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Josep Fontana: “Los historiadores son gente peligrosa”. La interferencia de los políticos en la enseñanza y divulgación de la historia (Sobre la historia i els seus usos públics, Universitat de València, 2018)
Los gobiernos han sido siempre conscientes de la importancia de la historia y se han preocupado por controlarla. Luis XIV de Francia tenía en nómina hasta diecinueve historiadores. Esta preocupación aumentó a partir del momento en que la enseñanza de la historia se convirtió en una de las materias centrales de la educación pública. Algo que se da en gobiernos del más distinto signo. Si Nikita Jrushchov dijo en su tiempo que “Los historiadores son gente peligrosa, capaces de volverlo todo cabeza abajo. Conviene controlarlos”, la señora Thatcher, por otra parte, se ocupó personalmente de combatir los programas que se enseñaban en las escuelas británicas y de imponer los que creía adecuados. Lo más grave del caso es que esta tendencia al control no sólo no está desapareciendo, sino que se extiende en una medida que comienza a ser preocupante. Eso debería llevarnos a reflexionar acerca de cuál es la función que debe tener realmente la historia en la educación.
Vivimos en momentos en que quienes nos dedicamos a la historia, tanto en el campo de la investigación como en el de la enseñanza, vemos seriamente amenazada nuestra independencia. Porque, a la vez que se considera que el nuestro es un saber menor, de escasa utilidad, ocurre que en los debates acerca de cuestiones políticas y sociales del presente se hace un uso constante de argumentos históricos, que no se desarrollan en el campo de la ciencia, sino en el de lo que se suele llamar el “uso público de la historia”, que debería llamarse en realidad su “uso político”, algo que un historiador italiano ha definido como “todo lo que crea el discurso histórico difuso, la visión de la historia, consciente o inconsciente, que es propia de todos los ciudadanos (…), que es gestionado substancialmente por unos protagonistas políticos y por los medios de comunicación de masas”. (1. SANTOMASSIMO, G. “Guerra e legitimazione storica”, en Passato e presente,(Florencia) nº 54 (settembredicembre 2001), pp. 5-23 (citas de pp. 8-9) Florencia).
Que los historiadores no sean los autores de este discurso no significa que no tengan responsabilidad cuando se limitan a aceptarlo, sin denunciar sus falacias. Porque si bien suele ser frecuente que proclamen su menosprecio por estos usos públicos, como si se tratase de algo indigno de su ministerio, la verdad es que no suelen tener inconveniente en acomodarse a las demandas del orden establecido que reparte beneficios y distinciones. Nunca ha habido un régimen tan corrupto ni una dictadura tan brutal que no hayan podido contar con un coro de historiadores bien pagados, dispuestos a sostener que el gobernante de turno representa la culminación de la historia de la patria, o incluso de la universal.
No se debe admitir la pretensión de neutralidad que se basa en desgajar el trabajo del historiador de los problemas del presente, como si perteneciese a un universo de ideas puro e incontaminado. Como ha dicho un historiador afroamericano:
“Las tradiciones del gremio (…) prohíben a los historiadores académicos tomar posiciones en su trabajo respecto del presente. Un fetichismo de los hechos, reforzado por un modelo anticuado a imitación de las ciencias naturales, domina aún en la historia y en otras ciencias sociales y refuerza el punto de vista de que cualquier posicionamiento consciente ha de rechazarse como ideológico. De este modo la posición del historiador es oficialmente no comprometida: es la de un observador al margen de la historia”. (2. TROUILLOT, M.R. Silencing the past. Power and the production of history, Boston, Beacon Press, 1995, pp. 151-152.)
Esta negativa al compromiso con el presente es una trampa. El historiador está en su tiempo y construye su visión de la historia para los hombres de hoy, no para los del pasado, que ya no pueden leerle, ni para los del futuro, que tendrán unos problemas y unas preocupaciones que ni siquiera podemos adivinar. Está en medio de las batallas de su tiempo, incluso cuando finge ignorarlas -sobre todo cuando finge ignorarlas.
La única postura honrada que un historiador puede adoptar es la de decir abiertamente dónde está y con quién va. Su supuesta neutralidad no es más que una coartada para justificar el hábito de acomodarse en cada momento a lo que quiere el orden establecido. Lo que sucedió en la antigua Unión Soviética, por ejemplo, podría hacer que enrojeciera de vergüenza un rinoceronte, pero no un académico. Habiendo cambiado el clima político, los figurones académicos no se pusieron a escribir, como hubiera sido deseable, unos manuales que enfocaran la historia de Rusia desde otras perspectivas, sino que se limitaron a volver del revés los viejos, como reflejados en un espejo, de modo que lo que antes eran héroes se convirtieran en villanos y a la inversa. (3. SERVICE, R. Russia. Experiment with a people, Londres, Macmillan, 2002, pp. 190-192 y 218-220.)
Los gobiernos han sido siempre conscientes de la importancia de ese uso público de la historia y se han preocupado por controlar su producción. En un pasado más lejano, nombrando cronistas oficiales (Luis XIV de Francia tenía en nómina hasta diecinueve historiadores) o controlando la forma en que se recuerdan los acontecimientos (Napoleón se encargaba de fijar todos los detalles de los cuadros que reproducían sus victorias). Esta preocupación aumentó considerablemente, y tomó un nuevo sentido con la formación de los estados-nación modernos.
Las universidades británicas, por ejemplo, elaboraron un sistema de valores para las élites dirigentes de la nación y del imperio. Una elaboración en que fue sobre todo la historia la disciplina encargada de reforzar el consenso en torno a Dios, la patria y la moral. La historia era enseñada y estudiada de acuerdo con un conjunto de suposiciones que tenían mucho más que ver con un consenso patriótico que con los métodos de la crítica o el peso de la evidencia. Esta enseñanza marcó las convicciones, y con ellas la conducta, de los graduados universitarios británicos que habían de convertirse en los dirigentes de la política, los intelectuales e incluso los ejecutivos de los negocios y de la industria.
Por debajo de la universidad, difundiendo la doctrina que ésta había elaborado, se encontraba la escuela. El estado quiso hacer del maestro el reemplazante del sacerdote, tratando de que tuviese en la sociedad burguesa “la función que el cura había cumplido en beneficio del régimen feudal y de la monarquía”. “El prestigio local del maestro laico —dijo Nizan— servía para propagar en las más pequeñas localidades una especie de enseñanza de estado de la moral oficial, que los candidatos a maestro aprendían en las escuelas normales”. (4. NIZAN, P. “El enemigo público número 1”, en Por una nueva cultura, México, Era, 1975, cita de p.98.). La historia que se enseñase debía cumplir, por tanto, la doble función de legitimar políticamente al estado y asentar la aceptación de los valores establecidos, transmitiendo una determinada concepción del orden social.
De ahí que los gobernantes se esforzasen en controlar estrechamente los contenidos que se transmitían. Eso de la historia, como dijeron en su momento tanto la señora Thatcher como Nikita Jrushchov, que al menos en esto coincidían, era demasiado importante como para dejarlo sin vigilancia: “Los historiadores son gente peligrosa, capaces de volverlo todo cabeza abajo. Conviene controlarlos”, decía Jrushchov.
Lo más importante, sin embargo, era conseguir que estos contenidos se presentasen como verdades indiscutibles que había que aprender y que estaban más allá de la capacidad de juicio de quienes los recibían en la enseñanza. En una novela distópica, publicada en 1872 Samuel Butler nos habla de un país, Erewhon, donde los dirigentes tienen muy claro para qué ha de servir la enseñanza.
“El venerable profesor de Sabiduría mundana –nos dice- era uno de los de mayor peso en la Universidad y gozaba de la reputación de haber trabajado (…) por la supresión de todo tipo de originalidad. ‘No es asunto nuestro –decía- ayudar a los estudiantes a pensar por sí mismos. Con seguridad que esto es lo último que uno que les quiera beneficiar les estimulará a hacer. Nuestro deber es cuidar que piensen como nosotros pensamos, o, por lo menos, como juzgamos conveniente decir que pensamos’”. (5. BUTLER, S. Erewhon, capítulo XXII, Barcelona, Abraxas, 1999, pp. 174-175.)
Esta utilidad para imponer una visión de la sociedad es lo que ha garantizado la permanente presencia de la historia en la enseñanza. Cuando en los años ochenta del siglo veinte hubo tentaciones de reemplazarla por otras disciplinas sociales o por métodos que se encaminaban a desarrollar las habilidades del alumno en este terreno, tanto el gobierno socialista francés como el conservador británico rectificaron inmediatamente, ante el riesgo de perder el más eficaz instrumento de enseñanza de un patriotismo entendido como garantía de sostén del orden establecido.
En Gran Bretaña la señora Thatcher, que se empeñó en una batalla a fondo para acabar con una enseñanza progresista de la historia, dijo ante la Cámara de los comunes: “En lugar de enseñar generalidades y grandes temas ¿por qué no se vuelve a los buenos viejos tiempos de antaño en que se aprendían de memoria los nombres de los reyes y las reinas de Inglaterra, batallas, hechos y todos los gloriosos acontecimientos de nuestro pasado?”. (6. Citado por MAESTRO, P. “El modelo de las historias generales y la enseñanza de la historia” en J.J. Carreras y C. Forcadell, Eds., Usos públicos de la historia, Madrid, Marcial Pons, 2003, p. 219). Afirmar que los reyes y reinas son los legítimos protagonistas de la historia, y que lo que importa conocer son sus batallas implica una visión completamente sesgada. Acaba de publicarse un libro que se titula Una historia radical de Gran Bretaña, cuyo mero subtítulo ya indica que va por un camino distinto, puesto que anuncia que sus protagonistas son “visionarios, rebeldes y revolucionarios: los hombres y mujeres que lucharon por nuestras libertades”. Es un libro muy serio, de erudición universitaria, en el que se habla poco de los reyes y se glorifican unas batallas muy distintas a las que quería celebrar la señora Thatcher. (7. VÁLLANSE, E. A Radical History of Britain, Londres, Little Brown, 2009). Me gustaría disponer de algo semejante en relación con nuestra propia historia.)
En Francia se ha llegado al extremo de que se publiquen leyes que fijan la verdad políticamente correcta sobre una serie de cuestiones históricas, con lo que convierten en delictivo apartarse de la ortodoxia establecida (8 RÉMOND, R. Quand l’état se mêle de l’histoire, París, Stock, 2006) : en 1990 fue la ley sobre el holocausto, en 2001 otras dos sobre el genocidio armenio y sobre la trata negrera. Todo esto puede parecer loable, o por lo menos bienintencionado, pero es que en 2005 se dictó otra ley que ordena que se reconozca un papel positivo a la colonización francesa, y les aseguro que es difícil ver algo positivo en lo que los franceses han hecho, por ejemplo, en África, desde la conquista de Argel en 1830 hasta sus últimas intervenciones enviando paracaidistas para sostener a toda una serie de dictadores (por ejemplo, para limitarme al caso más reciente, a lo sucedido en Gabón, donde, tras el fallecimiento de Omar Bongo, que había permanecido cuarenta y dos años en el poder, apoyado por las bayonetas francesas, han contribuido a que le suceda su hijo Alí Ben Bongo, a través de una elección fraudulenta).
