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    "EL GENIO DEL IDIOMA" de Álex Grijelmo. Taurus, 2004. (Extractos)

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    Mensaje por Pedro Casas Serra Jue 22 Mayo 2014, 15:02

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    "EL GENIO DEL IDIOMA" de Álex Grijelmo. Taurus, 2004. (Extractos)


    (Álex Grijelmo (Burgos, 1956) ha publicado anteriormente El estilo del periodista (Taurus, 1997), Defensa apasionada del idioma español (Taurus, 1998), La seducción de las palabras (Taurus, 2000), y En la punta de la lengua (Aguilar, 2004). Trabajó como redacto en el diario La voz de Castilla y luego en la agencia Europa Press; y durante 16 años en El País, donde ocupó diversos cargos en la Redacción y fue responsable de su libro de estilo. Después desempeñó la dirección periodística de los nuvos proyectos del grupo Prisa en prensa regional en España., y más tarde fue director general de Contenidos de Prisa Internacional, etapa en la que tuvo a su cargo medios informativos en México, Colombia, Panamá, Costa Rica, Chile, Bolivia, París y Miami. Desde junio de 2004 es el presidente de la agencia Efe.)



    La adaptación.
    (pág. 41)
    El genio de la lengua va creando el idioma, y se siente satisfecho con el camino andado. ¿Por qué va a dar por bueno “debú” a la primera si ya tiene “presentación” y “estreno”? Sí, es cierto que aceptó “jamón”, pero primero lo transformó desde jambon (/yambón/) y de todas formas no renunció del todo a “pernil”, que sigue en el diccionario; y además ése era otro momento. Después ya no le gustan las voces nuevas que llegan con ínfulas y que parecen denunciar lagunas léxicas o fonéticas en su acervo, acusándole de no haber hecho bien su trabajo. Así que les pone dificultades. Ahora bien: si insisten mucho y muestran algún gesto de adaptación -siquiera sea incompleta-, les franquea el paso. Ahí está “fútbol”, por ejemplo. También tenemos “balompié”, pero esta palabra no era anterior al anglicismo. Como tantas otras, había llegado tarde.

    Con el latín primitivo viajaron en su día algunas voces de otras naciones, que la lengua de Roma había recogido en sus múltiples campañas militares y civiles. Esos vocablos sí participarán de la evolución general hacia el castellano, simplemente porque llegaron puntuales a la cita -estaban ahí en el momento adecuado-, y al genio le pareció bien: es riguroso, pero también justo. Así, la palabra supuestamente gala cervesia (en el celtolatino cervisia) termina siendo “cerveza”; igual que del latín vulgar ceresia hemos llegado a “cereza”. Estas voces aparecen en su debido momento, y pasan por la evolución común. Entraron por la puerta principal.

    El griego clásico, por su parte, ya era muy reacio a aceptar palabras foráneas sin adaptarlas previamente a su fonología y a su morfología. También el español ha mostrado siempre una fuerte tendencia a asimilar los fonemas extranjeros a los propios. Lo mismo había hecho el latín, que recibió el griego sjolé, lo transformó en schola y nos brindó “escuela”, con una aspiración de la s inicial que se fue perdiendo paulatinamente.

    Los germanismos más antiguos (que llegaron al castellano de dos maneras: con el fondo común románico o bien del gótico) se convirtieron en palabras patrimoniales y siguieron también las leyes fonéticas de las voces populares. El genio, mientras estuvo a la puerta, impuso condiciones: las palabras debían adaptarse a la fonología del castellano y seguir todos los procesos propios del latín hablado, del protorromance hispánico y del castellano mismo. No le importó al genio del idioma que algunos fonemas germánicos carecieran de una correspondencia clara, siquiera aproximada, en el español naciente: la / h / aspirada y la / w /, igual que las oclusivas intervocálicas / p / , / k / y / t / , plantearon sus problemas. Pero no habría clemencia. La / h / aspirada ya había desaparecido del latín antes de que naciera Jesucristo, así que el fonema que traían los teutones y sus parientes desapareció también en el castellano, que formó “espía”, “arpa” o “yelmo” olvidando que en algún momento fueron spahia, harpa o helm. A su vez, el sonido / w / se asimiló a /gw / (el castellano ya tenía algo parecido en “lengua” y otras palabras) cuando la vocal siguiente era una a (triggwa nos da “tregua”; pero cuando le sigue otra vocal se reduce a g).

    Las voces árabes serían las últimas admitidas a la fiesta de la evolución con influencia ajena. Y, por lo general, los arabismos llegaron al romance hispánico a tiempo, cuando la puerta principal no se había cerrado. Por eso experimentaron los mismos cambios fonológicos que percibimos en las palabras de origen latino. Así, los fonemas sordos intervocálicos del árabe están sujetos a la lenición (debilitamiento) que se estaba produciendo con las palabras latinas: igual que decollare da “degollar” (y se desvanece la idea de “cuello”), al kutún deriva en “algodón” (la t intervocálica se convierte en d, además de la suavización de la segunda consonante, k).

    Y se acabó. Después del siglo XVI el genio no admite con facilidad más palabras que puedan convertirse en patrimoniales (de ahí la dificultad ahora con los vocablos del inglés, tan actuales y tan poco capaces de evolucionar ante un personaje así de firme). Él considera que ya tiene una lengua construida y se tumba a sestear. A partir de ahí, todas las palabras serán prestadas (y a menudo con ánimo de devolución). Habrá excepciones, claro, pero éstas a su vez deberán atender a otras razones que considere válidas. Es juicioso y riguroso, ya lo hemos dicho. Y sí... parece que le gusta el “fútbol”; tanto, que ha permitido su progreso en el idioma; futbolístico, futbolero, futbolista... Claro, la palabra pagó el peaje exigido y abandonó la vieja piel con la que llegó (football).

    Esa historia que viene de tan lejos invita a pensar que raramente los anglicismos léxicos que nos rodean (overbooking, outsourring, planning...) se asentarán en nuestro idioma tal y como los escribimos hoy en los periódicos, pues los genios de las lenguas que han alumbrado la nuestra, estrictos todos según se ve, no ponen buena cara al respecto. O se adaptan, o serán sustituidos por palabras españolas con procedimientos que luego analizaremos.


    (continuará)


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    Mensaje por Pedro Casas Serra Sáb 24 Mayo 2014, 14:14



    Lentitud en América (pág. 58)
    Si será lento el genio, que en América se desperezó muy tarde. Y eso que se trataba ya de tierra conquistada. El imaginario colectivo cree que el español lo extendieron en América los españoles, cuando sería más atinado decir que lo extendieron los americanos.

    Las deformaciones interesadas han difundido la idea de que los conquistadores barbudos impusieron a machamartillo la nueva lengua. Nada más lejos de la realidad. Y si lo hubieran intentado, probablemente el propio genio se habría opuesto. Demasiada rapidez. No es su carácter, como ya se había demostrado antes en los territorios ganados al Islam.

    España coloniza América en el siglo XVI, y sale de allí por completo en el XIX (ya a las puertas del siglo XX). Salió España, por supuesto, pero no salieron muchos españoles que habían ido allá, ni muchos que viajarían más tarde. Cuando se produce la independencia de las colonias, sólo hablan español uno de cada tres americanos. Esa lentitud del genio puede parecer exasperante.

    El exitoso Vocabulario de Pedro Arenas, publicado en México en 1611 para enseñar el español a los indígenas, seguía vendiéndose doscientos cincuenta años después con igual aceptación. “Esto debe hacernos reflexionar”, ha escrito el historiador de la lengua Juan Ramón Lodares, “sobre la tranquilidad y paciencia con que las cosas idiomáticas transcurrían en los virreinatos. También sobre el hecho de que la lengua de los españoles estaba menos extendida de lo que parecía en un principio”.

    En 1570, cuando aún no se había cumplido un siglo del Descubrimiento, habría en el continente unas seis mil quinientas familias españolas frente a los tres millones largos de familias indias. Una desproporción considerable. Cien años después, los términos seguían sin equilibrarse. En Ciudad de México residían entonces ocho mil españoles y unos seiscientos mil indígenas. En 1635, el obispo Maldonado le escribe una carta a Felipe V en la que, entre otras cosas, le dice: “en esta tierra poco hablan los indios y españoles en castellano porque está más connaturalizada la lengua natural de los indios”. Otra carta, llegada desde Quito (que se había fundado ciento treinta años antes), le informa de que son innumerables los indios de servicio en las casas “a los cuales sus amos y amas los hablan en la lengua del inca”. En 1789, Alejandro Malaspina recorre todos los dominios de España en América y llega a la conclusión de que el Imperio no tenía lengua común propiamente dicha, y de que el español se hablaba sólo en los grandes centros urbanos, donde además no eran infrecuentes otras lenguas autóctonas.

    El lento genio del idioma, que gobernaba todo aquello desde el interior de cada hablante, no animó mucho a la expansión. Era su carácter, que -ya lo hemos visto- le venía de la Reconquista. En general, toda evolución y expansión de una lengua va despacio. A veces nos deslumbra el éxito del inglés; su rapidez para invadir culturas. Pero, si rascamos un poco, vemos que por debajo queda una lengua autóctona -ya sea el hindi, el malayo o el afrikáans- tan fuerte o más que el idioma invasor. En América, el genio del castellano actuó despacio, y tal vez por eso sirva hoy como lengua materna a más del 90 por ciento de los habitantes de los países colonizados por España.

    Fueron los españoles quienes se inventaron la palabra “mestizo” (del latín mixtus, mezclado). Y seguramente a causa de su actitud de mezclar se han incorporado con tamaña naturalidad al español muchas palabras de los idiomas indígenas, tanto al que se habla en España como al que se reparte por los países del continente americano. Y se añadieron o se adaptaron “chévere” (palabra de los negros esclavos que significaba “lo que está bien hecho”) y “chocolate”, y “chapapote”... Pero con mucha desenvoltura y sin ninguna prisa.

    No podríamos imaginar ahora sino con dificultad que se produjera una evolución inversa (una involución) a la que se ha producido hasta aquí, y que eso ocurriera con rapidez. ¿Cuánto tardaríamos en volver a decir titulum en vez de “título”, o cacahuatl en vez de “cacahuete”? Si estamos tardando decenios en acostumbrarnos a sustituir champán por “cava”sin necesidad de pensarlo, cuando se trata del espumoso catalán, ¿cuánto tardaríamos en decir todos los hispanohablantes inalienare en vez de “enajenar”?

    No vale la pena, por tanto, confiar en una evolución rápida del idioma. Nunca ha sido así y es probable que nunca sea. Ése es el carácter de nuestro genio, y probablemente también el nuestro como colectividad. Quizá los cambios que experimentamos en tanto que sociedad vayan más lentos de los que creemos, y todo lo que ahora parece suceder deprisa se venga larvando desde hace mucho. Tal vez los aparatos cuya eficacia nos hace pensar que nuestra vida ha cambiado nos la están dejando en realidad como estaba, con sus problemas fundamentales intactos. (Puede que hasta agravados).

    Hay “revoluciones” muy lentas. Y en eso reside la mejor garantía de que lleguen a fructificar. También en la vida las evoluciones lentas suelen ofrecer resultados duraderos; mientras que las transformaciones rápidas o violentas quedan habitualmente en precario ant eventuales acontecimientos de igual índole. Seguramente, el genio del idioma lo sabe muy bien.


    (continuará)


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    Mensaje por Pedro Casas Serra Dom 25 Mayo 2014, 05:40

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    Los signos (pág. 92)
    Al genio le importa, pues, el lugar que ocupan las palabras. Rara vez son exactamente iguales dos frases con idénticos vocablos y orden diferente. Al menos, como ya se ha dicho, estaremos ante una diferencia psicológica.

    Un titular de periódico dice: “mata a su mujer y se ahoga en Córdoba”. Con ese orden, sabemos que el hombre que mató a su esposa se ahogó en Córdoba, pero desconocemos dónde la asesinó. Si el título hubiera dicho “”mata a su mujer en Córdoba y se ahoga”, seguramente tendríamos una mayor certeza sobre el lugar donde ocurrieron ambos hechos, aunque no total. Pero la solución mejor, que nos resuelve todas las dudas, habría sido “mata a su mujer y se ahoga, en Córdoba”.

    Otra frase nos cuenta que los vecinos del inmueble de Leganés (Madrid) donde se suicidaron siete terroristas “preguntaban angustiados cuándo podrían volver a ver si sus pisos estaban afectados”. Según está escrito, esos vecinos ya habían visto si sus pisos estaban afectados, y deseaban volver a verlo. Se deduce del contexto que, para leer bien la frase a la primera, hacía falta una coma: “preguntaban angustiados cuándo podrían volver, a ver si sus pisos estaban afectados”.

    Ah, la coma. La coma es un guardia de tráfico sensacional para mantener el orden. Y por eso la adopta nuestro genio.

    Por influjo griego, en el siglo XVI se usaban ya la coma (komma: “corte”, “cesura”), el punto (stigmé, “punción”), así como los dos puntos, el paréntesis, las comillas y el signo de interrogación. En el XVII se añadieron al idioma español el punto y coma y la exclamación. Más adelante los puntos suspensivos y el resto de los signos que ahora empleamos.

    Casi todos ellos (no tanto el acento, las interrogaciones y exclamaciones o los puntos suspensivos) fueron creados para el mejor orden de la escritura, y para que la alteración del orden quedara a su vez bajo un orden complementario.

    Las distintas calles que podemos transitar con las frases y las oraciones tienen esquinas, cruces, baches, portales, parques, coches... y por eso necesitamos semáforos y guardias de tráfico para organizar nuestro discurso. El orden que ha establecido el genio de la lengua precisa también de señales que lo hagan cumplir, en forma de acentos, guiones, comas, interrogaciones. El genio los sitúa con sutileza, nunca detiene a nadie por incumplirlos y ni siquiera levanta la voz cuando nos aconseja un signo de exclamación.


    (continuará)


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    Mensaje por Ana María Di Bert Dom 25 Mayo 2014, 20:26

    Cuanto podemos aprender Pedro al leer tus aportes. Gracias por ponerlos, son tan interesantes y quitan muchas dudas.
    Volveré a repasar, porque lo requiere.
    Nuestro idioma es tan rico y la expresión que le podemos dar depende mucho de la manera que usemos los signos, es tan reala eso.
    Un abrazo, buena semana y gracias de nuevo.
    Ana
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    Mensaje por Pedro Casas Serra Lun 26 Mayo 2014, 13:28

    Gracias por tu interés, Ana. Pense que abría interés por el idioma puesto que es nuestro útil de trabajo y estos extractos del libro "EL GENIO DEL IDIOMA" de Álex Grijelmo. Taurus, 2004, me parecieron de un gran interés por su claridad y amenidad.

    Un abrazo.
    Pedro

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    Mensaje por Pedro Casas Serra Mar 27 Mayo 2014, 12:07

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    De "EL GENIO DEL IDIOMA" de Álex Grijelmo. Taurus, 2004.


    Las palabras antiguas (pág. 102)
    Hemos dicho que el genio es conservacionista. Cuando llegan a su puerta “autobús” o “autocar”, percibe sus rasgos extraños, y por eso defiende “coche de línea” o simplemente “coche”. En los pueblos españoles se decía: “¿a qué hora llega el coche de línea?”, “voy a tomar el correo” (el coche o el tren que llevaban o traían el correo). Todavía hoy resiste la expresión “cochera”, frente a “garaje” o párking; y, conociendo el genio del idioma, no aventuraríamos mucho si creyéramos que algún día reaparecerá con fuerza la vieja palabra castellana.

