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    Jorge Amado( 1912-2001)

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    Mensaje por Maria Lua Miér 08 Ene 2025, 09:41

    Jorge Amado


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    Jorge Leal Amado de Faria
    (Itabuna, Bahía, 10 de agosto de 1912-Salvador de Bahía, 6 de agosto de 2001) fue un escritor brasileño, miembro de la Academia Brasileña de Letras. Era primo del diplomático Gilberto Amado.

    Biografía



    Nació en la Hacienda de Auricídia, en el municipio de Itabuna, al sur del estado de Bahía. Su padre era dueño de una plantación de cacao. Cuando tenía un año su familia se estableció en la población de Ilhéus, en el litoral de Bahía, donde Jorge pasó su infancia. Hizo los estudios secundarios en la ciudad de Salvador, capital del estado. En este período comenzó a trabajar en periódicos y a participar de la vida literaria y fue uno de los fundadores de la llamada Academia de los Rebeldes. Sus obras muestran un Brasil mestizo.

    Jorge publicó su primera novela, llamada El País del Carnaval, en 1931, a los 18 años. Se casó con Matilde García Rosa dos años después, y con ella tuvo una hija, Lila, que nació en 1933, año en que publicó su segunda novela, Cacao.

    Se graduó en la Facultad Nacional de Derecho en Río de Janeiro en 1935. Militante comunista, fue obligado a exiliarse en Argentina y Uruguay entre 1941 y 1942, período en que hizo un viaje por América Latina. Al regresar a Brasil se separó de Matilde García Rosa.

    En 1946 fue elegido miembro de la Asamblea Nacional Constituyente por el Partido Comunista Brasileño (PCB), siendo el diputado más votado del estado de São Paulo. Como diputado fue autor de la ley que asegura la libertad de culto religioso. En este mismo año se casa con la también escritora Zélia Gattai.

    En 1947, año en que nació Joel Jorge, su primer hijo con Zélia, el partido fue declarado ilegal y sus miembros fueron perseguidos y apresados. Jorge tuvo que exiliarse en Francia, donde se quedó hasta 1950. Su primera hija, Lila, murió en 1949. Entre 1950 y 1952, Amado residió en Checoslovaquia, donde nació su hija Paloma.

    Al volver a Brasil, en 1955, Jorge Amado se distanció de la militancia política, pero sin dejar el Partido Comunista. Se dedicó desde entonces integralmente a la literatura. Fue elegido el 6 de abril de 1961 a la Academia Brasileña de Letras. Recibió el título de doctor honoris causa por diversas universidades. También recibió el título de Obá de Xangô en la religión Candomblé.

    Su obra ha sido adaptada al cine, al teatro y a la televisión, y también ha sido tema de varios trabajos de escuelas de samba en el Carnaval brasileño. Sus libros están traducidos a 49 idiomas y publicados en 55 países. Existen también publicaciones en Braille y cintas de audio grabadas para ciegos.

    En 1987 se inauguró en el Largo do Pelourinho, en la ciudad de Salvador de Bahía, la Fundación Casa de Jorge Amado,4​ que abriga y preserva su acervo para investigadores. La fundación también ayuda el desarrollo de actividades culturales en el estado de Bahía.

    Jorge Amado murió en la ciudad de Salvador el 6 de agosto de 2001. Fue incinerado y sus cenizas fueron enterradas en el jardín de su casa el día 10 de agosto, cuando hubiera cumplido 89 años.

    Premios y títulos


    La obra literaria de Jorge Amado recibió diversos premios brasileños y extranjeros, sobresaliendo:

    Premio Lenin de la Paz (Unión Soviética, 1951)
    Premio Jabuti, 1959
    Latinidad (Francia, 1971)
    Nonino (Italia, 1982)
    Orden Carlos Manuel de Céspedes (Cuba, 1988)5​
    Dimitrov (Bulgaria, 1989)
    Pablo Neruda (Rusia, 1989)
    Premio Etruria de Literatura (Italia, 1989)
    Cino del Duca (Francia, 1990)
    Mediterráneo (Italia, 1990)
    Premio Luís de Camões (Brasil-Portugal, 1995)
    Ministério da Cultura (Brasil, 1997)
    Recibió los títulos de Comendador y Grande Oficial de las órdenes de Argentina, Chile, España, Francia, Portugal y Venezuela. Recibió también títulos de Doctor Honoris Causa de universidades de Brasil, Portugal, Italia, Israel y Francia. El título francés fue el último que recibió personalmente, en 1998, cuando ya estaba enfermo.

    El 4 de diciembre de 2014 recibió (post mortem) de la Asamblea Legislativa de Bahía el Título de Ciudadano Benemérito de la Libertad y Justicia Social João Mangabeira.6​7​ en razón de su trayectoria en defensa de los intereses sociales, la más alta distinción del Estado.8​

    En 2012, Correos de Brasil lanzó el sello Jorge Amado 100 años, en honor al centenario del nacimiento del escritor,9​ como también fue honrado por la escuela de samba Imperatriz Leopoldinense con la trama Jorge, Amado Jorge.10​

    En 2017 fue honrado por la ciencia brasileña al utilizar su nombre como inspiración para bautizar una nueva especie de anfibio en territorio brasileño, el Phyllodytes amadoi.11​


    La Fundação Casa de Jorge Amado (à la derecha, en azul) en Largo do Pelourinho en Salvador de Bahía.




    Obras




    Novelas

    El país del Carnaval, 1931
    Cacao, 1933
    Sudor, 1934
    Jubiabá, 1935
    Mar Muerto, 1936
    Capitanes de la arena 1937
    Tierras del sin fin, 1943
    San Jorge de los Ilheus, 1944
    Seara roja, 1946
    Los subterráneos de la libertad (3 volúmenes, 1954)
    Gabriela, Clavo y Canela, 1958
    Los viejos marineros o Capitán de altura, 1961
    Los pastores de la noche, 1964
    Doña Flor y sus dos maridos, 1966
    Tienda de los milagros, 1969
    Teresa Batista cansada de guerra, 1972
    Tieta de Agreste, 1977
    Uniforme, frac y camisón de dormir, 1979
    Tocaia grande, 1984
    La desaparición de la santa, 1988
    De cómo los turcos descubrieron América, 1994

    Relatos

    La muerte y la muerte de Quincas Berro Dágua, 1961
    Del reciente milagro de los pájaros, 1979
    Libros para niños
    El Gato Mallado y la golondrina Siñá, 1976
    La pelota y el arquero, 1984
    Biografías
    El ABC de Castro Alves, 1941
    El Caballero de la esperanza (biografía de Luís Carlos Prestes), 1942

    Teatro

    El amor del soldado, 1947

    Memorias

    El niño grapiuna, 1982
    Navegación de cabotaje, 199212​





    Breve análisis de su obra


    Jorge Amado adoptó un compromiso social con los pobres, los desposeídos, los marginados de la sociedad: obreros, campesinos, rameras y vagabundos pueblan sus novelas, se convierten en protagonistas y héroes.

    Con el paso de los años, Amado fue cambiando su concepción del bien y el mal, de la pobreza y la riqueza: en los momentos de militancia comunista aceptaba el bien identificado con la pobreza y el mal con la riqueza, poco a poco comprendió que el bien y el mal no son frutos de la pobreza o la riqueza, sino que nacen de la voluntad y el carácter de cada persona.[cita requerida]

    Su obra literaria tuvo dos fases bien diferenciadas: en primer lugar, de carácter claramente social y político, lo que puede verse en obras como O País do Carnaval, Cacau, Suor, Jubiabá, Capitães de areia y Os subterrâneos da liberdade, entre otras. En obras como Gabriela, Cravo e Canela, Dona Flor e Seus Dois Maridos', Tenda dos milagres, Tereza Batista cansada de guerra y Tieta do Agreste, se percibe una vertiente más regionalista, según la opinión del profesor, crítico e historiador de la literatura brasileña Alfredo Bosi.13​

    El éxito de la literatura latinoamericana de la década de los años 60 tuvo un precursor en la obra de Jorge Amado, en cuyas obras mezcla el realismo social con unas acertadas dosis de humor, erotismo y sensualidad, con el heroísmo de la tradición romántica del siglo XIX, y con las pasiones, los amores y los odios propios del melodrama.

    Novelas de Bahía


    Esta denominación, dada por el propio escritor, se refiere a las novelas que tienen a Salvador de Bahía como escenario. Jorge Amado denuncia las injusticias sociales y la opresión en un mundo dividido entre buenos y malos, negros y blancos, oprimidos y opresores, pobres y ricos: O país do Carnaval, Suor y Capitães da areia.

    Novelas ligadas al ciclo del cacao
    En Cacau, São Jorge dos Ilhéus y Terras do sem-fim denuncia la explotación de los trabajadores rurales por los exportadores de cacao en las haciendas del sur de Bahía; Amado narra historias líricas de malandrines y vagabundos elevados a la categoría de héroes románticos y folletinescos: Mar morto, Gabriela, cravo e canela, ésta de 1958, se convirtió en uno de los mayores éxitos editoriales de la literatura brasileña. En esta tendencia se encuadra también la novela A morte e a morte de Quincas Berro d'Água, en la que Jorge Amado crea uno de sus mejores personajes, el marinero Quincas Berro d'Água. En estas novelas las protagonistas son grandes heroínas, muy conocidas por el público brasileño: Gabriela, Tieta do agreste y Dona Flor.

    Otras obras


    Jorge Amado escribió también dos importantes biografías noveladas: ABC de Castro Alves y O cavaleiro da esperança en la que narra la vida de Luís Carlos Prestes, el primer presidente del Partido Comunista Brasileño.

    En 1992, Amado publicó Navegação de cabotagem, cuyo subtítulo es "apuntes para un libro de memorias que jamás escribiré", un libro de escritos fechados pero no ordenados cronológicamente, en los que el autor relata pasajes de su vida personal y de su carrera literaria.

    Estilo literario


    Amado representó el modernismo regionalista (segunda generación de modernismo).13​, junto con Arico Verissimo, Rachel de Queiroz, José Américo de Almeida, José Lins do Rego y Graciliano Ramos.



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    Jorge Amado( 1912-2001) Empty Re: Jorge Amado( 1912-2001)

    Mensaje por Maria Lua Miér 08 Ene 2025, 09:44

    BIOGRAFÍA

    Jorge Amado nació en Pirangi, Bahía, el 10 de agosto de 1912. Nació en la Hacienda Auricídia, en la ciudad de Itabuna, una plantación de cacao ubicada al sur del estado de Bahía. Hijo del dueño de la hacienda, cuando tenía un año de edad, su familia se estableció en la ciudad de Ilhéus, litoral de Bahía, donde Jorge pasó su infancia.Él mismo confesaba que su abuela materna era india y su bisabuelo negro, por lo que decía sentirse más negro que latino. Estudió con los jesuitas en la ciudad de Salvador. Se graduó en la Facultad Nacional de Derecho de Río de Janeiro. En este periodo, comenzó a trabajar en periódicos y a participar de la vida literaria, siendo uno de los fundadores de la llamada Academia de los Rebeldes. Publicó su primera novela a los dieciocho años: El País del Carnaval. Dos aos después se casó con Matilde Garcia Rosa, y tuvo una hija, Lila, que nació en 1933. En este año, publicó su segunda novela, Cacao. En el año 1945, fue electo miembro de la Asamblea Nacional Constituyente, por el Partido Comunista Brasileño (PCB). Como diputado, fue el autor de la ley que asegura la libertad de culto religioso. En este mismo año, se casó con la también escritora Zélia Gattai. En 1947 nació su primer hijo con Zélia pero las dificultades de nuevo aparecieron ya que el partido comunista fue declarado ilegal y tuvieron que exiliarse de nuevo a Francia, donde se quedó hasta el año 1950, cuando fue expulsado. Su primera hija, Lila, murió en 1949. Desde 1950 hasta 1952, Amado residió en Checoslovaquia, donde nació su hija Paloma.

    Al volver a Brasil en 1955, Jorge Amado se distanció de la militancia política, pero sin dejar el Partido Comunista. Se dedicó, desde entonces, íntegramente a la literatura. Fue elegido miembro de la Academia Brasileña de Letras y Doctor Honoris Causa por diversas universidades. También recibió el título de Obá de Xangô en la religión Candomblé. En 1987, fue inaugurada en el Largo do Pelourinho, ubicado en la ciudad de Salvador, Bahía, la Fundación Casa de Jorge Amado.  Jorge Amado murió en la ciudad de Salvador el 6 de agosto de 2001.



    BIBLIOGRAFÍA

    Novela:
    El país del Carnaval, 1931
    Cacao, 1933
    Sudor, 1934
    Jubiabá, 1935
    Mar Muerto, 1936
    Capitanes de la arena 1937
    Tierras del sin fin, 1943
    San Jorge de los Ilheus, 1944
    Seara roja, 1946
    Los subterráneos de la libertad (3 volúmenes, 1954)
    Gabriela, clavo y canela, 1958
    Los viejos marineros o El capitán de Ultramar, 1961
    Los pastores de la noche, 1964
    Doña Flor y sus dos maridos, 1966
    Tienda de los milagros, 1969
    Teresa Batista cansada de guerra, 1972
    Tieta de Agreste, 1977
    Uniforme, frac y camisón de dormir, 1979
    Tocaia grande, 1984
    La desaparición de la santa, 1988
    De cómo los turcos descubrieron América, 1994

    Relato:
    La muerte y la muerte de Quincas Berro d'Agua, 1961
    Del reciente milagro de los pájaros, 1979

    Infantil:
    El Gato Manchado y la golondrina Sinhá, 1976
    La pelota y el arquero, 1984

    Biografía:
    El ABC de Castro Alves, 1941
    El Caballero de la esperanza (biografía de Luís Carlos Prestes), 1942

    Teatro:
    El amor del soldado, 1947

    Memorias:
    El niño grapiuna, 1982
    Navegación de cabotaje, 1992

     

    PREMIOS

    Premio Stalin de Paz (Unión Soviética, 1951)
    Premio Jabuti, 1959
    Latinidad (Francia, 1971)
    Nonino (Italia, 1982)
    Dimitrov (Bulgaria, 1989)
    Pablo Neruda (Rusia, 1989)
    Premio Etruria de Literatura (Italia, 1989)
    Cino del Duca (Francia, 1990)
    Mediterráneo (Italia, 1990)
    Premio Luís de Camões (Brasil-Portugal, 1995)
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    Mensaje por Maria Lua Miér 08 Ene 2025, 09:50

    Jorge Amado, literatura y política de un escritor que no pierde vigencia


    Para homenajear la vida y obra del autor brasileño, a 108 años de su nacimiento, conversamos con Gonzalo Aguilar, doctor por la Universidad de Buenos Aires, docente e investigador, quien nos ofrece un interesante panorama de quien supo marcar una época en las letras del país vecino.


    Cerca de una plantación de cacao, ubicada al sur del Estado de Bahía, fue bautizado como Jorge Leal Amado de Faria. Había nacido el 10 de agosto de 1912, en Itabuna, pero su infancia transcurrió en la ciudad de Ilhéus. De abuela materna india y bisabuelo afro, decía sentirse “más negro que latino”. Estudió con los jesuitas en la ciudad de Salvador y se graduó en la Facultad Nacional de Derecho de Río de Janeiro. Sin embargo, su vida no fue la de abogado. De muy joven comenzó a trabajar en periódicos y a escribir literatura. Publicó su primera novela, El país del carnaval, a los dieciocho años. A los veinte, ya estaba casado y con una hija. Y todo esto era solo el principio.

    Los libros, la política, las mujeres, el país atravesaron su vida hasta los 88 años, cuando murió el 6 de agosto de 2011. Además de su prolífica producción literaria -escribió novelas, relatos, memorias, biografías, teatro, libros para niños-, tuvo una intensa actividad pública y ciudadana: logró ser miembro electo de la Asamblea Nacional Constituyente, por el Partido Comunista Brasileño (PCB) y, como diputado, fue autor de la ley que proclamaba la libertad de culto religioso.

    Se casó por segunda vez con la escritora Zélia Gattai, con quien dos hijos más. La familia, a causa de la persecución por sus ideas comunistas, se exilió en Francia, hasta que fue expulsado en 1950. Luego, residió en la entonces Checoslovaquia. Cinco años después volvió a su Brasil natal y, abandonó de cierta forma su militancia política, pero no sus ideas y se dedicó solo a escribir.

    Entre sus libros más notables, El país del carnaval (1931); Cacao (1933); Capitanes de la arena (1937); Tierras del sin fin (1943); Doña Flor y sus dos maridos (1966); Tienda de los milagros (1969); Del reciente milagro de los pájaros (1979); El amor del soldado (1947); El niño grapiuna (1982); Navegación de cabotaje (1992), y tantos otros. Por ellos, y por su extensa trayectoria en las letras brasileñas, recibió varias distinciones: fue elegido miembro de la Academia Brasileña de Letras; Doctor Honoris Causa por diversas universidades; recibió el título de Obá de Xangô en la religión Candomblé; y los premios Latinidad; Nonino; Orden Carlos Manuel de Céspedes; Pablo Neruda; Cino del Duca, y una distinción del Ministerio de Cultura de Brasil.



    Gonzalo Aguilar, doctor por la Universidad de Buenos Aires, profesor de Literatura Brasileña y Portuguesa en la misma Universidad, e investigador del Conicet, nos acerca más a la vida y obra de quien supo, con su literatura, marcar una época en el país vecino.

    -Jorge Amado es considerado uno de los grandes autores de la literatura brasileña. ¿A qué se debe ese lugar?

    -Sea como emblema de la cultura bahiana y nordestina, como militante comunista que pone su literatura al servicio de una causa, o como narrador que crea fábulas y alegorías que conmueven a miles de lectores, hay varios motivos por los cuales puede ser considerado uno de los grandes autores de la literatura brasileña. Amado no es una figura sencilla, sino que conviven en su trayectoria diversas identidades. Desde los treinta hasta mediados de los años cincuenta, se caracteriza por ser un escritor del Partido Comunista y varias de sus novelas continúan siendo hoy muy importantes para entender la vida social y trabajadora de una parte de la historia brasileña del siglo XX. Más allá de sus rasgos pedagógicos y panfletarios, sus novelas son grandes frescos sociales. Pero es después de los sesenta que Jorge Amado se reinventa a sí mismo y ahí aparecen sus grandes personajes femeninos que son los que lo caracterizan: Gabriela, Doña Flor, Teresa Batista, Tieta, para nombrar a las más conocidas. Si sumamos todos sus periodos, sus novelas y sus declaraciones, tenemos a un personaje fascinante, alguien sin el cual muchas características de la cultura brasileña del siglo XX no se entenderían del todo. Además, su literatura es muy actual. En esa permanencia, cuenta tanto su percepción de lo femenino como de las religiones afrobahianas y de la relevancia de la cultura negra para la historia de Brasil. Si pensamos que actualmente hay en Brasil un gobierno que ataca las políticas de género, que defiende un cristianismo autoritario y que refuerza las actitudes racistas, entonces Jorge Amado vuelve a transformarse en un autor necesario, rebelde y fascinante.

    -En gran parte de la obra de Amado, se exponen varias cuestiones que tienen que ver con la realidad social. Lo vemos también en el protagonismo de muchos de sus personajes que habitan más en los márgenes que en los centros. ¿Podemos decir que fue un escritor comprometido, al estilo sartreano?

    -Jorge Amado es un escritor comprometido, pero no necesariamente en la línea de lo que planteaba Jean-Paul Sartre. El libro de Sartre ¿Qué es la literatura? es de 1947 y Jorge Amado ya era un escritor comprometido en los años treinta. Amado nació en 1912 en Bahía, un estado del nordeste de Brasil que es una de las zonas más pobres del país, pero con una fuerte tradición histórica: el aporte de la cultura negra, el candomblé (la religión afrobahiana), el cultivo de la caña de azúcar en la época colonial, el crecimiento del cacao en la zona en la que nació Amado (muy cerca de Itabuna, la capital mundial del cacao). Él surge como escritor en los años treinta, su primera novela importante es justamente de 1933: Cacao. En ese momento, había dos grandes transformaciones culturales que van a confluir en Amado escritor. En primer lugar, las vanguardias brasileñas de la década del veinte modernizaron la escritura de la prosa y, en los treinta, hay una respuesta desde el nordeste de aprovecharse de esa modernización, pero trabajándola en clave social. Son “los Búfalos del Nordeste” como se los llamó: Jorge Amado, Graciliano Ramos, Rachel de Queiroz, José Lins do Rego. En segundo lugar, la Unión Soviética comienza con políticas culturales y estéticas en todo el mundo, primero con el Comintern y ya en los años treinta, bajando una línea muy fuerte de la necesidad de que la novela sea representativa, realista y de carácter social. Como militante del Partido Comunista, Jorge Amado se irá alineando cada vez más con las políticas del Partido y será uno de sus defensores más acérrimos. Por lo menos hasta Gabriela, clavo y canela, de 1958, cuando da un giro importante en su obra.

    -En relación con ese compromiso, hay una gran lectura política en su literatura. Amado aborda temáticas como la riqueza y la pobreza, el bien y el mal, la lucha de clases, etc. En este sentido, ¿creés que sus ideas fueron mutando a lo largo de su producción, en consonancia con los acontecimientos vertiginosos del siglo XX?

    -Amado fue un férreo defensor del comunismo y hasta fines de los cincuenta es ajeno a la crítica o a la autocrítica. Pablo Neruda cuenta en sus memorias Confieso que he vivido cómo Amado se puso a llorar cuando en la Unión Soviética comenzaron a revisar y a reconocer los errores y crímenes cometidos durante el stalinismo. Neruda, que era políticamente más astuto, se sorprende con la ingenuidad de Amado. Esta adhesión lo llevó a plasmar en sus novelas concepciones que venían de las conclusiones a las que arribaban los diferentes congresos del Partido que se hacían periódicamente y que los escritores aplicaban en sus textos. Por ejemplo, la idea del país dualista (industrial y campesino) se percibe en algunas de su novelas, así como la necesidad de hacer alianza con la burguesía cuando es la política de los frentes y, entonces, escribe Jubiabá en 1935. Ahora bien, su conocimiento de la problemática regional y las características peculiares del nordeste lo llevaron a poner un acento en temas que eran laterales en la agenda del Partido: por ejemplo, en la cuestión negra, en el peso de la cultura popular y su manera de narrar (que da el estilo de Sudor) o el lugar de los niños en la cultura urbana latinoamericana, como en Capitanes de la arena. La crítica del autoritarismo patriarcal tiene una amplitud mayor que las “tesis” que surgían de los congresos del Partido.

    -Amado escribió también sobre el amor y el sexo. Hay quienes dicen que se volvió más popular (e incluso internacional) cuando empezó a explorar los complejos rincones del corazón y dejó que la idealización romántica se mezclara con la tradición picaresca. ¿Pensás que es así?

    -Lo popular picaresco siempre estuvo en su obra, pero en los sesenta se libera de un lastre pedagógico y moralista que lo limitaba. La muerte y la muerte de Quincas Berro de Agua, de 1962, ya es una narrativa puramente popular, que se alimenta de la literatura de cordel que son los libritos artesanales anónimos que se venden en las estaciones de ómnibus y en las plazas del nordeste. La leyenda comienza a desplazar a la historia, la magia a las explicaciones racionales, los placeres presentes a los objetivos políticos. Su literatura comienza a ser más sensorial, atenta al paisaje que lo rodea y además su compromiso con la religión afrobahiana se hace cada vez más fuerte. Con el pintor argentino Carybé y el fotógrafo francés Pierre Verger forman un grupo que defiende el candomblé, le da proyección internacional y registra sus ritos (Carybé como pintor y escultor, Verger como fotógrafo y Amado como escritor). Pese a que nunca dejó de adherir al marxismo, Jorge Amado fue practicante del candomblé y llegó a tener un lugar jerárquico y de importancia en los terreiros (como se llama a los lugares donde se practica el candomblé). Eso se percibe en toda su literatura, como en Doña Flor, por ejemplo, donde la crítica a la burguesía se combina con una exploración de la magia y la religión. Ese cambio también significó un privilegio de los personajes femeninos que traían ese placer del presente, la sensualidad, el erotismo y una corporalidad que va a ser cada vez más importante en su narrativa.

    -¿Cambia, entonces, su figura de escritor?

    -Sí, al militante adusto e inflexible le sucede el anfitrión bon vivant y amante de las cosas de su tierra. Su libro Navegación de cabotaje, escrito en 1986, evoca pasajes de su vida y es muy entretenido, y justamente comienza rememorando una conversación con Ilyá Ehrenburg y advirtiéndonos que ciertos secretos que conoce por haber sido militante del Partido Comunista no los revelará. Navegación de cabotaje, en ese juego entre la confesión y el recato, está entre sus mejores libros.

    -En ese sentido, ¿varía también el tipo de internacionalización que tienen sus novelas?

    -Varía, sí. Si en la primera época, desde 1930 a 1960, la internacionalización estaba ligada al internacionalismo, es decir, a los movimientos que aspiraban a expandir al comunismo a escala mundial; a partir de 1960 comienzan a formar parte de la proyección de lo latinoamericano. Después de la Revolución Cubana, surge un nuevo repertorio icónico de lo que podía ser una revolución: los jóvenes barbudos que bajaban de la Sierra, las fotos en un paisaje caribeño y tropical, el charme del Che Guevara, la irrupción de un gobierno diferente que no encuadraba en ninguna de las previsiones intelectuales e históricas. Esa visibilidad del continente vino acompañada por una serie de rasgos de la cultura popular que encontraron su mejor expresión en la narrativa. Jorge Amado puede parecer en principio ajeno a esas narrativas (en el sentido en que le falta lo experimental), pero sus novelas posteriores a Gabriela, clavo y canela cambiaron el eje de la lucha de clases como motor de la narrativa al de la cultura popular. Este desplazamiento puso en primer plano dimensiones como la magia, lo femenino, la cocina afrobahiana y la inmigración que no es que no estuvieran antes, pero que adquirían otro valor. Esa temática tendría una proyección increíble en narrativas posteriores y sobre todo en best-sellers latinoamericanos de los años noventa.

    -En relación con el Boom latinoamericano, hay quienes consideran a Amado parte de ese grupo de escritores y otros que no. ¿Qué opinás?

    -Yo no diría que fue un autor del Boom. De la literatura brasileña estuvieron más cerca Guimarães Rosa y Clarice Lispector. Jorge Amado era de otra generación, tenía relación con el comunismo y con una novelística menos experimental. Hay que pensar que en su momento se consideraron muy audaces las novelas de Cortázar, Fuentes, Vargas Llosa y García Márquez. Claro que la latinoamericanización que implicó el Boom y el aumento de las ventas de las novelas (muchas de ellas narraciones alegóricas) ayudaron a que Jorge Amado participara del fenómeno de los sesenta y aún después, cuando comenzaron a adaptarse sus novelas al cine. Doña Flor y sus dos maridos fue un éxito de taquilla en la Argentina y también les fue bien a Tienda de los milagros; Gabriela clavo y canela y, mucho tiempo después, vino Tieta de Agreste. O sea que sus relaciones con el mercado siempre fueron muy buenas. El Boom benefició a escritores que ya tenían una obra importante como Asturias, Rulfo, Borges o Amado, pero sin duda Amado fue el que mejor aprovechó la ampliación del público lector que se dio en los sesenta.



    -Para quienes quieren entrar al mundo de Jorge Amado, ¿por dónde comenzar y qué cosas tener en cuenta?

    -Hay varias maneras de entrar en Jorge Amado. Si tuviera que hacer una hoja de ruta, diría que hay cinco entradas: la política, la mágica, la turística, la cinematográfica y la lectura de género.

    La política: leer Cacao, Capitanes de la arena, Teresa Batista cansada de guerra y Tocaia Grande (el Macondo de Amado), prestando atención a los signos de la violencia y a los modos de dominación. El lector entenderá aspectos de la historia brasileña y de cómo la esclavitud se mantuvo en Brasil como una suerte de invariante estructural aunque con diferentes modulaciones.

    La mágica: leer Doña Flor y sus dos maridos y Tienda de los Milagros. Percibir en los personajes la importancia de la cultura afrobahiana, de los ritos del candomblé (sobre todo en la segunda) y las relaciones con la población negra.

    La turística: en 1945, Amado publica una guía turística de Bahía que irá reescribiendo a lo largo de los años: Bahía de todos los santos (Guía de calles y misterios). Es un texto fundamental si uno quiere visitar la ciudad. Mi primer viaje a Bahía fue en 1985, y ese año el Carnaval fue en homenaje a Jorge Amado. Su rostro estaba en grandes carteles en todas las calles así como los personajes de sus novelas y sus paisajes. Todo el mundo de Jorge Amado, presente en el carnaval. Junto con el cineasta Glauber Rocha (que hizo una película sobre él, Jorjamado no cinema), los músicos Dorival Caymmi, Gal Costa, Caetano Veloso, Gilberto Gil y Maria Bethania y el bloco afro Olodum, Amado es uno de las celebridades de la ciudad. Su casa en Rio Vermelho (uno de los barrios más tradicionales, donde se festeja la fiesta de Iemanyá, la diosa de las aguas) es como un monumento inaccesible que se contempla de lejos. Con este libro de Amado, uno puede unir los recorridos por la ciudad real con los innumerables mitos que generó. En la parte más antigua de la ciudad, donde estaba el Pelourinho (el camino por el que bajaban los esclavos para ser vendidos), está la Fundación Casa de Jorge Amado, en el centro mismo de la ciudad. Si uno viaja a Bahía, es fundamental leer antes a Jorge Amado mientras se escucha a Dorival Caymmi.



    La cinematográfica: se han hecho muchas adaptaciones al cine de las novelas de Jorge Amado. La gran actriz Sonia Braga interpretó las más importantes: Tieta do Agreste, Gabriela, Doña Flor y sus dos maridos. Si yo tuviera que recomendar dos películas para entrar en el mundo de Jorge Amado, sin duda recomendaría Doña Flor y La tienda de los milagros. Esta última fue dirigida por Nelson Pereira dos Santos, uno de los grandes directores del Cinema Novo, tiene música de Gilberto Gil, y cuenta la historia de un intelectual que desafió el racismo a principios del siglo XX. Hecha en 1977, coincide con los movimientos de afirmación de la negritud y eso lo muestra en la película. Pese a ser una película de reconstrucción histórica, hay una escena documental del carnaval bahiano de esos años musicalizado con una canción afro del disco Refavela de Gilberto Gil). Doña Flor es la historia de una mujer quien debe optar entre un esposo vagabundo y otro que es un médico respetable. Decide quedarse con los dos (la historia es más complicada, pero no quiero spoilear más). José Wilker y Sonia Braga hacen grandes papeles, la dirección fue de Bruno Barreto y el gran documentalista Eduardo Coutinho participó como guionista.

    La lectura de género: desconozco si se han hecho lecturas de género de la narrativa de Jorge Amado, ya que no soy un especialista en su obra. Sus papeles femeninos parecen a primera vista el resultado de una imaginación masculina, con ciertos rasgos paternalistas y con un privilegio de la mirada erótica. Hasta podríamos decir que se alimentan de ciertos estereotipos de lo femenino. Sin embargo, cuando un escritor o escritora compone un personaje femenino muy poderoso, uno puede decir que esos personajes ya comienzan a actuar por sí solos, con una fuerza demoledora que el lector o la lectora pueden oponer a las propias ideas del autor. Creo que es el caso de Gabriela, Doña Flor, Teresa Batista o Tieta: son personajes que hacen que la literatura de Jorge Amado continúe viva.



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    Mensaje por Maria Lua Miér 08 Ene 2025, 14:11

    Doña Flor y sus dos maridos (Dona Flor e seus dois maridos)


    Doña Flor y sus dos maridos (Dona Flor e seus dois maridos) es una de las novelas más conocidas del escritor brasileño Jorge Amado, miembro de la Academia Brasileña de Letras. Se publicó en 1966 y ha sido adaptada al cine en la película del mismo nombre, al teatro y en televisión.1​

    El libro incluye palabras y descripciones bastante realistas de la vida bohemia de Salvador de los años 40, con pasajes sobre comida y remedios, el libro es extenso y apela a la nostalgia de la vida cotidiano del pasado bahiano.

    Resumen
    Doña Flor, directora de una prestigiosa escuela de cocina de Bahía, se ha casado dos veces. La primera con Vadinho, un juerguista impenitente, conocido en todos los bares y burdeles de la ciudad y excepcional e insaciable amante. Cuando muere, a causa de sus excesos, su esposa vuelve a casarse.

    Pero Teodoro, su segundo marido, es todo lo contrario. Se trata de un farmacéutico cuarentón, rígido y pudoroso, que lleva una vida impecable. Pero, al año de esta segunda boda y para susto de doña Flor, el travieso espíritu del encantador Vadinho reaparece con la misma fogosidad sexual de antaño.

    La dama se verá ante la disyuntiva de elegir entre rechazar los impetuosos apetitos de su primer marido y mantenerse fiel al segundo o aceptarlos ya que, al fin y al cabo, él también es su esposo. Así, optará por la segunda opción que le proporciona la formalidad de Teodoro y el goce de Vadinho.

    En la novela hay otro rasgo muy destacable y siempre presente en la obra de Amado: las artes culinarias y el goce para los sentidos que ellas suponen, siempre en estrecha relación con el erotismo y la mitología local. En suma, una hermosa novela costumbrista pero cargada de ironía, lirismo, algo de sátira social y un verdadero derroche de sensualidad.


    ****************



    Sinopsis
    Repentinamente viuda a los treinta años, Doña Flor, siempre desgarrada entre la voluntad y el instinto, se casa en segundas nupcias con Teodoro, el metódico y pudoroso farmacéutico de Bahía, con quien pretende estabilizar su vida. Pero, para su sorpresa, pronto se verá requerida de nuevo por su primer marido, el incorregible Vadinho, un sensual, holgazán y juerguista calavera que volverá del más allá con sus capacidades amatorias intactas, dispuesto a poner a prueba la relación de la ejemplar pareja. Una novela inolvidable que plasma todo el sabor, el humor y el encanto de la vida bahiana.



    *******************


    Publicada en 1966, “Doña Flor y sus dos maridos” es una novela excepcional: refleja las costumbres de la agitada sociedad de Salvador de Bahía, aborda la rígida moral pública que impera en el Brasil de mediados del siglo XX y cuenta una historia de amor y pasión que tiene como protagonistas a Florípedes Guimarães, Vadinho Santos y el doctor Teodoro Madureira.

    Doña Flor, mujer encantadora y exuberante, segura de sí misma, desafiante de ciertas costumbres sociales y dueña de la Escuela de Culinaria “Sabor y Arte” se casa -desoyendo el consejo de su madre y sus amigas- con el popular Vadinho, un habitué de los casinos, bares y prostíbulos de la ciudad en la que es conocido tanto por hombres como por mujeres de todas las clases sociales.

    Pícaro, haragán, bebedor y libidinoso, Vadinho es, sin embargo, un ser noble que sólo busca disfrutar de la vida aunque esto lo lleve a mentir a los demás, rebuscárselas para tener dinero y atentar contra la tranquilidad de su esposa. Doña Flor, no obstante sus sufrimientos y lamentaciones, es capaz de perdonar a su esposo todos los males causados debido a la intensa vida sexual que llevan, que desconoce de tiempos propicios y lugares adecuados y es satisfecha con total entrega en cuanto surge la pasión.

    Víctima de sus excesos, Vadinho muere a los 30 años en medio del desfile de carnaval, hecho que sume a Doña Flor en la incertidumbre de su futuro y en la más profunda de las tristezas por la pérdida del ser amado, pero también en el absoluto e inconfesable temor de nunca más volver a ser feliz en la cama, junto a un hombre.

    No obstante, cumplido el riguroso luto que indica la moral occidental y cristiana, Doña Flor se ve renacer a sí misma cuando aparece en su vida el doctor Teodoro, quien es exactamente lo opuesto a Vadinho: soltero y recatado, trabajador y disciplinado, cauto y conservador, dueño de la farmacia más famosa de Salvador y de una posición socioeconómica de prestigio.

    El segundo matrimonio dará a la protagonista la seguridad de una vida estable y tranquila a la que, de todas maneras, le faltará lo que al primero le sobraba: sexo. Es que Teodoro es metódico hasta para desnudar a su mujer, y sólo se permite hacerle el amor durante las noches de los miércoles y sábados -único día, además, en el que se lo hará dos veces si el cansancio no lo duerme-.


    Clásico. La novela, publicada en 1966, describe con tal precisión a Salvador de Bahía que ocupa un lugar de privilegio.
    La monotonía de esta situación llevará a Doña Flor a implorarle a los dioses paganos -que se presentan de a decenas a lo largo de la novela y tienen una presencia permanente en la vida bahiana- que traigan de vuelta a Vadinho, quien para su propia sorpresa volverá al mundo siendo sólo visible por ella.

    Es éste el momento en que a Doña Flor se le presenta el gran dilema moral de su vida: entregarse por última vez a Vadinho o serle fiel a Teodoro, siendo que ambos la hicieron feliz y sufriente, aunque por motivos diametralmente distintos.

