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Vicente Gerbasi
Poeta y ensayista venezolano nacido en Canoabo en 1913.
Hijo de un inmigrante italiano, se trasladó a Italia y cursó los estudios secundarios en Florencia. De regreso a Venezuela, trabajó durante algún tiempo como publicista, pero pronto se entregó con enorme vocación a la literatura. Entre 1926 y 1941 fue miembro destacado del grupo y revista Viernes, junto a importantes poetas del momento.
Perteneció al cuerpo diplomático de su país por largos años, representándolo en diversos países de América y Europa.
Su primer libro de poemas, «Vigilia del náufrago» fue publicado en 1937. Tres años después fue editado «Bosque doliente», al que siguieron «Liras», Premio Municipal de Poesía, 1941, «Poemas de la noche y de la tierra», «Mi padre el inmigrante» su obra cumbre, en 1945,«Los espacios cálidos» en 1952 y «Poesía de viajes» Premio Nacional de Literatura 1969.
En 1982 recibió el premio Conac de poesía al mejor libro del año «Edades perdidas» y fue nombrado además Profesor Honoris Causa de La Universidad Simón Rodríguez de Caracas.
En 1992, poco antes de su muerte, fue nombrado Director Emérito de la Revista Nacional de Cultura.
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Algunos poemas de Vicente Gerbasi:
Un poema de Vigilia del náufrago, 1937:
MADRUGADA
Qué dulce almohada
del estar y no estar dormido
cuando en la madrugada llueve.
Blanda niebla de sueño
rozando los sentidos:
frescura de la hierba bajo el agua.
No sé si aún estoy en la infancia,
porque oigo ruidos de hace mucho tiempo
y veo flores que no han vuelto a crecer.
Más lejos estarán mojándose los nidos
bajo el resbalar de la gota,
y habrá cantos, perdidos, de aves.
No sé si estoy en el mundo:
ando entre estalactitas
que antes sólo soñé.
No se mueven aún las mariposas del bosque,
y mientras los niños duermen
en la madrugada llueve.
Un poema de Bosque doliente, 1940:
JARDÍN REVELADO
En el ruido que hiere a la ciudad sólo oigo una voz que me llama
y de las campanas veo nacer aves hacia bosques lejanos,
como si fuera yo un caminante hacia iglesias aldeanas
bajo guirnaldas vagando en altas primaveras.
Nadie llora en la luz junto a las flores,
pero junto a mí pasa, como sombra delgada, la tristeza del mundo,
sobre los horizontes, como invierno huyendo de la tierra.
Los días en la tristeza oscurecen de miedo
como lo hace el mar bajo la lluvia.
Por eso yo os amo, como agua mansa al cielo,
como columna al tiempo,
y la fuga liviana del aire entre las torres,
buscando en fino rumbo las montañas,
me acerco a los ciervos como un santo
y con ellos juego a orillas de frescos manantiales.
El silencio me conduce de la mano a los conventos,
y como para una fruta, mi mundo es la sombra de un árbol que duerme.
Olvido que la tierra, las ciudades, los hombres,
inventan lentamente sus huesos de cristal,
y los amo a todos, los amo junto a Dios,
junto a la espiga tranquila
que curva sus designios en el rumbo del día.
¿Por qué cubrir el mundo de una yedra de llanto?
¿Por qué crucificar los niños sobre cruces de mármol?
¿No habéis visto una mano herida abierta en los años
como sobre un agua en ondas huyendo?
¡Oh, mi madre, mi amiga, mis hermanos!
de rostros doloridos bajo la lluvia interminable,
casi árboles en la montaña de frío.
Debiéramos andar con un libro abierto entre las manos,
purificando nuestras frentes en las arpas
que más allá de las aves se rinden melodiosas.
Por eso os amo a todos.
Y cuando la ciudad me hiere, cuando me veis vagar entre las yerbas,
cuando entre los ruidos yo encuentro mi silencio
ante mí se abre la verja de un jardín lejano de canciones.
Un poema de Poemas de la noche y de la tierra, 1943:
MI TIERRA
En la yerba tostada por el día, el sueño del caballo
nos rodea de flores, como el dibujo de un niño,
mientras la fruta cae del espeso follaje plateado,
que tiembla y brilla en las cigarras de una luz solitaria.
¿En qué edad vivo, ahora que atravieso esta soledad de fuego,
esta tristeza donde muge el toro en lontananza, esta nostalgia
donde el cactus crece entre las colinas y va hasta el horizonte,
esta monótona melancolía de la paloma torcaz, escondida,
aquí junto al río, más allá, no se sabe dónde, junto a la muerte,
bajo el cielo límpido que transporta alguna nube ardiente?
Ando entre derretidos espejos donde la flor se desfigura,
donde la miel resbala con el cuerpo deforme de los árboles,
por donde el ave pasa con un efímero temblor de iris.
La tierra muestra sus rojas heridas, sus pedruscos, sus cuevas,
sus grandes hormigas, sus gruesas hojas aceitosas, sus palmas,
sus viviendas de barro, donde el hombre cuelga su guitarra.
La gente seca en el viento del sol pieles de toro,
muele el maíz, hace el almidón, teje la fibra dorada,
mas anda como invisible, en silencio, en la pesadumbre,
en el humo del tabaco, buscando yerbas medicinales,
Interrogo y no recibo respuesta, y sólo alguna voz,
desde una puerta oscura que guarda la pobreza,
me dice: «Cuídate de la muerte en estos campos de la soledad»,
y vuelve a esconderse, mientras el viento mueve sus llamas,
y levanta el polvo entre las resecas espigas,
entre los ancianos que permanecen sentados junto a la ceniza.
Nada he hecho, sólo siento el sol, silbar la serpiente;
nada he dicho aún, sólo sé que amo esta gente sonámbula,
que del mundo sólo conoce esta tierra roja, estas colinas rojas,
donde crece la vegetación más amarga y sedienta.
Nada sé, sólo oigo pasos, voces y cantos quejumbrosos,
y por la tarde veo que llevan un ataúd hacia la noche.
Cuatro poemas de Mi padre, el inmigrante, 1945:
Mi padre, Juan Bautista Gerbasi, cuya vida es el motivo de este poema,
nació en una aldea viñatera de Italia, a orillas del Mar Tirreno, y murió
en Canoabo, pequeño pueblo venezolano escondido en una agreste
comarca del Estado Carabobo.
Vicente Gerbasi
CANTO I
Venimos de la noche y hacia la noche vamos.
Atrás queda la tierra envuelta en sus vapores,
donde vive el almendro, el niño y el leopardo.
Atrás quedan los días, con lagos, nieves, renos,
con volcanes adustos, con selvas hechizadas
donde moran las sombras azules del espanto.
Atrás quedan las tumbas al pie de los cipreses,
solos en la tristeza de lejanas estrellas.
Atrás quedan las glorias como antorchas que apagan
ráfagas seculares.
Atrás quedan las puertas quejándose en el viento.
Atrás queda la angustia con espejos celestes.
Atrás el tiempo queda como drama en el hombre:
engendrador de vida, engendrador de muerte.
El tiempo que levanta y desgasta columnas,
y murmura en las olas milenarias del mar.
Atrás queda la luz bañando las montañas,
los parques de los niños y los blancos altares.
Pero también la noche con ciudades dolientes,
la noche cotidiana, la que no es noche aún,
sino descanso breve que tiembla en las luciérnagas
o pasa por las almas con golpes de agonía.
La noche que desciende de nuevo hacia la luz,
despertando las flores en valles taciturnos,
refrescando el regazo del agua en las montañas,
lanzando los caballos hacia azules riberas,
mientras la eternidad, entre luces de oro,
avanza silenciosa por prados siderales.
CANTO VII
Tu aldea en la colina redonda bajo el aire del trigo,
frente al mar con pescadores en la aurora,
levantaba torres y olivos plateados.
Bajaban por el césped los almendros de la primavera,
el labrador como un profeta joven,
y la pequeña pastora con su rostro en medio de un pañuelo.
Y subía la mujer del mar con una fresca cesta de sardinas.
Era una pobreza alegre bajo el azul eterno,
con los pequeños vendedores de cerezas en las plazoletas,
con las doncellas en torno a las fuentes
movidas rumorosamente por la brisa de los castaños,
en la penumbra con chispas del herrero,
entre las canciones del carpintero,
entre los fuertes zapatos claveteados,
y en las callejuelas de gastadas piedras,
donde deambulan sombras del purgatorio.
Tu aldea iba sola bajo la luz del día,
con nogales antiguos de sombra taciturna,
a orillas del cerezo, del olmo y de la higuera.
En sus muros de piedra las horas detenían
sus secretos reflejos vespertinos,
y al alma se acercaban las flautas del poniente.
Entre el sol y sus techos volaban las palomas.
Entre el ser y el otoño pasaba la tristeza.
Tu aldea estaba sola como en la luz de un cuento,
con puentes, con gitanos y hogueras en las noches
de silenciosa nieve.
Desde el azul sereno llamaban las estrellas,
y al fuego familiar, rodeado de leyendas,
venían las navidades,
con pan y miel y vino,
con fuertes montañeses, cabreros, leñadores.