En Japón los profesores llevan largos años de lucha contra los intentos del gobierno por imponer la enseñanza de una visión patriotera de su historia, que niega los crímenes realizados durante la Segunda guerra mundial y sostiene que la invasión de Asia, en la que se calcula que perdieron la vida unos 30 millones de seres humanos, fue “una cruzada para liberar a sus pueblos del imperialismo occidental”. (9. ROULLIERE, C. La mémoire de la seconde guerre mondiale au Japon, París, L’Harmattan, 2004; DOWER, J. W., Embracing defeat. Japan in the wake of Wolrd War II, Nueva York, Norton, 1999, pp. 246-251; BAILEY, J. Postwar Japan. 1945 to the present, Oxford, Blackwell, 1996, pp. 49, 81-82 y 155-160; McCORMACK, G. “Japan’s uncomfortable past”, en History today, nº 48 (1998), pp. 5-7; ROMERO HOSHINO, I. “La ‘memoria’ y la ‘historia colectiva asiática’”, en Istor (México), VIII (2007), nº 29, pp. 150-154.)
En los Estados Unidos, donde ya en los años treinta una asociación patriótica, la de las “Hijas de las guerras coloniales”, sostenía que era intolerable que se quisiera “dar al niño un punto de vista objetivo, en lugar de enseñarle americanismo real”, insistiendo en que “no podemos permitir que se les enseñe a ser objetivos y a que se formen ellos mismos sus opiniones” (10. NASH, G. B.; CRABTREE, CH. and DUNN, R. E. History on trial. Culture wars and the teaching of the past, New York, Alfred A. Knopf, 1997, pp. 44-45), la presión de la guerra fría sobre el mundo académico fue considerable. En 1949 el presidente de la American Historical Association declaraba que los historiadores no se podían permitir el lujo de disentir y exhortaba a sus colegas a abandonar la pluralidad de objetivos y de valores y a aceptar “una amplia medida de regimentación”. (11. COHEN, S. F. Rethinking the soviet experience. Politics and history since 1917, New York, Oxford Unviersity Press, 1985, p.13.)
Los problemas se renovaron en 1990, cuando el presidente Bush, padre, inició un plan para mejorar los niveles educativos de los estudiantes norteamericanos que incluía, entre sus objetivos, el de “conocer las diversas herencias culturales de esta nación”. La comisión encargada de fijar unos objetivos nacionales en el terreno del conocimiento de la historia trató de hacer frente a las diversas exigencias de multiculturalismo de las minorías para llegar a una visión histórica realmente global. Después de largas discusiones con una amplia participación de especialistas, los programas estaban preparados en el otoño de 1994, cuando comenzaron a ser denunciados en el Wall Street Journal (ya ven ustedes si eso de la enseñanza de la historia debe ser importante, para preocupar al máximo órgano de los negocios y de la bolsa) como una conspiración para inculcar una educación al estilo comunista o nazi, lo que obligó al gobierno de Clinton a hacer marcha atrás (12. Sobre esto, NASH, G. B.; CRABTREE, CH. and DUNN, R. E. History on trial. Culture wars and the teaching of the past, New York, Alfred A. Knopf, 1997. Nash y Crabtree eran precisamente los principales responsables de los National Standards for United States History y de los National Standards for world history publicados en 1994.)
Lo más grave del caso es que el problema ha escapado en la actualidad de las decisiones de los gobiernos para pasar a una especie de control inquisitorial por parte de los elementos más reaccionarios de la sociedad norteamericana, que lleva a depuraciones de profesores y a una censura de los contenidos de la enseñanza. James W. Loewen explica en Las mentiras que me contó mi maestro que los libros de texto norteamericanos actuales manipulan lo que se refiere a acontecimientos como la guerra de Vietnam, y nos dice que los profesores temen meterse en controversias en estas cuestiones para no ser despedidos. Son allí los propios padres los que ejercen la vigilancia intelectual sobre la escuela: los que exigen que no se enseñe a sus hijos el evolucionismo, y cuidan de que en lo referente a la historia se apliquen criterios de “puro americanismo”. (13. LOEWEN, J. W. Lies my teacher told me, New York, Touchstone, 1996.)
¿Por qué este miedo a lo que pueda aprenderse en la escuela acerca de temas como la guerra de Vietnam? No es porque se puedan difundir contenidos antipatrióticos, lo cual no es previsible, sino por el riesgo de que se deje a los alumnos que piensen por su cuenta. Si lo hicieran, podrían descubrir que esta guerra, que acabó en 1975, la ganaron los malos, aquellos orientales siniestros contra quienes combatían heroicamente los boinas verdes y los “rambos” de las películas, pero que tras su victoria se pudo ver que no ocurría ninguno de los desastres por los que se había justificado la propia guerra: no hubo la temida operación dominó -ningún otro país “cayó” bajo un régimen comunista, como se había profetizado-, y no sólo no se produjo un retroceso de la civilización, sino que el nuevo Vietnam unificado ha avanzado desde entonces por un camino de prosperidad. La reflexión lógica a que los alumnos podrían llegar sería la de que aquella guerra que les costó a los norteamericanos 58.000 muertos y 300.000 heridos (dejando a un lado las pérdidas de los vietnamitas, que se han estimado en una cifra entre los dos y los cinco millones de muertos) y que tuvo para los estadounidenses un coste directo de 140.000 millones de dólares, con lo que “absorbió recursos que se necesitaban para los servicios sociales” (14 ANDERSON, D. L. The Columbia guide to the Vietnam war, New York, Columbia Unviersity Press, 2002, p. 78.), había sido un error estúpido de los dirigentes de su país, engendrado por la ignorancia y por el miedo. Está claro que no se puede tolerar que los alumnos que estudian historia descubran, pensando por su cuenta, estas cosas; de otro modo no se les podría engañar de nuevo para llevarlos a Afganistán.
Esta nueva inquisición de que les hablo está tomando un aspecto realmente siniestro en lo que se refiere a la vigilancia, censura y depuración de las bibliotecas. En el último libro que publicó Kurt Vonnegut dijo:
“Quiero felicitar a los bibliotecarios, que (…) a lo largo y a lo ancho de este país –los Estados Unidos- han resistido con firmeza los esfuerzos antidemocráticos para eliminar determinados libros de sus estantes y han preferido destruir los registros de lectura para no verse obligados a revelar a la policía de las ideas los nombres de las personas que han consultado estos libros”. (15 VONNEGUT, K. A man without a country, New York, Seven Stories Press, 2005, pp. 102-103.)
Déjenme que les aclare que no me estoy refiriendo a los lejanos tiempos del “macartismo”, sino a cosas que suceden hoy mismo. Se ha desarrollado hace poco la semana de los libros prohibidos que cada año celebra la Asociación de bibliotecarios norteamericana (American Library Association, o ALA), donde se contó que ha habido en el último año 513 peticiones de prohibición de libros que incluyen autores como Mark Twain, Toni Morrison, John Steinbeck, F. Scott Fitzgerald, o J.D. Salinger, autor de un libro tan peligroso como El guardián en el centeno. Basta sólo con que proteste una persona, un padre de familia aislado, para que el libro sea retirado de una biblioteca y se impida el acceso a él de todos los demás niños. Los bibliotecarios se exponen a ser sancionados o despedidos de su trabajo si no atienden estas prohibiciones. Como decía el 30 de septiembre pasado Connie Schultz: “Estos son tiempos de miedo para bibliotecarios y profesores. Todo lo que se necesita ahora es que un padre proteste. Si les dejamos que ganen, seguirán haciéndolo”. (16 SCHULTZ, C. “Banning a book near you”, en Truthout, 30 de septiembre de 2009.). Como la Conferencia episcopal española tome modelo y movilice a sus huestes, con la eficacia con que lo suele hacer, no van a quedar en nuestras bibliotecas ni las fábulas de Samaniego.
No exagero. Recuerden ustedes que en una de las primeras listas de depuraciones de bibliotecas de la etapa franquista, la de Valladolid de 1937, se prohibían Baroja, Blasco Ibáñez, las poesías de Espronceda, Goethe, Kant, la Carmen de Merimée, Gabriel Miró, Pardo Bazán, Pérez Galdós incluyendo algunos episodios nacionales, la Celestina, las fábulas de Lafontaine, el Libro de buen amor, Valera, Valle Inclán, etc. Claro que esto era siempre mejor que la quema de los libros de las bibliotecas municipales creadas por la república, que se practicó sistemáticamente. El ideal gallego de 19 de agosto de 1936 decía: “a orillas del mar, para que el mar se lleve los restos de tanta podredumbre y de tanta miseria, la Falange está quemando montones de libros y folletos”. Las quemas fueron generales y contaron con apoyos intelectuales como el del rector de la Universidad de Zaragoza, Gonzalo Calamita, que en el número 3 del Boletín de Educación publicó un artículo con el título de “¡El peor estupefaciente!” que contenía su aportación como científico a la campaña depuradora: “el fuego purificador es la medida radical contra la materialidad del libro”.
Pero ya que hemos llegado a España, hablemos un poco de lo ocurrido aquí con el uso público de la historia. En nuestro país las preocupaciones por los contenidos patrióticos en la historia se reforzaron a fines del siglo XIX con la conciencia de la crisis del imperio, aunque la intervención política en la enseñanza –un tema, este de la enseñanza, que importaba muy poco a nuestros gobernantes de entonces fue generalmente errática y pintoresca. En 1893, por ejemplo, se ordenó que se izase cada día la bandera en la escuela; en 1921, después de la derrota de Annual, se ordenó que se pusiera un retrato del rey en las escuelas públicas (digo yo que sería para celebrar la intervención que el propio Alfonso XIII parece haber tenido en este desastre, incitando al general Silvestre); en 1926, que en las clases de geografía se explicase el vuelo trasatlántico del Plus Ultra. (17. POZO ANDRÉS, Mª. del M. (DEL) y BRASTER, J. F. A. “The rebirth of the ‘Spanish race’: The state, nationalism, and education in Spain, 1875-1931”, en Europeam History Quarterly 29, 1999, 1, pp. 75-10)
Con la llegada de la Segunda República Española –que comenzó su andadura creando siete mil plazas de maestro y aumentando los sueldos de los docentes- cambiaron las concepciones de la historia que se quería enseñar a los niños, y se estimuló a que se les comunicaran valores de solidaridad y cooperación, dejando en un segundo plano la exaltación guerrera. Todo volvió a cambiar con el levantamiento militar de 1936. Desde el primer momento quedó claro que se pretendía acabar con la enseñanza razonadora de la época republicana, cuyos libros serían condenados a la hoguera –y sus autores con frecuencia al paredón.
Déjenme poner un ejemplo. El día 8 de agosto de 1936 un grupo de falangistas fue a buscar a Daniel González Linacero a la casa de Arévalo en que pasaba las vacaciones con su familia y lo asesinó. Su partida de defunción dice que falleció “a consecuencia del Movimiento Nacional existente”, que, como ustedes saben, fue una enfermedad muy común en aquellos días y extremadamente mortífera. Linacero tenía treinta y tres años y dejaba esposa, que murió hace tan sólo unas pocas semanas, y tres hijas de corta edad. La casa fue cerrada y saqueada.
¿Quién era ese enemigo del nuevo orden al que se consideraba tan peligroso como para asesinarle? Era un maestro, cuyo mayor crimen consistía en haber escrito un libro para la enseñanza de la historia en la escuela primaria, Mi primer libro de historia, publicado en Palencia en 1933, que comenzaba con una introducción para los maestros en que atacaba los “libros históricos amañados con profusión de fechas, sucesos, batallas y crímenes; relatos de reinados vacíos de sentido histórico, todo bambolla y efectismo espectacular”. Y pedía que no se olvidase “que la historia no la han hecho los personajes, sino el pueblo todo y principalmente el pueblo trabajador humilde y sufrido, que, solidario y altruista, ha ido empujando la vida hacia horizontes más nobles, más justos, más humanos”. Las lecciones, escritas con sencillez, no contenían ni una sola alusión política, salvo que ustedes consideren que lo era el capítulo final sobre “cooperación y solidaridad”, donde se sostenía que en la actualidad “nadie vive para sí”, sino que todos dependemos del trabajo de los demás.
