Aires de Libertad

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    Mensaje por Maria Lua Vie 10 Ene 2025, 13:27

    ***


    Capítulo 5




    Hacia las ocho de la noche la luz empezó a disminuir. Los altavoces de la torre del Edificio del Club de Stoke Poges anunciaron
    con voz atenorada, más aguda de lo normal, en el hombre, el cierre
    de los campos de golf. Lenina y Henry abandonaron su partida y se
    dirigieron hacia el Club. De las instalaciones del Trust de Secreciones Internas y Externas llegaban los mugidos de los millares de
    animales que proporcionaban, con sus hormonas y su leche, la materia prima necesaria para la gran factoría de Farnham Royal.
    Un incesante zumbido de helicópteros llenaba el aire teñido de luz
    crepuscular. Cada dos minutos y medio, un timbre y unos silbidos
    anunciaban da marcha de uno de los trenes monorraíles ligeros que
    llevaban a los jugadores de golf de casta inferior de vuelta a la
    metrópoli.
    Lenina y Henry subieron a su aparato y despegaron. A doscientos
    cincuenta metros de altura, Henry redujo las revoluciones de la
    hélice y permanecieron suspendidos durante uno o dos minutos
    sobre el paisaje que iba disipándose. El bosque de Burham
    Beeches se extendía como una gran laguna de oscuridad hacia la
    brillante ribera del firmamento occidental. Escarlatas en el horizonte, los restos de la puesta de sol palidecían, pasando por el color anaranjado, amarillo más arriba, y finalmente verde pálido,
    acuoso. Hacia el Norte, más allá y por encima de los árboles, la
    fábrica de Secreciones Internas y Externas resplandecía con un
    orgulloso brillo eléctrico que procedía de todas las ventanas de sus
    veinte plantas. Saliendo de la bóveda de cristal, un tren iluminado
    se lanzó al exterior. Siguiendo su rumbo Sudeste a través de la
    oscura llanura, sus miradas fueron atraídas por los majestuosos
    edificios del Crematorio de Slough. Con vistas a la seguridad de
    los aviones que circulaban de noche, sus cuatro altas chimeneas
    aparecían totalmente iluminadas y coronadas con señales de peligro pintadas en color rojo. Eran un excelente mojón.
    —¿Por qué las chimeneas tienen esa especie de balcones alrededor? —preguntó Lenina.
    —Recuperación del fósforo —explicó Henry telegráficamente—.
    En su camino ascendente por la chimenea, los gases pasan por cuatro tratamientos distintos. El P2 O5 antes se perdía cada vez que
    había una cremación. Actualmente se recupera más del noventa y
    ocho por ciento del mismo. Más de kilo y medio por cada cadáver
    de adulto. En total, casi cuatrocientas toneladas de fósforo anuales,
    sólo en Inglaterra. —Henry hablaba con orgullo, gozando de aquel
    triunfo como si hubiese sido suyo propio—. Es estupendo pensar
    que podemos seguir siendo socialmente útiles aun después de
    muertos. Que ayudamos al crecimiento de las plantas.
    Mientras tanto, Lenina había apartado la mirada y ahora la dirigía
    perpendicularmente a la estación del monorraíl.
    —Sí, es estupendo —convino—. Pero resulta curioso que los Alfas
    y Betas no hagan crecer más las plantas que esos asquerosos
    Gammas, Deltas y Epsilones de aquí.
    —Todos los hombres son fisicoquímicamente iguales —dijo
    Henry sentenciosamente—. Además, hasta los Epsilones ejecutan
    servicios indispensables.
    —Hasta los Epsilones...
    Lenina recordó súbitamente una ocasión en que, siendo todavía
    una niña, en la escuela, se había despertado en plena noche y se
    había dado cuenta, por primera vez, del susurro que acosaba todos
    sus sueños. Volvió a ver el rayo de luz de luna, la hilera de camitas
    blancas; oyó de nuevo la voz suave, suave, que decía (las palabras
    seguían presentes, no olvidadas, inolvidables después de tantas
    repeticiones nocturnas): Todo el mundo trabaja para todo el mundo. No podemos prescindir de nadie. Hasta los Epsilones son útiles. No podíamos pasar sin los Epsilones. Todo el mundo trabaja
    para todo el mundo. No podemos prescindir de nadie... Lenina
    recordaba su primera impresión de temor y de sorpresa; sus reflexiones durante media hora de desvelo; y después, bajo la influencia de aquellas repeticiones interminables, la gradual sedación de
    la mente, la suave aproximación del sueño...
    —Supongo que a los Epsilones no les importa ser Epsilones —dijo
    en voz alta.
    —Claro que no. Es imposible. Ellos no saben en qué consiste ser
    otra cosa. A nosotros sí nos importaría, naturalmente. Pero nosotros fuimos condicionados de otra manera. Además, partimos de
    una herencia diferente.
    —Me alegro de no ser una Epsilon —dijo Lenina, con acento de
    gran convicción.
    —Y si fueses una Epsilon —dijo Henry— tu condicionamiento te
    induciría a alegrarte igualmente de no ser una Beta o una Alfa.
    Puso en marcha la hélice delantera y dirigió el aparato hacia Londres. Detrás de ellos, a poniente, los tonos escarlata y anaranjado
    casi estaban totalmente marchitos; una oscura faja de nubes había
    ascendido por el cielo. Cuando volaban por encima del Crematorio, el aparato saltó hacia arriba, impulsado por la columna de aire
    caliente que surgía de las chimeneas, para volver a bajar bruscamente cuando penetró en la corriente de aire frío inmediata.
    —¡Maravillosa montaña rusa! —exclamó Lenina riendo complacida.
    Pero el tono de Henry, por un momento, fue casi melancólico.
    —¿Sabes en qué consiste esta montaña rusa? —dijo—. Es un ser
    humano que desaparece definitivamente. Esto era ese chorro de
    aire caliente. Sería curioso saber quién había sido, si hombre o
    mujer, Alfa o Epsilon... —Suspiró, y después, con voz decididamente alegre, concluyó—: En todo caso, de una cosa podemos
    estar seguros, fuese quien fuese, fue feliz en vida. Todo el mundo
    es feliz, actualmente.





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    Mensaje por Maria Lua Vie 10 Ene 2025, 13:29

    ***

    —Sí, ahora todo el mundo es feliz —repitió Lenina como un eco.
    Habían oído repetir estas mismas palabras ciento cincuenta veces
    cada noche durante doce años.
    Después de aterrizar en la azotea de la casa de apartamentos de
    Henry, de cuarenta plantas, en Westminster, pasaron directamente
    al comedor. En él, en alegre y ruidosa compañía, dieron cuenta de
    una cena excelente. Con el café sirvieron soma. Lenina tomó dos
    tabletas de medio gramo, y Henry, tres. A las nueve y veinte cruzaron la calle en dirección al recién inaugurado Cabaret de la Abadía
    de Westminster. Era una noche casi sin nubes, sin luna y estrellas;
    pero, afortunadamente, Lenina y Henry no se dieron cuenta de este
    hecho más bien deprimente. Los anuncios luminosos, en efecto,
    impedían la visión de las tinieblas exteriores. Calvin Stopes y sus
    Dieciséis Saxofonistas. En la fachada de la nueva Abadía, las letras
    gigantescas destellaban acogedoramente. El mejor órgano de colores y perfumes. Toda la Música Sintética más reciente.
    Entraron. El aire parecía cálido y casi irrespirable a fuerza de olor
    de ámbar gris y madera de sándalo. En el techo abovedado del
    vestíbulo, el órgano de color había pintado momentáneamente una
    puesta de sol tropical. Los Dieciséis Saxofonistas tocaban una vieja canción de éxito: No hay en el mundo un Frasco como mi querido Frasquito. Cuatrocientas parejas bailaban un five-step sobre el
    suelo brillante, pulido. Lenina y Henry se sumaron pronto a los
    que bailaban. Los saxofones maullaban como gatos melódicos bajo
    la luna, gemían en tonos agudos, atenorados, como en plena agonía. Con gran riqueza de sones armónicos, su trémulo coro ascendía hacia un clímax, cada vez más alto, más fuerte, hasta que al
    final, con un gesto de la mano, el director daba suelta a la última
    nota estruendosa de música etérea y borraba de la existencia a los
    dieciséis músicos, meramente humanos. Un trueno en la bemol
    mayor. Luego, seguía una reducción gradual del sonido y de la luz,
    undiminuendo que se deslizaba poco a poco, en cuartos de tono,
    bajando, bajando, hasta llegar a un acorde dominante susurrado
    débilmente, que persistía (mientras los ritmos de cinco por cuatro
    seguían sosteniendo el pulso, por debajo), cargando los segundos
    ensombrecidos por una intensa expectación. Y, al fin, la expectación llegó a su término. Se produjo un amanecer explosivo, y, simultáneamente, los dieciséis rompieron a cantar:


    ¡Frasco mío, siempre te he deseado!
    Frasco mío, ¿por qué fui decantado?
    El cielo es azul dentro de ti,
    y reina siempre el buen tiempo; porque
    no hay en el mundo ningún Frasco
    que a mi querido Frasco pueda compararse.


    Pero mientras seguían el ritmo, junto con las otras cuatrocientas
    parejas, alrededor de la pista de la Abadía de Westminster, Lenina
    y Henry bailaban ya en otro mundo, el mundo cálido abigarrado,
    infinitamente agradable, de las vacaciones del soma. ¡Cuán amables, guapos y divertidos eran todos! ¡Frasco mío, siempre te he
    deseado! Pero Lenina y Henry tenía ya lo que deseaban... En aquel
    preciso momento, se hallaban dentro del frasco, a salvo, en su interior, gozando del buen tiempo y del cielo perennemente azul. Y
    cuando, exhaustos, los Dieciséis dejaron los saxofones y el aparato
    de Música Sintética empezó a reproducir las últimas creaciones en
    Blues Maltusianos lentos, Lenina y Henry hubieran podido ser dos
    embriones mellizos que girasen juntos entre las olas de un océano
    embotellado de sucedáneo de la sangre.
    —Buenas noches, queridos amigos. Buenas noches, queridos amigos... —Los altavoces velaban sus órdenes bajo una cortesía campechana y musical—. Buenas noches, queridos amigos...
    Obedientemente, con todos los demás, Lenina y Henry salieron del
    edificio. Las deprimentes estrellas habían avanzado un buen trecho
    en su ruta celeste. Pero aunque el muro aislante de los anuncios
    luminosos se había desintegrado ya en gran parte, los dos jóvenes
    conservaron su feliz ignorancia de la noche.
    Ingerida media hora antes del cierre, aquella segunda dosis de soma había levantado un muro impenetrable entre el mundo real y
    sus mentes. Metido en su frasco ideal, cruzaron la calle; igualmente enfrascados subieron en el ascensor al cuarto de Henry, en la
    planta número veintiocho. Y, a pesar de seguir enfrascada y de
    aquel segundo gramo de soma, Lenina no se olvidó de tomar las
    precauciones anticoncepcionales reglamentarias. Años de hipnopedia intensiva, y, de los doce años a los dieciséis, ejercicios maltusianos tres veces por semana, habían llegado a hacer tales precauciones casi automáticas e inevitables como el parpadeo.
    —Esto me recuerda —dijo al salir del cuarto de baño— que Fanny
    Crowne quiere saber dónde encontraste esa cartuchera de sucedáneo de cuero verde que me regalaste
    Un jueves sí y otro no, Bernard tenía su día de Servicio y Solidaridad. Después de cenar temprano en el Aphroditaeum (del cual
    Helmholtz había sido elegido miembro de acuerdo con la Regla
    2ª), se despidió de su amigo y, llamando un taxi en la azotea, ordenó al conductor que volara hacia la Cantoría Comunal de Fordson.
    El aparato ascendió unos doscientos metros, luego puso rumbo
    hacia el Este, y, al dar la vuelta, apareció ante los ojos de Bernard,
    gigantesca y hermosa, la Cantoría.
    ¡Maldita sea, llego tarde!, exclamó Bernard para sí cuando echó
    una ojeada al Big Henry, el reloj de la Cantoría. Y, en efecto,
    mientras pagaba el importe de la carrera, el Big Henry dio la hora.
    Ford cantó una inmensa voz de bajo a través de las trompetas de
    oro. Ford, Ford, Ford... nueve veces. Bernard se dirigió corriendo
    hacia el ascensor




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    Aldous Huxley  (  1894 -  1963)  - Página 2 Empty Re: Aldous Huxley ( 1894 - 1963)

    Mensaje por Maria Lua Sáb 11 Ene 2025, 20:17

    ***


    El gran auditorio para las celebraciones del Día de Ford y otros
    Cantos Comunitarios masivos se hallaba en la parte más baja del
    edificio. Encima de esta sala enorme se hallaban, cien en cada
    planta, las siete mil salas utilizadas por los Grupos de Solidaridad
    para sus servicios bisemanales. Bernard bajó al piso treinta y tres,
    avanzó apresuradamente por el pasillo y se detuvo, vacilando un
    instante, ante la puerta de la sala número 3.210; después, tomando
    una decisión, abrió la puerta y entró.
    Gracias a Ford, no era el último. Tres sillas de las doce dispuestas
    en torno a una mesa circular permanecían desocupadas. Bernard se
    deslizó hasta la más cercana, procurando llamar la atención lo menos posible, y disponiéndose a mostrar un ceño fruncido a los que
    llegarían después.
    Volviéndose hacia él, la muchacha sentada a su izquierda le preguntó:
    —¿A qué has jugado esta tarde? ¿A Obstáculos o a Electromagnético?
    Bernard la miró «¡Ford!, era Morgana Rotschild», y, sonrojándose,
    tuvo que reconocer que no había jugado ni a lo uno ni a lo otro.
    Morgana le miró asombrada. Y siguió un penoso silencio.
    Después, intencionadamente, se volvió de espaldas y se dirigió al
    hombre sentado a su derecha, de aspecto más deportivo.
    Buen principio para un Servicio de Solidaridad, pensó Bernard,
    compungido, y previó que volvería a fracasar en sus intentos de
    comunión con sus compañeros. ¡Si al menos se hubiese concedido
    tiempo para echar una ojeada a los reunidos, en lugar de deslizarse
    hasta la silla más próxima! Hubiera podido sentarse entre Fifi
    Bradlaugh y Joanna Diesel. Y en lugar de hacerlo así había tenido
    que sentarse precisamente al lado de Morgana ¡Morgana! ¡Ford!
    ¡Aquellas cejas negras de la muchacha! ¡O aquella ceja, mejor,
    porque las dos se unían encima de la nariz! ¡Ford! Y a su derecha
    estaba Clara Deterding. Cierto que las cejas de Clara no se unían
    en una sola. Pero, realmente, era demasiado neumática. En tanto
    que Fifi y Joanna estaban muy bien. Regordetas, rubias, no demasiado altas... ¡Y aquel patán de Tom Kawaguchi había tenido la
    suerte de poder sentarse entre ellas!
    La última en llegar fue Sarojini Engels.
    —Llega usted tarde —dijo el presidente del Grupo con severidad—. Que no vuelva a ocurrir.
    El presidente se levantó, hizo la señal de la T y, poniendo en marcha la música sintética, dio suelta al suave e incansable redoblar de
    los tambores y al coro de instrumentos —viento y supercuerda—
    que repetía con estridencia, una y otra vez, la breve e inevitablemente pegadiza melodía del Primer Himno de Solidaridad.
    Una y otra vez, y no era ya el oído el que captaba el ritmo, sino el
    diafragma; el quejido y estridor de aquellas armonías repetidas
    obsesionaba, no ya la mente, sino las suspirantes entrañas de compasión.
    El presidente hizo otra vez la señal de la T y se sentó. El servicio
    había empezado. Las tabletas de soma consagradas fueron colocadas en el centro de la mesa. La copa del amor llena de soma en
    forma de helado de fresa pasó de mano en mano, con la fórmula:
    Bebo por mi aniquilación. Luego, con el acompañamiento de la
    orquesta sintética, se cantó el Primer Himno de Solidaridad:


    Ford, somos doce; haz de nosotros uno solo,
    como gotas en el Río Social;
    haz que corramos juntos, rápidos
    como tu brillante carraca.


    Doce estrofas suspirantes. Después la copa del amor pasó de mano
    en mano por segunda vez. Ahora la fórmula era: Bebo por el Ser
    Más Grande. Todos bebieron. La música sonaba, incansable. Los
    tambores redoblaron. El clamor y el estridor de las armonías se
    convertían en una obsesión en las entrañas fundidas. Cantaron el
    Segundo Himno de Solidaridad:


    ¡Ven, oh Ser Más Grande, Amigo Social,
    a aniquilar a los Doce-en-Uno!
    Deseamos morir, porque cuando morimos
    nuestra vida más grande apenas ha empezado.


    Otras doce estrofas. A la sazón el soma empezaba ya a producir
    efectos. Los ojos brillaban, las mejillas ardían, la luz interior de la
    benevolencia universal asomaba a todos los rostros en forma de
    sonrisas felices, amistosas. Hasta Bernard se sentía un poco conmovido. Cuando Morgana Rotschild se volvió y le dirigió una sonrisa radiante, él hizo lo posible por corresponderle. Pero la ceja,
    aquella ceja negra, única, ¡ay!, seguía existiendo. Bernard no podía
    ignorarla; no podía, por mucho que se esforzara. Su emoción, su
    fusión con los demás no había llegado lo bastante lejos. Tal vez si
    hubiese estado sentado entre Fifi y Joanna... Por tercera vez la copa del amor hizo la ronda. Bebo por la inminencia de su Advenimiento, dijo Morgana Rotschild, a quien, casualmente, había correspondido iniciar el rito circular. Su voz sonó fuerte, llena de
    exultación. Bebió y pasó la copa a Bernard. Bebo por la inminencia de su Advenimiento, repitió éste en un sincero intento de sentir
    que el Advenimiento era inminente; pero la ceja única seguía obsesionándole, y el Advenimiento, en lo que a él se refería, estaba
    terriblemente lejano. Bebió y pasó la copa a Clara Deterding. Vol-
    veré a fracasar —se dijo—. Estoy seguro. Pero siguió haciendo
    todo lo posible por mostrar una sonrisa radiante.
    La copa del amor había dado ya la vuelta. Levantando la mano, el
    presidente dio una señal; el coro rompió a cantar el Tercer Himno
    de Solidaridad:



    ¿No sientes como llega el Ser Más Grande?
    ¡Alégrate, y, al alegrarte, muere!
    ¡Fúndete en la música de los tambores!
    Porque yo soy tú y tú eres yo





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    Mensaje por Maria Lua Sáb 11 Ene 2025, 20:20

    ***

    A cada nuevo verso aumentaba en intensidad la excitación de las
    voces. El presidente alargó la mano, y de pronto una Voz, una Voz
    fuerte y grave, más musical que cualquier otra voz meramente humana, más rica, más cálida, más vibrante de amor, de deseo, y de
    compasión, una voz maravillosa, misteriosa, sobrenatural, habló
    desde un punto situado por encima de sus cabezas. Lentamente,
    muy lentamente, dijo: ¡Oh, Ford, Ford, Ford!, en una escala que
    descendía y disminuía gradualmente. Una sensación de calor irradió, estremecedora, desde el plexo solar a todos los miembros de
    cada uno de los cuerpos de los oyentes; las lágrimas asomaron en
    sus ojos; sus corazones, sus entrañas, parecían moverse en su interior, como dotados de vida propia... ¡Ford!, se fundían... ¡Ford!, se
    disolvían... Después, en otro tono, súbitamente, provocando un
    sobresalto, la Voz trompeteó: ¡Escuchad! ¡Escuchad! Todos escucharon. Tras una pausa, la voz bajó hasta convertirse en un susurro, pero un susurro en cierto modo más penetrante que el grito
    más estentóreo. Los pies del Ser Más Grande, prosiguió la Voz. El
    susurro casi expiró. Los pies del Ser Más Grande están en la escalera. Y volvió a hacerse el silencio; y la expectación, momentáneamente relajada, volvió a hacerse tensa, cada vez más tensa, casi
    hasta el punto de desgarramiento. Los pies del Ser Más Grande...

    ¡Oh, sí, los oían, oían sus pisadas, bajando suavemente la escalera,
    acercándose progresivamente por la invisible escalera! Los pies del
    Ser Más Grande. Y, de pronto, se alcanzó el punto de desgarra-
    miento. Con los ojos y los labios abiertos, Morgana Rotschild saltó
    sobre sus pies.
    —¡Lo oigo! —gritó—. ¡Lo oigo!
    —¡Viene! —chilló Sarojini Engels.
    —¡Sí, viene, lo oigo!
    Fifi Bradlaugh y Tom Kawaguchi se levantaron.
    —¡Oh, oh, oh! —exclamó Joanna.
    —¡Viene! —exclamó Jim Bokanovsky.
    El presidente se inclinó hacia delante, y, pulsando un botón, soltó
    un delirio de címbalos e instrumentos de metal, una fiebre de tantanes.
    —¡Oh, ya viene! —chilló Clara Deterding—. ¡Ay!
    Y fue como si la degollaran.
    Comprendiendo que le tocaba el turno de hacer algo, Bernard también se levantó de un salto y gritó:
    —¡Lo oigo; ya viene!
    Pero no era verdad. No había oído nada, y no creía que llegara
    nadie. Nadie, a pesar de la música, a pesar de la exaltación creciente. Pero agitó los brazos y chilló como el mejor de ellos; y cuando
    los demás empezaron a sacudiese, a herir el suelo con los pies y
    arrastrarlos, los imitó debidamente.
    Empezaron a bailar en círculo, formando una procesión, cada uno
    con las manos en las caderas del bailarín que le precedía; vueltas y
    más vueltas, gritando al unísono, llevando el ritmo de la música
    con los pies y dando palmadas en las nalgas que estaban delante de
    ellos. Doce pares de manos palmeando, como una sola; doce traseros resonando como uno solo. Doce como uno solo, doce como
    uno solo. Lo oigo; lo oigo venir. La música aceleró su ritmo; los
    pies golpeaban más de prisa, y las palmadas rítmicas se sucedían
    con más velocidad. Y, de pronto, una voz de bajo sintético soltó
    como un trueno las palabras que anunciaban la próxima unión y la
    consumación final de la solidaridad, el advenimiento del Doce-enUno, la encarnación del Ser Más Grande. Orgía-Porfía cantaba,
    mientras los tantanes seguían con su febril tabaleo.

    Orgía-Porfía, Ford y diversión,
    besad a las chicas y hacedlas Uno.
    Los chicos a la una con las chicas en paz;
    la Orgía-Porfía libertad os da.