Tu aldea se acercaba a los coros del cielo,
y sus campanas iban hacia las soledades,
donde gimen los pinos en el viento del hielo,
y el tren silbaba en lontananza, hacia los túneles,
hacia las llanuras con búfalos,
hacia las ciudades olorosas a frutas, hacia los puertos,
mientras el mar daba sus brillos lunares,
más allá de las mandolinas,
donde comienzan a perderse las aves migratorias.
Y el mundo palpitaba en tu corazón.
Tú venías de una colina de la Biblia,
desde las ovejas, desde las vendimias,
padre mío, padre del trigo, padre de la pobreza.
Y de mi poesía.
CANTO X
¿Qué fuego de tiniebla, qué círculo de trueno,
cayó sobre tu frente cuando viste esta tierra?
Pasaron costas negras, arbustos inflamados,
barcas con piñas, cocos, bananas, chirimoyas,
sobre un mar tenebroso con medusas y anémonas.
Y pasaron caminos, zamuros, caseríos,
y viste un asno ciego atado a una ventana,
y un niño sin parientes pasar por la llanura,
y un vaquero llamando la sombra del ganado.
Una puerta caliente se abrió para tu vida.
Te llamaron las aguas con sus lenguas oscuras,
los pájaros con gritos, y animales dolientes
que lloran largamente en el alto follaje.
Y llegaste a la puerta de la casa del brujo,
de cuyo techo cuelgan gruesas hojas moradas,
semillas venenosas, corazones de pájaros.
Y viste la melaza correr en los trapiches.
Y el toro que en la tarde avanza hacia la muerte,
atado a dos caballos.
Y viste la serpiente de agua, retorcida,
que en la penumbra ahoga a la vaca sedienta.
Y anduviste de noche entre las mariposas
de luto, que visitan los ranchos tenebrosos,
donde habita la fiebre de labios amarillos.
Y viste danzar llamas, las llamas del Tirano,
seguido por el canto del aguaitacamino,
que avanza, misterioso, junto al paso del hombre.
Y dormiste entre hormigas, arañas y escorpiones.
Y grandes flores lilas, con brillos siderales,
se abrieron en tu sueño de encendidos diamantes.
CANTO XXIV
De todo tu andar de antiguo caminante,
de todo tu sufrir en desamparo,
de soportar el peso del hacha o del saco,
de asistir al herido y repartir el pan,
sólo te quedó una casa,
a cuya puerta escribiste algunas palabras de la Biblia.
Aquella casa fue mi casa.
Mi casa pintada de cal, allá en mi aldea,
escondida entre el café y el cacao.
Otras casas había, rojas, azules, verdes, amarillas,
en mi aldea, que entre árboles
jugaba con niños y caballos.
Había una plaza con cabras y almendrones de apacible sombra,
y una iglesia de donde salía un Cristo,
en una urna de cristal, cuando la Semana Santa.
Yo nací en tu casa con palabras de la Biblia,
y allí estabas callado, con tus libros,
junto a mi madre y a mis pequeños hermanos.
Allí estaban tus noches,
todavía con las estrellas de otro mundo,
y allí tu amorosa soledad, tu vida, tus recuerdos.
Y allí estaba yo como una angustia para ti,
y tu trabajo y el sudor de tu frente;
y el canto de los sapos en las sombras,
y el tinajero en el corredor de la medianoche,
y las lluvias nocturnas que nos lanzaban a un oscuro amanecer.
¡Estábamos tan cerca de los árboles, del río y la montaña!...
Yo con mi alegría donde cantaba el cristofué,
tú con tu vida dura, con golpes y nostalgias,
de pie ante los días de mi infancia.
Seis poemas de Los espacios cálidos, 1952:
TE AMO, INFANCIA
Te amo, infancia, te amo
porque aún me guardas un césped con cabras,
tardes con cielos de cometas
y racimos de frutas en los pesados ramajes.
Te amo, infancia, te amo
porque me regalaste la lluvia
que hace crecer los riachuelos de mi aldea,
porque le diste a mis ojos un arcoiris sobre las colinas.
¿Aún existen los naranjos
que plantó mi padre en el patio de la casa,
el horno donde mi madre hacía el pan
y doradas roscas con azúcar y canela?
¿Recuerdas nuestro perro que jugando
me mordía las piernas y las manos?
Nacían puntos de sangre, un pequeño dolor,
pero todo pasaba pronto con el sabor de las guayabas.
Te amo, infancia, te amo
porque eras pobre como un juguete campesino,
porque traías los Reyes Magos por la ventana.
Un día llevaste a la puerta de mi casa
un hombre de barba que hacía bailar un oso a golpes de tambor,
y otro día le dijiste a mi padre que me regalara un asno negro.
¿Recuerdas que tú y yo lo bañábamos en el río?
¿Recuerdas que había una penumbra de bambú y helecho?
Te amo, infancia, te amo
porque me ponías triste cuando estaba enfermo,
cuando mi madre me hablaba de su tierra lejana.
¿Recuerdas? Una vez me mostraste un eclipse a las diez de la mañana
y las aves volvieron a dormir.
¿Existe aún aquel niño sin parientes
que un día bajó de la montaña
y me pidió el pan que yo comía en la plaza de la aldea?
Te amo, infancia, te amo
porque me dabas panales de miel en la casa de la escuela,
porque me llevabas al sitio donde vivían las vacas.
Te amo, infancia, te amo
porque me regalaste mi aldea con su torre,
y sus días de fiesta con toros y jinetes y cintas
y globos de papel y guitarras campesinas
que encendían las primeras estrellas más allá de los árboles.
Te amo, infancia, te amo
porque te recuerdo a cada instante,
en el comienzo del día y en la caída de la noche,
en el sabor del pan,
en el juego de mis hijos,
en las horas duras de mis pasos,
en la lejanía de mi madre
que está hecha a tu imagen y semejanza
en la proximidad de mis huesos.
SOLEDAD DEL DÍA
La tierra tiene aquí bordes de tulipanes ardientes.
Veo el alba ascender en las garzas
como una canción que se lleva las estrellas.
Y aquí junto a mí, el agua estancada,
con su limo de espesos colores
como una tela bordada por las madres de la noche.
Pasa el vaquero en medio de la luz de las palmas
con cierto descuido de profeta,
mirando las suaves cabezas de las vacas.
Yo pertenezco a este silencio del canto
donde la lluvia dejó asomar algunas flores,
a este terrirorio en que la soledad
hace pasar el día con sus tristes aves ocultas.
EN EL FONDO FORESTAL DEL DÍA
El acto simple de la araña que teje una estrella
en la penumbra,
el paso elástico del gato hacia la mariposa,
la mano que resbala por la espalda tibia del caballo,
el olor sideral de la flor del café,
el sabor azul de la vainilla,
me detienen en el fondo del día.
Hay un resplandor cóncavo de helechos,
una resonancia de insectos,
una presencia cambiante del agua en los rincones pétreos.
Reconozco aquí mi edad hecha de sonidos silvestres,
de lumbre de orquídea,
de cálido espacio forestal,
donde el pájaro carpintero hace sonar el tiempo.
Aquí el atardecer inventa una roja pedrería,
una constelación de luciérnagas,
una caída de hojas lúcidas hacia los sentidos,
hacia el fondo del día,
donde se encantan mis huesos agrestes.
DOCUMENTO DE LOS SENTIDOS
He aquí un propósito de alucinado,
un paso más a orillas del abismo,
hacia el fondo agreste de la música,
donde duerme una pastora rodeada de yerbas del año:
hacer el relámpago sobre materiales de sombra,
iluminar hongos en rincones forestales,
despertar el agua en su silencio de serpientes azules.
He aquí que soy un habitante del sonido, de la humedad, del hueso,
en un espacio turbio de mercado,
donde se derraman las manzanas y las piñas,
donde brilla el ojo de la sardina.
Había dejado atrás a mis padres recogiendo bellotas en el crepúsculo,
vistiendo espantapájaros en una luz de confín.
Mis hijos vinieron de la sombra pastoreando conejos,
recogiendo estrellas en el césped.
¿Dónde estaba yo cuando descubrí la música
que hace desbordar las flores del día como en un espejo?
Mi edad había iniciado una cacería de venados bajo las palmas,
había guiado el entierro de un labriego
hacia el paraje lúcido de las cigarras.
¿Hacia dónde iba yo cruzando las noches del bambú
y la luz de los gavilanes?
Entré a la ciudad oyendo las campanas,
mirando las ventanas abiertas en un mes claro.
El perfil resume a los arcángeles,
despierta estatuas en el crepúsculo.
La ciudad después de la lluvia
es el espejo oscuro de los mendigos.
He aquí un propósito de alucinado:
fundar un espacio de lumbres, de escarabajos, de rostros
en el documento de los sentidos.
ROSTROS CAMPESINOS
Un olor agrio de café maduro
dispersa grumos rojos en la luna,
grillos de luz violeta, cascabeles
que envenenan el aire del helecho.