Contra estos planteamientos razonadores se impusieron desde 1936 los de una enseñanza que estaba destinada a inculcar valores y, sobre todo, a apartar al niño de la funesta manía de pensar. A comienzos de mayo de 1937 José María Pemán defendía en presencia de Franco, que aprobó entusiasmado su discurso, una enseñanza adoctrinadora, de imposición de los valores “de arriba a abajo, misionalmente”, y de una simplicidad elemental: “El catecismo o el refranero -decía- que hablan por afirmaciones, son más creídos que los profesores de Filosofía, que hablan por argumentos”. (18 ALTED VIGIL, A. Política del nuevo Estado sobre el patrimonio cultural y la educación en la guerra civil española, Madrid, Ministerio de Cultura, 1984, p. 182.)
El terreno en que el adoctrinamiento había de ser mayor era precisamente el de la enseñanza de la historia, que debía ser base y fundamento de toda la educación. Lo dicen las instrucciones contenidas en una circular del Ministerio de Educación Nacional publicada en Vitoria el 5 de marzo de 1938: “Nuestra hermosísima historia, nuestra tradición excelsa, proyectadas en el futuro, han de formar la fina urdimbre del ambiente escolar”. A lo que se añaden instrucciones más precisas: “El maestro debe aprovechar la gloria y el sufrimiento de estos momentos para sembrar con caracteres indelebles en las almas infantiles ambiciones y anhelos preclaros. (...). Cantos populares e himnos patrióticos han de ser entonados por los niños en todas las sesiones de la escuela”.
La colonización de la memoria practicada por el franquismo impuso una visión que obligaba a reordenar todo el discurso para mostrar que la evolución de los tiempos conducía necesariamente, como su culminación, al Caudillo, ocultando todo lo que estorbara y silenciando las voces que hubieran desafinado en aquel coro. Hay que recordar que el régimen daba una gran importancia política a la historia, y la manipulaba a su conveniencia. El propio general Franco dijo en 1958:
“Nuestro régimen actual tiene exclusivamente sus fuentes y su fundamento en la historia española”, a lo que añadió en otros momentos afirmaciones como la de que hubiera querido suprimir de ella el siglo XIX por entero, puesto que España andaba mal, en su opinión, desde Felipe II para acá.
No reduzcan afirmaciones como estas a retórica. Un personaje intelectual tan destacado como Tovar, que más adelante rompió con el franquismo, reconocía la importancia que tuvo para ellos, desde el comienzo, una visión irracional de la historia –una historia que, decía Tovar, “no se puede dirigir con la cabeza: la historia es sangre”- cuyo papel en la guerra civil definía así: “La sombra de Menéndez Pelayo estaba presente entre los sublevados del 18 de julio”. Unas palabras en las que les invito a reflexionar cuando se sientan tentados a minimizar el daño que puede hacerse desde un uso partidista de la historia. (19 DUPLÁ, A. “Falange e historia antigua”, en F. Wulff y M.: Álvarez, Eds., Antigüedad y franquismo (1936-1975), Málaga, Centro de Ediciones de la Diputación de Málaga, 2003, pp. 79-80.)
Por lo que se refiere a la investigación, había que vigilarla también. José María Albareda, que sería secretario general del CSIC hasta su muerte, tenía claro que los historiadores no debían ocuparse de cosas recientes —”Para la investigación -escribió- la Historia Medieval es más historia que la moderna”—, pero ni siquiera la historia medieval estaba exenta de peligros, de modo que también había que establecer controles en ella. (20 SÁNCHEZ RON, J. M. A cincel, martillo y piedra. Historia de la ciencia en España (siglos XIX y XX), Madrid, Taurus, 1999, pp. 329-352.)
Incluso la Prehistoria resultaría depurada. Se abandonó la idea de que había habido en el espacio peninsular dos pueblos, celtas e iberos, que finalmente se habían fusionado en los celtiberos, y una arqueología impregnada de racismo ario condenó a los iberos mediterráneos y revalorizó a los celtas “arios”, olvidándose de mestizajes. Pero cuando se llegó al extremo de la manipulación en el uso político de la arqueología fue en 1943, cuando, ante el rumbo desfavorable a las potencias del Eje que iba tomando la Segunda Guerra Mundial, que hacía incómoda la identificación que el régimen había buscado hasta entonces con los fascistas italianos y los nazis alemanes, se intentó “desfascistizar” el “saludo nacional” brazo en alto que se había hecho obligatorio en 1937, y hubo un arqueólogo que escribió que “el saludo nacional promulgado por el Caudillo Franco, en cuanto a su esencia, no se deriva de los nacionales de los estados totalitarios de Italia y Alemania. Es una supervivencia, sin modificación alguna, del racial ibérico, muy en boga en la cultura de los iberos del siglo I antes de Jesucristo”, que “de España irradió al resto de Europa”. (21 RUIZ ZAPATERO, G. “La distorsión totalitaria: las raíces prehistóricas de la España franquista”, en Rafael Huertas y Carmen Ortiz, Eds., Ciencia y fascismo, Aranjuez, Doce Calles, 1997, pp. 147-159. También, HERNANDO, A. Los primeros agricultores de la Península Ibérica. Una historiografía crítica del Neolítico, Madrid, Síntesis, 1999, pp. 112-126. Lo del saludo brazo en alto procede de un texto de J. Cabré Aguiló citado en RODRÍGUEZ JIMÉNEZ, J. L. Historia de Falange Española de las JONS, Madrid, Alianza, 2000, p. 434.)
De los iberos para acá se mantenía la visión de una España que, superando sucesivas invasiones, llegaba a su apogeo en el siglo XVI, iniciaba después una decadencia de tres siglos y reemprendía su ascenso con la nueva era franquista, cuyo destino era anexionarse Portugal, recuperar Gibraltar y extender un nuevo imperio a partir de Marruecos. Si eso les parece demasiado simplista les recordaré que todavía en 1941 el general Muñoz Grandes, que fue vicepresidente del gobierno, le escribía al general Varela que convenía que entrasen en la Segunda Guerra Mundial porque “Gibraltar, Portugal y Marruecos son necesarios, vitales para España, pero no se lograrán sin guerra”.
La principal de las mistificaciones de esta nueva visión de la Historia de España fue, sin embargo, la metamorfosis de la Guerra Civil en una cruzada, por una parte, y el silencio a que se condenó, por otra, todo lo referente a la Segunda República Española, relegada al papel de un mero antecedente de la Guerra Civil. Algo que un revisionismo reaccionario, practicado sobre todo por publicistas indocumentados, se empeña todavía en sostener.
La verdad, sin embargo, es que no se consiguió el cambio de mentalidad que se pretendía con esta enseñanza de la historia imperial, asociada a la llamada Formación del Espíritu Nacional, de modo que el tinglado histórico franquista, que los profesores nos habíamos encargado de minar por nuestra cuenta, sobre todo en la etapa final del régimen, se vino abajo con él.
Lo malo del caso es que la forma en que se hizo la transición a la democracia tendió a perpetuar los viejos silencios e impidió que se apoyaran desde arriba los esfuerzos que algunos investigadores estaban haciendo para recuperar la historia de la Segunda República y de la Guerra Civil. De modo que cuando llegó el PP al poder le costó poco proponer una vuelta atrás, hacia los viejos valores del franquismo. Tuvimos así una Ministra de Educación, la señora Esperanza Aguirre –una aspirante confesa a convertirse un día en nuestra “señora Thatcher”, que sería lo último que nos faltaría-, que manifestó su angustia por el hecho de que no se estuviese enseñando lo que ella llamaba “la verdadera historia de España”, como si no hubiese tantas historias verdaderas de España como concepciones de lo que se quiere que sea este país. Volveré enseguida a este punto para que no se escandalicen ustedes. Su sucesora en el ministerio pasó de la angustia al ataque, moviendo toda la artillería a su alcance en apoyo de sus reivindicaciones de una interpretación reaccionara. El propio Mayor Oreja, en la época en que era ministro del Interior, llegó a implicar en ello a la Guardia Civil, de manera equívoca, pero en modo alguno inocente, al animarla a “contribuir a la historia de España para que no la vuelvan a deformar los que no creen en ella” (22 Sobre el proyecto de reforma de Esperanza Aguirre y su fracaso, ORTIZ DE ORRUÑO, J. M. (Ed.), Historia y sistema educativo, Madrid, Marcial Pons, 1998; el discurso de Mayor en La Vanguardia, 14 de mayo de 1999, p. 20. El desdichado informe de la Academia de la Historia sobre esta cuestión dio lugar, como réplica, al libro, coordinado por J. S. Pérez Garzón: La gestión de la memoria. La historia de España al servicio del poder, Barcelona, Crítica, 2000) (en la suya y de la señora Aguirre, claro está).
Déjenme aclarar lo que quiero decir al hablar de que hay distintas “historias verdaderas de España”. Solemos usar la historia como explicación del presente, como genealogía del orden establecido –de ahí que apareciera hace unos años un libro, de no poco éxito, que explicaba la de España “de Atapuerca a Aznar”. Pero en este pasado había corrientes muy diversas que conducían a finales que no eran precisamente Aznar. De 1936 a 1939, por ejemplo, se enfrentaron dos modelos muy distintos de lo que podía ser este país, uno de los cuales venció, no por la voluntad general de los españoles –que habían votado al Frente Popular cinco meses antes de iniciarse la sublevación-, sino, ante todo, por el apoyo internacional que tuvieron los militares rebeldes y por el abandono en que las grandes potencias dejaron a los vencidos. Pues bien, esas dos Españas tienen genealogías diferentes y piden de nosotros formas distintas de explorar el pasado.
Lo malo es que eso no le agrada al orden establecido –a cualquier orden establecido, de derechas o de eso que llamamos ahora, con escasa propiedad, izquierdas- porque comprende que, si enseñamos las cosas de este modo, si invitamos a nuestros estudiantes a entender que el pasado no es un camino único cuyo trazado está exactamente fijado en los manuales, sino un campo abierto recorrido por luchas y proyectos muy diversos, donde podemos encontrar rutas que llevan a futuros distintos, estaremos despertando en ellos una conciencia crítica, no sólo hacia el pasado sino hacia el presente. Y eso es, precisamente, lo que se quiere impedir que hagamos. De ahí que, de 1975 para acá –y eso son ya muchos años-, no se haya hecho nada desde arriba para alentar el trabajo de recuperación de la historia de la Segunda República, algo que ha habido que hacer desde abajo, y con demasiada frecuencia al margen de las universidades, que no se han sumado a esta preocupación hasta hace muy pocos años.
