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    " A CASA, POR NAVIDAD", por Carme Riera (La Vanguardia, 24-12-2017)

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    Mensaje por Pedro Casas Serra Lun 25 Dic 2017, 11:12

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    A CASA, POR NAVIDAD, por Carme Riera (La Vanguardia, 24-12-2017)

    Busco en diccionarios de diversas lenguas europeas, catalán, castellano, francés, italiano, portugués e inglés, la palabra Navidad, en cuya definición -”fiesta conmemorativa del nacimiento de Jesucristo que se celebra el 25 de diciembre”- todas coinciden. Suelen seguir a la aceptación una serie de expresiones lexicalizadas, o frases hechas. Muchas hacen hincapié en la situación extraordinaria que comporta la Navidad y no son pocas las que se refieren a cuestiones culinarias.

    Quizá desde que un cazador de mamuts, allá por las estepas del paleolítico se le ocurriera compartir con sus vecinos la pieza cobrada para festejar con ellos el resultado feliz de su destreza, la humanidad a tendido a celebrarlo todo comiendo. Nada importante ha dejado de solemnizarse en torno a una mesa: nacimientos, bodas, batallas e incluso muertes. Los banquetes funerarios son tan o más antiguos que los platónicos de las conversaciones filosóficas, aunque para ser estricta señalaréque las que dieron pie al bellísimo Diálogo del amor transcurrieron en una larga sobremesa. Con el estómago lleno el mundo se convierte en lugar mucho más agradable, propicio y acogedor.

    En Europa, mísera durante tantos siglos, La Navidad era una escusa para poder degustar, una vez al año, lo desacostumbrado o exquisito, incluso para los más poderosos, dispuestos por una vez a compartirlo de manera excepcional con el pobre de turno sentado a su mesa. Ahora que Europa es rica, laica y egoísta casi ningún refrán de los que unen comida y Navidad viene a cuento en nuestro primer mundo tan bien nutrido. Los que padecen hambre son de fuera o no nos importan porque ni siquiera les vemos.

    Hoy cada día es Navidad y lo extraordinario se ha vuelto cotidiano. Tenemos excedentes de casi todo menos de palabras con que sintetizar la nueva situación para transmitirla en algunas sentencias duraderas. Por eso acudo este domingo 24 de diciembre, Nochebuena, a los que mejor suelen utilizar las palabras, porque los dioses les otorgaron el don de escoger aquellas que tienen música para despertar nuestros sentidos y alas con las que llevarnos muy lejos. Me refiero, claro está, a los poetas.

    Escojo un poema, Mot rera mot del añorado Joan Vinyoli y lo transcribo, sin atreverme a traducírselo porque me temo que seré incapaz de conservar la cadencia maravillosa del ritmo que él le supo imprimir. Por otro lado, estoy segura, de que usted, querida lectora, querido lector, está perfectamente capacitado para comprender esa otra lengua de España, prima hermana del castellano, bella y melódica como pocas, un tesoro igualmente común que hay que proteger: “Quan feia, ric d’infància a clar de nit / mentre la gent dormia ja, el pessebre, / amb palpadores mans de cec, /absort, posava tous de molsa / humida als junts dels suros nets i veia clar paisatge. // Ara que intento, vell i pobre, fer, / desconhortat, nit closa ja, el poema, / bròfec, nuós, amb mans tremolejants, / poso llacunes de silenci trist, / mot rere mot, i miro la tenebra”.

    Vinyoli evoca muy bien lo que muy a menudo supone la Navidad para las personas mayores. Hoy, que estamos de fiesta, no diremos para los viejos, entre los que yo, por supuesto, ya me cuento, sino los menos jóvenes. Para muchos menos jóvenes, pues, la Navidad actual implica el regreso al pasado, a otras Navidades lejanas, las de la infancia, que el poeta barcelonés recuerda a través del belén, que sus manos de niño iban componiendo. Ahora, viejo, pobre, desconsolado, tratando de escribir un poema, con esas mismas manos crecidas, pone lagunas de silencio, palabra tras palabra, y contempla la oscuridad, en vez de la claridad que veían sus ojos infantiles.

    Tal vez más que cualquier otra celebración marcada en el calendario, la fiesta de Navidad se convierte en un terreno abonado para la nostalgia. La niñez, aquel espacio de maravillas en el que todo era posible porque todavía estaba por llegar, comparece con el sabor agridulce que nos trae evocarla. Dicen que en esta época aumentan los suicidios, que la gente sola se siente todavía más sola y el peso de los recuerdos de tiempos lejanos más felices que los actuales les abruma tanto que no les permite levantar cabeza. La Navidad de fuera, la de las calles adornadas les hace daño. Permanecen inmunes al celofán envolvente de estos días municipales y, por supuesto espesos, de luces y bombillas que se encienden y apagan, envoltorio callejero de las fiestas. Huelen solo con los ojos los perfumes mezclados con que nos tientan desde la pantalla televisiva, porque les molesta la insistencia de tantas fragancias glamurosas que prometen horas de una felicidad casi obscena. Detestan los Papás Noel barrigudos, campanita en ristre y los pajes de los Reyes Magos de almacén, con que se disfrazan los pobres más afortunados para ganar entre cuatro y seis euros la hora. Comprueban que no les ha tocado la lotería, a la que no jugaban, porque la ilusión de su gordo particular va más allá del dinero. Su gordo particular, también el mío, se lo confieso sin rubor, sería tener cinco años y regresar a casa por Navidad. A la casa de la infancia y permanecer allí para siempre, a salvo de la edad, sin que el tiempo indómito, irreversible, amargo y déspota nos expulsara del dulce cobijo que un día creímos eterno.

    Carme Riera


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