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por Affelix Miér 03 Ago 2011, 16:58- & -
Mis recuerdos se remontan a años anteriores a los acontecimientos narrados.
Cuando María cumplió los trece años, la internaron en el Colegio de la Enseñanza, de Lléida, donde cursó el resto de bachillerato, ya que los primeros cursos la preparó doña Prima Gómez, en Seira. En casa se contaba que la primera visita que le hizo papá en dicho Colegio, se vio desagradablemente sorprendido al obligarle a entrevistarse con su hija a través de una reja. Su enfado fue tan patente y el resultado del mismo tan efectivo, que a la siguiente visita las rejas habían desaparecido para siempre.
Los desplazamientos de Seira a Lléida, o viceversa, mi hermana los hacía en uno de los tres automóviles propiedad de la Compañía, que estaban a disposición de mi padre. Eran de las marcas Hispano-Suiza, Cotén y Chevrolet, creo que era el Cotén el que ostentaba la matricula B-306 y los otros dos por el estilo, todos movidos por transmisión de cadena que les imprimía un ruido característico y ensordecedor.
El regreso de María del Colegio, en Navidad y al finalizar el curso, constituía un acontecimiento en el seno de la familia. Todos, sin excepción, estabamos pendientes del teléfono, a través del cual desde los distintos lugares del trayecto donde existía alguna dependencia de la Compañía, el empleado de la misma iba dando el parte: ‘Señor Félix, aquí Barbastro, el coche acaba de pasar’; ‘Sr. Félix, le hablo desde la Subestación del Cinca, el coche ya ha pasado’; ‘Desde Graus, señor Félix, le comunico que acabo de ver el coche’, y así a todo lo largo de la ruta.
Mi padre sintió siempre una irreprimible predilección por María, y nunca ésta se ponía más de manifiesto que en esa impaciencia de la llegada, en que siendo mi padre como era una persona fría para resolver los problemas del trabajo, su sistema nervioso se alteraba según el paso del automóvil se retrasaba del cálculo de velocidad prevista, o manifestaba gran contento cuando el ensordecedor ruido del coche al pasar por la Aigüeta, unos dos kilómetros de distancia del punto de destino, advertía de su inmediata llegada.
Toda la familia, incluso los que estaban en los alrededores, acudíamos a recibir a María, constituyendo su llegada un acontecimiento memorable.
A los cuatro hijos, nuestros padres facilitaron la estancia en colegios de pago, en calidad de internos. En las Escuelas Pías de Barbastro coincidimos durante un corto tiempo los tres hermanos. Luego Pepe paso a estudiar en los Escolapios y yo en los Jesuitas, Colegio del Salvador, ambos de Zaragoza. María cursó parte del bachillerato en el Colegio La Enseñanza, de Lléida. Luego Ramón y María estuvieron en Barcelona, ambos querían ser médicos. María lo dejó por la razón dicha, y se trasladó a Zaragoza, donde estudió la carrera de Ciencias Químicas con catedráticos tan famosos como Calamita, Rocasolano, Sobrón, etc. Se hospedaba en casa del Jefe de Correos, pariente de su amiga Petra Chesa, donde en determinadas fiestas acudía yo previa la venía del riguroso Padre Prefecto de Estudios, Padre Mario J. Sauras, de los Jesuitas donde estaba interno, que daba el plácet para ausentarme a ese sólo fin. Ramón acabó estudiando la carrera de Aparejador, y no me olvido de la ayuda que todos los hermanos le prestábamos interviniendo en la confección de copias de los apuntes que él recopilaba en clase y luego vendía directamente a los estudiantes.
Cuando María cumplió los trece años, la internaron en el Colegio de la Enseñanza, de Lléida, donde cursó el resto de bachillerato, ya que los primeros cursos la preparó doña Prima Gómez, en Seira. En casa se contaba que la primera visita que le hizo papá en dicho Colegio, se vio desagradablemente sorprendido al obligarle a entrevistarse con su hija a través de una reja. Su enfado fue tan patente y el resultado del mismo tan efectivo, que a la siguiente visita las rejas habían desaparecido para siempre.
Los desplazamientos de Seira a Lléida, o viceversa, mi hermana los hacía en uno de los tres automóviles propiedad de la Compañía, que estaban a disposición de mi padre. Eran de las marcas Hispano-Suiza, Cotén y Chevrolet, creo que era el Cotén el que ostentaba la matricula B-306 y los otros dos por el estilo, todos movidos por transmisión de cadena que les imprimía un ruido característico y ensordecedor.
El regreso de María del Colegio, en Navidad y al finalizar el curso, constituía un acontecimiento en el seno de la familia. Todos, sin excepción, estabamos pendientes del teléfono, a través del cual desde los distintos lugares del trayecto donde existía alguna dependencia de la Compañía, el empleado de la misma iba dando el parte: ‘Señor Félix, aquí Barbastro, el coche acaba de pasar’; ‘Sr. Félix, le hablo desde la Subestación del Cinca, el coche ya ha pasado’; ‘Desde Graus, señor Félix, le comunico que acabo de ver el coche’, y así a todo lo largo de la ruta.