El retraso con que se ha abordado esta tarea tiene una consecuencia negativa, como es la de habernos dejado atrapados en la trampa que nos tendió el franquismo, contando muertos y haciéndonos olvidar que el mayor de sus crímenes, mucho mayor que las ejecuciones en las cunetas, los descampados y las cárceles, era el de haber acabado con esa gran esperanza de reforma que implicaba la República, relegando al olvido los esfuerzos realizados en aquellos años en terrenos tan diversos como son los de las libertades democráticas, los derechos sociales o, sobre todo, en el de la educación, entendida como un medio para convertir a los súbditos en ciudadanos. Hemos estado elaborando hasta ahora el censo de los numerosos maestros asesinados en los primeros días de la guerra civil. Tal vez haya llegado el momento de ponernos a explicar qué enseñaban estos maestros y de qué modo contribuían a un proyecto de transformación de la sociedad española que algunos temieron que podía afectar a sus intereses y mermar sus privilegios, lo que les llevó a condenarlos a muerte.
Nada tiene de malo que estas cuestiones se susciten en la enseñanza y se planteen al público, porque no se trata de juzgar, de discernir culpas y pedir cuentas por los crímenes cometidos, por uno y otro lado, sino de comprender lo que ocurrió, de usar el conocimiento del pasado para evitar que vuelva a repetirse: de aprender cómo se pueden combatir los errores colectivos que nos llevaron a aquella situación. En los últimos días de su vida, desesperado al ver en qué se había convertido aquel movimiento militar al que inicialmente había dado su apoyo, Unamuno escribía:
“¿Qué será de mi España cuando despierte de esta salvaje pesadilla? Al final no quedará piedra sobre piedra, ni vivos que puedan enterrar a los muertos. Toda la tierra será un cementerio al aire libre donde sólo podrán sobrevivir las alimañas, alimentándose de los restos de seres humanos que van dejando las balas por los campos y ciudades”.
Lo que le llevaba a preguntarse: “¿Qué fuerzas ocultas dormían en el alma de este país? ¿Qué veneno corría por sus venas?”. Y no acertaba a responderse sino que “España lleva en sí misma terribles instintos que no esperan más que las circunstancias propicias para expresarse en actos”. (23 BLANCO PRIETO, F. Miguel de Unamuno. Diario final, Salamanca, Globalia. Ediciones Anthema, 2006, pp. 672, 676 y 692.)
Es precisamente para combatir esta visión desesperanzada de la historia y de la personalidad de España, para tratar de entender por qué ocurrió aquello y para combatir contra quienes se empeñan todavía hoy en despertar las “fuerzas ocultas” y en azuzar los “instintos” de destrucción, que necesitamos recuperar una memoria que sirva como herramienta de conocimiento y no como arma partidista.
Quisiera dejar claro que no estoy proponiendo con esto la fijación y enseñanza de un canon de izquierdas, sino de una historia entendida sobre todo como método, como instrumento de comprensión de nuestro entorno, y por ello mismo, en perpetua transformación. Hace pocos años, en un artículo titulado “Historia y estupidez nacional” –un título que aludía a la forma en que los norteamericanos estaban repitiendo en Irak los errores de Vietnam- el historiador estadounidense
Arthur Schlessinger jr., fallecido recientemente, escribía:
“Las concepciones del pasado están muy lejos de ser estables, puesto que se revisan constantemente de acuerdo con las urgencias del presente. La historia no es nunca un libro cerrado o un veredicto final. Está siempre en construcción. (…) Cuando aparecen nuevas urgencias en nuestro tiempo y en nuestra vida, el historiador vuelve su foco, examinando las sombras, sacando a primer plano cosas que siempre estuvieron allí, pero que los historiadores anteriores habían dejado al margen de la memoria colectiva. Nuevas voces surgen de la oscuridad histórica y piden nuestra atención. La gran fuerza de la historia en una sociedad libre es su capacidad de autocorrección”.
Una idea semejante a la que tenía un político africano, Julius Nyerere, el fundador de Tanzania, cuando decía: “Si hay algo que no entiendo, me pongo a leer la historia hacia atrás”. (24 CHACHAGE, S. “Reading history backwards with Mwalimu”, en Pambazuka News, nº 452, 13 de octubre de 2009.)
No quiero una enseñanza de la historia que amontone en la memoria del estudiante datos inútiles que pronto olvidará, pero tampoco quiero que sirva para inculcarle una colección de verdades establecidas, del signo que sean, sino que le adiestre para hacer aquello que mi viejo maestro Pierre Vilar llamaba “pensar históricamente”. Que le enseñe que el panorama de la sociedad en que vive es tan contingente y mudable como el del paisaje físico de su entorno y que, como aquel, puede ser modificado. Que no hay nada “natural”, “sagrado” e intocable en ese paisaje social, salvo un principio ético fundamental que está más allá de toda discusión, que es el del reconocimiento del derecho de todo hombre y toda mujer a su vida, libertad y dignidad. Todo lo demás es discutible y todo puede ser cambiado, y debería ser cambiado cuando convenga hacerlo.
No me importa, francamente, cuántos nombres de reyes van a ser capaces de retener al término de su educación: hace ya dos siglos y medio que Voltaire denunció la inutilidad de este estúpido ejercicio memorístico, del que yo mismo fui todavía víctima, cuando me obligaban a recitar de memoria la malhadada lista de los supuestos reyes godos. Recuerdo un libro publicado en la inmediata posguerra española en que el autor se escandalizaba de que los estudiantes no supieran quién había sido el padre de Alfonso XII. Teniendo en cuenta que esta es una cuestión tan compleja que se puede sospechar que ni su madre, Isabel II, debía estar segura de quién había sido –aunque las mayores probabilidades apuntan a Enrique Puigmoltó, un joven oficial de ingenieros valenciano-, no veo por qué habría que exigir tal conocimiento a los estudiantes. Me parecería más útil, por poner un ejemplo alternativo referido al propio monarca, que se les explicase por qué razón, durante su reinado, tantos campesinos españoles se vieron obligados a abandonar sus pueblos para emigrar a América.
En lugar de la tradicional historia de los reyes, que domina todavía en la cultura pública de los monumentos y las conmemoraciones, prefiero otra que explique que en la España de Felipe II, por ejemplo, había, además del rey, su familia, sus ministros y sus generales, unos millones de campesinos, soldados, moriscos, frailes, marineros y pícaros; que nos diga quién navegaba en la Armada pretendidamente invencible, quién acarreaba las piedras de El Escorial y, sobre todo, quién pagó la factura de las guerras y los monumentos -o mejor dicho, cómo la pagaron los que siempre pagan estas cuentas, ayer como hoy.
Pienso que la historia que enseñemos, y eso vale por igual para la que divulguemos para conocimiento público, debería proporcionar sobre todo elementos de razonamiento para reflexionar acerca de los problemas fundamentales de nuestro tiempo. Enseñar a que cada uno mire a su alrededor, se entere del mundo en que vive, piense por sí mismo y escoja su propia respuesta a estas realidades. No estoy diciendo que sólo se deba enseñar la historia contemporánea más reciente, la que se refiere a las cuestiones que aparecen en las noticias de la televisión –aunque también ésta debe enseñarse en las escuelas y en los institutos-, sino que nuestro estudio del pasado debería estar en lo posible orientado a arrojar luz sobre las cuestiones fundamentales que preocupan a la sociedad en que vivimos, ya sea buscando la viejas raíces de problemas actuales, ya mostrando posibilidades alternativas o poniendo de relieve el carácter contingente de mucho de lo que se nos suele presentar como fatalmente condicionado.
En este tiempo supuestamente feliz en que se supone que la evolución de las sociedades humanas ha llegado a la perfección –recuerden ustedes lo que se decía hace poco acerca de que estábamos en el fin de la historia- resulta que vuelve a haber, como sucedió en 1968, una generación de jóvenes que no acepta de buen grado el mundo que van a heredar de nosotros y que se revuelven contra él. Lo malo es que estos nuevos rebeldes, como les sucedió a los de París en 1968, actúan movidos por un rechazo moral, y no tienen muy claro cómo se puede construir un sistema alternativo al que combaten. Necesitamos repensar el futuro entre todos para encontrar caminos hacia adelante. Pero el futuro sólo se puede construir sobre la base de las experiencias humanas, esto es sobre el conocimiento del pasado, y aquí el papel de quienes trabajamos en el campo de la historia es indispensable. Aunque sólo sea para evitar que se siga intoxicando a la gente con una visión desesperanzadora que sostiene que todo intento de cambiar las reglas del juego social lleva necesariamente al desastre.
Para quienes seguimos considerándonos de izquierda –lo que, para mí, significa fundamentalmente que pensamos que hay muchas cosas que no están bien y que se pueden y se deben mejorar- el estudio de la historia debe servirnos para ayudarnos a refundar la utopía, porque, como se ha dicho, “en un tiempo de resignación política y de cansancio el espíritu utópico es más necesario que nunca”. (25 JACOBY, R. The end of utopia. Politics and culture in an age of apathy, New York, Basic Books, 1999, p. 181.)
Nos toca participar activamente en la formación de una nueva conciencia colectiva, capaz de sacarnos del marasmo de un presente en que fuerzas políticas que aspiran a poco más que a la supervivencia son incapaces de ofrecernos proyectos de futuro que puedan movilizar las energías colectivas. Vivimos entre un centro izquierda tan moderado que no se atreve a enfrentarse a los cambios que serían necesarios y una derecha que sólo se alimenta del miedo que trata de infundir a unos grupos sociales que no ven claro su futuro, engañándolos con señuelos que los apartan de tomar conciencia de los grandes problemas reales del país, como, por poner un ejemplo, la corrupción de que se ha alimentado la especulación inmobiliaria –que ha dado un nuevo sentido y una nueva fuerza a los versos que Machado escribiera en 1937: “Pienso en España vendida toda de río a río, de monte a monte, de mar a mar”- y que no es tan sólo un problema del pasado, sino también del futuro, porque ha creado un enorme volumen de deuda que está todavía en los bancos y en las cajas de ahorro y que a la larga vamos a tener que pagar entre todos. Pero ¿se imaginan ustedes a la Conferencia Episcopal y al PP organizando expediciones a Madrid para protestar contra una corrupción que es responsable de que muchos españoles hayan perdido sus trabajos y sus medios de vida?
En esta tarea de formar una nueva conciencia colectiva todos tenemos un papel a desempeñar. A quienes trabajamos en la historia nos corresponde, como dijo Marc Bloch en los momentos finales de su vida, cuando luchaba en la resistencia contra los nazis, asumir también nuestra responsabilidad aportando aquello con que podemos contribuir a la tarea común. Una conciencia colectiva, decía Marc Bloch, está formada por “una multitud de conciencias individuales que se influyen incesantemente entre ellas”.
Por eso,
“formarse una idea clara de las necesidades sociales y esforzarse en difundirla significa introducir un grano de levadura en la mentalidad común: darse una oportunidad de modificarla un poco y, como consecuencia de ello, de inclinar de algún modo el curso de los acontecimientos, que están regidos en última instancia por la psicología de los hombres”.
Si en unas horas negras como las del presente hay una lección de la historia que debemos enseñar a las nuevas generaciones es la de mostrarles que los seres humanos han sido siempre capaces de imponerse al destino, de luchar por la libertad y por el progreso, y de abrir caminos nuevos hacia el futuro. Y prevenirles, a la vez, contra quienes intentan bloquear este progreso sembrando el miedo al cambio. Enseñarles a compartir la lucidez de un Tom Paine cuando decía, hace dos siglos, que está en nuestras manos volver a empezar el mundo de nuevo. O, como ha dicho un poeta de mi tierra, “que todo está aún por hacer, y todo es posible”.
Josep Fontana
(Texto publicado en Félix Iñeste Mena (coord.): La divulgación de la historia y otros estudios sobre Extremadura, 2010, pp. 39-52.)