    Orgía-Porfía... Los bailarines recogieron el estribillo litúrgico. Orgía-Porfía, Ford y diversión, besad a las chicas y hacedlas Uno... Y
    mientras cantaban, las luces empezaron a oscurecerse lentamente,
    y al tiempo que cedía su intensidad, se hacían más cálidas, más
    ricas, más rojas, hasta que al fin bailaban a la escarlata luz crepuscular de un Almacén de Embriones. Orgía-Porfía... En las tinieblas
    fetales, color de sangre, los bailarines siguieron circulando un rato,
    llevando el ritmo infatigable con pies y manos. Orgía-Porfía...
    Después el círculo osciló se rompió, y cayó desintegrado parcialmente en el anillo de divanes que rodeaban con círculos concéntricos— la mesa y sus sillas planetarias. Orgía-Porfía... Tiernamente,
    la grave Voz arrullaba y zureaba; y en el rojo crepúsculo era como
    si una enorme paloma negra se cerniese, benévola, por encima de
    los bailarines, ahora en posición supina o prona.
    Se hallaban de pie en la azotea; el Big Henry acababa de dar las
    once. La noche era apacible y cálida.
    —Fue maravilloso, ¿verdad? —dijo Fifi Bradlaugh—. ¿Verdad
    que fue maravilloso?
    Miró a Bernard con expresión de éxtasis, pero de un éxtasis en el
    cual no había vestigios de agitación o excitación. Porque estar excitado es estar todavía insatisfecho.
    —¿No te pareció maravilloso? —insistió, mirando fijamente a la
    cara de Bernard con aquellos ojos que lucían con un brillo sobrenatural.
    —¡Oh, sí, lo encontré maravilloso! —mintió Bernard.
    Y desvió la mirada; la visión de aquel rostro transfigurado era a la
    vez una acusación y un irónico recordatorio de su propio aislamiento. Bernard se sentía ahora tan desdichadamente aislado como
    cuando había empezado el Servicio; más aislado a causa de su va-
    ciedad no llenada, de su saciedad mortal. Separado y fuera de la
    armonía, en tanto que los otros se fundían en el Ser Más Grande.
    —Maravilloso de verdad —repitió.
    Pero no podía dejar de pensar en la ceja de Morgana.



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    Aldous Huxley  (  1894 -  1963)  - Página 2 Empty Re: Aldous Huxley ( 1894 - 1963)

    Mensaje por Maria Lua Dom 12 Ene 2025, 18:16

    ***

    Capítulo 6



    Raro, raro, raro. Este era el veredicto de Lenina sobre Bernard
    Marx. Tan raro, que en el curso de las siguientes semanas se había
    preguntado más de una vez si no sería preferible cambiar de parecer en cuanto a lo de las vacaciones en Nuevo Méjico, y marcharse
    al Polo Norte con Benito Hoover. Lo malo era que Lenina ya conocía el Polo Norte; había estado allá con George Edzel el pasado
    verano, y, lo que era peor, lo había encontrado sumamente triste.
    Nada que hacer y el hotel sumamente anticuado: sin televisión en
    los dormitorios, sin órgano de perfumes, sólo con un poco de música sintética infecta, y nada más que veinticinco pistas móviles
    para los doscientos huéspedes. No, decididamente no podría soportar otra visita al Polo Norte. Además, en América sólo había estado
    una vez. Y en muy malas condiciones. Un simple fin de semana en
    Nueva York, en plan de economías. ¿Había ido con Jean-Jacques
    Habibullah o con Bokanovsky Jones? Ya no se acordaba. En todo
    caso, no tenía la menor importancia. La perspectiva de volar de
    nuevo hacia el Oeste, y por toda una semana, era muy atractiva.
    Además, pasarían al menos tres días en una Reserva para Salvajes.
    En todo el Centro sólo media docena de personas habían estado en
    el interior de una reserva para Salvajes. En su calidad de psicólogo
    Alfa-Beta, Bernard era uno de los pocos hombres que ella conocía,
    que podía obtener permiso para ello. Para Lenina, era aquélla una
    oportunidad única. Y, sin embargo, tan única era también la rareza
    de Bernard, que la muchacha había vacilado en aprovecharla, y
    hasta había pensado correr el riesgo de volver al Polo Norte con el
    simpático Benito. Cuando menos, Benito era normal. En tanto que
    Bernard...
    Le pusieron alcohol en el sucedáneo. Esta era la explicación de
    Fanny para toda excentricidad. Pero Henry, con quien, una noche,
    mientras estaban juntos en cama, Lenina había discutido apasionadamente su nuevo amante, Henry había comparado al pobre Bernard a un rinoceronte.
    —Es imposible domesticar a un rinoceronte —había dicho Henry
    en su estilo breve y vigoroso—. Hay hombres que son casi como
    los rinocerontes; no responden adecuadamente al condicionamiento. ¡Pobres diablos! Bernard es uno de ellos. Afortunadamente para
    él es excelente su profesión. De lo contrario, el director lo hubiese
    expulsado. Sin embargo —agregó, consolándola—, lo considero
    completamente inofensivo.
    Completamente inofensivo; sí, tal vez. Pero también muy inquietante. En primer lugar, su manía de hacerlo todo en privado. Lo
    cual, en la práctica, significaba no hacer nada en absoluto. Porque,
    ¿qué podía hacerse en privado? (Aparte, desde luego, de acostarse;
    pero no se podía pasar todo el tiempo así.) Sí, ¿qué se podía hacer?
    Muy poca cosa. La primera tarde que salieron juntos hacía un
    tiempo espléndido. Lenina había sugerido un baño en el Club Rural Torquay, seguido de una cena en el Oxford Union. Pero Bernard dijo que habría demasiada gente. ¿Y un partido de Golf Electromagnético en Saint Andrews? Nueva negativa. Bernard consideraba que el Golf Electromagnético era una pérdida de tiempo.
    —Pues, ¿para qué es el tiempo, si no? —preguntó Lenina, un tanto
    asombrada.
    Por lo visto, para pasear por el Distrito de Los Lagos; porque esto
    fue lo que Bernard propuso. Aterrizar en la cumbre de Skiddaw y
    pasear un par de horas por los brezales.
    —Solo contigo, Lenina.
    —Pero, Bernard, estaremos solos toda la noche.
    Bernard se sonrojó y desvió la mirada.
    —Quiero decir solos para poder hablar —murmuró.
    —¿Hablar? Pero ¿de qué?
    ¡Andar y hablar! ¡Vaya extraña manera de pasar una tarde!
    Al fin Lenina lo convenció, muy a regañadientes, y volaron a
    Amsterdam para presenciar los cuartos de final del Campeonato
    Femenino de Lucha de pesos pesados.
    —Con una multitud —rezongó Bernard—. Como de costumbre.
    Permaneció obstinadamente sombrío toda la tarde; no quiso hablar
    con los amigos de Lenina (de los cuales se encontraron a docenas
    en el bar de helados de soma, en los descansos); y a pesar de su
    mal humor se negó rotundamente a aceptar el medio gramo de
    helado de fresa que Lenina le ofrecía con insistencia.
    —Prefiero ser yo mismo —dijo Bernard—. Yo y desdichado, antes
    que cualquier otro y risueño.
    —Un gramo a tiempo ahorra nueve —dijo Lenina, exhibiendo su
    sabiduría hipnopédica.
    Bernard apartó con impaciencia la copa que le ofrecía.
    —Vamos, no pierdas los estribos —dijo Lenina—. Recuerda que
    un solo centímetro cúbico cura diez sentimientos melancólicos.
    —¡Calla, por Ford, de una vez! —gritó Bernard.
    Lenina se encogió de hombros.
    —Siempre es mejor un gramo que un taco —concluyó con dignidad.
    Y se tomó el helado.





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    Mensaje por Maria Lua Dom 12 Ene 2025, 18:17

    ***

    Cruzando el Canal, camino de vuelta, Bernard insistió en detener
    la hélice impulsora y en permanecer suspendido sobre el mar, a
    unos treinta metros de las olas. El tiempo había empeorado; se
    había levantado viento del Sudoeste y el cielo aparecía nuboso.
    —Mira —le ordenó Bernard.
    —Lo encuentro horrible —dijo Lenina, apartándose de la ventanilla. La horrorizó el huidizo vacío de la noche, el oleaje negro, espumoso, del mar a sus pies, y la pálida faz de la luna, macilenta y
    triste entre las nubes en fuga—. Pongamos la radio en seguida.
    Lenina alargó la mano hacia el botón de mando situado en el tablero del aparato y lo conectó al azar.
    —...el cielo es azul en tu interior —cantaban dieciséis voces trémulas—, el tiempo es siempre...
    Luego un hipo, y el silencio. Bernard había cortado la corriente.
    —Quiero poder mirar el mar en paz —dijo—. Con este ruido espantoso ni siquiera se puede mirar.
    —Pero ¡si es precioso! Yo no quiero mirar.
    —Pues yo sí —insistió Bernard—. Me hace sentirme como si... —
    vaciló, buscando palabras para expresarse—, como si fuese más
    yo, ¿me entiendes? Más yo mismo, y menos como una parte de
    algo más. No sólo como una célula del cuerpo social. ¿Tú no lo
    sientes así, Lenina?
    Pero Lenina estaba llorando.
    —Es horrible, es horrible —repetía una y otra vez—. ¿Cómo puedes hablar así? ¿Cómo puedes decir que no quieres ser una parte
    del cuerpo social? Al fin y al cabo, todo el mundo trabaja para todo el mundo. No podemos prescindir de nadie. Hasta los Epsilones...
    —Sí, ya lo sé —dijo Bernard, burlonamente—. Hasta los Epsilones son útiles. Y yo también. ¡Ojalá no lo fuera!
    Lenina se escandalizó ante aquella exclamación blasfema.
    —¡Bernard! —protestó, dolida y asombrada—. ¿Cómo puedes
    decir esto?
    —¿Cómo puedo decirlo? —repitió Bernard en otro tono, meditabundo—. No, el verdadero problema es: ¿Por qué no puedo decirlo? O, mejor aún, puesto que, en realidad, sé perfectamente por
    qué, ¿qué sensación experimentaría si pudiera, si fuese libre, si no
    me hallara esclavizado por mi condicionamiento?
    —Pero, Bernard, dices unas cosas horribles.
    —¿Es que tú no deseas ser libre, Lenina?
    —No sé qué quieres decir. Yo soy libre. Libre de divertirme cuanto quiera. Hoy día todo el mundo es feliz.
    Bernard rió.
    —Sí, hoy día todo el mundo el feliz. Eso es lo que ya les decimos
    a los niños a los cinco años. Pero ¿no te gustaría tener la libertad
    de ser feliz... de otra manera? A tu modo, por ejemplo; no a la manera de todos.
    —No comprendo lo que quieres decir —repitió Lenina. Después,
    volviéndose hacia él, imploró—: ¡Oh!, volvamos ya, Bernard. No
    me gusta nada todo esto.
    —¿No te gusta estar conmigo?
    —Claro que sí, Bernard. Pero este lugar es horrible.
    —Pensé que aquí estaríamos más... juntos, con sólo el mar y la
    luna por compañía. Más juntos que entre la muchedumbre y hasta
    que en mi cuarto. ¿No lo comprendes?
    —No comprendo nada —dijo Lenina con decisión, determinada a
    conservar intacta su incomprensión—. Nada. —y prosiguió en otro
    tono—: Y lo que menos comprendo es por qué no tomas soma
    cuando se te ocurren esta clase de ideas. Si lo tomaras olvidarías
    todo eso. Y en lugar de sentirte desdichado serías feliz. Muy feliz
    —repitió.
    Y sonrió, a pesar de la confusa ansiedad que había en sus ojos, con
    una expresión que pretendía ser picarona y voluptuosa.
    Bernard la miró en silencio, gravemente, sin responder a aquella
    invitación implícita. A los pocos segundos, Lenina apartó la vista,
    soltó una risita nerviosa, se esforzó por encontrar algo que decir y
    no lo encontró. El silencio se prolongó.
    Cuando, por fin, Bernard habló, lo hizo con voz débil y fatigada.
    —De acuerdo —dijo—; regresemos.
    Y pisando con fuerza el acelerador, lanzó el aparato a toda velocidad, ganando altura, y al alcanzar los mil doscientos metros puso
    en marcha la hélice propulsora. Volaron en silencio uno o dos minutos. Después, súbitamente, Bernard empezó a reír. De una manera extraña, en opinión de Lenina; pero, aun así, no podía negarse
    que era una carcajada.
    —¿Te encuentras mejor? —se aventuró a preguntar.
    Por toda respuesta, Bernard retiró una mano de los mandos, y, rodeándola con un brazo, empezó a acariciarle los senos.
    Gracias a Ford —se dijo Lenina— ya está repuesto.
    Media hora más tarde se hallaba de vuelta a las habitaciones de
    Bernard. Éste tragó de golpe cuatro tabletas de soma, puso en marcha la radio y la televisión y empezó a desnudarse.




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    Mensaje por Maria Lua Lun 13 Ene 2025, 14:09

    ***

    —Bueno —dijo Lenina, con intencionada picardía cuando se encontraron de nuevo en la azotea, el día siguiente por la tarde—.
    ¿Te divertiste ayer?
    Bernard asintió con la cabeza. Subieron al avión. Una breve sacudida, y partieron.
    —Todos dicen que soy muy neumática —dijo Lenina, meditativamente, dándose unas palmaditas en los muslos.
    —Muchísimo.
    Pero en los ojos de Bernard había una expresión dolida. Como
    carne, pensaba.
    Lenina lo miró con cierta ansiedad.
    —Pero no me encuentras demasiado llenita, ¿verdad?
    Bernard denegó con la cabeza. Exactamente igual que carne.
    —¿Me encuentras al punto?
    Otra afirmación muda de Bernard.
    —¿En todos los aspectos?
    —Perfecta —dijo Bernard, en voz alta.
    Y para sus adentros: Ésta es la opinión que tiene de sí misma. No
    le importaba ser como la carne.
    Lenina sonrió triunfalmente. Pero su satisfacción había sido prematura.
    —Sin embargo —prosiguió Bernard tras una breve pausa—, hubiese preferido que todo terminara de otra manera.
    —¿De otra manera? ¿Podía terminarse de otra?
    —Yo no quería que acabáramos acostándonos —especificó Bernard.
    Lenina se mostró asombrada.
    —Quiero decir, no en seguida, no el primer día.
    —Pero, entonces, ¿qué...?
    Bernard empezó a soltar una serie de tonterías incomprensibles y
    peligrosas. Lenina hizo todo lo posible por cerrar los oídos de su
    mente; pero de vez en cuando una que otra frase se empeñaba en
    hacerse oír... probar el efecto que produce detener los propios impulsos, le oyó decir. Fue como si aquellas palabras tocaran un resorte de su mente.
    —No dejes para mañana la diversión que puedes tener hoy —dijo
    Lenina gravemente.
    —Doscientas repeticiones, dos veces por semana, desde los catorce años hasta los dieciséis y medio —se limitó a comentar Bernard. Su alocada charla prosiguió—. Quiero saber lo que es la pasión —oyó Lenina, de sus labios—. Quiero sentir algo con fuerza.
    —Cuando el individuo siente, la comunidad se resiente —citó Lenina.
    —Bueno, ¿y por qué no he de poder resentirme un poco?
    —¡Bernard!
    Pero Bernard no parecía avergonzado.
    —Adultos intelectualmente y durante las horas de trabajo —
    prosiguió—, y niños en lo que se refiere a los sentimientos y los
    deseos.
    —Nuestro Ford amaba a los niños.
    Sin hacer caso de la interrupción, Bernard prosiguió:
    —El otro día, de pronto, se me ocurrió que había de ser posible ser
    un adulto en todo momento.
    —Lo comprendo —el tono de Lenina era firme.
    —Ya lo sé. Y por esto nos acostamos juntos ayer, como niños, en
    lugar de obrar como adultos, y esperar.
    —Pero fue divertido —insistió Lenina—. ¿No es verdad?
    —¡Oh, si, divertidísimo! —contestó Bernard.
    Pero había en su voz un tono tan doloroso, tan amargo, que Lenina
    sintió de pronto que se esfumaba toda la sensación de triunfo. Tal
    vez, a fin de cuentas, Bernard la encontraba demasiado gorda.
    —Ya te lo dije —comentó Fanny, por toda respuesta, cuando Lenina se lo confió—. Eso es el alcohol que le pusieron en el sucedáneo.
    —Sin embargo —insistió Lenina—, me gusta. Tiene unas manos
    preciosas. Y mueve los hombros de una manera muy atractiva. —
    Suspiró—. Pero preferiría que no fuese tan raro.






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    Mensaje por Maria Lua Lun 13 Ene 2025, 14:11

    ***

    * * *


    Deteniéndose un momento ante la puerta del despacho del director,
    Bernard tomó aliento y se cuadró, preparándose para enfrentarse
    con el disgusto y la desaprobación que estaba seguro de encontrar
    en el interior. Luego llamó y entró.
    —Vengo a pedirle su firma para un permiso, director —dijo con
    tanta naturalidad como le fue posible...
    Y dejó el papel encima de la mesa.
    El director le lanzó una mirada agria. Pero en la cabecera del documento aparecía el sello del Despacho del Interventor Mundial, y
    al pie del mismo la firma vigorosa, de gruesos trazos de Mustafá
    Mond. Por consiguiente, todo estaba en orden. El director no podía
    negarse. Escribió sus iniciales —dos pálidas letras al pie de la firma de Mustafá Mond— y se disponía, sin comentarios a devolver
    el papel a Bernard, cuando casualmente sus ojos captaron algo que
    aparecía escrito en el texto del permiso.
    —¿Se va a la Reserva de Nuevo Méjico? —dijo.
    Y el tono de su voz, así como la manera con que miró a Bernard,
    expresaba una especie de asombro lleno de agitación.
    Sorprendido ante la sorpresa de su superior, Bernard asintió. Sobrevino un silencio.
    El director, frunciendo el ceño, se arrellanó en su asiento.
    —¿Cuánto hará de ello? —dijo, más para sí mismo que dirigiéndose a Bernard—. Veinte años, creo. Casi veinticinco. Tendría su
    edad, más o menos...
    Suspiró y movió la cabeza.
    Bernard se sentía sumamente violento. ¡Un hombre tan convencional, tan escrupulosamente correcto como el director, incurrir en
    una incongruencia! Ello le hizo sentir deseos de ocultar el rostro,
    de salir corriendo de la estancia. No porque hallara nada intrínsecamente censurable en que la gente hablara del pasado remoto;
    aquél era uno de los tantos prejuicios hipnopédicos de los que Bernard (al menos eso creía él) se había librado por completo. Lo que
    le violentaba era el hecho de saber que el director lo desaprobaba...
    lo desaprobaba, y, sin embargo, había incurrido en el pecado de
    hacer lo que estaba prohibido. ¿A qué compulsión interior habría
    obedecido? A pesar de la incomodidad que experimentaba, Bernard escuchaba atentamente.
    —Tuve la misma idea que usted —decía el director—. Quise echar
    una ojeada a los salvajes. Logré un permiso para Nuevo Méjico y
    fui a pasar allí mis vacaciones veraniegas. Con la muchacha con la
    que iba a la sazón. Era una Beta-Menos, y me parece —cerró un
    momento los ojos—, me parece que era rubia. En todo caso, era
    neumática, particularmente neumática; esto sí lo recuerdo. Bueno,
    fuimos allá, vimos a los salvajes, paseamos a caballo, etc. Y después, casi el último día de mi permiso... después... bueno, la chica
    se perdió. Habíamos ido a caballo a una de aquellas asquerosas
    montañas, con un calor horrible y opresivo, y después de comer
    fuimos a dormir una siesta. Al menos yo lo hice. Ella debió de salir
    de paseo sola. En todo caso, cuando me desperté la chica no estaba. Y en aquel momento estallaba una tormenta encima de nosotros, la más fuerte que he visto en mi vida. Llovía a cántaros, tronaba y relampagueaba; los caballos se soltaron y huyeron al galope; al intentar atraparlos, caí y me herí en la rodilla, de modo que
    apenas podía andar. Sin embargo, empecé a buscar a la chica, llamándola a gritos una y otra vez. Ni rastro de ella. Después pensé
    que debía haberse marchado sola al refugio. Así, pues, me arrastré
    como pude por el valle, siguiendo el mismo camino por donde
    habíamos venido. La rodilla me dolía horriblemente, y había perdido mis raciones de soma. Tuve que andar horas. No llegué al
    refugio hasta pasada la medianoche. Y la chica no estaba; no estaba —repitió el director. Siguió un silencio—. Bueno —prosiguió,
    al fin—, al día siguiente se organizó una búsqueda. Pero no la encontramos. Debió de haber caído por algún precipicio; o acaso la
    devoraría algún león de las montañas. Sábelo Ford. Fue algo horrible. En aquel entonces me trastornó profundamente. Más de lo
    lógico, lo confieso. Porque, al fin y al cabo, aquel accidente hubiese podido ocurrirle a cualquiera; y, desde luego, el cuerpo social
    persiste aunque sus células cambien. —Pero aquel consuelo hipnopédico no parecía muy eficaz.
    Y el director se sumió en un silencio evocador.
    —Debió de ser un golpe terrible para usted —dijo Bernard, casi
    con envidia.
    Al oír su voz, el director se sobresaltó con una sensación de culpabilidad, y recordó dónde estaba; lanzó una mirada a Bernard, y,
    rehuyendo la de sus ojos, se sonrojó violentamente; volvió a mirarle con súbita desconfianza, herido en su dignidad
    —No vaya a pensar —dijo— que sostuviera ninguna relación indecorosa con aquella muchacha. Nada emocional, nada excesivamente prolongado. Todo fue perfectamente sano y normal. —
    Tendió el permiso a Bernard—. No sé por qué le habré dado la lata
    con esta anécdota trivial—. Enfurecido consigo mismo por haberle
    revelado un secreto tan vergonzoso, descargó su furia en Bernard.
    Ahora la expresión de sus ojos era francamente maligna—. Deseo
    aprovechar esta oportunidad, míster Marx —prosiguió— para decirle que no estoy en absoluto satisfecho de los informes que recibo acerca de su comportamiento en las horas de asueto. Usted dirá
    que esto no me incumbe. Pero sí me incumbe. Debo pensar en el
    buen nombre de este Centro. Mis trabajadores deben hallarse por
    encima de toda sospecha, especialmente los de las castas altas. Los
    Alfas son condicionados de modo que no tengan forzosamente que
    ser infantiles en su comportamiento emocional. Razón de más para
    que realicen un esfuerzo especial para adaptarse. Su deber estriba
    en ser infantiles, aun en contra de sus propias inclinaciones. Por
    esto, míster Marx, debo dirigirle esta advertencia —la voz del director vibraba con una indignación que ahora era ya justiciera e
    impersonal, viva expresión de la desaprobación de la propia infracción de las normas del decoro infantil—, si siguen llegando
    quejas sobre su comportamiento, solicitaré su transferencia a algún
    subcentro, a ser posible en Islandia. Buenos días.
    Y, volviéndose bruscamente en su silla, cogió la pluma y empezó a
    escribir.
    Esto le enseñará, se dijo. Pero estaba equivocado. Porque Bernard
    salió de su despacho cerrando de golpe la puerta tras de sí, crecido,
    exultante ante el pensamiento de que se hallaba solo, enzarzado en
    una lucha heroica contra el orden de las cosas; animado por la embriagadora conciencia de su significación e importancia individual.
    Ni siquiera la amenaza de un castigo le desanimaba; más bien
    constituía para él un estimulante. Se sentía lo bastante fuerte para
    resistir y soportar el castigo, lo bastante fuerte hasta para enfrentarse con Islandia. Y esta confianza era mayor cuanto que, en
    realidad, estaba íntimamente convencido de que no debería enfrentarse con nada de aquello. A la gente no se la traslada por cosas
    como aquéllas. Islandia no era más que una amenaza. Una amenaza sumamente estimulante. Avanzando por el pasillo, Bernard no
    pudo contener su deseo de silbar una canción.
    Por la noche, en su entrevista con Watson, su versión de la charla
    sostenida con el director cobró visos de heroicidad.
    —Después de lo cual —concluyó—, me limité a decirle que podía
    irse al Pasado sin Fin, y salí del despacho. Y esto fue todo.
    Miró a Helmholtz Watson con expectación, esperando su simpatía,
    su admiración. Pero Helmholtz no dijo palabra, y permaneció sentado, con los ojos fijos en el suelo.
    Apreciaba a Bernard; le agradecía el hecho de ser el único de sus
    conocidos con quien podía hablar de cosas que presentía que eran
    importantes. Sin embargo, había cosas, en Bernard, que le parecían
    odiosas. Por ejemplo, aquella fanfarronería. Y los estallidos de
    autocompasión con que la alternaba. Y su deplorable costumbre de
    mostrarse muy osado después de ocurridos los hechos, y de exhibir
    una gran presencia de ánimo... en ausencia. Odiaba todo esto, precisamente porque apreciaba a Bernard. Los segundos pasaban.
    Helmholtz seguía mirando al suelo. Y, súbitamente, Bernard, sonrojándose, se alejó.



