Aires de Libertad

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    Oscar Wilde ( 1854/1900)

    Maria Lua
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    Oscar Wilde ( 1854/1900) - Página 2 Empty Re: Oscar Wilde ( 1854/1900)

    Mensaje por Maria Lua Mar 07 Ene 2025, 10:00

    ***

    Dorian Gray alzó la rubia cabeza del cojín y, con el rostro pálido y los ojos
    enrojecidos por las lágrimas lo miró, mientras Hallward se dirigía hacia la
    mesa de madera situada bajo la alta ventana con cortinas. ¿Qué había ido a
    hacer allí? Los dedos se perdían entre el revoltijo de tubos de estaño y pinceles
    secos, buscando algo. Sí, el largo cuchillo apaletado, con su delgada hoja de
    acero flexible. . Una vez encontrado, se disponía a rasgar la tela. Ahogando un
    gemido, el muchacho saltó del diván y, corriendo hacia Hallward, le arrancó el
    cuchillo de la mano, arrojándolo al otro extremo del estudio.
    –¡No, Basil, no lo hagas! –exclamó–. ¡Sería un asesinato!
    –Me alegro de que por fin aprecies mi obra, Dorian –dijo fríamente el
    pintor, una vez recuperado de la sorpresa–. Había perdido la esperanza.
    –¿Apreciarla? Me fascina. Es parte de mí mismo. Lo noto.
    –Bien; tan pronto como estés seco, serás barnizado y enmarcado y enviado
    a tu casa. Una vez allí, podrás hacer contigo lo que quieras –cruzando la
    estancia tocó la campanilla para pedir té–. ¿Tomarás té, como es lógico,
    Dorian? ¿Y tú también, Harry? ¿O estás en contra de placeres tan sencillos?
    –Adoro los placeres sencillos –dijo lord Henry–. Son el último refugio de
    las almas complicadas. Pero no me gustan las escenas, excepto en el teatro.
    ¡Qué personas tan absurdas sois los dos! Me pregunto quién definió al hombre
    como animal racional. Fue la definición más prematura que se ha dado nunca.
    El hombre es muchas cosas, pero no racional. Y me alegro de ello después de
    todo: aunque me gustaría que no os pelearais por el cuadro. Será mucho mejor
    que me lo des a mí, Basil. Este pobre chico no lo quiere en realidad, y yo en
    cambio sí.
    –¡Si se lo das a otra persona, no te lo perdonaré nunca! –exclamó Dorian
    Gray–; y no permito que nadie me llame pobre chico.
    –Ya sabes que el cuadro es tuyo, Dorian. Te lo di antes de que existiera.
    –Y también sabe usted, señor Gray, que se ha dejado llevar por los
    sentimientos y que en realidad no le parece mal que se le recuerde cuán joven
    es.
    –Me hubiera parecido francamente mal esta mañana, lord Henry.
    –¡Ah, esta mañana! Ha vivido usted mucho desde entonces.
    Se oyó llamar a la puerta, entró el mayordomo con la bandeja del té y la
    colocó sobre una mesita japonesa. Se oyó un tintineo de tazas y platillos y el
    silbido de una tetera georgiana. Entró un paje llevando dos fuentes con forma
    de globo. Dorian Gray se acercó a la mesa y sirvió el té. Los otros dos se
    acercaron lánguidamente y examinaron lo que había bajo las tapaderas.
    –Vayamos esta noche al teatro –propuso lord Henry–. Habrá algo que ver
    en algún sitio. He quedado para cenar en White's, pero sólo se trata de un viejo
    amigo, de manera que le puedo mandar un telegrama diciendo que estoy
    enfermo o que no puedo ir en razón de un compromiso ulterior. Creo que sería
    una excusa bastante simpática, ya que contaría con la sorpresa de la
    sinceridad.
    –¡Es tan aburrido ponerse de etiqueta! –murmuró Hallward–. Y, cuando ya
    lo has hecho, ¡se tiene un aspecto tan horroroso!
    –Sí –respondió lord Henry distraídamente–, la ropa del siglo XIX es
    detestable. Tan sombría, tan deprimente. El pecado es el único elemento de
    color que queda en la vida moderna.
    –No deberías decir cosas como ésa delante de Dorian, Harry.
    –¿Delante de qué Dorian? ¿El que nos está sirviendo el té o el del cuadro?
    –De ninguno de los dos.
    –Me gustaría ir al teatro con usted, lord Henry –dijo el muchacho.
    –Venga, entonces; y tú también, Basil.
    –La verdad es que no puedo. Será mejor que no. Tengo muchísimo trabajo.
    –Bien; en ese caso, iremos usted y yo, señor Gray.
    –Encantado.
    El pintor se mordió el labio y, con la taza en la mano, se acercó al cuadro.
    –Me quedaré con el verdadero Dorian –dijo tristemente.
    –¿Es ése el verdadero Dorian? –exclamó el original del retrato,
    acercándose a Hallward–. ¿Soy realmente así?
    –Sí; exactamente así.
    –¡Maravilloso, Basil!
    –Tienes al menos el mismo aspecto. Pero él no cambiará –suspiró
    Hallward–. Eso es algo.
    –¡Qué obsesión tienen las personas con la fidelidad! –exclamó lord
    Henry–. Incluso el amor es simplemente una cuestión de fisiología. No tiene
    nada que ver con la voluntad. Los jóvenes quieren ser fieles y no lo son; los
    viejos quieren ser infieles y no pueden: eso es todo lo que cabe decir.
    –No vayas esta noche al teatro, Dorian –dijo Hallward–. Quédate a cenar
    conmigo.
    –No puedo, Basil.
    –¿Por qué no?
    –Porque he prometido a lord Henry Wotton ir con él.
    –No mejorará su opinión de ti porque cumplas tus promesas. Él siempre
    falta a las suyas. Te ruego que no vayas.
    Dorian Gray rió y negó con la cabeza.
    –Te lo suplico.
    El muchacho vaciló y miró hacia lord Henry, que los contemplaba desde la
    mesita del té con una sonrisa divertida.
    –Tengo que ir, Basil –respondió el joven.
    –Muy bien –dijo Hallward; y, alejándose, depositó su taza en la bandeja–.
    Es bastante tarde y, dado que tienes que vestirte, será mejor que no pierdas
    más tiempo. Hasta la vista, Harry. Hasta la vista, Dorian. Ven pronto a verme.
    Mañana.
    –Desde luego.
    –¿No lo olvidarás?
    –¡No, claro que no! –exclamó Dorian.
    –Y… , ¡Harry!
    –¿Sí, Basil?
    –Recuerda lo que te pedí cuando estábamos esta mañana en el jardín.
    –Lo he olvidado.
    –Confío en ti.
    –Quisiera poder confiar yo mismo –dijo lord Henry, riendo–. Vamos, señor
    Gray, mi coche está ahí fuera, le puedo dejar en su casa. Hasta la vista, Basil.
    Ha sido una tarde interesantísima.
    Cuando la puerta se cerró tras ellos el pintor se dejó caer en un sofá y
    apareció en su rostro una expresión de sufrimiento.





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    Mensaje por Maria Lua Mar 07 Ene 2025, 10:02

    ***

    Capítulo 3




    A las doce Y media del día siguiente lord Henry Wotton fue paseando
    desde Curzon Street hasta el Albany para visitar a su tío, lord Fermor, un viejo
    solterón, cordial pero un tanto brusco, a quien en general se tachaba de egoísta
    porque el mundo no obtenía de él beneficio alguno, pero al que la buena
    sociedad consideraba generoso porque daba de comer a la gente que le
    divertía. Su padre había sido embajador en Madrid cuando Isabel II era joven
    y nadie había pensado aún en el general Prim, pero abandonó la carrera
    diplomática caprichosamente por el despecho que sintió al ver que no le
    ofrecían la embajada de París, puesto al que creía tener pleno derecho en razón
    de su nacimiento, de su indolencia, del excelente inglés de sus despachos y de
    su desmesurada pasión por los placeres. El hijo, que había sido secretario de
    su padre, y que presentó también la dimisión, gesto que por entonces se
    consideró un tanto descabellado, sucedió a su padre en el título unos meses
    después, y se consagró a cultivar con seriedad el gran arte aristocrático de no
    hacer absolutamente nada. Aunque poseía dos grandes casas en Londres,
    prefería vivir en habitaciones alquiladas, que le causaban menos molestias, y
    hacía en su club la mayoría de las comidas. Se preocupaba algo de la gestión
    de sus minas de carbón en las Midlands, y se excusaba de aquel contacto con
    la industria alegando que poseer minas de carbón otorgaba a un caballero el
    privilegio de quemar leña en el hogar de su propia chimenea. En política era
    conservador, excepto cuando los conservadores gobernaban, periodo en el que
    los insultaba sistemáticamente, acusándolos de ser una pandilla de radicales.
    Era un héroe para su ayuda de cámara, que lo tiranizaba, y un personaje
    aterrador para la mayoría de sus parientes, a quienes él, a su vez, tiranizaba.
    Era una persona que sólo podía haber nacido en Inglaterra, y siempre afirmaba
    que el país iba a la ruina. Sus principios estaban anticuados, pero se podía
    decir mucho en favor de sus prejuicios.
    Cuando lord Henry entró en la habitación de su tío lo encontró vestido con
    una tosca chaqueta de caza, fumando un cigarro habano y refunfuñando
    mientras leía The Times.
    –Vaya, Harry –dijo el anciano caballero–, ¿qué te ha hecho salir tan pronto
    de casa? Creía que los dandis no se levantaban hasta las dos y que no
    aparecían en público hasta las cinco.
    –Puro afecto familiar, tío George, te lo aseguro. Quiero pedirte algo.
    –Dinero, imagino –respondió lord Fermor, torciendo el gesto–. Bueno;
    siéntate y cuéntamelo todo. En estos tiempos que corren los jóvenes se
    imaginan que el dinero lo es todo.
    –Sí –murmuró lord Henry, colocándose mejor la flor que llevaba en el ojal
    de la chaqueta–; y cuando se hacen viejos no se lo imaginan: lo saben. Pero no
    quiero dinero. Sólo las personas que pagan sus facturas necesitan dinero, tío
    George, y yo nunca pago las mías. El crédito es el capital de un segundón, y se
    vive agradablemente con él. Además, siempre me trato con los proveedores de
    Dartmoor y, en consecuencia, nunca me molestan. Lo que quiero es
    información: no información útil, por supuesto; información perfectamente
    inútil.
    –Te puedo contar todo lo que contiene cualquier informe oficial, aunque
    quienes los redactan hoy en día escriben muchas tonterías. Cuando yo estaba
    en el cuerpo diplomático las cosas iban mucho mejor. Pero, según tengo
    entendido, ahora les hacen un examen de ingreso. ¿Hay que extrañarse del
    resultado? Los exámenes, señor mío, son pura mentira de principio a fin. Si
    una persona es un caballero, sabe más que suficiente, y si no lo es, todo lo que
    sepa es malo para él.
    –El señor Dorian Gray no tiene nada que ver con el mundo de los informes
    oficiales, tío George –dijo lord Henry lánguidamente.
    –¿El señor Dorian Gray? ¿Quién es? –preguntó lord Fermor, frunciendo el
    espeso entrecejo cano.

    –Eso es lo que he venido a averiguar, tío George. Debo decir, más bien,
    que sé quién es. Es el nieto del último lord Kelso. Su madre era una Devereux,
    lady Margaret Devereux. Quiero que me hables de su madre. ¿Cómo era?
    ¿Con quién se casó? Trataste prácticamente a todo el mundo en tu época, de
    manera que quizá la hayas conocido. En el momento actual me interesa mucho
    el señor Gray. Acaban de presentármelo.
    –¡Nieto de Kelso! –repitió el anciano caballero–. El nieto de Kelso…
    Claro… Conocí muy bien a su madre. Creo que asistí a su bautizo. Era una
    joven extraordinariamente hermosa, Margaret Devereux, y volvió loco a todo
    el mundo escapándose con un joven que no tenía un céntimo, un don nadie,
    señor mío, un suboficial de infantería o algo por el estilo. Ya lo creo. Lo
    recuerdo todo como si hubiera sucedido ayer. Al pobre infeliz lo mataron en
    un duelo en Spa pocos meses después de la boda. Una historia muy fea.
    Dijeron que Kelso se agenció un aventurero sin escrúpulos, un animal belga,
    para que insultara en público a su yerno; le pagó, señor mío, para que lo
    hiciera; le pagó y luego aquel individuo ensartó al suboficial como si fuera un
    pichón. Echaron tierra sobre el asunto, pero, cielo santo, Kelso comió solo en
    el club durante cierto tiempo después de aquello. Recogió a su hija, según me
    contaron, pero la chica nunca volvió a dirigirle la palabra. Sí, sí, un asunto
    muy feo. Margaret también se murió, en menos de un año. De manera que
    dejó un hijo, ¿no es eso? Lo había olvidado. ¿Cómo es el chico? Si es como su
    madre debe de ser bien parecido.
    –Es bien parecido –asintió lord Henry.
    –Espero que caiga en buenas manos –prosiguió el anciano–. Heredará un
    montón de dinero si Kelso se ha portado bien con él. Su madre también tenía
    dinero. Le correspondieron todas las propiedades de Selby, a través de su
    abuelo. Su abuelo odiaba a Kelso, lo consideraba un tacaño de mucho cuidad
    Y no se equivocaba. Fue a Madrid en una ocasión cuando yo estaba allí. Cielo
    santo, logró que me avergonzase de él. La reina me preguntaba quién era el
    noble inglés que siempre se peleaba con los cocheros por el precio de las
    carreras. Menuda historia. Pasé un mes sin aparecer por la Corte. Confío en
    que tratara a su nieto mejor que a los cocheros de alquiler.
    –No lo sé –respondió lord Henry–. Imagino que al chico no le faltará de
    nada. Todavía no es mayor de edad. Sé que Selby es suyo: lo sé porque me lo
    ha dicho él. Y.., ¿su madre, entonces, era muy hermosa?
    –Margaret Devereux era una de las criaturas más encantadoras que he visto
    nunca, Harry. Qué la impulsó a comportarse como lo hizo es algo que nunca
    entenderé. Podría haberse casado con quien hubiera querido. Carlington estaba
    loco por ella. Pero era una romántica. Todas las mujeres de esa familia lo han
    sido. Los hombres no valían nada, pero, cielo santo, las mujeres eran
    maravillosas. Carlington se declaró de rodillas. Me lo dijo él mismo. Margaret
    Devereux se rió de él, y no había por entonces una chica en Londres que no
    quisiera pescarlo. Y, por cierto, Harry, hablando de matrimonios estúpidos,
    ¿qué es esa patraña que me cuenta tu padre de que Dartmoor se quiere casar
    con una americana? ¿Es que las chicas inglesas no son lo bastante buenas para
    él?
    –Ahora está bastante de moda casarse con americanas, tío George.
    –Yo apoyo a las mujeres inglesas contra el mundo entero, Harry –dijo lord
    Fermor, golpeando la mesa con el puño. –Todo el mundo apuesta por las
    americanas.
    –No duran, según me han dicho –murmuró su tío. –Las carreras de fondo
    las agotan, pero son inigualables en las de obstáculos. Lo saltan todo sin
    pestañear. No creo que Dartmoor tenga la menor posibilidad.
    –¿Quiénes son sus padres? –gruñó el anciano–. ¿Acaso los tiene? Lord
    Henry negó con la cabeza.
    –Las jóvenes americanas son tan inteligentes para esconder a sus padres
    como las mujeres inglesas para ocultar su pasado –dijo lord Henry,
    levantándose para marcharse.
    –Serán chacineros, supongo.
    –Eso espero, tío George, por el bien de Dartmoor. Me dicen que la
    chacinería es una de las profesiones más lucrativas de los Estados Unidos,
    después de la política.
    –¿Es bonita esa muchacha?
    –Se comporta como si fuese hermosa. La mayoría de las americanas lo
    hacen. Es el secreto de su encanto.




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    Mensaje por Maria Lua Mar 07 Ene 2025, 10:03

    ***
    ¿Por qué no se quedan en su país? Siempre nos están diciendo que es el
    paraíso de las mujeres.
    –Lo es. Ésa es la razón de que, como Eva, estén tan excesivamente
    ansiosas de abandonarlo –dijo lord Henry–. Adiós, tío George. Gracias por
    darme la información que quería. Me gusta saberlo todo sobre mis nuevos
    amigos y nada sobre los viejos.
    –¿Dónde almuerzas hoy, Harry?
    –En casa de tía Agatha. He hecho que me invite, junto con el señor Gray,
    que es su último protégé.
    –¡Umm! Dile a tu tía Agatha, Harry, que no me moleste más con sus
    empresas caritativas. Estoy harto. Caramba, la buena mujer cree que no tengo
    nada mejor que hacer que escribir cheques para sus estúpidas ocurrencias.
    –De acuerdo, tío George, se lo diré, pero no tendrá ningún efecto. Las
    personas filantrópicas pierden toda noción de humanidad. Se las reconoce por
    eso.
    El anciano caballero gruñó aprobadoramente y llamó para que entrara su
    criado.
    Lord Henry atravesó unos soportales de poca altura para llegar a
    Burlington Street, y dirigió sus pasos en dirección a la plaza de Berkeley.
    Aquélla era, por tanto, la historia familiar de Dorian Gray. Pese a lo
    esquemático del relato, le había impresionado porque hacía pensar en una
    historia de amor extraña, casi moderna. Una mujer hermosa que se arriesga a
    todo por una loca pasión. Unas pocas semanas de felicidad sin límite truncadas
    por un crimen odioso, por una traición. Meses de silenciosos sufrimientos, y
    luego un hijo nacido en el dolor. La madre arrebatada por la muerte, el niño
    abandonado a la soledad y a la tiranía de un anciano sin corazón. Sí; unos
    antecedentes interesantes, que situaban al muchacho, que le añadían una nueva
    perfección, por así decirlo. Detrás de todas las cosas exquisitas hay algo
    trágico. Para que florezca la más humilde de las flores se necesita el esfuerzo
    de mundos… Y, ¡qué encantador había estado durante la cena la noche
    anterior, cuando, la sorpresa en los ojos y los labios entreabiertos por el placer
    y el temor, se había sentado frente a él en el club, las pantallas rojas de las
    lámparas avivando el rubor despertado en su rostro por el asombro! Hablar
    con él era como tocar el más delicado de los violines. Dorian respondía a cada
    toque y vibración del arco… Había algo terriblemente cautivador en influir
    sobre alguien. No existía otra actividad parecida. Proyectar el alma sobre una
    forma agradable, detenerse un momento; emitir las propias ideas para que las
    devuelva un eco, acompañadas por la música de una pasión juvenil; transmitir
    a otro la propia sensibilidad como si se tratase de un fluido sutil o de un
    extraño perfume; allí estaba la fuente de una alegría verdadera, tal vez la más
    satisfactoria que todavía nos permite una época tan mezquina y tan vulgar
    como la nuestra, una época zafiamente carnal en sus placeres y enormemente
    vulgar en sus metas… Aquel muchacho a quien por una extraña casualidad
    había conocido en el estudio de Basil encarnaba además un modelo
    maravilloso o, al menos, se le podía convertir en un ser maravilloso. Suyo era
    el encanto, y la pureza inmaculada de la adolescencia, junto a una belleza que
    sólo los antiguos mármoles griegos conservan para nosotros. No había nada
    que no se pudiera hacer con él. Se le podía convertir en un titán o en un
    juguete. ¡Qué lástima que semejante belleza estuviera destinada a marchitarse!
    … ¡Y Basil? Desde un punto de vista psicológico, ¡qué interesante era! Un
    nuevo estilo artístico, un modo nuevo de ver la vida, todo ello sugerido de
    manera tan extraña por la simple presencia de alguien que era todo eso de
    manera inconsciente; el espíritu silencioso que mora en bosques sombríos y
    camina sin ser visto por campos abiertos, mostrándose, de repente, como una
    dríade, y sin temor, porque en el alma que la busca se ha despertado ya esa
    singular capacidad a la que corresponde la revelación de las cosas
    maravillosas; las simples formas, los simples contornos de las cosas que se
    estilizaban, por así decirlo, adquiriendo algo semejante a un valor simbólico,
    como si fuesen a su vez el esbozo de otra forma más perfecta, a cuya sombra
    dotaban de realidad: ¡qué extraño era todo! Recordaba algo parecido en la
    historia del pensamiento. ¿No fue Platón, aquel artista de las ideas, quien lo
    había analizado por vez primera? ¿No había sido Buonarotti quien lo esculpió
    en el mármol multicolor de una sucesión de sonetos? Pero en nuestro siglo era
    extraño… Sí; trataría de ser para Dorian Gray lo que él, sin saberlo, había sido
    para el autor de aquel retrato maravilloso. Trataría de dominarlo; en realidad
    ya lo había hecho a medias.
    Haría suyo aquel espíritu maravilloso. Había algo fascinante en aquel hijo
    del Amor y de la Muerte.

