
Cascais diluye su silueta en la noche,
la penetra con soltura a través de los ojos,
deja en el mar su mirada cautiva,
la seguimos de la mano hundirse,
como gotas de lluvia se resbala de las hojas,
se vuelve instante melancólico,
insistencia profana
por volver a la tierra en la que fue hecha.
Cascais nos regala
torres amarillas al borde de la playa,
bañistas indecisos,
fuentes de azulejos,
gallos emplumados
lanzados a un torneo de princesas.
Hay tesoros clavados en las aguas
como el viento se clava en tu sonrisa.
El paseo se acaba en una plaza,
en un rincón
donde las mesas crecen como hongos,
cubiertas de manteles a colores.
Un vino blanco abandona la luna,
entra en nuestras bocas, deja a la lengua
convertida en espuma,
avanzar el uno sobre el otro.
La noche
ya desnuda de artificios y ruido de motores
extiende un velo salpicado de estrellas,
un camino que seguir de la mano o del brazo,
donde no queden sombras que nos roben
el silencio y la palabra.
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