Francisca Aguirre
Francisca Aguirre nació en Alicante el 27 de octubre de 1930. Su padre era el pintor Lorenzo Aguirre. A Francisca le tocó pasar la niñez y la juventud en plena guerra civil pero la posguerra fue todavía más dura ya que a finales de 1940 su padre fue encarcelado, primero en la prisión de Hondarribia, en San Sebastián y más tarde en la de Porlier, en Madrid, tanto Francisca como sus hermanas fueron de un colegio de monjas para hijos de presos políticos a otro. En 1942 la dictadura del régimen del general Franco lo condenó a muerte y lo ejecutó mediante garrote vil en la prisión de Porlier. Las tres niñas volvieron a la casa que, en 1940, alquiló su abuela materna en la calle de Alenza, nº 8 y en la que Francisca sigue viviendo. La Guerra Civil y la muerte de su padre marcaron para siempre su vida y la vida de toda su familia. Empezó a trabajar a los 15 años y lo hizo en la industria privada desde 1945 hasta 1963 pero nunca abandonó su profunda formación autodidacta. Se hizo socia del Ateneo de Madrid y empezó a acudir a distintas tertulias literarias, por un lado la tertulia poética del Aula Pequeña del Ateneo, dirigida por el poeta José Hierro, y por otro la tertulia teatral del Café Gijón liderada por el dramaturgo Antonio Buero Vallejo. En 1957, en una de las sesiones de la Tertulia del Aula Pequeña del Ateneo, conoció al poeta Félix Grande, con el que se casó en 1963. En 1965 nació la hija de ambos, Guadalupe Grande, también poeta.
En una de las tertulias conoció al poeta Luis Rosales quien, a partir de ese momento, se convirtió en un maestro de vida y pensamiento, este le pidió que formase parte del equipo de redacción del diccionario enciclopédico que dirigía junto a Dámaso Alonso. Aunque no había dejado de escribir poesía, la influencia de estos grandes de la literatura la llevará a quemar su obra anterior y escribir el libro de poemas Ítaca y con el que obtuvo en 1971 el premio de poesía Leopoldo Panero. A partir de 1971 trabajó en el Instituto de Cultura Hispánica como secretaria de Luis Rosales. En 1977 recibe el premio Ciudad de Irún por su libro Los trescientos escalones. A partir de ahí no dejó de publicar y recibir premios, tanto poesía como La otra música, Premio Galiana, como relatos Que planche Rosa Luxemburgo. En 1995 publicó su libro de recuerdos titulado Espejito, espejito y ese mismo año obtuvo el XV Premio Esquío de Poesía con su libro titulado Ensayo general.
Francisca Aguirre falleció en Madrid el 13 de abril de 2019. D.E.P.
BIBLIOGRAFÍA
Ítaca 1972.
Los trescientos escalones 1977.
La otra música 1978.
Ensayo General 1996.
Pavana del desasosiego 1999.
Ensayo General. Poesía completa 1966-2000 2000.
Memoria arrodillada. Antología 2002.
La herida absurda 2006.
Nanas para dormir desperdicios 2008.
Historia de una anatomía 2011
Relato:
Que planche Rosa Luxemburgo 2002
No ficción:
Espejito, espejito 1995
PREMIOS
Premio Leopoldo Panero, 1971
Premio Ciudad de Irún, 1976
Premio Galiana, 1994
Premio Esquío, 1995
Premio María Isabel Fernández Simal, 1998
Premio de la crítica valenciana al conjunto de su obra, 2001
Premio Alfons el Magnànim, 2007
Premio Internacional Miguel Hernández, 2010
Premio Nacional de Poesía, 2011
POEMAS:
De Ítaca (1966-1971):
LA ESPERA
Lo mejor que podemos hacer es no asustarnos.
Ya sé que no resulta fácil atenazar el miedo.
Pero también el miedo une. Es cuestión de saberlo
y no menospreciar esa sabiduría.
Calma, mucha calma,
en medio del terror también se puede tener calma;
casi diría que es imprescindible.
Moverse con cuidado, calcular bien los movimientos:
un paso en falso puede significar la destrucción.
Miedo, naturalmente. Mucho miedo:
nadie quiere desintegrarse.
Pero también el miedo integra. No olvidarlo.
Por descontado: esa tarea no resulta alegre,
pero en casos como el presente
lo más seguro es ver los hechos con realismo.
Nada ayuda tanto como la realidad.
