Aires de Libertad

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    Jorge Amado( 1912-2001) - Página 2 Empty Re: Jorge Amado( 1912-2001)

    Mensaje por Maria Lua Vie 10 Ene 2025, 13:44

    ***

    12




    En el hogar y en el cariño de tía Lita y de su marido Thales Porto, en Río
    Vermelho, buscó y obtuvo refugio la perseguida Flor cuando huyó de su casa
    para casarse con Vadinho.
    Porto, sin mucho entusiasmo: no quería complicaciones con doña Rozilda,
    mujer de armas tomar y capaz de cualquier cosa; era un hombre que quería vivir
    tranquilo. Tranquilo en su rincón, con su pequeño empleo y su manía de pintar.
    En las vacaciones pasadas la cuñada ya los había acusado a él y doña Lita de
    oponerse al festejo de la sobrina, cuando ella aún le atribuía a Vadinho un mar
    de virtudes, cuando el joven era para ella un dios— salvador, un niño— Jesús,
    sin que le faltara para ser santo de iglesia nada más que la aureola. Tonta metida
    a sabihonda, engreída, llena de tirrias y enconos: eso era doña Rozilda. Y Porto
    no quería camorra con mujer tan turbia y petulante. Pero ¿qué hacer, si Flor se
    había presentado despeinada, envuelta en llanto, trayendo como escolta a un
    Vadinho serio y solemne, muy consciente de su responsabilidad? Venían a
    confesar lo irremediable; él le había destapado las vergüenzas, le había comido
    la breva, era preciso que se casaran. Lo quisiera o no doña Rozilda, con o sin
    mayoría de edad, tenían que casarse. Flor había dejado de ser una joven virgen y
    ahora sólo el matrimonio podría restituirle la honra que él le había robado.
    Flor, llorando desenfrenadamente, pedía perdón a los tíos. Si había llegado
    a tanto, despreciando los rígidos principios familiares, venciendo el miedo y el
    pudor, entregando su virginidad al pertinaz inspector de jardines, la única
    culpable verdadera era doña Rozilda, con sus trapisondas y su intransigencia,
    prohibiéndole cualquier contacto con el enamorado, encerrándola en la casa,
    como si ella, una mujer hecha, a la que le faltaba poco para ser mayor de edad,
    fuese una criatura. Hasta la había pegado. ¿Quién podía soportar tanto
    aborrecimiento? Al fin y al cabo Vadinho no era ningún degenerado, ningún
    facineroso, ningún forajido, ningún cangaceiro de la banda de Limpiáo;
    tampoco ella tenía quince años; no era una ingenua ignorante de las cosas de la
    vida.
    Los gastos de la casa, ¿acaso no corrían por cuenta de Flor, que pagaba el
    alquiler y la comida? Poca era la contribución de la madre, ya que desde que no
    estaba Rosalía el taller de costura sólo recibía algún que otro encargo. En
    cambio, la Escuela de Cocina había progresado y de ella vivían la hija y la
    madre.
    Entonces ¿por qué se arrogaba doña Rozilda el derecho a resolver ella
    sólita, a condenar sin apelación, negándose a oír a las personas sensatas, como
    tía Lita, don Antenor Lima y el mismo doctor Luis Henrique, padrino de Héctor,
    cuya opinión siempre había acatado antes? En esta ocasión había rechazado con
    energía los consejos del doctor. Thales Porto meneaba la cabeza: la parienta
    había perdido totalmente el sentido.
    Ni Flor ni Vadinho podían soportar tal situación. Para el muchacho el caso
    se había transformado en una definitiva y emocionante apuesta. Como en la
    ruleta o en los dados, frente al azar. Deseaba a Flor y ese deseo lo dominaba
    totalmente, de la cabeza a los pies, turbándole la razón como si no existiera otra
    mujer en el mundo, como si ella — con su cuerpo regordete y sus mejillas
    redondas— fuese la más bella y apetecible hembra de Bahía, la única capaz de
    saciar su hambre y su sed, la única que podía remediar su soledad. «No, nunca,
    jamás, mientras yo tenga vida», repetía doña Rozilda, rechazando las renovadas
    propuestas de casamiento de Vadinho, transmitidas por parientes y amigos.
    La propia tía Lita había intervenido días antes, como recordaba Flor. Y la
    otra había salido con una letanía de maldiciones, poco menos que a pedradas:
    —Mientras Dios me dé vida y salud ese canalla no se casa con mi hija. No
    es que ella merezca tantas preocupaciones, es una sonsa, una ingrata, nació para
    esclava. Pero yo no lo consentiré, mientras dependa de mí. Prefiero verla muerta
    antes que casada con ese vagabundo.
    Lita había discutido tratando de convencer a la hermana y romper ese
    muro de odio: el amor hacía milagros, ¿por qué no confiar en la regeneración de
    Vadinho? Doña Rozilda gruñía, acusadora:
    —Basta con el disgusto que tú diste a tu familia cuando te casaste con
    Porto. Después él se compuso..., pero ¿y si no se compusiera? ¿Si hubiese
    seguido siendo un desvergonzado toda la vida?
    Decía desvergonzado acentuando todas sus letras, haciendo que la palabra
    estuviese más cargada de vicio y de culpa.
    Se refería al pasado de Porto, cuya juventud había transcurrido en los
    medios teatrales de Río de Janeiro haciendo excursiones por el interior del país,
    pero sin detenerse en las ciudades, como escenógrafo y coreógrafo de compañías
    de la legua; habiendo sido también, forzado por las circunstancias, actor y
    apuntador, director y dibujante de figurines. Después del casamiento sentó
    cabeza, obteniendo empleo en Bahía. De su vida en las candilejas sólo quedaba
    un álbum de recortes y un puñado de anécdotas. No perdía ocasión de mostrar
    el álbum y contar las anécdotas.
    —¿Y no fue un acierto? — contestaba doña Lita, en el fondo orgullosa del
    pasado bohemio del marido—. ¿Conoces otro matrimonio más feliz? Además no
    tengo ninguna vergüenza de su trabajo en el teatro. No robaba a nadie, ni
    engañaba a nadie, ni desfloraba doncellas...
    —¿Y cómo iba a desflorarlas si eran todas meretrices, si tenían todas el
    traste roto? ¿Dónde iba a encontrar una doncella? Las ganas no le faltarían, no
    era trigo limpio.
    Aunque era amable y bondadosa, en cierto sentido lo contrario de la
    hermana, doña Lita no soportaba, sin embargo, que se ofendiese al esposo, y, si
    la espoleaban, se le subía la sangre a la cabeza:
    —Haz el favor de meter tu lengua en el trasero y no hablar mal de mi
    marido, que no vine aquí para oír tus insultos...
    Doña Rozilda, obediente, se quedaba con el rabo entre las piernas,
    mascullando disculpas. Doña Lita era la única persona en el mundo por quien
    sentía respeto y estimación, y jamás reñía con ella.
    —Vine aquí porque quiero mucho a Flor, como si fuera mi hija... ¿Por qué
    diablos no dejas que la chica se case? A ella le gusta el muchacho y él está loco
    por ella. ¿Porque él no es un todopoderoso como a ti se te metió en la cabeza
    que debía ser?
    —Estás cansada de saber que yo no me metí nada en la cabeza; ellos
    abusan de mí, los miserables. — El recuerdo del monstruoso engaño la
    enfurecía—. ¿Sabes una cosa? Es mejor que des esta conversación por
    terminada. Con ese inservible no se casa ella mientras de mí dependa. Cuando
    tenga veintiún años, si todavía quiere, puede ir y desgraciarse. Antes, no la dejo
    y se acabó.
    —Tú estás buscando sarna para rascarte... Ya verás...
    Y así era, pues ante el fracaso de esta última embajadora, Flor resolvió oír
    la voz de la razón. O sea, los argumentos que le susurraba Vadinho intentando
    convencerla de que sólo había una solución práctica, viable, posible, y que al
    mismo tiempo era una tierna y dulce prueba de amor y confianza. Por último, se
    convenció y abrió las piernas, dejando que él la poseyera, como le suplicaba
    hacía tanto. Para decir toda la verdad, sin escamotear detalles (ni siquiera con la
    simpática intención de mantener íntegros a los ojos del público la inocencia y el
    recato de nuestra heroína, presentándola como una ingenua víctima del
    irresistible donjuán), debemos decir que Flor estaba loquita por dar, por dar y
    darse, y que el fuego le devoraba las entrañas y el pudor con incontenible
    llamarada. Un amigo adinerado, Mario Portugal, por entonces soltero y
    disipado, le prestó a Vadinho una escondida casita por el lado de Itapoá. En ella,
    la brisa desató los cabellos lisos y negros de Flor y el sol puso en ellos azulados
    reflejos. Entre el rumor de las olas y el vaivén del viento, él le fue sacando la
    ropa, pieza a pieza, beso a beso, mientras le decía, riendo, al tiempo que la
    desvestía y se apoderaba de ella:
    —No sé yogar estando tapado, aunque sea sólo por la sábana, para cuanto
    demás vestido. ¿De qué te avergüenzas, mi bien? ¿No se casa la gente para eso
    mismo? Y aunque así no fuera, yogar es cosa de Dios, fue Él quien mandó que se
    yogara. «Id a yogar por ahí, hijos míos, id a hacer un nene», dijo Él, y fue una de
    las mejores cosas que dijo.
    —Por lo que más quieras, Vadinho, no seas hereje...
    Y Flor se envolvía en una colcha roja. Todo en aquel cuarto era excitante:
    en las paredes, cuadros de mujeres desnudas, reproducciones de dibujos en los
    que los faunos perseguían y violaban a las ninfas, y un espejo inmenso frente al
    lecho. El tal Mario era un viva la Virgen, y había creado una atmósfera
    pecaminosa, con perfumes en el tocador y bebidas heladas. Flor sentía que un
    escalofrío le recorría el vientre.


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    Jorge Amado( 1912-2001) - Página 2 Empty Re: Jorge Amado( 1912-2001)

    Mensaje por Maria Lua Vie 10 Ene 2025, 13:46

    ***

    Si Él quisiera que uno no yogase, iba y hacía a todo el mundo capado y
    los nenes nacerían huérfanos de padre y madre... No seas tonta, deja esa
    colcha...
    Levantó la tela roja y Flor floreció en la blancura de la sábana. Vadinho
    exclamó con alegre sorpresa:
    —Pero la tienes pelada, mi bien, casi pelada... ¡Qué cosa loca y más linda...!
    —¡Vadinho...!
    Él le cubrió las vergüenzas con su cuerpo y ella cerró los ojos. Estalló el
    aleluya sobre el mar de Itapoá; llegó la brisa en los ayes del amor, y, en un
    silencio de peces y sirenas, la voz jadeante de Flor en aleluya. En el mar y en la
    tierra, aleluya; en el cielo y en el infierno, ¡aleluya!
    Aquel día por la mañana Flor había salido a ayudar a doña Magá
    Paternostro, la ricacha que fuera alumna suya, a preparar un almuerzo de
    cumpleaños, una comilona para más de cincuenta personas, además de dulces y
    salados para la tarde. De allí salió para encontrarse con Vadinho... y sucedió lo
    que tenía que suceder. Doña Rozilda la imaginaba en la cocina de doña Magá y
    ella estaba perneando con Vadinho en Itapoá.
    Desde aquel día la vida de Flor fue un puro inventar pretextos para volver
    a ir con Vadinho a la casita de la playa. Recurría a las amigas y a las alumnas:
    «Si mamá pregunta si salí contigo, dile que sí.» Y así lo hacían, pues todas le
    tenían cariño y muchas eran simpatizantes activas de su causa. Después de la
    clase, alguna de ellas anunciaba:
    —Voy a invitar a Flor a la matinée, la pobre necesita olvidar...
    Y parecía estar olvidado, pensaba con alivio doña Rozilda. En los últimos
    tiempos Flor ya no ponía cara ceñuda, y había desistido de permanecer
    encerrada en el dormitorio a la espera de ver aparecer al sinvergüenza en la calle
    para asomarse ostensivamente a la ventana, en abierta provocación, mientras el
    no— sé— cómo— llamarle se demoraba conversando en la puerta de la negra
    Juventina.
    Esa peste y otras descaradas de la vecindad hacían de alcahuetas de los
    enamorados, de correveidiles. Doña Rozilda les tenía ojeriza, algún día se las
    iban a pagar con intereses. Desde su ventana, Flor le tiraba cartas y le mandaba
    besos con la punta de los dedos. Hasta que doña Rozilda perdía la cabeza y
    explotaba en denuestos contra la hija y el festejante, mientras el muy cínico se
    reía en la esquina.
    En los últimos días, no obstante, doña Rozilda percibió señales de
    mudanza. La actitud de Flor ya no era la misma, ya no cantaba modinhas tristes
    ni tenía siempre en la boca el asqueroso nombre del galán y él, incluso, dejó de
    aparecer por la calle. Flor volvió a sonreír, a dar los buenos días, a responder
    cuando doña Rozilda le dirigía la palabra.
    En la Baixa dos Sapateiros, la eventual amiga le recomendaba al
    despedirse:
    —¡Juicio, hein! — y se reía con aire de complicidad.
    También se reían Flor y Vadinho; se zambullían en un taxi — siempre el
    mismo, propiedad de Cígano, chófer de plaza y viejo amigo del mozo— y partían
    a toda velocidad rumbo a Itapoá con las manos entrelazadas, robándose besos
    por el camino. Cígano los iba a buscar de vuelta al llegar el crepúsculo y
    regresaban, sin apuro, la cabeza de Flor reposando en el hombro de Vadinho,
    sus negros cabellos a merced de la brisa, y una lasitud, una ternura, un deseo de
    seguir juntos... ¿Por qué tenían que separarse?
    Él, cada vez más exigente, clamaba por pasar una noche entera con ella. Ya
    no le bastaba con tenerla junto a sí y poseerla; quería adormecerse al ritmo de
    su respiración, dormir en la vecindad de su sueño. También Flor deseaba esa
    noche íntegra, esa posesión más allá de los límites del reloj, de las horas
    contadas y cada vez más breves para su anhelo.
    —Pero... — le dijo una tarde, cuando él insistió— si yo pasara la noche
    fuera ya no podría volver a casa...
    —¿Y para qué volver? Nos unimos y se acabó. Lo que pasa es que tú no
    quieres resolver las cosas de una vez, no sé por qué...
    —¿Y adonde voy a ir hasta que nos casemos?
    Acordaron que iría a vivir con los tíos Lita y Porto, a la casa de Río
    Vermelho, que era un segundo hogar para Flor. Una vez decidido esto, ella, al
    día siguiente, después de la clase, se encerró en su cuarto, juntó sus cosas y llenó
    dos maletas y un baúl. Después cerró la puerta y se fue, diciendo que iba al
    Mercado de Yansá, en la Baixa dos Sapateiros. Allí la esperaba Vadinho con el
    taxi. Y una vez más los llevó Cígano, pero no volvió a buscarlos hasta la mañana
    siguiente.
    A una conocida que llegó en busca de novedades y costuras, doña Rozilda
    le dijo:
    —Flor salió a hacer unas compras. Está al volver... Felizmente ya no habla
    más del tipo, está menos enojada...
    —Acabará olvidando..., siempre es así...
    —Tiene que olvidar, quiera o no quiera...
    La visitante se quedó conversando; doña Rozilda le contó algo sobre una
    familia que acababa de instalarse en la ladera, gente de Amargosa.
    —Bueno. Flor tarda en llegar, me voy. Recuerdos...
    Y doña Rozilda se quedó sólita, esperando, al principio un tanto
    preocupada, más tarde inquieta, y al llegar la noche teniendo ya la certeza
    absoluta de que Flor había perdido la cabeza y se había ido de la casa. Con un
    cortaplumas forzó la cerradura del cuarto y vio las maletas hechas y el baúl
    repleto. La hipócrita la había engañado, comportándose como si hubiera roto
    con el canalla para poder salir, enloquecida, y desgraciarse. Doña Rozilda dejó la
    luz encendida toda la noche, el rebenque al alcance de la mano. ¡Ah, si tuviera el
    atrevimiento de volver...!
    Cuando al día siguiente, antes del almuerzo, aparecieron la hermana y el
    cuñado — Porto no sabía dónde meter las manos—, hizo toda una escena,
    arrancándose los pelos, fuera de sí:
    —No quiero saber nada... Aquí no entra una mujer perdida, el lugar de las
    putas es el burdel...
    —Haz el favor de respetarme. Flor está en mi casa y mi casa no es un
    burdel. Si no te importa la felicidad de tu hija, es cosa tuya. A mí y a Thaes nos
    importa mucho. Vine para decirte que Flor se va a casar. Si quieres, el
    casamiento se hace aquí, para que todo esté correcto y en orden como debe ser.
    Si no quieres, se hace en mi casa y con mucho gusto...
    —Las mujerzuelas no se casan, se arriman...
    —Escucha, mujer...
    De nada sirvieron la dialéctica de la tía Lita y la silenciosa presencia de tío
    Porto. Ni asistiría al casamiento ni daría su conformidad, que consiguieran una
    autorización del juez, si querían, revelando toda la tramoya, exhibiendo la
    deshonra de la ingrata. Que no contaran con ella para encubrir la trapisonda,
    para tapar el traspié de la desvergonzada.
    Y al día siguiente se fue a Nazareth, en donde el hijo la recibió sin
    entusiasmo. Héctor también pensaba casarse y seguía soltero sólo porque el
    sueldo no le alcanzaba para el matrimonio. Pero estaba dispuesto a hacerlo en
    cuanto lo ascendieran y pudiera ahorrar algo. Ya tenía en vistas a una novia: una
    ex alumna de Flor, aquella de los ojos húmedos, llamada Celeste.










    78
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    Mensaje por Maria Lua Sáb 11 Ene 2025, 20:08

    ***
    13





    Camino del Sodré, yendo a ver una casa que se alquilaba, Flor se encontró
    con otra ex alumna suya, doña Norma Sampaio, digna señora, esposa de un
    comerciante de la Cidade Baixa, persona muy alegre y amiga de novedades,
    lindota, de cuya bondad natural y generoso corazón ya se dio antes noticia. Vivía
    en la vecindad.
    La casa correspondía a las necesidades de Flor, pues servía para vivienda y
    escuela, y además era de un precio relativamente bajo. «Entonces considérese
    desde ya inquilina», le aseguró doña Norma. El propietario del inmueble era un
    conocido suyo y con toda seguridad le daría preferencia. Que lo dejase de su
    cuenta, que no se volviese a preocupar más.
    Durante todo ese trance encontró en doña Norma comprensión y consuelo.
    La ex alumna se hizo cargo de los diversos problemas de la muchacha y
    contribuyó a su solución, resolviéndolos todos.
    Para comenzar, levantó su abatida moral. Flor le hizo un minucioso relato
    de cuanto había pasado. A doña Norma le gustaba saborear los detalles, que no
    le vinieran con una historia contada a las carreras, saltando partes. Flor sufría al
    pensar que todo el mundo se había enterado de su mal paso («mal paso» era la
    expresión usada por la tía Lita, delicadamente), como si llevara el estigma de la
    mentira estampado en el rostro: una mujer sin vergüenza, que ya sabía cómo era
    un hombre y se fingía doncella soltera.
    —Bueno, nena, deja de ser tonta... ¿Quién sabe que te entregaste? Cuatro o
    cinco personas, media docena como máximo, y se acabó... Si quisieras hasta
    podrías casarte con velo y guirnalda..., ¿quién iba a reclamar? Tu madre se fue
    de viaje; ella sí
    que era capaz de venir a hacerte un escándalo a la puerta de la iglesia...
    Flor no podía ocultar su vergüenza. Procedió mal, pero no le quedaba otro
    remedio. Para doña Norma todo ese horror se reducía a nada:
    —Eso de dar algo antes de casarse sucede a cada dos por tres y entre las
    mejores familias, querida mía...
    Y hacía desfilar un extenso y curioso noticiario, con consoladores
    ejemplos. La hija del doctor Fulano, ése de la Facultad, ¿no se había entregado a
    un amigo del novio en las vísperas del casamiento, rompiendo el compromiso,
    huyendo con el otro y casándose con él a las apuradas? ¿Y no pertenecía
    actualmente a la flor y nata de la sociedad, apareciendo su nombre en los
    diarios?: «Doña Zutana recibió a sus amigos..., etcétera...» Y aquella otra
    Fulanita, hija del juez, ¿no fue encontrada en el acto de entregarse a su novio —
    ésa por lo menos se entregaba al novio propio— por detrás del Farol da Barra?
    El guardián los sorprendió en flagrante delito, sólo que no los llevó a la policía
    porque el diligente caballero le dio una buena coima. Pero le mostró a medio
    mundo la bombacha de la pecadora, que por lo demás era una preciosidad de
    encaje negro. Sin embargo, a pesar de esa exhibición de sus ropas íntimas, ella
    no dejó de casarse con velo y guirnalda, y llevando un vestido de bodas
    bellísimo, pues la fulana tenía gusto y dinero. ¿Y aquella otra — cuyo padre era
    un matamoros que ni doña Rozilda le ganaba, y que tenía a las hijas en un puño,
    con unos retos tremendos, asustadas, presas en casa—, y que fue sorprendida en
    Ondina, en medio de la espesura, con un hombre casado, un compadre de sus
    padres? Después se casó con un pobre diablo y ahora se acostaba con todo el
    mundo a más no poder. «Cuanto más mejor», era su lema. Se daba a los solteros
    y a los casados, a los conocidos y a los desconocidos, a ricos y pobres. «Muchas
    mujeres, hija mía, sólo no se dan antes de casarse porque no saben que es tan
    bueno o porque el novio no lo pide. Finalmente, antes o después, ¿quieres
    decirme qué diferencia hay?» La amiga no sólo aminoraba su falta para darle
    ánimos, sino que la ayudó y dirigió en las compras indispensables para hacer
    habitable la casa, aconsejándola en la elección de muebles y utensilios. Entre
    ellos la cama de hierro con la cabecera y los pies forjados, comprada a Jorge
    Tarrap, negociante con tienda de antigüedades y cosas viejas en la calle Ruy
    Barbosa y, como no podía dejar de ser, amigo de doña Norma. Un buen sujeto,
    el tal Jorge; un sirio alto y colorado, casi apoplético, que al enterarse del
    casamiento de Flor en fecha cercana le dio de yapa, como regalo, media docena
    de copas para licor. Doña Norma contribuyó con un par de toallas de baño y de
    cara, toallas de Alagoa, de primera. Y le cedió por lo que le había costado hacía
    mucho, o sea, casi gratis, una sensacional colcha de raso azulhortensia con
    ramos de glicinas estampados en lila, un monumento de elegancia. Doña Norma
    la había llevado en el pomposo ajuar de sus propias bodas como su mejor gala, y
    era regalo de unos tíos residentes en Río. Pues bien, el maníaco de don Sampaio
    le había tomado tirria a la colcha; según él, el lindo azul— hortensia era un rojo
    fúnebre y consideraba que la prenda era un trapo que sólo servía para cubrir
    ataúdes. Por causa de la maldita colcha casi se pelean en la misma noche de
    bodas. Si ella, doña Norma, no hubiese estado aquel día muerta de curiosidad
    por lo que iba a pasar, habría reaccionado contra los gruñidos e insolencias de
    don Sampaio. Él no se había conformado hasta que no se guardó el cobertor, y
    para siempre. Nunca más volvió a usarse, estaba prácticamente sin estrenar, y
    en la calle Chile costaba un dineral.
    Hablando de colchas: la única contribución de Vadinho al ajuar fue una
    colorida colcha de retazos. Era obra colectiva de las pupilas del burdel de Inácia,
    una mulata de cara picada por la viruela, la más joven madama de Bahía, pero
    no por eso la menos experimentada. De vez en cuando, Vadinho se hacía
    presente en su lecho, permaneciendo encamado en él durante días y aun
    semanas. No era culpa suya si su contribución era tan pequeña en proporción a
    los infinitos gastos a que hubo que hacer frente y en los cuales los ahorros de
    Flor, ahorros que representaban años de trabajo, fueron rápidamente
    consumidos. Mucho había deseado Vadinho hacerse cargo de todos los gastos o
    de su mayor parte y mucho se esforzó para lograrlo. Nunca lo habían visto los
    amigos tan nervioso y persistente en las mesas de ruleta. Pero el diecisiete — su
    número— no se daba: era como si hubiese sido retirado de la numeración.
    También lo intentó en el grande y en el chico, la ronda y en el bacará, pero la
    suerte arreciaba en contra, tenía una mala sombra de todos los diablos. Se
    esforzó hasta el punto de no quedarle a quién arrinconar para darle un sablazo,
    a quién pedirle prestado, viéndose obligado a recurrir a la propia novia,
    sacándole un billete de cien.
    —No es posible que la mala suerte continúe, querida. Esta madrugada
    vengo con una carroza llena de dinero y te vas a comprar medio Bahía, sin
    olvidar una docena de botellas de champán para el día de casorio.
    No trajo ni el dinero ni el champán. Estaba verdaderamente de mala
    suerte, ¿hasta cuándo iba a durar la mala racha?


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    Jorge Amado( 1912-2001) - Página 2 Empty Re: Jorge Amado( 1912-2001)

    Mensaje por Maria Lua Sáb 11 Ene 2025, 20:10

    ***
    Así pues, sólo hubo champán en el casamiento civil, que se hizo en casa de
    los tíos. Thales Porto abrió una botella y el juez brindó con los desposados y la
    familia. También fue sencillo y rápido el acto religioso, al que asistieron, además
    de tía Lita y tío Porto, sólo algunas amigas íntimas de Flor, don Antenor Lima y
    doña Norma, claro está. Doña Magá Paternostro, la millonaria, no pudo ir, pero
    por la mañana mandó una batería de cocina, ése sí que era un regalo útil. Por
    parte de Vadinho fue sólo el director del Departamento de Parques y Jardines
    de la Prefectura, al cual el remiso funcionario, tomando el matrimonio como
    pretexto, había sableado igual que a los colegas; también estaban Mirandáo y la
    esposa, una señora flaca y rubia, avejentada, y Chimbo. La presencia del
    delegado auxiliar motivó que Thales Porto comentase con doña Lita que no todo
    era cuento en la historia que habían tramado los dos pájaros para embaucar a
    doña Rozilda. Por lo menos el parentesco de Vadinho con el importante
    Guimaráes, por lo menos eso, no era inventado.
    Celebró la ceremonia religiosa, gracias a un pedido de doña Norma, el
    capellán de Santa Tereza, don Clemente. Vadinho exhibió su llamativa elegancia
    de cabaret, y Flor estaba toda de azul, sonriente, los ojos bajos. Doña Norma no
    consiguió convencerla para que fuese de blanco, con velo y guirnalda: la boda no
    tuvo coraje. Mirandáo llevó las alianzas, conseguidas en préstamo sobre la hora.
    En la víspera se hizo una colecta en el Tabaris, juntando el dinero necesario para
    que Vadinho pagara los anillos, ya elegidos en la joyería de Renot. Media hora
    después el joven perdió hasta el último centavo en la casa de Tres Duques. Aun
    así, hubiera podido conseguirlas al fiado si las hubiese ido a buscar. El joyero,
    con toda su fama de experto, no conseguía resistirse a la labia del mozo, y más
    de una vez le había prestado dinero.
    Pero, fatigado por la noche entera en blanco, Vadinho se quedó durmiendo
    toda la mañana, saliendo luego a toda prisa para Río Vermelho en el taxi de
    Cígano.
    Cuando ya abandonaban la iglesia, surgió el banquero Celestino llevando
    en la mano un ramo de violetas. Lo presentaron a Flor, ahora doña Flor, como
    corresponde a una señora casada. El banquero le besó la mano y se disculpó por
    el retraso con que llegaba y que se debía a que acababa de recibir la noticia, ni
    siquiera tuvo tiempo de elegir un regalo. Discretamente, le puso un billete a
    Vadinho mientras los invitados, comenzando por Chimbo y don Clemente, se
    acercaban deseosos de presentar sus saludos al capitoste.
    Los recién casados se despidieron en el patio del convento. Sólo doña
    Norma los acompañó hasta el nuevo domicilio, en cuya fachada ya estaba puesto
    el cartel de la Escuela de Cocina Sabor y Arte. En la puerta de la casa, doña Flor
    invitó a la vecina:
    —Entre y conversamos un poco... Doña Norma se echó a reír con malicia:
    —Ni que yo fuera una tarada... — y, apuntando a las nubes oscuras que
    había sobre el mar—: Está llegando la noche, es hora de dormir...
    Vadinho estuvo de acuerdo:
    —Habló poco y lo dijo todo, vecina. Aunque para ese asunto yo tengo
    buena disposición a cualquier hora, con sol o de noche, me es igual, y no cobro
    extra...
    Y abrazando a doña Flor por la cintura se fue con ella por el pasillo,
    mientras iba desabrochándola y desvistiéndola apresuradamente.
    Al llegar al dormitorio la echó sobre la colcha azul— hortensia, quitándole
    la combinación y la bombacha. Doña Flor quedó tendida en el lecho, desnuda.
    Las primeras sombras del crepúsculo sobre sus senos erguidos.
    —¡Cruz Diablo...! — dijo Vadinho—. Esta colcha que te regalaron, mi bien,
    parece una mortaja. Saca eso de la cama, peladita mía, y trae la de retazos, que
    sobre ella vas a parecer todavía más cachonda. La otra guárdala para
    empeñarla..., deben dar un dineral por ella...
    Sobre la colorida colcha de retazos, desnuda y sin recato, sólo cubierta por
    la penumbra del atardecer, estaba doña Flor, finalmente casada. Doña Flor con
    su marido Vadinho; lo había elegido ella misma, sin prestar oídos a los consejos
    de las personas de más experiencia, y contra la expresa voluntad de su madre.
    Incluso se había entregado a él antes de casarse, sabiendo quién era. Quizá fuese
    una locura, pero si no la hubiese hecho no habría podido vivir. Estaba como
    consumida por un fuego que le llegaba de la boca de Vadinho, de su aliento,
    mientras sus dedos le quemaban la carne como llamas. Ahora, ya casados, él la
    desvestía con pleno derecho, y le sonreía, acostado junto a ella en el lecho de
    hierro, mirándola. Su hermoso marido, con las piernas y los brazos cubiertos
    por un vello dorado, una maraña de pelo rubio en el pecho y la cicatriz del
    navajazo en el hombro izquierdo, negra y sin pelo. Tendida junto a él, doña Flor
    parecía una negra; negra y pelada. También estaba desnuda por dentro, muerta
    de deseo, temblando, con prisa, como si Vadinho le estuviera desnudando el
    alma. Él no cesaba de decirle cosas, disparates.
    Yogaron hasta no poder más, y entonces ella tomó la colcha y se cubrió,
    adormeciéndose. Vadinho sonreía y le hacía cafuné. Vadinho, su marido. Bello y
    viril, tierno y bueno.
    Doña Flor despertó a altas horas, cuando el reloj marcaba las dos de la
    mañana. Vadinho no estaba en la cama. Se levantó y salió a buscarlo por la casa.
    Pero él había desaparecido: había ido a jugarse el dinero obsequiado por el
    banquero. En la misma noche de bodas. Era demasiado.
    Y doña Flor vertió las primeras lágrimas de casada, revolviéndose en la
    cama, loca de rabia, crujiendo los dientes de deseo.



    14




    Habían transcurrido siete años entre aquellas primeras lágrimas
    derramadas por doña Flor en la noche de bodas y las que vertió en la triste
    mañana del domingo de carnaval, cuando Vadinho cayó sin vida en medio de
    una samba de roda, entre máscaras y comparsas. Y, como bien dijo doña Gisa —
    señora que llamaba las cosas por su nombre, con intención y con exactitud y
    oportunidad—, ante el cuerpo del mozo extendido sobre el empedrado del Largo
    Dois de Julho, muerto irremediablemente, para siempre:
    —Mucho lloró durante estos siete años por sus insignificantes pecados y
    por los del marido (una pesada carga de culpas y fechorías), y aún le sobraban
    lágrimas, lágrimas de vergüenza y de sufrimiento, de dolor y de humillación.
    Derramadas principalmente de noche. Noches desiertas, sin la presencia
    de Vadinho, noches de insomnio esperando, que se hacían largas, como si la
    aurora se retirase hacia las fronteras del infierno. A veces la lluvia repiqueteaba
    monótonamente en el tejado, y el frío reclamaba el cuerpo del hombre, la calidez
    de un pecho velludo, el abrigo de unos brazos fuertes. Doña Flor estaba en vela.
    Imposible dormir: el deseo de tenerlo a su lado era como una herida abierta.
    Estremecida, entre escalofríos, sumida en la tristeza y el desconsuelo, pasaba las
    noches en vela, en aquella cama en la que sólo había ansiedad y abandono.
    Cuando Vadinho estaba con ella, ¡ah!, con Vadinho allí no había frío ni
    tristeza. De él surgía un calor alegre que le subía a ella desde las piernas hasta la
    cara, y la noche se desplegaba jubilosa. Doña Flor se sentía agasajada y de fiesta,
    y un poco irresponsable, como si hubiera bebido un vaso de vino o una copa de
    licor. La compañía nocturna de él la alegraba como un vino de aroma
    embriagador. ¿Cómo resistir a la seducción de aquella boca, de sus palabras, de
    su lengua? Eran noches de exaltado ímpetu, mágicas noches de aleluya.
    Pero eran pocas esas noches en que lo tenía para sí, en que no salía
    después de cenar, y se recostaba en el diván, la cabeza en su regazo, oyendo la
    radio, contándole historias, acariciándola atrevidamente con la mano, jugando
    con ella, tentándola. Y después, temprano, la larga cabalgata en la cama de
    hierro.
    Ocurrían muy de tarde en tarde. Cuando él, por un capricho repentino e
    imprevisible, abandonaba durante tres, cuatro días, o toda una semana, la farra,
    la jarana, la cachaca y el juego, y se quedaba en casa. La mayor parte del tiempo
    durmiendo, o rebuscando en los armarios, o tomándoles el pelo a las alumnas, o
    arrebatando a doña Flor para ir al lecho, cualquiera que fuese la hora, incluso en
    las más impropias e indiscretas. Ésos eran días cortos y plenos, en que el veleta
    andaba revolviéndolo todo, y sus carcajadas resonaban en el pasillo, hablando
    desde la ventana con los vecinos, oyendo los rezongos de doña Norma o
    enredándose en largos mano a mano con doña Gisa, llenando de vida y alegría el
    hogar y la calle. Se podían contar con los dedos esas noches enteras de vértigo y
    euforia, de risa incontenible y de cosquillas, cafunés, palabras cariñosas y el
    estruendo de los cuerpos en la cama de hierro. «Mi dulce de coco, mi flor de
    albahaca, mi cachucha pelada, tu cosita es mi panal de miel», le decía él. ¡Ay, las
    cosas que decía! ¡Ni te cuento, hermanito!