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Josep Fontana: “Los historiadores son gente peligrosa”. La interferencia de los políticos en la enseñanza y divulgación de la historia (Sobre la historia i els seus usos públics, Universitat de València, 2018)
Los gobiernos han sido siempre conscientes de la importancia de la historia y se han preocupado por controlarla. Luis XIV de Francia tenía en nómina hasta diecinueve historiadores. Esta preocupación aumentó a partir del momento en que la enseñanza de la historia se convirtió en una de las materias centrales de la educación pública. Algo que se da en gobiernos del más distinto signo. Si Nikita Jrushchov dijo en su tiempo que “Los historiadores son gente peligrosa, capaces de volverlo todo cabeza abajo. Conviene controlarlos”, la señora Thatcher, por otra parte, se ocupó personalmente de combatir los programas que se enseñaban en las escuelas británicas y de imponer los que creía adecuados. Lo más grave del caso es que esta tendencia al control no sólo no está desapareciendo, sino que se extiende en una medida que comienza a ser preocupante. Eso debería llevarnos a reflexionar acerca de cuál es la función que debe tener realmente la historia en la educación.
Vivimos en momentos en que quienes nos dedicamos a la historia, tanto en el campo de la investigación como en el de la enseñanza, vemos seriamente amenazada nuestra independencia. Porque, a la vez que se considera que el nuestro es un saber menor, de escasa utilidad, ocurre que en los debates acerca de cuestiones políticas y sociales del presente se hace un uso constante de argumentos históricos, que no se desarrollan en el campo de la ciencia, sino en el de lo que se suele llamar el “uso público de la historia”, que debería llamarse en realidad su “uso político”, algo que un historiador italiano ha definido como “todo lo que crea el discurso histórico difuso, la visión de la historia, consciente o inconsciente, que es propia de todos los ciudadanos (…), que es gestionado substancialmente por unos protagonistas políticos y por los medios de comunicación de masas”. (1. SANTOMASSIMO, G. “Guerra e legitimazione storica”, en Passato e presente,(Florencia) nº 54 (settembredicembre 2001), pp. 5-23 (citas de pp. 8-9) Florencia).
Que los historiadores no sean los autores de este discurso no significa que no tengan responsabilidad cuando se limitan a aceptarlo, sin denunciar sus falacias. Porque si bien suele ser frecuente que proclamen su menosprecio por estos usos públicos, como si se tratase de algo indigno de su ministerio, la verdad es que no suelen tener inconveniente en acomodarse a las demandas del orden establecido que reparte beneficios y distinciones. Nunca ha habido un régimen tan corrupto ni una dictadura tan brutal que no hayan podido contar con un coro de historiadores bien pagados, dispuestos a sostener que el gobernante de turno representa la culminación de la historia de la patria, o incluso de la universal.
No se debe admitir la pretensión de neutralidad que se basa en desgajar el trabajo del historiador de los problemas del presente, como si perteneciese a un universo de ideas puro e incontaminado. Como ha dicho un historiador afroamericano:
“Las tradiciones del gremio (…) prohíben a los historiadores académicos tomar posiciones en su trabajo respecto del presente. Un fetichismo de los hechos, reforzado por un modelo anticuado a imitación de las ciencias naturales, domina aún en la historia y en otras ciencias sociales y refuerza el punto de vista de que cualquier posicionamiento consciente ha de rechazarse como ideológico. De este modo la posición del historiador es oficialmente no comprometida: es la de un observador al margen de la historia”. (2. TROUILLOT, M.R. Silencing the past. Power and the production of history, Boston, Beacon Press, 1995, pp. 151-152.)
Esta negativa al compromiso con el presente es una trampa. El historiador está en su tiempo y construye su visión de la historia para los hombres de hoy, no para los del pasado, que ya no pueden leerle, ni para los del futuro, que tendrán unos problemas y unas preocupaciones que ni siquiera podemos adivinar. Está en medio de las batallas de su tiempo, incluso cuando finge ignorarlas -sobre todo cuando finge ignorarlas.
La única postura honrada que un historiador puede adoptar es la de decir abiertamente dónde está y con quién va. Su supuesta neutralidad no es más que una coartada para justificar el hábito de acomodarse en cada momento a lo que quiere el orden establecido. Lo que sucedió en la antigua Unión Soviética, por ejemplo, podría hacer que enrojeciera de vergüenza un rinoceronte, pero no un académico. Habiendo cambiado el clima político, los figurones académicos no se pusieron a escribir, como hubiera sido deseable, unos manuales que enfocaran la historia de Rusia desde otras perspectivas, sino que se limitaron a volver del revés los viejos, como reflejados en un espejo, de modo que lo que antes eran héroes se convirtieran en villanos y a la inversa. (3. SERVICE, R. Russia. Experiment with a people, Londres, Macmillan, 2002, pp. 190-192 y 218-220.)
Los gobiernos han sido siempre conscientes de la importancia de ese uso público de la historia y se han preocupado por controlar su producción. En un pasado más lejano, nombrando cronistas oficiales (Luis XIV de Francia tenía en nómina hasta diecinueve historiadores) o controlando la forma en que se recuerdan los acontecimientos (Napoleón se encargaba de fijar todos los detalles de los cuadros que reproducían sus victorias). Esta preocupación aumentó considerablemente, y tomó un nuevo sentido con la formación de los estados-nación modernos.
Las universidades británicas, por ejemplo, elaboraron un sistema de valores para las élites dirigentes de la nación y del imperio. Una elaboración en que fue sobre todo la historia la disciplina encargada de reforzar el consenso en torno a Dios, la patria y la moral. La historia era enseñada y estudiada de acuerdo con un conjunto de suposiciones que tenían mucho más que ver con un consenso patriótico que con los métodos de la crítica o el peso de la evidencia. Esta enseñanza marcó las convicciones, y con ellas la conducta, de los graduados universitarios británicos que habían de convertirse en los dirigentes de la política, los intelectuales e incluso los ejecutivos de los negocios y de la industria.
Por debajo de la universidad, difundiendo la doctrina que ésta había elaborado, se encontraba la escuela. El estado quiso hacer del maestro el reemplazante del sacerdote, tratando de que tuviese en la sociedad burguesa “la función que el cura había cumplido en beneficio del régimen feudal y de la monarquía”. “El prestigio local del maestro laico —dijo Nizan— servía para propagar en las más pequeñas localidades una especie de enseñanza de estado de la moral oficial, que los candidatos a maestro aprendían en las escuelas normales”. (4. NIZAN, P. “El enemigo público número 1”, en Por una nueva cultura, México, Era, 1975, cita de p.98.). La historia que se enseñase debía cumplir, por tanto, la doble función de legitimar políticamente al estado y asentar la aceptación de los valores establecidos, transmitiendo una determinada concepción del orden social.
De ahí que los gobernantes se esforzasen en controlar estrechamente los contenidos que se transmitían. Eso de la historia, como dijeron en su momento tanto la señora Thatcher como Nikita Jrushchov, que al menos en esto coincidían, era demasiado importante como para dejarlo sin vigilancia: “Los historiadores son gente peligrosa, capaces de volverlo todo cabeza abajo. Conviene controlarlos”, decía Jrushchov.
Lo más importante, sin embargo, era conseguir que estos contenidos se presentasen como verdades indiscutibles que había que aprender y que estaban más allá de la capacidad de juicio de quienes los recibían en la enseñanza. En una novela distópica, publicada en 1872 Samuel Butler nos habla de un país, Erewhon, donde los dirigentes tienen muy claro para qué ha de servir la enseñanza.
“El venerable profesor de Sabiduría mundana –nos dice- era uno de los de mayor peso en la Universidad y gozaba de la reputación de haber trabajado (…) por la supresión de todo tipo de originalidad. ‘No es asunto nuestro –decía- ayudar a los estudiantes a pensar por sí mismos. Con seguridad que esto es lo último que uno que les quiera beneficiar les estimulará a hacer. Nuestro deber es cuidar que piensen como nosotros pensamos, o, por lo menos, como juzgamos conveniente decir que pensamos’”. (5. BUTLER, S. Erewhon, capítulo XXII, Barcelona, Abraxas, 1999, pp. 174-175.)
Esta utilidad para imponer una visión de la sociedad es lo que ha garantizado la permanente presencia de la historia en la enseñanza. Cuando en los años ochenta del siglo veinte hubo tentaciones de reemplazarla por otras disciplinas sociales o por métodos que se encaminaban a desarrollar las habilidades del alumno en este terreno, tanto el gobierno socialista francés como el conservador británico rectificaron inmediatamente, ante el riesgo de perder el más eficaz instrumento de enseñanza de un patriotismo entendido como garantía de sostén del orden establecido.
En Gran Bretaña la señora Thatcher, que se empeñó en una batalla a fondo para acabar con una enseñanza progresista de la historia, dijo ante la Cámara de los comunes: “En lugar de enseñar generalidades y grandes temas ¿por qué no se vuelve a los buenos viejos tiempos de antaño en que se aprendían de memoria los nombres de los reyes y las reinas de Inglaterra, batallas, hechos y todos los gloriosos acontecimientos de nuestro pasado?”. (6. Citado por MAESTRO, P. “El modelo de las historias generales y la enseñanza de la historia” en J.J. Carreras y C. Forcadell, Eds., Usos públicos de la historia, Madrid, Marcial Pons, 2003, p. 219). Afirmar que los reyes y reinas son los legítimos protagonistas de la historia, y que lo que importa conocer son sus batallas implica una visión completamente sesgada. Acaba de publicarse un libro que se titula Una historia radical de Gran Bretaña, cuyo mero subtítulo ya indica que va por un camino distinto, puesto que anuncia que sus protagonistas son “visionarios, rebeldes y revolucionarios: los hombres y mujeres que lucharon por nuestras libertades”. Es un libro muy serio, de erudición universitaria, en el que se habla poco de los reyes y se glorifican unas batallas muy distintas a las que quería celebrar la señora Thatcher. (7. VÁLLANSE, E. A Radical History of Britain, Londres, Little Brown, 2009). Me gustaría disponer de algo semejante en relación con nuestra propia historia.)
En Francia se ha llegado al extremo de que se publiquen leyes que fijan la verdad políticamente correcta sobre una serie de cuestiones históricas, con lo que convierten en delictivo apartarse de la ortodoxia establecida (8 RÉMOND, R. Quand l’état se mêle de l’histoire, París, Stock, 2006) : en 1990 fue la ley sobre el holocausto, en 2001 otras dos sobre el genocidio armenio y sobre la trata negrera. Todo esto puede parecer loable, o por lo menos bienintencionado, pero es que en 2005 se dictó otra ley que ordena que se reconozca un papel positivo a la colonización francesa, y les aseguro que es difícil ver algo positivo en lo que los franceses han hecho, por ejemplo, en África, desde la conquista de Argel en 1830 hasta sus últimas intervenciones enviando paracaidistas para sostener a toda una serie de dictadores (por ejemplo, para limitarme al caso más reciente, a lo sucedido en Gabón, donde, tras el fallecimiento de Omar Bongo, que había permanecido cuarenta y dos años en el poder, apoyado por las bayonetas francesas, han contribuido a que le suceda su hijo Alí Ben Bongo, a través de una elección fraudulenta).