    * * *



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    Aldous Huxley  (  1894 -  1963)  - Página 2 Empty Re: Aldous Huxley ( 1894 - 1963)

    Mensaje por Maria Lua Lun 13 Ene 2025, 14:13

    ***

    El viaje transcurrió sin el menor incidente. El Cohete Azul del Pacífico llegó a Nueva Orleáns con dos minutos y medio de anticipación, perdió cuatro minutos a causa de un tornado en Texas, pero
    al llegar a los 9511 de longitud Oeste penetró en una corriente de
    aire favorable y pudo aterrizar en Santa Fe con menos de cuarenta
    segundos de retraso con respecto a la hora prevista.
    —Cuarenta segundos en un vuelo de seis horas y media. No está
    mal —reconoció Lenina.
    Aquella noche durmieron en Santa Fe. El hotel era excelente, incomparablemente mejor, por ejemplo, que el horrible Palacio de la
    Aurora Boreal en el que Lenina había sufrido tanto el verano anterior. En todas las habitaciones había aire líquido, televisión, masaje por vibración, radio, solución de cafeína hirviente, anticoncepcionales calientes y ocho clases diferentes de perfumes. Cuando
    entraron en el vestíbulo, el aparato de música sintética estaba en
    funcionamiento y no dejaba nada que desear. Un letrero en el ascensor informaba de que en el hotel había sesenta pistas móviles
    de juego de pelota y que en el parque se podía jugar al Golf de
    Obstáculos y al Electromagnético.
    —¡Es realmente estupendo! —exclamó Lenina—. Casi me entran
    ganas de quedarme aquí. ¡Sesenta pistas móviles...!
    —En la Reserva no habrá ni una sola —le advirtió Bernard—. Ni
    perfumes, ni televisión, ni siquiera agua caliente. Si crees que no
    podrás resistirlo quédate aquí hasta que yo vuelva.
    Lenina se ofendió.
    —Claro que puedo resistirlo. Sólo dije que esto es estupendo porque..., bueno, porque el progreso es estupendo, ¿no es verdad?
    —Quinientas repeticiones una vez por semana desde los trece años
    a los dieciséis —dijo Bernard, aburrido, como para sí mismo.
    —¿Qué decías?
    —Dije que el progreso es estupendo. Por esto no debes ir conmigo
    a la Reserva, a menos que lo desees de veras.
    —Pues lo deseo.
    —De acuerdo, entonces —dijo Bernard, casi en tono de amenaza.

    Su permiso requería la firma del Guardián de la Reserva, a cuyo
    despacho acudieron debidamente a la mañana siguiente. Un portero negro Epsilon-Menos pasó la tarjeta de Bernard, y casi inmediatamente les hicieron pasar.



    * * *



    El Guardián era un Alfa-Menos, rubio y braquicéfalo, bajo, rubicundo, de cara redonda y anchos hombros, con una voz fuerte y
    sonora, muy adecuada para enunciar ciencia hipnopédica. Era una
    auténtica mina de informaciones innecesarias y de consejos que
    nadie le pedía. En cuanto empezaba, no acababa nunca, con su voz
    de trueno, resonante...
    —...quinientos sesenta mil kilómetros cuadrados divididos en cuatro Sub-Reservas, cada una de ellas rodeada por una valla de cables de alta tensión.
    En aquel instante, sin razón alguna, Bernard recordó de pronto que
    se había dejado abierto el grifo del agua de Colonia de su cuarto de
    baño, en Londres.
    —...alimentada con corriente procedente de la central hidroeléctrica del Gran Cañón...
    Me costará una fortuna cuando vuelva. Mentalmente, Bernard veía
    el indicador de su contador de perfume girando incansablemente.
    Debo telefonear inmediatamente a Helmholtz Watson.
    —...más de cinco mil kilómetros de valla a sesenta mil voltios.
    —No me diga —dijo Lenina, cortésmente, sin tener la menor idea
    de lo que el Guardián decía, pero aprovechando la pausa teatral
    que el hombre acababa de hacer.
    Cuando el Guardián había iniciado su retumbante peroración, Lenina, disimuladamente, había tragado medio gramo de soma, y
    gracias a ello podía permanecer sentada, serena, pero sin escuchar
    ni pensar en nada, fijos sus ojos azules en el rostro del Guardián,
    con una expresión de atención casi extática.
    —Tocar la valla equivale a morir instantáneamente —decía el
    Guardián solemnemente—. No hay posibilidad alguna de fugarse
    de la Reserva para Salvajes.
    La palabra fugarse era sugestiva.
    —¿Y si fuéramos allá? —sugirió, iniciando el ademán de levantarse.
    La manecilla negra del contador seguía moviéndose, perforando el
    tiempo, devorando su dinero.
    —No hay fuga posible —repitió el Guardián, indicándole que volviera a sentarse; y, como el permiso aún no estaba firmado, Bernard no tuvo más remedio que obedecer—. Los que han nacido en
    la Reserva... Porque, recuerde, mi querida señora —agregó, sonriendo obscenamente a Lenina y hablando en un murmullo indecente—, recuerde que en la Reserva los niños todavía nacen, sí, tal
    como se lo digo, nacen, por nauseabundo que pueda parecernos...
    El hombre esperaba que su referencia a aquel tema vergonzoso
    obligara a Lenina a sonrojarse; pero ésta, estimulada por el soma,
    se limitó a sonreír con inteligencia y a decir:
    —No me diga.
    Decepcionado, el Guardián reanudó la peroración.
    —Los que nacen en la Reserva, repito, están destinados a morir en
    ella.
    Destinados a morir... Un decilitro de agua de Colonia por minuto.
    Seis litros por hora.
    —Tal vez —intervino de nuevo Bernard—, tal vez deberíamos...
    Inclinándose hacia delante, el Guardián tamborileó en la mesa con
    el dedo índice.
    —Si ustedes me preguntan cuánta gente vive en la Reserva, les
    diré que no lo sabemos. Sólo podemos suponerlo.
    —No me diga.
    —Pues sí se lo digo, mi querida señora.
    Seis por veinticuatro... no, serían ya seis por treinta y seis... Bernard estaba pálido y tembloroso de impaciencia. Pero, inexorablemente, la disertación proseguía.
    —... Unos sesenta mil indios y mestizos..., absolutamente salvajes... Nuestros inspectores los visitan de vez en cuando... aparte de
    esto, ninguna comunicación con el mundo civilizado... conservan
    todavía sus repugnantes hábitos y costumbres... matrimonio, suponiendo que ustedes sepan a qué me refiero; familias... nada de
    condicionamiento... monstruosas supersticiones... Cristianismo,
    totemismos y adoración de los antepasados... lenguas muertas,
    como el zuñi, el español y el athabasco... pumas, puerco-espines y
    otros animales feroces... enfermedades infecciosas... sacerdotes...
    lagartos venenosos...
    —No me diga.
    Por fin los soltó. Bernard se lanzó corriendo a un teléfono. De prisa, de prisa; pero le costó tres minutos encontrar a Helmholtz Watson.
    —A estas horas ya podríamos estar entre los salvajes —se lamentó—. ¡Maldita incompetencia!
    —Toma un gramo de soma —sugirió Lenina.
    Bernard se negó a ello, prefería su ira. Y, por fin, gracias a Ford, lo
    logró; sí, allá estaba Helmholtz; Helmholtz, a quien explicó lo que
    ocurría, y quien prometió ir allá inmediatamente y cerrar el grifo;
    sí, inmediatamente, pero al mismo tiempo aprovechó la oportunidad para repetirle lo que DIC había dicho en público la noche anterior.
    —¿Cómo? ¿Que busca un sustituto para mí? —La voz de Bernard
    era agónica—. ¿Así que está decidido?
    ¿Habló de Islandia? ¿Sí? ¡Ford! ¡Islandia...!
    Colgó el receptor y se volvió hacia Lenina. Su rostro aparecía muy
    pálido, con una expresión abatida.
    —¿Qué ocurre? —preguntó la muchacha.
    —¿Qué ocurre? —Bernard se dejó caer pesadamente en una silla—. Van a enviarme a Islandia.



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    Mensaje por Maria Lua Lun 13 Ene 2025, 14:15

    ***


    En el pasado, a menudo se había preguntado qué efecto debía de
    producir ser objeto (privado de soma y sin otros recursos que los
    interiores) de algún gran proceso, de algún castigo, de alguna persecución; y hasta había deseado el sufrimiento. Apenas hacía una
    semana, en el despacho del director, se había imaginado a sí mismo resistiendo valerosamente, aceptando estoicamente el sufrimiento sin una sola queja. En realidad, las amenazas del director lo
    habían exaltado, le habían inducido a sentirse grande, importante.
    Pero ello —ahora se daba perfecta cuenta— obedecía a que no las
    había tomado en serio; no había creído ni por un instante que, en el
    momento de la verdad, el DIC tomara decisión alguna. Pero ahora
    que, al parecer, las amenazas iban a cumplirse, Bernard estaba
    aterrado. No quedaba ni rastro de su estoicismo imaginativo, de su
    valor puramente teórico.
    Lenina movió la cabeza.
    —Él fue y él será tanto me dan —citó—. Un gramo tomarás y sólo
    él verás.
    Al fin le convenció para que se tomara cuatro tabletas de soma. Al
    cabo de cinco minutos, raíces y frutos habían sido abolidos; sólo la
    flor del presente se abría, lozana. Un mensaje del portero les avisó
    que, siguiendo órdenes del Guardián, un vigilante de la Reserva
    había acudido en avión y les esperaba en la azotea. Bernard y Lenina subieron inmediatamente. Un ochavón de uniforme verde de
    Gamma les saludó y procedió a recitar el programa matinal.
    Vista panorámica de diez o doce de los principales pueblos, y aterrizaje para almorzar en el Valle de Malpaís. El parador era cómodo, y en el pueblo los salvajes probablemente celebrarían su festival de verano. Sería el lugar más adecuado para pasar la noche.
    Ocuparon sus asientos en el avión y despegaron. Diez minutos más
    tarde cruzaban la frontera que separaba la civilización del salvajismo. Subiendo y bajando por las colinas, cruzando los desiertos
    de sal o de arena, a través de los bosques y de las profundidades
    violeta de los cañones, por encima de despeñaderos, picos y mesetas llanas, la valla seguía ininterrumpidamente la línea recta, el
    símbolo geométrico del propósito humano triunfante. Y al pie de la
    misma, aquí y allá, un mosaico de huesos blanqueados o una ca-
    rroña oscura, todavía no corrompida en el atezado suelo, señalaba
    el lugar donde un ciervo o un voraz zopilote atraído por el tufo de
    la carroña y fulminado como por una especie de justicia poética, se
    habían acercado demasiado a los cables aniquiladores.
    —Nunca escarmientan —dijo el piloto del uniforme verde, señalando los esqueletos que, debajo de ellos, cubrían el suelo—. Y
    nunca escarmentarán —agregó riendo.
    Bernard también rió; gracias a los dos gramos de soma, el chiste,
    por alguna razón, se le antojó gracioso.
    Rió y después, casi inmediatamente, quedó sumido en el sueño, y,
    durmiendo, fue llevado por encima de Taos y Tesuco; de Namba,
    Picores y Pojoaque, de Sía y Cochiti, de Laguna, Acoma y la Mesa
    Encantada, de Cibola y Ojo Caliente, y despertó al fin para encontrar el aparato posado ya en el suelo, Lenina trasladando las maletas a una casita cuadrada, y el ochavón Gamma verde hablando
    incomprensiblemente con un joven indio.
    —Malpaís —anunció el piloto, cuando Bernard se apeó—. Ésta es
    la hospedería. Y por la tarde habrá danza en el pueblo. Este hombre los acompañará. —Y señaló al joven salvaje de aspecto adusto—. Espero que se diviertan —sonrió—. Todo lo que hacen es
    divertido. —Con estas palabras, subió de nuevo al aparato y puso
    en marcha los motores—. Mañana volveré. Y recuerde —agregó
    tranquilizadoramente, dirigiéndose a Lenina— que son completamente mansos; los salvajes no les harán daño alguno. Tienen la
    suficiente experiencia de las bombas de gas para saber que no deben hacerles ninguna jugarreta.
    Riendo todavía, puso en marcha la hélice del autogiro, aceleró y
    partió.




    Capítulo 7





    La altiplanicie era como un navío anclado en un estrecho de polvo
    leonado. El canal zigzagueaba entre orillas escarpadas, y de un
    muro a otro corría a través del valle una franja de verdor: el río y
    sus campos contiguos. En la proa de aquel navío de piedra, en el
    centro del estrecho, y como formando parte del mismo, se levantaba, como una excrescencia geométrica de la roca desnuda, el pueblo del Malpaís. Bloque sobre bloque, cada piso más pequeño que
    el inmediato inferior, las altas casas se levantaban como pirámides
    escalonadas y truncadas en el cielo azul. A sus pies yacía un batiburrillo de edificios bajos y una maraña de muros; en tres de sus
    lados se abrían sobre el llano sendos Precipicios Verticales. Unas
    pocas columnas de humo ascendían verticalmente en el aire inmóvil y se desvanecían en lo alto.
    —¡Qué raro es todo esto! —dijo Lenina—. Muy raro. —Era su
    expresión condenatoria favorita—. No me gusta. Y tampoco me
    gusta este hombre.
    Señaló al guía indio que debía llevarles al pueblo. Tales sentimientos, evidentemente, eran recíprocos; el hombre les precedía y, por
    tanto, sólo le veían la espalda, pero aun ésta tenía algo de hostil.
    —Además —agregó Lenina, bajando la voz—, apesta.
    Bernard no intentó negarlo. Siguieron andando.
    De pronto fue como si el aire todo hubiese cobrado ritmo, y latiera,
    latiera, con el movimiento incansable de la sangre. Allá arriba, en
    Malpaís, los tambores sonaban: involuntariamente, sus pies se
    adaptaron al ritmo de aquel misterioso corazón, y aceleraron el
    paso. El sendero que seguían los llevó al pie del precipicio. Los
    lados o costados de la gran altiplanicie torreaban por encima de
    ellos, casi a cien pies de altura.
    —Ojalá hubiésemos traído el helicóptero —dijo Lenina, levantando la mirada con enojo ante el muro de roca—. Me fastidia andar.
    ¡Y, en el suelo, uno se siente tan pequeño, a los pies de una colina!
    Cuando estaban en mitad de la ascensión, un águila pasó volando
    tan cerca de ellos, que sintieron en el rostro la ráfaga de aire frío
    provocada por sus alas. En una grieta de la roca veíase un montón
    de huesos. El conjunto resultaba opresivamente extravagante, y el
    indio despedía un olor cada vez más intenso. Salieron por fin del
    fondo del barranco a plena luz del sol, la parte superior de la altiplanicie era un llano liso, rocoso.
    —Como la Torre de Charing-T —comentó Lenina.
    Pero no tuvo ocasión de gozar largo rato del descubrimiento de
    aquel tranquilizador parecido. El rumor aterciopelado de unos pasos los obligó a volverse. Desnudos desde el cuello hasta el ombligo, con sus cuerpos morenos pintados con líneas blancas (como
    pistas de tenis de asfalto, diría Lenina más tarde) y sus rostros inhumanos cubiertos de arabescos escarlata, negro y ocre, dos indios
    se acercaban corriendo por el sendero. Llevaban los negros cabellos trenzados con pieles de zorro y franela roja. Pendían de sus
    hombros sendos mantos de plumas de pavo; y enormes diademas
    de pluma formaban alegres halos en torno a sus cabezas. A cada
    paso que daban, sus brazaletes de plata y sus pesados collares de
    hueso y de cuentas de turquesa entrechocaban y sonaban alegremente. Se aproximaron sin decir palabra, corriendo en silencio con
    sus pies descalzos con mocasines de piel de ciervo. Uno de ellos
    empuñaba un cepillo de plumas, el otro llevaba en cada mano lo
    que a distancia parecían tres o cuatro trozos de cuerda gruesa. Una
    de las cuerdas se retorcía inquieta, y súbitamente Lenina comprendió que eran serpientes.
    —No me gusta —exclamó Lenina—. No me gusta.
    Todavía le gustó menos lo que le esperaba a la entrada del pueblo,
    en donde su guía los dejó solos para entrar a pedir instrucciones.
    Suciedad, montones de basura, polvo, perros, moscas... Con el
    rostro distorsionado en una mueca de asco, Lenina, se llevó un
    pañuelo a la nariz.
    —Pero, ¿cómo pueden vivir así? —estalló.
    En su voz sonaba un matiz de incredulidad indignada. Aquello no
    era posible.
    Bernard se encogió filosóficamente de hombros.




    101
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    Mensaje por Maria Lua Mar 14 Ene 2025, 15:48

    ***
    —Piensa que llevan cinco o seis mil años viviendo así —dijo—.
    Supongo que a estas alturas ya estarán acostumbrados.
    —Pero la limpieza nos acerca a la fordeza —insistió Lenina.
    —Sí, y civilización es esterilización —prosiguió Bernard, completando así, en tono irónico, la segunda lección hipnopédica de higiene elemental—. Pero esta gente no ha oído hablar jamás de
    Nuestro Ford y no está civilizada. Por consiguiente, es inútil que...
    —¡Oh, mira! —exclamó Lenina, cogiéndose de su brazo.
    Un indio casi desnudo descendía muy lentamente por la escalera
    de mano de una casa vecina, peldaño tras peldaño, con la temblorosa cautela de la vejez extrema. Su rostro era negro y aparecía
    muy arrugado, como una máscara de obsidiana. Su boca desdentada se hundía entre sus mejillas. En las comisuras de los labios y a
    ambos lados del mentón pendían, sobre la piel oscura, unos pocos
    pelos largos y casi blancos. Los cabellos largos y sueltos colgaban
    en mechones grises a ambos lados de su rostro. Su cuerpo aparecía
    encorvado y flaco hasta los huesos, casi descarnado. Bajaba lentamente, deteniéndose en cada peldaño antes de aventurarse a dar
    otro paso.
    —Pero, ¿qué le pasa? —susurró Lenina. En sus ojos se leía el horror y el asombro.
    —Nada; sencillamente, es viejo —contestó Bernard, aparentando
    indiferencia, aunque no sentía tal.
    —¿Viejo? —repitió Lenina—. Pero... también el director es viejo;
    muchas personas son viejas; pero no son así.
    —Porque no les permitimos ser así. Las preservamos de las enfermedades. Mantenernos sus secreciones internas equilibradas artificialmente de modo que conserven la juventud. No permitimos que
    su equilibrio de magnesio-calcio descienda por debajo de lo que
    era en los treinta años. Les damos transfusiones de sangre joven.
    Estimulamos de manera permanente su metabolismo. Por esto no
    tienen este aspecto. En parte —agregó— porque la mayoría mueren antes de alcanzar la edad de este viejo. Juventud casi perfecta
    hasta los sesenta años, y después, ¡plas!, el final.
    Pero Lenina no le escuchaba. Miraba al viejo, que seguía bajando
    lentamente. Al fin, sus pies tocaron el suelo. Y se volvió. Al fondo
    de las profundas órbitas los ojos aparecían extraordinariamente
    brillantes, y la miraron un largo momento sin expresión alguna, sin
    sorpresa, como si Lenina no se hallara presente. Después, lentamente, con el espinazo doblado, el viejo pasó por el lado de ellos y
    se fue.
    —Pero, ¡esto es terrible! —susurró Lenina—. ¡Horrible! No debimos haber venido.
    Buscó su ración de soma en el bolsillo, sólo para descubrir que,
    por un olvido sin precedentes, se había dejado el frasco en la hospedería. También los bolsillos de Bernard se hallaban vacíos.
    Lenina tuvo que enfrentarse con los horrores de Malpaís sin ayuda
    alguna. Y los horrores se sucedieron a sus ojos rápidamente, sin
    descanso. El espectáculo de dos mujeres jóvenes que amamantaban a sus hijos con su pecho la sonrojó y la obligó a apartar el rostro. En toda su vida no había visto jamás indecencia como aquella.
    Lo peor era que, en lugar de ignorarlo delicadamente, Bernard no
    cesaba de formular comentarios sobre aquella repugnante escena
    vivípara.
    —¡Qué relación tan maravillosamente íntima! —dijo, en un tono
    deliberadamente ofensivo—. ¡Qué intensidad de sentimientos debe
    generar! A menudo pienso que es posible que nos hayamos perdido algo muy importante por el hecho de no tener madre. Y quizá tú
    te hayas perdido algo al no ser madre, Lenina. Imagínate a ti misma sentada aquí, con un hijo tuyo...
    —¡Bernard! ¿Cómo puedes...?
    El paso de una anciana que sufría de oftalmia y de una enfermedad
    de la piel la distrajo de su indignación.
    —Vámonos —imploró—. No me gusta nada.
    Pero en aquel momento su guía volvió, e, invitándoles a seguirle,
    abrió la marcha por una callejuela entre dos hileras de casas. Doblaron una esquina. Un perro muerto yacía en un montón de basura; una mujer con bocio despiojaba a una chiquilla. El guía se detuvo al pie de una escalera de mano, levantó un brazo perpendicu-
    larmente, y después lo bajó señalando hacia delante. Lenina y Bernard hicieron lo que el hombre les había ordenado por señas; treparon por la escalera y cruzaron un umbral que daba acceso a una
    estancia larga y estrecha, muy oscura, y que hedía a humo, a grasa
    frita y a ropas usadas y sucias. Al otro extremo de la estancia se
    abría otra puerta a través de la cual les llegaba la luz del sol y el
    redoble, fuerte y cercano, de los tambores.
    Salieron por esta puerta y se encontraron en una espaciosa terraza.
    A sus pies, encerrada entre casas altas, se hallaba la plaza del pueblo, atestada de indios. Mantas de vivos colores y plumas en las
    negras cabelleras, y brillo de turquesas, y de pieles negras que relucían por el sudor. Lenina volvió a llevarse el pañuelo a la nariz.
    En el espacio abierto situado en el centro de la plaza había dos
    plataformas circulares de ladrillo y arcilla apisonada que, evidentemente, eran los tejados de dos cámaras subterráneas, porque en
    el centro de cada plataforma había una escotilla abierta, a cuya
    negra boca asomaba una escalera de mano. Por las dos escotillas
    salía un débil son de flautas casi ahogado por el redoble incesante
    de los tambores.
    Se produjo de pronto una explosión de cantos: cientos de voces
    masculinas gritando briosamente al unísono, en un estallido metálico, áspero. Unas pocas notas muy prolongadas, y un silencio, el
    silencio tonante de los tambores; después, aguda, en un chillido
    desafinado, la respuesta de las mujeres. Después, de nuevo los
    tambores; y una vez más la salvaje afirmación de virilidad de los
    hombres.







