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“Y la nieve ardía”, por Manuel Castells (La Vanguardia, 28-12-2019)
Un viento helado recorre el planeta azul congelando congelando nuestros sueños bajo una capa de nieve sucia. Pese al calentamiento global. O, más bien, en parte por eso. Huracanes, inundaciones, incendios, sequía, calor sahariano, frío polar y tsunamis más o menos democráticos, todo a la vez. Y los océanos crecen, amenazando con engullir islas y litorales, ahogando a miles y convirtiendo millones en nuevos refugiados que nadie está dispuesto a acoger. Mientras los científicos se desgañitan en analizar y predecir y los niños del mundo protestan para que les dejemos su herencia, el Congreso se divierte. Reuniones de alcurnia, discursos altisonantes, dineros malgastados y capas de ozono devoradas por aviones transportando a miles de burócratas y políticos de un lado a otro para repetir siempre lo mismo, mantener en tensión a los medios y al final no tomar en serio el riesgo que corremos como especie. O aún peor, saberlo y no actuar, esperando jubilarse antes de que llegue el apocalipsis.
El fracaso de la cumbre de Chile-Madrid, que se intenta disfrazar con eufemismos, ha indignado a muchos y descorazonado a muchos más. Bien haríamos en fijarnos en que el activismo global de Extinction Rebellion pone el acento en rebelión, porque ya no queda más. Si los gobernantes no actúan, unos por otros, y las grandes empresas encargan el tema a sus relaciones públicas, habrá que empezar a resolver la supervivencia desde la calle. Una calle que ya empieza a estar saturada de los que también tienen que recurrir a la protesta como forma última de afirmar sus derechos a todos. A unas pensiones de vejez que reconozcan su vida de trabajo. A una vivienda que no dependa de los flujos turísticos. A un salario que permita vivir. A unos derechos laborales conquistados con sangre, sudor y lágrimas y que ahora se ponen en cuestión mientras las élites dirigentes ganan más que nunca (presidentes ejecutivos de empresas del Ibex, 209 veces más que el trabajador medio) y la desigualdad social se sitúa a niveles históricos. A la igualdad entre mujeres y hombres y a la protección contra la violencia machista con la que se responde a esa demanda de igualdad. A la protección de los más débiles, los niños, abusados por depredadores. A la libertad de amar a quien se quiera. A la solidaridad con nuestros hermanos animales (“hermano lobo” dijo el de Asís, y por eso es persona non grata en ciertas montañas). A la identidad cultural y a la autodeterminación de las comunidades históricas. Al respeto mutuo de cada etnia, de cada raza, de cada nacionalidad. A la libertad de cruzar fronteras policiales cuando nuestra humanidad lo requiera. Al rescate de náufragos en el mar. A creer cada uno en su dios y en los dioses de los otros, que son los mismos si es verdad que existen, porque el espíritu es uno. En una palabra, al derecho a la dignidad. Esa palabra que desde hace más de una década resuena, en múltiples lenguas, en las calles del mundo entero y por la que luchan, sufren y mueren, pero también triunfan, cada vez más personas como usted y yo. Llámense indignadas, ocupantes, chalecos amarillos, pañuelos verdes, camisetas moradas, negras, rojas. Y hasta sardinas (la nueva moda italiana). Llámense humanidad afirmando su dignidad, ofendida, cabreada, asqueada, harta. Mientras las élites de todo orden sonríen cínicamente, cobardemente atrincheradas tras los ciudadanos policías (trabajadores como los demás) para que hagan el trabajo sucio y se lleven la ignominia. Como aquellos ejecutivos de Wall Street que al paso de los manifestantes salían al balcón y brindaban con champán.
Se hacen guerras basadas en mentiras y manipulación, donde mueren miles de seres (tal como hicieron Bush, Blair y Aznar), y luego se acaban y no pasa nada. O se deja en Irak un gobierno proiraní contra el que protestan desde hace meses los iraquíes de todas las religiones. Nada importa, todo vale, hasta aplastar manifestantes con tanquetas, como en Chile. O violar a más de cien mujeres, como en Chile. O dejar ciegas o tuertas a centenares de personas, como en Chile o en Colombia, algunos en Catalunya. O matar pobres en Brasil porque son favelados. O negar la nacionalidad india a decenas de millones porque son musulmanes. O seguir negando la existencia a los palestinos expulsados de su hogar.
Un mundo brutal, un mundo de ley del más fuerte, en el que nuestra extraordinaria tecnología se utiliza para vigilarnos, robar nuestros datos y venderlos. Un mundo sin credibilidad de las instituciones políticas pero donde a los gobernantes les da igual. Un mundo en el que la mayoría de jóvenes no se reconoce. Por eso salen a la calle en todo el planeta, por eso se enfrentan a la policía. Por eso queman, porque si no es así nadie hace caso. La sucia nieve que nos han tirado encima empieza a arder. El humo se extiende, mezcla de granadas policiales y barricadas incendiadas.
Porque la nieve puede arder. Así canta la jota más bella del Pirineo: “Y la nieve ardía”. Pero la siguiente estrofa dice “Y por soñar lo imposible / soñé / soñé / que tú me querías”. Porque aún nos queda el amor, esa fuerza mágica que nos hace humanos. Se lucha y se quema. Pero también se ama. Con el amor resistimos y con el amor construiremos. El año que viene.