Se ilumina la sombra de las cumbres
y baja por los árboles el río
sonando lirios blancos de penumbra
hasta la oscura casa del silencio,
donde enciende el maíz perlas quebradas.
Nos circunda la noche grano a grano,
con música de fronda en los confines,
con guaruras indígenas que llaman
la tristeza sombría de los muertos.
En la luz de la lámpara va huyendo
un espacio de yerbas, de tabaco,
de terrones azules y de ranas.
En círculo, los rostros campesinos
oyen el cuento antiguo de los astros.
CÓNDORES
Los cóndores se agrupan para dormir
en la roca solitaria de la sombra
encogidas las cabezas en las curvas de las alas,
bajo el oscuro viento de los frailejones.
Alguna estrella ilumina sus ojos
que aún vigilan en la noche,
y abajo, en el abismo de las luciérnagas,
el sueño mueve las cabezas ásperas de las serpientes.
De piedra en piedra baja la montaña,
de silencio en silencio de la muerte,
donde bala escondida alguna oveja.
La noche reúne sonidos en los precipicios,
brilla en las ramas deshojadas,
como hielo de relámpago
en la frontera melódica de los craneos
Un ñpoema de Por arte de sol, 1958:
ESCRITOS EN LA PIEDRA
En el valle que rodean montañas de la infancia
encontramos escritos en la piedra,
serpientes cinceladas, astros,
en un verano de negras termiteras.
En el silencio del tiempo vuelan los gavilanes,
cantan cigarras de tristeza
como en una apartada tarde de domingo.
Con el verano se desnudan los árboles,
se seca la tierra con sus calabazas.
Pero volverán las lluvias
y de nuevo nacerán las hojas
y los pequeños grillos de las praderas
bajo el soplo de una misteriosa nostalgia del mundo.
Y así para siempre
en torno a estos escritos en la piedra,
que recuerdan una raza antigua
y tal vez hablan de Dios.
Tres poemas de Poesía de viajes, 1968:
CERCA DE FLORENCIA
Cruzo la última esquina de la ciudad,
y el caballo, alto como una indiferencia,
come el más verde pasto del mundo.
Mi amiga viene del trabajo en bicicleta,
con la alegría de su blusa azul-marino.
-Vamos a tomarnos un helado -le digo-
en ese pequeño bar que da a las siembras
de lechugas y repollos.
Mi amiga tiene los ojos
del color de las ciruelas oscuras
que han madurado en las huertas.
Ella mira, tranquila, las ciruelas.
Yo miro sus ojos.
LAUSANN; INVIERNO 1966
Hablo de la melancolía
como de la fruta que en invierno
se ha quedado sola en un árbol húmedo
y musgoso de las montañas.
Hablo de la melancolía
como de la muchacha
que pasa cabizbaja
por la ciudad del río iluminado
bajo el viento que se lleva el silbo
de los trenes.
Mi melancolía está bajo la lámpara,
cuando, mirando mis zapatos,
recuerdo mis zapatos rotos,
mientras oigo el viento de la nieve
entre los árboles.
FOTOGRAFÍA DE MIS PADRES
Una luz-oro-sueño
daba forma de nubes
a los bambúes en los espacios
arenosos de mi aldea.
El día giraba con sonido de zaranda
y en el atardecer equinocial
alto en sus ramos de mandarinas celestes,
mi casa era una larga pared blanca
de cal
con un zócalo de pavos reales
en fila hacia la noche.
Vasta luz de manantial
en los resplandores
de las acacias.
Yo veía volar las aves del paraíso,
mientras mi padre y mi madre
sentados bajo el naranjo de la casa
eran una fotografía
que guardo en el fondo
de un baúl penumbroso.
Un poema de Retumba como un sótano del cielo, 1977:
AMANECER
Siento llegar el día como un rumor de animales,
a la orilla del pantano, de la fiebre, del junco,
más allá, entre las colinas de viento oscuro,
donde la luz se levanta con desgarradas banderas,
como resplandor lejano de una montaña de cuarzo.
He aquí la sombra en torno a mi existencia, el búho,
el río que arrastra oro, la serpiente de coral,
el esqueleto del explorador, el fango de mis pies.
La noche ha quemado el maíz, ha apagado los metales,
ha dado reposo a la adormidera, ha refrescado la sangre,
ha libertado los reflejos azules de la selva, de la hoja.
Una resonancia, una resonancia oscura es mi corazón:
eco en el abismo, piedra que rueda por el monte,
brillo en la puerta de la cueva, fosforescencia del hueso.
En la infancia, al pie del arco iris o del relámpago,
junto al cabrito que saltaba en torno a la madre,
jugaba con un pequeño tigre de cálida voz ronca,
de suave pelambre estrellada, como un signo del zodíaco,
de rabia lenta y tensa, como el despertar de la furia.
Ahora siento en el aire límpido del bambú y el helecho,
surgir las formas de las doncellas, bajo la fronda,
en la selva de árboles aromáticos, coronadas de orquídeas
descendiendo al río, a la cascada de transparente curva,
que resuena en sus diamantes como una leyenda.
Formas de la gracia, sus perfiles abandonan sus melenas
a la brisa; formas de la vida y de la muerte,
sus senos tiemblan en las penumbras de los juncos;
formas del oscuro delirio, sus muslos se suavizan
como una fruta partida; formas del tiempo humano,
sus pies hacen temblar las flores silvestres.
Como el venado tras de su compañera en la colina,
persigo a una joven diosa desnuda, bajo el sol.
Viene el olor agrio de los árboles destrozados
por la ira de la noche; viene el olor de la sangre,
del animal devorado, el olor de los minerales,
el olor del río entre las raíces y las flexibles lianas.
El día derrama su transparente maravilla, como un vuelo,
como el color innumerable, como la crisálida
de herméticos destellos, como el insecto plateado,
como el hechizo en las formas relucientes,
como el vuelo de mariposas que salen de una gruta incendiada
y comienzan a temblar en el ardiente cristal.
Acerco mis labios al claro manantial de íntima música,
junto a la sardina y a la piedra limpia y pulida como una joya;
mientras la nube pasa y el ave sale de su nido,
y la serpiente muestra su lengua maldita, y se enrosca,
y espera o avanza por la espalda sudorosa del día.
Me hundo en las palpitaciones reverberantes, en las ondas,
en el temblor divino, donde se abre la rosa de montaña,
en los brillos fugaces, en la imagen insondable de Dios,
que ha creado los cielos y la tierra, con esta geografía de fuego,
y ha dado a mi corazón la forma del día y de la noche,
mientras oigo correr los animales, persiguiéndose, amándose,
devorándose, ensangrentando las yerbas, las flores y las peñas.
Soy el día, y el viento levanta sus ramajes en mi alma.
Dos poemas de Edades perdidas, 1981:
COSMOS
Mi memoria está en el agua
pantanosa de la iguana
que abre sus ojos
en una era sudorosa del mundo.
Árboles morados de soledad
mueven el anochecer
y todo color
se parece al alma
perpleja en los primeros planetas.
ADOLESCENCIA EN LA PLAYA
No volveré a verte
acostada en la playa,
tú que me besabas
acercando lentamente tu cuerpo
a mi cuerpo.
Gata,
tus ojos verdes
eran solitarios en mis ojos.
Bellos eran tus senos
y tus muslos
y la noche fosforescente
en las olas del mar.
No volveré a verte,
gata arenosa.
Dos poemas de Los colores ocultos, 1985:
LOS HUESOS DE MI PADRE
Los huesos de mi padre se perdieron
en el osario común
de Canoabo. Valle de grandes hojas lluviosas,
de insectos que vuelan como abanicos
y montañas que le dan vuelta al día
y a la noche de los astros.
Los huesos de mi padre
se perdieron en el osario del Universo,
entre las piedras preciosas de Dios
vistas desde la selva mágica
hasta la aurora
que reinventa todos los colores
y el vuelo de las aves
abriendo sus ojos
en el sueño del paraíso.
Los huesos de mi padre suenan
con su color marfil
y se van pareciendo a mis propios huesos
hechos de silencio eterno.
EL PAN
A Luis Alberto Crespo
Vinieron los ángeles
y me dijeron al oído:
-Mira el relámpago
en la nube oscura.
El mundo estaba abajo
con mis ojos absortos en un plato
de ramajes oscuros y de frutas,
y vi caer del cielo aquella lumbre
sobre el pan de la mesa.
Un poema de Un día muy distante, 1988:
VIAJE EN TREN
El tren viajaba de Florencia
hacia el sur.
Pasaban pueblos, iglesias,
campanarios de piedra.
Los olivos se plateaban
con el aire
y los viñedos maduraban
su color morado.
Las siembras de alcachofa
iban hasta el confín.
Los perros pastores
hacían nebulosas de ovejas
en las colinas.
Mi tío Antonio había ido a Florencia
a buscarme, sin decirme
que dejaría el colegio.
Ondulaban los trigales
hacia la muerte de mi padre.
En los trigales había amapolas.
Se iba cerrando el día
con nubes de pájaros.