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    Aldous Huxley  (  1894 -  1963)  - Página 2 Empty Re: Aldous Huxley ( 1894 - 1963)

    Mensaje por Maria Lua Mar 14 Ene 2025, 15:49

    ***
    Raro, sí. El lugar era raro, y también la música, y no menos los
    vestidos, y los bocios y las enfermedades de la piel, y los viejos.
    Pero, en cuanto al espectáculo en sí, no resultaba especialmente
    raro.
    —Me recuerda un Canto de Comunidad de casta inferior —dijo a
    Bernard.
    Pero poco después le recordó mucho menos aquellas inocentes
    funciones. Porque, de pronto, de aquellos sótanos circulares había
    brotado un ejército fantasmal de monstruos. Cubiertos con máscaras horribles o pintados hasta perder todo aspecto humano, habían
    comenzado a bailar una extraña danza alrededor de la plaza; vueltas y más vueltas, siempre cantando; vueltas y más vueltas, cada
    vez un poco más de prisa; los tambores habían cambiado y acelerado su ritmo, de modo que ahora recordaban el latir de la fiebre en
    los oídos; y la muchedumbre había empezado a cantar con los danzarines, cada vez más fuerte; primero una mujer había chillado, y
    luego otra, y otra, como si las mataran; de pronto, el que conducía
    a los danzarines se destacó de la hilera, corrió hacia una caja de
    madera que se hallaba en un extremo de la plaza, levantó la tapa y
    sacó de ella un par de serpientes negras. Un fuerte alarido brotó de
    la multitud, y todos los demás danzarines corrieron hacia él tendiendo las manos. El hombre arrojó las serpientes a los que llegaron primero y se volvió hacia la caja para coger más. Más y más,
    serpientes negras, pardas y moteadas, que iba arrojando a los danzarines. Después la danza se reanudó, con otro ritmo. Los danzarines seguían dando vueltas, con sus serpientes en las manos y serpenteando a su vez, con un movimiento ligeramente ondulatorio de
    rodillas y caderas. Vueltas y más vueltas. Después el jefe dio una
    señal y, una tras otra, todas las serpientes fueron arrojadas al centro de la plaza; un viejo salió del subterráneo y les arrojó harina de
    maíz; por la otra escotilla apareció una mujer y les arrojó agua de
    un jarro negro. Después el viejo levantó una mano y se hizo un
    silencio absoluto terrorífico. Los tambores dejaron de sonar; pareció como si la vida hubiese tocado a su fin. El viejo señaló hacia
    las dos escotillas que daban entrada al mundo inferior. Y lentamente, levantadas por manos invisibles, desde abajo, emergieron,
    de una de ellas la imagen pintada de una águila, y de la otra de un
    hombre desnudo y clavado en una cruz. Emergieron y permanecieron suspendidas aparentemente en el aire, como si contemplaran el
    espectáculo. El anciano dio una palmada. Completamente desnudo
    —excepto una breve toalla de algodón, blanca—, un muchacho de
    unos dieciocho años salió de la multitud y quedóse de pie ante él,
    con las manos cruzadas sobre el pecho y la cabeza gacha. El anciano trazó la señal de la cruz sobre él y se retiró. Lentamente, el
    muchacho empezó a dar vueltas en torno del montón de serpientes
    que se retorcían. Había completado ya la primera vuelta y se hallaba en mitad de la segunda cuando, de entre los danzarines, un
    hombre alto, que llevaba una máscara de coyote y en la mano un
    látigo de cuero trenzado, avanzó hacia él. El muchacho siguió caminando como si no se hubiera dado cuenta de la presencia del
    otro. El hombre coyote levantó el látigo; hubo un largo momento
    de expectación; después, un rápido movimiento, el silbido del látigo y su impacto en la carne. El cuerpo del muchacho se estremeció, pero no despegó los labios y reanudó la marcha, al mismo paso lento y regular. El coyote volvió a golpear, una y otra vez; cada
    latigazo provocaba primero una suspensión y después un profundo
    gemido de la muchedumbre. El muchacho seguía andando. Dio
    dos vueltas, tres, cuatro. La sangre corría. Cinco vueltas, seis. De
    pronto, Lenina se tapó la cara con las manos y empezó a sollozar.
    —¡Oh, basta, basta! —imploro.
    Pero el látigo seguía cayendo, inexorable. Siete vueltas. De pronto
    el muchacho vaciló, y, sin exhalar gemido alguno, cayó de cara al
    suelo. Inclinándose sobre él, el anciano le tocó la espalda con una
    larga pluma blanca, la levantó en alto un momento, roja de sangre,
    para que el pueblo la viera, y la sacudió tres veces sobre las serpientes. Cayeron unas pocas gotas, y súbitamente los tambores
    estallaron en una carrera loca de notas; y se oyó un grito unánime
    de la multitud. Los danzarines saltaron hacia delante, recogieron
    las serpientes y huyeron de la plaza. Hombres, mujeres y niños,
    todos corrieron en pos de ellos. Un minuto después la plaza estaba
    desierta; sólo quedaba el muchacho, cara al suelo, en el mismo
    sitio donde se había desplomado, inmóvil. Tres ancianas salieron
    de una de las casas, y, no sin dificultad, lo levantaron y lo entraron
    en ella. El águila y el hombre crucificado siguieron montando la
    guardia un rato ante la plaza desierta; después, como si ya hubiesen visto lo suficiente, se hundieron por las escotillas y desaparecieron en el seno de su mundo subterráneo.
    Lenina todavía sollozaba.
    —¡Qué horrible! —repetía una y otra vez, ante los vanos consuelos de Bernard—. ¡Qué horrible! ¡Esa sangre! —Se estremeció—.
    ¡Y no tener ni un gramo de soma!
    En la habitación interior se oyeron unos pasos.






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    Aldous Huxley  (  1894 -  1963)  - Página 2 Empty Re: Aldous Huxley ( 1894 - 1963)

    Mensaje por Maria Lua Miér 15 Ene 2025, 14:57

    ***

    El atuendo del joven que salió a la terraza era indio; pero sus trenzados cabellos eran de color pajizo, sus ojos azules, y su piel blanca, aunque bronceada por el sol.
    —Hola. Buenos días —dijo el desconocido, en un inglés correcto,
    pero algo peculiar—. Ustedes son civilizados, ¿verdad? ¿Vienen
    del Otro Sitio, de fuera de la Reserva?
    —Pero, ¿quién demonios...? —empezó Bernard, asombrado.
    El joven suspiró y meneó la cabeza.
    —El más desdichado de los caballeros —dijo. Y, señalando las
    manchas de sangre del centro de la plaza, añadió—: ¿Ven ustedes
    esa maldita mancha?
    Y en su voz temblaba la emoción.
    —Un gramo es mejor que un taco —dijo Lenina, maquinalmente,
    sin apartar las manos de su rostro—. ¡Ojalá tuviera un poco de
    soma!
    —Yo debía estar allá —prosiguió el joven—. ¿Por qué no me dejan ser la víctima? Yo hubiese dado diez vueltas, doce, acaso quince. Palowhtiwa sólo dio siete. Hubiesen podido sacarme el doble
    de sangre. Teñir de púrpura los mares multitudinarios. —Abrió los
    brazos en un amplio ademán y luego los dejó caer con desesperación—. Sin embargo, no me lo permiten. No les gusto, a causa del
    color de mi piel. Siempre ha sido así. Siempre.
    Las lágrimas asomaron a los ojos del joven; avergonzado, apartó el
    rostro.
    El asombro hizo olvidar a Lenina su privación de soma. Descubrió
    su rostro y, por primera vez, miró al desconocido.
    —¿Quiere usted decir que deseaba que le azotaran con aquel látigo?
    Todavía con el rostro apartado, el joven asintió con la cabeza.
    —Por el bien del pueblo; para que llueva y el maíz crezca. Y para
    agradar a Pukong y a Jesús. Y también para demostrar que puedo
    soportar el dolor sin gritar. Sí —y su voz, súbitamente, cobró una
    nueva resonancia, y se volvió, cuadrando los hombros y levantan--
    do el mentón en actitud de orgullo y de reto—, para demostrarles
    que soy hombre... ¡Oh!
    Se le cortó el aliento y permaneció en silencio, boqueando. Por
    primera vez en su vida había visto la cara de una muchacha cuyas
    mejillas no eran de color de chocolate o de piel de perro, cuyos
    cabellos eran castaños y ondulados, y cuya expresión (¡asombrosa
    novedad!) era de benévolo interés.
    Lenina le sonreía: ¡Qué chico tan guapo! —pensaba—. Tiene un
    cuerpo realmente hermoso. La sangre se agolpó en la cara del muchacho; bajó los ojos, volvió a levantarlos un momento sólo para
    volver a verla sonriéndole, y se sintió tan trastornado que tuvo que
    volver la cara y fingir que miraba con gran interés algo situado en
    el otro extremo de la plaza.
    Las preguntas de Bernard aportaron una distracción.
    ¿Quién? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿De dónde? Con los ojos fijos en la
    cara de Bernard (porque deseaba tan apasionadamente ver la sonrisa de Lenina que no se atrevía a mirarla), el muchacho intentó explicarse. Linda y él —Linda era su madre —(la palabra puso muy
    violenta a Lenina) eran extranjeros en la Reserva. Linda había llegado del Otro Lugar mucho tiempo atrás, antes de que él naciera,
    con un hombre que era el padre del joven. (Bernard aguzó el oído.)
    Linda había ido a dar un paseo, sola por las montañas del Norte, y
    al caer por un barranco se había herido en la cabeza.
    —Siga, siga —dijo Bernard, lleno de excitación.
    Unos cazadores de Malpaís la habían encontrado y traído al pueblo. En cuanto al hombre que era el padre del muchacho, Linda no
    había vuelto a verle. Se llamaba Tomakin. (Sí, Thomas era el
    nombre de pila del DIC). Debió de haberse marchado de nuevo al
    Otro Lugar, sin ella. Sin duda era un hombre malo, infiel, depravado.
    —Y así nací en Malpaís —concluyó el joven—. En Malpaís.
    Y movió la cabeza.




    * * *




    ¡Qué inmundicia en aquella casita de las afueras del pueblo!
    Un trecho cubierto de polvo y de basuras la separaba de la aldea.
    Ante su puerta, dos perros hambrientos hurgaban de un modo repugnante en la basura. Dentro, cuando ellos entraron, la penumbra
    hedía y aparecía llena de moscas.
    —¡Linda! —llamó el muchacho.
    Desde el interior, una voz áspera de mujer dijo:
    —¡Voy!
    Esperaron. En el suelo se veían unas escudillas que contenían los
    restos de un ágape, o acaso de varios
    La puerta se abrió. Una india rubia y muy corpulenta cruzó el umbral y se quedó mirando a los forasteros, incrédulamente, boquiabierta. Lenina observó con desagrado que le faltaban dos dientes.
    Y el color de los que quedaban... Se estremeció. Era peor que el
    viejo. ¡Y tan gorda! Una cara abotagada, cubierta de arrugas. ¡Y
    aquellas mejillas flácidas, con manchas purpúreas! ¡Y aquellas
    venas rojas en la nariz! ¡Y aquellos ojos inyectados en sangre! ¡Y
    aquel cuello...! ¡Aquel cuello! ¡Y la manta que llevaba en la cabeza, vieja y sucia! Y bajo la túnica áspera, de color pardo, aquellos
    pechos enormes, la redondez del estómago, las caderas... ¡Oh, mucho peor que el viejo, muchísimo peor! Y, de pronto, aquel ser
    estalló en un torrente de palabras, corrió hacia Lenina y... (¡Ford!
    ¡Ford! Era algo asqueroso; en otro momento hubiera podido marearse)... y la estrechó contra su vientre, contra su pecho, y empezó
    a besarla. ¡Ford!, a besarla, babeándole.




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    Mensaje por Maria Lua Miér 15 Ene 2025, 14:58

    ***

    Ante ella vio un rostro hinchado y distorsionado; aquella criatura
    lloraba.
    —¡Oh, querida! —El torrente de palabras fluía entre sollozos—.
    ¡Si supieras cuán feliz soy! ¡Después de tantos años! ¡Una cara
    civilizada! ¡Sí, y ropas civilizadas! Creí que no volvería a ver jamás una prenda de auténtica seda al acetato. —Tocó la manga de
    la blusa de Lenina. Sus uñas aparecían negras—. ¡Y esos preciosos
    pantalones cortos de pana de viscosa! ¿Sabes? Todavía tengo mis
    vestidos viejos, los que llevaba cuando vine aquí, guardados en
    una caja. Después te los enseñaré. Aunque, desde luego, el acetato
    se ha agujereado del todo. Pero todavía tengo una cartuchera blanca estupenda; aunque la verdad es que la tuya, de cuero verde, todavía es más bonita. ¡Para lo que me sirvió, mi cartuchera! —Y de
    nuevo se echó a llorar—. Supongo que John ya os lo ha contado.
    ¡Lo que tuve que sufrir! ¡Y sin un gramo de soma! Sólo un trago
    de mescal de vez en cuando, cuando Popé me lo traía. Popé es un
    muchacho que era amigo mío. Pero el mescal deja una resaca terrible, y el peyote marea; además, al día siguiente todavía me sentía
    más avergonzada. Y lo estaba mucho. Piénsalo por un momento:
    yo, una Beta, tener un hijo; ponte en mi sitio. —La sugerencia hizo
    estremecer a Lenina—. Aunque no fue mía la culpa, lo juro; todavía no sé cómo pudo ocurrir, teniendo en cuenta que hice todos los
    ejercicios maltusianos, ya sabes, por tiempos: uno, dos, tres, cuatro. Lo juro; pero el caso es que ocurrió; y, naturalmente, aquí no
    había ni un solo Centro Abortivo.
    Grandes lagrimones escapaban por entre sus párpados cerrados.
    —Y el viaje de regreso de Stoke Poges, en avión, por la noche... Y
    luego un baño caliente y el masaje mecánico... Aquí, en cambio...
    Aspiró una profunda bocanada de aire, movió la cabeza, volvió a
    abrir los ojos, se sorbió los mocos un par de veces, luego se sonó
    con los dedos y se los secó con la falda.
    —¡Oh, perdón! —dijo, en respuesta a la involuntaria mueca de
    asco de Lenina—. No debí hacerlo. Perdón. Pero, ¿qué se puede
    hacer cuando no hay pañuelos? Recuerdo cómo me trastornaba
    toda esta suciedad, la falta de asepsia. Cuando me trajeron aquí
    tenía una herida horrible en la cabeza. No puedes figurarte lo que
    me ponían en ella. Porquerías, sólo porquerías. Civilización es
    Esterilización, solía decirles yo. Y Arre, estreptococos, a BanburyT, a ver cuartos de baño y retretes espléndidos, como si fueran
    niños. Pero, claro, no me entendían. Imposible. Y, al fin, supongo
    que me acostumbré. Por otra parte, ¿cómo se puede tener higiene
    si no hay una instalación de agua caliente? Mira esas ropas. La
    lana animal no es como el acetato. Dura eternidades. Y si se desgarra se supone que una la remienda. Pero yo soy una Beta; yo trabajaba en la Sala de Fecundación; nadie me enseñó jamás a hacer
    estas cosas. No era asunto de mi incumbencia. Además, no era
    bien visto. Cuando los vestidos se estropeaban había que tirarlos y
    comprar otros nuevos. A más remiendos, menos dinero. ¿No es
    verdad? Los remiendos eran antisociales. Pero aquí todo es diferente. Es como vivir entre locos. Todo lo que hacen es pura locura.
    Linda miró a su alrededor; vio que John y Bernard las habían dejado solas y paseaban entre el polvo y la basura del exterior; aun así,
    bajó confidencialmente la voz y acercó tanto los labios a la oreja
    de Lenina que el hálito de veneno embrional agitó la pelusilla de
    su mejilla.
    —Por ejemplo —susurró—, la forma en que la gente de aquí se
    empareja. Una locura, te lo aseguro, una auténtica locura. Todo el
    mundo pertenece a todo el mundo, ¿no es cierto? ¿No es cierto? —
    insistió, tirando a Lenina de la manga. Lenina, apartando la cabeza,
    asintió, soltó el aire que hasta entonces habla contenido y aspiró
    una nueva bocanada relativamente libre de malos olores—. Pues
    bien —prosiguió Linda—, aquí se supone que una sólo puede pertenecer a otra persona. Y si aceptas tratos con otros hombres te
    consideran mala y antisocial. Te odian y te desprecian. Una vez
    acudió un grupo de mujeres y armaron un escándalo porque sus
    hombres venían a verme. Bueno, ¿y por qué no? Y me pegaron la
    gran paliza... Fue horrible. No, no puedo contártelo. —Linda se
    tapó la cara con las manos y se estremeció—. Son odiosas, las mujeres de aquí. Locas, locas y crueles. Y, desde luego, no saben nada de ejercicios maltusianos, ni de frascos, ni de decantación, ni de
    nada. Por esto constantemente tienen hijos... como perras. Es asqueroso. Y pensar que yo... ¡Oh, Ford, Ford, Ford! Y, sin embargo,
    John fue un gran consuelo para mí. No sé qué hubiese hecho yo sin
    él. A pesar de que se ponía como loco cada vez que un hombre...
    Ya cuando era niño, no creas. Una vez, cuando ya era mayorcito,
    quiso matar al pobre Waihusiwa, o a Popé, no lo recuerdo bien,
    sólo porque alguna que otra vez venían a verme. Nunca logré que
    comprendiera que así es como debían obrar las personas civilizadas. Yo creo que la locura es contagiosa. En todo caso, John parece habérsela contagiado de los indios. Porque, naturalmente, convivió mucho con ellos. A pesar de que se portaban muy mal con él
    y no le dejaban hacer lo que los demás muchachos hacían. Lo cual,
    en cierta manera, fue una suerte, porque así me fue más fácil condicionarse un poco. Aunque no tienes idea de cuán difícil es. ¡Hay
    tantas cosas que una no sabe! No tenía por qué saberlas, claro.
    Quiero decir que, cuando un niño te pregunta cómo funciona un
    helicóptero o quién hizo el mundo... bueno, ¿qué puedes contestar
    si eres una Beta y siempre has trabajado en la Sala de Fecundación? ¿Que puedes contestar?