    El gusto del genio por los vocablos antiguos lo percibimos a menudo cuando nos saltan al oído, pronunciados por un agricultor o por un ganadero... o por un arquitecto o un navegante. La hermosura de sus sonidos nos invita a que los aprehendamos y a no soltarlos ya nunca. Ese gusto por los aperos del campo, por las viejas medidas de capacidad, por el almohaz o la almohaza que sirve para limpiar las jacas, por la muserola y la serreta, la gualdrapa de lana colorida y el calandrajo trasañejo... Y como antiguas eran, al genio de la lengua también le encandilaron las palabras que halló en América: “caima”, “colibrí”, “guacal”, “tamarindo”, “guanasco”, “cuate”, “churruata”... Los hablantes de tierras americanas le devolvieron al genio la cortesía y conservaron en su nombre muchas voces que se perdían en España, con el encargo de regresarlas hacia la Península algún día: “Azafate”, “rancho”, “zafar”, “auspiciar”... Ya están volviendo.

    Una lengua es la suma de las posibilidades de hablarla, explicó Eugenio Coseriu; posibilidades que en parte ya han sido realizadas históricamente y en parte están aún por realizar. No es un sistema cerrado, sino que se halla en permanente sistematización. El genio conoce bien sus propios recursos y por eso intenta reactivarlos. Ya reactivó “azafata”, o la palabra “chupa” en el lenguaje juvenil español (cazadora de cuero) para recordar aquella que usaban los maestros (la chupa del dómine, siempre tan desastrada).

    ¿Por qué? Porque dispone de un caudal inmenso de recursos. Y es capaz de mirar hacia dentro para encontrar las soluciones que se le piden desde fuera. Lo hicieron en su día el latín y el griego,que bucearon en sus propios genes con la intención de aportar alternativas a la modernidad. Tiene un bosque lleno de especies animales y vegetales, y para conservarlas necesita que resulten útiles. En la creación de palabras acude a sus propias herramientas. Utiliza los prefijos como semillas para mezclar; dobla derivaciones y ramificaciones; y compone vocablos mediante injertos de su propio jardín. Conservó los prefijos del latín y del griego que había heredado, y todavía les saca partido. Ha hecho de ellos su fórmula principal de crecer y evolucionar, y de dar respuesta a los retos que se le plantean. Y siguen activos. “Superactivos”, diríamos para homenajearles con la palabra misma. Porque ha creado el “hipermercado” y la “macrosuperficie” y la “macrofiesta”, y el “minigolf”, y seguramente todo eso le parece “megadivertido”.

    En todos estos procedimientos, el castellano supera en riqueza y variedad la lengua latina.

    Esas partículas -cromosomas- que sirven para crear palabras -prefijos y sufijos- se mezclan entre sí (la parasíntesis) en combinaciones de jardinero para crear nuevos términos: “des-alm-ado”, “com-pone-dor”, “real-iza-ción”, “bomba-rdear”, “a-bomb-ar”, “em-par-ej-ar”...

    También acude el genio a sus propios recursos mediante la derivación, léxica o afectiva: “tontada”, “patronazgo”, “peregrinaje”, “tizón” (léxica); “calvorota”, “tipejo”, “grandullón”, “camastro”, “pintoresco”... (afectiva).

    Y no se olvida de la composición, mediante dos conceptos que se unen: “abrecartas”, “sacacorchos”, “paticorto”, “metomentodo”, “cuellilargo”, “cejijunto”, “padrenuestro”, “hincapié”, “bracicorto”, “ganapierde”, “catalejo”... Una posibilidad también muy activa hoy en día, muestra de la vitalidad del genio: en los últimos años ha compuesto palabras como “telebasura”, “pinchadiscos”, “quitanieves”, “quitamiedos”, “comecocos”... incluso algún híbrido divertido,como “amigovio”” (para esa fase intermedia en las relaciones que no es ni una cosa ni otra y que tiene algo de las dos).

    Esta facilidad para la composición la heredó del griego. Pero digamos la verdad: el genio del idioma español ha alcanzado aquella maestría del genio clásico por excelencia. El griego, en efecto, comparte ese rasgo con el sánscrito. Mas ni el latín ni el castellano supieron adoptar tal ductilidad. El genio del idioma español sí ha podido lograr esas composiciones, aunque a diferencia del griego -además de respetar el orden con el verbo por detrás, allá donde lo haya- no logra que fructifiquen con derivados. El griego nos da “filología”, pero también “filológico” o “filólogo”; “misoginia”, pero también “misógino”; “filantropía” origina “filántropo” y “filantrópico”... y lo mismo pasa con “filosofía”, “parapsicología” o “democracia”, que pueden alumbrar otro derivados. En cambio, el español no ha podido sacar más derivados a sus composiciones: no tenemos -ni podríamos tener- quitanievístico ni cantautorismo, por ejemplo. Así que una palabra semejante iría contra el genio del idioma, mal que le pese.

    Por eso, y porque forman parte de su pasado, el genio gusta de abrir la puerta a todo tipo de voces científicas formadas con cromosomas griegos o latinos, porque, conservacionista como es, aprecia ese regreso a la antigüedad para rescatar las viejas raíces del bosque ya casi perdidas.

    En todos sus procesos, este genio se muestra claramente ecológico. Lo recicla todo, no desperdicia nada si le resulta útil, pero tampoco lo guarda si lo ve prescindible. Su reciclamiento de vocablos es proverbial. Los ha moldeado y modificado, pero tal actividad no deja de ser una forma de conservarlos. Y aún así, algunos de ellos los ha traído hasta nosotros exactamente igual que se escribían hace miles de años. “Fortuna”, “rosa”, “amo”, “gratis”, “incuria”, “fama”, “cura”... Tampoco desperdicia los frutos que caen cerca de su árbol si los ve próximos y familiares: “morriña”, “cobla”, “mamey”, “kiosco”...

    Ángel Rosenblat nos habló de que en el lenguaje se dan dos corrientes enfrentadas: una que se basa en la innovación y otra que pretende claramente la conservación. De la lucha entre ambas resulta la evolución de la lengua. Es curioso que en el español ocurra eso ahora porque distintos investigadores, en diferentes épocas, caracterizaron al latín hispánico por su arcaísmo y su conservadurismo. Y a la vez, paradójicamente, existe un cierto número de particularidades que permiten calificar al latín de Hispania como innovador.

    Son las dos corrientes que debe gobernar el genio, ya lo sabemos. Pero conociéndole como empezamos a conocerlo aquí, creeremos que su proverbial lentitud le inclinará a dar más valor a esta segunda fuerza: la conservacionista.


    (continuará)


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    Mensaje por cecilia gargantini Miér 28 Mayo 2014, 11:38

    Gracias, querido Pedro, por todo esto. Tus aportes son invalorables!!!!!!!!!!!!!!!!!!
    Besitossssssssss, amigo, y gracias otra vez
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    Mensaje por Pedro Casas Serra Miér 28 Mayo 2014, 12:45

    Gracias, Cecilia, celebro que el tema te parezca interesante.

    Un abrazo.
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    Mensaje por Pedro Casas Serra Miér 28 Mayo 2014, 13:41

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    El valor de la ñ. (pág. 118)
    Ese espíritu ecologista de nuestro genio reapareció a finales del siglo XX, en los primeros años noventa, cuando algunos fabricantes de ordenadores intentaron evadirse de la norma española según la cual todos los teclados de importación debían tener incorporada la ñ como letra, en pie de igualdad con el resto de los caracteres. Las propuestas de que el español mudase esta grafía para adoptar alguna de las alternativas en otros idiomas indignó a casi todos los pueblos que hablan nuestra lengua.

    La ñ, en efecto, es un invento peculiar del español. No existía en latín, y si ha pasado a otras lenguas (el euskera -donde ocupa incluso el lugar insigne de la bandera vasca, ikurriña-, el aimara, el guaraní, el quechua, el araucano, el tagalo...) eso se debe a que el castellano les prestó su alfabeto porque estos idiomas carecían de él.

    La ñ tiene sus antecedentes en los fonemas latinos n (vinea, “viña”), nn (annus, “año”) y gn (ligna, “leña”). Esta nasal palatal no existía en latín ni siquiera como sonido, pero sí anidaba en la mente de los habitantes de la Península y en la evolución que aplicaron a su idioma. La marabunta de grafemas que usaron en la Edad Media las lenguas romances para sonidos similares se formaba con posibilidades como in, yn, ny, nj, ng, nig, ign y n. El italiano y el francés se quedaron con gn; el catalán eligió ny; el portugués, nh, y el castellano se decidió en un primer momento por nn. Luego -por esa economía de esfuerzos que alienta nuestro genio- las dos letras iguales (“geminadas” en el lenguaje técnico, palabra que se asocia fácilmente con “gemelas”) se redujeron a una, como en muchísimos otros casos; pero la ausencia de la otra se indicaba mediante una rayita trazada sobre la letra superviviente. La ortografía de Alfonso X el Sabio consagró esa solución. Y Nebrija reflejó después estos orígenes en su gramática (siglo XV): “la n esso mesmo tiene dos oficios: uno proprio, cuando la ponemos sencilla, cual suena en las primeras letras destas diciones: nave, nombre; y otro ageno, cuando la ponemos doblada o con una tilde encima, como suena en las primeras letras destas diciones ñudo, ñublado, o en las siguientes destas: año, señor”. Pero, por si las dudas, el gramático sevillano sentencia luego sobre la ñ: “hacemos le injuria en no la poner en orden con las otras letras del a b c”. En Nebrija, la raya superior se ha hecho ya ondulada. Y desde entonces la conservamos contra viento y marea, para que nadie le haga injuria. Porque forma parte ya del talante de nuestra lengua.

    El semblante del idioma son los alrededores, que el genio visita de tanto en vez y sobre los que no ejerce una vigilancia estricta. Sin embargo, el talante es su guarida. En el talante reside el genio, o viceversa. Si en el semblante están los anglicismos, por ejemplo, el talante es la actitud que el genio mantiene ante ellos. En el semblante se puede apreciar cierta desorganización, porque las fuerzas que intervienen en él son ajenas a las esencias del idioma: generalmente, proceden de las cúpulas sociales. En el talante, por el contrario, todo responde a un patrón estable y reconocible, que entronca con el pueblo.

    El genio nos influye... quién sabe. El gusto por conservar las palabras ancestrales nos habrá alimentado seguramente el placer de mantener las tradiciones, tal vez nos ha animado a que, generación tras generación, se hayan transmitido los romances de ciego y los cuentos populares, los refranes y los dichos, las canciones infantiles y los ritos adultos, que hayamos respetado los templos antiguos (incluso los de otras religiones) y los teatros romanos. Todo lo que pasa con el idioma va ligado quizás a nuestro carácter. A veces, la lengua es la consecuencia de nuestros actos; pero en otras ocasiones le corresponde a ella influir en nuestras ideas.


    (continuará)


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    "EL GENIO DEL IDIOMA" de Álex Grijelmo. Taurus, 2004. (Extractos) Empty Re: "EL GENIO DEL IDIOMA" de Álex Grijelmo. Taurus, 2004. (Extractos)

    Mensaje por Pedro Casas Serra Sáb 31 Mayo 2014, 13:25

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    De "EL GENIO DEL IDIOMA" de Álex Grijelmo. Taurus, 2004.



    Muy de pueblo. (pág. 132)
    El genio es también muy de pueblo, y a causa de eso puede encontrar en el terruño todo lo que necesita. Su verdadera esencia procede del mundo rural, por más que haya aceptado muchas propuestas de las clases cultas urbanas. Y tanto su evolución como su resistencia a la evolución -pues ambas corrientes se dan en su seno, gobernadas por la lentitud y el calendario como hemos visto- entroncan con las clases populares.

    La gente sencilla constituye el verdadero nexo entre las distintas épocas de nuestro idioma. El pueblo ha acogido con calor todo su acervo patrimonial y lo ha defendido, desdeñando generalmente los modernismos que ya en la actualidad se alentaban desde la gran capital. La autoridad y el prestigio de la metrópoli le seguían quedando muy lejos con el paso de los años, y el genio decidió refugiarse en su propio ambiente para guardar lo que ya tenía, sin incorporar las modas de la gran urbe romana o de la fina corte central. Encontró en las aldeas y las zonas rurales su granero de militantes, que intuyeron muy bien el alma del idioma, lo albergaron y lo enriquecieron. En ellas caló el espíritu que el genio deseaba inculcar a los hablantes: la ausencia de prisa, la necesidad de que todo tuviera un orden, el gusto por ahorrar...

    Como la romanización empieza en España en el siglo III antes de Cristo, el latín que llega corresponde a esa época. No es el mismo idioma que lleva el Imperio a las Galias, porque allí la conquista se produce un siglo después. A la Dacia (más o menos la actual Rumania) la romanización no llega hasta el siglo II después de nacer Jesucristo, cuatro siglos más tarde que en la Península. Por tanto, la lengua que trasladan los romanos a España es un latín más antiguo, que, merced a ese carácter conservacionista del genio del idioma español, pervivirá en muchas palabras que otros lugares no albergaron. Los centuriones y los arquitectos llegaron en un primer momento directamente de Roma. Con el paso de los decenios, los romanos habían nacido ya en Hispania. El centro del Imperio va quedando más lejos.

    El latín español se fue haciendo cada vez más español y más del pueblo. Y fue más español cuanto más del pueblo. El latín hablado en las zonas más remotas y más pobres de la Península era menos parecido al de Roma -a su norma de prestigio- que el hablado en las ciudades próximas al Mediterráneo. Y precisamente aquella habla rural fue la que sirvió de germen para el castellano.

    Más adelante, el hispanorromance conservaría muchos rasgos del latín, cómo no; pero de ese latín correspondiente a los siglos III y II antes de Cristo que se modificaría luego en el habla de Roma y en los usos de otras provincias latinizadas después.

    Así que el castellano (y el portugués) preservaron formas corrientes en el latín clásico que no se registran luego fuera de la Península, salvo en otras áreas igualmente alejadas de los centros de irradiación cultural. Eso hace el español tan de pueblo: su caldo de cultivo está en la lejanía del poder de la ciudad.

    Está documentado que el entonces cuestor Adriano (emperador de 117 a 138 después de Cristo), hispano e hijo de hispanos, leyó un discurso ante el Senado romano con tan marcado acento regional que despertó las risas de los senadores. Y eso que Adriano era un hombre culto, pero seguramente le influían -a él como a otros miles de personas- la fonética y la fuerza de las lenguas que existieron en Iberia antes de que llegaran los romanos, hasta el punto de hacerle conservar el eco de su acento pese a tantos siglos de dominación en la Península. No es difícil imaginar su pronunciación de las voces, demasiado hispana. Todavía hoy son notorias las similitudes entre la fonología del castellano y la del euskera -una de las lenguas prerrománicas-, frente a la del latín: cinco fonemas vocales en ambas lenguas españolas, contra los diez del latín clásico y los siete del latín vulgar de Hispania.

    La lejanía de Roma explica que el castellano diga “mesa” (mensa) mientras que el francés dice table, el catalán taula y el italiano tàvola. El español dice “queso” (del latín caseus), pero el catalán formatge y el francés fromage, y el italiano formaggio; o “hervir” (fervere) en vez de boullir (francés), bollire (italiano) y bullir (catalán). Las viejas palabras del castellano proceden del latín, pero de un latín más antiguo. Y el genio del idioma español decidió conservarlas.

    Así pues, el español heredó ese conservadurismo de aquel latín (entendemos por conservadurismo el hecho de que en la Península se mantuvieran formas desaparecidas en el resto del Imperio). Y ya entonces se vio obligado a manejar las dos presiones que le rodeaban y que le iban a perseguir siempre: una conservadora y otra de innovación. Una, del latín; otra, de las lenguas prerrománicas. Y por increíble que parezca, las hizo compatibles.

    Roma era la capital del Imperio y allí se marcaba la moda, también en las palabras. Pero las zonas periféricas, como España, quedaban lejos de la metrópoli. Una flecha lanzada desde un arco ya no puede cambiar su trayectoria una vez que ha salido de la cuerda...; puede detenerse, pero no variar. La luz de una estrella se sigue viendo desde la Tierra muchos años después de que ese astro haya desaparecido... Y algo semejante sucedió con las palabras lanzadas desde Roma hacia la Península: siguieron su camino, aunque en el lugar de origen hubiera cambiado el foco que las proyectó.