    De repente, lord Henry se detuvo y contempló las casas que lo rodeaban.
    Se dio cuenta de que había dejado atrás la de su tía y, sonriendo, volvió sobre
    sus pasos. Cuando entró en el vestíbulo, un tanto sombrío, el mayordomo le
    hizo saber que los comensales ya se habían sentado a la mesa. Entregó el
    sombrero y el bastón a uno de los lacayos y pasó al comedor.
    –Tarde como de costumbre –exclamó su tía, reprendiéndolo con un
    movimiento de cabeza.
    Lord Henry inventó una excusa banal y, después de acomodarse en el sitio
    vacío al lado de lady Agatha, miró a su alrededor para ver a los invitados.
    Dorian Gray le hizo una tímida inclinación de cabeza desde el extremo de la
    mesa, apareciendo en sus mejillas un rubor de satisfacción. Frente a él tenía a
    la duquesa de Harley, una dama con un carácter y un valor admirables, muy
    querida por todos los que la conocían, y con las amplias proporciones
    arquitectónicas a las que los historiadores contemporáneos, cuando no se trata
    de duquesas, dan el nombre de corpulencia. A su derecha estaba sentado sir
    Thomas Burdon, miembro radical del Parlamento, que seguía a su líder en la
    vida pública y a los mejores cocineros en la privada, cenando con los
    conservadores y pensando con los liberales, según una regla tan prudente
    como bien conocida. El asiento a la izquierda de la duquesa estaba ocupado
    por el señor Erskine de Treadley, anciano caballero de considerable encanto y
    cultura, que había caído sin embargo en la mala costumbre de guardar silencio,
    puesto que, como explicó en una ocasión a lady Agatha, todo lo que tenía que
    decir lo había dicho antes de cumplir los treinta. A la izquierda de lord Henry
    se sentaba la señora Vandeleur, una de las amigas más antiguas de su tía, santa
    entre las mujeres, pero tan terriblemente poco atractiva que hacía pensar en un
    himnario mal encuadernado. Afortunadamente para él, la señora Vandeleur
    tenía a su otro lado a lord Faudel –una mediocridad muy inteligente, de más de
    cuarenta años y calva tan rotunda como una declaración ministerial en la
    Cámara de los Comunes–, con quien conversaba de esa manera tan
    intensamente seria que es el único error imperdonable, como él mismo había
    señalado en una ocasión, en el que caen todas las personas realmente buenas y
    del que ninguna de ellas escapa por completo.
    –Estamos hablando del pobre Dartmoor, lord Henry –exclamó la duquesa,
    haciéndole, desde el otro lado de la mesa, un gesto amistoso con la cabeza–.
    ¿Cree usted que se casará realmente con esa joven tan fascinante?
    –Creo que la joven está decidida a pedir su mano, duquesa.
    –¡Qué espanto! –exclamó lady Agatha–. Alguien debería tomar cartas en el
    asunto.
    –Me han informado, de muy buena tinta, que su padre tiene un almacén de
    áridos –dijo sir Thomas Burdon con aire desdeñoso.
    –Mi tío ha sugerido y a que se trata de chacinería, sir Thomas.
    –¡Áridos! ¿Qué mercancías son ésas? –preguntó la duquesa, alzando sus
    grandes manos en gesto de asombro y acentuando mucho el verbo.
    –Novelas americanas –respondió lord Henry, mientras se servía una
    codorniz.
    La duquesa pareció desconcertada.
    –No le haga caso, querida –susurró lady Agatha–. Mi sobrino nunca habla
    en serio.
    –Cuando se descubrió América… –intervino el miembro radical de la
    Cámara de los Comunes, procediendo a enumerar algunos datos
    aburridísimos. Como todas las personas que tratan de agotar un tema, logró
    agotar a sus oyentes. La duquesa suspiró e hizo uso de su posición privilegiada
    para interrumpir.






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    Oscar Wilde ( 1854/1900) - Página 2 Empty Re: Oscar Wilde ( 1854/1900)

    Mensaje por Maria Lua Mar 07 Ene 2025, 10:05

    ***

    –¡Ojalá nunca la hubieran descubierto! –exclamó–. A decir verdad,
    nuestras jóvenes no tienen ahora la menor oportunidad. Es una gran injusticia.
    –Quizá, después de todo, América nunca haya sido descubierta –dijo el
    señor Erskine–; yo diría más bien que fue meramente detectada.
    –Sí, sí, pero yo he visto especímenes de sus habitantes –respondió
    vagamente la duquesa–. He de confesar que la mayoría de las mujeres son
    extraordinariamente bonitas. Y además visten bien. Compran toda la ropa en
    París. Me gustaría poder permitírmelo.
    –Dicen que cuando mueren, los americanos buenos van a París –rió entre
    dientes sir Thomas, que tenía un gran armario de frases ingeniosas ya
    desechadas.
    –¿De verdad? Y, ¿adónde van los malos? –quiso saber la duquesa.
    –Van a los Estados Unidos –murmuró lord Henry.
    Sir Thomas frunció el ceño.
    –Me temo que su sobrino tiene prejuicios contra ese gran país –le dijo a
    lady Agatha–. He viajado por todo el territorio, en coches suministrados por
    los directores, que son, en esas cuestiones, extraordinariamente hospitalarios.
    Le aseguro que es muy instructivo visitarlos Estados Unidos.
    –¿De verdad tenemos que ver Chicago para estar bien educados? –
    preguntó el señor Erskine quejumbrosamente–. No me siento capaz de
    emprender ese viaje.
    Sir Thomas agitó la mano.
    –El señor Erskine de Treadley tiene el mundo en las estanterías de su
    biblioteca. A nosotros, los hombres prácticos, nos gusta ver las cosas, no leer
    su descripción. Los americanos son un pueblo muy interesante. Y totalmente
    razonable. Creo que es la característica que los distingue. Sí, señor Erskine, un
    pueblo totalmente razonable. Le aseguro que los americanos no se andan por
    las ramas.
    –¡Terrible! –exclamó lord Henry–. No me gusta la fuerza bruta, pero la
    razón bruta es totalmente insoportable. No está bien utilizarla. Es como
    golpear por debajo del intelecto.

    –No le entiendo –dijo sir Thomas, enrojeciendo considerablemente.
    –Yo sí, lord Henry –murmuró el señor Erskine con una sonrisa.
    –Las paradojas están muy bien a su manera… –intervino el baronet.
    –¿Era eso una paradoja? –preguntó el señor Erskine–. No me lo ha
    parecido. Quizá lo fuera. Bien, el camino de las paradojas es el camino de la
    verdad. Para poner a prueba la realidad, hemos de verla en la cuerda floja.
    Cuando las verdades se hacen acróbatas podemos juzgarlas.
    –¡Dios del cielo! –dijo lady Agatha–, ¡cómo discuten ustedes los hombres!
    Estoy segura de que nunca sabré de qué están hablando. Por cierto, Harry,
    estoy muy enfadada contigo. ¿Por qué tratas de convencer a nuestro Dorian
    Gray, una persona tan encantadora, para que renuncie al East End? Te aseguro
    que sería inapreciable. A nuestros habituales les hubiera encantado oírle tocar.
    –Quiero que toque para mí –exclamó lord Henry sonriendo. Cuando miró
    hacia el extremo de la mesa captó como respuesta un brillo en la mirada de
    Dorian.
    –Pero en Whitechapel la gente es muy desgraciada –protestó lady Agatha.
    –Soy capaz de simpatizar con cualquier cosa menos con el sufrimiento –
    dijo lord Henry, encogiéndose de hombros–. Hasta eso no llego. Es demasiado
    feo, demasiado horrible, demasiado angustioso. Hay algo terriblemente
    morboso en la simpatía de nuestra época por el dolor. Debemos interesarnos
    por los colores, por la belleza, por la alegría de vivir. Cuanto menos se hable
    de las miserias de la vida, tanto mejor.
    –De todos modos, el East End es un problema muy importante –señaló sir
    Thomas, con un grave movimiento de cabeza.
    –Muy cierto –respondió el joven lord–. Es el problema de la esclavitud, y
    tratamos de resolverlo divirtiendo a los esclavos.
    El político le miró con mucho interés.
    –¿Qué cambio propone usted, en ese caso? –preguntó. Lord Henry se echó
    a reír.
    –No deseo cambiar nada en Inglaterra, a excepción del clima –respondió–.
    Me basta y me sobra con la contemplación filosófica. Pero como el siglo XIX
    se ha arruinado por un excesivo gasto de simpatía, sugiero que se acuda a la
    ciencia para solucionarlo. La ventaja de las emociones es que nos llevan por el
    mal camino, y la ventaja de la ciencia es que excluye la emoción.
    –Pero tenemos gravísimas responsabilidades –aventuró tímidamente la
    señora Uandeleur.
    –Sumamente graves –se hizo eco lady Agatha. Lord Henry miró con
    detenimiento al señor Erskine.
    –La humanidad se toma demasiado en serio. Es el pecado original del
    mundo. Si los cavernícolas hubieran sabido reír, la historia habría sido distinta.
    –No sabe cuánto me consuela oírle –gorjeó la duquesa–. Siempre me
    siento muy culpable cuando vengo a ver a su querida tía, porque no me
    intereso en absoluto por el East End. En el futuro podré mirarla a la cara sin
    sonrojarme.
    –Sonrojarse es muy favorecedor, duquesa –señaló lord Henry.
    –Sólo cuando se es joven –respondió ella–. Cuando una anciana como yo
    se sonroja, es muy mala señal. ¡Ah, me gustaría que me dijera usted cómo
    volver a ser joven! Lord Henry meditó unos instantes.
    –¿Recuerda usted algún gran error que cometiera en sus primeros tiempos,
    duquesa? –preguntó mirándola desde el otro lado de la mesa.
    –Muchos, por desgracia –exclamó ella.
    –Pues vuelva a cometerlos –dijo él con gravedad–. Para recuperar la
    juventud, basta con repetir las mismas locuras.
    –¡Deliciosa teoría! –exclamó ella–. He de ponerla en práctica.
    –¡Una teoría peligrosa! –dijo sir Thomas, la boca tensa. Lady Agatha
    movió desaprobadoramente la cabeza, pero la idea le pareció de todos modos
    divertida. El señor Erskine escuchaba.
    –Sí –continuó el joven lord–; se trata de uno de los grandes secretos de la
    vida. En la actualidad la mayoría de la gente muere de una indigestión de
    sentido común y descubre cuando ya es demasiado tarde que lo único que
    nunca lamentamos son nuestros errores.
    Se oyeron risas en torno a la mesa.
    Lord Henry jugó con la idea, animándose cada vez más; la lanzó al aire y
    la transformó; la dejó escapar y volvió a capturarla; la adornó con todos los
    fuegos de la fantasía y le dio alas con la paradoja. El elogio de la locura,
    mientras lord Henry proseguía, se elevó hasta las alturas de la filosofía, y la
    filosofía misma se hizo joven y, contagiada por la música desenfrenada del
    placer, vestida, cabría imaginar, con su túnica manchada de vino y una
    guirnalda de hiedra, danzó como una bacante sobre las colinas de la vida y se
    burló del plácido Sileno por su sobriedad. Los hechos huyeron ante ella como
    asustados animalitos del bosque. Sus pies alabastrinos pisaron el enorme lagar
    donde sienta sus reales el sabio Omar, hasta que el zumo rosado de la vid se
    elevó en torno a sus extremidades desnudas en oleadas de burbujas moradas, o
    se deslizó en espuma por las negras paredes inclinadas de la cuba. Fue una
    extraordinaria improvisación. Lord Henry sentía fijos en él los ojos de Dorian
    Gray, y saber que había entre quienes lo escuchaban alguien a quien deseaba
    fascinar parecía dar mayor agudeza a su ingenio y prestar colores más vivos a
    su imaginación. Se mostró brillante, fantástico, irresponsable. Encantó a sus
    oyentes haciendo que se olvidaran de sí mismos, y que siguieran, riendo, la
    melodía de su caramillo. Dorian Gray nunca apartó de él los ojos, y
    permaneció inmóvil como si estuviera encantado, sucediéndose las sonrisas
    sobre sus labios, mientras el asombro, en el fondo de sus ojos, adoptaba una
    pensativa gravedad.
    Finalmente, cubierta con la librea de la época, la realidad entró en la
    estancia en forma de lacayo para decir que a la duquesa la esperaba su coche.
    La noble señora se retorció las manos con fingida desesperación.








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    Mensaje por Maria Lua Miér 08 Ene 2025, 09:15

    ***

    –¡Qué fastidio! –exclamó–. He de marcharme. Tengo que recoger a mi
    marido en el club para llevarlo a Willis's Rooms, donde debe presidir no sé
    qué absurda reunión. Si llego tarde se enfurecerá sin duda, y no puedo
    exponerme a una escena con este sombrero. Es demasiado frágil. Una palabra
    dura acabaría con él. No, he de irme, mi querida Agatha. Hasta la vista, lord
    Henry, es usted absolutamente delicioso y terriblemente desmoralizador.
    Desde luego, no sabría qué decir sobre sus ideas. Tiene que venir a cenar con
    nosotros una de estas noches. ¿El martes? ¿Está usted libre el martes?
    –Por usted, duquesa, ¿de quién no prescindiría yo? –respondió lord Henry,
    con una inclinación de cabeza.
    –¡Ah! ¡Muy amable y muy cruel por su parte! –exclamó la duquesa–; pero
    no se olvide de venir –y abandonó la habitación seguida por lady Agatha y las
    otras damas. Cuando lord Henry se hubo sentado de nuevo, el señor Erskine,
    dando la vuelta a la mesa, y colocándose a su lado, le puso una mano en el
    brazo.
    –Usted habla mucho de libros –dijo–; ¿por qué no escribe uno?
    –Me gusta demasiado leerlos para molestarme en escribirlos, señor
    Erskine. Desde luego, me gustaría escribir una novela, una novela que fuese
    tan encantadora y tan irreal como una alfombra persa. Pero en Inglaterra no
    hay público más que para periódicos, libros de texto y enciclopedias. No hay
    en todo el mundo personas con menos sentido de la belleza literaria que los
    ingleses.
    –Me temo que tiene usted razón –respondió el señor Erskine–. Yo mismo
    tuve ambiciones literarias, pero las abandoné hace mucho. Y ahora, mi joven y
    querido amigo, si me permite que le dé ese nombre, ¿le puedo preguntar si
    mantiene usted todo lo que nos ha dicho durante el almuerzo?
    –He olvidado por completo lo que he dicho –sonrió lord Henry–. ¿Tan
    inmoral era?
    –Sumamente inmoral. De hecho le considero extraordinariamente
    peligroso, y si algo le sucede a nuestra buena duquesa le tendremos por
    responsable directo. Pero me gustaría hablar con usted sobre la vida. La
    generación de la que formo parte es francamente aburrida. Algún día, cuando
    se canse de Londres, venga a Treadley, expóngame su filosofía del placer
    mientras degustamos un excelente borgoña que tengo la fortuna de poseer.
    –Me encantará. Una visita a Treadley será un gran privilegio. Cuenta con
    un perfecto anfitrión y una biblioteca igualmente perfecta.
    –Su presencia le añadirá un nuevo encanto –respondió el anciano
    caballero, con una cortés inclinación–. Y ahora tengo que despedirme de su
    excelente tía. Me esperan en el Atheneum. Es la hora en que dormimos allí.
    –¿Todos, señor Erskine?
    –Cuarenta, en cuarenta sillones. Hacemos prácticas para una Academia
    Inglesa de las Letras.
    Lord Henry rió, poniéndose en pie.
    –Me voy al parque –exclamó.
    Al atravesar la puerta, Dorian Gray le tocó en el brazo.
    –Permítame ir con usted –murmuró.
    –Creía que le había prometido a Basil Hallward que iría usted a verlo –
    respondió lord Henry.
    –Prefiero ir con usted; sí, siento que debo ir con usted. Permítamelo. Y
    prometa hablarme todo el tiempo. Nadie lo hace tan bien.
    –¡Ah! Ya he hablado más que suficiente por hoy –dijo lord Henry,
    sonriendo–. Todo lo que quiero ahora es mirar la vida. Puede usted venir y
    mirarla conmigo, si lo tiene a bien.






    Capítulo 4




    Cierta tarde, un mes después, Dorian Gray estaba recostado en un lujoso
    sillón, en la pequeña biblioteca de la casa de lord Henry en Mayfair. Se
    trataba, en su estilo, de una habitación muy agradable, con alto revestimiento
    de madera de roble color oliva, friso de color crema, techo de escayola y
    alfombra de fieltro color ladrillo, sobre la que se habían extendido otras
    alfombras persas de seda, más pequeñas, con largos flecos. En una diminuta
    mesa de madera de satín había una estatuilla obra de Clodion y, junto a ella, un
    ejemplar de Les CentNouvelles, encuadernado para Margarita de Valois por
    Clovis Eve y adornado con las margaritas que la reina había elegido como
    emblema. Algunos grandes jarrones de porcelana azul con tulipanes de colores
    abigarrados ocupaban la repisa de la chimenea y, a través de los emplomados
    rectángulos de cristal de la ventana, se derramaba la luz de color albaricoque
    de un día de verano en Londres.
    Lord Henry no había vuelto aún. Siempre se retrasaba por principio, ya
    que, en su opinión, la puntualidad es el ladrón del tiempo. De manera que el
    muchacho parecía bastante enfurruñado mientras con una mano distraída
    pasaba las páginas de una edición de Manon Lescaut, suntuosamente ilustrada,
    que había encontrado en una de las estanterías. El solemne y monótono tictac
    del reloj Luis XIV le molestaba. Una o dos veces pensó en marcharse.
    Finalmente oyó pasos fuera y se abrió la puerta.
    –¡Qué tarde llegas, Harry! –murmuró.
    –Me temo que no se trata de Harry, señor Gray –respondió una voz muy
    aguda.
    Dorian se volvió rápidamente, poniéndose en pie.
    –Le ruego me disculpe. Creí…
    –Creyó usted que era mi marido. Soy sólo su mujer. Permítame que me
    presente. A usted lo conozco bien por sus fotografías. Me parece que mi
    marido tiene diecisiete.
    –No, lady Wotton, ¡no diecisiete!
    –Dieciocho, entonces. Y los vi juntos la otra noche en la ópera –rió con
    nerviosismo mientras hablaba, contemplándolo con sus ojos azules, un poco
    vagos, de nomeolvides. Era una mujer curiosa, cuyos vestidos siempre daban
    la impresión de haber sido diseñados en la cólera y utilizados en la tempestad.
    De ordinario estaba enamorada de alguien y, como su pasión nunca era
    correspondida, había conservado todas sus ilusiones. Trataba de conseguir una
    apariencia pintoresca, pero sólo conseguía dar sensación de desaseo. Se
    llamaba Victoria y tenía la manía perseverante de ir a la iglesia.
    –Se trataba de Lohengrin, si no recuerdo mal.
    nguna otra. Es tan ruidosa que se puede hablar todo el tiempo sin que otras
    personas oigan lo que se dice. Eso es una gran ventaja, ¿no le parece, señor
    Gray?
    La misma risa, nerviosa y entrecortada, se escapó de los delgados labios, y
    sus dedos empezaron a jugar con un abrecartas de carey.
    Dorian sonrió y negó con la cabeza.
    –Me temo que no estoy de acuerdo, lady Wotton. Nunca hablo cuando
    suena la música; al menos, si se trata de buena música. Si la música es mala,
    es nuestro deber ahogarla con la conversación.
    –¡Ah! Ésa es una de las ideas de Harry, ¿no es así, señor Gray? Siempre
    oigo las ideas de Harry de labios de sus amigos. Es así como me entero de que
    existen. Pero no debe usted pensar que no me gusta la buena música. La adoro,
    pero me da miedo. Me pone demasiado romántica. Sencillamente, venero a los
    pianistas; dos a la vez, en algunas ocasiones, me dice Harry. No sé qué es lo
    que tienen. Quizá el ser extranjeros. Todos lo son, ¿no es cierto? Incluso los
    que han nacido en Inglaterra se convierten en extranjeros con el tiempo, ¿no le
    parece? ¡Qué habilidad la suya! Y para el arte, ¡qué excelente cumplido! La
    hace sumamente cosmopolita, ¿verdad? ¿No ha estado usted nunca en alguna
    de mis fiestas, señor Gray? Tiene que venir. No puedo permitirme orquídeas,
    pero no reparo en gastos con extranjeros. ¡Hacen que la casa parezca tan
    pintoresca! ¡Pero aquí está Harry! Harry, vine buscándote para preguntarte
    algo, no recuerdo qué, y encontré al señor Gray. Hemos tenido una
    conversación muy agradable sobre música. Tenemos exactamente las mismas
    ideas. No; creo que nuestras ideas son completamente distintas. Pero ha sido la
    simpatía personificada. Y me alegro mucho de haberlo conocido.



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    Mensaje por Maria Lua Miér 08 Ene 2025, 09:17

    ***

    –Espléndido, amor mío, espléndido –dijo lord Henry, alzando la doble
    media luna oscura de las cejas y contemplando a ambos con una sonrisa
    divertida.
    –Siento llegar tarde, Dorian. Fui en busca de una pieza de brocado antiguo
    en Wardour Street, y he tenido que regatear durante horas para conseguirla. En
    los días que corren la gente sabe el precio de todo y el valor de nada.
    –Me temo que he de irme –exclamó lady Wotton, rompiendo un silencio
    embarazoso con su repentina risa sin sentido–. He prometido salir en coche
    con la duquesa. Hasta la vista, señor Gray. Hasta luego, Harry.
    Imagino que cenas fuera. Yo también. Quizá te vea en casa de lady
    Thornbury.
    –Imagino que sí, querida mía –lord Henry cerró la puerta tras ella, cuando,
    con el aspecto de un ave del paraíso que se hubiera pasado toda la noche bajo
    la lluvia, salió revoloteando de la habitación, dejando un leve olor a tarta de
    almendras; luego encendió un cigarrillo y se dejó caer en el sofá.
    –Nunca te cases con una mujer con el pelo de color pajizo, Dorian –dijo
    después de lanzar unas cuantas bocanadas de humo.
    –¿Por qué, Harry?
    –Porque son muy sentimentales.
    –Pero a mí me gusta la gente sentimental.
    –No te cases, Dorian. Los hombres se casan porque están cansados; las
    mujeres, porque sienten curiosidad: unos y otras acaban decepcionados.
    –Creo que no es probable que me case, Harry. Estoy demasiado
    enamorado. Ése es uno de tus aforismos. Lo estoy poniendo en práctica, y
    hago todo lo que recomiendas.
    –¿De quién te has enamorado? –preguntó lord Henry, después de una
    pausa.
    –De una actriz –dijo Dorian Gray, ruborizándose. Lord Henry se encogió
    de hombros.
    –Es un debut bastante corriente.
    –No dirías eso si la vieras, Harry.
    –¿Quién es?
    –Se llama Sibyl Vane.
    –Nunca he oído hablar de ella.
    –Nadie ha oído. Pero todo el mundo oirá algún día. Es un genio.
    –Mi querido muchacho, ninguna mujer es un genio. Las mujeres son un
    sexo decorativo. Nunca tienen nada que decir, pero lo dicen
    encantadoramente. Representan el triunfo de la materia sobre la mente, de la
    misma manera que los hombres representan el triunfo de la mente sobre la
    moral
    –¿Cómo puedes decir una cosa así, Harry?
    –Mi querido Dorian, no es más que la verdad. Estoy analizando a las
    mujeres en el momento actual, de manera que debo saberlo. No es un tema tan
    abstruso como yo pensaba. Descubro que, en último extremo, sólo hay dos
    clases de mujeres, las corrientes y las que se pintan. Las primeras son muy
    útiles. Si quieres conseguir una reputación de persona respetable, basta con
    invitarlas a cenar. Las otras mujeres son sumamente encantadoras. Pero
    cometen un error. Se pintan con el fin de parecer jóvenes. Nuestras abuelas se
    pintaban para tratar de hablar con brillantez. Rouge y esprit solían ir juntos.
    Ahora eso se ha acabado. Siempre que una mujer pueda parecer diez años más
    joven que sus hijas, estará perfectamente satisfecha. En cuanto a conversación,
    sólo hay cinco mujeres en Londres con las que merece la pena hablar, y a dos
    de ellas no las recibe la buena sociedad. De todos modos, háblame de tu genio.
    ¿Cuánto hace que la conoces?
    –¡Harry, Harry! Tus opiniones me aterran.
    –No te preocupes por eso. ¿Cuánto hace que la conoces?
    –Unas tres semanas.
    –Y, ¿cómo te tropezaste con ella?
    –Te lo voy a contar, Harry; pero tienes que ser comprensivo. Después de
    todo, no me habría pasado si no te hubiera conocido. Hiciste que sintiera un
    tremendo deseo de saberlo todo acerca de la vida. Durante varios días, después
    de conocerte, algo especial me latía en las venas. Mientras estaba en el parque
    o me paseaba por Picadilly, miraba a todas las personas con las que me
    cruzaba, preguntándome con tremenda curiosidad cómo era su vida. Algunas
    personas me fascinaban. Otras me llenaban de horror. Venenos exquisitos
    flotaban en el aire. Sentía pasión por las sensaciones… Bien, una tarde, hacia
    las siete, decidí salir en busca de alguna aventura. Sentía que este Londres
    nuestro, tan gris y tan monstruoso, con sus miríadas de personas, sus sórdidos
    pecadores y sus espléndidos pecados, tal como tú dijiste una vez, me reservaba
    algo. Me imaginé mil cosas. La simple sensación de peligro me llenaba de
    gozo. Recordé lo que me habías dicho en aquella maravillosa velada cuando
    cenamos juntos por vez primera, sobre el hecho de que la búsqueda de la
    belleza es el verdadero secreto de la vida. No sé qué esperaba, pero salí a la
    calle y me dirigí hacia el este, perdiéndome muy pronto en un laberinto de
    calles mugrientas y plazas oscuras y sin hierba. A eso de las ocho y media pasé
    por delante de un absurdo teatrillo, con luces brillantes y carteles chillones. En
    la entrada había un judío horroroso, con el chaleco más exótico que he visto en
    mi vida y fumando un cigarro apestoso. El cabello le caía en bucles grasientos
    y en mitad de una sucia camisa resplandecía un enorme diamante. «¿Un palco,
    milord?», dijo al verme, y se quitó el sombrero con un aire fascinantemente
    servil. Había algo en él que me divirtió, Harry. ¡Era tan monstruoso! Te vas a
    reír de mí, lo sé, pero entré y pagué nada menos que una guinea por un palco
    junto al escenario. Todavía hoy sigo sin saber por qué lo hice; pero si no lo
    hubiera hecho, mi querido Harry, me hubiera perdido la gran historia de amor
    de mi vida. Veo que te estás riendo. ¡Qué mal me parece!
    –No me río, Dorian; al menos, no me río de ti. Pero no debes decir la gran
    historia de amor de tu vida. Debes decir la primera. Siempre te querrán, y tú
    siempre estarás enamorado del amor. Una grande passion es el privilegio de
    quienes no tienen nada que hacer. Ésa es la única utilidad de las clases ociosas
    de un país. No tengas miedo. Te están reservadas aventuras exquisitas. Esto no
    es más que el principio.