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    Jorge Amado( 1912-2001) - Página 2 Empty Re: Jorge Amado( 1912-2001)

    Mensaje por Maria Lua Sáb 11 Ene 2025, 20:11

    ***

    En cambio, se repetían en infinito rosario las noches de espera. Noches en
    que doña Flor dormía sobresaltada, despertando al menor ruido, o en las que no
    dormía nada, apoyada contra el respaldo de la cama, llena de ira y dolor, hasta
    adivinar sus pasos todavía lejanos y finalmente oír la llave dando vueltas en la
    cerradura. Por la manera en que abría la puerta ella sabía con
    cuánta cachaca andaba y cómo le había ido en el juego. Cerraba los ojos y fingía
    estar dormida.
    A veces llegaba de madrugada y ella lo recibía con ternura, meciendo su
    sueño tardío. Con la cara fatigada, débil la sonrisa, él se ovillaba en la
    concavidad de su cuerpo. Doña Flor se tragaba las lágrimas para que Vadinho
    no se diera cuenta de su llanto, no percibiera su tristeza: él ya tenía
    preocupaciones de sobra, y sus nervios estaban rotos por las emociones de la
    batalla contra el azar. Venía casi siempre en copas y a veces borracho, y se
    quedaba dormido de inmediato, no sin antes recorrer su cuerpo en una larga
    caricia con la mano y murmurar: «Mi negra pelada, hoy me enterré, pero
    mañana tiro la casa por la ventana...» Y doña Flor continuaba velando y
    deseándolo, sintiendo contra el suyo el cuerpo de Vadinho que se estremecía en
    sueños, insistiendo en seguir jugando, en continuar perdiendo. Y comenzaba a
    gritar números, sumido en la maldición de la ruleta: «Diecisiete, dieciocho,
    veinte, veintitrés», sus cuatro números fatales. O exclamaba con rabia: Salió la
    «gata». Flor iba siguiendo las alternativas de su sueño y lo sentía apostar a la
    «liebre francesa», mejor dicho al «grande y chico», y veía cómo el banquero se
    llevaba todas las fichas, pues había salido «gata». Acabó por conocer toda la
    nomenclatura, la jerga, la loca matemática y la secreta seducción de los
    intríngulis del juego. De tal modo, en las madrugadas, ella lo protegía contra el
    mundo, contra las fichas y los dados, contra los croupiers, contra la mala suerte.
    Lo cubría, le daba calor con su cuerpo, y Vadinho, así dormido, era como una
    criatura rubia, como un niño grande.
    También solía ocurrir que él no viniese, y entonces ella seguía esperando a
    lo largo del día y continuaba esperando durante la noche siguiente, sintiéndose
    podrida por tanta humillación. Al verla triste y silenciosa, las alumnas evitaban
    las preguntas molestas para no provocar turbadoras lágrimas de vergüenza.
    Entre ellas, comentaban con ásperas críticas la conducta y la mala vida del
    tramposo. ¿Cómo tenía coraje para hacer llorar a una esposa tan buena? Pero
    bastaba que él apareciera con su voz envolvente, sus bromas, su cinismo, y casi
    todas ellas se derretían, excitadas, sintiendo escozor en el rabo y en la papaya...
    Durante el día Vadinho multiplicaba sus esfuerzos y sus correrías, a veces
    desesperado, a fin de conseguir el dinero necesario para el juego: en la mesa de
    ruleta no hay fiado, la ficha sólo puede comprarse al contado. Rondaba por los
    bancos, dando vuelta en torno a los gerentes y subgerentes, en busca de garantía
    para que le descontasen un pagaré; tratando con astucia de ablandar y
    convencer a los hipotéticos garantes del documento, o arrancar casi a la fuerza,
    y a costa de intereses absurdos, unos centenares de «mil— réis» de las uñas
    avaras de un usurero. Era capaz de pasar una tarde entera junto a un tacaño
    cualquiera, de esos que no sueltan fácilmente el fajo; y hasta encontraba cierta
    satisfacción en derrotarlos y ver cómo finalmente tomaban la pluma y ponían la
    firma en el documento, ya sin fuerzas para seguir resistiendo. Le daba lo mismo
    que fuese el aval de un documento o dinero en efectivo. Por lo demás, los más
    avisados resolvían el asunto del siguiente modo: Vadinho aparecía con un
    pagaré por un contó pidiendo un aval y la víctima le soltaba un billete de cien o
    de doscientos mil— réis para librarse de él. De otro modo corría el riesgo de
    firmar el documento y a los treinta o a los sesenta días encontrarse con un
    pagaré vencido e incobrable. Un riesgo serio, porque Vadinho no le daba a nadie
    la papa en la boca. Para resistir su verbo era necesario algo más que avaricia, era
    preciso ser un empedernido, de inconmovibles convicciones ideológicas, un
    insensible a los dramas de la vida, un fanático, un sectario sin corazón, como el
    italiano Guilherme Ricci, de la Ladeira do Taboáo, de legendario amarretismo,
    el cual se mantuvo impávido durante años, resistiendo todos los ataques de
    Vadinho.
    Otro que logró resistir brillantemente fue el librero Dmeval Chaves, que
    por entonces era todavía un simple gerente de la librería y no el ricachón que es
    hoy. Pero un día se le pegó por la mañana temprano, luego almorzaron juntos, y
    continuaron la tenida por la tarde: lo estuvo ablandando durante seis horas
    seguidas, tiempo controlado por Mirandáo en su auténtico reloj suizo. Hasta
    Dmeval se rindió:
    —Te juro, Vadinho, que éste es el primer pagaré que yo avalo en mi vida...
    —Pues comienzas bien, mi viejo, no podías comenzar mejor. Es un estreno
    de primer orden, ahora no hay más que continuar. Además, quien avala una vez
    un documento mío ya no para más, le toma gusto...
    Y salió corriendo para el banco, dejando al gordo gerente con la boca
    abierta, apoyado sobre el mostrador de la librería, turulato, sin alcanzar a
    comprender la razón de su insensato gesto, sin poderse explicar por qué había
    cometido el disparate de firmar.
    En los tiempos en que había juego por la tarde y por la noche en el Tabaris,
    Vadinho ni siquiera iba a cenar a casa. Comía cualquier tontada, un carajé,
    un abará, un sandwich, y cenaba más tarde, de madrugada, cuando se cerraba
    la última puerta en el último tugurio... Los más retrasados — Giovanni,
    Anacreon, Mirabeau Sampaio, Media Porción, el negro Arigof, elegante como un
    príncipe de novela rusa—, salían en grupo hacia la Rampa del Mercado, las Sete
    Portas, la casa de Andreza, o iban a una tasca cualquiera donde hubiera
    un carurú de fólhas, un vatapá de pescado, cerveza helada, cachaca pura.
    Cuando por casualidad iba a cenar a la casa era para salir inmediatamente,
    antes de las nueve, siempre con apuro. Así se frustraban siempre las esperanzas
    que albergaba doña Flor de verlo llegar de la calle y, como los maridos de las
    otras, ir a ponerse cómodo, vestir el pijama, leer los diarios, comentar la
    jornada, tal vez ir con ella de visita o al cine. ¿Cuánto tiempo pasaba ella sin ir al
    cine? Era preciso que doña Norma la arrastrara a alguna matinée, pues de lo
    contrario, con Vadinho eran tan raras las veces — raras e inesperadas— que
    salían juntos, que solían pasar meses sin hacerlo. Sin embargo, nunca cesó de
    preguntarle, cuando él se quitaba el saco y se aflojaba el nudo de la corbata:
    —Hoy no sales, ¿no? Vadinho sonreía antes de responder:
    —Salgo, pero vuelvo en seguida, querida. No tardo nada, tengo un
    compromiso, pero es algo rápido... — respondía invariablemente.
    A veces llegaba antes de la cena, pero con otra finalidad. Eso ocurría en los
    días de derrota total, cuando al caer la tarde no había conseguido nada, cuando
    todas sus tentativas habían terminado en un fracaso absoluto, cuando le fallaba
    el palpito en la quiniela, los gerentes de los bancos se mostraban inflexibles y los
    garantes inabordables, cuando no tenía ya nadie a quien sablear. En esos días
    malditos llegaba hecho un basilisco. Él, que era siempre tan glotón, tan
    aficionado a saborear los manjares de doña Flor y sus recetas sin igual; esas
    tardes comía en silencio, inquieto; y comía poco, a todo vapor, sin prestarle
    atención a la comida. Lanzaba miradas calculadoras a su esposa, como para
    medir su humor, su receptibilidad. Y es que venía a pedirle dinero, siempre
    prestado, claro está, con formales promesas de pago, todas sin cumplir hasta
    hoy. Ella terminaba por darle algo, por las buenas o por las malas; en ciertas
    ocasiones de un modo forzado, doloroso e incluso sórdido. Eran los días en que
    aparecía lo peor de Vadinho, cuando surgían en él la brutalidad y la furia,
    cuando su encanto y su gracia dejaban lugar a una cruel estupidez.





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    Mensaje por Maria Lua Sáb 11 Ene 2025, 20:13

    ***
    Doña Flor conocía sus malas intenciones incluso antes de que él
    pronunciara una sola palabra. Llegaba irritado por el fracaso de la calle, con un
    malhumor sordo que se le traslucía en el rostro. Por aquellos años ella ya había
    aprendido a conocerlo hasta en los más mínimos detalles, desde el peso y la
    cadencia de su paso, hasta el brillo engañador de sus ojos cuando miraba a una
    mujer cualquiera, o a las alborotadas alumnas, o al escote de doña Gisa; o,
    yendo con doña Flor por la calle, a todas las que pasaban, desvistiéndolas más o
    menos según ellas lo merecieran por bonitas o por feas. Por las tardes, Vadinho
    se multiplicaba en busca de fondos para las apuestas y luego venía a cenar, unas
    veces cariñoso, otras iracundo; y al llegar la noche rumbeaba de nuevo hacia su
    sombrío destino. ¿Sombrío? Este adjetivo no se podía aplicar al carácter de
    Vadinho; calificativos de esa naturaleza, tan solemnes y lúgubres, no
    correspondían a la realidad. Destino nocturno sí, pero no sombrío. Con él no
    concordaban las sombras y las oscuridades, las angustias y los dramas tan
    gratos a los promotores de las virtuosas campañas contra el juego. A él no le
    temblaban las manos al depositar las fichas ni aullaba de remordimiento al
    llegar la madrugada. Sin duda era angustioso el momento en que la bolilla
    giraba en la ruleta, y su corazón se llenaba de ansiedad; pero era una angustia
    agradable. Jamás tuvo ni siquiera el asomo de una idea suicida; nunca un noble
    remordimiento desgarró su pecho y jamás se sintió acusado por la voz trágica de
    la conciencia. Era inmune a toda esa espantosa serie de horrores que atormenta
    la vida de los desgraciados que se dejan dominar por el vicio de la timba. Es una
    pena, pero ¿qué le vamos a hacer, si era así? Es imposible presentar a Vadinho
    bajo esa luz tan simpática: como a un jugador acorralado por un destino
    irrevocable, odiándose a sí mismo, queriendo librarse y no pudiendo, y por
    último redimiéndose al pegarse un tiro en la sien a la salida del casino.
    Era el suyo un destino intenso y rudo, un destino de macho, ciertamente.
    Ningún flojo hubiera podido aguantar esa lucha de cada noche, de cada instante
    de cada noche; pero Vadinho nunca había considerado esa emocionante batalla
    como una serie catastrófica de crímenes y remordimientos, como una desgracia
    siniestra e irremediable. ¿Siniestra? Su vida era variada y divertida.
    ¿Irremediable? Siempre había alguien que le prestaba dinero; es increíble que
    hubiera tanta gente dispuesta a hacerlo. ¿Quién sabe si no lo hacían para de ese
    modo arriesgarse a jugar sin tener que ir a los casinos prohibidos, a los tugurios
    de mala fama? Era el suyo, en fin, un destino de hondas y excitantes emociones.
    Como por ejemplo aquella noche de agosto que comenzó tan mal: él intentando
    sacarle el dinero a doña Flor, y ella resistiéndose (era el dinero del mercado) y
    luego la discusión, los insultos, las recriminaciones, los gritos y las ofensas. Por
    último, le había soltado unos miserables treinta mil— réis, con los que Vadinho
    inició su marcha triunfal. Cuando él llegó al Abaixadinho los dados rodaban en
    la «liebre francesa». Vadinho puso diez mil— réis al grande — sólo apostaba al
    grande— y comenzó el chorro. Salió el grande, créase o no, catorce veces
    seguidas y Vadinho apostándole siempre, rodeado por una nerviosa
    aglomeración de jugadores y meretrices, dispuesto a seguir jugando al grande
    hasta el fin de los siglos. Cuando lo supo Mirandáo, que estaba en la otra sala
    jugando a la ronda, fue corriendo a buscarlo como loco:
    —No sigas, por el amor de tus hijos, que la suerte va a cambiar.
    Vadinho no tenía hijos y desde luego no tenía intención de dejar el juego,
    pero Mirandáo, que sí los tenía, echó mano a las fichas y las retiró él mismo,
    empujando a su amigo y sacándolo de allí. A tiempo, pues se dio el pequeño,
    después la «gata», de nuevo el pequeño y «gata» otra vez, mientras Vadinho
    salía de allí en la opulencia, y contra su voluntad. Esa noche, con los bolsillos
    repletos, mientras recordaba la escena en que doña Flor le dijera, entre sollozos:
    «Tú no andas bien, no vales para nada y no me quieres ni una migaja», estaba
    resuelto a llegar a casa temprano y con un regalo rumboso, no una baratija
    cualquiera. Un collar, un anillo, una pulsera, una joya de valor.
    Mas ¿dónde adquirirla, si a esa hora los comercios estaban cerrados?
    Quién sabe — reflexionaba Mirandáo—, quizá podríamos conseguir algo vistoso
    entre las pelanduscas de «la zona». A veces las mujeres de la vida reciben
    valiosos presentes; cuando están metidas con un coronel del cacao o un
    hacendado del sertón, se aprovechan para llenar la media, y algunas hasta dejan
    de hacer la vida, estableciéndose con salones de belleza o boutiques. Mirandáo
    conocía dos que terminaron por casarse y se convirtieron en honestísimas
    señoras.
    Los dos amigos iniciaron la búsqueda corriendo de la ceca a la meca, de
    cabaret en cabaret, de burdel en burdel, de pensión en pensión, y adonde quiera
    que llegaban iban volteando cervezas, o bebiendo vermut o coñac e invitando a
    todas por cuenta de Vadinho. Sacaron a luz y revolvieron las pobres
    pertenencias de decenas de chicas, no encontrando más que bisuterías de metal
    cromado, vidrio de color, latón... y la noche que se iba.
    «Quiero llegar temprano, darle una sorpresa completa», decía Vadinho,
    apurado, lleno de prisa, gozando por anticipado con la cara que iba a poner
    doña Flor al verlo llegar antes de medianoche con un regalo en la mano. Sólo
    necesitaba encontrar un chiche valioso, que llenara el ojo, y no esas fruslerías de
    segunda mano. Finalmente encontraron lo que buscaban en la Ladeira de Sao
    Miguel, en el boudoir — como decía afectadamente Mirandáo— de Madame
    Claudette, cortesana ya acabada que iba sobreviviendo a costa de una pequeña
    clientela de estudiantes que la frecuentaban debido a su nacionalidad francesa y
    a sus difundidos refinamientos, todo muy parisiense y a bajo precio.
    Era un collar de turquesa de un azul realmente tan hermoso que Vadinho y
    Mirandáo sintieron el impacto de su noble belleza y de su hechizo. Todo en oro
    labrado; la vieja buscona lo apretaba entre los dedos, como defendiéndolo. Era
    una joya de familia — les dijo la prostituta con aire confidencial— que ella trajo
    de Europa. La habían usado su abuela y su madre, y de ahí que fuera
    doblemente valiosa. Sólo podía desprenderse de aquella preciosidad — recuerdo
    de un mundo perdido en Lorena, allá en su infancia— a cambio de una abultada
    cantidad de dinero. Sólo por mucho, mucho dinero. «Le petit Vadinho»
    seguramente no tuvo nunca una cantidad tan grande, y si algún día la tuviese no
    la iba a gastar en un adorno para una mujer. ¿Desde cuándo le había importado
    el dinero a Vadinho, Madame? Si hasta cuando andaba «limpio», en la miseria,
    sin nada, sin un centavo partido por la mitad — ni siquiera en esas
    circunstancias— le daba valor al dinero, y cuando lo buscaba con insensata
    ansiedad, era para tirarlo en la ruleta. Y mientras hablaba sacaba de los bolsillos
    llenos, impetuosamente, manojos de billetes, hasta que casi quedaron vacíos.
    Los ojitos de Madame Claudette se encendían de codicia detrás de su máscara
    de crema y polvo de arroz; la pobre momia se estremecía a la vista de los billetes
    de cien y de doscientos.
    El taxi de Cígano lo dejó a la puerta de casa a las once y cuarenta, antes de
    la medianoche, como él quería. Doña Flor acababa de cerrar los ojos y
    comenzaba a resoplar brevemente, cuando él estaba ya en el cuarto dándole un
    tirón a la sábana que cubría el cuerpo de la esposa y poniéndole las fulgurantes
    turquesas entre los senos turgentes, mientras se reía con aire divertido:
    —Y tú no me querías prestar dinero, doña loca... — y desparramaba los
    billetes por la cama, pues aún le habían sobrado más de dos contos de réis.
    ¿Cómo utilizar la expresión «sombrío destino» para referirse a quien era
    tan alegre jugador, a quien sabía sonreír por igual ante la buena o la mala
    suerte, embrujado por la alegría de vivir?



    87
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    Jorge Amado( 1912-2001) - Página 2 Empty Re: Jorge Amado( 1912-2001)

    Mensaje por Maria Lua Lun 13 Ene 2025, 21:01

    ***
    Quizá fuese sombrío su destino en opinión de doña Flor, desde su punto de
    vista, desde su puesto de observación, o, para mayor exactitud, desde su puesto
    de espera. Sombrío para doña Flor, siempre esperando en el lecho.
    Esperándolo durante siete años, toda una vida. Muchas lágrimas derramó
    doña Flor en esos años. También fue mucho lo que gozó yogando; los dulces
    momentos de ternura y posesión bien podrían compensar las horas amargas de
    ausencia y humillación. Un día, doña Gisa, con sus humos de psicóloga,
    psicoanalista, psicógrafa y otros inventos norteamericanos, le dijo que ella, doña
    Flor, estaba casada con un ser excepcional. No excepcional en el sentido que
    doña Flor le daba al término, como sinónimo de grande, de mayor, de mejor de
    todos. Nada de eso. Excepcional en su significado de diferente, de fuera de lo
    normal, de alguien que no encajaba en los moldes comunes ni se podía
    circunscribir a los límites de una vida cotidiana mediocre y monótona. ¿Era
    doña Flor capaz de entenderlo y ser feliz con él? Tretas de doña Gisa — se decía
    doña Flor—, sin duda buena amiga, pero una literata de los mil diablos, con la
    cabeza llena de cosas enrevesadas y unas expresiones que ni ella se entendía.
    Doña Flor deseaba ser como todo el mundo y que su marido fuese como
    los otros maridos. ¿Acaso no tenía él un empleo en la Municipalidad,
    conseguido por su pariente rico, el doctor Airton Guimaráes, Chimbo de
    sobrenombre? Ella lo quisiera así, viniendo del empleo directamente a la casa,
    los diarios bajo el brazo, y con un paquetito de bizcochitos o confituras,
    de abarás y acarajés, cenando a la hora debida como los otros; saliendo algunas
    noches con ella del brazo, a pasear, a gozar de la brisa de la luna; amante,
    jugando en la cama, temprano, antes de dormir, y en los días fijados para
    jugar...
    Lo que no podía ser era lo que estaba ocurriendo: Vadinho llegando a
    cualquier hora, durmiendo con frecuencia afuera, seguramente en las cañas de
    las atorrantas, sus amigas de antiguos y renovados enamoramientos; o
    queriendo yogar con ella, y yogando, en horas tardías, en los momentos más
    absurdos, cualquiera que fuese el día, sin reloj ni almanaque. No tenía horario
    ni orden, ni tampoco un hábito establecido o un convenio tácito, o una
    costumbre compartida por ambos. Nada. Eso era vivir en medio de una
    anarquía insoportable: pasaba todas las noches en la calle, sin tener la menor
    noticia de él, mientras ella quedaba en la cama de hierro, con la espina de los
    celos, el agudo dolor de los cuernos y el pecho cargado de dolor y congoja. ¿Por
    qué las otras mujeres casadas hacían valer sus derechos ante el marido y ella
    no? ¿Por qué no era Vadinho como los otros? ¿Por qué no llevaban una vida
    sistemática y en orden, sin sobresaltos, sin chismes, sin enredos, sin la infinita
    espera? ¿Por qué?
    Todo eso — la espera, el juego, la cachaca, las noches fuera de casa, los
    gritos, la violencia, la villanía— se convirtió en hábito a medida que fue pasando
    el tiempo, pero doña Flor nunca llegó a acostumbrarse por entero y habría de
    morir sin llegar a conseguirlo.
    Por lo demás, fue él quien murió, en el carnaval. De ahí en adelante, ¡ah!,
    de ahí en adelante su deseo ya no tuvo siquiera derecho a la espera, a la
    expectativa, a la ansiedad. La ausencia de Vadinho tenía ahora otra dimensión.
    También era otra la calidad del sufrimiento. Ya de nada le serviría a doña Flor
    mantenerse alerta, a la escucha, atenta a cada ruido de la calle, con el corazón
    inquieto, latiendo sobresaltado. Ahora ya no tenía que esperar, ya no tenía
    esperanza, de nada le servía estar atenta al ritmo de los pasos — sobre todo de
    los pasos de los borrachos—, al ruido sutil de la llave en la cerradura, a las notas
    de una canción perdida, de una tonada a lo lejos.
    Sí, de una tonada a lo lejos. Porque hubo noches, durante aquellos siete
    años de matrimonio y de espera, en que Vadinho la había despertado con una
    serenata: la guitarra, el guitarrillo, el violín, la flauta, la trompeta y la
    mandolina, repitiendo aquella otra inolvidable serenata de la Ladeira do Alvo,
    cuando ella acababa de saber la verdadera situación de su amado: pobre, sin un
    centavo, un funcionario chirle, granuja, cuchillero, borrachín, libertino y
    jugador.




    15




    Ahora, echada sobre la cama de hierro, doña Flor procuraba no oír el
    matraqueo de doña Rozilda en la puerta de la calle en animada plática con doña
    Norma. Quería reunir con más claridad en su memoria, perdida en la lejanía del
    tiempo, las voces de los cantores y el ritmo de los instrumentos en aquella
    emocionante serenata de la Ladeira do Alvo. Para que sus recuerdos llenasen
    sus horas y la ayudasen a calmar su corazón durante estas noches que ya no
    eran más noches de espera, pues él, su marido, estaba muerto. Ahora contaba
    tan sólo con un mundo de recuerdos, y en él se refugiaba, envuelta en
    remembranzas, en cenizas con las que apagar las brasas de su agudo deseo.
    Como si hubiera levantado un muro que la aislase, que la separase del
    chismorreo y de la murmuración, de las habladurías y de los comentarios, de
    todo cuanto perturbaba su viudez reciente, de esa nueva realidad de la ausencia.
    En los tiempos iniciales del duelo, su existencia transcurría entre el ansia y el
    dolor, entre la necesidad y la imposibilidad de tenerlo ahí, a su lado; algo
    imposible para siempre. Nunca más lo tendría.
    Doña Flor, ahogando bajo la música y el canto recordados la voz y la saña
    de doña Rozilda, buscaba el amparo de los recuerdos del pasado: aquella noche
    en que se asomó a la ventana al oír los primeros acordes. Le dolía todo el
    cuerpo, el rebenque de cuero crudo le dejó una marca en el cuello y se sentía
    como un trapo, un trapo golpeado y humillado. Vadinho subía cantando por la
    ladera, con los brazos levantados en alto. También recordaba a los otros:
    Caymmi con su voz inconfundible e inigualable, y Jenner Augusto, más pálido
    todavía bajo la luna; acompañándolos, en los instrumentos y en el coro,
    Carlinhos Mascarenhas, Edgard Cocó, el doctor Walter da Silveira y Mirandáo.
    Ella, corriendo, buscó aquella rosa oscura y extraña que el día anterior había
    cortado en el jardín de la tía Lita. Por entonces, todo era confuso en su vida,
    todo andaba enmarañado y en completo desorden, y ella estaba aún sometida a
    la férrea autoridad de doña Rozilda. La serenata le dio fuerzas y coraje. De
    repente se sintió contenta de que Vadinho no pasara de ser un insignificante
    servidor municipal, reducido a un miserable empleo, y tampoco le importaba
    que fuese un jugador empedernido.
    Con los recuerdos de noches como aquélla, de luna y de ternura, la
    insomne doña Flor intentaba aplacar el dolor y la desesperación de saber que
    nunca más vendría Vadinho a acariciarla, a encender las brasas de su cuerpo. En
    las largas noches de espera ya no volvería a oír más en la calle su voz desafinada,
    en nuevas serenatas.
    Recordaba también aquellas veces en que Vadinho fue más allá de todos
    los límites. Cuando pasaba noches seguidas sin venir a dormir; o cuando, siendo
    aún recién casados, se había jugado el dinero del alquiler sin decirle nada,
    haciéndola pasar por tramposa. En esos casos él intentaba hacer las paces, pues
    doña Flor dejaba de dirigirle la palabra, comportándose como si no notara su
    presencia, como si no tuviera marido. Vadinho, inquieto, andaba a su alrededor,
    dirigiéndole palabras aduladoras, invitándola y provocándola para excitarla y
    llevarla al lecho. Ella, en los límites de la pena y la humillación, se resistía.
    Vadinho apelaba entonces a las grandes jugadas: por ejemplo, llevarla al
    cine o ir con ella de visita — aplazada durante tanto tiempo— a casa de doña
    Magá o a la del padrino de Héctor, el doctor Luis Henrique. O si no organizaba
    una serenata y venía a arrullar su sueño, deslumbrando a la vecindad. Pero
    ahora ya no venían con él Dorival Caymmi, con su misteriosa voz, ni el doctor
    Walter da Silveira. Caymmi había emigrado a Río, donde tenía programas en la
    Radio Carioca, y grababa discos y los cantores famosos estrenaban sus sambas y
    sus modinhas playeras. Ni que hablar del doctor Walter: nombrado juez en el
    interior, sólo tocaba su flauta encantada para dedicarles nanas a sus niños y
    niñas. Tenía un hijo por año cuando no dos en un solo parto. No era fácil, en
    aquellos frívolos tiempos de irreflexión y desatino, encontrar quien cumpliese
    sus deberes — todos sus deberes sin excepción— con tanto sentido de
    responsabilidad como este celoso y culto magistrado.
    Tampoco vendría ahora, y ya nunca más, ¡ay!, ¡nunca más!, Vadinho. Ni su
    voz, ni su risa orgiástica, ni su mano atrevida, su cabellera de pelo rubio, su
    atrevido bigote, sus sueños con fichas y apuestas. A doña Flor ya ni siquiera le
    quedaba la espera dolorosa. ¡Cuánto no pagaría para volver a tener derecho al
    sufrimiento de esperarlo, a la angustia de escuchar el silencio nocturno de la
    calle tranquila, a sentir el vacilante paso del marido bajo los efectos de
    la cachaca! Era inútil que doña Norma le rogara a doña Rozilda, en la puerta de
    calle, apelando a su comprensión:
    —Cuanto menos se hable de Vadinho, mejor; eso la ayudará más a
    olvidarlo. Flor está todavía muy atormentada, ¿para qué estar recordándole a la
    pobre las ruindades de él, martirizándola?
    Era inútil, doña Rozilda había venido precisamente con la intención de
    machacar en el tema: no conocía otro modo de dar consuelo. ¿Cómo hacer cesar
    aquel llanto inmerecido sino vomitando sapos y culebras contra el finado? Ya lo
    había dicho antes y lo repetía: esa muerte no era para llorarla, sino para
    celebrarla. En aquellas conversaciones nocturnas más de una vez hizo alarde de
    su opinión, casi a los gritos, importándole poco quien la oyera.
    Y también era inútil, porque a doña Flor no le era posible olvidar, ni con
    barullo ni con silencio. No le era posible olvidar ni las tropelías ni las malas
    acciones, y principalmente, las buenas horas, la amable presencia, las locas
    palabras del perdido, su fuerza de hombre cuando la poseía y su fragilidad de
    hombre cuando se protegía en su cuerpo, en su ternura.


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    Jorge Amado( 1912-2001) - Página 2 Empty Re: Jorge Amado( 1912-2001)

    Mensaje por Maria Lua Lun 13 Ene 2025, 21:02

    ***

    Era un sufrimiento casi morboso, enloquecedor, una amargura que le
    quitaba las ganas de vivir. Sin embargo, doña Flor se esforzaba cada día,
    procurando superar el vacío interior, contener las lágrimas, seguir adelante.
    Después de la misa del séptimo día había vuelto a abrir la Escuela de Cocina.
    Las alumnas regresaron. Al principio evitaban las bromas habituales, las risas
    maliciosas, las anécdotas, las carcajadas entre una receta y otra, procurando no
    recrear la atmósfera festiva y simpática que antes reinaba en las clases, en torno
    a los fogones de leña y carbón. Pero ese escenario luctuoso no duró más que dos
    o tres días y la alegre normalidad volvió a imponerse. A la misma doña Flor le
    gustaba que fuera así; de ese modo se distraía, rompía el círculo de cenizas.
    Volvieron todas, excepto la pequeña Ieda, con su cara de gata arisca y su
    revelado secreto. ¿Temía encontrarse con ella, con doña Flor, o enfrentar la
    atmósfera de aquella casa huérfana de la gracia de Vadinho, de su risa, de sus
    picardías, de su insolencia?
    Por lo que concierne a doña Flor, la muchacha podía haber vuelto, pues a
    ella ya no le importaba comprobar nada, ni discutir, y mucho menos acusar.
    Sólo tenía ganas de poner en claro una cosa: ¿estaría embarazada la hipócrita,
    preñada por él, grávida de un hijo suyo?
    Doña Flor no tuvo hijos, pero sabía que la culpa era suya y no del marido.
    Se lo dijo la doctora Lourdes Burgos, su médica, y el doctor Jair se lo confirmó,
    proponiéndole realizar una pequeña operación que probablemente la volvería
    fecunda, ¿quién sabe? Pero doña Flor era miedosa y rehuyó la cirugía: además,
    el doctor Jair no le había dado seguridades de éxito. Por eso, lo que más le
    preocupaba de las correrías del marido era el miedo a que él tuviera un hijo por
    ahí, en la calle, al azar.
    Doña Flor jamás consiguió saber si Vadinho deseaba o no un hijo. El temor
    al hospital y al bisturí ¿le habría impedido hablar con más franqueza,
    limitándose a hacer preguntas más o menos superficiales? Ella misma no lo
    sabía. Es cierto que le preguntó varias veces:
    —¿Tú no sientes la necesidad de tener un hijo?
    Quizá porque Vadinho sabía que ella era estéril y tenía temor a la
    operación, quizá debido a eso le ocultara sus ganas de tener una criatura que
    anduviese haciendo travesuras por la casa; tal vez una nena de rubia melena
    como la de él, o un nene de negros cabellos y de piel cobriza como ella. Cierta
    vez, oyéndolo ensalzar el encanto de un chiquilín gordo y rosado, un bitelo,
    premio de robustez infantil, retratado en un cromo de almanaque, ella se
    dispuso a enfrentar el difícil tema:
    —Si tienes verdaderamente ganas de tener un hijo, yo me arriesgo a la
    operación. El doctor Jair dijo que es posible que dé resultado. Pero no lo puede
    garantizar...
    Él la escuchó como quien oye algo a lo lejos, medio perdido en sus sueños,
    y tardó en responder, obligándola a levantar la voz casi con rabia para sacarlo de
    sus divagaciones:
    —Si no da resultado, paciencia... Por lo menos nadie podrá decir que tú
    querías un hijo y que yo no hice todo lo posible para tenerlo... No me importa el
    miedo, basta que tú lo digas...
    Las últimas palabras le salieron empañadas de lágrimas, masculladas entre
    sollozos. Pero él nunca pudo soportar su llanto y de inmediato comenzó a
    acariciar su cara llorosa, diciéndole sonriendo para alegrarla:
    —Loca, loquita... ¿Qué manía es ésa de querer que te corten algo en la
    papaya? Deja en paz tu cachucha, mi bien; que yo no voy a permitir que te
    anden en la peladita para que de repente se afloje toda o quede torcida por
    dentro... Quítate de la cabeza esa historia de tener un hijo...
    Y como si quisiera hacerle olvidar el asunto, la envolvió en su brazo,
    llevándola al dormitorio, sin que finalmente le dijera si ansiaba o no el hijo que
    ella no podía darle, ese hijo tan fácil de hacer en otra cualquiera. De ese modo al
    poseerla tan intempestivamente, hacía que pasara el momento oportuno para
    las preguntas y las respuestas, y la presencia de la inexistente criatura que se
    había alzado entre ellos se desvanecía hasta desaparecer por completo.
    En cuanto si a él le gustaban los chicos, ¡ah!, ¡cómo le gustaban!, y el
    chiquillerío lo prefería a cualquier juguete; gritaban su nombre tan pronto como
    lo veían, y corrían a su encuentro. En medio de las criaturas Vadinho se sentía
    su igual, como si tuviera su misma edad; su paciencia con los chicos era infinita.
    Mirandáo los hizo padrinos, a él y a doña Flor, del menor de sus cuatro hijos, el
    cual, desde pequeñito, estaba loco por el padrino: apenas lo veía y ya abría su
    enorme boca de sapo, haciendo señas con las manos, queriendo irse de los
    brazos de la madre para los de Vadinho. Jugaban los dos durante horas.
    Vadinho imitaba para él los rugidos de los animales feroces, saltando como un
    canguro y riéndose feliz. ¿Cómo no iba a desear un hijo quien era tan loco por
    las criaturas? Pero jamás lo confesó, quizá para no obligar al incierto sacrificio
    de la intervención quirúrgica.
    Doña Flor, en su lecho de viuda, siente la incómoda picazón del
    remordimiento. En último término podía haber intentado la operación, a pesar
    del visible pesimismo de los dos médicos. ¿Se habría dejado influir, acaso, por la
    opinión de doña Gisa, compartida por otros vecinos y hasta por los tíos? Doña
    Gisa, muy culta ella, le exponía sus teorías sobre la herencia — ¿para
    consolarla?— cuando ella se acusaba de estéril e inútil. La misma tía Lita, tan
    bondadosa, siempre llena de disculpas para las andanzas de Vadinho, le había
    dicho más de una vez:
    —Hay males que son para bien, hija mía. ¿Y si tú echases al mundo un
    niño que fuese tan mala cabeza como Vadinho? ¿Lo pensaste? Dios sabe lo que
    hace...
    Thales Porto apoyaba a su esposa:
    —Así es. Lita tiene razón. Para vivir feliz no es preciso tener hijos. Míranos
    a nosotros... No tuvimos ninguno...
    Y realmente eran felices, dedicándose el uno al otro; Porto con sus cuadros
    domingueros, doña Lita con las flores de su jardín y con un gato zaparrastroso,
    viejo y gordo, ronroneante, mimoso como un hijo único.
    Los consejos de tanta gente dedicada a consolarla no hacían sino afirmar el
    miedo de doña Flor; el miedo y — ¿por qué no decirlo?— su egoísmo. Acostada
    en la cama de hierro, entre la agria voz de doña Rozilda y la dulce música de la
    serenata, la viuda se daba cuenta de que en verdad hubo algo más que el miedo
    a la operación. Si el deseo de tener un hijo hubiera sido en ella tan fuerte como
    en Vadinho, habría tenido, con seguridad, el coraje necesario para enfrentar al
    médico y al hospital. Pero ella había vivido sin ansiar un hijo, una criatura que
    llena se la casa de bullicio y de risa. Había vivido dedicada a Vadinho; sí, era su
    criatura; era a él a quien quería en la casa, marido e hijo, «su niño grande».
    En la puerta de calle, doña Norma afirmaba, sentenciosa y cordial:
    —Necesita olvidar, eso es lo que necesita. Y es tan joven todavía... Aún
    puede rehacer su vida...
    —Se casó con ese miserable porque quiso... — se oía decir a doña Rozilda.
    —Sí, Vadinho era un inservible, ése es otro motivo para no hablar de él.
    ¿Por qué no dejar en paz al muerto? Lo que debemos hacer es procurar distraer
    a la pobre, no dejarle tiempo para recordar; está la Escuela, pero no basta, ella
    necesita salir, divertirse, olvidar...
    Sobre los rezongos de doña Rozilda flotaba la bondad de doña Norma:
    —Si por lo menos hubiese tenido un hijo.
    La frase llegaba hasta los oídos de doña Flor... «Si por lo menos hubiese
    tenido un hijo...» Sí, sería mucho más fácil... No estaría tan sola, tan vacía, tan
    sin razones para vivir. En la calle, en los alrededores, durante la misa, en la
    bendición, en el mercado, en la feria: bajo la batuta de doña Rozilda, entre las
    amigas y las conocidas se elevaba el coro de maldiciones a la memoria de
    Vadinho, un no— hay— palabras— para— decirlo de tan malvado. Doña Flor
    cierra los oídos para no escuchar más que la antigua serenata. En la cama de
    hierro, a solas con la ausencia del marido, ¡una ausencia para siempre! Y sin un
    hijo que le sirviera de consuelo.
    En medio de todo lo que había sucedido durante aquellos siete años, nada
    la había asustado tanto como la noticia de que era hijo de Vadinho el niño dado
    a luz por Dionisia, una mulata que vivía en las proximidades del Terreiro.
    Siempre temió que le trajesen la noticia de que él había tenido un hijo con otra;
    con otra que podía quitárselo. Cuando llegaba a su conocimiento algún lío de
    Vadinho, un enamoramiento con aspecto de unión duradera, una aventura que
    significaba algo más que las noches pasadas en los burdeles, su corazón se
    encogía con el temor de que hubiera embarazo, de que naciera una criatura con
    los brazos extendidos hacia Vadinho.