    En las regiones más alejadas, se van registrando una serie de cambios que no se daban en los territorios centrales de la Europa románica, más relacionados con el poder central. El latín magis hace que nazcan “más” (español), mais (gallego), més (catalán) y mai (rumano), pero la también latina y posterior plus origina plus en francés y piú en italiano. Algo paralelo con lo que le sucede a la palabra “pájaro”, pues el latín vulgar passar (latín clásico passer, “gorrión”) da en gallego pasaro, en portugués pássaro, en rumano pasere...; pero el francés se queda con oiseau, el italiano con ucello, y el catalán con ocell, todos ellos con origen en aucellus (avecilla). Una voz empleada como “hermano” derivó en español de germanus, y por eso mismo se dice irmâo en portugués, y germà en catalán, mientras que en francés utilizan frère y en italiano fratello, derivados de un posterior frater en latín (de donde también el posterior “fraternal” del español). Digamos, pues, que “hermano” es más de pueblo y más antiguo que frère.

    Una buena prueba de ese carácter rural que tintó toda la evolución patrimonial del castellano nos la da la palabra “caballo”. Esta voz no puede proceder de ninguna manera del equus latino. De ahí saldrán muchos años más tarde los términos cultos “equino”, “équido” o “equitación”, formas de entender el caballo como con perspectiva científica o de alta sociedad. Nuestra palabra “caballo” -similar en otras lenguas romances- viene también del latín: de caballus; pero no era éste el caballo de los caballeros, valga la redundancia paradójica, ni el caballo de los centuriones o de los emperadores. Caballus significaba “caballo de carga”; es decir, el empleado para las labores del campo con funciones que más adelante asumirían nuestras mulas. Para el pueblo no había otro caballo. Y por eso nosotros no tenemos otro caballo que el “caballo”, sea de un mariscal o de un aparcero.

    El Imperio Romano cayó, y el influjo inguístico de Roma se esfumaría. Pero no se esfumó el latín, que continuó vivo muchos siglos, sobre todo en la iglesia, en los tribunales y en las clases cultas. Ahora bien, no había un latín único, porque el hablado en Castilla se había alejado mucho, como decimos, de la norma prestigiosa de Roma.

    En la época árabe, tres cuartas partes de la Península quedaron bajo dominio de los invasores llegados del sur. Sin embargo, en el norte y en el noroeste permanecieron algunos núcleos que hablaban un idioma embrionario de lo que ahora llamamos español. Se trataba también de las áreas que habían estado más alejadas de las normas romanas, zonas rurales. Y por ahí anduvo la cuna de este idioma, retratada más tarde en las Glosas de Silos y San Millán (unos kilómetros más abajo).

    Ese aislamiento del idioma en una zona alejada de la metrópoli (y sus correlativos efectos) se produciría más tarde en América. Durante siglos, el contacto con la península Ibérica se mantenía únicamente a través de México y Lima. Por eso algunas zonas, como el Río de la Plata, permanecieron más alejadas lingüísticamente de España que los territorios conectados por las vías de comunicación preferentes. Hasta las puertas del siglo XIX, a Buenos Aires se llegaba sólo después de un larguísimo viaje por tierra, cruzando el continente de norte a sur. El genio de la lengua anidó en los hispanohablantes de aquellas zonas, reprodujo en ellos el sentimiento melancólico de la lejanía y la endogamia lingüística. Eso explica que la norma argentina esté más alejada del castellano peninsular que la mexicana o la peruana. El español de Buenos Aires, por ejemplo, es más conservador que el de Madrid o el de Lima, y como se sabe, abundan en él los arcaísmos que en otras zonas hispanohablantes ya no se usan, como el empleo del “vos” para la segunda persona del singular.


    (continuará)


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    Mensaje por Pedro Casas Serra Dom 01 Jun 2014, 13:36

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    La primera persona. (pág. 144)
    ¿Es descabezado relacionar la sencillez del genio del español con su desapego de la primera persona? Tal vez, pero eso es lo que ocurre. “Dejamos a los psicólogos e historiadores de la cultura la tarea de aclarar por qué el español, entre otras lenguas románicas y germánicas culturalmente colindantes, hace al sujeto hablante menos protagonista que aquéllas”, escribió Emilio Lorenzo. Ciñéndonos al retrato meramente lingüístico, es cierto que en inglés o francés se pierden las desinencias verbales y eso obliga a introducir el sujeto. En español, en cambio, la desinencia verbal garantiza casi siempre la identificación de la persona-sujeto (“¿vienes? Frente a “¿tú vienes?). Y eso oculta al agente y favorece la sencillez, hasta el punto de que salta al oído la inmodestia de quienes utilizan continuamente el “yo” cuando hablan.

    En español el sujeto queda como recurso para el énfasis o para resolver una ambigüedad. Pero más para el énfasis. Ese recurso no lo tiene el inglés. El francés sí: moi, toi, lui... en formaciones como moi, je vais...

    El genio del idioma, para más abundancia en las posibilidades de sencillez, puso también al servicio del hablante la opción del sujeto “uno” y “una”, que logran subsumir el protagonismo de la primera persona en una tercera: “uno piensa que eso es lo adecuado”, “una creería que eso era verdad”...

    La ocultación del “yo” se extiende en español a la resistencia frente al uso del posesivo: “se le cayeron las gafas”, en vez de “se le cayeron sus gafas”. Por eso podemos pensar que van contra el genio de la lengua las frases tan habituales de los periodistas deportivos: “Zidane se lesionó en su tobillo”, “Beckham dispara con su pierna derecha”, “Ronaldinho se lleva su mano a su cabeza”, puesto que en todas ellas los pronombres son superfluos (y no hay que olvidar que el genio tiende a la economía). No es difícil imaginar la influencia de una lengua distinta cuando se oyen frases así (generalmente el inglés).

    Lo expresó muy bien Juan de Valdés en su Diálogo de la lengua: “8...) el estilo que tengo me es natural y sin afectación ninguna escrivo como hablo; solamente tengo cuidado de usar de vocablos que sinifiquen bien lo que quiero dezir, y dígolo quanto más llanamente me es possible, porque a mi parecer, en ninguna lengua está bien la afetación”. Valdés coincide con Don Juan Manuel en que “todo el bien hablar castellano consiste en que digáis lo que queréis con las menos palabras que pudiéredes”.

    Me permito recordar aquí la frase que escribió un periodista, amonestado en su día por el Departamento del Español Urgente de la agencia Efe: “abandonó la Ciudad Condal para iniciar su período vacacional”. A su alcance había tenido una frase mejor, y además sin rima: “salió de Barcelona para empezar las vacaciones”. El 4 de septiembre de 2004 oigo en la radio: “el coche sufrió una salida de la calzada”, lo cual se parece bastante a “el coche se salió de la carretera”.

    Ya lo contaba Cervantes: “aquí alzó otra vez la voz Maese Pedro, y dijo: “llaneza, muchacho, no te encumbres; que toda afectación es mala”.

    El gusto por la sencillez lleva al genio del idioma español a proponer frases sencillas, directas; sin muchas subordinadas. Las frases largas y llenas de subordinaciones enredan su ritmo y lo amaneran. Hace falta mucha maestría literaria para manejarse en esos terrenos inhóspitos, porque ni el ánimo ni la estructura de nuestra lengua ayudan en el intento. Y ni siquiera cuando esas frases se construyen con corrección y resultan inteligibles se puede garantizar que sean también literarias.


    (continuará)


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    Mensaje por cecilia gargantini Dom 01 Jun 2014, 14:29

    Te sigo, querido Pedro, con gran entusiasmo. Y sigo aprendiendo!!!!!!!!!!!!!
    Besitosssssssssss miles
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    Mensaje por Pedro Casas Serra Lun 02 Jun 2014, 05:43

    Agradezco mucho tu interés, Cecilia, y celebro que estos extractos de la obra "EL GENIO DEL IDIOMA" de Álex Grijelmo. Taurus, 2004, te resulten útiles. A mi me parecen a la vez comprensibles y amenos, lo cual no es poca virtud.

    Un abrazo.
    Pedro

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    Mensaje por Pedro Casas Serra Lun 02 Jun 2014, 05:50

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    Demostrativos más certeros. (pág. 153)
    El rigor y especialización que ha impuesto nuestro genio al idioma español se observa con claridad en el sistema de los demostrativos, que en palabras de Emilio Lorenzo es “uno de los más perfectos y eficientes de los romances ibéricos”, pues a las tres posiciones en el espacio corresponden tres pronombres personales, tres demostrativos y tres adverbios de lugar, todos ellos perfectamente ensamblados.

    En francés podemos decir ce pied, en inglés this foot, en aleman dieses Fuss o en italiano questo piede, pero ninguna de estas expresiones es traducción exacta de “ese pie”, porque en español “ese” forma parte de un sistema de localización en tres grados,frente a los dos grados de los otros idiomas. “El significado del español es intransferible en su integridad”, sentencia Emilio Lorenzo. Porque la precisión de nuestro genio ha alumbrado “este”, “ese” y “aquel”; “aquí”, “allí” y “allá”, y “yo”, “tú” y “él”, con sus correspondientes plurales en el caso de los pronombres y los adjetivos.

    Además, “tú” no significa lo mismo que you. Porque “tú” se ha circunscrito al tono familiar y cercano, mientras que you puede traducirse también libremente como “uno” (“uno va al cine...”), como “vosotros” y como “usted”. El español refleja una imagen del mundo en la que existen el tú y el usted. Y el nosotros y el nosotras. Por tanto, el significado español es intransferible.

    Al genio le ha importado mucho la perspectiva del hablante, y por eso no ha renunciado (al contrario que otras lenguas) a convertirlo en referencia de lugar. De ahí las distinciones entre “ir” y “venir” o “traer” y “llevar”. (En las relativas y peculiares de “ser” y “estar” no vale la pena entrar, por ser de sobra conocidas).

    Otra precisión maravillosa de nuestro genio es la preposición a para significar complemento directo de persona, que nos hace diferenciar entre las frases “la decisión dividió el pueblo” y “la decisión dividió al pueblo”; “el entrenador alteró el equipo” o “el entrenador alteró al equipo”... Y sutilezas como “cambió el alcalde por un ministro” o “cambió al alcalde por un ministro””... o “los socios cambiaron el presidente” y “los socios cambiaron al presidente”.

    Una de las razones por las que nuestro idioma huye de la voz pasiva (aun siendo posible) radica en su ambigüedad: “estos niños son descuidados” puede significar que los niños carecen de orden y disciplina, tal vez con el añadido de un cierto despiste; o bien que sus padres no les dedican la debida atención.

    Por todo ello (los ejemplos podrían sumar más páginas, desde luego), podemos describir legítimamente al genio de la lengua como un personaje que gusta de la precisión cuando la necesita, desde el léxico rural hasta el científico (donde se le supone), pasando por los recursos que él mismo ofrece en la gramática, las partículas que atinan con los significados certeros: “dormir”, “adormecer”, “adormilar”...


    (continuará)


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    Mensaje por Pedro Casas Serra Lun 23 Jun 2014, 06:50

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    De "EL GENIO DEL IDIOMA" de Álex Grijelmo. Taurus, 2004.


    La supresión del yo. (pág. 159)
    Todo eso liga con el capítulo anterior y el uso del “yo”: o es enfático, o aclara una ambivalencia o se lo calla uno. Porque el significado debe variar si usamos el “yo” correctamente: no es lo mismo “lo sé”, que “yo lo sé” o que “yo sí lo sé”. Cada palabra que se agrega en esa serie tiene una razón de existir. Y si no sucede así, el genio prefiere que no se empleen por que añaden confusión.

    Tanto se ha dado el genio de la lengua a la tacañería, que ha descubierto una posibilidad de reducción con la que no cuenta ningún otro idioma: ese empleo peculiar del neutro “lo”. Con su contribución, todos los adjetivos pueden transmutarse en un concepto absoluto abstracto. (¡Maravilloso!). Así, podemos decir “lo hermoso”, “lo excepcional”, “lo admirable”, “lo descabellado”... Y eso da paso a un empleo de “lo” realmente sensacional: “¿te hablaron de lo del otro día?”, “¿qué hay de lo mío?”, “ya me he enterado de lo del comité”.

    Del valor económico que aporta esta fórmula nos da buena idea la siguiente comparación:

    Lo de ir a la tienda no le gusta.
    He doesn't like the idea of going to the store.

    Indudablemente, el pronombre “lo”aporta una gran riqueza y diferencia esa frase de la otra posible: “ir a la tienda no le gusta”. Pero la adición del “lo” añade también un conjunto de situaciones que se imaginan en torno al hecho de ir a la tienda: tal vez el largo camino que hay que recorrer, quizá los pesados paquetes que se deban acarrear al regreso... Y ahí está la brillante idea del genio: en tales circunstancias no aparecen; se economizan en el pronombre “lo”, un dúo de letras que hizo mucho más sugerente en español el título de aquella famosa película: Gone with de wind (Lo que el viento se llevó).

    Ese recurso, la “sustantivación de algo definido, consabido o indefinible”, como lo describe Emilio Lorenzo, se extiende a oraciones tremendamente expresivas y económicas: “¡lo que nos divertimos!”, “¡lo bien que lo pasamos!”. Es difícil imaginar una traducción breve en otro idioma para una frase como “¡lo que tengo que contarte!”, porque quizás debiéramos acudir a una solución como “¡tengo algo importante que contarte!”. Y encuentra parangón en frases de difícil traslado a otras lenguas: “lo que es yo, no pienso ir”, “es mejor de lo que crees”...

    Ahorro fonético.
    La economía del genio ha alcanzado también a las repeticiones fonéticas. No se trata solamente de una cuestión cacofónica (de eso se hablará después), sino de que un fonema pueda adoptar dos valores: lo que en lingüística se llama haplología (que podríamos explicar como “simplificación”, pues “haplología” procede del griego haplóos, “simple”).

    Así, si la voz “ídolo” se junta con -latría (adoración) debería dar idolo-latría, pero se reduce a “idolatría”: y lo mismo pasa en palabras como simbolo-logía (que se reduce a “simbología” o trágico-cómico (“tragicómico”). Un fenómeno que el genio no ha olvidado, y que sigue vivo actualmente en “impudicia” (impudicitia), “autobús” (de auto y ómnibus), “apartotel (en vez de apartahotel, de “apartamento” y “hotel”), o la más arriba citada “amigovio” (amigo-novio), entre otras.

    La ley del mínimo esfuerzo se extiende en el español a determinadas perezas fonéticas, una necesidad no consciente de ahorrar energía articulatoria. El genio del español salió en eso más vago que su antecesor. Eso explica que praesepe se convirtiera en “pesebre”, o crepare en “quebrar”. Palabra tras palabra, evolución tras evolución, los fonemas se reacomodan movidos por una misma orden para hacer su pronunciación más fácil y economizar energía.

    La supresión de fonemas se extiende a la de oraciones enteras, en enlaces que cuentan con la inteligencia de quien escucha. Como en este ejemplo que nos presenta Graciela Reyes: “hablé de mi operación con el médico. Ahora operan con láser”. Donde se deduce que eso es lo que ha dicho el médico. O bien: “llamó Violeta. Se va el miércoles a Roma”.

    La polisemia.
    Esa economía lingüística que tanto le agrada al genio del idioma ha provocado la existencia de una notable polisemia. Al contrario de lo que pudiera pensarse a primera vista, el hecho de que una palabra tenga varios significados constituye una prueba evidente de austeridad. De ese modo, se reduce el número de voces que es necesario conocer, y la lógica de los significados que se le adhieren permite deducir inmediatamente lo que quieren decir en cada contexto.

