En nombre de nada, era hora de comer. En nombre de nadie, estaba bien. Sin
ningún sueño. Y nosotros poco a poco, a la par del día, poco a poco
anonimizados, creciendo, más grandes, a la altura de la vida posible. Entonces,
como hidalgos campesinos, aceptamos la mesa.
No había holocausto: todo aquello quería tanto ser comido como nosotros
queríamos comerlo. No guardando nada para el día siguiente, allí mismo ofrecí lo
que sentía a aquello que me hacía sentir. Era un vivir que no había pagado de
antemano con el sufrimiento de la espera, hambre que nace cuando la boca ya está
cerca de la comida. Porque ahora teníamos hambre, hambre entera que abrigaba
el todo y las migajas. Quien bebía vino, con los ojos se encargaba de la leche.
Quien lento bebió la leche, sintió el vino que el otro bebía. Allá afuera Dios en
las acacias. Que existían. Comíamos. Como quien da agua al caballo. La carne
trinchada fue distribuida. La cordialidad era ruda y rural. Nadie habló mal de
nadie porque nadie habló bien de nadie.
Continuará
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