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En el hogar y en el cariño de tía Lita y de su marido Thales Porto, en Río
Vermelho, buscó y obtuvo refugio la perseguida Flor cuando huyó de su casa
para casarse con Vadinho.
Porto, sin mucho entusiasmo: no quería complicaciones con doña Rozilda,
mujer de armas tomar y capaz de cualquier cosa; era un hombre que quería vivir
tranquilo. Tranquilo en su rincón, con su pequeño empleo y su manía de pintar.
En las vacaciones pasadas la cuñada ya los había acusado a él y doña Lita de
oponerse al festejo de la sobrina, cuando ella aún le atribuía a Vadinho un mar
de virtudes, cuando el joven era para ella un dios— salvador, un niño— Jesús,
sin que le faltara para ser santo de iglesia nada más que la aureola. Tonta metida
a sabihonda, engreída, llena de tirrias y enconos: eso era doña Rozilda. Y Porto
no quería camorra con mujer tan turbia y petulante. Pero ¿qué hacer, si Flor se
había presentado despeinada, envuelta en llanto, trayendo como escolta a un
Vadinho serio y solemne, muy consciente de su responsabilidad? Venían a
confesar lo irremediable; él le había destapado las vergüenzas, le había comido
la breva, era preciso que se casaran. Lo quisiera o no doña Rozilda, con o sin
mayoría de edad, tenían que casarse. Flor había dejado de ser una joven virgen y
ahora sólo el matrimonio podría restituirle la honra que él le había robado.
Flor, llorando desenfrenadamente, pedía perdón a los tíos. Si había llegado
a tanto, despreciando los rígidos principios familiares, venciendo el miedo y el
pudor, entregando su virginidad al pertinaz inspector de jardines, la única
culpable verdadera era doña Rozilda, con sus trapisondas y su intransigencia,
prohibiéndole cualquier contacto con el enamorado, encerrándola en la casa,
como si ella, una mujer hecha, a la que le faltaba poco para ser mayor de edad,
fuese una criatura. Hasta la había pegado. ¿Quién podía soportar tanto
aborrecimiento? Al fin y al cabo Vadinho no era ningún degenerado, ningún
facineroso, ningún forajido, ningún cangaceiro de la banda de Limpiáo;
tampoco ella tenía quince años; no era una ingenua ignorante de las cosas de la
vida.
Los gastos de la casa, ¿acaso no corrían por cuenta de Flor, que pagaba el
alquiler y la comida? Poca era la contribución de la madre, ya que desde que no
estaba Rosalía el taller de costura sólo recibía algún que otro encargo. En
cambio, la Escuela de Cocina había progresado y de ella vivían la hija y la
madre.
Entonces ¿por qué se arrogaba doña Rozilda el derecho a resolver ella
sólita, a condenar sin apelación, negándose a oír a las personas sensatas, como
tía Lita, don Antenor Lima y el mismo doctor Luis Henrique, padrino de Héctor,
cuya opinión siempre había acatado antes? En esta ocasión había rechazado con
energía los consejos del doctor. Thales Porto meneaba la cabeza: la parienta
había perdido totalmente el sentido.
Ni Flor ni Vadinho podían soportar tal situación. Para el muchacho el caso
se había transformado en una definitiva y emocionante apuesta. Como en la
ruleta o en los dados, frente al azar. Deseaba a Flor y ese deseo lo dominaba
totalmente, de la cabeza a los pies, turbándole la razón como si no existiera otra
mujer en el mundo, como si ella — con su cuerpo regordete y sus mejillas
redondas— fuese la más bella y apetecible hembra de Bahía, la única capaz de
saciar su hambre y su sed, la única que podía remediar su soledad. «No, nunca,
jamás, mientras yo tenga vida», repetía doña Rozilda, rechazando las renovadas
propuestas de casamiento de Vadinho, transmitidas por parientes y amigos.
La propia tía Lita había intervenido días antes, como recordaba Flor. Y la
otra había salido con una letanía de maldiciones, poco menos que a pedradas:
—Mientras Dios me dé vida y salud ese canalla no se casa con mi hija. No
es que ella merezca tantas preocupaciones, es una sonsa, una ingrata, nació para
esclava. Pero yo no lo consentiré, mientras dependa de mí. Prefiero verla muerta
antes que casada con ese vagabundo.
Lita había discutido tratando de convencer a la hermana y romper ese
muro de odio: el amor hacía milagros, ¿por qué no confiar en la regeneración de
Vadinho? Doña Rozilda gruñía, acusadora:
—Basta con el disgusto que tú diste a tu familia cuando te casaste con
Porto. Después él se compuso..., pero ¿y si no se compusiera? ¿Si hubiese
seguido siendo un desvergonzado toda la vida?