    ¿Podrá el respeto por la pareja sobreponerse a la pasión de un reencuentro con un viejo amor? ¿Los deseos deben ser aplacados o satisfechos? ¿A qué precio? Técnicamente, ¿es infidelidad hacer el amor con el fantasma de un marido muerto? Si ocurriera, ¿qué le garantiza a Doña Flor que allí encontrará la alegría vital que siente perdida? Tales serán las idas y vueltas que rondarán por la cabeza y el corazón de la protagonista, quien debe salir de ese trance optando por una de las dos opciones.

    Si bien “Doña Flor y sus dos maridos” es una gran novela, por momentos se la percibe innecesariamente larga, sensación que se acrecienta en las últimas páginas cuando el autor -Jorge Amado- parece enfrentarse a la dificultad de cerrar la historia.

    El libro tiene un ritmo muy ágil gracias al pulso narrativo de Jorge Amado, quien describe con precisión y adentra al lector a un mundo repleto de personajes -todos tienen su lugar exacto en la historia: políticos y periodistas; ricos, clase media y pobres; empresarios, profesionales y empleados; prostitutas y tarotistas; taxistas y croupiers-. Ante ellos será inevitable que los lectores los referenciemos con conocidos propios o situaciones familiares, lo cual demuestra que pese al correr del tiempo y la evolución de la sociedad hay personas y conductas que se mantienen inalterables.

    Clásico de las letras brasileñas, “Doña Flor…” nos invita a encontrar el lirismo en la vida que llevamos y disfrutar de las personas y situaciones que nos rodean, ya que al no saber hasta cuándo rondaremos por este mundo lo mejor será que aprendamos a maridar en dosis justas el relajo de Vadinho, la entrega de Teodoro y la felicidad de Doña Flor.

    ***********************


    Inmenso retablo de las maravillas, homenaje a la vida y canto de libertad, DOÑA FLOR Y SUS DOS MARIDOS gira en torno al conflicto al que se ve enfrentada la protagonista cuando, viuda y casada en segundas nupcias con el pudoroso y circunspecto Teodoro, se ve requerida nuevamente desde el más allá por Vadinho, su anterior marido, holgazán, juerguista, enredador y fogoso amante. Contra un fondo sensual y colorido en el que lo maravilloso y lo cotidiano interactúan con toda naturalidad, el popular escritor brasileño Jorge Amado plasma en esta novela inolvidable y en su pintoresca galería de personajes todo el sabor, el humor y el encanto de la vida bahiana.



    ************************

    Tomado de varias páginas.


    _________________



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    Mensaje por Maria Lua Miér 08 Ene 2025, 14:15

    Jorge Amado

    Doña Flor y sus dos maridos



    ESOTÉRICA Y CONMOVEDORA AVENTURA VIVIDA POR
    DOÑA FLOR, PROFESORA DE ARTE CULINARIO, Y SUS DOS
    MARIDOS: UNO, EL PRIMERO, APODADO VADINHO; OTRO, EL
    SEGUNDO, EL FARMACÉUTICO DR. TEODORO MADUREIRA LA
    EXTRAORDINARIA BATALLA LIBRADA ENTRE EL ESPÍRITU Y LA
    MATERIA. NARRADA POR JORGE AMADO, ESCRIBA PÚBLICO
    ESTABLECIDO EN EL BARRIO DE RÍO VERMELHO, EN LA CIUDAD
    DEL SALVADOR DE BAHÍA DE TODOS LOS SANTOS, EN LAS
    VECINDADES DEL LARGO DE SANTANA DONDE HABITA
    YEMANJA, SEÑORA DE LAS AGUAS.



    A Zélia, en la tarde quieta del jardín, con los gatos, en la cálida ternura de
    este abril; para Joáo y Paloma, en la mañana de las primeras lecturas y los
    primeros sueños.

    A mi comadre Norma dos Guimaráes Sampaio, personaje accidental, cuya
    presencia honra e ilustra estas pálidas letras. A Beatriz Costa, de quien Vadinho
    fue sincero admirador. A Eneida, que tuvo el privilegio de oír el Himno Nacional
    ejecutado en fagot por el doctor Teodoro Madureira. A Giovanna Bonino, que
    posee un óleo del pintor José de Dome, retrato de doña Flor adolescente, en
    ocres y amarillos. Cuatro amigas unidas aquí en el afecto del autor.

    A Diaulas Riedel y Luiz Monteiro.
    «Dios es gordo»

    (Revelación de Vadinho al volver a este mundo)
    «La Tierra es azul»

    (Afirmó Gagarin después del primer vuelo espacial)
    «Un lugar para cada cosa y cada cosa en su lugar»

    (Dístico colgado en la pared de la farmacia del doctor Teodoro
    Madureira)
    ¡Ay!
    (suspiró doña Flor)

    Caro amigo Jorge Amado: pensándolo bien, no hay receta para la tarta
    de mandioca que yo hago. Algo me indicó doña Alda, la mujer del Renato, el
    del Museo, pero aprendí haciéndola, rompiéndome la cabeza hasta encontrarle
    el punto. (¿No fue amando como aprendí a amar? ¿No fue viviendo como
    aprendí a vivir?)
    Veinte o más bollitos de masa de mandioca, según el tamaño que se desee.
    Le aconsejo a doña Celia que no dude en hacerla grande, pues la tarta de
    mandioca gusta a todos y siempre piden más. ¡Hasta ellos dos, tan distintos, se
    vuelven locos con la tarta de mandioca o carimá; sólo en eso están de
    acuerdo..., ¿o lo están también en eso que yo me sé...? Pero no me hable de esas
    cosas, señor Jorge, déjeme en paz, que si no me enfado. Azúcar, sal, queso
    rallado, manteca, leche de coco, de la fina y de la gruesa, que las dos son
    necesarias. Usted, que escribe en los diarios, ¿puede decirme por qué se
    necesitan siempre dos amores?..., ¿por qué a nuestro corazón no le basta con
    uno solo? Las cantidades al gusto de la persona, pues cada uno tiene su
    paladar y a algunos les gusta más salado, ¿no es así? La masa debe ser muy
    livianita y el horno estar bien caliente. Esperando haberle sido útil, señor
    Jorge, ahí tiene la receta, que más que receta es un saludo. Pruebe la tarta
    adjunta y hágame saber si le gusta. ¿Cómo están los suyos? Aquí en casa todos
    bien. Compramos otra parte de la farmacia y alquilamos para el verano una
    casa en Itaparica, un lugar muy chico. De lo otro..., ya sabe a qué me refiero...,
    a eso mismo, sólo le diré que el que es tuerto no tiene compostura. De mis
    desvelos ni le hablo, sería una falta de respeto. Pero es un hecho indiscutible
    que quien enciende la raya del día sobre el mar es ésta su servidora, Florípedes
    Paiva Madureira, doña Flor dos Guimaráes.



    (Líneas recientemente enviadas por doña Flor al novelista.)




    I.





    De la muerte de Vadinho, primer marido de doña Flor,
    y del velatorio y entierro de sus restos (en el guitarrillo, el
    sublime Carlinhos Mascarenhas )



    ESCUELA DE COCINA «SABOR Y ARTE» CUÁNDO Y QUÉ
    SERVIR EN UN VELORIO



    (Respuesta de doña Flor a la pregunta de una alumna)


    No por ser desordenado día de lamentación, tristeza y llanto, debe dejarse
    transcurrir el velorio a la buena de Dios. Si la dueña de casa, sollozante y
    abatida, fuera de sí, embargada por el dolor o muerta en el cajón no pudiera
    hacerlo, entonces un pariente o una persona de su amistad debe encargarse de
    atender la velada, pues no se va a dejar a secas, sin nada de comer ni de beber, a
    los pobrecitos que solidariamente se hacen presentes a lo largo de la noche. Para
    que una vigilia tenga animación y realmente honre al difunto que la preside,
    haciéndole más llevadera esa primera y confusa noche de su muerte, hay que
    atender solícitamente a los circunstantes, cuidando de su moral y de su apetito.
    ¿Cuándo y qué ofrecer? Durante toda la noche, del comienzo al fin, es
    indispensable el café; naturalmente, solo. El café completo — con leche, pan,
    manteca, queso, algunos bizcochitos, algunos bollitos de mandioca y rebanadas
    de tortas de maíz con huevos estrellados—, sólo se servirá por la mañana y para
    los que allí amaneciesen. Es conveniente mantener el agua siempre
    a punto para el café, de modo que nunca falte, ya que continuamente está
    llegando gente. Debe servirse con tortitas de harina y bizcochos. De vez en
    cuando hay que pasar una bandeja con saladitos, tales como bocadillos de
    queso, jamón y mortadela, pues para consumición mayor ya basta y sobra con la
    del difunto. Sin embargo, si el velorio fuese de categoría, uno de esos velorios en
    que se tira el dinero, en ese caso, se impone dar una jicara de chocolate a
    medianoche, bien espeso y caliente, o un caldo de gallina con arroz. Y, para
    completar, bollitos de bacalao, frituras, croquetas de toda clase, dulces variados
    y frutas secas.
    Para beber, si se trata de una familia pudiente, además de café puede
    haber cerveza o vino, un vaso, y sólo para acompañar el caldo y la fritada. Nunca
    champán: se considera de mal gusto servirlo en tales circunstancias.
    Sea rico o pobre el velorio, es de rigor, no obstante, servir continuamente
    la imprescindible, la buena cachacinha: puede faltar de todo, incluso el café,
    pero la cachacinha es indispensable; sin su consuelo no puede haber velorio que
    se precie de tal. Un velorio sin cachaca constituye una falta de respeto al
    muerto, una muestra de indiferencia y desamor hacia él.
    Vadinho, el primer marido de doña Flor, murió un domingo de carnaval
    por la mañana, disfrazado de bahiana, cuando sam— bava en un grupo y en
    medio de la mayor animación, en el Largo 2 de Julio, no muy lejos de su casa.
    No formaba parte de la agrupación; acababa de mezclarse con ella junto con
    otros cuatro amigos, todos con vestimenta de bahiana, viniendo de un bar de la
    calle Cabeca, en el que el whisky había corrido con abundancia a costas de un tal
    Moysés Alves, hacendado del cacao, rico y perdulario.




    Cont.
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    Jorge Amado( 1912-2001) Empty Re: Jorge Amado( 1912-2001)

    Mensaje por Maria Lua Miér 08 Ene 2025, 14:17

    ***


    La comparsa tenía una pequeña y afinada orquesta de guitarras y flautas;
    tocaba el guitarrillo Carlinhos Mascarenhas, un flacucho celebrado en
    las garconniéres, iah!, un tocador divino. Los muchachos iban vestidos de
    gitanos y las chicas de campesinas húngaras o rumanas; jamás, sin embargo,
    hubo húngara o rumana — o incluso búlgara o eslovaca— que se cimbreara
    como se cimbreaban ellas, mestizas en la flor de la edad y de la seducción.

    1

    Vadinho, el más animado de todos, al ver aparecer el conjunto en la
    esquina y oír el punteo del esquelético Mascarenhas en el sublime guitarrillo, se
    adelantó con rapidez, situóse junto a una rumana repintada, grandota,
    monumental como una iglesia — que podía ser la de San Francisco, pues la
    cubría un derroche de lentejuelas doradas—, y anunció:
    —Aquí estoy yo, mi rusa del Tororó...
    El «gitano» Mascarenhas, que también iba cubierto de abalorios y
    canutillos y con festivas argollas colgando de las orejas, le exigió al guitarrillo;
    gimieron las flautas y las guitarras y Vadinho se lanzó a bailar la samba con el
    ejemplar entusiasmo característico de todo cuanto hacía, si se exceptúa el
    trabajo. Remolineando en medio de la murga, zapateaba frente a la mulata,
    avanzando hacia ella con floreos y ombligazos, cuando, de repente, soltó una
    especie de ronquido apagado, le vacilaron las piernas, se inclinó hacia un lado y
    rodó por el suelo echando una baba amarilla por la boca, sin que la mueca de la
    muerte consiguiese apagar del todo la alegre sonrisa del juerguista impenitente
    que había sido.
    Los amigos no lo atribuyeron a los whiskys del hacendado, sino a
    la cachaca: no hubieran bastado aquellas cuatro o cinco dosis para terminar con
    un bebedor de la clase de Vadinho. Pero pudo ser, sí, toda la cachaca acumulada
    desde el mediodía anterior, cuando inauguraron oficialmente el carnaval en el
    Bar Triunfo, en la Plaza Municipal, que seguramente se le había subido toda
    junta, de golpe, haciéndolo caer en un profundo sopor. Mas la mulata grandota
    no se dejó engañar: como enfermera profesional, estaba familiarizada con la
    muerte, la frecuentaba diariamente en el hospital. Claro que no con tanta
    intimidad como en este caso, en que le había dirigido ombligazos, hecho guiños
    y bailado con ella. Se inclinó sobre Vadinho, le puso una mano en el cuello y se
    estremeció, sintiendo escalofríos en el vientre y en la espina dorsal:
    —¡Está muerto, Dios mío!
    También tocaron otros el cuerpo del mozo, alzaron su cabeza de larga
    cabellera rubia, y buscaron los latidos de su corazón. Nada consiguieron, era
    inútil, Vadinho desertó para siempre del carnaval de Bahía.

    2

    Grande fue el alboroto en la comparsa y en la calle, así como el revuelo
    producido en los alrededores. Un «Dios nos salve» sacudió a los enmascarados.
    Y encima de todo, la escandalosa Anete, una maestrita romántica e histérica,
    aprovechó tan inmejorable ocasión para tener un soponcio, entre agudos
    chillidos y amagos de desmayo: toda una escena en honor de Carlinhos
    Mascarenhas, por quien suspiraba esa melindrosa propensa al patatús, que
    decía ser ultransensible y se erizaba como una gata cuando él pulsaba el
    guitarrillo. El instrumento colgaba ahora de las manos del artista, silencioso e
    inútil, como si Vadinho se hubiera llevado consigo al otro mundo sus últimos
    acordes.
    De todas partes acudía la gente corriendo, pues la noticia circuló
    rápidamente por las inmediaciones, llegando a San Pedro, a la Avenida Sete, al
    Campo Grande, y arreando curiosos. En torno al cadáver acabó por juntarse una
    pequeña multitud, que se codeaba y hacía comentarios. Llamaron a un médico
    residente del Sodré mientras un policía de tránsito hacía sonar el silbato sin
    cesar como para anunciar a la ciudad entera, a todo el Carnaval, el fin de
    Vadinho.
    «¡Pero si es Vadinho, el pobre!», constató un enmascarado, que llevaba
    una media como antifaz, perdiendo su animación. Todos reconocieron al
    muerto, pues su figura era muy popular, con su estallante alegría, su bigotito
    recortado, su picara altivez. Sobre todo era bien visto en los lugares donde se
    bebía, jugaba y farreaba. Y allí, tan cerca de su casa, no había quien no lo
    conociese.
    Otro disfrazado, vestido con una bolsa y cubierto con una cabezota de oso,
    atravesó el compacto grupo, consiguiendo acercarse y ver al muerto. Entonces
    se quitó la máscara, dejando a la vista una cara llena de aflicción, de bigotes
    caídos y cabeza calva, y murmurando:
    —Vadinho, hermanito, ¿qué te hicieron?
    «¿Qué le pasó? ¿De qué murió?», se preguntaban unos a otros, y alguien
    respondió: «Fue la cachaca.» Explicación demasiado fácil para muerte tan
    inesperada. También se detuvo ante el difunto una vieja encorvada, que echó
    una mirada y reflexionó:
    —¡Tan mozo todavía! ¿Por qué se ha de morir tan joven?
    Se cruzaban las preguntas y las respuestas, mientras el médico ponía el
    oído sobre el pecho de Vadinho, para realizar la comprobación final e inútil.
    «Estaba bailando muy entusiasmado cuando sin más se cayó de costado,
    con la muerte adentro», explicaba uno de los amigos, ya totalmente curado de
    la cachaca, súbitamente sobrio y conmovido, un tanto ridículo con sus ropas
    femeninas de bahiana, con las mejillas pintadas de rojo y profundas ojeras
    negras trazadas con un corcho quemado.
    El hecho de estar disfrazado de bahiana no debe dar lugar a maliciosos
    pensamientos en torno a los cinco mozos, todos ellos de reconocida virilidad. Se
    habían disfrazado así sólo para divertirse más, por amor a la farsa y por
    picardía, no por afeminados o por inclinación a presuntas exquisiteces. No
    había maricas entre ellos, ¡alabado sea Dios! Vadinho incluso se había atado
    bajo la blanca enagua almidonada una enorme raíz de mandioca y a cada paso
    levantaba las faldas y exhibía el descomunal y pornográfico trofeo, que obligaba
    a las mujeres a taparse con las manos la cara sonriente, con fingida vergüenza.
    Ahora la raíz pendía del muslo descubierto, pero ya no hacía reír a nadie. Uno
    de los amigos se acercó y la desató de la cintura de Vadinho. Pero ni aun así
    adquirió el difunto un aspecto púdico y decente: era un muerto de carnaval, ni
    siquiera mostraba sangre de bala o de puñalada corriéndole por el pecho que
    pudiera rescatarlo de su condición de mascarita.
    Doña Flor, precedida, claro está, de doña Norma, que daba órdenes y le
    abría paso, llegó casi al mismo tiempo que la policía. Cuando apareció doblando
    la esquina y apoyada en los brazos solícitos de las comadres, todos adivinaron
    que era la viuda, pues venía suspirando y gimiendo, sin intentar al menos
    contener los sollozos, deshecha en llanto. Además, llevaba puesta la bata de
    entrecasa, bastante gastada, que usaba para hacer la limpieza, calzaba pantuflas
    y todavía estaba despeinada. Aún así era bonita, de agradable presencia:
    pequeña y rechoncha, gorda pero sin grasa, la piel bronceada con tono
    de caboverde, lisos los cabellos, y tan negros que parecían azulados, ojos para
    un requiebro y labios gruesos, entreabiertos sobre los dientes blancos.
    Apetitosa, como acostumbraba a calificarla el mismo Vadinho en sus días de
    ternura, tal vez raros, pero por eso mismo inolvidables. Quizá a causa de las
    actividades culinarias de la esposa, en esos instantes de idilio él la llamaba «mi
    marlo de maíz verde, mi acarajé oloroso, mi pollita gorda»; y tales
    comparaciones gastronómicas dan una idea justa de cierto encanto sensual y
    hogareño que poseía doña Flor, escondido tras una apariencia tranquila y dócil.
    Vadinho conocía las flaquezas de ella y las señalaba claramente: sus ansias
    contenidas, de tímida, de recatado deseo que se tornaba violento e incluso
    incontenible, cuando se manifestaba libremente. Como estuviese en vena
    Vadinho, nadie podía ser más fascinante, y ninguna mujer se le resistía. Doña
    Flor jamás pudo eludir su encanto, aunque estuviese indignada, enojada por
    algún motivo reciente. Pues en repetidas ocasiones había llegado a odiarlo y a
    renegar del día en que uniera su suerte a la del bohemio.
    Pero mientras caminaba acongojada al encuentro de su intempestiva
    muerte, doña Flor iba atontada, con la cabeza vacía. No se acordaba de nada, ni
    aún de los momentos de honda ternura, y mucho menos de los días crueles, de
    angustia y soledad, como si el marido, al expirar, hubiese quedado libre de todos
    sus defectos, o como si no los hubiera tenido en «su breve paso por este valle de
    lágrimas».






    6
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    Jorge Amado( 1912-2001) Empty Re: Jorge Amado( 1912-2001)

    Mensaje por Maria Lua Jue 09 Ene 2025, 09:00

    ***

    «Breve fue su paso por este valle de lágrimas», sentenció el respetable
    profesor Epaminondas Souza Pinto, con afectación y apresuramiento,
    procurando saludar a la viuda y darle el pésame incluso antes de que ella llegara
    junto al cuerpo del marido. Mas doña Gisa, profesora igualmente, y hasta cierto
    punto también respetable, pudo contener a la vez su risa y la diligencia del
    colega. Si en verdad había sido breve el paso de Vadinho por la vida — acababa
    de cumplir treinta y un años—, para él, doña Gisa lo sabía bien, el mundo no
    había sido un valle de lágrimas, y sí un escenario de farsas, embrollos, embustes
    y pecados. Algunos de ellos, producto sin duda del apuro y la confusión,
    sometieron su corazón a arduas pruebas, angustias y sobresaltos: deudas a
    pagar, pagarés a descontar, garantes a convencer, compromisos asumidos,
    bancos y usureros, rostros inconmovibles, amigos que lo esquivaban, sin hablar
    de los sufrimientos físicos y morales de doña Flor. Porque, razonaba doña Gisa
    en su enrevesado portugués (era medio norteamericana; se naturalizó y se
    sentía brasileña, pero ese diablo de idioma, ¡ah!, no conseguía dominarlo), si
    hubo lágrimas en el breve paso de Vadinho por la vida, éstas fueron las de doña
    Flor, y muchas alcanzando de sobra para la pareja.
    Ante su muerte repentina, doña Gisa no pensaba en Vadinho sino con
    nostalgia: le tenía simpatía, a pesar de todo, en ciertos aspectos era gentil y
    cautivante. Pero no por eso, sin embargo, no por estar él allí, en el Largo 2 de
    Julio, muerto, tendido en la calle, vestido de bahiana, iba ella de repente a
    santificarlo, torcer la realidad, e inventar un Vadinho hecho de una sola pieza.
    Así se lo explicó a doña Norma, íntima y vecina suya, pero no tuvo el esperado
    apoyo de la aparcera. Doña Norma le había cantado las diez últimas a Vadinho
    muchas veces; peleaba con él y le endilgaba sermones monumentales, y un día
    llegó a amenazarlo con llamar a la policía. Pero en aquella hora final y dolorosa
    no deseaba comentar las predominantes y desagradables facetas del finado, sólo
    quería alabar sus lados buenos, su natural amabilidad, su solidaridad siempre
    pronta a manifestarse, su lealtad para con los amigos, su indiscutible
    generosidad (sobre todo cuando la practicaba con dinero ajeno), su
    irresponsable e infinita alegría de vivir. Además, estaba tan ocupada en
    acompañar y socorrer a doña Flor que ni siquiera prestaba oídos a las duras
    verdades de doña Gisa. Doña Gisa era así: la verdad por encima de todo, a veces
    hasta hacerla parecer áspera e inflexible; tal vez era una actitud de defensa
    contra su buena fe, pues era crédula hasta el absurdo y confiaba en todo el
    mundo. No, ella no se acordaba de las malas acciones de Vadinho para criticarlo
    y condenarlo. Vadinho le agradaba, y con frecuencia se enfrascaban los dos en
    largas conversaciones, pues a doña Gisa le interesaba conocer la psicología del
    submundo en que él se movía, y él le contaba casos y casos mientras atisbaba en
    su escote los dos senos pujantes y pecosos. Quizá doña Gisa lo entendiese mejor
    que doña Norma, pero, al contrario que la otra, no le perdonaba ni un solo
    defecto y no iba a mentir sólo porque estuviese muerto. Ni a sí misma se mentía
    doña Gisa, a no ser que fuera indispensable. Y no era éste el caso,
    evidentemente.
    Doña Flor se metía entre la gente siguiendo el claro que dejaba doña
    Norma, quien se abría camino gracias a sus codos y a su gran popularidad:
    —Vamos, apártense, amigos, déjenla pasar a la pobre...
    Allí estaba sobre los adoquines, los labios sonrientes, blanco y rubio, lleno
    de paz y de inocencia. Doña Flor quedó inmóvil por un instante,
    contemplándolo, como si tardase en reconocer al marido, o más bien,
    probablemente, en aceptar el hecho, ahora indiscutible, de su muerte. Pero fue
    sólo un instante. Con un grito salido de lo hondo de las entrañas, se echó sobre
    Vadinho, besándole los cabellos, el rostro pintado de carmín, los ojos abiertos, el
    atrevido bigote, la boca muerta, para siempre muerta.



    3



    ¿Quién, esa noche de domingo de carnaval, no había planeado ir a un corso
    o a divertirse en alguna fiesta? ¿Quién no tenía algún programa esa madrugada?
    Pues bien, a pesar de eso, el velatorio de Vadinho fue un «éxito», como aseveró
    y proclamó con orgullo doña Norma.
    Los camilleros echaron el cuerpo sobre la cama, en el dormitorio; más
    tarde, los vecinos lo llevaron a la sala. Los hombres de la Morgue estaban
    apurados: en carnaval tenían más trabajo. Mientras los demás se divertían, ellos
    lidiaban con los difuntos, con las víctimas de los accidentes y las riñas. Sacaron
    el lienzo inmundo que envolvía al cadáver y entregaron el certificado a la viuda.
    Vadinho quedó desnudo, tal como Dios lo trajo al mundo, sobre la cama del
    matrimonio: una cama con cabecera y pies de hierro forjado, comprada de
    segunda mano por doña Flor, en un remate, cuando se casaron, hacía seis años.
    Doña Flor, sólita en el cuarto, abrió el sobre y meditó sobre lo que decían los
    médicos. ¿Quién lo diría? ¡Aparentemente tan fuerte y sano, tan joven aún!
    Preciábase Vadinho de no haber estado jamás enfermo y de ser capaz de
    pasar ocho días y ocho noches sin dormir, jugando y bebiendo, o de farra con
    mujeres. ¿Y acaso en ocasiones no pasaba realmente ocho días sin aparecer por
    casa, dejando a doña Flor sumida en la desesperación, como enloquecida? Sin
    embargo, allí estaba el certificado de defunción extendido por los doctores de la
    Facultad; era un hombre condenado: hígado inservible, riñones estropeados,
    corazón minado. Hubiera podido morirse en cualquier momento, como había
    muerto, así, de repente. La cachaca, las noches en los casinos, la juerga, las
    carreras enloquecidas en busca de dinero para jugar, habían arruinado aquel
    organismo hermoso y fuerte, dejándole tan sólo su apariencia. Sí, porque
    mirándolo por fuera, ¿quién lo juzgaría tan implacablemente liquidado?
    Doña Flor contempló el cuerpo del marido antes de pedir a los serviciales y
    ansiosos vecinos que la ayudaran en la delicada tarea de vestirlo. Ahí yacía,
    desnudo, como le gustaba estar en la cama, la pelusa dorada cubriéndole los
    brazos y las piernas, la mata de pelo rubio en el pecho, la cicatriz del navajazo en
    el hombro izquierdo. ¡Tan bello y masculino, tan sabio en el placer! De nuevo
    asomaron las lágrimas a los ojos de la joven viuda. Procuró no pensar en lo que
    estaba pensando. No eran cosas para día de velorio.
    Sin embargo, al verlo así, echado sobre el lecho, totalmente desnudo, doña
    Flor no podía, por más esfuerzo que hiciera, dejar de recordarlo tal como era en
    la hora de los deseos desatados: Vadinho, en ese trance, no toleraba ropa alguna
    sobre los cuerpos, ni que los cubriera una sábana pudorosa: no era su fuerte el
    pudor. Cuando la incitaba a ir a la cama, le decía: «Vamos a yogar, hija.» Porque
    para él, el amor era como una fiesta de infinita alegría y libertad, a la cual se
    entregaba con el entusiasmo que lo caracterizaba, unido a una competencia
    proclamada por innumerables mujeres de distinta clase y condición. En los
    primeros tiempos de casada, como él quería que ella estuviese toda desnudita,
    doña Flor se quedaba muy tiesa.
    —¿Dónde se vio yogar en camisón? ¿Por qué te escondes? El yogar es cosa
    santa, fue inventada por Dios en el paraíso, ¿sabes?
    No sólo la desvestía íntegramente, sino que, pareciéndole poco todavía eso,
    la palpaba y jugaba con todas las partes de su cuerpo, de curvas amplias y
    recovecos profundos donde se cruzaban la sombra y la luz en un juego
    misterioso. Doña Flor intentaba cubrirse, pero él le arrancaba la sábana entre
    risas y dejaba al aire los duros senos, las hermosas nalgas, el pubis casi sin vello.
    La tomaba como a un juguete; un juguete o un cerrado capullo de rosa que él
    hacía abrirse en cada noche de placer. Doña Flor iba perdiendo la timidez,
    entregándose a esa fiesta lasciva con creciente violencia, transformándose en
    amante impulsiva y audaz. Nunca, sin embargo, abandonó del todo la
    pudibundez y la vergüenza; era necesario reconquistarla cada vez, pues, apenas
    despertaba de esas locas audacias y de los ayes desmayados, volvía a ser una
    esposa tímida y pudorosa.
    En aquel momento, a solas con la muerte de Vadinho, doña Flor
    comprendió, ahora en todo su alcance, su condición de viuda. Ya no lo tendría
    más, ni nunca volvería a desmayarse en sus brazos. Porque desde el instante en
    que surgiera el trágico rumor, transmitirlo de boca en boca hasta la llegada del
    furgón, al caer la tarde, la profesora de arte culinario había vivido en una
    especie de sueño maligno y al mismo tiempo excitante: el impacto de la noticia,
    la caminata entre sollozos hasta el Largo 2 de Julio, el encuentro con el cuerpo,
    la multitud que la rodeaba, que la cuidaba, que le ofrecía solidaridad y consuelo,
    la vuelta a casa casi cargada por doña Norma, doña Gisa, el profesor
    Epaminondas y Méndez, el español de la taberna. Todo tan rápido y confuso que
    ni tiempo le había dejado para pensar, para percibir su muerte como algo real.
    Desde el Largo, habían trasladado el cadáver a la Morgue, pero ni aun así
    tuvo ella un momento de sosiego. De repente se había convertido en el centro
    vital no sólo de su calle, sino de todas las arterias adyacentes, y eso en un
    domingo de carnaval. Hasta que lo trajeron a la casa, envuelto en unas sábanas,
    junto con un pequeño bulto colorido — el vestido de bahiana—, doña Flor no
    cesó de recibir pésames, pruebas de amistad, gentilezas, en medio de una
    continua romería de vecinos, conocidos y amigos. Doña Norma y doña Gisa
    abandonaron por completo los quehaceres de sus casas, ya un tanto descuidados
    debido al carnaval, confiando los almuerzos y las cenas al criterio de las
    impacientes fámulas. Ninguna de las dos se apartó un momento de doña Flor, a
    cada cual más delicada y solícita.




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    Jorge Amado( 1912-2001) Empty Re: Jorge Amado( 1912-2001)

    Mensaje por Maria Lua Jue 09 Ene 2025, 09:01

    ***
    Afuera seguía el carnaval, con sus enmascarados, murgas y conjuntos, sus
    disfraces de fantasías lujosas o divertidas; con las músicas de las múltiples
    orquestas, los zépereiras, los bombos, las comparsas, las agrupaciones,
    los afochés con sus tamboriles y timbales. De vez en cuando, doña Norma no
    podía resistir y corría a la ventana, se acodaba en ella, arriesgaba una mirada,
    respondía a los requiebros de alguna máscara conocida, transmitía la noticia de
    la muerte de Vadinho, aplaudía algún disfraz original o un conjunto brillante. A
    veces, si alguna agrupación particularmente animada surgía en la esquina,
    llamaba a doña Gisa. Y cuando el «Afoché de los Hijos del Mar», ya avanzada la
    tarde, entró por la calle con sus figuraciones inolvidables, seguido por una gran
    muchedumbre que bailaba, hasta doña Flor, mal contenidas las lágrimas, se
    acercó a la ventana a ver el espectáculo tan anunciado en los diarios, la mayor
    belleza del carnaval bahiano. Miraba pero sin mostrarse, escondida tras las
    anchas espaldas de doña Gisa. Doña Norma, olvidada del muerto y de las
    conveniencias, aplaudía con entusiasmo.
    Lo mismo ocurrió durante todo el día, desde el instante en que se expandió
    la noticia. Hasta doña Nancy, una argentina retraída, nueva en la calle, casada
    con el dueño de la fábrica de cerámica, cierto enrevesado Bernabó, descendió de
    su lujosa mansión y de su soberbia para ofrecer sus condolencias y servicios a
    doña Flor, revelándose como una persona simpática y educada e
    intercambiando con doña Gisa filosóficas consideraciones sobre la brevedad de
    la vida y su incertidumbre.
    No había tenido doña Flor, como se ve, tiempo para reflexionar sobre su
    nuevo estado y las transformaciones de su existencia. Sólo cuando trajeron a
    Vadinho de la Morgue y lo dejaron desnudo sobre la cama del matrimonio, en la
    que tantas veces había hecho el amor, entonces, y solamente entonces, se
    encontró sólita con la muerte del marido y se sintió viuda. Jamás volvería él a
    echarla sobre la cama de hierro, sacándole el vestido, la combinación y las
    piezas más íntimas, tirando la sábana sobre el tocador, acariciando cada rincón
    de su cuerpo, hasta hacerla caer en el delirio.
    ¡Ah, nunca más!, pensó doña Flor, con un nudo en la garganta,
    temblándole las piernas. Y entonces comprendió que todo había terminado. Se
    quedó allí parada, sin palabras y sin lágrimas, ajena a cualquier excitación,
    distante de la representación que rodeaba a la muerte. Sólo ella y el cadáver
    desnudo, ella y la definitiva ausencia de Vadinho. Nunca más iba a tener que
    esperarlo hasta la madrugada, ni esconder de su vista el dinero que le pagaban
    las alumnas, ni vigilar sus relaciones con las más bonitas de ellas, ni ser
    golpeada por él los días de embriaguez y mal humor, ni oír los agrios
    comentarios de los vecinos. Ni rodar con él en la cama, abriéndose a su deseo,
    quitándose la ropa, apartando las sábanas y el recato para la fiesta del amor, la
    inolvidable fiesta. El nudo en la garganta la estrangulaba, el dolor en el pecho
    era como una aguda puñalada.
    —Flor, ¿no será tiempo de vestirlo? — resonaba, urgente, tras la puerta del
    cuarto, la voz de doña Norma, que venía de la sala—. Pronto llegarán las
    visitas...
    La viuda abrió la puerta; ahora estaba seria, callada, sin sollozos, sin
    gemidos, fría y austera. Sólita en el mundo. Los vecinos entraron, dispuestos a
    ayudar. Don Vivaldo, de la funeraria «Paraíso en Flor», vino a entregar
    personalmente el cajón barato — hizo una rebaja notable recordando que había
    sido compañero de Vadinho en las mesas de ruleta y bacarrá, en las que él se
    jugaba ataúdes y lápidas—, y colaboró con eficacia y experiencia para convertir
    al bohemio en un muerto presentable. Doña Flor asistió a todo sin pronunciar
    una palabra, sin una lágrima. Estaba sólita en el mundo.
    4
    El cuerpo de Vadinho fue puesto en el cajón y llevado a la sala de recibo en
    la que se había improvisado con sillas una tarima. Don Vivaldo trajo flores,
    contribución gratuita de la funeraria, y doña Gisa puso un pensamiento
    encarnado entre los dedos cruzados del difunto. Don Vivaldo pensó para sus
    adentros en lo absurdo del gesto: lo que debían poner entre los dedos del
    muerto era una ficha de juego y no un pensamiento encarnado: si además, en
    lugar de la música y de las risas del carnaval, se oyese en las cercanías el ruido
    de las mesas de ruleta, la voz gangosa del croupier, las nerviosas exclamaciones
    de los jugadores y el sonido de las fichas, hasta era posible que se llegara a ver
    cómo Vadinho salía del cajón, sacudiéndose la muerte de encima con el mismo
    gesto característico con que se deshacía en vida de las complicaciones que se le
    presentaban, y se iba a poner su ficha en el 17, su número predilecto. ¿Qué podía
    hacer él con un pensamiento encarnado? Pronto estaría marchito y ajado y
    ninguna ruleta lo aceptaría.
    Don Vivaldo no se demoró mucho; carnavalero empedernido, ese domingo
    de fiesta sólo abrió la funeraria para atender a un amigo como Vadinho. Si
    hubiera sido otro el muerto, se hubiera tenido que arreglar como pudiese, que
    él, Vivaldo, no iba por eso a perderse el carnaval.
    Fueron muchos los que vieron perturbados sus proyectos de carnaval. A lo
    largo de la noche hubo un desfile continuo de gente, que venía a velar al
    bohemio. Algunos venían por ser Vadinho descendiente de la rama pobre y
    bastarda de una familia importante, los Guimaráes. Uno de sus antepasados
    había sido senador provincial y caudillo. Un tío suyo, apodado Chimbo, ocupó el
    cargo de delegado auxiliar durante unos pocos meses. Ese tío, uno de los pocos
    Guimaráes que reconocían a Vadinho como pariente legítimo, fue quien le
    consiguió el empleo en el Ayuntamiento: inspector de jardines, uno de los
    cargos más modestos, de mísera paga, que ni siquiera daba para una noche
    grande en el Tabaris. No es necesario destacar la total negligencia del joven
    funcionario municipal: jamás inspeccionó jardín de ninguna especie. Apareció
    por la repartición sólo para recibir los pocos cobres mensuales de su sueldo, o
    para intentar obtener el aval imposible del jefe, o para clavar en veinte o
    cincuenta mil— réis a los colegas. Los jardines no le interesaban, no tenía
    tiempo para perderlo en plantas y flores; podían desaparecer todos los jardines
    de la ciudad que no lo notaría. Ave nocturna, sus canteros eran las mesas de
    juego, y sus flores, como bien lo había observado don Vivaldo, las fichas y las
    barajas.
    Los que venían a causa del apellido Guimaráes se podían contar con los
    dedos: se trataba de algunos dudosos y apresurados parientes. Todos los demás,
    en aquel desfile innumerable, venían a despedirse de Vadinho, contemplar una
    vez más su rostro, dedicarle una sonrisa al recordar algo agradable, decirle
    adiós. Como le tenían cariño, disculpaban sus locuras y sólo tomaban en cuenta
    su lado bueno.
    Uno de los primeros en llegar esa noche, vestido de etiqueta, pues más
    tarde tenía que ir con las hijas, tres apuestas mozas, al baile de un gran club, fue
    el comendador Celestino, portugués de nacimiento, banquero y exportador.
    Pero pasó por allí a la carrera, como quien cumple una fastidiosa obligación. Se
    demoró en la sala, conversando, recordando anécdotas de Vadinho, después de
    abrazar a doña Flor y ofrecerle sus servicios. ¿A qué se debía su estimación por
    el pequeño funcionario del Ayuntamiento, por el jugador siempre entrampado?
    Vadinho tenía labia, ¡y qué labia! Cierta vez logró arrancarle al lusitano la
    firma para avalar un pagaré por varios contos de réis. Mas no se olvidó de pagar,
    pues jamás olvidaba las fechas de vencimiento de los diversos documentos que
    firmaba, esparcidos por los bancos y entre los usureros. No podía pagar, pero
    eso era otra cosa. En general nunca podía pagar, y no pagaba; sin embargo, el
    número de documentos aumentaba cada día, lo mismo que el número de los
    garantes. ¿Cómo lo conseguía?
    Celestino no había vuelto a darle su aval, él no caía dos veces en el mismo
    cuento. Pero de vez en cuando le soltaba billetes de cien, doscientos y hasta
    quinientos mil— réis cuando Vadinho se le presentaba desesperado, sin blanca y
    con la certeza de que aquel día iba a hacer saltar la banca. Pero otros lo avalaban
    hasta dos o tres veces, como si fuera el pagador más puntual, el de mejor
    historial bancario. Todos ellos vencidos por sus mañas, su conversación
    dramática y convincente




