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NOVELA SÉPTIMA
Un escolar ama a una señora viuda, la cual, enamorada de otro, una noche de invierno le hace sentarse sobre la nieve esperándola, a la cual él, después, por consejo suyo, todo un día de mediados de julio hace estar desnuda sobre una torre expuesta a las moscas y a los tábanos y al sol.
Mucho se habían reído las señoras del desdichado de Calandrino, y más se hubieran reído todavía si no hubiesen sentido enojo de ver que también le quitaban los capones los mismos que le habían quitado el cerdo. Pero luego que llegó el fin, la reina ordenó a Pampínea que contase la suya; y ella prestamente, así comenzó:
Carísimas señoras, muchas veces sucede que las artimañas son con artimañas vengadas, y por ello es de poco juicio el deleitarse en escarnecer a otros. Nosotros nos hemos reído mucho (con muchas historietas contadas de las burlas que han sido hechas, de las cuales ninguna venganza que se haya tomado se ha contado; pero yo entiendo haceros sentir alguna compasión por la justa retribución hecha a una conciudadana nuestra, a la cual su burla, al ser burlada, casi con la muerte le recayó sobre la cabeza; y oírlo no os dejará de ser útil porque así mejor os guardaréis de burlaros de otro y mostraréis buen juicio.
No han pasado todavía muchos años desde que hubo en Florencia una joven hermosa de cuerpo y altanera de ánimo y de linaje muy noble y en los bienes de la fortuna convenientemente abundante, y llamada Elena; la cual, habiendo quedado viuda de su marido nunca más quiso casarse, habiéndose enamorado de ella, a elección suya, un joven apuesto y cortés; y de cualquiera otra preocupación olvidada, con la ayuda de una criada suya de quien se fiaba mucho, muchas veces con él, con maravilloso deleite se daba buena vida. Sucedió en este tiempo que un joven llamado Rinieri, hombre noble de nuestra ciudad, habiendo largamente estudiado en París no para luego vender su ciencia a granel como muchos hacen, sino para saber la razón de las cosas y sus motivos (lo que óptimamente sienta a un noble) volvió de París a Florencia; y allí, muy honrado tanto por su nobleza como por su ciencia, señorilmente vivía. Pero como sucede muchas veces que quienes más entendimiento de las cosas profundas tienen más fácilmente se dejan uncir por el amor, le sucedió a este Rinieri: al cual, habiendo ido él un día por vía de entretenimiento a una fiesta, delante de los ojos se le puso esta Elena, vestida de negro como van nuestras viudas, llena de tanta hermosura a su juicio, y de tanta amabilidad como ninguna otra le había parecido ver; y estimó para sí que podría llamarse feliz a quien Dios le hiciese la gracia de poder tenerla desnuda en los brazos. Y una vez y otra mirándola cautamente, y conociendo que las cosas grandes y preciosas no se pueden conseguir sin trabajo, decidió poner todo su esfuerzo y toda su solicitud en agradarle, para que agradándole consiguiese su amor, y por ello poder tomar posesión de ella. La joven señora, que no tenía los ojos puestos en el infierno sino que, teniéndose en tanto y más de lo que era, moviéndolos con arte miraba alrededor y prestamente conocía a quien con deleite la miraba, apercibiéndose de Rinieri, riéndose para sí misma, dijo:
—No habré venido hoy aquí en vano que, si no me equivoco, he cogido a un pavo por la nariz.
Y comenzando a mirarle alguna vez con el rabillo del ojo,cuanto podía, se ingeniaba en demostrarle que se ocupaba de él, o pensando por otra parte que cuanto más atrajese y prendiese con sus encantos, tanto era su hermosura de mayor precio, y máximamente para quien ella junto con su amor la había entregado. El sabio escolar, dejando aparte los pensamientos filosóficos, todo el ánimo volvió a ella; y creyendo que le agradaba, aprendiendo cuál era su casa, comenzó a pasar delante de ella, con varias razones excusando aquellas idas. Al cual, la señora, por la razón ya dicha vanagloriándose de aquello, mostraba verlo de muy buena gana; por la cual cosa el escolar, encontrando la manera, se aproximó a su criada y le descubrió su amor, rogándole que con su señora obrase de tal manera que él pudiese obtener su gracia. La criada prometió mucho y a su señora lo contó, la cual, con la mayor risa del mundo lo escuchó y dijo:
—¿Has visto dónde éste ha venido a perder el seso que ha conseguido en París? Pues vamos, digámosle lo que va buscando. Le dirás, cuando sea que te hable otra vez, que yo le amo mucho más de lo que él me ama; pero que debo guardar mi honra para junto a las otras damas poder llevar la frente alta; por lo que él, si es tan sabio como dice, debe amarme más.
¡Ay desdichada, desdichada! No sabía ella, señoras mías, lo que es ponerse a provocar a los escolares. La criada al encontrarlo, hizo lo que su señora le había ordenado. El escolar, contento, procedió a ruegos más calurosos y a escribir cartas y a mandar regalos, y todo era aceptado, pero en recompensa no venían respuestas sino vagas; y de esta guisa lo tuvo mucho tiempo dándole largas. Por último, habiendo ella descubierto todo a su amante y habiéndose él enojado con ella alguna vez y sentido algunos celos, para mostrarle que equivocadamente sospechaba de ella, solicitándola mucho el escolar, le envió a su criada, la cual de su parte le dijo que ella no había tenido ocasión nunca de hacer nada que a él le agradase, después de que le había asegurado de su amor, pero que, para la fiesta de Navidad que se acercaba, esperaba poder estar con él; y que por ello la noche siguiente a la fiesta, si él quería, viniese a su patio, donde ella a buscarle, lo antes que pudiera, iría.
El escolar, más contento que ningún otro hombre, a la hora ordenada se fue a casa de la señora, y llevado por la criada a un patio y encerrándole dentro, allí comenzó a esperar a la señora. La señora, habiendo aquella noche hecho venir a su amante y habiendo cenado alegremente con él, lo que entendía hacer aquella noche le contó, añadiendo:
—Y podrás ver cuánto y cuál es el amor que le tengo y he tenido a aquel de quien neciamente has tenido celos.