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    Mensaje por Maria Lua Lun 13 Ene 2025, 21:04

    ***

    No temía a las otras mujeres, sólo tenía celos: «No es más que un juego
    para pasar el tiempo», como él decía, no para disculparse, sino para que doña
    Flor comprendiese y no tuviera miedo. Pero ¿y si surgiese un niño? Contra un
    hijo sería imposible luchar, imposible cualquier esperanza. Quedó como
    enloquecida, sin saber qué hacer, perdida, cuando doña Dinorá — siempre era
    doña Dinorá, ¿cómo conseguía estar tan informada?— le comunicó, entre
    rodeos y lamentaciones, el nombre de la fulana, así como los detalles del caso,
    algunos de ellos incluso íntimos y picantes. Temblaba de terror pensando en
    una criatura, en un niño, en ese hijo que ella no le había dado porque no podía,
    y también, ¡ah!, también porque no quiso.
    Es de imaginar su agitación y el golpe que recibió cuando doña Dinorá vino
    a contarle «la última» de Vadinho. Según la intrigante, había tenido un hijo con
    una tal Dionisia, una mulata con fama de gran belleza, que algunas veces posaba
    como modelo (había posado para un «mezclatintas» modernista, llamado
    Carybé, el cual, desdeñando intencionalmente a la sociedad, la había retratado
    vestida de reina). Otras veces era tesoro y adorno del democrático y frecuentado
    burdel de Luciana Paca, en la zona de más movimiento.
    Doña Dinorá venía con el cuento por pura bondad, no por espíritu de
    intriga o de chismorreo, ella no era de ésas. Cumplía con pesar su obligación de
    amiga, para que la pobrecita doña Flor, tan buena y a la que tanto estimaba, no
    siguiera ignorándolo todo mientras los demás se reían de ella a sus espaldas...
    —Fue a tener un hijo, tan luego con una perdida...
    Decía «perdida» para no emplear un sustantivo más fuerte. Porque doña
    Dinorá era la delicadeza en persona y la horrorizaba lastimar a alguien, herir a
    cualquiera, incluso a una mujer de la vida, a una sinvergüenza, embarazada por
    un hombre casado, echando barriga con el marido de otra. «No soy de ésas que
    adoran los chismes, soy incapaz de hacer mal a nadie», afirmaba doña Dinorá, y
    no faltaba quien le creyera.
    En su cama de viuda, ya enmudecidos en el recuerdo los últimos acordes
    de la serenata, ya perdidas la voz de los cantores y la rosa negra, doña Flor se
    estremece al recordar aquellos días de tanto susto y de tan penosa decisión. ¿De
    qué no era capaz ella para no perder a Vadinho, para conservarlo al lado suyo,
    para tenerlo consigo aun siendo así, jugador y mujeriego, haciendo un hijo por
    ahí, en la calle, con una pupila del burdel? De lo que era capaz, lo demostró
    entonces.



    16




    Cuando las dos mujeres salieron de la elegante misa de once en la iglesia
    de Sao Francisco, en un claro domingo de junio, una mañana luminosa y fresca,
    y, con paso decidido, cruzaron el Terreiro de Jesús en dirección al laberinto de
    las estrechas calles antiguas del Pelourinho, los chicos cantaron una samba
    marcando el ritmo con unas latas de dulce de guayaba vacías:
    ¡Eh, mujer de la cesta grande!
    ¡Eh, la de la cesta grande!
    —¡Buena cesta!
    Doña Norma, volviéndose a su compañera refunfuñó:
    —Esos mocosos, ¿por qué no se meten con el trasero de su madre?...
    Quizá no pasase de simple coincidencia, quizá los mocosos no se hubieran
    inspirado en las abundancias de ella; pero aun así, doña Norma, por las dudas,
    lanzó una mirada terrible en dirección a los atrevidos. Mirada que se dulcificó
    de inmediato al descubrir un chiquito de unos tres años, harapiento, el rostro
    inmundo de légañas y mocos, que bailaba en medio de la ronda:
    —Mira qué encanto, Flor, qué cosa más linda aquel diablito que está
    danzando...
    Doña Flor contempló la pandilla de criaturas andrajosas. Muchas otras
    estaban diseminadas por la plaza, llena de vida intensa y popular, mezcladas
    con los fotógrafos halagadores, intentando robar frutas en los cestos de
    naranjas, limas, mandarinas, umbus y sapotes. Aplaudían a un charlatán que
    vendía productos farmacéuticos milagrosos, con una cobra arrollada al cuello a
    modo de repelente corbata. Pedían limosna a las puertas de las cinco iglesias del
    Largo, casi asaltando a los fieles adinerados. Intercambiaban obscenidades con
    las somnolientas rameras, en general muy jóvenes, que rondaban por el jardín a
    la expectativa de un apurado cliente matinal. Era una multitud de chicos
    desharrapados e impertinentes, hijos de las mujeres de «la zona», sin padre y
    sin hogar. Vivían en el abandono, sueltos por las callejuelas y no tardarían en
    ser unos reos y conocer las dependencias policiales.
    Doña Flor se estremeció. Llegó hasta allí para llevarse una de aquellas
    criaturas, una recién nacida, y de ese modo tener una garantía contra la criatura
    y contra su madre. Pero al ver a los chicos sueltos en la Praca do Terreiro, su
    corazón se llenó de piedad, de un sentimiento noble y puro; en aquel momento,
    si pudiera, los adoptaría a todos ellos y no sólo al hijo de Vadinho. Por lo demás,
    el hijo de Vadinho no la necesitaba a ella para salvarse de esa vida. Él no lo
    abandonaría nunca, no estaba en su carácter dejar una criatura en el
    desamparo, sobre todo tratándose de un vástago suyo, nacido de su sangre. En
    vez de negar su paternidad, él la proclamaría, ostentándola, encantado y
    orgulloso.
    Ella lo supo siempre con certeza — un saber sin dudas—, a pesar de los
    silencios y de las reticencias del marido para él un hijo sería el más grande de
    los acontecimientos, la verdadera lotería, la apuesta incomparable, el estallido
    de la banca. Por eso se había afligido tanto con la noticia que le diera doña
    Dinorá. Era el peligro mayor, la temida amenaza. En último término, Vadinho le
    pertenecía tan poco, dominado como estaba por el juego y la bohemia...
    ¿Quedaría algo para ella si un hijo se alzara entre los dos, llamándolo desde una
    callejuela escondida, desde una esquina, desde la cama de una perdida? ¡Ese
    hijo que ella no le había dado!
    Cuando recibió la noticia quedó desesperada, sumida en un dolor tan
    grande que la misma doña Norma perdió la cabeza. Ella, que generalmente era
    tan ejecutiva, y encontraba siempre solución a los innumerables problemas que
    le planteaban a cada instante, en este caso tampoco atinaba con alguna salida o
    solución, tan confusa y apenada estaba.
    —¿Y si le dijeras a él que estás embarazada?
    No se le había ocurrido nada mejor que esa débil mentira.
    —¿De qué serviría? Cuando descubra que no, será peor...
    Fue doña Gisa quien encontró el modo de descifrar la charada, con un
    recurso no sólo honroso, sino además práctico, mediante una proposición capaz
    de resolver todo eso y mucho más..., ¿quién sabe? La gringa era un fenómeno
    para esas cuestiones de psicología y otras metafísicas; hasta el profesor
    Epaminondas Souza Pinto se quitaba ante ella el sombrero — «es una mujer
    muy erudita», decía—. Y el profesor Epaminondas Souza Pinto no era un
    cualquiera, jamás se había equivocado en la colocación de un pronombre y
    redactaba (gratuitamente) la sección de consejos gramaticales en el semanario
    de Paulo Nacife, de poca circulación, pero próspero en avisos. Cuando
    informaron a doña Gisa de lo acontecido — doña Flor llena de angustia, doña
    Norma desorientada—, ella vio la solución de inmediato y dio instrucciones a las
    amigas en su enrevesado portugués. Si Vadinho deseaba tanto un hijo, al punto
    de ir a tenerlo en la calle, con una perdida, porque doña Flor era estéril y no
    podía concebir, y si ese hijo se lo había dado otra, esto podía impulsar a Vadinho
    a irse para siempre... Entonces sólo cabía un recurso para que doña Flor
    conservara el marido y el hogar: traer a la casa al hijo bastardo de Vadinho y
    convertirse en madre suya, criándolo como si lo hubiese dado a luz. ¿Y por qué
    no? ¿Por qué gritaba así doña Flor, maldiciendo igual que una norteamericana
    millonaria — doña Gisa hizo esa comparación asombrada por la reacción de la
    vecina—, jurando que eso jamás, jamás el hijo de la otra, de la perra, de la puta
    sin vergüenza? ¿Por qué tanto escándalo si una de las cosas más admirables del
    Brasil era, según la opinión de la gringa, la capacidad de comprender y convivir?
    Es tan comente que las mujeres casadas críen los hijos espurios de los maridos...
    Ella misma conocía algunos casos, tanto entre gente pobre como entre gente
    rica. Allí cerca, en esa misma calle, ¿no criaba doña Abigail a la hija que había
    tenido el esposo con una tipa, y no lo hacía con el mismo tierno amor reservado
    a los cuatro hijos de su vientre? Una maravilla... ¡Y qué maravilla! Era por esas
    cosas por lo que a doña Gisa le gustaba el Brasil y por lo que se había
    naturalizado brasileña. ¿Qué culpa tenía el chico, qué pecado había cometido?
    ¿Por qué dejar a la pobre criatura, sangre de su marido, expuesta a una vida de
    privaciones, mal alimentada, creciendo entre el hambre y el vicio, como una rata
    en los vaciaderos del Pelourinho, sin derecho a la educación, y a los bienes de la
    vida? Y además, ¿no temía doña Flor, y con razón, que Vadinho quedase
    prendido a la madre de la criatura para estar junto a su hijo? Si ella, doña Flor,
    lo fuese a buscar y lo trajera para criarlo como hijo suyo, ¿qué prueba de amor
    más convincente? Aquella criatura, nacida de otra mujer, sería el eslabón que
    uniría para siempre a Vadinho y Flor, sin que hubiera motivos para más recelos
    y peligros.




    95
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    Jorge Amado( 1912-2001) - Página 2 Empty Re: Jorge Amado( 1912-2001)

    Mensaje por Maria Lua Mar 14 Ene 2025, 15:57

    ***


    Y quién sabe, quién sabe, querida mía, con ese hijo en casa,
    desarrollándose y educándose fuerte y sano, con el cariño de doña Flor, y siendo
    para Vadinho una alegría permanente, pero también una permanente
    responsabilidad, ¿quién sabe si el malandra no cambiaría su género de vida,
    dejando a un lado el juego y la farra, adquiriendo seriedad y vergüenza? Es muy
    posible, sobraban los ejemplos.
    Sobraban, sí, confirmó doña Norma con entusiasmo; «hay que ver lo que
    sabe esta maldita gringa». Y doña Norma citó, en el acto, nombres y direcciones.
    «¿Quién hubo más enviciado con el juego y la cachaca que el doctor Cicero
    Araujo, uno de Santo Amaráo da Purificáo? Hacía pasar las de Caín a la pobre
    esposa, doña Chiquita, hasta que un buen día se quedó embarazada, y, ni bien
    nació el niño, el doctor Cicero cambió de vida y se convirtió en el ciudadano más
    ejemplar. Y don Manuel Lima, loco por una prostituta... Bien..., ése,
    verdaderamente, no necesitó tener un hijo, se transformó al casarse y no hubo
    marido más correcto...»
    Doña Gisa había encontrado la solución de la charada: ese hijo, en el que
    doña Flor veía una amenaza tan peligrosa para la estabilidad de su hogar, podría
    transformarse, como en un pase mágico, en su seguridad, en la garantía de su
    amor, y, de rechazo, incluso era capaz de regenerar a Vadinho. Por lo demás —
    pensaba doña Gisa—, sería una lástima: una vez regenerado, Vadinho iba a dejar
    de ser interesante, perdería su indefinible misterio, su gracia licenciosa.
    Los ojos de doña Flor se abrieron de par en par. Había entendido. Su cara
    se iluminó de alegría, echándose en brazos de la amiga con agradecimiento. Las
    dos juntas trazaron planes meticulosos y detallados. No era fácil, muy al
    contrario. Si no fuese por el apoyo de doña Norma, quizá doña Flor no hubiera
    reunido las fuerzas suficientes para dirigirse a la zona de las mujeres perdidas, a
    las calles de la «sórdida prostitución» que tanto atemorizaban cuando se
    hablaba de ellas en las crónicas policiales de los diarios. Ella sola no hubiera
    podido resolverse, de pronto, enloquecida, a intentar el plan: ir en busca de la
    tal Dionisia, exigirle el hijo recién nacido, tomarlo y llevárselo para siempre,
    mediante escritura pública, en acta notarial, con firmas reconocidas y testigos
    valederos. Doña Norma, solícita y fraternal, se aprestó a acompañarla y le dio
    ánimos. Debe decirse que también lo hacía por curiosidad; hacía mucho que
    deseaba tener la oportunidad de conocer las calles de la prostitución, las
    moradas de las rameras, su vida sórdida. Nunca había encontrado antes un
    pretexto válido para la prohibida excursión.
    ¿Cómo dejar que la pobre Flor se aventurase sólita por esos amenazantes
    laberintos?, le preguntó a don Sampaio, cuando el marido, asombrado por la
    idea, intentó disuadirla.
    —Yo no soy una chiquilina loca. Soy una mujer mayor y de respeto, nadie
    se va a atrever a molestarme.
    Y le comunicó a don Sampaio, vencido al fin, ya incapaz de resistir el
    ímpetu vital de la esposa, los proyectos aprobados:
    —Vamos a ir el domingo por la mañana. Yo voy como si fuera a visitar a mi
    ahijado, el nieto de Joáo Alves. Después le pido a Joáo que nos acompañe a la
    casa de la fulana y Joáo, ya sabes, es maestro de capoeira...
    Y así lo hicieron. El domingo oyeron misa en la iglesia de Sao Francisco
    (doña Flor llevaba una vela adornada con flores, en ofrenda para que todo
    saliera bien), y después cruzaron el Terreiro y fueron a encontrarse con el negro
    Joáo Alves en su puesto de limpiabotas, en el paseo de la Facultad de Medicina.
    Estaba rodeado de chicos, y todos, tanto el negrito de pelo encrespado como los
    mulatos de diverso tono, más oscuros o más claros, así como el rubio de cabellos
    de trigo, todos lo trataban de abuelo. Todos eran nietos suyos, tanto estos chicos
    como los otros, sueltos por el dédalo de calles que hay entre el Terreiro de Jesús
    y la Baixa dos Sapateiros. El negro Joáo Alves no tenía hijos, ni los había tenido
    con su mujer ni con las otras, pero siempre encontraba madrinas para estos
    nietos que le habían salido, así como comida, ropas usadas y hasta cartillas con
    el abecedario. Vivía cerca de allí, en un sótano, con sus rezongos, sus
    mandingas, su aparente agresividad, sus palabrotas y algunos de los nietos. El
    sótano tenía salida hacia un valle verdeante, y el negro Joáo Alves abarcaba
    desde su cueva los colores y la luz de Bahía.
    —¡Caramba!... ¡Miren quién viene...! Felices los ojos que la ven, mi
    comadre doña Norma... ¿Y cómo está su don Sampaio? Dígale que voy a
    aparecer por la tienda un día de éstos a buscar unos zapatos para los chicos...
    Los chiquilines rodearon a las dos amigas. Doña Norma iba preparada, y
    en su mano apareció un paquete de caramelos. Joáo Alves dio un silbido, y
    algunos chicos llegaron corriendo, entre ellos un mocoso de unos cuatro o cinco
    años. El negro le acarició la cabeza:
    —Pide la bendición a tu madrina, cosita— mala...
    Doña Norma le dio la bendición y un níquel de diez centavos, mientras el
    negro preguntaba qué buenos vientos habían traído a su comadre hasta el lugar.
    —Compadre, he venido a pedirle un favor, algo muy delicado.
    —Cosa delicada no es para mis manos, soy bastante tosco, como usted
    sabe...
    —Quise decir una cosa muy reservada, para mantener en secreto.
    —Eso sí, pues no soy ningún charlatán ni un chismoso. Puede soltar la
    lengua, comadre...
    —¿No conoce mi compadre a una tal Dionisia, de por aquí? No estoy
    segura, pero oí decir que vive por los alrededores.
    —¿Y usted tiene algún asunto con ella?
    —Yo misma no, compadre. Es esta amiga mía quien tiene algo que resolver
    con ella...
    Joáo Alves miró a doña Flor de arriba abajo:
    —¿Tiene que resolver un asunto con Dionisia de Oxóssi?
    —Quizá sea esa misma... Oí decir que es guapota... Joáo Alves se rascó la
    pelambre.
    —¿Guapota? Discúlpeme, comadre, pero eso es quedarse corto. Guapota
    puede serlo cualquier blanca, pero mulatas de la calidad de Dionisia hay pocas
    en el mundo, pienso que ni media docena, y eso escarbando mucho.
    —Una que tuvo un hijo recientemente...
    —Entonces es la misma. Acaba de tener uno, y todavía no volvió a
    trabajar...
    Doña Flor abrió la boca por primera vez, preguntando:
    —¿De qué se ocupa? De nuevo Joáo Alves la midió con la mirada y
    respondió con cierto desprecio ante ignorancia tan grande.
    —Pues en su oficio de meretriz, que es su profesión, joven señora.
    Doña Norma volvió a tomar el hilo de la conversación:
    —¿Y usted la conoce, compadre, sabe dónde vive?
    —Pues ¿cómo no habría de conocerla, comadre? Vive aquí cerca, en
    Maciel.
    —Si mi compadre puede, llévenos a verla, que mi amiga quiere conversar
    con ella, resolver una cuestión...
    Joáo Alves estudió una vez más, largamente, a doña Flor, rascándose de
    nuevo la cabeza, como si encontrase todo aquello muy sospechoso, poco claro:
    —¿Por qué no va ella sola, comadre? Yo le muestro la casa...
    —Compadre, sea caballero. ¿Va a dejar que dos señoras vayan solas por
    esas calles? Si pasa un sinvergüenza y se mete con una...
    Nadie invocaba en vano la caballerosidad de Joáo Alves:
    —Pues voy con ustedes, pero les garantizo que nadie se iba a propasar.
    Aquí todo el mundo es respetuoso...
    Y se levantó, dejando el banquito de lustrar al cuidado de los nietos. Era un
    negro alto y fornido, que pasaba de los cincuenta, y cuyas guedejas comenzaban
    a blanquear; llevaba al cuello un collar de orixá, con las cuentas rojas y blancas
    de Xangó, y sólo los ojos estriados denunciaban su intimidad con la cachaca . Al
    ponerse de pie, preguntó:
    —Comadre, dígame, ¿cuál es el asunto que la mocita ésta — dijo mocita
    con ironía— quiere tratar con Dió?
    —Nada que sea malo para ella, compadre...
    —Es que si fuese con malicia, con todo el respeto que le debo a usted, no
    iba con ella, comadre... Ni tampoco serviría de mucho, pues el santo de Dionisia
    es poderoso — y tocó el suelo con la punta de los dedos, en reverencia al orixá—.
    ¡Oké Aró Oxóssi! No hay despacho ni ebó que pueda hacerle daño, el hechizo se
    vuelve contra quien lo manda hacer...
    —¿Cuándo me va a llevar a una macumba, compadre? Tengo unas ganas
    locas de asistir a un candomblé... — era una vieja curiosidad de doña Norma.




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    Jorge Amado( 1912-2001) - Página 2 Empty Re: Jorge Amado( 1912-2001)

    Mensaje por Maria Lua Mar 14 Ene 2025, 15:58

    ***

    Así, platicando sobre encantamientos y terreiros— de— santo, penetraron
    en la zona de las prostitutas. Como era un domingo por la mañana y la farra del
    sábado había durado hasta la madrugada, casi no había movimiento en las
    calles. Sólo se veía alguna que otra mujer, sentada a la puerta o de bruces sobre
    la ventana, más para ver el claro día que para tratar con los hombres. Había tal
    silencio y sosiego que bien podía hablarse de paz dominical. Doña Norma se
    sentía frustrada, hubiese querido que fuese hora de faena, pues en esa
    somnolienta mañana no se observaba ninguna diferencia con un barrio de
    familias. Además, la casa de Dionisia estaba nada más comenzar el Maciel,
    apenas si habían traspasado los límites de la zona.
    Subieron a oscuras por las escaleras de flojos peldaños. Un enorme ratón
    pasó junto a ellas, de correría. En cada piso se oían confusamente palabras y
    frases. Alguien cantaba una triste modinha, con débil voz. Cuando llegaron al
    rellano del tercer piso, les llegó el aroma de espliego quemado en sahumadores
    de barro, que anunciaba la existencia de una nueva criatura. Finalmente
    desembocaron en un pasillo al fondo del cual estaba la puerta de la prostituta.
    Joáo Alves golpeó con los nudillos.
    —¿Quién es? — preguntó una voz cálida y perezosa.
    —En paz, Dió... Soy yo, Joáo Alves, y conmigo dos señoras que quieren
    hablar contigo. Conozco a una, es mi comadre doña Norma, mujer de bien, de
    mi estimación...
    —Pues vayan entrando y disculpen el orden, todavía no tuve tiempo de
    arreglar el cuarto...
    Entraron, siguiendo al negro. En la pieza angosta había una cama de
    matrimonio, un armario cojo, un lavatorio de hierro con palangana enlozada y
    un orinal al pie de la cama, todo muy limpio. En la pared veíase un espejo roto y
    una estampa de Nuestro Señor del Bonfim, de la que pendían cintas bendecidas.
    Una ventana se abría a los fondos de la casa y por ella entraba la claridad y la
    triste modinha.
    Reclinada en la cabecera, semicubierta por una sábana, vestida con una
    bata de encaje, cuyo escote dejaba ver sus pechos colmados, la mulata Dionisia
    de Oxóssi sonreía cordialmente a las inesperadas visitas. En la comba del brazo,
    al calor de su seno, el hijo dormido. Era una criatura grandota, de un moreno
    subido. Debajo de una silla, un sahumador quemaba espliego, perfumando la
    ropita del recién nacido puesta sobre la paja del asiento. Más allá de la silla, dos
    latas de querosene, cubiertas con papel de seda, hacían la vez de taburetes. En
    un ángulo de la pared del fondo, el peji con las armas de Oxóssi, el arco y la
    flecha, el erukeré, una estampa de San Jorge matando el dragón, una piedra
    verde, probablemente fetiche, de Yemanjá, y un collar de cuentas azul turquesa.
    —Don Joáo — pidió la mulata con su voz cadenciosa—, haga el favor, saque
    esa ropita de la silla y póngala en el ropero; es para mudar al nene después del
    baño. Y alcáncele la silla a esa joven — dijo señalando a doña Norma; luego,
    volviéndose a doña Flor, le dijo sonriendo—: Usted es más joven, disculpe,
    tendrá que sentarse en el cajón.
    Reclinada en la cama, presidía los arreglos que se hacían en el cuarto, los
    movimientos del lustrabotas al trasladar la silla y las latas, tranquila y sonriente,
    sin preguntar siquiera por la causa de aquella inesperada visita. Quien la viera
    así, tan serena, comprendería por qué Carybé la retrató vestida de reina, en un
    trono de afoxé.
    Doña Norma, adelantándose al negro, tomó la camisita y el pañal y puso
    todo en el ropero, al mismo tiempo que hacía un balance completo de los
    vestidos, las blusas, los zapatos y las sandalias de la mulata.
    —Arrime una lata para usted también, don Joáo, y tome asiento.
    —Yo me quedo de pie, Dió, así estoy bien.
    —Lo mejor para hablar es hacerlo con calma y sentados, don Joáo, que
    estar de pie y con prisa no ayuda a entenderse.
    El negro, sin embargo, prefirió recostarse en la ventana, vuelto hacia la
    mañana, cada vez más luminosa. Un fragmento de canción penetraba cuarto
    adentro, yendo a morir quejumbrosamente en la cama de Dionisia.
    En las cadenas de tu amor,
    esclavizada siervo,
    mi señor.
    Una vez sentadas doña Norma y doña Flor se hizo un momento de silencio,
    pero en seguida Dionisia lo cubrió con su voz cálida, volviéndose hacia la luz de
    aquel día tan hermoso, y lamentando no haber podido salir todavía a la calle:
    —No me hallo en casa cuando la lluvia lava la cara del día y éste reluce
    como brote nuevo, juguetón...
    A doña Norma le ocurría otro tanto, así que las dos continuaron hablando
    del sol y de la lluvia y del lunar en Itapoá o en Cabula, hasta que sin saber cómo
    desembocaron en Recife, donde vivía una hermana de doña Norma casada con
    un ingeniero pernambucano, y donde Dió residiera por unos meses antes:
    —Me quedé más de siete meses. Llegué allí siguiendo a un polizón que me
    hizo perder la cabeza, un loco. Pero se fue por ahí...
    ¿Adonde no hubieran llegado las dos, a qué lejanos puertos, en ese diálogo
    intrascendente, sin motivo — hablar por el placer de hablar—, si doña Flor, al oír
    el carillón de una iglesia del Terreiro que anunciaba la hora del mediodía, no se
    alarmase e interrumpiese la amable plática?
    —Normita, vamos a demorarnos mucho...
    —Por mí no, a mí no me molesta, es un placer... — dijo Dionisia.
    —En otra oportunidad vendremos con más tiempo — prometió doña
    Norma—. Hoy venimos con un propósito...
    —Ustedes dirán...
    —Esta amiga mía, doña Flor, no tiene hijos ni puede tenerlos. Está
    conformada así, en fin...
    —¡Ah, sí! Tiene los ovarios dados vuelta. ¿No?
    —Más o menos...
    —Pero puede arreglarse... Marildes, una conocida mía, los arregló.
    —Pero Flor no tiene remedio, ya se lo dijo el médico.
    —¿El médico? — dijo, divertida, echando una carcajada—. Los médicos
    sólo saben decir palabras bonitas y escribir con mala caligrafía. Si la señora es
    joven debe ir a ver a Paizinho, él arregla eso en un dos por tres. ¿No le parece,
    don Joáo?
    Joáo Alves asintió:
    —¿Paizinho? Él le hace unos pases en la barriga y usted comienza a tener
    hijos sin parar.
    Doña Norma resolvió cambiar el tema, dejar al hechicero con toda su fama
    y su reputación de babalaó. Sus ojos no se apartaban de la criatura dormida.
    ¿No sería mejor poner antes en limpio el asunto, saber si era realmente hijo de
    Vadinho?
    Desde luego, no parecía tan negrito. Pero doña Flor precipitó la
    conversación, alzando la voz con la obstinada decisión de los tímidos:
    —Vine aquí para hablar de un asunto serio, para hacerle una proposición y
    ver si llegamos a un acuerdo...
    —Pues hable, joven señora, que por mi parte haré lo que pueda por
    satisfacerla.
    —El niño... — dijo doña Flor, y se quedó sin saber cómo proseguir.
    Doña Norma retomó la palabra:
    —Usted tuvo un niño hace unos días, no?
    Dionisia miró al chico y sonrió, confirmando alegremente.
    —Mi amiga vino aquí para hablar con usted... ¿Sabe? Ella hizo una
    promesa cuando estuvo a la muerte: su primer hijo sería cura si el Señor del
    Bonfim le devolvía la salud. — Doña Norma se demoraba, pues esa historia,
    tramada en la víspera, nunca la había convencido totalmente—. Y bien, Dios la
    oyó y ella se curó, algo milagroso.
    La mulata la escuchaba, curiosa por descubrir el eslabón que unía la
    enfermedad de la joven y el milagro del Señor del Bonfim con su chico. Doña
    Norma se apresuró a cumplir la misión, la tan incómoda tarea:
    —Pero no habiendo tenido el hijo, ¿qué hacer para cumplir la promesa?
    Únicamente adoptando una criatura, criándola como a un hijo propio para
    mandarlo después al seminario a estudiar... Le hablaron de su niño y lo eligió...
    Dionisia sonrió dulcemente, ¿no era eso un elogio a su niño? Doña Norma
    interpretó la sonrisa como una aprobación y aclaró:
    —Ella quiere adoptar al chico, pero adoptarlo de verdad, con documentos,
    todo legal y para siempre. Para llevarlo y criarlo como a un hijo.
    Dionisia se quedó inmóvil, en silencio, los ojos entrecerrados. ¿Habría
    entendido bien las palabras de doña Norma o sólo estaba escuchando la canción
    lejana?
    Quisiera
    en tus brazos morir,
    antes morir
    que seguir viviendo así...
    «Antes morir», murmuró para sí, y cuando volvió a abrir los ojos había
    desaparecido la cordialidad anterior y una nueva atmósfera surgía de su mirar
    vidrioso, del rictus formado en su boca.
    —¿Y por qué? — preguntó sin alzar la voz—. ¿Por qué escogió a mi hijo?
    ¿Por qué precisamente el mío?



    101
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    Jorge Amado( 1912-2001) - Página 2 Empty Re: Jorge Amado( 1912-2001)

    Mensaje por Maria Lua Miér 15 Ene 2025, 15:05

    ***

    El suyo debía ser un sufrimiento implacable, inhumano, pensó doña
    Norma. ¿Qué madre desea separarse de su hijo? Incluso siendo pobre, sin
    recursos, viviendo en la miseria, aun así, es como desgarrarse el corazón.
    —Alguien habló de su nene, dijo que era fuerte y sano... y que usted no
    tenía medios para educarlo...
    Si no fuese por el bien de la criatura — explicaba—, si no se tratase del hijo
    de Vadinho, con todas las implicaciones que eso entrañaba, doña Norma no
    estaría allí, haciendo de intermediaria para semejante proposición,
    arrancándose de la garganta las palabras. Pero ¿sería verdaderamente hijo de
    Vadinho? Esta Dionisia era una mujer de vientre sucio. El niño había salido
    todavía más oscuro que ella. ¿Dónde estaban los cabellos rubios de Vadinho?
    Doña Norma hizo un nuevo esfuerzo, sin embargo, pues para el niño eso era lo
    mejor, ya que tendría el futuro asegurado:
    —El Terreiro está repleto de criaturas que andan por ahí, por las calles, y
    mi compadre Joáo Alves está lleno de nietos inventados, yo misma soy madrina
    de uno. Todos pasan hambre, todos viven en la inmundicia, pidiendo limosna,
    incluso robando... Mi amiga no es ninguna millonaria, pero tiene de qué vivir y
    puede darle al pobrecito otra situación, otra vida. No va a pasar hambre ni
    terminar en la cárcel, va a estudiar para padre y celebrar misa...
    Como si oyera y entendiese el sermón de doña Norma, la criatura se
    despertó lloriqueando. Dionisia abrió la bata, dejó libre el pecho y, acomodando
    al niño, le dio de mamar. Escuchaba a la visita en silencio, como si estuviera
    pesando cada uno de sus argumentos. Doña Norma seguía pintándole el cuadro
    del futuro que tendría su hijo, rodeado de bienestar y de cariño, sin faltarle
    nada. Es cierto que para la madre sería un sacrificio, pero sólo una mujer
    egoísta condenaría el hijo al hambre, a un vida miserable, cuando una persona
    bondadosa estaba dispuesta... Doña Flor era buenísima, imposible encontrar un
    ser mejor...
    Dionisia ajustó el seno en la boca del niño, ya casi saciado. Para dar la
    respuesta se volvió hacia la ventana en donde había permanecido el negro Joáo
    Alves, y se dirigió a él como si las dos mujeres no merecieran atención:
    —¿Ve usted, Joáo, cómo tratan a los pobres? Ésa que está ahí — dijo
    apuntando con el labio a doña Flor— no es mujer capaz de parir un hijo y como
    quiere cumplir una promesa averiguó dónde había nacido alguno últimamente.
    Supo que Dionisia de Oxóssi, ramera con mucha salud y más pobreza, había
    tenido uno, y sin más le dijo a la amiga: vamos allá a buscarlo... Ella hasta lo va
    a agradecer, la apestosa...
    Doña Norma intentó interrumpirla:
    —No sea injusta... No...
    La perezosa voz de la mulata (impertérrita, amargada, entre olas de frío y
    de calor) prosiguió:
    —Pero ni siquiera tuvo coraje para hablar ella misma; le pidió aquí a la
    señora, su comadre, que hiciera el pedido, que sirviera de abogada. «Vamos allá
    a buscar el hijo de Dió, que es un bítelo de grande y de bonito, y va a ser un
    sacerdote de categoría. La madre se está muriendo de hambre y lo da para toda
    la vida, con papeles firmados; y hasta se queda contenta por librarse del bulto. Y
    si no lo quiere dar, es porque no vale para nada, porque es una basura que sólo
    sirve para meretriz.» Esto es lo que dijo, señor Joáo, ya lo oyó usted. Ella piensa
    que una, como es pobre, no tiene sentimientos; piensa que una, como es ramera
    y vive haciendo esa vida atroz, perdió hasta el derecho de criar a sus hijos...
    Doña Norma intentó de nuevo explicar:
    —No diga eso...
    El niño terminó de mamar, echando eructos de hartazgo, y Dionisia se
    puso de pie con el hijo en brazos. Erguida, con su belleza y su furia, una reina en
    toda su majestad. Mientras hablaba se movía, atendiendo a la criatura,
    lavándola en la palangana enlozada, cambiándole el pañal, poniéndole talco y
    vistiéndole con la camisita perfumada de espliego.
    —Pero se equivocaron de dirección, soy una mujer para criar a mi hijo y
    hacer de él un hombre de respeto, y no necesito la limosna de nadie. Puede que
    no llegue a ser un padre con sotana, incluso puede que se convierta en ladrón.
    Todo puede suceder. Pero quien lo va a criar soy yo y como a mí me parezca. Va
    a ser el macho de «la zona». Nadie se va a burlar de él, y no se lo voy a dar a una
    ricacha que no quiso tomarse el trabajo de parirlo...
    Se rió, mirando a la criatura y diciéndole suavemente:
    —Sin olvidar que usted tiene padre para cuidarlo... Fue entonces cuando
    doña Flor explotó, casi gritando, inesperada y resuelta, con la fuerza de la
    desesperación:
    —Sólo que su padre es mi marido... Yo no quiero a su hijo, quiero al hijo de
    mi marido... Usted no tenía derecho a tener un hijo de él, se metió con él porque
    quiso. Sólo yo tengo derecho a tener un hijo suyo.
    Dionisia vaciló, como si hubiera recibido una bofetada en la cara:
    —¿Quiere decir que usted está casada con él...? ¿Verdaderamente casada?
    Habiendo explotado y sintiendo aliviado su corazón lleno de congoja, doña
    Flor volvió a su timidez, diciendo en voz baja y sin esperanza:
    —Casada hace tres años... Disculpe, fue sólo por eso por lo que pensé en
    criar al chico como si fuera hijo mío, ya que no le puedo dar un hijo..., pero
    ahora he visto que la señora tiene razón, quien debe criar al hijo es la señora,
    que es su madre... Además, ¿de qué serviría? Vine porque quiero demasiado a
    mi marido y tuve miedo que se fuera para siempre tras el hijo. Por eso vine. El
    resto es todo mentira. Pero después de verla a usted pienso que con hijo o sin
    hijo, él no va nunca a dejar a la señora...
    —No soy ninguna señora, soy una mujer de la vida nada más. Pero le juro
    por la salud de mi hijo que no sabía que él era casado. Si lo supiera no iba a
    tener un hijo de él, ni a pensar en arrimarme a él, en dejar la vida para poner
    casa y vivir con él como marido y mujer...
    Acabó de vestir al niño. Doña Norma recogió la toalla y la atmósfera se
    hizo menos tensa. Doña Flor murmuró:
    —Le juro que Vadinho es mi marido, todo el mundo lo sabe...
    —Nunca me dijo nada... — Dió recibió la camisita de manos de doña
    Norma y puso la criatura en la cama para vestirla—. ¿Por qué él no me lo dijo?
    ¿Por qué me engañó así? — dijo pensativa. De su rostro había desaparecido la
    rabia y se dirigió a doña Flor con suma cortesía, casi con respeto—. Todo el
    mundo sabe del casamiento, me dice la señora... Puede ser... ¿Pero cómo no me
    lo dijo nadie nunca? Y yo conozco a toda su gente, a toda, hasta la madre..
    —¿A la madre de Vadinho? La madre de él está muerta...
    —Conozco a la madre, sí, y a la abuela... Conozco al hermano, Roque, uno
    que es carpintero de profesión...
    —Entonces no es mi Vadinho... — y doña Flor se echó a reír, loca de
    alegría—. ¡Oh! Qué bobada, qué cosa más absurda y más linda...! Normita, ¡si es
    otro Vadinho...! Me dan ganas de llorar...
    Al mismo tiempo Dionisia de Oxóssi puso al niño sobre la cama y se echó a
    danzar por la habitación, una danza de iawó en rueda de orixá, arrastrando al
    negro Joáo Alves con ella hasta el peji, para saludar y agradecer a Oxóssi. ¡Oké,
    mi padre, aró óké!
    —¡No es mi Vadinho! ¡Mi Vadinho no está casado! ¡La única mujer para él
    es Dionisia, su mulata Dió...!
    De repente se detuvo, mirando a doña Flor. (Doña Norma había tomado la
    criatura y la mecía en sus brazos):
    —No me diga que la señora es la mujer del tocayo...
    —¿Qué tocayo?
    —Mi Vadinho y él sólo se tratan de ese modo, de tocayos, pues a los dos les
    llaman Vadinho. Sólo que el mío es Vadinho en vez de Valdemar, y el otro no sé
    de qué... Uno que es loco por el... — y no completó la frase.
    Fue doña Flor quien la completó:
    —... por el juego... Pues es ése mismo. Vadinho en vez de Waldomiro, mi
    Vadinho...
    —Y le fueron a decir a usted que yo tenía un hijo de él... Qué gente más
    ruin...
    Se abrió la puerta y apareció en ella un negro macizo y joven, sonriendo y
    mostrando unos dientes blancos que le rasgaban la boca y unos ojos
    domingueros:
    —Buen día a todos...
    Todavía danzando, la mulata Dionisia de Oxóssi se lanzó hacia él,
    descansando contra su pecho después de tanto susto, de tanta ira. Extendió los
    brazos y doña Norma le dio la criatura, que ella puso en manos de su hombre,
    del padre.
    —Éste es mi Vadinho, chófer de camión, padre de mi hijo
    —dijo presentándolo a doña Norma y a doña Flor—. Aquélla es la comadre
    de don Joáo y la otra, ¿a qué no sabes quién es?
    —¿Y cómo lo voy a saber?
    —Pues es la mujer del otro Vadinho, de aquél.
    —¿Del tocayo?
    —Del mismo...
    —Vino aquí creyendo que el chico era hijo de él, del marido de ella; vino a
    buscarlo, quería criar a nuestro bichito, iba a convertirlo en un padre con
    sotana... — Soltó una risotada, y concluyó, con voz todavía más perezosa—:
    ¿Cómo es su nombre? ¿Flor? Pues va a ser mi comadre, va a bautizar a mi hijo...
    Vino a buscar un hijo... No le puedo dar un hijo porque sólo tengo uno, pero
    puedo darle un ahijado...
    —Mi comadre doña Flor... — dijo el chófer del camión.
    Tomando al niño, Dionisia se lo entregó a doña Flor. Una bandada de
    pájaros en vuelo cruzó el cielo, yendo a posarse en los aleros del arzobispado.