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    Jorge Amado( 1912-2001) Empty Re: Jorge Amado( 1912-2001)

    Mensaje por Maria Lua Jue 09 Ene 2025, 09:03

    ***
    El mismo Sampaio, marido de doña Norma, establecido con una zapatería
    en la Ciudad Baja, sujeto de pocas palabras, reconcentrado, poco dado a las
    visitas, a relaciones e intimidades con los vecinos — lo opuesto de su esposa—,
    había sido embaucado por Vadinho en varias oportunidades, y a pesar de eso no
    le había retirado su estimación ni el crédito en la zapatería. Cierta mañana
    compró al fiado varios pares de zapatos de los más finos y caros e
    inmediatamente los revendió a un precio ínfimo, casi ante los aterrorizados ojos
    de los empleados de Sampaio, a un negocio rival que acababa de instalarse en
    las inmediaciones. En dinero contante y sonante, Vadinho necesitaba efectivos
    con urgencia para jugar a la quiniela.
    Pero el comerciante tenía en cuenta, al sopesar la conducta del trapacero,
    determinadas atenuantes que podían explicar y disculpar el desliz.
    Aquella misma tarde, un Vadinho alegre y despreocupado le contó que
    había soñado toda la noche con doña Gisa, quien transformada en avestruz lo
    perseguía por una campiña sin fin, no sabía si con la intención de retozar con él
    en el pastizal — era un avestruz hembra y en sus ojos brillaba una luz canalla— o
    si pretendía devorarlo a picotazos, pues lo perseguía con su enorme pico abierto
    y amenazador. Se despertaba angustiado e intentaba volver a dormirse
    pensando en algo más agradable, pero de nuevo la pertinaz profesora volvía a
    correr tras él con los ojos libertinos y el pico abierto. Si doña Gisa hubiera
    estado en su cotidiana envoltura carnal Vadinho no habría huido, hubiera
    enfrentado el desafío y empreñado aquel demonio de gringa allí mismo, sobre el
    pasto, con todo su acento extranjero y sus conocimientos de psicología. Pero así,
    vestida de plumas y convertida en un avestruz descomunal, no le quedaba otra
    alternativa que la retirada vergonzosa. La pesadilla se repitió cuatro o cinco
    veces, y por la mañana, cansado de tanto correr, bañado en sudor, tuvo el
    palpito más seguro, justo cuando no disponía de un solo centavo. Rastrilló toda
    la casa; doña Flor estaba pelada, él le había sacado en la víspera hasta las
    monedas. Salió con esperanza de sablear a algún conocido, pero la plaza estaba
    pesadísima, pues últimamente Vadinho había abusado de su escaso crédito. Así
    las cosas, al pasar ante la Casa Stela, la bien surtida zapatería de Sampaio, tuvo
    la luminosa y divertida idea de dedicarse por breve tiempo a tan honesto
    negocio, única manera de obtener rápidamente algo de cambio. Si no hubiera
    emprendido esa operación comercial, deshonesta y desastrosa en apariencia,
    pero ciertamente sutil y lucrativa, jamás se lo hubiera perdonado, pues salió el
    avestruz — doña Gisa no mentía ni en sueños— y cobró una cantidad
    importante. Agradecido y correcto, fue en seguida al negocio en busca de Zé
    Sampaio, y, a la vista de los atónitos empleados, le pagó el valor de la
    mercadería comprada por la mañana, comentando entre risas el primoroso
    lance e invitándolo a celebrar con un trago. Sampaio declinó la invitación, pero
    no se enfadó con él y continuó tratándolo y vendiéndole zapatos con descuento y
    a plazos. Le rebajaba el diez por ciento sobre el valor de factura, con crédito
    limitado a un par de zapatos de cada compra, y sólo después de haber liquidado
    la factura anterior.
    Prueba todavía más impresionante del prestigio de Vadinho fue la
    presencia de Sampaio en el velatorio. Por unos minutos, es verdad, pero aquél
    era el primer velorio al que iba el comerciante en los últimos diez años. Le
    horrorizaban las obligaciones sociales de cualquier clase que fuesen, y sobre
    todo las ceremonias fúnebres, velorios, cementerios y misas de séptimo día, lo
    que inducía a doña Norma, cuando él rehusaba a acompañarla a uno de sus
    entierros semanales, a gritarle:
    —Cuando mueras, Sampaio, no vas a tener gente ni para llevar el cajón...
    Será una vergüenza.
    Sampaio le echaba una miraba torva y no le contestaba, poniéndose el
    dedo grande de la mano derecha entre los dientes, un gesto suyo habitual, de
    resignación ante la permanente agitación de la esposa.
    Así pues, se hicieron presentes en el velatorio los importantes, como
    Celestino, Sampaio, el pariente Chimbo, el arquitecto Chaves, el doctor
    Barreiros, prominente figura de la Justicia, y el poeta Godofredo Filho. Llegaron
    en corporación los colegas del Ayuntamiento (a todos les debía Vadinho
    pequeñas cantidades). Al frente de ellos, retórico y solemne, el ilustre director
    de Parques y Jardines, trajeado de negro. También estaban los vecinos, ricos,
    pobres y de mediano pasar. Vinieron, finalmente, todos cuantos en Bahía por
    ese entonces frecuentaban las casas de juego, los cabarets, las bancas de
    quiniela, las casas de mujeres alegres: Mirandáo, Cúrvelo, Pe de Jegue,
    Waldomiro Lins y su joven hermano Wilson, Anacreon, Cardoso Pereba, Arigof
    y Pierre Verger con su perfil de pájaro y sus misterios de Ifá. Algunos, como el
    doctor Giovanni Guimaráes, médico y periodista, pertenecían a los dos sectores,
    pues estaban familiarizados con los grandes y los pequeños, los respetables y los
    irresponsables.
    Los importantes recordaban a Vadinho entre risas, rememoraban sus
    anécdotas llenas de picardía y de malicia, sus divertidos lances, sus trampas
    audaces, sus enredos y tropelías, así como su buen corazón, su gentileza, su
    gracia intrascendente. También los vecinos lo recordaban así, y como a un
    bohemio sin horario y sin límites. Tanto unos como otros ampliaban la realidad,
    inventaban detalles, le atribuían casos y aventuras; la leyenda comenzaba a
    nacer allí mismo, junto a su cuerpo, casi en la misma hora de su muerte. El
    citado doctor Giovanni Guimaráes imaginaba fragmentos enteros de historias y
    floreaba los sucesos, pues era propenso a alguna que otra pequeña mentira, bien
    apoyada en fechas y lugares precisos:
    —Un día, hará más de cuatro años, en el mes de marzo, encontré a
    Vadinho en los «Tres Duques», jugando al diecisiete. Iba vestido con una capa
    bajo la cual no llevaba nada puesto: estaba desnudito. Había llevado todo al
    montepío. Lo había empeñado todo, saco y pantalón, camisa y calzoncillos, para
    poder jugar. Ramiro, aquel español avaro del «Setenta y Siete», sólo quería
    aceptar los pantalones y el saco. ¿Qué diablos podía hacer con una camisa de
    cuello raído, unos calzoncillos viejos, una corbata gastada? Pero Vadinho logró
    que recibiera todo, hasta las medias, quedándose sólo con los zapatos. Era tan
    envolvente su palabra que consiguió que Ramiro, esa fiera que ustedes conocen,
    le prestase una capa casi nueva, pues no iba a salir desnudo calle adelante, en
    dirección a los «Tres Duques».
    —¿Y ganó? — preguntó el joven Artur, hijo de Sampaio y de doña Norma,
    estudiante de bachillerato y admirador de Vadinho, que escuchaba boquiabierto
    el relato del periodista.
    El doctor Giovanni miró al mozo e hizo una pausa, al mismo tiempo que
    una sonrisa iluminaba su rostro:
    —¿Cómo? A la madrugada perdió la capa del español al diecisiete y lo
    tuvieron que llevar a la casa envuelto en unas hojas de diario...
    Y la sonrisa del doctor se convirtió en una sonora y contagiosa carcajada;
    contagiosa, pues no había quien pudiera igualar al doctor Giovanni a la hora de
    animar una velada.
    En ese momento entraba en la sala el indescifrable Robato y el periodista
    agregó, como prueba definitiva, estas palabras, todavía en medio de la risa
    general:
    —Aquí llega alguien que no me ha de dejar mentir... ¿Tú todavía te
    acordarás, Robato, de aquella noche en que Vadinho tuvo que volver a su casa
    desnudo, envuelto en un diario?
    Robato no era hombre que vacilara: echó una mirada en derredor,
    observando al grupo instalado en un rincón del comedor, temiendo la presencia
    de oídos femeninos e indiscretos, y asegurándose de que no iban a llegar a los de
    la desolada viuda semejantes recuerdos. Pero todo ello sin vacilaciones, pues él
    no rechazaba desaños, ya que era hombre de fácil improvisación, resueltamente,
    tomó pie en las últimas palabras de la pregunta:


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    Jorge Amado( 1912-2001) Empty Re: Jorge Amado( 1912-2001)

    Mensaje por Maria Lua Jue 09 Ene 2025, 09:05

    ***

    ¿Desnudo, envuelto en un diario? ¡Ah, vaya si me acuerdo! — carraspeó
    para aclarar su voz retumbante y dar tiempo a que se desatara su imaginación—.
    Pero si el periódico era mío... Fue en el burdel de Eunice— Un— Diente— Sólo;
    además de nosotros dos y de Vadinho me acuerdo que estaba Carlinhos
    Mascarenhas, Jenner y Viriato Tanajura... Se había bebido mucho durante toda
    la noche, teníamos una mona descomunal...
    El tal Robato era un noctámbulo de las huestes de Vadinho, aunque de otra
    estirpe. No lo tentaba el juego ni le huía al trabajo; por el contrario, era un
    hombre— orquesta y tenía fama de activo y competente. Fabricaba dentaduras,
    arreglaba radios y tocadiscos, hacía retratos para carnets, se movía
    cómodamente en medio de toda clase de máquinas, con maña y prolijidad. Su
    ruleta era la poesía, bien medida y bien rimada (rimas ricas), su casino los bares
    y cabarets en que transcurrían sus madrugadas — en compañía de otros tenaces
    literatos y de hetairas simpatizantes de las musas y de sus cultores—,
    declamando odas, cantos libertarios, poemas líricos y lúbricos y sonetos de
    amor. Todo de su pluma. El mismo se proclamaba «rey mundial del soneto», y
    había batido todas las marcas conocidas, siendo autor, hasta aquella fecha, de
    20.865 sonetos, entre los decasílabos y los alejandrinos, de arte menor y arte
    mayor, así como anacíclicos. Un principio de calvicie amenazaba su cabellera
    morena de vate, pero no aminoraba su radiante simpatía.
    Mientras él hablaba, era como si Vadinho cruzase de nuevo por la sala,
    envuelto en diarios.
    El joven Artur no lo olvidaría más, le recordaría para siempre así,
    cubriéndose con las páginas de La Tarde, héroe de un mundo prohibido y
    fascinante.
    Las anécdotas proseguían mientras doña Norma, doña Gisa, la casadera
    Regina y otras mozas y señoras servían café con pastelitos y copas de cachaca y
    de licor de frutas. Los vecinos habían contribuido para que nada faltase en el
    velatorio.
    Los importantes, sentados en el comedor, en el corredor, en la puerta de
    calle, recordaban a Vadinho entre anécdotas y risas. Los otros, sus aparceros de
    juego y de granujerías, lo recordaban en silencio, serios y conmovidos,
    permaneciendo en la sala de recibo, de pie junto al cadáver. Al entrar, se
    detenían ante doña Flor y estrechaban su mano, turbados, como si fueran
    responsables de las malas andanzas de Vadinho. Muchos de ellos ni siquiera la
    conocían de vista, pero de tanto oír hablar de ella sabían que a veces Vadinho le
    había sacado hasta el dinero de los gastos diarios para jugarlo en el Pálace, en el
    Tabaris, en el Abaixadinho, en el antro de Zezé Meningite, en el de Abilio
    Moqueca, en las múltiples ruletas ilegales de la ciudad, incluso en el mal
    afamado garito del negro Paranaguá Ventura, en donde por principio sólo podía
    ganar el banquero.
    Figura torva y temible esa del negro Paranaguá Ventura, con sus
    incontables entradas en la policía — un montón de acusaciones jamás probadas
    del todo—, con fama de ladrón, violador y asesino. Había sido procesado por
    asesinato, siendo absuelto más por falta de coraje de los jurados que por falta de
    pruebas. Decían que era autor de otros dos crímenes, sin contar a la mujer
    apuñalada en la Ladeira de Sao Miguel, en pleno mediodía, porque ésta se había
    salvado por un tris. El cubil de Paranaguá sólo era frecuentado por matones
    profesionales, gente de cartas marcadas, rateros, carteristas, estafadores, gente
    que ya no tenía nada más que perder. Pues bien: hasta allí llegaba Vadinho con
    su escaso dinero y su alegre risa, y quizá fuese uno de los pocos elegidos que se
    podían alabar de haber ganado alguna vez con los dados falsos de Paranaguá.
    (Se sabía que de cuando en cuando el negro permitía que algún compinche de su
    preferencia acertase una jugada.)
    También habían venido casi todas las alumnas de doña Flor. Las alumnas
    y ex alumnas, unánimes en el deseo de consolar a la estimada y competente
    profesora, tan buenita ¡cuitada! De tres en tres meses se sucedían las
    promociones en los cursos de cocina general (por la mañana) y de cocina
    bahiana (por la tarde), que iban a doctorarse en horno y fogón. Con diploma
    impreso y con un Cuadro de Honor, que se exponía en una tienda de la Avenida
    Sete, desde una antigua camada, a la que había pertenecido doña Oscarlinda,
    enfermera de categoría, funcionaria del Hospital Portugués, esbelta y
    provocativa, que perdía el juicio, que se enloquecía por armar líos. Había
    exigido el diploma y el Cuadro de Honor, movilizando a las compañeras,
    haciendo una campaña de todos los diablos, recogiendo donaciones,
    encontrando un dibujante gratuito: la entrometida no dejó títere con cabeza.
    Ante semejante presión, doña Flor aceptó todo, incluido el dibujante, un
    conocido de doña Oscarlinda, no sin antes proclamar la competencia de su
    hermano Héctor — autor del cartel con el nombre de la Escuela cuando ésta
    estaba todavía en la Ladeira do Alvo—, y que ahora, desdichadamente, residía
    en Nazareth das Farmhas. De todos modos, sintió halagada su vanidad cuando
    leyó en el diploma y en el Cuadro de Honor, en grandes letras tipográficas:
    ESCUELA DE COCINA: SABOR Y ARTE Y más abajo, en caracteres
    ornamentales: Directora: Florípedes Paiva Guimaráes
    En los raros días en que se despertaba relativamente temprano, Vadinho
    se quedaba en casa y rondaba a las alumnas, entrometiéndose en las clases de
    cocina y perturbándolas. Reunidas en torno a la profesora, vivaces y graciosas,
    tomaban nota de las recetas, las cantidades exactas de camarones, de aceite de
    dendé, de coco rallado, una pizca de pimiento «do reino», aprendían a preparar
    el pescado y la carne, a batir los huevos. Vadinho intervenía con una frase sobre
    los huevos, de doble sentido, y las descaradas se reían. Unas descaradas, eso es
    lo que eran todas ellas. Mucha amistad y mucho adular a doña Flor, pero sus
    ojos estaban más interesados en el granuja. Allí estaba él con su aire travieso y
    altivo, despatarrado sobre una silla o tendido sobre un peldaño de la puerta de
    la cocina, a sus anchas, midiéndolas con la mirada de arriba abajo,
    demorándose con atrevimiento en las piernas, en las rodillas, en los sobacos, a
    la altura de los senos. Ellas bajaban los ojos, pero el— no— sé— cómo— llamarle
    no bajaba los suyos. Doña Flor preparaba los platos salados y los bollos, las
    tortas y los dulces en las clases de práctica. Vadinho opinaba, lanzaba pullas,
    comía las golosinas, circulando en torno a ellas, trabando conversación con las
    más bonitas, arriesgando la mano pecaminosa si alguna, más audaz, se le
    acercaba. Doña Flor se ponía nerviosa, tensa, al punto de equivocarse en la
    cantidad de manteca derretida para el difícil manué, rogando a Dios que
    Vadinho se fuera a la calle, al malandrinaje, al infortunio del juego, pero que
    dejase en paz a las alumnas. Ahora, en el velatorio, rodeaban y consolaban a
    doña Flor, pero una de ellas, la pequeña Ieda, con su cara de gata arisca, apenas
    podía contener las lágrimas y no desviaba los ojos del rostro del muerto. Doña
    Flor percibió en seguida lo exagerado del sentimiento y el corazón le dio un
    vuelco. ¿Habría habido algo entre ellos? Nunca había notado nada sospechoso,
    pero ¿quién podría garantizar que no se hubieran encontrado fuera de la escuela
    y terminado en un hotelito cualquiera? Vadinho, desde lo ocurrido con la
    pizpireta de Noémia, aparentemente había dejado de acechar a las alumnas.
    Pero era muy astuto, nada le impedía esperar a la desvergonzada en la esquina,
    darle conversación... y ¿qué mujer resistiría la labia de Vadinho? Doña Flor
    seguía la mirada de Ieda, descubría los trémulos pucheritos de la moza. No
    cabía duda, iay!, Vadinho era incorregible...
    De todos los disgustos que le diera el marido, ninguno comparable al caso
    de la virgen Noémia, putita de familia respetable, y para colmo ennoviada, ¡un
    horror! Pero doña Flor no quería recordar esa antigua pena en la noche del
    velatorio, cuando por última vez contemplaba fijamente la cara de Vadinho.
    Todo eso había pasado, era algo lejano, la fulana se había casado, se había ido
    con el novio, un tipo llamado Alberto, con humos de periodista y un talento
    precoz, pues siendo tan joven era ya cornudo. Además, con el casamiento, la
    engreída se había puesto fea de repente, se había convertido en una barrigona
    increíble





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    Jorge Amado( 1912-2001) Empty Re: Jorge Amado( 1912-2001)

    Mensaje por Maria Lua Jue 09 Ene 2025, 09:06

    ***

    Cuando en aquella ocasión todo terminó bien, por milagro, Vadinho le
    dijo, en el calor del lecho y de la reconciliación: «Como mujer permanente sólo a
    ti soy capaz de soportar. El resto no es más que xixica para pasar el tiempo. En
    el velatorio, rodeada por tanta gente y por tanto afecto, doña Flor no deseaba
    acordarse de aquella historia ya olvidada, ni vigilar los gestos y las miradas de la
    pequeña Ieda, con su llanto incontenible, su secreto revelado por las lágrimas.
    Muerto él ya no importaba nada, ¿para qué aclarar, poner en limpio, acusar y
    afligirse? Él había muerto, lo había pagado todo y hasta con intereses al morir
    tan joven. Doña Flor se sentía en paz con el marido, no tenía cuentas que saldar
    con él.
    Inclinó la cabeza y dejó de controlar los movimientos de la moza. Al bajar
    los ojos sólo sentía en el recuerdo la mano de Vadinho, acariciando su cuerpo en
    el lecho matrimonial, diciéndole al oído: «Todo xixica para pasar el tiempo;
    permanente, sólo tú, Flor, mi flor de albahaca, ninguna otra.» ¿Qué diablos
    quería decir xixica?— se preguntó de pronto doña Flor—. Era una pena no
    habérselo preguntado, pero seguro que no sería nada bueno. Sonrió.
    Todo xixica; permanente sólo ella, Flor, una flor de Vadinho, deshojada por su
    mano.
    5
    Al día siguiente, a las diez de la mañana, salió el entierro con gran
    acompañamiento. Ese lunes de carnaval por la mañana no hubo murga ni
    comparsa que se pudiera comparar en importancia y animación con el funeral
    de Vadinho. Ni de lejos.
    —Mira..., por lo menos espía por la ventana... — le dijo doña Norma a
    Sampaio, desistiendo de arrastrarlo al cementerio—. Espía y verás lo que es el
    entierro de un hombre que sabía cultivar sus relaciones. No era una fiera salvaje
    como tú... Era un juerguista, un jugador, un vicioso sin principio ni fin, y sin
    embargo mira... Cuánta gente, y cuánta gente de bien... Y eso en un día de
    carnaval... Tú, Sampaio, cuando mueras no vas a tener quien agarre la manija
    del cajón...
    Sampaio no respondió, ni echó una mirada por la ventana. Enfundado en
    un viejo pijama, en la cama, con los diarios de la víspera, se limitó a lanzar un
    débil gemido, metiéndose el dedo gordo en la boca. Era un enfermo imaginario,
    tenía un miedo loco a la muerte, le horrorizaban las visitas a los hospitales, los
    velatorios y los entierros, y en aquel momento se sentía al borde del infarto.
    Estaba así desde el día anterior, desde que la mujer le informara de que el
    corazón de Vadinho había estallado de repente. Pasó una noche de perros,
    esperando la explosión de las coronarias, dando vueltas en la cama entre fríos
    sudores, y oprimiéndose con la mano el lado izquierdo del pecho.
    Doña Norma, poniéndose sobre la cabeza de hermoso pelo castaño un chal
    negro, apropiado para la ocasión, concluyó, implacable:
    —Yo, si no tengo por lo menos quinientas personas en mi entierro, daré
    por fracasada mi vida. De quinientas para arriba...
    Partiendo de ese principio, Vadinho podía considerarse triunfante,
    colmado. Medio Bahía había asistido a su funeral, y hasta el negro Paranaguá
    Ventura abandonó su lúgubre cubil, y allí estaba, el terno blanco relumbrante de
    almidón, corbata negra y brazalete negro en la manga izquierda, llevando un
    ramo de rosas rojas. Cuando agarró una manija del cajón y dio el pésame a doña
    Flor, resumió el pensamiento de todos en la más breve y bella oración fúnebre
    que haya tenido Vadinho:
    —¡Era un machazo...
    Intervalo
    Breve noticia (aparentemente innecesaria)
    de la polémica que se desató en torno al posible autor de un
    poema anónimo,
    que circulaba de cafetín en cafetín y en el cual el poeta lloraba la
    muerte de Vadinho
    —revelándose aquí, al fin, la verdadera identidad del ignoto
    bardo, sobre la base de pruebas concretas
    (declamación a cargo del inmenso Robato Filhol)
    No. Ciertamente no se iba a transformar, con el transcurso del tiempo, en
    un misterio indescifrable de las letras, en otro oscuro enigma de la cultura
    universal que desafiase, siglos después, a universidades y sabios, estudiosos y
    biógrafos, filósofos y críticos, convirtiéndose en materia de investigaciones,
    comunicaciones, tesis para ocupación de becados, institutos, catedráticos,
    historiadores y bellacos varios en busca de existencia fácil y regalada. Éste no
    iba a ser un nuevo caso Shakespeare, no pasaría de convertirse en una duda tan
    insignificante como el pequeño acontecimiento que le servía de tema e
    inspiración al poema: la muerte de Vadinho.
    No obstante, en los medios literarios de Salvador surgió una pregunta, y en
    torno a ella se desató la polémica: ¿cuál de los poetas de la ciudad había
    compuesto — y hecho circular— la Elegía a la irreparable muerte de
    Waldomiro Dos Santos Guimaraes, Vadinho para las putas y los amigos? La
    discusión fue adquiriendo rápidamente intensidad y no tardó en agudizarse,
    causando su actitud enemistades, represalias, epigramas y hasta algunas
    bofetadas. Sin embargo, todo — debates y rencores, dudas y certidumbres,
    afirmaciones y negaciones, insultos y sopapos— quedo circunscrito a las mesas
    de los bares, donde, alrededor de las heladas copas de cerveza, se juntaban hasta
    altas horas de la noche los incomprendidos talentos jóvenes (para demoler y
    arrasar toda la literatura y el arte anteriores a la feliz aparición de aquella nueva
    y definitiva generación), así como los escritorzuelos enconados, empedernidos,
    resistentes a todas las innovaciones, con sus retruécanos, epigramas y frases
    retumbantes; unos y otros — genios imberbes y literatos sin afeitar—
    enarbolaban con la misma violenta decisión sus últimas producciones en prosa
    y verso, todas y cada una de ellas destinadas a revolucionar las letras brasileñas,
    si Dios quisiera.
    Mas no por limitarse la polémica al ámbito del estado de Bahía (del estado
    y no sólo de la capital), pues el debate repercutió en municipios de la región del
    cacao (en los anales de la Academia de Letras de Ilhéus pueden encontrarse
    referencias dignas de crédito a propósito de una velada que se dedicó al estudio
    del problema); ni por no haber obtenido espacio en los suplementos y revistas,
    agotándose en las discusiones orales; no por todo eso el curioso, y a veces agrio
    debate, puede dejar de merecer atención e interés a la hora de narrar la historia
    de doña Flor y de sus dos maridos, en la cual Vadinho es un personaje
    importante, un héroe situado en primer plano.
    ¿Héroe? ¿No será más bien el villano, el bandolero responsable de los
    sufrimientos de la muchacha, en este caso doña Flor, esposa dedicada y fiel? Ese
    es otro problema, desligado de la cuestión literaria, que preocupaba en aquella
    ocasión a poetas y prosistas: un problema quizá más difícil y grave, quedando a
    cargo vuestro el darle respuesta si una obstinada paciencia os hace llegar hasta
    el final de estas modestas páginas.
    Pero nadie dudaba que Vadinho era el héroe indiscutible de la elegía:
    «jamás habrá otro mágico juglar que tenga tanta intimidad con las estrellas, los
    dados y las putas», retumbaban los versos en desmedida alabanza. Y si el poema
    — tal como sucedió con la polémica— no obtuvo espacio en las hojas literarias,
    no fue por falta de méritos. Un tal Odorico Tavares, poeta federal que estaba por
    encima de los chismes de los vates estatales (el déspota controlaba dos diarios y
    una estación de radio, y los tenía a todos en un puño), al leer una copia
    dactilografiada de la elegía se lamentó:
    —Lástima que no se pueda publicar...
    —Si no fuera anónimo... — reflexionó otro poeta, Carlos Eduardo.
    El tal Carlos Eduardo, joven que se las daba de buen mozo, era un experto
    en antigüedades y socio de Tavares en un negocio un tanto oscuro de imágenes
    antiguas. Los más fracasados literatoides y los genios juveniles más vehementes,
    todos los que no tenían ninguna esperanza de ver estampados sus nombres en el
    suplemento dominical de Odorico, acusaban a éste y a Carlos Eduardo de
    negociar antiguas tallas de santos, robadas en las iglesias por un grupo de
    rateros especializados, bajo la jefatura de un tipo de dudosa reputación, un
    mentado Mario Cravo, amigo y cofrade de Vadinho. El astuto Cravo, flaco y
    bigotudo, vivía manipulando piezas de automóvil, chapas de hierro y máquinas
    averiadas: retorcía y remendaba toda esa chatarra y luego le atribuía valor
    artístico al resultado, entre los aplausos de los dos poetas y de otros entendidos,
    que unánimemente calificaban aquellos hierros como escultura moderna,
    afirmando que el fulano era una revelación, un artista notable y revolucionario.
    He ahí otro asunto cuyo análisis no tiene cabida en estas páginas: el del valor
    real del maestro Cravo, pues no es posible estudiar aquí su obra. Adelantemos,
    sólo a título de información, el dato de que la crítica consagró después su obra, e
    incluso algunos plumíferos extranjeros le dedicaron estudios. Pero en aquel
    entonces no era todavía un artista conceptuado, sólo estaba en los comienzos, y,
    si bien poseía cierta notoriedad, se la debía sobre todo a su discutible actuación
    en las sacristías y los altares. En cierta ocasión de extremada penuria el mismo
    Vadinho participó personalmente, según consta, en una sigilosa peregrinación
    nocturna a la iglesia de Recóncavo, romería organizada por el herético Mario
    Cravo. El saqueo de la iglesia dio que hablar debido a que una de las piezas
    birladas, un San Benito, era atribuida a Fray Agostinho da Piedades, y los frailes
    pusieron el grito en el cielo. Actualmente la valiosa imagen se encuentra en un
    museo del Sur, por obra y gracia — si hemos de creer a los maledicentes
    pseudoliteratos— de Odorico y Carlos Eduardo, que en aquellos días eran flacos
    y estaban asociados tanto en la musa lírica como en el devoto comercio.









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    Jorge Amado( 1912-2001) Empty Re: Jorge Amado( 1912-2001)

    Mensaje por Maria Lua Jue 09 Ene 2025, 09:08

    ***
    Esa mañana, antes del almuerzo, estaban ellos conversando en la
    redacción sobre cosas de santos y de cuadros cuando Carlos Eduardo sacó del
    bolsillo una copia de la elegía y se la dio a leer al poeta Odorico.
    Lamentando no poder publicarla — «no por anónima, pondríamos un
    pseudónimo cualquiera..., sino por las palabrotas»—, Tavares insistió: «Es una
    pena...», y volvió a leer en voz alta otro verso:
    «Están de luto los jugadores y las negras de Bahía.»
    Le preguntó al amigo:
    —Habrás descubierto en seguida al autor, ¿no?
    —¿Crees que será de él? Sin embargo, me pareció...
    —Está a la vista..., escucha: «Un momento de silencio en todas las ruletas,
    banderas a media asta en todos los mástiles de los burdeles, nalgas
    desesperadas que sollozan.»
    —Es capaz...
    —Es es capaz. Es, con seguridad — agregó riendo—. Viejo sinvergüenza...
    En los medios literarios no estaban tan seguros. Atribuyeron la elegía a
    distintos poetas, unos, vates conocidos, otros, jóvenes principiantes. Fue
    adjudicada a Sosígenes Costa, a Carvalho Filho, a Alves Ribeiro, a Helio Simóes,
    a Eurico Alves. Muchos señalaron a Robato como el autor más probable. ¿Acaso
    no la declamaba él con entusiasmo, con toda su voz, rica en modulaciones?
    «Con él partió la madrugada, cabalgando la luna.»
    No podían creer que Robato recitase versos de otro, gesto poco habitual en
    esos medios; no tenían en cuenta el generoso carácter del sonetista, su
    predisposición a admirar y aplaudir la obra ajena.
    Puede incluso afirmarse que el comienzo del éxito de la elegía, y el
    principio de la polémica suscitada por ella, ocurrió una alegre noche en el burdel
    de Carla, la «gorda Carla», competente profesional llegada de Italia, cuya
    cultura sobrepasaba la del «métier» (en el que, además, «descollaba», según
    Néstor Duarte, ciudadano de afamada inteligencia y que había corrido mundo,
    todo un conocedor); Carla había leído a D'Annunzio y se volvía loca por unos
    versos. «Romántica como una vaca», así la calificaba el bigotudo Cravo, con
    quien ella anduviera metida durante un tiempo. Carla no podía vivir sin una
    pasión dramática y navegaba de bohemio en bohemio, suspirando y gimiendo,
    muerta de celos, con sus inmensos ojos azules, sus senos de prima donna, sus
    muslos enormes. También Vadinho había merecido sus favores y algún dinero,
    si bien ella prefería a los poetas. Incluso versificaba en la «dulce lengua de
    Dante con mucho estro e inspiración», como decía el adulador Robato.
    Todos los jueves por la noche Carla patrocinaba una especie de salón
    literario que se celebraba en sus amplios aposentos. Participaban en él poetas,
    artistas, bohemios y algunas figuras destacadas, como el magistrado Airosa, y
    las chicas del prostíbulo estaban siempre dispuestas a celebrar los versos y a
    reírse con las anécdotas mientras se servían bebidas y pasteles. Carla presidía
    la soirée, reclinada en un diván repleto de cojines y almohadones, vistiendo una
    túnica griega o simplemente cubierta de pedrerías: una ateniense de figurín o
    una egipcia de Hollywood recién salida de una ópera. Los poetas declamaban,
    intercambiaban frases ingeniosas, epigramas, retruécanos, y el magistrado
    sentenciaba algún axioma preparado durante la semana con duro esfuerzo. El
    momento culminante de la tertulia era cuando la dueña de la casa, la gran Carla,
    surgía de entre las almohadas, con su tonelada de carne blanca recubierta de
    falsa pedrería, y, con un hilo de voz, algo paradójico en mujer tan monumental,
    declamaba su amor al último elegido en azucarados versos italianos. Mientras
    esto sucedía, el artista Cravo y otros groseros materialistas se aprovechaban de
    la semioscuridad reinante en la sala — la luz estaba dispuesta así, para oír y
    sentir mejor la poesía en la penumbra— y, sin respetar una atmósfera de tan alta
    espiritualidad, de tan excelsos sentimientos, los infames toqueteaban
    descaradamente a las chicas, procurando conseguir favores gratuitos en
    perjuicio de la caja del prostíbulo.
    Los saraos terminaban siempre deslizándose de la poesía a la pornografía
    hacia el final de la noche. Brillaban entonces Vadinho, Giovanni, Mirandáo,
    Carlinhos Mascarenhas y, sobre todo, Lev, un arquitecto que comenzaba su
    carrera, hijo de inmigrantes, galancete larguirucho como una jirafa, dueño de un
    repertorio inagotable y buen narrador. Soportaba un nombre ruso
    impronunciable y las chicas lo habían bautizado, Lev Lengua de Plata, quizá por
    sus cuentos. Quizá...
    En uno de aquellos «elegantes encuentros de la inteligencia y la
    sensibilidad», declamó Robato, con voz trémula, la elegía a la muerte de
    Vadinho, prolongándola con algunas palabras emocionadas sobre el
    desaparecido, amigo de todos los que frecuentaban aquel «delicioso antro del
    amor y de la poesía». Hizo referencia, de pasada, al hecho de que el autor había
    preferido «las nieblas del anonimato al sol de la publicidad y de la gloria». El,
    Robato, había recibido una copia del poema de manos de un oficial de la Policía
    Militar, el capitán Crisóstomo, también amigo fraternal de Vadinho. Pero el
    militar carecía de otras informaciones sobre la identidad del poeta.
    Muchos atribuyeron los versos al mismo Robato, pero, ante su rotunda
    negativa a aceptarlos como suyos, anduvieron señalando como autor a cuanto
    poeta versificaba en la ciudad, especialmente aquellos de condición noctámbula
    y de reconocida bohemia. Sin embargo, no faltó quien jamás creyese en las
    negativas de Robato, atribuyéndolas a modestia y persistiendo en señalarlo
    como autor del poema. Todavía hoy hay quienes piensan que las estrofas de la
    elegía fueron obra suya.
    La discusión se fue agriando hasta tal punto que en cierta ocasión llegó a
    traspasar los límites de la literatura y de la civilidad, terminando el conflicto en
    bofetones cuando el poeta Clóvis Amorim, cuya lengua viperina le llenaba la
    boca de epigramas, chupando permanentemente el cigarro comprado en el
    Mercado Modelo, negó al bardo Hermes Climaco la menor posibilidad de ser el
    autor de los discutidos versos, pues carecía de genio y gramática para tanto.
    —¿De Climaco? No diga tonterías... Ése, con mucho esfuerzo, podrá hacer
    una cuartela de heptasílabos. Es un poeta constipado...
    Quiso la mala suerte que en ese momento apareciera en la puerta del
    cafetín el poeta Climaco, con su eterno traje negro, llevando capa y paraguas,
    quien arremetió encolerizado:
    —Constipada es la puta que te parió...
    Y se agredieron a insultos y sopapos, con evidente ventaja de Amorim,
    mejor versificador y atleta más robusto.
    También es curioso y digno de contarse lo sucedido con un individuo,
    autor de dos escuálidos cuadernos de versos, al que algunas personas menos
    avisadas le conferían la paternidad del poema. Primero, la negó con firmeza;
    luego, como insistieran, fue menos pertinaz en sus negativas, y por último sus
    palabras fueron tan confusas y tímidas que la negativa parecía más bien una
    avergonzada afirmación.
    «Es de él, no hay duda», decían al verlo restregarse las manos, bajar los
    ojos y sonreír, mientras murmuraba:
    —Es cierto que parecen versos míos. Pero no lo son...
    Lo negaba siempre, pero al mismo tiempo jamás admitía que se le
    atribuyeran a otro las discutidas estrofas. Si lo intentaban, se desesperaba por
    demostrar la imposibilidad de semejante hipótesis. Y si algún obstinado insistía
    en sus argumentos, refunfuñaba, terminante y misterioso:
    —Bueno..., ¿me lo van a decir a mí?... Tengo razones para saberlo...
    Y cuando las oía declamar acompañaba lentamente el recitado,
    corrigiéndolo en cuanto se alteraba una palabra, velando por la fidelidad del
    poema, celoso como si la obra fuera suya. Sólo más tarde, cuando se reveló el
    nombre del verdadero autor, se desprendió finalmente de esa gloria ilícita. Pasó
    entonces de inmediato a decir horrores de la elegía, negándole cualquier mérito
    o belleza: «poesía de prostíbulo y de estercolero».
    En medio de tantas discusiones, la elegía continuaba su curso, leída y
    adornada, recitada en las mesas de los bares al caer la madrugada, cuando
    la cachaca hacía surgir los sentimientos más nobles. Los recitadores le
    cambiaban adjetivos y verbos y a veces trastocaban o se tragaban las estrofas.
    Pero, correcta o adulterada, mojada en cachaca, caída en el suelo de los
    cabarets, allá iba la elegía elogiando a Vadinho, entonando su alabanza.
    Quienquiera que la hubiese compuesto reflejaba el sentimiento general de aquel
    submundo en el que Vadinho se había movido desde la adolescencia y del cual
    terminó siendo una especie de símbolo. La elegía fue el punto más alto en el
    derroche de loas al mozo jugador. Si le fuera posible oír tantas expresiones
    elogiosas y nostálgicas no lo hubiera creído. Jamás fuera en vida blanco de
    tantos encomios y alabanzas; muy al contrario: vivió con los oídos zumbándole
    constantemente con el rumor de retos, consejos y sermones, referidos a su mala
    vida y a sus malos sentimientos.




