Andrés Trapiello (Manzaneda de Torío, León, 10 de junio de 1953) es un escritor y editor español. Autor del monumental Salón de pasos perdidos, calificado por su autor como novela en marcha, del que han aparecido veinticuatro tomos hasta la fecha.
Biografía
Andrés García Trapiello nació en Manzaneda de Torío, provincia de León, en 1953, uno de los nueve hijos de un campesino y comerciante falangista acomodado, Porfirio García, casado con Laura Trapiello. Dos años después la familia se trasladó a León para vivir en casa del abuelo paterno. Varios miembros de su familia han tenido inclinaciones humanísticas: un tío cura, César Trapiello, dibujante de historietas y periodista, de quien fue monaguillo, lo introdujo en la lectura; un tío abuelo, José Trapiello, fue poeta modernista; y su hermano Pedro García Trapiello es periodista.
Estudió bachillerato interno en un colegio de dominicos y el PREU con los maristas de Palencia. Tras un viaje a Marsella, donde trabajó como camarero, ingresó a fines de 1970 en un monasterio dominico de Caleruega (Burgos), pero fue expulsado a los dos meses por descreído y por rechazar la autoflagelación. Su padre le echó de casa después cuando descubrió bajo su cama algunos números de Mundo Obrero. Estuvo luego cinco meses en Madrid con unos anarquistas y en una pensión, subsistiendo con empleos de mala muerte. Después hizo estudios incompletos de filología en la Universidad de Valladolid, atraído a esa ciudad por la falsa promesa de trabajar en la fábrica de un tío paterno suyo. Por entonces ingresó en la Joven Guardia Roja y ya escribía y colaboraba en la prensa. Militaba, según declara en una entrevista, en el maoísta Partido Comunista de España Internacional PCE(i),2 del que fue purgado en 1974 por «revisionista y drogadicto».
En 1975 marchó a Madrid, donde actualmente reside, contratado como redactor de una revista de arte, Guadalimar. Asimismo trabajó hasta 1979 en el programa cultural de TVE Encuentros con las letras; allí conoció a su mujer, Miriam Moreno (1954), con la que tiene dos hijos. Dirigió las revistas Entregas de la Ventura y Número, y en 1981 participó en la refundación de la editorial Trieste. También colabora con la editorial granadina Comares.
Conoció y estimó a Ramón Gaya, a quien considera su mentor:
Era en cierto modo el padre y el maestro y el amigo que no habíamos tenido de jóvenes, sin pretender ser él para nosotros ninguna de las tres cosas. Con Gaya estabas al lado y tenías que entender por tu cuenta lo que era, lo que había sido, sus silencios y lo que decía, todo. Porque él no te lo iba a explicar. Al fin comprendimos que había una España de la que podíamos sentirnos orgullosos, de la que teníamos la obligación de formar parte, una España que debíamos conservar, cuidar y legar. La España de Cervantes y Velázquez, la de Galdós y la de JRJ, y yo hoy añadiría, la España de Gaya. Él lo llamó a eso «el milagro español». Nos señaló pintores, lecturas, ciudades, personas, actitudes. Nos enseñó a leer el pasado sin beatería ni resentimiento, con naturalidad, nos habló de la naturalidad como cualidad del sentimiento, y el sentimiento del arte como la propia naturaleza de este. Nos enseñó sobre todo a considerar el arte como vida y nos recordó que hay una cierta salvación en el arte, asunto este en el que ahora trabaja Miriam. A mí me enseñó también a mirar los años de la guerra como nadie lo había hecho antes.
Su novela El buque fantasma (1992) fue acogida con enorme hostilidad por la crítica literaria de izquierdas, a causa de haber editado poco antes al falangista Sánchez Mazas. Es sobre todo conocido por su diario (del que, hasta el momento, ha publicado 22 volúmenes, que reciben el nombre conjunto de Salón de Pasos Perdidos) y sus novelas. También se ha dedicado a la investigación de la historia literaria, especialmente centrada en algunos escritores recurrentes: Cervantes, Galdós, Juan Ramón Jiménez y Unamuno, además de ser autor de títulos abiertos al gran público. Más que como investigador académico al uso, se identificaría como un ávido lector.