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    Jorge Amado( 1912-2001) - Página 2 Empty Re: Jorge Amado( 1912-2001)

    Mensaje por Maria Lua Miér 15 Ene 2025, 15:07

    ***




    17




    En los primeros tiempos de su viudez, tiempos de duelo, de luto riguroso,
    doña Flor andaba siempre de negro, silenciosa, sumida en una especie de
    divagación entre el sueño y la pesadilla, entre el creciente murmurar de las
    comadres y los recuerdos de los siete años de casamiento. Las comadres eran
    diez, eran cien, eran mil, con una solidaridad rumorosa y constante y todas con
    igual lengua viperina; llegaban siguiendo el rastro de doña Rozilda, rodeándola
    con una corte de chismes, elevando las voces en un coro de acusaciones contra
    Vadinho. Doña Rozilda actuaba como solista del coro, seguida de cerca por doña
    Dinorá.
    Doña Flor, encerrada en su pena, en su ansiedad, flotaba en el mundo de
    sus recuerdos, reviviendo los momentos de alegría y las horas de amargura,
    queriendo retener la imagen de Vadinho, su sombra todavía expandida por toda
    la casa, aunque con más densidad en el cuarto de dormir y yogar.
    En último término, ¿qué deseaban ellas, las innumerables comadres? ¿Qué
    querían las vecinas, las conocidas, las alumnas, las amigas; qué quería su madre
    viniendo desde Nazareth para hacerle compañía en aquel trance; y hasta las
    personas extrañas, como cierta circunspecta doña Enaide, una conocida de doña
    Norma?, ¿qué querían? Esa digna señora se había descolgado del Xame— Xame,
    en donde vivía, como si no tuviera marido, hijos y tareas domésticas, para venir,
    muy amable, a criticar la mala conducta de Vadinho con el pretexto de dar el
    pésame. ¿Qué deseaban ellas? ¿Qué pretendían al remover las cicatrizadas
    heridas, al volver a encender las extinguidas hogueras del sufrimiento? ¿Por qué
    le decía en tono de confidencia doña Enaide, como solidarizándose con ella, que
    conocía muy de cerca a aquella fatal Noémia, que ahora era una mujer gorda y
    casada (el marido escribía en los diarios), pero aún conservaba entre sus papeles
    un retrato de Vadinho?
    Doña Flor vivía entre los buenos y los malos recuerdos: todos la ayudaban
    a llevar el luto, a atravesar ese tiempo gris de desesperación y ausencia, ese
    desierto de cenizas. Incluso cuando volvía sobre recuerdos e imágenes tan
    detestables como el de la ex alumna con su risa zumbona y su cinismo
    impúdico; incluso al herirse nuevamente con espinas como ésa, al rememorar
    tales humillaciones sentía una especie de agrio consuelo, como si las imágenes y
    los recuerdos, las espinas y las humillaciones, todo cuanto había vivido con él,
    fuera un lenitivo para este sufrimiento, el de ahora, inmenso e irremediable.
    Porque, finalmente, ¿quién había vencido, quién había salido triunfante de la
    apuesta, quién se había quedado con él? ¿Por quién se había decidido Vadinho,
    cuando un día doña Flor, habiendo llegado al último límite, le había dado un
    ultimátum? O ella, o la otra. Las dos, no: que se fuese con la tipa si quería (la
    inmunda daba a los cuatro vientos la noticia de su próximo amancebamiento
    con Vadinho); pero que se fuera cuanto antes, que se decidiese ya... ¿Y qué pasó,
    cuál fue su decisión? Noémia fue a aprender arte culinaria. Estaba en vísperas
    de casarse y el novio exigía una esposa con teoría y práctica de condimentos. El
    tal novio era un snob, un figurín metido a experto en cinematografía y literatura,
    muy satisfecho de sí mismo, y supuestamente erudito, que citaba autores y
    eructaba críticas: un joven genio que brillaba al sol de una gloria de puerta de
    librería. Por creer que era de buen gusto, quiso que Noémia dominase el arte
    del batapá y del carurú. «Quiero que se proletarice esta burguesa...» A ella le
    divirtió la idea y se inscribió en la Escuela Sabor y Arte.
    Hija de una tradicional familia del Graca, rica y elegante, le parecía
    estupendo ser novia de un intelectual tan refinado; pero más espléndido todavía
    le pareció Vadinho con su aire de compadrito y sus ojos soñadores. Cuando la
    ilustre familia y el talentoso pretendiente se dieron cuenta, lo que estaba
    aprendiendo Noémia eran desvergüenzadas, y de las grandes, con Vadinho, en
    el burdel de Amarildes. Se armó un alboroto de todos los diablos, que amenazó
    con transformarse en un magnífico escándalo. Felizmente, las buenas maneras
    del novio prevalecieron sobre su momentánea vicisitud. Supo capear la
    situación con acierto y diplomacia: no era cosa de perder, por meros prejuicios,
    aquella perra rica, aquel baúl de oro. Sin embargo, no fueron suficientes su
    buena voluntad y su comprensiva colaboración, pues la fulana no quería dar por
    terminada la «intrascendente aventura», ya que se consideraba muy bien
    servida en materia de cama.
    Que se fueran al infierno el novio y la familia. Lo que quería Noémia era
    fugarse con Vadinho, irse con él. Fue Vadinho el que no quiso. Cuando la cosa
    estalló y la diversión se convirtió en tema de pública maledicencia, y doña Flor,
    en uno de sus arranques violentos y raros, exigió una decisión inmediata — o
    ella o la otra—, él restituyó la moza al novio, al esteta, que ahora era todavía
    más snob y atrayente, pues al talento y a la erudición sumaba los cuernos; un
    novio macanudo, era difícil encontrar otro así.
    «No son más que pavadas para pasar el tiempo», respondió cuando doña
    Flor, en el colmo de su aflicción, lo enfrentó y exigió que se definiese de una vez
    por todas. Nunca había pensado él en irse con la tal Noémia, todo había sido
    pura invención de la descarada, que además de puta era mentirosa y de las
    grandes.
    ¿Qué más querían las comadres? Doña Rozilda, doña Dinorá, esa doña
    Enaide que venía desde su morada en el Xam Xame, y todas las otras, decenas,
    centenas y millares de comadres en el coro infame de los resentimientos y los
    libelos, ¿qué más querían? ¿Para qué recordar ese incidente como prueba de la
    infelicidad conyugal de doña Flor, como prueba de que Vadinho era el peor de
    los maridos? Al contrario, ésa era la prueba más completa de su amor, de que la
    prefería a cualquier otra. ¿No tenía la tal Noémia riqueza y elegancia, palacete
    en Graca, talonario de cheques, cuenta abierta en el banco — y Vadinho había
    jugado fuerte en el interregno—, automóvil con chófer, clase de gimnasia,
    rudimentos de francés, y las últimas novedades en perfumes, vestidos y zapatos
    traídos de Río? ¿Con quién se había quedado él, a quién prefirió cuando se vio
    obligado a elegir? De nada sirvió el talonario de cheques ni la comodidad del
    automóvil que lo llevaba y lo traía de un lado a otro, ni los vestidos de Río, los
    perfumes de París, la exquisitez del lenguaje: «mon cheri, mon petit cocó,
    merde, quelle merde»; «á lócé de parler», como se dice en el francés de Bahía...
    A Vadinho no le importaron ni el virgo destapado ni las súplicas: «Me
    debes la honra»; ni las amenazas: «Vas a ver, mi padre va a hacer que te
    castiguen, te va a meter en la cárcel.» Nada lo hizo vacilar siquiera a la hora de
    elegir. «¿Cómo puedes pensar semejante disparate, que yo te iba a dejar para
    vivir con esa porquería...» Colgó su jactancia de los cuernos del novio y se fue a
    la cama con doña Flor. ¡Ah! ¡Qué noche de paz y perdón! «Todo xixica para
    pasar el tiempo, sólo tú eres permanente, Flor, mi Flor de albahaca...»
    Para las comadres Vadinho fue el peor de cuantos maridos existen en el
    mundo y doña Flor la más infeliz de las esposas. No tenía derecho a llorar, a
    apenarse, debía estar dándole gracias a Dios para librarla a tiempo de semejante
    castigo. Pero, indudablemente, doña Flor era la bondad en persona y sólo a
    doña Rozilda podía ocurrírsele exigir que la hija se alegrase, que celebrase con
    una fiesta la súbita muerte de Vadinho. A pesar de lo ruin que era, había sido su
    marido. Sin embargo, esta exageración de sentimientos, este luto riguroso, este
    duelo sin sentido, más allá del ceremonial obligado en los ritos de la viudez; esa
    cara pasmada y perdida, esos ojos vueltos hacia dentro de sí o que miraban fijos
    más allá del horizonte, fijos en el infinito, en la nada: todo eso era inaceptable
    para las comadres.
    Sólo en una cosa estaban de acuerdo doña Rozilda y doña Norma, doña
    Dinorá y doña Gisa, las verdaderas amigas y las simples chismosas: doña Flor
    necesitaba olvidar cuanto antes aquellos años desdichados, necesitaba borrar de
    su vida la imagen de Vadinho, como si él nunca hubiera existido. Para ellas el
    tiempo del duelo estaba durando demasiado y por eso la rodeaban, para
    probarle con hechos que ella se había visto favorecida por la misericordia divina.
    La misma tía Lita, siempre dispuesta a disculpar a Vadinho, no ocultaba, sin
    embargo, su sorpresa:
    —Nunca pensé que iba a sentirlo tanto... Doña Norma también se
    admiraba:
    —Por lo que se ve, no va a olvidarlo nunca... Cuanto más tiempo pasa, más
    sufre...
    Doña Gisa, instalada en sus conocimientos de psicología, discrepaba de las
    pesimistas:
    —Es natural... Esto va a durar todavía unos días, pero se acabará; ya
    olvidará y volverá a vivir...
    —Así es, sí... — decía doña Dinorá, que era de la misma opinión—. Con el
    tiempo se va a dar cuenta de que Dios vino en su socorro...
    Las opiniones diferían, sin embargo, en cuanto al modo de ayudarla mejor.
    Doña Norma, fortalecida por el apoyo de doña Gisa, proponía que no se
    pronunciara el nombre de Vadinho. Las demás, bajo el férreo comando de doña
    Rozilda — y doña Dinorá era sargento en esa aguerrida tropa—, se deshacían en
    intrigas, denuestos y lamentos para convencerla de que al fin podía pensar en
    vivir una vida tranquila y feliz, en paz, con bienestar y seguridad. De cualquier
    modo, tanto si se guardaba un piadoso silencio como si se dejaba lugar a la
    ruidosa maledicencia, ella tendría que encontrar los caminos del olvido. Era tan
    joven aún, tenía toda la vida por delante...
    —Si ella quiere, no ha de seguir viuda por mucho tiempo... — profetizaba
    doña Dinorá, que, en cuanto a hablar de vidas ajenas, poseía un sexto sentido,
    un don adivinatorio, una especie de videncia. Además, en su casa (herencia de
    un comendador español), en salto de cama y en trance, doña Dinorá echaba las
    cartas y adivinaba el futuro consultando una bola de cristal.
    ¿Por qué, se preguntaba doña Flor, ninguna de ellas venía a recordarle
    jamás una buena acción de Vadinho? Después de todo, en medio de incontables
    trapisondas, de vez en cuando prevalecían en sus actos la gracia, la generosidad,
    el sentido de la justicia, el amor. ¿Por qué entonces sólo medían la conducta de
    Vadinho con el metro de la ruindad, sólo pesaban sus actos con una balanza de
    maldiciones? Por otra parte, siempre había sido así. En vida de él las cotorras se
    relevaban unas a otras, transmitiendo con avidez las noticias desagradables, que
    tanto daño le hacían a doña Flor. «¡Pobrecita!: ¡ella, que merecía un marido
    recto y bueno, que le diera buen trato y la respetase!» Nunca sucedió, en
    cambio, que una comadre abandonase a toda prisa sus lares, sus quehaceres y
    sus ocios para venir a anunciarle con fervor y entusiasmo algún acto generoso
    de Vadinho:
    Flor, escuche pero no diga que yo se lo conté... Vadinho ganó en la
    quiniela y le dio todo el dinero a doña Norma para que ella elija un regalo de
    cumpleaños para usted... El aniversario está lejos todavía, ya lo sé, pero él tuvo
    miedo a gastar el dinero y quiso asegurar desde ahora el regalo...
    Esto es lo que realmente sucedió en cierta ocasión y todas las comadres lo
    supieron, a pesar de que doña Norma se había comprometido a guardar el
    secreto. Mas si ella no hubiese roto la promesa, dada su incapacidad para callar
    tanto tiempo, más de veinte días, doña Flor nunca se habría enterado del gesto.
    Las otras cerraron la boca, ¿para qué tomarse la molestia de transmitir noticias
    alegres? Para eso no hay apuro ni entusiasmo; nadie sale corriendo a la calle a
    dar noticias que no sean malas. Para difundir éstas sobran heridas y nunca falta
    en ese caso quien se tome las mayores molestias, quien abandone el trabajo,
    interrumpa el descanso, se sacrifique. ¡Qué cosa más excitante es dar una mala
    noticia!
    Cierta tarde, si no fuese por pura casualidad, doña Flor se habría ido para
    siempre. Aquella vez Vadinho había descendido al fondo de su ignominia,
    mostrándose en toda su bajeza. Ella incluso había llegado a hacer las valijas.
    (Siempre tenía un cuarto a su disposición en casa de los tíos, en Río Vermelho.)
    Por un pelo no se fue de una vez, rompiendo con él definitivamente. En esa
    ocasión la calle estaba llena de comadres, atraídas por los gritos y por el llanto.
    Todas ellas vieron llegar a Cígano, y todas lo oyeron hablar con voz trémula,
    siendo todas testigos de la reacción de Vadinho.
    ¿Y alguna de ellas le contó la escena a doña Flor, alguna le transmitió las
    palabras de Cígano? ¡Sí, qué esperanza! Ni una sola para un remedio, como si
    nada hubiesen visto u oído. Al contrario, las entrometidas apoyaban su decisión,
    le reconocían motivos de sobra para romper de una vez y para siempre con el
    canalla. Algunas incluso le ayudaban a hacer las valijas.











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    Jorge Amado( 1912-2001) - Página 2 Empty Re: Jorge Amado( 1912-2001)

    Mensaje por Maria Lua Miér 15 Ene 2025, 15:09

    ***

    18




    Aquella tarde, cuando él apareció, doña Flor se imaginó en seguida el
    motivo de su inesperada presencia. Cuanto más observaba su comportamiento,
    más se convencía: nunca había estado tan discreto con las alumnas, casi
    escondido en un rincón de la sala, dejándolas que terminasen tranquilas, en la
    cocina, durante la clase práctica, una torta de cumpleaños. Las mozas, que
    pertenecían a una nueva tanda, se reían entre ellas, manifestando una
    curiosidad que no intentaba disimularse, revelando su deseo de conocer al tan
    mentado marido de la profesora, con su fama singular: a su modo, era célebre.
    Finalizada la clase, cuando entre exclamaciones de elogio fueron invitadas con
    unas tajadas de la torta y unas copas de licor de cacao — una especialidad de la
    casa, orgullo de doña Flor, cuya competencia en licores de huevo y de frutas
    corría pareja con la fama de sus condimentos—, ella, con una pizca de jactancia
    y cierto aire vanidoso, lo presentó:
    —Vadinho, mi marido...
    Él no hizo ningún comentario, ninguna frase de doble sentido, ni siquiera
    una guiñada de ojos. Seguía estando serio y casi triste. Doña Flor conocía el
    significado de ese estado de ánimo, y lo temía. ¡Ah!, si pudiera retener a las
    alumnas toda la tarde y toda la noche, prolongar la conversación aun a riesgo de
    que el granuja mostrara la hilacha y saliera con alguna de sus osadías. ¡Ah!, si
    pudiera evitar el diálogo cara a cara con un Vadinho incapaz de mirarla de
    frente, encorvado bajo el peso de sus peores intenciones... Pero las alumnas,
    jóvenes y señoras de intensa vida social, bebieron el licor a toda prisa y se
    despidieron.
    El día anterior, doña Ligia Oliva le había pagado — regiamente— un
    gigantesco encargo de dulces y saladitos, destinados a una recepción en
    homenaje a unos señores de San Pablo. Desde su casamiento doña Flor se había
    circunscrito a lidiar con la Escuela, rehusando los encargos, pero hacía algunas
    excepciones con las personas a quienes estimaba: «Tengo devoción por doña
    Ligia» — dijo cuando se comprometió a cumplir un encargo de tal magnitud.
    Esas entradas extraordinarias, que casi siempre le llegaban en ausencia de
    Vadinho, las reservaba doña Flor para los gastos inesperados, una compra
    grande, una enfermedad, cualquier necesidad. Y hasta sucedía que llegaba a
    juntar algunos cantos, formando un fajo de billetes que ocultaba en distintos
    escondrijos de la casa. Eran ahorros destinados a la adquisición de utensilios
    domésticos, comprar obsequios de cumpleaños y pagar mensualidades de la
    máquina de coser, y en gran parte se agotaban en préstamos a Vadinho, de cien
    o de doscientos mil— réis...
    Quiso esta vez el azar que, estando él en la sala, con aspecto de agotado,
    apareciera el doctor Zitelmann Oliva, que se había tomado la molestia (él, tan
    ocupado con sus ocho cargos, todos de brillo e importancia) de venir a pagar
    personalmente:
    —Ando con este dinero en el bolsillo hace tres días... Hoy, cuando Ligia
    descubrió que todavía no había efectuado el pago, sólo le faltó pegarme...
    —Pero, doctor, no se preocupe... Qué tontera...
    —Dígame, don Vadinho — bromeó el figurón—. ¿Qué es lo que hace usted
    para que su mujer esté cada día más joven y bonita?
    Conocía a doña Flor desde niña y también conocía hacía mucho tiempo a
    Vadinho, el cual de vez en cuando intentaba sablearlo (con poco resultado, por
    lo demás, pues el doctor Zitelmann era duro de pelar).
    —Es la buena vida, doctor, es la buena vida que se da. Casada con un
    marido como yo, que no le da dolores de cabeza, que no le causa
    preocupaciones... Vive mimada, descansada, una vida feliz... — Y se reía, con su
    risa despreocupada, ¡tan alegre!, y doña Flor se reía también ante semejante
    descaro del marido.
    Ese día no le pidió dinero. Seguramente había ganado en la víspera y aún
    le quedaba algo. Pero cuando a la tarde siguiente apareció inopinadamente, con
    la mirada baja, la cara seria, casi triste, ella adivinó en seguida el motivo de su
    llegada: venía por el dinero. Mientras las alumnas sorbían el licor y saboreaban
    la torta, alborotadas, mirando furtivamente al joven inmóvil, doña Flor, callada,
    con el corazón oprimido, se juró a sí misma tomar una resolución terminante.
    No le iba a dar ese dinero, ni todo ni una pequeña parte, ni un centavo. Lo había
    reservado para comprar una radio nueva. Oír la radio era el pasatiempo
    preferido de doña Flor, su mayor distracción: le volvían loca las sambas y las
    canciones, los tangos y los boleros, los programas cómicos, y sobre todo las
    radionovelas. Las oían juntas, ella, doña Norma, doña Dinorá y otras vecinas,
    trémulas y brillantes ante el destino de la condesa apasionada por el ingeniero
    pobre. Con la sola excepción de doña Gisa, que sentía un desprecio de erudita
    hacia tan baja literatura.
    El aparato de radio, parte de su bagaje de soltera, era ya anticuado y no
    funcionaba muy bien; sólo daba gastos, descomponiéndose todos los días,
    fallando en los momentos más dramáticos, enmudeciendo en mitad de la escena
    más emocionante. Requería arreglos y más arreglos, inútiles y caros. Así que en
    esta oportunidad la decisión de doña Flor era irrevocable: no abriría la mano, no
    se desprendería de sus economías sucediera lo que sucediese. Finalmente tenía
    que poner término a ese abuso.
    Las alumnas se fueron en medio de un revuelo de risas y un poco
    desilusionadas: ¿así que aquel sujeto cabizbajo, ensimismado en un rincón, era
    el tan mentado marido de la profesora, con fama de peligroso, de irresistible, el
    del caso con Noémia Fagundes da Silva? Francamente, no les parecía digno de
    ser codiciado, no llegaba ni de lejos a la altura de su excitante leyenda. Cuando
    se fueron, doña Flor se encontró a solas con Vadinho y con su propio miedo, la
    boca amarga, oprimido el corazón. El, haciendo un esfuerzo, se levantó,
    dirigiéndose a la mesa y llenando una copa de licor, comentó:
    —Este licor es agradable pero se sube que es una maravilla; con él se
    agarra uno unas borracheras de miedo, unas perseguidoras horribles... Sólo el
    licor de genipa da un dolor de cabeza más grande...
    Quería aparentar despreocupación; se acercó a ella y le ofreció su copa,
    amable y tierno:
    —Prueba, querida...
    Pero doña Flor lo rechazó, y también rechazó la caricia de su mano, que
    descendía por el escote de la blusa hacia los senos. «Hipocresía, nada más que
    hipocresía, son caricias para vencer mi resistencia e impedir que me niegue;
    caricias dirigidas a mi flaqueza de mujer.» Juntó todas sus fuerzas, pensó en los
    antiguos agravios, en la pequeña reivindicación de una radio nueva... Y se puso
    de pie, humillada, disgustada:
    —¿Por qué no dices de una vez a qué viniste? ¿O piensas que no lo sé?
    La cara de él reflejaba seriedad y tristeza. Vino porque tenía que venir,
    porque no había conseguido nada en ninguna parte, pero no venía contento, no
    venía con su gesto franco y su risa libre... ¡Ah, si le fuera posible no haber
    venido!
    El también sabía cuál era el destino que doña Flor pensaba darle a ese
    dinero. Todavía no había venido don Edgard Vitrola, pues el viejo aparato
    continuaba en la sala, como pudo comprobar en cuanto abrió la puerta. Pero
    podía aparecer en cualquier momento con la octava maravilla del mundo: una
    belleza de mueble en madera de marfil y metal cromado, la última palabra de la
    mecánica, con ondas y bandas, kilovatios y voltajes, que podía captar las más
    lejanas emisoras, las de Japón, Australia, Addis— Abeba, Hong— Kong, sin
    olvidar los subversivos programas de Moscú, tanto más buscados cuanto más
    prohibidos. Doña Flor le había hecho llegar el urgente pedido del aparato a don
    Edgard por intermedio de Camefeu, tocador de birimbao y compañero
    inseparable de Vitrola.
    Primero en el tranvía, con su palpito y su vergüenza, y después, caminando
    por la calle, Vadinho hizo el trayecto con el alma destrozada. Por una parte el
    apuro por llegar antes que el vendedor de radios, pues nunca un palpito lo había
    dominado de tal modo; por otra parte, el deseo de llegar tarde, después de
    Edgard, y así no encontrar ya ni la radio vieja ni el dinero pagado por doña
    Ligia, ganado por su mujer a costa de trabajo y de sudor: había pasado la noche
    entera junto al horno, después de un día atareado. Se sentía como partido en
    dos; en el tranvía, caminando por la calle, entrando en la casa, abriendo la
    puerta: partido en dos. Si don Edgard no hubiese venido... ¿Qué señal habría
    más cierta de que el palpito era infalible? Pero, si ya se encontrase con el nuevo
    aparato, esa noche se quedaría en casa junto a doña Flor, estrenándolo, oyendo
    música, riéndose con los chistes. Así, llegó a su casa partido en dos, dividido por
    la mitad




    110
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    Mensaje por Maria Lua Jue 16 Ene 2025, 19:55

    ***

    ¿Por qué no había llegado antes que él don Edgard? Ahora ya no tenía más
    remedio...
    —¿Piensas que es sólo por interés por lo que te mimo?
    —Sólo por interés y por nada más...
    Doña Flor se endurecía: sólo interés, vil interés...
    —¿Por qué no lo dices en seguida?
    Era como si un muro los separase, en esa hora del crepúsculo en que la
    tristeza irrumpe desde el horizonte, ceniza y rojo, cuando cada cosa y cada ser
    viviente muere un poco al morir el día.
    —Ya que lo quieres así no voy a perder más tiempo. Me tienes que prestar
    aunque no sea más que doscientos mil— réis.
    —Ni un centavo... No vas a ver ni un centavo... ¿Cómo tienes coraje todavía
    para pedirme prestado? ¿Cuándo me devolviste ni siquiera un cobre? Ese dinero
    no sale de mis manos más que para las de don Edgard.
    —Juro que te pago mañana, hoy lo necesito realmente, es un asunto de
    vida o muerte. Te juro que mañana te compro yo mismo una radio y todo lo que
    quieras... Por lo menos cien mil réis...
    —Ni un centavo...
    —No seas así, querida, sólo por esta vez...
    —Ni un centavo... — repetía ella, como si no supiera decir otra cosa.
    —Oye...
    —Ni un centavo...
    —Ten cuidado, no juegues conmigo, porque si no es por las buenas va a ser
    por las malas...
    Dijo esto y comenzó a mirar en torno como para localizar el escondrijo. En
    eso, doña Flor perdió la cabeza y llevada por la desesperación corrió hacia el
    viejo aparato de radio en el cual, entre las válvulas gastadas, había ocultado el
    dinero. Vadinho la siguió, pero ella se apoderó de los billetes, desafiándolo a los
    gritos:
    —Esto no lo vas a gastar en el juego. Sólo matándome... Los gritos
    cortaban la tarde, alertando a las comadres, que salieron a la calle:
    —Es Vadinho, que le está sacando el dinero a Flor, pobrecita...
    —¡Perro tenebroso! ¡Perro del infierno!
    Vadinho, enceguecido, se abalanzó sobre doña Flor, perdiendo la cabeza,
    ofuscado por la ira, ira por hacer lo que estaba haciendo. Tomándola por las
    muñecas, rugió:
    —¡Suelta esa mierda!
    Fue ella quien golpeó primero. Al desprenderse de él, para impedir que la
    agarrase de nuevo, lo golpeó en el pecho con los puños cerrados y luego, con la
    mano abierta, le llegó a la cara. «¡Puta, me las vas a pagar!», exclamó Vadinho,
    mientras doña Flor gritaba: «Déjame, desgraciado, no me pegues, ¡mátame ya!,
    será mejor.» El le dio un empujón y ella cayó sobre unas sillas, gritando:
    «¡Asesino! ¡Miserable!» Y él la abofeteó. Una, dos, cuatro bofetadas. El estallido
    de los bofetones provocó en la calle la rebeldía y la conmiseración del coro de
    comadres. Doña Norma abrió la puerta y entró sin pedir permiso:
    —O la deja, Vadinho, o llamo a la policía.
    Él ni siquiera parecía verla: se había quedado con el dinero en la mano, los
    ojos extraviados, revuelto el cabello, mirando con espanto hacia el sitio en que
    yacía doña Flor, llorando pausadamente, quejándose con voz apagada. Doña
    Norma corrió a ampararla y Vadinho salió por la puerta con los billetes
    apretados entre los dedos. Al verlo, las vecinas se apartaron de la acera como si
    fuese el mismo demonio de los infiernos.
    En ese preciso instante el taxi de Cígano frenó junto a la puerta. Vadinho
    sonrió al reconocerlo: aquella coincidencia era otra prueba más de la
    infalibilidad del palpito.
    Había tenido el palpito mientras andaba caminando tan tranquilo por las
    calles, lo había sentido como una certeza total y absoluta, sin riesgo de engaño
    ni de mala suerte, una certidumbre total de que esa tarde y esa noche iba a hacer
    saltar todas las bancas del juego de la ciudad, una por una, comenzando por las
    ruletas del Tabaris y terminando por el antro oscuro de Paranaguá Ventura.
    Certidumbre que fue creciendo en él, dominándolo, exigiendo acción,
    obligándolo a deshacerse en una inútil peregrinación en procura de plata, y por
    último a ir, contra su voluntad, en busca del dinero de doña Flor.
    Pero después de abofetearla se sintió como vacío, se le fue la certidumbre,
    desapareció el palpito. Se sentía hueco y ya no sabía qué iba a hacer con ese
    dinero, como si todo hubiera sido inútil. Mas, una vez en la calle, ante el taxi de
    Cígano surgido como por milagro — pues él tenía prisa por comenzar en el turno
    vespertino la maratón del siglo—, recuperó de nuevo la serenidad. Otra prueba
    indiscutible de la potencia del palpito — pensaba— es que sentía cierto calor en
    las manos y urgencia de partir. Ahora sólo veía ante sí las mesas de ruleta, la
    bolilla girando, el croupier, el 17, las apuestas, la mirada nerviosa de Mirandáo,
    a su izquierda como de costumbre, las fichas; ahora, de nuevo, para él ya sólo
    existía el juego. Iba a entrar al taxi, pero Cígano dio un salto, sorteando a las
    vecinas, muy agitado. Se veía que había llorado y con voz cargada de emoción le
    dijo:
    —Vadinho, hermano, murió mi vieja, mi madrecita... Lo supe en la calle,
    vengo ahora de casa..., no la vi morir, dicen que me llamó cuando sintió el
    dolor...
    Al principio Vadinho no prestó atención a las palabras del amigo, pero en
    seguida comprendió y apretó el brazo de Cígano. ¿Qué estaba inventando?, ¿qué
    absurda historia era ésa?
    —¿Quién murió? ¿Doña Agnela? ¿Estás loco?
    —Hace menos de tres horas. Mi vieja, Vadinho...
    Él había ido muchas veces, siendo soltero, y aun después de casado,
    incluso junto con doña Flor, a comer la feijoada dominical de doña Agnela, en la
    terminal de Brotas. Era gordísima y cordial, y lo trataba como a un hijo; tenía
    flaqueza por el joven jugador y le perdonaba su vida libertina. ¿No era una
    copia, hasta en los cabellos rubios, del finado Aníbal Cardeal, juerguista insigne,
    su compañero, el padre de Cígano?
    —Igualito al otro... Dos perdidos...
    Nuevamente se sintió sin aire y sin energía, ¡qué día más molesto, más
    disparatado! Primero Flor, con su desdichada terquedad, y ahora Cígano
    atravesándose, al caer el crepúsculo, con el cadáver de doña Agnela...
    —¿Pero cómo fue? ¿Estaba enferma?
    —Nunca la vi enferma, que yo recuerde... Hoy, cuando salí después de
    almorzar, la dejé en la pileta, lavando ropa. Cantando, tan contenta que daba
    gusto verla... Sabes, hoy fue el día en que pagué el último vencimiento del coche.
    Tenía el dinero justo. Por la mañana, estuvimos contándolo los dos, ella y yo...
    Me dio lo que había juntado durante el mes, todo en billetes de diez y de dos
    mil— réis. Estaba alegre porque ahora el coche era mío de verdad — hizo una
    pausa esforzándose por no llorar—. Dicen que de repente sintió un dolor en el
    pecho. Que sólo tuvo tiempo para decir mi nombre y cayó muerta... Lo que más
    me duele es no haber estado allí: estaba pagando el documento del coche...
    Isidro, el del bar, vino a avisarme a la plaza... Fui corriendo... ¡Ah!, hermanito,
    ella ya estaba fría, los ojos desencajados... Ahora vine a verte porque estoy sin
    un cobre, todo el dinero se fue en el pago del coche... El mío y el de ella, el de mi
    vieja...
    ¿Oirían las comadres su voz contenida? Las comadres también morían un
    poco con la agonía del sol, desvanecidas en la penumbra cuando Vadinho le
    entregó a Cígano, junto con el dinero manchado por la violencia, su límpido
    palpito de victoria.
    —Es todo lo que tengo...
    —¿Vienes conmigo? Tengo tanto que hacer...
    —¿Cómo no voy a ir?
    Libres de la presencia de Vadinho, las comadres fueron entrando a la casa:
    en el cuarto estaba doña Flor con las maletas, y doña Norma procurando
    disuadirla. Las chismosas no comprendían las razones de doña Norma. Sólo
    doña Flor tenía razón, carradas de razón. En el coro de cuchicheos se las oía:
    —¡Qué vida más injusta! ¿Cómo se puede martirizar así a una persona?
    —Lo que debía hacer es largarlo de una vez...
    —Atreverse a pegarle... ¡Qué horror!