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    Jorge Amado( 1912-2001) Empty Re: Jorge Amado( 1912-2001)

    Mensaje por Maria Lua Jue 09 Ene 2025, 09:10

    ***

    Por otra parte, la indulgencia con respecto a sus fechorías y a esa
    exhibición pública de sus pretendidas cualidades, transformándole en héroe de
    poema y en figura casi legendaria, duró poco tiempo. Una semana después de su
    muerte ya comenzaban las cosas a ser puestas de nuevo en su punto, y la
    opinión de las clases conservadoras, responsables de la moral y la decencia, se
    manifestó por boca de las comadres y las vecinas, intentando imponerse al
    anárquico y disolvente panegírico trazado por la subversiva ralea de los burdeles
    y los casinos en un intento criminal de socavar las costumbres y el régimen. Se
    creaba así un nuevo y apasionante problema, como si no bastara con el de la
    propiedad de los versos. Con referencia a esta última, se prometieron pruebas
    de la verdadera identidad del autor, por fin revelada ahora e inscrita para
    siempre en el libro de oro de las letras patrias.
    Cuando, años después de la muerte de Vadinho, el poeta Odorico recibió
    su volumen de las Elegías impuras — uno de los tres enviados gratuitamente
    por el poeta— en magnífica edición de lujo, con una tirada reducida de sólo cien
    ejemplares autografiados, ilustrados con xilografías de Calazans Neto, se volvió
    hacia Carlos Eduardo, y le pasó el precioso libro.
    Estaban los dos amigos sentados en la misma sala de redacción en la cual,
    un día ya lejano, habían leído y discutido juntos la elegía. Sólo que ahora eran
    señores gordos y respetables — y ricos, muy ricos—, propietarios de colecciones
    y de inmuebles.
    Odorico recordó:
    —¿No te lo dije en aquella ocasión? Era de él. — Y concluyó, con la misma
    sonrisa y con las mismas palabras de otrora—: «Viejo sinvergüenza...»
    También Carlos Eduardo soltó su risotada cordial, de hombre realizado y
    tranquilo, mientras admiraba la primorosa edición. En la tapa, con letras
    grabadas en madera, el nombre del poeta: Godofredo Filho. Lentamente fue
    pasando las páginas y preguntándose (con cierta envidia): «¿Qué calles y
    laderas escondidas, qué oscuras sendas de crepúsculo, qué negras, fragantes
    grutas habían descubierto y amado juntos el poeta ilustre y el pobre vagabundo,
    hasta el punto de haber brotado entre ellos la rara flor de la amistad?»
    Pausadamente, reflexionando sobre tales enigmas, Carlos Eduardo tocaba el
    papel como si acariciase la suave epidermis de una mujer, acaso de piel negra,
    de nocturno terciopelo. La cuarta elegía, de las cinco que componían el tomo,
    era la dedicada a la muerte de Vadinho, «la ficha azul, olvidada en el tapete».
    Queda así resuelto un problema, como se había prometido. Pero surge y se
    impone otro, y quién sabe si será posible encontrarle solución: es el «misterio
    Vadinho». Queda confiado a vuestra perspicacia.
    ¿Quién era Vadinho? ¿Cuál era su verdadero rostro? ¿Cuáles sus exactas
    proporciones? Su rostro de hombre ¿estaba bañado de sol o cubierto de
    sombra? ¿Quién era él, el juglar de la elegía, el machazo de la expresión de
    Paranaguá Ventura o el desaprensivo malandrín, el sablista incorregible, el mal
    marido según la voz de la vecindad, de las amistades de doña Flor? ¿Quién lo
    había conocido mejor y lo definía ahora mejor: los piadosos asistentes a la misa
    de las seis, en la iglesia de Santa Teresa, o los incorregibles habitúes del Tabaris
    («la bolilla girando en la ruleta, la baraja y los dados, la última apuesta»)?
    II.
    Del tiempo inicial de la viudez, tiempo de duelo de luto cerrado,
    con las memorias de las ambiciones y los engaños, del
    enamoramiento y las bodas,
    de la vida matrimonial de Vadinho y doña Flor,
    y de las fichas y dados y la dura espera ahora sin esperanza (y la
    molesta presencia de doña Rozilda)
    (con Edgar Coco en el violín, Cayrnmi en la guitarra y el doctor
    Walter de Silveyra con su flauta encantada)

    ESCUELA DE COCINA «SABOR Y ARTE»

    Receta de doña Flor:

    Cazuela de cangrejos
    Clase teórica:
    INGREDIENTES (para 8 personas): Una jícara de leche de coco pura, sin
    agua; una jicara de aceite de palma; un kilo de cangrejos tiernos. Para la salsa: 3
    dientes de ajo; sal a gusto; el jugo de un limón; cilantro; perejil; cebollita de
    verdeo; dos cebollas; media jicara de aceite suave; un pimiento; medio kilo de
    tomate. Agregar después: 4 tomates, una cebolla y un pimiento.

    Clase práctica:
    Rallen 2 cebollas, machaquen el ajo en el mortero.
    La cebolla y el ajo no apestan, no señoras,
    son frutos de la tierra, perfumados.
    Piquen el cilantro bien picado, así como el perejil, algunos tomates, la
    cebollita y medio pimiento.
    Mezclen todo en aceite suave y aparte pongan esa salsa de tan rico aroma.
    («A estas locas les parece que huelen mal las cebollas, ¿qué saben ellas de
    los olores puros?

    A Vadinho le gustaba comer cebolla cruda,
    y sus besos eran ardientes.»)

    Laven los cangrejos enteros en agua de limón,
    hay que lavarlos bien, un poco más todavía,
    para quitarles la suciedad, pero tratando de que no pierdan el perfume
    marino.
    Y ahora, a condimentarlos; uno por uno,
    sumergiéndolos en la salsa; después, a la sartén,
    echándolos uno a uno, cada cangrejo con su condimento.
    Con la salsa restante, rociar los cangrejos
    con sumo cuidado, que este plato es muy delicado.
    («¡Ay, era el plato preferido de Vadinho!»)
    Elijan ahora cuatro tomates, un pimiento
    y una cebolla. Córtenlos en rodajas y pónganlos encima para dar un toque
    de belleza. Ponerlos en adobe durante dos horas hasta que se sazonen.
    Después pongan al fuego la sartén.
    («Iba él mismo a comprar los cangrejos,
    en el Mercado tenía un antiguo compinche...»)
    Cuando estuviere casi cocido, y sólo entonces,
    agregar la leche de coco, y, en el último instante,
    el aceite de palma, poco antes de retirar del fuego.
    («Probaba la salsa a cada rato,
    nadie tenía un gusto más exigente.»)
    Y ahí está este plato fino, exquisito, de la mejor cocina;
    quien lo hiciere puede alabarse con razón
    de ser una cocinera de buena mano.
    Pero, si no fuese competente, es mejor que no se meta,
    no todo el mundo nace artista del fogón.
    («Era el plato predilecto de Vadinho,
    nunca más lo he de servir en mi mesa.
    Sus dientes mordían el tierno cangrejo,
    el aceite de palma doraba sus dientes.
    ¡Ay, nunca más sus labios, su lengua;
    nunca más su boca abrasada de cebolla cruda!»)





    1



    Ahora bien, en la misa del séptimo día, oficiada por don Clemente Nigra en
    la iglesia de Santa Teresa — envuelta la nave en la espléndida luz matinal,
    azulada y transparente, que venía del mar cercano, como si el templo fuera un
    navío dispuesto a zarpar—, la simpatía y la solidaridad manifestadas en los
    susurrados comentarios estaban dedicadas a doña Flor, arrodillada en primera
    fila, ante el altar, toda de negro, con una mantilla de encaje prestada por doña
    Norma, con la que ocultaba los cabellos y las lágrimas, y un tercio del rosario
    entre los dedos. Pero en los cuchicheos no se la compadecía por haber perdido al
    marido, sino por haberlo tenido. De rodillas en el reclinatorio, doña Flor nada
    escuchaba, como si no hubiera nadie en el santuario más que ella, el sacerdote y
    la ausencia de Vadinho.
    Un rumor de beatas, viejas ratas de sacristía, rencorosas enemigas de la
    gracia y la risa, se elevaba junto con el incienso en enconado murmullo:
    —No valía ni un centavo de rezos, el renegado.
    —Si ella no fuese una santa, en vez de misa lo que daba era una fiesta. Con
    baile y todo...
    —Para ella su muerte es como una carta de emancipación...
    En el altar, celebrando misa por el alma de Vadinho, la tez macerada por
    las vigilias pasadas sobre antiguos libros, don Clemente sentía en la atmósfera
    mágica de la mañana, que apenas despuntaba, ciertas perturbaciones, maléficas
    auras, como si algún demonio, Lucifer o Exu, más probablemente Exu,
    anduviese suelto por la nave. ¿Por qué no dejaban en paz a Vadinho, por qué no
    le dejaban descansar? Don Clemente lo había conocido bien: a Vadinho le
    gustaba ir al patio del convento a charlar con él; se sentaba sobre el cerco y
    contaba historias que no siempre armonizaban con aquellas venerables paredes,
    pero que el fraile oía con atención, curioso y comprensivo ante cualquier
    experiencia humana.






    26
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    Jorge Amado( 1912-2001) Empty Re: Jorge Amado( 1912-2001)

    Mensaje por Maria Lua Jue 09 Ene 2025, 11:15

    ***

    Había en el corredor, entre la nave y la sacristía, una especie de altar, y en
    él un ángel tallado en madera, escultura anónima y popular, tal vez del siglo
    XVII, y parecía como si el artista hubiera tomado a Vadinho de modelo; la
    misma fisonomía inocente y desvergonzada, la misma insolencia, idéntica
    ternura. Estaba el ángel arrodillado ante la imagen, mucho más reciente y
    barroca, de Santa Clara, y extendía hacia ella las manos. En cierta ocasión don
    Clemente llevó a Vadinho hasta allí, para mostrarle el altar y el ángel, curioso
    por saber si el bohemio se daría cuenta del parecido. Éste se echó a reír en
    cuanto vio las imágenes.
    —¿Por qué se ríe? — preguntó el fraile.
    —Que Dios me perdone, padre... Pero ¿no parece como si el ángel estuviese
    engatusando a la santa?
    —¿Estuviese qué? ¿Qué términos son ésos, Vadinho?
    —Discúlpeme, don Clemente, pero es que ese ángel tiene una cara clavada
    de gigoló... Ni siquiera parece ángel..., observe la mirada..., es una mirada de
    cachondo...
    Volviéndose hacia los fieles para dar la bendición, las manos alzadas, el
    sacerdote vio cómo refunfuñaban las beatas: allí estaba la perturbación, el
    maligno, ¡ah!, bocas de lodo y maldad, ¡ah!, hedientes y ácidas doncelleces,
    mezquinas y ávidas solteronas, bajo el comando de doña Rozilda... «¡Que Dios
    las perdone, en su infinita bondad!»
    —Él incluso le bajó la mano a la pobrecita. Pasó las de Caín...
    —Porque quiso. No porque le faltara mi consejo... Si no fuese tan calentona
    me hubiera hecho caso... Hice lo que estaba en mis manos...
    Así peroraba doña Rozilda, madre de doña Flor, nacida para madrastra,
    intentando con denuedo cumplir su vocación.
    —Pero a ella la había picado la tarántula..., le ardían las entrepiernas...
    Dios me libre..., no quiso oírme nada, se rebeló... Y encontró quien la apoyase...,
    casa donde esconderse...
    Al decir esto miró hacia donde estaba arrodillada, rezando, doña Lita, su
    hermana, y agregó:
    —Mandar decir una misa por ese inútil es tirar el dinero, es algo que sólo
    sirve para llenar la barriga del fraile...
    Don Clemente tomó el turíbulo y echó incienso contra el fétido aliento del
    demonio, que salía por la boca de las beatas. Después descendió del altar, se
    detuvo ante doña Flor, puso afectuosamente una mano sobre su hombro y le
    dijo, para que lo oyeran las viejas ponzoñosas de aquel coro siniestro:
    —Los ángeles extraviados también se sientan junto a Dios, en su gloria.
    —Ángel... ¡Cruz Diablo!... Era un demonio del infierno... — rezongó doña
    Rozilda.
    Don Clemente, la espalda algo encorvada, cruzó la nave, camino de la
    sacristía. En el corredor se detuvo a contemplar aquella extraña imagen en la
    que el artista anónimo había fijado a un tiempo la gracia y el cinismo. ¿Qué
    sentimientos lo habrían llevado a hacerlo, qué especie de mensaje había querido
    transmitir? Dominado por las pasiones humanas, el ángel devoraba con ojos
    lascivos a la pobre santa. Ojos de cachondo, como dijera Vadinho en su
    pintoresco lenguaje, y una sonrisa indecente una cara desvergonzada, alguien
    que no tenía arreglo. Igual a Vadinho, nunca se había visto tanto parecido. ¿No
    habría exagerado él, don Clemente; no habría hecho una afirmación precipitada,
    al poner a Vadinho junto a Dios, en su gloria?
    Se aproximó a la ventana practicada en la piedra y contempló el patio del
    convento. Allí acostumbraba a sentarse Vadinho, sobre el muro, con el mar a sus
    pies, cortado por los saveiros. Una vez le dijo:
    —Padre, si Dios quisiera mostrar su poder haría que el diecisiete se diera
    doce veces seguidas. Ése sí que sería un milagro famoso. Si ocurriera yo iba y
    cubría de flores toda la iglesia...
    —Dios no se mete en el juego, hijo mío...
    —Entonces no sabe lo que es bueno y lo que es malo. La emoción de ver la
    bolilla girando y girando en la ruleta y uno arriesgando la última ficha, con el
    corazón sobresaltado...
    Y en tono de confidencia, como un secreto entre él y el sacerdote:
    —¿Cómo no va a saber eso Dios, padre? En el atrio, doña Rozilda elevaba
    la voz:
    —Dinero tirado... No hay misa que salve a ese desgraciado. ¡Dios es justo!
    Doña Flor, escondida la cara dolorosa bajo el chal, surgió en el fondo,
    apoyada en doña Gisa y en doña Norma. En la claridad azul de la mañana, la
    iglesia parecía un barco de piedra navegando.
    2
    Hasta el martes de carnaval por la noche no llegó la noticia de la muerte de
    Vadinho a Nazareth das Farinhas, en donde residía doña Rozilda en compañía
    del hijo casado, funcionario del Ferrocarril. Allí estaba amargándole la vida a la
    nuera, esclava de su mando dictatorial. Sin pérdida de tiempo, se fue a Bahía el
    miércoles de ceniza, día semejante a ella si se ha de creer a otro yerno suyo,
    Antonio Moráis: «Ésa no es una mujer, es un miércoles de ceniza, le quita la
    alegría a cualquiera.» El deseo de poner la mayor distancia posible entre su casa
    y la de la suegra fue sin duda uno de los motivos por el cual este Moráis vivía
    desde hacía varios años en los suburbios de Río de Janeiro. Hábil mecánico,
    aceptó la invitación de un amigo y allá se fue a probar suerte en el Sur, en donde
    prosperó. Se negaba a volver a Bahía, incluso de paseo, mientras «la arpía
    apestase el ambiente». Doña Rozilda, en cambio, no detestaba a Antonio
    Moráis, ni tampoco a su nuera. Pero sí detestaba a Vadinho, y jamás le
    perdonaría a doña Flor ese casamiento, resultado de una vil conspiración contra
    su autoridad y sus decisiones. En cuanto al casamiento de Moráis con Rosalía, la
    hija mayor, aunque no era lo que a ella le hubiera gustado, no se había opuest
    al noviazgo ni había objetado el compromiso. No se llevaba bien ni con él ni con
    la nuera porque el carácter de doña Rosalía hacía que se consagrase a convertir
    la vida del prójimo en un infierno. Cuando no estaba llevándole la contraria a
    alguien, se sentía inútil y desdichada.
    Con Vadinho era diferente: le tenía aversión desde los tiempos en que
    festejaba a doña Flor, cuando descubrió la red de engaños y trampas en que la
    enredara el indeseable pretendiente. Le había tomado odio para siempre, no
    podía siquiera oír su nombre. «Si en este país hubiera justicia ese canalla estaría
    en la cárcel», repetía, si le hablaban del yerno, si le pedían noticias del atorrante
    o le mandaban recuerdos para él.
    Cuando visitaba a doña Flor, muy de cuando en cuando, era para
    estropearle el día, no hablando de otra cosa que de las trampas del mozo, su
    vida libertina, sus actos vergonzosos, sus escándalos cotidianos y permanentes.
    Todavía estaba en la cubierta del barco y ya su boca había comenzado a
    despotricar, gritándole a doña Norma, que la esperaba en el muelle de la
    Bahiana a pedido de doña Flor:
    —¡Al fin estiró la pata el excomulgado!
    El vapor estaba atracando, repleto de una impaciente multitud de viajeros
    sobrecargados de bultos, cestos, bolsos y los más diversos envoltorios con
    frutas, harina de mandioca, ñame y batata, charque, xuxu y zapallos. Doña
    Rozilda desembarcó vociferando:
    —Le dio un ataque, ¿en?..., ¡ya debía haber reventado hace mucho tiempo!
    Doña Norma se sentía derrotada; doña Rozilda tenía la virtud de dejarla
    sin fuerzas para reaccionar, en completo desánimo. La servicial vecina había
    amanecido en el pequeño muelle; su rostro bondadoso traslucía su afán de dar
    consuelo, de dar ánimo a una suegra enlutada y llorosa, estando dispuesta a
    lamentar a dúo la precariedad de las cosas de este mundo: hoy se está vivo y
    coleando y mañana en un cajón de difunto. Escucharía las lamentaciones de
    doña Rozilda, le ofrecería el consuelo de la resignación ante la voluntad de Dios,
    ¡Él sabe lo que hace!; y, juntas la madre y la amiga, conversarían sobre la nueva
    situación de doña Flor, viuda, sola en el mundo y tan joven todavía. Doña
    Norma iba preparada para eso: gestos, palabras, actitudes, todo sincero y
    sentido, nunca hubo en su modo de ser la menor parcela de hipocresía. Doña
    Norma se sentía un poco responsable por todo el mundo, era la providencia del
    barrio, una especie de socorro de urgencia de los alrededores. De toda la
    vecindad acudían a la puerta de su casa (la mejor casa de la calle: sólo la de los
    argentinos de la fábrica de cerámica, los Bernabós, podía compararse con ella y
    ser quizá algo más lujosa); todas venían a pedir algo en préstamo, desde la sal y
    la pimienta hasta la loza para los almuerzos y cenas y las prendas de vestir para
    las fiestas




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    Jorge Amado( 1912-2001) Empty Re: Jorge Amado( 1912-2001)

    Mensaje por Maria Lua Jue 09 Ene 2025, 11:18

    ***
    —Doña Norma, mamá me mandó a preguntar si usted podía prestarnos
    una jicara de harina de trigo, que es para una tarta que está haciendo. Después
    se la paga...
    Era Anita, la hija menor del doctor Ives, un vecino cuya esposa, doña
    Emina, cantaba canciones árabes acompañándose al piano.
    —Pero, nena, ¿tu mamá no fue ayer al mercado? ¡Hum...! ¡Qué mujer más
    olvidadiza...! ¿Una jicara basta? Dile que si quiere más que mande a buscarla.
    O si no, era el negrito de la residencia de doña Amelia, con su voz chillona:
    —Doña Norma, la patrona me mandó a pedir la corbata negra de don
    Sampaio, la del lazo de mariposa, que a la del señor Ruas se la comió la polilla...
    Eso cuando no aparecía doña Risoleta, dramática, siempre con su aire de
    mortificada:
    —Normita, acuda por el amor de Dios...
    —¿Qué pasa, mujer?
    —Un borracho se plantó a la puerta de casa, no hay modo de hacerlo salir,
    ¿qué hago?
    Allá se fue doña Norma, y cuando reconoció al hombre se echó a reír:
    —Pero si es Bastiáo Cachaca, queridos... Vete, Bastiáo, sal de ahí, vete a
    echar un sueño en el garaje de casa...
    Y así el día entero: cartas pidiendo dinero prestado, llamados urgentes
    para socorrer a un enfermo, y los parroquianos reclamando las inyecciones.
    Doña Norma les hacía competencia gratuita a los médicos y a las farmacias,
    para no hablar de los veterinarios, pues todas las gatas de los alrededores venían
    a dar a luz a los fondos de la casa, sin que allí les faltara jamás asistencia y
    alimento. Distribuía muestras de remedios, suministrados por el doctor Ives;
    cortaba vestidos y moldes (estaba diplomada en Corte y Confección); redactaba
    las cartas del personal doméstico, daba consejos, oía lamentaciones, secundaba
    proyectos matrimoniales, incubaba amores, resolvía los más diferentes
    problemas, y siempre alborozada. Por todo lo cual Zé Sampaio la definía así:
    —Es una caga— volando, no tiene paciencia ni para sentarse en el
    artefacto... — y metía en la boca el dedo grande, resignado.
    La buena vecina se había hecho a la idea de ir a recibir a una doña Rozilda
    apenada, a la que consolaría amparándola en su pecho. Y la otra le salía con esa
    absurda insensatez, como si la muerte del yerno fuese una noticia festiva. Ahí
    venía ahora, descendiendo por la escala, en una mano el clásico envoltorio de
    harina de Nazareth, bien tostada y olorosa, además de una cesta en la que se
    movían con impaciencia una sarta de cangrejos comprados a bordo, y en la otra
    una sombrilla y la maleta. Felizmente, pensó doña Norma, no se trataba de una
    maleta grande, de esas que anuncian la intención de quedarse, sino una
    pequeña, de madera, de las que se usan en las visitas breves, por unos pocos
    días — y— hasta— otra— vez. Se adelantó para ayudarla y darle el ceremonioso
    abrazo de los pésames; por nada del mundo hubiera dejado de cumplir el
    penoso deber de las condolencias.
    —Mis condolencias...
    —¿Pésames? ¿A mí? No, querida mía, no desperdicie su cortesía. Por mí,
    ya podía haber espichado hace mucho tiempo, no lo echo de menos. Ahora
    puedo golpearme el pecho y decir de nuevo que en mi familia no hay ningún
    descastado. Y qué vergüenza, ¿eh?, eligió morir en medio del carnaval,
    disfrazado... a propósito...
    Se detuvo junto a doña Norma y puso en el suelo la maleta, la cesta y el
    envoltorio para observar mejor a la otra, la midió de arriba abajo y le hizo un
    elogio intencionado:
    —Pues sí señor..., no es por adularla, pero usted engordó una pizquita...,
    está lindaza, mozota, gordita, apetitosa, que Dios la bendiga y la libre del mal de
    ojo...
    Arregló la cesta, de la que intentaban huir los cangrejos, e insistió con
    terquedad:
    —Así me gusta: una mujer que no presta oídos a las estupideces de
    moda..., como ésas que andan por ahí haciendo régimen para adelgazar y que
    terminan tísicas... Señora mía...
    —No diga eso, doña Rozilda. Y yo que pensé que estaba más delgada...
    Sepa que estoy siguiendo un régimen de los más severos. Suprimí la cena y hace
    un mes que no sé lo que es el gusto de los frijoles...
    Doña Rozilda volvió a examinarla con ojo crítico:
    —Pues no lo parece...
    Con la ayuda de doña Norma volvió a hacerse cargo de los envoltorios, y
    ambas se encaminaron hacia el Elevador Lacerda mientras doña Rozilda
    ametrallaba:
    —¿Y don Sampaio? ¿Siempre metido en cama? Nunca vi un hombre con
    menos chispa. Parece un perro viejo...
    A doña Norma no le gustó la comparación y sonrió con aire de
    reprobación:
    —Es su carácter, él es así..., apagado... Doña Rozilda no era mujer capaz de
    disculpar las flaquezas humanas:
    —Válgame Dios..., un marido tan encerrado en sí mismo como el suyo
    debe ser un castigo. El mío..., el finado Gil..., bueno, no voy a decir que valiese
    gran cosa, no era ningún santo..., pero, en comparación con el suyo..., un
    hombre que no sale, que no va a ninguna parte, siempre malhumorado, siempre
    en casa...
    Doña Norma intentaba cambiar de conversación, llevarla por un camino
    lógico: después de todo, doña Rozilda había perdido un yerno y por eso venía a
    la capital; era sobre tan palpitante y dramático asunto de lo que debían hablar, y
    ésa había sido la intención de doña Norma cuando fue a buscarla al puerto:
    —Flor anda muy triste y abatida. Lo sintió mucho.
    —Porque es una pasmosa, una tonta. Siempre lo fue, no parece hija mía.
    Salió a su padre, señora mía, usted no conoció al finado Gil. No lo digo por
    alabarme, no, pero el hombre de la casa era yo. Él no decía ni pío, quien resolvía
    todo era esta servidora de usted. Flor tiró a él, salió floja, sin voluntad; si no,
    ¿cómo pudo aguantar tanto tiempo un marido tal como el que se consiguió?
    Doña Norma pensó para sí que si el finado Gil no hubiese sido también
    una papilla, un flojo sin voluntad, ciertamente no hubiera soportado mucho
    tiempo a semejante esposa, y lamentó la suerte que le tocó al padre de doña
    Flor. Y también la de doña Flor, ahora amenazada por las constantes visitas de
    su madre, que incluso era capaz — ¿quién sabe?— de venir a residir con la hija
    viuda y corromper la atmósfera cordial del Sodré y sus alrededores.
    En los tiempos de Vadinho, cuando doña Rozilda aparecía, lo hacía a la
    disparada, en rápidas visitas de paso, el tiempo indispensable para hablar mal
    del yerno y emprender el camino de vuelta antes de que el maldito apareciera
    con sus chacotas de mal gusto. Porque con Vadinho doña Rozilda nunca lograba
    ventaja; jamás lo había dominado, y ni siquiera había conseguido ponerlo
    alguna vez nervioso e irritarlo. Apenas la veía, generalmente murmurando, le
    daba un ataque de risa y el granuja se mostraba muy satisfecho, como si la
    suegra fuese su visita preferida.
    —Pero miren quién está aquí: mi santa suegrecita, mi segunda madre, este
    corazón de oro, esta candida paloma. Y esa lengüita, ¿cómo está?, ¿bien afilada?
    Siéntese aquí, mi santa, junto a su yernecito querido, y pongamos al sol todos
    los trapos sucios de Bahía...













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    Jorge Amado( 1912-2001) Empty Re: Jorge Amado( 1912-2001)

    Mensaje por Maria Lua Jue 09 Ene 2025, 11:25

    ***

    Y se reía, con aquella risa tan suya, sonora y alegre, de hombre astuto y
    satisfecho de la vida: si los vencimientos de tantos documentos, si tanta deuda
    por todas partes, tantos aprietos de dinero y tanta urgencia de efectivos no
    habían conseguido entristecerlo y exasperarlo, ¿qué esperanzas podría
    alimentar doña Rozilda de conseguirlo? Por eso lo odiaba, y por lo que él le
    hiciera en los primeros tiempos de las relaciones amorosas con su hija.
    Entonces, en un rapto de ira, abandonaba el campo de batalla, y, espoleada
    por la risa del yerno, se vengaba en doña Flor, acusándola en plena calle, ante
    agitadas asambleas:
    —Nunca más volveré a poner los pies en esta casa, ¡hija maldita! Quédate
    con tu perro marido, déjalo que insulte a tu madre, olvida la leche que
    mamaste... Me voy antes de que me pegue... No soy como tú, que te gusta la
    leña. — La risotada de Vadinho la perseguía por las esquinas y restallaba en las
    callejuelas como una carcajada burlona, y doña Rozilda perdía la cabeza. Cierta
    vez la perdió completamente, al punto de olvidarse de su condición de señora
    viuda y recatada: deteniéndose en la calle abarrotada de gente y volviéndose
    hacia la ventana, en la que su yerno se desternillaba de risa, con el brazo
    desnudo hizo el gesto de pelarle todo un racimo si no todo un cacho de bananas.
    Acompañaba el grosero gesto con maldiciones e insultos, desgañitándose:
    —Tome, puerco, tome y métaselo en el... Los que pasaban se
    escandalizaron, entre ellos el grave profesor Epaminondas y la pulcra doña Gisa.
    —Qué mujer más desaforada... — comentó el profesor.
    —Es una histérica... — sentenció la profesora.
    A pesar de conocer bien a doña Rozilda, pues había sido testigo de ése y de
    otros furores suyos; a pesar de estar familiarizada con su difícil carácter, aun así,
    mientras hacían cola para entrar al Elevador, volvía doña Norma a
    sorprenderse. Nunca pudo imaginar que pudiese persistir la inquina entre la
    suegra y el yerno más allá de la muerte, y que doña Rozilda no concediera al
    finado ni siquiera una palabra de aflicción, aunque fuese sin sentirla, sólo para
    guardar la forma, de labios afuera. Ni eso:
    —Hasta el aire que se respira aquí es más suave desde que el desgraciado
    estiró la pata...
    Doña Norma no pudo contenerse:
    —¡Ave María! Señora, qué rabia le tenía usted a Vadinho, ¿eh?
    —¡Vaya! ¿Acaso no era para tenérsela? Un atorrante que no poseía nada;
    ni para un remedio; una esponja, un jugador, no valía para nada... Y se metió en
    mi familia, la mareó a mi hija, sacó a la infeliz de la casa para vivir a costa de
    ella...
    Jugador, borrachín, mal marido... Todo era verdad, reflexionó doña
    Norma. Pero ¿cómo se puede odiar más allá de la muerte? ¿Acaso en las
    exequias de los difuntos no se deben barrer y enterrar resentimientos y
    discordias? Mas no era ésa la opinión de doña Rozilda:
    —Me llamaba vieja chismosa, nunca me respetó, se reía de mí en mis
    narices... Me engañó cuando me conoció, me tomó por idiota, me hizo pasar las
    de Caín... ¿Por qué voy a olvidarme? ¿Solamente porque está muerto, en el
    cementerio? ¿Sólo por eso?
    3
    Cuando el recordado Gil pasó a mejor vida, aquel papilla carente de
    energía dejó a la familia en medio de serias apreturas, en muy precaria
    situación. En este caso no se trata sólo de una frase hecha — «pasó a mejor
    vida»—, no se trata de un lugar común; es una expresión que refleja con
    exactitud la realidad. Fuese lo que fuere lo que lo esperara en los misterios del
    más allá, un paraíso de luz, de música, de ángeles luminosos, o un tenebroso
    infierno con calderas hirviendo; o un húmedo limbo; o peregrinaciones por los
    círculos siderales, o nada, sólo el no ser, cualquier cosa sería mejor si se la
    compara a la vida en común con doña Rozilda.
    Flaco y silencioso, cada día más flaco y más silencioso, don Gil sustentaba
    su tribu con lo que le dejaban unas modestas representaciones comerciales, de
    productos de reducida aceptación, que le proporcionaban discretas ganancias,
    apenas lo suficiente para los gastos: los diarios garbanzos, el alquiler del primer
    piso en la Ladeira do Alvo, la ropa de los chicos, las pretensiones burguesas de
    doña Rozilda con sus manías de grandeza, su ambición de relacionarse con
    familias importantes y de penetrar en los círculos de gente bien forrada de
    dinero. Doña Rozilda no se daba con la mayoría de los vecinos, a los que no
    había favorecido la suerte: empleados de tiendas, almacenes, escritorios, cajeros
    y costureras. Despreciaba a esa gentuza incapaz de ocultar su pobreza; ella se
    daba aires, llena de jactancia, y sólo se trataba con algunos de los habitantes de
    la Ladeira, con las «familias representativas», como le insistía al finado Gil
    cuando lo pescaba en flagrante delito, sorbiendo una cervecita en la poca
    recomendable compañía de Cazuza Embudo, quinielero y sableador metido a
    filósofo, uno de los más discutibles locatarios del Alvo. ¿Será necesario aclarar
    que Embudo no era su apellido? No era más que un apodo significativo, que
    aludía a su gaznate siempre abierto, a su sed insaciable.
    ¿Por qué no frecuentaba Gil, en cambio, al doctor Carlos Passos, médico
    reputado; al ingeniero Vale, capo en la secretaría de Vialidad; al telegrafista
    Peixoto, señor entrado en años, en vísperas de ser jubilado, habiendo alcanzado
    la cumbre de la carrera postal; al periodista Nacife, todavía joven, pero que ya
    juntaba algún dinerito con El Tendero Moderno, publicación consagrada que
    podía acreditar en su haber «la defensa intransigente del comercio bahiano»?
    Todos ellos eran vecinos también de la Ladeira, y todos «representativos». El
    tonto del marido ni siquiera sabía elegir sus amistades; cuando no estaba con
    Embudo se metía en la casa de Antenor Lima para jugar al chaquete o a las
    damas, tal vez la única alegría verdadera de su vida. Antenor Lima, comerciante
    establecido en el Taboáo, era uno de los más destacados amigos de Gil, y
    merecería incluirse en la lista de los vecinos representativos si no fuese público y
    notorio su amancebamiento con la negra Juventina, que había comenzado
    siendo su cocinera. Ahora ella se instalaba en la ventana de la casa, propiedad
    del comerciante, y con criada para todo servicio, se había vuelto insolente y
    respondona; sus agarradas con doña Rozilda hicieron época en la Ladeira do
    Alvo. Pues bien: a la puerta de calle de esa basura se sentaba Gil, muy zalamero,
    tratando a esa ordinaria como si fuese una señora casada por el juez y el
    sacerdote.
    De nada valían los esfuerzos de doña Rozilda para encaminarlo hacia
    amistades influyentes: la familia Costa, descendiente de un antiguo político,
    poseedora de un campo inmenso en el Matatu; el político hasta llegó a tener una
    calle con su nombre, y su nieto, Nelson, era banquero e industrial; los Marinho
    Falcáo, de Feira de Sant'Ana, en cuya tienda había hecho de joven su
    aprendizaje Gil (don Joáo Marinho fue quien le prestó dinero para iniciarse en
    la capital); el doctor Luis Henrique Dias Tavares, director de repartición — una
    cabeza privilegiada, que firmaba artículos en los diarios—, a doña Rozilda se le
    llenaba la boca cuando pronunciaba su sonoro apellido, sintiendo al hacerlo
    cierto sabor a parentesco: «es compadre mío, bautizó a mi Héctor».
    Cuando citaba esas relaciones de categoría se ensañaba con las de Gil, y
    preguntaba teatralmente a los interlocutores, a la vecindad, a toda la Ladeira, a
    la ciudad y al mundo, qué mal le habría hecho ella a Dios para merecer el castigo
    de tener ese marido, incapaz de darle un nivel de vida digno, a la altura de su
    linaje y de su medio. Los otros representantes comerciales prosperaban,
    ampliaban la clientela y la oficina, aumentaban la cantidad de las ventas
    mensuales, obtenían nuevos y valiosos corretajes. Muchos de ellos llegaban a
    tener casa propia, y si no un terreno en el que más tarde la construirían.
    Algunos hasta se daban el lujo de poseer automóvil, como un conocido de ellos,
    Rosalvo Medeiros, alagoano llegado de Maceió hacía pocos años, con una mano
    delante y otra atrás, y ahora tenía las dos al volante de un Studebaker. Tan viva
    la Virgen se había vuelto este Rosalvo que llegó al punto de no reconocer a doña
    Rozilda cierto día en que casi la atropella, cuando ésta, peatona y amable, se
    puso delante del auto para saludar al próspero colega de su marido. El sujeto no
    sólo le dio un susto de todos los diablos con la explosión del bocinazo, sino que
    encima la insultó, gritándole atrocidades:
    —¿Quiere morir, piojo de víbora?
    En tres o cuatro años, con productos farmacéuticos, labia y simpatía, aquel
    groserote había conseguido automóvil, era socio del Bahiano de Tenis, íntimo de
    políticos y ricachos, lo que se dice un hidalgo, señores míos, lleno de
    engreimiento, y con una barriga de rey. Doña Rozilda crujía los dientes y se
    preguntaba: ¿y en cambio el tarambana de Gil qué hace?
    ¡Ah! Gil vegetaba, yendo a pie o en tranvía, con sus muestras de géneros,
    suspensorios, cuellos y puños duros; era especialista en productos fuera de
    moda, y estaba reducido a una pequeña clientela de tiendas de barrio, de
    anticuadas mercerías. No salía de eso, marcando el paso la vida entera. Nadie
    creía en su capacidad, ni él mismo.