En uno de sus ensayos, sin duda el más conocido y extenso, Las armas y las letras. Literatura y guerra civil (1936-1939), estudia el comportamiento de los escritores e intelectuales en ese período, tanto entre quienes tomaron partido por los sublevados (como Torrente Ballester, Álvaro Cunqueiro, Rafael Sánchez Mazas o Agustín de Foxá) como por los republicanos (Antonio Machado, Rafael Alberti, Bergamín, Miguel Hernández, García Lorca, etc.), así como de los no alineados (Pío Baroja, Azorín, Unamuno, Manuel Chaves Nogales, Clara Campoamor). Interesado por el fascismo literario, ha rescatado la obra de algunos destacados autores falangistas, concluyendo que estos «ganaron la guerra, pero perdieron las páginas de los manuales de la literatura». Son apreciados sus conocimientos y su ingenio como escritor mordaz. Sin embargo, las principales críticas que recibe su modo de abordar la figura y obras de los escritores del periodo son una investigación poco rigurosa y la pobreza en el manejo de fuentes. El crítico José Luis García Martín, tras confesar su admiración por Andrés Trapiello, afirma que «ya sabemos que su rigor, a la hora de citar y de historiar la literatura española (una de sus aficiones) no resulta excesivo». El propio Trapiello anticipaba en 1993 la crítica, reconociendo que Las armas y las letras es un híbrido entre literatura, historia y política: «Para ser un libro de historia le faltan fechas; para serlo de crítica una visión de conjunto y maneras que no tiene. Quizá, como la vida sea un híbrido».
Trapiello, que ha defendido que «no hay que politizar el pasado», fue candidato al Senado por Madrid en las listas de UPyD para las elecciones generales del 2015 y uno de los vocales, propuesto por Ciudadanos, del Comisionado de la Memoria Histórica, ente creado por el Ayuntamiento de Madrid en 2016, al que se le encomendó la elaboración de un informe acerca del cambio de denominación de viales del callejero de Madrid en aras del cumplimiento de la Ley de Memoria Histórica, de la que, no obstante, es un detractor.
El 13 de junio de 2021 leyó el manifiesto de la plataforma cívica Unión 78 en el escenario de la plaza de Colón de Madrid con motivo de la manifestación contra los indultos que el gobierno del PSOE iba a conceder a los catalanes independentistas presos desde el otoño de 2017 por el proceso soberanista de Cataluña de 2012-2021. Tras él intervinieron Yeray Mellado, presidente de la asociación S'ha Acabat!, y Rosa Díez, expresidenta de UPyD y fundadora de Unión 78.
Premios
Premio Internacional de Novela Plaza & Janés, 1992, por El buque fantasma
Premio de la Crítica de poesía castellana, 1993, por Acaso una verdad
Premio don Juan de Borbón, 1995, por Las armas y las letras. Literatura y guerra civil 1936-1939
Premio de las Letras de la Comunidad de Madrid, 2002
Premio Nadal, 2003, por Los amigos del crimen perfecto
Premio a la mejor novela extranjera en China, 2005, por Los amigos del crimen perfecto
Premio Fundación José Manuel Lara, 2005, por Al morir don Quijote
Prix Européen Madeleine Zepter a la mejor novela extranjera, 2005, por Al morir don Quijote
Premio Nacional de Periodismo Miguel Delibes, 2005, por el artículo «El arca de las palabras», publicado en La Vanguardia el 23 de abril de 2005
Premio Julio Camba, 2007
Premio Francisco Valdés, 2009
Premio Castilla y León de las Letras, 2010
Mejor novela para los lectores de El País, 2012,23 por Ayer no más
Premio de los libreros 2021, en la categoría de ensayo, por la obra Madrid
Premio Mariano de Cavia, 202225
(Sacado de https://es.wikipedia.org/wiki/Andr%C3%A9s_Trapiello )
*
Algunos poemas de Andrés Trapiello:
De Las tradiciones (1982):
COCHE DE LÍNEA
Al fondo está la casa,
entre almendros, en ruinas
sobre los campos yermos.