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    Mensaje por Maria Lua Vie 17 Ene 2025, 20:15

    ***

    Doña Flor nunca creyó que ellas no hubiesen oído la conversación con
    Cígano, la noticia del fallecimiento. Si no hubiera sido por don Vivaldo, el de la
    funeraria, doña Flor no habría sabido del fallecimiento de doña Agnela ni de
    cómo había empleado Vadinho el dinero. Don Vivaldo pasó por allí de
    casualidad. Aprovechando que estaba en las inmediaciones, fue a llevarle la
    receta de un guiso de bacalao, de origen catalán; una delicia que se saboreaba en
    los pantagruélicos almuerzos en casa de los Taboada, en cuya mesa jamás se
    habían servido menos de ocho o diez platos, un derroche. Al ver humedecidos
    los ojos de doña Flor, comentó la triste noticia: ¡pobre doña Agnela! Él acababa
    de saberlo, se había encontrado con Vadinho y Cígano, e iba a mandar el ataúd,
    prácticamente sin ganar nada. Doña Agnela lo merecía: fue una esclava para el
    trabajo, y siempre tan jovial, una persona excelente. Don Vivaldo había ido una
    vez, con Vadinho, a hacerle honor a su feijoada...
    Sólo entonces doña Dinorá y las otras comadres relacionaron las palabras
    y los gestos con el dinero que vieron cambiar de mano en las sombras del
    crepúsculo. Por lo menos eso dijeron; créalo quien quisiere.
    Don Vivaldo se despidió, comprometiéndose a venir a probar el plato
    español cuya receta le había costado insistir mucho y dar una propina: tuvo que
    sobornar a la cocinera de los Taboada, pues doña Antonieta era celosa de sus
    secretos culinarios.
    Doña Flor conoció a doña Agnela en aquellos inolvidables días finales del
    noviazgo, en vísperas de casarse, cuando pasaba las tardes con Vadinho en la
    casita secreta de Itapoá. El disipado dueño de casa, ocupado durante el día en
    sus negocios de tabaco, reservaba las noches para las mujeres, a las horas
    muertas de la madrugada. Pero sucedió que estaba de paso en Bahía una carioca
    sensacional, que sólo tenía una tarde libre. Y Vadinho recibió un mensaje: que
    ese día no utilizara el discreto lugar.
    En el taxi pensaron adonde irían. Ella rechazó el cine, la matinée del
    imprudente manoseo; y él no podía llevar a un burdel a su futura esposa.
    ¿Visitar a tía Lita en Río Vermelho? ¿Y si aparecía por allí doña Rozilda? Cígano
    propuso que fuesen a ver a doña Agnela, que estaba deseosa de conocer a la
    novia. Y pasaron la tarde con la gorda lavandera, charlando y tomando café,
    mientras Vadinho se obstinaba en besar a doña Flor, que se encogía toda. Doña
    Agnela quedó encantada con la moza, haciéndole un discurso lleno de
    advertencias y de compasión:
    —Se va a casar con este loco... Dios la proteja y le dé paciencia, que va a
    necesitarla mucho. La peor gente del mundo es la que juega, hija mía. Viví más
    de diez años con uno igualito a éste... De pelo rubio como él, blanco, de ojos
    azules..., un perdido por el juego, tiraba con todo. Hasta un medallón que me
    dejó mi madre el muy loco lo vendió para enterrar el dinero en el vicio. Lo
    perdía todo y se ponía furioso y cuando venía me gritaba, me pegaba...
    —¿Le pegaba? — preguntó con voz tensa doña Flor.
    —Cuando bebía demasiado, ya lo creo... Pero sólo cuando bebía
    demasiado...
    —¿Y usted lo soportaba? Yo no se lo permitiría... a ningún hombre... —
    Doña Flor se estremecía de indignación con sólo pensarlo—. Nunca lo permitiré.
    Doña Agnela sonrió, comprensiva y experimentada. ¡Doña Flor era todavía
    tan jovencita, ni siquiera había comenzado a vivir!
    —¿Qué iba a hacer, si lo quería, si ése era mi destino? ¿Iba a dejarle sólito,
    con esa vida angustiosa, sin nadie que lo cuidara? Era chófer, como Cígano, sólo
    que trabajaba para otros, a porcentaje. Nunca juntó dinero para poder comprar
    un coche, el manirroto. Todo cuanto yo podía guardar él lo perdía, me lo sacaba
    aunque fuese por las malas. Murió en pleno desastre. Lo único que dejó fue un
    hijo chiquito que yo tuve que criar... — Miraba a doña Flor con afecto y
    lástima—. Pero le voy a decir una cosa, hija mía... Si él se me apareciese, de
    nuevo volvería a juntarme con él otra vez. Desde que murió, nunca más quise
    saber de ningún hombre, y mire que no me faltaron proposiciones, incluso de
    casamiento. Me gustaba, ¿qué podía hacer yo, dígame, hija mía, si ése era mi
    sino?
    «Era mi sino, lo quería...» Y ahora, ¿qué es lo que podía hacer doña Flor?
    «Dime, Normita, ¿qué puedo hacer?» «Vaciar las valijas, vestirse de oscuro e ir
    al velatorio de doña Agnela.» «¿Qué es lo que puedo hacer si es mi destino, si lo
    quiero?»
    Sí, doña Norma iría con ella. Doña Norma era aficionada a los buenos
    velorios, con lágrimas, sollozos, flores rojas, velas encendidas, ceremoniosos
    abrazos de pésame, oraciones, cuentos y recuerdos, anécdotas y risas, un café
    bien caliente, unos bizcochos, un trago a la madrugada..., nada había para ella
    igual a una velada fúnebre.
    —Me cambio de vestido en un minuto...
    «¿Qué puedo hacer?, dime, Normita, si él es mi destino... ¿Dejarlo sólito,
    sin nadie que lo cuide? ¿Qué puedo hacer, dime, si estoy loca por él, si no podría
    vivir sin él?»
    19
    Sin él no sabe vivir, no puede vivir. Y ahora, cómo acostumbrarse, si es
    otra la luz del día envuelto en ceniza: un crepúsculo metálico en que los vivos y
    los muertos se confunden en los mismos recuerdos. Tantas imágenes y figuras
    en torno a Vadinho, tanta risa y tanto llanto, y el bullicio, el calor, el tintinear de
    las fichas y la voz del croupier. Sólo en el fondo de la memoria se afirmaba la
    vida, plena como la luz de la mañana y de las estrellas nocturnas, venciendo al
    crepúsculo en coma, con los estertores de la muerte.
    Doña Flor, insomne en su cama de hierro, sintiendo el abandono y la
    ausencia, sigue el derrotero del pasado, con sus puertos de bonanza y sus mares
    tempestuosos. Reúne momentos diversos, nombres, palabras, el son de una
    ligera melodía, y va reconstruyendo el calendario. Desea romper el cerco de
    acero de ese crepúsculo, más allá del cual están el día de trabajo y la noche de
    descanso, la vida propiamente dicha. No este vivir en un tiempo gris, de luto, no
    este vegetar en un asfixiante pantano, en esta vida suya sin Vadinho. ¿Cómo
    salir de ese círculo de muerte, cómo cruzar la puerta estrecha de este tiempo
    despojado? Sin él no sabe vivir.
    A veces Vadinho había sido tan ruin como sentenciaban las comadres,
    doña Rozilda, doña Dinorá y las otras chismosas, en cambio en otras
    oportunidades eran injustas, acusándolo sin motivo. Ella misma, doña Flor,
    había procedido así más de una vez.
    Un día, por ejemplo, él se fue de viaje intempestivamente; doña Flor lo
    supo en el último momento e imaginó lo peor, pensó que lo perdía para siempre.
    No creía que él regresara de Río de Janeiro, con sus luces mágicas, sus avenidas
    bulliciosas, los casinos, centenares de mujeres a su disposición. ¿Cuántas veces
    no le había oído a Vadinho proclamar: «Un día de éstos me largo para Río, ahí sí
    que se vive, y no vuelvo más...»?
    Puro disparate, aquel viaje. Fue una invención de Mirandáo para obtener
    dinero: organizó una caravana de estudiantes de agronomía que iría a «visitar
    los centros de estudio de Río de Janeiro» durante las vacaciones. Recorrió los
    comercios en compañía de cinco colegas, sacando el dinero a medio mundo con
    un Libro de Oro. Sableó a los banqueros, los industriales, los empresarios, los
    tenderos, los comerciantes más diversos, los políticos del Gobierno y de la
    oposición. En unos cuantos días reunió un montón de dinero y creó todo un
    problema: por cortesía hacia los políticos había cambiado tres veces, en sinceros
    gestos de homenaje, el lema de la embajada. De los tres nombres ilustres, ¿cuál
    elegir ahora? Mirandáo propuso una solución extremadamente simple: dividir
    entre los organizadores el dinero recogido y disolver en el acto la caravana,
    dando por visitados los centros de estudio. Pero los cinco colegas,
    unánimemente, estuvieron en desacuerdo: querían hacer el viaje, y conocer Río.
    Incluso estaban dispuestos, si se presentara la ocasión, a visitar la Escuela de
    Agronomía y recorrer sus dependencias. Una vez conseguidos los pasajes
    gratuitos, facilitados por la Secretaría de Agricultura del Estado — se cambió por
    cuarta vez el nombre de la caravana, en homenaje al generoso secretario de
    Estado—, el día de la partida, casi a la hora de salida del barco, hubo una
    deserción; uno de los seis pícaros contrajo la fiebre palúdica y el médico le
    prohibió viajar cuando ya no quedaba tiempo para invitar en su lugar a otro
    estudiante ni para vender a bajo precio el inútil pasaje.




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    Jorge Amado( 1912-2001) - Página 2 Empty Re: Jorge Amado( 1912-2001)

    Mensaje por Maria Lua Vie 17 Ene 2025, 20:16

    ***
    Vadinho había acompañado a Mirandáo hasta el muelle y estaba presente
    cuando se discutió el caso. Fue entonces cuando el otro le preguntó, de repente:
    —¿Por qué no vienes tú también, aprovechando el pasaje?
    —No soy estudiante...
    —Pero, señor..., eso no tiene importancia; lo eres desde ahora..., sólo que
    tienes que apurarte, el barco sale dentro de dos horas...
    Era el tiempo justo para ir corriendo a casa, juntar unas mudas y unas
    camisas y el traje azul de casimir, mientras Mirandáo, amigo capaz de cualquier
    sacrificio, hacía frente a las lágrimas de doña Flor.
    No volvería más, estaba segura. No era tan boba como para creer aquella
    historia absurda de la Embajada Estudiantil en viaje de estudios. Si Vadinho no
    era estudiante de nada, ¿cómo iba a formar parte de una caravana universitaria?
    El único estudio de Vadinho era el del Libro de palpitos, con todas las
    interpretaciones de los sueños y de las pesadillas, indispensable para todo aquel
    que quiera ganar en la quiniela. Sin duda él se iba siguiendo el rastro de una
    vagabunda cualquiera, hacia ese abismo de depravación que es Río de Janeiro.
    Cuanto más le juraba Mirandáo por la sagrada memoria de su madre y por la
    salud de sus hijos, más escéptica se sentía doña Flor... No podía creer semejante
    cuento... ¿Por qué venía Mirandáo, su compadre, a hacer tal papelón, a causarle
    semejante disgusto, burlándose de sus sentimientos con una mentira tan vil? Si
    no sentía por ella ninguna estima ni consideración, ¿por qué entonces la invitó a
    ser madrina del hijo? Si Vadinho quería abandonarla, irse con cualquier
    perdida, mudarse a Río, que por lo menos obrase como un hombre y viniese
    personalmente a decir la verdad, en vez de mandar en lugar suyo al compadre
    con aquel cuento infantil, abusando de la amistad de ella y dándole diploma de
    idiota. «Pero, comadre, si es verdad, la pura verdad..., le juro que dentro de un
    mes regresamos.» ¿Para qué toda esa comedia? Vadinho no volvería más, estaba
    segura.
    Y sin embargo, regresó en la fecha prevista, con la caravana — de cuya
    existencia ya se había convencido doña Flor, pues el hijo mayor de doña Sinhá
    Terra, alumna suya, participaba en la excursión y en una carta se refería a
    Vadinho como a un «compañero estupendo»—. No sólo regresó, sino que le
    trajo un regio corte de seda extranjera, bonita y cara. Señal de suerte en la ruleta
    — pensó doña Flor— y de que él no la había olvidado durante los paseos, las
    fiestas, las novedades de Río, las noches de timba y farra. «¿Cómo te iba a
    olvidar, mi bien, si sólo fui para hacerles un favor a los muchachos, pues la
    Embajada no podía quedar incompleta?» Llegó usando chaleco, muy carioca,
    muy bien hablado. Se había relacionado con mucha gente; citaba nombres: el
    cantor Silvio Caldas, la estrella de teatro Beatriz Costa.
    A Silvio se lo había presentado Caymmi en el casino de Urca, en donde el
    músico estaba contratado. «Es tan idéntico a las fotografías que uno no cree que
    sea él, tú lo vas a ver cuando venga. Me dijo que viene en marzo y le prometí que
    tú le ibas a dar un almuerzo, todo de platos bahianos. Es un aficionado a la
    cocina», decía y se desgañitaba elogiando su simplicidad y su modestia. ¡Con
    cuánto placer prepararía doña Flor ese almuerzo, si un día surgiera tan remota
    oportunidad, siendo como era una admiradora entusiasta del cantor, de voz tan
    brasileña, al que oía siempre por radio!
    Envuelta en el corte de seda que se le deslizaba por los hombros,
    cubriéndola y descubriéndola, con la alegría del regreso de Vadinho, doña Flor
    se deshojaba en risas y suspiros yogando en la cama con el marido. Ese
    momento de amor era aún más dulce para ella a causa de una pizca de
    remordimiento: lo había juzgado mal, agresiva e injusta estuvo al dudar de él, de
    su «más lindo estudiante...».
    De lo que jamás tuvo noticia doña Flor fue de la energía que le costó a
    Mirandáo arrancar a Vadinho de los brazos de Josi y llevarlo al barco que
    regresaba. Josi era el nombre de guerra de la lusitana Josefina, corista de la
    Compañía Portuguesa de Revistas Beatriz Costa, que se había apasionado
    locamente por el mozo bahiano (y viceversa). Se conocieron cuando la
    Embajada Académica, que obtuvo entradas gratuitas para el teatro República,
    fue a los bastidores después del espectáculo para felicitar a Beatriz, sus artistas y
    sus coristas. Vadinho puso el ojo en Josi, que todavía llevaba el vestido de
    pescadera, y Josi midió de arriba abajo al falso estudiante; los dos se rieron y
    media hora después comían juntos unas fintas de bacalao en la tasca cercana.
    Josi pagó la cuenta, tanto esa primera vez como todas las otras hasta que él se
    fue. Con su tiempo repartido entre la portuguesa y los casinos, Vadinho se
    olvidó por completo de la fecha de embarque, de la hora de partida, y del
    regreso a Bahía. Mirandáo tuvo que apelar a la energía y a los sentimientos:
    —Ya me bastó con ver llorar a mi comadre una vez, no quiero verla de
    nuevo... Si yo llegara sin ti, ¿qué no me diría mi comadre?
    De todo esto nunca tuvo noticias doña Flor, ni supo jamás el verdadero
    origen del corte de seda francés, que no fue comprado en Río, sino ganado en
    una partida de póker a bordo, el día antes de llegar el barco a Salvador, cuando
    los miembros de la caravana, todos ya sin dinero, arriesgaban a la baraja los
    regalos y los recuerdos cariocas. Vadinho le ganó el corte de seda a uno de los
    estudiantes, y a otro un par de relucientes zapatos de charol y un lazo mariposa
    con pintas azules, muy de moda. Lo que él jugaba en la apuesta era una
    magnífica foto de Josi, grande y a todo color, con vidrio y moldura dorada, en la
    cual la aldeana se exhibía en una escena de teatro con bombacha y pórtasenos y
    una pierna levantada, ¡una locura de nena! Con su torpe letra escribió en la
    dedicatoria: «A mi bahianito adorado, su nostálgica Josi.» El retrato fue
    finalmente adquirido, después de un largo tira y afloja, por otro compañero de
    viaje, un joven abogado deseoso de causar la envidia de los amigos con el relato
    y las pruebas de sus sensacionales conquistas metropolitanas. Y así fue como
    Josi financió también el desembarco de Vadinho y contribuyó a la alegría de
    doña Flor, que ahora gozaba en los brazos del marido mientras el corte de seda
    la cubría y descubría y finalmente rodaba a los pies de la cama.
    ¿Cómo vivir sin él? Abrumada por la ausencia, debatiéndose entre la
    niebla, encadenada, ¿cómo traspasar los límites del deseo imposible?, ¿cómo
    volver a encontrar la luz del sol, el calor del día, el aire matinal, la brisa de la
    tarde y las estrellas del cielo, el rostro de la gente? No, sin él no sabía vivir y por
    eso quería recuperarlo entre aquella bruma de tristezas, risas y emociones, en
    ese mundo de él siempre sorprendente.
    Podían las comadres recordar los malos momentos, las agrias disputas, las
    trampas en asuntos de dinero, las noches en que no venía a casa, la borrachera,
    en compañía de quién sabe qué mujeres, la locura del juego. Pero ¿por qué no
    abrían su boca de mal agüero para recordar los días excitantes de la estadía de
    Silvio Caldas en Bahía, cuando doña Flor no tuvo ni un solo minuto de
    descanso, pero tampoco de tristeza? Una semana perfecta, sin un solo aspecto
    detonante; doña Flor conservaba en la memoria cada detalle, todo un tesoro de
    alegría, toda una fiesta. Ella fue durante esa semana, por así decir, una especie
    de reina del agitado barrio; de Cabeca al Largo 2 de Julio, de Areal de Cima al
    Areal de Baixo, de Sodré a Santa Teresa, de Preguica a Mirante dos Aflitos. Su
    casa estaba llena de gente importante, pero importante de verdad, llamando a la
    puerta, pidiendo permiso para entrar. Pues, a pesar de ser huésped del Pálace
    Hotel, era en casa de Vadinho donde Silvio se sentía a sus anchas, recibiendo y
    conversando como si ésa fuera su casa y doña Flor su hermana menor. Sin
    hablar de los conocidos, como el banquero Celestino, el doctor Luis Henrique y
    el mismo don Clemente Nigra, vinieron a su casa los más grandes personajes de
    Bahía, ya sea para asistir al famoso almuerzo, ya para saludar, otros días, al
    cantante, para darle la mano. Eran visitas que hubiesen puesto a doña Rozilda
    en éxtasis, en la cumbre de la exaltación, si por suerte no hubiese estado en
    Nazareth das Farinhas convirtiendo en un infierno la vida de la nuera, que,
    según Héctor, esperaba por fin el primer hijo.
    De aquel almuerzo conservaba doña Flor no sólo un nítido recuerdo, sino
    también los recortes de las noticias en los diarios. Dos periodistas conocidos de
    Vadinho, aquel Giovanni Guimaráes tan dado a la risa y a inventar sucedidos, y
    un negro, un tal Batista, mujeriego de prestigiosa reputación en los burdeles,
    ambos insaciables comilones, reseñaron el acontecimiento en sus periódicos.
    Giovanni hizo mención al «incomparable ágape ofrecido al notable cantor por el
    señor Waldomiro Guimaráes, celoso funcionario municipal, y por su distinguida
    esposa, doña Florípedes Paiva Guimaráes, cuyos méritos culinarios se unen a
    una extremada bondad y a una perfecta cortesía». A su vez, el negro Joáo
    Batista se conmovía con el número de platos: «... finísima y abundantísima
    comida de sabor insuperable, en la que fueron servidos los principales manjares
    de la cocina bahiana, además de doce postres distintos, y que puso de manifiesto
    la grandeza de nuestro arte culinario y la calidad de las manos de hada de la
    señora Flor Guimaráes, esposa de nuestro suscritor Waldomiro Guimaráes, uno
    de los funcionarios más dedicados y eficientes de la Municipalidad». Como se
    ve, los dos glotones se habían sentido tan llenos y contentos que no sólo
    elogiaron la comida y la mano de doña Flor, sino que también ascendieron a
    Vadinho a la condición de eficiente, celoso y dedicado funcionario, exageración
    un tanto increíble.




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    Mensaje por Maria Lua Sáb 18 Ene 2025, 15:41

    ***


    ¿Por qué las comadres no recordaban también ese domingo del almuerzo?
    La casa estaba tan llena de gente que nadie se podía mover, y las mesas repletas
    de comida. El doctor Coqueijo, del Tribunal, músico en sus horas libres,
    pronunció un discurso ensalzando el arte de doña Flor; el poeta Helio Simóes
    prometió un soneto en alabanza de los condimentos de la «encantadora dueña
    de la casa, guardiana de las grandes tradiciones, cuidadora del dendé y de la
    pimienta». Y sin embargo, todas las comadres habían estado allí, cuchicheando
    sin parar un momento, tomando nota de todo. A las cinco de la tarde todavía
    muchos invitados y otros tantos colados bebían cerveza y cachaca, solicitando
    más canciones al intérprete, que daba satisfacción a todos los pedidos.
    Lo mejor de todo, sin embargo, algo muy superior a los elogios hechos de
    viva voz y a los que aparecieron en los diarios, así como a los discursos y a los
    versos; lo que doña Flor ponía por encima de todo, incluso del canto de Silvio
    Caldas llenando de paz y armonía el cielo y el mar, fue el comportamiento de
    Vadinho. No sólo hizo frente a todos los gastos del almuerzo, ¿dónde habría
    conseguido tanto dinero y de una sola vez? (sólo la labia de Vadinho era capaz
    de tal milagro...), sino que ese día no se embriagó, bebiendo con moderación,
    atendiendo a los invitados, muy en dueño de casa. Y cuando el cantor tomó la
    guitarra, sin hacerse rogar, queriendo en verdad tocar y cantar en casa de sus
    amigos, cuando agradeció el almuerzo dirigiéndose a doña Flor: «Florcita, mi
    hermana...», Vadinho fue a sentarse junto a ella y le tomó la mano. A doña Flor
    se le subieron las lágrimas a los ojos, era una emoción demasiado intensa.
    ¿Cómo vivir sin él? Sin él, ¿dónde encontrar la gracia y la sorpresa, cómo
    acostumbrarse? En aquella ocasión leyó en el diario vespertino la noticia de la
    llegada del cantor para una breve temporada en el Pálace y en el Tabaris. Por
    invitación de la Municipalidad también daría una serenata en Campo Grande,
    para que todo el pueblo tuviera oportunidad de verlo y oírlo y cantar con él.
    ¿Habría ido Vadinho a esperarlo o no tenía noticias de su llegada? Al volver de
    Río, unos meses antes, sus labios no cesaban de pronunciar el nombre de Silvio
    Caldas, no hablaba de otra cosa. Le había prometido un almuerzo preparado por
    doña Flor. Algo absurdo... Un tipo tan famoso, que aparecía en los titulares de
    los diarios y en la tapa de las revistas, y que venía a Bahía por una semana... No
    le iba a alcanzar el tiempo ni siquiera para los compromisos y para las
    invitaciones de los ricachos; y, aunque quisiera, ¿de dónde sacaría el tiempo
    necesario para ir a comer a casa de un pobre?
    «Figuras de la alta sociedad organizan una serie de homenajes para
    festejar la presencia entre nosotros del gran artista», anunciaba el diario. Desde
    luego, nada le gustaría tanto como hacerse cargo de todo el trabajo necesario
    para preparar el almuerzo; e incluso estaba dispuesta a gastar sus escasos
    ahorros — escondidos en una pata de la cama de hierro—, a derrochar el dinero
    del mes, a contraer deudas si fuera necesario, para recibir en su casa a un
    convidado así, y ofrecerle la verdadera comida bahiana. No dudaba de las
    cordiales relaciones establecidas en Río. ¿Acaso no era el cantor una presencia
    firme en las mesas de juego? Pero de ahí a que una celebridad así viniera a su
    casa mediaba gran distancia. Aunque para Vadinho no existían las distancias ni
    ninguna clase de obstáculos; para él nada era imposible en la vida, todo era fácil.
    Con cierta melancolía, doña Flor comentó el asunto con doña Norma:
    —Locuras de Vadinho... Inventa cada una..., un almuerzo a Silvio Caldas...,
    ¿te das cuenta?
    Doña Norma, sin embargo, estaba entusiasmada:
    —¿Quién sabe? A lo mejor viene. Chica, iba a ser como para que cerrara el
    comercio...
    Doña Flor se contentaba con mucho menos:
    —Yo me contento con ir a la serenata... Y eso si tuviera compañía... Si no,
    ni eso...
    —Por la compañía no te preocupes, porque yo voy a ir de todos modos. Si
    Sampaio no quiere ir, entonces que tenga paciencia, se va a quedar sólito en
    casa. Voy con Artur...
    En el programa de las diecinueve horas el noticiario radial anunció el
    debut del cantor, que tendría lugar esa misma noche, con una función para las
    familias en el elegante salón del Pálace Hotel, junto a las salas de juego; y a las
    dos de la mañana se presentaría en el Tabaris en una función para los bohemios
    y las mujeres de la vida. Doña Flor se limitó a pensar que en relación con todo
    ese movimiento en torno al cantor, sólo una cosa era segura: esa noche era inútil
    que esperase a Vadinho. Estando Silvio Caldas en la ciudad sería como si ella no
    tuviese marido. Cuando ellos, de madrugada, saliesen del cabaret, aún los
    aguardaba el último repliegue de la noche de Bahía con los misterios del
    Pelourinho, los caminos de las Sete Portas, el mar y los saveiros de la Rampa do
    Mercado.
    Se durmió y tuvo un sueño. Un sueño confuso en el que se mezclaban
    Mirandáo, Silvio Caldas y Vadinho con su hermano Héctor, su cuñada y doña
    Rozilda. Estaban todos en Nazareth das Farinhas, en donde doña Flor socorría a
    la cuñada, embarazada y atada con una cadena al paraguas de la suegra. Las
    noticias de los diarios, la radio, y la carta del hermano se habían juntado en ese
    revoltijo, ¡qué sueño más raro! Furiosa, doña Rozilda quería saber cuál era el
    motivo de la presencia de Silvio Caldas en Nazareth. Y éste le respondía que se
    había descolgado por allí con el único propósito de acompañar a Vadinho en una
    serenata dedicada a doña Flor. «Las serenatas me dan asco», vociferó doña
    Rozilda. Pero él tomaba la guitarra y su voz de pétalo y terciopelo despertaba a
    la gente de Recóncavo en la noche del Paraguacu... Doña Flor sonreía, arrullada
    por la canción.
    Sube la voz en la calle, y va despertando a doña Flor; pero el sueño es
    seguido de un milagro y la canción se hace cada vez más cercana. ¿Sueño o
    realidad? Ya se levanta la gente, acudiendo a oír. Doña Flor, aprisa, se pone una
    bata y se asoma a la ventana.
    Y ahí están ellos: Vadinho, Mirandáo, Edgard Coco, el sublime Carlinhos
    Mascarenhas, el pálido Jenner Augusto de los cabarets de Aracaju. Y entre ellos,
    guitarra al pecho, la voz de Silvio, rompiendo a cantar para doña Flor:
    ... Al son de la melodía apasionada,
    en las cuerdas de la guitarra sonora...
    Hubo la serenata, con la calle alborozada; el almuerzo — el domingo—, del
    que hablaron hasta los diarios; el lunes, Silvio vino para preparar la cena,
    trayendo de todo: se puso un delantal, fue a la cocina... y sabía cocinar de
    verdad. En los días siguientes aparecía a cualquier hora, entraba y salía como
    por su casa y una vez fueron todos juntos a una capoeira. Pero entre todo lo que
    aconteció aquella semana, no hubo nada comparable al festival popular
    celebrado el martes, víspera de la partida de Silvio para Recife. En la noche de
    luna llena, desde lo alto del estrado del Campo Grande, cantó para la multitud,
    con el pueblo reunido en la plaza.
    Doña Flor ni siquiera le había preguntado a Vadinho si iba a ir; él no se
    separaba del amigo para nada. Se limitó a comunicarle su decisión de ir en
    compañía de doña Norma y de don Sampaio, pues el dueño de la zapatería, con
    motivo de la serenata, hasta se había olvidado de su eterno cansancio.
    ¿Cuál no sería, pues, la sorpresa de doña Flor cuando inmediatamente
    después de la cena llegaron a la puerta de casa, en el taxi de Cígano, Silvio y
    Mirandáo con Vadinho? Venían a buscarla. «¿Y la comadre?», le preguntó ella a
    Mirandáo. Había ido antes con los chicos, ya debía estar allí. Mientras doña Flor
    terminaba de acicalarse, ellos prepararon un batido de limón





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    Jorge Amado( 1912-2001) - Página 2 Empty Re: Jorge Amado( 1912-2001)