En un huerto con higueras
una campesina llevaba a su niño
en el brazo izquierdo
y con la mano derecha
conducía el arado
arrastrado por un buey.
Mientras el tren rodaba
hacia la noche
y se iluminaban ciudades y pueblos,
mi tío Antonio permanecía callado.
No me dijo que mi padre
había muerto.
Un poema de El solitario viento de las hojas, 1989:
VIAJE A ITALIA
En la madrugada lluviosa,
a los diez años,
yo pensaba en el gran viaje.
Llovía en el tiempo de los sueños,
entre las montañas.
Yo dejaba en la soledad de la casa
a los perros de ojos tristes
y a todos los animales
que dormían bajo los astros.
Yo abandonaba las pequeñas casas de colores,
la noche de los buhos
sobre los techos de tejas.
Yo abandonaba a Canoabo,
pueblo solitario,
adornado de pavos reales.
Yo no reconocía mi edad.
Era una luciérnaga en la noche
Me fui en mi burro hacia una lejanía.
Iba por la selva.
Mi padre en su caballo.
Mi madre vestida de blanco
con una sombrilla azul.
Yo llevaba mi fantasma,
el miedo al vecino muerto,
el golpe del martillo
sobre los clavos del ataúd.
Y llevaba la alegría de la mañana,
el canto del arrendajo,
del turpial,
del cristofué,
la lejanía triste de la soysola.
Yo pasaba por la selva lluviosa.
Ese día ví por primera vez el mar,
los buques,
el tren,
el automóvil. Por la noche en Puerto Cabello,
la luz eléctrica me pareció un cielo nuevo.
Esa noche conocí a Chaplin.
En el barco había música.
Yo iba hacia ciudades antiguas,
donde viajé por primera vez en tranvía,
entre bombonerías iluminadas.
Un poema de Diamante fúnebre, 1991:
ORACIÓN
En el nombre del Padre,
del Hijo y del Espíritu Santo
ruego que mi esposa
Consuelo, quien murió
el 3 de abril de 1990
y quien en mi casa
era la mujer de los helechos,
pueda ahora cultivar
un jardín del Paraíso.
Tendrá toda la luz
de la Santísima Trinidad,
la claridad del comienzo
y la claridad del fin
en la flor de los almendros.
Yo te regalaré, Consuelo,
las orquídeas de los ríos
de Venezuela,
las flores moradas
de los llanos lluviosos.
Nuestros hijos
te darán los lirios
de Fra Angélico.
Todos los ángeles
te convocarán
a una colina azul
y tú podrás cultivar
todas las flores
y darme las primeras
cerezas del Universo.
Un poema de Los oriundos del Paraíso, 1994:
TIERRA
Toda tu vuelta alrededor del sol
me enloquece como un mono
que maneja una fruta.
La selva, refugio de orquídeas,
sencillas joyas cubiertas de rocío.
Un demonio
pisa piedras preciosas
en el relámpago.
Tú, aquí, tienes mi noche,
mi día,
el fulgor de los espantos.
Aquí vuelan las aves nerudianas
y hasta aquí llegó Homero
con un loro en el dedo índice.
Alguien dice:
"La tierra
y esta geografía venezolana,
con el Orinoco
y sus meandros,
con los llanos y los Andes,
con el mar Caribe y las estrellas,
son de Vicente Gerbasi".
VICENTE GERBASI, Los espacios cálidos yotros poemas, Pre-textos, 2005
Otros poemas de Vicente Gerbasi, de los que Ignoro el libro al que pertenecen:
LOS ENAMORADOS
Los rostros de los enamorados, en el césped,
se vuelven indiferentes, hacia el trueno,
hasta que brillen en la lluvia
que hace temblar las flores.
Entre durazneros y almendros,
que al giro de las estaciones
se cubren de abejas,
los enamorados
son un infinito instante,
el sueño del tiempo
estremecido en su propia tempestad.
El relámpago va huyendo
entre rosas y gallos.
El tiempo se hunde con ramas y nubes
en las charcas que de la lluvia
cerca de los enamorados
que eternamente olvidan
su propia historia,
abandonados al relámpago
y a un sabor de mieles silvestres.
AQUÍ HE LLEGADO...
Aquí he llegado
para imponerme el conocimiento de la eternidad,
para ver rodar mi cabeza
tiempo abajo,
arena abajo,
alucinación abajo,
hacia el metálico redoble de los truenos
que confunden las montañas
en negros ámbitos azules.
Se detuvieron aquí las tribus,
se detuvieron aquí los profetas,
se detuvieron aquí los santos.
Venían las mujeres
y los niños.
Vestían pieles
de animales de los montes,
rudimentarios paños
a franjas de colores,
todos iluminados
en fuegos rituales.
Quisiera dejar un canto
para la eternidad,
enterrado en una vasija de barro,
un canto junto a mis huesos,
un salmo
para oír a Dios
en la música de un arpa,
para verlo en un fuego de nubes
sobre los pueblos siempre nuevos
edificando con la arena del desierto,
y para ver el desierto
que lleva su silencio
del día a la noche
como continuación del firmamento.
BOSQUE DE MÚSICA
Mi ser fluye en tu música,
bosque dormido en el tiempo,
rendido a la nostalgia de los lagos del cielo.
¿cómo olvidar que soy oculta melodía
y tu adusta penumbra voz de los misterios?
He interrogado los aires que besan la sombra,
he oído en el silencio tristes fuentes perdidas,
y todo eleva mis sueños a músicas celestes.
Voy con las primaveras que te visitan de noche,
que dan vida a las flores en tus sombras azules
y me revelan el vago sufrir de tus secretos.
Tu sopor de luciérnagas es lenta astronomía
que gira en mi susurro de follaje en el viento
y alas da a los suspiros de las almas que escondes.
¿Murió aquí el cazador, al pie de las orquídeas,
el cazador nostálgico por tu magia embriagado?
Oh, bosque: tú que sabes vivir de soledades
¿adonde va en la noche el hondo suspirar?
HAY MUCHAS MANERAS DE ESTAR MUERTO
No quiero explicarme por qué mis ojos
pueden ver este castillo cubierto de hiedras
de verde muy oscuro y solitario
bajo los astros de los búhos,
ni por qué mis ojos pueden detenerse
a ver caer la nieve durante tanto tiempo,
hasta que arropa todos los muertos
y los deja allí con sus vestiduras
de diferentes colores en el hielo.
Mi padre fue enterrado en el trópico,
en Canoabo, y sus ojos, por tanto, no se helaron,
pero sí, tal vez, tuvieron que ver con otras cosas
muy distintas al frío,
sin duda, con culebras que perforan la tierra
y silban a orilla de los muertos
como a la margen de un lago
de juncales remotos y relámpagos.
Hay diferentes maneras de estar muerto,
aun estando vivo en medio de los planetas,
con nuestra cara semejante a la tierra
fotografiada desde Géminis 13,
viendo nuestros propios ojos
rodeados de huesos,
un poco más arriba de los dientes;
ensimismados en los ojos de los pescados
que nos miran en las pescaderías iluminadas.
Hay muchas maneras de estar muerto
y siempre nos es dado tomar nuestro cráneo
y ponerlo a reposar al borde de la tumba
o llevarlo al gran salón de baile,
como tal vez lo hizo Hamlet,
mientras Ofelia se ponía un velo de luna nevada,
ay, de luna nevada entre los abedules.
A LOS SOLDADOS CAÍDOS EN LA GUERRA
No reposéis bajo las ruinas, en silencio:
las madres sollozan.
No hagáis crecer pinos en vuestro recuerdo:
las novias sollozan.
Permaneced vigilantes sobre vuestra muerte:
los hijos sollozan.
Levantaos en las altas horas de la noche,
sin clarines ni tambores de tiniebla:
bajo las constelaciones, entre árboles dolientes,
el viento solloza.
Visitad las ciudades abandonadas,
desfallecientes en la atmósfera de humo:
sobre los mármoles y el llanto
las sombras sollozan.
Visitad los parques, los hogares, los bosques:
junto a un ciervo demente,
de grandes ojos redondos ante la muerte,
la infancia solloza.
En medio de los viejos campos cubiertos de cruces,
tenebrosos en un viento de crepúsculo,
como una hermana menor
la inocencia solloza.
Devolved la vista a los caballos que regresan ciegos;
amparad los niños, los ancianos, los que huyen
en el aire del sacrificio;
alejad la muerte de las armas y la pólvora:
en el monumento al soldado desconocido
la muerte solloza.
Solloza dentro de vosotros.
Solloza junto a los que se debaten en la vida.
y vendrá el viento de las estrellas;
el viento que hojea eternamente el libro
de la creación, de las plagas, de los éxodos;
el viento de las estaciones,
moviendo, ondulando de azul los viejos olivares.
Allí estaréis oyendo el vago eco profundo,
y la tierra, ardoroso rostro sufriendo en el espacio,
estará mirando los signos del misterio que la oprime.
y siempre vuestra sombra hablará en las edades.
Marchad sobre este mundo de luto.
y destruid lo que no debe existir.
Vicente Gerbasi
Poeta y ensayista venezolano nacido en Canoabo en 1913.