Di, tarde de febrero,
¿volveré a ver un día
este lugar callado,
bandadas de estorninos,
el evónimo verde y las violetas,
o moriré sin recordar la luz
que vuelve esta tristeza casi alegre?
Solo quiero quedarme en este sitio
y ser para mi siglo
nada más que el pasado,
un era, alguien oscuro
que deja que ese coche de línea
pase
lentamente de largo.
De La vida fácil (1985):
UNOS SOPORTALES
Mi vida son ciudades sombrías, de otro tiempo.
Como se acerca una caracola
para escuchar el mar, así por ellas
vago yo muchas tardes. Ya no tienen farolas
con esa luz revuelta ni tampoco los coches
antiguos de caballos. Todavía conservan
sus negros soportales donde se huele a gato
y donde aún se abren misteriosos comercios
iluminados siempre con penumbra de velas.
Son ciudades levíticas, sin porvenir y tristes,
con cien zapaterías y tiendas de lenceros
cada cincuenta metros. Todas tienen conventos
con los muros muy altos donde crecen las hierbas,
jaramagos y cosas así. No son modernas,
pero querrían serlo. Yo las recorro solo,
e igual que suenan olas en una caracola,
así mis emociones me parecen eternas.
CASINOS
Casinos de esos pueblos en las tardes lluviosas
llenos de aburrimiento. Penumbrosos salones
donde se habla en hectáreas. Arañas. Polvorientos
jarrones. Soñolencia. Tableros de ajedrez.
Abecés atrasados con el papel ya flojo
de haber sido leídos por demasiadas manos.
Eternidades. Siempre la luz modesta. Grandes
sillones con guatapercha roja. Cortinones
espesos y testeros color café con leche.
Socios. Conversaciones de adulterio o de duros.
¡Casinos de esos pueblos donde se huele a establo,
a loción de barbero y a suelos con lejía!
Solo tenéis de intacto la mesa de billar;
su verde luminoso de pradera, las bolas
buscándose infinitas, sin repartirse nunca
como la vida humana, advierten al que llega
a vosotros, que solo lo trascendente pasa,
que solo lo fugitivo permanece y dura.
EL RÍO
Para mí qué encanto tiene un río
con barcas en la orilla.
Estarse junto al agua y ver correr
voluptuosas nubes en su ancho caudal.
Hacerse un sitio allí, en la maleza
azulada, un hueco donde ver
cómo es cosa de poco nuestra vida
y no ser vistos. Y mirar las barcas
tensando y destensando
una cuerda de esparto en la verde
corriente, con el agua de la lluvia
pudriéndose en sus tablas. Esperar
la tormenta y contemplar el cielo
vagabundo y morado. Oír el ruido
de gotas en el río, sus castillos
como timbales delicados.
Y pensar, si se puede,
en quien amamos mucho
o si entonces no amamos, no pensar,
no pensar, no pensar.
Y volver nuestros ojos
a ese mudo transcurso, y vacíos
quedar sin que sepamos
cuánto tiene de sueño
el frío y el dolor
y esas barcas sin gente
chocando unas con otras
o si podemos despertar un día.
E. D.
Mírame aún. Creció musgo en mis labios
y en los inviernos crudos me visita la nieve.
Siéntate, viajero, a mi lado.
Cuando la lluvia arranca plateadas
coronas de la piedra y silenciosa
en el ciprés muere la tarde, sólo
de ti me acuerdo. Pero tú estás lejos.
