si va mi cabeza (dijo / el otro) no será monja»". Una complicada peripecia (una trampa urdida para coger al bandido) desemboca en la noticia que le da a Beatriz su hermano de la muerte de su amado. Ella decidirá entrar de nuevo en el convento, ahora por su voluntad, y profesará, como hizo su modelo, Leonor de Sesé, al enterarse de la supuesta muerte del trovador. El narrador nos la presenta conforme con la reclusión:
Quedó monja Beatriz, lector querido,
y aunque triste, tranquila,
a su suerte con fe se ha sometido
y en ella no vacila.
Los usos del convento
no la molestan ya, ni el abandono
del claustro apesadúmbrala un momento.
De santa calma y de virtud modelo,
olvidada del mundo,
vive esperando en el futuro cielo.
(p. 870)
Sin embargo, no olvida a su amado César. Un día la sombra de un hombre cruza la nave de la iglesia y se arrodilla ante la reja del coro. La monja observa su figura, "«mil lisonjeros sueños, / mil bellas fantasías / mil fútiles manías / la mente la asaltaban»", hasta que el embozado deja caer un billete sobre la alfombra y muestra su rostro a la bella monja: es su amado, que vive. Volvemos a oír la voz de la desesperada Beatriz en su soliloquio:
«¿Con que vive?, decía,
¿vive? ¡Necia de mí! ¡Y en este encierro,
mientras él por el siglo me buscaba,
labré mi tumba y preparé mi entierro!
Llámame desleal, pérfida, ingrata,
y de mí se despide.
¡El pesar o la cólera me mata!
¡Y parte! Y el misterio de su muerte
no explica en su papel... ¡Cielos tiranos,
con qué estrella nací! ¡Cuan dura suerte
me dan vuestros decretos inhumanos!»
(p. 871)
Nuevas octavillas renovarán el estado de delirio, de fiebre, de desesperación ahora, de la pobre doña Beatriz, que siente cómo ella ha entrado voluntariamente en su cárcel. Reaparecen los espectros de las tocas, la falta de aire... Y viene la rebeldía y la transgresión que acaba en terrible castigo. Don César con una escala entra en el convento; pero no hay escena de seducción, porque es ella la que está determinada a escaparse con un caballero temeroso de franquear la barrera sagrada de los votos. Frente a su "«creo en el cielo, y temo / contra su ley rebelarme»", está la intempestiva réplica de doña Beatriz: "«Ya me lo temía,¡imbécil! / ¡Adiós para siempre, parte!»" (p. 876), que recuerda el "«imbécil»" final que García Gutiérrez pone en boca de la gitana Azucena. Llega "«la apalabrada noche / para la resuelta fuga / de Beatriz»", y mientras don César la espera en la calle, ella se arrodilla ante una escultura de Cristo que hay ante un altar. Cedo la palabra a los versos de Zorrilla:
Mas ¡cielos! ¡Cuál fue su angustia
cuando al querer levantarse,
sintió que una mano enjuta
la asía por los cabellos;
y una voz oyó más ruda,
más poderosa que el eco
que con el trueno retumba,
que la dijo: «¿Dónde vas?»
enojada e iracunda.
Cayó Beatriz en tierra,
sin sentidos que la acudan,
y apagándose la lámpara,
todo quedó en sombra muda.
(p. 878)
Mientras, en la calle, don César se enfrentará al malvado don Carlos y lo matará. Al enterarse, a la mañana siguiente, de la muerte de su amada Beatriz, se irá a las montañas de Córdoba, ya no como bandido, sino como penitente.
Es otra imagen de Cristo que cobra vida, pero no para atestiguar a favor de la mujer como en «A buen juez, mejor testigo»15, sino para impedir que Beatriz se fugue con su amado. Y lo hace con ese expeditivo asirle por los cabellos -huella de lectura de Zorrilla- que recuerda tanto los usos humanos; es un Cristo a imagen del hombre.
La espléndida Leonor de Sesé sí había huido con su trovador, al que luego intentaría vanamente salvar, y se suicidaría para no tener que cumplir la palabra dada a Ñuño. Su desesperado último ruego a Dios: "«¡Gran Dios!, protege su vida, / te lo pido por tu amor»"16 no sería escuchado y no lo sería de forma manifiesta, porque sólo la negación de un momento de espera hace que caiga el hacha sobre el cuello del noble Manrique, aunque ese pronunciamiento del azar tiene detrás todo el peso de la tragedia.
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