Hijo de un inmigrante italiano, se trasladó a Italia y cursó los estudios secundarios en Florencia. De regreso a Venezuela, trabajó durante algún tiempo como publicista, pero pronto se entregó con enorme vocación a la literatura. Entre 1926 y 1941 fue miembro destacado del grupo y revista Viernes, junto a importantes poetas del momento.
Perteneció al cuerpo diplomático de su país por largos años, representándolo en diversos países de América y Europa.
Su primer libro de poemas, «Vigilia del náufrago» fue publicado en 1937. Tres años después fue editado «Bosque doliente», al que siguieron «Liras», Premio Municipal de Poesía, 1941, «Poemas de la noche y de la tierra», «Mi padre el inmigrante» su obra cumbre, en 1945,«Los espacios cálidos» en 1952 y «Poesía de viajes» Premio Nacional de Literatura 1969.
En 1982 recibió el premio Conac de poesía al mejor libro del año «Edades perdidas» y fue nombrado además Profesor Honoris Causa de La Universidad Simón Rodríguez de Caracas.
En 1992, poco antes de su muerte, fue nombrado Director Emérito de la Revista Nacional de Cultura.
*
Algunos poemas de Vicente Gerbasi:
Un poema de Vigilia del náufrago, 1937:
MADRUGADA
Qué dulce almohada
del estar y no estar dormido
cuando en la madrugada llueve.
Blanda niebla de sueño
rozando los sentidos:
frescura de la hierba bajo el agua.
No sé si aún estoy en la infancia,
porque oigo ruidos de hace mucho tiempo
y veo flores que no han vuelto a crecer.
Más lejos estarán mojándose los nidos
bajo el resbalar de la gota,
y habrá cantos, perdidos, de aves.
No sé si estoy en el mundo:
ando entre estalactitas
que antes sólo soñé.
No se mueven aún las mariposas del bosque,
y mientras los niños duermen
en la madrugada llueve.
Un poema de Bosque doliente, 1940:
JARDÍN REVELADO
En el ruido que hiere a la ciudad sólo oigo una voz que me llama
y de las campanas veo nacer aves hacia bosques lejanos,
como si fuera yo un caminante hacia iglesias aldeanas
bajo guirnaldas vagando en altas primaveras.
Nadie llora en la luz junto a las flores,
pero junto a mí pasa, como sombra delgada, la tristeza del mundo,
sobre los horizontes, como invierno huyendo de la tierra.
Los días en la tristeza oscurecen de miedo
como lo hace el mar bajo la lluvia.
Por eso yo os amo, como agua mansa al cielo,
como columna al tiempo,
y la fuga liviana del aire entre las torres,
buscando en fino rumbo las montañas,
me acerco a los ciervos como un santo
y con ellos juego a orillas de frescos manantiales.
El silencio me conduce de la mano a los conventos,
y como para una fruta, mi mundo es la sombra de un árbol que duerme.
Olvido que la tierra, las ciudades, los hombres,
inventan lentamente sus huesos de cristal,
y los amo a todos, los amo junto a Dios,
junto a la espiga tranquila
que curva sus designios en el rumbo del día.
¿Por qué cubrir el mundo de una yedra de llanto?
¿Por qué crucificar los niños sobre cruces de mármol?
¿No habéis visto una mano herida abierta en los años
como sobre un agua en ondas huyendo?
¡Oh, mi madre, mi amiga, mis hermanos!
de rostros doloridos bajo la lluvia interminable,
casi árboles en la montaña de frío.
Debiéramos andar con un libro abierto entre las manos,
purificando nuestras frentes en las arpas
que más allá de las aves se rinden melodiosas.
Por eso os amo a todos.
Y cuando la ciudad me hiere, cuando me veis vagar entre las yerbas,
cuando entre los ruidos yo encuentro mi silencio
ante mí se abre la verja de un jardín lejano de canciones.
Un poema de Poemas de la noche y de la tierra, 1943:
MI TIERRA
En la yerba tostada por el día, el sueño del caballo
nos rodea de flores, como el dibujo de un niño,
mientras la fruta cae del espeso follaje plateado,
que tiembla y brilla en las cigarras de una luz solitaria.
¿En qué edad vivo, ahora que atravieso esta soledad de fuego,
esta tristeza donde muge el toro en lontananza, esta nostalgia
donde el cactus crece entre las colinas y va hasta el horizonte,
esta monótona melancolía de la paloma torcaz, escondida,
aquí junto al río, más allá, no se sabe dónde, junto a la muerte,
bajo el cielo límpido que transporta alguna nube ardiente?
Ando entre derretidos espejos donde la flor se desfigura,
donde la miel resbala con el cuerpo deforme de los árboles,
por donde el ave pasa con un efímero temblor de iris.
La tierra muestra sus rojas heridas, sus pedruscos, sus cuevas,
sus grandes hormigas, sus gruesas hojas aceitosas, sus palmas,
sus viviendas de barro, donde el hombre cuelga su guitarra.
La gente seca en el viento del sol pieles de toro,
muele el maíz, hace el almidón, teje la fibra dorada,
mas anda como invisible, en silencio, en la pesadumbre,
en el humo del tabaco, buscando yerbas medicinales,
Interrogo y no recibo respuesta, y sólo alguna voz,
desde una puerta oscura que guarda la pobreza,
me dice: «Cuídate de la muerte en estos campos de la soledad»,
y vuelve a esconderse, mientras el viento mueve sus llamas,
y levanta el polvo entre las resecas espigas,
entre los ancianos que permanecen sentados junto a la ceniza.
Nada he hecho, sólo siento el sol, silbar la serpiente;
nada he dicho aún, sólo sé que amo esta gente sonámbula,
que del mundo sólo conoce esta tierra roja, estas colinas rojas,
donde crece la vegetación más amarga y sedienta.
Nada sé, sólo oigo pasos, voces y cantos quejumbrosos,
y por la tarde veo que llevan un ataúd hacia la noche.
Cuatro poemas de Mi padre, el inmigrante, 1945:
Mi padre, Juan Bautista Gerbasi, cuya vida es el motivo de este poema,
nació en una aldea viñatera de Italia, a orillas del Mar Tirreno, y murió
en Canoabo, pequeño pueblo venezolano escondido en una agreste
comarca del Estado Carabobo.
Vicente Gerbasi
CANTO I
Venimos de la noche y hacia la noche vamos.
Atrás queda la tierra envuelta en sus vapores,
donde vive el almendro, el niño y el leopardo.
Atrás quedan los días, con lagos, nieves, renos,
con volcanes adustos, con selvas hechizadas
donde moran las sombras azules del espanto.
Atrás quedan las tumbas al pie de los cipreses,
solos en la tristeza de lejanas estrellas.
Atrás quedan las glorias como antorchas que apagan
ráfagas seculares.
Atrás quedan las puertas quejándose en el viento.
Atrás queda la angustia con espejos celestes.
Atrás el tiempo queda como drama en el hombre:
engendrador de vida, engendrador de muerte.
El tiempo que levanta y desgasta columnas,
y murmura en las olas milenarias del mar.
Atrás queda la luz bañando las montañas,
los parques de los niños y los blancos altares.
Pero también la noche con ciudades dolientes,
la noche cotidiana, la que no es noche aún,
sino descanso breve que tiembla en las luciérnagas
o pasa por las almas con golpes de agonía.
La noche que desciende de nuevo hacia la luz,
despertando las flores en valles taciturnos,
refrescando el regazo del agua en las montañas,
lanzando los caballos hacia azules riberas,
mientras la eternidad, entre luces de oro,
avanza silenciosa por prados siderales.
CANTO VII
Tu aldea en la colina redonda bajo el aire del trigo,
frente al mar con pescadores en la aurora,
levantaba torres y olivos plateados.
Bajaban por el césped los almendros de la primavera,
el labrador como un profeta joven,
y la pequeña pastora con su rostro en medio de un pañuelo.
Y subía la mujer del mar con una fresca cesta de sardinas.
Era una pobreza alegre bajo el azul eterno,
con los pequeños vendedores de cerezas en las plazoletas,
con las doncellas en torno a las fuentes
movidas rumorosamente por la brisa de los castaños,
en la penumbra con chispas del herrero,
entre las canciones del carpintero,
entre los fuertes zapatos claveteados,
y en las callejuelas de gastadas piedras,
donde deambulan sombras del purgatorio.
Tu aldea iba sola bajo la luz del día,
con nogales antiguos de sombra taciturna,
a orillas del cerezo, del olmo y de la higuera.
En sus muros de piedra las horas detenían
sus secretos reflejos vespertinos,
y al alma se acercaban las flautas del poniente.
Entre el sol y sus techos volaban las palomas.
Entre el ser y el otoño pasaba la tristeza.
Tu aldea estaba sola como en la luz de un cuento,
con puentes, con gitanos y hogueras en las noches
de silenciosa nieve.
Desde el azul sereno llamaban las estrellas,
y al fuego familiar, rodeado de leyendas,
venían las navidades,
con pan y miel y vino,
con fuertes montañeses, cabreros, leñadores.