    33
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    Jorge Amado( 1912-2001) Empty Re: Jorge Amado( 1912-2001)

    Mensaje por Maria Lua Jue 09 Ene 2025, 11:39

    ***
    ***


    Un día se cansó de tanta queja y reclamación, de tanto esforzarse sin
    resultado ni alegría. Porto, cuñado de su mujer, marido de Lita, la hermana de
    Rozilda, también vivía a los apurones, enseñando dibujo y matemáticas a los
    chicos de un establecimiento provincial para artesanos, en las lejanías de Paripé.
    Se levantaba todas las mañanas, tempranito con el sol, regresando al caer la
    tarde. Pero los domingos salía por las calles de la ciudad con una caja de colores
    y pinceles a pintar los coloridos caseríos, y esa ocupación le daba tanta alegría
    que jamás se lo había visto de mal humor o melancólico. Claro que se había
    casado con Lita y no con Rozilda, y Lita, todo lo opuesto a su hermana, era una
    santa mujer cuyos labios jamás se abrieron para hablar mal de ninguna criatura
    o ser viviente alguno.
    Gil no progresaba ni siquiera en el juego del chaquete o de las damas, y
    Antenor Lima sólo lo aceptaba como compañero cuando no aparecía otro más
    fuerte. Pero Zeca Serra, campeón de la Ladeira, ni siquiera en ese caso lo
    aceptaba, ni aun para matar el tiempo: no tenía gracia jugar contra un rival tan
    mediocre, descuidado y distraído. Y para colmo, doña Rozilda le exigió su
    ruptura definitiva con Cazuza Embudo, cuando el amigo — muy caído, recién
    salido de la gayola, perseguido y procesado por quinielero— más solidaridad
    necesitaba. Y Gil, un gallina, cruzaba la calle para no encontrarse con él,
    obediente a las órdenes de la esposa.
    Finalmente sacó la conclusión de que nada adelantaba con su sacrificada
    faena y aprovechó unos días de invierno muy húmedos para contraer una vulgar
    pulmonía, «ni siquiera una pulmonía doble» — ironizó el doctor Carlos Passos—
    , emigrando a lo astral. Silenciosamente, con una tos discreta y tímida. Otro
    hubiera podido salvarse, haber vencido la enfermedad, que era poco más que
    una gripe. Pero Gil estaba cansado, ¡tan cansado!, y no quiso esperar una
    enfermedad seria y grave. Por lo demás, no tenía ilusiones: nunca tendría una
    enfermedad brillante, importante, de moda, cara, de la que hablasen los diarios:
    lo mejor era, sin más, contentarse con una mezquina pulmonía. Así fue, y
    desapareció sin despedirse. Descanso.
    4
    Hacía mucho tiempo que doña Rozilda venía controlando con mano de
    hierro el escaso dinero de las comisiones, entregándole semanalmente al
    representante comercial sólo los centavos, estrictamente contados, para el
    tranvía y el paquete de cigarrillos «Aromáticos» — un atado cada dos días—. Y,
    aun así, el dinero economizado apenas alcanzó para los gastos del entierro, el
    luto, los días de duelo. Casi no había comisiones a cobrar por las últimas ventas
    — una cifra ridícula—, y doña Rozilda se encontró con un hijo mozalbete, que
    seguía el bachillerato, y las dos hijas mocitas — Flor acababa de entrar en la
    adolescencia— y sin ninguna renta.
    No por ser ella como era — agria y desabrida—, de trato desagradable y
    difícil, se deben negar u ocultar sus cualidades positivas, su decisión, su fuerza
    de voluntad y todo cuanto hizo para criar a los hijos y mantenerse por lo menos
    en la posición en que quedara a la muerte del marido, sin rodar por la Ladeira
    do Alvo abajo hacia cualquier rincón de la calle o hacia las sórdidas viviendas
    del Pelourinho.
    Se agarró a la casa de altos con toda su violenta obstinación. Mudarse a
    una vivienda más barata significaba la terminación de todas sus esperanzas de
    ascenso social. Era necesario que Héctor continuara estudiando hasta terminar
    el bachillerato y buscarle después un empleo, y casar, a las chicas, casarlas bien.
    Para eso era preciso no descender, no dejarse arrastrar por la pobreza sin
    disfraz, franca y descarada, sin pudor ni vergüenza, como de un delito que
    mereciera castigo.
    Tenía que seguir en el piso de la Ladeira do Alvo, costase lo que costase.
    Así se lo explicó al cuñado cuando éste vino a prestarle los ahorros de doña Lita
    (que doña Rozilda pagó luego centavo por centavo, dígase esto en su honor). Ni
    una casa de alquiler razonable en el fin del mundo, en la Plataforma, ni un
    sótano en la Lapinha, ni cuarto y sala subalquilados en las Portas do Carmo: se
    mantuvo plantada en la Ladeira do Alvo, en la casa de altos, de alquiler
    relativamente elevado, sobre todo para quien como ella no disponía de bienes,
    ni muchos ni pocos.
    Desde allí, desde los amplios balcones del primer piso, podía mirar el
    futuro con confianza: no todo estaba perdido. Modificaría los planes anteriores,
    sin desistir de sus pretensiones. Si cedía de inmediato, abandonando aquella
    casa bien puesta, amueblada, con alfombras y cortinas, y se iba a un conventillo
    cualquiera, ya no le estarían permitidas ni siquiera las esperanzas y las
    ilusiones. Si hacía eso no tardaría en ver a Héctor detrás de un mostrador de
    boliche, o cuando mucho, de una tienda, convertido en un empleaducho para
    toda la vida; y a las nenas las esperaría un destino igual, si es que no terminaban
    siendo camareras de bares o cafés, a disposición de los patronos y de los
    clientes, camino directo a «la zona», siendo causa de escándalo en las calles de
    mujeres honradas. Desde allí, desde la casa de altos, podía enfrentar todas esas
    amenazas. Abandonarla era rendirse sin lucha.
    Por eso rechazó la oferta de un empleo en una tienda que Antenor Lima
    había encontrado para Héctor. Así como tampoco quiso ni siquiera hablar con
    Rosalía cuando la hija se le presentó dispuesta a trabajar como una especie de
    recepcionista y secretaria en «La Foto Elegante», floreciente establecimiento de
    la Bajada de los Zapateros, en donde Andrés Gutiérrez, español moreno y de
    bigotito recortado, explotaba el arte fotográfico en sus más diversas
    modalidades; desde las instantáneas de tres por cuatro, para documentos de
    identidad y profesionales («entrega en veinticuatro horas»), hasta las
    «incomparables ampliaciones a todo color, verdaderas maravillas», pasando por
    los retratos de los más diversos tamaños y por los de las tomas de bautizos,
    matrimonios, primeras comuniones y otros acontecimientos festivos dignos de
    la amarillenta eternidad de los álbunes familiares. Dondequiera que fuese
    necesario hacer una fotografía allí surgía Andrés Gutiérrez con su máquina y su
    ayudante, un chino que de tan viejo no tenía edad, arrugado y sospechoso.
    Circulaban rumores, que habían llegado a oídos de doña Rozilda, siempre
    receptivos a las habladurías, sobre Andrés, su «Foto Elegante», su ayudante y la
    amplitud del negocio. Se decía que era obra suya ciertas postales vendidas por el
    chino en sobres cerrados, cumbre suprema del arte naturalista, «desnudos
    artísticos» de éxito garantizado. Para tales fotos, según las comadres, posaban
    muchachas pobres y fáciles, a cambio de unos pocos centavos. De paso, las
    usufructuaba Andrés y, quizá, el chino; las beatas contaban horrores acerca del
    estudio fotográfico. No hay que asombrarse de que doña Rozilda haya corrido a
    la hija cuando ésta, entusiasmada e ingenua, le comunicó la oferta del español:
    —Si me vuelves a hablar de eso otra vez te despellejo, te doy una paliza que
    te van a salir ronchas...
    A Andrés lo amenazó con la cárcel, tirándole a la cara todas sus relaciones
    influyentes: que se metiera con su hija y ya vería las consecuencias, gallego de
    m..., con sus inmundicias y su pornografía; ella, doña Rozilda, llamaría a la
    policía...
    Andrés, que tampoco tenía pelos en la lengua, siendo español de mal
    hígado, retrucó en el mismo tono. Comenzó por decir que gallego sería el
    cornudo del padre de doña Rozilda. ¿Así que él, condolido por la situación de la
    familia después de la muerte de don Gil, hombre educado y bueno, merecedor
    de mejor esposa, le ofrecía un empleo a la muchacha, a quien apenas si conocía,
    con el único propósito de ayudarla, y toda la recompensa que obtenía era que
    esa vaca histérica se pusiera a gritar a la puerta de su establecimiento,
    amenazando a toda la corte celestial, inventando un montón de historias, de
    miserables calumnias? Si ella no cerraba esa letrina que tenía por boca que se
    fuese a reventar a los infiernos, y aprisa, que si no quien llamaría a las
    autoridades iba a ser él, un ciudadano establecido, respetuoso de las leyes y al
    día con los impuestos; él, un andaluz de buena cepa, iy aquella bruja lo
    motejaba de gallego...! El chino, indiferente a la disputa, se limpiaba con un
    fósforo las uñas, largas como garras; unas uñas que, según las malas lenguas...



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    y en ese vuelo y en ese sueño
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    Jorge Amado( 1912-2001) Empty Re: Jorge Amado( 1912-2001)

    Mensaje por Maria Lua Jue 09 Ene 2025, 11:42

    ***

    Fuesen verdaderas o no aquellas excitantes historias, doña Rozilda no
    había criado a sus hijas, no las había educado, regaladas y gentiles, para
    capricho de ningún Andrés Gutiérrez, andaluz, gallego o chino, le daba lo
    mismo... Las hijas eran ahora su palanca para cambiar el rumbo del destino, su
    escalera para ascender, para elevarse. También rechazó otros empleos, éstos
    bien intencionados, para Rosalía y Flor; no quería que las chicas estuvieran
    expuestas al público y al peligro. El lugar de una doncella está en el hogar, su
    meta es el casamiento, pensaba doña Rozilda. Mandar las hijas a que estuviesen
    tras el mostrador de una tienducha, o a una boletería de cine, o a la sala de
    espera de un consultorio médico o dental, era entregarse, confesar la pobreza,
    ¡exhibir la llaga más repulsiva y purulenta! Haría trabajar a las muchachas, sí,
    pero en casa, para que perfeccionasen las virtudes domésticas que iban
    acumulando, pensando en el novio en el marido. Si antes las virtudes y el
    matrimonio ya eran detalles importantes en los proyectos de doña Rozilda,
    ahora se transformaban en la pieza fundamental de sus planes.
    Mientras Gil vivía, doña Rozilda había proyectado que el hijo se recibiera,
    que fuese médico, abogado o ingeniero, y entonces ella, apoyada en el canudo de
    doctor, en el diploma de la Facultad, ascendería al lugar de los elegidos, brillaría
    entre los poderosos del mundo. El anillo de graduado, resplandeciendo en el
    dedo de Héctor, sería la llave que le iba a abrir las puertas de la gente de la
    «alta», de ese mundo cerrado y distante de la Vitoria, del Canela, de la Gracia, y
    junto con eso, como consecuencia, el casamiento conveniente de las hijas con
    colegas del hijo, doctores con linaje y futuro.
    La muerte de Gil hacia imposible ese proyecto a largo plazo: Héctor estaba
    todavía en el bachillerato, faltándole dos años para terminar, pues estaba
    atrasado, lo habían aplazado en los exámenes. ¿Cómo iba a poder sostenerlo
    durante cinco o seis años en la Facultad, siguiendo una carrera larga y costosa?
    Con esfuerzo y sacrificio podía mantenerlo en el secundario — que cursaba en el
    Instituto de Bahía, un centro estatal y gratuito— hasta concluir el bachillerato.
    Poseyendo los estudios secundarios completos le sería posible librarse de los
    empleos miserables en el comercio, toda la vida marcando el paso, metro en
    mano. Tal vez consiguiera un puesto en algún banco, o, ¿por qué no?, alguna
    sinecura oficial, de empleado público, con garantías y derechos, gratificaciones y
    aumentos, promociones, anticipos y otros beneficios adicionales. Doña Rozilda
    contaba para conseguirlo con sus relaciones influyentes.
    Pero ya no contaba más con el título de doctor — el anillo de graduado
    brillando, con una esmeralda o un rubí o un zafiro— para escalar las soñadas
    alturas. Era una lástima, pero nada se podía hacer; una vez más, el bosta del
    marido había arruinado sus proyectos con aquella muerte idiota.
    Mas ahora ya no podría él arruinar sus nuevos proyectos, madurados en
    los días de duelo. En ellos, la llave maestra que abriría las puertas del confort y
    del bienestar era el casamiento, el de Rosalía y el de Flor. Casarlas
    («colocarlas», decía doña Rozilda) lo mejor posible, con jóvenes de apellido,
    vástagos de familias distinguidas, hijos de coroneles, hacendados o señores del
    comercio — de preferencia mayoristas—, establecidos, con dinero, con crédito
    en los bancos. Si ésta era la meta a lograr, ¿cómo iba a mostrar a las nenas en
    empleos mendicantes, exhibirlas como unas pobretonas mal vestidas, cuya
    gracia y juventud despertarían en los ricos e importantes sólo bajos instintos,
    pecaminosos deseos, que ciertamente les granjearían proposiciones, pero muy
    distintas a las del noviazgo y el matrimonio?
    Doña Rozilda quería a las hijas en casa, recatadas, ayudándola, con su
    trabajo y comportamiento, a mantener la apariencia de bienestar y adornar esa
    ficción de gentes si no opulentas, por lo menos bien provistas y de esmerada
    educación. Cuando las muchachas salían a visitar a familias conocidas, o a
    una matinée dominical, o a alguna fiestita en casa de una familia conocida, iban
    siempre de punta en blanco, bien vestidas, con el ilusorio aspecto de herederas,
    con buenas maneras... Doña Rozilda era económica y contaba los centavos
    procurando equilibrar las finanzas domésticas y seguir adelante, pero no
    toleraba nada que desluciera el arreglo de las hijas, ni siquiera en la intimidad
    del hogar. Exigía que estuvieran impecables, dignas de recibir en cualquier
    momento al príncipe encantado cuando éste surgiera de repente. Para lograrlo,
    doña Rozilda no escatimaba sacrificios.
    Cierta vez, Rosalía fue invitada a un bailecito, con motivo del cumpleaños
    de la hija mayor del doctor Joáo Falcáo, un potentado: palacete, arañas de
    cristal, cubiertos de plata, mucamos de etiqueta. Los otros invitados, todos
    gentes distinguida, podridos de dinero, de la mejor sociedad, un señorío que
    había que ver. Pues bien, Rosalía causó sensación; era la de mejor presencia, la
    más chic, a tal punto que mereció el elogio de la bondadosa anfitriona, doña
    Detinha:
    —Es la más linda de todas... Esta Rosalía es un amor, una muñeca...
    Parecía, sí, la más rica y aristocrática. Y sin embargo allí estaban las chicas
    de más fortuna y más aristocráticas de la nobleza local, sangre azul de
    bachilleres y médicos, de funcionarios y banqueros, de tenderos y comerciantes.
    Con su tez mate de mestiza negro— india, suave y pálida, era la blanca más
    auténtica entre todas aquellas finísimas blancas bahianas, que agotaban todos
    los tonos de la morenez. (Aquí entre nosotros, ¡que nadie nos oiga!, mestizas de
    la más fina y bella mulatería.)
    Nadie, al verla tan elegante, diría que su vestido, el más elogiado de la
    fiesta, era obra propia y de doña Rozilda; el vestido y todo lo demás, incluso la
    transformación de un viejo par de zapatos en una obra maestra de satén. Entre
    las labores de Rosalía — cortaba y cosía, bordaba y tejía—, la costura era su
    punto más alto.
    Sí, eran ellas, las muchachas, con sus labores, y bajo la férrea dirección de
    doña Rozilda, las autoras de aquel milagro de supervivencia: Héctor en el
    Instituto, terminando el bachillerato; al día con el alquiler del primer piso y con
    los plazos de la radio y de la nueva cocina, y hasta unos pequeños ahorros
    destinados a la terminación de los ajuares, los vestidos de bodas, los velos y las
    guirnaldas, las sábanas y fundas, los camisones y combinaciones que se iban
    poco a poco acumulando en los baúles.
    Eran ellas, las nenas, Rosalía pedaleando en la máquina, cosiendo para
    afuera, cortando vestidos, bordando blusas finas, y Flor, al principio,
    preparando bandejas de dulces y salados para fiestitas familiares y pequeñas
    conmemoraciones: cumpleaños, primeras comuniones. Si la costura era el
    fuerte de Rosalía, en la cocina se destacaba la nena menor: había nacido con la
    ciencia del punto exacto, con el don de los condimentos. Desde pequeñita había
    hecho tartas y manjares, siempre rondando la cocina, aprendiendo los misterios
    del arte supremo con la tía Lita, tan exigente. Tío Porto no tenía otro vicio,
    aparte de la pintura dominical, que el de los buenos platos. Era un frecuentador
    de carurus y sarapateis, se volvía loco por una feijoada o un matambre con
    mucha verdura. De los encargos de bandejas de pasteles y empanadas, así como
    de almuerzos, pasó Flor a dar recetas y lecciones, y, finalmente, a la Escuela de
    Cocina.
    Una en la máquina, en el corte y en la costura, otra en la cocina, en el
    horno y en el fogón, y doña Rozilda al timón, iban tirando. Modestamente,
    mediocremente, a la espera de que surgiesen los caballeros andantes durante
    alguna fiesta o paseo, envueltos en títulos o en dinero. Uno arrebatando a
    Rosalía, otro conduciendo a Flor — ambos al son de la marcha nupcial— hacia el
    altar y el alegre mundo de los poderosos. Primero Rosalía, que era la mayor.
    Doña Rozilda se fijaba al doblar cada esquina, obstinadamente, esperando
    encontrarse con ese yerno de oro y plata, claveteado de diamantes. A veces la
    invadía el desánimo: ¿Y si no apareciese el príncipe encantado? Ya era tiempo
    de que se presentara, no se podía esperar toda la vida, las muchachas estaban
    alcanzado la inquieta edad en que las atraían los hombres. Rosalía, con sus
    veinte años desplegados en suspiros desde la ventana, hartos del pedal de la
    máquina de coser, reclamaba con urgencia ese esperado duque, ese conde, ese
    barón, ¿cuándo la iba a rescatar? Tan larga se hacía la demora, tan cansadora la
    espera... Con tal de que pronto Rosalía no se viera en el fondo del pozo,
    solterona, doncella empedernida, con ese hedor a rancio de las vírgenes
    exasperadas a que se refería, sonriendo, el buen tío Porto, burlándose de los
    pruritos aristocráticos de la cuñada.
    De cuando en cuando Rosalía entreveía al ansiado pretendiente: en las
    espaciadas fiestas danzantes; en los viajes hasta la casa de la tía, en Río
    Vermelho; en las funciones de las matinée: al volante de un autito, todo vestido
    de blanco en un domingo de regatas, o un universitario burlón, o un estudioso
    con grandes libros de ciencia bajo el brazo o encorvándose en los malabarismos
    de un caprichoso tango argentino, o si no un romántico al son de una serenata
    nocturna.
    Doña Rozilda también esperaba, y su impaciencia iba en aumento:
    ¿Cuándo, cuándo surgiría el anunciado yerno, ese millonario, ese viva la Virgen,
    ese hidalgo, ese doctor de borla y birrete, ese mayorista de la Cidade Baixa, ese
    hacendado del cacao o del tabaco, ese dueño de tienda o incluso de boliche, y en
    último caso, ese sudoroso gringo de almacén de ultramarinos? ¿Cuándo?



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    Jorge Amado( 1912-2001) Empty Re: Jorge Amado( 1912-2001)

    Mensaje por Maria Lua Jue 09 Ene 2025, 11:43

    ***

    5



    Mucho tiempo esperaron así, compuestas y arregladas — semanas, meses,
    años—, pero ningún hidalgo apareció; ni un joven aristócrata de la Barra o de la
    Graca, ni el hijo de un coronel del Cacao; ningún señor del comercio al por
    mayor y ni siquiera un gallego enriquecido en la dura labor de los almacenes y
    panaderías. El que llegó fue Antonio Moráis, con su taller de mecánico, su
    competencia de autodidacta, su honrado overall, negro de grasa. Llegó en el
    momento oportuno y por eso fue bien recibido. Rosalía ya había llorado
    lágrimas de célibe condenada a la soledad y a la beatería y doña Rozilda no tuvo
    fuerzas para oponerse. No era el yerno previsto en las largas vigilias pasadas
    trabajando en el pedal de la máquina o al calor del fogón. Pero ya no podía
    entrar en más consideraciones y argumentos o enfrentar la ira amenazadora, la
    obstinada impetuosidad de Rosalía, cuyos veinte (y tantos) años saludables
    clamaban por un marido.
    Por lo demás, si bien Antonio Moráis no era rico ni importante, al menos
    no dependía de ningún patrono; tenía un pequeño y acreditado taller que le
    daba lo suficiente para sustentar mujer e hijos. Doña Rozilda se inclinó ante el
    destino, un poco a la fuerza, pero se inclinó, ¿qué podía hacer?
    Por aquel entonces Héctor había conseguido un puesto en el Ferrocarril de
    Nazareth por intermedio de su padrino, el doctor Luis Henrique, y se había ido a
    vivir a la ciudad de Recóncavo, yendo a la capital muy pocas veces. Era un
    empleo con futuro, doña Rozilda no necesitaba preocuparse más por él. Por su
    parte, Flor había comenzado a dar clases de cocina a muchachas y señoras,
    ganando dinero y fama de profesora competente. Ahora era ella quien cargaba
    con la mayor parte de los gastos de la casa debido a que Rosalía, atemorizada
    con el correr de los años, gastaba sus ganancias en acicalarse, en vestidos y
    zapatos, perfumes y encajes.
    Antonio Moráis se había fijado en Rosalía durante la matines del Cinema
    Olimpia, un día de función mixta en que además de las dos películas y de los
    episodios, don Mota, el empresario, había contratado unos artistas de paso por
    Bahía, restos de conjuntos, que fueron desmembrándose en las giras por el
    interior, hambrientas estrellas de empañada luz. Mientras «Mirabel, el sueño
    sensual de Varsovia», una polaca venerable, cansada de guerrear y de las
    candilejas y las camas de las casas de citas, meneaba sus viejas nalgas marchitas
    haciendo delirar a los chicos — que iban allí a instruirse—, Antonio Moráis
    divisó a doña Rozilda y sus dos hijas en las plateas: Rosalía tensa y expectante, y
    Flor con un vestido que parecía reventar a la altura de los pechos y de las
    caderas.
    Y el mecánico no volvió ya a contemplar el pobre bamboleo del «Sueño de
    Varsovia». La petulante mirada de Rosalía se cruzó con su mirada suplicante. A
    la salida el mozo siguió a la madre y a las hijas a prudente distancia, hasta
    localizar la morada burguesa de la Ladeira do Alvo. Rosalía apareció por un
    instante en el balcón y dejó revoloteando una sonrisa.
    Al día siguiente, después de la cena, se vio sufrir a Antonio Moráis, ladera
    arriba, ladera abajo, deteniéndose en la vereda opuesta cuando pasaba frente a
    la casa. Desde la ventana, Rosalía estaba en acecho, insinuante. El mecánico
    subía y bajaba, puestos los ojos en el alto balcón, silbando modinhas. Al rato,
    escoltada por Flor, Rosalía surgió al pie de la escalera. Dando unos pasos de
    gavilán canchero, Moráis se puso a su lado. Doña Rozilda, siempre alerta, ya
    había notado el jueguito en la matinée. Y, al ver a Rosalía tan ansiosa y rebelde,
    salió en busca de informaciones sobre el sujeto; Antenor Lima lo conocía y le dio
    datos concretos y favorables: mecánico, con buena mano, taller propio en Gales,
    un monstruo para el trabajo. Antonio Moráis había perdido al padre y a la
    madre cuando tenía nueve años en un choque de ómnibus y se había criado en
    la calle, pero, en vez de juntarse con los atorrantes y dedicarse a las aventuras
    del vagabundaje y a la mala vida, había entrado en el taller de Pé de Pilao, un
    negro más grande que la catedral, mecánico y buen tipo. En el taller del negrazo
    hacía de todo, servía tanto para un roto como para un descosido, era hábil como
    él solo. No tenía sueldo fijo, pero dormía allí y solía recibir propinas, algunas de
    ellas grandes. Aprendió a leer y a escribir sólito; con Pé de Pilao aprendió el
    oficio, y, siendo aún muchacho, comenzó a trabajar por su cuenta y riesgo,
    cobrando una miseria; era de manos hábiles y de cabeza despierta: los motores
    de los automóviles no tenían secreto para su curiosidad. Es verdad que no era
    un doctor, ni un joven con posibles, pero pocos mecánicos podían competir con
    él. Sus entradas eran seguras, y sería un marido de primera, ¿cómo diablos
    podía pretender Rosalía algo mejor si no era ninguna princesa ni poseía un
    campo de cacao?, preguntaba el mal educado Lima a la engreída y rezongona
    vecina.
    Otros conocidos confirmaron las amplias referencias del comerciante, y
    doña Rozilda, después de aconsejarse con su compadre, el doctor Luis
    Henrique, un Ruy Barbosa de sabiduría que le dio consejos inestimables, y de
    mucho pesar los pros y los contras, se decidió a favor del mecánico. No era éste,
    repetía, el yerno de sus sueños, el príncipe de sangre noble y arcas de oro.
    Moráis sólo tenía sangre noble por parte de un lejano pariente ancestral,
    Obitikó, príncipe de una tribu africana traído a Bahía como esclavo; sangre azul
    que había de mezclarse más tarde con la sangre plebeya de villanos portugueses
    y holandeses mercenarios. De la mezcla resultó un pardo claro, de espontánea
    sonrisa, un simpático moreno. En cuanto a las arcas de oro, los ahorros en el
    colchón del mecánico no alcanzaban ni para poner casa en ese momento. Pero
    Rosalía se había atrancado en su babosa pasión y se negaba a considerar los
    oscuros orígenes, el modesto oficio y las pocas monedas del muchacho. Y frente
    a una Rosalía agresiva, de respuestas insolentes y de pocas cosquillas, doña
    Rozilda bajó la cabeza. Así que doña Rozilda, a la quinta o sexta aparición
    nocturna de Moráis, todo de blanco y muy almidonado, el sombrero ladeado,
    zapatos de dos colores, ¡irresistible!, lo enfrentó. Estaban los dos enamorados
    en pleno embeleso, los ojos en los ojos, las manos entrelazadas, hablando
    boberías, cuando desde las sombras de la escalera irrumpió doña Rozilda,
    inesperada e inquisidora, con voz severa, amenazante:
    —Rosalía, hija mía, ¿quieres presentarme al caballero?
    Hechas las presentaciones — Rosalía embarullándose al hablar, Moráis sin
    saber qué hacer—, doña Rozilda arremetió de inmediato, sin ninguna ceremonia
    ni consideración:
    —Una hija mía no ennovia al pie de la escalera, sobre la calle, ni sale sola a
    pasear con su festejante; yo no crié una hija para que se divierta ningún pícaro...
    —Pero yo...
    —El que quiera conversar con mi hija tiene que declarar antes sus
    intenciones.
    Antonio Moráis afirmó la pureza matrimonial de sus más recónditas
    intenciones; él no era un mulato que abusara de las hijas de los otros. Y
    respondió con presteza y modestia al minucioso interrogatorio, comprobando
    doña Rozilda sus informes propios, sobre todo los referentes a los ingresos del
    taller.
    El mecánico fue aprobado y su presencia admitida oficialmente a la puerta
    de la casa, junto a la cual, a partir de aquella conferencia, Rosalía lo esperaba
    sentada en una silla. Desde la ventana, doña Rozilda vigilaba la moral de la
    familia: una hija suya no iba a ser disfrutada por ningún atorrante. Así, cuando
    Moráis se aprestaba a poner su tierna mano en la tierna mano de la muchacha,
    se oía el reprensivo carraspeo de doña Rozilda, cayendo desde arriba.
    —¡Rosalía!
    Esto apresuró el noviazgo, pues Moráis estaba ansioso de gozar de más
    libertad, de una intimidad menos observada. Siendo ya novio oficial, pasó a
    frecuentar la casa, a salir con Rosalía los domingos para ir a la matinée,
    llevando a Flor de chaperón, con órdenes terminantes de vigilar y controlar a los
    enamorados e impedir los besos y las caricias: doña Rozilda exigía el máximo
    respeto. Flor no había nacido para soplón de la policía; comprensiva y solitaria,
    miraba para otro lado, se concentraba en la película, masticando confites y
    dejando en paz a la pareja con su ansiedad, con sus labios y manos atareados.
    Durante el cortejo y el noviazgo doña Rozilda se mostró tan amable como
    le era posible, ocultando los rasgos más salientes de su carácter. Necesitaba
    casar a sus hijas y Rosalía había llegado al límite de la edad. Lo que sobraban
    eran mozas en busca de un marido, y en cambio escaseaban los jóvenes
    dispuestos a casarse. Ardua batalla ésa de casar las hijas, bien lo sabía doña
    Rozilda. Casi todas sus conocidas consideraban que el mecánico era un buen
    partido. Una de ellas, cierta doña Elvira, madre de tres mugrientas y legañosas
    doncellas, destinadas a una soltería definitiva, incluso había puesto a los tres
    pellejos en asedio de Moráis, deshaciéndose las tres en sonrisas y miradas
    prometedoras: sólo les faltaba arrastrarlo a la cama a esas relamidas,
    esqueléticas y atrevidas. Además, Moráis era trabajador y sobrio, y a la suegra
    no le sería difícil domarlo, dirigirlo a su voluntad en cuanto se casara. En esto se
    engañó: el yerno iba a darle una sorpresa.
    De este modo, el artesano, sólo después de casado, conoció la verdad
    completa en lo que atañe a doña Rozilda. Decidieron vivir todos juntos en el
    primer piso de la Ladeira do Alvo, solución económica y sentimental, pues
    gastarían menos y continuarían unidos, ya que tanto doña Rozilda como Moráis
    no parecían desear otra cosa sino continuar juntos para siempre. Rosalía era
    opuesta a estos planes temerarios; «el casado casa quiere», recordaba ella, pero
    ¿cómo enfrentar esa luna de miel entre su madre y su novio?
    Todavía no se habían cumplido seis meses de esa luna de miel cuando la
    combinación se deshizo, pues, como informó el yerno a los conocidos: «Sólo
    Cristo aguantaría vivir con doña Rozilda, y eso todavía no es seguro; tendría que
    hacerse la prueba para ver si el Nazareno tiene la resistencia necesaria. Pues
    quizá ni él mismo la soportaría.»