Mi padre sintió siempre una irreprimible predilección por María, y nunca ésta se ponía más de manifiesto que en esa impaciencia de la llegada, en que siendo mi padre como era una persona fría para resolver los problemas del trabajo, su sistema nervioso se alteraba según el paso del automóvil se retrasaba del cálculo de velocidad prevista, o manifestaba gran contento cuando el ensordecedor ruido del coche al pasar por la Aigüeta, unos dos kilómetros de distancia del punto de destino, advertía de su inmediata llegada.
Toda la familia, incluso los que estaban en los alrededores, acudíamos a recibir a María, constituyendo su llegada un acontecimiento memorable.
A los cuatro hijos, nuestros padres facilitaron la estancia en colegios de pago, en calidad de internos. En las Escuelas Pías de Barbastro coincidimos durante un corto tiempo los tres hermanos. Luego Pepe paso a estudiar en los Escolapios y yo en los Jesuitas, Colegio del Salvador, ambos de Zaragoza. María cursó parte del bachillerato en el Colegio La Enseñanza, de Lléida. Luego Ramón y María estuvieron en Barcelona, ambos querían ser médicos. María lo dejó por la razón dicha, y se trasladó a Zaragoza, donde estudió la carrera de Ciencias Químicas con catedráticos tan famosos como Calamita, Rocasolano, Sobrón, etc. Se hospedaba en casa del Jefe de Correos, pariente de su amiga Petra Chesa, donde en determinadas fiestas acudía yo previa la venía del riguroso Padre Prefecto de Estudios, Padre Mario J. Sauras, de los Jesuitas donde estaba interno, que daba el plácet para ausentarme a ese sólo fin. Ramón acabó estudiando la carrera de Aparejador, y no me olvido de la ayuda que todos los hermanos le prestábamos interviniendo en la confección de copias de los apuntes que él recopilaba en clase y luego vendía directamente a los estudiantes.
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A título anecdótico diré, que aquellos tres coches a los que antes me he referido, gracias a la pericia mecánica del chofer Rafael Crusat Casanellas, las cadenas desaparecieron sustituidas por otro tipo de transmisión menos ruidoso. Rafael Crusat fue dentro de la Colonia un personaje notable. El ocho de marzo de 1921, el presidente del gobierno español, Eduardo Dato, mientras contemplaba un escaparate fue asesinado por unos motoristas que se dieron a la fuga. La Policía supo que uno de los asesinos se apellidaba Casanellas, y por este motivo fue detenido Rafael Crusat por la coincidencia de su segundo apellido, hasta que pudo probar que no tenía ninguna vinculación con dicho asesinato. En aquellas fechas yo había cumplido los siete años, y tal vez al tener la memoria todavía virgen los acontecimientos se me grababan con caracteres más indelebles. De ahí que recuerde, sin sujeción a una fecha determinada, que mis padres contaban que habían coincidido con Dato en el Balneario de Panticosa, lo cual influyó en que su persona me resultara más familiar.
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Volviendo a mi hermana, su paso por el Instituto de Lléida donde se examinó de Bachillerato fue remarcable por las calificaciones que obtuvo. El catedrático don Francisco Aguilera, además de darle matrícula de honor, quiso patentizarle su admiración, lo que generó una amistad con nuestra familia, que se tradujo en brindarle un acomodo en un piso de la casa de Juan Peiret para que pasara el verano en Seira. La denominada ‘Casa de Juan’ situada a pie de la carretera, databa de antes de la creación de la Colonia, y prestaba el servicio de hospedaje y de tienda de comestibles. No obstante haber sostenido él y su yerno Miguel Aventín algún pleito contra la Compañía, existió siempre una gran amistad con mi padre.
La familia de don Francisco Aguilera estaba compuesta por su esposa doña Sofía, su cuñada doña Gertrudis y una sobrina llamada también Gertrudis, que por ser el elemento joven de la familia llegó a tener una gran amistad con María a pesar de que era mucho mayor.
La estancia de don Francisco, en Seira, me trae a la memoria multitud de recuerdos. En aquellos años llegó la moda francesa de la ‘garzón”. La primera mujer que recuerdo haber visto peinada a la “garzón”, es decir a lo chico, fue precisamente la joven Gertrudis. Mi hermana peinaba unas magníficas trenzas, que con el disgusto de todo el mundo también fueron sacrificadas a la moda. Esas trenzas se guardaron dentro de una caja y se conservaron en casa como una reliquia, hasta que desaparecieron sin que recuerde el momento y la causa de su pérdida.
En la casa donde nací había un largo y relativamente ancho pasillo que comunicaba al baño. En uno de los lienzos de pared de ese pasillo mi padre hizo pintar un encerado negro convirtiendo el pasillo en clase, donde don Francisco Aguilera, agradecido por la hospitalidad que le brindaba mi padre, nos impartía a todos los hermanos clase de la asignatura que nos correspondía por curso. También María me daba clases a mí, y debo confesar que no se mostraba nada benigna con la pereza que me caracterizaba, y de la que no he renegado nunca, si bien los implacables clientes jamás me han permitido disfrutarla.