Tu aldea se acercaba a los coros del cielo,
y sus campanas iban hacia las soledades,
donde gimen los pinos en el viento del hielo,
y el tren silbaba en lontananza, hacia los túneles,
hacia las llanuras con búfalos,
hacia las ciudades olorosas a frutas, hacia los puertos,
mientras el mar daba sus brillos lunares,
más allá de las mandolinas,
donde comienzan a perderse las aves migratorias.
Y el mundo palpitaba en tu corazón.
Tú venías de una colina de la Biblia,
desde las ovejas, desde las vendimias,
padre mío, padre del trigo, padre de la pobreza.
Y de mi poesía.
CANTO X
¿Qué fuego de tiniebla, qué círculo de trueno,
cayó sobre tu frente cuando viste esta tierra?
Pasaron costas negras, arbustos inflamados,
barcas con piñas, cocos, bananas, chirimoyas,
sobre un mar tenebroso con medusas y anémonas.
Y pasaron caminos, zamuros, caseríos,
y viste un asno ciego atado a una ventana,
y un niño sin parientes pasar por la llanura,
y un vaquero llamando la sombra del ganado.
Una puerta caliente se abrió para tu vida.
Te llamaron las aguas con sus lenguas oscuras,
los pájaros con gritos, y animales dolientes
que lloran largamente en el alto follaje.
Y llegaste a la puerta de la casa del brujo,
de cuyo techo cuelgan gruesas hojas moradas,
semillas venenosas, corazones de pájaros.
Y viste la melaza correr en los trapiches.
Y el toro que en la tarde avanza hacia la muerte,
atado a dos caballos.
Y viste la serpiente de agua, retorcida,
que en la penumbra ahoga a la vaca sedienta.
Y anduviste de noche entre las mariposas
de luto, que visitan los ranchos tenebrosos,
donde habita la fiebre de labios amarillos.
Y viste danzar llamas, las llamas del Tirano,
seguido por el canto del aguaitacamino,
que avanza, misterioso, junto al paso del hombre.
Y dormiste entre hormigas, arañas y escorpiones.
Y grandes flores lilas, con brillos siderales,
se abrieron en tu sueño de encendidos diamantes.
CANTO XXIV
De todo tu andar de antiguo caminante,
de todo tu sufrir en desamparo,
de soportar el peso del hacha o del saco,
de asistir al herido y repartir el pan,
sólo te quedó una casa,
a cuya puerta escribiste algunas palabras de la Biblia.
Aquella casa fue mi casa.
Mi casa pintada de cal, allá en mi aldea,
escondida entre el café y el cacao.
Otras casas había, rojas, azules, verdes, amarillas,
en mi aldea, que entre árboles
jugaba con niños y caballos.
Había una plaza con cabras y almendrones de apacible sombra,
y una iglesia de donde salía un Cristo,
en una urna de cristal, cuando la Semana Santa.
Yo nací en tu casa con palabras de la Biblia,
y allí estabas callado, con tus libros,
junto a mi madre y a mis pequeños hermanos.
Allí estaban tus noches,
todavía con las estrellas de otro mundo,
y allí tu amorosa soledad, tu vida, tus recuerdos.
Y allí estaba yo como una angustia para ti,
y tu trabajo y el sudor de tu frente;
y el canto de los sapos en las sombras,
y el tinajero en el corredor de la medianoche,
y las lluvias nocturnas que nos lanzaban a un oscuro amanecer.
¡Estábamos tan cerca de los árboles, del río y la montaña!...
Yo con mi alegría donde cantaba el cristofué,
tú con tu vida dura, con golpes y nostalgias,
de pie ante los días de mi infancia.
Seis poemas de Los espacios cálidos, 1952:
TE AMO, INFANCIA
Te amo, infancia, te amo
porque aún me guardas un césped con cabras,
tardes con cielos de cometas
y racimos de frutas en los pesados ramajes.
Te amo, infancia, te amo
porque me regalaste la lluvia
que hace crecer los riachuelos de mi aldea,
porque le diste a mis ojos un arcoiris sobre las colinas.
¿Aún existen los naranjos
que plantó mi padre en el patio de la casa,
el horno donde mi madre hacía el pan
y doradas roscas con azúcar y canela?
¿Recuerdas nuestro perro que jugando
me mordía las piernas y las manos?
Nacían puntos de sangre, un pequeño dolor,
pero todo pasaba pronto con el sabor de las guayabas.
Te amo, infancia, te amo
porque eras pobre como un juguete campesino,
porque traías los Reyes Magos por la ventana.
Un día llevaste a la puerta de mi casa
un hombre de barba que hacía bailar un oso a golpes de tambor,
y otro día le dijiste a mi padre que me regalara un asno negro.
¿Recuerdas que tú y yo lo bañábamos en el río?
¿Recuerdas que había una penumbra de bambú y helecho?
Te amo, infancia, te amo
porque me ponías triste cuando estaba enfermo,
cuando mi madre me hablaba de su tierra lejana.
¿Recuerdas? Una vez me mostraste un eclipse a las diez de la mañana
y las aves volvieron a dormir.
¿Existe aún aquel niño sin parientes
que un día bajó de la montaña
y me pidió el pan que yo comía en la plaza de la aldea?
Te amo, infancia, te amo
porque me dabas panales de miel en la casa de la escuela,
porque me llevabas al sitio donde vivían las vacas.
Te amo, infancia, te amo
porque me regalaste mi aldea con su torre,
y sus días de fiesta con toros y jinetes y cintas
y globos de papel y guitarras campesinas
que encendían las primeras estrellas más allá de los árboles.
Te amo, infancia, te amo
porque te recuerdo a cada instante,
en el comienzo del día y en la caída de la noche,
en el sabor del pan,
en el juego de mis hijos,
en las horas duras de mis pasos,
en la lejanía de mi madre
que está hecha a tu imagen y semejanza
en la proximidad de mis huesos.
SOLEDAD DEL DÍA
La tierra tiene aquí bordes de tulipanes ardientes.
Veo el alba ascender en las garzas
como una canción que se lleva las estrellas.
Y aquí junto a mí, el agua estancada,
con su limo de espesos colores
como una tela bordada por las madres de la noche.
Pasa el vaquero en medio de la luz de las palmas
con cierto descuido de profeta,
mirando las suaves cabezas de las vacas.
Yo pertenezco a este silencio del canto
donde la lluvia dejó asomar algunas flores,
a este terrirorio en que la soledad
hace pasar el día con sus tristes aves ocultas.
EN EL FONDO FORESTAL DEL DÍA
El acto simple de la araña que teje una estrella
en la penumbra,
el paso elástico del gato hacia la mariposa,
la mano que resbala por la espalda tibia del caballo,
el olor sideral de la flor del café,
el sabor azul de la vainilla,
me detienen en el fondo del día.
Hay un resplandor cóncavo de helechos,
una resonancia de insectos,
una presencia cambiante del agua en los rincones pétreos.
Reconozco aquí mi edad hecha de sonidos silvestres,
de lumbre de orquídea,
de cálido espacio forestal,
donde el pájaro carpintero hace sonar el tiempo.
Aquí el atardecer inventa una roja pedrería,
una constelación de luciérnagas,
una caída de hojas lúcidas hacia los sentidos,
hacia el fondo del día,
donde se encantan mis huesos agrestes.
DOCUMENTO DE LOS SENTIDOS
He aquí un propósito de alucinado,
un paso más a orillas del abismo,
hacia el fondo agreste de la música,
donde duerme una pastora rodeada de yerbas del año:
hacer el relámpago sobre materiales de sombra,
iluminar hongos en rincones forestales,
despertar el agua en su silencio de serpientes azules.
He aquí que soy un habitante del sonido, de la humedad, del hueso,
en un espacio turbio de mercado,
donde se derraman las manzanas y las piñas,
donde brilla el ojo de la sardina.
Había dejado atrás a mis padres recogiendo bellotas en el crepúsculo,
vistiendo espantapájaros en una luz de confín.
Mis hijos vinieron de la sombra pastoreando conejos,
recogiendo estrellas en el césped.
¿Dónde estaba yo cuando descubrí la música
que hace desbordar las flores del día como en un espejo?
Mi edad había iniciado una cacería de venados bajo las palmas,
había guiado el entierro de un labriego
hacia el paraje lúcido de las cigarras.
¿Hacia dónde iba yo cruzando las noches del bambú
y la luz de los gavilanes?
Entré a la ciudad oyendo las campanas,
mirando las ventanas abiertas en un mes claro.
El perfil resume a los arcángeles,
despierta estatuas en el crepúsculo.
La ciudad después de la lluvia
es el espejo oscuro de los mendigos.
He aquí un propósito de alucinado:
fundar un espacio de lumbres, de escarabajos, de rostros
en el documento de los sentidos.
ROSTROS CAMPESINOS
Un olor agrio de café maduro
dispersa grumos rojos en la luna,
grillos de luz violeta, cascabeles
que envenenan el aire del helecho.
