Aires de Libertad

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    Mensaje por Maria Lua 08.11.24 19:30

    Lazos de familia



    La mujer y la madre se acomodaron finalmente en el taxi que las llevaría a la
    estación. La madre contaba y recontaba las dos maletas intentando convencerse de
    que ambas estaban en el taxi. La hija, con sus ojos oscuros a los que un ligero
    estrabismo daba un continuado brillo de burla y frialdad, la observaba.
    —¿No me he olvidado de nada? —preguntaba la madre, por tercera vez.
    —No, no te has olvidado de nada —repetía la hija divertida, con paciencia.
    Todavía estaba bajo la impresión de la escena medio cómica entre su madre y
    su marido en la hora de la despedida. Durante las dos semanas de visita de la
    anciana, los dos apenas si se habían soportado; los buenos días y las buenas
    tardes sonaban en cada oportunidad con una delicadeza cautelosa que le
    provocaba risa. Pero he ahí que en la hora de la despedida, antes de entrar en el
    taxi, la madre se había transformado en suegra ejemplar y el marido se tornaba en
    buen yerno. «Perdone alguna palabra mal dicha», había dicho la anciana señora, y
    Catalina, con algo de alegría, vio a Antonio, sin saber qué hacer con las maletas
    en las manos, tartamudear preocupado por ser el buen yerno. «Si me río, ellos van
    a pensar que estoy loca», había pensado Catalina frunciendo las cejas. «Quien
    casa a un hijo pierde un hijo, quien casa a una hija gana otro hijo», aseguró la
    madre, y Antonio había aprovechado la gripe para toser. Catalina, de pie,
    observaba maliciosamente al marido, cuya serenidad se había desvanecido para
    dar paso a un hombre moreno y menudo, forzado a ser el hijo de aquella mujercita
    grisácea… Fue entonces cuando el deseo de reír se tomó más fuerte. Felizmente,
    nunca necesitaba de verdad reírse cuando tenía deseos de hacerlo: sus ojos
    tomaban una expresión astuta y contenida, se tomaban más estrábicos, y la risa
    salía por los ojos, siempre dolía un poco ser capaz de reír. Pero no podía
    impedirlo: desde pequeña había reído por los ojos, desde siempre había sido
    estrábica.
    —Vuelvo a decirte que el niño está delgado —dijo la madre resistiendo los
    saltos del automóvil. Y a pesar de que Antonio no estaba presente, ella usaba el
    mismo tono de desafío y acusación que empleaba delante de él. Tanto que una
    noche Antonio se había agitado: ¡No es por culpa mía, Severina! Él llamaba
    Severina a su suegra, ya que antes del casamiento habían proyectado ser suegra y
    yerno modernos. Enseguida de la primera visita de la madre al matrimonio, la
    palabra Severina se había tornado difícil en la boca del marido, y ahora,
    entonces, el hecho de llamarla por su nombre impedía que… Catalina los miraba
    y reía.
    —El chico siempre fue delgado, mamá —le respondió.
    El taxi avanzaba, monótono.
    —Delgado y nervioso —agregó la señora con decisión.
    —Delgado y nervioso —asintió Catalina con paciencia.
    Era un niño nervioso, distraído. Durante la visita de la abuela se tomaba aún
    más distante, durmiendo mal, perturbado por las caricias excesivas y por los
    pellizcos de amor de la abuela. Antonio, que nunca se preocupaba especialmente
    por la sensibilidad del hijo, había pasado a hacer indirectas a la suegra, «a
    proteger a una criatura»…
    —No me olvidé de nada… —recomenzó la madre, cuando una súbita frenada
    del auto las arrojó una contra la otra e hizo caer las maletas—. ¡Ay! ¡Ay! —
    exclamó la madre como ante un desastre irremediable, ¡ay!, decía meneando la
    cabeza sorprendida, de repente envejecida y pobre. ¿Y Catalina?








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    CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA) - Página 33 Empty Re: CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA)

    Mensaje por Maria Lua 10.11.24 14:09

    ***



    Catalina miraba a la madre, y la madre miraba a la hija, ¿y también a Catalina
    le había sucedido un desastre? Sus ojos parpadearon sorprendidos, ella
    acomodaba deprisa las maletas, la bolsa, procurando remediar el desastre lo más
    rápidamente posible. Porque, de hecho, había sucedido algo, sería inútil
    esconderlo: Catalina había sido lanzada contra Severina, en una intimidad física
    hace mucho tiempo olvidada, y venida del tiempo en que se tiene padre y madre.
    A pesar de que realmente nunca se habían abrazado o besado. Con el padre sí,
    porque Catalina siempre había sido amiga de él. Cuando la madre les llenaba los
    platos obligándolos a comer demasiado, los dos se miraban guiñándose el ojo en
    complicidad y la madre ni lo notaba. Pero después del choque en el taxi y después
    de acomodarse, no tenían de qué hablar, ¿por qué no llegarían enseguida a la
    estación?
    —¿No me olvidé de nada? —preguntó la madre con voz resignada.
    Catalina ya no quería mirarla ni responderle.
    —¡Toma tus guantes! —le dijo, recogiéndolos del suelo.
    —¡Ah!, ¡ah!, ¡mis guantes! —exclamaba la madre, perpleja.
    Sólo se miraron realmente cuando las maletas fueron dispuestas en el tren,
    después del intercambio de besos: la cabeza de la madre apareció en la
    ventanilla.
    Entonces Catalina vio que su madre estaba envejecida y que tenía los ojos
    brillantes.


    El tren no partía y ambas esperaban sin tener nada que decirse. La madre sacó
    el espejo de la bolsa y se miró el sombrero nuevo, comprado en el mismo
    sombrerero de la hija. Se miraba adoptando un aire excesivamente severo en el
    que no faltaba una pizca de admiración por sí misma. La hija la miraba divertida.
    Nadie más puede amarte sino yo, pensó la mujer riendo por los ojos; y el peso de
    la responsabilidad llevó a su boca un gusto a sangre. Como si «madre e hija»
    fuesen vida y repugnancia. Su madre le dolía, eso sí. La anciana había guardado
    el espejo en su bolsa, y la miraba sonriendo. El rostro desgastado y todavía
    bastante astuto parecía esforzarse por dar a los otros alguna impresión de la que
    el sombrero formaba parte. La campanilla de la estación sonó de repente, hubo un
    movimiento general de ansiedad, varias personas corrieron pensando que el tren
    partía ya: ¡Mamá!, dijo la mujer. ¡Catalina!, dijo la anciana. Ambas se miraban
    asustadas, la maleta sobre la cabeza del maletero les interrumpió la visión y un
    joven que iba corriendo al pasar se tomó del brazo de Catalina, torciéndole el
    cuello del vestido. Cuando pudieron verse de nuevo, Catalina estaba bajo la
    inminencia de tener que escuchar la pregunta sobre si no había olvidado nada…
    —¿No me olvidé de nada? —preguntó la madre.
    También a Catalina le parecía que habían olvidado algo, y ambas se miraron
    atónitas, porque si realmente algo habían olvidado, ahora ya era demasiado tarde.
    Una mujer arrastraba a una criatura, y la criatura lloraba; nuevamente sonó la
    campanilla de la estación… Mamá, dijo la mujer. ¿Qué cosa habían olvidado
    decirse una a la otra?, y ahora ya era demasiado tarde. Le parecía que un día
    debían haberse dicho así: Soy tu madre, Catalina. Y ella debería haber
    respondido: Y yo soy tu hija.
    —¡No vayas a pescar una corriente de aire! —gritó Catalina.
    —¡Pero, muchacha, no soy una criatura! —dijo su madre sin por eso dejar de
    preocuparse de su propia apariencia. La mano pecosa, un poco trémula,
    acomodaba con delicadeza el ala del sombrero, y Catalina tuvo súbitamente el
    deseo de preguntarle si había sido feliz con su padre:
    —¡Dale recuerdos a la tía! —gritó.
    —¡Sí, sí!
    —Mamá —dijo Catalina, porque un largo silbato se había escuchado, y en
    medio del humo las ruedas ya se ponían en movimiento.
    —¡Catalina! —dijo la madre con la boca abierta y los ojos espantados, y a la
    primera sacudida la hija vio que se llevaba las manos al sombrero: éste se le
    había caído hasta la nariz, dejando fuera apenas la nueva dentadura. El tren ya
    marchaba y Catalina hacía señas. El rostro de la madre desapareció un instante y
    reapareció ya sin sombrero, el moño deshecho cayendo en mechas blancas sobre
    los hombros como los de una doncella —el rostro estaba inclinado sin sonreír, tal
    vez sin mirar siquiera a la hija distante.








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    Mensaje por Maria Lua 13.11.24 13:10

    ***



    En medio del humo Catalina comenzó a caminar de regreso, las cejas
    fruncidas, y en los ojos la malicia de los estrábicos. Sin la compañía de la madre,
    había recuperado el modo de caminar: sola, le era más fácil. Algunos hombres la
    miraban, ella era dulce, un poco pesada de cuerpo. Caminaba serena, moderna en
    el vestir, los cabellos cortos teñidos de color caoba. Y de tal manera estaban
    dispuestas las cosas que el amor doloroso le pareció la felicidad: todo estaba tan
    vivo y tierno a su alrededor, la calle sucia, los viejos tranvías, las cáscaras de
    naranja, la fuerza fluía y refluía en su corazón con pesada riqueza. Estaba muy
    bonita en ese momento, tan elegante; integrada en su época y en la ciudad en
    donde nació como si la hubiese elegido. En los ojos bizcos cualquier persona
    adivinaría el gusto que tenía esa mujer por las cosas del mundo. Miraba a las
    personas con insistencia, procurando fijar en aquellas figuras mutables su placer
    todavía húmedo de lágrimas por la madre. Se desvió de los coches, consiguió
    aproximarse al autobús burlando la fila, mirando irónicamente; nada impediría
    que esa pequeña mujer que andaba bamboleando los muslos subiese otro peldaño
    misterioso en sus días.




    El ascensor zumbaba en el calor de la playa. Abrió la puerta del apartamento
    mientras se liberaba del pequeño sombrero con la otra mano; parecía dispuesta a
    usufructuar la amplitud del mundo entero, camino abierto por su madre que le
    ardía en el pecho. Antonio apenas levantó los ojos del libro. La tarde del sábado
    siempre había sido «suya» y, enseguida tras la partida de Severina, él la retomaba
    con placer, junto al pequeño escritorio.
    —¿«Ella» se fue?
    —Se fue, sí —respondió Catalina empujando la puerta de la habitación del
    hijo. ¡Ah, sí!, allí estaba el niño, pensó con súbito alivio. Su hijo. Delgado y
    nervioso. Desde que se pusiera de pie había caminado con firmeza; pero casi a
    los cuatro años hablaba como si desconociera los verbos: verificaba las cosas
    con frialdad, sin ligarlas entre sí. La mujer sentía un calorcillo agradable y le
    gustaría poder sujetar al niño para siempre a este momento; le quitó la toalla de
    las manos en un acto de censura, ¡este chico! Pero el niño miraba hacia el aire,
    indiferente, comunicándose consigo mismo. Siempre estaba distraído. Nadie
    había conseguido todavía llamarle verdaderamente la atención. La madre sacudía
    la toalla en el aire y de esta manera impedía la visión de la habitación: Mamá,
    dijo el chico. Catalina se volvió rápida.









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    CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA) - Página 33 Empty Re: CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA)

    Mensaje por Maria Lua 14.11.24 17:29

    ***

    Era la primera vez que él decía «mamá»
    en ese tono y sin pedir nada. Había algo más que una comprobación: ¡mamá! La
    mujer continuó sacudiendo la toalla con violencia y se preguntó a quién podría
    contarle lo que había sucedido, pero no encontró a nadie que entendiera lo que
    ella no podía explicar. Desarrugó la toalla vigorosamente antes de colgarla a
    secar. Tal vez pudiese contarlo, si cambiaba de forma al hecho. Contaría que el
    hijo había dicho: Mamá, ¿quién es Dios? No, tal vez: Mamá, ¿niño quiere decir
    Dios? Tal vez. La verdad sólo cabría en símbolos, sólo en símbolos la recibirían.
    Con los ojos sonriendo por su necesaria mentira, y sobre todo de la próxima
    tontería, huyendo de Severina, inesperadamente la mujer rió francamente para el
    niño, no sólo con los ojos: todo el cuerpo rió, quebrado, quebrado, quebrado el
    caparazón, apareciendo una aspereza casi como una ronquera. Fea, dijo entonces
    el niño, examinándola.
    —¡Vamos a pasear! —respondió ruborizándose y tomándolo de la mano.
    Pasó por la sala, sin detenerse avisó al marido: ¡Vamos a salir! Y golpeó la
    puerta del apartamento.


    Antonio apenas tuvo tiempo de elevar los ojos del libro, y con sorpresa vio la
    sala vacía. ¡Catalina!, llamó, pero ya se escuchaba el ruido del ascensor
    descendiendo. ¿Adónde han ido?, se preguntó inquieto, tosiendo y sonándose la
    nariz. Porque el sábado era suyo, pero él quería que su mujer y su hijo estuvieran
    en casa mientras él se tomaba su sábado. ¡Catalina!, llamó fastidiado aunque
    supiera que ella ya no podría escucharlo. Se levantó, fue hasta la ventana y un
    segundo después vio a su mujer y a su hijo en la calle.
    Los dos se habían detenido, la mujer decidiendo quizás el camino a seguir. Y
    de súbito poniéndose en marcha.
    ¿Por qué ella caminaba tan fuerte, llevando al niño de la mano?, por la
    ventana veía a su mujer agarrando con fuerza la mano del pequeño y caminando
    rápido, con los ojos fijos adelante; y aun sin verlo, el hombre adivinaba su boca
    endurecida. El niño, no se sabía por qué oscura comprensión, también miraba fijo
    hacia delante, sorprendido e ingenuo. Vistas desde arriba, las dos figuras perdían
    la perspectiva familiar, parecían achatadas en el suelo y más oscuras a la luz del
    mar. Los cabellos del chico volaban…






    continuará


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    CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA) - Página 33 Empty Re: CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA)

    Mensaje por Maria Lua 15.11.24 13:16

    ***

    El marido se repitió la pregunta que, aun bajo su inocencia de frase cotidiana,
    lo inquietó: ¿adónde van? Preocupado veía a su mujer guiando a la criatura y
    temía que en ese momento en que ambos estaban fuera de su alcance ella
    transmitiese a su hijo… pero ¿qué? «Catalina», pensó, «Catalina, ¡esta criatura
    aún es inocente!». En qué momento la madre, apretando a su criatura, le daba esta
    prisión de amor que se abatiría para siempre sobre el futuro hombre. Más tarde su
    hijo, ya hombre, solo, estaría de pie frente a esta misma ventana, golpeando los
    dedos sobre los vidrios; preso. Obligado a responder a un muerto. Quién sabría
    jamás en qué momento la madre transferiría al hijo la herencia. Y con qué
    sombrío placer. Ahora madre e hijo comprendiéndose dentro del misterio
    compartido. Después nadie podría saber de qué negras raíces se alimentaba la
    libertad de un hombre, «¡Catalina!», pensó colérico, «¡el niño es inocente!». Pero
    ya habían desaparecido en la playa. El misterio compartido.


    «Pero ¿y yo?, ¿y yo?», se preguntó asustado. Los dos se habían ido, solos. Y
    él se había quedado. «Con su sábado». Y su gripe. En el apartamento ordenado,
    donde «todo marchaba bien…». ¿Quién sabría si su mujer estaba huyendo con el
    hijo de la sala de la luz bien regulada, de los muebles bien elegidos, y de las
    cortinas y de los cuadros? Eso es lo que él le había dado. Apartamento de un
    ingeniero. Y sabía que, si la mujer se aprovechaba de la situación de un marido
    joven y lleno de futuro, también lo despreciaba, con aquellos ojos atontados,
    huyendo con su hijo nervioso y delgado. El hombre se inquietó. Porque no podría
    continuar dándole sino un éxito mayor. Y porque sabía que ella lo ayudaría a
    conseguirlo y odiaría lo que consiguieran. Así era esa tranquila mujer de treinta y
    dos años que nunca hablaba verdaderamente, como si hubiese vivido siempre. Las
    relaciones entre ambos eran muy tranquilas. A veces él procuraba humillarla, y
    entraba en la habitación mientras ella se cambiaba de ropa porque sabía que ella
    detestaba que la vieran desnuda. ¿Por qué necesitaba humillarla?; sin embargo, él
    sabía bien que ella sólo sería de un hombre mientras fuese orgullosa. Pero se
    había habituado a tomarla femenina de esta manera; la humillaba con ternura, y ya
    ella sonreía, ¿sin rencor?



    Tal vez de todo eso hubiesen nacido sus relaciones
    pacíficas, y aquellas conversaciones en voz tranquila que formaban la atmósfera
    de hogar para la criatura. ¿O ésta se irritaba a veces? A veces el niño se irritaba,
    pataleaba, gritaba bajo el efecto de las pesadillas. ¿De dónde había nacido esta
    criaturita vibrante, sino de lo que su mujer y él habían cortado de la vida diaria?
    Vivían tan tranquilos que, si se aproximaba un momento de alegría, ellos se
    miraban rápidamente, casi irónicos, y los ojos de ambos decían: no vamos a
    gastarlo, no vamos a usarlo ridículamente. Como si hubiesen vivido desde
    siempre.
    Pero él la había visto desde la ventana, la vio caminar deprisa, de la mano del
    hijo, y se había dicho: Ella está tomando el momento de alegría sola. Se había
    sentido frustrado porque desde hacía mucho no podía vivir sino con ella. Y ella
    conseguía tomar sus momentos, sola. Por ejemplo, ¿qué había hecho su mujer
    entre la salida del tren y su llegada al apartamento?, no sospechaba de ella, pero
    se inquietaba.


    La última luz de la tarde estaba pesada y se abatía con gravedad sobre los
    objetos. Las arenas restallaban secas. Todo el día había estado bajo la amenaza
    de irradiación. Que en ese momento, aunque sin restallar, se ensordecía cada vez
    más y zumbaba en el ascensor ininterrumpido del edificio. Cuando Catalina
    regresara, ellos cenarían alejando a las mariposas. El niño gritaría en su primer
    sueño, Catalina interrumpiría un momento la cena… ¡Y el ascensor no se
    detendría ni siquiera un instante! No, el ascensor no pararía ni un instante.
    —Después de cenar iremos al cine —resolvió el hombre. Porque después del
    cine sería finalmente la noche, y este día se quebraría con las olas en las rocas de
    Arpoador.




    FIN








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    CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA) - Página 33 Empty Re: CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA)

    Mensaje por Maria Lua 19.11.24 15:53

    El manifiesto de la ciudad




    ¿Por qué no intentar en este momento, que no es grave, mirar por la ventana? Éste
    es el puente. Éste el río. He ahí la Penitenciaría. Ahí está el reloj. Y Recife. Y el
    canal. ¿Dónde está la piedra que siento? La piedra que aplastó la ciudad. En la
    forma palpable de las cosas. Porque ésta es una ciudad realizada. Su último
    terremoto se pierde en la memoria. Extiendo la mano y sin tristeza rodeo de lejos
    la piedra. Algo aún se evade de la rosa de los vientos. Algo se endureció en la
    flecha de acero que indica el rumbo de: Otra Ciudad.
    Este momento no es grave. Aprovecho y miro por la ventana. He ahí una casa.
    Palpo tus escaleras, las que subí en Recife. Después, la pilastra corta. Estoy
    viéndolo todo extremadamente bien. Nada se me escapa. La ciudad trazada. Con
    qué ingeniosidad. Albañiles, carpinteros, ingenieros, escultores de santos,
    artesanos (éstos contaron con la muerte). Estoy viendo cada vez más claro: ésta es
    la casa, la mía, el puente, el río, la Penitenciaría, los bloques cuadrados de
    edificios, la escalera vacía, la piedra.
    Pero he ahí que surge un caballo. Es un caballo con cuatro patas y cascos
    duros de piedra, pescuezo potente, y cabeza de caballo. He ahí un caballo.
    Si ésta fue una palabra haciendo eco en el suelo duro, ¿cuál es tu sentido? Qué
    hueco es este corazón en el pecho de la ciudad. Busco, busco. Casas, aceras,
    escalones, monumento, poste, tu industria.
    Desde la más alta muralla, miro. Busco. Desde la más alta muralla no recibo
    ninguna señal. Desde aquí no veo, pues tu claridad es impenetrable. Desde aquí
    no veo, pero siento que algo está escrito con carbón en la pared. En una pared de
    esta ciudad.




    LA ROSA BLANCA


    Pétalo alto: qué extrema superficie. Catedral de vidrio, superficie de
    superficie, inalcanzable por la voz. En tu tallo dos voces, a la tercera, a la quinta
    y a la novena se unen, niños sabios abren sus bocas por la mañana y entonan
    espíritu, espíritu, superficie, espíritu, superficie intocable de una rosa.
    Extiendo la mano izquierda que es más delgada, mano oscura que luego recojo
    sonriendo de pudor. No te puedo tocar. Tu nuevo entendimiento de hielo y gloria
    mi rudo pensamiento quiere cantar.
    Intento acordarme en la memoria, entenderte como se ve la aurora, una silla,
    otra flor. No temas, no quiero poseerte. Me alzo en dirección a tu superficie que
    ya es perfume.
    Me elevo hasta alcanzar mi propia apariencia. Empalidezco en esa región
    asustada y fina, casi alcanzo tu superficie divina…
    En la caída ridícula las alas de un ángel rompí. No bajo la cabeza
    balbuceante: quiero al menos sufrir tu victoria con el sufrimiento angélico de tu
    armonía, de tu alegría. Pero me duele el corazón grosero como de amor por un
    hombre.
    Y de las manos tan grandes sale la palabra avergonzada.