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    Mensaje por Maria Lua Jue 16 Ene 2025, 18:31

    ***


    Capítulo 8




    Fuera, entre el polvo y la basura (a la sazón había ya cuatro perros), Bernard y John paseaban lentamente.
    —Para mí es muy difícil comprenderlo —decía Bernard—, reconstruir... Es como si viviéramos en diferentes planetas, en siglos diferentes. Una madre, y toda esta porquería, y dioses, y la vejez, y la
    enfermedad... —Movió la cabeza—. Es casi inconcebible. Nunca
    lo comprenderé, a menos que me lo expliques.
    —¿Que te explique qué?
    —Esto. —Y Bernard señaló el pueblo—. Y esto. —Y ahora señaló
    la casita en las afueras—. Todo. Toda tu vida.
    —Pero, ¿qué puedo decir yo?
    —Todo, desde el principio. Desde tan atrás como puedas recordar.
    —Desde tan atrás como pueda recordar... —John frunció el ceño.
    Siguió un largo silencio.
    * * *
    John recordaba una estancia enorme, muy oscura; había en ella
    unos armatostes de madera con unas cuerdas atadas a ellos, y muchas mujeres de pie, en torno a aquellos armatostes, tejiendo mantas, según dijo Linda. Linda le ordenó que se sentara en un rincón,
    con los otros niños. De pronto la gente empezó a hablar en voz
    muy alta, y unas mujeres empujaban a Linda hacia fuera, y Linda
    lloraba. Linda corrió hacia la puerta, y John tras ella. Le preguntó
    por qué estaban enojadas.
    —Porque he roto una cosa —dijo Linda. Y entonces se enojó ella
    también—. ¿Por qué he de saber yo nada de sus estúpidos trabajos? —dijo—. ¡Salvajes!
    John le preguntó qué quería decir salvajes. Cuando volvieron a
    casa, Popé esperaba en la puerta y entró con ellos. Llevaba una
    gran calabaza llena de un líquido que parecía agua; pero no era
    agua, sino algo que olía mal, quemaba en la boca y hacía toser.
    Linda bebió un poco y Popé también, y luego Linda rió mucho y
    habló con voz muy fuerte, y al final ella y Popé pasaron al otro
    cuarto. Cuando Popé se hubo marchado, John entró en la habitación. Linda estaba acostada y dormía profundamente.
    Popé solía ir por la casa. Decía que el líquido de la calabaza se
    llamaba mescal; pero Linda decía que debía llamarse soma; sólo
    que después uno se encontraba mareado. John odiaba a Popé. Les
    odiaba a todos, a todos los hombres que iban a ver a Linda. Una
    tarde, después de jugar con otros niños —recordaba que hacía frío,
    y había nieve en las montañas—, John volvió a casa y oyó voces
    iracundas en el dormitorio. Eran de mujer, y decían palabras que él
    no entendía; pero sabía que eran palabras horribles. Luego, de
    pronto, ¡plas!, algo cayó al suelo; oyó movimiento de gente, y otro
    ruido, como cuando azotan a una mula, pero una mula carnosa;
    después Linda chilló: ¡Oh, no, no, no!
    John entró corriendo. Había tres mujeres con mantos negros. Linda
    estaba acostada. Una de las mujeres la sujetaba por las muñecas.
    La otra se había sentado encima de sus piernas para que no pudiera
    patalear. La tercera la golpeaba con un látigo. Una, dos, tres veces;
    y cada vez Linda chillaba. Llorando, John se agarró al borde del
    manto de la mujer. Por favor, por favor. Con la mano que tenía
    libre, la mujer lo apartó. El látigo volvió a caer, y de nuevo Linda
    chilló. John agarró la mano fuerte y morena de la mujer entre las
    suyas y le pegó un mordisco con todas sus fuerzas. La mujer gritó,
    libró la mano que tenía cogida y le arreó tal empujón que lo derribó. Cuando todavía estaba en el suelo, la mujer lo azotó tres veces
    con el látigo. Le dolió como nunca le había dolido nada: como
    fuego. El látigo volvió a silbar y cayó. Pero esta vez chilló Linda.
    —Pero, ¿por qué querían hacerte daño, Linda? —le preguntó aquella noche.
    John lloraba, porque las señales rojas del látigo en la espalda le
    dolían terriblemente. Pero también lloraba porque la gente era tan
    brutal y mala, y porque él sólo era un niño y nada podía hacer contra ella.
    —¿Por qué querían hacerte daño, Linda?
    —No lo sé. ¿Cómo puedo saberlo?
    Era difícil entender lo que decía, porque Linda yacía boca abajo y
    tenía la cara sepultada en la almohada.
    —Dicen que estos hombres son sus hombres —prosiguió.
    Y era como si no le hablara a él, como si se lo dijera a alguien que
    se hallara dentro de ella misma. Una larga charla que John no entendía; y, al final, Linda volvió a chillar, más fuerte que nunca.
    —¡Oh, no, no llores, Linda! ¡No llores!
    John la abrazó con fuerza. Le pasó un brazo por el cuello.
    Linda gritó:
    —¡Ten cuidado! ¡Mi hombro! ¡Oh!
    Y lo apartó de sí, con fuerza. John fue a dar de cabeza contra la
    pared.
    —¡Imbécil! —le gritó su madre.
    Y, de pronto, empezó a pegarle bofetadas. Una, y otra, y otra
    más...
    —¡Linda! —gritó John—. ¡Oh, madre, no, no!
    —Yo no soy tu madre. Yo no quiero ser tu madre.
    —Pero, Linda... ¡Oh!
    Otro cachete en la mejilla.
    —Me he vuelto como una salvaje —gritaba Linda—. Tengo hijos
    como un animal... De no haber sido por ti hubiese podido presentarme al Inspector, hubiese podido marcharme de aquí. Pero no
    con un hijo. Hubiese sido una vergüenza demasiado grande.
    John adivinó que iba a pegarle de nuevo y levantó un brazo para
    protegerse la cara.
    —¡Oh, no, Linda, no, por favor!
    —¡Sabandija!
    Linda lo obligó a bajar el brazo, dejándole la cara al descubierto.
    —¡No, Linda!
    John cerró los ojos, esperando el golpe.
    Pero Linda no le pegó. Al cabo de un momento, John volvió a
    abrir los ojos y vio que su madre lo miraba. John intentó sonreírle.
    De pronto, Linda lo abrazó y empezó a besarle, una y otra vez.
    Los momentos más felices eran cuando Linda le hablaba del Otro
    Lugar.
    —¿Y de veras puedes volar cuando se te antoja?
    —De veras



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    Aldous Huxley  (  1894 -  1963)  - Página 2 Empty Re: Aldous Huxley ( 1894 - 1963)

    Mensaje por Maria Lua Jue 16 Ene 2025, 18:33

    ***

    Y Linda le contaba lo de la hermosa música que salía de una caja,
    y los juegos estupendos a que se podía jugar, y las cosas deliciosas
    de comer y de beber que había, y la luz que surgía con sólo pulsar
    un aparatito en la pared, y las películas que se podían oír, y palpar
    y ver, y otra caja que producía olores agradables, y las casas rosadas, verdes, azules y plateadas; altas como montañas, y todo el
    mundo feliz, y nadie triste ni enojado, y todo el mundo pertenecía
    a todo el mundo, y las cajas que permitía ver y oír todo lo que ocurría en el otro extremo del mundo, y los niños en frascos limpios y
    hermosos... todo limpísimo, sin malos olores, sin suciedad... Y
    nadie solo, sino viviendo todos juntos, alegres y felices, algo así
    como en los bailes de verano de Malpaís, pero mucho más felices,
    porque su felicidad era de todos los días, de siempre... John la escuchaba embelesado.
    Muchos hombres iban a ver a Linda. Los chiquillos empezaron a
    señalarla con el dedo. En su lengua extranjera decían que Linda era
    mala; la llamaban con nombres que John no comprendía, pero que
    sabía eran malos nombres. Un día empezaron a cantar una canción
    acerca de Linda, una y otra vez. John les arrojó piedras. Ellos replicaron, y una piedra aguzada lo hirió en la mejilla. La sangre no
    cesaba de manar y pronto quedó cubierto de ella.
    * * *
    Linda le enseñó a leer. Con un trozo de carbón dibujaba figuras en
    la pared —un animal echado, un niño dentro de una botella—, y
    después escribía detrás: el gato duerme, el peque está en el bote.
    John aprendió de prisa y con facilidad. Cuando ya sabía leer todas
    las palabras que su madre escribía en la pared, Linda abrió su gran
    caja de madera y sacó de debajo de aquellos graciosos pantalones
    rojos que nunca llevaba un librito muy delgado. John lo había visto
    ya muchas veces.
    —Cuando seas mayor —le decía siempre su madre— te dejaré
    leerlo.
    Bueno, ahora ya era lo bastante mayor. John se sentía muy orgulloso.
    —Temo que no lo encontrarás muy apasionante —dijo Linda—,
    pero es el único que tengo. —Y suspiró—. ¡Si pudieras ver las
    estupendas máquinas de leer que tenemos en Londres!
    John empezó a leer. El Condicionamiento químico y bacteriológico del embrión. Instrucciones prácticas para los trabajadores Beta
    del Almacén de Embriones. Sólo leer el título le llevó un cuarto de
    hora. John arrojó el libro al suelo.
    —¡Libro feo, libro feo! —exclamó.
    Y se echó a llorar.





    * * *




    Los muchachos seguían cantando su horrible canción acerca de
    Linda. Y a veces se burlaban de él porque iba tan desharrapado.
    Cuando se le rompían los vestidos, Linda no sabía remendarlos. En
    el Otro Lugar, le dijo su madre, la gente tiraba la ropa vieja y se
    compraba otra nueva.
    —¡Harapiento, harapiento! —le chillaban los muchachos.
    Pero yo sé leer —se decía John—, y ellos no. Ni siquiera saben lo
    que es leer. No le era difícil, si se esforzaba en pensar en aquello,
    fingir que no le importaba que se burlaran de él. Pidió a Linda que
    volviera a prestarle el libro.
    Cuanto más cantaban los muchachos y más lo señalaban con el
    dedo, tanto más ahincadamente leía. Pronto pudo leer todas las
    palabras. Hasta las más largas. Pero, ¿qué significaban? Se lo pre-
    guntó a Linda. Pero ni siquiera cuando ésta podía contestarle lo
    comprendía con claridad. Y generalmente ni siquiera podía contestarle.
    —¿Qué son productos químicos? —preguntaba John.
    —¡Oh! Cosas como sales de magnesio y alcohol para mantener a
    los Deltas y los Epsilones pequeños y retrasados, y carbonato de
    calcio para los huesos, y cosas por el estilo.
    —Pero, ¿cómo se hacen los productos químicos, Linda? ¿De dónde salen?
    —No lo sé. Se sacan de frascos. Y cuando los frascos quedan vacíos, se envía a buscar más al Almacén Químico. Supongo que la
    gente del Almacén Químico los fabrica. O acaso van a buscarlos a
    la fábrica. No lo sé. Yo no trabajaba en eso. Yo estaba ocupada en
    los embriones.
    Y lo mismo ocurría con cualquier cosa que preguntara. Por lo visto, Linda apenas sabía nada. Los viejos del pueblo daban respuestas mucho más concretas.
    La semilla de los hombres y de todas las criaturas, la semilla del
    sol y la semilla de la tierra y la semilla del cielo, todo esto lo hizo
    Awonawilona de la Niebla Desarrolladora. El mundo tiene cuatro
    vientres; y Awonawilona enterró las semillas en el más bajo de los
    cuatro vientres. Y gradualmente las semillas empezaron a germinar.


    cont
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    Aldous Huxley  (  1894 -  1963)  - Página 2 Empty Re: Aldous Huxley ( 1894 - 1963)

    Mensaje por Maria Lua Jue 16 Ene 2025, 18:35

    ***


    * * *


    Un día (John calculó más tarde que ello debió de ocurrir poco después de haber cumplido los doce años), llegó a casa y encontró en
    el suelo del dormitorio un libro que no había visto nunca hasta
    entonces. Era un libro muy grueso y parecía muy viejo. Los ratones habían roído sus tapas; y algunas de sus páginas aparecían
    sueltas o arrugadas. John lo cogió y miró la portadilla. El libro se
    titulaba Obras Completas de William Shakespeare.
    Linda yacía en la cama, bebiendo en una taza el hediondo mescal.
    —Popé lo trajo —dijo. Su voz sonaba estropajosa y áspera, como
    si no fuese la suya—. Estaba en uno de los arcones de la Kiva de
    los Antílopes. Seguramente estaba allá desde hace cientos de años.
    Supongo que así es, porque le he echado una ojeada y sólo dice
    tonterías. Un autor que estaba por civilizar. Aun así, te servirá para
    hacer prácticas de lectura.
    Echó otro trago, apuró la taza, la dejó en el suelo, al lado de la cama, se volvió de lado, hipó una o dos veces y se durmió.
    John abrió el libro al azar.
    Nada, sólo vivir
    en el rancio sudor
    de un lecho inmundo,
    cociéndose en la corrupción,
    arrullándose y haciendo el amor
    sobre el maculado camastro...
    Las extrañas palabras penetraron, rumorosas, en su mente como la
    voz del trueno; como los tambores de las danzas de verano si los
    tambores supieran hablar; como los hombres que cantan el Canto
    del Maíz, tan hermoso que hacía llorar; como las palabras mágicas
    del viejo Mitsima sobre sus plumas, sus palos tallados y sus trozos
    de hueso y de piedra: kiathla tsilu silokwe silokwe silokwe. Kiai
    silu silu, tsithl. Pero mejor que las fórmulas mágicas de Mitsima,
    porque aquello significaba algo más, porque le hablaba a él; le
    hablaba maravillosamente, de una manera sólo a medias comprensible, con un poder mágico terriblemente bello, de Linda; de Linda
    que yacía allá, roncando, con la taza vacía junto a su cama; le hablaba de Linda y Popé, de Linda y Popé.



    * * *



    John odiaba a Popé cada vez más. Un hombre puede sonreír y sonreír y ser un villano. Un villano incapaz de remordimientos, traidor, cobarde, inhumano. ¿Qué significaban exactamente estas pa-
    labras? John sólo lo sabía a medias. Pero su magia era poderosa, y
    las palabras seguían resonando en su cerebro, y en cierta manera
    era como si hasta entonces no hubiese odiado realmente a Popé;
    como si no le hubiese odiado realmente porque nunca había sido
    capaz de expresar cuánto le odiaba. Pero ahora John tenía estas
    palabras, estas palabras que eran como tambores, como cantos,
    como fórmulas mágicas.
    Un día, cuando John volvió a casa, después de sus juegos, encontró abierta la puerta del cuarto interior y los vio yaciendo los dos
    en la cama, dormidos: la blanca Linda, y Popé, casi negro a su lado, con un brazo bajo los hombros de ella y el otro encima de su
    pecho, con una de sus trenzas negras sobre la blanca garganta de
    Linda, como una serpiente que quisiera estrangularla. En el suelo,
    junto a la cama, había la calabaza de Popé y una taza. Linda roncaba
    John tuvo la sensación de que su corazón había desaparecido, dejando un hueco en su lugar. Sí, se sentía vacío. Vacío, y frío, y un
    tanto mareado, y como deslumbrado. Se apoyó en la pared para
    rehacerse un poco. Villano sin remordimientos, traidor, cobarde...
    Como tambores, como los hombres cuando cantan al maíz, como
    fórmulas mágicas, las palabras se repetían una y otra vez en su
    mente. John pasó del frío inicial a un súbito calor. Las mejillas,
    inyectadas en sangre, le ardían, la habitación vacilaba y se ensombrecía ante sus ojos. Rechinó los dientes. Lo mataré, lo mataré, lo
    mataré..., empezó a decir. Y, de pronto, surgieron otras palabras:


    Cuando duerma, borracho, o esté enfurecido,
    o goce del placer incestuoso de la cama...


    La magia estaba de su parte, la magia lo explicaba todo y daba
    órdenes. John volvió al cuarto exterior. Cuando duerma, borracho... El cuchillo de cortar la carne estaba en el suelo, junto al hogar. John lo cogió y, de puntillas, se acercó de nuevo al umbral.
    Cuando duerma, borracho; cuando duerma, borracho... Cruzó corriendo la estancia y clavó el cuchillo —¡oh, la sangre! dos veces,
    mientras Popé despertaba de su sueño; levantó la mano para volver
    a clavar el cuchillo, pero alguien le cogió la muñeca y —¡oh,
    oh!— se la retorció. John no podía moverse, estaba cogido, y veía
    los ojillos negros de Popé, muy cerca de él, mirándole fijamente.
    John desvió la mirada. En el hombro izquierdo de Popé aparecían
    dos cortes. ¡Oh, mira, sangre! —gritaba Linda—. ¡Sangre! Nunca
    había podido soportar la vista de la sangre. Popé levantó la otra
    mano... para pegarme, pensó John. Se puso rígido para aguantar el
    golpe. Pero la mano lo cogió por debajo del mentón y le obligó a
    levantar la cabeza y a mirar a Popé a los ojos. Durante largo rato,
    horas y más horas. Y de pronto —no pudo evitarlo— John empezó
    a llorar. Y Popé se echó a reír. Anda, ve —dijo, en su lengua india—. Ve, mi valiente Thaiyuta. Y John corrió al otro cuarto, a
    ocultar sus lágrimas


    John tuvo la sensación de que su corazón había desaparecido, dejando un hueco en su lugar. Sí, se sentía vacío. Vacío, y frío, y un
    tanto mareado, y como deslumbrado. Se apoyó en la pared para
    rehacerse un poco. Villano sin remordimientos, traidor, cobarde...
    Como tambores, como los hombres cuando cantan al maíz, como
    fórmulas mágicas, las palabras se repetían una y otra vez en su
    mente. John pasó del frío inicial a un súbito calor. Las mejillas,
    inyectadas en sangre, le ardían, la habitación vacilaba y se ensombrecía ante sus ojos. Rechinó los dientes. Lo mataré, lo mataré, lo
    mataré..., empezó a decir. Y, de pronto, surgieron otras palabras:
    Cuando duerma, borracho, o esté enfurecido,
    o goce del placer incestuoso de la cama...
    La magia estaba de su parte, la magia lo explicaba todo y daba
    órdenes. John volvió al cuarto exterior. Cuando duerma, borracho... El cuchillo de cortar la carne estaba en el suelo, junto al hogar. John lo cogió y, de puntillas, se acercó de nuevo al umbral.
    Cuando duerma, borracho; cuando duerma, borracho... Cruzó corriendo la estancia y clavó el cuchillo —¡oh, la sangre! dos veces,
    mientras Popé despertaba de su sueño; levantó la mano para volver
    a clavar el cuchillo, pero alguien le cogió la muñeca y —¡oh,
    oh!— se la retorció. John no podía moverse, estaba cogido, y veía
    los ojillos negros de Popé, muy cerca de él, mirándole fijamente.
    John desvió la mirada. En el hombro izquierdo de Popé aparecían
    dos cortes. ¡Oh, mira, sangre! —gritaba Linda—. ¡Sangre! Nunca
    había podido soportar la vista de la sangre. Popé levantó la otra
    mano... para pegarme, pensó John. Se puso rígido para aguantar el
    golpe. Pero la mano lo cogió por debajo del mentón y le obligó a
    levantar la cabeza y a mirar a Popé a los ojos. Durante largo rato,
    horas y más horas. Y de pronto —no pudo evitarlo— John empezó
    a llorar. Y Popé se echó a reír. Anda, ve —dijo, en su lengua india—. Ve, mi valiente Thaiyuta. Y John corrió al otro cuarto, a
    ocultar sus lágrimas


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    Mensaje por Maria Lua Jue 16 Ene 2025, 18:38

    ***


    —Ya tienes quince años —dijo el viejo Mitsima, en su lengua india—. Te enseñaré a modelar la arcilla.
    En cuclillas, junto al río, trabajaron juntos.
    —Ante todo —dijo Mitsima, cogiendo un terrón de arcilla húmeda
    entre sus manos—, haremos una luna pequeña.
    El anciano aplastó el terrón dándole forma de disco, y después
    levantó sus bordes; la luna se convirtió en un bol.
    Lenta, torpemente, John imitó los delicados gestos del anciano.
    —Una luna, una taza, y ahora una serpiente.
    Mitsima cogió otro terrón de arcilla Y formó con él un largo cilindro flexible, lo dobló hasta darle la forma de un círculo perfecto y
    lo colocó encima del borde del bol.
    —Después otra serpiente, y otra, y otra.
    Circulo tras círculo, Mitsima levantó los costados de la jarra; era
    estrecha en la parte inferior, se hinchaba hacia el centro y volvía a
    estrecharse en la parte del cuello. Mitsima modelaba, daba palmaditas, acariciaba y rascaba la arcilla; y al fin salió de sus manos el
    típico jarro de agua de Malpaís, si bien era de color blanco cremoso en lugar de negro, y blando todavía. La contrahecha imitación
    del jarro de Mitsima, obra de John, estaba a su lado. Mirando los
    dos jarros, John no pudo reprimir una carcajada.
    —Pero el próximo será mejor —dijo.
    Y empezó a humedecer otro terrón de arcilla.
    Modelar, dar forma, sentir cómo sus dedos adquirían habilidad y
    fuerza le proporcionaba un placer extraordinario.
    —Vitamina A, Vitamina B, Vitamina C —canturreaba, mientras
    trabajaba—. La grasa está en el hígado, y el bacalao en el mar...
    Y también Mitsima cantaba: una canción sobre la matanza de un
    oso.
    Trabajaron todo el día; y el día entero estuvo lleno de una felicidad
    intensa, absorbente.
    —El próximo invierno —dijo el viejo Mitsima —te enseñaré a
    construir un arco.



    * * *



    John esperó largo rato delante de la casa; y al fin terminaron las
    ceremonias que se celebraban en el interior. La puerta se abrió y
    ellos salieron. Primero Kothlu, con la mano derecha extendida,
    fuertemente cerrado el puño, como si guardara una joya preciosa.
    Le seguía Kiakimé, también con la mano derecha extendida, pero
    cerrado el puño. Caminaban en silencio, y en silencio, detrás de
    ellos, seguían los hermanos, las hermanas, los primos y la gente
    mayor.
    Salieron del pueblo, cruzando la altiplanicie. Al llegar al borde del
    acantilado se detuvieron, cara al sol matutino. Kothlu abrió el puño. Viose en la palma de su mano una pulgarada de blanca harina
    de maíz; Kothlu le echó un poco de su aliento, pronunció unas
    palabras misteriosas y arrojó la harina, un puñado de polvo blanco,
    en dirección al sol. Kiakimé hizo lo mismo. Después el padre de
    Kiakimé avanzó un paso, y levantando un bastón litúrgico adornado con plumas, pronunció una larga oración y acabó arrojando el
    bastón en la misma dirección que había seguido la harina de maíz.
    —Se acabó —dijo el viejo Mitsima en voz alta—. Están casados
    —Bueno —dijo Linda, cuando se volvieron—; yo sólo digo que
    no veo la necesidad de armar tanto alboroto por una insignificancia
    como ésta. En los países civilizados, cuando un muchacho desea a
    una chica, se limita a... Pero, ¿adónde vas, John?
    John no le hizo caso y echó a correr, lejos, muy lejos, donde pudiera estar solo.
    Se acabó. Las palabras del viejo Mitsima seguían resonando en su
    mente. Se acabó, se acabó... En silencio, y desde lejos, pero violenta, desesperadamente, sin esperanza alguna John había amado a
    Kiakimé. Y ahora, todo había acabado. John tenía dieciséis años.
    * * *
    Cuando la luna fuese llena, en la Kiva de los Antílopes se revelarían muchos secretos, se ejecutarían muchos ritmos ocultos. Los
    muchachos bajarían a la Kiva y saldrían de ella convertidos en
    hombres. Todos estaban un poco asustados y al mismo tiempo
    impacientes.
    Al fin llegó el día. El sol fue al ocaso y apareció la luna. John fue
    con los demás. Ante la entrada de la Kiva esperaban unos hombres
    morenos; la escalera de mano descendía hacia las profundidades
    iluminadas con una luz rojiza. Ya los primeros habían empezado a
    bajar. De pronto, uno de los hombres avanzó, lo agarró por un brazo y lo sacó de la fila. John logró escapar de sus manos y volver a
    ocupar su lugar entre los otros. Esta vez el hombre lo agarró por
    los cabellos y le golpeó.
    —¡Tú no, albino!
    —¡El hijo de perra, no! —gritó otro hombre.
    Los muchachos rieron.
    —¡Fuera!
    John todavía no se decidía a separarse del grupo.
    —¡Fuera! —volvieron a gritar los hombres.
    Uno de ellos se agachó, cogió una piedra y se la arrojó.
    —¡Fuera, fuera, fuera!
    Cayó sobre él un chaparrón de guijarros. Sangrando, John huyó
    hacia las tinieblas. De la Kiva iluminada de rojo llegaba hasta él el
    rumor de unos cantos. El último muchacho había bajado ya la escalera. John se había quedado solo.
    Solo, fuera del pueblo, en la desierta llanura de la altiplanicie. A la
    luz de la luna, las rocas eran como huesos blanqueados. Abajo, en
    el valle, los coyotes aullaban a la luna. Los arañazos le escocían y
    los cortes todavía le sangraban; pero no sollozaba por el dolor,
    sino porque estaba solo, porque lo habían arrojado, solo, a aquel
    mundo esquelético de rocas y luz de luna.