En Japón los profesores llevan largos años de lucha contra los intentos del gobierno por imponer la enseñanza de una visión patriotera de su historia, que niega los crímenes realizados durante la Segunda guerra mundial y sostiene que la invasión de Asia, en la que se calcula que perdieron la vida unos 30 millones de seres humanos, fue “una cruzada para liberar a sus pueblos del imperialismo occidental”. (9. ROULLIERE, C. La mémoire de la seconde guerre mondiale au Japon, París, L’Harmattan, 2004; DOWER, J. W., Embracing defeat. Japan in the wake of Wolrd War II, Nueva York, Norton, 1999, pp. 246-251; BAILEY, J. Postwar Japan. 1945 to the present, Oxford, Blackwell, 1996, pp. 49, 81-82 y 155-160; McCORMACK, G. “Japan’s uncomfortable past”, en History today, nº 48 (1998), pp. 5-7; ROMERO HOSHINO, I. “La ‘memoria’ y la ‘historia colectiva asiática’”, en Istor (México), VIII (2007), nº 29, pp. 150-154.)
En los Estados Unidos, donde ya en los años treinta una asociación patriótica, la de las “Hijas de las guerras coloniales”, sostenía que era intolerable que se quisiera “dar al niño un punto de vista objetivo, en lugar de enseñarle americanismo real”, insistiendo en que “no podemos permitir que se les enseñe a ser objetivos y a que se formen ellos mismos sus opiniones” (10. NASH, G. B.; CRABTREE, CH. and DUNN, R. E. History on trial. Culture wars and the teaching of the past, New York, Alfred A. Knopf, 1997, pp. 44-45), la presión de la guerra fría sobre el mundo académico fue considerable. En 1949 el presidente de la American Historical Association declaraba que los historiadores no se podían permitir el lujo de disentir y exhortaba a sus colegas a abandonar la pluralidad de objetivos y de valores y a aceptar “una amplia medida de regimentación”. (11. COHEN, S. F. Rethinking the soviet experience. Politics and history since 1917, New York, Oxford Unviersity Press, 1985, p.13.)
Los problemas se renovaron en 1990, cuando el presidente Bush, padre, inició un plan para mejorar los niveles educativos de los estudiantes norteamericanos que incluía, entre sus objetivos, el de “conocer las diversas herencias culturales de esta nación”. La comisión encargada de fijar unos objetivos nacionales en el terreno del conocimiento de la historia trató de hacer frente a las diversas exigencias de multiculturalismo de las minorías para llegar a una visión histórica realmente global. Después de largas discusiones con una amplia participación de especialistas, los programas estaban preparados en el otoño de 1994, cuando comenzaron a ser denunciados en el Wall Street Journal (ya ven ustedes si eso de la enseñanza de la historia debe ser importante, para preocupar al máximo órgano de los negocios y de la bolsa) como una conspiración para inculcar una educación al estilo comunista o nazi, lo que obligó al gobierno de Clinton a hacer marcha atrás (12. Sobre esto, NASH, G. B.; CRABTREE, CH. and DUNN, R. E. History on trial. Culture wars and the teaching of the past, New York, Alfred A. Knopf, 1997. Nash y Crabtree eran precisamente los principales responsables de los National Standards for United States History y de los National Standards for world history publicados en 1994.)
Lo más grave del caso es que el problema ha escapado en la actualidad de las decisiones de los gobiernos para pasar a una especie de control inquisitorial por parte de los elementos más reaccionarios de la sociedad norteamericana, que lleva a depuraciones de profesores y a una censura de los contenidos de la enseñanza. James W. Loewen explica en Las mentiras que me contó mi maestro que los libros de texto norteamericanos actuales manipulan lo que se refiere a acontecimientos como la guerra de Vietnam, y nos dice que los profesores temen meterse en controversias en estas cuestiones para no ser despedidos. Son allí los propios padres los que ejercen la vigilancia intelectual sobre la escuela: los que exigen que no se enseñe a sus hijos el evolucionismo, y cuidan de que en lo referente a la historia se apliquen criterios de “puro americanismo”. (13. LOEWEN, J. W. Lies my teacher told me, New York, Touchstone, 1996.)
¿Por qué este miedo a lo que pueda aprenderse en la escuela acerca de temas como la guerra de Vietnam? No es porque se puedan difundir contenidos antipatrióticos, lo cual no es previsible, sino por el riesgo de que se deje a los alumnos que piensen por su cuenta. Si lo hicieran, podrían descubrir que esta guerra, que acabó en 1975, la ganaron los malos, aquellos orientales siniestros contra quienes combatían heroicamente los boinas verdes y los “rambos” de las películas, pero que tras su victoria se pudo ver que no ocurría ninguno de los desastres por los que se había justificado la propia guerra: no hubo la temida operación dominó -ningún otro país “cayó” bajo un régimen comunista, como se había profetizado-, y no sólo no se produjo un retroceso de la civilización, sino que el nuevo Vietnam unificado ha avanzado desde entonces por un camino de prosperidad. La reflexión lógica a que los alumnos podrían llegar sería la de que aquella guerra que les costó a los norteamericanos 58.000 muertos y 300.000 heridos (dejando a un lado las pérdidas de los vietnamitas, que se han estimado en una cifra entre los dos y los cinco millones de muertos) y que tuvo para los estadounidenses un coste directo de 140.000 millones de dólares, con lo que “absorbió recursos que se necesitaban para los servicios sociales” (14 ANDERSON, D. L. The Columbia guide to the Vietnam war, New York, Columbia Unviersity Press, 2002, p. 78.), había sido un error estúpido de los dirigentes de su país, engendrado por la ignorancia y por el miedo. Está claro que no se puede tolerar que los alumnos que estudian historia descubran, pensando por su cuenta, estas cosas; de otro modo no se les podría engañar de nuevo para llevarlos a Afganistán.
Esta nueva inquisición de que les hablo está tomando un aspecto realmente siniestro en lo que se refiere a la vigilancia, censura y depuración de las bibliotecas. En el último libro que publicó Kurt Vonnegut dijo:
“Quiero felicitar a los bibliotecarios, que (…) a lo largo y a lo ancho de este país –los Estados Unidos- han resistido con firmeza los esfuerzos antidemocráticos para eliminar determinados libros de sus estantes y han preferido destruir los registros de lectura para no verse obligados a revelar a la policía de las ideas los nombres de las personas que han consultado estos libros”. (15 VONNEGUT, K. A man without a country, New York, Seven Stories Press, 2005, pp. 102-103.)
Déjenme que les aclare que no me estoy refiriendo a los lejanos tiempos del “macartismo”, sino a cosas que suceden hoy mismo. Se ha desarrollado hace poco la semana de los libros prohibidos que cada año celebra la Asociación de bibliotecarios norteamericana (American Library Association, o ALA), donde se contó que ha habido en el último año 513 peticiones de prohibición de libros que incluyen autores como Mark Twain, Toni Morrison, John Steinbeck, F. Scott Fitzgerald, o J.D. Salinger, autor de un libro tan peligroso como El guardián en el centeno. Basta sólo con que proteste una persona, un padre de familia aislado, para que el libro sea retirado de una biblioteca y se impida el acceso a él de todos los demás niños. Los bibliotecarios se exponen a ser sancionados o despedidos de su trabajo si no atienden estas prohibiciones. Como decía el 30 de septiembre pasado Connie Schultz: “Estos son tiempos de miedo para bibliotecarios y profesores. Todo lo que se necesita ahora es que un padre proteste. Si les dejamos que ganen, seguirán haciéndolo”. (16 SCHULTZ, C. “Banning a book near you”, en Truthout, 30 de septiembre de 2009.). Como la Conferencia episcopal española tome modelo y movilice a sus huestes, con la eficacia con que lo suele hacer, no van a quedar en nuestras bibliotecas ni las fábulas de Samaniego.
No exagero. Recuerden ustedes que en una de las primeras listas de depuraciones de bibliotecas de la etapa franquista, la de Valladolid de 1937, se prohibían Baroja, Blasco Ibáñez, las poesías de Espronceda, Goethe, Kant, la Carmen de Merimée, Gabriel Miró, Pardo Bazán, Pérez Galdós incluyendo algunos episodios nacionales, la Celestina, las fábulas de Lafontaine, el Libro de buen amor, Valera, Valle Inclán, etc. Claro que esto era siempre mejor que la quema de los libros de las bibliotecas municipales creadas por la república, que se practicó sistemáticamente. El ideal gallego de 19 de agosto de 1936 decía: “a orillas del mar, para que el mar se lleve los restos de tanta podredumbre y de tanta miseria, la Falange está quemando montones de libros y folletos”. Las quemas fueron generales y contaron con apoyos intelectuales como el del rector de la Universidad de Zaragoza, Gonzalo Calamita, que en el número 3 del Boletín de Educación publicó un artículo con el título de “¡El peor estupefaciente!” que contenía su aportación como científico a la campaña depuradora: “el fuego purificador es la medida radical contra la materialidad del libro”.
Pero ya que hemos llegado a España, hablemos un poco de lo ocurrido aquí con el uso público de la historia. En nuestro país las preocupaciones por los contenidos patrióticos en la historia se reforzaron a fines del siglo XIX con la conciencia de la crisis del imperio, aunque la intervención política en la enseñanza –un tema, este de la enseñanza, que importaba muy poco a nuestros gobernantes de entonces fue generalmente errática y pintoresca. En 1893, por ejemplo, se ordenó que se izase cada día la bandera en la escuela; en 1921, después de la derrota de Annual, se ordenó que se pusiera un retrato del rey en las escuelas públicas (digo yo que sería para celebrar la intervención que el propio Alfonso XIII parece haber tenido en este desastre, incitando al general Silvestre); en 1926, que en las clases de geografía se explicase el vuelo trasatlántico del Plus Ultra. (17. POZO ANDRÉS, Mª. del M. (DEL) y BRASTER, J. F. A. “The rebirth of the ‘Spanish race’: The state, nationalism, and education in Spain, 1875-1931”, en Europeam History Quarterly 29, 1999, 1, pp. 75-10)
Con la llegada de la Segunda República Española –que comenzó su andadura creando siete mil plazas de maestro y aumentando los sueldos de los docentes- cambiaron las concepciones de la historia que se quería enseñar a los niños, y se estimuló a que se les comunicaran valores de solidaridad y cooperación, dejando en un segundo plano la exaltación guerrera. Todo volvió a cambiar con el levantamiento militar de 1936. Desde el primer momento quedó claro que se pretendía acabar con la enseñanza razonadora de la época republicana, cuyos libros serían condenados a la hoguera –y sus autores con frecuencia al paredón.
Déjenme poner un ejemplo. El día 8 de agosto de 1936 un grupo de falangistas fue a buscar a Daniel González Linacero a la casa de Arévalo en que pasaba las vacaciones con su familia y lo asesinó. Su partida de defunción dice que falleció “a consecuencia del Movimiento Nacional existente”, que, como ustedes saben, fue una enfermedad muy común en aquellos días y extremadamente mortífera. Linacero tenía treinta y tres años y dejaba esposa, que murió hace tan sólo unas pocas semanas, y tres hijas de corta edad. La casa fue cerrada y saqueada.
¿Quién era ese enemigo del nuevo orden al que se consideraba tan peligroso como para asesinarle? Era un maestro, cuyo mayor crimen consistía en haber escrito un libro para la enseñanza de la historia en la escuela primaria, Mi primer libro de historia, publicado en Palencia en 1933, que comenzaba con una introducción para los maestros en que atacaba los “libros históricos amañados con profusión de fechas, sucesos, batallas y crímenes; relatos de reinados vacíos de sentido histórico, todo bambolla y efectismo espectacular”. Y pedía que no se olvidase “que la historia no la han hecho los personajes, sino el pueblo todo y principalmente el pueblo trabajador humilde y sufrido, que, solidario y altruista, ha ido empujando la vida hacia horizontes más nobles, más justos, más humanos”. Las lecciones, escritas con sencillez, no contenían ni una sola alusión política, salvo que ustedes consideren que lo era el capítulo final sobre “cooperación y solidaridad”, donde se sostenía que en la actualidad “nadie vive para sí”, sino que todos dependemos del trabajo de los demás.