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    Oscar Wilde ( 1854/1900) - Página 2 Empty Re: Oscar Wilde ( 1854/1900)

    Mensaje por Maria Lua Miér 08 Ene 2025, 09:18

    ***
    –¿Tan superficial me consideras? –exclamó Dorian Gray, muy dolido.
    –No; te creo muy profundo.
    –¿Qué quieres decir?
    –Mi querido muchacho, las personas que sólo aman una vez en la vida son
    realmente las personas superficiales. A lo que ellos llaman su lealtad, y su
    fidelidad, yo lo llamo sopor de rutina o falta de imaginación. La fidelidad es a
    la vida de las emociones lo que la coherencia a la vida del intelecto:
    simplemente una confesión de fracaso. ¡Fidelidad! Tengo que analizarla algún
    día. La pasión de la propiedad está en ella. Hay muchas cosas de las que nos
    desprenderíamos si no tuviéramos miedo de que otros las recogieran. Pero no
    te quiero interrumpir. Sigue con tu historia.
    –Bueno, me encontré sentado en un palquito espantoso, con un telón de lo
    más vulgar delante de los ojos. Desde mi discreto escondite me dediqué a
    examinar la sala. Era un lugar perfectamente chabacano, todo él cupidos y
    cornucopias, como una tarta nupcial de cuarta categoría. El paraíso y la platea
    estaban bastante llenos, pero las dos primeras filas de descoloridas butacas se
    hallaban completamente vacías y apenas había nadie en las mejores entradas
    del anfiteatro. Había mujeres vendiendo naranjas y refrescos y se consumían
    grandes cantidades de frutos secos.
    –Debía de ser como en los días gloriosos del drama británico.
    –Precisamente, creo yo, y muy deprimente. Empezaba a preguntarme qué
    demonios estaba haciendo allí, cuando me fijé en el programa. ¿Qué obra
    crees que representaban, Harry?
    –Imagino que El joven idiota o Mudo pero inocente. A nuestros padres les
    gustaba ese tipo de obras, según creo. Cuantos más años tengo, Dorian, más
    convencido estoy de que lo que era suficientemente bueno para nuestros
    padres no lo es para nosotros. En arte, como en política, les grand–péres ont
    toujours tort.
    –La obra era suficientemente buena para nosotros, Harry. Se trataba de
    Romeo y Julieta. He de reconocer que no me hizo mucha gracia la idea de ver
    representar a Shakespeare en un antro como aquél. Pero sentí interés, de todos
    modos. Decidí presenciar al menos el primer acto. Había una orquesta
    detestable, presidida por un hebreo joven sentado ante un piano desafinado
    que casi me echó del teatro; pero finalmente se alzó el telón y comenzó la
    obra. Romeo era un caballero corpulento y con muchos años a sus espaldas,
    cejas pintadas con negro de corcho, ronca voz de tragedia y silueta cíe barril
    de cerveza. Mercutio era casi igual de siniestro. Lo interpretaba un cómico de
    la legua que había añadido al texto chistes de su cosecha y mantenía relaciones
    sumamente amistosas con la platea. Los dos eran tan grotescos como el
    decorado, que parecía salido de una barraca de feria. Pero, ¡Julieta! Imagínate
    una muchachita de apenas diecisiete años, con un rostro como de flor, una
    cabecita griega con cabellos de color castaño oscuro recogidos en trenzas, ojos
    que eran pozos violeta de pasión, labios como pétalos de rosa. ¡La criatura
    más encantadora que había visto nunca! Una vez me dijiste que el patetismo
    no te conmovía en absoluto, pero que la belleza, la simple belleza, podía
    llenarte los ojos de lágrimas. Te lo aseguro, Harry, apenas veía a esa muchacha
    porque siempre tenía los ojos nublados por las lágrimas. ¡Y su voz! No he oído
    nunca una voz semejante. Sólo un hilo al principio, con notas bajas y
    melodiosas, que parecían caer una a una en el oído. Luego creció en volumen,
    y sonaba como una flauta o un lejano oboe. En la escena del jardín tuvo todo
    el júbilo estremecido de los ruiseñores cuando cantan poco antes del amanecer.
    Hubo momentos, más adelante, en los que alcanzó la desenfrenada pasión de
    los violines. Sabes perfectamente cuánto puede afectarnos una voz. Tu voz y
    la de Sibyl Vane son dos cosas que nunca olvidaré. Cuando cierro los ojos las
    oigo, y cada una dice algo diferente. No sé a cuál seguir. ¿Por qué tendría que
    no amarla? La quiero, Harry. Para mí lo es todo. Voy a verla actuar día tras
    día. Una noche es Rosalinda y la siguiente Imogen. La he visto morir en la
    penumbra de un sepulcro italiano, recogiendo el veneno de labios de su
    amante. La he contemplado atravesando el bosque de las Ardenas, disfrazada
    de muchacho, con calzas, jubón y un gorro delicioso. Ha sido la loca que se
    presenta ante un rey culpable, dándole ruda para llevar y hierbas amargas que
    gustar. Ha sido inocente, y las negras manos de los celos han aplastado su
    cuello de junco. La he visto en todas las épocas y con todos los trajes. Las
    mujeres ordinarias no hacen volar nuestra imaginación. Están ancladas en su
    siglo. La fascinación nunca las transfigura. Se sabe lo que tienen en la cabeza
    con la misma facilidad que si se tratara del sombrero. Siempre se las
    encuentra. No hay misterio en ninguna de ellas. Van a pasear al parque por la
    mañana y charlan por la tarde en reuniones donde toman el té. Tienen una
    sonrisa estereotipada y los modales del momento. Son transparentes. ¡Pero una
    actriz! ¡Qué diferente es una actriz, Harry! ¿Por qué no me dijiste que la única
    cosa merecedora de amor es una actriz?
    –Porque he querido a demasiadas, Dorian.
    –Sí, claro; gente horrible con el pelo teñido y el rostro pintado.
    –No desprecies el pelo teñido y los rostros pintados. En ocasiones tienen
    un encanto extraordinario –dijo lord Henry.
    –Ahora quisiera no haberte contado nada sobre Sybil Vane.
    –No hubieras podido evitarlo, Dorian. A lo largo de tu vida me contarás
    todo lo que hagas.
    –Tienes razón, Harry; creo que estás en lo cierto. No puedo dejar de
    contarte las cosas. Tienes una curiosa influencia sobre mí. Si alguna vez
    cometiera un delito, vendría a confesártelo. Tú lo entenderías.
    –Personas como tú, los caprichosos rayos de sol de la vida, no delinquen.
    Pero, de todos modos, te quedo muy agradecido por ese cumplido. Y ahora
    dime… , alcánzame las cerillas, como un buen chico, gracias… ¿Cuáles son
    tus relaciones actuales con Sybil Vane?
    Dorian Gray se puso en pie de un salto, las mejillas encendidas y los ojos
    echando fuego.
    –¡Harry! ¡Sybil Vane es sagrada!
    –Sólo las cosas sagradas merecen ser tocadas, Dorian –dijo lord Henry, con
    una extraña nota de patetismo en la voz–. Pero, ¿por qué tienes que enfadarte?
    Supongo que será tuya algún día. Cuando se está enamorado, empiezas por
    engañarte a ti mismo y acabas engañando a los demás. Eso es lo que el mundo
    llama una historia de amor. Al menos, la conoces personalmente, imagino.
    –Claro que la conozco. La primera noche que estuve en el teatro, el
    horrible judío viejo se presentó en el palco después de que terminara la
    representación y se ofreció a llevarme entre bastidores y presentármela.
    Consiguió enfurecerme, y le dije que Julieta llevaba muerta cientos de años y
    que su cuerpo yacía en Verona, en una tumba de mármol. Por la mirada de
    asombro que me lanzó, creo que tuvo la impresión de que había bebido
    demasiado champán o algo parecido.
    –No me sorprende.











    43
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    Mensaje por Maria Lua Miér 08 Ene 2025, 13:44

    ***
    Luego me preguntó si escribía para algún periódico. Le dije que nunca los
    leía. Pareció terriblemente decepcionado al oírlo, y me confesó que todos los
    críticos teatrales le eran hostiles y que a todos se los podía comprar.
    –No me extrañaría que tuviera razón en eso. Pero, por otra parte, a juzgar
    por el aspecto que tiene la mayoría, no deben de ser demasiado caros.
    –Bien; pero él parece pensar que están por encima de sus posibilidades –
    rió Dorian–. Para entonces, sin embargo, ya estaban apagando las luces del
    teatro y tuve que irme. El judío quiso que probara unos cigarros de los que
    hizo grandes alabanzas. Pero decliné su ofrecimiento. A la noche siguiente,
    volví, por supuesto. Al verme, me hizo una profunda reverencia y me aseguró
    que yo era un munificente protector del arte. Es un ser insufrible, pero
    Shakespeare le apasiona. Ya me ha dicho, visiblemente orgulloso, que sus
    cinco bancarrotas se debieron enteramente a «el Bardo», como insiste en
    llamarlo. Parece considerarlo un timbre de gloria.
    –Lo es, mi querido Dorian; un verdadero timbre de gloria. La mayoría de
    la gente se arruina por invertir demasiado en la prosa de la vida. Arruinarse
    por la poesía es un honor. ¿Cuándo hablaste por vez primera con la señorita
    Sybil Vane?
    –La tercera noche. Había interpretado a Rosalinda. Me fue imposible no ir
    a verla. Le había lanzado unas flores y ella me miró; al menos, imaginé que lo
    había hecho. El viejo judío insistió. Estaba decidido a llevarme entre
    bastidores, de manera que acepté. Es curioso que no deseara conocerla, ¿no te
    parece?
    –No; no me parece curioso.
    –¿Por qué, mi querido Harry?
    –Te lo diré en alguna otra ocasión. Ahora quiero saber más sobre esa chica.
    –¿Sybil? ¡Tan tímida y tan amable! Hay algo infantil en ella. Abrió mucho
    los ojos con el más sincero de los asombros cuando le dije lo que pensaba de
    su interpretación, y pareció no tener conciencia de su talento. Creo que los dos
    estábamos bastante nerviosos. El judío viejo sonreía desde la puerta del
    polvoriento camerino, diciendo frases rebuscadas sobre los dos, mientras Sibyl
    y yo nos mirábamos como niños. El viejo insistía en llamarme «mylord», y
    tuve que explicar a Sybil que no era nada parecido. Ella me dijo: «Más bien
    parece usted un príncipe. Le llamaré Príncipe Azul».
    –A fe mía, Dorian, la señorita Sybil sabe cómo hacer cumplidos.
    –No la entiendes, Harry. Me veía sólo como un personaje en una obra de
    teatro. No sabe nada de la vida. Vive con su madre, una mujer apagada y
    fatigada que, con una túnica más o menos carmesí, interpretó la primera noche
    a la señora Capuleto; una mujer con aspecto de haber conocido días mejores.
    –Conozco ese aspecto. Me deprime –murmuró lord Henry, examinando sus
    sortijas.
    –El judío me quería contar su historia, pero le dije que no me interesaba.
    –Tuviste toda la razón. Siempre hay algo infinitamente mezquino en las
    tragedias de los demás.
    –Sybil es lo único que me interesa. ¿Qué más me da de dónde haya salido?
    Desde la cabecita a los piececitos es absoluta y enteramente divina. Noche tras
    noche voy a verla actuar, y cada noche lo hace mejor que la anterior.
    –Imagino que ésa es la razón de que ya nunca cenes conmigo. Pensaba, y
    estaba en lo cierto, que quizá tuvieras entre manos alguna curiosa historia de
    amor. Pero no se trata exactamente de lo que yo imaginaba.
    –Mi querido Harry, tú y yo almorzamos o cenamos juntos todos los días; y
    he ido varias veces a la ópera contigo –dijo Dorian, abriendo mucho los ojos
    para manifestar su asombro.
    –Siempre llegas terriblemente tarde.
    –No puedo dejar de ver actuar a Sybil –exclamó–, aunque sólo presencie el
    primer acto. Siento necesidad de su presencia; y cuando pienso en el alma
    maravillosa escondida en ese cuerpecito de marfil, me lleno de asombro.
    –Esta noche cenas conmigo, ¿no es cierto? Dorian Gray hizo un gesto
    negativo con la cabeza.
    –Hoy hace de Imogen –respondió–, y mañana por la noche será Julieta.
    –¿Cuándo es Sybil Vane?
    –Nunca.
    –Te felicito.
    –¡Qué malvado eres! Sybil es todas las grandes heroínas del mundo en una
    sola. Es más que una sola persona. Te ríes, pero yo te repito que es
    maravillosa. La quiero, y he de hacer que me quiera. Tú, que conoces todos los
    secretos de la vida, dime cómo hechizar a Sybil Vane para que me quiera.
    Deseo dar celos a Romeo. Quiero que todos los amantes muertos oigan
    nuestras risas y se entristezcan. Quiero que un soplo de nuestra pasión
    remueva su polvo, despierte sus cenizas y los haga sufrir. ¡Cielos, Harry, cómo
    la adoro! –iba de un lado a otro de la habitación mientras hablaba. Manchas
    rojas, como de fiebre, le encendían las mejillas. Estaba terriblemente exaltado.
    Lord Henry sentía un secreto placer contemplándolo. ¡Qué diferente era ya
    del muchachito tímido y asustado que había conocido en el estudio de Basil
    Hallward! Había madurado, produciendo flores de fuego escarlata. Desde su
    secreto escondite, el alma se le había salido al mundo, y el Deseo había
    acudido a reunirse con ella por el camino.
    –Y, ¿qué es lo que te propones hacer? –dijo finalmente lord Henry.
    –Quiero que Basil y tú vengáis conmigo alguna noche para verla actuar.
    No tengo el menor temor al resultado. Sin duda, reconoceréis su genio. Luego
    hemos de arrancarla de las manos de ese viejo judío. Está atada a él por tres
    años, al menos dos años y ocho meses, desde el momento presente. Tendré que
    pagarle algo, por supuesto. Cuando todo esté arreglado, la traeré a algún teatro
    del West End y la presentaré como es debido. Enloquecerá al mundo como me
    ha enloquecido a mí.
    –¡Eso es imposible, amigo mío!
    –Lo hará. No sólo hay en ella arte, arte e instinto consumados; también
    tiene personalidad; y tú me has dicho a menudo que son las personalidades, no
    los principios, lo que mueve nuestra época.
    –Bien; ¿qué noche iremos?
    –Déjame ver. Hoy es martes. Quedemos para mañana. Mañana interpreta a
    Julieta.
    –De acuerdo. En el Bristol alas ocho; yo llevaré a Basil.
    –A las ocho no, Harry, te lo ruego. A las seis y media. Hemos de estar allí
    antes de que se levante el telón. Has de verla en el primer acto, cuando conoce
    a Romeo.
    –¡Seis y media! ¡Qué horas! Sería como tomar una merienda–cena o leer
    una novela inglesa. Tiene que ser a las siete. Ningún caballero cena antes de
    las siete. ¿He de ver a Basil de aquí a mañana? ¿O bastará con que le escriba?
    –¡El bueno de Basil! Hace una semana que no le pongo la vista encima.
    Me da muchísima vergüenza, porque me ha enviado el cuadro con un
    magnífico marco, especialmente diseñado por él y, aunque estoy un poco
    celoso del retrato por ser un mes más joven que yo, debo admitir que me
    maravilla verlo. Quizá sea mejor que le escribas, no quiero estar a solas con él.
    Dice cosas que me fastidian. Se empeña en darme buenos consejos.
    Lord Henry sonrió.
    –A la gente le encanta regalar lo que más necesita. Es lo que yo llamo el
    insondable abismo de la generosidad.
    –No, no; Basil es la mejor de las personas, pero un tanto prosaico. Lo he
    descubierto a raíz de conocerte, Harry.
    –Basil, mi querido muchacho, pone en el trabajo todas sus mejores
    cualidades. La consecuencia es que para la vida sólo le quedan los prejuicios,
    los principios y el sentido común. Los únicos artistas encantadores que
    conozco son malos artistas. Los buenos sólo existen en lo que hacen y, en
    consecuencia, carecen por completo de interés como personas. Un gran poeta,
    un poeta verdaderamente grande, es la menos poética de todas las criaturas.
    Pero los poetas de poca monta son absolutamente fascinantes. Cuanto peores
    son sus rimas, más pintoresco es su aspecto. El simple hecho de haber
    publicado un libro de sonetos de segunda categoría hace a un hombre
    absolutamente irresistible. Vive la poesía que es incapaz de escribir. Los otros
    escriben la poesía que no se atreven a poner por obra.
    –Me pregunto si es realmente así, Harry –dijo Dorian Gray, derramando
    sobre su pañuelo un poco de perfume de un gran frasco con tapón dorado que
    estaba sobre la mesa–. Debe de ser, si tú lo dices. Y ahora tengo que
    marcharme. Imogen me espera. No te olvides de mañana. Hasta la vista.




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    Mensaje por Maria Lua Miér 08 Ene 2025, 13:49

    ***
    Cuando Dorian Gray salió de la habitación, lord Henry cerró los ojos y
    empezó a pensar. Ciertamente, pocas personas le habían interesado tanto como
    Dorian Gray, si bien la desmedida adoración del muchacho por otra persona
    no le producía la menor punzada de fastidio ni de celos. Le agradaba, por el
    contrario. Lo convertía en un objeto de estudio más interesante. Siempre le
    habían cautivado los métodos de las ciencias naturales, pero no su materia
    habitual, que le parecía trivial y sin importancia. De manera que había
    empezado por hacer vivisección consigo mismo y había terminado
    haciéndosela a otros. La vida humana era lo único que le parecía digno de
    investigar. Comparado con eso, no había nada que tuviera el menor valor.
    Aunque si se contemplaba la vida en su curioso crisol de dolor y placer, no era
    posible cubrir el propio rostro con una máscara de cristal, ni evitar que los
    vapores sulfúricos alterasen el cerebro y enturbiaran la imaginación con
    monstruosas fantasías y sueños deformes. Existían venenos tan sutiles que
    para conocer sus propiedades había que enfermar con ellos. Y enfermedades
    tan extrañas que era necesario padecerlas para entender su naturaleza. ¡Qué
    grande, sin embargo, la recompensa recibida! ¡Qué cosa tan maravillosa
    llegaba a ser el mundo entero! Percibir la peculiar lógica inflexible de la
    pasión, y la vida del intelecto emocionalmente coloreada; observar dónde se
    encontraban y dónde se separaban, en qué punto funcionaban al unísono y en
    qué punto surgían las discordancias: ¡qué gran placer el así obtenido! ¿Qué
    importancia tenía el precio? Nunca se pagaba demasiado por las sensaciones.
    Sabía perfectamente –y la idea produjo un brillo de placer en sus ojos de
    ágata– que gracias a determinadas palabras suyas, palabras musicales dichas
    de manera musical, el alma de Dorian Gray se había vuelto hacia aquella
    blanca jovencita y se había inclinado en adoración ante ella. En gran medida
    aquel muchacho era una creación suya. Había acelerado su madurez, lo que no
    carecía de importancia. La gente ordinaria esperaba a que la vida les desvelase
    sus secretos, pero para unos pocos, para los elegidos, la vida revelaba sus
    misterios antes de apartar el velo. Esto era a veces consecuencia del arte, y
    sobre todo del arte de la literatura, que se ocupa de manera inmediata de las
    pasiones y de la inteligencia. Pero de cuando en cuando una personalidad
    compleja ocupaba su sitio y asumía las funciones del arte, y era, de hecho, a su
    manera, una verdadera obra de arte, porque, al igual que la poesía, la escultura
    o la pintura, la vida cuenta con refinadas obras maestras.
    Sí; el adolescente era precoz. Estaba recogiendo la cosecha todavía en
    primavera. Tenía dentro de sí el latido y la pasión de la juventud, pero
    empezaba a reflexionar sobre todo ello. Era delicioso contemplarlo. Con su
    hermoso rostro y su alma igualmente hermosa, era un motivo de asombro.
    Daba lo mismo cómo terminara todo o cómo estuviese destinado a terminar.
    Era como una de esas figuras llenas de encanto en una cabalgata o en una obra
    de teatro, cuyas alegrías nos parecen muy lejanas, pero cuyos pesares
    despiertan nuestro sentido de la belleza, y cuyas heridas son como rosas rojas.