    Es allí adonde voy




    Más allá de la oreja existe un sonido, en el extremo de la mirada un aspecto, en
    las puntas de los dedos un objeto: es allí adonde voy.
    En la punta del lápiz el trazo.
    Donde expira un pensamiento hay una idea, en el último suspiro de alegría
    otra alegría, en la punta de la espada la magia: es allí adonde voy.
    En la punta del pie el salto.
    Parece la historia de alguien que fue y no volvió: es allí adonde voy.
    ¿O no voy? Voy, sí. Y vuelvo para ver cómo están las cosas. Si continúan
    mágicas. ¿Realidad? Yo os espero. Es allí adonde voy.
    En la punta de la palabra está la palabra. Quiero usar la palabra «tertulia», y
    no sé dónde ni cuándo. Al borde de la tertulia está la familia. Al borde de la
    familia estoy yo. A la orilla de mí estoy yo. Es hacia mí adonde voy. Y de mí
    salgo para ver. ¿Ver qué? Ver lo que existe. Después de muerta es hacia la
    realidad adonde voy. Mientras tanto, lo que hay es un sueño. Sueño fatídico. Pero
    después, después todo es real. Y el alma libre busca un rincón para acomodarse.
    Soy un yo que anuncia. No sé sobre qué estoy hablando. Estoy hablando de nada.
    Yo soy nada. Después de muerta me agrandaré y me esparciré, y alguien dirá con
    amor mi nombre.
    Es hacia mi pobre nombre adonde voy.
    Y de allá vuelvo para llamar al nombre del ser amado y de los hijos. Ellos me
    responderán. Al fin tendré una respuesta. ¿Qué respuesta? La del amor. Amor: yo
    os amo tanto. Yo amo el amor. El amor es rojo. Los celos son verdes. Mis ojos
    son verdes. Pero son verdes tan oscuros que en las fotografías salen negros. Mi
    secreto es tener los ojos verdes y que nadie lo sepa.
    En el extremo de mí estoy yo. Yo, implorante, yo, la que necesita, la que pide,
    la que llora, la que se lamenta. Pero la que canta. La que dice palabras. ¿Palabras
    al viento? Qué importa, los vientos las traen de nuevo y yo las poseo.
    Yo a la orilla del viento. La colina de los vientos aullantes me llama. Voy,
    bruja que soy. Y me transmuto.
    Oh, perro, ¿dónde está tu alma? ¿Está cerca de tu cuerpo? Yo estoy cerca de
    mi cuerpo. Y muero lentamente.
    ¿Qué estoy diciendo? Estoy diciendo amor. Y cerca del amor estamos
    nosotros.














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    CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA) - Página 33 Empty Re: CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA)

    Mensaje por Maria Lua 20.11.24 9:50

    El cuerpo


    Xavier era un hombre truculento y cruel. Muy fuerte el hombre. Le encantaban los
    tangos. Fue a ver El último tango en París y se excitó terriblemente. No
    comprendió la película: pensaba que se trataba de un filme de sexo. No descubrió
    que era la historia de un hombre desesperado.
    En la noche en que vio El último tango en París los tres se metieron en la
    cama: Xavier, Carmen y Beatriz. Todo el mundo sabía que Xavier era bígamo:
    vivía con dos mujeres.
    Cada noche le tocaba a una. A veces dos veces por noche. A la que no le
    tocaba se quedaba presenciando. Ninguna tenía celos de la otra.
    Beatriz comía que daba gusto: era gorda y enjundiosa. En cambio Carmen era
    alta y delgada.
    La noche del último tango en París fue memorable para los tres. En la
    madrugada estaban exhaustos. Pero Carmen se levantó por la mañana, preparó un
    opíparo desayuno —con cucharas llenas de crema espesa de leche— y lo llevó
    para Beatriz y para Xavier. Estaba somnolienta. Fue necesario darse un baño en la
    ducha helada para ponerse en forma nuevamente.



    Ese día —domingo— almorzaron a las tres de la tarde. La que cocinó fue
    Beatriz, la gorda. Xavier bebió vino francés. Y se comió solito un pollo entero.
    Entre las dos se comieron el otro pollo. Los pollos estaban rellenos con masa de
    harina de mandioca con pasas y ciruelas, todo impregnado, rico.
    A las seis de la tarde, los tres se dirigieron a la iglesia. Parecían un bolero. El
    bolero de Ravel.
    Y por la noche se quedaron en casa viendo la televisión y comiendo. Esa
    noche no sucedió nada: los tres estaban muy cansados.
    Y así era, día tras día.
    Xavier trabajaba mucho para mantener a las dos mujeres y a sí mismo: las
    comidas eran abundantes. Pero a veces engañaba a ambas con una prostituta
    excelente. Pero en casa nada contaba, pues no estaba loco.
    Pasaban los días, los meses, los años. Nadie moría. Xavier tenía cuarenta y
    siete años. Carmen tenía treinta y nueve. Beatriz ya había cumplido los cincuenta.
    La vida les sonreía. A veces Carmen y Beatriz salían a comprar camisas
    llenas de imágenes de sexo. Compraban también perfume. Carmen era más
    elegante. Beatriz, con sus lonjas, escogía un bikini y un sostén minúsculo para los
    enormes senos que poseía.
    Un día Xavier llegó ya muy tarde de noche: las dos estaban desesperadas.
    Apenas si sabían que estaba con la prostituta. Los tres en verdad eran cuatro,
    como los tres mosqueteros.


    Xavier llegó con un hambre de nunca acabar. Abrió una botella de champaña.
    Estaba en pleno vigor. Habló animadamente con las dos, les contó que la industria
    farmacéutica de su propiedad iba bien de finanzas. Y les propuso a ambas que los
    tres fueran a Montevideo, a un hotel de lujo.
    Fue tal el barullo por la preparación de las tres maletas.
    Carmen se llevó todo su complicado maquillaje. Beatriz salió a comprar una
    minifalda. Viajaron en avión. Se sentaron en la fila de tres asientos: él en medio
    de las dos.
    En Montevideo compraron todo lo que quisieron. Incluso una máquina de
    coser para Beatriz y una máquina de escribir para Carmen, que quería aprender.
    En verdad no necesitaba nada, era una pobre desgraciada. Llevaba un diario:
    anotaba en las páginas del grueso cuaderno empastado en rojo las fechas en que
    Xavier la buscaba. Le daba el diario a Beatriz para que lo leyera.
    En Montevideo compraron un libro de recetas culinarias. Sólo que estaba en
    francés y ellas no entendían. Parecían más palabrotas que palabras.
    Entonces compraron un recetario en castellano. Y se esmeraron en las sopas y
    en las salsas. Aprendieron a hacer rosbif. Xavier engordó tres kilos y su fuerza de
    toro aumentó.
    A veces las dos se acostaban en la cama. Largo era el día. Y, a pesar de que
    no eran lesbianas, se excitaban una a otra y hacían el amor. Amor triste.
    Un día le contaron ese hecho a Xavier.
    Xavier se excitó. Y quiso que esa noche las dos se amaran frente a él. Pero,
    ordenado de esa manera, terminó todo en nada. Las dos lloraron y Xavier se
    encolerizó furiosamente.
    Durante tres días no le dirigió la palabra a ninguna de las dos.
    Pero, durante ese intervalo, y sin encargo, las dos fueron a la cama con éxito.







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    CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA) - Página 33 Empty Re: CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA)

    Mensaje por Maria Lua 21.11.24 9:47

    ***
    Al teatro los tres no iban. Preferían ver la televisión. O cenar fuera.
    Xavier comía con malos modales: agarraba la comida con las manos, hacía
    mucho ruido al masticar, además de comer con la boca abierta. Carmen era más
    refinada, le daba asco y vergüenza. Beatriz tampoco tenía vergüenza, hasta
    desnuda andaba por la casa.
    No se sabe cómo empezó. Pero comenzó.
    Un día, Xavier llegó del trabajo con marcas de lápiz de labios en la camisa.
    No pudo negar que había estado con su prostituta preferida. Carmen y Beatriz
    agarraron un trozo de palo cada una y corrieron detrás de Xavier por toda la casa.
    Éste corría todo desesperado, gritando: ¡perdón!, ¡perdón!, ¡perdón!
    Las dos, también cansadas, finalmente dejaron de perseguirlo.
    A las tres de la mañana, Xavier tuvo ganas de poseer a una de las mujeres.
    Llamó a Beatriz porque era la menos rencorosa. Beatriz, lánguida y cansada, se
    prestó a los deseos del hombre que parecía un superhombre.
    Pero al día siguiente le advirtieron que ya no cocinarían para él. Que se las
    arreglara con la tercera mujer.
    Las dos de vez en cuando lloraban y Beatriz preparó para ambas una ensalada
    de patatas con mayonesa.
    Por la tarde fueron al cine. Cenaron fuera y sólo regresaron a casa a
    medianoche. Encontraron a un Xavier abatido, triste y con hambre. Él intentó
    explicar:
    —¡Es porque a veces me dan ganas durante el día!
    —Entonces —le dijo Carmen—, ¿por qué no regresas a casa?
    Prometió que así lo haría. Y lloró. Cuando lloró, Carmen y Beatriz se
    quedaron con el corazón destrozado. Esa noche, las dos hicieron el amor delante
    de él y él se consumía de envidia.
    ¿Cómo es que empezó el deseo de venganza? Las dos eran cada vez más
    amigas y lo despreciaban.
    Él no cumplió la promesa y buscó a la prostituta. Ésta lo excitaba porque le
    decía muchas obscenidades. Lo llamaba hijo de puta. Él aceptaba todo.

    Hasta que llegó cierto día.
    O mejor, una noche. Xavier dormía plácidamente como buen ciudadano que
    era. Las dos permanecieron sentadas junto a una mesa, pensativas. Cada una
    pensaba en su infancia perdida. Y pensaron en la muerte. Carmen dijo:
    —Un día nosotros tres moriremos.
    Beatriz replicó:
    —Y así y punto.
    Tenían que esperar pacientemente el día en que cerrarían los ojos para
    siempre. ¿Y Xavier? ¿Qué harían con Xavier? Éste parecía un niño durmiendo.
    —¿Vamos a esperar que Xavier se muera de muerte natural? —preguntó
    Beatriz.
    Carmen pensó, pensó y dijo:
    —Creo que las dos debemos darle una ayudita.
    —¿Qué ayuda?
    —Todavía no lo sé.
    —Pero tenemos que decidir.
    —Déjalo de mi cuenta, yo sé lo que hago.
    Y nada de nada. Dentro de poco tiempo sería de madrugada y nada habría
    sucedido. Carmen preparó para las dos un café bien fuerte. Y comieron chocolate
    hasta la náusea. Y nada, nada ocurrió realmente.
    Encendieron la radio a pilas y oyeron una angustiante música de Schubert. Era
    piano solo. Carmen dijo:
    —Tiene que ser hoy.
    Carmen era la líder y Beatriz obedecía. Era una noche especial: llena de
    estrellas que las miraban brillantes y tranquilas. Qué silencio. Pero qué silencio.
    Se aproximaron las dos a Xavier para ver si se inspiraban. Xavier roncaba.
    Carmen realmente se inspiró.
    Le dijo a Beatriz:
    —En la cocina hay dos cuchillos grandes.
    —¿Y luego?
    —Pues que nosotras somos dos y tenemos dos cuchillos grandes.
    —¿Y luego?
    —Y luego, burra, nosotras dos tenemos armas y podremos hacer lo que
    necesitamos hacer. Dios lo manda.
    —¿No sería mejor no hablar de Dios en este momento?
    —¿Quieres que hable del diablo? No, hablo de Dios porque es el dueño de
    todas las cosas. Del espacio y del tiempo.
    Entonces entraron en la cocina. Los dos cuchillos grandes estaban filosos,
    eran de fino acero pulido. ¿Tendrían fuerza?
    Sí, la tendrían.
    Salieron armadas. La habitación estaba oscura. Ellas dieron de cuchilladas
    erróneamente, apuñalando la manta. La noche era fría. Entonces lograron
    distinguir el cuerpo dormido de Xavier.









    cont.

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    CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA) - Página 33 Empty Re: CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA)

    Mensaje por Maria Lua 22.11.24 9:51

    ***


    La sangre copiosa de Xavier escurría profusamente en la cama, por el suelo.
    Carmen y Beatriz se sentaron junto a la mesa del comedor, bajo la luz amarilla
    del foco desnudo, estaban exhaustas. Matar requiere fuerza. Fuerza humana.
    Fuerza divina. Las dos estaban sudadas, mudas, abatidas. Si hubieran podido, no
    habrían matado a su gran amor.
    ¿Y ahora? Ahora tenían que deshacerse del cuerpo. El cuerpo era grande. El
    cuerpo pesaba.
    Fueron entonces al jardín y con la ayuda de dos palas cavaron en la tierra una
    fosa.
    Y, en la oscuridad de la noche, cargaron el cuerpo hasta el jardín. Era difícil
    porque Xavier muerto parecía pesar más que cuando estaba vivo, pues se le había
    escapado el espíritu. Mientras lo cargaban, gemían de cansancio y de dolor.
    Beatriz lloraba.
    Colocaron el gran cuerpo dentro de la fosa, la cubrieron con la tierra húmeda
    y olorosa del jardín, tierra buena para las plantas. Después entraron en la casa,
    prepararon nuevamente el café y se restablecieron un poco.
    Beatriz, que era muy romántica, se pasaba el tiempo leyendo fotonovelas en
    las que ocurrían amores contrariados o perdidos. Ella tuvo la idea de plantar
    rosas en esa tierra fértil.
    Entonces salieron de nuevo al jardín, agarraron una matita de rosas rojas y la
    plantaron en la sepultura del llorado Xavier. Amanecía. El jardín impregnado de
    rocío. El rocío era una bendición al asesinato. Así pensaron ellas, sentadas en el
    banco blanco que había ahí.
    Pasaron los días. Las dos mujeres compraron vestidos negros. Y apenas
    comían. Cuando anochecía, la tristeza recaía sobre ellas. No tenían ya gusto para
    cocinar. De rabia, Carmen, colérica, rompió el libro de recetas en francés.
    Guardó el de castellano: nunca se sabía si aún podría ser necesario.
    Beatriz pasó a ocuparse de la cocina. Ambas comían y bebían en silencio. El
    pie de rosas rojas parecía haber pegado. Buena mano para plantar, buena tierra
    propicia. Todo resuelto.
    Y así quedaría cerrado el caso.

    Pero sucedió que al secretario de Xavier le extrañó su prolongada ausencia.
    Había papeles urgentes que firmar. Como la casa de Xavier no tenía teléfono, fue
    hasta allá. La casa parecía impregnada de mala suerte. Las dos mujeres le dijeron
    que Xavier había salido de viaje, que estaba en Montevideo. El secretario no las
    creyó del todo pero pareció que se había tragado la historia.
    A la semana siguiente, el secretario fue a la delegación. Con la policía no se
    juega. Primeramente, los agentes de policía no quisieron darle crédito a la
    historia. Pero, ante la insistencia del secretario, decidieron perezosamente dar la
    orden de búsqueda en la casa del polígamo. Todo en vano: nada de Xavier.
    Entonces Carmen habló de esta manera:
    —Xavier está en el jardín.
    —¿En el jardín? ¿Haciendo qué?
    —Sólo Dios lo sabe.
    —Pero nosotros no vimos nada ni a nadie.
    Fueron al jardín: Carmen, Beatriz, el secretario de nombre Alberto, dos
    agentes de policía y dos hombres más que no se sabía quiénes eran. Siete
    personas. Entonces Beatriz, sin ninguna lágrima en los ojos, les mostró la fosa
    florida. Tres hombres abrieron la sepultura, destrozando el pie de rosas que
    sufrían por casualidad la brutalidad humana.
    Y vieron a Xavier. Estaba horrible, deformado, ya medio carcomido, con los
    ojos abiertos.
    —¿Y ahora? —dijo uno de los agentes.
    —Y ahora hay que detener a las dos mujeres.
    —Pero —dijo Carmen— que sea en la misma celda.
    —Mire —dijo uno de los agentes frente al secretario atónito—, lo mejor es
    fingir que nada ha sucedido, si no va a haber mucho barullo, mucho papeleo
    escrito, muchos alegatos.
    —Ustedes dos —dijo el otro agente de la policía—, preparen sus maletas y
    váyanse a vivir a Montevideo. No nos joroben más.
    Las dos dijeron:
    —Muchas gracias.
    Pero Xavier no dijo nada. Nada había realmente que decir




    FIN
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    CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA) - Página 33 Empty Re: CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA)

    Mensaje por Maria Lua 23.11.24 11:22

    No tenemos ninguna alegría que no haya sido catalogada. Hemos construido catedrales y nos hemos quedado del lado de afuera, pues las catedrales que nosotros mismos construimos tememos que sean trampas. No nos hemos entregado a nosotros mismos, pues eso sería el comienzo de una vida larga y la tememos. Hemos evitado caer de rodillas delante del primero de nosotros que por amor diga: tienes miedo. Hemos organizado asociaciones y clubs sonrientes donde se sirve con o sin soda. Hemos tratado de salvarnos, pero sin usar la palabra salvación para no avergonzarnos de ser inocentes. No hemos usado la palabra amor para no tener que reconocer su contextura de odio, de amor, de celos y de tantos otros opuestos. Hemos mantenido en secreto nuestra muerte para hacer posible nuestra vida.





    Aprendizaje o el libro de los placeres




    *********************



    Esa misma noche había tartamudeado una oración para Dios y para sí misma: alivia mi alma, haz que sienta que Tu mano está unida a la mía, haz que sienta que la muerte no existe porque en verdad ya estamos en la eternidad, haz que sienta que amar es no morir, que la entrega de uno mismo no significa la muerte y sí la vida, haz que sienta una alegría modesta y diaria, haz que no Te indague demasiado, porque la respuesta sería tan misteriosa como la pregunta, haz que reciba el mundo sin miedo, pues para ese mundo incomprensible fuimos creados y nosotros mismos también incomprensibles, entonces es cuando hay una conexión entre ese misterio del mundo y el nuestro, pero esa conexión no está clara para nosotros mientras queramos entenderla, bendíceme para que viva con alegría el pan que como, el sueño que duermo, haz que tenga caridad y paciencia conmigo misma, amén.




    Aprendizaje o el libro de los placeres




    *********************


    Muchas veces lo que me ha salvado ha sido improvisar un acto gratuito. El acto gratuito, si tiene causas, son desconocidas. Y si tiene consecuencias, son imprevisibles.
    El acto gratuito es lo opuesto a la lucha por la vida y en la vida. Es lo opuesto a nuestra carrera por el dinero, por el trabajo, por el amor, por los placeres, por los taxis y autobuses, en definitiva por toda nuestra vida diaria, que se paga, es decir tiene su precio.
    Una tarde, con el cielo puramente azul y pequeñas nubes blanquísimas, mientras escribía a máquina, sucedió algo en mí. Era un profundo cansancio de la lucha.
    Y comprendí que estaba sedienta. Una sed de libertad me despertaba. Yo estaba exhausta de vivir en un apartamento. Estaba exhausta de extraer ideas de mi misma. Estaba exhausta del ruido de la máquina de escribir. Entonces apareció la sed extraña y profunda. Necesitaba —necesitaba urgentemente— un acto de libertad: un acto que existiese solo en sí mismo. Un acto que manifestase fuera de mí lo que secretamente soy. Y necesitaba un acto por el que no tuviese que pagar. No digo pagar con dinero sino, de una manera más amplia, pagar el alto precio que cuesta vivir.



    Todas las crónicas




    ***********************



    El arte de pensar sin riesgo. Si no fuese por los caminos de emoción a los que nos lleva el pensamiento, pensar ya habría sido catalogado como una de las formas de diversión. No se invita a los amigos a jugar a eso porque hacemos tanta ceremonia con el pensar. Lo mejor es invitarlos solo a una visita, y, como quien no quiere la cosa, ponerse a pensar a la vez, bajo el disfraz de las palabras.
    Eso como juego ligero. Porque para pensar profundamente —que es el grado máximo de este hobby— es necesario estar solo. Porque entregarse a pensar es una gran emoción, y solo nos atrevemos a pensar ante alguien cuando la confianza es tan grande que no nos sentimos incómodos al usar, si es necesario, la palabra otro.



    Aprendiendo a vivir




    *******************



    Poseo a medida que designo; y este es el esplendor de tener un lenguaje. Pero poseo mucho más en la medida que no consigo designar. La realidad es la materia prima, el lenguaje es el modo como voy a buscarla, y como no la encuentro. Pero del buscar y no del hallar nace lo que yo no conocía, y que instantáneamente reconozco. El lenguaje es mi esfuerzo humano. Por destino tengo que ir a buscar y por destino regreso con las manos vacías. Mas regreso con lo indecible. Lo indecible me será dado solamente a través del lenguaje. Solo cuando falla la construcción, obtengo lo que ella no logró.



    La pasión según G.H.





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    CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA) - Página 33 Empty Re: CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA)

    Mensaje por Maria Lua 24.11.24 13:09

    No sé sobre qué estoy escribiendo; soy oscura para mí misma. Sólo tuve inicialmente una visión lunar y lúcida, y entonces capturé para mí el instante antes de que muriese, y que perpetuamente muere. No es un mensaje de ideas lo que transmito y sí una instintiva voluptuosidad de lo que está escondido en la naturaleza y que adivino. Y ésta es una fiesta de
    palabras. Escribo con signos que son más gesto que voz.



    Agua viva


    ******************



    Martim estaba muy sorprendido porque antiguamente él solía saberlo todo. Y ahora —como hecho sin embargo mucho más concreto— no sabía nada. Él, que había crecido como un hombre claro, y a su alrededor todo solía ser visible. Había sido una  persona que sabía respuestas, antiguamente él existía sin dolor. La claridad en la que vivía hizo que fuese capaz de hacer un trabajo con números con una paciencia que no se alteraba; y, desnudo por dentro, la ropa le sentaba bien. Listo y elegante. Pero ahora, arrancada de las cosas la capa de palabras, ahora que había perdido el lenguaje, estaba por fin de pie en la  tranquila profundidad del misterio.



