
Al despedirse,
cuando la pena infla su pecho
hasta llegar al rojo estallido,
el mar, como una madre,
se apiada de su adiós,
de su derrota transitoria
eterna para algunos,
que sólo dura por lo general
un apagón de ojos;
y lo recoge herido,
lo envuelve con las manos,
lo acaricia con espumas
hasta volverlo líquido en su vientre;
brazos extendidos de rosal
en un naufragio,
que huele todo el mundo,
que invita a todo el mundo
a cogerse de las manos,
a besarse con los labios
que son como un reflejo
de ese sacrificio,
de ese corazón roto
que renace de cenizas,
que sabe que mientras no esté
todos le estarán esperando,
al otro lado del espejo de la luna,
donde la mar lo envuelve y lo devuelve
como a un hijo.
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