Estas palabras las escuchó el amante con gran contento de ánimo, deseoso de ver con obras lo que la señora con palabras le daba a entender. Y había por acaso el día anterior a aquél nevado mucho, y todo estaba cubierto de nieve; por la cual cosa, el escolar había poco estado en el patio cuando empezó a sentir más frío del que habría querido; pero esperando calentarse, lo soportaba pacientemente. La señora a su amante dijo después de un rato:
—Vamos a la alcoba y desde una ventanilla miremos lo que hace ese de quien has sentido celos, y lo que le contestará a la criada, que he mandado a hablar con él.
Se fueron, pues, a una ventanilla y viendo sin ser vistos, oyeron a la criada hablar con el escolar y decir:
—Rinieri, mi señora es la mujer más afligida que nunca ha habido, porque esta noche ha venido uno de sus hermanos y ha estado mucho rato hablando con ella, y luego quiso cenar con ella y todavía no se ha ido, pero creo que se irá pronto; y por ello no ha podido venir ella todavía, pero ya vendrá pronto; te ruega que no te enoje el esperar.
El escolar, creyendo que era verdad, repuso:
—Di a mi señora que no se ocupe nada en mí hasta que pueda cuando le sea oportuno venir a por mí, pero que lo haga lo antes que pueda.
La criada, volviéndose dentro, se fue a dormir.
La señora, entonces, dijo a su amante:
—Bien, ¿qué dices?, ¿crees que yo, si le quisiera como tú temes, iba a sufrir que estuviera allí abajo congelándose?
Y esto dicho, con su amante, que ya en parte estaba contento, se fue a la cama, y grandísimo rato estuvieron gozando y disfrutando, riéndose del mísero escolar y burlándose de él. El escolar, dando vueltas por el patio, se movía para calentarse y no tenía dónde sentarse ni en dónde refugiarse del sereno, y maldecía el largo entretenimiento del hermano con la señora, y todo lo que oía creía que sería una puerta que la señora abría, pero en vano esperaba. Ésta, por fin, cerca de la medianoche, solazándose con su amante, le dijo:
—¿Qué piensas, alma mía, de nuestro escolar? ¿Qué te parece mayor, su sabiduría o el amor que yo le tengo?, ¿hará el frío que le estoy haciendo pasar salirle del pecho lo que con mis palabras le entró en él el otro día?
El amante repuso:
—Corazón mío, sí, bien conozco que así como tú eres mi bien y mi reposo y mi deleite y toda mi esperanza, así soy yo los tuyos.
—Pues —decía la señora— bésame mil veces para ver si dices la verdad.
Por la cual cosa el amante, abrazándola apretadamente, no mil sino cien mil veces la besaba; y luego de que en tal razonar estuvieron algún tanto, dijo la señora:
—¡Ah!, levantémonos un poco y vayamos a ver si se ha apagado el fuego en el cual este raro amante mío cada día me escribía que estaba ardiendo.
Y levantándose, a la ventanilla acostumbrada fueron; y mirando al patio vieron al escolar bailando una tarantela al tocar de un castañetear de dientes, que por el demasiado frío era tan salteada y rápida que nunca habían visto cosa igual.
Entonces dijo la señora:
—¿Qué dices, mi dulce esperanza?, ¿te parece que sé hacer bailar a los hombres sin música de trompetas y cornamusas?
A quien el amante respondió:
—Deleite mío, sí.
Dijo la señora:
—Quiero que vayamos abajo hasta la puerta, tú te estarás callado y yo le hablaré y oiremos lo que dice, y puede que no nos divirtamos menos que de verlo.
Y abriendo la alcoba silenciosamente bajaron a la puerta, Y allí, sin abrirla, la señora en voz baja, por un agujerito que allí había le llamó. El escolar, al oírse llamar, alabó a Dios, creyendo demasiado pronto que iba a entrar dentro, y acercándose a la puerta, dijo:
—Aquí estoy, señora; abrid por Dios, que me muero de frío.
La señora dijo:
—¡Ah, sí, que ya sé que eres friolero! Y también que el frío es muy grande porque ha caído un poco de nieve. Bien sé yo que en París las hay mucho mayores. No puedo abrirte todavía porque este maldito hermano mío, que ayer por la noche vino a cenar conmigo, no se va todavía; pero se irá pronto, y vendré incontinenti a abrirte. Acabo de separarme de él con mucho trabajo para venir a consolarte y que la espera no te enoje.
Dijo el escolar:
—¡Ah, señora!, os ruego, por Dios que me abráis, para que pueda estar ahí adentro al abrigo, porque hace un poco ha empezado a caer la nevada más espesa del mundo, y todavía nieva; y yo os esperaré ahí cuanto queráis.
Dijo la señora:
—¡Ay, dulce bien mío, que no puedo, que esta puerta hace tanto ruido cuando se abre que fácilmente la oiría mi hermano si la abriese!, pero quiero ir a decirle que se vaya para que pueda yo volver a abrirte.
Dijo el escolar:
—Pues andad pronto, y os ruego que hagáis encender un buen fuego para que, en cuanto entre, pueda calentarme, que he cogido tanto frío que apenas me siento.
Dijo la señora:
—No puede ser eso, si es verdad lo que me has escrito muchas veces de que ardes todo por mi amor; pero estoy segura de que te burlas de mí. Ahora vengo; espérame y ten ánimo.
El amante, que oía todo, se divertía mucho, volviendo a la cama con ella, poco aquella noche durmieron sino que casi toda la consumieron en sus placeres y en burlarse del escolar. El desdichado escolar, convertido en cigüeña por el fuerte castañeteo de dientes que tenía, dándose cuenta que se burlaban de él, muchas veces trató de abrir la puerta y miró a ver si por algún otro sitio podía salir; y no viendo cómo, como un león enjaulado maldecía el mal tiempo, la maldad de la mujer y la duración de la noche junto con su propia simpleza; y muy enfurecido contra ella, el largo y ferviente amor que le tenía súbitamente cambió en crudo y amargo odio, y pensaba muchas y grandes cosas con las que tomar venganza, la cual ahora mucho más deseaba que antes había deseado estar con la mujer. Pero la noche, luego de mucha y larga espera, se aproximó al día y comenzó a aparecer el alba; por la cual cosa la criada, advertida por la señora, bajando, abrió el patio, y mostrando sentir compasión por él le dijo:
—¡Malaventura pueda tener el que vino anoche!, toda la noche te ha tenido en vilo y ha hecho que te congeles: ¿pero sabes?, llévalo con calma, que lo que esta noche no ha podido ser otra vez será; bien sé que nada podría haber sucedido que tanto hubiese desagradado a mi señora.