    La manzana en la oscuridad.



    *****************


    También era bueno que ese estado de gracia durara pocos momentos. Si durase más, bien lo sabía, ella que conocía sus ambiciones casi infantiles, terminaría intentando entrar en los misterios de la Naturaleza. Cuando lo intentase tendría, además, la certeza de que la gracia desaparecería. Pues la gracia era una dádiva y, si bien nada exigía, se desvanecería si llegáramos a exigir de ella una respuesta. Era necesario no olvidar que el estado de gracia era apenas una pequeña abertura hacia el mundo, que era una especie de paraíso --pero no era una entrada en él, ni daba derecho a comerse los frutos de sus frutales.



    Aprendizaje o el libro de los placeres





    *****************


    Gracias a los minutos de alegría por los que había pasado, Lori supo que la persona debía dejarse inundar por la alegría poco a poco —pues era vida naciendo—. Y quien no tuviera fuerza para tener placer, que antes cubriese cada nervio con una película protectora, con una película podía consistir en Lori en cualquier acto formal, en cualquier tipo de silencio, en clases a los alumnos o en varias palabras sin sentido: era lo que ella hacía. Pues el placer no era para jugar con él. El placer era nosotros.



    Aprendizaje o el libro de los placeres


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    Mensaje por Maria Lua 25.11.24 19:43

    Gracias a los minutos de alegría por los que había pasado, Lori supo que la persona debía dejarse inundar por la alegría poco a poco —pues era vida naciendo—. Y quien no tuviera fuerza para tener placer, que antes cubriese cada nervio con una película protectora, con una película podía consistir en Lori en cualquier acto formal, en cualquier tipo de silencio, en clases a los alumnos o en varias palabras sin sentido: era lo que ella hacía. Pues el placer no era para jugar con él. El placer era nosotros.



    Aprendizaje o el libro de los placeres



    **********************


    Soy inquieta y áspera y desesperanzada. Aunque amor dentro de mí, eso sí lo tengo. Pero no sé usar el amor. A veces me araña como si fuese una garra. Si he recibido tanto amor dentro de mí y sin embargo continúo inquieta es porque necesito que el Dios venga. Que venga antes de que sea demasiado tarde. Corro peligro como toda persona que vive. Y la única cosa que me espera es exactamente lo inesperado. Pero sé que tendré paz antes de la muerte y que experimentaré un día lo delicado de la vida.



    Agua viva



    *****************


    Sé que lo que escribo aquí no se puede llamar crónica ni columna ni nota. Pero sé que hoy es un grito. ¡Un grito de cansancio! ¡Estoy cansada! Es obvio que mi amor por el mundo nunca impidió guerras ni muertes. Amar nunca impidió que por dentro yo llorase lágrimas de sangre. Ni impidió separaciones mortales. Los hijos dan mucha alegría. Pero también tengo dolores de parto todos los días. El mundo me falló, yo le fallé al mundo. Por lo tanto no quiero amar más. ¿Qué me queda? Vivir automáticamente hasta que la muerte natural llegue. Pero sé que no puedo vivir automáticamente: necesito amparo y amparo del amor.



    Revelación de un mundo



    ********************

    Dios mío, ¡cómo el amor impide la muerte! No sé qué es lo que quiero decir con esto: confío en mi incomprensión, que me ha dado una vida instintiva e intuitiva, mientras que la comprensión es tan limitada. He perdido amigos. No entiendo la muerte. Pero no tengo miedo a morir. Será un descanso: por fin una cuna. No la adelantaré, viviré hasta la última gota de hiel.


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    Mensaje por Maria Lua 27.11.24 18:31

    También era bueno que ese estado de gracia durara pocos momentos. Si durase más, bien lo sabía, ella que conocía sus ambiciones casi infantiles, terminaría intentando entrar en los misterios de la Naturaleza. Cuando lo intentase tendría, además, la certeza de que la gracia desaparecería. Pues la gracia era una dádiva y, si bien nada exigía, se desvanecería si llegáramos a exigir de ella una respuesta. Era necesario no olvidar que el estado de gracia era apenas una pequeña abertura hacia el mundo, que era una especie de paraíso --pero no era una entrada en él, ni daba derecho a comerse los frutos de sus frutales.



    Aprendizaje o el libro de los placeres



    ************************



    Y entonces siento que dentro de poco nos separaremos. Mi verdad asombrada es que siempre he estado sola de ti y no lo sabía. Ahora lo sé: soy sola. Yo y mi libertad que no sé usar. La gran responsabilidad de la soledad. Quien no está perdido no conoce la libertad y no la ama. En cuanto a mí, asumo mi soledad. Que a veces se extasía como ante los fuegos artificiales. Soy sola y tengo que vivir una cierta gloria íntima que en la soledad puede convertirse en dolor. Y el dolor, en silencio. Guardo su nombre en secreto. Necesito secretos para vivir.



    Agua Viva.




    *********************



    Se sumerge de nuevo, de nuevo bebe más agua, ahora sin ansiedad, pues no necesita más. Ella es la amante que sabe que lo tendrá todo de nuevo. El sol se abre más y le da escalofríos al secarla, ella se sumerge de nuevo: está menos ansiosa y menos aguda. Ahora, sabe lo que quiere. Quiere quedarse parada y quieta en el mar. Así se queda, pues. Como contra los costados de un navío, el agua golpea, vuelve, golpea. La mujer no recibe transmisiones. No necesita de comunicación.



    Revelación de un mundo



    ******************


    Sólo que no quería ir con las manos vacías. Y como si le llevara
    una flor, escribió en un papel algunas palabras que le gustaran: «Existe un ser que vive dentro de mí como si fuese su casa, y es. Se trata de un caballo negro y lustroso que a pesar de ser enteramente salvaje —pues nunca vivió antes en nadie ni jamás le pusieron riendas ni montura— a pesar de ser enteramente salvaje tiene por eso mismo una dulzura natural de quien no tiene miedo: come a veces en mi mano. Su hocico está húmedo y fresco. Beso su hocico. Cuando yo muera, el caballo negro se quedará sin casa y va a sufrir mucho. A menos que él elija otra
    casa y que esa otra casa no tenga miedo de aquello que es al mismo tiempo salvaje y suave. Aviso que no tiene nombre: basta llamarlo y se adivina su nombre. O no se adivina, pero, una vez llamado con dulzura y autoridad, acude. Si olfatea y siente que un cuerpo-casa está libre, trota silenciosamente y acude. Aviso también que no se debe temer su relincho: uno se engaña y piensa que es uno mismo el que está relinchando de placer o de cólera, uno se asusta con el exceso de dulzura de lo que es por primera vez».




    Aprendizaje o el libro de los placeres.




    12/4

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    Mensaje por Maria Lua 27.11.24 18:36

    CLARICE LISPECTOR



    LA HORA DE LA ESTRELLA


    Traducción e introducción
    GONZALO AGUILAR



    La hora de la estrella es el último libro que Clarice Lispector publicó
    en vida. La novela salió a la venta en marzo de 1977, meses antes de que
    su autora muriera de cáncer en un Hospital de Río de Janeiro, el 9 de
    diciembre. Aunque había cierta confusión sobre su edad, que ella misma
    había alentado y que las biografías después aclararían, cuando Clarice
    murió tenía 57 años. Había nacido en Ucrania en 1920 y llegado con su
    familia a Maceió, en el nordeste de Brasil, con poco más de un año de vida.
    Después se mudó a Recife, también en el nordeste, y a los 14 años se
    instaló con toda su familia en Río de Janeiro. Su primera novela, Cerca del
    corazón salvaje, es de 1944 y llamó la atención de críticos y lectores.
    Antonio Candido, en una reseña que escribió cuando fue editado el libro,
    señaló la audacia para experimentar “en terrenos poco explorados” y
    celebró la negativa de la joven escritora a conformarse —a diferencia de
    casi todos los narradores brasileños— con “posiciones ya adquiridas”.1
    Desde entonces, cada uno de los libros de Clarice ratificaba, y a la vez
    radicalizaba, lo observado por Candido. La hora de la estrella no es una
    excepción. O mejor, es otra excepción que confirma que la obra de Clarice
    está hecha, en su conjunto, de puras excepciones.
    La novedad de La hora de la estrella resulta, en principio, temática: la
    novela narra la historia de Macabea, una migrante nordestina que es
    dactilógrafa y vive en Río de Janeiro. Con esta historia, Clarice recobra
    parte de su pasado: “Macabea es nordestina y... yo tenía que sacar un día
    el nordeste en que viví”2
    , dijo haciendo referencia a su infancia
    transcurrida en Maceió y Recife. Según su compañera de los últimos años,
    Olga Borelli, buena parte de la inspiración en la construcción de los
    personajes le vino de sus asiduas visitas a la feria de São Cristovão, lugar
    de reunión de los nordestinos en Río de Janeiro. Según el relato de Borelli,
    una vez que paseaban por la feria Clarice la instó a tomar asiento en un
    banco y ahí nació el otro personaje nordestino de la novela, Olímpico:



    Ella se sentó y escribió, creo, unas cuatro o cinco páginas sobre
    Olímpico, describió totalmente a Olímpico, tal como ella misma lo
    escribe en su libro: “Tomé al personaje de la mirada de un nordestito”.




    Tomó toda la historia de ese nordestino. Distraídamente, había
    captado lo que estaba en el ambiente de la feria... Uno no podía
    imaginarse todavía que Clarice ya estaba trabajando el personaje.3
    De todos modos, decir que la innovación está en la temática es decir
    muy poco, o señalar solamente aquello que resulta evidente. Para Clarice,
    la indiscernibilidad entre forma y contenido, en su trabajo con la escritura,
    es medular. La intensidad a la que quiere arribar con sus textos no admite
    esas distinciones o directamente las ignora: “hechos sin literatura”, se lee
    en la novela.
    La situación de la feria —su oralidad, su efervescente cultura popular,
    sus vidas precarias— convoca esos cuerpos que, en la tradición literaria
    brasileña, siempre fueron escritos por otros. Los nordestinos, los pobres,
    los campesinos, los iletrados: toda una legión de personajes que encontró,
    en la novela social y realista, la compensación que la vida no les daba.
    Como dicen Grignon y Passeron a propósito del populismo, “aquellos que
    no tenían nada de repente lo tienen todo”.4
    Pero el camino de Clarice es el
    inverso: cansada de la literatura, de sus fáciles compensaciones de belleza
    y estilo, ella se despoja de todos los atributos y despoja también a su
    protagonista, Macabea. En estado de total precariedad, en “estado de
    emergencia”, Clarice y Macabea se encuentran.
    Pero para acercarse a Macabea, Clarice no lo hace directamente sino
    que construye un narrador, un intercesor, al que llama Rodrigo S.M. Este
    intercesor es novelista, hombre de letras y comparte la misma clase social
    de Clarice. Se parecen ambos en muchas cosas salvo por el hecho de que
    Rodrigo es un hombre: para narrar la historia, Clarice se deshace de su
    condición genérica. A través del despojo o de un trabajo de ascetismo, la
    novela hace pasar las intensidades de uno a otro: son tres personas o
    personajes que son arrojadas o se arrojan a “la potencia de un impersonal
    que no es en absoluto una generalidad, sino una singularidad en el más
    alto nivel: un hombre, una mujer, una bestia, un vientre, un niño”.5
    Clarice es la “autora”; Rodrigo, “narrador”; Macabea, “dactilógrafa”: los
    tres, a su manera, escriben y es en la escritura que la novela se plantea el
    problema ético y literario de la narración del otro (Rodrigo es un otro de
    Clarice así como Macabea lo es de ambos). La escritura es el lugar en el
    que el sujeto pierde sus atributos y puede metamorfosear la basura en
    estrella. El otro puede ser insignificante (como Macabea o como Rodrigo)
    pero en su pulsación misma, en su vida precaria, ya trae un brillo gozoso

    que la novela se preocupa por revelar (aunque para eso la vida tenga que
    extinguirse en “pequeñas muertecitas” sucesivas).
    Con La hora de la estrella, una vez más, Clarice no se conforma con
    posiciones ya adquiridas sino que avanza hacia la intensidad de la música,
    de algo que se expresa en el latido, en un grito que es escritura. O, como se
    lee en la novela, en “el aullido de un perro vagabundo abandonado” porque
    ¿quién no es, de alguna manera, un perro vagabundo abandonado? Abrirse
    al abandono, a su fuerza impersonal, es el principio que rige La hora de la
    estrella. Y por eso la institución literaria no viene con su supuesta riqueza
    a redimir a estos personajes, sino que la escritura misma se desnuda de
    toda retórica para encontrarse, en el despojo absoluto, con su propio
    personaje. “Estoy absolutamente cansado de la literatura” escribe el
    narrador, Rodrigo. Durante toda la novela, Clarice se mantiene fiel a su
    principio de construcción del personaje de Macabea. Macabea es la mujer
    sin atributos, desde el comienzo hasta el final, porque hasta su único
    momento de brillo no viene de ella misma sino de Nuestra Señora de la
    Buena Muerte.
    En La pasión según G. H., novela escrita en 1964, Clarice se propuso
    narrar “el sagrado riesgo del azar”. En La hora de la estrella este desafío
    retorna: ¿pero por qué el azar habría de ser sagrado? Porque el novelista
    no es como un cartomante que considera que el destino ya está escrito ni
    como un Dios que instala la necesidad aboliendo todo azar. Sin destino y
    sin necesidad, la escritura de la vida de Macabea transcurre en la máxima
    precariedad, en el afuera más absoluto. La historia no sigue una trama
    prefijada sino que puede ser desviada por los accidentes, por lo inesperado,
    por el imprevisto. Regreso a la narración en su estado más puro, La hora
    de la estrella es también una salida hacia lo que está más allá de la
    narración: los otros, el afuera, el azar, los hechos. La narración es como un
    perro vagabundo, como la hierba que crece entre los adoquines, como la
    provinciana perdida que está a punto de cruzar la calle. De esas pequeñas
    inmensas intensidades está hecha La hora de la estrella.



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    Mensaje por Maria Lua 27.11.24 18:40

    LA HORA DE LA ESTRELLA


    CLARICE LISPECTOR



    DEDICATORIA DEL AUTOR
    (En verdad, Clarice Lispector)


    Porque dedico esta cosa al antiguo Schumann y a su dulce Clara que
    hoy son huesos, ay de nosotros. Me dedico al color bermellón bien
    escarlata como mi sangre de hombre en la edad plena y, por lo tanto, me lo
    dedico a mi sangre. Me dedico sobre todo a los gnomos, enanos, sílfides y
    ninfas que habitan mi vida. Me dedico a la nostalgia de mi antigua
    pobreza, cuando todo era más sobrio y digno y todavía jamás había comido
    langosta. Me dedico a la tempestad de Beethoven. A la vibración de los
    colores neutros de Bach. A Chopin que reblandece mis huesos. A
    Stravinsky que me asombró y con el que volé en llamas. ¿A la Muerte y
    Transfiguración en la que Richard Strauss me revela un destino? Sobre
    todo me dedico a las vísperas de hoy y al hoy, al transparente velo de
    Debussy, a Marlos Nobre, a Prokofíev, a Carl Orff, a Schönberg, a los
    dodecafónicos, a los gritos que rasguñan de los electrónicos, a todos esos
    que tocaron en mí zonas asustadoramente inesperadas, a todos esos
    profetas del presente y que me vaticinaron a mí mismo al punto de yo
    explotar en: yo. Ese yo que son ustedes pues no aguanto ser solamente yo,
    necesito de los otros para mantenerme de pie, tan tonto que soy, yo
    enrevesado, en fin, qué es lo que hay que hacer si no meditar para caer en
    aquel vacío pleno que sólo se alcanza con la meditación. La meditación no
    necesita tener resultados, la meditación puede tener su fin sólo en sí
    misma. Medito sin palabras y sobre nada. Lo que me estorba la vida es
    escribir.
    Y... y no olvidar que la estructura del átomo no es percibida aunque
    se sepa que existe. Sé de muchas cosas que no vi. Y ustedes también. No
    se puede dar una prueba de la existencia de lo que es más verdadero, la
    cosa es creer. Creer llorando.
    Esta historia sucede en estado de emergencia y de calamidad pública.
    Se trata de un libro inacabado porque no tiene respuesta, respuesta que,
    espero, que alguien en el mundo me dará. ¿Ustedes? Es una historia en
    tecnicolor para tener algún lujo, por Dios, que yo también lo necesito.
    Amén por todos nosotros.

    LA HORA DE LA ESTRELLA

    LA CULPA ES MÍA
    O
    LA HORA DE LA ESTRELLA
    O
    QUE ELLA SE ARREGLE
    O
    EL DERECHO AL GRITO
    Clarice Lispector
    EN CUANTO AL FUTURO.
    O
    LAMENTO DE UN BLUE
    O
    ELLA NO SABE GRITAR
    O
    UNA SENSACIÓN DE PÉRDIDA
    O
    SILBIDO EN EL VIENTO OSCURO
    O
    YO NO PUEDO HACER NADA
    O
    REGISTRO DE LOS HECHOS PREVIOS
    O
    HISTORIA LACRIMÓGENA DE CORDEL
    O
    SALIDA DISCRETA POR LA PUERTA DEL FONDO


    Todo en el mundo comenzó con un sí. Una molécula le dijo sí a otra
    molécula y nació la vida. Pero antes de la prehistoria estaba la prehistoria
    de la prehistoria y existía el nunca y existía el sí. Siempre lo hubo. No sé
    cómo, pero sé que el universo jamás comenzó.
    Que nadie se engañe, sólo consigo la simplicidad a través de mucho
    trabajo.
    Mientras tenga preguntas y no haya respuestas continuaré
    escribiendo. ¿Cómo comenzar por el principio si las cosas suceden antes de
    suceder? ¿Si antes de la pre-pre-prehistoria ya estaban los monstruos
    apocalípticos? Si esta historia no existe, pasará a existir. Pensar es un
    acto. Sentir es un hecho. Los dos juntos — soy yo que escribo lo que estoy
    escribiendo. Dios es el mundo. La verdad siempre es un contacto interior e
    inexplicable. Mi vida más verdadera es irreconocible, extremadamente
    interior y no tiene una sola palabra que pueda significarla. Mi corazón se
    vació de todo deseo reduciéndose al primer y último latido. El dolor de
    muelas que atraviesa esta historia me dio en la boca una punzada
    profunda. Entonces canto alto y agudo una melodía sincopada y
    estridente: es mi propio dolor, yo que cargo con el mundo y la felicidad
    escasea. ¿Felicidad? Nunca vi palabra más demente, inventada por las
    nordestinas que andan por ahí a montones.
    Como voy a decir ahora, esta historia será el resultado de una visión
    gradual: hace dos años y medio que vengo de a poco descubriendo los
    porqués. Es la visión de la inminencia de. ¿De qué? Quién sabe si más
    tarde lo sabré. Como que estoy escribiendo en el momento mismo en que
    estoy siendo leído. Sólo no comienzo por el fin que justificaría el inicio —
    como la muerte parece decir sobre la vida— porque necesito registrar los
    hechos previos.
    Escribo en este instante con cierto pudor previo por estar
    invadiéndolos con semejante narrativa tan exterior, tan explícita. De
    donde, sin embargo, hasta podrá gotear —quién sabe— sangre jadeante
    que de tan viva coagulará enseguida en cubos de jalea trémula. ¿Será esta
    historia un día mi coágulo? Qué sé yo. Si posee veracidad —y está claro
    que la historia es verdadera aunque inventada— que cada uno la
    reconozca en sí mismo porque todos nosotros somos uno y quien no tiene
    pobreza de dinero tiene pobreza de espíritu o de nostalgias porque le faltan
    cosas más preciadas que el oro; y existe quien le falta lo delicado esencial.
    ¿Cómo es que yo sé todo lo que seguirá y que todavía desconozco, ya
    13
    que nunca lo viví? Es que en una calle de Río de Janeiro, atrapé al vuelo el
    sentimiento de perdición en el rostro de una muchacha nordestina. Sin
    decir que de niño yo me crié en el Nordeste. También sé de las cosas por
    estar viviendo. Quien vive sabe, aún sin saber que sabe. Así es que ustedes
    saben más de lo que imaginan aunque finjan que son sonsos.
    Me propongo que lo que escriba no sea complejo, aunque me vea
    obligado a usar las palabras que ustedes sustentan. La historia —
    determino con falso libre arbitrio— tendrá unos siete personajes y yo soy
    uno de los más importantes de ellos, claro. Yo, Rodrigo S.M. Relato
    antiguo, éste, pues no quiero ser modernoso e inventar modismos para
    parecer original. Por todo esto experimentaré contra mis hábitos una
    historia con comienzo, medio y “gran finale” seguido de silencio y lluvia que
    cae.
    Historia exterior y explícita, sí, pero que contiene secretos, empezando
    por uno de los títulos, “En cuanto al futuro”, que está precedido por un
    punto final y seguido por otro punto final. No se trata de un capricho: al
    final tal vez se entienda la necesidad de lo delimitado. (Dificultosamente
    vislumbro el final que, si mi pobreza lo permite, quiero que sea grandioso.)
    Si en vez de punto estuviese seguido por puntos suspensivos, el título
    quedaría abierto a las posibilidades de la imaginación de ustedes,
    probablemente malsanas y hasta sin piedad. Bien, es que tampoco yo
    tengo piedad de mi personaje principal, la nordestina: es un relato que
    deseo frío. Pero yo tengo el derecho de ser dolorosamente frío y ustedes no.
    Por todo esto es que les doy la oportunidad. No se trata apenas de
    narrativa, es antes que nada la vida primaria que respira, respira; respira.
    Material poroso, algún día viviré aquí la vida de una molécula con su
    estruendo posible de átomos. Lo que yo escribo es más que invención, es
    mi obligación contar sobre esa muchacha, entre miles de ellas. Y deber
    mío, aunque sea con poco arte, el de revelarle la vida.
    Porque existe el derecho al grito.
    Entonces grito.
    Grito puro, sin pedir limosna. Sé que hay muchachas que venden el
    cuerpo, única posesión real, a cambio de una buena cena en vez de un
    sándwich de mortadela. Pero la persona de la que hablaré ni siquiera tiene
    un cuerpo para vender, nadie la quiere, es virgen e inocua y a nadie le hace
    falta. Además —descubro ahora— yo tampoco hago la menor falta y hasta
    lo que escribo podría escribirlo cualquier otro. Otro escritor, sí, pero
    tendría que ser hombre porque una escritora mujer puede lagrimear
    sentimentalidades.