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    Mensaje por Maria Lua Vie 17 Ene 2025, 09:40

    ***
    * *
    —Solo, siempre solo —decía el joven.
    Las palabras despertaron un eco quejumbroso en la mente de Bernard. Solo, solo...
    —También yo estoy solo —dijo, cediendo a un impulso de confianza—. Terriblemente solo.
    —¿Tú? —John parecía sorprendido—. Yo creía que en el Otro
    Lugar... Linda siempre dice que allá nadie está solo.
    Bernard se sonrojó, turbado.
    —Verás —dijo, tartamudeando y sin mirarle—, yo soy bastante
    diferente de los demás, supongo. Si por azar uno es decantado diferente...
    —Sí, esto es —asintió el joven—. Si uno es diferente, se ve condenado a la soledad. Los demás le tratan brutalmente. ¿Sabes que a
    mí me han mantenido alejado de todo? Cuando los otros muchachos fueron enviados a pasar la noche en las montañas, donde deben soñar cuál es su respectivo animal sagrado, a mí no me dejaron
    ir con los otros; ni me revelaron ninguno de sus secretos. Pero yo
    lo hice todo por mí mismo —agregó—. Pasé cinco días sin comer
    absolutamente nada y una noche me marché solo a aquellas montañas.
    Bernard sonrió con condescendencia.
    —¿Y soñaste algo? —preguntó.
    El otro asintió con la cabeza.
    —Pero no debo decirte lo que soñé. —Guardó silencio un momento, y después, en voz baja, prosiguió—: Una vez hice algo que
    ninguno de los demás ha hecho: un mediodía de verano, permanecí
    apoyado en una roca, con los brazos abiertos, como Jesús en la
    cruz.
    —Pero ¿por qué lo hiciste?
    —Quería saber qué sensación producía ser crucificado. Colgar
    allá, al sol...
    —Pero ¿por qué?
    —¿Por qué? Pues... —vaciló—. Porque sentía que debía hacerlo.
    Si Jesús pudo soportarlo... Además, si uno ha hecho algo malo...
    Por otra parte, yo no era feliz; y ésta era otra razón.
    —A primera vista, parece una forma muy curiosa de poner remedio a la infelicidad —dijo Bernard.
    Pero, pensándolo mejor, llegó a la conclusión de que, a fin de
    cuentas, algo había en ello. Quizá fuese mejor que tomar soma...
    —Al cabo de un rato me desmayé —dijo el joven—. Caí boca abajo. ¿No ves la señal del corte que me hice?
    Se levantó el mechón de pelo rubio que le cubría la frente, dejando
    al descubierto una cicatriz pálida que aparecía en su sien derecha.
    Bernard miró y se apresuró a cambiar de tema.
    —¿Te gustaría ir a Londres con nosotros? —preguntó, iniciando
    así el primer paso de una campaña cuya estrategia había empezado
    a elaborar en secreto desde el momento en que, en el interior de la
    casucha, había comprendido quién debía ser el padre de aquel joven salvaje. ¿Te gustaría?
    El rostro del muchacho se iluminó.
    —¿Lo dices en serio?
    —Claro; es decir, suponiendo que consiguiera el permiso.
    —¿Y Linda también?
    —Bueno...
    Bernard vaciló. ¡Aquella odiosa criatura! No, era imposible. A
    menos que... De pronto, se le ocurrió a Bernard que la misma repulsión que Linda inspiraba podía constituir un buen triunfo.
    —Pues, ¡claro que sí! —exclamó, esforzándose por compensar su
    vacilación con un exceso de cordialidad.
    —¡Pensar que pudiera realizarse el sueño de toda mi vida! ¿Recuerdas lo que dice Miranda?
    —¿Quién es Miranda?
    Pero, evidentemente, el joven no había oído la pregunta.
    —¡Oh, maravilla! —decía.
    Sus ojos brillaban y su rostro ardía.
    ¡Cuántas y cuán divinas criaturas hay aquí! ¡Cuán bella humanidad!
    Su sonrojo se intensificó súbitamente; John pensaba en Lenina, en
    aquel ángel vestido de viscosa color verde botella, reluciente de
    juventud y de crema cutánea, llenita y sonriente. Su voz vaciló:
    —¡Oh, maravilloso nuevo mundo! —empezó; pero de pronto se
    interrumpió; la sangre había abandonado sus mejillas; estaba blanco como el papel—. ¿Estás casado con ella? —preguntó.
    —¿Si estoy qué?
    —Casado. ¿Comprendes? Para siempre. Los indios, en su lengua
    lo dicen así: Para siempre. Un lazo que no puede romperse.
    —¡Oh, no, por Ford!
    Bernard no pudo por menos de reír. John rió también, pero por otra
    razón. Rió de pura alegría.
    —¡Oh, maravilloso nuevo mundo! —repitió—. ¡Oh, maravilloso
    nuevo mundo que alberga tales criaturas! ¡Vayamos allá!
    —A veces hablas de una manera muy rara —dijo Bernard, mirando al joven con asombro y perplejidad—. Por otra parte, ¿no sería
    más prudente que esperaras a ver ese nuevo mundo?






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    Aldous Huxley  (  1894 -  1963)  - Página 2 Empty Re: Aldous Huxley ( 1894 - 1963)

    Mensaje por Maria Lua Vie 17 Ene 2025, 09:41

    ***
    Capítulo 9
    Tras aquel día de absurdo y horror, Lenina consideró que se había
    ganado el derecho a unas vacaciones completas y absolutas. En
    cuanto volvieron a la hospedería, se administró seis tabletas de
    medio gramo de soma, se echó en la cama, y al cabo de diez minutos se había embarcado hacia la eternidad lunar. Por lo menos tardaría dieciocho horas en volver a la realidad.
    Entretanto, Bernard yacía meditabundo y con los ojos abiertos en
    la oscuridad. No se durmió hasta mucho después de la medianoche. Pero su insomnio no había sido estéril. Tenía un plan.
    Puntualmente, a la mañana siguiente, a las diez, el ochavón del
    uniforme verde se apeó del helicóptero. Bernard le esperaba entre
    las pitas.
    —Miss Crowne está de vacaciones de soma —explicó—. No estará de vuelta antes de las cinco. Por tanto, tenemos siete horas para
    nosotros.
    Podían volar a Santa Fe, realizar su proyecto y estar de vuelta en
    Malpaís mucho antes de que Lenina despertara.
    —¿Estará segura aquí? —preguntó.
    —Segura como un helicóptero —le tranquilizó el ochavón.
    Subieron al aparato y despegaron inmediatamente. A las diez y
    treinta y cuatro aterrizaron en la azotea de la Oficina de Correos de
    Santa Fe; a las diez y treinta y siete Bernard había logrado comunicación con el Despacho del Interventor Mundial, en Whitehall; a
    las diez y treinta y nueve hablaba con el cuarto secretario particular; a las diez y cuarenta y cuatro repetía su historia al primer secretario, y a las diez y cuarenta y siete y medio, la voz grave, resonante, del propio Mustafá Mond sonó en sus oídos.
    —He osado pensar —tartamudeó Bernard— que su Fordería podía
    juzgar el asunto de suficiente interés científico...
    Un mundo feliz
    - 128 -
    —En efecto, juzgo el asunto de suficiente interés científico —dijo
    la voz profunda—. Tráigase a esos dos individuos a Londres con
    usted.
    —Su Fordería no ignora que necesitaré un permiso especial...
    —En este momento —dijo Mustafá Mond— se están dando las
    órdenes necesarias al Guardián de la Reserva. Vaya usted inmediatamente al Despacho del Guardián. Buenos días, míster Marx.
    Siguió un silencio. Bernard colgó el receptor y subió corriendo a la
    azotea.
    El joven se hallaba ante la hospedería.
    —¡Bernard! —llamó—. ¡Bernard! No hubo respuesta.
    Caminando silenciosamente sobre sus mocasines de piel de ciervo,
    subió corriendo la escalera e intentó abrir la puerta. Pero estaba
    cerrada.
    ¡Se había marchado! Aquello era lo más terrible que le había ocurrido en su vida. La muchacha le había invitado a ir a verles, y
    ahora se habían marchado. John se sentó en un peldaño y lloró.
    Media hora después se le ocurrió echar una ojeada por la ventana.
    Lo primero que vio fue una maleta verde con las iniciales L. C.
    pintadas en la tapa. El júbilo se levantó en su interior como una
    hoguera. Cogió una piedra. El cristal roto cayó estrepitosamente al
    suelo. Un momento después, John se hallaba dentro del cuarto.
    Abrió la maleta verde; e inmediatamente se encontró respirando el
    perfume de Lenina, llenándose los pulmones con su ser esencial.
    El corazón le latía desbocadamente; por un momento, estuvo a
    punto de desmayarse. Después, agachándose sobre la preciosa caja, la tocó, la levantó a la luz, la examinó. Las cremalleras del otro
    par de pantalones cortos de Lenina, de pana de viscosa, de momento le plantearon un problema que, una vez resuelto, le resultó una
    delicia. ¡Zis!, y después ¡zas!, ¡zis!, y después ¡zas! Estaba entusiasmado. Sus zapatillas verdes eran lo más hermoso que había
    visto en toda su vida. Desplegó un par de pantaloncillos interiores,
    se ruborizó y volvió a guardarlos inmediatamente; pero besó un
    pañuelo de acetato perfumado y se puso una bufanda al cuello.
    Abriendo una caja, levantó una nube de polvos perfumados. Las
    Un mundo feliz
    - 129 -
    manos le quedaron enharinadas. Se las limpió en el pecho, en los
    hombros, en los brazos desnudos. ¡Delicioso perfume! Cerró los
    ojos y restregó la mejilla contra su brazo empolvado. Tacto de fina
    piel contra su rostro, perfume en su nariz de polvos delicados... su
    presencia real.
    —¡Lenina! —susurró—. ¡Lenina!
    Un ruido lo sobresaltó; se volvió con expresión culpable. Guardó
    apresuradamente en la maleta todo lo que había sacado de ella, y
    cerró la tapa; volvió a escuchar, mirando con los ojos muy abiertos. Ni una sola señal de vida; ni un sonido. Y, sin embargo, estaba
    seguro de haber oído algo, algo así como un suspiro, o como el
    crujir de una madera. Se acercó de puntillas a la puerta, y, abriéndola con cautela, se encontró ante un vasto descansillo. Al otro
    lado de la meseta había otra puerta, entornada. Se acercó a ella, la
    empujó, y asomó la cabeza.
    Allá, en una cama baja, con el cobertor bajado, vestida con un breve pijama de una sola pieza, yacía Lenina, profundamente dormida
    y tan hermosa entre sus rizos, tan conmovedoramente infantil con
    sus rosados dedos de los pies y su grave cara sumida en el sueño,
    tan confiada en la indefensión de sus manos suaves y sus miembros relajados, que las lágrimas acudieron a los ojos de John.
    Con una infinidad de precauciones completamente innecesarias —
    por cuanto sólo un disparo de pistola hubiera podido obligar a Lenina a volver de sus vacaciones de soma antes de la hora fijada—,
    John entró en el cuarto, se arrodilló en el suelo, al lado de la cama,
    miró, juntó las manos, y sus labios se movieron.
    —Sus ojos —murmuró.

    Sus ojos, sus cabellos, su mejilla, su andar, su voz;
    los manejas en tu discurso; ¡oh, esa mano
    a cuyo lado son los blancos tinta
    cuyos propios reproches escribe; ante cuyo suave
    tacto
    parece áspero el plumón de los cisnes...!

    Una mosca revoloteaba cerca de ella; John la ahuyentó.
    —Moscas —recordó.

    En el milagro blanco de la mano de mi querida Julieta
    pueden detenerse y robar gracia inmortal de sus labios,
    que, en su pura modestia de vestal,
    se sonrojan creyendo pecaminosos sus propios besos.



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    Aldous Huxley  (  1894 -  1963)  - Página 2 Empty Re: Aldous Huxley ( 1894 - 1963)

    Mensaje por Maria Lua Vie 17 Ene 2025, 09:43

    ***

    Muy lentamente, con el gesto vacilante de quien se dispone a acariciar un ave asustadiza y posiblemente peligrosa, John avanzó una
    mano. Ésta permaneció suspendida, temblorosa, a dos centímetros
    de aquellos dedos inmóviles, al mismo borde del contacto. ¿Se
    atrevería? ¿Se atrevería a profanar con su indignísima mano aquella...? No, no se atrevió. El ave era demasiado peligrosa. La mano
    retrocedió, y cayó, lacia. ¡Cuán hermosa era Lenina! ¡Cuán bella!
    Luego, de pronto, John se encontró pensando que le bastaría coger
    el tirador de la cremallera, a la altura del cuello, y tirar de él hacia
    abajo, de un solo golpe... Cerró los ojos y movió con fuerza la cabeza, como un perro que se sacude las orejas al salir del agua. ¡Detestable pensamiento! John se sintió avergonzado de sí mismo.
    Pura modestia de vestal...
    Oyóse un zumbido en el aire. ¿Otra mosca que pretendía robar
    gracias inmortales? ¿Una avispa, acaso? John miró a su alrededor,
    y no vio nada. El zumbido fue en aumento, y pronto resultó evidente que se oía en el exterior. ¡El helicóptero! Presa de pánico,
    John saltó sobre sus pies y corrió al otro cuarto, saltó por la ventana abierta y corriendo por el sendero que discurría entre las altas
    pitas llegó a tiempo de recibir a Bernard Marx en el momento en
    que éste bajaba del helicóptero.






    Capítulo 10




    Las manecillas de los cuatro mil relojes eléctricos de las cuatro mil
    salas del Centro de Bloomsbury señalaban las dos y veintisiete
    minutos. La industriosa colmena, como el director se complacía en
    llamarlo, se hallaba en plena fiebre de trabajo. Todo el mundo estaba atareado, todo se movía ordenadamente. Bajo los microscopios, agitando furiosamente sus largas colas, los espermatozoos
    penetraban de cabeza dentro de los óvulos, y fertilizados, los óvulos crecían, se dividían, o bien, bokanovskificados, echaban brotes
    y constituían poblaciones enteras de embriones. Desde la Sala de
    Predestinación Social las cintas sin fin bajaban al sótano, y allá, en
    la penumbra escarlata, calientes, cociéndose sobre su almohada de
    peritoneo y ahítos de sucedáneo de la sangre y de hormonas, los
    fetos crecían, o bien, envenenados, languidecían hasta convertirse
    en futuros Epsilones. Con un débil zumbido los estantes móviles
    reptaban imperceptiblemente, semana tras semana, hacia donde, en
    la Sala de Decantación, los niños recién desenfrascados exhalaban
    su primer gemido de horror y sorpresa.
    Las dinamos jadeaban en el subsótano, y los ascensores subían y
    bajaban. En los once pisos de las Guarderías era la hora de comer.
    Mil ochocientos niños, cuidadosamente etiquetados, extraían, simultáneamente, de mil ochocientos biberones, su medio litro de
    secreción externa pasteurizada.
    Más arriba, en las diez plantas sucesivas destinadas a dormitorios,
    los niños y niñas que todavía eran lo bastante pequeños para necesitar una siesta, se hallaban tan atareados como todo el mundo,
    aunque ellos no lo sabían, escuchando inconscientemente las lecciones hipnopédicas de higiene y sociabilidad, de conciencia de
    clases y de vida erótica. Y más arriba aún, había las salas de juego,
    donde, por ser un día lluvioso, novecientos niños un poco mayores
    se divertían jugando con ladrillos, modelando con ladrillos, modelando con arcilla, o dedicándose a jugar al escondite o a los corrientes juegos eróticos.
    ¡Zmmm...! La colmena zumbaba, atareada, alegremente. ¡Alegres
    eran las canciones que tarareaban las muchachas inclinadas sobre
    los tubos de ensayo! Los predestinadores silbaban mientras trabajaban, y en la Sala de Decantación se contaban chistes estupendos
    por encima de los frascos vacíos. Pero el rostro del director, cuando entró en la Sala de Fecundación con Henry Foster, aparecía
    grave, severo, petrificado.
    —Un escarmiento público —decía—. Y en esta sala, porque en
    ella hay más trabajadores de casta alta que en ninguna otra de las
    del Centro. Le he dicho que viniera a verme aquí a las dos y media.
    —Cumple su tarea admirablemente —dijo Henry, con hipócrita
    generosidad.
    —Lo sé. Razón de más para mostrarme severo con él. Su eminencia intelectual entraña las correspondientes responsabilidades morales, cuanto mayores son los talentos de un hombre más grande es
    su poder de corromper a los demás. Y es mejor que sufra uno solo
    a que se corrompan muchos. Considere el caso desapasionadamente, míster Foster, y verá que no existe ofensa tan odiosa como la
    heterodoxia en el comportamiento. El asesino sólo mata al individuo, y, al fin y al cabo, ¿qué es un individuo? —Con un amplio
    ademán señaló las hileras de microscopios, los tubos de ensayo, las
    incubadoras—. Podemos fabricar otro nuevo con la mayor facilidad; tantos como queramos. La heterodoxia amenaza algo mucho
    más importante que la vida de un individuo; amenaza a la propia
    Sociedad. Sí, a la propia Sociedad —repitió—. Pero, aquí viene.
    Bernard había entrado en la sala y se acercaba a ellos pasando por
    entre las hileras de fecundadores. Su expresión jactanciosa, de confianza en sí mismo, apenas lograba disimular su nerviosismo. La
    voz con que dijo: Buenos días, director sonó demasiado fuerte,
    absurdamente alta; y cuando, para corregir su error, dijo: Me pidió
    usted que acudiera aquí para hablarme, lo hizo con voz ridículamente débil.
    —Sí, míster Marx —dijo el director enfáticamente—. Le pedí que
    acudiera a verme aquí. Tengo entendido que regresó usted de sus
    vacaciones anoche.






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    Mensaje por Maria Lua Vie 17 Ene 2025, 09:45

    ***

    Sí —contestó Bernard.
    —Ssssí —repitió el director, acentuando la s, en un silbido como
    de serpiente. Luego, levantando súbitamente la voz, trompeteó—:
    Señoras y caballeros, señoras y caballeros.
    El tarareo de las muchachas sobre sus tubos de ensayo y el silbido
    abstraído de los microscopistas cesaron súbitamente. Se hizo un
    silencio profundo; todos volvieron las miradas hacia el grupo central.
    —Señoras y caballeros —repitió el director—, discúlpenme si interrumpo sus tareas. Un doloroso deber me obliga a ello. La seguridad y la estabilidad de la Sociedad se hallan en peligro. Sí, en
    peligro, señoras y caballeros. Este hombre —y señaló acusadoramente a Bernard—, este hombre que se encuentra ante ustedes,
    este Alfa-Más a quien tanto le fue dado, y de quien, en consecuencia, tanto cabía esperar, este colega de ustedes, o mejor, acaso este
    que fue colega de ustedes, ha traicionado burdamente la confianza
    que pusimos en él. Con sus opiniones heréticas sobre el deporte y
    el soma, con la escandalosa heterodoxia de su vida sexual, con su
    negativa a obedecer las enseñanzas de Nuestro Ford y a comportarse fuera de las horas de trabajo como un bebé en su frasco —y
    al llegar a este punto el director hizo la señal de la T— se ha revelado como un enemigo de la Sociedad, un elemento subversivo,
    señoras y caballeros. Contra el Orden y la Estabilidad, un conspirador contra la misma Civilización. Por esta razón me propongo
    despedirle, despedirle con ignominia del cargo que hasta ahora ha
    venido ejerciendo en este Centro; y me propongo asimismo solicitar su transferencia a un Subcentro del orden más bajo, y, para que
    su castigo sirva a los mejores intereses de la sociedad, tan alejado
    como sea posible de cualquier Centro importante de población. En
    Islandia tendrá pocas oportunidades de corromper a otros con su
    ejemplo antifordiano —el director hizo una pausa; después, cruzando los brazos, se volvió solemnemente hacia Bernard—. Marx
    —dijo—, ¿puede usted alegar alguna razón por la cual yo no deba
    ejecutar el castigo que le he impuesto?
    —Sí, puedo —contestó Bernard, en voz alta.
    —Diga cuál es, entonces —dijo el director, un tanto asombrado,
    pero sin perder la dignidad majestuosa de su actitud.
    —No sólo la diré, sino que la exhibiré. Pero está en el pasillo. Un
    momento. —Bernard se acercó rápidamente a la puerta y la abrió
    bruscamente—. Entre —ordenó.
    Y la razón alegada entró y se hizo visible.
    Se produjo un sobresalto, una suspensión del aliento de todos los
    presentes y, después, un murmullo de asombro y de horror; una
    chica joven chilló; estaba de pie encima de una silla para ver mejor, y, al vacilar, derramó dos tubos de ensayo llenos de espermatozoos. Abotargado, hinchado, entre aquellos cuerpos juveniles y
    firmes y aquellos rostros correctos, un monstruo de mediana edad,
    extraño y terrorífico, Linda, entró en la sala, sonriendo picaronamente con su sonrisa rota y descolorida, y moviendo sus enormes
    caderas en lo que pretendía ser una ondulación voluptuosa. Bernard andaba a su lado.
    —Aquí está —dijo Bernard, señalando al director.
    —¿Cree que no lo habría reconocido? —preguntó Linda, irritada;
    después, volviéndose hacia el director, agregó—: Claro que te reconocí, Tomakin; te hubiese reconocido en cualquier sitio, entre un
    millar de personas. Pero tal vez tú me habrás olvidado. ¿No te
    acuerdas? ¿No, Tomakin? Soy tu Linda. —Linda lo miraba con la
    cabeza ladeada, sonriendo todavía, pero con una sonrisa que progresivamente, ante la expresión de disgusto petrificado del director, fue perdiendo confianza hasta desaparecer del todo—. ¿No te
    acuerdas de mí, Tomakin? —repitió Linda, con voz temblorosa.
    Sus ojos aparecían ansiosos, agónicos. El rostro abotargado se deformó en una mueca de intenso dolor—. ¡Tomakin!
    Linda le tendió los brazos. Algunos empezaron a reír por lo bajo.
    —¿Qué significa —empezó el director— esta monstruosa...?
    —¡Tomakin!
    Linda corrió hacia delante, arrastrando tras de sí su manta, arrojó
    los brazos al cuello del director y ocultó el rostro en su pecho.
    Levantóse una incontenible oleada de carcajadas.
    —¿... esta monstruosa broma de mal gusto? —gritó el director.
    Con el rostro encendido, intentó desasirse del abrazo de la mujer,
    que se aferraba a él desesperadamente.
    —¡Pero si soy Linda, soy Linda! —las risas ahogaron su voz—.
    ¡Me hiciste un crío! —chilló Linda, por encima del rugir de las
    carcajadas.
    Hubo un siseo súbito, de asombro; los ojos vagaban incómodamente, sin saber adónde mirar. El director palideció súbitamente,
    dejó de luchar, y, todavía con las manos en las muñecas de Linda,
    se quedó mirándola a la cara, horrorizado.
    —Sí, un crío... y yo fui su madre.
    Linda lanzó aquella obscenidad como un reto en el silencio ultrajado; después, separándose bruscamente de él, abochornada, se
    cubrió la cara con las manos, sollozando.
    —No fue mía la culpa, Tomakin. Porque yo siempre hice mis ejercicios, ¿no es verdad? ¿No es verdad? Siempre... No comprendo
    cómo... ¡Si tú supieras cuán horrible fue, Tomakin...! A pesar de
    todo, el niño fue un consuelo para mí. —Y, volviéndose hacia la
    puerta, llamó—: ¡John!
    John entró inmediatamente, hizo una breve pausa en el umbral,
    miró a su alrededor, y después, corriendo silenciosamente sobre
    sus mocasines de piel de ciervo, cayó de rodillas a los pies del director y dijo en voz muy clara:
    —¡Padre!
    Esta palabra (porque la voz padre, que no implicaba relación directa con el desvío moral que extrañaba el hecho de alumbrar un hijo,
    no era tan obscena como grosera; era una incorrección más escatológica que pornográfica), la cómica suciedad de esta palabra alivió
    la tensión, que había llegado a hacerse insoportable. Las carcajadas
    estallaron, estruendosas, casi histéricas, encadenadas, como si no
    debieran cesar nunca. ¡Padre! ¡Y era el director! ¡Padre! ¡Oh,
    Ford! Era algo estupendo. Las risas se sucedían, los rostros parecían a punto de desintegrarse, y hasta los ojos se cubrían de lágrimas. Otros seis tubos de ensayo llenos de espermatozoos fueron
    derribados. ¡Padre!
    Pálido, con los ojos fuera de sus órbitas, el director miraba a su
    alrededor en una agonía de humillación enloquecedora. ¡Padre!
    Las carcajadas, que habían dado muestras de desfallecer, estallaron
    más fuertes que nunca. El director se tapó los oídos con ambas
    manos y abandonó corriendo la sala.










