***
De noche, sin dormir, como si hablara con alguien invisible, me decía
bajito, vencida: «Concuerdo, concuerdo que mi vida es confortable y
mediocre, concuerdo, es pequeño todo lo que tengo». Sentía que meneaba
su cabeza benevolente. «¡No puedo, no puedo!», me gritaba a mí misma,
abarcando en ese lamento mi imposibilidad de dejar de quererlo, de
continuar en aquel estado, de, principalmente, seguir los caminos
grandiosos que él había empezado a mostrarme y donde yo me perdía,
minúscula y desamparada.
Había sabido de vidas ardientes, pero había vuelto a mí misma, trivial.
Él me había dejado entrever lo sublime y había exigido que también yo me
quemara en el fuego sagrado. Yo me debatía sin fuerzas. Todo lo que yo
había aprendido con Daniel me hacía ver únicamente la pequeñez de mi
vida cotidiana y maldecirla. Mi educación no había terminado, él bien lo
había dicho.
Me sentía sin apoyo, intentaba evadirme con lágrimas. No obstante, mi
actitud frente al sufrimiento era aún de perplejidad.
¿Cómo tuve fuerzas para destruir todo lo que había sido, para herir a
Jaime, tornar infelices a papá y a mamá, ya viejos y cansados?
En el periodo que antecedió a mi resolución, como en los que preceden
a la muerte, en ciertas enfermedades, tuve momentos de tregua.
En aquel día, Dora, una amiga, había venido a mi casa para ver si me
distraía de unos dolores de cabeza, que yo ponía como pretexto para
abandonarme libremente a la melancolía, sin que me inquietara. Fue una
frase suya, si mal no recuerdo, la que me precipitó hacia Daniel por otros
caminos.
—Querida, tú necesitas oír hablar a Armando sobre música. Tú dirías
que él habla del platillo más sabroso del mundo o de la mujer más «no sé
qué». Con una versatilidad, como si masticara cada notita y tirara los
huesos…
Pensé en Daniel, que, por lo contrario, todo lo inmaterializaba. Incluso
en su único beso, yo había imaginado recibirlo sin labios. Me estremecí: no
empobrecería su memoria. Pero otro pensamiento continuó lúcido e
imperturbable: él decía que el cuerpo era un accesorio. No, no. Un día
había mirado con repugnancia y censura mi blusa que palpitaba después de
la carrera para tomar el autobús. Repugnancia, ¡no! Él me había dicho,
continuaba el otro pensamiento frío: «Tú comes chocolate como si fuera la
cosa más importante del mundo. Tú tienes un gusto horrible por las
cosas». Él comía como quien arruga un pedazo de papel.
Repentinamente, tuve conciencia de que mucha gente se reiría de
Daniel, con una de esas risas orgullosas y ambiguas que los hombres se
lanzan unos a otros. Tal vez yo misma lo despreciara si no estuviera
enfermo… Ante ese pensamiento, algo se rebeló dentro de mí,
extrañamente: Daniel…
Me sentía repentinamente exhausta, ya sin fuerzas para seguir. Cuando
sonó el teléfono. Es Jaime, pensé. Era como si yo huyera de Daniel… Ah,
un apoyo. Contesté, ávida.
—¿Sí, Jaime?
—¿Cómo sabías que era yo? —habló su voz gangosa y risueña.
Como si me hubieran echado agua fresca en el rostro. Jaime. Mis
nervios se relajaron. Jaime, tú existes. Eres real. Tus manos son fuertes, me
aceptan. A ti también te gusta el chocolate.
—¿Vas a tardar?
—No, hija. Llamaba para saber si quieres algo de la ciudad.
Luché todavía un instante para no analizar su frase distraída. Porque
últimamente todo lo comparaba a lo que de bello y profundo me había
dicho Daniel. Y apenas me sosegaba, cuando concordaba con el Daniel
invisible: sí, él es trivial, mediocremente, increíblemente feliz…
—No quiero nada. Pero vente ya, ¿vale? (Ya, querido, antes de que
Daniel venga, antes de que yo cambie, ¡ya!). ¡Bueno! ¡Bueno! Escucha, si
quieres traer algo, compra bombones… chocolate… Sí. Sí. Hasta luego.
cont
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