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    Jorge Amado( 1912-2001) Empty Re: Jorge Amado( 1912-2001)

    Mensaje por Maria Lua Jue 09 Ene 2025, 11:45

    ***

    Y se mudaron al fin del mundo, allá por Cabula, zona casi rural. Moráis
    prefería aguantar aquel tranvía repleto y lento, en un viaje de nunca acabar,
    descarrilando a cada rato y siempre atrasado; prefería salir a la madrugada para
    llegar a tiempo al taller, situado en las inmediaciones de la Ladeira dos Gales;
    prefería, en fin, meterse entre aquella selva tupida en la que silbaban venenosas
    víboras de cascabel y en donde los exus de los muchos candomblés de los
    alrededores andaban sueltos por los caminos haciendo destrozos antes que
    tolerar la vida en común con la suegra. Eran preferibles los cascabeles y los exus.
    En el primer piso de la Ladeira do Alvo quedaron, solas, la adolescente
    Flor, que ya comenzaba a ser una linda muchacha de delicado rostro, senos altos
    y arrogantes caderas, y doña Rozilda; una doña Rozilda cada vez más agria,
    limitada ahora a las gracias y a las labores de aquella hija, su última carta de
    triunfo en la batalla por el ascenso social, tantas veces perdida.
    Sin embargo, no había perdido su fuerza, no había disminuido su voluntad
    de subir, de trepar los peldaños que la conducirían al mundo de los ricos. En las
    pesadas noches de insomnio (dormía poco, se quedaba rumiando proyectos),
    había decidido no entregar la benjamina a otro Moráis. A Flor le destinaba un
    partido mejor, un joven de calidad, un blanco distinguido, un doctor o un
    comerciante fuerte. Defendería con uñas y dientes esta última trinchera, no se
    volvería a repetir lo acontecido con Rosalía. Flor no sólo era mucho más
    obediente y juiciosa, sino que no temía quedar solterona; no hablaba de
    casamiento, no se alzaba contra la madre cuando ésta le prohibía congraciarse
    con empleaditos de escritorio, dependientes de boliche, o algún gallego
    despachante de panadería. Obedecía sin rezongos, no se revolvía contra su
    madre a los gritos, no se trancaba en el cuarto amenazando con suicidarse, en
    una de aquellas explosiones frecuentes en Rosalía, cuando doña Rozilda, celosa
    de su futuro, le prohibía cualquier galán de baja estofa. Resultado: se casó con
    aquel mequetrefe de Moráis, un don nadie, ¡ni dependiente!, sólo un simple
    artesano, un operario, ¡qué horror!, socialmente todavía menos importante que
    ellas. Podía ser un coloso en el trabajo, buen marido y alegre compañero: la
    verdad, sin embargo, es que la hija, en vez de subir, había descendido en la
    escala social; así, por lo menos, pensaba tristemente doña Rozilda, destinada a
    otras alturas. Pero con Flor era distinto, no volvería a repetirse el error.
    Mientras doña Rozilda forjaba proyectos, Flor se hacía conocer como
    profesora de cocina, especialmente de cocina bahiana. Había nacido con el don
    de los condimentos y desde la niñez se la pasaba dando vueltas a recetas y
    salsas, aprendiendo a hacer manjares, gastando sal y azúcar. Hacía tiempo que
    recibía encargos de platos bahianos, y la llamaban a cada rato para ayudar
    en vatapás y efós, en moquecas y xinxins, y hasta en los famosos carurus de
    Cosme y Damián, como los celebrados en la casa de su tía Lita o en la de doña
    Dorothy Alves, en la que se reunían decenas de invitados y aún sobraba comida
    para otros tantos. Carurus anuales, promesas hechas a los santos Mabacas y a
    los ibejés. Con el tiempo su fama fue extendiéndose y venían a pedirle recetas o
    la llevaban a casa de gente rica para que enseñara el punto y el condimento de
    algunos de los platos más difíciles. Doña Detinha Falcáo, doña Ligia Oliva, doña
    Laurita Tavares, doña Ivany Silveira y otras señoras «de mucha figuración», de
    cuya amistad tanto se jactaba doña Rozilda, la recomendaban a las amigas, de
    modo que a Flor no le alcanzaban las manos. Una de esas señoras, snobs y
    adineradas, fue quien le dio la idea de la escuela, pues habiéndole pedido recetas
    teóricas y demostraciones prácticas, hizo hincapié, al pagarle el trabajo, en
    advertir que estaba remunerando a la excelente profesora y buena amiga, no
    abonando el salario a una cocinera. Eran amables sutilezas de doña Luisa
    Silveira, hidalga sergipana, llena de argucias y muy «mírame y no me toques».
    Flor no comenzó a dar lecciones en serio, con escuela puesta, hasta
    después de la partida de Rosalía y Moráis a Río de Janeiro. El mecánico resolvió
    que no era suficiente la distancia entre los altos del Cabula y la Ladeira do Alvo y
    quiso poner por medio, entre su casa y la suegra, el propio mar océano.
    Le había tomado una aversión mortal a doña Rozilda, «la desalmada»,
    como la llamaba: «¡es peor que la peste, el hambre y la guerra!».
    No tardó la escuela en prosperar; hasta algunas señoras del Canela y del
    García, incluso de la Barra, fueron allí a desvelar los misterios del aceite suave y
    del aceite de palma. Una de las primeras en asistir fue doña Magá Paternostro,
    ricacha con muchas relaciones y entusiasta propagandista de las dotes de Flor.
    El tiempo fue pasando, fueron corriendo los años y Flor aún no tenía prisa
    en buscar novio; ahora era doña Rozilda quien comenzaba a preocuparse, pues
    al fin y al cabo la hija benjamina ya no era una nena. Flor se encogía de
    hombros, sólo le interesaba la escuela. El hermano, en uno de sus viajes desde
    Nazareth, dibujó el cartel con tintas de color — todos elogiaban sus dotes para el
    dibujo—, que colgaba del balcón:
    ESCUELA DE COCINA: SABOR Y ARTE
    Héctor había leído en los diarios una extensa información acerca de una
    escuela titulada «Saber y Arte», un experimento de un fulano llegado de los
    Estados Unidos, un tal Anisio Teixeira. Cambiándole una letra al título de moda,
    lo adaptó a los intereses de la hermana. Junto a las historiadas letras, la
    cuchara, el tenedor y el cuchillo, cruzados en graciosa tríada, completaban la
    obra del artista. (Si fuera hoy, ya podía Héctor ir pensando en una exposición
    individual y en la venta de sus cuadros a buen precio; pero los tiempos eran
    otros y el funcionario de ferrocarriles se contentó con los elogios de la hermana,
    de la madre y de cierta alumna de Flor, una de ojos húmedos, llamada Celeste.)
    Las clases de cocina daban lo necesario para el mantenimiento de la casa y
    las pocas necesidades de la madre y la hija, así como para guardar algún dinero,
    pensando en los gastos del futuro casamiento. Pero, sobre todo, ocupaban el
    tiempo de Flor, la liberaban un poco de doña Rozilda y su cantinela acerca de
    cuánto sacrificio le había costado criar y educar a los hijos, criar y educar a
    aquella hija benjamina, y de cómo necesitaba encontrarle un marido rico que las
    sacara de la Ladeira do Alvo y del fogón, para llevarlas a las delicias de la Barra,
    de la Gracia, de Vitoria. Pero a Flor no parecían preocuparle los festejantes ni el
    noviazgo. En las fiestas bailaba con unos y otros, sonreía agradecida a los
    galanteos, pero no iba más allá. Ni siquiera correspondió a los apasionados
    pedidos de un estudiante de medicina, un alegre paraense, obsequioso y
    atildado. Mas no le dio cuerda, a pesar de la excitación de doña Rozilda: al fin
    un estudiante y ya casi doctorado aspiraba a la mano de su hija.
    —No me gusta... — declaró Flor, decidida—, Es feo como el diablo...
    Ni los consejos ni las broncas de la enfurecida doña Rozilda le hicieron
    mudar de opinión. A la madre le dio pánico: ¿iba a repetirse el caso de Rosalía, a
    resultar que Flor era igual a su obstinada hermana, dispuesta a resolver por su
    cuenta lo referente a novio y casamiento? Cuando más creía que la hija menor
    iba a ser una repetición del carácter del finado Gil, doblegada a su voluntad, la
    muchacha iba y manifestaba su desagrado hacia el doctorcito en vísperas de
    recibirse, hijo de un padre latifundista en el Pará, dueño de barcos e islas,
    cauchales, bosques de castaños, tribus de indios salvajes y ríos inmensos.
    Forrado de oro. En cuanto lo supo, doña Rozilda fue a informarse, y a la vuelta,
    después de escuchar a algunos conocidos, ya se sentía en la Amazonia, reinando
    sobre leguas de tierra, manejando a su voluntad a los mulatos y a los indios. Al
    fin había aparecido el príncipe encantado, su espera no había sido inútil ni se
    había sacrificado en vano. Atracaría en un barco del río Amazonas junto a las
    soberbias casas de la Graca, mientras los dueños la festejaban con zalamerías y
    adulaciones.





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    Jorge Amado( 1912-2001) Empty Re: Jorge Amado( 1912-2001)

    Mensaje por Maria Lua Jue 09 Ene 2025, 11:47

    ***

    Flor sonreía, con su delicado rostro redondo, color mate; sonreía con los
    hermosos hoyuelos de sus mejillas, con sus ojos asombrados, y volvía a decir
    con voz perezosa, voz de mimo y modorra:
    —No me gusta..., es feo como un día sin pan...
    A doña Rozilda le daba un ataque. «¿En qué diablos pensaba ella?» Flor
    actuaba como si el casamiento fuese cuestión de gustar o no gustar, como si
    hubiera hombres feos y hermosos, y como si los pretendientes como Pedro
    Borges sobraran en la Ladeira do Alvo.
    —El amor nace con la convivencia, mi condesa de la Caca, con los intereses
    en común, con los hijos. Basta que no haya aversión. ¿Le tienes rabia?
    —¿Yo? No, Dios me libre. Hasta creo que es bueno... Pero sólo me voy a
    casar con un hombre a quien quiera... Pedro es feo como un bicho...
    Flor devoraba las novelas de la «Biblioteca de las Jóvenes» y soñaba con
    un muchacho pobre y hermoso, atrevido y rubio. Doña Rozilda espumajeaba de
    rabia e indignación. Su voz chillona inundaba la calle, transmitiendo los
    términos de la disputa a toda la vecindad:
    —¡Feo! ¿Dónde se ha visto que un hombre sea feo o lindo? La belleza del
    hombre, desgraciada, no está en la cara, está en el carácter, en su posición
    social, en sus bienes. ¿Dónde se vio que un hombre rico sea feo?
    Lo que es ella no cambiaba el feúcho Borges (y sin embargo no era tan
    horrible, era alto y fuerte, aunque es cierto que su cutis era un poco granuloso)
    por toda esa caterva de muchachones descarados e insolentes del Río Vermelho,
    sin un centavo en el bolsillo, unos vagos que no tenían dónde caer muertos. El
    doctor Borges — ya le ponía el título por delante— era un joven caballero, se le
    veía en seguida en los modales, y de una familia distinguida del Pará;
    distinguida y podrida en dinero. Ella, doña Rozilda, lo sabía muy bien: la
    residencia de ellos en Belén era un palacio, con más de una docena de criados.
    Una docena, oíste, mala hija, caprichosa, loca, vanidosa, absurda. Con todos los
    pisos de mármol y también de mármol las escalinatas. Y alzaba las manos, en un
    gesto teatral:
    —¿Dónde se ha visto que un hombre rico sea feo?
    Flor sonreía y los hoyuelos de su cara eran una preciosidad. No tenía apuro
    ninguno en casarse. Y le tapaba la boca con sus respuestas:
    —Usted habla como si yo fuese una de esas cortesanas que valoran a los
    hombres por el dinero... No me gusta y se acabó...
    La lucha entre doña Rozilda, irritada e irritante, con nervios de
    enloquecida, y Flor, serena como si nada sucediera, esa pelea en la que Pedro
    Borges era el objetivo y el premio, alcanzó su ápice con motivo de los festejos
    universitarios de fin de curso. El estudiante las invitó al acto solemne y al baile.
    Para el acto solemne, en el Salón Noble de la Facultad, doña Rozilda se
    vistió de suegra, toda encorsetada en tafetán, majestuosa como un pavo real,
    riéndose hasta por los volados de las mangas, con una peineta de bailarina
    española clavada en la testa. En el baile de fin de curso, Flor resplandecía de
    encajes y tules y no tuvo un minuto de descanso. No dejó de bailar una sola
    pieza, tan solicitada fue por los caballeros. Pero ni así le dio esperanzas al recién
    recibido.
    Ni siquiera cuando él fue a visitarlas en vísperas de partir para la lejana
    Amazonia, en compañía del padre para causar mejor impresión. El ilustre
    paraense se llamaba Ricardo, un gigante con vozarrón de tormenta y los dedos
    atiborrados de joyas hasta el punto de que doña Rozilda casi se desmaya al ver
    tanta piedra preciosa. Entre otras un diamante negro, inmenso, que valía por lo
    menos cincuenta cantos, ¡mi Dios!
    El viejo habló de sus tierras, de los pacíficos indios, de la goma, de las
    historias del río Amazonas. Habló también de su alegría al ver a su hijo
    doctorado, como canudo de médico. Ahora sólo le faltaba verlo casado con una
    joven decente, modesta, sincera; no le importaba que tuviese fortuna; él había
    juntado bastante dinero — decía, y movía los dedos, en los que chispeaban los
    brillantes, iluminando la sala—. Quería una nuera que le diese nietos y nietas
    para llenar de algarabía y ternura su austera casa de mármol en Belén, donde el
    viejo Ricardo, viudo, pasó en soledad los años que Pedro dedicó a los estudios.
    Hablaba y miraba a Flor como esperando una palabra, un gesto, una sonrisa: si
    eso no era la introducción a la petición de mano, entonces doña Rozilda era una
    ignorante en tales asuntos. Temblaba de emoción y ansiedad, había llegado la
    hora bendita: jamás estuvo tan cerca de sus objetivos. Miraba a la bobota de la
    hija, esperando un consentimiento tímido aunque firme. Pero Flor se limitó a
    decir con su voz perezosa:
    —No va a faltar una muchacha linda y decente que quiera casarse con
    Pedro, él bien lo merece. Yo sólo querría que fuese aquí, en Bahía, así le
    preparaba el banquete de bodas.
    Pedro Borges se guardó sin resentimiento la alianza de oro ya adquirida y
    el viejo carraspeó y cambió de conversación. Doña Rozilda se sintió mal,
    jadeaba, se le salía el corazón. Se fue de la sala con repentina indignación,
    deseando ver muerta y enterrada a la hija, la ingrata, la animalota, la idiota, la
    enemiga de la propia madre, ¡maldita! ¿Cómo se atrevía ella a rechazar la mano
    del doctor — ahora era realmente doctor—, del mozo rico, del heredero de las
    islas, los ríos y los indios, la multitud de mármoles, los anillos deslumbrantes?
    ¡Ay! ¿Cómo se atrevía esa infeliz bastarda?
    ¡Ah! Qué muro de odio y enemistad, de imperdonable incomprensión, de
    insuperable rencor, se habría levantado entre madre e hija, juntándolas para
    siempre y para siempre separándolas, si a principios de aquel año, poco después
    de la partida del preciado Borges, no hubiera surgido Vadinho. ¡Ah!, ante los
    títulos, la posición y la fortuna de Vadinho — doña Rozilda había sido
    ampliamente informada por el propio Vadinho y por algunos amigos de él— el
    paraense no pasaba de ser un pobretón, con todo el mármol de su palacio y sus
    doce criados. Un indigente, con toda su tierra y toda su agua.
    6
    Con una breve y cortés inclinación y el rostro resplandeciente de simpatía,
    Mirandáo pidió permiso y se sentó junto a doña Rozilda. Las sillas de esterilla
    circundaban la sala, arrimadas contra la pared. El estudiante crónico
    («perseverante», corregía él cuando le recordaban sus siete años de Escuela de
    Agronomía), extendió las piernas, ajustó cuidadosamente la raya del pantalón y
    observó a las parejas que bailaban el tango argentino con corte, de difíciles
    figuras y pasos casi acrobáticos. Y sonrió complacido: ningún bailarín podía
    competir con Vadinho, ninguno tiene su clase. ¡Bendito sea Dios y te libre del
    mal de ojo! ¡Cruz Diablo!, concluyó Mirandáo, que era supersticioso. Mulato
    claro y elegante, era, a los veintiocho años, la figura más popular de los burdeles
    y casas de juego de Bahía. Sintiendo que la mirada de doña Rozilda seguía la
    suya, volvióse hacia ella, acentuando aún más su cautivante sonrisa y
    examinándola con ojo crítico, analítico. «Sexo liquidado, sin uso posible»,
    diagnosticó con pesar. No por la edad. Hacía mucho que Mirandáo inscribiera
    en su código de procedimientos un párrafo afirmando que jamás se debe
    despreciar a ninguna por madura o vieja, pues podía caerse en errores fatales.
    Había mujeres de más de cincuenta años que mantenían su forma y su juventud
    de un modo raro y admirable, siendo capaces de sorprendentes «proezas», de
    marcas inesperadas. Lo sabía por viva experiencia, y todavía ahora, al
    escudriñar las ruinas de doña Rozilda, recordaba el esplendor crepuscular de
    Celia María Pía dos Wanderleys e Prata (tantos nombres para designar una
    retaquita como ésa), señora de la alta sociedad, una mujercita despabilada que
    era pura pólvora. Con más de sesenta años confesados y seguía insaciable,
    poniéndoles selvas de cuernos al marido y a los amantes. Con nietas
    balzaquianas y biznietas casaderas... y ella dedicada a obras de caridad, ¡y qué
    caridad la suya!: era una hembra ardiente y magnánima que dedicaba su vida a
    los jóvenes estudiantes necesitados. Mirandáo entrecerró los ojos para no ver a
    la vecina, un esperpento sin arreglo ni escapatoria, así como para recordar
    mejor el uterino e inolvidable furor de Celia María Pía dos Wanderleys e Prata, y
    los billetes de cincuenta y mil— réis que ella, agradecida, rica y derrochadora, le
    ponía a escondidas en el bolsillo del saco. ¡Ah!, ¡qué buenos tiempos aquellos,
    cuando Mirandáo se iniciaba en los estudios y en los misterios de la vida, novato
    de agronomía, aprendiz de la noche, y María Pía dos Wanderleys usaba legítimo
    perfume francés en las arrugas del cuello y en las partes bajas. Cuando abrió de
    nuevo los ojos y echó una mirada a la sala, aún sentía la fragancia de la
    inolvidable tatarabuela; a su lado, aquel trasto con cara de bruja — el pellejo
    colgándole de las mejillas, el pelo recargado de brillantina— continuaba
    escudriñándolo con sus ojitos menudos. Era un espantajo y bajo las enaguas
    debía heder como unas costras de carne tumefacta. Mirandáo aspiró
    ansiosamente los restos del perfume francés que quedaba en su lejano recuerdo.
    ¡Ah!, noble Wanderleys, ¿por dónde andarás ahora, septuagenaria? Pero la vieja
    de la silla..., ¡qué palo de escoba sin salvación!






    46
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    Jorge Amado( 1912-2001) Empty Re: Jorge Amado( 1912-2001)

    Mensaje por Maria Lua Jue 09 Ene 2025, 20:21

    ***

    Mas como era educado, y se preciaba de serlo, el permanente estudiante de
    agronomía no dejó de sonreírle a doña Rozilda. Era cuero viejo, una pelandusca,
    restos de un pez seco y salado, inútil para cualquier acto o pensamiento lúbrico,
    pero no por eso dejaba de merecer respeto y atención: probablemente se trataba
    de una exhausta madre de familia, al parecer viuda. Y Mirandáo era, en el fondo,
    un moralista extraviado en las casas de juego. Además, estaba en un momento
    de euforia.
    —Fiestita animada, ¿no le parece? — preguntó a doña Rozilda, iniciando el
    histórico diálogo.
    Siempre le sucedía lo mismo, en cada una de sus frecuentes curdas. La
    primera fase era de un júbilo estallante. El mundo le parecía perfecto y bueno, la
    vida alegre y fácil, y en esos instantes Mirandáo podía comprenderlo y estimarlo
    todo; establecíase entre él y las demás criaturas un clima de comunión total,
    incluso con ese hediente papagayo, su vecina de asiento. Era en esos momentos
    delicado y conversador, y su imaginación se superaba, no tenía límites. La figura
    del estudiante pobre, «estudiante perpetuo y perpetuamente seco», imagen
    creada por él, y de la que vivía, cedía lugar al hombre joven, importante y
    victorioso, ascendido a ingeniero agrónomo, cuando no a profesor de la escuela,
    enumerando sus privilegios, trepando cargos y conquistando mujeres. Rabiaba
    por contar historias, ¡y cómo las contaba! Era un maestro de la narrativa oral,
    creador de tipos y de suspenso, un clásico de la buena prosa.
    Pero si seguía empinando, hacia el final de la noche el optimismo y la
    euforia se desvanecían, y al término de la juerga Mirandáo se hundía en penas y
    lamentaciones, flagelándose, hiriéndose con implacable autocrítica acordándose
    de la esposa, víctima de su degradación, de sus cuatro hijos que no tenían para
    comer y del desalojo que amenazaba a la familia, mientras él estaba allí, en los
    antros del juego y la prostitución. «Soy un miserable, un crápula, un canalla»,
    exclamaba entonces un Mirandáo lastimoso, con remordimientos, sin malicia:
    un moralista. Pero esta segunda y lamentable fase sólo surgía de tarde en tarde,
    cuando la tranca era monumental.
    Mas esta vez, a las veintitrés y treinta, en la fiesta que se estaba celebrando
    en casa del mayor Pergentino Pimentel, jubilado de la Policía Militar del Estado,
    Mirandáo ya se sentía en el mejor de los mundos, dispuesto a un cordial y
    provechoso cambio de ideas con doña Rozilda. Acababa de comer y beber a dos
    carrillos en el comedor, sirviéndose de todos los platos y repitiendo algunos.
    Aquello era un derroche de comida: una exhibición de manjares
    bahianos: vatapá y efó, abará y carurú, moquecas de siri mole, de camarones,
    de pescado, acarajé y acacá, gallina de xinxim y arroz de haussá, además de
    montañas de pollos, pavos asados, piernas de cerdo y tajadas de pescado frito
    para algún ignorante que no supiera apreciar el aceite de palma (pues, como
    decía Mirandáo a voz en grito y con desprecio, en este mundo hay toda clase de
    brutos, de sujetos capaces de cualquier ignominia). La comilona estaba regada
    con aluá cachaca, cerveza y vino portugués. Hacía más de diez años que el
    mayor daba esta fiesta en la fecha, cumpliendo severas obligaciones
    de candomblé, desde que los orixás habían salvado a su esposa, amenazada de
    muerte, con piedras en los riñones. No medía gastos, juntaba dinero todo el año
    para gastarlo con satisfacción esa noche. Mirandáo se había atracado, pues era
    de buen tenedor y todavía mejor copa. Ahora, repleto, exhausto de tanto comer
    y beber, sólo necesitaba un buen guitarrillo para ayudar a hacer la digestión.
    En la sala, las parejas se cortaban en el tango argentino, con Joáozinho
    Navarro al piano. Para los conocedores, decir Joáozinho Navarro era decirlo
    todo. No había pianista más requerido en Bahía, y alguna gente, como cierto
    juez apellidado Coqueijo y muy entendido en música, ponía la radio sólo para
    oírlo teclear en un programa de canciones populares. Y de madrugada, en el
    Tabaris, ¿no era su piano el motivo de mayor animación? Era difícil conseguirlo
    para una fiesta particular, pues no le sobraba tiempo para esos trabajos de
    aficionado. Pero indefectiblemente asistía a la fiesta del mayor, a quien
    Joáozinho no quería enfadar, pues le debía algunos favores.
    Mirandáo observaba con agrado a los bailarines, aprobaba con un
    movimiento de cabeza las figuras que hacía Vadinho — ¡maestro!— sonriéndole
    a la vecina y constatando, de paso, la ausencia total de colados, si se
    exceptuaban él y Vadinho. ¡Los únicos héroes! Colarse en la fiesta del mayor
    Tiririca (como los muchachones del Río Vermelho habían apodado al bravo
    Pergentino) era algo que se consideraba una proeza imposible, dando lugar a
    apuestas y desafíos. Mirandáo se sentía premiado. Al fin habían conseguido, él y
    Vadinho, romper la barrera establecida por el mayor y hacer que la pesada
    puerta de roble, cerrada con llave, que se abría únicamente para los invitados y
    sólo para los invitados — todos ellos rostros familiares para el dueño de casa,
    viejas amistades—, se franquease para él y su amigo, dándoles entrada. Y no
    sólo eso: ambos fueron recibidos con abrazos por el mayor y por doña Aurora,
    su esposa, todavía más celosa de la calidad de los invitados que el marido. Los
    reos que habían quedado afuera, en animada expectación, se morían de rabia al
    ver cómo entraban ellos, después de un breve cambio de palabras con el mayor
    Tiririca, cruzando el infranqueable umbral entre las ruidosas exclamaciones
    cordiales de doña Aurora. ¿Cómo lo habían conseguido?
    Mirandáo, con la barriga llena, suspiraba y sonreía beatíficamente. Ahí
    estaba Vadinho, bailando en la sala; la linda dama que llevaba entre sus brazos,
    era una morena — regordita, entradita en carnes y «el que gusta de huesos es
    perro»— con ojos de aceituna y piel cobriza, color té, y hermosos senos y
    caderas.
    —¡Es una tentación, una perdición, esa morena! — exclamó Mirandáo,
    señalando a la moza que bailaba con su amigo.
    El adefesio se puso en guardia, alzó el seco busto y aulló con voz
    batalladora:
    —Es mi hija...
    Mirandáo no se alteró en lo más mínimo:
    —Pues reciba mis felicitaciones, señora. Se ve en seguida que es una
    muchacha decente, de familia. Mi amigo...
    —El joven que está bailando con ella ¿es amigo suyo?
    —¿Si es amigo? Intimo, señora, fraterno...
    —Y ¿quién es, podría decirme?
    Mirandáo se enderezó en la silla, sacó del bolsillo el perfumado pañuelo y
    enjugó unas gotas de sudor que le caían por la ancha cara, cada vez más
    sonriente y feliz: nada le proporcionaba tanto placer como armar una patraña,
    una historia bien divertida.
    —Permítame presentarme antes a mí mismo: doctor José Rodrigues de
    Miranda, ingeniero agrónomo, inspector en el Gabinete del Delegado Auxiliar...
    — dijo al tiempo que extendía la mano muy cordialmente.
    Con una última pizca de desconfianza, doña Rozilda estudió
    detenidamente a su interlocutor, con hostil inquisición. Pero la fisonomía
    distinguida y la franca sonrisa de Mirandáo eran capaces de desvanecer
    cualquier sospecha, de quebrar cualquier resistencia; desarmaban y
    conquistaban a cualquier adversario, aunque éste tuviera la malicia y el recelo
    de doña Rozilda.




    7 Paréntesis con Chimbo y con Rita de Chimbo



    Aquel mismo día, al caer la tarde, cuando mayor era el bochorno, con una
    atmósfera pesada, de cemento armado, estando Vadinho y Mirandao en San
    Pedro, en el Bar Alameda, tomando las primeras cachacas del día y haciendo
    proyectos para la fiesta de la noche en Río Vermelho, he aquí que ven aparecer
    en la puerta del café la sudorosa cara de Chimbo, el pariente importante de
    Vadinho, que por entonces estaba adscrito como delegado auxiliar, o sea, la
    segunda autoridad de la policía.
    Juez del Registro Civil e hijo de un prestigioso político oficialista, sin el
    menor respeto por la tradicional austeridad de su padre, y sin ninguna
    preocupación por las apariencias, este primo lejano del joven, un Guimaráes de
    los legítimos y ricos, era una bala perdida, un haragán inveterado, bueno para el
    trago, los dados y las putas; para decirlo de una vez: era un viva la pepa. En los
    últimos tiempos se contenía algo, procurando frenar sus naturales ímpetus en
    atención al cargo. Cargo que por esa misma razón pensaba conservar poco
    tiempo, pues prefería la libertad a cualquier posición, y no estaba dispuesto a
    cambiarla por la más alta distinción, por título alguno.
    Ya antes había renunciado al gobierno de Belmonte, ciudad de su
    nacimiento, en el que fuera designado intendente por el padre, senador y señor
    feudal de la región, después de un simulacro de elecciones. Pronto abandonó
    cargo y título, deberes y privilegios: era demasiado el precio que debía pagar por
    ellos. Los belmonteses no se contentaban con sus reales cualidades
    administrativas, exigían de su gobernador costumbres sin mácula, y eso era un
    abuso intolerable







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    Jorge Amado( 1912-2001) Empty Re: Jorge Amado( 1912-2001)

    Mensaje por Maria Lua Jue 09 Ene 2025, 20:22

    ***

    Hubo un bla— bla— bla de todos los diablos, un escándalo descomunal,
    sólo porque él, audaz y progresista, importó de Bahía algunas negras amigas
    para acabar con la monotonía de la pequeña ciudad y de su soledad. Había
    llevado a Rita de Chimbo, prestigiosa animadora de las noches del Tabaris. La
    cual se llamaba de Chimbo debido a la antigua y persistente chifladura que los
    unía, una pasión cantada en prosa y verso por los bohemios. Reñían, se decían
    de todo, se separaban «para siempre» y a los pocos días hacían las paces, y
    continuaban su idilio, totalmente chiflados. Por eso Rita había unido a su
    nombre el sobrenombre de su amor, del mismo modo que la novia adopta el
    apellido del novio en el acto del matrimonio. Cuando supo que Chimbo era
    intendente, señor de horca y cuchillo, ejerciendo derechos de vida y muerte
    sobre la indefensa población, exigió, en mensaje telegráfico, compartir su
    autoridad. ¿Qué placer en el mundo se puede comparar al del mando, al del
    poder? La voluptuosa Rita también quería saborearlo. Chimbo, sintiéndose solo
    en las noches de Belmonte, más largas por no tener nada que hacer, sin
    ocupación alguna que las llenara, escuchó la ardiente súplica y mandó a buscar a
    la hetaira.
    Siendo Chimbo el intendente, el rey de su ciudad, Rita de Chimbo no podía
    desembarcar allí como una cualquiera; era la favorita, la concubina real. De ahí
    que invitara para que ella tuviera su propia corte a tres beldades amigas,
    distintas entre sí, pero las tres excelentes: Zuleika Marrón, mulata de caprichos
    y relajos, que con sus caderas contoneantes paraba el tráfico y desplazaba a los
    peatones; Amalia Fuentes, enigmática peruana de voz suave, con inclinaciones
    místicas, y Zizi Culhudinha, una espiga de maíz, frágil y dorada, insinuante
    como ella sola. Esta breve y hermosa caravana — ¡da tristeza decirlo!— no tuvo
    en Belmonte la entusiasta acogida que merecía; por el contrario, fue blanco de la
    franca hostilidad de las señoras e incluso de los caballeros. Si se exceptúan
    ciertos grupos sociales — los estudiantes imberbes, los escasos noctivagos, los
    cachacistas en general— y ciertos individuos, puede afirmarse que la población
    se mantuvo distante y recelosa.
    Además, Rita de Chimbo fue vista a medianoche, en la escalinata de la
    Intendencia, cayéndose de borracha y saludando a la ciudad con su inagotable
    colección de groseros calificativos. Circulaban noticias espantosas: el viejo
    Abraáo, comerciante y abuelo, se arrastraba ridículamente a los pies de Zuleika
    Marrón, dilapidando el patrimonio de los nietos en bacanales con la barragana.
    Y Berceo, un muchacho hasta entonces decente y casto, funcionario de Correos y
    presidente de las Obras Pías, se apasionó por Amalia Fuentes, habiendo
    descubierto en ella raíces de pureza y religiosidad. Llegó a ofrecerle un anillo de
    compromiso, causando la desesperación de su incomprensiva familia. Culminó
    el escándalo cuando la Culhudinha se convirtió en la bienamada de todos los
    colegiales, en su sueño y en su reina, en su bandera de lucha y su pulcro ideal.
    Ahí andaba ella, muy rubia en las noches de Belmonte, rodeada de
    adolescentes... Y el poeta Sosígenes Costa le dedicaba sonetos. ¡Oh ignominia!
    El maricón del vicario, un sacerdote arrogante de voz chillona, llegó a
    pronunciar un sermón contra Chimbo, vehemente catilinaria contra su
    escandalosa incontinencia. Calificó a las tan queridas chicas como «basuras del
    meretricio metropolitano» y «secuaces del demonio...», ¡pobres chicas! ¡Qué
    sermón incendiario! ¡En la misa del domingo, con la iglesia repleta...! y el
    reverendo acusando a Chimbo de estar transformando la pacata Belmonte en
    Sodoma y Gomorra: las casas arruinadas, deshechas las familias, urbe infeliz a
    la que le había caído la desgracia de aquel intendente depravado, ese «Nerón en
    calzoncillos». Chimbo tenía sentido del humor y le hizo reír la virulencia del
    padre. Pero las chicas lloraron, y Rita de Chimbo clamó venganza. Así que
    Manuel Turco, árabe exaltado y secretario de la Intendencia, incondicional de
    los Guimaráes y notorio pelotillero, se propuso satisfacerla: dos matones de
    confianza se encargarían de enseñarle buenas maneras al subversivo vicario,
    sacudiéndole el polvo de la sotana.
    Chimbo enjugó las lágrimas de Rita, agradeció la dedicación del sirio y
    recompensó a los dos matachines, unos asesinos escapados de Ilhéus: bajo su
    aparente despreocupación, era un hombre prudente y hábil y no le faltaba
    astucia política. ¡Imagínese la reacción del viejo senador si lo viera a él en guerra
    con la Iglesia, zurrando a un cura para desagraviar a unas cortesanas! Además,
    el padre tenía sus razones para semejante tirria. Al calificarlo de Nerón en
    calzoncillos se refería a aquella noche en que lo contempló en ropas menores,
    listadas, cuando el intendente se vio obligado a cruzar la ciudad con esa
    indumentaria debido a que el cura acababa de sorprenderlo en avanzado idilio
    con la candida Maricota, estimable doméstica que cuidaba los servicios de cama
    y mesa del sacerdote, siendo su oveja favorita.
    No le quedó a Chimbo otro remedio que reunir a las ofendidas huéspedes,
    y llevando del brazo a Rita de Chimbo embarcarse con ellas en un vapor de la
    Bahiana. Fue así como renunció al cargo, a las honras y a la abultada comisión
    de los quinieleros, quedando Belmonte huérfano de su capacidad administrativa
    y de la amabilidad de las beldades de la capital. De la eficiente administración
    de Chimbo daban testimonio la restauración del puente de desembarco, la
    ampliación del grupo escolar y el arreglo de los muros del cementerio. La fugaz
    visión de las cuatro rameras continuó perturbando por mucho tiempo el sueño
    de Belmonte.
    Chimbo se replegó en el anonimato de su rendidor puesto de servidor de la
    justicia, en donde nadie vigilaba sus pasos. Se reintegró a la vida nocturna,
    desde el Tabaris (nuevamente reinado de Rita Chimbo) al Pálace, desde el
    Abaixadinho hasta la casa de Tres Duques, del burdel de Carla al de Helena
    Picaflor. De las noches de fiestas y del jugoso y anodino cargo — juez del
    Registro Civil— lo retiraba de cuando en cuando el padre senador para utilizarlo
    en sus maniobras políticas, concediéndole posiciones y honras que otros
    ambicionaban, pero no él, Chimbo, que sólo quería vivir libre según su capricho.
    Chimbo apreciaba a Vadinho no sólo por el distante y espúreo parentesco,
    sino también por las cualidades del joven compañero de ruletas y cabarets. Por
    eso, oyendo en cierta ocasión a alguien tratar a Vadinho de vago, y calificarlo
    como un tipo sin oficio ni medios de vida, le consiguió el modesto empleo de
    inspector de Jardines de la Intendencia, «pues un Guimaráes debe tener una
    posición reconocida en la sociedad».
    —Ningún Guimaráes es un vagabundo.
    Estas contradicciones eran características del simpático Chimbo, tan poco
    dado a convencionalismos y protocolos y al mismo tiempo tan profundamente
    solidario con la familia, y velando por el poderoso clan de los Guimaráes.
    Así, pues, aquella tarde Vadinho y Mirandáo encontraron a Chimbo en Sao
    Pedro, cuando el delegado auxiliar se dirigía a la Jefatura de Policía. Un Chimbo
    aburrido de la vida, metido en un traje oscuro y caluroso, de ceremonia: ropa de
    entierro o de bodas — cuello duro de palomita, plastrón, bastón de caña con
    empuñadura de oro—, un Chimbo de etiqueta, en aquel abrasador día de
    febrero, bochornoso y asfixiante, de canícula mortal, cuando todas las bocas
    estaban ávidas por una cerveza bien helada.
    —Sólo nos puede salvar la vida un bufido polar... — dijo Vadinho
    abrazando al pariente protector.
    Chimbo maldijo al destino con plástica y fuerte expresión, llamando a las
    cosas por su nombre, en un arranque de furia: «qué mierda la vida jodida ésta,
    qué empleo más hijo de puta, que lo obligaba a acompañar al intendente a todos
    los rincones, a todas las ceremonias, a todas esas mierdas y porquerías...». ¿No
    veían cómo tenía que andar disfrazado de comendador portugués? Esa noche
    tenía que asistir, en razón de su cargo, a la solemne inauguración de un
    congreso científico — Congreso Nacional de Obstetricia— en la Facultad de
    Medicina, con discursos y tesis, debates y opiniones sobre partos y abortos, un
    latazo monumental. Chimbo tragaba aprisa su copa de cerveza, procurando
    aplacar el calor y la rabia... ¡Su padre siempre con aquella manía de utilizarlo en
    política...!
    Y todavía encima — ¡imagínense la mala suerte!— el tal congreso decide
    inaugurarse, tan luego, en la noche de la fiesta del mayor Pergentino, el mayor
    Tiririca, de Río Vermelho. Seguro que ellos sabían de quién se trataba. Él le
    había hecho un favor al militar — soltó un pedo a pedido suyo—, y ahora el
    mayor no lo dejaba en paz, queriendo agasajarlo a toda costa, empeñado en
    rendirle un gran homenaje. Según se decía, la fiesta de Tinrica era fenomenal,
    algo que realmente valía la pena, se comía y se bebía hasta hartarse. Y él,
    Chimbo, era invitado de honor, ¡imagínense la juerga!
    —Y en cambio voy a tener que oír a los médicos hablando de partos... ¡Mi
    padre me consigue cada prebenda...!
    ¿Cómo convencer al senador de que lo dejase en paz, si el viejo era un
    sátrapa ante el cual el mismo gobernador temblaba? Los ojos de Vadinho
    brillaron y Mirandáo se sonrió: Chimbo, sin saberlo, acababa de abrirles las
    puertas de la gloria y de la casa del mayor.