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    Mensaje por Maria Lua Vie 17 Ene 2025, 09:46

    ***

    Capítulo 11




    Después de la escena que había tenido lugar en la Sala de Fecundación, todos los londinenses de castas superiores se morían por
    aquella deliciosa criatura que había caído de rodillas ante el director de Incubación y Condicionamiento —o, mejor dicho, ante el
    ex-director, porque el pobre hombre había dimitido inmediatamente y no había vuelto a poner los pies en el Centro— y le había llamado (¡el chiste era casi demasiado bueno para ser cierto!) padre.
    Linda, por el contrario, no tenía el menor éxito; nadie tenía el menor deseo de ver a Linda. Decir que una era madre era algo peor
    que un chiste: era una obscenidad. Además, Linda no era una salvaje auténtica; había sido incubada en un frasco y condicionada
    como todo el mundo, de modo que no podía tener ideas completamente extravagantes. Finalmente —y ésta era la razón más poderosa por la cual la gente no deseaba ver a la pobre Linda—, había
    la cuestión de su aspecto. Era gorda; había perdido su juventud;
    tenía los dientes estropeados y el rostro abotargado. ¡Y aquel rostro! ¡Oh, Ford! No se la podía mirar sin sentir mareos, auténticos
    mareos. Por eso las personas distinguidas estaban completamente
    decididas a no ver a Linda. Y Linda, por su parte, no tenía el menor deseo de verlas. El retorno a la civilización fue, para ella, el
    retorno al soma, la posibilidad de yacer en cama y tomarse vacaciones tras vacaciones, sin tener que volver de ellas con jaqueca o
    vómitos, sin tener que sentirse como se sentía siempre después de
    tomar peyote, como si hubiese hecho algo tan vergonzosamente
    antisocial que nunca más había de poder llevar ya la cabeza alta. El
    soma no gastaba tales jugarretas. Las vacaciones que proporcionaba eran perfectas, y si la mañana siguiente resultaba desagradable,
    sólo era por comparación con el gozo de la víspera. La solución
    era fácil: perpetuar aquellas vacaciones. Glotonamente, Linda exigía cada vez dosis más elevadas y más frecuentes. Al principio, el
    doctor Shaw ponía objeciones; después le concedió todo el soma
    que quisiera. Linda llegaba a tomar hasta veinte gramos diarios.
    —Lo cual acabará con ella en un mes o dos —confió el doctor a
    Bernard—. El día menos pensado el centro respiratorio se paralizará. Dejará de respirar. Morirá. Y no me parece mal. Si pudiéramos
    rejuvenecerla, la cosa sería distinta. Pero no podemos.
    Cosa sorprendente, en opinión de todos (porque cuando estaba
    bajo la influencia del soma, Linda dejaba de ser un estorbo), John
    puso objeciones.
    —Pero ¿no le acorta usted la vida dándole tanto soma?
    —En cierto sentido, sí —reconoció el doctor Shaw—. Pero, según
    como lo mire, se la alargamos.
    El joven lo miró sin comprenderle.
    —El soma puede hacernos perder algunos años de vida temporal
    —explicó el doctor—. Pero piense en la duración inmensa, enorme, de la vida que nos concede fuera del tiempo. Cada una de
    vuestras vacaciones de soma es un poco lo que nuestros antepasados llamaban eternidad.
    John empezaba a comprender.
    —La eternidad estaba en nuestros labios y nuestros ojos —
    murmuró.
    —¿Cómo?
    —Nada.
    —Desde luego —prosiguió el doctor Shaw—, no podemos permitir que la gente se nos marche a la eternidad a cada momento si
    tiene algún trabajo serio que hacer. Pero como Linda no tiene ningún trabajo serio...
    —Sin embargo —insistió John—, no me parece justo.
    El doctor se encogió de hombros.
    —Bueno, si usted prefiere que esté chillando como una loca todo
    el tiempo...
    Al fin, John se vio obligado a ceder. Linda consiguió el soma que
    deseaba. A partir de entonces permaneció en su cuartito de la planta treinta y siete de la casa de apartamentos de Bernard, en cama,
    con la radio y la televisión constantemente en marcha, el grifo de
    pachulí goteando, y las tabletas de soma al alcance de la mano; allá
    permaneció, y, sin embargo, no estaba allá, en absoluto; estaba
    siempre fuera, infinitamente lejos, de vacaciones; de vacaciones en
    algún otro mundo, donde la música de la radio era un laberinto de
    colores sonoros, un laberinto deslizante, palpitante, que conducía
    (a través de unos recodos inevitables, hermosos) a un centro brillante de convicción absoluta; un mundo en el cual las imágenes
    danzantes de la televisión eran los actores de un sensorama cantado, indescriptiblemente delicioso; donde el pachulí que goteaba era
    algo más que un perfume: era el sol, era un millón de saxofones,
    era Popé haciendo el amor, y mucho más aún, incomparablemente
    más, y sin fin...
    —No, no podemos rejuvenecer. Pero me alegro mucho de haber
    tenido esta oportunidad de ver un caso de senilidad del ser humano
    —concluyó el doctor Shaw—. Gracias por haberme llamado.
    Y estrechó calurosamente la mano de Bernard.
    Por consiguiente, era John a quien todos buscaban. Y como a John
    sólo cabía verle a través de Bernard, su guardián oficial, Bernard
    se vio tratado por primera vez en su vida no sólo normalmente,
    sino como una persona de importancia sobresaliente.
    Ya no se hablaba de alcohol en su sucedáneo de la sangre, ni se
    lanzaban pullas a propósito de su aspecto físico.
    —Bernard me ha invitado a ir a ver al Salvaje el próximo miércoles —anunció Fanny triunfalmente.
    —Lo celebro —dijo Lenina—. Y ahora, reconoce que estabas
    equivocada en cuanto a Bernard. ¿No lo encuentras simpatiquísimo?
    Fanny asintió con la cabeza.
    —Y debo confesar —agregó— que me llevé una sorpresa muy
    agradable.
    El Envasador Jefe, el director de Predestinación, tres Delegados
    Auxiliares de Fecundación, el Profesor de Sensoramas del Colegio
    de Ingeniería Emocional, el Deán de la Cantoría Comunal de
    Westminster, el Supervisor de Bokanovskificación... La lista de
    personajes que frecuentaba a Bernard era interminable















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    Mensaje por Maria Lua Vie 17 Ene 2025, 09:48

    ***

    —Y la semana pasada fui con seis chicas —confió Bernard a
    Helmholtz Watson—. Una el lunes, dos el martes, otras dos el
    viernes y una el sábado. Y si hubiese tenido tiempo o ganas, había
    al menos una docena más de ellas que sólo estaban deseando...
    Helmholtz escuchaba sus jactancias en un silencio tan sombrío y
    desaprobador, que Bernard se sintió ofendido.
    —Me envidias —dijo.
    Helmholtz denegó con la cabeza.
    —No, pero estoy muy triste; esto es todo —contestó.
    Bernard se marchó irritado, y se dijo que no volvería a dirigir la
    palabra a Helmholtz.
    Pasaron los días. El éxito se le subió a Bernard a la cabeza y le
    reconcilió casi completamente (como lo hubiese conseguido cualquier otro intoxicante) con un mundo que, hasta entonces, había
    juzgado poco satisfactorio. Desde el momento en que le reconocía
    a él como un ser importante, el orden de cosas era bueno. Pero,
    aun reconciliado con él por el éxito, Bernard se negaba a renunciar
    al privilegio de criticar este orden. Porque el hecho de ejercer la
    crítica aumentaba la sensación de su propia importancia, le hacía
    sentirse más grande. Además, creía de verdad que había cosas criticables. (Al mismo tiempo, gozaba de veras de su éxito y del hecho de poder conseguir todas las chicas que deseaba). En presencia
    de quienes, con vistas al Salvaje, le hacían la corte, Bernard hacía
    una asquerosa exhibición de heterodoxia. Todos le escuchaban
    cortésmente. Pero, a sus espaldas, la gente movía la cabeza. Este
    joven acabará mal, decían, y formulaban esta profecía confiadamente porque se proponían poner todo de su parte para que se
    cumpliera. La próxima vez no encontrará otro Salvaje que lo salve
    por los pelos, decían. Pero, por el momento, había el primer Salvaje; valía la pena mostrarse corteses con Bernard.
    —Más liviano que el aire —dijo Bernard, señalando hacia arriba.
    Como una perla en el cielo, alto, muy alto por encima de ellos, el
    globo cautivo del Departamento Meteorológico brillaba, rosado, a
    la luz del sol.
    Es preciso mostrar a dicho Salvaje la vida civilizada en todos sus
    aspectos, decían las instrucciones de Bernard.
    En aquel momento le estaba enseñando una vista panorámica de la
    misma, desde la plataforma de la Torre de Charing-T. El Jefe de la
    Estación y el Meteorólogo Residente actuaban en calidad de guías.
    Pero Bernard llevaba casi todo el peso de la conversación. Embriagado, se comportaba exactamente igual que si hubiese sido,
    como mínimo, un Interventor Mundial en visita. Más liviano que
    el aire.
    El Cohete Verde de Bombay cayó del cielo. Los pasajeros se apearon. Ocho mellizos dravídicos idénticos, vestidos de color caqui,
    asomaron por las ocho portillas de la cabina: los camareros.
    —Mil doscientos cincuenta kilómetros por hora —dijo solemnemente el Jefe de la Estación—. ¿Qué le parece, míster Salvaje?
    John lo encontró magnífico.
    —Sin embargo —dijo— Ariel podía poner un cinturón a la tierra
    en cuarenta minutos.
    * * *
    El Salvaje —escribió Bernard en su informe a Mustafá Mond—
    muestra, sorprendentemente, escaso asombro o terror ante los inventos de la civilización. Ello se debe en parte, sin duda, al hecho
    de que había oído hablar de ellos a esa mujer llamada Linda, su
    m...
    Mustafá frunció el ceño. ¿Creerá ese imbécil que soy demasiado
    ñoño para no poder ver escrita la palabra entera?
    En parte porque su interés se halla concentrado en lo que él llama
    “el alma”, que insiste en considerar como algo enteramente independiente del ambiente físico; por consiguiente, cuando intenté
    señalarle que...
    El Interventor se saltó las frases siguientes, y cuando se disponía a
    volver la hoja en busca de algo más interesante y concreto, sus
    miradas fueron atraídas por una serie de frases completamente
    extraordinarias... aunque debo reconocer —leyó— que estoy de
    acuerdo con el Salvaje en juzgar el infantilismo civilizado demasiado fácil o, como dice él, no lo bastante costoso; y quisiera aprovechar esta oportunidad para llamar la atención de Su Fordería
    hacia...
    La ira de Mustafá Mond cedió el paso casi inmediatamente al buen
    humor. La idea de que aquel individuo pretendiera solemnemente
    darle lecciones a él —a él— sobre el orden social, era realmente
    demasiado grotesca. El pobre tipo debía de haberse vuelto loco.
    Tengo que darle una buena lección, se dijo; después echó la cabeza
    hacia atrás y soltó una fuerte carcajada. Por el momento, en todo
    caso, la lección podía esperar.



    ***









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    Aldous Huxley  (  1894 -  1963)  - Página 2 Empty Re: Aldous Huxley ( 1894 - 1963)

    Mensaje por Maria Lua Vie 17 Ene 2025, 20:06

    ***
    * * *
    Se trataba de una pequeña fábrica de alumbrado para helicópteros,
    filial de la Sociedad de Equipos Eléctricos. Les recibieron en la
    misma azotea (porque los efectos de la circular de recomendación
    del Interventor eran mágicos) el Jefe Técnico y el Director de
    Elementos Humanos bajaron a la fábrica.
    —Cada proceso de fabricación —explicó el director de Elementos
    Humanos— es confiado, dentro de lo posible, a miembros de un
    mismo Grupo de Bokanovsky.
    Y, en efecto, ochenta y tres Deltas braquicéfalos, negros y casi
    desprovistos de nariz, se hallaban trabajando en el estampado en
    frío. Los cincuenta y seis tornos y mandriles de cuatro brocas eran
    manejados por cincuenta y seis Gammas aguileños, color de jengibre. En la fundición trabajaban ciento siete Epsilones senegaleses
    especialmente condicionados para soportar el calor. Treinta y tres
    Deltas hembras, de cabeza alargada, rubias, de pelvis estrecha, y
    todas ellas de un metro sesenta y nueve centímetros de estatura,
    con diferencias máximas de veinte milímetros, cortaban tornillos.
    En la sala de montajes las dínamos eran acopladas por dos grupos
    de enanos Gamma-Más. Los dos bancos de trabajo, alargados, estaban situados uno frente al otro; entre ambos reptaba la cinta sin
    fin con su carga de piezas sueltas; cuarenta y siete cabezas rubias
    se alineaban frente a cuarenta y siete cabezas morenas. Cuarenta y
    siete machos frente a cuarenta y siete narigudos; cuarenta y siete
    mentones escurridos frente a cuarenta y siete mentones salientes.
    Los aparatos, una vez acoplados, eran inspeccionados por dieciocho muchachas idénticas, de pelo castaño rizado, vestidas del
    color verde de los Gammas, embalados en canastas por cuarenta y
    cuatro Delta-Menos pernicortos y zurdos, y cargados en los camiones y carros por sesenta y tres Epsilones semienanos, de ojos
    azules, pelirrojos y pecosos.
    —¡Oh maravilloso nuevo mundo...!
    Por una especie de chanza de su memoria, el Salvaje se encontró
    repitiendo las palabras de Miranda:
    —¡Oh maravilloso nuevo mundo que alberga a tales seres!
    —Y le aseguro —concluyó el director de Elementos Humanos,
    cuando salían de los talleres que apenas tenemos problema alguno
    con nuestros obreros. Siempre encontramos...
    Pero el Salvaje, súbitamente, se había separado de sus acompañantes y, oculto tras un macizo de laureles, estaba sufriendo violentas
    arcadas, como si la tierra firme hubiese sido un helicóptero con
    una bolsa de aire.



    * * *



    En Eton, aterrizaron en la azotea de la Escuela Superior. Al otro
    lado del Patio de la Escuela, los cincuenta y dos pisos de la Torre
    de Lupton destellaban al sol. La Universidad a la izquierda y la
    Cantoría Comunal de la Escuela a la derecha, levantaban su venerable cúmulo de cemento armado y vita-cristal. En el centro del
    espacio cuadrangular se erguía la antigua estatua de acero cromado
    de Nuestro Ford.
    El doctor Gaffney, el Preboste, y Miss Keate, la Maestra Jefe, les
    recibieron al bajar del aparato.
    —¿Tienen aquí muchos mellizos? —preguntó el Salvaje, con
    aprensión, en cuanto empezaron la vuelta de inspección.
    —¡Oh, no! —contestó el Preboste—. Eton está reservado exclusivamente para los muchachos y muchachas de las clases más altas.
    Un óvulo, un adulto. Desde luego, ello hace más difícil la instrucción. Pero como los alumnos están destinados a tomar sobre sí
    graves responsabilidades y a enfrentarse con contingencias inesperadas, no hay más remedio.
    Y suspiró.
    Bernard, entretanto, iniciaba la conquista de Miss Keate.
    —Si está usted libre algún lunes, miércoles —a viernes por la noche —le decía—, puede venir a mi casa. —Y, señalando con el
    pulgar al Salvaje, añadió—: Es un tipo curioso, ¿sabe usted? Estrafalario.
    Miss Keate sonrió (y su sonrisa le pareció a Bernard realmente
    encantadora).
    —Gracias —dijo—. Me encantará asistir a una de sus fiestas.
    El Preboste abrió la puerta.
    Cinco minutos en el aula de los Alfa-Doble Más dejaron a John un
    tanto confuso.
    —¿Qué es la relatividad elemental? —susurró a Bernard.
    Bernard intentó explicárselo, pero, cambiando de opinión, sugirió
    que pasaran a otra aula.
    Tras de una puerta del corredor que conducía al aula de Geografía
    de los Beta-Menos, una voz de soprano, muy sonora, decía:
    —Uno, dos, tres, cuatro. —Y después, con irritación fatigada—:
    Como antes.
    —Ejercicios maltusianos —explicó la Maestra Jefe—. La mayoría
    de nuestras muchachas son hermafroditas, desde luego. Yo lo soy
    también. —Sonrió a Bernard—. Pero tenemos a unas ochocientas
    alumnas no esterilizadas que necesitan ejercicios constantes.
    En el aula de Geografía de los Beta-Menos, John se enteró de que
    una Reserva para Salvajes es un lugar que, debido a sus condiciones climáticas o geológicas desfavorables, o por su pobreza en
    recursos naturales, no ha merecido la pena civilizar. Un breve
    chasquido, y de pronto el aula quedó a oscuras; en la pantalla si-
    tuada encima de la cabeza del profesor, aparecieron los Penitentes
    de Acoma postrándose ante Nuestra Señora, gimiendo como John
    les había oído gemir, confesando sus pecados ante Jesús crucificado o ante la imagen del águila de Pukong. Los jóvenes etonianos
    reían estruendosamente. Sin dejar de gemir, los Penitentes se levantaron, se desnudaron hasta la cintura, y con látigos de nudos,
    empezaron a azotarse. Las carcajadas, más sonoras todavía, llegaron a ahogar los gemidos de los Penitentes.




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    Mensaje por Maria Lua Sáb 18 Ene 2025, 15:24

    ***

    Pero ¿por qué se ríen? —preguntó el Salvaje, dolido y asombrado a un tiempo.
    —¿Por qué? —El Preboste volvió hacia él el rostro, en el que todavía retozaba una ancha sonrisa—. ¿Por qué? Pues... porque resulta extraordinariamente gracioso.
    En la penumbra cinematográfica, Bernard aventuró un gesto que,
    en el pasado, ni siquiera en las más absolutas tinieblas hubiese
    osado intentar. Fortalecido por su nueva sensación de importancia,
    pasó un brazo por la cintura de la Maestra Jefe. La cintura cedió a
    su abrazo, doblándose como un junco. Bernard se disponía a esbozar un beso o dos, o quizás un pellizco, cuando se hizo de nuevo la
    luz.
    —Tal vez será mejor que sigamos —dijo Miss Keate.
    Y se dirigió hacia la puerta.
    Un momento más tarde, el Preboste dijo:
    —Ésta es la sala de Control Hipnopédico.
    Cientos de aparatos de música sintética, uno para cada dormitorio,
    aparecían alineados en estantes colocados en tres de los lados de la
    sala; en la cuarta pared se hallaban los agujeros donde debían colocarse los rollos de pista sonora en los que se imprimían las diversas lecciones hipnopédicas.
    —Basta colocar el rollo aquí —explicó Bernard, interrumpiendo al
    doctor Gaffney—, pulsar este botón...
    —No, este otro —le corrigió el Preboste, irritado.
    —O este otro, da igual. El rollo se va desenrollando. Las células de
    selenio transforman los impulsos luminosos en ondas sonoras, y...
    —Y ya está —concluyó el doctor Gaffney.
    —¿Leen a Shakespeare? —preguntó el Salvaje mientras se dirigían hacia los laboratorios Bioquímicos, al pasar por delante de la
    Biblioteca de la Escuela.
    —Claro que no —dijo la Maestra Jefe, sonrojándose.
    —Nuestra Biblioteca —explicó el doctor Gaffney— contiene sólo
    libros de referencia. Si nuestros jóvenes necesitan distracción pueden ir al sensorama. Por principio, no los animamos a dedicarse a
    diversiones solitarias.
    Cinco autocares llenos de muchachos y muchachas que cantaban o
    permanecían silenciosamente abrazados pasaron por su lado, por la
    pista vitrificada.
    —Vuelven del Crematorio de Slough —explicó el doctor Gaffney,
    mientras Bernard, en susurros, se citaba con la Maestra Jefe para
    aquella misma noche—. El condicionamiento ante la muerte empieza a los dieciocho meses. Todo crío pasa dos mañanas cada
    semana en un Hospital de Moribundos. En estos hospitales encuentran los mejores juguetes, y se les obsequia con helado de
    chocolate los días que hay defunción. Así aprenden a aceptar la
    muerte como algo completamente corriente.
    —Como cualquier otro proceso fisiológico —exclamó la Maestra
    Jefe, profesionalmente.
    Ya estaba decidido: a las ocho en el Savoy.



    * * *



    De vuelta a Londres, se detuvieron en la fábrica de la Sociedad de
    Televisión de Brentford.
    —¿Te importa esperarme aquí mientras voy a telefonear? —
    preguntó Bernard.
    El Salvaje esperó, sin dejar de mirar a su alrededor. En aquel momento cesaba en su trabajo el Turno Diurno Principal. Una muchedumbre de obreros de casta inferior formaban cola ante la estación del monorraíl: setecientos u ochocientos Gammas, Deltas y
    Epsilones, hombres y mujeres, entre los cuales sólo había una docena de rostros y de estaturas diferentes. A cada uno de ellos, junto
    con el billete, el cobrador le entregaba una cajita de píldoras. El
    largo ciempiés humano avanzaba lentamente.
    Recordando El mercader de Venecia, el Salvaje preguntó a Bernard, cuando éste se le reunió:
    —¿Qué hay en esas cajitas?
    —La ración diaria de soma —contestó Bernard, un tanto confusamente, porque en aquel momento masticaba una pastilla de goma
    de mascar de las que le había regalado Benito Hoover—. Se las
    dan cuando han terminado su trabajo cotidiano. Cuatro tabletas de
    medio gramo. Y seis los sábados
    Cogió afectuosamente del brazo a John, y así, juntos, se dirigieron
    hacia el helicóptero.