Se ilumina la sombra de las cumbres
y baja por los árboles el río
sonando lirios blancos de penumbra
hasta la oscura casa del silencio,
donde enciende el maíz perlas quebradas.
Nos circunda la noche grano a grano,
con música de fronda en los confines,
con guaruras indígenas que llaman
la tristeza sombría de los muertos.
En la luz de la lámpara va huyendo
un espacio de yerbas, de tabaco,
de terrones azules y de ranas.
En círculo, los rostros campesinos
oyen el cuento antiguo de los astros.
CÓNDORES
Los cóndores se agrupan para dormir
en la roca solitaria de la sombra
encogidas las cabezas en las curvas de las alas,
bajo el oscuro viento de los frailejones.
Alguna estrella ilumina sus ojos
que aún vigilan en la noche,
y abajo, en el abismo de las luciérnagas,
el sueño mueve las cabezas ásperas de las serpientes.
De piedra en piedra baja la montaña,
de silencio en silencio de la muerte,
donde bala escondida alguna oveja.
La noche reúne sonidos en los precipicios,
brilla en las ramas deshojadas,
como hielo de relámpago
en la frontera melódica de los craneos
Un ñpoema de Por arte de sol, 1958:
ESCRITOS EN LA PIEDRA
En el valle que rodean montañas de la infancia
encontramos escritos en la piedra,
serpientes cinceladas, astros,
en un verano de negras termiteras.
En el silencio del tiempo vuelan los gavilanes,
cantan cigarras de tristeza
como en una apartada tarde de domingo.
Con el verano se desnudan los árboles,
se seca la tierra con sus calabazas.
Pero volverán las lluvias
y de nuevo nacerán las hojas
y los pequeños grillos de las praderas
bajo el soplo de una misteriosa nostalgia del mundo.
Y así para siempre
en torno a estos escritos en la piedra,
que recuerdan una raza antigua
y tal vez hablan de Dios.
Tres poemas de Poesía de viajes, 1968:
CERCA DE FLORENCIA
Cruzo la última esquina de la ciudad,
y el caballo, alto como una indiferencia,
come el más verde pasto del mundo.
Mi amiga viene del trabajo en bicicleta,
con la alegría de su blusa azul-marino.
-Vamos a tomarnos un helado -le digo-
en ese pequeño bar que da a las siembras
de lechugas y repollos.
Mi amiga tiene los ojos
del color de las ciruelas oscuras
que han madurado en las huertas.
Ella mira, tranquila, las ciruelas.
Yo miro sus ojos.
LAUSANN; INVIERNO 1966
Hablo de la melancolía
como de la fruta que en invierno
se ha quedado sola en un árbol húmedo
y musgoso de las montañas.
Hablo de la melancolía
como de la muchacha
que pasa cabizbaja
por la ciudad del río iluminado
bajo el viento que se lleva el silbo
de los trenes.
Mi melancolía está bajo la lámpara,
cuando, mirando mis zapatos,
recuerdo mis zapatos rotos,
mientras oigo el viento de la nieve
entre los árboles.
FOTOGRAFÍA DE MIS PADRES
Una luz-oro-sueño
daba forma de nubes
a los bambúes en los espacios
arenosos de mi aldea.
El día giraba con sonido de zaranda
y en el atardecer equinocial
alto en sus ramos de mandarinas celestes,
mi casa era una larga pared blanca
de cal
con un zócalo de pavos reales
en fila hacia la noche.
Vasta luz de manantial
en los resplandores
de las acacias.
Yo veía volar las aves del paraíso,
mientras mi padre y mi madre
sentados bajo el naranjo de la casa
eran una fotografía
que guardo en el fondo
de un baúl penumbroso.
Un poema de Retumba como un sótano del cielo, 1977:
AMANECER
Siento llegar el día como un rumor de animales,
a la orilla del pantano, de la fiebre, del junco,
más allá, entre las colinas de viento oscuro,
donde la luz se levanta con desgarradas banderas,
como resplandor lejano de una montaña de cuarzo.
He aquí la sombra en torno a mi existencia, el búho,
el río que arrastra oro, la serpiente de coral,
el esqueleto del explorador, el fango de mis pies.
La noche ha quemado el maíz, ha apagado los metales,
ha dado reposo a la adormidera, ha refrescado la sangre,
ha libertado los reflejos azules de la selva, de la hoja.
Una resonancia, una resonancia oscura es mi corazón:
eco en el abismo, piedra que rueda por el monte,
brillo en la puerta de la cueva, fosforescencia del hueso.
En la infancia, al pie del arco iris o del relámpago,
junto al cabrito que saltaba en torno a la madre,
jugaba con un pequeño tigre de cálida voz ronca,
de suave pelambre estrellada, como un signo del zodíaco,
de rabia lenta y tensa, como el despertar de la furia.
Ahora siento en el aire límpido del bambú y el helecho,
surgir las formas de las doncellas, bajo la fronda,
en la selva de árboles aromáticos, coronadas de orquídeas
descendiendo al río, a la cascada de transparente curva,
que resuena en sus diamantes como una leyenda.
Formas de la gracia, sus perfiles abandonan sus melenas
a la brisa; formas de la vida y de la muerte,
sus senos tiemblan en las penumbras de los juncos;
formas del oscuro delirio, sus muslos se suavizan
como una fruta partida; formas del tiempo humano,
sus pies hacen temblar las flores silvestres.
Como el venado tras de su compañera en la colina,
persigo a una joven diosa desnuda, bajo el sol.
Viene el olor agrio de los árboles destrozados
por la ira de la noche; viene el olor de la sangre,
del animal devorado, el olor de los minerales,
el olor del río entre las raíces y las flexibles lianas.
El día derrama su transparente maravilla, como un vuelo,
como el color innumerable, como la crisálida
de herméticos destellos, como el insecto plateado,
como el hechizo en las formas relucientes,
como el vuelo de mariposas que salen de una gruta incendiada
y comienzan a temblar en el ardiente cristal.
Acerco mis labios al claro manantial de íntima música,
junto a la sardina y a la piedra limpia y pulida como una joya;
mientras la nube pasa y el ave sale de su nido,
y la serpiente muestra su lengua maldita, y se enrosca,
y espera o avanza por la espalda sudorosa del día.
Me hundo en las palpitaciones reverberantes, en las ondas,
en el temblor divino, donde se abre la rosa de montaña,
en los brillos fugaces, en la imagen insondable de Dios,
que ha creado los cielos y la tierra, con esta geografía de fuego,
y ha dado a mi corazón la forma del día y de la noche,
mientras oigo correr los animales, persiguiéndose, amándose,
devorándose, ensangrentando las yerbas, las flores y las peñas.
Soy el día, y el viento levanta sus ramajes en mi alma.
Dos poemas de Edades perdidas, 1981:
COSMOS
Mi memoria está en el agua
pantanosa de la iguana
que abre sus ojos
en una era sudorosa del mundo.
Árboles morados de soledad
mueven el anochecer
y todo color
se parece al alma
perpleja en los primeros planetas.
ADOLESCENCIA EN LA PLAYA
No volveré a verte
acostada en la playa,
tú que me besabas
acercando lentamente tu cuerpo
a mi cuerpo.
Gata,
tus ojos verdes
eran solitarios en mis ojos.
Bellos eran tus senos
y tus muslos
y la noche fosforescente
en las olas del mar.
No volveré a verte,
gata arenosa.
Dos poemas de Los colores ocultos, 1985:
LOS HUESOS DE MI PADRE
Los huesos de mi padre se perdieron
en el osario común
de Canoabo. Valle de grandes hojas lluviosas,
de insectos que vuelan como abanicos
y montañas que le dan vuelta al día
y a la noche de los astros.
Los huesos de mi padre
se perdieron en el osario del Universo,
entre las piedras preciosas de Dios
vistas desde la selva mágica
hasta la aurora
que reinventa todos los colores
y el vuelo de las aves
abriendo sus ojos
en el sueño del paraíso.
Los huesos de mi padre suenan
con su color marfil
y se van pareciendo a mis propios huesos
hechos de silencio eterno.
EL PAN
A Luis Alberto Crespo
Vinieron los ángeles
y me dijeron al oído:
-Mira el relámpago
en la nube oscura.
El mundo estaba abajo
con mis ojos absortos en un plato
de ramajes oscuros y de frutas,
y vi caer del cielo aquella lumbre
sobre el pan de la mesa.
Un poema de Un día muy distante, 1988:
VIAJE EN TREN
El tren viajaba de Florencia
hacia el sur.
Pasaban pueblos, iglesias,
campanarios de piedra.
Los olivos se plateaban
con el aire
y los viñedos maduraban
su color morado.
Las siembras de alcachofa
iban hasta el confín.
Los perros pastores
hacían nebulosas de ovejas
en las colinas.
Mi tío Antonio había ido a Florencia
a buscarme, sin decirme
que dejaría el colegio.
Ondulaban los trigales
hacia la muerte de mi padre.
En los trigales había amapolas.
Se iba cerrando el día
con nubes de pájaros.
En un huerto con higueras
una campesina llevaba a su niño
en el brazo izquierdo
y con la mano derecha
conducía el arado
arrastrado por un buey.