El escolar, airado como sabio que conocía que de nada sirven las amenazas sino para armar al amenazado, encerró en su pecho lo que su destemplada ira trataba de echar fuera, y en voz tranquila, sin mostrarse nada enojado, dijo:
—En verdad que he pasado la peor noche que he tenido nunca, pero bien he visto que de ello la señora no tiene ninguna culpa, porque ella misma, compadecida de mí, vino hasta aquí abajo a excusarse y a consolarme; y como dices, lo que esta noche no ha sido otra noche será; encomiéndame a ella y quédate con Dios.
Y casi por completo entumecido, como pudo se volvió a su casa; donde, estando cansado y muerto de sueño, sobre la cama se echó a dormir y se despertó casi por completo impedido de brazos y piernas; por lo que, mandando por un médico y contándole el frío que había pasado, a su salud hizo proveer. Los médicos, con grandísimas y rápidas curas ayudándolo, poco tiempo después pudieron curarle los nervios y hacer de tal manera que se distendiesen; y si no hubiese sido porque era joven y porque llegaba el buen tiempo, mucho habría tenido que soportar; pero de nuevo sano y fresco, guardando dentro de sí su odio, se mostraba mucho más que nunca enamorado de su viuda. Ahora, sucedió después de cierto tiempo, que la fortuna le proporcionó ocasión de poder satisfacer su deseo al escolar. Porque habiéndose el joven amado por la viuda (sin tener ninguna consideración al amor que ésta le tenía) enamorado de otra mujer, y no queriendo ni poco ni mucho decir ni hacer nada que fuese de su agrado, ella en lágrimas y amargura se consumía; pero su criada, que gran lástima sentía por ella, no encontrando modo de apartar a su señora del dolor sentido por el perdido amante, viendo al escolar que del modo acostumbrado pasaba por el barrio, dio en un necio pensamiento, y fue que se podría obligar al amante de su señora a amarla como antes hacía con alguna operación nigromántica y que en ello el escolar debía ser gran maestro; y se lo dijo a su señora. La señora, poco discreta, sin pensar en que, si el escolar hubiese sabido de nigromancia la habría usado en su propio provecho, dio oídos a las palabras de su criada y prontamente le dijo que le preguntase si quería hacerlo y con seguridad le prometiese que, en recompensa, ella haría todo lo que él quisiera. La criada hizo la embajada bien y diligentemente; y oyéndola el escolar, todo contento dijo:
—Alabado seas, Dios mío; ha llegado el momento en que con tu ayuda podré castigar a esa malvada mujer por las injurias que me ha hecho en re compensa del gran amor que le tenía.
Y dijo a la criada:
—Dirás a mi señora que no sufra por eso, que si su amante estuviera en la India se lo haría yo venir prestamente a pedirle gracia de lo que contra su gusto hubiera hecho; pero lo que tiene que hacer entiendo decírselo a ella cuándo y dónde más le plazca, y díselo así y confórtala de mi parte.
La criada dio la respuesta y se arregló de manera que se viesen los dos en Santa Lucía del Prado. Viniendo allí la señora y el escolar, y hablando ellos dos solos, no acordándose ella de que casi lo había llevado a él a la muerte, le contó abiertamente todas sus cosas y lo que deseaba, y se lo rogó por su salvación; y el escolar le dijo:
—Señora, es verdad que entre las demás cosas que yo aprendí en París estuvo la nigromancia, de la que por cierto sé bien lo que es; pero porque ofende a Dios muchísimo, había jurado nunca ponerla en obra ni para mí ni para otros. Pero es verdad que el amor que os tengo es tan fuerte que no sé cómo pueda negarme a nada que queráis que haga; y por ello, aunque por ello deba ir a la casa del diablo, estoy dispuesto a hacerlo puesto que os place. Pero os recuerdo que es cosa más molesta de hacer de lo que por ventura pensáis, y máximamente cuando una mujer quiere recuperar el amor de un hombre o un hombre el de una mujer, porque esto no puede hacerlo sino la misma persona a quien le interesa, y para hacerlo hace falta que quien lo haga sea de ánimo valiente porque hay que hacerlo de noche y en lugares solitarios y sin compañía, las cuales cosas no sé si estáis dispuesta a hacerlas.
A quien la señora, más enamorada que prudente, repuso:
—Amor me espolea de tal manera que no hay ninguna cosa que no hiciese por recuperar a aquel que me ha abandonado sin deberlo; pero, si te place, dime en qué tengo que ser valiente.
El escolar, que con mal pelo tenía la cola marcada, dijo:
—Señora, tendré que hacer yo una imagen de estaño en nombre de aquel a quien deseáis recuperar, la cual cuando os la haya enviado, vos, cuando esté la luna menguante, debéis bañaros con ella siete veces en un río de aguas corrientes, completamente desnuda y sola a la hora del primer sueño, y después, estando así desnuda, tenéis que subiros a un árbol o en lo alto de alguna casa deshabitada: y mirando hacia el norte con la imagen en la mano, siete veces diréis algunas palabras que os daré escritas, y cuando las hayáis dicho, vendrán hacia vos dos damiselas de las más hermosas que nunca hayáis visto, y os saludarán y placenteramente os preguntarán lo que queréis que hagan. A éstas debéis decirles bien y plenamente vuestros deseos; y guardaos de que digáis una cosa por otra; y cuando lo hayáis dicho, ellas se irán y vos podréis bajar al lugar donde hayáis dejado vuestras ropas y vestiros y volver a casa. Y tened por cierto que no estará mediada la noche siguiente cuando vuestro amante, llorando, vendrá a pediros gracia y perdón; y sabed que desde aquel momento en adelante no os dejará nunca por ninguna otra.