    Alma y cuerpo, cuerpo y alma, ¡qué misteriosos eran! Había animalismo
    en el alma, y el cuerpo tenía sus momentos de espiritualidad. Los sentidos
    podían refinarse y la inteligencia degradarse. ¿Quién podía decir dónde cesaba
    el impulso carnal o empezaba el psíquico? ¡Qué superficiales eran las
    arbitrarias definiciones de los psicólogos ordinarios! Y, sin embargo, ¡qué
    dificil pronunciarse entre las afirmaciones de las distintas escuelas! ¿Era el
    alma un fantasma que habitaba en la casa del pecado? ¿O el cuerpo se funde
    realmente con el alma, como pensaba Giordano Bruno? La separación entre
    espíritu y materia era un misterio, y la unión del espíritu con la materia
    también lo era.
    Empezó a preguntarse si alguna vez se conseguiría hacer de la psicología
    una ciencia tan exacta que fuese capaz de revelarnos hasta el último manantial
    de la vida. Mientras tanto, siempre nos equivocamos sobre nosotros mismos y
    raras veces entendemos a los demás. La experiencia carece de valor ético. Es
    sencillamente el nombre que dan los hombres a sus errores. Por regla general
    los moralistas la consideran una advertencia, reclaman para ella cierta eficacia
    ética en la formación del carácter, la alaban como algo que nos enseña qué
    camino hemos de seguir y qué abismos evitar. Pero la experiencia carece de
    fuerza determinante. Tiene tan poco de causa activa como la misma
    conciencia. Lo único que realmente demuestra es que nuestro futuro será igual
    a nuestro pasado, y que el pecado que hemos cometido una vez, y con
    amargura, lo repetiremos muchas veces, y con alegría.
    Consideraba evidente que el método experimental era el único que le
    llevaría al análisis científico de las pasiones; Dorian Gray, por su parte, era el
    sujeto soñado, y parecía prometer abundantes y preciosos resultados. Su
    repentino e insensato amor por Sybil Vane era un fenómeno psicológico de
    interés nada desdeñable. Sin duda, la curiosidad tenía mucho que ver con ello;
    la curiosidad y el deseo de nuevas experiencias; no se trataba, sin embargo, de
    una pasión simple sino muy complicada. Lo que había en ella de instinto
    adolescente puramente sensual había sido transformado gracias a la actividad
    de la imaginación, transformado en algo que al muchacho mismo le parecía
    alejado de los sentidos y que era, por esa misma razón, mucho más peligroso.
    Las pasiones sobre cuyo origen uno se engaña son las que más tiranizan. Los
    motivos que mejor se conocen tienen mucha menos fuerza. Cuántas veces
    sucedía que, al creer que se experimenta sobre otros, experimentamos en
    realidad sobre nosotros mismos.
    Un golpe en la puerta sacó a lord Henry de aquella larga ensoñación. Su
    ayuda de cámara le recordó que tenía que vestirse para cenar. Se levantó y
    miró hacia la calle. El ocaso había deshecho en dorados escarlatas las ventanas
    altas de las casas de enfrente. Los cristales brillaban como láminas de metal al
    rojo vivo. Arriba, el cielo era como una rosa marchita. Lord Henry pensó en su
    amigo, en aquella vida coloreada por todos los fuegos de la juventud, y se
    preguntó cómo terminaría todo.
    Cuando regresó a su casa, a eso de las doce y media, vio un telegrama
    sobre la mesa del vestíbulo. Al abrirlo descubrió que era de Dorian Gray. Le
    anunciaba que se había prometido con la señorita Sibyl Vane.


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    Mensaje por Maria Lua Jue 09 Ene 2025, 08:44

    ***

    Capítulo 5




    –Qué feliz soy, madre! –susurró la muchacha, escondiendo el rostro en el
    regazo de la marchita mujer, de aspecto cansado, que, vuelta de espaldas a la
    luz demasiado estridente de la ventana, estaba sentada en el único sillón que
    contenía su sórdida sala de estar–. Soy muy feliz –repitió–, ¡y tú también
    debes serlo!
    La señora Vane hizo una mueca de dolor y puso las delgadas manos, con la
    blancura de los afeites, sobre la cabeza de su hija.
    –¡Feliz! –repitió como un eco–. Sólo soy feliz cuando te veo actuar. Sólo
    debes pensar en tu carrera. El señor Isaacs ha sido muy bueno con nosotras, y
    le debemos dinero.
    La muchacha alzó la cabeza e hizo un puchero.
    –¿Dinero, madre? –exclamó–, ¿qué importancia tiene el dinero? El amor es
    más que el dinero.
    –El señor Isaacs nos ha adelantado cincuenta libras para pagar nuestras
    deudas, y para vestir a James como es debido. No debes olvidarlo, Sibyl.
    Cincuenta libras es mucho. El señor Isaacs ha tenido muchas consideraciones
    con nosotras.
    –No es un caballero, madre, y me desagrada mucho la manera que tiene de
    hablarme –dijo la muchacha, poniéndose en pie y acercándose a la ventana.
    –No sé cómo podríamos arreglárnoslas sin él –respondió la mujer de más
    edad con tono quejumbroso.
    Sibyl movió la cabeza y se echó a reír.
    –Ya no nos hace falta, madre. El príncipe azul gobierna ahora nuestras
    vidas –luego hizo una pausa. Una rosa se agitó en su sangre, encendiéndole las
    mejillas. La respiración, acelerada, abrió los pétalos de sus labios, que
    temblaron. Un viento meridional de pasión sopló sobre ella, moviendo los
    delicados pliegues del vestido–. Le quiero –añadió con sencillez.
    –¡Estúpida niña!, ¡estúpida niña! –fue la frase cotorril que recibió como
    respuesta. El movimiento de unos dedos deformados, cubiertos de falsas joyas,
    dio un carácter grotesco a aquellas palabras.
    La muchacha volvió a reírse. Su voz reflejaba la alegría de un pájaro
    enjaulado. Sus ojos retomaron la melodía y le hicieron eco con su brillo: luego
    se cerraron por un momento, como para ocultar su secreto. Cuando se
    volvieron a abrir, los velaba la niebla de un sueño.
    La sabiduría de unos labios demasiado finos le habló desde el sillón
    desgastado, aconsejando prudencia, con citas de ese libro sobre la cobardía
    cuyo autor se disfraza con el nombre de sentido común. No la escuchó. Era
    libre en la cárcel de su pasión. Su príncipe, el príncipe azul, estaba con ella.
    Había llamado a la memoria para reconstruirlo. Envió a su alma a buscarlo, y
    su alma volvió con él. Su beso le quemaba de nuevo la boca. Su aliento le
    entibiaba los párpados.
    La sabiduría cambió entonces de método y habló de espiar y descubrir.
    Aquel joven podía ser rico. En caso afirmativo, había que pensar en el
    matrimonio. Contra la concha del oído de Sibyl se estrellaban las olas de la
    prudencia mundana. Las flechas de la astucia pasaban sin tocarla. Vio que los
    finos labios se movían, y sonrió.
    De repente sintió la necesidad de hablar. El silencio lleno de palabras la
    desazonaba.
    –Madre, madre –exclamó–, ¿por qué me quiere tanto? Sé que yo le quiero.
    Le quiero porque es la imagen de lo que el mismo Amor debe ser. Pero, ¿qué
    ve él en mí? No soy digna de él. Y sin embargo, aunque me veo tan por debajo
    de él, no siento humildad: siento orgullo, un orgullo terrible, pero no sé
    explicar por qué. Madre, ¿querías a mi padre como yo quiero al príncipe azul?
    –la mujer de más edad palideció bajo los polvos demasiado visibles que le
    embadurnaban las mejillas, y sus labios secos se estremecieron en un espasmo
    de dolor. Sibyl corrió hacia ella, se abrazó a su cuello y la besó–. Perdóname,
    madre. Ya sé que hablar de mi padre te hace sufrir. Pero sufres porque lo
    querías muchísimo. No te entristezcas. Soy tan feliz hoy como lo eras tú hace
    veinte años. ¡Ah, déjame que sea feliz para siempre!
    –Hijita mía, eres demasiado joven para pensar en enamorarte. Además,
    ¿qué sabes de ese joven? Ni siquiera su nombre. Todo esto es muy poco
    conveniente y, a decir verdad, cuando lames está a punto de irse a Australia y
    yo tengo tantas preocupaciones, he de decir que podrías haber mostrado un
    poco más de consideración. Sin embargo, como ya he dicho antes, en el caso
    de que sea rico…
    –¡Madre, madre! ¡Permíteme ser feliz!
    La señora Vane se la quedó mirando y, con uno de esos falsos gestos
    teatrales que con tanta frecuencia se convierten casi en segunda naturaleza
    para un actor, la estrechó entre sus brazos. En aquel momento se abrió la
    puerta, y un joven de áspero pelo castaño entró en la habitación. Era más bien
    corpulento, tenía grandes los pies y las manos y se movía con cierta torpeza.
    No poseía la delicadeza de su hermana y era difícil adivinar el estrecho
    parentesco que existía entre los dos. La señora Vane fijó sus ojos en él, y su
    sonrisa se intensificó. Mentalmente elevaba a su hijo a la categoría de público.
    Estaba segura de que el tableau era interesante.
    –Podrías guardar algunos de tus besos para mí, Sibyl, pienso yo –dijo el
    muchacho con tono de amable reproche.
    –¡Pero si no te gusta que te besen! –exclamó su hermana–. Siempre has
    sido un cardo borriquero.
    Y cruzó corriendo la habitación para abrazarlo.
    James Vane contempló con ternura el rostro de su hermana.
    –Ven conmigo a dar un paseo, Sibyl. No creo que vuelva a ver nunca este
    horrible Londres. Estoy seguro de que no lo echaré de menos.





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    Oscar Wilde ( 1854/1900) - Página 2 Empty Re: Oscar Wilde ( 1854/1900)

    Mensaje por Maria Lua Jue 09 Ene 2025, 08:46

    ***
    –No digas esas cosas tan horribles, hijo mío –murmuró la señora Vane,
    retomando, con un suspiro, una chabacana pieza de vestuario teatral que
    empezó a remendar. La apenaba un tanto que James no se hubiera incorporado
    a la compañía, lo que hubiera aumentado el pintoresquismo teatral de la
    situación.
    –¿Por qué no, madre? Es lo que siento.
    –Me duele que digas eso, hijo mío. No pierdo la esperanza de que regreses
    de Australia después de hacer fortuna. Creo que la buena sociedad no existe en
    las colonias; al menos, nada de lo que yo considero buena sociedad; de manera
    que cuando hayas triunfado deberás volver a Londres y convertirte aquí en una
    persona conocida.
    –¡Buena sociedad! –murmuró el muchacho–. No me interesa nada la buena
    sociedad. Me gustaría ganar algún dinero para sacaros a ti y a Sibyl de los
    escenarios. Aborrezco la vida del teatro.
    –¡Jim! –exclamó Sibyl, riendo–, ¡qué poco amable por tu parte! ¿De
    verdad quieres dar un paseo conmigo? ¡Eso está bien! Temía que fueses a
    despedirte de algunos de tus amigos… , de Tom Hardy, que te regaló esa pipa
    espantosa, o de Ned Langton, que te toma el pelo fumando en ella. Me
    conmueve que me concedas tu última tarde. ¿Qué hacemos? ¿Vamos al
    parque?
    –No tengo ropa adecuada –respondió su hermano, frunciendo el ceño–. Al
    parque sólo va gente elegante.
    –Tonterías, Jim –susurró Sibyl, acariciándole la manga de la chaqueta.
    James vaciló un momento.
    –De acuerdo –dijo por fin–, pero no tardes demasiado en vestirte. Sibyl dio
    unos pasos de baile hasta la puerta. Se la oyó cantar mientras subía corriendo
    las escaleras y luego el ruido de sus pies en el piso superior.
    Su hermano recorrió la habitación dos o tres veces antes de volverse hacia
    la figura inmóvil en el sillón.
    –¿Están listas mis cosas, madre? –preguntó.
    –Todo está preparado, James –respondió la señora Vane sin levantar los
    ojos de su labor. Desde hacía varios meses se sentía incómoda cuando se
    quedaba a solas con aquel hijo suyo tan tosco y tan severo. Temía revelar su
    secreta frivolidad cada vez que sus miradas se cruzaban. Y se preguntaba con
    frecuencia si James sospechaba algo. El silencio, porque su hijo no hizo ya
    ninguna otra observación, llegó a resultarle intolerable y empezó a quejarse.
    Las mujeres se defienden atacando, como también atacan mediante repentinas
    y extrañas rendiciones–. Espero que estés satisfecho con tu vida en el mar –
    dijo–. Recuerda que eres tú quien la ha elegido. Podrías haber entrado en el
    bufete de un abogado. Los abogados son personas muy respetables, y en
    provincias comen a menudo con las mejores familias.
    –Aborrezco los despachos y los oficinistas –replicó su hijo–. Pero tienes
    toda la razón. Soy yo quien ha elegido vivir así. Sólo te pido que cuides de
    Sibyl. No permitas que le suceda nada malo. Tienes que cuidarla, madre.
    –Hablas de una manera muy extraña, James. Claro está que cuidaré de
    Sibyl.
    –Me han dicho que hay un caballero que va todas las noches al teatro y
    luego charla con ella entre bastidores. ¿Es cierto? ¿Qué hay de eso?
    –Hablas de cosas que no entiendes, James. En nuestra profesión estamos
    acostumbradas a recibir atenciones. Hubo un tiempo en que yo misma recibía
    muchos ramos de flores. Entonces sí que se entendía el trabajo de los actores.
    En cuanto a Sibyl, ignoro si en el momento actual su interés es serio o no. Pero
    no hay duda de que el joven que mencionas es un perfecto caballero. A mí me
    trata con extraordinaria corrección. Por otra parte, da la sensación de ser rico,
    y las flores que manda son muy bonitas.
    –Pero no sabes cómo se llama –dijo el muchacho con aspereza.
    –No –respondió la señora Vane con una plácida expresión en el rostro–. No
    ha revelado aún su verdadero nombre. Y me parece muy romántico.
    Probablemente se trata de un aristócrata.
    James Vane se mordió los labios.
    –Cuida de Sibyl, madre –exclamó–. ¡Cuídala!
    –Hijo mío, me duelen mucho tus palabras. Siempre cuido de Sibyl de
    manera muy especial. Por supuesto, si ese caballero es rico, no hay razón para
    que no se case con él. Estoy segura de que se trata de un aristócrata. Tiene
    todo el aspecto, no hay la menor duda. Sería un matrimonio brillantísimo para
    Sibyl. Harían una pareja encantadora. Es un muchacho muy apuesto, todo el
    mundo lo advierte.
    El joven murmuró algo para sus adentros y tableteó sobre el cristal de la
    ventana con sus dedos de trabajador. Acababa de volverse para decir algo
    cuando se abrió la puerta y entró Sibyl.
    –¡Qué serios estáis! –exclamó–. ¿Qué sucede?
    –Nada –respondió su hermano–. Supongo que a veces hay que ponerse
    serio. Hasta luego, madre; cenaré a las cinco. El equipaje está hecho, a
    excepción de las camisas, así que no tienes que preocuparte.
    –Hasta luego, hijo mío –respondió ella, con una inclinación resentidamente
    majestuosa.
    Estaba muy molesta con el tono que su hijo había adoptado con ella, y
    había algo en su mirada que le hacía sentir miedo.
    –Bésame, madre –dijo Sibyl. Sus labios florales tocaron la marchita
    mejilla, entibiando su escarcha.
    –¡Hija mía, hija mía! –exclamó la señora Vane, alzando los ojos al techo en
    busca de un imaginario anfiteatro.
    –Vamos, Sibyl –dijo su hermano con impaciencia. Le irritaba la teatralidad
    de su madre.
    Salieron a una luz de reflejos agitados por el viento y empezaron a caminar
    por la deprimente Euston Road. Los viandantes miraban con asombro al joven
    corpulento y hosco que, con ropa basta y nada favorecedora, iba acompañado
    de una joven tan atractiva y de aspecto refinado. Era como un vulgar jardinero
    paseando con una rosa.







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    Oscar Wilde ( 1854/1900) - Página 2 Empty Re: Oscar Wilde ( 1854/1900)

    Mensaje por Maria Lua Jue 09 Ene 2025, 08:47

    ***

    Jim fruncía el ceño de cuando en cuando al sorprender la mirada
    inquisitiva de algún desconocido. Sentía, ante las miradas insistentes, el
    desagrado que los genios sólo conocen ya tarde en la vida, y que siempre
    acompaña a las personas corrientes. Sibyl, sin embargo, no se daba cuenta en
    absoluto del efecto que causaba. El amor le temblaba en los labios en forma de
    risa. Pensaba en el príncipe azul y, para poder hacerlo con mayor libertad, se
    lanzó a parlotear sobre el barco en el que Jim iba a hacerse a la mar, sobre el
    oro que sin duda encontraría, sobre la maravillosa heredera cuya vida salvaría
    de los malvados bandidos de camisa roja. Porque no seguiría siendo marinero,
    o sobrecargo, o lo que fuese que hiciera a bordo. ¡No, no! La existencia de un
    marinero era espantosa. Qué absurdo encerrarse en un horrible barco que las
    grupas monstruosas de las olas trataban de invadir, mientras un viento aciago
    derribaba mástiles y rasgaba velas hasta convertirlas en largos colgajos
    desmelenados y rugientes. Sin duda, Jim abandonaría la nave en Melbourne,
    se despediría cortésmente del capitán y se pondría en camino hacia las
    explotaciones auríferas. Antes de que transcurriese una semana habría
    encontrado una enorme pepita, la mayor jamás descubierta, y la transportaría
    hasta la costa en una carreta protegida por seis policías a caballo. Los
    salteadores los atacarían tres veces, y serían rechazados con inmensas
    pérdidas. O mejor, no. No iría a las explotaciones auríferas, que eran unos
    sitios horribles, donde los hombres se emborrachaban y se peleaban a tiros en
    los bares y decían palabras malsonantes. Se dedicaría a criar ovejas y, una
    noche, cuando regresara a su casa a caballo, al ver a la bella heredera, raptada
    por un ladrón con un caballo negro, los daría caza y la rescataría. Por supuesto
    la muchacha se enamoraría de él, y él de ella, se casarían, volverían a
    Inglaterra y vivirían en una inmensa casa londinense. Sí, le esperaban
    aventuras maravillosas. Pero tenía que ser muy bueno, y no enfadarse, ni
    gastarse el dinero tontamente. Sibyl sólo era un año mayor que Jim, pero sabía
    mucho más sobre la vida. También tenía que escribirle siempre que hubiera
    correo, y decir sus oraciones todas las noches antes de acostarse. Dios era muy
    bueno y cuidaría de él. También ella rezaría por él, y al cabo de muy pocos
    años regresaría, muy rico ya y muy feliz.
    El muchacho la escuchó hoscamente y no hizo ningún comentario. Se le
    partía el corazón al pensar en abandonar su hogar.
    Pero no era sólo eso lo que le deprimía y ponía de mal humor. Pese a su
    falta de experiencia, se daba cuenta con toda claridad de los peligros de la
    situación de Sibyl. Aquel joven dandi que le hacía la corte no le traería la
    felicidad. Era un caballero y lo aborrecía por eso, con una extraña repugnancia
    instintiva que no sabía explicar y que, por esa misma razón, resultaba aún más
    imperiosa. Tampoco se le ocultaba la superficialidad y vanidad de su madre, y
    advertía en ello un peligro infinito para Sibyl y para su felicidad. Los hijos
    comienzan la vida amando a sus padres; al hacerse mayores, los juzgan, y en
    ocasiones los perdonan.
    ¡Su madre! Había algo que quería preguntarle y que le obsesionaba, algo
    sobre lo que llevaba muchos meses cavilando en silencio. Una frase casual que
    había oído en el teatro, un susurro burlón, que llegó una noche hasta sus oídos
    mientras esperaba junto a la salida de artistas, habían puesto en marcha una
    horrible cadena de pensamientos. Lo recordaba como un golpe de fusta en
    pleno rostro. Frunció el ceño formando un surco muy profundo y con un
    estremecimiento doloroso se mordió los labios.
    –No escuchas una sola palabra de lo que digo, Jim –exclamó Sibyl–, a
    pesar de que hago los planes más maravillosos para tu futuro. Haz el favor de
    hablarme.
    –¿Qué quieres que diga?
    –Pues que vas a ser un buen chico y que no te olvidarás de nosotras –
    respondió su hermana, sonriéndole.
    Jim se encogió de hombros.
    –Será más fácil que tú te olvides de mí que yo de ti. Sibyl se ruborizó.
    –¿Qué quieres decir? –preguntó.
    –Tienes un nuevo amigo, según he oído. ¿Quién es? ¿Por qué no me has
    hablado de él? No te hará ningún bien.
    –¡No sigas, Jim! –exclamó–. No digas nada contra él. Lo quiero.
    –¡Cómo es posible! Ni siquiera sabes su nombre –respondió el mucha
    cho–. ¿Quién es? Tengo derecho a saberlo.
    –Se llama príncipe azul. ¿No te gusta? ¡Vamos, no seas tonto! No debes
    olvidarlo nunca. Si lo vieras, te darías cuenta de que es la persona más
    maravillosa del mundo. Algún día lo conocerás, cuando vuelvas de Australia.
    Te gustará mucho. Le gusta a todo el mundo; y yo… . yo lo quiero. Ojalá
    pudieras venir esta noche al teatro. Estará allí, y yo voy a hacer de Julieta.
    ¡Ah, cómo interpretaré mi papel! ¡Imagínate, Jim! ¡Estar enamorada e
    interpretar a Julieta! ¡Tenerlo allí, viéndome! ¡Interpretar para darle gusto!
    Tengo miedo de asustar a la compañía, de asustarlos o de cautivarlos. Amar es
    superarse. Ese pobre y terrible señor Isaacs se hará lenguas de mi talento ante
    los holgazanes de su bar. Me ha predicado como un dogma; esta noche me
    anunciará como una revelación. Lo adivino. Y es todo suyo, únicamente suyo,
    de mi príncipe azul, mi enamorado maravilloso, mi dador divino de todas las
    gracias. Pero soy pobre a su lado. ¿Pobre? ¿Qué importa eso? Si la pobreza
    llama humildemente a la puerta, el amor entra por la ventana. Hay que volver
    a escribir nuestros refranes. Se hicieron en invierno, y ahora estamos en
    verano; primavera para mí, creo yo, un baile de botones de rosa en un cielo
    azul.
    –Es un caballero –dijo el muchacho con resentimiento.
    –¡Un príncipe! –exclamó ella, su voz llena de música–. ¿Qué más se
    necesita?
    –Quiere esclavizarte.
    –Me estremece la idea de ser libre.
    –Ten cuidado, te lo ruego.
    –Verlo es adorarlo, conocerlo es confiar en él.
    –Has perdido la cabeza, Sibyl.
    Su hermana se echó a reír y lo tomó del brazo.
    –Mi querido y maduro Jim, hablas como si tuvieras cien años. Algún día
    también tú te enamorarás. Entonces sabrás de qué se trata. No pongas ese
    gesto tan enfurruñado. Debe alegrarte pensar que, aunque tú te vayas, me dejas
    más feliz que nunca. La vida ha sido dura para nosotros dos, terriblemente
    dura y difícil. Pero a partir de ahora será diferente. Tú te vas a un mundo
    nuevo, y yo he descubierto uno. Aquí hay dos sillas libres; vamos a sentarnos
    y a ver pasar a la gente elegante.
    Se sentaron en medio de una multitud de ociosos. Los macizos de tulipanes
    al otro lado de la avenida ardían, convertidos en palpitantes anillos de fuego.
    Un polvo blanco, se diría una trémula nube de polvo de lirios, flotaba en el
    aire jadeante. Los parasoles de colores brillantes subían y bajaban como
    mariposas gigantes.