Decía desvergonzado acentuando todas sus letras, haciendo que la palabra
estuviese más cargada de vicio y de culpa.
Se refería al pasado de Porto, cuya juventud había transcurrido en los
medios teatrales de Río de Janeiro haciendo excursiones por el interior del país,
pero sin detenerse en las ciudades, como escenógrafo y coreógrafo de compañías
de la legua; habiendo sido también, forzado por las circunstancias, actor y
apuntador, director y dibujante de figurines. Después del casamiento sentó
cabeza, obteniendo empleo en Bahía. De su vida en las candilejas sólo quedaba
un álbum de recortes y un puñado de anécdotas. No perdía ocasión de mostrar
el álbum y contar las anécdotas.
—¿Y no fue un acierto? — contestaba doña Lita, en el fondo orgullosa del
pasado bohemio del marido—. ¿Conoces otro matrimonio más feliz? Además no
tengo ninguna vergüenza de su trabajo en el teatro. No robaba a nadie, ni
engañaba a nadie, ni desfloraba doncellas...
—¿Y cómo iba a desflorarlas si eran todas meretrices, si tenían todas el
traste roto? ¿Dónde iba a encontrar una doncella? Las ganas no le faltarían, no
era trigo limpio.
Aunque era amable y bondadosa, en cierto sentido lo contrario de la
hermana, doña Lita no soportaba, sin embargo, que se ofendiese al esposo, y, si
la espoleaban, se le subía la sangre a la cabeza:
—Haz el favor de meter tu lengua en el trasero y no hablar mal de mi
marido, que no vine aquí para oír tus insultos...
Doña Rozilda, obediente, se quedaba con el rabo entre las piernas,
mascullando disculpas. Doña Lita era la única persona en el mundo por quien
sentía respeto y estimación, y jamás reñía con ella.
—Vine aquí porque quiero mucho a Flor, como si fuera mi hija... ¿Por qué
diablos no dejas que la chica se case? A ella le gusta el muchacho y él está loco
por ella. ¿Porque él no es un todopoderoso como a ti se te metió en la cabeza
que debía ser?
—Estás cansada de saber que yo no me metí nada en la cabeza; ellos
abusan de mí, los miserables. — El recuerdo del monstruoso engaño la
enfurecía—. ¿Sabes una cosa? Es mejor que des esta conversación por
terminada. Con ese inservible no se casa ella mientras de mí dependa. Cuando
tenga veintiún años, si todavía quiere, puede ir y desgraciarse. Antes, no la dejo
y se acabó.
—Tú estás buscando sarna para rascarte... Ya verás...
Y así era, pues ante el fracaso de esta última embajadora, Flor resolvió oír
la voz de la razón. O sea, los argumentos que le susurraba Vadinho intentando
convencerla de que sólo había una solución práctica, viable, posible, y que al
mismo tiempo era una tierna y dulce prueba de amor y confianza. Por último, se
convenció y abrió las piernas, dejando que él la poseyera, como le suplicaba
hacía tanto. Para decir toda la verdad, sin escamotear detalles (ni siquiera con la
simpática intención de mantener íntegros a los ojos del público la inocencia y el
recato de nuestra heroína, presentándola como una ingenua víctima del
irresistible donjuán), debemos decir que Flor estaba loquita por dar, por dar y
darse, y que el fuego le devoraba las entrañas y el pudor con incontenible
llamarada. Un amigo adinerado, Mario Portugal, por entonces soltero y
disipado, le prestó a Vadinho una escondida casita por el lado de Itapoá. En ella,
la brisa desató los cabellos lisos y negros de Flor y el sol puso en ellos azulados
reflejos. Entre el rumor de las olas y el vaivén del viento, él le fue sacando la
ropa, pieza a pieza, beso a beso, mientras le decía, riendo, al tiempo que la
desvestía y se apoderaba de ella:
—No sé yogar estando tapado, aunque sea sólo por la sábana, para cuanto
demás vestido. ¿De qué te avergüenzas, mi bien? ¿No se casa la gente para eso
mismo? Y aunque así no fuera, yogar es cosa de Dios, fue Él quien mandó que se
yogara. «Id a yogar por ahí, hijos míos, id a hacer un nene», dijo Él, y fue una de
las mejores cosas que dijo.
—Por lo que más quieras, Vadinho, no seas hereje...
Y Flor se envolvía en una colcha roja. Todo en aquel cuarto era excitante:
en las paredes, cuadros de mujeres desnudas, reproducciones de dibujos en los
que los faunos perseguían y violaban a las ninfas, y un espejo inmenso frente al
lecho. El tal Mario era un viva la Virgen, y había creado una atmósfera
pecaminosa, con perfumes en el tocador y bebidas heladas. Flor sentía que un
escalofrío le recorría el vientre.
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