Pasa tu mano por mi nombre y quita
las hojas amarillas que lo cubren,
y los pétalos secos de esas flores
antiguas. Llámame después y dime
si el viento de esos campos lo ha borrado
o si tiembla en el aire todavía
como el romero verde.
MAÑANA DE TORREJÓN
Desde el tren
margaritas menudas y la lluvia
alejan la mañana.
En la hierba hay un manto
como de cardenillo
al pie de las chabolas.
¿Qué le debe a la vida
la niña que levanta,
mientras pasa, un adiós
con su manto sin ciencia?
Pero sus ojos grandes,
grises como la angora,
un tren encuentran
donde venir conmigo.
De El mismo libro (1989):
COMO UNA ALMENDRA, AMARGA Y BLANCA
Allá abajo está La Vega,
los verdes chopos del río,
las columnatas del lúpulo
y la cuerda del camino.
Cae la tarde y mi memoria
se queda contemplativa.
La vieja casa de piedra,
los manzanos, la mastina.
Huele el campo a humo de roble,
a tormenta y a silencio
y a un oscuro azul la noche.
¡Qué lejos todo, qué lejos!
RECLAMO DE PERDIZ
En tu cajón de tablas mal clavadas
y una tela metálica, también tú te revuelves.
Las plumas de tu pecho tienen color de trigo
y un azul de tormenta bordea tu mirada.
Oh pájaro terrible que atraes hasta la muerte,
por un destino cruel, lo que más has amado,
porque si no cantaras, tú mismo morirías.
Oh pájaro terrible de negro corazón:
que nuestro canto sea no amargo0 ni fatídico,
sino muy melodioso, como lo son los campos
de mieses en verano y en la tormenta el oro.
A UN TRICORNIO CUBISTA
La procesión marcha lenta.
Huele a pólvora la calle
empedrada y polvorienta.
La tarde cae sobre el valle.
El santo en la coronilla
trae la corona clavada
y comida por polilla
la bondadosa mirada.
Hace calor. Un corchete
abre la marcha. En el cielo
el humo azul de un cohete
se dora de caramelo.
Es la hora. La alameda
se entristece. Muere el sol
y en el tricornio se queda
un paisaje de charol.
De Acaso una verdad (1993):
UN CAFÉ DE MI INFANCIA
Era un viejo café que se llamaba
Nacional o Central o Universal.
Había en todo él, como estrechándolo,
un zócalo color confesionario
de maderas clavadas, y en todos los testeros,
así como en los techos,
el humo inactual de la costumbre
se había ya fijado bituminoso y rancio
como en cuadro de historia.
De una escayola gris, un rosetón de acantos
estrellado en el techo (muy alto para el pueblo)
colgaban las tres aspas,
tres palas moteadas de excrementos de moscas,
tres grandes aspas quietas, polvorientas, paradas
desde Dios sabe cuándo.
Aquel ventilador llevaba allí
desde bastante antes
de que el pueblo contara, el año diez,
con suministro eléctrico.
También los parroquianos
parecían sacados todos del año diez,
el año de la luz,
no más hombres que fichas de un dominó dormido,
inmóviles también como los veladores.
Vestían saharianas o, en su defecto,
como era costumbre entre rentistas,
pantalón de franela, zapatos de crepé y
la cómoda chaqueta del pijama
cortada por el sastre de la localidad;
dicho en otras palabras: la conciencia
como una querida.
¡Cuántas horas pasadas bajo aquellas tres aspas!
¡Cuántas horas mirando jugar al dominó,
admirándose siempre de que los jugadores,
al rematar con furia, no rompieran el mármol!...
Era también una atalaya,
un lugar de excepción
para el último siglo y remirar las cosas
que en la plaza del pueblo (a la que daban
sus grandes cristaleras emplomadas)
se secaban igual que crisantemos de un fanal.