La señora, oyendo estas cosas y prestándoles completa fe, pareciéndole que a su amante tenía ya en los brazos, ya medio contenta, dijo:
—No os preocupéis, que estas cosas muy bien las haré; y para ello tengo la mayor comodidad del mundo, que tengo una tierra hacia el Valdarno de arriba, que está bastante cerca del río, y ya estamos casi en julio, que será agradable bañarse. Y también me acuerdo que no lejos del río hay una torrecilla deshabitada salvo que, por algunas escalas de palos de castaño que hay allí, suben de vez en cuando los pastores a un terrado que tiene, para ver si descubren desde allí a sus animales extraviados, lugar muy solitario y a trasmano al cual yo subiré, y allí lo mejor del mundo espero hacer lo que mandéis.
El escolar, que muy bien conocía el lugar de la señora y la torrecilla, contento de cerciorarse de su intención, dijo:
—Señora, yo no he estado nunca en esas comarcas, y por ello no conozco la tierra ni la torrecilla; pero si es tal como decís no puede haber nada mejor en el mundo; y por ello, cuando sea oportuno os mandaré la imagen y la oración; pero mucho os ruego que, cuando hayáis satisfecho vuestro deseo y veáis que os he servido bien, que os acordéis de cumplir la promesa que me habéis hecho.
A quien la señora le contestó que lo haría sin falta; y tomando licencia de él se volvió a su casa. El escolar, alegre de que su plan parecía que iba a llevarse a efecto, hizo una imagen con sus caracterísmos y escribió un invento suyo en lugar de una oración; y cuando le pareció oportuno la mandó a la señora, y le mandó a decir que a la noche siguiente sin más dilación debía hacer lo que le había dicho; y luego, secretamente, con un criado suyo se fue a casa de un amigo que muy cerca vivía de la torrecilla, para poder llevar a cabo su proyecto. La señora, por otra parte, con su criada se puso en camino; y al llegar la noche, fingiendo que se iba a la cama, mandó a la criada a dormir, y a la hora del primer sueño, de casa calladamente saliendo, se fue a la torrecilla junto a la ribera del Arno, y mirando mucho a su alrededor, no viendo ni sintiendo a nadie, despojándose de sus ropas y escondiéndolas bajo unas malezas, siete veces se bañó con la imagen y luego, desnuda, con la imagen en la mano hacia la torrecilla se fue. El escolar, que a la caída de la noche, con su criado entre los sauces y los demás árboles cerca de la torrecilla se había escondido y había visto todas aquellas cosas pasándole ella al lado así desnuda, y viéndola con la blancura de su cuerpo vencer las tinieblas de la noche, y mirándole luego el pecho y las otras partes del cuerpo, y viéndolas hermosas y pensando cómo iban a estar en poco tiempo, sintió alguna lástima de ella; y por otra parte, el aguijón de la carne le asaltó súbitamente e hizo levantarse a quien estaba echado, y lo animaba a salir del escondite e ir a ella y hacer su gusto; y estuvo a punto de ser vencido por la una y el otro. Pero acordándose de quién era él y cuál fuese la ofensa recibida y por qué y de quién y encendiéndose por ello nuevamente en odio, echando de sí la compasión y el carnal apetito, mantuvo firme su propósito y la dejó ir. La señora, subiendo a la torre y vuelta hacia el norte, comenzó a decir las palabras que el escolar le había dado; el cual poco después, entrando en la torrecilla, silenciosamente y poco a poco quitó la escala por la que se subía al terrado donde la señora estaba, y luego esperó a ver qué decía y hacía ella. La señora, siete veces dichas sus oraciones, comenzó a esperar a las dos damiselas y tan larga fue la espera que, sin contar con que sentía mucho más fresco del que habría querido, vio aparecer la aurora; por lo que, triste de que no hubiese sucedido lo que el escolar había dicho, se dijo:
«Temo que éste haya querido darme una noche como la que yo le di a él; pero si por ello me ha hecho esto mal ha sabido vengarse porque no ha sido ni la tercera parte de larga de lo que fue la suya; sin contar con que el frío fue de otra clase».
Y para que el día no la cogiese allí, fue a bajar de la torre, pero se encontró con que la escala no estaba allí. Entonces, casi como si el mundo bajo los pies le hubiese fallado, le desapareció el valor; y, vencida, cayó sobre la tierra apisonada de la torre. Y luego de que le volvieron las fuerzas, míseramente comenzó a llorar y a quejarse, y demasiado bien conociendo que aquello tenía que ser obra del escolar, comenzó a apesadumbrarse de haber ofendido al prójimo, y luego de haberse fiado demasiado de aquel a quien merecidamente debía tener por enemigo: y en eso pasó larguísimo tiempo. Luego, mirando si había alguna manera de bajar y no viéndola, recomenzó el llanto Y dio en un amargo pensamiento, diciéndose a sí misma:
«Oh, desventurada, ¿qué dirán tus hermanos, tus parientes y vecinos y en general todos los florentinos cuando sepan que has sido encontrada desnuda? Tu honestidad, está contenta, se verá que era falsa; y si a estas cosas quisieras encontrar excusas mentirosas (que las habría), el maldito escolar, que sabe todos tus asuntos, no te dejará mentir. ¡Ay, mísera de ti, que en una hora habrás perdido al mal amado joven y tu honor!»
Y luego de esto sintió tanto dolor que casi estuvo por arrojarse desde la torre a tierra; pero habiendo ya salido el sol y acercándose ella un poco más a una de las partes del muro, mirando a ver si algún muchacho por allí con sus animales se acercase a quien pudiera ella mandar por su criada, sucedió que el escolar, habiendo dormido un poco junto a unas matas, al despertar la vio, y ella a él; a la cual el escolar dijo:
—Buenos días, señora, ¿han venido ya las damiselas?