    cont.
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    CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA) - Página 33 Empty Re: CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA)

    Mensaje por Maria Lua 27.11.24 18:42

    ***

    Como la nordestina, hay miles de chicas desparramadas por
    conventillos, en cuartos con cama, trabajando atrás de los mostradores
    hasta la estafa. No advierten ni siquiera que son fácilmente sustituibles y
    que tanto podrían existir como no. Pocas se quejan y, que yo sepa, ninguna
    protesta porque no saben a quién. ¿Pero ese quien existe?
    Estoy en el precalentamiento del cuerpo antes de comenzar,
    refregándome las manos para adquirir coraje.
    Ahora me acordé de que hubo un tiempo en que, para calentar el
    espíritu, rezaba: el movimiento es espíritu. El rezo era un medio de llegar
    hasta mí mismo calladamente y a escondidas de todos. Cuando rezaba
    conseguía un hueco en el alma —y ese hueco es lo único que yo puedo
    tener. Más que esto, nada. Pero el vacío tiene el valor y la semejanza de lo
    pleno. Un medio de obtener es no buscar, un medio de tener es no pedir y
    solamente creer que el silencio que yo creo en mí es una respuesta a mi... a
    mi misterio.
    Pretendo, como ya insinué, escribir de modo cada vez más simple.
    Además el material del que dispongo es parco y demasiado sencillo, las
    informaciones sobre los personajes son pocas y no muy reveladoras,
    informaciones estas que penosamente llegan desde mí para mí mismo. Es
    un trabajo de carpintería.
    Sí, pero no olvidar que para escribir no-importa-qué mi material
    básico es la palabra. Así es que esta historia estará hecha de palabras que
    se agrupan en frases de las que se volatiliza un sentido secreto que
    sobrepasa palabras y frases. Está claro que, como todo escritor, estoy
    tentado a usar términos suculentos: conozco adjetivos esplendorosos,
    carnosos sustantivos y verbos tan elegantes que atraviesan agudos el aire
    en busca de acción, ya que la palabra es acción, ¿o no están de acuerdo?
    Pero no voy a adornar la palabra porque si llego a tocar en el pan de la
    muchacha, el pan se convertirá en oro y la joven (ella tiene diecinueve
    años) y la joven no podría morderlo y moriría de hambre. Tengo entonces
    que hablar de un modo sencillo para captar su delicada y vaga existencia.
    Me limito humildemente —aunque sin hacer ostentación de mi humildad
    que ya no sería humildad—, me limito a contar las pobres aventuras de
    una chica en una ciudad toda hecha contra ella. Ella, que debería haberse
    quedado en el sertón de Alagoas con vestido de algodón y sin ninguna
    dactilografía, porque escribía muy mal y sólo había hecho hasta tercer
    grado. Por ser tan ignorante estaba obligada, en dactilografía, a copiar
    lentamente letra por letra —fue la tía quien le dio un curso disperso de
    cómo teclear a máquina. La muchacha entonces adquirió el título: era,
    finalmente, dactilógrafa. Aunque, al parecer, no aprobase el uso en el
    lenguaje de dos consonantes juntas y copiaba de la letra linda y redonda
    del amado jefe la palabra “designar” de modo como en la lengua hablada se
    diría: “desiguinar”.
    Discúlpenme, pero voy a seguir hablando de mí, que soy mi
    desconocido y al escribir me sorprendo un poco más porque descubrí que
    tengo un destino. Quién no se preguntó alguna vez: ¿soy un monstruo o
    esto es ser una persona?
    Quiero antes dar fe de que esa muchacha no se conoce sino a través
    de ir viviendo sin rumbo. Si cometiese la tontería de preguntarse “¿quién
    soy yo?” caería extendida y de lleno en el suelo. Es que “¿quién soy yo?”
    provoca necesidad. ¿Y cómo satisfacer la necesidad? Quien se indaga está
    incompleto.
    La persona de la que voy a hablar es tan tonta que a veces les sonríe a
    los demás en la calle. Nadie responde a su sonrisa porque ni siquiera la
    miran. Volviendo a mí: lo que escribiré no puede ser absorbido por mentes
    que exijan demasiado y que estén ávidas de refinamientos. Pues lo que iré
    diciendo estará casi desnudo. Aunque tenga como telón de fondo —y ahora
    mismo— la penumbra atormentada que siempre hay en mis sueños
    cuando de noche, atormentado, duermo. Que no esperen, entonces,
    estrellas en lo que sigue: no habrá centelleos sino la materia opaca y, por
    su propia naturaleza, despreciable por todos. Es que a esta historia le falta
    la melodía cantabile. Por momentos su ritmo está descompasado. Y hay
    hechos. Me apasioné súbitamente por los hechos sin literatura: los hechos
    son piedras duras y actuar me está interesando más que pensar, de los
    hechos no hay cómo huir.
    Me pregunto si debería caminar por delante del paso del tiempo y
    esbozar inmediatamente un final. Sucede sin embargo que ni yo mismo sé
    todavía con certeza cómo terminará esto. Y también porque entiendo que
    debo caminar paso a paso, de acuerdo con un plazo determinado por el
    paso de las horas: hasta los animales deben lidiar con el tiempo. Y ésta es
    también mi primerísima condición: la de avanzar paulatinamente a pesar
    de la impaciencia que tengo en relación a esa muchacha.
    Con esta historia yo me voy a sensibilizar, y sé muy bien que cada día
    es un día robado a la muerte. Yo no soy un intelectual, escribo con el
    cuerpo. Y lo que escribo es una niebla húmeda. Las palabras son sonidos
    transfundidos de sombras que se entrecruzan desiguales, estalactitas,
    encajes, música transfigurada de órgano. Apenas me atrevo a proferir
    palabras a esa red vibrante y rica, mórbida y oscura teniendo como
    contratono el bajo grueso del dolor. Alegro con brío. Trataré de extraer oro
    del carbón. Sé que me estoy adelantando a la historia y que hago jueguito
    de pelota sin pelota. ¿El hecho es un acto? Juro que este libro está hecho
    sin palabras. Es una fotografía muda. Este libro es un silencio. Este libro
    es una pregunta.
    De todos modos, sospecho que toda esta conversación está hecha
    solamente para aplazar la pobreza de la historia, pues estoy con miedo.
    Antes de que apareciera en mi vida esa dactilógrafa, yo era un hombre
    incluso un poco feliz, a pesar del escaso éxito de mi literatura. Las cosas de
    alguna manera estaban tan bien que podían ponerse feas porque lo que
    madura por completo puede pudrirse.
    Transgredir, sin embargo, mis propios límites de repente me fascinó. Y
    fue entonces que pensé en escribir sobre la realidad, ya que ésta me
    supera. Cualquier cosa que signifique decir “realidad”. ¿Lo que narraré
    será meloso? Tengo esa tendencia pero ahora mismo seco y endurezco
    todo. Por lo menos lo que escribo no le pide favores a nadie y no implora
    socorro: se la aguanta en su denominado dolor con una dignidad de barón.








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    CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA) - Página 33 Empty Re: CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA)

    Mensaje por Maria Lua 27.11.24 18:43

    ***
    Así es. Parece que estoy cambiando mi manera de escribir. Lo que
    pasa es que sólo escribo lo que quiero, no soy un profesional y necesito
    hablar de esa nordestina si no me ahogo. Ella me acusa y el modo de
    defenderme es escribir sobre ella. Escribo con los trazos vivos y ríspidos de
    la pintura. Estaré lidiando con los hechos como si fuesen las irremediables
    piedras de las que ya hablé. No obstante quiera que para animarme las
    campanas golpeen sus badajos mientras yo adivino la realidad. Y que los
    ángeles revoloteen como avispas transparentes en torno de mi cabeza
    ardiente porque ésta quiere finalmente —es lo más fácil— transformarse en
    objeto-cosa.
    ¿Será verdad que la acción va más allá que la palabra?
    Pero que al escribir, el nombre real sea dado a las cosas. Cada cosa es
    una palabra. Y cuando no la tiene, se la inventa. Fue el Dios de ustedes el
    que nos dio la orden de inventar.
    ¿Por qué escribo? Antes que nada porque capté el espíritu de la
    lengua y así a veces la forma hace al contenido. Escribo por lo tanto no a
    causa de la nordestina sino por un motivo grave de “fuerza mayor”, como
    se dice en los requerimientos oficiales, por “fuerza de ley”.
    Sí, mi fuerza está en la soledad. No tengo miedo ni de lluvias
    tempestuosas ni de grandes vendavales desatados, pues yo también soy la
    oscuridad de la noche. Aunque no aguante oír ni silbidos ni pasos en la
    oscuridad. ¿Oscuridad? Me acuerdo de una novia que tuve: era una
    muchacha-mujer y con qué oscuridad dentro del cuerpo. Nunca la olvidé:
    jamás se olvida a una persona con la que se durmió. El acontecimiento
    queda tatuado, marcado a fuego en carne viva y todos los que perciben el
    estigma huyen con horror.
    Quiero en este instante hablar de la nordestina. Se trata de lo
    siguiente: ella es como una cachorra vagabunda teleguiada exclusivamente
    por sí misma. Pues se había reducido a sí. También yo, de fracaso en
    fracaso, me reduje a mí, pero por lo menos quiero encontrar al mundo y su
    Dios.
    Quiero agregar, a modo de información sobre la joven y sobre mí, que
    vivimos exclusivamente en el presente pues siempre y eternamente es el
    día de hoy —y el día de mañana será un hoy, la eternidad es el estado de
    las cosas en este momento.
    Al poner estas palabras sobre la nordestina me puse receloso. Por eso
    la pregunta es: ¿cómo escribo? Verifico que escribo de oído así como
    aprendí inglés y francés de oído. ¿Mis antecedentes en la escritura? Soy un
    hombre que tiene más dinero que los que pasan hambre, lo que me
    convierte de algún modo en alguien deshonesto. Yo sólo miento en la hora
    exacta de la mentira. Pero cuando escribo no miento. ¿Qué más? Sí, no
    tengo clase social, marginal que soy. La clase alta me tiene como un
    monstruo raro, la clase media desconfía de que yo pueda desequilibrarla,
    la clase baja nunca viene a mí.
    No, no es fácil escribir. Es duro como romper rocas. Aunque vuelan,
    como aceros espejados, chispas y astillas.
    Ah qué miedo de empezar y todavía no saber ni siquiera el nombre de
    la muchacha. Sin hablar de que la historia me desespera por ser
    demasiado simple. Lo que me propongo contar parece fácil y al alcance de
    todos. Pero su elaboración es muy difícil pues tengo que volver nítido lo
    que está casi borrado y que apenas puedo ver. Con unas manos de
    embarrados dedos duros palpar lo invisible en el barro mismo
    Sin embargo, de una cosa estoy seguro: esta narrativa se enredará
    con una cosa delicada: la creación de una persona completa que
    ciertamente está tan viva como yo. Cuiden de ella porque mi poder consiste
    sólo en mostrarla para que ustedes la reconozcan en la calle, andando
    levemente a causa de su flacura revoloteante. ¿Y si mi narración fuese
    triste? Después ciertamente escribiré algo alegre, aunque ¿alegre por qué?
    Porque yo también soy un hombre de hosannas y un día, quién sabe,
    cantaré loas en vez de las dificultades de la nordestina.
    Mientras, quiero andar desnudo o en harapos y quiero experimentar
    por lo menos una vez la falta de gusto que dicen que tiene la hostia. Comer
    la hostia será sentir lo insulso del mundo y bañarse en el no. En eso
    consistirá mi coraje, abandonar sentimientos antiguos que ya fueron
    confortables.
    Ahora no es confortable: para hablar de la muchacha tengo que dejar
    de afeitarme durante días y adquirir ojeras oscuras por dormir poco,
    cabecear de puro agotamiento. Soy un trabajador manual, además de
    vestirme con ropas viejas y rasgadas. Todo esto para ponerme al nivel de la
    nordestina. Sé, de todos modos, que tal vez tendría que presentarme de un
    modo más convincente a las sociedades que se quejan de quien en este
    instante se encuentra escribiendo a máquina.
    Todo esto, sí, la historia es historia. Pero sabiendo antes, para no
    olvidarlo nunca, que la palabra es fruto de la palabra. La palabra tiene que
    parecerse a la palabra. Tomarla es el primer deber para conmigo. Y la
    palabra no puede ser ornamentada y artísticamente vana, tiene que ser
    sólo ella misma. Pues bien, es verdad que también quería alcanzar una
    sensación delicada y que esa delicadeza no se acabase en un final de frase
    perpetuo. Al mismo tiempo que también quiero alcanzar el trombón más
    voluminoso y bajo, grave y terrenal, tan a cambio de nada que por
    nerviosismo de escribir yo tuviese un acceso incontrolable de la risa que
    surge del pecho. Y quiero aceptar mi libertad sin pensar lo que muchos
    creen: que existir es cosa de locos, caso de locura. Porque lo parece. Existir
    no es lógico.
    La acción de esta historia tendrá como resultado mi transfiguración
    en otro y finalmente mi materialización en objeto. Sí, tal vez alcance la
    flauta dulce en la que me enredaré en suave liana.



    Pero volvamos al día de hoy. Porque, como se sabe, hoy es hoy. No me
    están entendiendo y escucho tenebroso que se ríen de mí con risas rápidas
    y ríspidas de viejos. Escucho también pasos cadenciosos en la calle. Tengo
    escalofríos de miedo. Aunque lo que voy a escribir, seguramente, ya debe
    estar de algún modo escrito en mí. Lo que tengo que hacer es copiarme con
    una delicadeza de mariposa blanca. La idea de la mariposa blanca viene de
    que, si la muchacha se casara, se casaría delgada y leve, y, por ser virgen,
    de blanco. ¿O no se casará? El hecho es que tengo en mis manos un
    destino y sin embargo no me siento con el poder de inventar libremente:
    sigo una oculta línea fatal. Estoy obligado a buscar una verdad que me
    supera. ¿Por qué escribir sobre una joven que no tiene ni siquiera una
    pobreza ornamentada? Tal vez porque en ella haya un recogimiento y
    también porque en la pobreza de cuerpo y espíritu yo toco la santidad, yo
    que quiero sentir el soplo de mi más allá. Para ser más que yo, pues soy
    tan poco.
    Escribo porque no tengo nada que hacer en el mundo: estoy de sobra
    y no hay lugar para mí en la tierra de los hombres. Escribo porque soy un
    desesperado y estoy cansado, no aguanto más la rutina de serme y si no
    fuese la sempiterna novedad de escribir, me moriría simbólicamente todos
    los días. Pero estoy preparado para salir discretamente por la puerta del
    fondo. Experimenté casi todo, incluso la pasión y su desesperación. Yo
    ahora sólo querría tener lo que hubiese sido y no fui.
    Parece que conozco los menores detalles de esta nordestina, pues vivo
    con ella. Y como adiviné muchas cosas sobre ella se me pegó en la piel
    como miel pegajosa o barro negro. Cuando yo era niño leí el cuento de un
    viejo que estaba con miedo de atravesar un río. Y fue al aparecer un
    hombre joven que también quería pasar a la otra orilla que el viejo
    aprovechó y le dijo:
    —¿Me podés llevar también? ¿Puedo ir montado en tus hombros?
    El joven asintió y superada la travesía le avisó:
    —Llegamos, ahora podés bajar.
    Pero ahí el viejo respondió muy astuto y haciéndose el tonto:
    —¡Ah no, eso no! ¡Es tan bueno estar aquí montado como estoy ahora
    que nunca más pienso bajar!





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    Mensaje por Maria Lua 27.11.24 18:45

    ***

    Pues bien: la dactilógrafa no quiere bajar de mis hombros. Justo yo
    que constato que la pobreza es fea y promiscua. Por eso no sé si mi historia
    va a ser... ¿a ser qué? No sé nada, todavía no me animé a escribirla.
    ¿Tendrá acontecimientos? Sí. ¿Pero cuáles? Tampoco lo sé. No estoy
    intentando crear en ustedes una expectativa acongojada y voraz: es que
    realmente no sé lo que me espera, tengo un personaje en ebullición entre
    las manos y que se me escapa a cada instante deseando que yo lo
    recupere.
    Me olvidé de decir que todo lo que estoy ahora escribiendo está
    acompañado por el redoblar enfático de un tambor tocado por un soldado.
    En el instante mismo en el que yo comience la historia, el tambor cesará
    súbitamente.
    Veo a la nordestina mirándose al espejo y —redoblar de tambor— en
    el espejo aparece mi rostro cansado y barbudo. A tal punto nosotros nos
    intercambiamos. No hay duda de que ella es una persona física. Y adelanto
    un hecho: se trata de una muchacha que nunca se miró desnuda porque
    tenía vergüenza. ¿Vergüenza por pudor o por ser fea? Me pregunto también
    como voy a caer con todo el cuerpo en hechos y hechos. Es que de repente
    lo figurativo me fascinó: creo la acción humana y me estremezco. También
    quiero lo figurativo así como un pintor que sólo pintase colores abstractos
    quisiese mostrar que lo hacía por gusto y no por no saber dibujar. Para
    dibujar a la muchacha tengo que domarme y para poder captar su alma
    tengo que alimentarme frugalmente de frutas y beber vino blanco helado
    pues hace calor en este cuartucho en el que me encerré y desde el cual
    tengo la veleidad de querer ver el mundo. También tuve que abstenerme
    del sexo y del fútbol. Sin hablar de que no entro en contacto con nadie.
    ¿Volveré algún día a mi vida anterior? Lo dudo mucho. Veo ahora que me
    olvidé de decir que por ahora no leo nada para no contaminar con lujos la
    simplicidad de mi lenguaje. Pues como dije la palabra se tiene que parecer
    con la palabra, mi instrumento. ¿O no soy un escritor? En verdad sería
    más bien un actor, porque sólo con el modo de puntuar hago
    malabarismos de entonación y obligo a que la respiración ajena me
    acompañe en el texto.


    También me olvidé de decir que el registro que en breve debe
    comenzar —pues ya no aguanto la presión de los hechos—, el registro que
    en breve debe comenzar está escrito bajo el auspicio de la gaseosa más
    popular del mundo y que no por eso me paga dinero, gaseosa
    desparramada por todos los países del mundo. Además fue esta bebida la
    que patrocinó el último terremoto en Guatemala. A pesar de tener gusto a
    olor de esmalte de uñas, de jabón Aristolino y de plástico masticado. Todo
    esto no impide que todos la amen con servilismo y deferencia. También
    porque —y lo que voy a decir ahora es una cosa difícil que sólo yo
    entiendo— porque esa bebida que tiene coca es hoy. Ella es un medio para
    que las personas se actualicen y se ubiquen en la hora presente.
    En cuanto a la muchacha, ella vive en un limbo impersonal, sin
    alcanzar lo peor ni lo mejor. Ella solamente vive, aspirando y espirando,
    aspirando y espirando. En verdad, ¿para qué más? Su vivir es trivial. Sí.
    ¿Pero por qué siento culpa? Busco aliviarme del peso de no haber hecho
    nada en concreto a favor de la joven. Joven —y veo que ya estoy casi en la
    20
    historia—, joven que dormía con una enagua de mezclilla con manchas
    bastante sospechosas de sangre pálida. Para dormirse, en las heladas
    noches de invierno se enroscaba en sí misma, recibiéndose y dándose su
    propio y parco calor. Dormía con la boca abierta porque tenía la nariz
    tapada, dormía exhausta, dormía hasta nunca.
    Debo agregar algo que importa mucho para la comprensión de la
    narrativa: ésta es acompañada del principio a fin por un levísimo y
    constante dolor de muelas, efecto de una dentina expuesta. Aseguro
    también que la historia será igualmente acompañada por el violín
    plañidero tocado por un hombre muy flaco que está en la esquina. Tiene la
    cara estrecha y amarilla como si ya hubiese muerto. Y tal vez esté muerto.
    Todo esto lo dije con tantas digresiones por miedo de haber prometido
    demasiado y dar apenas lo simple y lo poco. Pues esta historia es casi
    nada. El modo de comenzar de repente así como si me arrojara de repente
    en las aguas gélidas del mar, enfrentando con coraje suicida el frío intenso.
    Voy ahora a comenzar por el medio diciendo que —
    — que ella era incompetente. Incompetente para la vida. Le faltaba la
    maña para darse maña. Sólo vagamente tenía conocimiento de la especie
    de ausencia que tenía de sí en sí misma. Si fuese una criatura que se
    expresase diría: el mundo está fuera de mí, yo estoy fuera de mí. (Va a ser
    difícil escribir esta historia. A pesar de no tener nada que ver con la
    muchacha, tendré que escribirme todo a través de ella por entre mis
    asombros. Los hechos son sonoros pero entre los hechos hay un susurro.
    Es el susurro lo que me impresiona).
    Le faltaba la maña para darse maña. Tanto que (explosión) no
    argumentó nada a su favor cuando el jefe de la firma de representantes de
    roldanas le avisó con brutalidad (brutalidad que ella parecía provocar con
    su cara de tonta, en un rostro que pedía un cachetazo), con brutalidad le
    dijo que sólo Gloria, su colega, mantendría el empleo porque en lo que se
    refiere a ella se equivocaba mucho en la dactilografía, además de ensuciar
    invariablemente el papel. Esto fue lo que dijo. En cuanto a la muchacha,
    entendió que por respeto debía responder alguna cosa y habló entonces
    ceremoniosa a su jefe al que amaba secretamente:
    —Discúlpeme la molestia.
    El Señor Raimundo Silveira —que a esta altura ya le había dado la
    espalda— se volvió un poco sorprendido con la inesperada delicadeza y
    algo en la cara casi sonriente de la dactilógrafa le hizo decir con menos
    grosería en la voz, aunque a su pesar:
    —Bien, la despedida puede no ser ahora y capaz hasta que se demora
    un poco.
    Después de recibir el aviso de despido se fue al baño para estar sola
    porque se encontraba aturdida. Se miró maquinalmente al espejo opaco y
    oscurecido por encima del lavabo inmundo y descascarado, lleno de
    cabellos, lo que tan bien combinaba con su vida. Le pareció que el espejo
    no reflejaba ninguna imagen. ¿Había desaparecido por si acaso su
    existencia física? Enseguida pasó esa ilusión y observó la cara toda
    deformada por ese espejo ordinario, la nariz vuelta enorme como la de un
    payaso con nariz de cartón. Se miró y pensó al pasar: tan joven y ya
    oxidada
    dada.
    (Están los que tienen. Y están los que no tienen. Es muy simple: la
    muchacha no tenía. ¿Qué no tenía? Apenas eso mismo: no tenía. Si se
    entiende, bien. Si no, también está bien. ¿Pero por qué me ocupo de esta
    muchacha cuando lo que más deseo es trigo puramente maduro y oro del
    estío?)
    Cuando era pequeña, para castigarla, su tía quiso darle miedo
    diciéndole que el hombre-vampiro —aquél que chupa la sangre de la
    persona mordiéndole las blanduras de la garganta— no tenía reflejo en el
    espejo. Hasta no estaría nada mal ser un vampiro, porque le vendría bien
    un poco de rosado de la sangre en lo amarillento del rostro, ella que
    parecía no tener sangre a menos que viniese un día a derramarla.
    La joven tenía hombros curvos como los de una zurcidora. De
    pequeña había aprendido a zurcir. Ella se hubiese realizado mucho más si
    se hubiera dado a la delicada labor de restaurar hilos, quién sabe si de
    seda. O de lujo: satén bien brillante, beso de almas. Zurcidorita mosquito.
    Cargar en las espaldas de hormiga un grano de azúcar. Ella era levemente
    como una idiota, sólo que no lo era. No sabía que era infeliz porque tenía
    fe. ¿En qué? En ustedes, aunque no es necesario creer en alguien o en
    alguna cosa. Con creer es suficiente. Esto le daba a veces un estado de
    gracia. Nunca había perdido la fe.