    La palabra “pluma” tiene varios significados si la encontramos apoltronada en el Diccionario, pero sólo le daremos uno si la hallamos trabajando. En latín se escribía y pronunciaba exactamente igual que ahora (estamos de nuevo ante una palabra con miles de años, que nos ha llegado inalterada). Pero de aquel pluma, plumae a la pluma de la grúa, a la pluma del escritor (su utensilio o su estilo), a la pluma del afeminamiento masculino, o al peso pluma en el boxeo... van muchas decisiones del genio de la lengua gobernadas por su sentido económico. Las metáforas lexicalizadas han agrandado el sentido de las palabras: la hoja de papel, la hoja de la espada, la hoja de afeitar... el cometa y la cometa... la falda de la montaña... Y así como un escritor con buena pluma es alguien con estilo brillante, un actor con tablas es el que acumula mucha experiencia. Y el plural de pluma, “plumas”, sirve para definir un tipo de abrigo, de tan reciente creación léxica que aún no ha llegado al Diccionario.

    Es realmente admirable que aquellos mecanismos que sirvieron para crear dentro del idioma palabras como “venta” (lugar de hospedaje) o “gloria” (lugar abovedado de las casas antiguas que funcionaba como calefacción), ejerzan ahora el mismo poder y nos brinden “canasta” (acción de encestar en baloncesto), “acicate” (como “incentivo”; pero el acicate, traída del árabe, era una punta de espuela); o “embrague” (que viene de “briaga”: cuerda o maroma que se usaba en los lagares y toneles; en el Diccionario desde 1726) y “embragar”: “abrazar un fardo, piedra, etcétera, con bragas o briagas, y que ya estaba, en el Diccionario con el sentido mecánico en 1925, cuando los automóviles todavía no se estilaban mucho. (hasta 1984 no admite el Diccionario “embrague” como uno de los pedales del coche).

    La metáfora para ampliar el significado es frecuente incluso en el lenguaje científico que intenta ser preciso: vías urinarias, circulación de la sangre, cavidad paleal...

    Pero ahí reside la gran habilidad, la gran pirueta del genio: tendríamos que esforzarnos mucho si quisiéramos que esos significados diferentes para una misma palabra nos llevaran a la confusión. “Sueño” tiene doble valor en español,y por eso decimos “tengo sueño” y “tengo un sueño”, la misma diferencia que se produce entre “tengo sueño” y “tengo sueños”, o “está soñando algo” y “está soñando con algo”. El genio no propicia el error cuando se producen estas ambivalencias. “Fortuna” puede usarse con el mismo significado que “suerte”. Y diremos “¡qué suerte tiene Marta!”. Pero el genio del idioma siempre nos quitará de la cabeza la frase “¡Qué fortuna tiene Marta!” para referirnos a su suerte, porque en ese caso se puede dar a entender que es muy rica y se produciría la confusión; así que de una manera natural expresaremos “¡qué suerte tiene Marta!” mientras no queramos decir que atesora mucho dinero.

    La analogía tiene su técnica; hacen falta muchos años de uso general de una palabra con distintos significados para que ambos se aposenten en el idioma y demuestren que no hay peligro de confusión. La analogía está al servicio de la relación correcta entre dos términos y se rompe cuando el lenguaje se fuerza hasta tal punto que equivoca los sentidos. Ahora nos llega, por vía televisiva, la palabra “polígrafo” (el detector de mentiras que va reproduciendo en un gráfico las alteraciones del pulso, y que se emplea en algunos programas espectáculo para averiguar si algún personajillo dice o no la verdad). Porque “polígrafo” significaba en español “autor que escribe sobre diferentes materias”, tomando el prefijo griego poli- (procedente de polýs, “mucho”, escrito en griego con ípsilon y en formación aguda) y la raíz grafos (del griego graféin, “escribir”). Este nuevo polígrafo, sin embargo, se forma con la raíz griega polis, semejante a la anterior pero no igual. En este caso significa “ciudad” -de donde salió “policía”, politeia- y se escribe en aquel idioma con iota y en forma llana. ¿Puede el genio del idioma aceptar algo así? No lo parece. Se perciben como raras ciertas posibilidades: “el polígrafo dirá la verdad”, o “fulanito va a someterse al polígrafo”, porque una persona con cierta cultura (conocedora por tanto de la voz “polígrafo” referida al que escribe sobre muchas materias) no sabrá bien al principio de qué se le habla. La “máquina de la verdad” (o veromáquina, por inventar algo) ha escogido un nombre difícil para el genio del idioma.

    ¿Nos hemos confundido alguna vez al entender “tarde” como retraso en vez de como parte del día? Es posible que una persona viva noventa años sin que eso le ocurra ni una sola vez. La vieja palabra tarde significaba en latín (también con igual grafía) “fuera de tiempo”, “tardíamente”, y se relacionaba con el verbo tardo, “tardar”, mientras que la lengua de Roma para “la tarde” como parte del día contaba con vesper y serum. El latín latín, disponía, pues, de dos voces -tres en realidad- para dos conceptos diferentes, y el genio del idioma español lo redujo a un solo término, interpretando sin duda en aquel tiempo que cuanto ocurría al caer el sol llegaba con retraso. Mucho después, el genio abriría la puerta a “vespertino” como cultismo procedente del latín.

    En realidad, como explica Graciela Reyes, el significado no está en las palabras, sino en el reconocimiento de la intención con que se dicen las palabras. La mayoría de los signos lingüísticos son polisémicos, pero se trata de significados potenciales, que sólo se activan en el habla, escribe García Yebra. En francés existe rive y rivière para el español “río”. En español tenemos “pez” y “pescado” para el francés poisson, o “sueño” para el inglés dreamy sleep (el sueño ilusorio y el sueño de dormir poco, respectivamente); mientras que el corner inglés se puede traducir en nuestra lengua por “rincón” o “esquina” (según se trate del espacio interior o exterior de un ángulo), y fish por “pez” o “pescado” (según esté en el mar o en la sartén). Estos ejemplos y otros muchos que se podrían aportar (una palabra para dos, o dos para una) no vienen aquí a demostrar que un idioma es más rico o más pobre que otro (nada más lejos de nuestra intención), sino a dibujar ese impulso que sienten los genios de las distintas lenguas de dotar a una misma palabra con valores diferentes pero próximos, casi siempre en un esfuerzo económico.

    Este orden que mantiene el genio en todos sus actos afecta a un hecho realmente admirable: teniendo el español muchísimas palabras polisémicas, los errores en su empleo y comprensión parecen escasísimos. Y cuando se producen, casi siempre estamos ante un uso intencionado o chistoso.

    Porque el genio ha evitado lo que Gulliéron llamaba “patología verbal”: la que sucede cuando dos palabras, en virtud de los cambio fonéticos que han experimentado o por casualidades etimológicas, se hacen homófonas. Se necesita entonces una terapéutica: el hablante siente ahí, movido por el genio, la necesidad de modificar o sustituir la palabra que ya no le sirve.

    Ya hemos comentado el caso de sinister (el genio prefirió ezkerro para crear “izquierdo” y huir del significado peyorativo de “siniestro”). Esa misma reacción debió de producirse con bellum (“guerra”), cuando el genio del idioma tomó lapalabra gótica werra para evitar la confusión con bellus, que daría “bello”. En Argentina, “cocer” dejó paso a “cocinar”, para esquivar (con el uso habitual del seseo) la homofonía con “coser”.

    Una gran cantidad de hablantes sentía simultáneamente la necesidad de arrinconar el vocablo dudoso. Porque no les servía; y acudían a uno próximo. El genio de la lengua les iba incitando, pero sin prisa.


    (continuará)


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    Mensaje por Pedro Casas Serra Mar 24 Jun 2014, 07:25

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    La desaparición de un género. (pág. 170)
    Peor le fue al género neutro. El genio también vio que no le iba a servir de nada, porque carecía de función concreta. Sólo en determinados pronombres le parecía de alguna utilidad... Así que los tres géneros del latín -ah, los géneros, ese concepto gramatical que ahora se confunde con el sexo, como si alguna vez hubiera existido el sexo neutro- se redujeron prácticamente a dos.

    El neutro apenas presentaba ya diferencias propias que sirvieran de algo. Tal vez el hecho de que las terminaciones de nominativo y acusativo fueran iguales, y que ambos casos acabasen siempre en -a en el plural; pero poco más. (Esto último si tendría luego cierta importancia, porque ahí reside la explicación de esos nombres colectivos o genéricos terminados en -a que todavía utilizamos: “la madera” frente a “el madero”).

    En efecto, a menudo se daban sustantivos neutros con terminaciones masculinas, en tanto que otros tradicionalmente masculinos adoptaban a veces la terminación -a del plural neutro.

    El neutro lo puso en marcha el genio del latín para designar lo inanimado frente a los seres animados (personas y animales), pero ya en el siglo I antes de Jesucristo iba desapareciendo tal diferenciación. Muchos inanimados tenían género masculino o femenino, mientras que algunos animados se encontraban entre los neutros. Este desbarajuste le hizo cortar por lo sano y anular el género neutro, salvo en los demostrativos y algunos otros pronombres, y siempre en singular (“lo”, “ello”, “esto”, “eso”...), puesto que no se habían metido con nadie.

    La lucha de los géneros.
    Se puede considerar que el genio del idioma es machista. Por ejemplo, obliga a elegir el masculino cuando se produce una lucha de géneros en la sintaxis. Si decimos “los niños y las niñas de este año son más altos que los del año pasado”, al principio se produce una igualdad de géneros, pero luego se disuelve a favor del masculino en la concordancia. También gana el masculino cuando opera como genérico: “los alemanes son organizados y los españoles improvisamos mucho”. Se puede achacar esto a una inclinación conservadora que favorece al hombre, pero habría que plantearse dos salvedades.

    En primer lugar, se está hablando de género, no de sexo; el género y el sexo son dos cosas muy diferentes (por más que la influencia de la clonación inglesa gender = género -cuando aquí la traducción correcta es sexo- esté ocasionando algunos destrozos que suponemos poco del agrado de nuestro genio). Como hemos visto, los géneros en español son tres (masculino, femenino y neutro), mientras que los sexos sólo suman dos; los primeros funcionan en el terreno gramatical; y los segundos, en el terreno biológico (incluso hay un sexo mental que puede ser distinto del sexo biológico). Es decir, se trata de planos distintos de la realidad.

    En segundo lugar, podemos plantearnos si esta actitud del idioma que da preponderancia al masculino (en el nuestro y en otros muchos) no responde más al carácter tacaño del genio que a su propósito discriminatorio (insistimos en que, en todo caso, sería una discriminación gramatical, no legal). Porque si discriminatorio fuera, lo habría sido en todos los terrenos. Ya hemos visto en otro capítulo, por ejemplo, que es abrumadora la mayoría de palabras que terminan en la letra a. Estamos hablando del “genio” de la lengua y usamos un masculino para eso, y de hecho se nos presenta tarea difícil escribir la expresión “la genia”, pero llamamos a nuestro idioma “lengua materna”. No decimos “la genia” pero podemos decir “la genio” como decimos “un figura” o “Plácido Domingo es una figura de la lírica” o “ese actor es toda una estrella”.

    Las mujeres se libran igualmente de que las tilden de “monstruas” (además de esquivar algún insulto sólo masculino, como “calzonazos”; bien es verdad que los femeninos son más numerosos). Además, el genérico masculino se usa para lo bueno y para lo malo, y así la expresión “cinco ladrones entraron en la tienda” se emplea en ese género a pesar de que entre esos facinerosos hubiera cuatro mujeres, que de este modo desaparecen del delito. Por si fuera poco, cientos de profesiones que ejercen hombres y mujeres tienen una terminación en -a que no se puede sustituir por -o, mientras que casi todas las que terminan en -o sí se pueden convertir en palabras que concluyen con -a. (Entre aquéllas, “policía”, “guardia”, “pediatra”, “carmelita”, “dentista”, “electricista”, “lingüista”... y todas las que, innumerables, llevan esta terminación -ista que indica dedicación u oficio). Ya hemos dicho también que el femenino predomina como género a su vez en ciertos colectivos (“la banca”, “el arma de artillería”, “la concurrencia”, etcétera). Si el genio hubiera sido realmente machista, habría evitado estos desequilibrios, por inestables que resulten.

    Él mismo parece haber sido consciente en algún momento de cierta inclinación injusta por su parte, y ha sabido ponerse a la altura de las circunstancias. Ha propiciado ya muchos femeninos antes impensables (como “presidenta”) y seguramente creará algunos más, con su proverbial lentitud, a medida que perciba terminado el recorrido de la palabra en su evolución desde el participio presente al sustantivo: “gerenta”, “intendenta”, “militanta”... como ya admitió “dependienta” y otros similares. En cualquier caso, sigue otorgando su fuerza al artículo como auténtico señalador del femenino y el masculino: “la juez”, “la cantante”, “la agente”... como “la contralto”, “la soprano”, “la modelo”... Igual que “el pirata”, “el obstetra”, “el entusiasta”... También ha sido capaz el genio de arrinconar o corregir muchos significados asimétricos (“un profesional” y “una profesional”; “hombre público” y “mujer pública”, “un Fulano” y “una Fulana”, en todos ellos con un significado vejatorio para la mujer...), expresiones que antes no eran sinónimas y que ahora se alejan paulatinamente de aquella discriminación.

    El genio del idioma, por otro lado, ha colocado en el escaparate algunas fórmulas a las que pueden acudir los hablantes: “la persona” en vez de “el hombre” (en expresiones como “los derechos del hombre”); “la gente” (“la gente de la calle” en vez de “el hombre de la calle”), o “el pueblo” y “la sociedad” (“el pueblo alemán” o “la sociedad alemana” en vez de “los alemanes”).

    Todo esto no acaba con el problema, desde luego. Todavía quedan muchas expresiones anacrónicas (“hombre de bien”, “caballerosidad”, “hidalguía”, “machada” con sentido meliorativo...). Pero la ausencia de discriminación en la gramática no valdrá de nada si no está acompañada de la supresión del mismo problema en la sociedad (ya decimos que son planos de realidad diferentes). Buena voluntad sí se le ve al genio: actualmente se encuentra en el proceso de eliminar algunas discriminaciones lingüísticas. Viendo esas evoluciones en ciertas palabras, debemos pensar que poco a poco las ampliará a otras. Pero no podemos pedirle excesos que dañen su tacañería. Frases como “los alumnos y las alumnas que sean pequeños y pequeñas tendrán que salir al recreo con sus profesores y profesoras” resultan imposibles. Y no por prejuicios sexuales: su tendencia hacia la economía es ancestral, y eso va a arrasar cualquier intento semejante.

    El hablante podrá percibir con gran fuerza en su experiencia personal cómo debe medir cada término, inconscientemente, para no despilfarrar las sílabas ni los vocablos. Se trata de uno de los rasgos más elogiables del genio del idioma: los pensamientos son rápidos, y las frases que los reproducen no pueden alargarse porque de ese modo se ocasionaría un desacomodo excesivo entre las dos velocidades, la de pensar o sentir y la de expresarse. Y además las frases llegan mejor al pensamiento del lector si no se le obliga a separar lo útil de lo superfluo, sino que se le da el trabajo ya hecho porque todo aquello que se ha escrito cumple una función determinada y certera.


    (continuará)


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    Mensaje por Pedro Casas Serra Miér 25 Jun 2014, 11:29

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    Y misterioso. (pág. 182)
    A veces los caprichos del genio nos lo presentan como un ser misterioso. Aunque conocemos sus motivos para la mayoría de las decisiones que tomó, lo desconocemos todo de otras. Y aún tenemos abiertas muchas interrogantes, algunas de las cuales hacen pensar de nuevo en una reunión de genios idiomáticos que hubieran adoptado determinados acuerdos.

    ¿Por qué existe tanta proximidad en diversos idiomas entre las palabras “nueve” y “nuevo”? Tenemos nine y new en inglés, nou y nou en catalán (idénticos), neuf y neuf en francés (iguales también), neun y neu en alemán, nove y nuovo en italiano, nove y novo en portugués, ni y ny en noruego, navah y na'va en sánscrito... Podemos acudir, desde luego, a la sostenible teoría de que estas lenguas proceden de troncos comunes y de ahí el parecido por vía de casualidad. Pero ¿qué ocurre con el apartado euskera, donde “nueve” y “nuevo” se dicen bederatzi y berri? ¿Demasiada casualidad? Tal vez; sin embargo ¿por qué pasa lo mismo entre “ocho” y “noche”: eight-night (inglés), huit-nuit (francés), vuit-nit (catalán), otto, notte (italiano), acht-nacht (alemán), oito-noite (portugués)... donde además se puede observar que es más fuerte el parecido entre dos palabras dentro de un mismo idioma, que existe entre cada uno de ellas y sus equivalentes en las otras lenguas (hay mas proximidad entre acht y nacht o huit y nuit que entre acht y huit o huit y eight).