La señora, viéndolo y oyéndolo, volvió a llorar fuertemente y le rogó que viniese junto a la torre para que pudiera ella hablarle. El escolar fue en esto muy cortés. La señora, echándose boca bajosobre el terrado, sólo asomó la cabeza a su repecho, y llorando dijo:
—Rinieri, si yo te di una mala noche, puedes estar seguro de haberte vengado bien, porque aunque estemos en julio, estando desnuda me he creído yo congelar esta noche; sin contar con que he llorado tanto el engaño que te hice y mi necedad en creerte que es maravilla que los ojos no se me hayan caído de la cara. Y por ello te ruego, no por amor a mí, a quien no debes amar, sino por amor tuyo, que eres noble, que te contente, en venganza de la injuria que yo te hice, lo que hasta este punto me has hecho, y haz que me den mis ropas y que pueda bajar de aquí, y no quieras quitarme lo que después, aunque quisieras, no podrías devolverme, es decir, mi honra; que, si aquella noche te privé de estar conmigo, siempre que te sea grato puedo devolverte ciento por una. Bástete, pues, esto y como hombre valeroso ten por bastante haberte podido vengar y habérmelo hecho conocer; no quieras probar tus fuerzas con las de una mujer: ninguna gloria es para un águila haber vencido a una paloma; así pues, por el amor de Dios y por tu honor, compadécete de mí.
El escolar, con duro ánimo pensando en la injuria recibida y viéndola llorar y rogarle, a la vez sentía placer y desagrado en el ánimo: placer por la venganza que más que ninguna otra cosa deseado había, y desagrado sentía al moverlo su humanidad a compadecer la miseria. Pero no pudiendo su humanidad vencer a la fiereza de su apetito, repuso:
—Doña Elena, si mis ruegos, que en verdad no supe bañar en lágrimas ni hacerlos melosos como tú sabes hacer los tuyos, me hubiesen impetrado, la noche que en tu patio lleno de nieve me moría de frío, haber sido puesto por ti un poco al abrigo, fácil cosa me sería ahora complacer los tuyos; pero si tanto más que en el pasado te ocupas ahora de tu honor, y te es tan duro el estar así desnuda, eleva estas súplicas a aquel en cuyos brazos no te enojó estar desnuda aquella noche que bien recuerdas, sintiendo cómo yo andaba por tu patio castañeteando los dientes y pataleando la nieve, y hazte ayudar por él, hazte por él traer tus ropas, pídele a él la escala por donde bajes, pon en él el cuidado de tu honor, aquel por quien ahora y otras mil veces no has dudado en ponerlo en peligro.¿Cómo no lo llamas que venga a ayudarte? ¿Y a quién le corresponde más que a él? Eres suya: ¿y qué cosas guardará o cuidará si no te guarda y te ayuda a ti? Llámalo, estúpida, y prueba si el amor que le tienes y tu sabiduría junto con la suya pueden librarte de mi necedad; la cual, solazándote con él le preguntaste qué le parecía mayor si mi necedad o el amor que le tenías. Y no me hagas ahora cortesía de lo que no deseo ni podrías negármelo si lo desease; guarda para tu amante tus noches, si sucede que salgas de aquí viva; son tuyas y suyas: yo tuve bastante con una y me basta haber sido burlado una vez. Y ahora, usando tu astucia al hablar, te ingenias en alabarme para conquistar mi benevolencia y me llamas noble y valeroso, y tácitamente te ingenias en que yo, como magnánimo, me abstenga de castigarte de tu maldad; pero tus lisonjas no me oscurecen ahora los ojos del intelecto, como hicieron antes tus desleales promesas; yo me conozco, y sobre mí mismo no aprendí tanto mientras estuve en París cuanto tú me hiciste saber en una noche de las tuyas. Pero presuponiendo que yo fuese magnánimo, no eres tú de aquellas en quienes la magnanimidad deba mostrar sus efectos: el fin del castigo en las fieras salvajes como eres tú (e igualmente de la venganza) debe ser la muerte, mientras en los hombres debe bastar lo que tú has dicho. Por lo que, aunque yo no sea águila, sabiendo que tú eres no paloma sino venenosa serpiente, como a antiquísimo enemigo, con todo odio y con toda la fuerza entiendo perseguirte; y con todo, esto que te hago no puede muy propiamente llamarse venganza sino mucho mejor castigo, en cuanto la venganza debe sobrepasar a la ofensa y esto ni llegará a igualarla; por lo cual, si yo quisiese vengarme mirando en qué partido pusiste mi vida, no me bastaría quitarte la vida ni otras ciento iguales a la tuya, porque sólo mataría a una vil y abyecta y mala hembra. ¿Y por qué diablo, si quitas tu poquito rostro, al que unos pocos años estropearán llenándolo de arrugas, eres más tú que cualquier triste sierva? ¡Y no quedó por ti hacer morir a un hombre valeroso, como me has llamado poco antes, cuya vida aún podrá en un día ser más útil al mundo que cien mil iguales a la tuya podrán mientras el mundo dure! Aprenderás ahora con este dolor que sufres qué es escarnecer a los hombres que tienen algún sentimiento, y qué es escarnecer a los escolares, y te dará materia para no caer nunca más en tal locura, si sales de ésta. Pero si tienes tan grande deseo de bajar, ¿por qué no te arrojas de ahí? Y en un punto, con la ayuda de Dios, quebrándote el cuello, saldrás del dolor en el que te parece estar y me darás la mayor alegría del mundo. No voy a decirte más ahora: tanto pude yo que hasta ahí te hice subir; haz tú ahora de manera que bajes, como supiste burlarte de mí.