    Mensaje por Maria Lua Sáb 18 Ene 2025, 15:42

    ***
    Ella y Vadinho ocuparon asientos reservados para las autoridades. El
    gobernador no fue porque estaba en cama con gripe, pero instalaron un
    altoparlante en las inmediaciones del palacio para que Su Excelencia y señora
    pudieran oír. En los asientos se instalaron el intendente de la ciudad y su
    esposa, el jefe de la Policía con su madre y hermanas, el director de Educación,
    los jefes de la Policía Militar y del Cuerpo de Bomberos con sus familiares el
    doctor Jorge Calmon y otros hidalgos. Doña Flor, en medio de todo aquel
    señorío, se reía diciéndole a Vadinho:
    —Qué pena que mamá no vea esto..., no lo creería. Nosotros dos sentados
    con el Gobierno... — Vadinho se rió con su risa zumbona y le dijo:
    —Tu madre es una vieja chocha, no sabe que en la vida sólo valen el amor y
    la amistad. El resto no es más que superchería, presunción, no vale la pena...
    De repente se oyó un acorde de guitarra y cesó totalmente el alegre rumor
    de la plaza. La voz de Silvio Caldas, la luna llena, las estrellas y la brisa, los
    árboles del parque, el silencio del pueblo: doña Flor cerró los ojos, reclinando la
    cabeza en el hombro de su marido.
    ¿Cómo vivir sin él, cómo atravesar este desierto, trasponer este crepúsculo,
    levantarse de este pantano? Sin él, todo es superchería, presunción, nada que
    valga la pena de vivir.
    20
    Recostada en la cama de hierro, un solo pensamiento aplasta a doña Flor,
    la lanza contra el fondo de sí misma, hecha jirones: nunca más lo tendría a su
    lado, en pleno alborozo, a su Vadinho. Nunca más. Esa certidumbre la hiere y la
    desgarra; es un puñal ponzoñoso que le hiende el pecho y le envenena el
    corazón, ahogando sus ansias de sobrevivir, su juventud ávida de subsistir. En la
    cama de hierro, al borde del suicidio, doña Flor. Sólo la sustentan su deseo y la
    persistencia de su memoria. ¿Por qué lo espera, si es inútil? ¿Por qué surge en
    ella el deseo como una llamarada, un fuego que le quema las entrañas, que la
    mantiene viva? Si es inútil, si él ya no volverá, amante impúdico, a arrancarle las
    enaguas o el camisón, o la bombacha de encaje; ya no volverá él a exponer su
    desnudez sin vello, diciéndole cosas tan locas que ella no se atreve a repetirlas ni
    en el recuerdo; tan locas e indecentes, pero tan lindas. ¡Ay! Ya no vendrá a
    acariciarle el cuello, las caderas y el vientre, despertarla y adormecerla con un
    temporal de deseo, un huracán que la arrebataba y la enceguecía, una brisa de
    ternuras, un céfiro de suspiros, y luego el desfallecimiento para el nuevo volver a
    despertar. ¡Ay!, ¡nunca más! Sólo el deseo y la memoria la sustentan.
    «Andaba como un alma en pena, por la casa húmeda y lúgubre como una
    tumba.» Olor a moho en las paredes, en las tejas y en el piso, un frío abandono a
    la espera de las arañas y de las telarañas. «Una sepultura en la que ella se
    enterró con el recuerdo de Vadinho.» Doña Flor, toda de negro, de duelo por
    dentro y por fuera, deshecha. Su amiga doña Norma le decía:
    —Esto no es posible, Flor. No es posible. Ya va a hacer un mes y sigues
    como alma en pena, dando vueltas por la casa. Y tu casa, que era una fiesta, se
    está llenando de moho. Dios me perdone, pero más parece una sepultura en la
    que te encerraste. Reacciona, acaba con eso, alivia ese luto...
    Las alumnas se sentían como perdidas en aquella atmósfera en que las
    risas y las bromas sonaban a falso. ¿Cómo mantener la cotidiana cordialidad de
    las clases, la agradable sensación de pasatiempo, motivo del éxito principal de la
    Escuela de Cocina: Sabor y Arte, si la profesora sólo reía por compromiso y con
    esfuerzo? En sus lejanos tiempos de alumna, doña Magá Paternostro, la
    millonaria, declamaba, con pose cómica de recital escolar, desde el rellano del
    primer piso, un pastiche del Estudiante alsaciano...
    Salve a la escuela risueña y sencilla
    y a su joven y traviesa profesora...
    Desde entonces habían aumentado las solicitudes de inscripción, porque
    cada una de las señoras le hacía publicidad gratuita, la recomendaban a las
    amigas: «Es formidable, cocina como nadie, sabe enseñar y es un encanto de
    persona. Las clases son tan divertidas, son dos horas de risa continua, de
    anécdotas, de bromas. No hay nada mejor para pasar el tiempo.»
    A veces se veía obligada a rechazar alumnas, tantos eran los pedidos para
    las vacantes trimestrales en los dos cursos. Ahora, sin embargo, tres jóvenes
    habían abandonado ya el curso y hasta circuló la noticia del próximo cierre de la
    escuela. ¿Dónde estaba aquella «joven y traviesa profesora»? ¿Dónde estaban
    las «dos horas de anécdotas y bromas»? En la mitad de la clase, cuando las
    muchachas reían, de pronto doña Flor se quedaba como ausente, la mirada
    perdida, el rostro lleno de ansiedad. ¿Y a quién le gusta cargar con el difunto de
    los otros, días y más días a vueltas con ese muerto, como si no existieran los
    cementerios?
    Su comadre Dionisia de Oxóssi vino a visitarla, trayendo consigo al diablito
    del ahijado. Vino vestida de oscuro como exigen los ritos de la cortesía, pero ya
    sonreía, pues había pasado casi un mes y con aquella visita completaba una
    serie de tres. El aspecto de tristeza de doña Flor la preocupaba, si la comadre
    seguía con esa melancolía iba a acabar mal.
    —Entierre al tocayo de una vez, comadre..., si no va a comenzar a heder y
    va a consumir todo lo que hay aquí, incluso usted...
    —No sé qué hacer. Sólo tengo descanso cuando me acuerdo de él...
    —Pues junte todo lo que sea recuerdo del tocayo, junte la pesadumbre que
    le dejó y entiérrelo en el fondo del corazón. Junte todo, lo bueno y lo malo,
    entiérrelo todo y después acuéstese y duerma tranquila...
    Con sus libros siempre bajo el brazo, vestida con un fresco y vaporoso
    vestido de verano que mostraba sus pecas y su salud, doña Gisa, su consejera, la
    reprendía:
    —¿Qué es eso? ¿Cuánto tiempo va a durar esa exhibición?
    —¿Qué puedo hacer? No es que yo lo quiera...
    —¿Y su fuerza de voluntad? Dígase a sí misma: mañana comienzo una vida
    nueva; cierre las puertas al pasado, vuelva a vivir.
    El coro de las comadres murmuraba, como en una letanía:
    —Ahora, sin esa peste de marido, es cuando ella puede vivir feliz... Debía
    dar gracias a Dios...
    En el patio del convento, don Clemente Nigra, contra el inmenso mar
    verdeazul, le dio una palmadita en la cara triste, contemplando su luto cerrado,
    desgarrador, su flacura, su abatimiento. Doña Flor iba a verlo para encargarle
    una misa con motivo de cumplirse un mes del fallecimiento.
    —Hija mía — susurró el marfileño fraile—, ¿qué desesperación es ésa?
    Vadinho era tan alegre, le gustaba tanto reír... Siempre que lo veía me daba
    cuenta de que el peor de los pecados mortales es la tristeza, es el único que
    ofende a la vida. ¿Qué diría si la viese así? No le gustaría, no le gustaba nada que
    fuese triste. Si usted quiere ser fiel a su memoria, enfrente la vida con alegría...
    Las chismosas voceaban en el barrio:
    —Ahora sí, ahora sí que ella puede estar alegre; ahora que ese perro se fue
    al infierno.
    Las figuras se movían en el fondo de la habitación como en un ballet: doña
    Rozilda, doña Dinorá y las beatas con su tufillo de sacristía; y doña Norma, doña
    Gisa, don Clemente, y Dionisia de Oxóssi sonriendo con su chico:
    —Entierre la pesadumbre del tocayo en el corazón, comadre, y acuéstese y
    duerma.
    Pero su cuerpo no se conforma, lo reclama. Ella reflexiona, piensa, oye a
    las amigas y les da la razón, es preciso poner término a esto, dejar de estar
    muriéndose todos los días, cada vez un poco más. Mas su cuerpo no se conforma
    y lo reclama desesperadamente. Sólo la memoria se lo devuelve, se lo trae, a su
    Vadinho, con su atrevido bigote, su risa zumbona, sus palabras feas pero tan
    lindas, su cabellera rubia y la marca del navajazo. Quiere irse con él, volver a
    tomar su brazo, irritarse con sus trastadas, ¡y eran tantas!, y gemir sin pudor,
    desfalleciente, en un beso. Pero, ¡ah!, es necesario reaccionar y vivir, abrir su
    casa y sus labios apretados, airear las salas y el corazón, tomar la carga de dolor
    que le dejara él, entera, y enterrarla bien hondo. ¿Quién sabe si así, a lo mejor,
    se calmaría su deseo? Siempre oyó decir que una viuda debe ser inmune a tales
    apetitos, a esos pecaminosos pensamientos, que su deseo debía marchitarse
    como una flor seca e inútil. El deseo de las viudas se va a la fosa con el cajón del
    finado, se entierra con él. Sólo una mujer muy zafada, que no hubiese amado a
    su marido, podía seguir pensando todavía en esas desvergüenzas. ¡Qué horrible!
    ¿Por qué Vadinho no se habrá llevado consigo la fiebre que la consumía, la
    desesperación que le entumecía los senos, haciéndole doler el vientre
    insatisfecho? Era tiempo de que enterrase de nuevo a su muerto y con toda su
    carga: sus malos tratos, sus maldades, sus desvergüenzas, su alegría, su gracia,
    su generoso ímpetu, y todo cuanto él plantó en la mansedumbre de doña Flor,
    las hogueras que encendió, esa dolorida ansiedad, esa locura de amor y ese
    ardiente deseo, ¡ay!, ¡ese criminal deseo de viuda deshonesta!
    Pero antes, por lo menos una vez, una última vez, ella lo busca en la
    memoria y lo encuentra, y se va con él del brazo. Va muy paqueta, como en los
    tiempos de soltera, cuando ella y Rosalía, dos pobretonas, iban a fiestas en casas
    de burgueses opulentos y eran las mejor vestidas, dándose el gusto de superar
    en lujo a todas las demás.
    ¡Ah! ¡Principalmente una noche, más bella y terrible que todas, llena de
    novedades y sorpresas, de miedo y exaltación, de humillación y triunfo! ¡Con las
    emociones del salón de baile y del salón de juego, los nervios rotos, el corazón
    en fiesta! ¡Qué noche más maravillosa!
    Por última vez con él, despacito. Paso a paso fue reconstruyendo el
    absurdo itinerario de aquella noche sin estrellas: la salida de casa, ellos dos, con
    doña Gisa, la cena, el tango, el espectáculo de las mulatas cimbreándose, el
    canto de las negras, la ruleta, el bacará, la fatiga, la ternura; la vuelta a casa en el
    de Cígano como en los viejos tiempos, y Vadinho besándola con impaciencia, allí
    mismo, a la vista de doña Gisa, que sonreía. Con un frenesí tal que le arrancó y
    destruyó el lujoso vestido nada más entrar en el dormitorio:
    —No sé qué es lo que tienes hoy, querida, estás hecha una tentación y estoy
    loco por ti. Vamos, apúrate... Vas a ver lo que es gozar..., como tú nunca gozaste.
    Hoy es el día, prepárate. Te di lo que pediste, ahora vas a tener que pagar...
    Caída en la cama de hierro, doña Flor se estremeció. Aquella noche la hiel
    se había transformado en miel y el dolor volvió de nuevo a convertirse en un
    supremo placer; nunca fuera una yegua tan violentamente montada por su
    fogoso garañón, ni nunca poseída una perra en celo tan licenciosa; era una
    esclava sometida a su lascivia, una hembra recorriendo todos los caminos del
    deseo, campiñas de flores y dulzuras, selvas de húmedas sombras y prohibidos
    senderos, hasta el reducto final. Noche en que fueron cruzadas las puertas más
    estrechas y cerradas, en que rindió el último bastión de su pudor. ¡Oh! ¡Deo
    gratias, aleluya! Fue la vez en que la hiel se transformó en miel y el dolor en
    raro, exquisito, divino placer: una noche de mutua, total entrega.
    Fue en el cumpleaños de doña Flor, no hacía mucho, en diciembre último,
    en las vísperas de Navidad




    123
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    Jorge Amado( 1912-2001) - Página 2 Empty Re: Jorge Amado( 1912-2001)

    Mensaje por Maria Lua Dom 19 Ene 2025, 18:16

    ***


    21


    Paréntesis con el negro Arigof y el hermoso
    Zéquito Mirabeau
    Vadinho se despertó tarde, después de las once. Había llegado a casa de
    madrugada, con una mona fenomenal. Mientras se afeitaba notó que había en la
    casa un silencio desacostumbrado, se sentía la ausencia de las alumnas de la
    mañana. ¿Por qué no habría clase ese día? Entre las muchachas había una
    mulatita dorada, erguida y frágil, que le ponía ojos tristes y le hablaba con voz
    mimosa. Vadinho ya había decidido llevarla a dar un paseo en cuanto tuviera
    ganas y tiempo. Mientras tanto, que siguiera en la fila, esperando a que le tocara
    el turno. Por el momento se dedicaba a satisfacer las exigencias erótico—
    sentimentales de Zilda Catunda, la más insinuante de las tres despabiladas
    hermanas Catunda; pero presentía que se aproximaba el final de ese
    enconamiento, la engreída pretendía controlar sus pasos, dominarlos, y hasta le
    había dado la manía de tener celos, incluso de doña Flor, la muy atrevida. Pero
    si no era día santo ni feriado, ¿por qué no había clases? A la salida del baño se
    encontró con una atmósfera festiva: doña Norma ayudaba en la cocina, tía Lita
    limpiaba los muebles y Thales Porto se había instalado en la perezosa, con los
    diarios y una copa de licor. Había en el aire un perfume de almuerzo
    conmemorativo... ¿A qué se debería esa conmemoración sin causa aparente?
    Fue un almuerzo abundante, con la casa llena de amigos, una de esas
    francachelas dominicales que constituían uno de los placeres preferidos de
    Vadinho. Si sus finanzas fueran menos desastrosas, él repetiría con mayor
    frecuencia rabadas y sarapatéis, manteabas y vatapás. Apenas tenía una racha
    de buena suerte ya estaba programando una feijoada, una carne charqueada
    con pirón de leche, un mólhopardo de conquéns, sin hablar del
    clásico carurú de Cosme y Damián, en septiembre, y del locro y el jenipapo de
    San Juan.
    Pero ¿y este almuerzo cuyo olor fluctuaba en el aire, sin aviso ni invitación,
    qué diablos de fiesta era ésta? Doña Norma le dio la respuesta a los gritos:
    —Vadinho, ¿usted todavía no se anima a preguntar? ¿No recuerda que hoy
    es el cumpleaños de su mujer?
    —¿De Flor? ¿Qué día es hoy? ¿Diecinueve de noviembre? La vecina,
    rezongándole, en broma:
    —Usted no tiene la menor vergüenza... Vamos, diga qué es lo que le
    compró, qué regalo le va a hacer a esta santa...
    «Nada..., doña Norma...» No había comprado nada y bien se merecía el
    reto, la censura por el olvido; mas ¿era él acaso un hombre que pudiera recordar
    aniversarios, elegir regalitos en las tiendas? Era una lástima, había perdido la
    oportunidad de quedar bien trayéndole un obsequio. Doña Flor se hubiera
    enloquecido de alegría como en aquel otro aniversario, cuando él le había dado a
    doña Norma, incluso con anticipación, un montón de dinero encargándole que
    comprase «un recuerdo formidable, sin olvidarse de un frasco de perfume Royal
    Priar, que le gusta mucho».
    ¡Qué pena haberse descuidado! Sobre todo ahora, cuando estaba pasando
    por un período de suerte excepcional, ganando en firme desde hacía cuatro o
    cinco días. No sólo en la ruleta, en el bacará y en los dados, sino también en la
    quiniela; había comenzado la semana acertando el millar dos días seguidos.
    Tan lleno de dinero estaba que rescató un pagaré con amenaza de protesto,
    para cumplir el compromiso de un tercero, salvando así su crédito y buen
    nombre. Y el cretino ni siquiera era amigo suyo; era un charlatán, una simple
    relación de bar y cabaret. Por lo demás, había sido justamente en el Tabaris
    donde el pájaro, durante una borrachera, aceptó con ánimo generoso y raro
    entusiasmo la idea de avalar el pagaré firmado por Vadinho a treinta días.
    Un mes y pico después, Vadinho era convocado al escritorio del gerente del
    banco en que se había descontado el documento. Acudió rápidamente a la cita,
    pues mantenía una hábil política de buenas relaciones con los gerentes y
    subgerentes de los establecimientos bancarios, de los cuales dependía tanto.
    —Caballero Vadinho — dijo el verdugo, que por otra parte era un buen
    tipo, don Jorge Tarquinio—. Tengo aquí un papel suyo, vencido...
    —¿Mío? Si yo no le debo a nadie... A ver...
    —Pues mire y pague... — y le mostró el pagaré. Vadinho reconoció su firma
    y la del garante:
    —Pero, don Tarquinio, si el documento tiene garante. ¿Por qué me da este
    susto diciéndome que estoy en deuda?... Bastaba con cobrarle a Raimundo Réis,
    el hombre está podrido de rico, tiene estancia, ingenio azucarero, estudio de
    abogado, viaja a Europa todos los años..., es a él a quien tiene que citar...
    —Naturalmente, primero lo citamos a él, es la garantía..., pero dice que no
    paga de ningún modo. Se niega...
    Ante semejante descaro Vadinho pasó del asombro al escándalo:
    —¿Dice que no paga, se niega? Pero vea usted, don Tarquinio, es alguien
    que puede tener en este mundo todo lo que quiera... ¡Qué individuo más cínico y
    sinvergüenza...! En el cabaret se la pasa presumiendo de riquezas: que tiene
    leguas de tierra, que tanto ganado y más azúcar, que hace y deshace, que una
    vez se acostó con tres mujeres juntas en París; es un millonario fanfarrón, y
    claro, uno se confía, cae en el cuento del estafador y acepta su aval como si fuese
    un tipo derecho. Resultado: un documento vencido sin pagar, mi crédito puesto
    en duda, y usted citándome a mí...
    —Pero, Vadinho, finalmente fue usted quien tomó prestado el dinero...
    —Vea, señor Tarquinio, por el amor de Dios..., si ese especulador no tenía
    intenciones de hacer frente a la garantía, ¿por qué se ofreció a hacerlo? Al fin y
    al cabo él asumió — ¿o no?— la responsabilidad; ¿asumió o no el compromiso
    de pagar la deuda si yo no lo hiciera? Lo asumió, y yo me quedé tan tranquilo y
    confiado... Y ahora esto... No hay derecho... Son sujetos así los que lo hacen
    quedar mal a uno ante los bancos... Cuando el punto avala un pagaré es porque
    está dispuesto a pagar, señor Tarquinio. Este Raimundo Réis debía estar en la
    cárcel, es un estafador, un atorrante...
    Toda esa absurda indignación, pensó Tarquinio, ya derrotado, no tenía
    otro fin que ablandarlo, prepararlo para que le prorrogase el documento. ¿Cuál
    no sería su asombro cuando Vadinho metió la mano en el bolsillo y sacó el
    increíble fajo de billetes?
    —Ya ve, señor Tarquinio, los perjuicios que ese tipo me está causando.
    Esas son las consecuencias de meterse uno con esos charlatanes... Y yo que
    siempre elegí mis garantías con lupa... Raimundo Réis, ¿quién iba a decirlo?...
    Se vive para aprender...
    Pero no sintió el «desfalco»: la marea de la suerte lo seguía favoreciendo
    sin solución de continuidad y el dinero entraba a carradas, en fichas de color, y
    salía en billetes y monedas; una semana de grandes cenas, de mucha bebida, de
    farras monumentales.
    Fue un derroche de suerte que había culminado en magna apoteosis el día
    anterior. Vadinho, que había soñado con Zé Sampaio, no se tomó el trabajo de
    consultar el libro de los palpitos. ¿Para qué? Seguro que salía el oso. Y así fue: el
    oso irrumpió en la centena, en la decena y en el grupo. Las ganancias se
    multiplicaron después en el Tabaris, en la «liebre francesa» y en el bacará.
    Noche negra para la banca, pues Vadinho la pasó entera ganando, sin
    exageración pero con firme persistencia, mientras el negro Arigof, con el diablo
    en el cuerpo aquella madrugada, levantó noventa y seis contos en menos de diez
    minutos, en la ruleta.
    El negro apareció hacia el final de la noche, cuando ya el croupier estaba a
    punto de cantar la última bola. Venía del antro de Tres Duques con el rabo entre
    las piernas, pues había perdido a la ronda las últimas monedas. Después pasó
    por el Abaixadinho y por la ratonera de Cardoso Pereba, terminando allí, en el
    Tabaris, último puerto del aquel lamentable derrotero.






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    Jorge Amado( 1912-2001) - Página 2 Empty Re: Jorge Amado( 1912-2001)

    Mensaje por Maria Lua Lun 20 Ene 2025, 16:07

    ***


    El Tabaris era una especie de esquina del mundo, medio casino, medio
    cabaret, explotado por los mismos concesionarios del Pálace Hotel. Actuaban
    allí los buenos artistas contratados para el Pálace, y también otros de segunda
    categoría, entre los que había de todo, desde viejas ruinas ya al final de su
    carrera hasta muchachitas apenas púberes, unas y otras protegidas por don
    Tito, administrador con carta blanca. Las primeras le daban pena, nada hay más
    melancólico y trágico que una actriz vieja sin contrato. A las otras las entrenaba
    y las probaba en su sucio escritorio; si no servían para el tablado, trabajarían
    sólo como rameras, sin acumular las dos funciones. En el transcurso de la noche
    el Tabaris iba recogiendo a los frecuentadores del Pálace, en general gente
    adinerada y de posición, así como la ralea de las diversas tascas, del
    Abaixadinho, tugurio con pretensiones de casino, y del antro escondido de
    Paranaguá Ventura. Allí iban todos a terminar la noche, en un intento final, con
    una última esperanza. Entró Arigof y vio a Vadinho en plena gloria, rodeado por
    un círculo de curiosos que apreciaban su clase soberbia en el bacará, con
    Mirandáo a su izquierda sacándole de cuando en cuando una ficha, y varias
    damas a su derecha, entre otras las hermanas Catunda. «Pronto, mi hermanito,
    pásame una ficha, rápido que ya van a cerrar», pidió Arigof con voz patética.
    Vadinho echó mano al bolsillo, y sacó una ficha sin fijarse siquiera de cuánto.
    Era de las pequeñas, de cinco mil— réis, pero el negro no pedía más. Corrió a la
    ruleta y puso la dádiva al 26, que se dio, repitiéndose el número otras dos veces.
    Diez minutos después terminaba el juego: Arigof había ganado noventa y seis
    contos y Vadinho doce, sin contar un contó y trescientos mil— réis guardados en
    el bolsillo solidario de Mirandáo. Aquélla fue la magnífica noche en que el negro
    Arigof, con su elegancia británica y sus modales de gran duque, encargó y pagó
    por adelantado la tela y la hechura de seis trajes del mejor lino blanco inglés.
    Desde hacía mucho le debía sesenta mil— réis a Arístides Pitanga, un sastre loco
    por las mesas de ruleta pero con mucho miedo a jugar. La avaricia no lo dejaba
    hacer más de una o dos modestas apuestas por noche. Rondaba las mesas,
    vibrando con las puestas de los otros, sugiriendo palpitos, mironeando y
    haciendo comentarios sobre la buena y la mala suerte.
    Hacía tiempo que el sastre había rezado por el alma de aquel resto de
    deuda, que ya diera por «muerto», pero ante la espectacular «proeza» de un
    cliente exigente y mal pagador, perdió la calma y la ética, desenterró la deuda
    del libro de pérdidas y ganancias y se propuso cobrarle allí mismo, a la vista de
    sus compañeros y de las cortesanas, una barbaridad. El negro no se alteró:
    —¿Sesenta mil— réis? ¿De aquel traje...? Y dígame, Pitanga, ¿cuánto está
    cobrando usted ahora por un traje de lino blanco?
    —¿Lino común?
    —Inglés S 120, «cascara de huevo». Del mejor que haya en plaza
    —Más o menos... alrededor de unos trescientos mil— réis... Arigof sacó
    unos billetes de quinientos:
    —Pues ahí van dos contos... Hágame seis trajes nuevos. Cóbrese los
    sesenta mil— réis y quédese con el sobrante por haberse tomado el trabajo de
    venir a cobrar la cuenta de un cliente en la mesa de juego...
    Tiró el dinero a la cara del sastre y le dio la espalda mientras el otro,
    aturdido, recogía los billetes del suelo, entre las burlas de las mujeres.
    Este Arigof era un hidalgo en el vestir y en las maneras, y como buen
    hidalgo no había hecho otra cosa en su vida que jugar; pobre como Job, era un
    negro retinto, maestro de capoeira, con la entrada prohibida en el Pálace Hotel,
    en donde cierta vez había armado una mayúscula cuando un gracioso hijito de
    papá, con whisky racista, al ver al negro Arigof impecable, de punta en blanco,
    se rió y le dijo a su gente: «Vean el macaco que se escapó del circo.» El salón
    quedó hecho trizas y el ingenioso farrista tiene todavía hoy una flor abierta a
    navajazos en la cara.
    Los dos amigos celebraron la suerte con una cena, bajo la ilustre
    presidencia de Chimbo. Se sentaron a la mesa Mirandáo, Robato, Anacreon, Pé
    de Jegue, el arquitecto Lev Lengua— de Plata, los periodistas Cúrvelo y Joáo
    Batista, y el bachiller Tiburcio Barreiros, además de los anfitriones y de un
    distinguido ramillete de mundanas, y — digamos— artistas, para dar
    satisfacción a la exigencia de las hermanas Catunda, celosas de su arte y cogollo
    de la brillante sociedad reunida en el burdel de la gorda Carla. Estas hermanas
    Catunda — «artistas de talento polimorfo», según escribió en O Imparcial el
    plumífero Batista— eran tres retoños salidos de la misma madre, Jacinta
    Apanha— o— Bago, y de padres diferentes. La más vieja era casi negra y la más
    joven casi blanca, habiendo salido la del medio una preciosura de mulatita; sólo
    tenían en común la progenitura y la desafinación. Eran mediocres cuando
    gorjeaban, pero excelentes en la cama, en donde eran realmente polimorfas,
    según testimonio del mismo Joáo Batista, que gastaba su sueldo del periódico y
    algunos centavos reunidos aquí y allá con las emprendedoras hermanas; a pesar
    de conocer bien el trío, una por una, el redactor todavía no había podido decidir
    cuál de ellas era la más perita y politécnica. La del medio, Zilda, tenía debilidad
    por Vadinho.
    Lev Lengua de Plata y el abogado habían querido llevar también, para que
    la cena fuese más brillante, a las «The Honolulú Sisters», pero no lo lograron.
    Las «Sisters» no eran hermanas ni siquiera por parte de madre, y tampoco
    procedían de Honolulú; eran dos negras norteamericanas muy oscuras de color
    pero de plástica perfecta: la fascinante Jó, una frágil corza, y la musculosa Mó,
    una diestra pantera. Tenían en común, además de sus cuerpos irreprochables,
    su agradable voz y su extraño comportamiento: no aceptaban invitaciones a
    pasear, a almuerzos, a serenatas, a baños de mar en Itapoá, o a contemplar la
    luna en la Lagoa do Abaeté, no bebían en la mesa de ningún cliente. Ni siquiera
    el banquero Fernando Goes, alto, buen mozo, elegante, solterón, lleno de
    dinero, a cuyos pies se arrojaban las mujeres, ni siquiera él las consiguió,
    aunque fue al Pálace sólo para verlas e hizo derroche de champán francés. Jó y
    Mó cantaban espirituales y música de jazz, danzaban mostrando los senos y las
    nalgas, pero permanecían juntas y sólitas hasta la hora de entrar en escena,
    semiocultas en una mesa apartada, en un rincón, tomadas de las manos y
    bebiendo en la misma copa. Después de su número subían a su cuarto sin
    entablar conversación con nadie.
    La cena fue grandiosa, con vinos y champán, mostrándose las hermanas
    Catunda en la cumbre de sus dotes artísticas. La euforia era general, con
    excepción del joven bachiller Barreiros, todavía molesto por el rechazo de las
    norteamericanas, «unas marimachos babosas», y que bebía con rabia,
    indiferente a los gorgoritos de la gorda Carla, que le ofrecía consuelo y poesía. A
    la hora de pagar, Arigof se peleaba con Vadinho, por negarse a que éste
    contribuyese, aunque fuese con una parte simbólica, al pago de los gastos. El
    negro, todavía con el demonio en el cuerpo, declaró que consideraba un grave
    insulto a su honor cualquier propuesta de cooperación financiera.
    El cumpleaños de doña Flor cayó en esa semana de tanta pompa y fortuna.
    Vadinho estaba forrado de billetes, tanto que anunció la intención — y luego
    cumplió— de dar algún dinero para los gastos de la casa, acontecimiento raro y
    excepcional. Doña Norma, regañándole, insistía en saber:
    —¿Qué le va a regalar a su mujer?
    Vadinho le dedicó una sonrisa, respondiéndole:
    —¿Qué le voy a regalar a Flor? Pues le voy a dar lo que me pida, sea lo que
    fuere..., lo que ella quiera...
    Doña Norma fue en busca de la agasajada: «Hija mía, elige lo que
    quieras.» Doña Flor volvió de la cocina secándose las manos en el delantal:
    —¿Es verdad, Vadinho, que me vas a dar lo que quiera? ¿No estás
    burlándote de mí?
    —Vaya pidiendo...
    —¿No vas a echarte atrás? ¿Puedo elegir?
    Cuando yo prometo algo ya sabes que cumplo, querida...
    —Pues el regalo que yo quiero es ir a cenar al Pálace contigo.
    Lo dijo casi temblando, ya que él jamás había querido mezclarla con su
    ambiente. De toda la gente que trataba en el juego, ella sólo tenía relaciones
    amistosas con su compadre Mirandáo, el único que con frecuencia visitaba la
    casa. A algunos los conocía de vista, de los oíros sólo había oído sus nombres
    inquietantes. El mismo Anacreon, a quien Vadinho tanto estimaba, no había ido
    de visita a la casa más que cinco o seis veces durante aquellos siete años, y en
    cuanto a Arigof sólo fue un domingo a almorzar. El mundo de doña Flor era su
    calle, su barrio, sus alumnas y ex alumnas, abarcando Río Vermelho, la Ladeira
    do Alvo y Brotas; sólo estaba relacionada con gente de bien; nada tenía que ver
    con la vida irregular del marido. Vadinho no permitió jamás que doña Flor
    entrara en las sospechosas regiones del juego, en los territorios de las ruletas y
    los dados. La esposa era para el hogar, ¿qué diablos tenía que hacer en
    semejantes ambientes?
    —Para mal hablado basto y sobro yo. Tú no eres para ese ambiente


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    Jorge Amado( 1912-2001) - Página 2 Empty Re: Jorge Amado( 1912-2001)

    Mensaje por Maria Lua Lun 20 Ene 2025, 16:09

    ***
    De nada le servía a ella recordarle que el Pálace Hotel era conocido como
    un centro elegante, un punto de reunión de la más alta sociedad. Cenar en su
    ostentoso salón, bailando al ritmo de la mejor orquesta del estado, y presenciar
    la actuación de astros de la radio y del teatro procedentes de Río y San Pablo era
    un programa de muy buen tono. Allí, las señoras de la Graca y de la Barra
    exhibían los últimos modelos, y algunas con excesivo atrevimiento, arriesgaban
    unas fichas a la ruleta. La sala de juego era como una continuación del salón de
    baile y un amplio pasaje en forma de arco establecía la inexistente frontera con
    la ruina.
    ¿Por qué tan obstinada negativa? ¿Por qué, Vadinho? Doña Flor pasaba
    del ruego a la exigencia, de las súplicas a las broncas:
    —Tú no me llevas para que yo no descubra a tus nenas...
    —No quiero verte en esos lugares...
    ¿No iba doña Norma al Pálace, más de una vez, con don Sampaio, cuando
    se presentaba alguna atracción sensacional? En cuanto a los argentinos
    ceramistas, ésos no faltaban ningún sábado, a pesar de que Bernabó era
    enemigo de cualquier clase de juego. Iban a comer, bailar y aplaudir a los
    artistas. Pero Vadinho nunca se había dejado convencer, y cuando se le
    acababan los argumentos salía con una vaga promesa:
    —No ha de faltar ocasión...
    Y he aquí que había surgido, finalmente, esa ocasión tan aplazada. Doña
    Flor no podía creerlo... cuando él, tomado de sorpresa y sin pretextos para
    desdecirse, aceptó, aunque contra su voluntad:
    —Si eso es lo que deseas..., alguna vez tenía que ser...
    Y, habiéndose decidido, comenzó a desarrollar el proyecto, ampliando la
    invitación a los tíos, a doña Norma — y por su intermedio a Zé Sampaio— y a
    doña Gisa. Tía Lita lo agradeció pero no aceptó: no le faltaban ganas, pero ¿de
    dónde iba a sacar el vestido de noche, la toilette a la altura del Pálace? Más
    muerta de ganas estaba doña Norma, pues una nochaza en el Pálace era la
    cumbre de lo supremo, pero don Sampaio fue inflexible: doña Flor era una
    vecina excelente, una persona a quien estimaba, y también le era simpático el
    mismo Vadinho. Agradecía la invitación, pero que le perdonasen, no podía
    aceptarla. Los días de semana don Sampaio se acostaba a las nueve de la noche,
    pues estaba de pie desde las seis de la mañana en medio del tráfago de su
    zapatería. Si hubiera sido una soirée de sábado, o el domingo por la tarde, iría
    con placer. A su vez doña Norma, ir al Pálace sin que él la acompañara, como
    sugirió doña Flor, que disculpasen: era una hipótesis absurda, ni pensarlo. La
    frecuentación de ambientes como ése, de juego y de copas, se caracterizaba por
    la mezcolanza de lo mejor y de lo peor, en una promiscuidad que incluía a
    fulanas y libertinos que no tenían el menor respeto a las familias.
    Una de las pocas veces que el comerciante estuvo allí, arrastrado por doña
    Norma — ansiosa por oír a un mariquita francés (don Sampaio nunca había
    visto un marica más afeminado, y sin embargo las mujeres suspiraban por él)—,
    sucedió un incidente desagradable. Bastó que don Sampaio abandonara la mesa
    por un momento, apremiado por la necesidad de ir al mingitorio, para que
    apareciera un atrevido que quiso entrar en conversación con doña Norma,
    invitándola a la pista de baile y elogiando su toilette y sus ojeras como si ella
    fuese una cualquiera. Don Sampaio no le dio una lección al grosero sólo porque
    conocía a su familia, a la madre, doña Belinha, y a sus dos hermanas, gente de la
    mayor distinción y buenos clientes de su tienda; por lo demás, también lo era el
    mismo zafado, un habitué del juego y de la bohemia: Zéquito Mirabeau, más
    conocido entre las mujeres de la vida como el «Hermoso Mirabeau».
    Así, pues, los acompañantes se redujeron a la profesora Gisa, feliz con la
    invitación (por la oportunidad de oír a las «The Honolulú Sisters» y de poder
    escrutar con su ojo sociológico y psicoanalista el denigrado mundo de la timba, y
    elaborar una metafísica concluyente sobre el mismo).
    Doña Flor pasó el resto del día en plena barabúnda, eligiendo, con la ayuda
    de doña Norma y de doña Gisa, el vestido y la estola, los guantes y el sombrero,
    los zapatos y la cartera. Esa noche tenía que ser la más bella de todas, la más
    elegante de todas en los salones del Pálace, sin que ninguna otra pudiese
    competir con ella, compararse con ella, ni las señoras hidalgas de la Graca, con
    vestidos de Río, ni las queridas de algún banquero o hacendado del cacao, con
    aderezos de París. Esa noche iba, por fin, a cruzar la puerta prohibida.