Lo mejor que podemos hacer
es mirar con afecto a la consolación;
cuando se tiene miedo los consuelos no se desprecian.
Cualquiera se puede morir,
pero morir a solas es más largo.
Y si el miedo sigue creciendo,
apoyar una espalda contra otra. Alivia.
Infunde cierta seguridad
mientras dura la espera, Telémaco, hijo mío.
EL VIENTO DE ÍTACA
Sentada ante su bastidor, ella fue dueña
del lentamente desastroso Imperio de los días.
Sus manos la pesada tarea asumieron
y una constancia más fuerte que el cansancio
junto a ella se sentó.
(Frente a la terquedad de sus dedos fabriles
el mar fue entonces sólo una gota mensurable
y el horizonte un mirador en torno a Ítaca.)
Un viento de regreso silbó una madrugada:
despertar fue asomarse a un campo de batalla asolado.
La luz fue descubriendo la figura sentada
que acariciaba compasivamente la tela dactilar,
su patrimonio de trabajo y de horas,
sus madejas de canas.
(Una costumbre de quietud
y una tristeza como un perro a sus pies
la rodearon de silencio.)
Lejos resonaba la voz, la voz de Ulysses.
Frente a su bastidor, desesperadamente,
ella intentaba recordar un nombre,
sólo un nombre:
el que gritaba Ulysses por las calles de Ítaca.
PAISAJE DE PAPEL
A mis hermanas Suzy y Margara
Aquella infancia fue más triste.
Ser niño en el cuarenta y dos parecía imposible.
Nuestra niñez era una mezcla de comprensión y aburrimiento.
Éramos serios y aburridos.
Recuerdo aquellas tardes; eran como el mundo era entonces:
sin resquicios y tristes.
Veo a mis pocos años observar con ahínco,
tras el cristal opaco, la calle larga y gris;
el sol estaba lejos y era lo único barato,
lo único que traía alegría sin exigirnos nada.
Veo a mi niña, adulta y consecuente
con un programa bien trazado:
crecer, crecer muy pronto, darse prisa
—ser niño era una carga demasiado pesada
para nosotros y para los grandes—.
Sólo en verano el mundo parecía asequible,
durante tres o cuatro meses saltar, correr, era la vida.
Lo gris volvía siempre muy pronto.
Un día amanecimos lentas, crecidas,
llenas de miedo, de presente.
Buscábamos palabras en el diccionario
con el afán de comprenderlo todo:
necesitábamos hacer lenguaje.
Algunos nos miraron con asombro,
decían que éramos inteligentes.
Nosotras, durante los dolientes domingos
dibujábamos inseguros paisajes.
Durante mucho tiempo ésas fueron todas mis excursiones.
Salir a un campo que no fuera pintado
suponía gastar unos zapatos.
Salir, salir, ése era el sueño,
abolir a las trenzas, inaugurar la barra de labios:
¡mi reino por un trabajo!
¿Cómo rendir ahora un homenaje a aquellos días?
¿Cómo añorarlos sin desconfianza?
Se arrugaron, igual que los paisajes de papel,
mientras crecíamos hacia este desconsuelo que hoy nos puebla.
NOVIEMBRE
Si lo que un día fuimos ya no existe,
si es mentira que un pecho salvaguarde,
si después descubrimos que es tan sólo
volcán en que se quema hasta la misma llama,
si advertimos con ira que la vida
nos asesina con su lóbrego aliento
y recorre después nuestro cadáver
con deslumbrante presunción,
si comprobamos esta angustiosa realidad:
guadañas hay donde hubo besos reales,
crisantemos mezclados con las sílabas,
anticipada muerte, estafa,
¿por qué no desprender el suave velo
y dejarnos al aire toda la mortandad?
Quizá arrancaríamos también la vida usada
y empezaríamos a vivir como auténticos muertos.
LOS BIENAVENTURADOS
…..............................................ellos poseerán la tierra.
Los fieles, los constantes,
los condenados a lo eterno,
los asombrados de una sola vez,
los que sólo confían en el miedo,
los que edifican sobre el desengaño,
los cuidadosos que cosechan pasos,
los fareros de la rutina,
los cómplices tenaces del trabajo,
los que se mueren razonablemente,
esos que en tantas ocasiones
desearían con urgencia
que hubiese un dios al que pedir socorro.
(continuará)
.
Última edición por Pedro Casas Serra el Mar 24 Mayo - 16:03, editado 2 veces
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