Mientras el escolar esto decía, la desdichada mujer lloraba continuamente y el tiempo pasaba, subiendo más alto aún el sol. Pero cuando vio que se callaba, dijo:
—¡Ah!, cruel, si tan dura te fue aquella maldita noche y te parece mi pecado tan grande que no pueden moverte a compasión ni mi joven hermosura ni las amargas lágrimas ni los humildes ruegos, muévate al menos algo (y disminuya tu severa rigidez este solo acto mío) el haberme recientemente confiado a ti y descubierto todos mis secretos, con los que he dado lugar a tu deseo de poder hacerme conocedora de mi culpa, como sea que si no me hubiese fiado yo de ti ningún camino tenías para poderte vengar, lo que muestras haber deseado con tanto ardor. ¡Ah!, deja tu ira y perdóname ya: estoy dispuesta, si me perdonas y me haces bajar de aquí, a abandonar por completo al desleal joven y tenerte a ti solo por amador y por señor, por mucho que aborrezcas mi belleza, mostrando que es corta y poco valiosa: la cual, tal cual es, como la de las demás, digna es de estima, aunque sólo fuera porque la vanidad y el juego y el placer son propios de la juventud de los hombres, y tú no eres viejo. Y aunque cruelmente me estás tratando, no puedo creer por ello que quisieras verme morir de muerte tan deshonrosa como sería la de arrojarme desde aquí como una desesperada delante de tus ojos, a los cuales, si no eras entonces ya mentiroso como lo has sido ahora, tanto agradé. ¡Ah! Apiádate de mí, por Dios y por piedad; el sol comienza a calentar demasiado, y como el poco fresco de esta noche me ofendió, así el calor comienza a darme ahora grandísima molestia.
A lo que el escolar, que por divertirse le daba conversación, repuso:
—Señora, tu confianza no se ha puesto ahora en mis manos porque sintieras amor por mí sino por recuperar lo que habías perdido, y por ello nada merece sino un mal mayor; y locamente crees si crees que sólo este camino se me ofrecía para la deseada venganza. Tenía otros mil, y mil trampas con fingir que te amaba te había tendido bajo los pies, y poco tiempo era preciso para que por necesidad (si esto no hubiese sucedido) hubieras caído en una de ellas y en mayor dolor y vergüenza del que ahora sientes; y seguí éste no por concederte ventajas, sino por contentarme más pronto. Y si todas me hubiesen fallado no me fallaba la pluma, con la cual tales y tantas cosas hubiera escrito de ti y de tal manera que, enterándote tú de ellas (que te enterarías), habrías deseado no haber nacido mil veces al día. La fuerza de la pluma es mucho mayor de lo que creen aquellos que con su conocimiento no la han experimentado. Juro ante Dios (y así él me conceda terminar esta venganza como la he empezado) que habría escrito de ti cosas que no ante las demás personas, sino ante ti misma avergonzándote, te habrías sacado los ojos para no verte más; y por ello, no reproches al mar haber crecido con un pequeño arroyo. En tu amor y en que seas mía no tengo, como ya te he dicho, ningún interés; sé de quién has sido, si puedes, al cual tal como lo he odiado antes lo quiero ahora, pensando en lo que te ha hecho. Vosotras andáis enamorando y deseando el amor de los jóvenes, porque los veis con las carnes un poco más vivas y con las barbas más negras, y muy erguidos ir a danzar y ajustar; las cuales cosas todas las tuvieron los que son de más edad, y además saben ya lo que aquéllos tienen que aprender. Y además de ello, los juzgáis mejores caballeros y que hacen jornadas de más millas que los hombres más maduros. Ciertamente confieso yo que con más fuerza sacuden ellos las pellizas; pero los de más edad, como experimentados saben mejor dónde están las pulgas, y con mucho ha de elegirse antes lo poco y sabroso que lo mucho e insípido; y el trotar mucho rompe y cansa a cualquiera, aunque sea joven, mientras el andar suavemente, aunque un poco más tarde haga llegar a otros a casa, por lo menos los conduce con descanso. Vosotras no os apercibís, animales sin inteligencia, cuán grande mal bajo aquella poca hermosura está escondido. No se contentan los jóvenes con una sino que a cuantas ven a tantas desean, de tantas les parece ser dignos; por lo que su amor no puede ser estable, y tú ahora como prueba puedes verte de ello veracísimo testigo. Y les parece ser dignos de ser reverenciados y mimados por las mujeres y no tienen por mayor otra gloria que alabarse de las que han gozado, fallo que ya ha conducido a muchas bajo los frailes, que no lo cuentan. Y aunque digas tú que nunca supo nadie tus amores sino tu criada y yo, mal informada estás y mal crees si así lo crees. En su barrio no se habla sino de ello, y en el tuyo; pero la mayoría de las veces es el último a quien tales cosas llegan a los oídos, aquel a quien se refieren. Ellos, además, os roban, mientras los de edad os regalan. Tú, pues, que mal elegiste, sé de aquel a quien te entregaste, y a mí, a quien escarneciste, déjame ser de otra, que he encontrado mujer de mucho mayor bien que lo eres tú, que mejor me ha conocido de lo que tú hiciste. Y para que del deseo de mis ojos puedas llevarte al otro mundo mayor seguridad que la que parece que te dan mis palabras, arrójate de ahí pronto, y tu alma, como espero, recibida en los brazos del diablo, podrá ver si mis ojos de haberte visto cabeza abajo caer se turban o no. Pero como creo que con tanto no querrás alegrarme, te digo que si el sol comienza a quemarte te acuerdes del frío que me hiciste sufrir, y si lo mezclas con este calor, sin falta sentirás el sol templado.
La desconsolada mujer, viendo que a pesar de todo a un fin cruel iban a parar las palabras del escolar, volvió a llorar de nuevo y dijo:
—Mira, pues que nada de lo mío te mueve a piedad, muévate el amor que tienes a esa mujer más discreta que yo que dices que has encontrado y de quien dices que eres amado, y perdóname por amor suyo y tráeme mis ropas para que pueda cubrirme, y haz que me bajen de aquí.
El escolar entonces se echó a reír, y viendo que ya la hora de tercia había pasado hacía rato, contestó:
—Mira, ahora no sé decir que no, pues por tal mujer me lo has rogado: dime dónde están y yo iré por ellas y te haré bajar de ahí.