    20
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    CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA) - Página 33 Empty Re: CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA)

    Mensaje por Maria Lua 28.11.24 10:16

    ***


    (Ella me incomoda tanto que me quedé vacío. Estoy vacío de esta
    muchacha. Y ella más me incomoda en cuanto menos me exige. Estoy con
    rabia. Una cólera de derrumbar vasos y platos y romper vidrios. ¿Cómo
    vengarme? O mejor, ¿cómo resarcirme? Ya sé: amando a mi perro que tiene
    más comida que la nordestina. ¿Por qué ella no reacciona? ¿No tiene un
    poco de nervios? No, ella es dulce y obediente.)
    Vio entonces dos ojos enormes, redondos, saltones e interrogativos.
    Tenía una mirada como de quien tiene un ala herida y tal vez tenía
    disturbios en la tiroides. Ojos que preguntaban. ¿A quién interrogaba ella?
    ¿A Dios? Ella no pensaba en Dios, Dios no pensaba en ella. Dios es de
    quien consiga alcanzarlo. En la distracción aparece Dios. No hacía
    preguntas. Adivinaba que no hay respuestas. ¿Era tan tonta como para
    preguntar? ¿Y de recibir un “no” en la cara? Tal vez la pregunta vacía fuese
    apenas para que un día no viniera alguien a decir que ella ni siquiera
    había preguntado. Como no había quien le respondiese ella misma parecía
    haberse respondido: es así porque es así. ¿Existe en el mundo otra
    respuesta? Si alguien sabe de una mejor, que se presente y la diga, hace
    años que estoy esperando.
    Mientras eso sucede las nubes son blancas y el cielo es todo azul.
    Para qué tanto Dios. Por qué no un poco para los hombres.
    Ella había nacido con malos antecedentes y ahora parecía una hija de
    un no-sé-qué con aire de disculparse por ocupar espacio. En el espejo
    examinó de cerca, distraídamente, las manchas en su rostro. En Alagoas
    se llamaban “panos” y decían que venían del hígado. Disimulaba los panos
    con gruesas carnadas de polvo blanco y si quedaba medio blanqueada era
    mejor que el color parduzco. Toda ella era un poco mugrienta pues
    raramente se lavaba. De día usaba falda y blusa, de noche dormía con
    enagua. Una compañera de cuarto no sabía cómo avisarle que tenía olor a
    mugriento. Y como no sabía, por eso mismo se calló, pues tenía miedo de
    ofenderla. Nada en ella era iridiscente, aunque la piel del rostro entre las
    manchas tuviese un leve brillo de ópalo. Pero no importaba. Nadie la
    miraba en la calle, ella era café frío.
    Y así pasaba el tiempo para esta muchacha. Se sonaba la nariz en el
    dobladillo de la enagua. No tenía aquella cosa delicada que se llama
    encanto. Sólo yo la veo encantadora. Sólo yo, su autor, la amo. Sufro por
    ella. Y sólo yo es que puedo decirle así: “¿qué es lo que me pedís llorando
    que yo no pueda darte cantando?” Esta muchacha no sabía que ella era lo
    que era, así como un cachorro no sabe que es cachorro. Por eso no se
    sentía infeliz. La única cosa que quería era vivir. No sabía para qué, no se
    lo preguntaba. Quién sabe, parecía creer que había una pequeña gloria en
    vivir. Ella pensaba que las personas están obligadas a ser felices. Entonces
    lo era. Antes de nacer ¿ella era una idea? ¿Antes de nacer ella estaba
    muerta? ¿Y después de nacer ella se iba a morir? Pero qué fina tajada de
    sandía.
    Hay pocos hechos para narrar y yo mismo no sé todavía qué es lo que
    estoy denunciando.
    Ahora (explosión) en rapidísimos trazos, dibujaré la vida previa de la
    muchacha hasta el momento del espejo en el baño
    Había nacido totalmente raquítica, herencia del sertón, los malos
    antecedentes de los que hablé. Con dos años de edad se le habían muerto
    los padres de fiebres malignas en el sertón de Alagoas, allí donde el diablo
    había perdido las botas. Mucho después se fue a Maceió con la tía beata, la
    única parienta que tenía en el mundo. Alguna que otra vez recordaba cosas
    olvidadas. Por ejemplo, la tía dándole coscorrones sobre la cabeza porque
    la mollera de una cabeza debía ser, imaginaba la tía, un punto vital. Le
    daba siempre con los nudillos de los dedos en la cabeza de huesos débiles
    por falta de calcio. Le golpeaba pero no era solamente porque al golpear
    gozaba de un gran placer sensual —la tía, que no se había casado por
    repulsión— es que también consideraba su deber evitar que la niña llegase
    a ser un día una de esas que se paseaban por las calles de Maceió con el
    cigarrillo encendido y esperando a un hombre. Aunque la niña no hubiese
    dado muestras de que fuese a convertirse, en el futuro, en una vagabunda
    de la calle. Pues hasta el mismo hecho de hacerse mujer no parecía
    pertenecer a su vocación. La femineidad sólo le nacería tarde porque hasta
    en la hierba nómade hay deseo de sol. Ella olvidaba los golpes: sólo había
    que esperar un poco y el dolor pasa. Pero lo que más le dolía era ser
    privada del postre de todos los días: dulce de guayaba con queso, la única
    pasión en su vida. ¿Pues no fue ese castigo el de su astuta tía? La niña no
    preguntaba por qué era siempre castigada aunque no siempre es necesario
    saberlo todo y el no saber era parte importante de su vida.
    Este no saber puede parecer malo pero no lo es tanto porque ella
    sabía muchas cosas, así como nadie le enseña a abanicar la cola a un
    perro ni a una persona a sentir hambre; se nace y de inmediato pasa a
    saberse. Así como nadie le enseñaría un día a morir: seguramente un día
    moriría como si antes se hubiese estudiado de memoria la representación
    del papel de una estrella. Pues en la hora de la muerte las personas se
    vuelven brillantes estrellas de cine, es el instante de gloria de cada uno y
    es como cuando en el canto coral se oyen agudos sibilantes.
    Cuando era pequeña había tenido el deseo intenso de criar un animal.
    Pero la tía creía que tener un animal era una boca más para alimentar.
    Entonces ella inventó que sólo le correspondía criar pulgas, ya que no
    merecía el amor de un perro. Del contacto con la tía se había quedado
    cabizbaja. Pero lo beato de su tía no se le había contagiado: muerta la tía,
    ella nunca más fue a una iglesia porque no sentía nada y las divinidades le
    eran extrañas.
    Así es la vida: se aprieta un botón y la vida se enciende. Sólo que ella
    no sabía cuál era el botón que había que apretar. Ni se daba cuenta de que
    vivía en una sociedad técnica donde ella era un tornillo del que se podía
    prescindir. Pero descubrió, inquieta, una cosa: que ya no sabía lo que era
    haber tenido padre y madre, había olvidado ese sabor. Y, si lo pensaba
    mejor, parecía ser que ella había brotado de la tierra del sertón en un
    hongo rápidamente cubierto de moho. Ella hablaba, sí, pero era
    extremadamente callada. A veces consigo extraer una palabra de ella
    aunque ella se me escapa entre los dedos.
    A pesar de la muerte de la tía, tenía la certeza de que con ella iba a
    ser diferente porque ella nunca se moriría. (Mi pasión es ser el otro. En
    este caso, la otra. Me estremezco tan enclenque como ella.)
    Lo definible me está cansando un poco. Prefiero la verdad que hay en
    el presagio. Cuando me libere de esta historia, volveré al dominio más
    irresponsable de no tener más que leves presagios. Yo no inventé a esa
    muchacha. Ella forzó dentro de mí su existencia. Ella no era ni de lejos
    una débil mental, estaba sin rumbo y era creyente como una idiota. Por lo
    menos no mendigaba comida porque hay toda una subclase de gente más
    perdida y hambrienta. Sólo yo la amo.
    Después —no se sabe por qué— habían venido para Río, el increíble
    Río de Janeiro. La tía le había conseguido un empleo, pero después se
    murió y ella, ahora sola, vivía en una pensión de cuarto compartido con
    24
    otras jóvenes, empleadas de las Tiendas Americanas.














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    CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA) - Página 33 Empty Re: CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA)

    Mensaje por Maria Lua 30.11.24 22:27

    ***


    (Ella me incomoda tanto que me quedé vacío. Estoy vacío de esta
    muchacha. Y ella más me incomoda en cuanto menos me exige. Estoy con
    rabia. Una cólera de derrumbar vasos y platos y romper vidrios. ¿Cómo
    vengarme? O mejor, ¿cómo resarcirme? Ya sé: amando a mi perro que tiene
    más comida que la nordestina. ¿Por qué ella no reacciona? ¿No tiene un
    poco de nervios? No, ella es dulce y obediente.)
    Vio entonces dos ojos enormes, redondos, saltones e interrogativos.
    Tenía una mirada como de quien tiene un ala herida y tal vez tenía
    disturbios en la tiroides. Ojos que preguntaban. ¿A quién interrogaba ella?
    ¿A Dios? Ella no pensaba en Dios, Dios no pensaba en ella. Dios es de
    quien consiga alcanzarlo. En la distracción aparece Dios. No hacía
    preguntas. Adivinaba que no hay respuestas. ¿Era tan tonta como para
    preguntar? ¿Y de recibir un “no” en la cara? Tal vez la pregunta vacía fuese
    apenas para que un día no viniera alguien a decir que ella ni siquiera
    había preguntado. Como no había quien le respondiese ella misma parecía
    haberse respondido: es así porque es así. ¿Existe en el mundo otra
    respuesta? Si alguien sabe de una mejor, que se presente y la diga, hace
    años que estoy esperando.
    Mientras eso sucede las nubes son blancas y el cielo es todo azul.
    Para qué tanto Dios. Por qué no un poco para los hombres.
    Ella había nacido con malos antecedentes y ahora parecía una hija de
    un no-sé-qué con aire de disculparse por ocupar espacio. En el espejo
    examinó de cerca, distraídamente, las manchas en su rostro. En Alagoas
    se llamaban “panos” y decían que venían del hígado. Disimulaba los panos
    con gruesas carnadas de polvo blanco y si quedaba medio blanqueada era
    mejor que el color parduzco. Toda ella era un poco mugrienta pues
    raramente se lavaba. De día usaba falda y blusa, de noche dormía con
    enagua. Una compañera de cuarto no sabía cómo avisarle que tenía olor a
    mugriento. Y como no sabía, por eso mismo se calló, pues tenía miedo de
    ofenderla. Nada en ella era iridiscente, aunque la piel del rostro entre las
    manchas tuviese un leve brillo de ópalo. Pero no importaba. Nadie la
    miraba en la calle, ella era café frío.
    Y así pasaba el tiempo para esta muchacha. Se sonaba la nariz en el
    dobladillo de la enagua. No tenía aquella cosa delicada que se llama
    encanto. Sólo yo la veo encantadora. Sólo yo, su autor, la amo. Sufro por
    ella. Y sólo yo es que puedo decirle así: “¿qué es lo que me pedís llorando
    que yo no pueda darte cantando?” Esta muchacha no sabía que ella era lo
    que era, así como un cachorro no sabe que es cachorro. Por eso no se
    sentía infeliz. La única cosa que quería era vivir. No sabía para qué, no se
    lo preguntaba. Quién sabe, parecía creer que había una pequeña gloria en
    vivir. Ella pensaba que las personas están obligadas a ser felices. Entonces
    lo era. Antes de nacer ¿ella era una idea? ¿Antes de nacer ella estaba
    muerta? ¿Y después de nacer ella se iba a morir? Pero qué fina tajada de
    sandía.
    Hay pocos hechos para narrar y yo mismo no sé todavía qué es lo que
    estoy denunciando.
    Ahora (explosión) en rapidísimos trazos, dibujaré la vida previa de la
    muchacha hasta el momento del espejo en el baño.
    Había nacido totalmente raquítica, herencia del sertón, los malos
    antecedentes de los que hablé. Con dos años de edad se le habían muerto
    los padres de fiebres malignas en el sertón de Alagoas, allí donde el diablo
    había perdido las botas. Mucho después se fue a Maceió con la tía beata, la
    única parienta que tenía en el mundo. Alguna que otra vez recordaba cosas
    olvidadas. Por ejemplo, la tía dándole coscorrones sobre la cabeza porque
    la mollera de una cabeza debía ser, imaginaba la tía, un punto vital. Le
    daba siempre con los nudillos de los dedos en la cabeza de huesos débiles
    por falta de calcio. Le golpeaba pero no era solamente porque al golpear
    gozaba de un gran placer sensual —la tía, que no se había casado por
    repulsión— es que también consideraba su deber evitar que la niña llegase
    a ser un día una de esas que se paseaban por las calles de Maceió con el
    cigarrillo encendido y esperando a un hombre. Aunque la niña no hubiese
    dado muestras de que fuese a convertirse, en el futuro, en una vagabunda
    de la calle. Pues hasta el mismo hecho de hacerse mujer no parecía
    pertenecer a su vocación. La femineidad sólo le nacería tarde porque hasta
    en la hierba nómade hay deseo de sol. Ella olvidaba los golpes: sólo había
    que esperar un poco y el dolor pasa. Pero lo que más le dolía era ser
    privada del postre de todos los días: dulce de guayaba con queso, la única
    pasión en su vida. ¿Pues no fue ese castigo el de su astuta tía? La niña no
    preguntaba por qué era siempre castigada aunque no siempre es necesario
    saberlo todo y el no saber era parte importante de su vida.
    Este no saber puede parecer malo pero no lo es tanto porque ella
    sabía muchas cosas, así como nadie le enseña a abanicar la cola a un
    perro ni a una persona a sentir hambre; se nace y de inmediato pasa a
    saberse. Así como nadie le enseñaría un día a morir: seguramente un día
    moriría como si antes se hubiese estudiado de memoria la representación
    del papel de una estrella. Pues en la hora de la muerte las personas se
    vuelven brillantes estrellas de cine, es el instante de gloria de cada uno y
    es como cuando en el canto coral se oyen agudos sibilantes.
    Cuando era pequeña había tenido el deseo intenso de criar un animal.
    Pero la tía creía que tener un animal era una boca más para alimentar.
    Entonces ella inventó que sólo le correspondía criar pulgas, ya que no
    merecía el amor de un perro. Del contacto con la tía se había quedado
    cabizbaja. Pero lo beato de su tía no se le había contagiado: muerta la tía,
    ella nunca más fue a una iglesia porque no sentía nada y las divinidades le
    eran extrañas.
    Así es la vida: se aprieta un botón y la vida se enciende. Sólo que ella
    no sabía cuál era el botón que había que apretar. Ni se daba cuenta de que
    vivía en una sociedad técnica donde ella era un tornillo del que se podía
    prescindir. Pero descubrió, inquieta, una cosa: que ya no sabía lo que era
    haber tenido padre y madre, había olvidado ese sabor. Y, si lo pensaba
    mejor, parecía ser que ella había brotado de la tierra del sertón en un
    hongo rápidamente cubierto de moho. Ella hablaba, sí, pero era
    extremadamente callada. A veces consigo extraer una palabra de ella
    aunque ella se me escapa entre los dedos.
    A pesar de la muerte de la tía, tenía la certeza de que con ella iba a
    ser diferente porque ella nunca se moriría. (Mi pasión es ser el otro. En
    este caso, la otra. Me estremezco tan enclenque como ella.)
    Lo definible me está cansando un poco. Prefiero la verdad que hay en
    el presagio. Cuando me libere de esta historia, volveré al dominio más
    irresponsable de no tener más que leves presagios. Yo no inventé a esa
    muchacha. Ella forzó dentro de mí su existencia. Ella no era ni de lejos
    una débil mental, estaba sin rumbo y era creyente como una idiota. Por lo
    menos no mendigaba comida porque hay toda una subclase de gente más
    perdida y hambrienta. Sólo yo la amo.