    52
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    Jorge Amado( 1912-2001) Empty Re: Jorge Amado( 1912-2001)

    Mensaje por Maria Lua Vie 10 Ene 2025, 13:32

    ***


    8



    Por la noche, frente a la residencia en fiesta, los dos embusteros apostaron
    con otros dos granujas a que entrarían en el baile y serían recibidos en él como
    si fueran invitados de honor y entraron y fueron recibidos con todos los honores
    y tratados como los ángeles, pues Vadinho se presentó al mayor y a doña Aurora
    como sobrino del delegado auxiliar, quien no podía asistir, y a Mirandáo como
    poseedor del inexistente cargo de secretario privado de Chimbo.
    —Mi tío, el doctor Airton Guimaráes, tuvo que acompañar al gobernador al
    Congreso de Obstetricia. Pero como estaba resuelto a no rechazar su invitación,
    nos envía a mí y a su secretario, el doctor Miranda, en representación suya. Yo
    soy el doctor Waldomiro Guimaráes...
    El mayor se mostró conmovido con la gentileza del delegado al presentarle
    sus disculpas y hacerse representar. Lamentaba que no estuviera presente en la
    fiesta, pues su deseo hubiera sido agasajarlo, pero tanto él como su esposa
    recibían con los brazos abiertos al representante de su estimado amigo. Ya el
    mayor extendía su mano a Vadinho cuando Mirandáo puso las cosas en su
    punto:
    —Perdóneme, mayor, la intromisión: el representante del doctor delegado
    auxiliar es esta modesta persona, yo, doctor José Rodrigues de Miranda,
    profesor suplente de la Escuela de Agronomía, pedido en comisión por el doctor
    Airton... Mi amigo, el doctor Waldomiro, aunque sobrino del delegado, no lo
    representa a él sino al señor gobernador...
    —¿Al gobernador? — exclamó el mayor, abrumado por tanto honor.
    —Sí — engranó Vadinho—, cuando el gobernador oyó que el delegado
    auxiliar pedía a su secretario y a su sobrino que fuesen a la fiesta del mayor, le
    había ordenado, pues él formaba parte del Gabinete de Su Excelencia, abrazar a
    «su buen amigo Pergentino y presentar sus saludos a su digna esposa».
    El mayor y doña Aurora, hinchados de vanidad, les abrieron paso, los
    presentaban y ordenaban copas y platos para ellos; todo era poco para Vadinho
    y Mirandáo.
    Pasmados, los colegas de truhanerías que habían quedado afuera no
    podían creer a sus propios ojos. ¿Qué patraña habían inventado los dos cínicos
    para ser recibidos así? Nadie recordaba que jamás un colado hubiera logrado
    cruzar el umbral de la puerta del mayor, quien hacía cuestión de honor el limitar
    la fiesta estrictamente a sus invitados, sus amigos, que eran garantía de decencia
    y de buen nombre. Jurándolo por sus gloriosos galones, se enorgullecía: «¿Un
    colado en mi fiesta? ¡Sólo pasando sobre mi cadáver!» Y los más eximios
    coladizos de la ciudad, capaces de penetrar, y habiéndolo hecho en fiestas muy
    exclusivas e imponentes, custodiadas por la policía; incluso fiestas en el Palacio
    de Gobierno y en la casa del doctor Clemente Mariani; fiestas junto a las cuales
    la del mayor era un simple bailongo, un bailecito de pobre, una milonga de
    barrio, un arrastrapiés cualquiera; pues bien, esos famosos coladizos, todos,
    habían fracasado en sus intentos, renovados cada año, de colarse en la fiesta del
    mayor. Ninguno alcanzó a trasponer la prohibida entrada.
    Decir que ninguno es una exageración. Edio Gantois, un ingenioso
    estudiante, se asoció cierta vez con otro no menos pícaro, el ya anteriormente
    citado Lev Lengua de Plata, por entonces todavía estudiante, y en esa ocasión
    los dos consiguieron colarse y permanecer en la fiesta durante media hora, más
    o menos. Pero fueron echados a empujones y bofetadas: el musculoso Edio
    luchando cuerpo a cuerpo con los invitados y el desgalichado Lev cambiando
    puntapiés con el mayor.
    ¿Cómo habían fracasado tan lamentablemente después de triunfar?
    Aunque ésta sea otra historia, vale la pena contarla para así poder valorar mejor
    la hazaña de Vadinho y Mirandáo. Por aquel entonces había arribado a Bahía,
    con mucha propaganda en los diarios, para realizar dos únicas funciones en el
    Conservatorio, un extravagante concertista que tocaba un instrumento aún más
    raro: el serrucho, tan melodioso como el piano mejor afinado. Se trataba de un
    ruso de nombre estrambótico, «El Ruso del Serrucho Mágico», como
    anunciaban los carteles de propaganda y las noticias de los diarios. Edio poseía
    un viejo serrucho de carpintero, y Lev, hijo de ruso, un nombre estrambótico.
    Como los dos se volvían locos por una buena broma, envolvieron el serrucho en
    papel madera, tragaron unas cachacas para animarse y se presentaron a la
    puerta del mayor como «El Ruso del Serrucho» y su empresario.
    El mayor Tiririca tenía un sexto sentido cuando se trataba de colados: los
    olía de lejos. Nada más poner los ojos sobre Lev y Edio, sintió que una voz
    interior lo ponía alerta.
    Mas los invitados, al anunciarse la presencia de «El Ruso del Serrucho
    Mágico», ya saludaban con entusiasmo la posibilidad de oírlo tocar. En silencio,
    asaltado por las dudas, el mayor abrió la puerta y permitió entrar a los dos
    malandrines. Pero se dedicó a vigilarlos. No dejó de registrar el mayor la avidez
    con que se dirigieron al comedor, luego de arrimar el serrucho a un mueble,
    apurándose a comer y beber. Cruzando una mirada con doña Aurora, a quien
    tampoco le parecía nada católica la escena, el mayor reclamó, con el apoyo de la
    totalidad de los ansiosos invitados, una inmediata demostración musical:
    primero el concierto, después la pitanza. Por más que Edio intentó con su parla
    engatusadora aplazar la hora del desastre, no pudo conseguirlo. No se le
    concedió plazo ni apelación.
    Además, debido a alguna extraña metamorfosis, Lev se sintió inspirado y
    comenzó a vivir de tal forma su papel y con tanto realismo, que ya creía ser el
    mismo ruso de los conciertos. Así que, sin hacerse rogar más, tomó el viejo
    serrucho entre aplausos y bravos. Lo hizo con tanta perfección — inclinada en
    ángulo su magra y alta anatomía, despeinado, los ojos en el otro mundo, ¡un
    auténtico maestro!— que engañó a todos, haciendo incluso que el mayor y doña
    Aurora dudasen de sus sospechas; hasta que hirió con una cuchara de café la
    panza del serrucho. Porque apenas le aplicó el primer golpe — según contó Edio
    después— todos los presentes, sin excepción, comprendieron que se trataba de
    una farsa. Pero Lev persistía, cada vez más poseso y convencido, haciendo vibrar
    a cucharazos el serrucho sin que ni el mayor, ni la esposa, ni los invitados,
    demostrasen la menor simpatía por tanto empeño y arte.
    Hasta que el mayor se adelantó seguido por algunos amigos, los más
    susceptibles a esas bromas de mal gusto. La marcha por el pasillo en camino a la
    puerta de calle fue lenta y épica, verdaderamente inolvidable, Edio y Lev lo
    recordarían toda su vida. Coscorrones, puntapiés, resbalones y caídas. Doña
    Aurora quería arrancarles los ojos, pero el mayor se contentó con tirarlos a la
    calle en medio de los mirones allí reunidos. (Y sobre los cuerpos caídos de los
    dos echaron el serrucho, cada vez menos sonoro.)
    Nada de eso les sucedió a Vadinho y Mirandao; ni el mayor ni doña Aurora
    tuvieron la más leve sospecha. Comieron y bebieron de lo bueno y de lo mejor.
    Mientras Vadinho bailaba en la sala, Mirandao se preguntaba si debía o no
    hacer un brindis, en nombre de Chimbo, por el mayor y por doña Aurora. No
    pudo evitar una sonrisa al oír preguntar a doña Rozilda quién era el mozo
    bailarín que escoltaba a su hija. Para obtener mayor efecto respondió con otra
    pregunta:
    —¿No se lo presentó el mayor?
    —No. Yo estaba adentro y no lo vi llegar.
    —Pues, estimada señora, tengo el placer de informarle que se trata del
    doctor Waldomiro Guimaráes, sobrino del doctor Airton Guimaráes, delegado
    auxiliar, nieto del senador...
    —No me diga que se trata del senador Guimaráes, ése de quien se habla
    tanto...
    —Del mismo, distinguida señora. El mandamás, el capo, el que tiene la
    sartén por el mango, el Niño— Dios de la política, ése mismo, mi padrino...
    —¿Su padrino?
    —De bautismo. Y abuelo de Vadinho...
    —¿Vadinho?
    —Es su apodo, de cuando era chico. Es el nieto preferido del senador.
    —¿Es estudiante?
    —¿No le dije que es doctor? Recibido, señora mía, abogado, oficial del
    Gabinete del gobernador, alto funcionario municipal, inspector...
    —¿Inspector de consumos?
    La información estaba superando los sueños más temerarios de doña
    Rozilda.
    —Inspector de juegos, ilustrísima señora — y, en voz susurrante—: Es la
    Inspección que deja más, una fortuna al mes, sin contar con las cortesías de la
    casa, una fichita aquí, otra allá... Y además, por si fuera poco, está encaramado
    en el Gabinete del gobernador...
    Luego, sintiéndose generoso:
    —La señora ¿no tiene algún pariente pobre que desee emplear? Si lo
    tuviera, basta con decirlo y dar el nombre... — Respiró hondo, contento de sí
    mismo, y prosiguió, indomable—: Ahí como lo ve usted bailando..., no se admire
    si en las próximas elecciones sale diputado...
    —¡Y tan joven todavía...!
    —¿Qué quiere usted, señora? Nació en cuna de oro, le dieron la papa en la
    boca, camina sobre rosas.
    Aquella noche gloriosa Mirandao se sintió poeta, e improviso un discurso
    monumental que arrancó lágrimas incluso a la misma doña Aurora, la fiera de
    Río Vermelho.









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    Mensaje por Maria Lua Vie 10 Ene 2025, 13:34

    ***

    Doña Rozilda entrecerró sus ojitos menudos para ver mejor mientras una
    llama de ambición, amarilla, le brillaba en la frente, Joáozinho Navarro
    finalizaba un tango floreado y Vadinho y Flor se sonreían. Doña Rozilda tembló
    de emoción: jamás había visto así la cara de su hija, y la conocía bien. Y el
    muchacho — se preguntaba— ¿también él había sido tocado y marcado para
    siempre? El rostro de Vadinho estaba rodeado como por un aire de inocencia, de
    candidez, de tanta sinceridad que la emocionó. ¡Ah, milagroso Señor del Bonfin!
    ¿Sería ése el yerno rico e importante que los cielos le habían destinado? Todavía
    más rico e importante que el paraense Pedro Borges, con todas sus lenguas de
    tierra y de río y sus docenas de criados. ¡Tener por yerno al nieto de un senador,
    que estaba en los secretos del Gobierno, que él mismo era Gobierno!: «¡Ay,
    válgame Nuestra Señora de Capistola! ¡Concédeme, Señor del Bonfin, la gracia
    de ese milagro, y seguiré descalza la procesión del lavatorio, llevando flores y un
    cántaro de agua pura!»
    El mayor se estaba acercando. Doña Rozilda agradeció a Mirandáo su
    información y dirigiéndose al dueño de casa señaló al grupo formado por
    Vadinho, Flor, doña Lita y Porto en un rincón de la sala. Mirandáo, dándose
    cuenta de la maniobra de la vieja alcahueta, hizo un esfuerzo, se puso también
    de pie y fue a buscar una cerveza. Doña Rozilda le pidió al mayor:
    —Mayor, presénteme a aquel joven...
    —¿No lo conoce? Pues es un pariente del doctor Airton Guimaráes, el
    delegado auxiliar, mi amigo del alma... — Sonrió vanidosamente y agregó—:
    Para los íntimos, Chimbo... Él me dijo: «Pergentino, llámame Chimbo, ¿somos o
    no somos amigos?» Es un hombre que no se anda con vueltas, derecho... me
    hizo un favorazo...
    Hablaba en voz alta para que todos lo oyeran, haciendo alarde de su
    amistad con el delegado. Doña Rozilda estrechaba ya la mano del joven y Flor
    hacía las presentaciones.
    —Mi madre..., el doctor Waldomiro...
    —Vadinho para los amigos...
    —El doctor Waldomiro vive a la sombra de nuestro eminente jefe, el
    gobernador. Trabaja en su Gabinete... — añadió el dueño de casa.
    —El gobernador le tiene mucha simpatía, mayor. Hoy mismo me dijo:
    «Dale un abrazo al amigo Pergentino, amigo del alma...»
    El mayor sentía una felicidad oprimente:
    —Muchas gracias, doctor...
    Porto, que se sentía un poco tímido ante tanta intimidad palaciega,
    comentó:
    —Mucha responsabilidad... Pero también es muy importante...
    Vadinho se hacía el modesto:
    —Una sonsera... Ni siquiera sé si voy a continuar en Palacio...
    —¿Por qué? — preguntó doña Lita.
    —Mi abuelo — dijo confidencialmente Vadinho—, el senador...
    —El senador Guimaráes — susurró doña Rozilda.
    Vadinho la miró, sonriéndole, mientras un aura de candor circundaba su
    rostro; luego le dedicó una sonrisa melancólica a Flor, que estaba lindísima:
    —Mi abuelo quiere que vaya a Río, me ofrece un puesto...
    —¿Y usted va a aceptar? — preguntaba Flor, con la muerte en sus ojos de
    aceituna.
    —Nada me retiene aquí... Nadie... Estoy tan solo...
    Y Flor suspiraba a su vez: «Tan sola...»
    Desde el comedor reclamaban al mayor, que no tenía un momento de
    descanso — como perfecto anfitrión— atendiendo a los invitados. Después
    apareció alguien dando unas palmadas y pidiendo silencio: el doctor Mirandáo
    iba a hacer un brindis por los dueños de casa. Se oyó el estampido de una botella
    de champaña al abrirse, saltando el corcho hasta el techo. Vadinho y Flor se
    encaminaron, sonrientes, hacia el lugar del discurso: «Un discurso de Mirandáo
    — le anunció Vadinho— es algo que no debe perder uno.» Doña Rozilda,
    dándole saltos el corazón al ver a la joven pareja en marcha hacia el idilio
    definitivo comentó, dirigiéndose a doña Lita y a Thales Porto:
    —¿No son una pareja perfecta? ¿No parecen nacidos el uno para el otro? Si
    Dios quisiera...
    —¡Calma, mujer! ¡Se acaban de conocer, señora mía, y ya estás tramando
    el casamiento! — dijo Lita, meneando la cabeza y pensando que su hermana
    estaba medio loca, con esa manía de encontrarle un novio rico a la hija.
    Doña Rozilda, alzando el seco busto, contempló a la pesimista con
    arrogancia. Del comedor llegaba, rotunda, empapada en cerveza, la voz del
    orador, iniciando el brindis. Hacia allí se encaminó la viuda, llena de
    esperanzas. En ese momento los aplausos celebraban una frase feliz de
    Mirandáo, que proseguía impávido:
    —«En las páginas inmortales de la Historia, señoras y señores, quedará
    grabado en refulgentes letras de oro el honorable nombre del mayor Pergentino,
    ciudadano de virtudes inconmensurables. (Dejó que la voz quedase vibrando en
    el aire un instante para subrayar la palabra feliz.) Y el nombre de su nobilísima
    esposa, este ornamento de la sociedad de la Boa Terra, doña Aurora, un ángel...
    Sí, señoras y señores míos, un ángel de impolutas (y repetía, con voz cantarina:
    «impolutas») cualidades, devota esposa, virgen de bronce...»
    En el centro de la sala, el colado Mirandao, erguido el brazo y empuñando
    la copa de champaña, dominaba a los invitados y a los dueños de casa, todos
    pendientes de su elocuencia. El mayor sonreía con beatitud; la devota esposa, la
    virgen de bronce, bajaba los ojos, conmovida: jamás su fiesta alcanzara las
    alturas de ese triunfo.
    —«... doña Aurora, ser amoroso, santa, santísima criatura...» Las lágrimas
    arrasaban los ojos de la santa criatura.



    9




    Los amores de Flor y Vadinho desembocaron directamente en el
    casamiento, pues no hubo noviazgo ni compromiso, como más adelante se verá
    cuando se explique la causa y la razón de esa anomalía que venía a romper con
    los procedimientos habituales, consagrados por todas las familias que se precian
    de tales. Unos amores, por lo demás, divididos en dos etapas distintas,
    perfectamente delimitadas y con sus características propias. La primera, plácida
    y risueña, toda azul y rosa, un cielo sin nubes, una verdadera fiesta, la armonía
    universal. La segunda, confusa y asediada, clandestina, color de vitriolo y de
    odio, el infierno en la tierra, el asco, la guerra declarada. Durante la primera
    fase, doña Rozilda era irreconocible, toda gentileza y comprensión,
    contribuyendo activa y devotamente al éxito del idilio. Pero después se vio a
    doña Rozilda repartir abominaciones, rencor y venganza — espectáculo tal vez
    pintoresco pero poco agradable—, dispuesta a emplear todos los medios para
    impedir el matrimonio de la hija con aquel tipo inmundo, «gusano, pústula,
    charca de pus». Toda esa podredumbre — «gusano, pústula, charca de pus»—
    era ahora Vadinho, antes el más perfecto joven soltero de Bahía, el pretendiente
    ideal, bello y simpático, un corazón generoso, una perla de muchacho, de
    carácter ejemplar, adamantino.
    Mientras duró el inefable engaño originado por la enmarañada novela
    inventada por Mirandao en la fiesta del mayor Tiririca, confirmada y ampliada
    luego gracias a circunstancias imprevistas, doña Rozilda fue feliz. Durante casi
    dos meses, dos memorables meses de felicidad en los que pisoteó con el tacón
    de sus zapatos a toda la Ladeira do Alvo y alrededores, desde la negra Juventina
    con sus aires de señora hasta el doctor Carlos Passos con su creciente clientela.
    Exhibía su influencia e intimidad con los círculos gubernamentales, con las altas
    esferas; su intimidad con el poder, personificado en Vadinho. Y sobre todo
    exhibía al mozo enamorado de su hija, con su elegancia picara, su labia, su
    animada conversación, su prosopopeya. Veía en él a un Niño— Dios, lo era todo
    para ella. Y todo era poco para él. Doña Rozilda se deshacía en su afán de
    agradarle, de cautivar al muchacho, de amarrarlo.
    Mucho contribuyó a que doña Rozilda se mantuviese en tan completa
    ceguera un curioso equívoco.
    Entre las amigas de Flor había una ex compañera de colegio llamada Celia;
    la pobre Celia, además de pobre era lisiada, con una pierna defectuosa, coja. A
    duras penas — «a rastras y con la lengua fuera», como decía doña Rozilda—
    pudo cursar la Escuela Normal y diplomarse de maestra. Era aspirante a un
    nombramiento de maestra de escuela primaria provincial y hacía meses que
    luchaba por obtenerlo sin poder conseguir siquiera que la recibiese el director
    de Enseñanza. Doña Rozilda le tenía cariño y la protegía, quizá debido a que
    siendo la joven tan desdichada y humilde, a su lado ella y Flor parecían unas
    ricachonas. Oía con benevolencia a la cojita quejarse de la vida y de los grandes
    de este mundo, diciendo horrores de los funcionarios y denunciando sórdidos
    aspectos de esos «vampiros de la educación», como les llamaba con voz silbante
    que le salía de entre los dientes oscuros y podridos. Allí sólo conseguían
    nombramiento las que se entregaban, las que aceptaban invitaciones a paseos
    nocturnos por Amarelinha, Pituba, Itapoá, así como a fiestas íntimas..., ¡unas
    prostibularias! Una muchacha honesta no tenía posibilidades, se enmohecía en
    los sillones de cuero de las antesalas. De tanto enmohecerse en ellos, Celia se
    había convertido en un picante depósito de maliciosas anécdotas sobre
    funcionarios y jefes de sección, para no hablar del director de Enseñanza,
    invisible personaje sobre el cual, sin embargo, la rechazada postulante lo sabía
    todo: costumbres, bienes, preferencias, esposa, hijos, la amiguita. Nada se le
    escapaba. No obstante, jamás había conseguido ser recibida por él y exponerle
    su triste caso.
    Fue entonces cuando, cierta noche en los primeros días del galanteo, la
    desesperada maestra (el plazo para la designación de nuevas pedagogas concluía
    esa semana) llegó a la casa de Flor coincidiendo con Vadinho y se la
    presentaron. A doña Rozilda le gustaría que la joven obtuviera su empleo, y más
    le hubiese gustado aún poder confirmar ante la vecindad la influencia del
    muchacho, del aspirante a yerno que disponía de nombramientos y de
    presupuestos, que tenía poder en la Administración del Estado, influencia que
    ella utilizaría con sumo placer.








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    Jorge Amado( 1912-2001) Empty Re: Jorge Amado( 1912-2001)

    Mensaje por Maria Lua Vie 10 Ene 2025, 13:35

    ***
    Indudablemente la viuda estaba atrapada en una red de engaños con
    respecto a la personalidad del gavilán que rondaba a su hija; pero no estaba
    errada cuando, al describir a los conocidos su carácter intachable, elogiaba su
    buen corazón: para Vadinho todo sufrimiento era injusto y odioso. Así que
    apenas doña Rozilda le contó la historia de Celia, dramatizando los detalles,
    haciendo resaltar su lesión («incluso aunque quisiera no podría recibir las
    licenciosas invitaciones de los canallas de la repartición: carecía de atractivos
    para tanto»), exagerando las injusticias, multiplicando el hambre de la moza y
    de sus cinco hermanitos, de la madre reumática y del padre, que era sereno
    nocturno. Vadinho simpatizó en seguida con la noble causa y se convirtió en su
    campeón. Realmente decidido a hablar del asunto con sus conocidos de juego,
    algunos de los cuales tenían cierta influencia, juró con vehemencia a doña
    Rozilda y a Flor que al día siguiente por la mañana exigiría al director de
    Enseñanza, a la hora del despacho con el gobernador, el inmediato
    nombramiento de la maestra. No iba a pasar del día siguiente: que Celia fuese
    por la tarde a ver al director, que el nombramiento y el cargo eran para él coser y
    cantar.
    —Déjalo de mi cuenta...
    —Déjalo a él... — confirmaba doña Rozilda.
    Flor no hizo ningún comentario, no le importaba si Vadinho gozaba o no
    de tanto prestigio, y hasta hubiese preferido que fuese menos influyente y por lo
    tanto menos ocupado. Pasaba días sin aparecer, sin venir a conversar con ella al
    pie de la escalera, y cuando venía tenía la cara abotargada, somnolienta (de
    pasar las noches en claro en el despacho del Gobernador).
    Vadinho pidió el nombre completo y demás datos de la aspirante. Una vez
    más Celia hubo de redactar esa fría literatura en un pedazo de papel: sin
    esperanzas: ya lo había hecho muchas otras veces. ¿Por qué iba a conseguirle
    empleo ese atildado metido a picaflor, con su aspecto de villano, de vicioso, con
    seguridad un pobre diablo? Si hasta el padre Barbosa le había dado una carta
    para el director, y si el padre no había obtenido nada, ¿qué podía hacer el tal
    festejante de Flor? ¿A quién se le habría perdido la influencia para que él
    pudiera haberla encontrado? Se veía en seguida, en la cara trasnochada, que era
    un sinvergüenza. Celia había ido acumulando escepticismo y amargura, de tanto
    arrastrar la pierna zamba por las hostiles salas de la Dirección de Educación. No
    la enternecía la felicidad de los otros, ni siquiera la de aquellos pocos que
    deseaban ayudarla, compadecidos por su destino. Su corazón estaba seco, árido,
    y, al garabatear los nombres del padre y la madre, la fecha de nacimiento y el
    año en que se recibió, lo hacía con la certidumbre de perder el tiempo y el
    esfuerzo, pues ese mequetrefe no iba a dar un solo paso; ya estaba harta de esos
    cuenteros presumidos: puras promesas y se acabó. Pero ¿qué iba a hacer? Doña
    Rozilda estaba toda embobada con el vanidoso: doctor Waldomiro por aquí,
    doctor Waldomiro por allá, y ella, Celia, tendría que buscar quien le diera de
    comer. En cuanto al tipejo, bastaba verle la cara para comprender cuáles eran
    sus intenciones: comerle los ahorros a Flor, salir disparado y adiós para
    siempre.
    Celia era injusta con Vadinho, pues el joven, para atender su pedido, hizo
    aquella noche el recorrido completo de las casas de juego, con doble mala
    suerte: perdió todo lo que llevaba en la cartera y no encontró un solo conocido
    importante al que exponer el pequeño drama de la maestra e interceder por ella.
    Ni Giovanni Guimaráes, ni Mirabeau Sampio, ni su tocayo Waldomiro Lins;
    ninguno de ellos apareció, como si todas sus relaciones influyentes se hubieran
    retirado del juego, abandonando la ruleta, el bacará, el punto y banca, la ronda y
    el veintiuno. Así fue pasando la noche, y la figura más ilustre que encontró fue
    Mirandáo, con el que terminó yendo a cenar un sarapatel de arromba en casa
    de Andreza, hija— de— Oxun y comadre del estudiante de agronomía.
    —La tipa está verdaderamente maldita... — comentaba Vadinho
    contándole el caso a Mirandáo, camino del barracón de la negra de Oxun—.
    Patizamba, esmirriada, y encima de todo esa mala suerte...
    Mirandáo le aconsejó a Vadinho que no se hiciera mala sangre; hay gente
    así, hermanada con la desgracia, y nada se adelanta con querer ayudarlos.
    Además, la preocupación quita el apetito, y el sarapatel de Andreza era un
    monumento, ensalzado hasta por el doctor Godofredo Filho, con toda su
    autoridad. Al día siguiente, ya Vadinho podría arreglar el asunto. Después de
    todo, la cargosa había esperado tanto que por un día más o menos no iba a
    suicidarse. En cuanto al sarapatel de su comadre Andreza, ¿cómo era la frase,
    mejor dicho, el verso del Maestro Godofredo?
    ¿Y a quién encontraron en la cena de la hija— de— santo? Pues allí estaba
    nada menos que el poeta Godofredo en persona, haciendo honor a la comida de
    Andreza, sin regatear elogios al condimento y a la cocinera, un pedazo real de
    negra, palmera imperial, brisa matutina, proa de navío. Andreza sonreía con
    toda su prosapia y realeza, mientras molía pimienta para el aderezo.
    —¡Pero mira quién está ahí! — exclamó Mirandáo, saludando—, mi
    inmortal, mi maestro, considéreme de rodillas ante su intelectualidad.
    —Arrodillados estamos todos ante ese sarapatel divino — dijo riendo el
    poeta, dando la mano a los dos jóvenes.
    Se sentaron a la mesa y Andreza no tardó en notar que Vadinho estaba
    preocupado. Él, que siempre era tan alegre y travieso, tan lleno de ingenio, tan
    pícaro. ¿Qué le había pasado para que tenga esa cara tan sombría, tan
    melancólica? Cuente, mi santo, descargue su pecho, eche afuera las amarguras.
    Andreza, de amarillo, pulseras y collares en los brazos y en el cuello, era la
    misma Oxun, toda mimo y hermosura. Cuente, blanquito mío, no se ponga
    tristón, aquí está su negra para oírlo y consolarlo.
    Mientras comían — el mantel oliendo a pachulí, el piso perfumado con
    hojas de pitanga—, entre el sarapatel y la pura cachaca de Santo Amaro,
    Vadinho fue desgranando el rosario de desdichas de la infeliz maestra de
    escuela. Sentada a la cabecera, la negra Andreza se conmovía con el relato y
    oprimía con una mano el pecho jadeante. ¡Pobrecita, la chica, con su lesión y su
    hambre, con deseos de trabajar y sin empleo! ¿No sería posible que Godo, cuyo
    nombre aparecía en los diarios, y que era un alto funcionario, dijese una palabra
    a alguien, se preocupara por la pobrecita? Los labios de Andreza temblaban al
    suplicar... Vadinho tenía razón... ¿Cómo podía uno sentirse alegre cuando
    alguien sufría de ese modo, tenía una vida tan dura? Ya no podría sentir alegría
    hasta que no supiera que la muchacha tenía nombramiento. El poeta Godofredo
    prometió interceder, quién sabe, quizá consiguiese algo, ¿cuándo había quedado
    ella en volver a la Dirección? ¿Al día siguiente?... No, aquella misma tarde, pues
    ya casi estaba amaneciendo... Eso es lo que él le había dicho que hiciera.
    Entonces que fuese, Godofredo vería... No aclaró que era pariente cercano y
    amigo íntimo del director de Educación y que un pedido suyo era una orden. Al
    poeta no le gustaba ostentar; incluso publicaba sus poemas muy de vez en
    cuando. Lo único que quería era devolver la sonrisa a Andreza; sin su sonrisa la
    noche era triste y el mundo desierto y frío.
    Y de este modo, cuando Celia, a la tarde siguiente, pesimista pero
    obstinada, arrastraba su pierna zamba escalera arriba y entraba en la antesala
    del gabinete del director de Educación, cuál no sería su sorpresa al ver que el
    secretario de Su Excelencia, antes seco y ríspido, la saludaba efusivamente:
    —Señorita Celia, la estaba esperando. Mi enhorabuena, ya salió su
    nombramiento, ya está firmado...
    —¿Eh?... — masculló temblorosa la maestrita—. ¿Cómo? Cada vez más
    amable, el secretario dijo en tono confidencial:
    —Tal como se lo digo... Es lo primero que el director hizo al llegar... Con
    seguridad fue una orden que vino de arriba. Era una de las últimas vacantes y
    estaban todas reservadas... ¿Quiere un consejo? Vaya y preséntese en seguida,
    sin pérdida de tiempo.
    Se presentó, tomó posesión, juntó a su esmirriada familia y se fue al
    primer piso del Alvo a dar las gracias. «Una orden de arriba...», informó; y doña
    Rozilda repetía las palabras, saboreándolas, llenándose con ellas la boca: tenían
    gusto a poder. Vibraba de satisfacción. No había esperado un nombramiento tan
    rápido, un resultado tan fulminante. Con esa urgencia, con tanta rapidez, sólo
    podían ser órdenes directas del gobernador y de ningún otro; sin duda Vadinho
    hacía y deshacía en el Gobierno.
    La noticia circuló por la Ladeira y esa noche, cuando Vadinho llegó con la
    esperanza de estar a solas con Flor, en la oscuridad de la escalera, fue saludado
    por los vecinos, que casi formaban una manifestación, todos ellos deseando
    expresarle su aprecio. Cuál no sería su sorpresa ante tantos agradecimientos,
    abrazos y elogios y las histéricas exageraciones de doña Rozilda. Había pasado
    el día durmiendo y ya casi no recordaba las desventuras de la imposible
    postulante.
    —¡Ah!, no es nada, no me deben nada. ¡Por favor...!
    El poeta había cumplido la promesa. Lo había prometido, aunque más a
    Andreza que a él. Pero ¿cómo decir la verdad, cómo deshacer el equívoco?
    Jamás doña Rozilda y sus vecinos, jamás la triste maestra y su gente esmirriada
    y mugrienta, con el color de la suciedad en la cara, todos juntos allí para
    manifestarle su agradecimiento, jamás podrían comprender por qué intrincados
    caminos andan el mundo y los hombres; jamás creerían que Celia debía su
    designación a una cocinera negra, mucho más pobre que ella, que vivía contenta
    en una casucha de madera junto a la orilla del mar, en Agua de Meninos, y que
    preparaba almuerzos para los saveiristas y changadores: la negra Andreza
    de Oxun.
    Corrió la voz y llovieron los pedidos. En menos de una semana hubo ocho
    peticiones de nombramiento para maestras de escuela. Desde motorista de
    tranvía hasta inspector de impuestos, no hubo cargo que no tuviera un aspirante
    dedicado a adular a doña Rozilda, que no llamara a las puertas de la casa de la
    Ladeira do Alvo. Hasta el empleo de sacristán en la iglesia de la Conceicao da
    Praia, que aún no había quedado vacante, hasta eso le vinieron a pedir. Ni
    aunque Vadinho fuese a un mismo tiempo gobernador y arzobispo, ni aun así
    hubiera podido dar abasto.







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    Jorge Amado( 1912-2001) Empty Re: Jorge Amado( 1912-2001)

    Mensaje por Maria Lua Vie 10 Ene 2025, 13:36

    ***

    10




    Tocaba doña Rozilda las cumbres del poder, sentía el sabor inigualable de
    la fama. Y Vadinho tocaba los duros senos de Flor en la oscuridad de la escalera
    y sentía el gusto sin igual de la boca sedienta y temerosa de la muchacha,
    mordisqueándole los labios y revelándole un mundo apenas entrevisto de
    placeres prohibidos, ganando en cada noche de cortejo una nueva parcela de sus
    defensas, de su cuerpo, de su pudor, de su oculta emotividad. El deseo la
    consumía en una hoguera de altas llamaradas; brasas vivas ardían en su vientre,
    pero Flor procuraba contenerse, reprimirse. Mientras tanto, se sentía cada día
    menos dueña de su propia voluntad, su oposición era más débil, menor su
    resistencia, y se iba transformando en una sumisa esclava del audaz muchacho,
    que ya se había apoderado de casi todo su cuerpo, abrasado por una fiebre sin
    remedio, ¡ay!, sin remedio.
    ¡Atrevido Vadinho! Ni le había dicho que la amaba, ni había hecho alarde
    de sentimientos apasionados y ni siquiera le había pedido permiso para
    cortejarla. En lugar de frases poéticas, de términos alambicados, lo que ella oía
    eran frases dudosas, insinuaciones malintencionadas. Cuando subía la Ladeira
    do Alvo acompañando a Flor (cuyo regreso de casa de tía Lita, en Río Vermelho,
    ocurrió unos días después de la fiesta de Pergentino), el petulante, al leer el
    anuncio de la Escuela de Cocina, le murmuró al oído, en un susurro romántico,
    como alguien que la festejara con toda inocencia:
    —Escuela de Cocina Sabor y Arte... — repitió—: Sabor y Arte... — y bajó la
    voz, mientras su bigotito rozaba la oreja de la muchacha—: ¡Ah!..., quiero
    saborearte... — juego de palabras que no era sólo un retruécano de mal gusto:
    era a la vez una franca advertencia sobre sus intenciones, un cínico programa,
    un claro proyecto de seducción. Nunca había tenido un festejante como éste, tan
    diferente de los otros, ni había imaginado que se pudiera cortejar de aquel
    modo. ¿Cómo no lo rechazó de inmediato?
    Flor no era una de esas descocadas ventaneras, de amoríos escandalosos
    en la esquina, al pie de las escaleras o en la oscuridad de los portales. Jamás
    ningún insolente se había atrevido más allá de un tímido beso, y Pedro Borges
    apenas si llegó a rozar sus mejillas. Ella no era muchacha acostumbrada a
    tolerar caricias íntimas. Bastaba que un impulsivo extendiera la mano en un
    gesto osado con la intención de tocarla, para que Flor se llenase de indignación y
    lo despidiera, como queriendo conservarse íntegra para aquel a quien realmente
    amase. En cambio a éste no, a éste nada le rehusaría; y éste era Vadinho. He ahí
    por qué no lo rechazó como a los otros, sin grosería ni escándalo, pero firme e
    inflexible.
    Ni siquiera lo rechazó la primera vez, y sin embargo casi no se conocían,
    pues sucedió el domingo del Bando Anunciador, al día siguiente de la fiesta en
    casa del mayor Tiririca. Flor había ido con las amigas a ver las comparsas y allí
    apareció Vadinho, poniéndose a su lado. Las otras se apartaron, entre risitas...
    Realmente, cabía suponer que era el momento en que iba a ocurrir la
    indispensable declaración (una declaración más o menos vehemente y florida,
    según el temperamento y la vena del pretendiente; algunos, más timoratos,
    preferían hacerla por escrito, utilizando, si era preciso, la ayuda del «Secretario
    de los Amantes»). Antes de llegar él, las muchachas estaban comentando el
    enamoramiento del joven: en la fiesta, no había dejado sola a Flor ni un minuto,
    siendo su pareja de baile permanente. Ahora se declararía. Grave momento: la
    joven podía dar el sí o pedir un tiempo para pensarlo mejor, generalmente
    veinticuatro horas. Flor había anunciado a sus amigas que se proponía hacer
    sufrir unos días a Vadinho, pero las otras lo dudaban; ¿tendría el coraje
    necesario?
    De labios de él no salió ninguna clase de declaración, la conversación giró
    en torno a los más diversos temas; siempre en tono divertido..., ¡un veleta era
    este Vadinho! Dos animados conjuntos carnavalescos, en competencia, se
    encontraron junto al muro de la iglesia de Sant'Ana, y aprovechando la
    avalancha que se produjo cuando la gente corrió hacia allí, apretujándose,
    Vadinho se puso detrás de ella, abrazándola, cubriéndole los senos con las
    manos y besándola ávidamente en la nuca. Ella, temblorosa, cerró los ojos y lo
    dejó hacer, casi muerta de miedo y de alegría.
    Los primeros días de este cortejo sin declaración formal y sin formal
    consentimiento fueron inolvidables. Todos los años, en el verano, cuando se
    celebraban las fiestas del barrio, acostumbraba Flor a pasar un tiempo con sus
    tíos, a los que quería mucho. La Escuela de Cocina se cerraba durante el mes de
    febrero y ella iba para asistir a la procesión de la oferta a Yemanjá, el día 2,
    cuando los saveiras cortan las ondas cargadas de flores y presentes para
    doña Janaína, madre de las aguas, de la tempestad, de la pesca, de la vida y la
    muerte en el mar. Flor le ofrecía un peine, un frasco de perfume o un anillo de
    fantasía. Yemanjá mora en Río Vermelho, su peji se alza en una punta de la
    costa, sobre el océano.
    Junto con las muchachas del lugar, tenía un alegre e intenso programa de
    diversión: por la mañana, playa; de tarde, paseo por el Farol da Barra y por
    Amaralina, yendo en ocasiones hasta Pituba; la organización y los ensayos de
    carnaval: levantar el tablado era una divertida faena; los picnics en Itapoá, en la
    casa del doctor Natal, un médico amigo de tío Porto, o en la Lagoa de Abaeté,
    con guitarras y canciones; y las batallas de confeti... De noche caminaban por el
    Largo de Sant'Ana o por Mariquita, entre las coloridas barracas, o iban a bailar a
    casa de alguna familia amiga, cuando ellas mismas no invadían y ocupaban una
    sala de recibo, improvisando un «asalto».
    La casa de Porto, cubierta de enredaderas y acacias en flor, estaba situada
    en la Ladeira do Papagalo, y los domingos, invariablemente, el tío salía con otro
    aficionado a la pintura, un tal José de Dome, que vivía en el Largo, oriundo de
    Sergipe y apocado como él solo. Salían a dibujar caseríos y paisajes. Unos dos
    años antes, cuando Rosalía y Antonio Moráis se habían ido a Río, Flor, triste y
    sola, llegó a sentir cierta vaga inclinación por el pintor, hombre ya maduro, que
    tendría sus cuarenta años aunque aparentaba menos, un mulato duro y enjuto.
    Un día, venciendo su timidez, él le propuso hacerle un retrato, y hasta llegó a
    empezarlo, en ocres y amarillos hirientes, contra los cuales resaltaba el color de
    Flor, transfigurado. «Es obra de un loco, un disparate; además ese fulano es
    lelo», sentenció doña Rozilda, que en materia de arte no iba mucho más allá de
    los cromos de los almanaques, al ver aquella explosión de color y de luz. Pero
    José de Dome no pudo terminar el retrato. No tuvo tiempo, pues Flor debía
    regresar a la Ladeira do Alvo y, aunque prometió ir los domingos, nunca lo hizo:
    ella tampoco entendía la pintura del sergipano. Le era simpático por su sonrisa y
    su soledad. Pero ésa fue una relación amistosa; no un amor: no se puede dar ese
    calificativo a los largos silencios y a las breves sonrisas que se producían durante
    las horas de pose. No pasó de ser una efímera inclinación, que sólo duró los días
    de veraneo, sin que el artista llegara a vencer su timidez. Cuando Flor regresó a
    Río Vermelho y volvió a encontrarse con el amigo del tío la cordialidad siguió
    siendo la misma, pero estaba roto el encanto de las vacaciones anteriores y era
    como si nada hubiese ocurrido entre ellos. En cuanto al retrato inconcluso, aún
    está hoy en la pared del taller del pintor, en el tercer piso de una vieja casona, en
    la esquina del Largo de Sant'Ana; allí puede verlo el que quiera, basta con
    atreverse a subir las destartaladas escaleras.
    ¡Qué diferencia con Vadinho...! El era como una avalancha incontenible
    que la arrastraba, dominándola y decidiendo su destino. Al finalizar aquellos
    perfectos y vertiginosos días de Río Vermelho, Flor comprendió que ya no le
    sería posible vivir sin la gracia, la alegría, la loca presencia del muchacho. Hizo
    todo lo que él le pidió: en las fiestas no bailó con ningún otro; entrelazadas sus
    manos con las de él cruzó la kermesse del Largo y descendió hasta la oscuridad
    de la playa, como él le sugirió, para besarse más libremente en las sombras de la
    noche; con un escalofrío sintió cómo la mano de él subía bajo su vestido,
    acariciándola, ascendiendo hasta los muslos y las caderas.
    ¿Quién hubiera imaginado a doña Rozilda tan democrática, tan liberal?
    Cerraba los ojos a los evidentes excesos de los enamorados, tan sin control, tan
    desenfrenados que hasta la tía Lita, tan poco apegada a los convencionalismos,
    llegó a preocuparse y advertir:
    —¿No te parece, Rozilda, que Flor le está dando demasiada cuerda a ese
    mozo? Salen juntos a todas partes como si fueran novios, como si no hiciera más
    que unos pocos días que se conocen...
    Doña Rozilda reaccionó con violencia, en tono de pelea:
    —No sé qué diablos tienen ustedes en contra de Vadinho. Sólo porque el
    muchacho es rico y tiene una posición brillante, todo es un puro rum— rum
    contra él; no sé por qué le tomaron tirria... En cambio con esa porquería de
    pobretón metido a pintor se habían entusiasmado hasta decir basta y si de
    ustedes dependiera se hubieran casado en el acto. Como si yo fuera a darle mi
    hija a ese escarabajo. Pero de Vadinho sólo imaginan maldades. No veo que
    haya nada malo en que él festeje a Flor, pues ella ya está en edad de casarse...
    Cuando el Señor del Bonfin, oyendo mis oraciones, nos manda un buen partido,
    tú y Porto arman un alboroto tremendo..., que si esto..., que si lo otro...,
    ¡déjenme, mujer, tranquila...!
    —Yo no armo nada, mi santa, sosiégate. Sólo comentaba... Por qué siendo
    tan escrupulosa, tan no— me— toques que ya dices que es una perdida..., ahora
    te pasaste al otro lado..., le das rienda libre a la nena...
    —¿Entonces te parece una perdida? ¿Es eso lo que crees? Dilo...
    —Cálmate, Rozilda..., tú sabes que no dije eso... Doña Rozilda quería cerrar
    la discusión:
    —Yo sé lo que estoy haciendo, es mi hija, y con la ayuda de Dios se casan
    este año...
    —Puede ser, Dios lo quiera...
    —¿Puede ser? Va a ser, no lo dudes..., no me vengas en cuanto ves a una
    chica paseando sola con un muchacho con cuentos chinos..., lo que pasa es que
    ustedes tienen antipatía a Vadinho...