Como la plaza tampoco era gran cosa
pues era irregular, soportalada a trozos,
a trozos destrozada por maestros de obras
que imitaban, pasadas ya de moda,
modas de capital... Y una tristeza
en todo muy sutil, venenosa lo justo,
entre la metafísica y Leví.
Es decir, un lugar hermoso y admirable.
Desde allí se veía
la puerta de «El Buen Gusto» y de la fonda
que un rótulo de blanca porcelana
anunciaba como «La Favorita»,
y las negras arcadas del viejo Ayuntamiento,
cuyo reloj marcaba cada hora a su hora,
y ese era justamente su encanto y su poesía,
dar constancia del tiempo donde nada pasaba,
y advertirnos tal vez
no, digamos, de su fugacidad,
sino de lo contrario: de que todo
está llamado a ser, a formar parte
de la inmovilidad, como el ventilador
y aquellos veladores, como la luz, quizá,
antes del año diez.
Un poco más allá también estaba
el estanco en que, aparte de tabacos,
dispensaban al público
pliegos de papel barba, igual que este
en que estoy escribiendo, comprado hace una hora
a la misma mujer a quien compraba
de niño golosinas y sellos de colores.
¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Quién está
mirando ahora esa plaza? ¿Yo? ¿El que fui?
¿Esta huida que soy? ¿El sueño acaso
que nunca abandonó mis oscuras pupilas?
¿Todo lo que en mí triunfa de la muerte,
del olvido, de todas esas cosas
que ocupan a un poeta?
Hace un momento esa mujer
se me quedó mirando. Era evidente
que algo de mí llamaba en su pasado,
pero no supo qué. Su boca desdichada
y su mirar sin fuerza, como entonces,
me dijeron adiós y sonrió
a todo lo que ella ha renunciado, ahí,
en su cubil metida, un mirar sin juzgarse,
un renunciar sin pena.
Quién sabe cuánto hace
que cambiaron su nombre y la decoración.
Los viejos veladores, el gran ventilador
y el mostrador de zinc, y los clientes,
como las hojas secas, ardieron o se hundieron
algo más en la tierra.
El tiempo, incluso, es otro.
De todo lo que miro solo el Ayuntamiento
permanece en su sitio, solo que ahora está
parado su reloj, ahora que la vida
se precipita y huye...
Y sin embargo... De todo el espejismo
reconozco este pliego,
el olor del papel mezclándose al olor
del café recién hecho, y me basta tener
delante un vaso de agua igual que los de entonces,
uno de aquellos vasos con agua solo fresca
que conservaba aún el sabor de la arcilla,
me basta solo eso
para sobrevivir al tiempo, es decir, a uno mismo,
de modo que me digo:
«No debes lamentarte. A nadie importa
que alguna vez hubiera aquí mismo un café
con un nombre armonioso, Central o Nacional,
Universal acaso...
Que todo vuelva a su inmovilidad,
como el vaso de agua que desde aquí refleja
el reloj de la plaza, inmóviles agujas
de un cielo retenido en el reflejo
inmóvil de este vaso... No ha nacido ninguno
que pueda hacer por ti
este largo viaje».
Escuchad todavía las lentas campanadas,
reloj o corazón marcan la misma hora,
inmóviles también como las rosas.
ACABOSE
Encima de mi cabeza
va royendo la carcoma
tiempo y viga. La certeza
de vivir se me desploma
como si fuera una casa
vieja y grande. Adiós, verano,
tristeza de lo que pasa
flotando como el vilano.
UN OTOÑO
No he de morir si este jardín ya viejo
sigue como hasta hoy, viejo y oscuro,
pudriendo sus membrillos de oro puro
y haciendo de la fuente un negro espejo.
Ni morirán tampoco los rosales
ni el ciprés morirá, por más que muera.
Todo lo que una vez fue primavera
jamás conocerá restos mortales.
Qué dulce a la terraza llega el viento
a consolar el alma entristecida
y a decir que la muerte nada trunca.