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    CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA) - Página 33 Empty Re: CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA)

    Mensaje por Maria Lua 01.12.24 20:27

    ***

    Después —no se sabe por qué— habían venido para Río, el increíble
    Río de Janeiro. La tía le había conseguido un empleo, pero después se
    murió y ella, ahora sola, vivía en una pensión de cuarto compartido con
    otras jóvenes, empleadas de las Tiendas Americanas.
    El cuarto estaba en un viejo caserón colonial de la áspera calle del
    Acre, entre las prostitutas que servían a los marineros, depósitos de carbón
    y de bolsas de cemento, no lejos de los muelles del puerto. El muelle
    inmundo le traía nostalgias del futuro (¿Qué es lo que está pasando?
    Parece que escuchara acordes de un piano alegre. ¿Será el símbolo de que
    la vida de la muchacha tendrá un futuro esplendoroso? Estoy contento con
    esa posibilidad y haré todo lo posible para que ésta se haga realidad.)
    Calle del Acre. Pero qué lugar. Las gordas ratas de la calle del Acre.
    Por allá yo no piso pues tengo terror, lo digo sin vergüenza, de esos pardos
    pedazos de vida inmunda.
    Una que otra vez tuvo la suerte de oír de madrugada a un gallo que le
    cantaba a la vida y ella recordó nostálgica el sertón. ¿Dónde podría haber
    un gallo cacareando en aquellos parajes resecos de artículos embalados
    para exportación e importación? (Si el lector posee algún dinero y una vida
    bien acomodada, saldrá de sí para ver a veces cómo es el otro. Si es pobre,
    no me estará leyendo porque leer es superfluo para quien tiene un ligero
    hambre permanente. Yo hago aquí el papel para ustedes de una válvula de
    escape de la vida aniquiladora de la burguesía de clase media. Sé que da
    miedo salir de uno mismo, pero todo lo que es nuevo asusta. Aunque la
    muchacha anónima de la historia sea tan antigua que podría ser una
    figura bíblica. Ella era subterránea y nunca había florecido. Miento: ella
    era hierba.)
    De los veranos sofocantes de la irrespirable calle del Acre ella sólo
    sentía el sudor, un sudor que olía mal. Este sudor me parece que tiene mal
    origen. No sé si tenía tuberculosis, creo que no. En la oscuridad de la
    noche un hombre silbando y de pasos pesados, el aullido de un perro
    vagabundo abandonado. Mientras, las constelaciones silenciosas y el
    espacio que es tiempo, que nada tiene que ver ni con ella ni con nosotros.
    Pues así pasaban los días. El canto del gallo en la aurora sanguinolenta le
    daba un sentido fresco a su vida marchita. Había de madrugada un
    pajarerío bullicioso en la calle del Acre: es que la vida brotaba del suelo,
    alegre por entre las piedras.
    Calle del Acre para vivir, calle del Lavradio para trabajar, muelles del
    puerto para ir a curiosear los domingos, uno que otro prolongado silbato
    de un navío carguero que no se sabe por qué ahogaba al corazón y uno que
    otro delicioso, aunque también doliera un poco, canto de un gallo. Era
    desde nunca que venía el canto del gallo. Venía del infinito hasta su cama,
    llenándola de gratitud. Sueño superficial porque hace casi un año que
    estaba resfriada. Tenía ataques de tos seca por la madrugada: los ahogaba
    con su almohada minúscula. Pero las compañeras del cuarto —María da
    Penha, María Aparecida, María José y María a secas— no se incomodaban.
    Estaban demasiado cansadas por el trabajo que no por ser anónimo era
    menos arduo. Una vendía polvo de arroz Coty, ay, qué cosa. Ellas se daban
    vuelta y volvían a dormirse. La tos de la otra hasta las arrullaba en un
    sueño más profundo. ¿El cielo es hacia abajo o hacia arriba?, pensaba la
    nordestina. Acostada, no lo sabía. A veces antes de dormir sentía hambre y
    quedaba medio alucinada pensando en carne de vaca. El remedio entonces
    era masticar papel bien masticadito y tragarlo.
    Sí. Me acostumbro pero no me amanso. ¡Por Dios! Me doy mejor con
    los animales que con la gente. Cuando veo a mi caballo libre y suelto en el
    prado, me dan ganas de recostar mi rostro en su vigoroso y aterciopelado
    pescuezo y contarle mi vida. Y cuando acaricio la cabeza de mi perro, sé
    que él no exige que yo tenga un motivo o que deba explicarme.
    Tal vez la nordestina ya haya llegado a la conclusión de que la vida
    incomoda bastante, alma que no cabe bien en el cuerpo, aunque fuera un
    alma trivial como la suya. Imaginaba, toda supersticiosa, que si por acaso
    llegase alguna vez a sentir un gusto muy fuerte de vivir, se rompería
    súbitamente el hechizo que la hacía princesa y se transformaría en un
    bicho rastrero. Porque, por mala que fuese su situación, ella no quería ser
    privada de sí, quería ser ella misma. Creía que sufriría un grave castigo y
    hasta correría riesgo de morir si sintiese ese gusto de vivir. Entonces se
    defendía de la muerte por intermedio de un vivir de menos, gastando poco
    de su vida para que ésta no se acabara. Esta economía le daba alguna
    seguridad pues, quien cae, del suelo no pasa. ¿Tendría ella la sensación de
    que vivía para nada? No lo puedo saber, pero creo que no. Sólo una vez se
    hizo una pregunta trágica: ¿quién soy yo? Se asustó tanto que dejó
    totalmente de pensar. Pero yo, que no llego a ser ella, siento que vivo para
    nada. Soy gratuito y pago las cuentas de luz, gas y teléfono. En cuanto a
    ella, cuando recibía el salario, a veces se compraba una rosa.
    Todo está sucediendo en este año que está pasando y sólo acabaré
    con esta difícil historia cuando quede exhausto de la lucha. No soy un
    desertor.
    A veces se acordaba de una atemorizante canción desafinada de niñas
    jugando en rueda, agarradas de las manos. Ella sólo oía sin participar
    porque la tía la necesitaba para barrer el piso. Las chicas de cabellos
    ondulados con un lazo de una cinta color rosa. “Quiero una de vuestras
    hijas chiribín chiribín chiribín”. “Escoged la que desees chiribín”. La
    música era un fantasma pálido como una rosa que es loca de belleza pero
    mortal: pálida y mortal, la muchacha era hoy el fantasma suave y
    terrorífico de una infancia sin pelota ni muñeca. Entonces solía fingir que
    corría por los corredores con una muñeca en la mano y corriendo atrás de
    una pelota y riéndose mucho. La carcajada era aterrorizadora porque
    sucedía en el pasado y sólo la imaginación maléfica la traía para el
    presente; nostalgia de lo que podría haber sido y no fue. (Yo bien que avisé
    que era literatura de cordel aunque me niegue a tener cualquier tipo de
    piedad.)
    Debo decir que esa muchacha no tiene conciencia de mí, si la tuviese
    26
    tendría a quien rezarle y sería su salvación. Pero yo tengo plena conciencia
    de ella: a través de esa joven doy mi grito de horror a la vida. La vida que
    tanto amo.
    Vuelvo a la joven: el lujo que se daba era tomar un trago frío de café
    antes de irse a dormir. Pagaba ese lujo, al despertarse, con la acidez.


    25
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    CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA) - Página 33 Empty Re: CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA)

    Mensaje por Maria Lua 02.12.24 22:06

    ***

    Ella era callada (por no tener lo que decir) pero le gustaban los ruidos.
    Eran vida. En cuanto al silencio de la noche la asustaba: parecía que
    estaba lista para decir una palabra fatal. Durante la noche en la calle del
    Acre era raro que pasase un auto, cuanto más bocinazos, mejor para ella.
    Más allá de esos miedos, como si no bastasen, tenía mucho miedo de
    agarrarse una enfermedad dañina allá debajo —eso se lo había enseñado
    su tía. A pesar de sus pequeños ovarios tan marchitos. Tan, tan. Pero vivía
    tan sumida en lo inalterable que de noche no se acordaba de lo que había
    sucedido por la mañana. Vagamente pensaba desde hace mucho y sin
    palabras lo siguiente: ya que soy, la cuestión es ser. Los gallos de los que
    hablé anunciaban otro día de cansancio más. Cantaban el cansancio. ¿Y
    las gallinas, qué hacían?, se preguntaba la muchacha. Los gallos por lo
    menos cantaban. Hablando de gallinas, la muchacha a veces comía un
    huevo duro en algún bar. Pero la tía le había enseñado que comer huevo le
    hacía mal al hígado. Siendo así, obedientemente se enfermaba y sentía
    dolores del lado izquierdo opuesto al hígado. Pues era muy impresionable y
    creía en todo lo que existía y en lo que no existía también. Pero no sabía
    disfrazar la realidad. Para ella la realidad era demasiado como para creer
    en ella. Además, la palabra “realidad” no le decía nada. Ni a mí, por Dios.
    Cuando dormía casi que soñaba que la tía le golpeaba en la cabeza. O
    soñaba extrañamente en el sexo, ella, que en apariencia era tan asexuada.
    Cuando despertaba se sentía con culpa sin saber por qué, tal vez porque lo
    que es bueno debía estar prohibido. Con culpa y contenta. A causa de las
    dudas se sentía culpable a propósito y entonces rezaba mecánicamente
    tres avemarías, amén, amen, amén. Rezaba pero sin Dios, ella no sabía
    quién era Él y por lo tanto él no existía.
    Acabo de descubrir que para ella, excepto Dios, también la realidad
    era muy poco. Se daba mejor con lo irreal cotidiano, vivía en cámara
    leeeenta, liebre saltaaaaaando en el aaaaire por las looooomas, lo errante
    era su mundo terrestre, lo errante era lo de adentro de la naturaleza.
    Y encontraba bueno estar triste. No desesperada, porque eso nunca le
    sucederá ya que era tan modesta y simple con aquella cosa indefinible,
    como si ella fuese romántica. Claro que era neurótica, no hay ni siquiera
    necesidad de decirlo. Era una neurosis que la sustentaba, mi Dios, por lo
    menos eso: muletas. Una que otra vez iba para la Zona Sur y se quedaba
    mirando las vitrinas resplandecientes de joyas y ropas satinadas, sólo para
    mortificarse un poco. Es que extrañaba el encontrarse consigo misma y
    sufrir un poco es un encuentro.
    El domingo ella se despertaba más temprano para quedarse con más
    tiempo sin hacer nada.
    El peor momento de su vida eran los domingos al final de la tarde:
    caía en una meditación inquieta, el vacío del árido domingo. Suspiraba.
    Tenía nostalgia de cuando era pequeña —harina de mandioca seca— y
    pensaba que era feliz. Aunque sea mala, la infancia, en verdad, está
    siempre encantada, qué susto. Nunca se quejaba de nada, sabía que las
    cosas son así y ¿quién organizó la tierra de los hombres? Sin duda,
    merecería un día el cielo de los tuertos donde sólo entra quien es estrábico.
    Además, no es solamente entrar en el cielo, se es tuerto en la tierra misma.
    Juro que no puedo hacer nada por ella. Les aseguro que si yo pudiera
    mejoraría las cosas. Sé muy bien que decir que la dactilógrafa tiene el
    cuerpo corrompido es una expresión brutal peor que cualquier mala
    palabra.
    (En cuanto a escribir, más vale un cachorro vivo.)
    Debo registrar aquí una alegría. Es que la muchacha en un domingo
    angustioso sin harina de mandioca tuvo una inesperada felicidad que era
    inexplicable: en los muelles del puerto vio un arcoiris. Experimentando un
    leve éxtasis, enseguida fue poseída por la ambición de ver otro más: quería
    ver, como una vez en Maceió, el estallido de mudos fuegos de artificio. Ella
    quiso más porque es una verdad cuando se le da la mano, esa gentuza se
    agarra del codo, el pueblo sueña con hambre de todo. Y quiere aún sin
    derecho alguno, ¿no es así? No había forma —al menos yo no puedo— de
    obtener los diversos brillos de la lluvia lluviosa de los fuegos de artificio.
    ¿Debo decir que ella se volvía loca por los soldados? Así era. Cuando
    veía a uno, pensaba con un estremecimiento de placer: ¿será él quien me
    mate?
    Si la muchacha supiese que mi alegría también viene de mi más
    profunda tristeza y que la tristeza era una alegría fallida. Sí, ella era un
    poquitín alegre dentro de su neurosis. Neurosis de guerra.
    Y se daba un lujo, además de ir una vez por mes al cine: se pintaba
    con un rojo groseramente escarlata las uñas de las manos. Pero como se
    las roía casi hasta la raíz, el rojo se desgastaba enseguida y abajo se veía el
    negro sucio.
    ¿Y cuando se despertaba? Cuando se despertaba no sabía más quién
    era. Sólo un poco más tarde pensaba con satisfacción: soy dactilógrafa y
    virgen, y me gusta la coca-cola. Sólo entonces se vestía de sí misma y
    pasaba el resto del día representando con obediencia el papel de ser.
    ¿Enriqueceré este relato si uso algunos términos técnicos difíciles?
    Pero ahí está la cuestión: esta historia no tiene ninguna técnica, ni de
    estilo, ella es lo que Dios quiera. Yo por nada del mundo mancharía con
    palabras brillantes y falsas una vida parca como la de la dactilógrafa.
    Durante el día yo hago, como todos, gestos que pasan desapercibidos para
    mí mismo. Pues uno de los gestos más desapercibidos es esta historia de la
    que no tengo la culpa y que saldrá como sea. La dactilógrafa vivía en una
    especie de aturdido nimbo, entre cielo e infierno. Nunca había pensado en
    “yo soy yo”. Creo que juzgaba que no tenía derecho, ella era algo azaroso.
    Un feto envuelto en un periódico y arrojado a un tacho de basura. ¿Hay
    miles como ella? Sí, miles que son sólo un azar. Pensándolo bien: ¿quién
    no es un azar en esta vida? En cuanto a mí, sólo me libro de ser nada más
    que un azar porque escribo, lo que es un acto que es un hecho. Cuando
    entro en contacto con fuerzas mías interiores es que encuentro a través
    mío al Dios de ustedes. ¿Para qué escribo? ¿Lo sé? No lo sé. Sí, es verdad,
    a veces también pienso que yo no soy yo, que es como si perteneciera a
    una galaxia lejana de tan extraño que soy a mí mismo. ¿Soy yo? Me
    asombro al encontrarme.









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    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
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    y tren de tus ilusiones."
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    Mensaje por Maria Lua 03.12.24 16:59

    ***

    La nordestina, como ya dije, no creía en la muerte, pensaba que no
    sucedería, ¿pues acaso no es que estaba viva? Se había olvidado los
    nombres de la madre y del padre, que la tía nunca mencionaba. (Con
    exceso de desenvoltura estoy usando la palabra escrita y eso me estremece
    porque quedo con miedo de apartarme del Orden y caer en un abismo
    poblado de gritos: el Infierno de la libertad. Pero continuaré.)
    Continuando:
    Todas las madrugadas prendía la radio que le había prestado María
    da Penha, una de las colegas de la pensión, y ponía el volumen bien bajito
    para no despertar a las otras. Invariablemente escuchaba Radio Reloj, que
    daba “la hora exacta y la cultura”, y ninguna música; sólo el sonido de
    gotas que caen — cada gota por cada minuto que pasaba. Y sobre todo esa
    estación de radio aprovechaba los intervalos entre esas gotas de minuto
    para dar anuncios comerciales. Ella adoraba los anuncios. Era una radio
    perfecta pues también entre los goteos de tiempo daba enseñanzas
    escuetas de las cuales algún día tal vez se viese en la necesidad de saber.
    Fue así que aprendió que el Emperador Carlomagno era en su tierra
    llamado Carolus. Es cierto que nunca había encontrado la manera de
    aplicar esa información. Pero nunca se sabe, quien espera siempre alcanza.
    Había escuchado también la información de que el único animal que no se
    cruza con el hijo era el caballo.
    —Eso, joven, es una indecencia —le dijo ella a la radio.
    Otra vez había oído: “Arrepiéntete en Cristo y Él te hará feliz”.
    Entonces ella se arrepintió. Como no sabía muy bien de qué, se arrepentía
    toda y de todo. El pastor también decía que la venganza es una cosa
    infernal. Entonces ella no se vengaba.
    Sí, quien espera siempre alcanza, ¿no?
    Tenía lo que se llama la vida interior y no sabía que la tenía. Vivía de
    sí misma como si se comiese sus propias entrañas. Cuando iba al trabajo
    parecía una loca mansa porque con el correr del ómnibus ella se perdía en
    devaneos de elevados y deslumbrantes ensueños. Estos sueños, de tanta
    interioridad, eran vacíos porque les faltaba el núcleo esencial de una
    experiencia previa de —de éxtasis, digamos. La mayor parte del tiempo
    tenía, sin saberlo, el vacío que llena el alma de los santos. ¿Ella era santa?
    Por lo que parece. No sabía que meditaba pues no sabía lo que quería decir
    la palabra. Me parece, sin embargo, que su vida era una extensa
    meditación sobre la nada. Sólo que necesitaba de los otros para creer en sí
    misma, si no se perdería en los sucesivos vacíos circulares que había en
    ella. Meditaba mientras escribía a máquina y por eso se equivocaba todavía
    más.
    Pero se daba sus gustos. En las noches frígidas, ella, toda estremecida
    bajo las sábanas de brin, solía leer a la luz de la vela los anuncios que
    recortaba de los periódicos viejos de la oficina. Coleccionaba anuncios y los
    pegaba en un álbum. Había un anuncio, el que más apreciaba, que
    mostraba en colores el pote abierto de una crema para piel de mujeres que
    simplemente no eran ella. Ejecutando el tic fatal que había aprendido de
    pestañear, imaginaba con deleite: la crema era tan apetitosa que, si tuviese
    dinero para comprarla, no sería boba. Qué piel ni nada, ella se la comería,
    sí, a cucharadas y del pote mismo. Es que le faltaban grasas y su
    organismo estaba seco como bolsa medio vacía de tostadas despedazadas.
    Se había vuelto como el tiempo: materia viviente en su forma primaria. Tal
    vez fuese así para defenderse de la gran tentación de ser infeliz de una vez
    por todas y de tener lástima de sí misma. (Cuando pienso que yo podría
    haber nacido ella —¿y por qué no?— me estremezco. Y me parece una fuga
    cobarde el hecho de yo no ser ella y siento culpa, como dije en uno de los
    títulos.)
    En todo caso, el futuro parecía que iba a ser mucho mejor. Por lo
    menos el futuro tenía la ventaja de no ser el presente y siempre hay algo
    mejor para lo malo. Pero no había en ella miseria humana. Es que tenía en
    sí misma algo de flor fresca. Pues, por extraño que parezca, ella creía. Era
    apenas fina materia orgánica. Existía. Sólo eso. ¿Y yo? De mí sólo se sabe
    que respiro.
    Aunque en ella sólo tuviese la pequeña llama indispensable: un soplo
    de vida. (Estoy pasando por un pequeño infierno con este relato. Quieran
    los dioses que yo nunca describa a un lázaro porque si no me cubriría de
    lepra.) (Si me estoy demorando un poco en hacer que suceda lo que ya
    preveo vagamente, es porque necesito hacer varios retratos de esa
    alagoana. Y también porque si hubiera algún lector para esta historia
    quiero que se empape de la joven así como un trapo de piso todo
    encharcado. La muchacha es una verdad de la cual yo no quería saber. No
    sé a quién acusar pero un reo debe de haber.)
    ¿Al entrar en la semilla de su vida, estaré como violando el secreto de
    los faraones? ¿Tendré como castigo la muerte por hablar de una vida que
    contiene, como todas nuestras vidas, un secreto inviolable? Busco con
    furia encontrar en esa existencia por lo menos un topacio de esplendor. Al
    final tal vez lo vislumbre, pero eso todavía no lo sé, aunque mantengo las
    esperanzas.
    Me olvidé de decir que a veces la dactilógrafa tenía náuseas al comer.
    Eso le venía desde pequeña cuando supo que había comido gato frito. Esto
    la asustó para siempre. Perdió el apetito y sólo sentía el gran hambre. Le
    parecía que había cometido un crimen y que había comido ángel frito, las
    alas crujiendo entre los dientes. Ella creía en ángeles y, porque creía, ellos
    existían.
    Nunca había cenado o almorzado en un restaurante. Solía hacerlo de
    pie en el bar de la esquina. Tenía la vaga idea de que mujer que entra en
    restaurante es francesa y hecha para el disfrute.
    Había cosas que no sabía lo que significaban. Una era “efemérides”.
    ¿No le hacía el Señor Raimundo copiar con su linda letra la palabra
    efemérides o efeméricas? Encontraba el término efemérides absolutamente
    misterioso. Cuando lo copiaba le prestaba atención a cada letra. Gloria era
    estenógrafa y no sólo ganaba más sino que parecía no confundirse con las
    palabras difíciles que tanto le gustaban al jefe. Mientras, la muchachita se
    había apasionado por la palabra efemérides.
    Otro retrato: nunca había recibido regalos. Además, ella no necesitaba
    de mucho. Pero un día vio algo que por un pequeño instante codició: un
    libro que el Señor Raimundo, dado a la literatura, había dejado sobre la
    mesa. El título era Humillados y ofendidos. Se quedó pensativa. Tal vez se
    había encontrado definida, por primera vez, en una clase social. ¡Pensó,
    pensó y pensó! Llegó a la conclusión de que en verdad jamás nadie la había
    ofendido y todo lo que sucedía era porque las cosas son de esa manera y
    no había lucha posible. ¿Para qué luchar?
    Me pregunto: ¿conocería algún día el amor y sus adioses? ¿Conocería
    algún día el amor y sus desmayos? ¿Tendría a su modo el dulce vuelo? No
    lo sé. Qué debe hacerse con la verdad de que todo el mundo está un poco
    triste y un poco solo. La nordestina se perdía en la multitud. En la plaza
    Mauá, donde tomaba el ómnibus, hacía frío y no había ningún abrigo
    contra el viento. Ah, pero existían los barcos cargueros que le daban
    nostalgias quién sabe de qué. Eso sólo a veces. En verdad, salía de la
    oficina sombría, se enfrentaba al clima de afuera y constataba entonces
    que todos los días a la misma hora era exactamente la misma hora. El gran
    reloj que funcionaba en el tiempo era irremediable. Sí, para mí
    desesperación, las mismas horas. Pero bien, ¿y entonces? Entonces nada.
    En mi caso, autor de una vida, no me llevo bien con la repetición: la rutina
    me aparta de mis posibles novedades.
    Hablando de novedades, la muchacha un día vio en un bar un
    hombre tan, tan, tan lindo que... que quiso tenerlo en su casa. Debería ser
    como —como tener una gran esmeralda-esmeralda-esmeralda en un
    estuche abierto. Intocable. Por la alianza vio que estaba casado. Como
    casarse con-con-con un ser que era para-para-para ser visto,
    tartamudeaba en su pensamiento. Se moriría de vergüenza si tuviera que
    comer frente a él porque él era lindo más allá del equilibrio posible de una
    persona.