Manuel Castells (La Vanguardia, 28-12-2019)
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“Y la nieve ardía”, por Manuel Castells (La Vanguardia, 28-12-2019)
Un viento helado recorre el planeta azul congelando congelando nuestros sueños bajo una capa de nieve sucia. Pese al calentamiento global. O, más bien, en parte por eso. Huracanes, inundaciones, incendios, sequía, calor sahariano, frío polar y tsunamis más o menos democráticos, todo a la vez. Y los océanos crecen, amenazando con engullir islas y litorales, ahogando a miles y convirtiendo millones en nuevos refugiados que nadie está dispuesto a acoger. Mientras los científicos se desgañitan en analizar y predecir y los niños del mundo protestan para que les dejemos su herencia, el Congreso se divierte. Reuniones de alcurnia, discursos altisonantes, dineros malgastados y capas de ozono devoradas por aviones transportando a miles de burócratas y políticos de un lado a otro para repetir siempre lo mismo, mantener en tensión a los medios y al final no tomar en serio el riesgo que corremos como especie. O aún peor, saberlo y no actuar, esperando jubilarse antes de que llegue el apocalipsis.
El fracaso de la cumbre de Chile-Madrid, que se intenta disfrazar con eufemismos, ha indignado a muchos y descorazonado a muchos más. Bien haríamos en fijarnos en que el activismo global de Extinction Rebellion pone el acento en rebelión, porque ya no queda más. Si los gobernantes no actúan, unos por otros, y las grandes empresas encargan el tema a sus relaciones públicas, habrá que empezar a resolver la supervivencia desde la calle. Una calle que ya empieza a estar saturada de los que también tienen que recurrir a la protesta como forma última de afirmar sus derechos a todos. A unas pensiones de vejez que reconozcan su vida de trabajo. A una vivienda que no dependa de los flujos turísticos. A un salario que permita vivir. A unos derechos laborales conquistados con sangre, sudor y lágrimas y que ahora se ponen en cuestión mientras las élites dirigentes ganan más que nunca (presidentes ejecutivos de empresas del Ibex, 209 veces más que el trabajador medio) y la desigualdad social se sitúa a niveles históricos. A la igualdad entre mujeres y hombres y a la protección contra la violencia machista con la que se responde a esa demanda de igualdad. A la protección de los más débiles, los niños, abusados por depredadores. A la libertad de amar a quien se quiera. A la solidaridad con nuestros hermanos animales (“hermano lobo” dijo el de Asís, y por eso es persona non grata en ciertas montañas). A la identidad cultural y a la autodeterminación de las comunidades históricas. Al respeto mutuo de cada etnia, de cada raza, de cada nacionalidad. A la libertad de cruzar fronteras policiales cuando nuestra humanidad lo requiera. Al rescate de náufragos en el mar. A creer cada uno en su dios y en los dioses de los otros, que son los mismos si es verdad que existen, porque el espíritu es uno. En una palabra, al derecho a la dignidad. Esa palabra que desde hace más de una década resuena, en múltiples lenguas, en las calles del mundo entero y por la que luchan, sufren y mueren, pero también triunfan, cada vez más personas como usted y yo. Llámense indignadas, ocupantes, chalecos amarillos, pañuelos verdes, camisetas moradas, negras, rojas. Y hasta sardinas (la nueva moda italiana). Llámense humanidad afirmando su dignidad, ofendida, cabreada, asqueada, harta. Mientras las élites de todo orden sonríen cínicamente, cobardemente atrincheradas tras los ciudadanos policías (trabajadores como los demás) para que hagan el trabajo sucio y se lleven la ignominia. Como aquellos ejecutivos de Wall Street que al paso de los manifestantes salían al balcón y brindaban con champán.
Se hacen guerras basadas en mentiras y manipulación, donde mueren miles de seres (tal como hicieron Bush, Blair y Aznar), y luego se acaban y no pasa nada. O se deja en Irak un gobierno proiraní contra el que protestan desde hace meses los iraquíes de todas las religiones. Nada importa, todo vale, hasta aplastar manifestantes con tanquetas, como en Chile. O violar a más de cien mujeres, como en Chile. O dejar ciegas o tuertas a centenares de personas, como en Chile o en Colombia, algunos en Catalunya. O matar pobres en Brasil porque son favelados. O negar la nacionalidad india a decenas de millones porque son musulmanes. O seguir negando la existencia a los palestinos expulsados de su hogar.
Un mundo brutal, un mundo de ley del más fuerte, en el que nuestra extraordinaria tecnología se utiliza para vigilarnos, robar nuestros datos y venderlos. Un mundo sin credibilidad de las instituciones políticas pero donde a los gobernantes les da igual. Un mundo en el que la mayoría de jóvenes no se reconoce. Por eso salen a la calle en todo el planeta, por eso se enfrentan a la policía. Por eso queman, porque si no es así nadie hace caso. La sucia nieve que nos han tirado encima empieza a arder. El humo se extiende, mezcla de granadas policiales y barricadas incendiadas.
Porque la nieve puede arder. Así canta la jota más bella del Pirineo: “Y la nieve ardía”. Pero la siguiente estrofa dice “Y por soñar lo imposible / soñé / soñé / que tú me querías”. Porque aún nos queda el amor, esa fuerza mágica que nos hace humanos. Se lucha y se quema. Pero también se ama. Con el amor resistimos y con el amor construiremos. El año que viene.
Manuel Castells (La Vanguardia, 28-12-2019)
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