    Conocemos la relación entre chapeau, “capelo” y “cabeza” (una relación que alcanza incluso a la “capucha”, al “capuz” y a la txapela del euskera, en este caso influido por el latín): todos estos vocablos arrancan de capitis. En español, “sombrero” significa lo mismo que en francés chapeau, pese a escribirse y pronunciarse de forma muy diferente. Ambas palabras no tienen relación, y “sombrero” se escapa de la serie; pero sabemos también de donde sale (de “sombra”). Al contrario de lo que sucede en el siguiente caso.

    En el inglés, existe una relación entre wind y window, como en español entre sus equivalentes viento y ventana. Pero ¿por qué se vinculan aquí tanto en su relación semántica estas dos lenguas distantes, mientras que las demás -incluido el alemán, tan próximo del inglés- se alían con el latín fenestra para dar finestra (italiano), fenêtre (francés), el alemán Fenster o el antiguo finiestra del Mío Cid? ¿Tuvo ese poder la fuerza analógica del genio del idioma español para vincular la “ventana” con el “viento” y arrinconar la expresión latina? ¿Es una casualidad que el genio del inglés decidiera lo mismo? Pero, sobre todo, ¿de dónde demonios viene fenestra, con qué otra palabra se puede relacionar?

    ¿Y por qué no hay en español un término que traduzca la voz latina amita (tía, hermana del padre) ni su complementaria matértera (tía, hermana de la madre)? El español dice normalmente “mi tía” sin precisar si el parentesco viene por parte del padre o de la madre, una pérdida frente al latín. Al genio dejó de interesarle esa diferencia, pero ¿por qué?

    Hay más preguntas posibles sobre estos misterios. ¿Por qué el verbo “desear” necesita siempre un subjuntivo como apoyo cuando le sigue una oración subordinada? ¿Por qué el verbo “querer” no funciona igual gramaticalmente cuando significa lo mismo que “desear”? Decimos “quiero que te diviertas” y “deseo que te diviertas”; pero “deseo que te hayas divertido” y no “quiero que te hayas divertido”.

    Son cosas del genio de la lengua.

    Podemos conjeturar que el verbo “querer” sólo se proyecta hacia delante (“deseo que hayas sido tú”, pero no “quiero que hayas sido tú”)... Sin embargo, no sabemos bien la razón: el genio tiene sus secretos.

    Los filólogos aún se preguntan también por qué unas palabras latinas iniciadas con una f pasaron al castellano con ésta convertida en h, mientras que otras mantuvieron el sonido original. Barajan ciertas hipótesis, claro; pero no han resuelto este misterio.

    Son muchos, pues, los enigmas; aún no sabemos qué le hizo adoptar determinadas decisiones, con qué relacionó algunas raíces. El genio de la lengua no habla, no sabemos dónde está. Sólo podemos deducir su personalidad a través de sus actos. Quizá algún día la aparición de una lápida antigua, el descubrimiento de una ciudad escondida, la inscripción en una vasija de porcelana hallada en un yacimiento arqueológico... Seguiremos a la espera.


    (Continuará)


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    Mensaje por Pedro Casas Serra Jue 26 Jun 2014, 04:45

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    De "EL GENIO DEL IDIOMA" de Álex Grijelmo. Taurus, 2004.


    Estricto con los sonidos. (Pág. 187)
    Estricto -y eficaz- se ha mostrado nuestro personaje con los sonidos de la lengua española. Algunos grupos de palabras viables en otros idiomas son imposibles en español. Las combinaciones inexistentes en nuestro léxico -pero posibles en otros- son casi innumerables. Baste decir que el genio de nuestra lengua se fija sobre todo en la posición de las consonantes y, en el plano fonético, en los distintos tipos de vocales. Así, no admitirá nunca una combinación schw como en el alemán schwankende; ni la sucesión de dos mm como podía ocurrir en latín (summum); ni la terminación en una m que sí aparece en latín, árabe o inglés... (quorum, imam, dream, respectivamente);  ni el dúo sr en ningún lugar de la palabra; ni los grupos pv, vg, ts, tz, tx ni ms, posibles algunos de ellos en otros idiomas... Y sus plurales de sustantivos los forma con ese, y no con las íes del italiano que le dan a esa lengua su sonido propio; tan peculiar para nosotros, que no tenemos muchos sustantivos terminados en i (y de entre ellos, gran número no son patrimoniales).

    A la hora de aceptar sonidos finales de palabra, en español valen todas las vocales, aunque con muy desigual frecuencia (la u aparece en escasos ejemplos); mientras que sólo algunas consonantes disfrutan de ese privilegio -únicamente ocho de las más de veinte de nuestro alfabeto: n, s, d, l, r, y, x, z- y varias de ellas con muy poca producción al respecto.

    Para empezar, la u da fin solamente a 152 palabras, frente a 33.932 de la a y 18.804 de la o. Y entre las consonantes, la j termina sólo 21 vocablos; la x, 67; y la t, 147 (en este último caso, casi todos son de origen extraño al español, y de difícil plural); frente a los 15.195 de la r, los 2.078 de la l y los 1.224 de la d.

    Es decir, que el genio de la lengua sólo ha permitido realmente a doce letras situarse al final de una palabra. Y podemos sostener por tanto que las voces terminadas en el resto de los sonidos o grafías van también contra el genio del idioma.

    Más estricto aún se ha demostrado con las esdrújulas: ninguna voz propia del castellano que forme parte de ese grupo puede terminar en letra distinta de una vocal, la n o la s: “íntimo”, “hipérbaton”, “galápagos”. La predilección del genio por estas tres terminaciones (vocal, n y s) se aprecia también en que no permite que ninguna otra letra cierre una forma verbal (excluimos el infinitivo y el imperativo): “hago”, “haces”, “hacen”, “vengo”, “vinieras”, “vendrán”, “labro”, “labrarán”, “labrarían”...

    Vuelta de tuerca.
    Otra cuestión son los fonemas. Porque en los párrafos anteriores hemos hablado de los grafemas. Y con los fonemas el genio aprieta un poco más las tuercas, en su estricto carácter. Aquí damos por desechada fonéticamente también la letra t, puesto que incluso las palabras más aceptadas y empleadas que la usan son claramente ajenas al castellano, hasta el punto de que muchas de ellas cuentan con una grafía alternativa que excluye esa consonante: “accésit”, “acimut”, “argot”, “ballet”, “bidet” (“bidé”), “boicot” (“boicoteo”), “cabaret” (“cabaré”), “carnet” (“carné”), “chalet” (“chalé”), “debut” (“debú”), “paquebot” (“paquebote”), “parquet” (“parqué”), “plácet”, “vermut” (“vermú”), sóviet”, superávit”... la t desapareció del español patrimonial en el siglo XII como letra final de palabra, y aun entonces ya sólo estaba agarrada a las terminaciones verbales (saliot, por ejemplo, que daría “salió”). Desde entonces les resulta incómoda a los hablantes naturales del español, que no son capaces además de añadirle una s para el plural.

    El genio del español excluye, pues, la t y en final de palabra tiende a suprimirla en aquellas que vienen del francés, arreglándoselas así para formar más fácilmente ese plural. Pero tampoco le agrada demasiado la d. Esto parece evidente, mas la realidad nos dice también que, a pesar de su criterio, ha acabado aceptando algunas razones a favor de la d final. Digamos que en ocasiones el genio del idioma acepta propuestas a regañadientes; y luego procura que su disgusto se note. De hecho, ya había suprimido muchos sonidos /d/ finales en el paso del latín al castellano (aliquod se convierte en “algo”, ad se queda en “a”...).

    Todavía ahora, muchos hispanohablantes no pronuncian el fonema /d/ a final de palabra, y algunos no lo pronuncian bien: por ejemplo, en “Madrid” reemplazan la /d/ por una /z/ -Madriz-, mientras que otros -en la zona catalanohablante de España- acuden al sonido /t/ (que también se emplea en Colombia y algunos países hispanoamericanos para igual cometido); y otros se refugian en la terminación más natural de /í/ (Madrí). Incluso cuando se liga el final de una palabra terminada en d con el comienzo de otra empezada por vocal se producen errores prosódicos: “Damos los resultados de la jornada: Madrí uno, Celta uno”, por ejemplo (también tenemos las versiones “Madri-zuno” y “Madri-tuno”), en vez del más adecuado “Madri-duno”. Ocurre lo mismo con nombres propios de persona terminados en d y acompañados de un apellido que empieza por vocal: “Davi-zAlonso”, en vez de “Davi-dAlonso”. Sin embargo, no ocurre lo mismo con otras terminaciones en consonante: “Cádi-zuno, Burgo-suno”; o “Barcelona de Guayaqui-luno, Deportivo Cali, uno”, en los que si se produce la unión silábica entre la consonante final y la vocal siguiente.

    La dificultad de esa d final la observamos asimismo en pronunciaciones vulgares como /verdá/ , /usté/ , y /¿verdá usté?/ , entre otros muchos ejemplos. En algún documento del siglo XVI se leen también grafías como Navidá. Y tenemos otro caso de esa refracción en los imperativos que el vulgo sustituye por infinitivos: “hacer esto ahora mismo”, en vez de “haced”. Estos problemas vienen de lejos, pues, y nos hablan de un gobernante del idioma que se siente incómodo con ese final de palabra.

    La d ha pasado la severa criba por los pelos, tal vez haciendo valer que en muchas zonas donde habita sí se pronuncia correctamente. Y tal vez gracias también a que su plural no resulta incómodo (al contrario que en las voces terminadas en t), puesto que se le añade una e con toda naturalidad (“vid”, “vides”; “navidad”, “navidades”). En algunas zonas, la correcta pronunciación de la d final sirve ahora para identificar a una persona culta, como hace siglos el grupo mn diferenciaba entre los letrados que pronunciaban /solemne/ y aquellas personas, de más baja condición, que proferían /solene/. No podemos decir con seguridad que las pronunciaciones de “Madrid” que hemos citado vayan contra el genio del idioma en su manifestación popular, sino contra la tendencia culta (de la que también cuida, mal que le pese).

    El idioma español, pues, vive una cierta tensión con esta consonante final d, muestra de las diferencias entre las dos fuerzas que se han producido históricamente. Y el caso es que ahora, cuando algunos pretenden colocar en el acervo léxico palabras extranjeras de extraña pronunciación so pretexto de que la lengua lo soporta todo y evoluciona sin problemas, el mensaje que nos envía el genio del idioma representa lo contrario: la supuesta evolución tal vez se produzca al revés. Incluso un fonema como la /d/ a final de palabra que fue incorporado a la norma hace siglos -hablamos del fonema, no de la letra- puede acabar desapareciendo o al menos alterarse o mudarse como ocurrió cientos de años atrás con otras consonantes incómodas y con ella misma en su paso del latín al castellano. Habremos de permanecer atentos a ese proceso, pues no ocurrirá de la noche a la mañana: ya hemos visto qué desesperadamente lento es nuestro genio.

    La desafinación.
    Todos los lingüistas y los historiadores de la lengua han sentido la necesidad alguna vez de encontrar una alternativa a la palabra “latín” para evitar alguna reiteración. Es posible que les haya venido a la cabeza la expresión “el idioma de Roma”. Pero ninguno la habrá escrito, porque en el momento en que eso se percibe mediante la subvocalización típica de nuestro cerebro (que no oye pero escucha, que no dice pero pronuncia)  se aparece el genio de la lengua para advertir del desatino. Nunca le agradará u-na redundancia fonética de este calibre. Sobre todo porque tiene alternativas: la lengua de Roma, el idioma de los romanos.

    Al genio le preocupa la música de las palabras, y en parte por eso ha dejado alternativas como “quizás” y “quizá” (la primera para preceder a vocal, la segunda para preceder a consonante); o “cantara” y “cantase”, para aligerar las oraciones de sonidos / s / o sonidos / r /, según pueda interesar, por ejemplo si se ha usado muy cerca de ellas la palabra “manera” o “madera”, o “frase” o “fase”: “le dijo que no lo hiciera de esa manera” (“le dijo que no lo hiciese de esa manera”). Seguramente, también la supervivencia de la conjunción adversativa “mas" -poco usada en la lengua hablada- se debe a su utilidad para evitar la cacofonía de “pero” (por ejemplo en “pero para eso hace falta...”).

    De hecho, algunos fenómenos gramaticales sólo se explican por la obsesión eufónica del genio. Por ejemplo, la colocación del artículo determinado masculino (“el”) frente a nombres femeninos que comienzan por a acentuada (“el hacha”, “el águila”, “el habla leonesa”, “el área pequeña”...) o la tendencia a no terminar una frase hecha en una palabra mososilábica si existe una alternativa mediante el intercambio de los términos. Nunca decimos “de cabeza a pies” sino “de pies a cabeza”.

    El genio no disculpa que alguien escriba “tras tres siglos” si tiene la posibilidad de elegir “después de tres siglos”, como tampoco admite un largo sujeto si se puede situar el verbo por delante y mejorar el ritmo de la frase. No le gusta la acumulación de adjetivos alrededor de un sustantivo (“la embravecida y peligrosa extensa mar profunda y azul”...), ni las aposiciones pueden romper un sintagma coherente y unido (“no es menos importante, a nuestro juicio,en el problema, la escasez de dinero”, frente a “no es menos importante en el problema, a nuestro juicio, la escasez de dinero”)...

    El genio del idioma sería un buen escritor. Para empezar, la ausencia de cacofonías ya constituye un primer grado de eufonía. Si se evita la sucesión de monosílabos (“las personas a las que se les han limitado”), si la última sílaba de una palabra no es igual a la primera de la siguiente, si nunca termina una voz en s cuando la que va a continuación comienza por r (salvo casos inevitables: “los reyes”)... eso acaba sonando bien.

    El cuidado por el ritmo y los sonidos ha producido muchos casos de analogía y asimilación fonética incluso dentro de una sola palabra. Por ejemplo, directus debería haber fabricado, en su evolución patrimonial, la voz direcho. Pero la e acentuada influyó sobre la e inicial para producir “derecho” y mejorar su sonoridad (y facilitar la pronunciación, desde luego). También se da asimilación -pero de consonantes- en “ceniza”, que de otro modo habría dado cenisa; porque la boca queda mejor articulada para pronunciar un segundo sonido / z / después de haber proferido el primero, mientras que la / s / presenta más dificultad.

    Y como el genio sigue siendo el mismo, hoy en día decimos “in fraganti” cuando creemos acudir a la expresión latina in flagranti (es decir, “en flagrante delito”, “con las manos en la mana”).  Pero ahí influyen en la memoria palabras como “fragante” o “fragancia”, y la mayor comodidad en esos sonidos frente al extraño fl combinado con un posterior gr que acaba desplazando la r a la primera sílaba. (La combinación de consonantes fl no es incómoda en sí -decimos “flamante” sin problemas, aunque se trate de un cultismo-, sino que la convierte en molesta el segundo grupo, gr).

    Y también se da lo contrario (la disimilación), pero con el mismo objetivo de evitar la cacofonía. Eso pasaba ya en el latín (el genio acepta una herencia inmensa): la terminación -alis (que servía para formar adjetivos) se transformaba en -aris cuando en una sílaba anterior y próxima aparecía el fonema / l / ; así, por una parte, se formaban los adjetivos actualis, annualis, floralis, legalis, naturalis... y  por otra angularis, auxiliaris, familiaris, molaris, popularis, saecularis, solaris, velaris, vulgaris... . Porque habrían sonado mal, al oído del genio, angulalis, auxilialis, familialis, molalis, populalis, saeculalis, solalis, velalis o vulgalis. Es decir, lo mismo que probablemente pasó con un intermedio fragrante, en el que las dos erres terminaron siendo incómodas y sonando mal.