    30
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    Mensaje por Maria Lua 05.12.24 0:03

    ***

    ¿Nunca quiso descansar sus espaldas al menos por un día? Sabía que
    si le hablase de eso al jefe él no le creería que le dolía la columna. Entonces
    se valió de una mentira que convence más que la verdad: le dijo al jefe que,
    al día siguiente, no podría trabajar porque arrancarse un diente era muy
    peligroso. Y la mentira funcionó. A veces sólo la mentira salva. Entonces, al
    día siguiente, cuando las cuatro Marías cansadas fueron a trabajar, ella
    tuvo por primera vez en su vida una de las cosas más valiosas: la soledad.
    Tenía el cuarto sólo para ella. No creía usufructuar mucho espacio. Y no se
    escuchaba ni una palabra. Entonces, en un acto de absoluto coraje pues
    su tía no la hubiese entendido, se puso a bailar. Danzaba y giraba porque
    al estar sola se volvía: ¡l-i-b-r-e! Se aprovechaba de todo, de la soledad
    arduamente conseguida, de la radio a pilas sonando lo más alto posible, de
    la vastedad del cuarto sin las Marías. Tomó, como un favor que le hacía la
    propietaria, un poco de café soluble y, también como favor, le pidió agua
    hirviendo y se tomó todo el café lamiéndose y delante del espejo para no
    perderse nada de sí misma. Encontrarse consigo mismo era una alegría
    que hasta entonces ella desconocía. Creo que nunca estuve tan contenta
    en la vida, pensó. No le debía nada a nadie y nadie le debía nada. Hasta se
    dio el lujo de experimentar el tedio, un tedio muy diferente a los otros.
    Desconfío un poco de su inesperada facilidad para pedir favores.
    ¿Necesitaba ella de condiciones especiales para tener encanto? ¿Por qué no
    actuaba siempre así en la vida? Si hasta verse en el espejo no fue tan
    aterrador; estaba contenta, pero cómo dolía.
    —¡Ah mes de mayo, no me dejes nunca más! (Explosión) fue su íntima
    exclamación al día siguiente, el 7 de mayo, ella, que nunca exclamaba.
    Probablemente porque al fin alguna cosa le era dada. Dada por ella misma,
    pero dada.
    En la mañana del día 7, un éxtasis inesperado para el tamaño de su
    cuerpo. La luz abierta y brillante de las calles atravesaba su opacidad.
    Mayo, mes de los velos de novia que fluctúan en blanco.
    Lo que sigue es apenas una tentativa de reproducir tres páginas que
    escribí y que mi cocinera, viéndolas sueltas, las arrojó para mi
    desesperación a la basura —que los muertos me ayuden a soportar lo casi
    insoportable, ya que de nada me sirven los vivos. Ni de lejos conseguí
    igualar la tentativa de repetición artificial de lo que originalmente escribí
    sobre el encuentro con su futuro novio. Con humildad, contaré ahora la
    historia de la historia. Por lo tanto, si me preguntaran cómo fue, diré: no
    sé, me perdí el encuentro.
    Mayo, mes de las mariposas novias fluctuando entre velos blancos. Su
    exclamación tal vez haya sido un preanuncio de lo que iría a suceder al
    caer la tarde de ese mismo día: en medio de la lluvia abundante encontró
    (explosión) la primer especie de novio de su vida, su corazón latiendo como
    si ella se hubiese devorado un pajarito revoloteante y prisionero. El
    muchacho y ella se miraron por entre la lluvia y se reconocieron como dos
    nordestinos, animales de la misma especie que se olfatean. Él la miró
    mientras se secaba el rostro mojado con las manos. Y la muchacha, le
    bastó verlo para convertirlo inmediatamente en su dulce de guayaba con
    queso. Él...
    Él se aproximó y con la tonada de nordestino que la emocionó, le
    preguntó:
    —Me disculpa señorita, pero ¿puedo invitarla a pasear?
    —Sí —respondió precipitadamente antes de que él cambiara de idea.
    —Si me permite, ¿me diría cuál es su gracia?
    —Macabea.
    —¿Maca qué?
    —Bea —se vio obligada a completar.
    —Le pido que me disculpe pero parece una enfermedad de la piel.
    —Yo también lo encuentro raro pero mi mamá me lo puso por una
    promesa que le hizo a Nuestra Señora de la Buena Muerte para que yo
    sobreviviera. Hasta que tuve un año yo no era llamada de nada porque no
    tenía nombre y yo hubiese preferido a que nunca me pusieran ningún
    nombre en vez de tener uno que nadie tiene. Pero finalmente la promesa
    funcionó —se detuvo un instante retomando la respiración perdida y
    agregó desanimada y con pudor— pues como el señor puede ver, yo
    sobreviví, ¿no?
    —También en el sertón de Paraíba la promesa es cuestión de una
    gran deuda de honor.
    Los dos ignoraban cómo se pasea. Anduvieron bajo la espesa lluvia y
    se detuvieron delante de la vidriera de una ferretería donde estaban
    expuestos, detrás del vidrio, caños, latas, grandes tornillos y clavos. Y
    Macabea, con miedo de que el silencio ya significase una ruptura, le dijo a
    su recién enamorado:
    —A mí me gustan los tornillos y los clavos, ¿y a usted?
    La segunda vez que se encontraron caía una llovizna que mojaba
    hasta los huesos. Sin ni siquiera tomarse de las manos caminaban bajo la
    lluvia que, en la cara de Macabea, parecía correr como lágrimas.
    La tercera vez que se encontraron —¿pero no era que estaba
    lloviendo?— el muchacho, irritado y perdiendo el leve barniz de finura que
    el padrastro costosamente le había enseñado, le dijo:
    —¡Pero usted también lo único que sabe es llover!
    —Perdón.
    Pero ella ya lo amaba tanto que no sabía ya cómo librarse de él.
    Estaba desesperada de amor.
    Una de las veces que se encontraron ella le preguntó finalmente el
    nombre.
    —Olímpico de Jesus Moreira Chaves —mintió ya que tenía solamente
    como apellido Jesús, apellido de los que no tienen padre. Había sido criado
    por un padrastro que le había enseñado el modo educado de tratar a las
    personas para aprovecharse de ellas y le había enseñado también a
    conquistar mujeres:
    —No entiendo su nombre —dijo ella— ¿Olímpico?
    Macabea fingía una curiosidad enorme escondiéndole el hecho que
    ella nunca entendía todo muy bien y que eso era siempre así. Pero él,
    gallito de riña que era, sintió escalofríos en todo el cuerpo con la pregunta
    tonta y que no sabía cómo responder. Dijo enojado:
    —¡Lo sé pero no tengo ganas de decirlo!
    —No te enojes, no te enojes, no te enojes... no es necesario que la
    gente entienda los nombres.
    Ella sabía lo que era el deseo —aunque no supiera que sabía. Era así:
    se quedaba hambrienta pero no de comida, era un gusto medio doloroso
    que subía desde el bajo vientre y le erizaba las puntas de los senos y los
    brazos vacíos sin abrazos. Ella se volvía toda dramática y vivir dolía.
    Terminaba entonces medio nerviosa y Gloria le daba agua con azúcar.




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    Mensaje por Maria Lua 05.12.24 22:05

    ***

    Olímpico de Jesus trabajaba de obrero en una metalúrgica y ella ni se
    dio cuenta de que él no se llamaba a sí mismo “obrero” sino “metalúrgico”.
    Macabea estaba contenta con su posición social porque ella también tenía
    el orgullo de ser dactilógrafa, aunque ganara menos que el salario mínimo.
    Ella y Olímpico eran alguien en el mundo. “Metalúrgico y dactilógrafa”
    formaban una pareja con clase. La tarea de Olímpico tenía el gusto que se
    siente cuando se fuma un cigarrillo encendiéndolo por el lado equivocado,
    por la punta del filtro. El trabajo consistía en pegar las barras de metal que
    se despegaban de arriba de la máquina para colocarlas debajo, sobre una
    placa deslizante. Nunca se había preguntado por qué colocaba la barra
    debajo. La vida de él no era mala y hasta podía economizar un poco de
    dinero: dormía gratis en una garita de unas obras en demolición gracias a
    la solidaridad del sereno.
    Macabea dijo:
    —Los buenos modales son la mejor herencia.
    —Pues para mí la mejor herencia es mucho dinero. Un día voy a ser
    muy rico, dijo él, que tenía una grandeza demoníaca: su fuerza sangraba.
    Una cosa que deseaba era ser torero. Una vez había ido al cine y se
    estremeció de la cabeza a los pies cuando vio la capa roja. No tenía pena
    del toro. Lo que le gustaba era ver sangre.
    En el Nordeste había juntado salarios y salarios para arrancarse un
    canino perfecto y cambiarlo por un diente de oro reluciente. Este diente le
    daba posición en la vida. Además, matar había hecho de él un hombre con
    mayúscula. Olímpico no tenía vergüenza, era lo que se llamaba en el
    Nordeste de “cabra insolente”.1
    Pero no sabía que era un artista: en las
    horas de descanso esculpía figuras de santo y eran tan bonitas que él no
    las vendía. Él ponía todos los detalles y, sin faltar el respeto, esculpía todo
    del Niño Jesús. Él pensaba que lo que es, es; y que Cristo había sido
    además de santo un hombre como él, aunque sin diente de oro.
    Los negocios públicos le interesaban a Olímpico. Le encantaba oír
    discursos y tenía sus pensamientos, sí los tenía. Se agachaba con el
    cigarrillo barato en las manos y pensaba. Como en Paraíba él se agachaba
    en el piso, el trasero sentado a distancia cero y meditaba. Él decía en voz
    alta y solo:
    —Soy muy inteligente y hasta seré diputado.
    ¿O acaso no era bueno dando discursos? Tenía el tono cantado y el
    recitado untuoso, propio de quien abre la boca y habla pidiendo y
    ordenando los derechos del hombre. Sobre el futuro en este relato no digo
    nada: ¿pero no terminó él como diputado y obligando a los demás a
    llamarlo de doctor?
    Macabea era en verdad una figura medieval en cuanto Olímpico de
    Jesus se juzgaba una pieza clave de esas que abren cualquier puerta.
    Macabea simplemente no era técnica, ella era solamente ella. No, no quiero
    caer en sentimentalismos y por lo tanto voy a cortar la desventura implícita
    de esta chica. Pero tengo que advertir que Macabea nunca había recibido
    una carta en su vida y el teléfono de la oficina sólo sonaba para el jefe y
    Gloria. Ella una vez le pidió a Olímpico que la llamara por teléfono. Él dijo:
    —¿Llamarte por teléfono para oír tus pavadas?
    Cuando Olímpico le dijo que terminaría diputado por el Estado da
    Paraíba, ella se quedó boquiabierta y pensó: ¿cuando nos casemos
    entonces seré diputada? No quería, pues diputada le parecía un nombre
    feo. (Como ya dije, ésta no es una historia de pensamientos. Después
    probablemente volveré a las innominadas sensaciones, hasta sensaciones
    de Dios. Pero la historia de Macabea debe salir si no voy a reventar.)
    Las escasas conversaciones entre los enamorados versaban sobre la
    harina de mandioca, la carne-de-sol, la carne-seca, la panela, el jugo de
    caña de azúcar. Pues ese era el pasado de ambos y ellos olvidaban la
    amargura de la infancia porque ésta, una vez que pasó, es siempre dulceamarga y hasta produce nostalgia. Se parecían demasiado a hermanos,
    cosa que —sólo ahora me estoy percatando— no da para casarse. Pero yo
    no sé si ellos sabían eso. ¿Se casarían o no? Todavía no lo sé, sólo sé que
    eran de algún modo inocentes y hacían poca sombra en el piso.





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    Mensaje por Maria Lua 06.12.24 10:12

    ***
    No mentí, ahora lo veo todo: él no era inocente a pesar de ser una
    víctima general del mundo. Tenía dentro de sí, lo descubrí ahora, la dura
    semilla del mal, le gustaba vengarse, ese era su mayor placer y lo que le
    daba fuerza de vida. Más que ella, que no tenía ángel de la guarda.
    En fin, lo que fuese a acontecer, acontecería. Y mientras tanto nada
    acontecía, ellos dos no sabían inventar acontecimientos. Se sentaban en lo
    que es gratis: banco de plaza pública. Y acomodados allí, nada los
    distinguía del resto de nada. Para mayor gloria de Dios.
    Él: —Así es.
    Ella: —¿Así es qué?
    Él: —¡Sólo dije así es!
    Ella: —¿Pero “así es” qué cosa?
    Él: —Mejor cambiemos de tema porque no me entendés.
    Ella: —¿Entender qué?
    Él: —¡Virgen santa! ¡Vamos a cambiar de tema mejor, Macabea!
    Ella: —¿Pero hablamos entonces de qué?
    Él: —De vos, por ejemplo.
    Ella: —¡¿Yo?!
    Él: —¿Por qué te asombrás? ¿No sos una persona acaso? Las
    personas hablan de las personas.
    Ella: —Disculpame pero no creo que yo sea tan persona.
    Él: —¡Pero todo el mundo es persona, mi Dios!
    Ella: —Es que no me acostumbré.
    Él: —¿A qué no te acostumbraste?
    Ella: —Ah, no sé explicarlo.
    Él: —¿Y entonces?
    Ella: —¿Entonces qué?
    Él: —¡Mirá, me voy, sos insoportable Macabea!
    Ella: —Es que yo sólo sé ser insoportable, no sé ser otra cosa. ¿Qué
    debería hacer para lograr ser soportable?
    Él: —¿Podés parar de decir pavadas? ¿Por qué no hablás de algo de lo
    que te den ganas?
    Ella: —Creo que no sé hablar.
    Él: —¿Qué es lo que no sabés?
    Ella: —¿Eh?
    Él: —Mirá, hasta estoy transpirando de la amargura. Mejor no
    hablemos de nada, ¿no te parece?
    Ella: —Bueno, está bien, como quieras.
    Él: —No tenés arreglo. En cuanto a mí, tanto me llamaron, que yo me
    volví yo. En el sertón de Paraíba no hay quien no sepa quién es Olímpico. Y
    algún día todo el mundo sabrá de mí.
    —¿Sí?
    —Pero es lo que te estoy diciendo. ¿No me creés?
    —Te creo, sí, te creo, te creo y no te quiero ofender.
    De pequeña ella había visto una casa pintada de rosa y blanco con un
    jardín en donde había un pozo cavado con agua y todo. Era lindo mirar
    para adentro. Entonces su ideal se había transformado en eso: en llegar a
    tener un pozo sólo para ella. Pero no sabía cómo hacer y entonces le
    preguntó a Olímpico:
    —¿Vos sabés si un agujero puede comprarse?
    —¿Pero vos no te diste cuenta? ¿No pensaste que todo lo que
    36
    preguntás no tiene respuesta?
    Ella se quedó con la cabeza inclinada hacia el hombro como una
    paloma que está triste.
    Una vez, cuando él le decía que se iba a hacer rico, ella le dijo:
    —¿No será solamente una fantasía?
    —Andate al infierno, lo único que sabés hacer es desconfiar. Y no te
    digo malas palabras porque sos una muchacha casta.
    —No te enojes, dicen que enojarse puede producir una herida en el
    estómago.
    —Para nada me enojo, yo estoy convencido de que voy a triunfar. Y
    vos, ¿tenés preocupaciones?
    —No, no tengo ninguna. Creo que no necesito vencer en la vida.
    Fue la única vez que le habló de sí misma a Olímpico de Jesus.
    Estaba habituada a olvidarse de sí misma. Nunca alteraba sus hábitos,
    tenía miedo de inventar.
    —¿Sabías que en Radio Reloj dijeron que un hombre escribió un libro
    llamado Alicia en el País de las Maravillas y que también era un
    matemático? Hablaron también de “élgebra”. ¿Qué quiere decir “élgebra”?
    —Saber sobre eso es cosa de marica, de un hombre que se parece a
    una mujer. Disculpas por haberte dicho la palabra marica que, para una
    chica decente, es una mala palabra.
    —En esa radio ellos dicen cosas como “cultura” y otras palabras
    difíciles, por ejemplo: ¿qué quiere decir “electrónico”?
    Silencio.
    —Yo lo sé pero no tengo ganas de decirlo.
    —A mí me gusta tanto escuchar las gotas de minutos de tiempo que
    suenan así: tic-tac-tic-tac-tic. Radio Reloj dice que da la hora exacta,
    cultura y anuncios. ¿Qué quiere decir cultura?
    —Cultura es cultura —continuó él emperrado—. Vos también vivís
    arrinconándome contra la pared.
    —Es que hay muchas cosas que no entiendo bien. ¿Qué quiere decir
    “renta per capita”?
    —Eso es fácil: es cosa de médicos.
    —¿Qué quiere decir calle Conde de Bonfim? ¿Qué es conde? ¿Y
    príncipe?
    —Conde es conde, claro. Yo no necesito la hora exacta porque tengo
    reloj.
    No contó que lo había robado en el baño de la fábrica: un colega lo
    había dejado en el lavatorio mientras se aseaba las manos. Nadie lo sabía
    pero él era un verdadero técnico del robo: no usaba reloj de pulsera en el
    trabajo.
    —¿Sabés qué más aprendí? Ellos dijeron que había que tener alegría
    de vivir. Entonces yo la tengo. También escuché una música linda y hasta
    lloré.





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    CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA) - Página 33 Empty Re: CLARICE LISPECTOR II ( ESCRITORA BRASILEÑA)

    Mensaje por Maria Lua 07.12.24 18:34

    ***

    —¿Era un samba?
    —Creo que sí. La cantaba un hombre llamado Carusso que se dice
    que ya murió. La voz era tan suave que al oírla causaba dolor. La música
    se llamaba “Una Furtiva Lacrima”. No sé por qué ellos no dijeron lágrima.
    “Una Furtiva Lacrima” fue la única cosa bellísima que hubo en su
    vida. Mientras secaba sus lágrimas, intentó cantar lo que había oído. Pero
    su voz era cruda y tan desafinada como lo era ella. Cuando escuchó
    comenzó a llorar. Era la primera vez que lloraba, no sabía que tenía tanta
    agua en los ojos. Lloraba, se sonaba la nariz sin saber ya por qué lloraba.
    No lloraba por causa de la vida que llevaba: porque, no habiendo conocido
    otros modos de vivir, había aceptado que con ella era “así”. Pero también
    creo que lloraba porque, a través de la música, adivinaba que tal vez había
    otros modos de sentir, había existencias más delicadas y hasta con un
    cierto lujo de alma. Muchas cosas sabía que no sabía entender.
    ¿“Aristocracia” significaba por si acaso una gracia concedida?
    Probablemente. Si es así, que así sea. Zambullida en la vastedad del
    mundo musical que no necesitaba ser entendido. Su corazón se había
    disparado. Y junto con Olímpico de repente adquirió coraje y arrojándose
    en lo desconocido de sí misma dijo:
    —Creo que hasta sé cantar esa música. La-la-la-la-la.
    —Parecés una muda cantando. ¡Qué voz de caña partida!
    —Debe ser porque es la primera vez que canto en la vida.
    Ella creía que “lacrima” en vez de lágrima era un error del hombre de
    la radio. Nunca se le había ocurrido que existiera otra lengua y pensaba
    que en Brasil se hablaba brasileño. Además de los barcos cargueros del
    mar los domingos, sólo tenía esa música. El sustrato último de la música
    era su única vibración.
    Y el noviazgo continuaba endeble. Él:
    —Después de que mi santa madre murió, ya nada me retenía en
    Paraíba.
    —¿De qué murió?
    —De nada. Se acabó su salud.
    Él hablaba cosas grandiosas pero ella prestaba más atención a las
    cosas insignificantes como ella misma. Así percibió un portón oxidado,
    retorcido, chirriante y descascarado que abría camino a una serie de
    casitas iguales de un barrio residencial. Llegó en eso el ómnibus. Las casas
    del barrio además del número 106 tenían una plaqueta donde estaba
    escrito el nombre de las casas. Una se llamaba “Nacimiento del Sol”. Lindo
    nombre que además auguraba cosas buenas.
    Ella encontraba a Olímpico muy conocedor de las cosas. Él decía lo
    que ella nunca había oído. Una vez él habló así:
    —La cara es más importante que el cuerpo porque la cara muestra lo
    que la persona está sintiendo. Vos tenés cara de que comiste algo que no te
    gustó. No me agrada una cara triste, tratá de cambiar —y dijo una palabra
    difícil—, tratá de cambiar la “expresión”.
    Ella dijo consternada:
    —No sé cómo se hace para tener otra cara. Pero sólo en la cara estoy
    triste porque por dentro estoy hasta alegre. Es tan bueno vivir, ¿no?
    —¡Claro! Pero vivir bien es de privilegiados. Yo soy uno de ellos y vos
    me ves flaco y pequeño pero soy fuerte, con solo un brazo te puedo levantar
    por los aires. ¿Querés ver?
    —No, no, la gente está mirando y van a pensar mal.
    —Nadie mira a las flacuchas raras.
    Y se fueron para la esquina. Macabea estaba muy feliz. Realmente él
    la levantó por los aires, encima de su propia cabeza. Ella dijo eufórica:
    —Así debe ser viajar en avión.
    Sí. Pero de repente él no aguantó el peso en un solo brazo y ella se
    cayó de cara en el barro y la nariz comenzó a sangrarle. Pero como era
    considerada, enseguida le estaba diciendo:
    —No te preocupes, fue una caída sin importancia.
    Como no tenía pañuelo para limpiarse el barro y la sangre, se secó el
    rostro con la falda mientras decía:
    —No mirés mientras me limpio, por favor, está prohibido levantarse el
    vestido.
    Pero él se emperró definitivamente y no dijo ni una palabra más. Pasó
    varios días sin pasarla a buscar: su honor había sido herido.
    Al final terminó por volver a ella. Por motivos diferentes entraron en
    una carnicería. Para ella el olor de la carne cruda era un perfume que la
    hacía levitar toda como si hubiese comido. En cuanto a él, lo que quería
    era ver al carnicero y su cuchillo afilado. Le tenía envidia y también quería
    ser carnicero. Meter el cuchillo en la carne lo excitaba. Ambos salieron de
    la carnicería satisfechos. Ella se preguntaba: ¿qué gusto tendrá esta
    carne? Y él, en cambio, se preguntaba: ¿cómo es que una persona logra ser
    carnicero? ¿Cuál era el secreto? (El padre de Gloria trabajaba en una
    carnicería bellísima.) Ella dijo:
    —Voy a tener tantas nostalgias de mí cuando me muera...
    —Qué tontería. Se muere y se muere de una vez.
    —No fue lo que me enseñó mi tía.
    —Qué me importa tu tía.
    —¿Sabés qué es lo que yo más quería en la vida? Ser artista de cine.
    Sólo voy al cine el día que el jefe me paga. Yo escojo cines berretas, salen
    más barato. Adoro a los artistas. ¿Sabés que Marilyn era toda color de
    rosa?
    —Y vos color de sucia. No tenés ni rostro ni cuerpo como para ser
    artista de cine.
    —¿En serio creés eso?
    —Se ve en el aspecto.
    —No me gusta ver sangre en el cine. No puedo verla porque me dan
    ganas de vomitar.
    —¿De vomitar o de llorar?
    —Hasta el día de hoy, gracias a Dios, nunca vomité.
    —Sí, de esa vaca no sale leche.