Pero sé que me engaño y que me miento
lo mismo en el soneto que en la vida:
nada de cuanto muere vuelve nunca.
RIPIOS PARA UN AMIGO Y TRES
VIEJOS MAESTROS
Es de noche hace rato y ha llovido
en un Madrid dormido y otoñal.
En cada gota del cristal
se refleja mi lámpara y me reflejo yo,
y un rincón de este cuarto y del buró
que fue de Valentín,
y este muerto papel en el que escribo
se refleja también como un recibo
donde llevo las cuentas de mi spleen.
El cielo de mi calle iluminado y rosa
también abre un lugar de este reflejo,
parecido a la boca de una fosa
que besara a la muerte en un espejo.
Son ya las nueve, y llueve.
Que nadie te sorprenda preocupado
por saber si esta lluvia es muy distinta
de la que vio Unamuno una vez en Bilbao,
negra como la tinta,
o aquella que hace un siglo a Pimentel en Lugo
tanto al hombre le plugo,
o la suya, que vio en París Verlaine,
del color de los charcos
o de los tristes barcos
o cual adiós que nos arranca un tren.
Tampoco te preocupe saber si este poema
antes que aquí se ha escrito.
No es esa la cuestión ni es el problema.
No quieras ser maldito.
Busca, por el contrario,
las fuentes de su lluvia y su calvario,
las fuentes de Unamuno, Verlaine y Pimentel.
Busca en ellos la hiel. Busca su miel.
Que la lluvia de entonces
llora ahora en sus tumbas.
Es dulce y es amarga
y eternamente interminable y larga.
Es la lluvia de siempre. La actual.
Que en lo tocante a lluvias
es un absurdo ser original.
LA VENTANA DE KEATS
Para Manuel Borrás
Apartado de todo, vuelto a mí
en silencio egoísta, en soledad
de campos y de encinas y callejas
que el otoño volvió más taciturnas;
asilado a esta sombra y sin más patria
que una vieja edición de tus poemas;
sentado en berroqueña piedra gris
y leyendo tus versos, oigo cómo
de pronto un ruiseñor se eleva y canta.
Todo lo dejo entonces, mi lectura,
mis leves pensamientos, mi silencio.
Todo por escucharle. Es él, él mismo.
El dulce ruiseñor que tú supiste
distinguir entre todas las demás
criaturas, por ser no melodioso,
que lo era, sino por ser el tuyo,
el a ti destinado desde siempre,
desde el día en que Dios de mansas fieras
ocupó el Paraíso y dijo: «Hágase
también el ruiseñor, para que Keats,
en la umbría Inglaterra, al escucharlo
embelesado, alcance esta verdad:
que el canto es sólo uno, siempre el mismo,
y que la rama cambia y cambia el pájaro,
mas no la melodía. Esta será
de país a país siempre la misma,
de un continente a otro y desde un siglo
a otro siglo, la misma melodía,
igual que en el estanque van las ondas
cuando alguien en él escribió un nombre».
Pues bien. Conmigo está, frente a este Gredos,
el ruiseñor menudo de tus versos,
frente a ese abstracto Gredos, calmo y duro
y hecho de pura abstracta lejanía.
y están también los prados y colinas
por los que tú anduviste. Están conmigo
ahora, aquí. Y las viejas mansiones
que el campo inglés conoce, venerables,
cubiertas por la yedra, iluminadas
con quinqués y bujías cuya luz
llenaba las ventanas de dorada
quietud e invitación al sueño,
de modo que de lejos, si pasaba
un viajero, se decía: «¡Quién
pudiera estar allí, junto a esa lámpara,
dentro de aquella casa, allí sentado
en cómodo sillón leyendo un libro
o bebiendo los vinos de Madeira
y escuchando un piano, o ni siquiera,
sólo como esa sombra que es el tiempo!