    22




    Cuando doña Flor, temblorosa, cruzó del brazo de Vadinho la puerta del
    salón del Pálace Hotel, por singular coincidencia la orquesta estaba ejecutando
    el mismo antiguo y nunca aventado tango que ellos habían bailado al compás de
    Joáozinho Navarro, la primera vez que se encontraron, en la casa del mayor
    Tiririca, durante las fiestas de Río Vermelho, en la semana de la procesión de
    Yemanjá. El corazón de doña Flor latía con violencia cuando dijo a su marido,
    sonriéndole:
    —¿Te acuerdas...?
    La sala estaba envuelta en una semipenumbra de luces camufladas, sobre
    cada lámpara un velador de papel de color: la perfección del mal gusto. Doña
    Flor lo encontraba todo lindo, la semioscuridad, las mesas con flores de papel
    crepé y los veladores, ¡qué amor, Dios mío! Vadinho miró en torno suyo sin
    poder localizar ningún recuerdo. Todo aquello le era íntimamente familiar, pero
    nada había allí que estuviese relacionado con doña Flor.
    —¿De qué recuerdo hablas, querida?
    —De la música que están tocando. Es la misma que bailamos el día en que
    nos conocimos... en la fiesta del mayor, ¿te acuerdas?
    Vadinho se sonrió: «Es verdad...», dijo, mientras ocupaban la mesa
    reservada, sobre la pista, justo enfrente de la arcada que unía los dos salones, el
    de baile y el de juego. Desde allí, sentadas, doña Flor y doña Gisa podían
    observar todo lo que ocurría, las evoluciones de los bailarines y la animación de
    los jugadores. Todavía de pie, Vadinho examinó la pista, ocupada sólo por dos
    parejas, pero dos parejas de tangueros tan sobresalientes que nadie se atrevía a
    competir con ellos. Las damas eran dos de las hermanas Catunda.
    La negra, la mayor, tenía como caballero a un tipo alto y romántico,
    vestido a la última moda, con aire de galán de cine sudamericano, aire de gigoló.
    Vadinho supo después, cuando se lo presentaron, que se trataba de un paulista
    de paseo por Bahía, llamado Barros Martins, honesto editor de libros, y, como es
    obvio tratándose de un editor, riquísimo. Un endiablado en el tango, con aire y
    competencia de profesional, que, como se acostumbra a decir, dibujaba en el
    piso, ejecutando impecablemente los complicados pasos del baile.
    La blanca, la más joven, estaba en brazos de Zéquito Mirabeau, el mismo
    «Hermoso Mirabeau» de los burdeles y del enredo con Zé Sampaio. El bahiano
    no le iba en zaga: los ojos mirando hacia lo alto, mordiéndose los labios,
    pasándose de vez en cuando la mano nerviosa por el pelo suelto, se quebraba en
    el tango con la mayor suavidad, retando al paulista con floreos y refinamientos
    de tango barroco.
    Vadinho contempló la escena y, todavía sonriendo, tendió la mano hacia
    doña Flor y le propuso, ayudándola a levantarse de la silla:
    —Querida, ¿vamos a darles una lección a esos papanatas? ¿Vamos a
    enseñarles cómo se debe bailar el tango?
    —¿Sabré todavía? Hace tanto tiempo que no bailo, tengo duras las
    articulaciones...
    Hacía más de seis meses que no bailaba. La última vez fue cuando
    Vadinho, milagrosamente, la llevó a una fiesta en casa de doña Emina, una farra
    de cumpleaños. Vadinho era un eximio bailarín y doña Flor bailaba bien, y le
    gustaba bailar. Uno de sus motivos permanentes de disgusto consistía en el
    hecho de que nunca bailase con ella, debido a que sólo muy de vez en cuando la
    acompañaba Vadinho a las fiestitas en casa de las amigas. Y ella, sin el marido,
    se limitaba a participar en los animados comentarios, los chismes, las
    incursiones a las mesas de dulces; ni siquiera le pasaba por la cabeza la
    subversiva idea de bailar con otro caballero, cosa que una mujer casada sólo
    puedee hacer con el expreso consentimiento de su señor esposo y en su
    presencia.
    Vadinho sí que se esparcía a su gusto, sin control, por ese mundo de Dios,
    en cabarets y bailongos, en salas de meta y ponga y en cubiles, en el Pálace, en el
    Tabaris, en el Flozó, con perendangas y pellejos.
    En las casas de los vecinos habían hecho juntos verdaderas exhibiciones de
    sambas y foxtrots, rancheras y marchas. El doctor Ives y doña Emina intentaron
    acompañarlos — las pretensiones y el agua bendita son de todo el mundo—,
    pero en seguida desistieron: movían bien los pies, pero eran demasiado tiesos
    para poder competir con doña Flor y con Vadinho.
    Es que una cosa es bailar en una fiestita de cumpleaños y otra muy
    diferente en el salón del Pálace, y con las complicaciones de un tango
    arrabalero. ¡Y tan luego ése! Todo había comenzado cuando, hacía siete años, él
    la sacó a bailar ese mismo tango en casa del mayor Pergentino. ¿Sabría bailarlo
    todavía, después de tanto tiempo, y, además, en esta noche casi mágica en la que
    por primera vez estaba en el Pálace? No sospechaba que esa primera vez sería la
    última, que no habría segunda vez, que era una noche que no iba a repetirse




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    Jorge Amado( 1912-2001) - Página 2 Empty Re: Jorge Amado( 1912-2001)

    Mensaje por Maria Lua Lun 20 Ene 2025, 16:11

    ***
    Sólo ahora, a solas con su memoria y su deseo, se daba cuenta ella de la
    importancia que tenía cada detalle, por más ínfimo que fuese, de aquella noche
    quimérica: desde la entrada al salón de baile hasta el último minuto de placer
    infinito, de desvergonzada lubricidad en la cama de hierro, donde él le había
    cobrado, en la raíz de su cuerpo, el regalo de cumpleaños, la invitación al Pálace.
    Dos gestos de Vadinho, ambos igualmente tiernos e imperiosos, marcan
    para doña Flor el comienzo y el fin de aquella noche de sortilegio. El primero
    cuando, al invitarla a bailar, sonriendo, le dio la mano y la llevó a la pista de
    baile. El otro, en la cama deshecha, cuando, en plena tempestad, él la dio vuelta,
    poniéndola de espaldas... Pero eso quiere recordarlo después: ese gesto
    tremendo quiere recordarlo a su debido tiempo, en el curso de esta recorrida
    con Vadinho a través de la noche de aquel cumpleaños. Porque quiere ir
    despacio, paso a paso, detalle por detalle, demorándose en cada peldaño; ya irá
    arribando a cada puerto de alegría, de miedo o de lujuria. Ahora, en la pista de
    baile, el brazo de Vadinho la envuelve y ella siente su cuerpo leve en la cadencia
    de la música. Busca entonces, dentro de sí, a aquella muchachita de vacaciones
    en Río Vermelho, calladita, sin festejante, tímida, como la presentaba el retrato
    del pintor sergipano, recogiendo flores en el jardín de tía Lita y floreciendo ella
    misma súbitamente en las noches de kermesse, cuando la mano de Vadinho le
    encendía los senos y los muslos, y su boca la quemaba para siempre.
    En el salón del Pálace los dos iban a bailar un tango dulce y voluptuoso,
    tan de jóvenes e inocentes enamorados y a la vez tan de lúbricos amantes. Era
    como si hubiesen retornado a la fascinante noche en la casa del mayor, al
    impacto del primer encuentro, de la primera mirada, de la risa, del embeleso
    inicial; y al mismo tiempo siendo los maduros amantes de siete años después:
    un tiempo largo para padecer y amar. Doña Flor, de casta doncella, de candida
    mocita, había pasado a ser desflorada mujer y hembra ardiente a manos de
    Vadinho, su marido. Jamás se había bailado un tango como éste, tan
    transparente de ternura, tan oscuro de sensualidad. Hasta la gente del salón de
    juego se acercó a mirar.
    El paulista de los libros, a pesar de sus experiencias en los cabarets de San
    Pablo, Río y Buenos Aires, y Zéquito Mirabeau pese a su presunción, se dieron
    por vencidos y abandonaron la pista dejándola libre para doña Flor y Vadinho
    en su apasionada noche.
    ¿Quién era la dama de Vadinho?, se preguntaban los habitúes. Algunos lo
    sabían, y la información se difundió con celeridad: «Es su esposa, y es la
    primera vez que viene aquí...» La más graciosa de las hermanas Catunda, la del
    medio, hizo una mueca de desprecio, mordida por los celos.
    Terminado el tango volvieron a la mesa, en donde Vadinho, una vez
    encargadas la cena y las bebidas, respondió a las preguntas de doña Gisa,
    informándola sobre cosas y personas mientras en el salón persistía la curiosidad
    en torno a doña Flor, flotando en el aire, corno si un halo de miradas furtivas y
    apagados cuchicheos la rodease, como si ella no tuviese cabida en la atmósfera
    de la sala, hecha a la medida de las señoras de la flor y nata de la sociedad, las
    baronesas de la Graca, y las no me toques de la Barra, y las cortesanas más caras
    y a las que menos se les notaba la profesión.
    Doña Flor sentía una especie de vértigo lejano, sentada allí, en el salón. Se
    encontraba un poco sonsa, pasando de la alegría al miedo, insegura en cuanto al
    significado de aquellas miradas de reojo, de aquellos gestos esquivos; esas
    sonrisas, ¿eran de simpatía o de burla? Apenas si escuchaba las informaciones
    que iba dando Vadinho:
    —Tiene más de sesenta años..., no juega más que al bacará y sólo pone
    fichas de cinco contos. Hubo noches en que perdió más de doscientos... Una vez
    vinieron los hijos — dos ordinarios y una pelandruna, acompañada del marido—
    y quisieron llevárselo por la fuerza, armando una de todos los diablos. La hija
    era la peor, una víbora, atizando a los hermanos y al cornudo del marido...
    Ahora están haciendo un juicio para probar que el viejo está chocho,
    reblandecido, que ya no sirve para administrar su dinero...
    Doña Gisa alarga el cuello para atisbar mejor al anciano de finos cabellos
    blancos, casi sólo piel y hueso, pero de piernas firmes, apoyado en un bastón de
    bambú, tenso el rostro, y con una última luz ávida en los ojos, como si
    solamente la inspiración del juego lo mantuviese vivo.
    —Finalmente, ¿no fue él quien trabajó y ganó todo el dinero? —
    preguntaba Vadinho, furioso contra la familia del viejo—. ¿Qué hicieron los
    hijos, aparte de gastar?, Son unos vividores, nunca sirvieron para nada. Y ahora
    quieren darle diploma de demente a su propio padre, quieren encerrar al infeliz
    en su casa o en el hospicio... Yo metería en la cárcel a todos esos canallas,
    comenzando por la vaca de la hija, y con orden de darles una paliza de padre y
    señor mío.
    Doña Gisa disentía: ese asunto del dinero tenía serias implicaciones. El
    viejo, en su opinión, no era tan dueño como parecía de dilapidar su fortuna en el
    juego, pues la familia poseía derechos legales...
    La lección de economía política de doña Gisa fue interrumpida al acercarse
    el paulista para saludar a Vadinho y a doña Flor.
    —Vadinho, este amigo mío quiere conocerlo; oyó hablar mucho de usted y
    lo vio bailar..., es un personajón de San Pablo... — Zéquito Mirabeau los
    presentó, y, dirigiéndose al forastero—: Usted sabe, Vadinho es... — la presencia
    de doña Flor hizo que se contuviera...—, bien, es un amigazo...
    Vadinho, con voz casi solemne, presentó a las señoras:
    —Mi esposa y una amiga, doña Gisa, norteamericana, un pozo de
    sabiduría...
    Doña Flor ofreció la punta de los dedos, sintiéndose de repente como una
    rústica cualquiera.
    El paulista se inclinó y le besó la mano:
    —José de Barros Martins, para servirla. Mis felicitaciones, señora, pocas
    veces he visto bailar tan bien un tango... ¡Admirable!
    A continuación besó la mano de doña Gisa y, como la orquesta comenzase
    una samba de éxito, le preguntó:
    —¿Baila la samba? ¿O como norteamericana prefiere un blue...?
    Vadinho echó a perder toda la finura del paulista:
    —¿Cómo?..., esta gringa se contonea que es una maravilla...
    —Vadinho, qué es eso..., compórtate — lo reprendió doña Flor, sonriendo
    burlonamente
    Doña Gisa no lo dudó; en vez de enojarse, salió del brazo del industrial,
    requebrando las delgadas caderas y confirmando las palabras del zafado. En
    eso, el rostro de Vadinho se ensombreció y doña Flor descubrió en seguida la
    causa: una de las tres mulatas de la mesa de Zéquito Mirabeau, una lindeza que
    daba gusto verla, se había acercado a la mesa. Medía a doña Flor de arriba
    abajo, como en desafío, mientras interpelaba a Mirabeau, ofreciéndose,
    insinuante.
    —¿Qué pasa, querido, es nuestra samba? Te estoy esperando, ven en
    seguida...
    Una mirada de desdén a doña Flor, una de furia hacia el lado de Vadinho,
    la sonrisa más angelical y tentadora para Zéquito:
    —Vamos, negrito...
    Doña Flor evitó mirar a Vadinho. Entre ellos se alzaba un silencio
    incómodo; ella, vuelta hacia la pista de baile con los ojos cerrados, él, mirando
    fijamente hacia la sala de juego. ¿Por qué se empeñó ella en venir?, se
    preguntaba Vadinho. Por cosas como ésa siempre se negó él a traerla. Y ahora,
    tan luego en la fiesta de su cumpleaños, en vez de estar alegre, la pobre mordía
    los labios para no llorar. La burra de Zilda se lo iba a pagar caro. Vadinho acercó
    su silla a la de ella y tomando la mano de doña Flor con una ternura que ella
    sintió que era verdadera, le dijo:
    —Mi bien, no estés así. Tú quisiste venir, éste no es un lugar para ti, mi
    bichito loco... ¿Será que ahora te vas a poner a enfrentarte con estas atorrantas,
    preocuparte por ellas? Tú viniste para estar alegre conmigo, hazte cuenta que
    aquí sólo estamos nosotros dos y nadie más... Olvídate de esa zorra, que yo no
    tengo nada que ver con ella...
    Doña Flor se dejó convencer fácilmente, quería creerle, y mientras le
    saltaban las lágrimas dijo con voz quejumbrosa:
    —¿No tienes nada que ver con ella, de verdad?
    —Es ella quien anda detrás de mí, ¿no ves? Olvídate de eso, querida, esta
    noche es nuestra, sólo de nosotros dos, ya vas a ver cuando lleguemos a casa...
    Hoy ni siquiera voy a jugar, sólo para estar junto a ti...
    La mulatita pasaba cimbreándose, ceñida al «Hermoso Mirabeau», él casi
    en trance, mordiéndose el labio, mirando al techo. Doña Flor pidió:
    —¿Vamos a bailar también nosotros?
    Bailaron la samba, y luego un pasodoble. Después ella quiso conocer la
    sala de juego y Vadinho la llevó, dispuesto a satisfacer sus caprichos. Doña Gisa
    fue con ellos, dando saltitos y queriendo informarse de todo, ¡infernal! No
    conocía ni el valor de las cartas y nunca había visto un dado en su vida.
    Doña Flor iba silenciosa, con ese recogimiento de quien penetra en un
    templo secreto, prohibido a los no iniciados. Finalmente había conseguido llegar
    y entrar al misterioso territorio en el que Vadinho era millonario y mendigo, rey
    y esclavo. Sabía bien que eso era sólo una franja de la zona nocturna, una orilla
    de ese mar plomizo: eso era el comienzo de las etapas de sueño y de aflicción.
    Las salas del Pálace eran la rica y luminosa capital de ese mundo, de esa secta,
    de esa casta. Más allá, en los senderos nocturnos de la noche, ese territorio de
    juergas y angustias, de fichas y mujeres, de alcohol y estupefacientes (cocaína,
    morfina, heroína, opio, marihuana, doña Flor se estremecía sólo al recordar los
    nombres), se prolongaba en los cabarets, en las casas de juego, en los
    prostíbulos, en las pensiones de mujeres, en los antros ilegales, en la
    zona inmunda y pululante como un mosquerío, en los sombríos escondrijos de
    los fumadores de marihuana. Por esos vericuetos se movía a sus anchas
    Vadinho. Doña Flor, ante la mesa de la ruleta, tocaba con humildad la orilla de
    ese mundo.
    Más allá del Pálace, con su ambiente «estrictamente familian», como
    decían los avisos, con sus luces y sus sombras — un velador en cada mesa—, las
    arañas de cristal, la orquesta de primera, las señoras de la alta sociedad, las
    fulanas de lujo, las mantenidas y las independientes, los coroneles del cacao, los
    mozos bohemios y los estafadores: allá, mucho más allá del Pálace, hasta las
    encrucijadas de la noche pobre y desnuda de oropeles, llegaba el misterio de
    Vadinho, su última verdad. Doña Flor, en rápida transición, auscultó esa loca
    geometría, mar de sus lágrimas, valles y montañas de su tensa espera, de su
    sufrido amor. Doña Gisa, por el contrario, se demoraba, fascinada por los
    semblantes de los jugadores, por sus gestos. Uno de ellos hablaba solo,
    evidentemente furioso consigo mismo. Si fuera por su gusto, la profesora no se
    iría más. Pero el mozo, por deferencia a Vadinho, compinche suyo, vino a
    avisarles que la cena estaba servida y que iban a comenzar las atracciones.



    135
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    Jorge Amado( 1912-2001) - Página 2 Empty Re: Jorge Amado( 1912-2001)

    Mensaje por Maria Lua Mar 21 Ene 2025, 13:01

    ***
    Volvieron al salón de baile y se encontraron con Mirandáo, que acababa de
    llegar. ¿Qué milagro era ése, su comadre en el Pálace? ¿Venía para hacer saltar
    la banca?
    ¿Que era su cumpleaños? ¡Dios mío! ¿Cómo había podido olvidarlo? Al día
    siguiente le pediría a la patrona que fuese a verla con el ahijado y un regalo.
    «Basta con la comadre y el chico», le dijo doña Flor, para librarlo del
    compromiso, y además porque en ese aniversario ya había tenido su regalo y no
    quería ningún otro: allí estaba con Vadinho, no quería nada más.
    La comida no era gran cosa, arroz sin sal, carne sin gusto, pero ¡con qué
    delicadeza la servía Vadinho, alcanzándole a la boca los mejores trozos de su
    pollo! Doña Flor ya no sentía miedo, ni estaba tiesa.
    Las luces se apagaron totalmente para de inmediato volverse a encender
    de nuevo, y Julio Moreno, el maestro de ceremonias, anunció los números.
    Primero fueron las Hermanas Catunda — lástima de voz— con sabia exhibición
    de senos y caderas:
    Voy a bailar la noche entera,
    Ranchera...
    Ranchera...
    La atrevida era la más bien conformada y graciosa de las tres, doña Flor no
    podía dejar de reconocerlo, no podía negar aquella verdad casi desnuda. Pero
    Vadinho ni siquiera miraba a las mulatas, más interesado en saborear los
    postres. Ahora era doña Flor quien miraba con desdén; tomó la mano del
    marido y los dos estuvieron conversando y riéndose mientras las gentiles
    hermanas se desplegaban entre el juego de luces, senos en azul, caderas en rojo.
    Venían después las «The Honolulú Sisters», con un canto poderoso y
    triste, un lamento de negros encadenados, oración de esclavos, dolor y rebelión
    de hombres humillados. Hasta el sexo era triste, hasta aquellos cuerpos tan
    bellos, pensó doña Flor. Las mulatitas Catunda, desafinadas y modestas,
    parecían un repiquetear de castañuelas, un trino de pájaro, un rayo de sol, unos
    cuerpos exuberantes de salud, en comparación con Jó y Mó, con su lamento sin
    esperanza. Las Catundas bailaban en ofrenda a los orixás, los alegres e íntimos
    dioses negros procedentes de África y cada vez más vivos en Bahía. Las negras
    norteamericanas, en cambio, dirigían su súplica a los austeros y distantes dioses
    blancos de los señores, impuestos a los esclavos a latigazos. Unas eran la risa
    desatada, las otras el llanto desolado.
    —Fíjense en ellas..., son amantes — informó Vadinho.
    Doña Flor ya había oído hablar sobre la existencia de mujeres así, pero
    nunca lo creyó; y aun entonces pensó que se trataba de una broma de Vadinho,
    invenciones absurdas, pavadas.
    —¿No hay hombres invertidos, querida? Pues también hay mujeres a las
    que sólo les gustan las mujeres...
    —Una pena — dijo Mirandáo—, dos hembras como ésas y no querer trato
    con los hombres.
    Doña Gisa lo confirmaba: Se trataba de casos «bastante frecuentes en los
    países más civilizados». «Vaya uno a saber, quizá no sean más que muchachas
    serias...», intentaba defenderlas doña Flor. Quería oír el canto puro y doloroso,
    sin mezclar su grandeza a la tara de las mujeres, a su enfermiza condición, a su
    destino. Música de sangre derramada por un látigo de fuego.
    —Querida, voy hasta ahí, vuelvo ya, sólo un minuto...
    Vadinho cruzó rápidamente hacia la sala de juego, dejando a doña Flor
    sólita con el desgarrado canto de los esclavos.
    Se encendieron las luces, se oyeron los aplausos y doña Flor vio cómo Mó
    le daba la mano a Jó y juntas se retiraban hacia su amor maldito. El paulista
    volvió a bailar y Zéquito Mirabeau se unió a los jugadores.
    Ya le gustaría a Mirandáo ir con Vadinho y Mirabeau, pero el compadre lo
    había dejado haciéndole compañía a las señoras y no podía abandonarlas, y esa
    profesora seguía con sus preguntas idiotas; ¿cómo diablos iba a saber él si el
    juego era o no factor de impotencia sexual? Oiga, querida señora... Mirandáo
    había nacido prácticamente en una mesa de juego y lo único que podía decirle es
    que le aseguraba que él era hombre y muy hombre y nunca había oído decir que
    el juego convirtiese en flojo a nadie. Doña Flor observaba a Vadinho, en la otra
    sala, moviéndose ante la mesa de la ruleta, apostando, rodeado de hombres y
    mujeres. La mulatita se le había puesto al lado, y en cierto momento dejó una
    mano sobre el hombro de él, manteniéndola allí mientras Vadinho, tenso, seguía
    el rodar de la bolilla en la hora solemne y decisiva. Casi se levanta de la silla,
    indignada. Esa noche se sentía capaz de todo, del escándalo y la violencia, de
    actuar, si fuese necesario, como la más rea y perdida prostituta callejera. Pero de
    inmediato se sonrió, porque Vadinho, después que el croupier cantó el número
    fatal, se dio cuenta del gesto insolente de Zilda Catunda y retiró el hombro. Y
    algo desagradable debió decirle a la descarada porque desapareció como si la
    hubieran llevado los diablos. Vadinho, después de mirar a doña Flor, vino
    caminando en su dirección con las manos llenas de fichas. En la mesa,
    Mirandáo, enredado en las preguntas socio— económico— sexuales de doña
    Gisa, se consolaba de su ignorancia con los restos de un vermut dulce..., ¡un
    asco! Vadinho se inclinó, hablándole al oído a doña Flor:
    —Escucha, querida, sólo dos o tres puestas más y nos vamos. No tardo
    nada, ya le mandé decir a Cígano que espere con el coche. Prepárate, que hoy te
    voy a dar una paliza en la cama... Y, acercando todavía más su boca, le dio un
    mordisco y un lengüetazo en la oreja, brisa y llamarada.
    Doña Flor sintió que le corría el cuerpo un húmedo escalofrío y exhaló un
    suspiro. ¡Aha! ¡Qué Vadinho éste, tan irreflexivo, tan sin arreglo!
    —No te demores...
    El volvió a instalarse en su lugar, en la mesa de ruleta, frente al croupier,
    las manos apretando las fichas. Algo curvado, los cabellos rubios, el atrevido
    bigote, la sonrisa insolente. Compadrito.
    Doña Flor, ahora en el recuerdo, se quedó mirando largo rato a su
    Vadinho. Después fue repasando cada detalle de aquella noche y cada instante
    de su vida con él, sin que faltara ninguno, tanto los dolorosos como los alegres.
    Desde la ruleta, Vadinho le hizo una señal: era la última puesta; el taxi, de
    Cígano estaba ya esperando..., sólo unos minutos. «No, querido, ya no volveré
    más contigo a la fiesta de aquella noche, cuando la gota de hiel se deshizo en
    miel, y todo fue un darse a mares el uno al otro.» Doña Flor grabó para siempre
    la imagen de Vadinho ante la mesa de juego, la ficha puesta al 17. Y entonces
    juntó toda su pesadilla y la enterró en su corazón. Se dio vuelta, y, de bruces en
    la cama de hierro, durmió al fin con sueño sosegado.



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    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





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    Jorge Amado( 1912-2001) - Página 2 Empty Re: Jorge Amado( 1912-2001)

    Mensaje por Maria Lua Mar 21 Ene 2025, 13:03

    ***
    23




    Al cumplirse un mes de la muerte de Vadinho, luego de asistir a la misa,
    doña Flor se encaminó al Mercadito de las Flores, en Cabeca. Salía de su casa
    por segunda vez desde aquel singular domingo de carnaval en que recibió el
    golpe de la muerte. La primera fue con motivo de la misa del séptimo día.
    Volvió caminando desde la iglesia, entre la curiosidad de la gente. Al pasar
    frente al bar, Méndez la saludó desde el mostrador, y don Moreira, el portugués
    del restaurante, llamó a gritos a su mujer, que estaba ocupada en la cocina:
    «Rápido, María, ven a ver a la viuda.» En la calle, tres o cuatro hombres, entre
    los cuales se encontraba el elegante argentino Barnabó, la saludaron quitándose
    el sombrero.
    En la carnicería de la esquina, la negra Vitorina se puso de pie detrás de su
    puesto de abarás y acarajés... «¡Salve, mi iaia, atótó, atótó.!. En la puerta de la
    Droguería Científica, el doctor Teodoro Madureira, el farmacéutico, se inclinó
    en grave reverencia, con el ademán exacto del pesar y la aflicción. El profesor
    Epaminondas Souza Pinto, presuroso y aéreo como siempre, con los libros y
    cuadernos junto al sudor del sobaco, le extendió la mano:
    —Mi querida señora..., la vida..., lo inevitable...
    Los bebedores de la taberna, que tomaban el aperitivo matinal, los clientes
    del almacén — el hacendado Moysés Alves, que estaba eligiendo especias para
    sus insignes almuerzos— salían a verla y se inclinaban en silencio. El santero
    Alfredo, un amigo del tío Thales, establecido cerca de allí con su portal de
    imágenes, abandonó la madera que estaba tallando y se puso a su disposición:
    —Buenos días, Flor. ¿Puedo serle útil?
    Acudieron los vendedores con la mercadería. Compró rosas y claveles,
    palmas y violetas, dalias y nomeolvides.
    Un negro alto y flaco, de perfil agudo y rostro enigmático, relativamente
    joven todavía, a quien estaban escuchando con atención y respeto los mecánicos
    y choferes de la parada de taxis, al conocer la identidad de doña Flor y el destino
    de las flores que adquirió, se aproximó a ella y le pidió algunas, «sólo por un
    momento». Un poco sorprendida, doña Flor se las dio, ofreciéndole el colorido
    ramillete en el que él mismo eligió, con cuidadoso ritual, tres claveles amarillos
    y cuatro nomeolvides rojas. ¿Quién sería este hombre y por qué le pedía esas
    flores?
    El negro sacó del bolsillo de la chaqueta un cordón de paja de la costa,
    trenzada, un mokan, y ató con él los claveles y nomeolvides en un pequeño
    ramito.
    —Desátelo cuando baje a la tumba de Vadinho. Es para que su egun se
    apacigüe. — Y agregó en nagó, bajando la voz—: ¡Aku abó!
    Era el babalaó Didi, guardián de la casa de Ossain, mago de Ifá; sólo
    mucho tiempo después iba doña Flor a saber su nombre y conocer sus poderes,
    su fama de adivino, su cargo de Koriacoé Ulukótum en el altar de los eguns, en
    Amoreira.
    Doña Flor estaba vestida de negro, de la cabeza a los pies, de luto cerrado,
    pues sólo había transcurrido un mes desde la muerte del esposo. Pero ya no
    cubría su cara el pequeño velo que antes llevaban sus retintos cabellos casi
    azules y ya no marcaba su rostro una expresión de angustia suicida. Aún seguía
    triste, pero no desesperada y ausente. Circundada por el aire leve de aquella
    mañana transparente, de luz tan hermosa y tan a la medida humana que era un
    privilegio vivirla, doña Flor, alzando la vista del suelo, volvió a mirar y a ver el
    espectáculo de la calle y el color del día. A su paso los hombres se descubrían o
    se inclinaban, e iba recogiendo gestos y palabras de consuelo y simpatía, en
    medio del bullicio de la ciudad, de la gente que pasaba, conversando, riendo,
    mientras ella caminaba con su ramo de flores destinadas al sepulcro de
    Vadinho. Caminaba en dirección al cementerio, pero en realidad estaba
    entrando de nuevo en la vida. Estaba de regreso, aunque todavía convaleciente.
    No era la misma doña Flor de antes, desde luego. Había enterrado algunas
    emociones y ciertos sentimientos, el deseo, el amor, los asuntos de la cama y del
    corazón, pues era viuda y respetable. Pero vivía, era capaz de sentir la luz del sol
    y la dulzura de la brisa, reconciliada con la risa y la alegría, resignad




    III.



    Del tiempo de medio luto, de la intimidad de la vida en su recato
    y en su vigilia de mujer joven y necesitada;
    y de cómo llegó a su segundo matrimonio honesta y apaciguada,
    cuando la carga del difunto ya se le hacía pesada sobre los
    hombros
    ESCUELA DE COCINA «SABOR Y ARTE»
    GUISO DE TORTUGA Y OTROS PLATOS DESUSADOS
    Hace unos días alguien preguntó (pienso que debe haber sido doña Nair
    Carvalho, pues a ella le gusta ofrecer lo mejor de lo mejor), qué se podía servir a
    un huésped refinado, de paladar snob, muy exigente, en fin, un artista que
    requiere delicadezas, manjares raros, algo fuera de lo corriente. Pues bien,
    aconsejo que en ese caso se sirva una delicia: guiso de tortuga; para lo cual daré
    una receta que me enseñó mi maestra de salsas y condimentos, doña Carmen
    Dias, receta que hasta ahora fue mantenida en secreto. Pueden copiarla del
    cuaderno. Debo agregar que, si recuerdo bien, la tortuga es una comida
    de orixá en el candomblé, habiéndome dicho mi comadre Dionisia, hija de
    Oxóssi, que la tortuga es el plato predilecto de Xangó.
    Además de la tortuga, recomienda la caza en general, y, en particular, un
    guisado de carne de lagartija tierna, perfumada con cilantro y romero. De ser
    posible, presentar, envuelto en hojas aromáticas, un cerdo montes asado entero,
    ¡ah, el rey de los grandes platos!, el chancho salvaje, carne con sabor a selva y
    libertad.
    Pero si vuestro huésped quiere alguna caza más despampanante y fina, si
    busca el non— plus— ultra, la cumbre de lo superior, ¿por qué no le sirven
    entonces una viuda joven y bonita, cocinada en sus lágrimas de duelo y soledad,
    en la salsa de su recato y de su luto, en los ayes de su carencia, en el fuego de su
    deseo prohibido que le da gusto a culpa y a pecado?
    ¡Ay! Yo conozco a una viuda así, de miel y pimienta, cocinada a fuego lento
    cada noche y a punto para ser servida.
    GUISO DE TORTUGA
    (Receta de doña Carmen Dias, tal como ella se l a dio a doña Flor,
    habiendo ésta permitido a sus alumnos copiarla y probarla.)
    «Se toma una tortuga, después de muerta por el procedimiento (bárbaro)
    de aserrarla por los lados, cuidando de que no se dañe la caparazón. Colgar al
    bicho por las patas traseras, cortarle la cabeza y dejarlo así durante una hora
    para que se desangre. Después, poner el animal con el vientre para arriba y
    cercenarle los pies, cuidando de conservar las piernas (o «botas») y separando
    de ellas la piel gruesa que las recubre. Entonces se le extrae la carne, los
    menudos (hígado y corazón) y los huevos (si los hubiera), tirando las tripas,
    operación que requiere especiales cuidados, debiendo hacerse cada cosa por
    separado. Lavar todo, carne y vísceras, que, una vez maceradas con los
    condimentos que se indicarán habrán de ponerse a fuego bajo hasta que tomen
    un color de oro oscuro y exhalen un aroma particular. Los condimentos: sal,
    limón, ajo, cebolla, tomate, pimienta y aceite, aceite suave a voluntad.
    Este plato debe servirse con patatas del reino cocidas en agua y sal, o con
    harina de mandioca blanca recubierta de cilantro.»



    1


    Al cumplirse los seis meses de viuda, doña Flor alivió el luto, hasta
    entonces cerrado, que la obligó a llevar, tanto en la calle como en la casa, negros
    vestidos sin escote. Un único matiz en tanta negritud: las medias color humo.
    Por eso aquella mañana las alumnas (una nueva promoción, numerosa y
    simpática), al verla con una blusa clara con guirnaldas oscuras, un collar de
    perlas falsas al cuello y un leve toque de color en los labios, prorrumpieron en
    aplausos entusiastas a la «traviesa profesora». Todavía tenía que esperar seis
    meses más para poder usar el verde y el rosa, el amarillo y el azul, el rojo y el
    habano, así como los nuevos y sensacionales colores de moda: azul rey,
    azul pervanche, hortensia, verde mar.
    La «traviesa profesora», sí. Como en el verso de doña Magá Paternostro, la
    ricacha. Porque, en verdad, doña Flor había aligerado también el luto interior,
    se había desprendido de los velos de la muerte, desde que, en la víspera de la
    misa del primer mes, enterró dentro de sí toda la pesadumbre del difunto. Por
    respeto a las costumbres y a los vecinos mantuvo el rigor del negro, pero
    volviendo a ostentar, sin embargo, su risa serena, su atenta cordialidad, su
    interés por las circunstancias diarias, su condición de esmerada dueña de casa.
    Todavía cierta sombra melancólica le daba de vez en cuando un aire pensativo
    que agregaba una nueva calidad a su doméstica hermosura, con un cierto
    encanto nostálgico; pero al mismo tiempo se la veía llena de curiosidad por la
    vida que transcurría en torno suyo e imprimiendo vigoroso aliento a la «Escuela
    de Cocina», cuyo prestigio había descuidado durante el primer mes.
    No volvió a aparecer en su boca el nombre del finado; parecía haberlo
    olvidado por completo, como si después de la crisis y la obsesión pensara, igual
    que doña Dinorá y sus comparsas, que la muerte del granuja era para ella una
    carta de emancipación, habiendo llegado por fin a un acuerdo la viuda y las
    beatas. Al menos eso parecía.
    En ocasión de la misa de aniversario, al regreso de la visita a la tumba, en
    la que había depositado las flores y el mandato del adivino, el mokan de Ossain,
    abrió las ventanas de la sala de recibo, permitiendo, finalmente, que la luz del
    sol iluminara la casa y barriera las sombras y los espectros. Tomó la escoba, el
    plumero, los trapos y los cepillos y se entregó al trabajo. Doña Rozilda se
    disponía a ayudarla, pero la limpieza fue total: también ella hubo de salir de la
    casa, de regreso a Nazareth das Farinhas, cuando el hijo y la nuera ya
    comenzaban a alimentar las clásicas esperanzas de mejores días. Pues se había
    ido a la casa de la hija viuda, ya que, en fin, ¿quién estaba más necesitada de su
    compañía permanente, del afecto y la ayuda de la madre, sino la hija, viuda
    reciente e inconsolable? Doña Flor estaba sólita, indefensa, expuesta a los
    múltiples peligros de su ingrata situación... Era justo que doña Rozilda, madre
    experimentada e intrépida, fuese a vivir con la hija desamparada, para ayudarla
    en las tareas de la casa y en la solución de innumerables problemas. A lo mejor,
    quién sabe, sucedía un maravilloso milagro y la pareja y la ciudad de Nazareth
    se verían libres de la madre y de la suegra, tanto más suegra que madre. Con tal
    fin, Celeste, nuera y esclava, hizo una valiosa promesa a la Virgen de las
    Angustias. Pero sus ruegos no tuvieron eco: el santo de doña Flor fue más
    fuerte, defendida como estaba, sin siquiera saberlo, por los axé y pejis de
    los candomblés, por la fuerza del Rey de Ketu, Oxóssi, orixá de su comadre
    Dionisia (¡Oké!). Así que fue la viuda quien se vio libre de doña Rozilda, la cual,
    por lo demás, no se marchó antes sólo por mala educación, por cascarrabias, de
    pura tirria a los vecinos, pues a éstos les había dado por querer dominarla, por
    imponerle condiciones de convivencia.
    En la capital, por otra parte, vivía sin comodidades, en una casa pequeña,
    sin cuarto para ella sola, durmiendo sobre un catre en la sala en que doña Flor
    daba las clases teóricas, sin armario propio para sus pertenencias, mientras que
    la casa del hijo era tan amplia y con tanta sobra de comodidad. Además en
    Nazareth — y esto era lo más importante—, ella, doña Rozilda, era alguien. Lo
    era no sólo por ser la madre de Héctor, funcionario de categoría del ferrocarril
    (a quien obsesionaba el dibujo: era capaz de copiar el rostro de cualquier ser
    viviente y reproducía a lápiz los cromos de las publicaciones) y segundo
    secretario del Club Social Farinhense, que tenía una de las mejores salas de la
    ciudad para jugar a las damas y al chaquete, en la que había surgido la frustrada
    vocación del finado don Gil. Pues bien, allí, en Nazareth, ella era importante por
    sí misma, siendo ornamento y ejemplo de la mejor sociedad, en la que hacía
    ostentación de sus relaciones metropolitanas: la familia Marinho Falcáo, el
    doctor Zitelmann Oliva y doña Ligia, el periodista Nacife, doña Magá, el
    industrial Nilson Costa con sus posesiones en el Matatu, y, antes que nadie, su
    compadre el doctor Luis Henrique, el «cabecita de oro», orgullo de la tierra.
    En cambio en la capital, ni siquiera en el mundo de aquella pequeña
    burguesía de tan sólo un buen pasar, circunscrito a unas pocas calles entre el
    Largo 2 de Julho y Santa Teresa — ni siquiera allí—, le prestaban atención y le
    daban importancia; por el contrario, le habían tomado aversión. Las amigas más
    íntimas de su hija, doña Norma, doña Gisa, doña Emina, doña Amelia Ruas,
    doña Jacy, no tuvieron escrúpulos en responsabilizarla con el desalentador
    estado de la viuda, echándole la culpa a su mal de hígado, a sus recriminaciones
    e insultos, a su absurda querella con el muerto. O cambiaba de actitud,
    dejándose de habladurías y maldiciones al muerto, o que se fuera de una vez.
    Todo un ultimátum.