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    Mensaje por Maria Lua Jue 09 Ene 2025, 08:48

    ***

    Sibyl hizo hablar a su hermano de sí mismo, de sus esperanzas, de sus
    proyectos. Jim se expresaba lentamente y con dificultad. Fueron pasándose
    palabras como los jugadores se pasan fichas. Sibyl empezó a deprimirse. No
    lograba comunicar su alegría. Todos sus esfuerzos no conseguían otro eco que
    una débil sonrisa en las comisuras de aquella boca adusta. Después de algún
    tiempo dejó de hablar. De repente vislumbró unos cabellos dorados y unos
    labios que reían: Dorian Gray pasaba en un coche abierto con dos damas.
    Sibyl se puso en pie de un salto.
    –¡Ahí está! –exclamó.
    –¿Quién?
    –Mi príncipe azul –respondió ella, siguiendo la victoria con la vista.
    También su hermano se puso en pie y la agarró bruscamente por el brazo.
    –Enséñamelo. ¿Quién es? Señálamelo. ¡Tengo que verlo! –exclamó; pero
    en aquel momento se interpuso el coche del duque de Berwick, tirado por
    cuatro caballos, y cuando de nuevo se despejó el horizonte, el otro vehículo
    había abandonado el parque.
    –Se ha ido –murmuró Sibyl, entristecida–. Me gustaría que lo hubieras
    visto.
    –A mí también me hubiera gustado, porque tan cierto como que hay un
    Dios en el cielo, si alguna vez te hace daño, lo mataré.
    Su hermana lo miró horrorizada. Jim repitió lo que había dicho, y sus
    palabras cortaron el aire como un puñal. La gente a su alrededor se quedó
    boquiabierta. Una señora que estaba muy cerca rió nerviosamente.
    –Vámonos, Jim, vámonos –susurró Sibyl. Él la siguió, sin dejarse
    intimidar, a través de la multitud. Se alegraba de haber dicho lo que había
    dicho.
    Cuando llegaron a la estatua de Aquiles, Sibyl se volvió hacia su hermano.
    La piedad de sus ojos se transformó en risa al llegar a los labios.
    –Estás loco, Jim, completamente loco –le dijo, moviendo la cabeza–; un
    chico con muy mal genio, eso es todo. ¿Cómo puedes imaginar cosas tan
    horribles? No sabes lo que dices. Sencillamente tienes celos y eres muy poco
    amable. ¡Ojalá te enamorases! El amor hace buenas a las personas, y eso que
    has dicho ha sido una maldad.
    –Tengo dieciséis años –respondió Jim–, y sé lo que me digo. Nuestra
    madre no te ayuda en absoluto. No sabe cómo hay que cuidarte. Preferiría no
    tener que irme a Australia. Estoy por mandarlo todo a paseo. Lo haría si no
    hubiera firmado el contrato.
    –No te pongas tan serio, Jim. Eres como uno de los héroes de esos
    melodramas estúpidos que a nuestra madre tanto le gustaba representar. No me
    voy a pelear contigo. Lo he visto y verlo es la felicidad perfecta. No
    reñiremos. Sé que nunca harás daño a alguien a quien yo ame, ¿verdad que
    no?
    –No, mientras todavía lo quieras, imagino –fue su hosca respuesta.
    –¡Le querré siempre! –exclamó Sibyl.
    –¿Y él?
    –¡También siempre!
    –Más le vale.
    Sibyl se apartó ligeramente de él. Luego se echó a reír y le puso la mano en
    el brazo. No era más que un niño.
    En Marble Arch tomaron un ómnibus que los dejó cerca de su modesto
    hogar. Eran más de las cinco, y Sibyl tenía que descansar echada un par de
    horas antes de la representación. Jim insistió en que lo hiciera. Dijo que
    prefería despedirse de ella cuando su madre no estuviera presente. Con toda
    seguridad haría una escena, y Jim detestaba cualquier clase de escena.
    Se separaron en la habitación de Sibyl. El corazón del muchacho estaba
    dominado por los celos, y sentía un odio feroz, asesino, contra aquel extraño
    que, en su opinión, se había interpuesto entre ellos. Sin embargo, cuando Sibyl
    le echó los brazos al cuello y le acarició el cabello con los dedos, Jim se
    ablandó y la besó con sincero afecto. Tenía los ojos llenos de lágrimas
    mientras bajaba las escaleras.
    Su madre lo esperaba abajo. Se quejó de su falta de puntualidad al verlo
    entrar. Jim no respondió, pero se sentó para consumir su modesta cena. Las
    moscas zumbaban en torno a la mesa y corrían sobre el mantel poco limpio.
    Entre el ruido sordo de los ómnibus y el alboroto de los coches de punto, oía la
    voz monótona que devoraba cada uno de los minutos que le quedaban.
    Al cabo de algún tiempo apartó el plato y ocultó la cabeza entre las manos.
    Estaba convencido de que tenía derecho a saber. Tendrían que habérselo dicho
    antes, si todo había sucedido como él sospechaba. Su madre lo observaba
    dominada por el miedo. Las palabras salían maquinalmente de sus labios. Con
    los dedos retorcía un pañuelo de encaje hecho jirones. Al darlas seis el reloj de
    pared, Jim se puso en pie y se dirigió hacia la puerta. Luego se volvió y sus
    miradas se encontraron. En los ojos maternos descubrió una desesperada
    solicitud de compasión que lo llenó de cólera.
    –Madre, hay algo que tengo que pedirte –dijo. Los ojos de la señora Vane
    deambularon sin rumbo por el cuarto, pero no contestó–. Dime la verdad.
    Tengo derecho a saber. ¿Estabas casada con mi padre?
    La señora Vane dejó escapar un hondo suspiro, un suspiro de alivio. El
    terrible momento, el momento que había temido de día y de noche, durante
    semanas y meses, había llegado al fin, pero no sentía terror. En cierta medida,
    de hecho, fue más bien una desilusión. Una pregunta tan vulgarmente directa
    exigía una respuesta igualmente directa. No era una situación a la que se
    hubiera llegado poco a poco. Era tosca. A la señora Vane le hizo pensar en un
    ensayo poco satisfactorio.
    –No –respondió, maravillada de la dura simplicidad de la vida.
    –¡En ese caso mi padre era un sinvergüenza! –exclamó el muchacho,
    apretando los puños.
    Su madre negó con la cabeza.
    –Yo sabía que no estaba libre. Nos queríamos mucho. Si hubiera vivido,
    habría atendido a nuestras necesidades. No lo condenes, hijo mío. Era tu padre
    y un caballero. Pertenecía a una excelente familia.
    A Jim se le escapó un juramento.
    –A mí no me importa –exclamó–, pero no permitas que a Sibyl… Es un
    caballero, no es eso, el tipo que está enamorado de ella, ¿o dice que lo está?
    De una familia excelente, también, imagino.
    Por un instante, la señora Vane se sintió terriblemente humillada. Inclinó la
    cabeza. Se limpió los ojos con manos temblorosas.
    –Sibyl tiene madre –murmuró–; yo no la tenía.
    El muchacho se conmovió. Fue hacia ella, se inclinó y la besó.
    –Siento haberte apenado, preguntándote por mi padre –dijo–, pero no he
    podido evitarlo. He de irme ya. Adiós.
    No olvides que ahora sólo tienes que cuidar de Sibyl, y créeme cuando te
    digo que si ese hombre engaña a mi hermana, descubriré quién es, lo
    encontraré y lo mataré como a un perro, lo juro.



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    Oscar Wilde ( 1854/1900) - Página 2 Empty Re: Oscar Wilde ( 1854/1900)

    Mensaje por Maria Lua Vie 10 Ene 2025, 20:16

    ***


    Lo desmedido de la amenaza, el gesto apasionado que la acompañó, las
    palabras melodramáticas, hicieron que por un momento la vida recuperase
    algo de su brillo para la actriz. Todo aquello recreaba un ambiente con el que
    estaba familiarizada. Respiró con mayor libertad y por primera vez en muchos
    meses sintió verdadera admiración por su hijo. Le hubiera gustado continuar la
    escena en el mismo nivel emocional, pero Jim se lo impidió. Había que bajar
    baúles, localizar alguna prenda de abrigo. El criado para todo de la pensión
    entraba y salía sin cesar. Era necesario ajustar el precio con el cochero. La
    intensidad del momento se perdió en detalles vulgares. Desde la ventana, la
    señora Vane agitó su maltrecho pañuelo de encaje con un renovado
    sentimiento de decepción mientras su hijo se alejaba. Se daba cuenta de que se
    había perdido una gran oportunidad. Se consoló diciendo a Sibyl cuán
    desolada sería su vida ahora que sólo tenía a una hija a quien cuidar.
    Recordaba la frase de Jim, que le había gustado. De sus amenazas no dijo
    nada. La manera de expresarla había sido vigorosa y dramática. La señora
    Vane tenía la impresión de que algún día todos la recordarían riendo.




    Capítulo 6






    –¿ Has oído las noticias? –preguntó lord Henry aquella noche a Hallward
    cuando un camarero lo hizo entrar en el pequeño reservado del Bristol donde
    estaba preparada una cena para tres.
    –No –respondió el artista, entregando sombrero y abrigo al camarero,
    quien procedió a hacerle una reverencia–. ¿De qué se trata? Nada que tenga
    que ver con la política, espero. No me interesa. Apenas hay una sola persona
    en la Cámara de los Comunes que se merezca un retrato, aunque muchos de
    ellos mejorarían blanqueándolos un poco.
    –Dorian Gray se ha prometido –dijo lord Henry, examinando atentamente a
    su amigo mientras hablaba.
    Hallward se sobresaltó y luego frunció el entrecejo.
    –¡Dorian prometido! –exclamó–. ¡Imposible!
    –Es absolutamente cierto.
    –¿Con quién?
    –Con una actricilla de poco más o menos.
    –No me lo puedo creer. Dorian es demasiado sensato.
    –Dorian es demasiado prudente para no hacer alguna tontería de cuando en
    cuando, mi querido Basil.
    –Casarse es una cosa que difícilmente se puede hacer de cuando en
    cuando, Harry.
    –Excepto en los Estados Unidos –replicó lánguidamente lord Henry–. Pero
    yo no he dicho que se haya casado. He dicho que se ha prometido. Hay una
    gran diferencia. Recuerdo con mucha claridad estar casado, pero no tengo
    recuerdo alguno de estar prometido. Me inclino a creer que nunca estuve
    prometido.
    –Pero piensa en la cuna de Dorian, en su posición, en su riqueza. Sería
    absurdo que se casara tan por debajo de sus posibilidades.
    –Si de verdad quieres que se case con la chica, dile precisamente eso.
    Puedes estar seguro de que lo hará. Siempre que un hombre hace algo
    perfectamente estúpido, lo hace por el más noble de los motivos.
    –Espero que la chica sea buena. No quisiera ver a Dorian atado a alguna
    horrenda criatura que pueda envilecer su cuerpo y destruir su inteligencia.
    –No, no; la chica es mejor que buena… , es hermosa –murmuró lord
    Henry, saboreando un vaso de vermut con zumo de naranjas amargas–. Dorian
    dice que es hermosa, y no suele equivocarse en ese tipo de cuestiones. Tu
    retrato ha afinado su apreciación de las personas. Ése ha sido, entre otros, uno
    de sus excelentes resultados. Vamos a conocerla esta noche, si es que ese
    muchacho no olvida su cita con nosotros.
    –¿Hablas en serio?
    –Completamente en serio. Me sentiría terriblemente mal si creyera que
    alguna vez llegaré a hablar más seriamente que en este momento.
    –Pero, ¿tú lo apruebas, Harry? –preguntó el pintor, paseando por el
    reservado y mordiéndose los labios–. Es imposible que lo apruebes. Se trata
    sólo de un capricho.
    –Yo ya no apruebo ni desapruebo nada. Es una actitud absurda ante la vida.
    No se nos pone en el mundo para airear nuestros prejuicios morales. Nunca
    doy la menor importancia a lo que dice la gente vulgar, y nunca interfiero con
    lo que hacen las personas encantadoras. Si una personalidad me fascina,
    cualquier modo de expresión que elija me parecerá delicioso. Dorian Gray se
    enamora de una hermosa muchacha que interpreta a Julieta y se propone
    casarse con ella. ¿Por qué no? Si contrajera matrimonio con Mesalina no me
    parecería menos interesante. Sabes perfectamente que no soy defensor del
    matrimonio. El verdadero inconveniente del matrimonio es que mata el
    egoísmo. Y las personas sin egoísmo son incoloras. Carecen de individualidad.
    De todos modos, hay algunos temperamentos que se hacen más complejos con
    el matrimonio. Conservan su egoísmo y le añaden otros muchos. Se ven
    forzados a vivir más de una vida. Se convierten en personas sumamente
    organizadas, y organizarse muy bien la vida, creo yo, es el objeto de la
    existencia humana. Además, toda experiencia tiene valor y, se diga lo que se
    quiera contra el matrimonio, no cabe duda de que es una experiencia. Espero
    que Dorian Gray haga de esa muchacha su esposa, que la adore
    apasionadamente por espacio de seis meses y que luego, de repente, quede
    fascinado por otra persona. Será un maravilloso tema de estudio.
    –No crees ni una sola palabra de lo que dices; sabes perfectamente que no.
    Si Dorian Gray echara a perder su vida, nadie lo sentiría más que tú. Eres
    mucho mejor persona de lo que finges.
    Lord Henry se echó a reír.
    –La razón de que nos guste pensar bien de los demás es que tenemos
    miedo a lo que pueda sucedernos. La base del optimismo es el terror.
    Pensamos que somos generosos porque atribuimos a nuestro vecino las
    virtudes que más pueden beneficiarnos. Alabamos al banquero para que no nos
    penalice por estar en números rojos y encontramos buenas cualidades en el
    salteador de caminos con la esperanza de que respete nuestra bolsa. Creo todo
    lo que he dicho. Desprecio profundamente el optimismo. En cuanto a echar a
    perder una vida, una vida sólo se echa a perder cuando se detiene su
    crecimiento. Si quieres estropear una personalidad, basta reformarla. Por lo
    que hace al matrimonio, por supuesto que sería una estupidez, pero hay otros
    vínculos, mucho más interesantes, entre hombres y mujeres. Estoy desde luego
    dispuesto a alentarlos. Tienen el encanto de estar de moda. Pero aquí llega
    Dorian, que te lo contará todo mejor que yo.
    –Basil, Harry, ¡los dos tenéis que felicitarme! –dijo el muchacho,
    desprendiéndose impaciente de la capa con forro de satén y procediendo a
    estrechar la mano de sus dos amigos–. No he sido nunca tan feliz. Ya sé que es
    repentino; todo lo realmente delicioso lo es. Y, sin embargo, me parece que no
    he buscado otra cosa en toda mi vida –tenía la tez encendida a causa de la
    alegría y la emoción, y parecía singularmente apuesto.


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    Mensaje por Maria Lua Vie 10 Ene 2025, 20:18

    ***

    –Espero que seas siempre muy feliz, Dorian –dijo Hallward–, pero no te
    perdono del todo que no me hayas informado de tu compromiso. A Harry sí se
    lo has dicho.
    –Y yo no te perdono que llegues tarde a cenar –intervino lord Henry,
    poniendo una mano en el hombro del muchacho y sonriendo mientras
    hablaba–. Vamos a sentarnos y a enterarnos de qué tal es el nuevo chef, y
    luego nos explicarás cómo ha sucedido todo.
    –En realidad no hay mucho que contar –exclamó Dorian mientras los tres
    ocupaban sus sitios en torno a la reducida mesa redonda–. Ayer, sencillamente,
    después de dejarte; Harry, me vestí, cené en el pequeño restaurante italiano de
    Rupert Street que tú me hiciste conocer, y a las ocho estaba en el teatro. Sibyl
    interpretaba a Rosalinda. Por supuesto, el decorado era horroroso y el actor
    que hacía de Orlando absurdo. ¡Sibyl, en cambio! ¡Tendrías que haberla visto!
    Cuando apareció vestida de muchacho estaba absolutamente maravillosa.
    Llevaba un jubón de terciopelo color musgo con mangas de color canela,
    calzas marrones, un precioso sombrerito verde con una pluma de halcón sujeta
    por una joya, y un gabán con capucha forrado de rojo mate. Nunca me había
    parecido tan exquisita. Tenía la gracia delicada de esa figurilla de Tanagra que
    tienes en tu estudio, Basil. Los cabellos rodeándole la cara como hojas oscuras
    en torno a una pálida rosa. En cuanto a su interpretación… , bueno, vais a
    verla esta noche. Es, ni más ni menos, una artista nata. Me quedé
    completamente embobado en mi palco cochambroso. Me olvidé de que estaba
    en Londres y en el siglo XIX. Me había ido con mi amada a un bosque que
    nadie había visto nunca. Cuando terminó la representación, pasé entre
    bastidores y hablé con ella. Mientras estábamos sentados uno al lado del otro,
    apareció de repente en sus ojos una mirada que yo no había visto nunca. Mis
    labios se movieron hacia los suyos. Nos besamos. No soy capaz de describiros
    lo que sentí en aquel momento. Me pareció que la vida entera se concentraba
    en un punto perfecto de alegría color rosa. Sibyl se puso a temblar de pies a
    cabeza, estremeciéndose como un narciso blanco. Luego se arrodilló y me
    besó las manos. Comprendo que no debería contaros todo esto, pero no puedo
    evitarlo. Por supuesto, nuestro compromiso es un secreto total. Sibyl ni
    siquiera se lo ha dicho a su madre. No sé lo que dirán mis tutores. Lord Radley
    montará sin duda en cólera. Me da igual. Seré mayor de edad en menos de un
    año, y entonces podré hacer lo que quiera. ¿No es cierto que he hecho bien
    sacando a mi amor de la poesía y encontrando a mi esposa en las obras de
    Shakespeare? Labios a los que Shakespeare enseñó a hablar han susurrado su
    secreto en mi oído. Me han rodeado los brazos de Rosalinda y he besado a
    Julieta en la boca.
    –Sí, Dorian –dijo Hallward, hablando muy despacio–; supongo que has
    hecho bien.
    –¿La has visto hoy? –preguntó lord Henry. Dorian Gray negó con la
    cabeza.
    –La dejé en el bosque de Arden y hoy la encontraré en un huerto de
    Verona.
    Lord Henry saboreó su champán con aire meditabundo.
    –¿En qué punto mencionaste la palabra matrimonio, Dorian? ¿Y qué
    respondió ella? Quizá lo hayas olvidado por completo.
    –Mi querido Harry, no me comporté como si fuera un trato comercial, y no
    le hice explícitamente una propuesta de matrimonio. Le dije que la amaba y
    ella respondió que no era digna de ser mi esposa. ¡Que no era digna! ¡Cuando
    el mundo entero no es nada para mí comparado con ella!
    –Las mujeres son maravillosamente prácticas –murmuró lord Henry–;
    mucho más prácticas que nosotros. En situaciones como ésa, olvidamos con
    frecuencia mencionar la palabra matrimonio, pero ellas nos lo recuerdan
    siempre.
    Hallward le puso una mano en el brazo.

