por Pascual Lopez Sanchez Lun 13 Nov 2023, 08:55
JUAN DE MAIRENA EN HORA DE ESPAÑA
( 1937 - 1938)
LXI. Miscelánea apócrifa. Notas sobre Juan de Mairena
* * *
No descendamos al fondo gedeónico que esta filosofía, como tantas otras,
muestra en su parte constructiva. Incurriríamos en pecado de superficialidad,
por haber pretendido ser demasiado profundos. Alguien nos diría que das
Man nos inspiraba, si pretendiésemos reparar en la contradictio in adiecto
que encierra esta decisión resignada, etc. Dejemos esto. Reparemos en esto
otro: don Miguel de Unamuno que, dicho sea de paso, se adelanta en algunos
años a la filosofía existencialista de Heidegger, y que, como Heidegger, tiene
a Kierkegaard entre sus ascendientes, saca de la angustia ante la muerte un
consuelo de rebeldía cuyo valor ético es innegable. Donde Heidegger pone
un sí rotundo de resignación, pone nuestro don Miguel un no casi
blasfematorio ante la idea de una muerte que reconoce, no obstante, como
inevitable. El Credo quia absurdum est de Tertuliano, que envuelve un reto
de la fe a la razón y, en cierto modo, una esperanza de revelación por
caminos desviados de la racionalidad, queda superado por la decisión de
rebeldía y la libertad contra lo ineluctable de nuestro pensador y poeta, el
cual, no solo piensa la muerte, sino que cree en ella y, no obstante, contra ella
se rebela y nos aconseja la rebeldía. Por eso, no he vacilado en considerar a
Unamuno como antípoda de los estoicos. Algún día probaré, o pretenderé
probar, que el pensador vasco es un español antisenequista y, por de contado,
tan español como lo fue el cordobés. Pero volvamos a Heidegger.
Es Martín Heidegger, como el malogrado Max Scheler, un alemán de primera
clase, de los que, digámoslo de pasada, nada tienen que ver, cualquiera que
sea su posición política, que yo me complazco en ignorar, con la Alemania de
nuestros días, la aborrecible y aborrecida Alemania del führer, de ese
pedantón endiosado por la turba de filisteos —sin duda numerosa— que
todavía rumia las virutas —y solo las virutas— filosóficas de Federico
Nietzsche y por descontado, el ya seco forraje de los Gobienau, Chamberlain,
Spengler, etc., etc. Hay en Heidegger —entre otras muchas influencias— la
influencia nietzschiana, pero del buen Nietzsche, sutil y profundamente
psicólogo, que tanto pugnó por acercar de nuevo el pensar filosófico a las
mesmas vivas aguas de la vida. Mas Heidegger pertenece, como indicamos, a
la escuela de los fenomenólogos de Friburgo que han superado, a mi juicio, el
neokantismo o tornakantismo de Marburgo en dos sentidos. 1.º Agrandando
positivamente el campo de la intuición a lo esencial (Wesensschau) y, por
ende, el campo de la experiencia. 2.º Extendiendo también la esfera de lo
apriorístico —tal fue la obra de Scheler— o de lo intencional, para hablar el
lenguaje de la escuela, al campo de lo emotivo. Hay, según Scheler, un puro
sentimiento —puro de lo sensible y de lo lógico— capaz de intuir o de
enfocar sus propios objetos. Heidegger hace suyas, creo yo, estas conquistas
de la escuela; pero la nota peculiarmente suya es lo que pudiéramos llamar su
decidido existencialismo. Yo no sé bien qué trascendencia puede alcanzar en
el futuro del mundo filosófico —si existe este futuro— la filosofía de
Heidegger; pero no puedo menos de pensar en Sócrates, y en la sentencia
délfica a que aludía el hijo inmortal de la comadrona, ante esta nueva —
¿nueva?— filosofía, que a la pregunta esencial de la metafísica: ¿qué es el
ser?, responde: investigadlo en la existencia humana; que ella sea vuestro
punto de partida (Das Dasein ist das Sein des Menschen). Y para penetrar en
el ser, no hay otro portillo que la existencia del hombre, el ser en el mundo y
en el tiempo… Tal es la nota profundamente lírica que llevará a los poetas a
la filosofía de Heidegger, como las mariposas a la luz.
Yo os aconsejo, amigos queridos, que os detengáis a meditar en los umbrales
de esta filosofía, antes de penetrar en ella. Que vuestra posición sea más
humana que escolar y pedante, quiero decir que no os abandone ese mínimum
de precaución y de ironía, sin el cual todo filosofar es una actividad
superflua. ¿Seriedad? Sin duda. Pero ello quiere decir que no habéis de tomar
muy en serio las conclusiones de los filósofos que suelen ser falsas y, por
supuesto, nada concluyentes, sino sus comienzos y sus visiones, estas sobre
todo, que apenas si hay filósofo que no las tenga. Recordad, siempre que
podáis, a los antiguos griegos nuestros maestros, sin los cuales este animal
humano de occidente, no solo carecería del valor de pensar sino también del
vigor y la vigilancia que requiere la posición erecta. Toda la filosofía de estos
ágiles y magníficos griegos —yo no sé si hay realmente otra— se contiene en
unas pocas visiones esenciales, y con unos cuantos poemas del pensamiento
que sobre ellas se han construido para siempre. Y, más que visiones, nos han
dejado miradores eternos. Llevarnos a ellos amablemente es la misión de
nuestros maestros, para decirnos: «Asomaos aquí, por si veis algo. Desde
aquí veía Parménides la maciza esfera del ser inmutable; Zenón la flecha
inmóvil y veloz en su camino. Asomaos allá: veréis que el río de Heráclito
fluye todavía, ¿quién ancla en él? Desde aquí veía Demócrito los átomos y el
vacío; desde allí se admira el cielo de las ideas platónicas; más lejos se
vislumbra el palacio marmóreo de la razón kantiana. De su cimiento no
sabemos nada todavía, etc.».
* * *
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