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    Jorge Amado( 1912-2001) - Página 2 Empty Re: Jorge Amado( 1912-2001)

    Mensaje por Maria Lua Mar 21 Ene 2025, 13:05

    ***
    Y por eso mismo, como reacción a tan indecible mala intención, doña
    Rozilda prolongó su visita, a pesar de las incomodidades de la casa y la inquina
    de la vecindad. (Doña Jacy incluso había buscado una criada para doña Flor,
    Sofía, una mugrienta ahijada suya.) Pero después de la misa de aniversario se
    apresuró a hacer el viaje, al tener noticias, por su compadre el doctor, de que
    había sido designada por el reverendo Walfrido Moraes para el alto cargo de
    tesorera de la Campaña en Beneficio de las Nuevas Obras de la Catedral de
    Nazareth, en cuyo Consejo Directivo brillaban la esposa del juez (presidenta),
    del intendente (primera vicepresidenta), del delegado (segunda vice) y otras
    eminencias sociales del lugar. Hacía mucho que doña Rozilda deseaba
    pertenecer a la Comisión de Damas, aunque fuera como la última vocal de la
    lista; y de pronto era designada nada menos que tesorera. Sin duda el Divino
    Espíritu Santo iluminó al padre Walfrido, antes tan impermeable a sus
    embestidas.
    Muchas vacilaciones y dudas le había costado al sacerdote semejante
    decisión, pero el influyente coterráneo al que había recurrido para obtener el
    pago de importantes partidas estatales puso como condición a su ayuda decisiva
    el nombramiento de doña Rozilda para un cargo codiciable en la piadosa
    congregación de las beatas. Miserable chantaje, pensó el vicario, inclinándose
    ante él, sin embargo, pues necesitaba con urgencia la cantidad y sin la
    intervención del doctor Luis Henrique, ¿cómo apresurar el engranaje
    burocrático?
    En la antevíspera, doña Gisela, con quien a veces el doctor discutía sobre
    los destinos del mundo y las imperfecciones del ser humano, le comunicó:
    —Si doña Rozilda no se marcha, la pobre Flor no va a tener descanso ni
    para olvidar..., y ella necesita olvidar, está acomplejada; es un curioso caso de
    morbosidad, querido doctor, que sólo el psicoanálisis puede explicar. Por lo
    demás, Freud da un ejemplo...
    Doña Norma, que había ido con ella, la interrumpió:
    —Haría usted una obra de bien, doctor..., eche lejos de aquí a esa peste,
    mándela a Nazareth, que ya nadie aguanta más...,
    «Pobre Héctor, pobre Celeste, pobres criaturas...», se condolió el doctor y
    padrino. Pero entre doña Flor, viuda y freudiana, y la pareja, que ya había
    embarcado con doña Rozilda hacía años, no tuvo ninguna vacilación: sacrificó al
    ahijado y a su gentil esposa, en cuya casa almorzaba, y siempre bien, en sus
    frecuentes viajes al Recóncavo.
    «Cada cual con su cruz», decidió; doña Flor cargó con la suya siete años
    seguidos: aquel marido, aquel pesado madero. No era justo que ahora, en la
    senda de la viudez, se le echase encima a doña Rozilda, un calvario completo:
    cruz, corona de espinas, vinagre y hiel.
    Ausente doña Rozilda, las arpías de la vecindad sólo muy de cuando en
    cuando mencionaban el nombre del maldito, de acuerdo con las exigencias de
    doña Gisa, y además porque doña Flor retomó el curso normal de la vida
    después de atravesar las infinitas arenas de la ausencia. No era una vida como la
    anterior, sino un vivir sosegado, pues ahora no estaba presente el esposo, con
    sus implicaciones: los sustos, los disgustos, las peleas, la desesperación. Todo
    eso había acabado, y doña Flor se acostumbró a dormir la noche entera de un
    tirón. Se acostaba relativamente temprano, después de la charla habitual con
    doña Norma en la rueda de amigas, sentadas a la puerta de calle, comentando
    sucesos, programas de radiotelefonía y películas. A veces iba al cine con doña
    Norma y don Sampaio, con doña Amelia y con Ruas, con doña Emina y el doctor
    Ives, aficionado entusiasta a las películas del Far West. Los domingos iba a
    almorzar a Río Vermelho, con los tíos; tío Porto con su eterna manía de los
    paisajes; tía Lita comenzando a envejecer, pero manteniendo el jardín y los
    gatos en todo su esplendor. No quiso doña Flor adherirse a la animadísima
    rueda de brisca y trés— setes en casa de doña Amelia (hasta doña Enaide venía
    desde Xame— Xame a pasar la tarde carteando); las fanáticas de la brisca, las
    devotas del trés— setes, hicieron lo posible para conquistarla, pero sin
    resultado, como si el finado hubiese gastado toda la cuota de juego de la familia,
    no quedándole nada a ella. Sólo se conocía un enemigo de la timba más grande
    que ella: el porteño de la cerámica, don Bernabó. Su mujer, doña Nancy, se
    volvía loca por una manita de brisca, pero el déspota era irreductible: a lo sumo,
    y como una gran concesión, permitía los pacientes juegos solitarios y nada más.
    Así transcurría la vida de doña Flor, tranquila, entre las clases de cocina, con sus
    dos turnos cada vez más concurridos, y las actividades sociales que la prudencia
    permitía a su estado. No eran pocos compromisos, como puede parecer a
    primera vista; le ocupaban todo el tiempo, no sobrándole ocio para
    pensamientos tristes. Sin hablar de los encargos que le hacían — imposibles de
    rechazar—, preparación de almuerzos para fiestas, cenas elegantes, banquetes y
    recepciones que la obligaban a estar en la cocina trabajando hasta la
    madrugada. Y, como era muy exigente en cuanto a la calidad de sus platos, al
    cansancio se sumaba la preocupación. La ayudaba una muchacha, una
    adolescente, ya moza de diecisiete años, hija de otra viuda, doña María del
    Carmen, heredera de tierras y plantaciones de cacao, que vivía en el Areal de
    Cima desde que finalizaron los pasados carnavales y que se incorporó de
    inmediato a la tertulia de doña Norma. La morenita Marilda — una esperanza
    en salsas y condimentos— le había tomado afecto a doña Flor y no se separaba
    de ella, aprendiendo platos y postres en las horas que le dejaban libres sus
    estudios. Doña Flor sonreía al verla andar por la casa, cantarina, la cabellera
    alborotada, con su rostro de adolescente tropical que se desmayaba en quiebros
    y mimos; de tan bonita, una pintura. Si el bandido viviese, todos los cuidados
    serían pocos, pues él no tenía prejuicios con respecto a la edad. Como queda
    visto y demostrado, no le faltaban quehaceres en su vida de viuda, y era tan
    corto el tiempo de que disponía que a veces no alcanzaba a cumplir con los
    compromisos. Tanto trabajo, un mundo de cosas, todo el día atareada: a veces,
    por la noche, al vestirse y echarse en la cama a dormir, estaba realmente
    cansada, sentía que necesitaba un sueño reparador. Se dormía de inmediato,
    apenas ponía la cabeza sobre la almohada. Si estaba tan llena su vida, ¿cómo
    explicar su constante sensación de vacío, como si todo aquello, toda esa
    actividad que la tomaba, la dominaba y la ponía en movimiento fuese inútil y
    vana? Si dentro de su modestia y parquedad tenía lo suficiente para vivir con
    decoro e incluso para esconder, siguiendo su hábito antiguo, algunos ahorros, si
    su vida era tranquila e incluso alegre, ¿por qué, entonces, esa sensación de
    vacío, de inanidad?





    2



    En las calles de los alrededores sobraban las chismosas, viejas y jóvenes,
    pues para ejercer tal oficio no se exige una edad determinada. Doña Dinorá era
    la primera de esas correveidiles; obtuvo tales éxitos en su actividad que se le
    atribuyó fama de vidente. En esta crónica ya hemos visto en acción a doña
    Dinorá, a través de quejas, denuncias y enredos, pero, no obstante, no se habló
    de ella misma con la debida extensión, permaneciendo hasta ahora casi en el
    anonimato, como si fuese tan sólo una intrigante común en la especie de las
    beatas. Quizá porque la insólita presencia de doña Rozilda — al fin, y felizmente,
    exiliada en el Recóncavo—, no le daba una oportunidad a las rivales. Pero
    siempre se está a tiempo para corregir un error y reparar una injusticia. Para
    muchos, doña Dinorá pasaba por ser la viuda del comendador Pedro Ortega,
    rico comerciante español, desencarnado hacía unos diez años. En realidad, no se
    había casado nunca; tampoco conservó la doncellez durante mucho tiempo;
    apenas llegada a la pubertad se fue de su casa para dar comienzo a su movida y,
    en cierto modo, brillante existencia..., toda una crónica picante. Sin embargo —
    ¡alabado sea Dios!—, nadie más moralista y celoso de las buenas costumbres que
    ella a partir de su feliz encuentro con el gallego, cuando, habiendo pasado los
    cuarenta y cinco, doña Dinorá miraba el futuro con aprensión: con un miedo
    pánico a la pobreza, con una necesidad imprescindible de bienestar. Sin haber
    sido jamás realmente bonita, poseía cierta gracia obscena, responsable de su
    éxito con los hombres, que se fue apagando con los años y las arrugas. Tuvo
    entonces la increíble suerte de dar con el comendador, «un billete premiado con
    el gordo», según dijera en aquella oportunidad doña Dinorá, confidencialmente,
    a las amigas. El español le brindó respetabilidad y seguridad, sin hablar de la
    casita en las vecindades del Largo 2 de Julho en que la instaló.
    Quizá a causa del miedo que había sentido a verse vieja y pobre, con la
    amenaza de tener que dedicarse abiertamente a la prostitución, doña Dinorá, al
    amparo del comerciante, se convirtió rápidamente en todo lo opuesto a lo que
    fuera hasta entonces: en una respetable matrona, guardiana de la moral.
    Tendencia que se acentuó cada vez más después de la muerte de Pedro Ortega.
    Cuando él se fue, entre oraciones y coronas fúnebres, la antigua aventurera
    pasaba de los cincuenta años — cincuenta y tres para ser más exactos—, y, en los
    ocho de amancebamiento, se aficionó a la virtud y a la vida hogareña.
    El marido, probo baluarte de las clases conservadoras, agradecido a la
    amante por la fidelidad y por la revelación de un mundo de ignorados placeres
    (¡qué idiota había sido al perder los mejores años de su vida en el mostrador de
    la pastelería y en el cuerpo insustancial de la santa y acre esposa!), le dejó en
    testamento — además de la casa propia, nido de los pecaminosos amores—
    algunas acciones y obligaciones del Estado y una módica renta; lo bastante, sin
    embargo, para asegurarle una vejez sin sobresaltos, dedicada por entero al
    servicio de la difamación y la intriga. Y hete aquí a doña Dinorá, con más de
    sesenta años: de voz estridente, enervante carcajada, constante agitación. En
    apariencia, la más solidaria y comprensiva viejecita; en realidad, «un frasco de
    veneno, una cascabel adornada con plumas de pájaros», según la casi poética
    frase de Mirandáo, víctima eterna de esta clase de comadres. Esa fue la
    definición que de ella le dio el periodista Giovanni Guimaráes cierta vez que
    vieron pasar a la sesentona, muy viuda ella y columna de la moral, en ocasión de
    almorzar en casa de doña Flor durante la visita de Silvio Caldas. Y la completó,
    con tono de filósofo moralista:
    —Cuanto más puta de joven, más seria de vieja. Una mezcla de virgen y
    yiranta...
    —¿Ese desecho? ¿Quién es?
    —No es de nuestro tiempo, pero fue muy conocida. El que habla mucho de
    ella es Anacreon, que bebió en ese pellejo. Tú ya oíste hablar de ella, seguro. Se
    la conocía por Dinorá Sublime Culo.
    —¿Eso? ¿Ése es el tan recordado Sublime Culo? ¡Dios mío! Prueba de la
    vanidad de las cosas de este mundo, reflexionaron ambos humildemente, ante
    tal exhibición de virtudes y tan triste físico de acarreo: retacona, de tronco
    fuerte, piernas cortas, vientre bajo, cabezota desastrada. Vestía de luto, como
    una viuda de verdad, al cuello el medallón con la fotografía del comendador,
    como si hubiera sido realmente su esposa y él el único hombre de su casta vida.
    Y ahora los tipos como Anacreon — vergüenza del género humano— eran como
    si no existieran para ella: simplemente los ignoraba.
    Era ladina, nunca iba directamente al grano, no acusaba de frente; por el
    contrario, ponía en la picota a los demás con la máxima suavidad, fingiendo
    comprenderlo y disculparlo todo, elogiando a unos, compadeciendo a otros. De
    ahí su fama de bondadosa y simpática y las alabanzas cosechadas en su camino
    de maledicencias: «¡Qué buena persona es ésa...!» Cuando por azar era
    sorprendida en flagrante intriga, se hacía la víctima. Ella quiso hacer un favor y
    en recompensa recibía la más negra ingratitud.






    145
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    Jorge Amado( 1912-2001) - Página 2 Empty Re: Jorge Amado( 1912-2001)

    Mensaje por Maria Lua Hoy a las 09:47

    ***

    Zé Sampaio, un hombre timorato, que se iba a la cama temprano, con sus
    achaques imaginarios y los diarios del día y viejas revistas (adoraba leer revistas
    y almanaques antiguos), al oír el vocerío de doña Dinorá se llevó con pánico las
    manos a los oídos, diciéndole a doña Norma con la voz vencida, pero no
    resignada, de quien renuncia a discutir:
    —Esa mujer es una hija de puta, la mayor hija de puta que haya por aquí...
    —Eso es tenerle demasiada antipatía... Pero si es una buenaza...
    Esto demuestra la habilidad de doña Dinorá: había conseguido que se
    olvidara aquella intriga acerca del hijo de Dionisia, cuando su prestigio bajó a
    cero, volviendo a obtener el favor de doña Norma. Pero no el de don Sampaio.
    —Una buena hija de puta... Por favor, a ver si consigues que no meta la
    nariz aquí, en el dormitorio. Dile que estoy durmiendo, que estoy descansando...
    Dile que me he muerto...
    'Mas ¿quién era doña Norma para impedirle a doña Dinorá que metiese la
    nariz donde se le antojara? Entraba sin más, como una íntima de la casa, de
    todas las casas de gente respetable y de dinero... Con los pobres era bondadosa,
    con una bondad altiva y distante, muy de protectora con los desamparados, pero
    manteniéndolos en el lugar (inferior) que les correspondía, sin darles alas. Ya se
    metía por el pasillo, ya entraba en el cuarto:
    —¿Me permite, don Sampaio? — Don Sampaio odiaba aquella oxigenada
    cabezota, «cabeza de elefante, la más grande de Bahía», su dentadura de
    caballo, su voz, su modosidad—. ¿Siempre enfermito, don Sampaio? Yo siempre
    digo: don Sampaio, con todo ese corpachón, es muy delicado de salud. Por
    cualquier cosita ya está temblando en la cama, rodeado de remedios. Y siempre
    pienso: «si don Sampaio no se cuidara tanto, un día de éstos estiraba la pata...».
    Impresionable como era, a don Sampaio le entraban ganas de echarla a
    patadas:
    —Tengo una salud de hierro, doña Dinorá...
    —¿Y entonces por qué se queda en cama, don Sampaio, por qué no viene a
    ilustrar a la gente con su conversación? Un nombre de tantas letras..., todo el
    mundo dice que usted no se licenció porque... Bueno, usted sabe..., la gente dice
    tantas tonterías... Si uno fuera a hacerles caso... Yo no presto atención..., lo que
    andan diciendo por ahí me entra por un oído y me sale por otro...
    Don Sampaio sabía adonde quería llegar ella: a su disoluta juventud de
    hijo de papá, disipador y malandra. El padre, disgustado, le había cortado la
    mesada, retirándole de los estudios y poniéndolo a trabajar en la tienda, de
    empleado.
    —Déjelos hablar, doña Dinorá, no les haga caso...
    —¿Usted cree que no nos debe importar lo que dicen de nosotros los
    demás? ¿Realmente? — Y abría sus ojos enormes de buey, muy atenta, como si
    don Sampaio fuese el oráculo de los nuevos tiempos.
    —Yo, por lo menos... — y, harto ya, de repente—: ¿Quiere saber una cosa,
    doña Dinorá? Lo que yo quiero es paz, tranquilidad... Y para tener un poco de
    paz, vivo dándoles la razón a los que no la tienen. Y ni así consigo... No venga a
    molestarme aquí... Con su permiso...
    Y tomando el diario o la revista le dio la espalda a la visita.

    «Sampaio es más bruto que un caballo — reflexionaba, avergonzada, doña
    Norma—; ¡y con doña Dinorá, tan bonachona...!»
    Por lo demás era inútil la acritud, pues doña Dinorá no se consideraba
    expulsada, y persistió, socarrona:
    —¿No supo lo que le pasó a don Vivaldo?
    ¡Ah, qué mujer más diabólica, la desgraciada! ¿No estaba consiguiendo
    despertar su interés? Y don Sampaio dejaba el diario, derrotado:
    —¿A Vivaldo? No sé nada. ¿Qué pasó?
    —Ahora le digo... Don Vivaldo, un hombre recto, buen mozote, ¡hum...!,
    parece un gringo, todo colorado...
    Según ella, don Vivaldo, el de la funeraria, sin el menor respeto por las
    lápidas y los ataúdes, los sábados por la tarde reunía, tras las cortinas rojas con
    adornos color plata, un grupo de herejes para jugar al maldito póker, con
    elevadas apuestas y gran dispendio de coñac y de ginebra.
    —¿No le parece que es una falta de respeto? Podían encontrar otro lugar,
    los viciosos... — una ligera pausa—. ¿Usted no piensa, don Sampaio, que el juego
    es el peor de los vicios?
    Zé Sampaio no pensaba nada y nada quería pensar... no quería más que
    algún sosiego. Pero doña Dinorá ya había disparado el chorro: resulta que don
    Vivaldo, sin duda honesto contribuyente, excelente esposo e inmejorable padre
    de familia, estaba poniendo todo eso en peligro, pues el que es jugador, si no es
    un día es otro, pierde el control y apuesta hasta la mujer y los hijos. Y cuando no
    los apuesta, los deja a la buena de Dios, en el abandono, con cruel indiferencia.
    ¿Qué mejor ejemplo que el de doña Flor? Mientras vivió el marido, un esclavo
    de la timba, pasó las de Caín, maltratada, abandonada, sufriendo horrores...
    Hoy, en cambio, qué diferencia: al fin liberada, puede gozar de la vida sin
    sobresaltos, sin angustias,
    Y hablando de doña Flor, don Sampaio, y usted, Normita querida, ¿qué
    opinan? Tan joven y hermosa, ¿no es una injusticia que continúe viuda, y de un
    difunto tan poco recomendable? ¿No les parece? ¿Por qué doña Norma, su
    amiga del alma, no la aconsejaba? Mientras tanto, ella, doña Diñará, iba a
    estudiar el caso en la conjunción de los astros, a través de la bola de cristal y
    también con los naipes de su baraja de echadora de cartas aficionada.
    Aficionada en el sentido de que no cobraba dinero, leyendo el futuro gratis,
    por amistad, o por hacer un favor, porque en lo demás muy pocas profesionales
    poseían sus dotes de adivina. Por lo menos para descubrir vilezas de cualquier
    especie tenía una intuición, un sexto sentido, un olfato único. Un don
    adivinatorio que alcanzaba el refinamiento de la profecía.
    ¿No era ella quien pronosticara, con más de un año de anticipación, el
    tremendo escándalo de la familia Leite, gente de mucho dinero y de más orgullo,
    retirada tras los muros de una noble mansión sobre el mar, en la Ladeira da
    Preguica? ¿Lo leyó en los grasientos naipes, lo vio en la bola de falso cristal o
    simplemente lo había presentido su sádico instinto?
    En cuanto la angelical Astrud, con su cándido aire de interna del Sacré—
    Coeur, llegó de Río para vivir con la hermana, ella previo el drama, sin ninguna
    razón aparente:
    —Eso va a acabar mal...


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    Jorge Amado( 1912-2001) - Página 2 Empty Re: Jorge Amado( 1912-2001)

    Mensaje por Maria Lua Hoy a las 09:48

    ***


    Lo profetizó nada más ver a la moza pasar en automóvil con su cuñado, el
    doctor Francolino Leite — el «sátiro Franco», para el restringido círculo de los
    íntimos—, abogado de las grandes firmas nacionales y extranjeras, bebedor de
    whisky, hacendado del sertáo y miembro del Consejo de Administración de
    prósperas empresas, señor muy hidalgo y arrogante. Al volante de su gran
    coche sport norteamericano, con pipa y bufanda, el causídico no notaba los
    movimientos de la gente simple del Sodré, del Areal, de la calle de la Forca, del
    Cabeca, del Largo Dois de Julho. Pero doña Dinorá sí se fijaba en el abogado, no
    lo perdía de vista: estaba al tanto de los menores detalles de la vida en la
    mansión señorial, era íntima de las cocineras, las mucamas, las niñeras, el
    jardinero y el chófer, y así seguía los pasos del cuñado y de la cuñada con mirada
    cargada de presentimientos:
    —Eso va a acabar mal, vaya si va... Pólvora junto al fuego... No la conmovía
    el aspecto inocente de la colegiala:
    —Moza que mira bajito es una descarada en espera de ocasión...
    Parecía tan injusta y absurda que hasta fue mal tratada, con ásperas
    palabras y gestos de repulsa, por un muchacho vecino, Carlos Bastos, poco
    amigo de dimes y diretes y acaso un tanto hechizado por la dulce Astrud:
    —No manche la pureza de la joven con la baba de la calumnia...
    Cuando estalló el escándalo, casi dos años después (Astrud, con su aire
    ingenuo y la barriga preñada de cinco meses, fue expulsada del techo familiar
    por la furiosa hermana, después que el sátiro Franco se había dado el gusto), fue
    un plato suculento para toda la ciudad. Y doña Dinorá se vengó del romántico
    Carlos Bastos (quizá enamorado todavía):
    —¿Vio, bobalicón? A mí nadie me engaña... La baba de la calumnia no le
    hace un hijo a un moza, lo que le hace el hijo es la desvergüenza...
    Tenía ojos para ver y para prever, y un olfato de perdiguero; nadie
    escapaba de la vigilancia de sus sentidos. Además, los mismos vecinos se
    encargaban de contarle los detalles más íntimos de su vida sin darse cuenta,
    cuando pedían a la adivina que les echase las cartas, o consultase la cristalina
    bola de las evidencias. Para ella, pasado, presente y futuro eran cartas a la vista,
    de fácil lectura.
    Poseyese o no reales y profundos conocimientos de magia, fuese o no una
    falsa diletante sin mayor intimidad con los astros o verdadera maestra en las
    ciencias ocultas de Oriente, debe reconocerse, en honor a la verdad, que fue la
    primera en anunciar el nuevo casamiento de doña Flor, cuando la viuda apenas
    había aliviado el luto y reiniciado su vida normal, sin sobresaltos ni problemas,
    una vida recatada, lejos de cualquier idea o pensamiento relacionado con el
    matrimonio.
    Anunció las bodas y dio señas del novio mucho antes de que se hablara de
    noviazgo; antes, ciertamente, de que se percibiera cualquier síntoma o interés.
    Y, en caso de existir de parte del individuo un remota inclinación por doña Flor,
    nunca lo había sospechado nadie y quizá ni él mismo se lo confesara. Pues bien,
    créase o no, doña Dinorá lo describió meticulosamente: un señor moreno, de
    mediana edad, alto, robusto, distinguido, un soberbio cuarentón de modales
    serios y afables, que llevaba en su mano derecha, por el tallo, un capullo de rosa
    color vino. Así lo atisbo ella en la bola de cristal. Las damas y los reyes, las sotas,
    los ases de espada, los bastos y copas le habían confirmado los rasgos
    fisonómicos y la honesta disposición al casamiento, agregando el as de oros la
    posesión de dinero, la estabilidad económica y el título de doctor.





    3



    Bien que moreno, el «Príncipe» no era de mediana edad y mucho menos
    un señor robusto y alto, un soberbio cuarentón. A su modo, era un distinguido y
    guapo mozo, pero de un modo muy extravagante. En consecuencia, es difícil
    enmarcarlo, aun con la mejor buena voluntad, como coincidiendo con el retrato
    del futuro novio que doña Dinorá viera en la bola de cristal y que ella revelara a
    las masas populares del Largo Dois de Julho, provocando un clima de
    excitación, casi de subversión, en el combativo sindicato de las correveidiles.
    Delicado, pálido, con la palidez de los poetas románticos y de los gigolós,
    de cabellos negros y lisos, con brillantina y perfume a todo pasto, una sonrisa
    entre melancólica y persuasiva, sugiriendo un mundo de sueños, elegante en el
    cuerpo y en el vestir, de grandes ojos suplicantes, las palabras justas para
    describir al «Príncipe» tendrían que ser ampulosas: «marmóreo», «lívido»,
    «meditabundo», «pulcro», «la frente de alabastro y los ojos de ónix». Pasaba de
    los treinta años pero aparentaba poco más de veinte, y la tristeza que ponía
    sombras en su rostro formaba parte de sus instrumentos de trabajo, así como la
    palabra fácil y la mirada subrepticia, siendo un profesional competente y de
    éxito en su curiosa y rara especialización. Apresurémonos a informar que se
    especializaba en viudas, habiendo seguido todos los cursos y poseyendo una
    larga práctica.
    Generalmente conocido por el apodo de «Príncipe» en el ambiente de los
    estafadores y en los medios policiales (¿y dónde están los límites, si existen, que
    separan esos dos mundos, opuestos en apariencia, idénticos en realidad?), se
    ganó el mote por sus buenos modales, su llaneza de trato, su prosapia, su
    altivez. En la afectuosa intimidad de los burdeles, en los círculos restringidos de
    las damas de la vida, lo denominaban, sin embargo, con el místico apodo de
    «Señor del Calvario», alusión a su rostro macerado y a su flacura. En realidad se
    llamaba Eduardo y era uno de los más eficaces y simpáticos malandrines de la
    ciudad. Un eximio realizador del cuento del tío. No citaremos aquí su apellido
    por no ser necesario para la buena marcha de la historia de doña Flor y de sus
    dos maridos, para su enredo y desenredo.
    El «Príncipe» ocultaba su apellido. La policía tampoco lo divulgó cuando
    tuvo un trato más cercano con el extraño mozo, y los diarios, al promoverlo en
    sus columnas dando noticias de su paso (en general rápido) por la gayola,
    tampoco imprimían su patronímico, sustituyéndolo por la vaga expresión «De
    Tal»:
    «Fue detenido ayer, en la Praca da Sé, el delincuente Eduardo De Tal,
    conocido en el bajo mundo del crimen por el alias de «Príncipe», bajo la
    acusación de haber abusado de la buena fe de la viuda Julieta Filliol, con
    residencia en el Barballo, engañándola mediante el noviazgo y las promesas de
    casamiento para así frecuentar su casa y hacer desaparecer de ella las joyas y
    dos contos de réis de la crédula enamorada.»
    Todos eran discretos en homenaje a la familia del gatuno, un hogar
    tradicional y renombrado de la Feira de Sant' Ana. Si de tal modo obraban las
    autoridades, la prensa oral y escrita y el mismo papa— resto— de— defunto,
    ¿por qué han de ser estas discretas letras excepción sensacionalista? ¿Por qué
    atraer con la denuncia tanto el público desprecio como la perrada del chismerío
    y del escándalo sobre la honra y el nombre del egregio clan que merece de los
    demás tanto respeto? Imagínese lo horrible que sería si doña Dinorá y su
    ejército de beatas se enterasen de quién formaba la parentela del cuentero; ni
    los biznietos conseguirían en ese caso limpiar el nombre de los abuelos, para
    siempre «envuelto en lodo, hundido en el pantano de la infamia» (como diría
    enfáticamente el profesor Epaminondas Souza Pinto).


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    Jorge Amado( 1912-2001) - Página 2 Empty Re: Jorge Amado( 1912-2001)

    Mensaje por Maria Lua Hoy a las 09:50

    ***


    Pero las beatas fueron cautivadas por los modales del «Príncipe» y por su
    languidez. La misma doña Dinorá ¿no intentó en cierto momento modificar los
    rasgos dibujados en su profecía para hacerlos coincidir con las características
    físicas del embaucador? Las otras quedaron sumidas en la tristeza cuando
    Miran— dáo, habiendo aparecido con la esposa y dos o tres hijos para visitar a
    su comadre doña Flor, suministró la ficha completa del individuo: «Ese de gente
    sólo tiene el aspecto...»
    Toda la historia del «Príncipe» y su patrullaje por el barrio, con su
    elegante truhanería, fue confusa y embrollada desde el principio al fin. Por lo
    demás, ésa era su atmósfera habitual, la atmósfera que prefería para moverse y
    actuar.
    Las amigas y las chismosas aún comentaban con risas y excitación la
    descripción que del futuro novio había hecho en trance doña Dinorá, siendo
    transmitida luego de boca en boca entre el indócil comadraje, cuando el
    «Príncipe» apareció por la calle dando pasos y suspiros de enamorado.
    Se reían entre bromas doña Norma, doña Gisa, doña Amelia Ruas y doña
    Emina; y las beatas murmuraban, buscando infatigablemente al galán descrito
    por la adivina. Debe hacerse constar que no fueron sólo las comadres quienes se
    entregaron a la infructuosa búsqueda. La misma doña Gisa lanzó su mirada
    psicológica sobre la humanidad masculina de los alrededores para descubrir al
    «soberbio cuarentón»; en cuanto a doña Norma, no será necesario decir que
    después de un velorio seguido de un entierro de primera, nada apreciaba tanto
    como un folletín de noviazgo y casamiento. Era incontable el número de
    muchachas y muchachos cuyo matrimonio había empollado ella, llevándolos al
    juez y al cura, venciendo dificultades, superando escollos, malos entendidos,
    recias oposiciones familiares. En realidad, sólo fracasó con Valdeloir Rego, un
    indeciso sin igual, y con una gentil vecina, María, apagada por demás. Pero ni
    así perdió la esperanza de colocar a María, acaso, ¿quién sabe?, con el mismo
    Valdeloir.
    Beatas y amigas buscaban con afán al culto pretendiente que coincidiese
    con la amplia descripción de virtudes físicas y morales dada por doña Dinorá,
    que no era una vidente avara, de ésas que hacen profecías parciales. Cuando
    describía al futuro novio no escatimaba pormenores, y con tanto placer como
    abundancia de detalles trazaba un vasto panorama de cualidades y rasgos
    fisonómicos. Tal vez por eso mismo, por ser tan completo y fiel el retrato del
    caballero, era difícil descubrirlo. ¿A quién atribuir tan numeroso conjunto de
    particularidades?
    Examinaban las beatas a cada ciudadano, por la vecindad y más allá, sin
    encontrar quien coincidiera con todos los términos de la incógnita. Unos eran
    universitarios y poseían algún dinero, pero no tenían la edad exacta que se
    requería, y otros, en cambio, la tenían, pero carecían del color moreno y el anillo
    de graduado, además de otros detalles secundarios. Aun así, aparecieron
    numerosos candidatos, pues cada comadre presentaba el suyo, cuando no más
    de uno para mayor seguridad.
    Doña Flor se burlaba de tanta locura, sonriendo apaciblemente: sólo en la
    cabeza de doña Dinorá, que no tenía en qué pasar el tiempo, sólo en su cabeza,
    verdaderamente, podían surgir esas ideas tontas del noviazgo y del casamiento.
    No en la de doña Flor, aunque sólo fuese por no haber transcurrido siquiera un
    año del fallecimiento del marido, plazo mínimo para que una viuda lamente y
    honre la ausencia.
    Por lo demás, si alguna decisión firme resolvió tomar, al cumplirse los
    ocho meses de luto, era la de no casarse de nuevo. ¿Para qué, si tenía lo
    necesario, si con las clases de cocina ganaba para comer y para vestirse; si las
    amigas, tantas y tan buenas, le daban el consuelo de su fino trato y de su grata
    compañía; si no sentía la necesidad del calor de un hombre — esas eran cosas ya
    muertas para siempre—, por qué casarse?

    Con la sonrisa un tanto melancólica y con firmeza de tan irrevocable
    propósito, enfrentaba las cordiales provocaciones, las embestidas de doña
    Norma y de doña Gisa, que le presentaban — ellas también—, en la bandeja de la
    amistad, las cabezas de los posibles candidatos.
    El de doña Gisa era el culto profesor Epaminondas Souza Pinto, solterón
    empedernido, maestro de chiquillos en institutos particulares e historiador en
    las horas libres. Siempre apurado y sudoroso, incómodo en su temo blanco, con
    chaleco y polainas, un tanto aéreo, ido, debía andar por los sesenta años. Doña
    Flor lo conocía y lo estimaba, pero si tuviese que romper su firme determinación
    de permanecer viuda no sería ciertamente para dar su mano como esposa al
    profesor, demasiado castizo y retórico para su gusto sencillo (sin hablar, por
    discreción y elegancia, de lo destartalado que estaba el gramático). Doña Flor se
    reía y bromeaba: aunque viuda y pobre, todavía no estaba tan deteriorada.
    Se reían las amigas: doña Norma, indecisa entre tantos como conocía;
    doña Amelia, alrededor de otros tantos; doña Emina luchaba por Mamede, un
    compatriota sirio, anticuario y colega en viudez, vecino de presencia poco
    continua, pues se demoraba en el interior del Estado comprando santos
    carcomidos, sillas cojas, cristales rotos y hasta orinales viejos. ¿Mamede? Era
    feo como una desgracia; todavía peor que el profesor Epaminondas, según doña
    Flor.
    Hasta doña Enaide vino desde Xame— Xame con un pretendiente en el
    bolsillo, un cuñado suyo, notario en un lugar perdido del río Sao Francisco,
    moreno, de cuarenta y cinco años, calvo y un tanto narigudo, pero alegre y
    divertido, que había juntado un dineral..., todo un partidazo, llamado Aluisio.
    De todos ellos, era el más parecido al descrito por doña Dinorá, por lo menos si
    se creía en la palabra de doña Enaide. Incluso casi poseía el título de doctor, ya
    que fue picapleitos con clientela antes de meterse en política.
    Un único defecto: sólo era soltero por la Iglesia; por lo civil era casado. Se
    llevaba mal con la esposa y se separó de ella hacía más de diez años. Cuando
    mozo era masón y anticlerical, y desdeñó el casamiento por la Iglesia, pero
    ahora estaba dispuesto a aceptarlo si la novia no se opusiera. ¿Por qué no se iba
    a dar por satisfecha doña Flor con que los casara un cura, que por lo demás para
    mucha gente era el único casamiento válido, pues contaba con la bendición de
    Dios, mientras que el acto civil no pasaba de ser un simple contrato firmado
    ante el juez, casi un negocio? Doña Enaide hasta llegó a escribir una carta al
    pariente, llena de loas a la belleza y a la bondad de doña Flor. «¡Qué mujer
    loca!»; si no me quiero casar, menos voy a querer arrimarme, con o sin la
    bendición de Dios.» Y todavía encima teniendo que ir a vivir donde el diablo
    perdió el poncho, en las márgenes del río Sao Francisco y de la selva. Doña Flor
    fingía indignación: en suma, doña Enaide, que se decía su amiga, venía del
    Xame— Xame a proponerle algo vergonzoso y degradante. Todo eso no era más
    que una broma, algo para reír y nada más.
    Cada candidato poseía algunas de las características que lo asemejaban al
    modelo de doña Dinorá. El «Príncipe», sin embargo, era el que menos parecido
    tenía: ni el dinero, ni el título de doctor, ni la edad, ni la robustez y la altura.
    Cuando se hizo presente en la calle, midiendo con inquietos pasos la acera de la
    casa del argentino, frente a las ventanas de la Escuela de Cocina: Sabor y Arte,
    doña Flor pensó que la poética aparición era un festejante de alguna de sus
    jóvenes alumnas o una aventura de alguna casada sin vergüenza.
    Era frecuente que alguna de las muchachas llegara a la escuela en
    compañía del cortejante y el enamorado volvía a aparecer en la esquina antes de
    que terminara la clase, esperando a la pizpireta. Otras, casadas, utilizaban la
    escuela como una pantalla para su descaro, y tras ella atornillaban un par de
    cuernos en la cabeza de los maridos, utilizando el conveniente horario de la
    clase para divertirse con menos riesgos. Asistían a una de las clases y saltaban la
    siguiente, o si no, asistían apenas al comienzo de las lecciones, tomando notas
    del dictado de doña Flor sobre los ingredientes de los manjares, para de ese
    modo probar en la casa su asistencia y aplicación. En realidad, estaban media
    hora en la escuela y una hora y media en el hotel.
    Por lo tanto, cuando lo vio parado junto al farol, melancólico, fumando sin
    cesar, en actitud de espera, doña Flor imaginó que se trataba del pololo de
    cualquiera de las muchachas, de una de las más jóvenes probablemente, pues su
    propia cara era de mozalbete




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    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
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    (Hánjel)





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