Mientras el tren rodaba
hacia la noche
y se iluminaban ciudades y pueblos,
mi tío Antonio permanecía callado.
No me dijo que mi padre
había muerto.
Un poema de El solitario viento de las hojas, 1989:
VIAJE A ITALIA
En la madrugada lluviosa,
a los diez años,
yo pensaba en el gran viaje.
Llovía en el tiempo de los sueños,
entre las montañas.
Yo dejaba en la soledad de la casa
a los perros de ojos tristes
y a todos los animales
que dormían bajo los astros.
Yo abandonaba las pequeñas casas de colores,
la noche de los buhos
sobre los techos de tejas.
Yo abandonaba a Canoabo,
pueblo solitario,
adornado de pavos reales.
Yo no reconocía mi edad.
Era una luciérnaga en la noche
Me fui en mi burro hacia una lejanía.
Iba por la selva.
Mi padre en su caballo.
Mi madre vestida de blanco
con una sombrilla azul.
Yo llevaba mi fantasma,
el miedo al vecino muerto,
el golpe del martillo
sobre los clavos del ataúd.
Y llevaba la alegría de la mañana,
el canto del arrendajo,
del turpial,
del cristofué,
la lejanía triste de la soysola.
Yo pasaba por la selva lluviosa.
Ese día ví por primera vez el mar,
los buques,
el tren,
el automóvil. Por la noche en Puerto Cabello,
la luz eléctrica me pareció un cielo nuevo.
Esa noche conocí a Chaplin.
En el barco había música.
Yo iba hacia ciudades antiguas,
donde viajé por primera vez en tranvía,
entre bombonerías iluminadas.
Un poema de Diamante fúnebre, 1991:
ORACIÓN
En el nombre del Padre,
del Hijo y del Espíritu Santo
ruego que mi esposa
Consuelo, quien murió
el 3 de abril de 1990
y quien en mi casa
era la mujer de los helechos,
pueda ahora cultivar
un jardín del Paraíso.
Tendrá toda la luz
de la Santísima Trinidad,
la claridad del comienzo
y la claridad del fin
en la flor de los almendros.
Yo te regalaré, Consuelo,
las orquídeas de los ríos
de Venezuela,
las flores moradas
de los llanos lluviosos.
Nuestros hijos
te darán los lirios
de Fra Angélico.
Todos los ángeles
te convocarán
a una colina azul
y tú podrás cultivar
todas las flores
y darme las primeras
cerezas del Universo.
Un poema de Los oriundos del Paraíso, 1994:
TIERRA
Toda tu vuelta alrededor del sol
me enloquece como un mono
que maneja una fruta.
La selva, refugio de orquídeas,
sencillas joyas cubiertas de rocío.
Un demonio
pisa piedras preciosas
en el relámpago.
Tú, aquí, tienes mi noche,
mi día,
el fulgor de los espantos.
Aquí vuelan las aves nerudianas
y hasta aquí llegó Homero
con un loro en el dedo índice.
Alguien dice:
"La tierra
y esta geografía venezolana,
con el Orinoco
y sus meandros,
con los llanos y los Andes,
con el mar Caribe y las estrellas,
son de Vicente Gerbasi".
VICENTE GERBASI, Los espacios cálidos yotros poemas, Pre-textos, 2005
Otros poemas de Vicente Gerbasi, de los que Ignoro el libro al que pertenecen:
LOS ENAMORADOS
Los rostros de los enamorados, en el césped,
se vuelven indiferentes, hacia el trueno,
hasta que brillen en la lluvia
que hace temblar las flores.
Entre durazneros y almendros,
que al giro de las estaciones
se cubren de abejas,
los enamorados
son un infinito instante,
el sueño del tiempo
estremecido en su propia tempestad.
El relámpago va huyendo
entre rosas y gallos.
El tiempo se hunde con ramas y nubes
en las charcas que de la lluvia
cerca de los enamorados
que eternamente olvidan
su propia historia,
abandonados al relámpago
y a un sabor de mieles silvestres.
AQUÍ HE LLEGADO...
Aquí he llegado
para imponerme el conocimiento de la eternidad,
para ver rodar mi cabeza
tiempo abajo,
arena abajo,
alucinación abajo,
hacia el metálico redoble de los truenos
que confunden las montañas
en negros ámbitos azules.
Se detuvieron aquí las tribus,
se detuvieron aquí los profetas,
se detuvieron aquí los santos.
Venían las mujeres
y los niños.
Vestían pieles
de animales de los montes,
rudimentarios paños
a franjas de colores,
todos iluminados
en fuegos rituales.
Quisiera dejar un canto
para la eternidad,
enterrado en una vasija de barro,
un canto junto a mis huesos,
un salmo
para oír a Dios
en la música de un arpa,
para verlo en un fuego de nubes
sobre los pueblos siempre nuevos
edificando con la arena del desierto,
y para ver el desierto
que lleva su silencio
del día a la noche
como continuación del firmamento.
BOSQUE DE MÚSICA
Mi ser fluye en tu música,
bosque dormido en el tiempo,
rendido a la nostalgia de los lagos del cielo.
¿cómo olvidar que soy oculta melodía
y tu adusta penumbra voz de los misterios?
He interrogado los aires que besan la sombra,
he oído en el silencio tristes fuentes perdidas,
y todo eleva mis sueños a músicas celestes.
Voy con las primaveras que te visitan de noche,
que dan vida a las flores en tus sombras azules
y me revelan el vago sufrir de tus secretos.
Tu sopor de luciérnagas es lenta astronomía
que gira en mi susurro de follaje en el viento
y alas da a los suspiros de las almas que escondes.
¿Murió aquí el cazador, al pie de las orquídeas,
el cazador nostálgico por tu magia embriagado?
Oh, bosque: tú que sabes vivir de soledades
¿adonde va en la noche el hondo suspirar?
HAY MUCHAS MANERAS DE ESTAR MUERTO
No quiero explicarme por qué mis ojos
pueden ver este castillo cubierto de hiedras
de verde muy oscuro y solitario
bajo los astros de los búhos,
ni por qué mis ojos pueden detenerse
a ver caer la nieve durante tanto tiempo,
hasta que arropa todos los muertos
y los deja allí con sus vestiduras
de diferentes colores en el hielo.
Mi padre fue enterrado en el trópico,
en Canoabo, y sus ojos, por tanto, no se helaron,
pero sí, tal vez, tuvieron que ver con otras cosas
muy distintas al frío,
sin duda, con culebras que perforan la tierra
y silban a orilla de los muertos
como a la margen de un lago
de juncales remotos y relámpagos.
Hay diferentes maneras de estar muerto,
aun estando vivo en medio de los planetas,
con nuestra cara semejante a la tierra
fotografiada desde Géminis 13,
viendo nuestros propios ojos
rodeados de huesos,
un poco más arriba de los dientes;
ensimismados en los ojos de los pescados
que nos miran en las pescaderías iluminadas.
Hay muchas maneras de estar muerto
y siempre nos es dado tomar nuestro cráneo
y ponerlo a reposar al borde de la tumba
o llevarlo al gran salón de baile,
como tal vez lo hizo Hamlet,
mientras Ofelia se ponía un velo de luna nevada,
ay, de luna nevada entre los abedules.
A LOS SOLDADOS CAÍDOS EN LA GUERRA
No reposéis bajo las ruinas, en silencio:
las madres sollozan.
No hagáis crecer pinos en vuestro recuerdo:
las novias sollozan.
Permaneced vigilantes sobre vuestra muerte:
los hijos sollozan.
Levantaos en las altas horas de la noche,
sin clarines ni tambores de tiniebla:
bajo las constelaciones, entre árboles dolientes,
el viento solloza.
Visitad las ciudades abandonadas,
desfallecientes en la atmósfera de humo:
sobre los mármoles y el llanto
las sombras sollozan.
Visitad los parques, los hogares, los bosques:
junto a un ciervo demente,
de grandes ojos redondos ante la muerte,
la infancia solloza.
En medio de los viejos campos cubiertos de cruces,
tenebrosos en un viento de crepúsculo,
como una hermana menor
la inocencia solloza.
Devolved la vista a los caballos que regresan ciegos;
amparad los niños, los ancianos, los que huyen
en el aire del sacrificio;
alejad la muerte de las armas y la pólvora:
en el monumento al soldado desconocido
la muerte solloza.
Solloza dentro de vosotros.
Solloza junto a los que se debaten en la vida.
y vendrá el viento de las estrellas;
el viento que hojea eternamente el libro
de la creación, de las plagas, de los éxodos;
el viento de las estaciones,
moviendo, ondulando de azul los viejos olivares.
Allí estaréis oyendo el vago eco profundo,
y la tierra, ardoroso rostro sufriendo en el espacio,
estará mirando los signos del misterio que la oprime.
y siempre vuestra sombra hablará en las edades.
Marchad sobre este mundo de luto.
y destruid lo que no debe existir.
Última edición por Pedro Casas Serra el Lun 26 Sep 2022, 06:16, editado 2 veces
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