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    Mensaje por Maria Lua Sáb 18 Ene 2025, 15:25

    ***

    * * *
    Lenina entró canturreando en el Vestuario.
    —Pareces encantada de la vida —dijo Fanny.
    —Lo estoy —contestó Lenina. ¡Zas!—. Bernard me llamó hace
    media hora—. ¡Zas! ¡Zas! Se quitó los pantalones cortos—. Tiene
    un compromiso inesperado. —¡Zas!—. Me ha preguntado si esta
    noche quiero llevar al Salvaje al sensorama. Debo darme prisa.
    Y se dirigió corriendo hacia el baño.
    Es una chica con suerte, se dijo Fanny, viéndola alejarse.
    El Segundo Secretario del Interventor Mundial Residente la había
    invitado a cenar y a desayunar. Lenina había pasado un fin de semana con el Ford Juez Supremo, y otro con el Archiduque Comunal de Canterbury. El Presidente de la Sociedad de Secreciones
    Internas y Externas la llamaba constantemente por teléfono, y Lenina había ido a Deauville con el Gobernador-Diputado del Banco
    de Europa.
    —Es maravilloso, desde luego. Y, sin embargo, en cierto modo —
    había confesado Lenina a Fanny— tengo la sensación de conseguir
    todo esto haciendo trampa. Porque, naturalmente, lo primero que
    quieren saber todos es qué tal resulta hacer el amor con un Salvaje.
    Y tengo que decirles que no lo sé. —Lenina movió la cabeza—. La
    mayoría de ellos no me creen, desde luego. Pero es la pura verdad.
    Ojalá no lo fuera —agregó, tristemente; y suspiró—. Es guapísimo, ¿no te parece?
    —Pero ¿es que no le gustas? —preguntó Fanny.
    —A veces creo que sí, y otras creo que no. Siempre procura evitarme; sale de su estancia cuando yo entro en ella; no quiere tocarme; ni siquiera mirarme. Pero a veces me vuelvo súbitamente, y
    lo pillo mirándome; y entonces..., bueno, ya sabes cómo te miran
    los hombres cuando les gustas.
    Sí, Fanny lo sabía.
    —No llego a entenderlo —dijo Lenina.
    No lo entendía, y ello no sólo la turbaba, sino que la trastornaba
    profundamente.
    —Porque, ¿sabes, Fanny?, me gusta mucho.
    Le gustaba cada vez más. Bueno, hoy se me ofrece una excelente
    ocasión, pensaba, mientras se perfumaba, después del baño. Unas
    gotas más de perfume; un poco más. Una ocasión excelente. Su
    buen humor se vertió en una canción:
    Abrázame hasta embriagarme de amor,
    bésame hasta dejarme en coma;
    abrázame, amor, arrímate a mí;
    el amor es tan bueno como el soma.
    Arrellanados en sus butacas neumáticas, Lenina y el Salvaje, olían
    y escuchaban. Hasta que llegó el momento de ver y palpar también.
    Las luces se apagaron; y en las tinieblas surgieron unas letras llameantes, sólidas, que parecían flotar en el aire. Tres semanas en
    helicóptero. Un film sensible, supercantado, hablado sintéticamen-
    te, en color y estereoscópico, con acompañamiento sincronizado
    de órgano de perfumes.
    —Agarra esos pomos metálicos de los brazos de tu butaca —
    susurró Lenina—. De lo contrario no notarás los efectos táctiles.
    El salvaje obedeció sus instrucciones.
    Entretanto, las letras llameantes habían desaparecido; siguieron
    diez segundos de oscuridad total; después, súbitamente, cegadoras
    e incomparablemente más reales de lo que hubiesen podido parecer de haber sido de carne y hueso, más reales que la misma realidad, aparecieron las imágenes estereoscópicas, abrazadas, de un
    negro gigantesco y una hembra Beta-Más rubia y braquicéfala.
    El Salvaje se sobresaltó. ¡Aquella sensación en sus propios labios!
    Se llevó una mano a la boca; las cosquillas cesaron; volvió a poner
    la mano izquierda en el pomo metálico y volvió a sentirlas. Entretanto, el órgano de perfumes, exhalaba almizcle puro. Agónica,
    una superpaloma zureaba en la pista sonora: ¡Oh..., oooh...! Y,
    vibrando a sólo treinta y dos veces por segundo, una voz más grave que el bajo africano contestaba: ¡Ah..., aaah! ¡Oh, oooh! ¡Ah...,
    aaah!, los labios estereoscópicos se unieron nuevamente, y una vez
    más las zonas erógenas faciales de los seis mil espectadores del
    Alhambra se estremecieron con un placer galvánico casi intolerable. ¡Ohhh...!
    El argumento de la cinta era sumamente sencillo. Pocos minutos
    después de los primeros —Ooooh y Aaaah (tras el canto de un dúo
    y una escena de amor en la famosa piel de oso, cada uno de cuyos
    pelos —el Predestinador Ayudante tenía toda la razón— podía
    palparse separadamente), el negro sufría un accidente de helicóptero y caía de cabeza. ¡Plas! ¡Qué golpe en la frente! Un coro de
    ayes se levantó del público.
    El golpe hizo añicos todo el condicionamiento del negro, quien
    sentía a partir de aquel momento una pasión exclusiva y demente
    por la rubia Beta. La muchacha protestaba. Él insistía. Había luchas, persecuciones, un ataque a un rival, y, finalmente, un rapto
    sensacional. La Beta rubia era arrebatada por los aires y debía pasar tres semanas suspendida en el cielo, en un tête-àtête completamente antisocial con el negro loco. Finalmente, tras
    un sinfín de aventuras y de acrobacias aéreas, tres guapos jóvenes
    Alfas lograban rescatarla. El negro era enviado a un Centro de Recondicionamiento de Adultos, y la cinta terminaba feliz y decentemente cuando la Beta rubia se convertía en la amante de sus tres
    salvadores. Después la alfombra de piel de oso hacía su aparición
    final y, entre el estridor de los saxofones, el último beso estereoscópico se desvanecía en la oscuridad y la última titilación eléctrica
    moría en los labios como una mosca moribunda que se estremece
    una y otra vez, cada vez más débilmente, hasta que al fin se inmoviliza definitivamente





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    Mensaje por Maria Lua Sáb 18 Ene 2025, 15:27

    ***

    Pero, en Lenina, la mosca no murió del todo. Aun después de encendidas las luces, mientras se dirigían con la muchedumbre,
    arrastrando los pies, hacia los ascensores, su fantasma seguía cosquilleándole en los labios, seguía trazando surcos estremecidos de
    ansiedad y placer en su piel. Sus mejillas estaban arreboladas, sus
    ojos brillaban, y respiraban afanosamente. Lenina cogió el brazo
    del Salvaje y lo apretó contra su costado. El Salvaje la miró un
    momento, pálido, dolorido, lleno de deseo y al mismo tiempo
    avergonzado de su propio deseo. Él no era digno, no...
    Los ojos de Lenina y los del Salvaje coincidieron un instante. ¡Qué
    tesoros prometían los de ella! El Salvaje se apresuró a desviar los
    suyos, y soltó el brazo que ella le sujetaba.
    —Creo que no deberías ver cosas como ésas —dijo al fin el muchacho, apresurándose a atribuir a las circunstancias ambientales
    todo reproche por cualquier pasado o futuro fallo en la perfección
    de Lenina.
    —¿Cosas como qué, John?
    —Como esa horrible película.
    —¿Horrible? —Lenina estaba sinceramente asombrada—. Yo la
    he encontrado estupenda.
    —Era abyecta —dijo el Salvaje, indignado—, innoble...
    —No te entiendo —contestó Lenina.
    ¿Por qué era tan raro? ¿Por qué se empeñaba en estropearlo todo?
    En el taxicóptero, el Salvaje apenas la miró. Atado por unos poderosos votos que jamás habían sido pronunciados, obedeciendo a
    leyes que habían prescrito desde hacía muchísimo tiempo, permanecía sentado, en silencio, con el rostro vuelto hacia otra parte. De
    vez en cuando, como si un dedo pulsara una cuerda tensa, a punto
    de romperse, todo su cuerpo se estremecía en un súbito sobresalto
    nervioso.
    El taxicóptero aterrizó en la azotea de la casa de Lenina. Al fin —
    pensó ésta, llena de exultación, al apearse—. Al fin. A pesar de
    que hasta aquel momento el Salvaje se había comportado de manera muy extraña. De pie bajo un farol, Lenina se miró en el espejo
    de mano. Al fin. Sí, la nariz le brillaba un poco. Sacudió los polvos
    de su borla. Mientras el Salvaje pagaba el taxi tendría tiempo de
    arreglarse. Lenina se empolvó la nariz, pensando: Es guapísimo.
    No tiene por qué ser tímido como Bernard... Y sin embargo...
    Cualquier otro ya lo hubiese hecho hace tiempo. Pero ahora, al
    fin... El fragmento de su rostro que se reflejaba en el espejito redondo le sonrió.
    —Buenas noches —dijo una voz ahogada detrás de ella.
    Lenina se volvió en redondo. El Salvaje se hallaba de pie en la
    puerta del taxi, mirándola fijamente; era evidente que no había
    cesado de mirarla todo el rato, mientras ella se empolvaba, esperando —pero, ¿a qué?—, o vacilando, esforzándose por decidirse,
    y pensando todo el rato, pensando... Lenina no podía imaginar qué
    clase de extraños pensamientos.
    —Buenas noches, Lenina —repitió el Salvaje.
    —Pero, John... Creí que ibas a... Quiero decir que, ¿no vas a...?
    El Salvaje cerró la puerta y se inclinó para decir algo al piloto. El
    taxicóptero despegó.
    Mirando hacia abajo por la ventanilla practicada en el suelo, del
    aparato, el Salvaje vio la cara de Lenina, levantada hacia arriba,
    pálida a la luz azulada de los faroles. Con la boca abierta, lo llamaba. Su figura, achaparrado por la perspectiva, se perdió en la
    distancia; el cuadro de la azotea, cada vez más pequeño, parecía
    hundirse en un océano de tinieblas.
    Cinco minutos después, el Salvaje estaba en su habitación. Sacó de
    su escondrijo el libro roído por los ratones, volvió con cuidado
    religioso sus páginas manchadas y arrugadas, y empezó a leer Otelo. Recordaba que Otelo, como el protagonista de Tres semanas en
    helicóptero, era un negro





    Capítulo 12




    Bernard tuvo que gritar a través de la puerta cerrada; el Salvaje se
    negaba a abrirle.
    —¡Pero si están todos aquí, esperándote!
    —Que esperen —dijo la voz, ahogada por la puerta.
    —Sabes de sobra, John —¡cuán difícil resulta ser persuasivo
    cuando hay que chillar a voz en grito!—, que los invité, que los
    invité precisamente para que te conocieran.
    —Antes debiste preguntarme a mí si deseaba conocerles a ellos.
    —Hasta ahora siempre viniste, John.
    —Precisamente por esto no quiero volver.
    —Hazlo sólo por complacerme —imploró Bernard.
    —No.
    —¿Lo dices en serio?
    —Sí.
    Desesperado, Bernard baló:
    —Pero, ¿qué voy a hacer?
    —¡Vete al infierno! —gruñó la voz exasperada desde dentro de la
    habitación.
    —Pero, ¡si esta noche ha venido el Archichantre Comunal de Canterbury!
    Bernard casi lloraba.
    —Ai yaa tákwa! —Sólo en lengua zuñi podía expresar adecuadamente el Salvaje lo que pensaba del Archichantre de Canterbury—
    . Háni! —agregó, como pensándolo mejor; y después, con ferocidad burlona, agregó—: Sons éso tse-ná.
    Y escupió en el suelo como hubiese podido hacerlo el mismo Popé.
    Al fin Bernard tuvo que retirarse, abrumado, a sus habitaciones y
    comunicar a la impaciente asamblea que el Salvaje no aparecería
    aquella noche. La noticia fue recibida con indignación. Los hombres estaban furiosos por el hecho de haber sido inducidos a tratar
    con cortesía a aquel tipo insignificante, de mala fama y opiniones
    heréticas. Cuanto más elevada era su posición, más profundo era
    su resentimiento.
    —¡Jugarme a mí esta mala pasada! —repetía el Archichantre una y
    otra vez—. ¡A mí!
    En cuanto a las mujeres, tenían la sensación de haber sido seducidas con engaños por aquel hombrecillo raquítico, en cuyo frasco
    alguien había echado alcohol por error, por aquel ser cuyo físico
    era el propio de un Gama-Menos. Era un ultraje, y lo decían asimismo, y cada vez con voz más fuerte.
    Sólo Lenina no dijo nada. Pálida, con sus ojos azules nublados por
    una insólita melancolía, permanecía sentada en un rincón, aislada
    de cuantos la rodeaban por una emoción que ellos no compartían.
    Había ido a la fiesta llena de un extraño sentimiento de ansiosa
    exultación. Dentro de pocos minutos —se había dicho, al entrar en
    la estancia —lo veré, le hablaré, le diré (porque estaba completamente decidida) que me gusta, más que nadie en el mundo. Y entonces tal vez él dirá...
    ¿Qué diría el Salvaje? La sangre había afluido a las mejillas de
    Lenina.
    ¿Por qué se comportó de manera tan extraña la otra noche, después
    del sensorama? ¡Qué raro estuvo! Y, sin embargo, estoy completamente cierta de que le gusto. Estoy segura...
    En aquel momento Bernard había soltado la noticia: el Salvaje no
    asistiría a la fiesta.
    Lenina experimentó súbitamente todas las sensaciones que se observan al principio de un tratamiento con sucedáneo de Pasión
    Violenta: un sentimiento de horrible vaciedad, de apren





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    Aldous Huxley  (  1894 -  1963)  - Página 2 Empty Re: Aldous Huxley ( 1894 - 1963)

    Mensaje por Maria Lua Lun 20 Ene 2025, 14:39

    ***
    Lenina experimentó súbitamente todas las sensaciones que se observan al principio de un tratamiento con sucedáneo de Pasión
    Violenta: un sentimiento de horrible vaciedad, de aprensión, casi
    de náuseas. Le pareció que el corazón dejaba de latirle.
    —Realmente es un poco fuerte —decía la Maestra Jefe de Eton al
    director de Crematorios y Recuperación del Fósforo—. Cuando
    pienso que he llegado a...
    —Sí —decía la voz de Fanny Crowne—, lo del alcohol es absolutamente cierto. Conozco a un tipo que conocía a uno que en aquella época trabajaba en el Almacén de Embriones. Éste se lo dijo a
    mi amigo, y mi amigo me lo dijo a mí...
    —Una pena, una pena —decía Henry Foster, compadeciendo al
    Archichantre Comunal—. Puede que le interese a usted saber que
    nuestro ex director estaba a punto de trasladarle a Islandia.
    Atravesado por todo lo que se decía en su presencia, el hinchado
    globo de la autoconfianza de Bernard perdía por mil heridas. Pálido, derrengado, abyecto y desolado, Bernard se agitaba entre sus
    invitados, tartamudeando excusas incoherentes, asegurándoles que
    la próxima vez el Salvaje asistiría, invitándoles a sentarse y a tomar un bocadillo de carotina, una rodaja de paté de vitamina A, o
    una copa de sucedáneo de champaña. Los invitados comían, sí,
    pero le ignoraban; bebían y lo trataban bruscamente o hablaban de
    él entre sí, en voz alta y ofensivamente, como si no se hallara presente.
    —Y ahora, amigos —dijo el Archichantre de Canterbury, con su
    hermosa y sonora voz, la voz en que conducía los oficios de las
    celebraciones del Día de Ford—, ahora, amigos, creo que ha llegado el momento...
    Se levantó, dejó la copa, se sacudió del chaleco de viscosa púrpura
    las migajas de una colación considerable, y se dirigió hacia la
    puerta.
    Bernard se lanzó hacia delante para detenerle.
    —¿De verdad debe marcharse, Archichantre...? Es muy temprano
    todavía. Yo esperaba que...
    ¡Oh, sí, cuántas cosas había esperado desde el momento que Lenina le había dicho confidencialmente que el Archichantre Comunal
    aceptaría una invitación si se la enviaba! ¡Es simpatiquísimo! Y
    había enseñado a Bernard la pequeña cremallera de oro, con el
    tirador en forma de T, que el Archichantre le había regalado en
    recuerdo del fin de semana que Lenina había pasado en la Cantoría
    Diocesana. Asistirán el Archichantre Comunal de Canterbury y
    míster Salvaje. Bernard había proclamado su triunfo en todas las
    invitaciones enviadas. Pero el Salvaje había elegido aquella noche,
    precisamente aquella noche, para encerrarse en su cuarto y gritar: Háni!, y hasta (menos mal que Bernard no entendía el zuñi) Sons éso tse-ná!Lo que había de ser el momento cumbre de
    toda la carrera de Bernard se había convertido en el momento de su
    máxima humillación.
    —Había confiado tanto en que... —repetía Bernard, tartamudeando
    y alzando los ojos hacia el gran dignatario con expresión implorante y dolorida.
    —Mi joven amigo —dijo el Archichantre Comunal en un tono de
    alta y solemne severidad; se hizo un silencio general—. Antes de
    que sea demasiado tarde. Un buen consejo. —Su voz se hizo sepulcral—. Enmiéndese, mi joven amigo, enmiéndese.
    Hizo la señal de la T sobre su cabeza y se volvió.
    —Lenina, querida —dijo en otro tono—. Ven conmigo.


    * * *


    Arriba, en su cuarto, el Salvaje leía Romeo y Julieta.


    * * *


    Lenina y el Archichantre Comunal se apearon en la azotea de la
    Cantoría.
    —Date prisa, mi joven amiga..., quiero decir, Lenina —la llamó el
    Archichantre, impaciente, desde la puerta del ascensor.
    Lenina, que se había demorado un momento para mirar la luna,
    bajó los ojos y cruzó rápidamente la azotea para reunirse con él.



    * * *


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    Mensaje por Maria Lua Lun 20 Ene 2025, 14:41

    ***

    Una nueva Teoría de Biología. Éste era el título del estudio que
    Mustafá Mond acababa de leer. Permaneció sentado algún tiempo,
    meditando, con el ceño fruncido, y después cogió la pluma y escribió en la portadilla: El tratamiento matemático que hace el autor
    del concepto de finalidad es nuevo y altamente ingenioso, pero
    herético y, con respecto al presente orden social, peligroso y potencialmente subversivo. Prohibida su publicación. Subrayó estas
    últimas palabras. Debe someterse a vigilancia al autor. Es posible
    que se imponga su traslado a la Estación Biológica Marítima de
    Santa Elena. Una verdadera lástima, pensó mientras firmaba. Era
    un trabajo excelente. Pero en cuanto se empezaba a admitir explicaciones finalistas... bueno, nadie sabía dónde podía llegarse.



    * * *



    Con los ojos cerrados y extasiado el rostro, John recitaba suavemente al vacío:
    ¡Ella enseña a las antorchas a arder con fulgor!
    Y parece pender sobre la mejilla de la noche
    como una rica joya en la oreja de un etíope;
    belleza excesiva para ser usada;
    demasiada para la tierra.
    La T de oro pendía, refulgente, sobre el pecho de Lenina. El Archichantre Comunal, juguetonamente, la cogió, y tiró de ella lentamente.
    Rompiendo un largo silencio, Lenina dijo de pronto:
    —Creo que será mejor que tome un par de gramos de soma.
    A aquellas horas, Bernard dormía profundamente, sonriendo al
    paraíso particular de sus sueños. Sonriendo, sonriendo. Pero,
    inexorablemente, cada treinta segundos, la manecilla del reloj eléctrico situado encima de su cama saltaba hacia delante, con un chasquido casi imperceptible. Clic, clic, clic, clic... Y llegó la mañana, Bernard estaba de vuelta, entre las miserias del espacio y del
    tiempo. Cuando se dirigió en taxi a su trabajo en el Centro de
    Condicionamiento, se hallaba de muy mal humor. La embriaguez
    del éxito se había evaporado; volvía a ser él mismo, el de antes; y
    por contraste con el hinchado balón de las últimas semanas, su
    antiguo yo parecía muchísimo más pesado que la atmósfera que lo
    rodeaba.
    El Salvaje, inesperadamente, se mostró muy comprensivo con
    aquel Bernard deshinchado.
    —Te pareces más al Bernard que conocí en Malpaís —dijo, cuando Bernard, en tono quejumbroso, le hubo confiado su fracaso—.
    ¿Recuerdas la primera vez que hablamos? Fuera de la casucha.
    Ahora eres como entonces.
    —Porque vuelvo a ser desdichado; he aquí el porqué.
    —Bueno, pues yo preferiría ser desdichado antes que gozar de esa
    felicidad falsa, embustera, que tenéis aquí.
    —¡Hombre, me gusta eso! —dijo Bernard con amargura—.
    ¡Cuando tú tienes la culpa de todo! Al negarte a asistir a mi fiesta
    lograste que todos se revolvieran contra mí.
    Bernard sabía que lo que decía era absurdo e injusto; admitía en su
    interior, y hasta en voz alta, la verdad de todo lo que el Salvaje le
    decía acerca del poco valor de unos amigos que, ante tan leve provocación, podían trocarse en feroces enemigos. Pero, a pesar de
    saber todo esto y de reconocerlo, a pesar del hecho de que el consuelo y el apoyo de su amigo eran ahora su único sostén, Bernard
    siguió alimentando, simultáneamente con su sincero pesar, un secreto agravio contra el Salvaje, y no cesó de meditar un plan de
    pequeñas venganzas a desarrollar contra él mismo. Alimentar un
    agravio contra el Archichantre comunal hubiese sido inútil; y no
    había posibilidad alguna de vengarse del Envasador Jefe o del Presidente Ayudante. Como víctima, el Salvaje poseía, para Bernard,
    una gran cualidad por encima de los demás: era vulnerable, era
    accesible. Una de las principales funciones de nuestros amigos
    estriba en sufrir (en formas más suaves y simbólicas) los castigos
    que querríamos infligir, y no podemos, a nuestros enemigos.
    El otro amigo-víctima de Bernard era Helmholtz. Cuando, derrotado, Bernard acudió a él e imploró de nuevo su amistad, que en sus
    días de prosperidad había juzgado inútil conservar, Helmholtz se la
    concedió.
    En su primera entrevista después de la reconciliación, Bernard le
    soltó toda la historia de sus desdichas y aceptó sus consuelos. Pocos días después se enteró, con sorpresa y no sin cierto bochorno,
    de que él no era el único en hallarse en apuros. También
    Helmholtz había entrado en conflicto con la Autoridad.


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