    –No, Harry. Has disgustado a Dorian, que no es como otros hombres.
    Dorian nunca haría desgraciada a otra persona. Tiene demasiada delicadeza
    para una cosa así. Lord Henry miró por encima de la mesa.
    –Dorian no está nunca disgustado conmigo –respondió–. He hecho la
    pregunta por la mejor de las razones, por la única razón, a decir verdad, que
    disculpa de hacer cualquier pregunta: la simple curiosidad. Mantengo la teoría
    de que son siempre las mujeres quienes nos proponen el matrimonio y no
    nosotros a ellas. Excepto, por supuesto, las personas de la clase media. Pero lo
    cierto es que las clases medias no son modernas.
    Dorian Gray se echó a reír y movió la cabeza.
    –Eres completamente incorregible, Harry; pero no me importa. Es
    imposible enfadarse contigo. Cuando veas a Sibyl Vane comprenderás que el
    hombre que la tratara mal sería un desalmado, un ser sin corazón. No entiendo
    que nadie quiera avergonzar al ser que ama. Y yo amo a Sibyl Vane. Quiero
    colocarla sobre un pedestal de oro, y ver cómo el mundo venera a la mujer que
    es mía. ¿Qué es el matrimonio? Una promesa irrevocable. Por eso te burlas de
    él. ¡No lo hagas! Es una promesa irrevocable la que yo quiero hacer. La
    confianza de Sibyl me hace fiel, su fe me hace bueno. Cuando estoy con ella,
    reniego de todo lo que me has enseñado. Me convierto en alguien diferente del
    que has conocido. He cambiado y el simple hecho de tocar la mano de Sibyl
    Vane hace que te olvide y que olvide tus falsas teorías, tan fascinantes, tan
    emponzoñadas, tan deliciosas.
    –¿Mis teorías… ? –preguntó lord Henry, sirviéndose un poco de ensalada.
    –Tus teorías sobre la vida, tus teorías sobre el amor, tus teorías sobre el
    placer. Todas tus teorías, de hecho.
    –El placer es la única cosa sobre la que merece la pena elaborar una teoría
    –respondió lord Henry separando bien las palabras con su voz melodiosa–.
    Pero mucho me temo que no me puedo atribuir esa teoría como propia. No me
    pertenece a mí, pertenece a la Naturaleza. El placer es la prueba de fuego de la
    Naturaleza. Cuando somos felices siempre somos buenos, pero cuando somos
    buenos no siempre somos felices.
    –Sí, pero, ¿qué quieres decir con bueno? –exclamó Basil Hallward.
    –Sí –asintió Dorian, recostándose en el asiento, y mirando a lord Henry
    sobre el tupido ramo de iris morados que ocupaba el centro de la mesa–, ¿qué
    quieres decir con bueno?
    –Ser bueno es estar en armonía con uno mismo –replicó lord Henry,
    tocando el delicado pie de la copa con dedos muy blancos y finos–. Hay
    disonancia cuando uno se ve forzado a estar en armonía con otros. La propia
    vida… , eso es lo importante. En cuanto a la vida de nuestros vecinos, si uno
    quiere ser un hipócrita o un puritano, podemos hacer alarde de nuestras ideas
    sobre moral, pero en realidad esas personas no son asunto nuestro. Por otra
    parte, las metas del individualismo son las más elevadas. La moralidad
    moderna consiste en aceptar las normas de la propia época. Pero yo considero
    que, para un hombre culto, aceptar las normas de su época es la peor
    inmoralidad.
    –Pero, por supuesto, si uno vive tan sólo para uno mismo, ha de pagar un
    precio terrible por hacerlo, ¿no es cierto, Harry? –preguntó el pintor.
    –Sí, en los tiempos que corren se nos cobra excesivamente por todo. Tengo
    la impresión de que la verdadera tragedia de los pobres es que no pueden
    permitirse nada excepto renunciar a sí mismos. Los pecados hermosos, como
    los objetos hermosos, son el privilegio de los ricos.
    –Hay que pagar de otras maneras además de con dinero.
    –¿De qué maneras, Basil?
    –Imagino que con remordimientos, sufriendo… , bueno, dándose cuenta de
    la degradación.
    Lord Henry se encogió de hombros.
    –Amigo mío, el arte medieval es encantador, pero las emociones
    medievales están anticuadas. Se las puede utilizar en las novelas, por supuesto.
    Pero las cosas que se pueden utilizar en la narrativa son las que han dejado de
    usarse en la vida real. Créeme, ningún hombre civilizado se arrepiente nunca
    de un placer, y los no civilizados nunca llegan a saber qué es un placer.



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    Mensaje por Maria Lua Sáb 11 Ene 2025, 20:01

    ***
    –Yo sé lo que es el placer –exclamó Dorian Gray–. Adorar a alguien.
    –Sin duda eso es mejor que ser adorado –respondió lord Henry,
    jugueteando con una fruta–. Ser adorado es muy molesto. Las mujeres nos
    tratan como la humanidad trata a sus dioses. Nos rinden culto y están siempre
    molestándonos para que hagamos algo por ellas.
    –Yo diría que cualquier cosa que piden nos la han dado antes –murmuró el
    muchacho con mucha seriedad–. Crean el amor en nuestra alma. Tienen
    derecho a pedir correspondencia.
    –Eso es completamente cierto –exclamó Hallward.
    –Nada es completamente cierto –dijo lord Henry.
    –Esto sí –le interrumpió Dorian–. Has de admitir, Harry, que las mujeres
    entregan a los hombres el oro mismo de sus vidas.
    –Es posible –suspiró el otro–,pero inevitablemente lo reclaman en
    calderilla. Ése es el problema. Las mujeres, como dijo en cierta ocasión un
    francés con mucho ingenio, despiertan en nosotros el deseo de producir obras
    maestras, pero luego nos impiden siempre llevarlas a cabo.
    –¡Eres horrible, Harry! No sé por qué te tengo tanto afecto.
    –Me lo tendrás siempre –replicó lord Henry–. ¿Tomaréis café? Camarero,
    traiga café, fine champagne y cigarrillos. No, olvídese de los cigarrillos; tengo
    algunos yo. Basil, no te permito que fumes puros. Enciende un cigarrillo. El
    cigarrillo es el perfecto ejemplo de placer perfecto. Es exquisito y deja
    insatisfecho. ¿Qué más se puede pedir? Sí, Dorian, siempre me tendrás afecto.
    Represento para ti todos los pecados que nunca has tenido el valor de cometer.
    –¡Qué cosas tan absurdas dices! –exclamó el muchacho, utilizando el
    encendedor de plata con forma de dragón que el camarero había dejado sobre
    la mesa.
    –Vámonos al teatro. Cuando Sibyl salga a escena, encontrarás un nuevo
    ideal de vida. Significará para ti algo que nunca has conocido.
    –Lo he conocido todo –dijo lord Henry, en sus ojos una expresión de
    cansancio–, pero siempre estoy dispuesto a experimentar una nueva emoción.
    Mucho me temo, sin embargo, que, al menos para mí, eso es algo que no
    existe. De todos modos, quizá tu maravillosa chica me subyugue. Me encanta
    el teatro. Es mucho más real que la vida. Vamos, Dorian. Tú vendrás conmigo.
    Lo siento, Basil, pero sólo hay sitio para dos en la berlina. Tendrás que
    seguirnos en un coche de punto.
    Se levantaron para ponerse los abrigos, tomándose el café de pie. El pintor,
    preocupado, había enmudecido. Le había invadido la melancolía. Le
    desagradaba mucho aquel matrimonio, aunque en realidad le parecía mejor
    que otras muchas cosas que podrían haber sucedido. Muy poco después salían
    a la calle. Hallward se dirigió solo hacia el teatro, como habían convenido, y
    estuvo contemplando las luces parpadeantes de la berlina que le precedía.
    Tuvo la extraña sensación de haber perdido algo. Sintió que Dorian Gray ya
    no sería nunca para él lo que había sido en el pasado. La vida se había
    interpuesto entre los dos… Los ojos se le llenaron de oscuridad y vio las
    calles, abarrotadas y centelleantes, a través de una niebla. Cuando el coche de
    punto se detuvo ante el teatro tuvo la sensación de haber envejecido varios
    años.






    Capítulo 7




    Aquella noche, por alguna razón, el teatro estaba abarrotado, y el gordo
    empresario judío que los recibió en la puerta, sonriendo trémulamente de oreja
    a oreja con expresión untuosa, procedió a escoltarlos hasta el palco con
    pomposa humildad, agitando sus gruesas manos enjoyadas y hablando a voz
    en grito. Dorian Gray sintió que le desagradaba más que nunca. Le pareció que
    viniendo en busca de Miranda se había encontrado con Calibán. A lord Henry,
    por el contrario, más bien le gustó. Al menos eso fue lo que dijo, e insistió en
    estrecharle la mano, asegurándole que estaba orgulloso de conocer al hombre
    que había descubierto a una joya de la interpretación y que se había arruinado
    a causa de un poeta. Hallward se divirtió con los rostros del patio de butacas.
    El calor era insoportable, y la enorme lámpara ardía como una dalia
    monstruosa con pétalos de fuego amarillo. Los jóvenes del paraíso se habían
    quitado chaquetas y chalecos, colgándolos de las barandillas. Hablaban entre
    sí de un lado a otro del teatro y compartían sus naranjas con las llamativas
    chicas que los acompañaban. Algunas mujeres reían en el patio de butacas,
    con voces chillonas y discordantes. Desde el bar llegaba el ruido del
    descorchar de las botellas.
    –¡Qué lugar para encontrar a una diosa! –dijo lord Henry.
    –¡Es cierto! –respondió Dorian Gray–. Pero fue aquí donde la encontré, y
    Sibyl es la encarnación de la divinidad. Cuando actúe, te olvidarás de todo.
    Esas gentes vulgares y toscas, de rostros primitivos y gestos brutales, se
    transforman cuando Sibyl está en el escenario. Callan y escuchan. Lloran y
    ríen cuando Sibyl quiere que lo hagan. Consigue que respondan como las
    cuerdas de un violín. Los espiritualiza, y se siente que están hechos de la
    misma carne y sangre que nosotros.
    –¡La misma carne y sangre que nosotros! ¡Espero que no! –exclamó lord
    Henry, que observaba a los ocupantes del paraíso con sus gemelos de teatro.
    –No le hagas caso, Dorian –dijo el pintor–. Yo sí entiendo lo que quieres
    decir y estoy convencido de que esa chica es como dices. La mujer a quien tú
    ames ha de ser maravillosa, y cualquier muchacha que consigue el efecto que
    describes ha de ser espléndida y noble. Espiritualizar a la propia época… , eso
    es algo que merece la pena. Si Sibyl es capaz de dar un alma a quienes han
    vivido sin ella, si crea un sentimiento de belleza en personas cuyas vidas han
    sido sórdidas y miserables, si los libera de su egoísmo y les presta lágrimas
    por sufrimientos que no son suyos, se merece toda tu adoración, se merece la
    adoración del mundo entero. Tu matrimonio con ella es un acierto. Al
    principio no lo creía así, pero ahora lo veo de otra manera. Los dioses han
    hecho a Sibyl Vane para ti. Sin ella hubieras quedado incompleto.
    –Gracias, Basil –respondió Dorian Gray, dándole un apretón de manos–.
    Sabía que me entenderías. Harry es tan cínico que me aterra. Pero aquí llega la
    orquesta. Aunque espantosa, sólo toca unos cinco minutos aproximadamente.
    Luego se levanta el telón, y veréis a la muchacha a quien voy a dar toda mi
    vida, y a la que ya he dado todo lo bueno que hay en mí.
    Un cuarto de hora después, acompañada de unos aplausos estruendosos,
    Sibyl Vane apareció en el escenario. Sí, no había duda de su encanto; era,
    pensó lord Henry, una de las criaturas más encantadoras que había visto nunca.
    Había algo de gacela en su gracia tímida y en sus ojos sorprendidos. Un ligero
    arrebol, como la sombra de una rosa en un espejo de plata, se asomó a sus
    mejillas cuando vio el teatro abarrotado y entusiasta. Retrocedió unos pasos y
    pareció que le temblaban los labios. Basil Hallward se puso en pie y empezó a
    aplaudir. Inmóvil, como en un sueño, Dorian Gray siguió sentado, mirándola
    fijamente. Lord Henry la examinó con sus gemelos y murmuró: «Encantadora,
    encantadora».
    La acción transcurría en el vestíbulo de la casa de los Capuleto, y Romeo,
    vestido de peregrino, había entrado con Mercutio y sus amigos. Los músicos
    tocaron unos compases de acuerdo con sus posibilidades y comenzó la danza.
    Entre la multitud de actores desangelados y pobremente vestidos, Sibyl Vane
    se movía como una criatura de un mundo superior. Su cuerpo se agitaba, al
    bailar, como se mueve una planta dentro del agua. Las ondulaciones de su
    garganta eran las ondulaciones de un lirio blanco. Sus manos parecían hechas
    de sereno marfil.
    Y, sin embargo, resultaba curiosamente apática. No manifestó signo alguno
    de alegría cuando sus ojos se posaron sobre Romeo. Las pocas palabras que
    tenía que decir


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    Mensaje por Maria Lua Sáb 11 Ene 2025, 20:03

    ***

    Buen peregrino, no reproches tanto a tu mano un fervor tan verdadero: si
    juntan manos peregrino y santo, palma con palma es beso de palmero… junto
    con el breve diálogo que sigue, fueron pronunciadas de manera
    completamente artificial. La voz era exquisita, pero desde el punto de vista de
    tono, absolutamente falsa. La coloración era equivocada. Privaba de vida a los
    versos. Hacía que la pasión resultase irreal.
    Dorian Gray fue palideciendo mientras la contemplaba. Estaba
    desconcertado y lleno de ansiedad. Ninguno de sus dos amigos se atrevía a
    decir nada. Sibyl les parecía absolutamente incompetente. Se sentían
    horriblemente decepcionados.
    De todos modos, comprendían que la verdadera prueba de cualquier Julieta
    es la escena del balcón en el segundo acto. Esperarían a que llegara. Si fallaba
    allí, todo habría acabado.
    De nuevo estaba encantadora cuando reapareció al claro de luna. Eso no se
    podía negar. Pero lo forzado de su interpretación resultaba insoportable, y fue
    empeorando con el paso del tiempo. Sus gestos se hicieron absurdamente
    artificiales. Subrayaba excesivamente todo lo que tenía que decir. El hermoso
    pasaje:
    La noche me oculta con su velo; si no, el rubor teñiría mis mejillas por lo
    que antes me has oído decir.
    fue declamado con la penosa precisión de una colegiala a quien ha
    enseñado a recitar un profesor de elocución de tercera categoría. Y cuando se
    asomó al balcón y llegó a los maravillosos versos:
    Aunque seas mi alegría, no me alegra nuestro acuerdo de esta noche:
    demasiado brusco, imprudente, repentino, igual que el relámpago, que cesa
    antes de poder nombrarlo. Amor, buenas noches. Con el aliento del verano,
    este brote amoroso puede dar bella flor cuando volvamos a vernos…
    dijo las palabras como si carecieran por completo de sentido. No era
    nerviosismo. De hecho, lejos de estar nerviosa, parecía absolutamente dueña
    de sí misma. Era sencillamente una mala interpretación, y Sibyl un completo
    desastre.
    Incluso el público del patio de butacas y del paraíso, vulgar y sin
    educación, había perdido interés por la obra. Incómodos, empezaban a hablar
    en voz alta y a silbar. El empresario judío, de pie tras los asientos del primer
    anfiteatro, golpeaba el suelo con los pies y protestaba indignado. Tan sólo
    Sibyl permanecía indiferente.
    Al término del segundo acto se produjo una tormenta de silbidos. Lord
    Henry se levantó de su asiento y se puso el gabán.
    –Es muy hermosa, Dorian –dijo–, pero incapaz de interpretar. Vámonos.
    –Voy a quedarme hasta el final –respondió el joven, con una voz crispada y
    llena de amargura–. Siento mucho baberos hecho perder la velada. Os pido
    disculpas a los dos.
    –Mi querido Dorian, a mí me parece que la señorita Vane está enferma –
    interrumpió Hallward–. Vendremos otra noche.
    –Ojalá estuviera enferma –replicó Dorian Gray–. Pero a mí me ha parecido
    sencillamente insensible y fría. Ha cambiado por completo. Anoche era una
    gran artista. Hoy es una actriz vulgar, mediocre.
    –No hables así de alguien a quien amas, Dorian. El amor es más
    maravilloso que el arte.
    –Los dos son formas de imitación –señaló lord Henry–. Pero será mejor
    que nos vayamos. No debes seguir aquí por más tiempo, Dorian. No es bueno
    para la moral ver una mala interpretación. Además, supongo que no querrás
    que tu esposa actúe en el teatro. En ese caso, ¿qué importa si interpreta Julieta
    como una muñeca de madera? Es encantadora, y si sabe tan poco de la vida
    como de actuar en el teatro, será una experiencia deliciosa. Sólo hay dos clases
    de personas realmente fascinantes: las que lo saben absolutamente todo y las
    que no saben absolutamente nada. Santo cielo, muchacho, ¡no pongas esa
    expresión tan trágica! El secreto para conservar la juventud es no permitirse
    ninguna emoción impropia. Ven al club con Basil y conmigo. Fumaremos
    cigarrillos y beberemos para celebrar la belleza de Sibyl Vane, que es muy
    hermosa. ¿Qué más pudes querer?
    –Vete, Harry –exclamó el joven–. Quiero estar solo. Y tú también, Basil.
    ¿Es que no veis que se me está rompiendo el corazón?
    Lágrimas ardientes le asomaron a los ojos. Le temblaban los labios y,
    dirigiéndose al fondo del palco, se apoyó contra la pared, escondiendo la cara
    entre las manos.
    –Vámonos, Basil –dijo lord Henry, con una extraña ternura en la voz. Un
    instante después habían desaparecido.
    Casi enseguida se encendieron las candilejas y se alzó el telón para el
    tercer acto. Dorian Gray volvió a su asiento. Estaba pálido, pero orgulloso e
    indiferente. La obra se fue arrastrando, interminable. La mitad del público
    abandonó la sala, haciendo ruido con sus pesadas botas y riéndose. La
    representación había sido un fiasco total. El último acto se interpretó ante una
    sala casi vacía. Una risa contenida y algunas protestas saludaron la caída del
    último telón.
    Nada más terminar la obra, Dorian pasó entre bastidores, para dirigirse al
    camerino de la actriz. Encontró allí a Sibyl, con una expresión triunfal en el
    rostro y los ojos llenos de fuego. Estaba radiante. Sonreía, los labios
    ligeramente abiertos, a causa de un secreto muy personal.
    Al entrar Dorian, la muchacha lo miró y apareció en su rostro una
    expresión de infinita alegría.
    –¡Qué mal he actuado esta noche, Dorian! –exclamó.
    –¡Horriblemente mal! –respondió él, contemplándola asombrado–.
    ¡Espantoso! Ha sido terrible. ¿Estás enferma? No puedes hacerte idea de lo
    que ha sido. No te imaginas cómo he sufrido.
    La muchacha sonrió.
    –Dorian –respondió, acariciando el nombre del amado con la prolongada
    música de su voz, como si fuera más dulce que miel para los rojos pétalos de
    su boca–. Dorian, deberías haberlo entendido. Pero ahora lo entiendes ya, ¿no
    es cierto?
    –¿Entender qué? –preguntó él, colérico.
    –El porqué de que lo haya hecho tan mal esta noche. El porqué de que de
    ahora en adelante lo haga siempre mal. El porqué de que no vuelva nunca a
    actuar bien.
    Dorian se encogió de hombros.
    –Supongo que estás enferma. Cuando estés enferma no deberías actuar. Te
    pones en ridículo. Mis amigos se han aburrido. Yo me he aburrido



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    Mensaje por Maria Lua Sáb 11 Ene 2025, 20:04

    ***

    Sibyl parecía no escucharlo. Estaba transfigurada por la alegría. Dominada
    por un éxtasis de felicidad.
    –Dorian, Dorian –exclamó–, antes de conocerte, actuar era la única
    realidad de mi vida. Sólo vivía para el teatro. Creía que todo lo que pasaba en
    el teatro era verdad. Era Rosalinda una noche y Porcia otra. La alegría de
    Beatriz era mi alegría, e igualmente mías las penas de Cordelia. Lo creía todo.
    La gente vulgar que trabajaba conmigo me parecía tocada de divinidad. Los
    decorados eran mi mundo. Sólo sabía de sombras, pero me parecían reales.
    Luego llegaste tú, ¡mi maravilloso amor!, y sacaste a mi alma de su prisión.
    Me enseñaste qué es la realidad. Esta noche, por primera vez en mi vida, he
    visto el vacío, la impostura, la estupidez del espectáculo sin sentido en el que
    participaba. Hoy, por vez primera, me he dado cuenta de que Romeo era
    horroroso, viejo, y de que iba maquillado; que la luna sobre el huerto era
    mentira, que los decorados eran vulgares y que las palabras que decía eran
    irreales, que no eran mías, no eran lo que yo quería decir. Tú me has traído
    algo más elevado, algo de lo que todo el arte no es más que un reflejo. Me has
    hecho entender lo que es de verdad el amor. ¡Amor mío! ¡Mi príncipe azul!
    ¡Príncipe de mi vida! Me he cansado de las sombras. Eres para mí más de lo
    que pueda ser nunca el arte. ¿Qué tengo yo que ver con las marionetas de una
    obra? Cuando he salido a escena esta noche, no entendía cómo era posible que
    me hubiera quedado sin nada. Pensaba hacer una interpretación maravillosa y
    de pronto he descubierto que era incapaz de actuar. De repente he
    comprendido lo que significa amarte. Saberlo me ha hecho feliz. He sonreído
    al oír protestar a los espectadores. ¿Qué saben ellos de un amor como el
    nuestro? Llévame lejos, Dorian; llévame contigo a donde podamos estar
    completamente solos. Aborrezco el teatro. Sé imitar una pasión que no siento,
    pero no la que arde dentro de mí como un fuego. Dorian, Dorian, ¿no
    entiendes lo que significa? Incluso aunque pudiera hacerlo, sería para mí una
    profanación representar que estoy enamorada. Tú me has hecho verlo.
    Dorian se dejó caer en el sofá y evitó mirarla.
    –Has matado mi amor –murmuró.
    Sibyl lo miró asombrada y se echó a reír. El muchacho no respondió. Ella
    se acercó, y con una mano le acarició el pelo. A continuación se arrodilló y se
    apoderó de sus manos, besándoselas. Dorian las retiró, estremecido por un
    escalofrío.
    Luego se puso en pie de un salto, dirigiéndose hacia la puerta.
    –Sí –exclamó–; has matado mi amor. Eras un estímulo para mi
    imaginación. Ahora ni siquiera despiertas mi curiosidad. No tienes ningún
    efecto sobre mí. Te amaba porque eras maravillosa, porque tenías genio e
    inteligencia, porque hacías reales los sueños de los grandes poetas y dabas
    forma y contenido a las sombras del arte. Has tirado todo eso por la ventana.
    Eres superficial y estúpida. ¡Cielo santo! ¡Qué loco estaba al quererte! ¡Qué
    imbécil he sido! Ya no significas nada para mí. Nunca volveré a verte. Nunca
    pensaré en ti. Nunca mencionaré tu nombre. No te das cuenta de lo que
    representabas para mí. Pensarlo me resulta intolerable. ¡Quisiera no haberte
    visto nunca! Has destruido la poesía de mi vida. ¡Qué poco sabes del amor si
    dices que ahoga el arte! Sin el arte no eres nada. Yo te hubiera hecho famosa,
    espléndida, deslumbrante. El mundo te hubiera adorado, y habrías llevado mi
    nombre. Pero, ahora, ¿qué eres? Una actriz de tercera categoría con una cara
    bonita.
    Sibyl palideció y empezó a temblar. Juntó las manos, apretándolas mucho,
    y dijo, con una voz que se le perdía en la garganta:
    –No hablas en serio, ¿verdad, Dorian? –murmuró–. Estás actuando.
    –¿Actuando? Eso lo dejo para ti, que lo haces tan bien –respondió él con
    amargura.
    Alzándose de donde se había arrodillado y, con una penosa expresión de
    dolor en el rostro, la muchacha cruzó la habitación para acercarse a él. Le puso
    la mano en el brazo, mirándole a los ojos. Dorian la apartó con violencia.
    –¡No me toques! –gritó.
    A Sibyl se le escapó un gemido apenas audible mientras se arrojaba a sus
    pies, quedándose allí como una flor pisoteada.
    –¡No me dejes, Dorian! –susurró–. Siento no haber interpretado bien mi
    papel. Pensaba en ti todo el tiempo. Pero lo intentaré, claro que lo intentaré. Se
    me presentó tan de repente… , mi amor por ti. Creo que nunca lo habría
    sabido si no me hubieras besado, si no nos hubiéramos besado. Bésame otra
    vez, amor mío. No te alejes de mí. No lo soportaría. No me dejes. Mi
    hermano… No; es igual. No sabía lo que decía. Era una broma… Pero tú, ¿no
    me puedes perdonar lo que ha pasado esta noche? Trabajaré muchísimo y me
    esforzaré por mejorar. No seas cruel conmigo, porque te amo más que a nada
    en el mundo. Después de todo, sólo he dejado de complacerte en una ocasión.
    Pero tienes toda la razón, Dorian, tendría que haber demostrado que soy una
    artista. Qué cosa tan absurda; aunque, en realidad, no he podido evitarlo. No
    me dejes, por favor –un ataque de apasionados sollozos la atenazó. Se encogió
    en el suelo como una criatura herida, y los labios bellamente dibujados de
    Dorian Gray, mirándola desde lo alto, se curvaron en un gesto de consumado
    desdén. Las emociones de las personas que se ha dejado de amar siempre
    tienen algo de ridículo. Sibyl Vane le resultaba absurdamente melodramática.
    Sus lágrimas y sus sollozos le importunaban.
    –Me voy –dijo por fin, con voz clara y tranquila–. No quiero parecer
    descortés, pero me será imposible volver a verte. Me has decepcionado.
    Sibyl lloraba en silencio, pero no respondió; tan sólo se arrastró, para
    acercarse más a Dorian. Extendió las manos ciegamente, dando la impresión
    de buscarlo. El muchacho se dio la vuelta y salió de la habitación. Unos
    instantes después había abandonado el teatro.
    Apenas supo dónde iba. Más tarde recordó haber vagado por calles mal
    iluminadas, de haber atravesado lúgubres pasadizos, poblados de sombras
    negras y casas inquietantes. Mujeres de voces roncas y risas ásperas lo habían
    llamado. Borrachos de paso inseguro habían pasado a su lado entre
    maldiciones, charloteando consigo mismos como monstruosos antropoides.
    Había visto niños grotescos apiñados en umbrales y oído chillidos y
    juramentos que salían de patios melancólicos.
    Al rayar el alba se encontró cerca de Covent Garden. Al alzarse el velo de
    la oscuridad, el cielo, enrojecido por débiles resplandores, se vació hasta
    convertirse en una perla perfecta. Grandes carros, llenos de lirios balanceantes,
    recorrían lentamente la calle resplandeciente y vacía. El aire se llenó con el
    perfume de las flores, y su belleza pareció proporcionarle un analgésico para
    su dolor. Siguió caminando hasta el mercado, y contempló cómo descargaban
    los vehículos. Un carrero de blusa blanca le ofreció unas cerezas. Dorian le dio
    las gracias y, preguntándose por qué el otro se había negado a aceptar dinero a
    cambio, empezó a comérselas distraídamente. Las habían recogido a media
    noche, y tenían la frialdad de la luna. Una larga hilera de muchachos que
    transportaban cajones de tulipanes y de rosas amarillas y rojas desfilaron ante
    él, abriéndose camino entre enormes montones, verde jade, de hortalizas. Bajo
    el gran pórtico, de columnas grises desteñidas por el sol, una bandada de
    chicas desarrapadas, con la cabeza descubierta, esperaban, ociosas, a que
    terminara la subasta. Otras se amontonaban alrededor de las puertas batientes
    del café de la Piazza. Los pesados percherones se resbalaban y golpeaban con
    fuerza los ásperos adoquines, agitando sus arneses con campanillas. Algunos
    de los cocheros dormían sobre montones de sacos. Con sus cuellos metálicos y
    sus patas rosadas, las palomas corrían de acá para allá picoteando semillas