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    y en ese vuelo y en ese sueño
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    Jorge Amado( 1912-2001) Empty Re: Jorge Amado( 1912-2001)

    Mensaje por Maria Lua Vie 10 Ene 2025, 13:38

    ***

    Pero no, nadie le tenía antipatía al joven; los había seducido a todos con su
    labia y su fantasía; primero a los conocidos de Río Vermelho, después a los de la
    Ladeira do Alvo. Doña Lita y Porto ya se sentían amigos suyos y bien que les
    gustaba para marido de Flor. En cuanto a doña Rozilda, parecía vivir
    exclusivamente para cumplir sus deseos, para adivinar sus caprichos.
    En cuanto a caprichos, Vadinho sólo tenía uno; estar a solas con Flor,
    tomarla en sus brazos, vencer su resistencia y su pudor, irse apoderando de ella
    poco a poco en cada encuentro. Amarrándola en las cuerdas del deseo, pero
    amarrándose él también, atándose a esos ojos de aceituna y maravilla, a ese
    cuerpo tembloroso y arisco que deseaba con avidez y se contenía por pudor.
    Preso, sobre todo, en la mansedumbre de Flor, en la atmósfera familiar, en el
    ambiente de hogar propio, en la gracia simple de la moza, en su quieta belleza;
    atmósfera que ejercía una poderosa fascinación en el mozo.
    El muchacho nunca había hecho vida de familia. No llegó a conocer a la
    madre, que murió al darlo a luz, y el padre no tardó en desaparecer de su
    existencia. Vadinho era el producto de una ocasional pareja, formada por el
    primogénito de una familia pequeña burguesa de buen pasar con la mucama de
    la casa; su padre, el ya mencionado pariente lejano de los Guimaráes, mientras
    se mantuvo soltero se ocupó de él. Pero luego hizo un casamiento afortunado, y
    procuró librarse del bastardo, por quien su esposa, ignorante y devota, sentía un
    santo horror — «¡hijo del pecado!»—. Lo internó entonces en un colegio de
    curas, en el que a trancas y barrancas Vadinho llegó hasta el último año del
    secundario, que no terminó porque un domingo de visitas sintió una súbita
    pasión por la madre de un colega, distinguida cuarentona casada con un
    comerciante de la Cidade Baixa, a la que se consideraba en aquel tiempo como la
    puta más fácil de la alta sociedad de la capital. Fue una pasión voraz y
    correspondida.
    Era una pasión con ribetes románticos. La insigne lo miraba
    lánguidamente y suspiraba, y Vadinho la rondaba por el patio de visitas del
    colegio, triste como una cárcel, una lúgubre cárcel de niños. Ella le daba
    chocolatinas y bizcochos, sacándolos del paquete que traía para el hijo. Vadinho
    le ofreció a escondidas una orquídea, robada del invernadero de los frailes. Un
    día de salida (el primer domingo del mes; Vadinho nunca había salido hasta
    entonces, pues nadie lo venía a buscar ni tenía adonde ir), ella lo llevó a
    almorzar a su casa, un palacete en el Largo da Graca, presentándolo al marido:
    —Un compañero de Zezito, huérfano, no tiene familia...
    Zezito, que era medio retardado, se dedicaba a criar preás, y los domingos
    de salida todo el tiempo le parecía poco para atender a los pequeños roedores en
    el sótano de la casa. En cuanto el comerciante comenzó a roncar, a la hora de la
    siesta, Vadinho se vio arrastrado al cuarto de coser, en donde fue envuelto en
    besos y caricias, y poseído. «Mi chiquito, mi discípulo, mi alumno, yo soy tu
    maestra, ¡ay!, mi doncel...» Ella, consciente de su condición de maestra, se
    dedicaba a enseñarle..., ¡y cómo enseñaba! La pasión fue en aumento, insaciable
    y brutal. Ella, deshaciéndose en ayes y promesas, le repetía una y otra vez, cínica
    y tranquilamente, que él era su primer amante y que nada anhelaba en el
    mundo más que irse con él para vivir juntos aquel gran amor, ocultos en
    cualquier rincón. Lástima que él estuviera interno en un colegio...
    —Si yo me fuese del colegio, ¿vendrías de verdad a vivir conmigo?
    Y se escapó del colegio, apareciendo una noche, a primera hora, para
    liberarla del «bestial burgués» que tanto la hacía sufrir, que tanto la humillaba
    cuando la poseía. Había encontrado un miserable cuarto en una pensión de
    último orden y comprado pan, mortadela (adoraba la mortadela), un mejunje
    con etiqueta de vino y un ramito de flores. Todavía le sobraban unos cuantos
    mil— réis de los que habían reunido los colegas más íntimos, que, conocedores
    del caso y solidarizados, se habían juntado para financiar su fuga y su amor.
    Para ellos Vadinho era un machazo.
    La estimada señora casi se muere del susto cuando él invadió el hogar, en
    momentos en que el marido, en la otra sala, se escarbaba los dientes y leía los
    diarios. Ella, indignada, le dijo que estaba loco. No era una aventurera, no iba a
    dejar la casa, el esposo y el hijo, su comodidad y su posición social, e irse a vivir
    como manceba de una criatura en la miseria y en la deshonra. Vadinho no
    estaba en su sano juicio, debía volver al colegio, donde quizá no habían
    advertido su escapada, y el próximo domingo de visitas, ¡ah!, ella le prometía...
    Las promesas no lograron calmarlo, estaba lleno de ira, se sentía vejado,
    burlado. Sin tener en cuenta la proximidad de los cuernos del comerciante,
    agarró a madame por la larga y oxigenada cabellera, le dio unos bofetones y la
    insultó y armó un jaleo de tales proporciones que no tardaron en presentarse, en
    agitada concurrencia, no sólo el marido y los criados, sino también los vecinos
    del elegante Largo da Graca. Vadinho declaró después que aquel día se había
    hecho hombre. Un hombre escarmentado para siempre.
    Fue así cómo, de mano del escándalo, entró en la vida nocturna de la
    ciudad, siendo un jovencito de diecisiete años con el que simpatizó Anacreon,
    un timbero famoso, jugador de fino estilo. Nadie más autorizado para revelar al
    mozo inexperto las sutilezas y matices de la ronda, del veintiuno, del bacará y
    del póker, e introducirlo en las dialécticas de las mesas de ruleta y en la mística
    de los dados; pues Anacreon no sólo era competente, era asimismo un corazón
    leal, que miraba de frente a la vida, y un tanto quijotesco. Con el padre tuvo un
    breve encuentro, negándose él a volver al internado y el ruin Guimaráes a darle
    su bendición y cualquier clase de ayuda financiera: «no tenía recursos para
    alimentar a revoltosos». Desde que contaba con la fortuna de la mujer se había
    vuelto mezquino y moralista. Además, a esa altura de su vida, en que su nombre
    aparecía en las notas de sociedad, le asaltaban serias dudas con respecto a la
    paternidad de Vadinho. ¿Sería verdaderamente hijo suyo? La finada Valdete lo
    había acusado, entre besos, de haberla desflorado y embarazado. Pero ¿es la
    palabra de una criada un documento que merezca crédito? Jamás conoció a otro
    hombre, habían manifestado sus llorosas amigas, junto al cadáver de ella. Pero
    la palabra de las otras domésticas, que no tenían dónde caerse muertas, ¿puede
    constituir una prueba, cualquiera sea la cosa de que se trate? Hacía tanto tiempo
    que sucediera todo eso..., cuando era un adolescente irresponsable, un
    atolondrado... Quizá fuese hijo suyo, quizá no lo fuese. ¿Quién podía presentar
    una prueba? ¿Cómo estar seguro? De lo que no cabía duda es de que se trataba
    de un hijo de puta de los peores: un mocoso y ya intentaba «forzar a una
    honesta señora, madre de un condiscípulo en cuya casa fuera recibido como un
    hijo...». El tal padre de Vadinho era un Guimaráes de la «rama podrida», como
    decía Chimbo; no había heredado el ímpetu y la generosidad de la familia.
    Vadinho no volvió a sentir nunca, desde entonces, el perfume de un
    sentimiento familiar, ni volvió a tener nunca un afecto complejo y profundo. Su
    vida sentimental, rica y variada, pues sus múltiples amantes eran de las más
    diversas edades, posiciones sociales y color, había transcurrido principalmente
    en los burdeles y en los cabarets: metido entre rameras y concubinatos
    pasajeros, además de unas pocas aventuras con mujeres casadas, sin que
    ninguno de estos lazos tuviera la fuerza del amor. Jamás un encamotamiento le
    hizo sentir más plena y voluminosa la vida, y nunca una ausencia o una riña, el
    final de un asunto, lo volvió gris, vacío, suicida. Se desplazaba hacia otro cuerpo
    de mujer del mismo modo que cambiaba de mesa en la sala de juego cuando el
    17, su número, le fallaba.
    El encuentro con Flor en la fiesta del mayor volvió a encender en él, de
    repente, aquella antigua necesidad de hogar, de mesa puesta, de cama con
    sábanas limpias. Ni siquiera tenía domicilio estable, iba de una pensión barata
    en otra, mudándose cada mes por falta de pago. ¿Cómo iba a desperdiciar
    dinero en alquileres cuando le quedaba tan poco para el juego?
    Flor traía un nuevo sabor a su vida, una quietud, una placidez, un sabor a
    ternura familiar:
    —Me gustas porque eres mansa como un bichito, mi bien...
    Lo había seducido al punto de estar dispuesto a soportar a la madre. ¡Qué
    vieja terrible y cargosa, ridícula y absurda! Amaba la sencillez de la muchacha,
    su dulcedumbre, su alegría sosegada y su compostura. Si bien luchaba
    diariamente para derribar su resistencia y quebrar su castidad, sentíase, sin
    embargo, contento y orgulloso de que ella fuera así, recatada y seria. Porque
    sólo a él correspondía el domar ese recato, convertir en placer ese pudor. Los
    amigos de Vadinho descubrían un nuevo brillo en sus ojos cuando de pronto se
    quedaba inmóvil ante la ruleta, soñador, olvidándose de poner una ficha.
    Los íntimos como Mirandáo ya no se sorprendieron cuando en carnaval lo
    vieron integrando el conjunto de los «Alegres Gazeteiros» organizado por las
    familias de Río Vermelho, con figurines del tío Porto, en el que las muchachas y
    los muchachos disfrazados de vendedores de diarios voceaban el Diario de
    Bahía, el Diario de Noticias y O Imparcial. Un carnaval de confeti y mamáe—
    sacode, de serpentinas y canciones, en que el pomo de perfume era para mojar a
    las muchachas cortejadas y no para olerlo. Un carnaval sin cachaca. Lo opuesto
    a los carnavales de Vadinho, que transcurrían, ininterrumpidamente, de sábado
    a miércoles, en una sola borrachera continua, que duraba los cuatro días,
    integrando comparsas de máscaras, entre prostitutas y bailando en medio de la
    calle, con bebida a granel. Al término de cada una de las noches se caía de
    borracho en un tugurio cualquiera de la zona.
    «Mira quién va allá, en aquella comparsa, con un pandero..., es Vadinho...,
    en una comparsa, ¡quién lo diría!», exclamaban admirados los conocidos,
    acostumbrados a verlo en pleno relajo durante las juergas de carnaval. Allí
    estaba, al lado de su Flor, cubriéndola de confeti y de ternura.
    Pero eso no le impedía chapalear en los más bajos basurales e ingerir
    una cachaca absurda, después de haberse despedido de Flor a medianoche. Se
    iba derecho al Tabaris, al Meia— Luz, al Flozó. El lunes, con el pretexto de un
    trabajo urgente en Palacio, se fue a las diez de la noche. No podía llegar tarde al
    gran baile de la Gafieira do Pingúelo, al que Andreza y otras soberbias morenas
    iban disfrazadas de damas de la corte de María Antonieta, con vestidos de satén
    y terciopelo y albas cabelleras de algodón.
    Ni siquiera en los momentos cumbres de la pasión, los de mayor dulzura
    familiar, los de pensamientos más hogareños, imaginó Vadinho cambiar su vida,
    modificarla, adquirir nuevos hábitos, regenerarse, Mirandáo amenazaba con
    hacerlo de cuando en cuando:
    —Hermano, voy a regenerarme... De mañana en adelante...
    Vadinho nunca habló de eso. Amaba a Flor apasionadamente y proyectaba
    casarse con ella, pero ni aun así estaba dispuesto a rehuir sus solemnes
    compromisos: su juego y malandrinaje cotidianos, sus borracheras y jaleos, sus
    casinos y burdeles.






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    Jorge Amado( 1912-2001) Empty Re: Jorge Amado( 1912-2001)

    Mensaje por Maria Lua Vie 10 Ene 2025, 13:40

    ***

    11



    Mar de rosas, libres horizontes, azul cerúleo, la paz del mundo y su
    dulzura, Flor y Vadinho enamorados. Y súbitamente la borrasca, el temporal, el
    cielo encapotado, la guerra sin cuartel, la abominación, la prohibición cayendo
    sobre Flor y Vadinho.
    Un tanto atribulado por sentirse culpable de los acontecimientos — ¿no
    había sido él quien comenzara a levantar aquel castillo de naipes, incapaz de
    resistir el soplo de la menor averiguación?—, Mirandáo, moralista con humos de
    filósofo, reflexionaba:
    —Ya ves..., ¿qué garantía puede tener uno? Ninguna... Hasta un motor de
    camión, cuando se adquiere, tiene garantía por seis meses... Y en cambio cuando
    uno piensa que está instalado firmemente en la vida, que las cosas al fin se
    ordenaron, ahí mismo se desmorona todo, el santo cae de las andas y se
    convierte en basura...
    Opinaba Mirandáo que Vadinho había caído de las andas en que lo había
    colocado, como a un santo, y que el santo se había transformado ahora en
    basura, siendo sus restos esparcidos por el muladar. No había remiendo que
    pudiera restaurar su buen concepto ante doña Rozilda, en su nueva situación de
    «dimitente al puesto de oficial del gabinete». El concepto formado sobre él, por
    lo demás, estaba igualmente comprometido ante Flor..., ¿cómo iba a aceptar al
    cuentero que la había embaucado? Mirandáo conocía esas personas mansas y
    suaves: cuando sienten que se abusó de su confianza surgen en ellas la
    obstinación y el orgullo y ya no dan marcha atrás.
    —Cuando se encabritan no hay nada que hacer... — concluía con
    pesimismo.
    ¡Vil, ordinario, abyecto, infame sujeto!: para doña Rozilda el idioma era
    pobre en expresiones suficientemente varoniles y enérgicas como para rotular a
    un espécimen humano tan bajo... que todavía en la víspera era el pretendiente
    ideal, un santo llevado en andas, todo adornado de alabanzas. Su hija se podía
    casar hasta con un guardia de la policía, o con un criminal ya sentenciado por el
    juez, cumpliendo su pena en la cárcel, pero jamás con ese miserable canalla.
    Habiendo recogido en las vecindades del Alvo estas crudas opiniones, Mirandáo
    meneaba la cabeza, apesadumbrado y realista: si Vadinho pensaba seguir el
    cortejo es porque no entendía nada de mujeres. Él, siempre tan listo, ahora,
    cegado por la pasión, no se daba cuenta de la realidad: todo se había enculado. Y
    el afligido Mirandáo, para poder sobrellevar tanta conmoción, pidió otro trago
    al mozo del Bar Triunfo.
    A Vadinho le importaba poco restaurar su crédito ante doña Rozilda,
    aplacar la furia de esa vieja de todos los diablos, un pellejo intolerable, un
    purgante. Pero no estaba dispuesto a romper con Flor, a perder su apacible risa,
    su quieta ternura, su entrecortado suspirar. Por el contrario, ahora había
    decidido casarse con ella. Porque finalmente, de todo aquello, lo único serio era
    el cariño, la comprensión, el quererse de verdad, el amor de los dos: el resto no
    pasaba de ser una broma absurda. ¿Quién le gustaba a Flor? ¿Él, Vadinho, su
    persona, o el cargo inventado, el cargo que no ejercía, el dinero que no tenía?
    De toda esa historia sólo había una cosa que lo disgustaba: el haber sido
    desenmascarado por Celia, su protegida, aquella patizamba que ahora era
    maestra gracias a su intercesión. Ella era quien había armado todo ese barullo y
    desenredado el ovillo, denunciándolo a doña Rozilda.
    «¿Órdenes de arriba?» Ese estafador no había subido nunca ni siquiera las
    escaleras de Palacio; el único palacio que él conocía, y ése lo conocía bien, era el
    Pálace, antro de juego y perdición, así como de mujeres de la vida... ¿Influencia?
    A no ser en las calles de la más baja prostitución, con las pupilas y los
    estafadores. «¿Miembro del Gabinete del gobernador?» Si se atreviera a entrar
    en el despacho del gobernador, lo prendían en el acto y lo llevaban a la gayola.
    «¿Su nombramiento de maestra? Era mejor no pensar en eso, ¿cómo se puede
    saber de qué enredos y maquinaciones es capaz ese embaucador?»
    Pero... ¿cómo Celia, insignificante maestra primaria, había descubierto esa
    red de engaños, desmenuzando todos los detalles de la farsa, no dejando quedar
    ni siquiera una sombra de duda, un puede— ser— quién— sabe al cual pudiera
    agarrarse doña Rozilda, náufraga en el mar de la sucia existencia? ¿Por qué
    semejante empeño en desenmascarar y denunciar al trapisondista, al
    seductorzuelo?
    Vadinho se sorprendió de sentirse herido:
    —Y mira quién... Yo no le hice ningún mal a esa muchacha, al contrario...
    Quizá por eso mismo. Cuando Vadinho le consiguió el empleo, Celia se
    sintió al mismo tiempo agradecida y ofendida. En el fondo, no le perdonaba
    haberse engañado con respecto a él, y que no fuese el gigoló presentido por su
    olfato de resentida, de malvada: su existencia miserable la había vuelto
    envidiosa y ruin. Cada día estaba menos agradecida y más ofendida..., aquel
    individuo no acababa de convencerla... Hasta que por casualidad le dieron una
    pista. Entonces escarbó y removió cielo y tierra para descubrir,
    minuciosamente, la trama de mentiras iniciada por Mirandáo en casa del
    mayor, y de cuyo desarrollo era más responsable la vida que el mismo Vadinho.
    Una vez reconstruidos los capítulos de aquel imaginario folletín, Celia se sintió
    recompensada: a ella no se la engañaba así como así, tenía ojo y olfato: para
    embaucarla a ella hacía falta algo más que conseguirle empleo, nombramiento y
    posesión del cargo. Satisfecha, feliz con su vileza, ya no le pesaba la pierna coja
    al subir los peldaños que conducían al primer piso, en el que doña Rozilda y Flor
    estaban cosiendo para el ajuar. «Ese figurín no pasa de ser un miserable gigoló;
    ella, Celia, nunca lo había dudado.» Su roñoso semblante resplandecía; pocas
    veces se había sentido tan contenta: mucha gente iba a llorar ese día, y maldecir
    al diablo, y crujir los dientes. ¿Y hay en el mundo algo tan espléndido y
    excitante, un espectáculo que se pueda comparar al del sufrimiento ajeno? Para
    Celia no existía nada igual. Jamás un hombre había mirado su cuerpo con ojos
    de deseo; nunca le había sonreído alguien con amor, y los niños de la escuela le
    tenían miedo, le huían.
    Doña Rozilda, convulsionada, quería matar y morir, y gemía pidiendo un
    vaso de agua. Flor no le dio alguna importancia, no hizo caso a sus ayes,
    dedicándose a Celia:
    —¡Fuera de aquí, perra, no vuelva más...!
    —¿Yo, Flor? ¿Hablas en serio? ¿Por qué?
    —Aunque él fuera lo que usted dice, usted no debía venir con chismes, él le
    consiguió empleo... Lo que usted debiera hacer es ocultar todo lo que supiera en
    contra de él; estaba muriéndose de hambre y él le buscó el puesto...
    —¿Y cómo sé yo si fue él?... ¿Quién lo vio? Para mí que la carta del padre
    Barbosa...
    Flor casi no levantaba la voz, pero sus palabras escupían ira y desprecio:
    —Fuera de aquí, antes de que yo le enseñe a no meterse en la vida de los
    otros, perra vagabunda.
    —Pues quédate con él, que te haga buen provecho; verdaderamente tú
    naciste para descarada.
    Y bajó las escaleras clamando contra la ingratitud humana.
    Guerra, sí. ¿Qué otra palabra, qué otra definición usar? Y guerra sin
    misericordia. La guerra entre doña Rozilda y Flor tuvo principio allí mismo, en
    aquel mismo instante. Al sonar el portazo en la cara de Celia, doña Rozilda dejó
    de quejarse, abandonó su desmayo y gritó llamando a la maestra. Quería
    continuar hablando sobre Vadinho, revolviendo la herida:
    —¡Celia! ¡Celia! No te vayas... Flor dijo, con voz cortante:
    —Acabo de echarla...
    —Ella vino a hacerte un favor y tú la expulsas en vez de agradecérselo.
    —Esa intrigante no vuelve a poner más los pies aquí...
    —¿Desde cuándo mandas tú en esta casa?
    —Si ella entra, yo me voy...
    Mirandáo había acertado al dar por supuesto el poco crédito de Vadinho
    con doña Rozilda. Pero se equivocó, y totalmente, en cuanto a la reacción de
    Flor. Naturalmente, no estaba contenta, había sufrido una desilusión..., este
    Vadinho sin cabeza..., ¿para qué esas mentiras? Sin embargo, en ningún
    momento pensó romper con él, en dar por terminada la relación. Lo amaba,
    trayéndole sin cuidado su oficio o su empleo, su posición social, su importancia
    en la política.
    Así se lo dijo cuando, desafiando las órdenes de doña Rozilda, salió a
    conversar con él en una esquina próxima. Escuchó y aceptó sus explicaciones,
    derramando algunas lágrimas... «Loco, no tienes juicio, mi tonto lindo.»
    Entonces, por primera vez, le habló él de amor, de cómo la quería y deseaba,
    hambriento y anhelante..., y la quería y deseaba como esposa. Y esto, para Flor,
    compensó todo el enojo, toda la pena que le causara al mentirle y engañarla sin
    necesidad.


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    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





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    Maria Lua
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    Jorge Amado( 1912-2001) Empty Re: Jorge Amado( 1912-2001)

    Mensaje por Maria Lua Vie 10 Ene 2025, 13:42

    ***
    Tendrían que tener paciencia y esperar, le dijo Flor. Por lo menos los diez
    meses que faltaban para que ella cumpliera los veintiún años; todavía era menor
    y dependía de la madre. Y que Vadinho ni pensara en obtener el consentimiento
    de doña Rozilda... Nunca había visto a la madre tan exaltada y furiosa. Ni
    siquiera iba a ser fácil encontrarse; tenía que hallar la manera de verse sin que
    su madre lo sospechara. El festejo, ese festejo con tantas facilidades, tan bien
    aceptado y apadrinado por doña Rozilda, pasaba ahora a los subsuelos de la
    ilegalidad, estaba prohibido definitivamente: la cotización de Vadinho en la
    Ladeira do Alvo no valía ni un poco de polvo de la calle. Vadinho le enjugó con
    sus besos las lágrimas, allí mismo, sin importarle la gente que pasaba.
    Doña Rozilda la esperaba bufando, empuñando el rebenque, un pedazo de
    cuero crudo para castigar a los animales y a los hijos desobedientes. Hacía
    mucho que no lo usaba; el que más lo había padecido era Héctor, estudiante
    relapso. Rosalía también había llevado algunos rebencazos. Y Flor algunas
    zurras, cuando chica. Colgado en la pared del comedor, caído en desuso, el
    primitivo látigo sólo servía ya como símbolo de cruel autoridad materna. En
    cuanto Flor traspuso la puerta, doña Rozilda levantó el rebenque; el primer
    chicotazo le cayó sobre el cuello y la nuca, dejándole un cardenal, marca de
    guerra que iba a tardar más de una semana en desaparecer.
    Aguantó sin llorar, cubriéndose la cara con las manos, reafirmando su
    amor. «Mientras yo esté viva no te vas a casar con él», rugía doña Rozilda. Al día
    siguiente, Flor casi no pudo levantarse; tenía todo el cuerpo lastimado y la
    mancha roja seguía en el cuello. Toda la Ladeira comentaba los sucesos; la negra
    Juventina, soberana en su ventanal, distribuía los detalles, y el doctor Carlos
    Passos criticaba los métodos educacionales de doña Rozilda, si bien no le
    negaba razones para estar disgustada y furiosa.
    Vadinho se presentó a la hora acostumbrada; el primer piso estaba
    totalmente cerrado, el balcón vacío, la puerta de la escalera cerrada y atrancada.
    La ventana del cuarto de Flor daba sobre la calle transversal y por entre las
    persianas salían rayos de luz. Pronto encontró quien le contase la paliza de la
    víspera; según las comadres, Flor, presa en el cuarto, encerrada con llave,
    suspiraba.
    Vadinho estuvo de acuerdo con la negra Juventina, cuando la manceba de
    Antenor Lima calificó a doña Rozilda con retórica exactitud: «Una hiena bestial,
    eso es lo que es ella, don Vadinho.» Éste oyó las noticias en silencio, dijo hasta
    luego y se fue.
    Pasada la medianoche volvió, para hacer abrir todas las ventanas a la
    redonda y despertar la Ladeira y las calles próximas con la más dulce de las
    serenatas, una serenata tan dulce y apasionada como pocas veces hasta hoy se
    habrán hecho en ésta o en cualquier otra ciudad. Quienes la oyeron, conservan
    su recuerdo imperecedero en los oídos y en el corazón.
    También... ¡cómo para no ser así! Vadinho logró juntar en homenaje a Flor
    lo mejor que había. Llevó al flacucho Carlinhos Mascarenhas, el guitarrillo de
    oro, a quien fuera a buscar el burdel de Carla, en el confortable lecho de
    Marianinha PenteIhuda. Al violín estaba la figura popular de Edgar Coco, el
    nonplus— ultra, otro igual sólo en Río de Janeiro o en el extranjero podría
    encontrarse. Tocaba la flauta — ¡y con cuánta maestría!— el licenciado en
    derecho Walter da Silveira. Vadinho lo había arrancado de sus libros, pues
    acababa de licenciarse y se preparaba para hacer oposiciones a juez; de allí a
    poco, ya magistrado meritísimo, no volvería a exhibir más en público su flauta
    insigne, privando a las musas de un celestial deleite. Punteaba la guitarra un
    mozo querido de todos por su educación y alegría, sus maneras humildes e
    hidalgas a un tiempo, su competencia en la bebida, su finura de trato, y desde
    luego, por su música: por la calidad única de su arte, que sólo él tenía y nadie
    más, así como por su voz entre misteriosa y picara. Un retado. Había
    comenzado a tocar y cantar en la radio y ya lo coronaba el éxito. Se citaba su
    nombre, Dorival Caymmi, y los íntimos exaltaban sus composiciones inéditas; el
    día en que se difundieran, el moreno se iba a hacer famoso. Era amigo
    entrañable de Vadinho, habían tomado juntos los primeros tragos y juntos
    transitado las primeras madrugadas. De reserva habían traído a Jenner
    Augusto, pálido cantor de cabaret, y de yapa a Mirandáo, ya borracho.
    Se detuvieron unos minutos al pie de la Ladeira; el violín de Edgard Coco
    sollozó los primeros acordes, estremecedores. Le siguieron el guitarrillo, la
    flauta, la guitarra. Y Caymmi rompió a cantar, en dúo grande, y su pasión
    contrariada: mostraba su deseo de desagraviar a su enamorada, aliviar sus
    tristezas, hacer apacible su sueño, traerle el consuelo de la música, prueba de su
    amor:

    Noche alta, cielo risueño,
    la quietud es casi un sueño.
    Sobre la selva la luna
    va cayendo como una
    lluvia de raro esplendor...
    Pero tú duermes, no escuchas
    a tu cantor...

    La modinha de Cándido das Neves subía por la Ladeira más aprisa que
    ellos e iban apareciendo rostros curiosos que se demoraban en las ventanas,
    presos del hechizo de la música, de la voz de Caymmi. La negra Juventina daba
    palmadas aplaudiendo, pues era del bando de Flor y Vadinho, y le volvían loca
    las serenatas. Algunos despertaban con rabia, con la intención de protestar,
    pero la dulzura de la canción los vencía y se adormecían oyendo la llamada del
    amor. El doctor Carlos Passos fue uno de ellos: saltó de la cama, lleno de ira
    asesina; sus días eran atareados, pues comenzaba en el hospital a las seis de la
    mañana y a veces no volvía a su casa hasta las nueve de la noche. Pero entre el
    dormitorio y la ventana su ira se fue aplacando, y comenzó a tararear la melodía,
    poniéndose de bruces sobre el antepecho para escuchar con más comodidad.

    Manda, luna, tu luz plateada
    para que así se despierte mi amada...

    Ahora estaban parados bajo la luz de un farol, justo en la esquina de
    enfrente de la casa de Flor. Vadinho se había adelantado un poco al grupo para
    que le diese mejor la luz del foco eléctrico y ser más fácilmente visto por la
    joven. Los sones de la flauta del doctor Silveira ascendían por el muro, los ayes
    del guitarrillo penetraban por el balcón, el violín de Edgard Coco abría las
    ventanas del cuarto de la moza e iba a sacarla de la cama con un
    estremecimiento. «¡Dios del cielo, es Vadinho!» Corrió a la ventana, levantó la
    persiana y allí estaba él bajo la luz, los cabellos rubios, los brazos alzados:

    Quiero matar mis deseos,
    sofocarla con mis besos...

    Fueron llegando algunos noctámbulos, que se detuvieron a escuchar.
    Cazuza Embudo salió vestido con un viejo pijama, atraído por la música y por la
    posibilidad de que los rondadores tuvieran una botella. Doña Rozilda apareció
    en el balcón del primer piso, surgiendo de la oscuridad, y su cólera cortó la
    música y el poema:
    —¡Vagos! ¡Atorrantes!
    Pero la canción era más alta que sus gritos, la voz de Caymmi subía hacia
    las estrellas:

    Canto...
    y la mujer que yo amo tanto
    no me escucha, está durmiendo...,

    ¿De dónde había sacado Flor aquella rosa que de tan roja parecía negra?
    Vadinho la recogió en el aire. Noche romántica, de enamorados, la luna amarilla
    en el cielo, el olor a romero, toda la ladera cantando en coro para Flor, presa en
    su cuarto:

    Allá en lo alto la luna esquiva
    está en el cielo tan pensativa
    y tan serenas las estrellas...

    Y desembocaba doña Rozilda en la puerta de calle, abriéndola de par en
    par, el rodete deshecho, envuelta en una bata ajada y en su odio. Se enfrentó al
    grupo, subiéndole una oleada de furia:
    —¡Fuera! ¡Fuera de aquí! — gritaba desesperada—. O llamo a la policía, voy
    a quejarme a la comisaría, ¡perros!
    Tan inesperada y violenta aparición hizo que por un instante ellos
    perdieran el aplomo y suspendieran el canto. Doña Rozilda se irguió victoriosa
    en medio del silencio de la calle:
    —¡Fuera!, ¡carnada de cachorros, fuera!
    Pero fue sólo un instante. En seguida la flauta del doctor Silveira hizo oír
    una tonada que parecía una risa burlona, como el silbido de un mulato, una
    musiquita de juerga, intencionada:
    laiá déjeme
    subir por esa ladera...
    Y entonces se vio a Vadinho avanzar en dirección a su futura suegra, y
    delante de ella, al son de la flauta, ejecutar con perfección y donaire, con un
    zapateo y un esguince del cuerpo, el paso del sirí-bocéta, el difícil y famoso paso
    del siri-bocéta. Sofocada, llena de pánico, sin voz, doña Rozilda reunió sus
    últimas fuerzas, que apenas le alcanzaron para huir escaleras arriba.
    Y la serenata reconquistó la noche y la calle, prosiguiendo rumbo a la
    madrugada. Los noctámbulos, más o menos bebidos, reforzaron el coro. El
    guardia nocturno apareció de ronda por allí y se quedó a escuchar y aplaudir, y
    surgió la botella presentida por Cazuza Embudo. El repertorio era vasto.
    Cantaron Vadinho y Caymmi; cantó Jenner Augusto; cantó el doctor Walter con
    voz profunda de bajo... y cantó el guardia de ronda, pues su sueño era cantar en
    la radio. La calle entera cantaba en la serenata a Flor, reclinada en la alta
    ventana, vestida de volados y encajes, bañada por la luna. Abajo, Vadinho,
    galante caballero, en la mano la rosa que de tan roja parecía negra. La rosa de su
    amor.






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