Capítulo 5
Hacia las ocho de la noche la luz empezó a disminuir. Los altavoces de la torre del Edificio del Club de Stoke Poges anunciaron
con voz atenorada, más aguda de lo normal, en el hombre, el cierre
de los campos de golf. Lenina y Henry abandonaron su partida y se
dirigieron hacia el Club. De las instalaciones del Trust de Secreciones Internas y Externas llegaban los mugidos de los millares de
animales que proporcionaban, con sus hormonas y su leche, la materia prima necesaria para la gran factoría de Farnham Royal.
Un incesante zumbido de helicópteros llenaba el aire teñido de luz
crepuscular. Cada dos minutos y medio, un timbre y unos silbidos
anunciaban da marcha de uno de los trenes monorraíles ligeros que
llevaban a los jugadores de golf de casta inferior de vuelta a la
metrópoli.
Lenina y Henry subieron a su aparato y despegaron. A doscientos
cincuenta metros de altura, Henry redujo las revoluciones de la
hélice y permanecieron suspendidos durante uno o dos minutos
sobre el paisaje que iba disipándose. El bosque de Burham
Beeches se extendía como una gran laguna de oscuridad hacia la
brillante ribera del firmamento occidental. Escarlatas en el horizonte, los restos de la puesta de sol palidecían, pasando por el color anaranjado, amarillo más arriba, y finalmente verde pálido,
acuoso. Hacia el Norte, más allá y por encima de los árboles, la
fábrica de Secreciones Internas y Externas resplandecía con un
orgulloso brillo eléctrico que procedía de todas las ventanas de sus
veinte plantas. Saliendo de la bóveda de cristal, un tren iluminado
se lanzó al exterior. Siguiendo su rumbo Sudeste a través de la
oscura llanura, sus miradas fueron atraídas por los majestuosos
edificios del Crematorio de Slough. Con vistas a la seguridad de
los aviones que circulaban de noche, sus cuatro altas chimeneas
aparecían totalmente iluminadas y coronadas con señales de peligro pintadas en color rojo. Eran un excelente mojón.
—¿Por qué las chimeneas tienen esa especie de balcones alrededor? —preguntó Lenina.
—Recuperación del fósforo —explicó Henry telegráficamente—.
En su camino ascendente por la chimenea, los gases pasan por cuatro tratamientos distintos. El P2 O5 antes se perdía cada vez que
había una cremación. Actualmente se recupera más del noventa y
ocho por ciento del mismo. Más de kilo y medio por cada cadáver
de adulto. En total, casi cuatrocientas toneladas de fósforo anuales,
sólo en Inglaterra. —Henry hablaba con orgullo, gozando de aquel
triunfo como si hubiese sido suyo propio—. Es estupendo pensar
que podemos seguir siendo socialmente útiles aun después de
muertos. Que ayudamos al crecimiento de las plantas.
Mientras tanto, Lenina había apartado la mirada y ahora la dirigía
perpendicularmente a la estación del monorraíl.
—Sí, es estupendo —convino—. Pero resulta curioso que los Alfas
y Betas no hagan crecer más las plantas que esos asquerosos
Gammas, Deltas y Epsilones de aquí.
—Todos los hombres son fisicoquímicamente iguales —dijo
Henry sentenciosamente—. Además, hasta los Epsilones ejecutan
servicios indispensables.
—Hasta los Epsilones...
Lenina recordó súbitamente una ocasión en que, siendo todavía
una niña, en la escuela, se había despertado en plena noche y se
había dado cuenta, por primera vez, del susurro que acosaba todos
sus sueños. Volvió a ver el rayo de luz de luna, la hilera de camitas
blancas; oyó de nuevo la voz suave, suave, que decía (las palabras
seguían presentes, no olvidadas, inolvidables después de tantas
repeticiones nocturnas): Todo el mundo trabaja para todo el mundo. No podemos prescindir de nadie. Hasta los Epsilones son útiles. No podíamos pasar sin los Epsilones. Todo el mundo trabaja
para todo el mundo. No podemos prescindir de nadie... Lenina
recordaba su primera impresión de temor y de sorpresa; sus reflexiones durante media hora de desvelo; y después, bajo la influencia de aquellas repeticiones interminables, la gradual sedación de
la mente, la suave aproximación del sueño...
—Supongo que a los Epsilones no les importa ser Epsilones —dijo
en voz alta.
—Claro que no. Es imposible. Ellos no saben en qué consiste ser
otra cosa. A nosotros sí nos importaría, naturalmente. Pero nosotros fuimos condicionados de otra manera. Además, partimos de
una herencia diferente.
—Me alegro de no ser una Epsilon —dijo Lenina, con acento de
gran convicción.
—Y si fueses una Epsilon —dijo Henry— tu condicionamiento te
induciría a alegrarte igualmente de no ser una Beta o una Alfa.
Puso en marcha la hélice delantera y dirigió el aparato hacia Londres. Detrás de ellos, a poniente, los tonos escarlata y anaranjado
casi estaban totalmente marchitos; una oscura faja de nubes había
ascendido por el cielo. Cuando volaban por encima del Crematorio, el aparato saltó hacia arriba, impulsado por la columna de aire
caliente que surgía de las chimeneas, para volver a bajar bruscamente cuando penetró en la corriente de aire frío inmediata.
—¡Maravillosa montaña rusa! —exclamó Lenina riendo complacida.
Pero el tono de Henry, por un momento, fue casi melancólico.
—¿Sabes en qué consiste esta montaña rusa? —dijo—. Es un ser
humano que desaparece definitivamente. Esto era ese chorro de
aire caliente. Sería curioso saber quién había sido, si hombre o
mujer, Alfa o Epsilon... —Suspiró, y después, con voz decididamente alegre, concluyó—: En todo caso, de una cosa podemos
estar seguros, fuese quien fuese, fue feliz en vida. Todo el mundo
es feliz, actualmente.
cont
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