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    Mensaje por Maria Lua Sáb 11 Ene 2025, 20:06

    ***
    Después de algún tiempo, Dorian Gray paró un coche de punto que lo llevó
    a su casa. Una vez allí, se detuvo unos instantes en el umbral, recorriendo con
    la mirada la plaza silenciosa, con sus ventanas vacías, sus contraventanas, y
    los estores de mirada fija. El cielo se había convertido en un puro ópalo, y los
    tejados de las casas brillaban como plata bajo él. De alguna chimenea al otro
    lado de la plaza empezaba a alzarse una delgada columna de humo que pronto
    curvó en el aire nacarado sus volutas moradas.
    En la enorme linterna veneciana –botín dorado de alguna góndola ducal–
    que colgaba del techo del gran vestíbulo revestido de madera de roble, aún
    ardían las luces de tres mecheros, semejantes a delgados pétalos azules con un
    borde de fuego blanco. Los apagó y, después de arrojar capa y sombrero sobre
    la mesa, cruzó la biblioteca en dirección a la puerta de su dormitorio, una
    amplia habitación octogonal en el piso bajo que, dada su reciente pasión por el
    lujo, acababa de hacer decorar a su gusto, colgando de las paredes curiosas
    tapicerías renacentistas que habían aparecido almacenadas en un ático
    olvidado de Selby Royal. Mientras giraba la manecilla de la puerta, su mirada
    se posó sobre el retrato pintado por Basil Hallward. La sorpresa le obligó a
    detenerse. Luego entró en su cuarto sin perder la expresión de perplejidad.
    Después de quitarse la flor que llevaba en el ojal de la chaqueta, pareció
    vacilar. Finalmente regresó a la biblioteca, se acercó al cuadro y lo examinó
    con detenimiento. Iluminado por la escasa luz que empezaba a atravesar los
    estores de seda de color crema, le pareció que el rostro había cambiado
    ligeramente. La expresión parecía distinta. Se diría que había aparecido un
    toque de crueldad en la boca. Era, sin duda, algo bien extraño.
    Dándose la vuelta, se dirigió hacia la ventana y alzó el estor. El resplandor
    del alba inundó la habitación y barrió hacia los rincones oscuros las sombras
    fantásticas, que se inmovilizaron, temblorosas. Pero la extraña expresión que
    Dorian Gray había advertido en el rostro del retrato siguió presente, más
    intensa si cabe. La temblorosa y ardiente luz del sol le mostró los pliegues
    crueles en torno a la boca con la misma claridad que si se hubiera mirado en
    un espejo después de cometer alguna acción abominable.
    Estremecido, tomó de la mesa un espejo oval, encuadrado por cupidos de
    marfil, uno de los muchos regalos que lord Henry le había hecho, y lanzó una
    mirada rápida a sus brillantes profundidades. Ninguna arruga parecida había
    deformado sus labios rojos. ¿Qué significaba aquello?
    Después de frotarse los ojos, se acercó al cuadro y lo examinó de nuevo.
    No había ninguna señal de cambio cuando miraba el lienzo y, sin embargo, no
    cabía la menor duda de que la expresión del retrato era distinta. No se lo había
    inventado. Se trataba de una realidad atrozmente visible.
    Dejándose caer sobre una silla empezó a pensar. De repente, como en un
    relámpago, se acordó de lo que dijera en el estudio de Basil Hallward el día en
    que el pintor concluyó el retrato. Sí; lo recordaba perfectamente. Había
    expresado un deseo insensato: que el retrato envejeciera y que él se conservara
    joven; que la perfección de sus rasgos permaneciera intacta, y que el rostro del
    lienzo cargara con el peso de sus pasiones y de sus pecados; que en la imagen
    pintada aparecieran las arrugas del sufrimiento y de la meditación, pero que él
    conservara todo el brillo delicado y el atractivo de una adolescencia que
    acababa de tomar conciencia de sí misma. No era posible que su deseo hubiera
    sido escuchado. Cosas así no sucedían, eran imposibles. Parecía monstruoso
    incluso pensar en ello. Y, sin embargo, allí estaba el retrato, con un toque de
    crueldad en la boca.
    ¡Crueldad! ¿Había sido cruel? Sibyl era la culpable y no él. La había
    soñado gran artista, y por creerla grande le había entregado su amor. Pero
    Sibyl le había decepcionado, demostrando ser superficial e indigna. Y, sin
    embargo, un sentimiento de infinito pesar se apoderó de él, al recordarla
    acurrucada a sus pies y sollozando como una niñita. Rememoró con cuánta
    indiferencia la había contemplado. ¿Por qué la naturaleza le había hecho así?
    ¿Por qué se le había dado un alma como aquélla? Pero también él había
    sufrido. Durante las tres terribles horas de la representación había vivido siglos
    de dolor, eternidades de tortura. Su vida bien valía la de Sibyl. Ella lo había
    maltratado, aunque Dorian le hubiera infligido una herida duradera. Las
    mujeres, además, estaban mejor preparadas para el dolor. Vivían de sus
    emociones. Sólo pensaban en sus emociones. Cuando tomaban un amante, no
    tenían otro objetivo que disponer de alguien a quien hacer escenas. Lord
    Henry se lo había explicado, y lord Henry sabía cómo eran las mujeres. ¿Qué
    razón había para preocuparse por Sibyl Vane? Ya no significaba nada para él.
    Pero, ¿y el retrato? ¿Qué iba a decir del retrato? El lienzo de Basil
    Hallward contenía el secreto de su vida, narraba su historia. Le había enseñado
    a amar su propia belleza. ¿Le enseñaría también a aborrecer su propia alma?
    ¿Volvería alguna vez a mirarlo?
    No; se trataba simplemente de una ilusión que se aprovechaba de sus
    sentidos desorientados. La horrible noche pasada había engendrado fantasmas.
    De repente, esa minúscula mancha escarlata que vuelve locos a los hombres se
    había desplomado sobre su cerebro. El cuadro no había cambiado. Era locura
    pensarlo.
    Sin embargo, el retrato seguía contemplándolo, con el hermoso rostro
    deformado por una cruel sonrisa. Sus cabellos resplandecían, brillantes, bajo el
    sol matinal. Los ojos azules del lienzo se clavaban en los suyos. Un indecible
    sentimiento de compasión le invadió, pero no por él, sino por aquella imagen
    pintada. Ya había cambiado y aún cambiaría más. El oro se marchitaría en gris.
    Las rosas, rojas y blancas, morirían. Por cada pecado que cometiera, una
    mancha vendría a ensuciar y a destruir su belleza. Pero no volvería a pecar. El
    cuadro, igual o distinto, sería el emblema visible de su conciencia. Resistiría a
    la tentación. Nunca volvería a ver a lord Henry: no volvería a escuchar, al
    menos, aquellas teorías sutilmente ponzoñosas que, en el jardín de Basil
    Hallward, habían despertado en él por vez primera el deseo de cosas
    imposibles. Volvería junto a Sibyl Vane, le pediría perdón, se casaría con ella,
    se esforzaría por amarla de nuevo. Sí; era su deber hacerlo. Sin duda había
    sufrido más que él. ¡Pobre chiquilla! ¡Qué cruel y egoísta había sido! La
    fascinación que provocara en él renacería. Serían felices juntos. Su vida con
    ella sería hermosa y pura.
    Se levantó de la silla y colocó un biombo de grandes dimensiones delante
    del retrato, estremeciéndose mientras lo contemplaba. «¡Qué horror!»,
    murmuró, y, acercándose a la puerta que daba al jardín, la abrió. Al pisar la
    hierba, respiró hondo. El frescor del aire matutino pareció ahuyentar todas sus
    sombrías pasiones. Pensaba sólo en Sibyl. Un débil eco del antiguo amor
    reapareció en su pecho. Repitió muchas veces su nombre. Los pájaros que
    cantaban en el jardín empapado de rocío parecían hablar de ella a las flores.





    75
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    Mensaje por Maria Lua Ayer a las 14:50

    ***

    Capítulo 8





    E ra más de mediodía cuando se despertó. Su ayuda de cámara había
    entrado varias veces de puntillas en la habitación, preguntándose qué hacía
    dormir hasta tan tarde a su amo. Dorian tocó finalmente la campanilla, y
    Víctor apareció sin hacer ruido con una taza de té y un montón de cartas en
    una bandejita de porcelana de Sévres. Luego descorrió las cortinas de satén
    color oliva, con forro azul irisado, que cubrían las tres altas ventanas de la
    alcoba.
    –El señor ha dormido muy bien esta noche –dijo, sonriendo.
    –¿Qué hora es, Víctor? –preguntó Dorian, todavía medio despierto.
    –La una y cuarto, señor.
    ¡Qué tarde ya! Se sentó en la cama y, después de tomar unos sorbos de té,
    se ocupó del correo. Una de las cartas era de lord Henry, y la habían traído a
    mano por la mañana. Dorian vaciló un momento y luego terminó por apartarla.
    Las demás las abrió distraídamente. Contenían la usual colección de tarjetas,
    invitaciones para cenar, entradas para exposiciones privadas, programas de
    conciertos con fines benéficos y otras cosas parecidas que llueven todas las
    mañanas sobre los jóvenes de la buena sociedad durante la temporada. Había
    también una factura considerable por un juego de utensilios de aseo Luis XV
    de plata repujada, factura que Dorian no se había atrevido aún a reexpedir a
    sus tutores, personas extraordinariamente chapadas a la antigua, incapaces de
    comprender que vivimos en una época en la que ciertas cosas innecesarias son
    nuestras únicas necesidades; también encontró varias comunicaciones,
    redactadas en términos muy corteses, de los prestamistas de Jermyn Street,
    ofreciéndose a adelantarle cualquier cantidad de dinero sin molestas esperas y
    a unas tasas de interés sumamente razonables.
    Al cabo de unos diez minutos Dorian se levantó y, echándose por los
    hombros una lujosa bata de lana de Cachemira con bordados en seda, entró en
    el cuarto de baño con suelo de ónice. El agua fresca lo despejó después de las
    muchas horas de sueño. Parecía haber olvidado lo sucedido el día anterior.
    Una vaga sensación de haber participado en alguna extraña tragedia se le pasó
    por la cabeza una o dos veces, pero con la irrealidad de un sueño.
    En cuanto se hubo vestido, entró en la biblioteca y se sentó a tomar un
    ligero desayuno francés, servido sobre una mesita redonda, próxima a la
    ventana abierta. Hacía un día maravilloso. El aire tibio parecía cargado de
    especias. Una abeja entró por la ventana y zumbó alrededor del cuenco color
    azul con motivos de dragones que, lleno de rosas amarillas, tenía delante.
    Dorian se sintió perfectamente feliz.
    De repente, su mirada se posó sobre el biombo situado delante del retrato y
    se estremeció.
    –¿El señor tiene frío? –preguntó el ayuda de cámara, colocando una tortilla
    sobre la mesita–. ¿Cierro la ventana?
    Dorian negó con un movimiento de cabeza.
    –No tengo frío –murmuró.
    ¿Era cierto todo lo que recordaba? ¿Había cambiado de verdad el retrato?
    ¿O le había hecho ver su imaginación una expresión malvada donde sólo había
    un gesto alegre? Era imposible que un lienzo cambiara. Absurdo. Sería una
    excelente historia que contarle a Basil algún día. Le haría sonreír.
    Sin embargo, ¡qué preciso era el recuerdo! Primero en la confusa
    penumbra y luego en el luminoso amanecer, había visto el toque de crueldad
    en los labios contraídos. Casi temió que llegara el momento en que el criado
    abandonase la biblioteca. Sabía que cuando se quedara solo tendría que
    examinar el retrato. Le daba miedo enfrentarse con la certeza. Cuando,
    después de traer el café y los cigarrillos, Víctor se volvió para marcharse,
    Dorian sintió un absurdo deseo de decirle que se quedara. Mientras la puerta
    se cerraba tras él, lo llamó. Víctor se detuvo, esperando instrucciones. Dorian
    se lo quedó mirando unos instantes.
    –No estoy para nadie –dijo, acompañando las palabras con un suspiro.
    Víctor hizo una inclinación de cabeza y desapareció.
    Dorian se alzó entonces de la mesa, encendió un cigarrillo y se dejó caer
    sobre un diván extraordinariamente cómodo, situado delante del biombo. El
    biombo era antiguo, de cuero español dorado, estampado con un dibujo Luis
    XIV demasiado florido. Dorian lo examinó con curiosidad, preguntándose si
    habría ocultado ya alguna vez el secreto de una vida.
    ¿Debía realmente apartarlo, después de todo? ¿Por qué no dejarlo donde
    estaba? ¿De qué servía conocer la verdad? Si resultaba cierto, era terrible. Si
    no, ¿por qué preocuparse? Pero, ¿y si, por alguna fatalidad o una casualidad
    aún más terrible, otros ojos hubieran mirado detrás del biombo, comprobando
    el horrible cambio? ¿Qué haría si se presentara Basil Hallward y pidiese
    contemplar el cuadro? Era seguro que Basil acabaría por hacer una cosa así.
    No; tenía que examinar el retrato, y hacerlo de inmediato. Cualquier cosa
    mejor que aquella espantosa duda.
    Se levantó y cerró las dos puertas con llave. Al menos estaría solo mientras
    contemplaba la máscara de su vergüenza. Luego apartó el biombo y se vio
    cara a cara. Era totalmente cierto. El retrato había cambiado.
    Como después recordaría con frecuencia, y siempre con notable asombro,
    se encontró mirando al retrato con un sentimiento que era casi de curiosidad
    científica. Que aquel cambio hubiera podido producirse le resultaba increíble.
    Y, sin embargo, era un hecho. ¿Existía alguna sutil afinidad entre los átomos
    químicos, que se convertían en forma y color sobre el lienzo, y el alma que
    habitaba en el interior de su cuerpo? ¿Podría ser que lo que el alma pensaba, lo
    hicieran realidad? ¿Que dieran consistencia a lo que él soñaba? ¿O había
    alguna otra razón, más terrible? Se estremeció, sintió miedo y, volviendo al
    diván, se tumbó en él, contemplando el retrato sobrecogido de horror.
    Comprendió, sin embargo, que el cuadro había hecho algo por él. Le había
    permitido comprender lo injusto, lo cruel que había sido con Sibyl Vane. No
    era demasiado tarde para reparar aquel mal. Aún podía ser su esposa. El amor
    egoísta e irreal que había sentido daría paso a un sentimiento más elevado, se
    transformaría en una pasión más noble, y el retrato pintado por Basil Hallward
    sería su guía para toda la vida, sería para él lo que la santidad es para algunos,
    la conciencia para otros y el temor de Dios para todos. Existían narcóticos para
    el remordimiento, drogas que acallaban el sentido moral y lo hacían dormir.
    Pero allí delante tenía un símbolo visible de la degradación del pecado. Una
    prueba incontestable de la ruina que los hombres provocan en su alma.



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    Oscar Wilde ( 1854/1900) - Página 2 Empty Re: Oscar Wilde ( 1854/1900)

