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Creo que la anterior correspondencia, explica hasta la saciedad la vocación irreprimible que sintió siempre María de dedicarse al servicio de Dios. Los síntomas y manifestaciones en el discurrir de su vida son tan elocuentes, que vale decir sin temor a error que desde la cuna fue una predestinada a asumir la santa causa de la fe católica. Tal vez lo expuesto no responda a lo que de mí esperaba Amelia Lora-Tamayo. Es posible que ella buscase un extenso anecdotario de los primeros años de María. Pero debe reconocer, y por tanto disculpar, que el envejecimiento de las cosas les hace perder lustre y utilidad, y lo mismo ocurre con las personas, en las que la memoria es una de las facultades que más rápidamente se deteriora. Y yo, por mi suerte, ya he alcanzado ese dilatado grado de vida, en que no tener memora no constituye ningún desdoro.
Y al hablar de la edad, viene a las mientes una característica proverbial de María que no quiero se pierda en saco roto; su sano humor. Recuerdo, entre muchas, una conversación telefónica de hace ahora diecinueve años, aproximadamente, en que este rasgo característico de su persona se ponía en evidencia. Me contaba : ‘Me ha visitado el médico. Dice que padezco una enfermedad incurable, para la que no existe ningún remedio, el único la resignación y santa paciencia’ Yo todo alarmado, le pregunto : ‘¿Y que tipo de enfermedad es ésa ?’ ‘La enfermedad del siete, -me responde todo jocosa ‘ De momento no caigo, hasta que me explica que ha cumplido los setenta años. Pues yo, desde hace dos años, estoy sufriendo la enfermedad del ocho, aunque, en honor a la verdad, reconozco que no es sufrimiento lo que siento, sino el placer inconmensurable de haber podido llegar a contar tantas velas.
Y al hablar de la edad, viene a las mientes una característica proverbial de María que no quiero se pierda en saco roto; su sano humor. Recuerdo, entre muchas, una conversación telefónica de hace ahora diecinueve años, aproximadamente, en que este rasgo característico de su persona se ponía en evidencia. Me contaba : ‘Me ha visitado el médico. Dice que padezco una enfermedad incurable, para la que no existe ningún remedio, el único la resignación y santa paciencia’ Yo todo alarmado, le pregunto : ‘¿Y que tipo de enfermedad es ésa ?’ ‘La enfermedad del siete, -me responde todo jocosa ‘ De momento no caigo, hasta que me explica que ha cumplido los setenta años. Pues yo, desde hace dos años, estoy sufriendo la enfermedad del ocho, aunque, en honor a la verdad, reconozco que no es sufrimiento lo que siento, sino el placer inconmensurable de haber podido llegar a contar tantas velas.
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Tratar sobre María, y pretender acabar sin hacer mención de Carmen Aige Corbella, sería lo mismo que intentar definir la composición del agua olvidándose de los dos volúmenes de hidrógeno. Cualquier cosa que diga de Carmen con relación a María sonará a tópico, pues nadie conoció mejor la relación que medió entre ellas que las monjas que convivieron en el mismo convento.
Sin embargo, lo que no puedo omitir de contar es el inmenso cariño que existió entre nosotros dos, Carmen y yo, al punto que siempre la consideré como una hermana más, y ella con el mismo cariño me correspondió. Y con tal sentimiento de ser mi hermana afronté con pena y dolor su muerte, si bien con la absoluta convicción de que procurará preservarme un trozito de cielo para cuando Dios me llame a su lado.
Sin embargo, lo que no puedo omitir de contar es el inmenso cariño que existió entre nosotros dos, Carmen y yo, al punto que siempre la consideré como una hermana más, y ella con el mismo cariño me correspondió. Y con tal sentimiento de ser mi hermana afronté con pena y dolor su muerte, si bien con la absoluta convicción de que procurará preservarme un trozito de cielo para cuando Dios me llame a su lado.
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Estoy seguro que después de ahora acudirán a la memoria nuevos recuerdos, que sentiré no haberlos hecho constar en estas mal pergeñadas páginas. Pero como todo debe tener su fin, para que éste sea acorde con la idea que lo ha guiado, acabo con el anagrama que aprendí de los Jesuitas:
A. M. D. G.
A. M. D. G.
COLOFON
Desde que terminé de escribir lo anterior han transcurrido seis años. En ese periodo de tiempo he tenido la desgracia de perder a mi hermano Pepe, primero, y luego a mi hermana María. Mis ochenta y ocho años me anuncian que no tardaré mucho en reunirme con ellos. Cuando eso ocurra me cabrá la inefable dicha de encontrarme y gozar de la compañía de mis padres y todos mis hermanos, pues de todos soy el único superviviente en este terráqueo planeta. Me cabe el consuelo de pensar que todos ellos murieron sin sufrimiento, cabría decir que se fueron de este mundo sin sentirlo, pues su deceso fue rápido e imprevisto.
Muerta María el 12 de enero de 2001, confieso que no dejó en mi persona ningún vacío, aunque sí una gran pena. En torpes versos, compuestos poco después de que ella recibiera santa sepultura, lo justifico del siguiente modo:
Muerta María el 12 de enero de 2001, confieso que no dejó en mi persona ningún vacío, aunque sí una gran pena. En torpes versos, compuestos poco después de que ella recibiera santa sepultura, lo justifico del siguiente modo:
¡VIVA ESTÁS!
María, ¡mi santa y querida hermana!:
¿Quién miente, al decir que has muerto?
¿Acaso, porque al iniciarse la mañana
de ese doce de enero, tu corazón, sediento
de amor por la humanidad creyente
en el Dios eterno y verdadero,
al que veneras y le rezas reverente,
dejó de palpitar y abandonó el sendero
que la vida terrenal tiene marcado?
¿Tal vez, porqué ya no se oye tu voz
desgranando el paisaje ensoñador
de ese Cielo del que fuiste portavoz,
auspiciando la dicha inefable
de gozar para siempre el don
de la gracia divina del Padre,
al que te ofrendasteis con tanta pasión?
¡No, hermana, querida hermana,
quien dice has muerto se engaña!
¡Viva estás! Pues no puede morir
espíritu que con tanto anhelo
se infiltró en mi alma, para pervivir
eternamente juntos en el Cielo.
15 Enero 2001
María, ¡mi santa y querida hermana!:
¿Quién miente, al decir que has muerto?
¿Acaso, porque al iniciarse la mañana
de ese doce de enero, tu corazón, sediento
de amor por la humanidad creyente
en el Dios eterno y verdadero,
al que veneras y le rezas reverente,
dejó de palpitar y abandonó el sendero
que la vida terrenal tiene marcado?
¿Tal vez, porqué ya no se oye tu voz
desgranando el paisaje ensoñador
de ese Cielo del que fuiste portavoz,
auspiciando la dicha inefable
de gozar para siempre el don
de la gracia divina del Padre,
al que te ofrendasteis con tanta pasión?
¡No, hermana, querida hermana,
quien dice has muerto se engaña!
¡Viva estás! Pues no puede morir
espíritu que con tanto anhelo
se infiltró en mi alma, para pervivir
eternamente juntos en el Cielo.
15 Enero 2001
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