¡Sólo como la sombra de aquel hombre
que se asoma al balcón para mirarme!
¡Quién pudiera quedarse en esa casa
y no tener, cerrada ya la noche,
que andar por estos fúnebres caminos
y exponerse a morir en soledades
que harían de la muerte algo aún más triste»...
Eso diría el viajero errante,
eso mismo diría al contemplar
la vieja casa solitaria y grande.
Y luego seguiría su camino
sin dejar de mirar de vez en cuando
atrás, hasta perder aquella luz,
aquel temblor de oro entre las ramas
oscuras de los tejos, sin haber
siquiera sospechado que eras tú,
John Keats, la sombra.
.....................................Y que le viste
llegar por el camino, y que dijiste:
«Al Sur marcha ese hombre.
¡Quién pudiera con él perderse lejos!
Ahora mismo. Sin equipaje alguno.
¡Cómo envidio su suerte y qué tristeza
languidecer aquí llevando una
vida que ni siquiera de infeliz
puedo calificarla! Mira, parte
de nuevo, se va. Empieza ya la luna
a vadear el río. ¡Cuánto debe
compadecer mis años!»...
.................................Y que luego,
para apagar la sed de tu acedía,
tomaste una vez más un papel nuevo
sin dejar de pensar en aquel hombre
que viste peregrino. Quizás ese
fue el día en que escribiste aquel poema
que empieza así: «Feliz es Inglaterra..."
¿Quién podría saberlo? Ahora otra vez
lo leo en este viejo libro tuyo,
y al leer me parece que tu otoño
es este otoño mío y que también
es mío el ruiseñor que ya ha callado,
y me confundo y creo
que aquellos claros ríos entre hayales
son nuestro pedregal, cuna de víboras.
Y así, miro estos bíblicos olivos
y alcornoques ascéticos, la tierra
de la que brotan zarzas sólo, ortigas,
pestilente cenizo o amargas hierbas,
y ebrio de gratitud, no siento ya
ni abrasador el sol ni amargo el aire
ni severos los pardos y los negros,
que son colores nuestros metafísicos,
sino que cierro el libro y miro lejos,
porque tus versos hacen que yo vea
este lugar como lugar del alma,
y vuelto a mí, comienzo a recorrer
de nuevo este paisaje silencioso
y a verlo de otro modo ya sentirlo
y a desear también la dulce muerte,
hermana zarza, hermanos alcornoques,
ortigas, alimañas, sequedades.
TESTAMENTO
He muerto ya, paisaje que yo he amado
tantas veces aquí, rincón del alma.
Una vez más vengo por verte. A un lado,
encinares y olivos, y la calma
de ver, al otro, olivos y encinares.
Algunos caserones con jardines
llenos de ortigas ya, viejos lagares
con aspecto de viejos polvorines.
Un camino con olmos en hilera,
una majada, una almazara en ruinas,
musical, perezosa, la palmera,
y un Gredos azulado entre neblinas.
Nada de cuanto miro está en mis ojos
ni el olor del jazmín lo lleva el viento.
He muerto ya. Contempla mis despojos:
te dejo este paisaje en testamento.
VIRGEN DEL CAMINO
Estas noches de invierno hace frío en la casa,
los techos son muy altos y las paredes viejas,
cierran mal los balcones y la ventisca entra
hasta la misma cama donde espero
a que me venza el sueño y a que el sueño
me arrebate de golpe el libro de las manos,
y así, sobresaltado, me despierto
en medio de las sombras.
Y es entonces cuando comienzo un rito,
un viejo rito íntimo, igual todas las noches:
rezo un avemaría mentalmente.
Durante muchos años esto me avergonzaba.
«Qué buscas», me decía, «en oración tan simple.
Eres un hombre ya, no crees hace mucho
que el destino del hombre obedezca a unas leyes
divinas ni que el orbe, engastado de estrellas
en las ruedas del sol y de la luna
sea la maquinaria de un reloj,
al que un ser bondadoso
da cuerda cada noche en su vasto castillo,
esa vieja mansión que Nietzsche llamó Nada
y Bergson llamó Tiempo.