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    Mensaje por Maria Lua 08.12.24 8:30

    ***

    Pensar era tan difícil, ella no sabía de qué manera se pensaba. Pero
    Olímpico no sólo pensaba sino que también usaba palabrerío fino. Nunca
    olvidaría que en el primer encuentro él la había llamado “señorita”, él había
    hecho de ella un alguien. Como era un alguien, se compró un lápiz labial
    color rosa. Los diálogos que tenían siempre eran huecos. Se daba cuenta
    de que ni remotamente había dicho nunca una palabra verdadera. Y al
    “amor” ella no lo llamaba amor, lo llamaba un no sé qué.
    —Mirá, Macabea...
    —¿Mirá qué?
    —¡No, Dios mío, no es “mirá” de ver, es “mirá” como cuando se quiere
    que una persona escuche! ¿Me estás escuchando?
    —Todito, todito.
    —¡Todito qué, Dios mío, si todavía no dije nada! Mirá, voy a pagarte
    un cafecito en el bar, ¿querés?
    —¿Puede ser con un poco de leche?
    —Claro, es el mismo precio, si llegara a ser más, pagás la diferencia.
    Macabea no le ocasionaba ningún gasto a Olímpico. Salvo esta vez
    cuando le pagó el café cortado que ella llenó de azúcar hasta que casi
    vomita, pero se controló para no pasar vergüenza. Ella le puso mucha
    azúcar para aprovechar.
    Una vez fueron los dos al Jardín Zoológico y ella se pagó su propia
    entrada. Se asombró mucho al ver a los animales. Tenía miedo y no los
    entendía: ¿por qué vivían? Pero cuando vio la masa compacta, corpulenta,
    negra y rolliza del rinoceronte que se movía en cámara lenta, tuvo tanto
    miedo que se meó encima. El rinoceronte le pareció un error de Dios, que
    por favor me perdone, ¿sí? Pero no había pensado en ningún Dios, era
    apenas un modo de. Por la gracia de alguna divinidad, Olímpico no se dio
    cuenta de nada y ella le dijo:
    —Estoy mojada porque me senté en un banco mojado.
    Y él no percibió nada. Ella rezó automáticamente en agradecimiento.
    No era agradecimiento a Dios, sólo estaba repitiendo lo que había
    aprendido en la infancia.
    —La jirafa es tan elegante, ¿no?
    —Tonterías, los animales no son elegantes.
    Ella tuvo envidia de la jirafa que se paraba tan lejos, en el aire. Y
    como vio que sus comentarios sobre los animales no le agradaron a
    Olímpico, buscó otro tema:
    —En Radio Reloj dijeron una palabra que encontré un poco rara:
    mimetismo.
    Olímpico la miró desconfiado:
    —¿Te parece que son palabras para que diga una chica virgen? ¿Y
    para qué sirve saber tanto? El Mangue está lleno de jovencitas que hicieron
    demasiadas preguntas.
    —¿El Mangue es un barrio?
    —Es un lugar malo, al que sólo pueden ir los hombres. Aunque no lo
    entiendas te voy a decir una cosa: todavía se encuentran mujeres baratas.
    Vos me costaste poco, un cafecito. No voy a gastar más con vos, ¿está
    bien?
    Ella pensó: no merezco que él me pague nada porque me hice pipí.
    Después de la lluvia en el Jardín Zoológico, Olímpico no fue más el
    mismo: se había desenfrenado. Y sin darse cuenta que él mismo era de
    pocas palabras como le corresponde a un hombre serio, le dijo:
    —¡Qué vida perra! ¿Por qué no abrís el pico o hablás de algo
    interesante?
    Entonces afligida ella le dijo:
    —¡Mirá, el Emperador Carlomagno era llamado en su tierra Carolus!
    ¿Y vos sabías que la mosca vuela tan deprisa que si volase en línea recta
    ella daría la vuelta al mundo en 28 días?
    —¡Eso es mentira!
    —No, no lo es, te lo juro por mi alma pura que aprendí eso en la Radio
    Reloj.
    —Pues no te creo.
    —Que me caiga muerta en este instante si estoy mintiendo. Que mi
    padre y mi madre se queden en el infierno si te estoy engañando.
    —Vas a ver que te caés muerta. Escuchá una cosa: ¿sos idiota o te
    hacés?
    —No sé bien lo que soy, me encuentro un poco... ¿qué?... Quiero
    decir, no sé bien quién soy.
    —Pero por lo menos sabés que te llamás Macabea, ¿no?
    —Es verdad. Pero no sé lo que hay dentro de mi nombre. Sólo sé que
    nunca fue importante...
    —Pues quiero que sepas que ni nombre será escrito en los diarios y
    será conocido por todo el mundo.
    Ella le dijo a Olímpico:
    —¿Sabés que en la calle donde vivo hay un gallo que canta?
    —¿Por qué mentís tanto?
    —¡Te juro! ¡Quiero ver a mi madre caerse muerta si lo que digo no es
    verdad!
    —¿Pero tu mamá no se murió?
    —Ah, es verdad... qué cosa...
    (¿Pero y yo? ¿Y yo, que estoy contando esta historia que nunca me
    sucedió ni a mí ni a nadie que yo conozca? Quedo abismado al saber tanta
    verdad. ¿Mi oficio doloroso consiste en adivinar en la carne la verdad que
    nadie quiere observar? Si sé casi todo de Macabea es porque una vez
    atrapé al vuelo la mirada de una nordestina amarillenta. Ese golpe de vista
    me dio su cuerpo todo entero. En cuanto al paraibano, seguramente debo
    haberle fotografiado mentalmente la cara. Y cuando se presta una atención
    espontánea y virgen de imposiciones, cuando se presta atención, la cara lo
    dice casi todo.)
    Y ahora me borro de nuevo y vuelvo para esas dos personas que por
    fuerza de las circunstancias eran seres medio abstractos.




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    Mensaje por Maria Lua 08.12.24 15:10

    ***

    Pero todavía no expliqué bien a Olímpico. Venía del sertón de Paraíba
    y tenía una resistencia que provenía de la pasión por su tierra brava y
    rajada por la sequía. Se había traído, comprada en el mercado de Paraíba,
    una lata de vaselina perfumada y un peine, como sus posesiones
    exclusivas. Untaba su cabello negro hasta dejarlo bien mojado. Ni
    sospechaba que las cariocas le tenían asco a esa melosidad grasienta.
    Había nacido tostado y duro que ni un gajo seco de árbol o piedra al sol.
    Era más pasible de ser salvado que Macabea pues no había sido en vano
    que había matado a un hombre, con el que se había peleado, en una zona
    yerma del sertón, la larga navaja entrando suave suave en el hígado blando
    del sertanejo. Guardaba sobre eso un secreto absoluto, lo que le daba la
    fuerza que da el secreto. Olímpico era macho de riña. Pero flaqueaba
    cuando había entierros: a veces iba tres veces por semana a entierros de
    desconocidos, cuyos anuncios salían en los diarios y sobre todo en El día, y
    sus ojos se quedaban llenos de lágrimas. Era una debilidad pero quién no
    tiene la suya. La semana en que no había entierro, era una semana vacía
    para ese hombre que si bien era chiflado sabía muy bien lo que quería. De
    modo que para nada era un chiflado. Macabea, a diferencia de Olímpico,
    era fruto de la cruza de “qué” con “qué”. En verdad, ella parecía haber
    nacido de una idea vaga cualquiera de padres hambrientos. Olímpico por
    lo menos robaba siempre que podía, aún al sereno de las obras donde
    dormía. Haber matado y robar hacían que él no fuese un cualquiera, le
    daban categoría, hacían de él un hombre de honra limpia. El también se
    salvaba más que Macabea porque tenía un gran talento para dibujar
    rápidamente caricaturas perfectas de los retratos de los poderosos que
    salían en los diarios. Era su venganza. Su única bondad con Macabea fue
    decirle que le conseguiría un empleo en la metalúrgica cuando fuese
    despedida de su trabajo. Para ella la promesa había sido un escándalo de
    alegría (explosión) porque en la metalúrgica encontraría su única conexión
    actual con el mundo: el mismo Olímpico. Pero Macabea, en términos
    generales, no se preocupaba por su futuro: tener futuro era un lujo. Había
    escuchado en Radio Reloj que había siete billones de personas en el
    mundo. Ella se sentía perdida. Pero con la tendencia que tenía para ser
    feliz se consoló enseguida: había siete billones de personas para ayudarla.
    A Macabea le gustaban los films de terror o los musicales. Tenía
    predilección por mujer ahorcada o que recibía un tiro en el corazón. No
    sabía que ella misma era una suicida aunque nunca se le hubiese ocurrido
    Gloria poseía en la sangre el buen vino portugués y también era
    amanerada en el bamboleo que hacía al caminar a causa de la sangre
    africana que llevaba escondida. A pesar de ser blanca, tenía en sí la fuerza
    de lo mulato. Los cabellos crespos se los oxigenaba de amarillo huevo y las
    raíces siempre quedaban oscuras. Pero aún oxigenada ella era rubia, lo
    que significaba un peldaño más para Olímpico. Además de tener una
    ventaja que ningún nordestino podía despreciar. Cuando Macabea se la
    presentó, Gloria le dijo: “¡soy carioca de pura cepa!” Olímpico no entendió
    lo que significaba “de pura cepa” pues era una jerga del tiempo de cuando
    el padre de Gloria era joven. El hecho de ser carioca la hacía pertenecer al
    ambicionado clan del sur del país. Viéndola, él enseguida adivinó que, a
    pesar de fea, Gloria estaba bien alimentada. Y eso hacía de ella material de
    buena calidad.
    Mientras, el noviazgo con Macabea había entrado en una rutina tibia,
    si es que alguna vez había experimentado lo caliente. Muchas veces él no
    aparecía en la parada del ómnibus. Pero por lo menos era un novio. Y
    Macabea sólo pensaba el día en que él quisiese comprometerse. Y casarse.
    Posteriormente de investigación en investigación, Olímpico supo que
    Gloria tenía madre, padre y comida caliente en la hora justa. Eso la volvía
    de primera calidad. Olímpico cayó en un éxtasis cuando supo que el padre
    de ella trabajaba en una carnicería.
    Por las caderas se adivinaba que ella sería buena pariendo. Le pareció
    que Macabea, en cambio, terminaba en ella misma.
    Olvidé decir que era realmente asombroso que para el cuerpo casi
    marchito de Macabea fuese tan vasto su soplo de vida, casi ilimitado y tan
    abundante como el de una doncella embarazada, embarazada por sí misma
    mediante partenogénesis. Ella tenía sueños esquizoides en los que
    aparecían gigantescos animales antediluvianos como si hubiese vivido en
    las épocas más remotas de esta tierra sangrienta.
    matarse. La vida le era tan insulsa como pan viejo con manteca. En cambio
    Olímpico era un diablo premiado y vital y de él nacerían hijos. Tenía el
    valorado semen. Y como ya fue dicho o no, Macabea tenía ovarios
    marchitos como un hongo cocido. Ah, si yo pudiese agarrar a Macabea,
    darle un buen baño y un beso en la frente mientras la cubro con una
    frazada. Y hacer que al despertarse se encontrara simplemente con el gran
    lujo de vivir.
    Olímpico, en verdad, no mostraba satisfacción alguna en ser el novio
    de Macabea, es lo que descubro ahora. Olímpico tal vez se percatara de que
    Macabea no tenía la fuerza de la raza, que era un subproducto. Pero
    cuando vio a la colega de Macabea, enseguida se dio cuenta de que tenía
    clase




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    Mensaje por Maria Lua 09.12.24 9:01

    ***

    Gloria poseía en la sangre el buen vino portugués y también era
    amanerada en el bamboleo que hacía al caminar a causa de la sangre
    africana que llevaba escondida. A pesar de ser blanca, tenía en sí la fuerza
    de lo mulato. Los cabellos crespos se los oxigenaba de amarillo huevo y las
    raíces siempre quedaban oscuras. Pero aún oxigenada ella era rubia, lo
    que significaba un peldaño más para Olímpico. Además de tener una
    ventaja que ningún nordestino podía despreciar. Cuando Macabea se la
    presentó, Gloria le dijo: “¡soy carioca de pura cepa!” Olímpico no entendió
    lo que significaba “de pura cepa” pues era una jerga del tiempo de cuando
    el padre de Gloria era joven. El hecho de ser carioca la hacía pertenecer al
    ambicionado clan del sur del país. Viéndola, él enseguida adivinó que, a
    pesar de fea, Gloria estaba bien alimentada. Y eso hacía de ella material de
    buena calidad.
    Mientras, el noviazgo con Macabea había entrado en una rutina tibia,
    si es que alguna vez había experimentado lo caliente. Muchas veces él no
    aparecía en la parada del ómnibus. Pero por lo menos era un novio. Y
    Macabea sólo pensaba el día en que él quisiese comprometerse. Y casarse.
    Posteriormente de investigación en investigación, Olímpico supo que
    Gloria tenía madre, padre y comida caliente en la hora justa. Eso la volvía
    de primera calidad. Olímpico cayó en un éxtasis cuando supo que el padre
    de ella trabajaba en una carnicería.
    Por las caderas se adivinaba que ella sería buena pariendo. Le pareció
    que Macabea, en cambio, terminaba en ella misma.
    Olvidé decir que era realmente asombroso que para el cuerpo casi
    marchito de Macabea fuese tan vasto su soplo de vida, casi ilimitado y tan
    abundante como el de una doncella embarazada, embarazada por sí misma
    mediante partenogénesis. Ella tenía sueños esquizoides en los que
    aparecían gigantescos animales antediluvianos como si hubiese vivido en
    las épocas más remotas de esta tierra sangrienta.
    Fue entonces (explosión) que se deshizo de repente el noviazgo entre
    Olímpico y Macabea. Noviazgo tal vez extraño pero por lo menos pariente
    de algún pálido amor. Él le avisó que había encontrado otra chica y que
    esa chica era Gloria. (Explosión) Macabea supo ver bien lo que había
    sucedido entre Olímpico y Gloria: los ojos de ambos se habían besado.
    Enfrentado a la cara un poco demasiado inexpresiva de Macabea, él
    hasta le quiso decirle alguna gentileza que suavizara el momento del adiós
    definitivo. Y al despedirse le dijo:
    —Macabea, sos como un pelo en la sopa. No dan ganas de comer.
    Disculpame si te ofendo, pero soy sincero. ¿Estás ofendida?
    —¡No, no, no! ¡Ah, por favor, quiero irme! ¡Por favor, decime adiós
    ahora!
    Mejor es que yo no hable de felicidad o infelicidad. Provoca aquella
    nostalgia desmayada y lila, aquel perfume de violeta, las aguas heladas de
    la mansa marea en espumas sobre la arena. Yo no quiero provocar porque
    duele.
    Macabea, me olvidé de decirlo, tenía una infelicidad: era sensual.
    ¿Cómo en un cuerpo derruido como el de ella cabía tanta lascivia, sin que
    ella lo supiese? Misterio. Le había pedido a Olímpico, al comenzar el
    noviazgo, una foto pequeña de tamaño 3x4 donde él salía riéndose para
    mostrar el canino de oro y ella se quedaba tan excitada que rezaba tres
    padrenuestros y dos avemarías para calmarse.
    En el momento en que Olímpico la dejó, la reacción de ella (explosión)
    surgió de repente inesperada: se puso sin más ni menos a reír. Reía porque
    no se acordó de llorar. Sorprendido, Olímpico, sin entender, se rió a
    carcajadas.
    Se pusieron a reír los dos. Ahí él tuvo un gesto que, por fin, era una
    delicadeza: le preguntó si se estaba riendo de los nervios. Ella dejó de reír y
    dijo muy, muy cansada:
    —No sé...
    Macabea entendió una cosa: Gloria era un estruendo de la existencia.
    Y todo se debía a que Gloria era gorda. La gordura siempre había sido el
    ideal secreto de Macabea, pues en Maceió había oído que un joven decía a
    una gorda que pasaba por la calle: “¡qué hermosura tu gordura!” A partir
    de entonces ambicionaba tener carnes y fue cuando hizo el único pedido de
    su vida. Le pidió a la tía que le comprase hígado de bacalao. (Ya entonces
    tenía predilección por las publicidades.) La tía le preguntó: ¿pensás que es
    de hija de buena familia querer esos lujos?
    Después que Olímpico se despidió, ya que ella no era una persona
    triste, trató de continuar como si no hubiese perdido nada. (Ella no sintió
    desesperación, etc. etc.) Además, ¿qué es lo que ella podía hacer? Porque
    ella era perseverante. Y hasta la tristeza también era cosa de ricos, para
    quien podía, para quien no tenía nada que hacer. Tristeza era lujo.
    Me olvidé de decir que, al día siguiente al que él la había largado, ella
    tuvo una idea. Ya que nadie la festejaba, ni mucho menos le ofrecía
    compromiso, daría una fiesta para sí misma. La fiesta consistió en
    comprar, sin necesidad, un lápiz labial nuevo, no color rosa como el que
    usaba, sino rojo chillante. En el baño de la oficina se pintó toda la boca y
    hasta fuera de los contornos para que sus labios finos tuvieran esa cosa
    rara de los labios de Marilyn Monroe. Una vez pintada se quedó mirando
    en el espejo la figura que, a su vez, la miraba asustada. Porque en vez de
    lápiz labial parecía que le había brotado de los labios sangre espesa por un
    puñetazo en plena boca, con rotura de dientes y carne rasgada (pequeña
    explosión). Cuando volvió para su lugar de trabajo, Gloria se rió de ella:
    —¿Te volviste loca, querida? ¿Pintarte como una endemoniada?
    Parecés la mujer de un soldado.
    —¡Soy una chica virgen! No soy mujer de soldado ni de marinero.
    —Perdoná que te pregunte pero ¿ser fea duele?
    —Nunca pensé en eso, creo que un poquito duele. Pero yo te pregunto
    si vos, que sos fea, sentís dolor.
    —¡¡¡Yo no soy fea!!! —gritó Gloria.
    Después todo pasó y Macabea retomó su placer de no pensar en nada.
    Vacía, vacía. Como dije, ella no tenía ángel de la guarda. Pero se las
    arreglaba como podía. A lo sumo, ella era casi impersonal. Gloria le
    preguntó:
    —¿Por qué me pedís tanta aspirina? No es que te esté exigiendo nada,
    pero las aspirinas cuestan dinero.
    —Son para que no me duela.
    —¿Cómo es eso? ¿Te duele?
    —Todo el tiempo me duele.
    —¿Dónde?
    —Adentro, no sé explicarlo
    Cada vez más le costaba explicarse. Se había transformado en
    simplicidad orgánica. Y se las había arreglado de modo de encontrar en las
    cosas simples y honestas la gracia de un pecado. Le gustaba sentir el paso
    del tiempo. Aunque no tuviese reloj, o por eso mismo, gozaba el dilatado
    tiempo. Era supersónica de vida. Nadie percibía que ella superaba con su
    existencia la barrera del sonido. Para las otras personas ella no existía. Su
    única ventaja sobre los otros era saber tragar las píldoras sin agua, así en
    seco. Gloria, que le daba las aspirinas, la admiraba mucho, lo que le daba
    a Macabea un baño de calor sabroso en el corazón. Gloria le advirtió:
    —Algún día la píldora se te va a pegar en la pared de la garganta y
    quedarás como gallina con pescuezo medio cortado, corriendo por ahí.
    Un día tuvo un éxtasis. Fue delante de un árbol tan grande que ella
    no hubiera podido abrazar su tronco. Pero a pesar del éxtasis ella no vivía
    con Dios. Rezaba indiferentemente. Sí. Pero el misterioso Dios de los otros
    le proporcionaba, a veces, un estado de gracia. Feliz, feliz, feliz. Ella con el
    alma casi en vuelo. También había visto un disco volador. Estaba tentada
    en contárselo a Gloria pero no había manera, no sabía hablar. Además,
    ¿contar qué? ¿El aire? No se cuenta todo porque todo es una hueca nada.
    A veces la gracia le agarraba sentada en su escritorio. Entonces se iba
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    al baño para estar sola. De pie y sonriendo hasta que se le pasara (me
    parece que ese Dios era muy misericordioso con ella: le daba lo que le
    quitaba). De pie, pensando en nada, los ojos bien abiertos.
    Ni siquiera Gloria era una amiga, sólo era una colega. Gloria rolliza,
    blanca e insípida. Tenía un olor raro. Porque sin duda no se lavaba mucho.
    Se oxigenaba el vello de las piernas peludas y de las axilas que ella no se
    depilaba. Olímpico: ¿y ahí abajo, también será rubia?
    En relación a Macabea, Gloria tenía un vago sentimiento maternal.
    Cuando Macabea le parecía demasiado caída, le decía:
    —¿Y ese ánimo, es a causa de...?
    Macabea, que nunca se irritaba con nadie, se irritaba con el hábito
    que tenía Gloria de dejar las frases inacabadas. Gloria usaba un agua de
    colonia fuerte de sándalo y Macabea, que tenía el estómago delicado, casi
    vomitaba al sentir el olor. No decía nada porque Gloria era ahora su
    conexión con el mundo. Este mundo estaba compuesto por la tía, Gloria, el
    Señor Raimundo y Olímpico —y, en menor medida, por las muchachas con
    las que compartía el cuarto. En compensación, se conectaba con una foto
    de Greta Garbo de joven. Para mi sorpresa, pues yo no imaginaba a
    Macabea capaz de sentir lo que dice un rostro como ese. Greta Garbo,
    pensaba ella sin explicarse, esa mujer debe ser la mujer más importante
    del mundo. Pero lo que ella quería no era ser la altiva Greta Garbo cuya
    trágica sensualidad estaba en un pedestal solitario. Lo que ella quería,
    como ya lo dije, era parecerse a Marilyn. Un día, en un raro momento de
    confesión, le dijo a Gloria quién le hubiese gustado ser. Y Gloria tuvo un
    ataque de carcajadas:
    —¿Justo ella, Maca? ¡Vos sí que estás equivocada!















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    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





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