La mujer, creyéndole, algo se consoló y le enseñó el lugar donde había puesto sus ropas. El escolar, saliendo de la torre, mandó a su criado que no se fuese de allí, sino que se quedase cerca y todo lo que pudiera vigilase para que nadie entrara hasta que él no hubiese vuelto; y dicho esto, se fue a casa de su amigo y allí almorzó con gran calma y luego, cuando le pareció oportuno, se fue a dormir. La mujer, sobre la torre quedándose, aunque estuviese algo consolada por una necia esperanza, sobremanera dolorida se enderezó y se sentó apoyándose en la parte del muro donde había un poco de sombra, y se puso a esperar acompañada de amarguísimos pensamientos; y ora pensando ora llorando, y ora desesperando de la vuelta del escolar con las ropas, y saltando de un pensamiento a otro, como quien por el dolor estaba vencida y que nada había dormido la noche anterior, se quedó dormida. El sol, que era ardentísimo, habiendo ya subido al mediodía, hería derecho y a la descubierta el tierno y delicado cuerpo de ella, y también su cabeza, que estaba descubierta, con tanta fuerza que no solamente le quemó todo lo que se veía de las carnes, sino que se las abrió en diminutas llagas; y fue tal la quemadura que aunque dormía profundamente, la hizo despertarse. Y sintiendo que se quemaba, moviéndose un tanto, le pareció que toda la quemada piel se le abría y estallaba, tal como vemos sucederle a un pergamino quemado si alguien tira de él; y además de esto, le dolía tan fuertemente la cabeza que parecía que se rompiese a pedazos, lo que ninguna maravilla era. Y el terrado de la torre estaba tan hirviente que ni con el pie ni con otra cosa podía en él hallar lugar; por lo cual, sin estarse quieta, de aquí para allá se cambiaba de lugar llorando. Y además de esto, no haciendo nada de viento, había allí moscas y tábanos en cantidad abundante, los cuales, poniéndosele sobre las carnes abiertas, tan fieramente la aguijoneaban que cada una le parecía la punzada de un espetón, por lo que de mover las manos de un lado para otro no descansaban, maldiciéndose a sí misma y a su vida, a su amante y al escolar. Y estando así angustiada y espoleada y atravesada por el incalculable calor, por el sol, por las moscas, por los tábanos y también por el hambre, pero mucho más por la sed, y por la añadidura de mil desagradables pensamientos, poniéndose en pie, comenzó a mirar por si veía cerca de sí u oyese a alguna persona, completamente dispuesta a, sucediese lo que sucediese, llamarla y pedirle ayuda. Pero también esto le había quitado su enemiga fortuna. Los labradores se habían ido del campo por el calor y además aquel día ninguno había ido allí cerca a trabajar porque junto a sus casas estaban trillando la mies; por lo que ninguna otra cosa oía sino cigarras, y veía el Arno, el cual, despertándole deseo de sus aguas, no disminuía su sed, sino que la acrecentaba. Veía, también, en muchos lugares bosques y sombras y casas, todas las cuales deseándolas por igual, la angustiaban. ¿Qué diremos más de la desventurada viuda? El sol por arriba y el ardor del terrado por abajo, y las heridas de las moscas y los tábanos por los lados, de tal manera la habían puesto que ella, que la noche pasada con su blancura vencía a las tinieblas, entonces, roja como el almagre y toda manchada de sangre, habría parecido a quien la hubiese visto la cosa más fea del mundo. Y estando así, sin nada pensar ni esperar, más esperando la muerte que otra cosa, siendo ya pasada la mitad de nona, el escolar, levantándose de dormir y acordándose de su señora, para ver lo que era de ella se volvió a la torre, y a su criado, que estaba todavía en ayunas, lo mandó a comer; al cual, habiéndolo la mujer sentido, débil y angustiada por el grave dolor, vino sobre el saledizo y, sentándose, comenzó a decir llorando:
—Rinieri, bien y fuera de toda medida te has vengado que, si yo te hice congelarte de noche en mi patio, tú me has hecho asar de día sobre esta torre, y aun quemar, y además de ello, morir de hambre y de sed; por lo que te ruego por el único Dios que subas aquí, y puesto que no me sufre el ánimo darme a mí misma la muerte, dámela tú, que la deseo más que otra cosa, tanto y tal es el tormento que siento. Y si esta gracia no quieres hacerme, al menos hazme traer un vaso de agua, que pueda mojarme la boca, a la que no bastan mis lágrimas de tanta sequedad y ardor que tengo por dentro.
Bien conoció el escolar en la voz su debilidad, y también vio su cuerpo todo abrasado al sol, por las cuales cosas y por sus humildes ruegos un poco de compasión sintió por ella; pero, sin embargo, respondió:
—Mujer malvada, no morirás tú a mis manos; morirás por las tuyas si ganas te dan; y tanta agua recibirás de mí para aliviar tu calor cuanto fuego yo tuve para mitigar mi frío. Y mucho lamento que la enfermedad que me causó a mí el frío con el calor del hediondo estiércol tuvo que curarse, mientras la de tu calor se curará con el frescor de la olorosa agua de rosas; y mientras yo estuve a punto de perder los nervios y la vida, tú, despellejada con este calor, no de otro modo quedarás hermosa que como hace la serpiente al dejar la vieja piel.
—¡Oh mísera de mí! —dijo la mujer—, esta hermosura conseguida de tal manera otorgue Dios a las personas que mal me quieren; pero tú, más cruel que fiera alguna, ¿cómo has podido sufrir desgarrarme de esta manera? ¿Qué debía esperar yo de ti ni de ningún otro si bajo crueles tormentos hubiese matado a todos tus parientes? Ciertamente no sé qué crueldad mayor podría haberse usado con un traidor que toda una ciudad hubiese pasado a cuchillo, que la que tú has tenido conmigo al hacerme asar al sol y ser comida por las moscas; y además de esto, no querer darme un vaso de agua, pues a los homicidas condenados por los tribunales cuando van a su muerte se les da a beber vino muchas veces si ellos lo piden. Ahora bien, puesto que te veo firme en tu acerba crueldad y que mi sufrimiento no te conmueve, con paciencia me dispondré a recibir la muerte para que Dios tenga misericordia de mi alma, al cual ruego que con justicieros ojos esta tu acción contemple.