    La disimilación se produce, pues, al evitar la inquietante semejanza entre dos sonidos de una palabra. Así, viginte daba viinti, pero se disimuló en “veinte”. Y dicir (proveniente del latín dicere) se transfiguró en “decir”. La voz latina robur derivaría en robre, pero el genio de la lengua la mutó en “roble” para mejor pronunciar (lo que no ha evitado el apellido “Robredo” o el topónimo “Robregordo”, entre otros similares que, por menos usados, no han incomodado tanto al oído del señor del idioma). También carcer huye del lógico cárcer para quedarse en “cárcel”, y marmor  da “mármol” porque no le gusta el mármor que le habría correspondido por la evolución fonética... Y con la búsqueda de una mejor pronunciación esquivamos “vayámosnos” y elegimos “vayámonos”. Y no decimos “verdurero” porque nos suena mejor “verdulero” (el genio ni siquiera ha permitido el doblete, y “verdurero” jamás fue autorizada a entrar en el paraíso de las palabras.

    Ese sentido del oído le ha hecho añadir una r en determinadas ocasiones, para aprovechar su fuerza sonora. Tonus del latín, daba tueno en castellano; pero un sonido como el que esa palabra representaba no podía quedarse así. Y por eso decimos “trueno”. No debía de andar lejos el genio de los sonidos, el que construyó palabras como “tremendo”, “trepar”, “arrastrar”, “rasgar”, “romper”... los fonemas que seguramente se usaron en Atapuerca y con cuya herencia se cambiaron tantas erres de sitio para dar fuerza a todo el sonido del castellano (semper vira hacia “siempre”, quattuor da paso a “cuatro”...).

    El gusto del genio por relacionar sonidos y significados está presente en las onomatopeyas (“susurro”, “bisbiseo”, “tintineo”, “titilar”, “tormenta”, “arrullo”, “farfullar”, “cuchicheo”, “aullar”, “guirigay”, “estruendo”, “chapotear”, “chiscar”... la lista sería muy larga); pero también en otros aspectos. Por ejemplo, en su enigmática manía de vincular el sonido / i / con la idea de pequeño (“nimio”, “milimétrico”, “ínfimo”, “miniatura”, “infantil”, “birria”, “chisgarabís”, “minucia”, “disminuir”, “chiquitín”, “miseria”, “microbio””...), así como los afijos -ito, -illo, -ico...; mientras que / a / y / o / reflejan lo grande (“descomunal”, “faraónico”, “grandilocuente”, “megalómano”, “ampuloso”, “aparatoso”...), como también lo hacen los afijos -ón, -azo, -ota, -ona... .

    Estos fenómenos de disimilación se deben al gusto colectivo (y por tanto natural) de evitar en el habla corriente la repetición próxima de lo igual o semejante. Los buenos prosistas latinos siguen, consciente o inconscientemente, esta tendencia de la lengua, explica García Yebra. Y los buenos escritores permanecen atentos a las inclinaciones del genio del idioma.

    La virtud en el verso puede ser vicio en la prosa. El mejor procedimiento para conseguir la eufonía en prosa es evitar la cacofonía. Para eso hace falta oído, y el genio lo tiene. Como lo tiene el genio de la música.

    Otra característica del oído de nuestro personaje consiste en que no le gustan las sucesiones de monosílabos; y ha previsto para evitar esos golpes monótonos de voz algunas posibilidades. Si se encuentra la frase “no les da regalos a los que les resultan incómodos” (donde el grupo “a los que” constituye una sucesión de monosílabos átonos, frente al grupo “no les da”, en el que “da” tiene la fuerza tónica superior), el genio ofrece la alternativa “no les da regalos a aquellos que le resultan incómodos”; o bien “no les da regalos a quienes le resultan incómodos”. Una frase como “si a los que les ven mal les suspenden” no sería, pues, de su gusto, por culpa de los cinco monosílabos átonos iniciales.

    Viene todo esto a abundar en que al genio no le dan igual los sonidos, y en ningún momento se ha mostrado indiferente ante ellos: al contrario, todo su gobierno se ha basado en obras públicas que tenían como misión encauzar este caudal de fonemas del que dispone nuestro idioma y que le han llegado de diversas lenguas.

    Hace muchos siglos que el genio del idioma añadió y quitó letras para acomodar los vocablos. Ya en el paso del latín al castellano colocó al comienzo de palabra una e por delante de la s si ésta iba seguida de consonante: sperare dio “esperar”; stare, “estar”; schola, “escuela”... y lo mismo pasó con el helenismo spatha (“espada”) y con cientos y cientos de términos. Más de mil años después, el fenómeno continúa: stress se convierte en “estrés”, snob da “esnob”, de smokin obtenemos “esmoquin”, de scanner escribimos “escáner”, y el slogan se ha convertido en “eslogan”...Lo cual nos deja imaginar para algún futuro próximo palabras como “esquás” o “esprín” (de la que saldría “esprínter”, o tal vez “esprintador” o “esprintero”). Tales vocablos estarán de acuerdo con el genio del idioma, lo que equivale a decir que las grafías actuales squash y sprint van contra él. De hecho, en nuestras bocas están ya con todos los fonemas que ampara el genio de la lengua. Y el genio del idioma, aprendida la lección del latín, parece muy interesado en que se produzcan muy pocas diferencias entre el español escrito y el hablado. Esas mismas naturalizaciones hacen que el franc se le llame “franco”, al mark “marco” y al rubl “rubo”.


    (continuará)


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    Mensaje por Pedro Casas Serra Vie 27 Jun 2014, 03:39

    Gracias a ti, Meli, por tu interés. A mi también me pareció muy interesante, cuando la leí, esta obra de Álex Grijelmo; por eso, he traído algunos trozos de la misma.

    Personalizar, como él hace, al idioma en un genio, a parte de ser una idea genial, permite tratar el tema con amenidad, y descubrimos cosas sorprendentes y útiles para alguien que quiere escribir poesía.

    El idioma somos todos y es de todos, aunque -no seamos ingenuos- en muchas oportunidades históricas ha sido secuestrado por unos pocos que, en beneficio propio, han querido usarlo como instrumento de poder. Pero, de eso, el idioma no tiene la culpa.

    Un abrazo.
    Pedro

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    Mensaje por Pedro Casas Serra Vie 27 Jun 2014, 07:16

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    De "EL GENIO DEL IDIOMA" de Álex Grijelmo. Taurus, 2004.


    Los acentos, tan fáciles. (Pág. 199)
    Pero la gran estrella de su criterio con el oído es la acentuación. Para empezar, el genio no ha permitido una sola frase con más de ocho sílabas en la que no exista un acento que predomine sobre los demás (no estamos hablando de palabras, sino de frases; porque también existe una acentuación de frase). Eso ha ocasionado que el romance (la composición poética por excelencia en español) se base en las ocho sílabas por verso. Es la métrica del canto a lo llano en Castilla, de los corridos mexicanos, de la isa canaria, de las tonadas tradicionales chilenas, de la jota navarra o la aragonesa... y de sinfonías poéticas firmadas por Lorca, Machado o Rubén Darío.

    El sistema de acentuación en español se mantiene casi intacto desde hace cientos de años. Han cambiado los criterios de expresión gráfica de esta carga tónica, pero no el sonido. Incluso suman pocos los casos de palabras latinas que hayan modificado su acento al pasar al español, y todos ellos se pueden agrupar bajo ciertas subreglas.

    El sonido de las palabras lo llevamos en las entrañas, hasta el punto de que está demostrado que un bebé ya distingue cuáles son de su idioma y cuáles no. Las combinaciones de letras y sonidos en una lengua no son tantas como parece.

    Por ejemplo, el genio del español apenas ha permitido a unas cuantas letras situarse a final de palabra, como ya hemos visto: las cinco vocales y las consonantes n, s, r, l, d y z son las realmente autorizadas. Sí, algunas otras palabras terminan en letras distintas de éstas, pero son muy escasas y generalmente se trata de extranjerismos.

    De entre las vocales, la u sale claramente perjudicada. En las consonantes, las más agraciadas son la n y la s, que están por detrás de la r en cuanto a entradas en el Diccionario, pero sin olvidar que con n y s se forman todos los plurales en español (en las conjugaciones verbales y en los sustantivos), lo cual multiplica sus posibilidades.

    El español medieval contaba con pocos nombres y adjetivos que terminaran en vocal tónica (acentuada prosódicamente). Después, las palabras árabes que se presentaban a la puerta del genio debían modificarse para ser tomadas como préstamo, y entendieron bien qué consonantes debían escoger para su terminación: n, r, l... (por eso tenemos “adoquín”, “alquiler” o “albañil”). Pero en otros casos se mantuvo la vocal tónica, lo que amplió las posibilidades fonológicas del español, porque el genio estaba en la época de formación y tenía los criterios más flexibles.

    Todo esto es importante, porque el genio tenía que basar sobre estos datos sus normas de acentuación ortográfica. Y, realmente, aquí obró con una sencillez deslumbrante que podemos ver con claridad si desbrozamos las complicadas normas que explican las gramáticas.

    En español, a efectos de acentuación las palabras se concentran en dos grupos exclusivamente:

    1. Las que acaban en vocal, en n o en s, y que tienden a ser llanas (o “graves”). Es decir, la mayoría de estas palabras tiene el acento en la penúltima sílaba.

    2. Las que acaban en cualquier otra letra, y cuya tendencia natural es a ser agudas. Es decir, la inmensa mayoría de estas palabras tienen el acento en la última sílaba.

    Establecidos estos dos grupos, el genio decidió que sólo llevaran acento gráfico las palabras que violen cada una de estas tendencias naturales: las que terminando en vocal, n o s son agudas; y las que, terminando en cualquier otra letra, son llanas. Dicho de otro modo: llevan tilde las que van contra la tendencia natura. Así pues, el acento gráfico es una multa que ponemos a las palabras por contravenir la costumbre de su grupo.

    En estos tres párrafos precedentes se resumen las reglas de los acentos en español, y cualquiera que los comprenda dejará de cometer faltas de ortografía con ellos.

    ¿Por qué decidió el genio de la lengua colocar entre las palabras que no se acentúan a las que terminan precisamente en vocal, n o s? Ésa fue una sabia decisión, sólo explicable por la mitológica imaginación de nuestro protagonista: porque así abarcaba el mayor número de términos en español, al incluir las vocales (tendencia natural en las que terminan las palabras de nuestra lengua) y las que forman el plural de nombres y verbos (la s y la n). Las terminaciones en vocal suman 64.920 palabras, sobre un total de 91.968 entradas de diccionario (al hablar de “entradas” se entiende que de cada verbo, por ejemplo, sólo está el infinitivo, y sólo el singular de los sustantivos, etcétera). Y si se les agregan las acabadas en n o s -excluidos todavía los plurales-, la cifra asciende a 72.504. Es decir, más del 80 por ciento de las palabras de nuestro idioma se incluyen en el grupo que precisamente tiene tendencia a no acentuarse.

    Según datos relativos a la edición del Diccionario de la Real Academia de 1992, donde figuran 85.186 vocablos, llevan tilde o diéresis (es decir, signos diacríticos) 15.899. Eso significa que el genio del idioma no hizo mal su trabajo, pues redujo la tarea de acentuación al mínimo esfuerzo, ya que 69.287 palabras (el 81,3 por ciento) no la precisan.

    Pero en este estudio nos encontramos un dato más llamativo todavía: de entre las palabras acentuadas (repetimos, 15.899 palabras acentuadas en total), terminan en vocal, n o s nada menos que 15.517. Por tanto, ¡sólo 382 palabras -cráter, carácter, árbol, látex...- violan la norma según la cual si terminan en cualquier otra consonante no deben llevar acento prosódico en la penúltima sílaba!

    ¿Y qué pasa con las esdrújulas y las sobresdrújulas? Nada: entran en el primer grupo, puesto que no tienen el acento prosódico en la penúltima sílaba y siempre terminan en vocal, en n o en s. Por tanto, contravienen la norma y pagan la multa.

    El sistema académico de explicar la acentuación tal vez no sea muy del agrado del genio, a quien ya sabemos sencillo y claro. Porque el método que se ha enseñado tradicionalmente hasta ahora en español obliga al estudiante a clasificar las palabras en seis grupos: agudas acabadas en vocal, en n o en s (que llevan tilde); agudas acabadas en otra letra (que no llevan acento gráfico); graves acabadas en vocal, n o s (que tampoco lo llevan); graves acabadas en otra letra (que sí llevan); esdrújulas (que se acentúan todas) y sobresdrújulas (que también). Realmente, es más sencillo agrupar todas las palabras en los dos únicos grupos ya referidos.

    Superado todo eso, sólo queda preguntarse por los diptongos. Pero esta tarea también parece sencilla: la tendencia natural de los diptongos es formar una sola sílaba (“paria”), y si se pronuncian como dos (“paría”) deben llevar tilde por la misma razón que se expuso antes: porque hay que pagar la multa de contravenir la tendencia natural de las cosas (ya sabemos que el genio del idioma es estricto). En el colegio nos explicaron que hacía falta poner el acento “para romper el diptongo”; pero en realidad hace falta colocarlo “porque se rompe el diptongo”. (Recuérdese: toda tilde denota una infracción).

    Por cierto, el hiato, o separación de las vocales de un diptongo, era frecuente en los comienzos del latín. Pero ninguno de esos casos de la lengua de Roma ha sobrevivido en las palabras patrimoniales españolas, lo cual da idea de con qué fuerza la tendencia natural del castellano es la unión de las vocales cuando van juntas.

    Finalmente, ya sólo quedarán las palabras monosilábicas y las que se acentúan para diferenciarse de otras homófonas pero no sinónimas: “té” y “te”, “éste” y “este”, “sólo” y “solo”, “dé” y “de”, “sé” y “se”... Esta cuestión apenas plantea problemas si se atiende a la entonación de frase. De hecho, los quince monosílabos que tienen acento diacrítico son tónicos frente a sus correspondientes grafías sin tilde, que son átonas: “y te doy” (átona), frente a “y té doy” (tónica).

    El genio de la lengua bien podía sentirse satisfecho de todo este sistema de acentos, porque otorga a la escritura del español una ventaja de la que carecen otros idiomas de acento libre (como el portugués, el italiano, el inglés, el alemán, el euskera, el gallego, el catalán y el ruso): la de haber descubierto la forma de indicar la pronunciación exacta de cada palabra y, por tanto, su significado preciso (frente a lo que ocurre en inglés, por ejemplo, donde podemos encontrar record, entre otras palabras, con dos acentuaciones prosódicas distintas -y dos funciones diferentes, como verbo o como sustantivo- para una sola escritura; algo que le resulta extrañísimo a cualquier hispanohablante).

    El sistema de acentuación organizado por el genio del idioma tiene, pues, una función utilísima: saber cómo se pronuncia exactamente una palabra que leemos por primera vez y saber cómo se escribe un término que acabamos de escuchar también por vez primera. Eso nos permite ir aumentando el vocabulario particular de cada persona con precisión y seguridad.

    Interrogaciones y exclamaciones.
    En los últimos años, ha llegado a diversos textos escritos en español la moda de usar sólo la interrogación o la exclamación de cierre, suprimiendo la de apertura. Traen esta costumbre los diseñadores gráficos, los publicistas, los importadores de tecnología y los creadores de programas para telefonía celular. Todos ellos deben de estar preguntándose por qué usar dos signos en español si al inglés o el francés les basta con uno. En este caso son invadidos por la tendencia del genio hacia la economía de esfuerzos, pero olvidan otros criterios que el propio genio maneja.

    Porque, en efecto, el inglés, el francés y otras lenguas que indican ya desde el principio de la pregunta -aunque no de manera infalible- que el lector ha de disponerse a entonar la frase como tal. Pero la libertad sintáctica del español hace necesario emplear los dos signos, para anticipar en la lectura la naturaleza interrogativa de la frase que sigue. Y no digamos con las exclamaciones. Al español se le supone más cantarín, porque las preguntas no dependen de la estructura sintáctica sino de la entonación.