Es tarde para ti, me digo. Déjale
esa oración a otros, a tus hijos tal vez,
ignorantes aún de lo que sean
las palabras antiguas del arcángel
que anunciaron el Verbo y su silencio
en misterioso griego, según cuenta San Lucas.
No pienses otra cosa. Estás cansado.
Ya es bastante de un día
conocer su final y conocerlo en paz.
Deja, pues, de rezar. Ese viático
no puedes usurparlo, porque, di,
¿de qué te serviría? De qué sirve una llave
de la que no sabemos a dónde pertenece».
Son razones que habré dicho mil veces,
pero al llegar la noche,
me acuerdo de otras noches
y el frío de mis pies entre las sábanas
es un frío de infancia, de internado,
cuando oía a mi lado el dulce respirar
en otras camas, y en el cristal la escarcha.
Y al recordar aquellas ya lejanas
noches de la meseta, tan largas,
oscuras y sin fondo,
recuerdo las palabras de los frailes:
«La Virgen del Camino
guiará vuestros pasos donde quiera que estéis:
No dejéis de rezarle y el camino
no será tan difícil. Será para vosotros
linterna en alta mar o una noche de luna».
Y recuerdo que yo, para dormirme,
imaginaba, acurrucado,
debajo de las mantas que pesaban
pero que calentaban poco,
sin moverme siquiera de la parte más tibia
que había caldeado con esfuerzo,
incluso con mi aliento, imaginaba, digo,
qué sería de mí, y qué lejanos mares
habría de cruzar, qué extrañas tierras.
Otras veces pensaba si la muerte
habría de llegarme
como a aquel que labrando
un buen día su viña, ni siquiera
de recoger su manto tuvo tiempo,
o en medio de una fiesta, o en el sueño...
Al llegar a este punto
recuerdo que temblaba y pensaba en mi Virgen,
de modo que mis labios desgranaban
aquel Ave María, gratia plena
con el que yo me hacía
un lecho de hojas secas,
y luego me dormía... para llegar
muchos años después,
a noches como esta,
noches frías de invierno
donde a solas conmigo voy pensando
y dejando en mi boca, una a una,
las palabras antiguas
de la Salutación, como si fueran
el óbolo que habrá de franquearme
los portales del manto hospitalario
que unos llamaron Tiempo
y otros llamaron Nada.
UNA ODA
Dichoso aquel que busca un lugar como éste
y contempla las zarzas que estrechan el camino
cuajadas de racimos de un negro y rojo agreste,
y a lo lejos la tierna brusquedad del espino.
Aquel que ya no dice: «voy a contar mi historia»,
sino que sale al campo como un impresionista
en busca de un paisaje o una luz ilusoria
y no hace mal a nadie, sencillo y egoísta.
Aquel que por las noches olvida que ha sufrido
y deja a un lado todo su corazón herido
para mirar la luna y sus cepos de plata.
Dichoso él, que llora sin preguntar la fuente
de esas lágrimas puras, que está solo y doliente
y sin juzgar se entrega a esa vida beata.
Hoy a las 15:04 por Maria Lua
» Yalal ad-Din Muhammad Rumi (1207-1273)
Hoy a las 15:00 por Maria Lua
» CARLOS DRUMMOND DE ANDRADE (Brasil, 31/10/ 1902 – 17/08/ 1987)
Hoy a las 14:58 por Maria Lua
» VICTOR HUGO (1802-1885)
Hoy a las 14:56 por Maria Lua
» DOSTOYEVSKI
Hoy a las 14:52 por Maria Lua
» Khalil Gibran (1883-1931)
Hoy a las 14:48 por Maria Lua
» EDUARDO GALEANO (Uruguay - 1940-2015)
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