Contra estos planteamientos razonadores se impusieron desde 1936 los de una enseñanza que estaba destinada a inculcar valores y, sobre todo, a apartar al niño de la funesta manía de pensar. A comienzos de mayo de 1937 José María Pemán defendía en presencia de Franco, que aprobó entusiasmado su discurso, una enseñanza adoctrinadora, de imposición de los valores “de arriba a abajo, misionalmente”, y de una simplicidad elemental: “El catecismo o el refranero -decía- que hablan por afirmaciones, son más creídos que los profesores de Filosofía, que hablan por argumentos”. (18 ALTED VIGIL, A. Política del nuevo Estado sobre el patrimonio cultural y la educación en la guerra civil española, Madrid, Ministerio de Cultura, 1984, p. 182.)
El terreno en que el adoctrinamiento había de ser mayor era precisamente el de la enseñanza de la historia, que debía ser base y fundamento de toda la educación. Lo dicen las instrucciones contenidas en una circular del Ministerio de Educación Nacional publicada en Vitoria el 5 de marzo de 1938: “Nuestra hermosísima historia, nuestra tradición excelsa, proyectadas en el futuro, han de formar la fina urdimbre del ambiente escolar”. A lo que se añaden instrucciones más precisas: “El maestro debe aprovechar la gloria y el sufrimiento de estos momentos para sembrar con caracteres indelebles en las almas infantiles ambiciones y anhelos preclaros. (...). Cantos populares e himnos patrióticos han de ser entonados por los niños en todas las sesiones de la escuela”.
La colonización de la memoria practicada por el franquismo impuso una visión que obligaba a reordenar todo el discurso para mostrar que la evolución de los tiempos conducía necesariamente, como su culminación, al Caudillo, ocultando todo lo que estorbara y silenciando las voces que hubieran desafinado en aquel coro. Hay que recordar que el régimen daba una gran importancia política a la historia, y la manipulaba a su conveniencia. El propio general Franco dijo en 1958:
“Nuestro régimen actual tiene exclusivamente sus fuentes y su fundamento en la historia española”, a lo que añadió en otros momentos afirmaciones como la de que hubiera querido suprimir de ella el siglo XIX por entero, puesto que España andaba mal, en su opinión, desde Felipe II para acá.
No reduzcan afirmaciones como estas a retórica. Un personaje intelectual tan destacado como Tovar, que más adelante rompió con el franquismo, reconocía la importancia que tuvo para ellos, desde el comienzo, una visión irracional de la historia –una historia que, decía Tovar, “no se puede dirigir con la cabeza: la historia es sangre”- cuyo papel en la guerra civil definía así: “La sombra de Menéndez Pelayo estaba presente entre los sublevados del 18 de julio”. Unas palabras en las que les invito a reflexionar cuando se sientan tentados a minimizar el daño que puede hacerse desde un uso partidista de la historia. (19 DUPLÁ, A. “Falange e historia antigua”, en F. Wulff y M.: Álvarez, Eds., Antigüedad y franquismo (1936-1975), Málaga, Centro de Ediciones de la Diputación de Málaga, 2003, pp. 79-80.)
Por lo que se refiere a la investigación, había que vigilarla también. José María Albareda, que sería secretario general del CSIC hasta su muerte, tenía claro que los historiadores no debían ocuparse de cosas recientes —”Para la investigación -escribió- la Historia Medieval es más historia que la moderna”—, pero ni siquiera la historia medieval estaba exenta de peligros, de modo que también había que establecer controles en ella. (20 SÁNCHEZ RON, J. M. A cincel, martillo y piedra. Historia de la ciencia en España (siglos XIX y XX), Madrid, Taurus, 1999, pp. 329-352.)
Incluso la Prehistoria resultaría depurada. Se abandonó la idea de que había habido en el espacio peninsular dos pueblos, celtas e iberos, que finalmente se habían fusionado en los celtiberos, y una arqueología impregnada de racismo ario condenó a los iberos mediterráneos y revalorizó a los celtas “arios”, olvidándose de mestizajes. Pero cuando se llegó al extremo de la manipulación en el uso político de la arqueología fue en 1943, cuando, ante el rumbo desfavorable a las potencias del Eje que iba tomando la Segunda Guerra Mundial, que hacía incómoda la identificación que el régimen había buscado hasta entonces con los fascistas italianos y los nazis alemanes, se intentó “desfascistizar” el “saludo nacional” brazo en alto que se había hecho obligatorio en 1937, y hubo un arqueólogo que escribió que “el saludo nacional promulgado por el Caudillo Franco, en cuanto a su esencia, no se deriva de los nacionales de los estados totalitarios de Italia y Alemania. Es una supervivencia, sin modificación alguna, del racial ibérico, muy en boga en la cultura de los iberos del siglo I antes de Jesucristo”, que “de España irradió al resto de Europa”. (21 RUIZ ZAPATERO, G. “La distorsión totalitaria: las raíces prehistóricas de la España franquista”, en Rafael Huertas y Carmen Ortiz, Eds., Ciencia y fascismo, Aranjuez, Doce Calles, 1997, pp. 147-159. También, HERNANDO, A. Los primeros agricultores de la Península Ibérica. Una historiografía crítica del Neolítico, Madrid, Síntesis, 1999, pp. 112-126. Lo del saludo brazo en alto procede de un texto de J. Cabré Aguiló citado en RODRÍGUEZ JIMÉNEZ, J. L. Historia de Falange Española de las JONS, Madrid, Alianza, 2000, p. 434.)
De los iberos para acá se mantenía la visión de una España que, superando sucesivas invasiones, llegaba a su apogeo en el siglo XVI, iniciaba después una decadencia de tres siglos y reemprendía su ascenso con la nueva era franquista, cuyo destino era anexionarse Portugal, recuperar Gibraltar y extender un nuevo imperio a partir de Marruecos. Si eso les parece demasiado simplista les recordaré que todavía en 1941 el general Muñoz Grandes, que fue vicepresidente del gobierno, le escribía al general Varela que convenía que entrasen en la Segunda Guerra Mundial porque “Gibraltar, Portugal y Marruecos son necesarios, vitales para España, pero no se lograrán sin guerra”.
La principal de las mistificaciones de esta nueva visión de la Historia de España fue, sin embargo, la metamorfosis de la Guerra Civil en una cruzada, por una parte, y el silencio a que se condenó, por otra, todo lo referente a la Segunda República Española, relegada al papel de un mero antecedente de la Guerra Civil. Algo que un revisionismo reaccionario, practicado sobre todo por publicistas indocumentados, se empeña todavía en sostener.
La verdad, sin embargo, es que no se consiguió el cambio de mentalidad que se pretendía con esta enseñanza de la historia imperial, asociada a la llamada Formación del Espíritu Nacional, de modo que el tinglado histórico franquista, que los profesores nos habíamos encargado de minar por nuestra cuenta, sobre todo en la etapa final del régimen, se vino abajo con él.
Lo malo del caso es que la forma en que se hizo la transición a la democracia tendió a perpetuar los viejos silencios e impidió que se apoyaran desde arriba los esfuerzos que algunos investigadores estaban haciendo para recuperar la historia de la Segunda República y de la Guerra Civil. De modo que cuando llegó el PP al poder le costó poco proponer una vuelta atrás, hacia los viejos valores del franquismo. Tuvimos así una Ministra de Educación, la señora Esperanza Aguirre –una aspirante confesa a convertirse un día en nuestra “señora Thatcher”, que sería lo último que nos faltaría-, que manifestó su angustia por el hecho de que no se estuviese enseñando lo que ella llamaba “la verdadera historia de España”, como si no hubiese tantas historias verdaderas de España como concepciones de lo que se quiere que sea este país. Volveré enseguida a este punto para que no se escandalicen ustedes. Su sucesora en el ministerio pasó de la angustia al ataque, moviendo toda la artillería a su alcance en apoyo de sus reivindicaciones de una interpretación reaccionara. El propio Mayor Oreja, en la época en que era ministro del Interior, llegó a implicar en ello a la Guardia Civil, de manera equívoca, pero en modo alguno inocente, al animarla a “contribuir a la historia de España para que no la vuelvan a deformar los que no creen en ella” (22 Sobre el proyecto de reforma de Esperanza Aguirre y su fracaso, ORTIZ DE ORRUÑO, J. M. (Ed.), Historia y sistema educativo, Madrid, Marcial Pons, 1998; el discurso de Mayor en La Vanguardia, 14 de mayo de 1999, p. 20. El desdichado informe de la Academia de la Historia sobre esta cuestión dio lugar, como réplica, al libro, coordinado por J. S. Pérez Garzón: La gestión de la memoria. La historia de España al servicio del poder, Barcelona, Crítica, 2000) (en la suya y de la señora Aguirre, claro está).
Déjenme aclarar lo que quiero decir al hablar de que hay distintas “historias verdaderas de España”. Solemos usar la historia como explicación del presente, como genealogía del orden establecido –de ahí que apareciera hace unos años un libro, de no poco éxito, que explicaba la de España “de Atapuerca a Aznar”. Pero en este pasado había corrientes muy diversas que conducían a finales que no eran precisamente Aznar. De 1936 a 1939, por ejemplo, se enfrentaron dos modelos muy distintos de lo que podía ser este país, uno de los cuales venció, no por la voluntad general de los españoles –que habían votado al Frente Popular cinco meses antes de iniciarse la sublevación-, sino, ante todo, por el apoyo internacional que tuvieron los militares rebeldes y por el abandono en que las grandes potencias dejaron a los vencidos. Pues bien, esas dos Españas tienen genealogías diferentes y piden de nosotros formas distintas de explorar el pasado.
Lo malo es que eso no le agrada al orden establecido –a cualquier orden establecido, de derechas o de eso que llamamos ahora, con escasa propiedad, izquierdas- porque comprende que, si enseñamos las cosas de este modo, si invitamos a nuestros estudiantes a entender que el pasado no es un camino único cuyo trazado está exactamente fijado en los manuales, sino un campo abierto recorrido por luchas y proyectos muy diversos, donde podemos encontrar rutas que llevan a futuros distintos, estaremos despertando en ellos una conciencia crítica, no sólo hacia el pasado sino hacia el presente. Y eso es, precisamente, lo que se quiere impedir que hagamos. De ahí que, de 1975 para acá –y eso son ya muchos años-, no se haya hecho nada desde arriba para alentar el trabajo de recuperación de la historia de la Segunda República, algo que ha habido que hacer desde abajo, y con demasiada frecuencia al margen de las universidades, que no se han sumado a esta preocupación hasta hace muy pocos años.