    No sólo el genio del idioma español tiene muy desarrollado su oído, sino que, por los métodos habituales que él empleó en la historia (sutiles y subrepticios), ha provocado que lo desarrollen también todos los hispanohablantes. Porque hace falta sutileza para coger al vuelo las diferencias entre las frases “qué techo”, “qué te he hecho” y “que te echo”; entre “la ventura” y “la aventura”; entre “nos sienta bien” y “no sienta bien”; entre “los Pérez nos son simpáticos” y “los Pérez no son simpáticos”; entre “rico y responsable” y “rico irresponsable”. En cualquier caso, siempre caben soluciones parciales: quien no sepa entonar bien y diferenciar por tanto entre “¿qué te he hecho?” y “¿qué te echo?” dirá seguramente en el primer supuesto “¿qué te he hecho yo?”.

    Ese oído del genio del idioma ha sido percibido extraordinariamente por nuestros mejores poetas. Ellos han combinado los acordes de las oraciones y las frases, y han cuidado las notas de las sílabas y el ritmo de los acentos. El oído de nuestro señor de la lengua ha originado las canciones populares y los romances de ciego recitados de aldea en aldea, y ha mantenido en la memoria todas esas historias que contaban, gracias a las reglas nemotécnicas de las rimas y las estrofas, y sobre todo a su entonación. Nuestra lengua no sería nada sin sus sonidos y sus combinaciones de fonemas, tan imperceptibles y tan perennes que hasta suenan con toda su fuerza en nuestra mente cuando sólo estamos leyendo.


    (Continuará)


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    Mensaje por Pedro Casas Serra Sáb 28 Jun 2014, 13:30

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    Creativo con las palabras. (Pág. 225)
    Pero donde más luce el genio de la lengua su genialidad es en la creación de palabras, con verdaderos hallazgos obtenidos en su propio acervo. Esta cualidad no debe pasar inadvertida a los hablantes, a veces decepcionados injustamente con él; porque las soluciones existen. El genio de nuestro idioma sigue siendo el mismo -como hemos pretendido demostrar- que aquel inspirador del alumbramiento que dio lugar a la lengua castellana. Pero hace siglos que se rige con una nueva reflexión: “ya creé palabras para el castellano usando los recursos del latín. Ahora quiero generarlas para el español con los propios recursos del castellano”. En realidad, se trata de la misma técnica: acude siempre al almacén más próximo. Ya sabemos que es ecologista y que recicla todo.

    Por eso los niños dan sus primeros pasos en un “tacatá” (“andador metálico con asiento de lona y ruedecillas en las patas, para que los niños aprendan a andar sin caerse”; una definición tan larga, un pensamiento tan refinado... pero que cabe dentro de la simple onomatopeya “tacatá”). Esta y otras palabras nuevas han designado objetos que nuestros ancestros no conocieron, pues el genio dispone de ciertas técnicas para encontrar respuestas a los inventos.

    El genio ingenioso y genial del idioma español dio al mundo hispano, por ejemplo, una palabra que asoció a un invento nacido en España: la “fregona”. Los países de inigualable tecnología no habían conseguido descubrirla; pero si lo hubieran hecho habríamos pasado unos cuantos años llamando a este utensilio con un anglicismo. Tal vez algún día dijéramos fregoning o algo por el estilo. Y como la inventó un ingeniero en su casa, se llama “fregona”. Si hubieta nacido en el departamento de investigación de una gran empresa, se llamaría fregaquick o clean-clean... algo así. Pero el genio de la lengua posee a los hablantes naturales. En este caso, el español Manuel Jalón, ingeniero aeronáutico, responsable de haber mejorado el trabajo de limpieza en todos los hogares del mundo. El invento data de 1956, pero fue en 1965 cuando desarrolló la sustancial mejora en el escurridor del cubo (antes tenía unos rodillos que se accionaban a pedal).

    El Diccionario define “fregona” como "utensilio para fregar los suelos sin necesidad de arrodillarse”. Se forma con un palo largo que tiene un mango en un extremo y una cabellera de trapos en el otro, con la cual se limpia el suelo que es un primor. Un cubo dotado de escurridera complementa el hallazgo.

    La palabra “fregona” ya estaba en el Quijote. Y el Diccionario del español la admitió así en su primera edición (1732): “la criada que sirve en la cocina y friega los platos y las demás vasijas”. Pero la nueva acepción de “fregona” no entró en el léxico oficial del español hasta 1984, para definir ya el utensilio de limpieza inventado casi treinta años antes.

    Así que una vez más el idioma español buscaba en su propia historia, y daba a una palabra un sentido más amplio mediante la conocida fórmula de la metáfora. De hecho, su antecedente ya constituía una creación dentro de la propia lengua, puesto que “fregona” se formó a partir del verbo “fregar”. En sus orígenes, describía simplemente a la mujer que se ganaba la vida fregando, pero luego, en un nuevo impulso del genio de la lengua para crecer desde dentro, ha tomado en nuestra época un matiz despectivo, que amplía incluso su significado al de “mujer tosca o vulgar”. Antes “fregona” tenía entrada propia en el Diccionario, pero ahora la comparte con “fregón”, que en algunos países de América es alguien que produce molestias.

    Véase la analogía entre la creación endógena “fregona”, que se produjo hace siglos, y la muy reciente “apagón”, otro neologismo por vía de aumentativo que salió también de dentro del idioma.

    La sufijación es el procedimiento más eficaz que tiene el español para la formación de palabras. Y además el genio no ha parado nunca, por despacio que vaya. Y con esos recursos propios ha inventado sus genialidades: “cajonera”, “calculadora”, “freidora”, “barredera”, “trancón”, “bajonazo”, “salvamanteles”, “transbordador”...Sin olvidar los nombres propios: “lazarillo”, “donjuán”, “simones” (carruajes que se alquilaban en Madrid, propiedad en otro tiempo de un tal Simón), “perillán” (de Per Illán, un perillán primitivo), “quevedos”...

    Y al genio del español no le importa acudir a dos o más palabras cuando debe ocupar el lugar de una sola en otro idioma. El castellano ya componía una frase con más palabras de las que necesitaba el latín. Los lingüístas explican que impuso su tendencia analítica frente a la sintética: es decir, en castellano se expresaba con rodeos y varias palabras lo que el latín podía designar con una, Así, por ejemplo, el comparativo brevior terminó bifurcado en estos dos términos: “más breve” (y paradójicamente más largo). En vez del genitivo plural sintético cervorum, decía el vulgo “de cervos”, y más tarde “de los ciervos”. En general, la evolución hacia el castellano es reductora, como ya hemos visto; pero al genio no le importa alargar su propuesta si con ello obtiene un fruto mayor por otro lado.

    Vale la pena considerar aquel proceso antiguo para ver cómo actúa nuestro genio -que sigue siendo el mismo- ante esas expresiones extranjeras cuya traducción nos obliga a escribir más palabras (a veces sólo más sílabas) que en el idioma original: le importa un comino. Primero, porque eso no le afecta en gran medida (otra cosa es que afecte al ajuste del titular en un periódico: pero ése es otro problema, ajeno a nuestro enigmático personaje). Al genio no le importa que se diga “grupo de presión” en vez de lobby, ni que esta expresión sea más larga. Tiene en su experiencia el proceso del latín vulgar, en el que se basó para crear el castellano. Y ya en el latín vulgar pasaba eso. Por ejemplo, el futuro imperfecto amabo fue sustituido por amare habeo (“he de amar”) que con el tiempo se convertiría en “amaré”. Y cantare habebam originó el pospretérito o condicional románico “cantaría”. Es decir, primero verificó ese estiramiento; pero luego, en un antecedente claro del efecto acordeón, recompuso la palabra para reducirla. Así sucederá también, podemos prever, con muchas expresiones que han salido a la calle para defender al idioma de tanto anglicismo: linier dio en España “juez de línea”, en una primera fase equivalente a amare habeo. Pero luego el genio se las arregló (se las ingenió) para que ya empecemos a decir en los estadios “el línea”. Es exactamente lo que había pasado siglos atrás con expresiones como buey noviello (que se quedó en “novillo”), “ciudad capital” (que resumimos en “capital”), o con la “manta sudadera” que se ponía a las cabalgaduras, reducida luego a la “sudadera”, palabra que hasta se ha extendido a una prenda deportiva que se ponen las personas... para correr y sudar.

    Y todavía antes, en la época medieval, tenemos fenómenos parangonables (vemos continuamente cómo el genio ha de ser ahora por fuerza el mismo, pues reacciona de igual modo). En aquel tiempo, el calcetín se llamó calcea, un derivado de calceus (zapato, calzado). Durante la Edad media, la calcea fue creciendo hacia arriba, hasta llegar a la cintura: las “calzas”. En el siglo XVI, la prenda se dividió en dos para mayor comodidad: por un lado las “calzas” (unos pantaloncillos; de ahí vendría más tarde “calzón” y “calzones” y “calzoncillos”) y por otro las “medias calzas”. Pero igual que ahora de “juez de línea” ha quedado “el línea”, entonces de “las medias calzas” quedaron “las medias”, y así las llamamos todavía.

    El genio siguió imitándose cuando se le presentó el germanismo Kindergarten o “jardín de infancia”. Él aportó como solución propia “guardería infantil”, de donde ha quedado sólo “guardería”.

    El aire acondicionado es un invento más reciente aún, y lo denominamos con dos palabras. Pero cada vez decimos más “¿puede bajar el aire?” (y sobre todo lo decimos mucho porque siempre está demasiado fuerte), igual que “cinturón de seguridad” se ha quedado en “ponte el cinturón”.

    No es difícil imaginar que muchas palabras nuevas que nos inundan ahora sigan igual proceso: de hecho, la palabra “correo”, a secas, sustituye a menudo a la expresión “correo electrónico” (“te envío un correo”), por más que se confunda en ella el sistema con una de sus partes (pues se envía un mensaje o una carta mediante el correo).

    ¿Qué pasará con lobby? Es difícil saberlo, pero el genio tiene en la cartera palabras como “cabildeo”, “cabildear” y “cabildero” -arraigadas en nuestra historia- o “conseguidor”. Tampoco sería descartable “pasilleros”.

    De todas formas, este tipo de anglicismo no le desazonan mucho. Pueden preocupar más a quienes desean escribir con elegancia o comunicarse con un grupo amplio de personas que debe entender el mensaje completo. Pero al genio, no demasiado. Sabe que a la larga esos términos pasarán al limbo de las palabras muertas.

    Si se pueden componer sinfonías geniales y muy distintas con sólo unas cuantas notas (siete notas básicas con sus bemoles), ¿qué no se podrá hacer con un léxico de noventa mil palabras? El genio del idioma es creativo. Como dijo Coseriu, “no aprendemos una lengua, sino que aprendemos a crear una lengua”. Sus recursos no están agotados. “Interesantemente”, por ejemplo, no existe en nuestro idioma, pero sería una palabra posible si algún día nos hiciera falta. Y sería nueva en el uso, pero no en el sistema.

    La genialidad de nuestro personaje se manifiesta también, de vez en cuando, de forma individual, no colectiva. Y así, algunos hablantes en concreto atinan con híbridos memorables que, por más que nos produzcan risa, reflejan con claridad la manera en que el genio de la lengua nos ha hecho relacionar unas palabras con otras. Fue el caso de Jesús Gil, entonces presidente del Atlético de Madrid, cuando acusó a un jugador de acudir a juergas nocturnas y hacerlo de manera “ostentórea”. O el de una periodista española que en un programa de cotilleo rosa comentó: “Maricielo ha defendido siempre a su padre de todos los embistes”. Oído en Tele 5 el 20 de agosto de 2003, a las 16.02, en el programa Aquí hay tomate. Desde luego, la frase lo tiene.


    (Continuará)


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    Mensaje por Pedro Casas Serra Dom 29 Jun 2014, 11:46

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    De "EL GENIO DEL IDIOMA" de Álex Grijelmo. Taurus, 2004.


    La ortografía deficiente. (Pág. 236)
    Las carencias técnicas de los ciberprogramas (o los problemas de comunicación entre ellos) han ocasionado temporalmente algunas dificultades para escribir los acentos, las mayúsculas y algunos otros signos (como los que inician una interrogación o exclamación). Pero ya antes habían tardado mucho tiempo las imprentas en adoptar todas las posibilidades ortográficas, por ejemplo la acentuación de las mayúsculas. Hace apenas treinta años, numerosos periódicos utilizaban las versales para sus titulares, y jamás aparecían las tildes en ellos porque las virgulillas se salían de la caja o chocaban con la línea superior. Se extendió, es cierto, la falsa creencia de que las mayúsculas estaban exentas de las obligaciones sobre acentuación; pero bastó que las nuevas técnicas de composición de textos admitieran la posibilidad de incluir las tildes para que los criterios ortográficos volvieran a su ser en todos los periódicos que se escriben en español. Cuando se daban esas carencias en las viejas imprentas, que lo mismo elaboraban un periódico en la linotipia que imprimían un panfleto en la rotoplana o que reproducían el cartel de las fiestas del pueblo en la minerva, a nadie se le ocurrió predecir la desaparición del acento ortográfico, a la vista de que el trascendental invento de Gutenberg no daba satisfacción a tales necesidades.

    Poco a poco, las insuficiencias actuales de Internet irán desapareciendo. También han desaparecido en los teletipos de las agencias de prensa, que hace apenas diez años se redactaban sin tildes ni mayúsculas. Dentro de algún tiempo nos habremos olvidado de esas carencias, como los viejos cajistas han olvidado versales y versalitas para reconvertirse en técnicos de rotativa; y como los viejos regentes de imprenta han pasado a ser directores de planta de impresión.

    Nuevos códigos.
    Al genio del idioma le debe de resultar curioso, por otra parte, que en los “innovadores” códigos grafemáticos de los mensajes por Internet las mayúsculas equivalgan a un grito. Esa novedad también encuentra un parangón muy claro en los periódicos (inventados hace ya algún decenio que otro), que destacaron siempre con letras de caja alta los titulares, y que aumentan o reducen los cuerpos de los tipos según crece o mengua la importancia de la noticia. La tipografía también es el mensaje. Los titulares gritan al lector (gritan más o gritan menos) para atraerle y avisarle de la importancia de ese texto).

    Otro fenómeno “actualísimo” ligado a la modificación de la escritura por causa de las telecomunicaciones son los mensajes telefónicos llenos de abreviamientos, lo que constituye sólo una consecuencia de las dificultades para escribir con rapidez en sus teclados. No estamos aquí, pues, ante una ventaja técnica sino ante una desventaja. Y cabe suponer también que tales escrituras irán desapareciendo conforme se solvente esa dificultad de teclado. De hecho, los proveedores ya han establecido algunas fórmulas que facilitan la escritura correcta; y las mejorarán mucho más si acuden a equipos de filólogos que analicen la frecuencia de las palabras y si elaboran programas que adapten esas estadísticas al lenguaje habitual de cada usuario.

    Pero las cartas y mensajes con claves de tribu como las que se usan en los teléfonos celulares existen hace muchos años. La representación de “besos” mediante la letra equis ya la conocían los jóvenes de hace treinta años: se suponía que en el lugar de la equis se había estampado un beso, al que podía unir el suyo quien recibiese la carta, para formar así un tornillo a distancia; y la empezaron a emplear después de abandonar por fin la religiosa cruz que encabezaba las cartas. Lo mismo sucede con los emociconos (el filólogo y experto en lenguaje informático José Antonio Millán nos ha mostrado la palabra “caritas” como alternativa) que se representan mediante puntos y paréntesis, pues también antaño se colocaban a menudo junto a la firma de un escrito dirigido a un amigo, o a una pareja real o pretendida. Y se añadían corazones atravesados por flechas, que herían también las cortezas de los árboles. De hecho, uno de los mensajes con imágenes que contienen los nuevos teléfonos portátiles es un corazón con alas. Al genio del idioma no debe de parecerle muy original.