Uno de los castigos a los que se mostraba más proclive María, era el de privarme de asistir a la sesión de cine que se celebraba los domingos en el Centro Instructivo y Recreativo.
En aquella época el cine era mudo y las escenas que enardecían la mente de todos los asistentes eran remarcadas con la música de la pianola que evocadora calaba profundamente en los espectadores. Los actores Richard Taldmadge, conocido por el diminutivo de Ricardito, Douglas Fairbanks, John Gilbert, Harold Lloyd, Charles Spencer Chaplín ‘Charlot’ y tantos otros que durante años constituyeron la pléyade de nuestros héroes, en los seriales que duraban un número incalculable de domingos nos dejaban el alma en vilo durante toda la semana, pendientes de si el ‘bueno’ de la película atado por el ‘malo’ a la transportadora de la máquina de aserrar, sería seccionado en dos mitades. Pues siempre cada sesión acababa en el momento álgido en que o bien la sierra se encontraba a escasos centímetros para iniciar su acción carnicera, o el protagonista se hallaba en el instante mismo en que su vida se veía amenazada por algún peligro insuperable. Hasta el episodio siguiente en que se dilucidaba el enigma, todo el pueblo no tenía más entretenimiento que conversar lucubrando sobre la tragedia que pendía sobre la amenazada víctima. De aquella época, por el impacto que me produjeron, recuerdo dos títulos: El protegido de Satán, de personaje que se embozaba en una capa y se ocultaba en cuevas de grandes dimensiones, y Stanley, en el Africa ecuatorial, que trataba de la odisea de este explorador inglés en busca de Livingstone
Como digo, mi hermana me castigaba a estudiar en casa mientras toda la familia acudía al cine. Pero en cuanto ellos habían salido yo hacía lo propio, y veía la película escondido en el pasillo que comunicaba con la Biblioteca, o en cualquier otro rincón donde no pudiera ser descubierto.
La familia de don Francisco Aguilera estaba compuesta por su esposa doña Sofía, su cuñada doña Gertrudis y una sobrina llamada también Gertrudis, que por ser el elemento joven de la familia llegó a tener una gran amistad con María a pesar de que era mucho mayor.
La estancia de don Francisco, en Seira, me trae a la memoria multitud de recuerdos. En aquellos años llegó la moda francesa de la ‘garzón”. La primera mujer que recuerdo haber visto peinada a la “garzón”, es decir a lo chico, fue precisamente la joven Gertrudis. Mi hermana peinaba unas magníficas trenzas, que con el disgusto de todo el mundo también fueron sacrificadas a la moda. Esas trenzas se guardaron dentro de una caja y se conservaron en casa como una reliquia, hasta que desaparecieron sin que recuerde el momento y la causa de su pérdida.
En la casa donde nací había un largo y relativamente ancho pasillo que comunicaba al baño. En uno de los lienzos de pared de ese pasillo mi padre hizo pintar un encerado negro convirtiendo el pasillo en clase, donde don Francisco Aguilera, agradecido por la hospitalidad que le brindaba mi padre, nos impartía a todos los hermanos clase de la asignatura que nos correspondía por curso. También María me daba clases a mí, y debo confesar que no se mostraba nada benigna con la pereza que me caracterizaba, y de la que no he renegado nunca, si bien los implacables clientes jamás me han permitido disfrutarla.
Uno de los castigos a los que se mostraba más proclive María, era el de privarme de asistir a la sesión de cine que se celebraba los domingos en el Centro Instructivo y Recreativo.
En aquella época el cine era mudo y las escenas que enardecían la mente de todos los asistentes eran remarcadas con la música de la pianola que evocadora calaba profundamente en los espectadores. Los actores Richard Taldmadge, conocido por el diminutivo de Ricardito, Douglas Fairbanks, John Gilbert, Harold Lloyd, Charles Spencer Chaplín ‘Charlot’ y tantos otros que durante años constituyeron la pléyade de nuestros héroes, en los seriales que duraban un número incalculable de domingos nos dejaban el alma en vilo durante toda la semana, pendientes de si el ‘bueno’ de la película atado por el ‘malo’ a la transportadora de la máquina de aserrar, sería seccionado en dos mitades. Pues siempre cada sesión acababa en el momento álgido en que o bien la sierra se encontraba a escasos centímetros para iniciar su acción carnicera, o el protagonista se hallaba en el instante mismo en que su vida se veía amenazada por algún peligro insuperable. Hasta el episodio siguiente en que se dilucidaba el enigma, todo el pueblo no tenía más entretenimiento que conversar lucubrando sobre la tragedia que pendía sobre la amenazada víctima. De aquella época, por el impacto que me produjeron, recuerdo dos títulos: El protegido de Satán, de personaje que se embozaba en una capa y se ocultaba en cuevas de grandes dimensiones, y Stanley, en el Africa ecuatorial, que trataba de la odisea de este explorador inglés en busca de Livingstone
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