Y dichas estas palabras, se arrastró con dura pena hasta el centro del terrado, desesperando de poder escapar a tan ardiente calor; y no una vez sino mil, además de sus otros dolores, creyó morir de sed, llorando siempre fuerte y de su desgracia doliéndose. Pero llegado ya el crepúsculo y pareciéndole al escolar haber hecho bastante, haciendo recoger las ropas de ella y envolviéndolas en la capa del criado, se fue a la casa de la mísera mujer y allí, desconsolada y triste y sin saber qué hacer encontró a su criada sentada a la puerta; a la cual dijo:
—Buena mujer, ¿qué es de tu señora?
A quien la criada respondió:
—Señor, no lo sé; esta mañana creí que la encontraría en la cama adonde ayer por la noche me había parecido verla irse, pero no la he encontrado ni allí ni en ningún otro lugar y no sé qué le habrá sucedido, por lo que vivo con grandísimo dolor; pero vos, señor, ¿sabríais decirme algo de ella?
A lo que el escolar repuso:
—¡Así te hubiese tenido a ti junto con ella donde la he tenido, para haberte castigado de tu culpa como la he castigado a ella de la suya! Pero seguramente no te me escaparás sin que te pague tan bien por tus obras que nunca te burles de ningún hombre bueno sin acordarte de mí.
Y dicho esto, dijo a su criado:
—Dale esas ropas y dile que vaya a buscarla si quiere.
El criado hizo lo que le mandaba; por lo que la mujer, cogiéndolas y reconociéndolas, oyendo lo que le habían dicho, mucho temió que la hubiese matado, y a duras penas se contuvo de gritar; y echándose a llorar, habiéndose ya ido el escolar, con ellas se fue corriendo hacia la torre. Había, por desventura, aquel día, un labrador de esta señora extraviado dos cerdos, y andando en su busca, poco después de la partida del escolar llegó a aquella torrecilla, y mirando por todas partes a ver si veía sus cerdos, sintió el miserable llanto de la desventurada mujer; por lo que, subiendo allí cuanto pudo, gritó:
—¿Quién está llorando ahí?
La señora conoció la voz de su labrador, y llamándolo por el nombre, dijo:
—¡Ah, vete a por mi criada y haz de manera que ella pueda venir aquí arriba a buscarme!
El labrador, conociéndola, dijo:
—¡Ay, señora!, ¿y quién os subió ahí?
Vuestra criada está todo el día buscándoos; ¿pero quién hubiera pensado que estuvieseis ahí?
Y cogiendo los largueros de la escala, comenzó a ponerla en donde estar solía y a atarlos con vilortas y palos de un lado a otro; y en éstas, la criada apareció y, entrando en la torre, no pudiendo ya contener la voz, dándose golpes con las palmas de las manos, comenzó a gritar:
—¡Ay, dulce señora mía!, ¿dónde estáis?
La señora, oyéndola, lo más fuerte que pudo, dijo:
—¡Oh, hermana mía, estoy aquí arriba! No llores sino que tráeme pronto mis ropas.
Cuando la criada la oyó hablar, casi por completo consolada, subió por la escala ya casi completamente arreglada por el labrador, y ayudada por él, llegó al terrado; y viendo a su señora que no parecía tener cuerpo humano sino ser el tronco de una vid achicharrado por el fuego, toda vencida, toda inerte, yaciendo desnuda en tierra, arañándose el rostro comenzó a llorar sobre ella no de otra manera que si estuviese muerta. Pero la señora le rogó por Dios que se callara y le ayudase a vestirse; y habiendo sabido por ella que nadie sabía dónde había estado sino los que le habían llevado las ropas y el labrador que al presente estaba allí, un tanto consolada por ello, les rogó por Dios que nunca a nadie dijesen nada de aquello. El labrador, luego de mucha charla, llevando a la señora en brazos, porque no podía andar, seguramente la sacó de la torre. La desdichada criada, que detrás se había quedado, bajando menos cuidadosamente, se torció un pie y cayó de la escala al suelo rompiéndose una cadera, y con el dolor que sentía comenzó a bramar que parecía un león. El labrador, dejando a la señora en un prado, fue a ver qué tenía la criada, y hallándola con la cadera rota, igualmente la llevó al prado y la dejó junto a su señora; la cual, viendo esto añadirse a sus males, y haberse roto la cadera aquella por quien esperaba ser ayudada más que por nadie, triste sin medida comenzó de nuevo su llanto tan miserablemente que no sólo el labrador no pudo consolarla sino que también él comenzó a llorar. Pero estando ya bajo el sol, para que aquí no les cogiese la noche, tal como plugo a la desconsolada señora, fue a su casa y llamando a dos de sus hermanos y a la mujer, y volviendo allí con una tabla, sobre ella colocaron a criada y señora y a casa las llevaron; y reconfortada la señora con un poco de agua fresca y con buenas palabras, cogiéndola el labrador en brazos, la llevó a su alcoba. La mujer del labrador, habiéndole dado de comer pan ensopado y desnudándola luego, la metió en la cama, y organizaron las cosas de manera que ella y su criada fuesen de noche llevadas a Florencia; y así se hizo. Allí, la señora, que gran acopio de embustes tenía, inventando una fábula muy diferente de las cosas sucedidas, tanto de ella como de su criada hizo creer a sus hermanos, y a sus cuñadas y a todas las demás personas, que por arte de los demonios esto les había sucedido. Los médicos fueron prestamente y no sin grandísimo dolor y sufrimiento de la señora, que toda la piel dejó muchas veces pegada a las sábanas, de una grave fiebre y de otros accidentes la curaron, y semejantemente a la criada de la cadera; por la cual cosa la señora, olvidado su amante, de entonces en adelante de hacer burlas y de amar se guardó prudentemente; y el escolar, oyendo que a la criada se le había roto la pierna y pareciéndole haber logrado completa venganza, contento, dejó las cosas así. Así pues, esto fue lo que sucedió a la necia joven por sus burlas, por creer que podía divertirse con un escolar como habría podido con otros, no sabiendo que éstos (no digo todos pero sí la mayor parte) saben dónde tiene la cola el diablo. Y, por ello, señoras, guardaos de las burlas, y especialmente a los escolares.
(Continuará)
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