    Mensaje por Maria Lua Ayer a las 14:51

    ***

    Sonaron las tres de la tarde, las cuatro, y la media hora dejó oír su doble
    carillón, pero Dorian Gray no se movió. Trataba de reunir los hilos escarlata
    de la vida y de tejerlos siguiendo un modelo; encontrar un camino, perdido
    como estaba en un laberinto de pasiones desatadas. No sabía qué hacer, ni qué
    pensar. Finalmente, volvió a la mesa y escribió una carta ardiente a la
    muchacha a la que había amado, implorando su perdón y acusándose de
    demencia. Llenó cuartilla tras cuartilla con atormentadas palabras de pesar y
    otras aún más patéticas de dolor. Existe la voluptuosidad del autorreproche.
    Cuando nos culpamos sentimos que nadie más tiene derecho a hacerlo. Es la
    confesión, no el sacerdote, lo que nos da la absolución. Cuando Dorian
    terminó la carta sintió que había sido perdonado.
    De repente, llamaron a la puerta, y oyó la voz de lord Henry en el exterior.
    –Dorian, amigo mío. He de verte. Déjame entrar ahora mismo. Es
    inaceptable que te encierres de esta manera. Al principio no contestó,
    inmovilizado por completo. Pero los golpes en la puerta continuaron,
    haciéndose más insistentes. Sí, era mejor dejar entrar a lord Henry y explicarle
    la nueva vida que había decidido llevar, reñir con él si era necesario hacerlo,
    alejarse de él si la separación era inevitable. Poniéndose en pie de un salto, se
    apresuró a correr el biombo para que ocultara el cuadro, y luego procedió a
    abrir la puerta.
    –Siento mucho todo lo que ha pasado, Dorian –dijo lord Henry al entrar–.
    Pero no debes pensar demasiado en ello.
    –¿Te refieres a Sibyl Vane? –preguntó el joven.
    –Sí, por supuesto –respondió lord Henry, dejándose caer en una silla y
    quitándose lentamente los guantes amarillos–. Es horrible, desde cierto punto
    de vista, pero tú no tienes la culpa. Dime, ¿fuiste a verla después de que
    terminara la obra?
    –Sí.
    –Estaba convencido de que había sido así. ¿Le hiciste una escena?
    –Fui brutal, Harry, terriblemente brutal. Pero ahora todo está resuelto. No
    siento lo que ha sucedido. Me ha enseñado a conocerme mejor.
    –¡Ah, Dorian, cómo me alegro que te lo tomes de esa manera! Temía
    encontrarte hundido en el remordimiento y mesándote esos cabellos tuyos tan
    agradables.
    –He superado todo eso –dijo Dorian, moviendo la cabeza y sonriendo–.
    Ahora soy totalmente feliz. Sé lo que es la conciencia, para empezar. No es lo
    que me dijiste que era. Es lo más divino que hay en nosotros. No te burles,
    Harry, no vuelvas a hacerlo… , al menos, delante de mí. Quiero ser bueno. No
    soporto la idea de la fealdad de mi alma.
    –¡Una encantadora base artística para la ética, Dorian! Te felicito por ello.
    Pero, ¿cómo te propones empezar?
    –Casándome con Sibyl Vane.
    –¡Casándote con Sibyl Vane! –exclamó lord Henry, poniéndose en pie y
    contemplándolo con infinito asombro–. Pero, mi querido Dorian…
    –Sí, Harry, sé lo que me vas a decir. Algo terrible sobre el matrimonio. No
    lo digas. No me vuelvas a decir cosas como ésas. Hace dos días le pedí a Sibyl
    que se casara conmigo. No voy a faltar a mi palabra. ¡Será mi esposa!
    –¿Tu esposa… ? ¿No has recibido mi carta? Te he escrito esta mañana, y te
    envié la nota con mi criado.
    –¿Tu carta? Ah, sí, ya recuerdo. No la he leído aún, Harry. Temía que
    hubiera en ella algo que me disgustara. Cortas la vida en pedazos con tus
    epigramas.
    –Entonces, ¿no sabes nada?
    –¿Qué quieres decir?
    Lord Henry cruzó la habitación y, sentándose junto a Dorian Gray, le tomó
    las dos manos, apretándoselas mucho.
    –Dorian… –dijo–, mi carta… , no te asustes… , era para decirte que Sibyl
    Vane ha muerto.
    Un grito de dolor escapó de los labios del muchacho, que se puso en pie
    bruscamente, liberando sus manos de la presión de lord Henry.
    –¡Muerta! ¡Sibyl muerta! ¡No es verdad! ¡Es una mentira espantosa!
    ¿Cómo te atreves a decir una cosa así?
    –Es completamente cierto, Dorian –dijo lord Henry, con gran seriedad–. Lo
    encontrarás en todos los periódicos de la mañana. Te he escrito para pedirte
    que no recibieras a nadie hasta que yo llegara. Habrá una investigación, por
    supuesto, pero no debes verte mezclado en ella. En París, cosas como ésa
    ponen de moda a un hombre. Pero en Londres la gente tiene muchos
    prejuicios. Aquí es impensable debutar con un escándalo. Eso hay que
    reservarlo para dar interés a la vejez. Imagino que en el teatro no saben cómo
    te llamas. Si es así no hay ningún problema. ¿Te vio alguien dirigirte hacia su
    camerino? Eso es importante.
    Dorian tardó unos instantes en contestar. Estaba aturdido por el horror.
    –¿Has hablado de una investigación? –tartamudeó finalmente con voz
    ahogada–. ¿Qué quieres decir con eso? ¿Acaso Sibyl… ? ¡Es superior a mis
    fuerzas, Harry! Pero habla pronto. Cuéntamelo todo inmediatamente.
    –Estoy convencido de que no ha sido un accidente, aunque hay que
    conseguir qué la opinión pública lo vea de esa manera. Parece que cuando
    salía del teatro con su madre, alrededor de las doce y media más o menos, dijo
    que había olvidado algo en el piso de arriba. Esperaron algún tiempo por ella,
    pero no regresó. Finalmente la encontraron muerta, tumbada en el suelo de su
    camerino. Había tragado algo por equivocación, alguna cosa terrible que usan
    en los teatros. No sé qué era, pero tenía ácido prúsico o carbonato de plomo.
    Imagino que era ácido prúsico, porque parece haber muerto instantáneamente.
    –¡Qué cosa tan atroz, Harry! –exclamó el muchacho.
    –Sí, verdaderamente trágica, desde luego, pero tú no debes verte mezclado
    en ello. He visto en el Standard que tenía diecisiete años. Yo la hubiera creído
    aún más joven. ¡Tenía tal aspecto de niña y parecía una actriz con tan poca
    experiencia! Dorian, no debes permitir que este asunto te altere los nervios.
    Cenarás conmigo y luego nos pasaremos por la ópera. Esta noche canta la Patti
    y estará allí todo el mundo. Puedes venir al palco de mi hermana. Irá con unas
    amigas muy elegantes.
    –De manera que he asesinado a Sibyl Vane –dijo Dorian Gray, hablando a
    medias consigo mismo–; como si le hubiera cortado el cuello con un cuchillo.
    Pero no por ello las rosas son menos hermosas. Ni los pájaros cantan con
    menos alegría en mi jardín. Y esta noche cenaré contigo, y luego iremos a la
    ópera y supongo que acabaremos la velada en algún otro sitio. ¡Qué
    extraordinariamente dramática es la vida! Si todo esto lo hubiera leído en un
    libro, Harry, creo que me habría hecho llorar. Sin embargo, ahora que ha
    sucedido de verdad, y que me ha sucedido a mí, parece demasiado prodigioso
    para derramar lágrimas. Aquí está la primera carta de amor apasionada que he
    escrito en mi vida. Es bien extraño que mi primera carta de amor esté dirigida
    a una muchacha muerta. ¿Tienen sentimientos, me pregunto, esos blancos
    seres silenciosos a los que llamamos los muertos? ¿Puede Sibyl sentir,
    entender o escuchar? ¡Ah, Harry, cómo la amaba hace muy poco! Pero ahora
    me parece que han pasado años. Lo era todo para mí. Luego llegó aquella
    noche horrible, ¿ayer?, en la que actuó tan espantosamente mal y en la que
    casi se me rompió el corazón. Me lo explicó todo. Era terriblemente patético.
    Pero no me conmovió en lo más mínimo. Me pareció una persona superficial.
    Aunque luego ha sucedido algo que me ha dado miedo. No puedo decirte qué,
    pero ha sido terrible. Y decidí volver con Sibyl. Comprendí que me había
    portado mal con ella. Y ahora está muerta. ¡Dios del cielo, Harry! ¿Qué voy a
    hacer? No sabes en qué peligro me encuentro, y no hay nada que pueda
    mantenerme en el camino recto. Sibyl lo hubiera conseguido. No tenía derecho
    a quitarse la vida. Se ha portado de una manera muy egoísta.






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    Oscar Wilde ( 1854/1900) - Página 2 Empty Re: Oscar Wilde ( 1854/1900)

    Mensaje por Maria Lua Ayer a las 14:53

    ***

    –Mi querido Dorian –respondió lord Henry, sacando un cigarrillo de la
    pitillera y luego un estuche para cerillas con baño de oro–, la única manera de
    que una mujer reforme a un hombre es aburriéndolo tan completamente que
    pierda todo interés por la vida. Si te hubieras casado con esa chica, habrías
    sido muy desgraciado. Por supuesto la hubieras tratado amablemente. Siempre
    se puede ser amable con las personas que no nos importan nada. Pero habría
    descubierto enseguida que sólo sentías indiferencia por ella. Y cuando una
    mujer descubre eso de su marido, o empieza a vestirse muy mal o lleva
    sombreros muy elegantes que tiene que pagar el marido de otra mujer. Y no
    hablo del faux pas social, que habría sido lamentable, y que, por supuesto, yo
    no hubiera permitido, pero te aseguro que, de todos modos, el asunto habría
    sido un fracaso de principio a fin.
    –Imagino que sí –murmuró el muchacho, paseando por la habitación,
    horriblemente pálido–. Pero pensaba que era mi deber. No es culpa mía que
    esta espantosa tragedia me impida actuar correctamente. Recuerdo que en una
    ocasión dijiste que existe una fatalidad ligada a las buenas resoluciones, y es
    que siempre se hacen demasiado tarde. Las mías desde luego.
    –Las buenas resoluciones son intentos inútiles de modificar leyes
    científicas. No tienen otro origen que la vanidad. Y el resultado es
    absolutamente nulo. De cuando en cuando nos proporcionan algunas de esas
    suntuosas emociones estériles que tienen cierto encanto para los débiles. Eso
    es lo mejor que se puede decir de ellas. Son cheques que hay que cobrar en
    una cuenta sin fondos.
    –Harry –exclamó Dorian Gray, acercándose y sentándose a su lado–, ¿por
    qué no siento esta tragedia con la intensidad que quisiera? No creo que me
    falte corazón. ¿Qué opinas tú?
    –Has hecho demasiadas tonterías durante los últimos quince días para que
    se te pueda acusar de eso, Dorian –respondió lord Henry, con su dulce sonrisa
    melancólica.
    El muchacho frunció el ceño.
    –No me gusta esa explicación, Harry –replicó–, pero me alegra que no me
    juzgues sin corazón. No es verdad. Sé que lo tengo. Y sin embargo he de
    reconocer que lo que ha sucedido no me afecta como debiera. Me parece
    sencillamente un final estupendo para una obra maravillosa. Tiene la belleza
    terrible de una tragedia griega, una tragedia en la que he tenido un papel muy
    destacado, pero que no me ha dejado heridas.
    –Es un caso interesante –dijo lord Henry, que encontraba un placer sutil
    enjugar con el egoísmo inconsciente de su joven amigo–; un caso sumamente
    interesante. Creo que la verdadera explicación es ésta: sucede con frecuencia
    que las tragedias reales de la vida ocurren de una manera tan poco artística que
    nos hieren por lo crudo de su violencia, por su absoluta incoherencia, su
    absurda ausencia de significado, su completa falta de estilo. Nos afectan como
    lo hace la vulgaridad. Sólo nos producen una impresión de fuerza bruta, y nos
    rebelamos contra eso. A veces, sin embargo, cruza nuestras vidas una tragedia
    que posee elementos de belleza artística. Si esos elementos de belleza son
    reales, todo el conjunto apela a nuestro sentido del efecto dramático. De
    repente descubrimos que ya no somos los actores, sino los espectadores de la
    obra. O que somos más bien las dos cosas. Nos observamos, y el mero
    asombro del espectáculo nos seduce. En el caso presente, ¿qué es lo que ha
    sucedido en realidad? Alguien se ha matado por amor tuyo. Me gustaría haber
    tenido alguna vez una experiencia semejante. Me hubiera hecho enamorarme
    del amor para el resto de mi vida. Las personas que me han adorado (no han
    sido muchas, pero sí algunas), siempre han insistido en seguir viviendo
    después de que yo dejase de quererlas y ellas dejaran de quererme a mí. Se han
    vuelto corpulentas y tediosas, y cuando me encuentro con ellas se lanzan
    inmediatamente a los recuerdos. ¡Ah, esa terrible memoria de las mujeres!
    ¡Qué cosa más espantosa! ¡Y qué total estancamiento intelectual revela! Se
    deben absorberlos colores de la vida, pero nunca recordar los detalles. Los
    detalles siempre son vulgares.
    –He de sembrar amapolas en el jardín –suspiró Dorian.

    –No hace falta –replicó su amigo–. La vida siempre distribuye amapolas a
    manos llenas. Por supuesto, de cuando en cuando las cosas se alargan. En una
    ocasión no llevé más que violetas durante toda una temporada, a manera de
    luto artístico por una historia de amor que no acababa de morir. A la larga,
    terminó por hacerlo. No recuerdo ya qué fue lo que la mató. Probablemente, su
    propuesta de sacrificar por mí el mundo entero. Ése es siempre un momento
    terrible. Le llena a uno con el terror de la eternidad. Pues bien, ¿querrás
    creerlo?, la semana pasada, en casa de lady Hampshire, me encontré cenando
    junto a la dama de quien te hablo, e insistió en revisar toda la historia, en
    desenterrar el pasado y en remover el futuro. Yo había sepultado mi amor bajo
    un lecho de asfódelos. Ella lo sacó de nuevo a la luz, asegurándome que había
    destrozado su vida. Me veo obligado a señalar que procedió a devorar una
    cena copiosísima, de manera que no sentí la menor ansiedad. Pero, ¡qué falta
    de buen gusto la suya! El único encanto del pasado es que es el pasado. Pero
    las mujeres nunca se enteran de que ha caído el telón. Siempre quieren un
    sexto acto, y tan pronto como la obra pierde interés, sugieren continuarla. Si se
    las dejara salirse con la suya, todas las comedias tendrían un final trágico, y
    todas las tragedias culminarían en farsa. Son encantadoramente artificiales,
    pero carecen de sentido artístico. Tú has tenido más suerte que yo. Te aseguro
    que ninguna de las mujeres que he conocido hubiera hecho por mí lo que Sibyl
    Vane ha hecho por ti. Las mujeres ordinarias se consuelan siempre. Algunas se
    lanzan a los colores sentimentales. Nunca te fíes de una mujer que se viste de
    malva, cualquiera que sea su edad, o de una mujer de más de treinta y cinco
    aficionada a las cintas de color rosa. Eso siempre quiere decir que tienen un
    pasado. Otras se consuelan descubriendo de repente las excelentes cualidades
    de sus maridos. Hacen ostentación en tus narices de su felicidad conyugal,
    como si fuera el más fascinante de los pecados. Algunas se consuelan con la
    religión, cuyos misterios tienen todo el encanto de un coqueteo, según me dijo
    una mujer en cierta ocasión; y lo comprendo perfectamente. Además, nada le
    hace a uno tan vanidoso como que lo acusen de pecador. La conciencia nos
    vuelve egoístas a todos. Sí; son innumerables los consuelos que las mujeres
    encuentran en la vida moderna. Y, de hecho, no he mencionado aún el más
    importante.
    –¿Cuál es, Harry? –preguntó el muchacho distraídamente.
    –Oh, el consuelo más evidente. El que consiste en apoderarse del
    admirador de otra cuando se pierde al propio. En la buena sociedad eso
    siempre rehabilita a una mujer. Pero, realmente, Dorian, ¡qué diferente debía
    de ser Sibyl Vane de las mujeres que conocemos de ordinario! Hay algo que
    me parece muy hermoso acerca de su muerte. Me alegro de vivir en un siglo
    en el que ocurren tales maravillas. Le hacen creer a uno en la realidad de cosas
    con las que todos jugamos, como romanticismo, pasión y amor.
    –Yo he sido horriblemente cruel con ella. Lo estás olvidando.
    –Mucho me temo que las mujeres aprecian la crueldad, la crueldad pura y
    simple, más que ninguna otra cosa. Tienen instintos maravillosamente
    primitivos. Las hemos emancipado, pero siguen siendo esclavas en busca de
    dueño. Les encanta que las dominen. Estoy seguro de que estuviste
    espléndido. No te he visto nunca enfadado de verdad, aunque me imagino el
    aspecto tan delicioso que tenías. Y, después de todo, anteayer me dijiste algo
    que me pareció entonces puramente caprichoso, pero que ahora considero
    absolutamente cierto y que encierra la clave de todo lo sucedido.









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    Oscar Wilde ( 1854/1900) - Página 2 Empty Re: Oscar Wilde ( 1854/1900)

    Mensaje por Maria Lua Ayer a las 14:55

    ***

    .
    –¿Qué fue eso, Harry?
    –Me dijiste que para ti Sibyl Vane representaba a todas las heroínas
    novelescas; que una noche era Desdémona y otra Julieta; que si moría como
    Julieta, volvía a la vida como Imogen.
    –Nunca resucitará ya –murmuró el muchacho, escondiendo la cara entre
    las manos.
    –No, nunca más. Ha interpretado su último papel. Pero debes pensar en esa
    muerte solitaria en un camerino de oropel como un extraño pasaje
    espeluznante de una tragedia jacobea, como una maravillosa escena de
    Webster, de Ford, o de Cyril Tourneur. Esa muchacha nunca ha vivido
    realmente, de manera que tampoco ha muerto de verdad. Para ti, al menos,
    siempre ha sido un sueño, un fantasma que revoloteaba por las obras de
    Shakespeare y las hacía más encantadoras con su presencia, un caramillo con
    el que la música de Shakespeare sonaba mejor y más alegre. En el momento
    en que tocó la vida real, desapareció el encanto, la vida la echó a perder, y
    Sibyl murió. Lleva duelo por Ofelia, si quieres. Cúbrete la cabeza con cenizas
    porque Cordelia ha sido estrangulada. Clama contra el cielo porque ha muerto
    la hija de Brabantio. Pero no malgastes tus lágrimas por Sibyl Vane. Era
    menos real que todas ellas.
    Hubo un momento de silencio. La tarde se oscurecía en la biblioteca.
    Mudas, y con pies de plata, las sombras del jardín entraron en la casa. Los
    colores desaparecieron cansadamente de los objetos.
    Después de algún tiempo Dorian Gray alzó los ojos.
    –Me has explicado a mí mismo, Harry –murmuró, con algo parecido a un
    suspiro de alivio–. Aunque sentía lo que has dicho, me daba miedo, y no era
    capaz de decírmelo. ¡Qué bien me conoces! Pero no vamos a hablar más de lo
    sucedido. Ha sido una experiencia maravillosa. Eso es todo. Me pregunto si la
    vida aún me reserva alguna otra cosa tan extraordinaria.
    –La vida te lo reserva todo, Dorian. No hay nada que no seas capaz de
    hacer, con tu maravillosa belleza.
    –Pero supongamos, Harry, que me volviera ojeroso y viejo y me llenara de
    arrugas. ¿Qué sucedería entonces?
    –Ah –dijo lord Henry, poniéndose en pie para marcharse–, en ese caso, mi
    querido Dorian, tendrías que luchar por tus victorias. De momento, se te
    arrojan a los pies. No; tienes que seguir siendo como eres. Vivimos en una
    época que lee demasiado para ser sabia y que piensa demasiado para ser
    hermosa. No podemos pasarnos sin ti. Y ahora más vale que te vistas y
    vayamos en coche al club. Ya nos hemos retrasado bastante.
    –Creo que me reuniré contigo en la ópera. Estoy demasiado cansado para
    comer nada. ¿Cuál es el número del palco de tu hermana?
    –Veintisiete, me parece. Está en el primer piso. Encontrarás su nombre en
    la puerta. Pero lamento que no cenes conmigo.
    –No me siento capaz –dijo Dorian distraídamente–, aunque te estoy
    terriblemente agradecido por todo lo que me has dicho. Eres sin duda mi mejor
    amigo. Nadie me ha entendido nunca como tú.
    –Sólo estamos al comienzo de nuestra amistad –respondió lord Henry,
    estrechándole la mano–. Hasta luego. Te veré antes de las nueve y media,
    espero. No te olvides de que canta la Patti.
    Cuando se cerró la puerta de la biblioteca, Dorian Gray tocó la campanilla
    y pocos minutos después apareció Víctor con las lámparas y bajó los estores.
    Dorian esperó con impaciencia a que se fuera. Tuvo la impresión de que
    tardaba un tiempo infinito en cada gesto.
    Tan pronto como se hubo marchado, corrió hacia el biombo, retirándolo.
    No; no se había producido ningún nuevo cambio. El retrato había recibido
    antes que él la noticia de la muerte de Sibyl. Era consciente de los sucesos de
    la vida a medida que se producían. La disoluta crueldad que desfiguraba las
    delicadas líneas de la boca había aparecido, sin duda, en el momento mismo
    en que la muchacha bebió el veneno, fuera el que fuese. ¿O era indiferente a
    los resultados? ¿Simplemente se enteraba de lo que sucedía en el interior del
    alma? No sabría decirlo, pero no perdía la esperanza de que algún día pudiera
    ver cómo el cambio tenía lugar delante de sus ojos, estremeciéndose al tiempo
    que lo deseaba.
    ¡Pobre Sibyl! ¡Qué romántico había sido todo! ¡Cuántas veces había
    fingido en el escenario la muerte que había terminado por tocarla, llevándosela
    consigo! ¿Cómo habría interpretado aquella última y terrible escena? ¿Lo
    habría maldecido mientras moría? No; había muerto de amor por él, y el amor
    sería su sacramento a partir de entonces. Sibyl lo había expiado todo con el
    sacrificio de su vida. No pensaría más en lo que le había hecho sufrir, en
    aquella horrible noche en el teatro. Cuando pensara en ella, la vería como una
    maravillosa figura trágica enviada al escenario del mundo para mostrar la
    suprema realidad del amor. ¿Una maravillosa figura trágica? Los ojos se le
    llenaron de lágrimas al recordar su aspecto infantil, su atractiva y fantasiosa
    manera de ser y su tímida gracia palpitante. Apartó apresuradamente aquellos
    recuerdos y volvió a mirar el cuadro.
    Comprendió que había llegado de verdad el momento de elegir. ¿O acaso
    la elección ya estaba hecha? Sí; la vida había decidido por él; la vida y su
    infinita curiosidad personal sobre la vida. Eterna juventud, pasión infinita,
    sutiles y secretos placeres, violentas alegrías y pecados aún más violentos; no
    quería prescindir de nada. El retrato cargaría con el peso de la vergüenza; eso
    era todo.
    Un sentimiento de dolor le invadió al pensar en la profanación que
    aguardaba al hermoso rostro del retrato. En una ocasión, en adolescente burla
    de Narciso, había besado, o fingido besar, aquellos labios pintados que ahora
    le sonreían tan cruelmente. Día tras día había permanecido delante del retrato,
    maravillándose de su belleza, casi –le parecía a veces– enamorado de él.
    ¿Cambiaría ahora cada vez que cediera a algún capricho? ¿Iba a convertirse en
    un objeto monstruoso y repugnante, que habría de esconderse en una
    habitación cerrada con llave, lejos de la luz del sol que con tanta frecuencia
    había convertido en oro deslumbrante la ondulada maravilla de sus cabellos?
    ¡Qué perspectiva tan terrible!
    Por un momento pensó en rezar para que cesara la espantosa comunión que
    existía entre el cuadro y él. El cambio se había producido en respuesta a una
    plegaria; quizás en respuesta a otra volviese a quedar inalterable. Y, sin
    embargo, ¿quién, que supiera algo sobre la Vida, renunciaría al privilegio de
    permanecer siempre joven, por fantástica que esa posibilidad pudiera ser o por
    fatídicas que resultaran las consecuencias? Además, ¿estaba realmente en su
    mano controlarlo? ¿Había sido una oración la causa del cambio? ¿Podía existir
    quizá alguna razón científica? Si el pensamiento influía sobre un organismo
    vivo, ¿no cabía también que ejerciera esa influencia sobre cosas muertas e
    inorgánicas? Más aún, ¿no era posible que, sin pensamientos ni deseos
    conscientes, cosas externas a nosotros vibraran en unión con nuestros estados
    de ánimo y pasiones, átomo llamando a átomo en un secreto amor de extraña
    afinidad? Pero poco importaba la razón. Nunca volvería a tentar con una
    plegaria a ningún terrible poder. Si el retrato tenía que cambiar, cambiaría. Eso
    era todo. ¿Qué necesidad había de profundizar más?
    Porque sería un verdadero placer examinar el retrato. Podría así penetrar
    hasta en los repliegues más secretos de su alma. El retrato se convertiría en el
    más mágico de los espejos. De la misma manera que le había descubierto su
    cuerpo, también le revelaría el alma. Y cuando a ese alma le llegara el
    invierno, él permanecería aún en donde la primavera tiembla, a punto de
    convertirse en verano. Cuando la sangre desapareciera de su rostro, para dejar
    una pálida máscara de yeso con ojos de plomo, él conservaría el atractivo de la
    adolescencia. Ni un átomo de su belleza se marchitaría nunca. Jamás se
    debilitaría el ritmo de su vida. Como los dioses de los griegos, sería siempre
    fuerte, veloz y alegre. ¿Qué importaba lo que le sucediera a la imagen
    coloreada del lienzo? Él estaría a salvo. Eso era lo único que importaba.
    Volvió a colocar el biombo en su posición anterior, delante del retrato,
    sonriendo al hacerlo, y entró en el dormitorio, donde ya le esperaba su ayuda
    de cámara. Una hora después se encontraba en la ópera, y lord Henry se
    inclinaba sobre su silla.








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    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





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