    Se supone que esos dibujos (pues dibujos son, independientemente de que se confeccionen con signos del teclado) sirven para trasladar emociones. Y nos imaginamos al genio del idioma pensando que esas emociones sólo se pueden trasladar con palabras (si nos referimos a la escritura), pues la reducida gama de “caritas” queda muy lejos de la infinita expresión que se puede alcanzar mediante el lenguaje verdadero de los sentimientos que él ha ido cultivando durante tantos siglos. Comparar esos signos tan simples con las posibilidades que ofrecen las palabras y las frases sin duda le mueve a la sonrisa. Difícilmente se pueden presentar como avances; y vivirán por ello una existencia si acaso testimonial, pues el género humano no tiende precisamente a retroceder en la perfección de sus rudimentos. Bastante más ricos y variados que estos remedos de palabras le parecerán probablemente al genio aquellos “emociconos” esculpidos como bajorrelieves en las columnas del claustro de Silos, y aún así no han salido de ellas.

    Las abreviaturas, además, han existido siempre. Y siempre cumplieron un papel de economía entre personas que participaban del código común; pero propiciaron errores a quienes permanecían ajenos a él. Aún podemos recordar el caso de la abreviatura pdte. que figuraba en la agenda secreta del espía español Perote, y que unos interpretaron como “presidente” -lo que implicaba a Felipe González en las fechorías de aquel sujeto-, mientras que para otros significaba “pendiente” (“pdte. para el viernes” era la frase completa). Problemas como ése se producirán a menudo si se da pábulo a estas tísicas grafías, que incluso empiezan a necesitar un diccionario. Así, más de uno de los educados en esta nueva escuela de ortografía requerirá dos consultas: una primera para identificar la palabra, en el diccionario de abreviamientos, y una segunda, en el Diccionario de la Real Academia, para saber qué significa. Y el genio del idioma, tan tacaño siempre, creerá sin duda que no vale la pena esa inicial economía de esfuerzo en relación con el que se precisa después para compensarla.

    Una nueva taquigrafía.
    Además, parece lógico predecir que, en el momento en que los miniteléfonos experimenten mejoras en su teclado y en su manejo, los abreviamientos desaparecerán también sin remedio. Tal vez se mantengan entre grupos que logren una escritura afín y comprensible para ellos. Estaremos, pues, ante una nueva taquigrafía. Y cuando aquélla se inventó y se puso en práctica entre secretarias y periodistas, nadie pensó que estaba naciendo un lenguaje especial, ni que la nueva escritura iba a modificar la conocida hasta entonces, gracias a su mayor rentabilidad. La taquigrafía del español fue una técnica (hoy ya un tanto arrinconada por la eficacia de las grabadoras y los vídeos) que a principios del siglo XIX (en 1803) difundió el sabio Francisco de Paula Martí (1761-1827), cuyo hijo Ángel Ramón colaboraría más tarde en la transcripción de los debates parlamentarios de las Cortes de Cádiz. Su primer tratado de taquigrafía llevaba el siguiente título: Tachigrafía Castellana, o Arte de escribir con tanta velocidad como se habla y con la misma claridad que la escritura común. El autor del tratado pensaba, pues, que aquellos signos se podían leer con toda comodidad, tal vez igual que lo que creen ahora los actuales promotores de esas palabras esmirriadas que van de un portátil a otro como si estuvieran en ayunas.

    El teléfono y su conversación inmediata han arrinconado otro medio de comunicación, herido de muerte con la aparición de Internet: los telegramas. El invento del telégrafo puede colocarse con justicia entre los grandes saltos de la humanidad. Las dificultades técnicas y el coste por palabra impusieron un lenguaje sin artículos ni preposiciones, en el que todo vocablo inferior a tres sílabas parecía un lujo. Los pronombres enclíticos vivieron su época de grandeza, pues los textos reiteraban “infórmole”, “comuníquesenos”, “apréciola”... Y así contaba como un solo vocablo lo que podían ser dos. Hubo durante un tiempo una manera de escribir telegramas, un código diferente, también, en el que incluso se cambiaba cada punto y seguido por la anglicana fórmula “stop”. Pero nadie llevó esta economía de vocablos a los periódicos o a la radio. Este tipo de escritura se consideró hija de una limitación, y no valía la pena por tanto extenderlo a otros medios que disfrutaban de mayor holgura.

    Por su lado, los antiguos radioaficionados que se comunicaban en onda corta de continente a continente no seguían diciendo “cambio” al terminar cada parrafada cuando hablaban con sus amigos en el bar.

    Hasta ahora, pues, los modismos asociados a los distintos avances técnicos en la transmisión de palabras no han pasado de sus propios ámbitos. Resultaron útiles, sí; pero terminaron mostrándose superfluos cuando desparecieron los límites que los acogotaban.

    Ausencia de subordinadas.
    Si en el lenguaje de los telegramas faltaban artículos y preposiciones, en el actual lenguaje de Internet parecen haber desaparecido las oraciones subordinadas. Pero estamos ante un reflejo no ante una causa. El lenguaje de los jóvenes actuales es así y así se mostraría en Internet o en cuantos exámenes de enseñanza secundaria osásemos plantearles con papel y bolígrafo. Como la mayoría de los internautas (o por lo menos los que más se dejan notar) ronda los años de la adolescencia, su lenguaje parece haberse convertido en el lenguaje de la Red. Sin embargo, los usuarios de mayor edad no caen en esa pobreza. Los universitarios y profesionales buscarán un lenguaje de mayor prestigio para comunicarse con sus iguales (médicos, arquitectos...); como hacen en la vida real.

    Para el genio del idioma español, el lenguaje escrito era por definición el culto. Él manejó precisamente las diferencias entre éste y el oral, y se propuso reducirlas para que no le ocurriera como al latín, que terminó siendo una lengua escrita y otra hablada. Dejó que el culto influyera en el hablado, y que a su vez la literatura se enriqueciera con los inventos del pueblo siguiendo sus corrientes. El aparente problema que nos presenta Internet consiste en que el lenguaje escrito es aquí el habla del pueblo; y eso no puede movernos a confusión. Pero quien adopta un lenguaje de prestigio en la vida real lo mostrará también en la vida virtual. Y esa misma persona podrá cambiar de registro según sus interlocutores. No se habla igual en un grupo de amigos que en un congreso de cardiología. Así sucederá también en la Red: el lenguaje coloquial quedará reservado para las cibercharlas y sobre todo para los textos anónimos, tan abundantes en Internet; y la expresión erudita, para mostrar al mundo los conocimientos de alguien. Ahora nos distinguen ante los demás el traje, el coche, el aspecto externo. En Internet, nuestra única distinción nos la otorgarán nuestras palabras. Y así como una misma persona se pone una ropa para ir a la playa y otra para asistir a la ópera, así se modificarán los registros para expresarse en la Red. Por supuesto, habrá quien sólo disponga de ropa playera. Como en la vida real. Y habrá quien, cuando lo considere necesario, se pondrá una corbata de diseño o una blusa de seda. (No siempre el pobre registro de algunos se producirá por culpa suya, porque no todos los individuos tienen las mismas oportunidades educativas. Pero eso es otro cantar).

    Conociendo al genio del idioma como hasta aquí lo conocemos, podemos prever que cuando las palabras se hayan convertido en nuestro traje, en nuestro saco, nuestra americana, nuestra chaqueta, nuestra falda, nuestra camisa; cuando constituyan la única manera de mostrarnos ante los demás en un foro con miles de espectadores, su riqueza volverá a adquirir el prestigio que ahora dan las riquezas materiales. No desaparecerán las bermudas ni las zapatillas de deporte (“playeras” en algunos lugares), pero tampoco las camisas de diseño.

    Caudal léxico.
    El ciberbrillo de las pantallas ha ocasionado diversas teorías sobre la evolución del idioma, según las cuales las nuevas técnicas proporcionarán nuevas palabras, mas internacionales, más “globalizadas”.

    Internet está aportando supuestamente un caudal léxico impresionante, pero nos hallamos de nuevo ante un espejismo que también cuenta con antecedentes. El ciberlenguaje ha entrado con los avances tecnológicos y con una brutal influencia del inglés; pero sus propuestas contravienen por todos los lados la historia del genio del idioma y violan su carácter. Se habla por ejemplo de “bajar” algo de Internet, y eso carece de coherencia analógica en el resto del idioma (va por tanto contra el genio de la lengua), porque lo que supuestamente se baja no deja de estar donde estaba (se supone que arriba), ya que no cambia de sitio sino que se duplica; se llama “archivo” o “fichero” a lo que constituye un único documento y no un lugar donde se ordenan varios. Se intentan colar palabras de otro idioma muy alejadas de los genes y el gusto de nuestro misterioso personaje, pues no muestran ni un solo cromosoma visible de latín, ni de griego ni de árabe, pero sí tienen equivalentes conocidos por el genio y por su historia: hardware y software se parecen mucho, desde el punto de vista del genio del idioma, a palabras como “aparato”, “instrumental”, “ordenador” y “computadora” -en el caso de hardware- y a “programas”, “programación” y “programática”, en lo que se refiere a software. La analogía en este caso se puede llevar al mundo de la televisión -un invento tan importante o más que éste-, y a sus continentes y contenidos: el hardware se llama “televisor” y el software equivale también a los “programas”. Y las ampliaciones de significado que nos propone este nuevo mundo acaban por perder la relación con el semantema original, al contrario de lo que se ha venido trabajando el genio del idioma. Porque sí existe una relación común entre la pantalla de cine y la de una lámpara (pues ambas reciben la proyección de la luz), y entre la del cine y la del televisor (pues ambas muestran imágenes); y entre la del televisor y la que complementa la computadora (pues incluso tienen la misma forma). Pero un término como la clonación “comando” (de command, “orden”) no arranca de la genética propia del castellano, pues no tiene nada que ver ni con un grupo militar ni con un grupo terrorista.

    No vale la pena extenderse en otros ejemplos que presentan distintas palabras pero iguales situaciones. Situaciones iguales, sobre todo, a muchas que ya ha vivido el genio del idioma, a quien ya hemos visto reaccionar aportando sus propias palabras y adoptando para el lenguaje común determinados vocablos eficaces y algunos tecnicismos que el pueblo alcanza a entender. El resto desaparece.

    Y desaparecerá en cuanto las clases populares se hagan con los nuevos aparatos y con ellos hagan suyas también las palabras. Aún no sabemos cuáles. Un informático o un periodista podrán hablar del hardware. Pero el genio del idioma no se imagina que un carpintero le pregunte al dueño de la casa en la que está haciendo ciertos arreglos: “¿le quito el jarguare de ahí, que me molesta para apuntalar la mesa?”.

    Fenómenos reunidos.
    Vemos, pues, que los emociconos existían en las cartas de adolescentes; que la ausencia de subordinadas ya se daba en los telegramas; que los mensajes abreviados se inventaron con la taquigrafía; que las palabras de la ciberjerga tienen su parangón y su precedente en innovaciones que ha vivido el ser humano... Que en definitiva no hay nada en el lenguaje de Internet que no se haya conocido ya en otros momentos. Salvo un hecho, realmente singular: que todas esas circunstancias que se dieron al través de los siglos, y en muy distintos campos, se registran aquí simultáneamente y en uno solo. En esto radica la potencia de Internet; en esto y en que sus millones de usuarios dan una apariencia de democratización en la Red. Y por todo ello estamos hablando de este asunto.

    La única duda que puede plantearnos el genio del idioma, si lo conocemos bien, radica en descifran cómo responderá ante este alud de términos y situaciones, si lo hará con tanta lentitud como siempre o si, teniendo en cuenta las circunstancias, esta vez se desperezará un poco antes.

    En cualquier caso, podemos apoyarnos en la historia de la lengua, en la trayectoria del genio del idioma español, para pensar que cuando amaine el actual complejo de inferioridad ante una tecnología que aún nos parece ajena, y a medida que dominemos y comprendamos con nuestro pensamiento construido en español los conceptos que nos han llegado en inglés, este debate sobre “el lenguaje de Internet” quedará desinflado. Sus argumentos y sus vocablos sólo habrán constituido un fenómeno provisional, que habrá formado parte del “semblante” de la lengua sin llegar a depositarse en su “talante”; que habrá producido sus estragos mientras dure, tal vez algunos daños ocasionales (pero irreparables); que quizás haya influido durante ese periodo en acrecentar los complejos de inferioridad de muchas colectividades... Ya explicó Ángel Rosenblat que en la evolución de la lengua conviven una corriente innovadora, que implica sustituciones y desapariciones, y otra conservadora, que primero frena a la otra corriente y después restaura el idioma.

    Habrá, desde luego, un vocabulario propio de informáticos y de expertos, como lo hay entre médicos y entre pintores, entre agricultores y entre electricistas. Pero, finalmente, Internet no entrará en nuestras vidas, sino que nuestras vidas entrarán en Internet, como ya pasó con todos los inventos que el genio del idioma ha conocido. Y cuanto suceda de una manera en el mundo real se reproducirá de forma muy semejante en el mundo virtual, con la analogía de nuestra lengua. No igual: semejante. Es decir, más rápida, con una nueva percepción del tiempo (la espera de algunos segundos ante el ordenador para encontrar un dato nos transmite lentitud, cuando hace unos años esa misma búsqueda nos habría llevado semanas). Pero aunque cambien el entorno y la rapidez, las esencias se mantendrán. Seguramente la vida llevará sus propios códigos a Internet, y no al revés. También el lenguaje.

    Podemos conjeturar entonces que no habrá un nuevo idioma influido por la Red o por la informática. No hay un lenguaje de Internet como no hay un lenguaje de hablar por teléfono. Sólo estamos ante un deslumbramiento. Imaginar que el idioma español no va a dar con el tiempo una respuesta a este desafío supone un menosprecio de nuestra lengua y de nuestra historia cultural. Y, sobre todo, de nosotros mismos.

    El genio que por pura coherencia llamó “cardenales” a las autoridades eclesiásticas pues vestían de cárdeno, el mismo que sólo ha permitido a unas pocas consonantes ser final de palabra, que ya sólo deja crear verbos terminados en -ar, el que adoptó encantado la palabra “locomotora”, el que cuidó del orden en la lengua y de los sonidos agradables, el que pretende con toda claridad que lo escrito se parezca mucho a lo hablado, difícilmente cambiará de criterio ahora, ante unas innovaciones técnicas que a él no le parecen tan importantes y que seguirán necesitando sus palabras.

    (Fin)

    Nota: ¿Quién es el genio del idioma? El genio del idioma lo formamos todos los hablantes de nuestra lengua que hemos pisado la Tierra desde que este idioma nació, y aún recibimos la herencia de cuantas culturas nos cobijaron y nos agrandaron, y nos dieron la amplitud de miras necesaria para seguir creciendo con aportaciones nuevas que se irán amoldando a nuestro carácter, a la forma de ser que nos ha dado la historia como hispanohablantes, por encima de razas y de naciones pero apegada a una cultura que nos ha formado. Una cultura mestiza y auténtica a la vez, respetuosa de sus vecinos y dispuesta a relacionarse con ellos y a aprender de sus adelantos sin ser ellos ni sentirse inferior a ellos. (Pág. 250)


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    Ana María Di Bert
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    Mensaje por Ana María Di Bert Miér 02 Jul 2014, 11:14

    Gracias Pedro por este espacio que nos enriquece.
    Con tus aportes, leyéndolos con tiempo podemos aprender o corregir cosas que tal vez no teníamos en cuenta por desconocerlas.
    Hay mucho para leer y capacitarnos cada día un poco más. Vendré cada vez que tenga un tiempo para darle a nuestro idioma el espacio que se le debe.
    De nuevo te doy las gracias.
    Un abrazo
    Ana
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    Mensaje por Pedro Casas Serra Miér 02 Jul 2014, 13:27

    Me alegro que te sea útil, Ana. Yo sólo me he limitado a copiar partes de la obra de Álex Grijelmo que he creído podían ser de interés.

    Un abrazo.
    Pedro


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