El retraso con que se ha abordado esta tarea tiene una consecuencia negativa, como es la de habernos dejado atrapados en la trampa que nos tendió el franquismo, contando muertos y haciéndonos olvidar que el mayor de sus crímenes, mucho mayor que las ejecuciones en las cunetas, los descampados y las cárceles, era el de haber acabado con esa gran esperanza de reforma que implicaba la República, relegando al olvido los esfuerzos realizados en aquellos años en terrenos tan diversos como son los de las libertades democráticas, los derechos sociales o, sobre todo, en el de la educación, entendida como un medio para convertir a los súbditos en ciudadanos. Hemos estado elaborando hasta ahora el censo de los numerosos maestros asesinados en los primeros días de la guerra civil. Tal vez haya llegado el momento de ponernos a explicar qué enseñaban estos maestros y de qué modo contribuían a un proyecto de transformación de la sociedad española que algunos temieron que podía afectar a sus intereses y mermar sus privilegios, lo que les llevó a condenarlos a muerte.
Nada tiene de malo que estas cuestiones se susciten en la enseñanza y se planteen al público, porque no se trata de juzgar, de discernir culpas y pedir cuentas por los crímenes cometidos, por uno y otro lado, sino de comprender lo que ocurrió, de usar el conocimiento del pasado para evitar que vuelva a repetirse: de aprender cómo se pueden combatir los errores colectivos que nos llevaron a aquella situación. En los últimos días de su vida, desesperado al ver en qué se había convertido aquel movimiento militar al que inicialmente había dado su apoyo, Unamuno escribía:
“¿Qué será de mi España cuando despierte de esta salvaje pesadilla? Al final no quedará piedra sobre piedra, ni vivos que puedan enterrar a los muertos. Toda la tierra será un cementerio al aire libre donde sólo podrán sobrevivir las alimañas, alimentándose de los restos de seres humanos que van dejando las balas por los campos y ciudades”.
Lo que le llevaba a preguntarse: “¿Qué fuerzas ocultas dormían en el alma de este país? ¿Qué veneno corría por sus venas?”. Y no acertaba a responderse sino que “España lleva en sí misma terribles instintos que no esperan más que las circunstancias propicias para expresarse en actos”. (23 BLANCO PRIETO, F. Miguel de Unamuno. Diario final, Salamanca, Globalia. Ediciones Anthema, 2006, pp. 672, 676 y 692.)
Es precisamente para combatir esta visión desesperanzada de la historia y de la personalidad de España, para tratar de entender por qué ocurrió aquello y para combatir contra quienes se empeñan todavía hoy en despertar las “fuerzas ocultas” y en azuzar los “instintos” de destrucción, que necesitamos recuperar una memoria que sirva como herramienta de conocimiento y no como arma partidista.
Quisiera dejar claro que no estoy proponiendo con esto la fijación y enseñanza de un canon de izquierdas, sino de una historia entendida sobre todo como método, como instrumento de comprensión de nuestro entorno, y por ello mismo, en perpetua transformación. Hace pocos años, en un artículo titulado “Historia y estupidez nacional” –un título que aludía a la forma en que los norteamericanos estaban repitiendo en Irak los errores de Vietnam- el historiador estadounidense
Arthur Schlessinger jr., fallecido recientemente, escribía:
“Las concepciones del pasado están muy lejos de ser estables, puesto que se revisan constantemente de acuerdo con las urgencias del presente. La historia no es nunca un libro cerrado o un veredicto final. Está siempre en construcción. (…) Cuando aparecen nuevas urgencias en nuestro tiempo y en nuestra vida, el historiador vuelve su foco, examinando las sombras, sacando a primer plano cosas que siempre estuvieron allí, pero que los historiadores anteriores habían dejado al margen de la memoria colectiva. Nuevas voces surgen de la oscuridad histórica y piden nuestra atención. La gran fuerza de la historia en una sociedad libre es su capacidad de autocorrección”.
Una idea semejante a la que tenía un político africano, Julius Nyerere, el fundador de Tanzania, cuando decía: “Si hay algo que no entiendo, me pongo a leer la historia hacia atrás”. (24 CHACHAGE, S. “Reading history backwards with Mwalimu”, en Pambazuka News, nº 452, 13 de octubre de 2009.)
No quiero una enseñanza de la historia que amontone en la memoria del estudiante datos inútiles que pronto olvidará, pero tampoco quiero que sirva para inculcarle una colección de verdades establecidas, del signo que sean, sino que le adiestre para hacer aquello que mi viejo maestro Pierre Vilar llamaba “pensar históricamente”. Que le enseñe que el panorama de la sociedad en que vive es tan contingente y mudable como el del paisaje físico de su entorno y que, como aquel, puede ser modificado. Que no hay nada “natural”, “sagrado” e intocable en ese paisaje social, salvo un principio ético fundamental que está más allá de toda discusión, que es el del reconocimiento del derecho de todo hombre y toda mujer a su vida, libertad y dignidad. Todo lo demás es discutible y todo puede ser cambiado, y debería ser cambiado cuando convenga hacerlo.
No me importa, francamente, cuántos nombres de reyes van a ser capaces de retener al término de su educación: hace ya dos siglos y medio que Voltaire denunció la inutilidad de este estúpido ejercicio memorístico, del que yo mismo fui todavía víctima, cuando me obligaban a recitar de memoria la malhadada lista de los supuestos reyes godos. Recuerdo un libro publicado en la inmediata posguerra española en que el autor se escandalizaba de que los estudiantes no supieran quién había sido el padre de Alfonso XII. Teniendo en cuenta que esta es una cuestión tan compleja que se puede sospechar que ni su madre, Isabel II, debía estar segura de quién había sido –aunque las mayores probabilidades apuntan a Enrique Puigmoltó, un joven oficial de ingenieros valenciano-, no veo por qué habría que exigir tal conocimiento a los estudiantes. Me parecería más útil, por poner un ejemplo alternativo referido al propio monarca, que se les explicase por qué razón, durante su reinado, tantos campesinos españoles se vieron obligados a abandonar sus pueblos para emigrar a América.
En lugar de la tradicional historia de los reyes, que domina todavía en la cultura pública de los monumentos y las conmemoraciones, prefiero otra que explique que en la España de Felipe II, por ejemplo, había, además del rey, su familia, sus ministros y sus generales, unos millones de campesinos, soldados, moriscos, frailes, marineros y pícaros; que nos diga quién navegaba en la Armada pretendidamente invencible, quién acarreaba las piedras de El Escorial y, sobre todo, quién pagó la factura de las guerras y los monumentos -o mejor dicho, cómo la pagaron los que siempre pagan estas cuentas, ayer como hoy.
Pienso que la historia que enseñemos, y eso vale por igual para la que divulguemos para conocimiento público, debería proporcionar sobre todo elementos de razonamiento para reflexionar acerca de los problemas fundamentales de nuestro tiempo. Enseñar a que cada uno mire a su alrededor, se entere del mundo en que vive, piense por sí mismo y escoja su propia respuesta a estas realidades. No estoy diciendo que sólo se deba enseñar la historia contemporánea más reciente, la que se refiere a las cuestiones que aparecen en las noticias de la televisión –aunque también ésta debe enseñarse en las escuelas y en los institutos-, sino que nuestro estudio del pasado debería estar en lo posible orientado a arrojar luz sobre las cuestiones fundamentales que preocupan a la sociedad en que vivimos, ya sea buscando la viejas raíces de problemas actuales, ya mostrando posibilidades alternativas o poniendo de relieve el carácter contingente de mucho de lo que se nos suele presentar como fatalmente condicionado.
En este tiempo supuestamente feliz en que se supone que la evolución de las sociedades humanas ha llegado a la perfección –recuerden ustedes lo que se decía hace poco acerca de que estábamos en el fin de la historia- resulta que vuelve a haber, como sucedió en 1968, una generación de jóvenes que no acepta de buen grado el mundo que van a heredar de nosotros y que se revuelven contra él. Lo malo es que estos nuevos rebeldes, como les sucedió a los de París en 1968, actúan movidos por un rechazo moral, y no tienen muy claro cómo se puede construir un sistema alternativo al que combaten. Necesitamos repensar el futuro entre todos para encontrar caminos hacia adelante. Pero el futuro sólo se puede construir sobre la base de las experiencias humanas, esto es sobre el conocimiento del pasado, y aquí el papel de quienes trabajamos en el campo de la historia es indispensable. Aunque sólo sea para evitar que se siga intoxicando a la gente con una visión desesperanzadora que sostiene que todo intento de cambiar las reglas del juego social lleva necesariamente al desastre.
Para quienes seguimos considerándonos de izquierda –lo que, para mí, significa fundamentalmente que pensamos que hay muchas cosas que no están bien y que se pueden y se deben mejorar- el estudio de la historia debe servirnos para ayudarnos a refundar la utopía, porque, como se ha dicho, “en un tiempo de resignación política y de cansancio el espíritu utópico es más necesario que nunca”. (25 JACOBY, R. The end of utopia. Politics and culture in an age of apathy, New York, Basic Books, 1999, p. 181.)
Nos toca participar activamente en la formación de una nueva conciencia colectiva, capaz de sacarnos del marasmo de un presente en que fuerzas políticas que aspiran a poco más que a la supervivencia son incapaces de ofrecernos proyectos de futuro que puedan movilizar las energías colectivas. Vivimos entre un centro izquierda tan moderado que no se atreve a enfrentarse a los cambios que serían necesarios y una derecha que sólo se alimenta del miedo que trata de infundir a unos grupos sociales que no ven claro su futuro, engañándolos con señuelos que los apartan de tomar conciencia de los grandes problemas reales del país, como, por poner un ejemplo, la corrupción de que se ha alimentado la especulación inmobiliaria –que ha dado un nuevo sentido y una nueva fuerza a los versos que Machado escribiera en 1937: “Pienso en España vendida toda de río a río, de monte a monte, de mar a mar”- y que no es tan sólo un problema del pasado, sino también del futuro, porque ha creado un enorme volumen de deuda que está todavía en los bancos y en las cajas de ahorro y que a la larga vamos a tener que pagar entre todos. Pero ¿se imaginan ustedes a la Conferencia Episcopal y al PP organizando expediciones a Madrid para protestar contra una corrupción que es responsable de que muchos españoles hayan perdido sus trabajos y sus medios de vida?
En esta tarea de formar una nueva conciencia colectiva todos tenemos un papel a desempeñar. A quienes trabajamos en la historia nos corresponde, como dijo Marc Bloch en los momentos finales de su vida, cuando luchaba en la resistencia contra los nazis, asumir también nuestra responsabilidad aportando aquello con que podemos contribuir a la tarea común. Una conciencia colectiva, decía Marc Bloch, está formada por “una multitud de conciencias individuales que se influyen incesantemente entre ellas”.
Por eso,
“formarse una idea clara de las necesidades sociales y esforzarse en difundirla significa introducir un grano de levadura en la mentalidad común: darse una oportunidad de modificarla un poco y, como consecuencia de ello, de inclinar de algún modo el curso de los acontecimientos, que están regidos en última instancia por la psicología de los hombres”.
Si en unas horas negras como las del presente hay una lección de la historia que debemos enseñar a las nuevas generaciones es la de mostrarles que los seres humanos han sido siempre capaces de imponerse al destino, de luchar por la libertad y por el progreso, y de abrir caminos nuevos hacia el futuro. Y prevenirles, a la vez, contra quienes intentan bloquear este progreso sembrando el miedo al cambio. Enseñarles a compartir la lucidez de un Tom Paine cuando decía, hace dos siglos, que está en nuestras manos volver a empezar el mundo de nuevo. O, como ha dicho un poeta de mi tierra, “que todo está aún por hacer, y todo es posible”.
Josep Fontana
(Texto publicado en Félix Iñeste Mena (coord.): La divulgación de la historia y otros estudios sobre Extremadura, 2010, pp. 39-52.)
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