(Traducción de Juan García Gayo)
Los desastres de Sofía
Cualquiera que hubiese sido su trabajo anterior, lo había abandonado, había
cambiado de profesión y había comenzado pesadamente a enseñar en la escuela
primaria: era todo lo que sabíamos de él.
El maestro era gordo, grande y silencioso, de hombros contraídos. En lugar de
nudo en la garganta, tenía hombros contraídos. Usaba un abrigo demasiado corto,
anteojos sin aro, con un hilo de oro montando sobre la nariz gruesa y romana. Y
yo me sentía atraída por él. No amor, sino atraída por su silencio y por la
controlada impaciencia que tenía en enseñarnos, y que, ofendida, yo había
adivinado. Comencé a portarme mal en el aula. Hablaba muy alto, discutía con los
compañeros, interrumpía la lección con chistecitos, hasta que él decía, colorado:
—Cállese o la expulso del aula.
Herida, triunfante, yo respondía con desafío: ¡Puede echarme! No me echaba,
pues estaría obedeciéndome. Pero yo lo exasperaba tanto que se me había hecho
doloroso ser el objeto del odio de aquel hombre que en cierto modo amaba. No lo
amaba como la mujer que sería un día; lo amaba como una criatura que intenta
torpemente proteger a un adulto, con la cólera de quien todavía no fue cobarde y
ve a un hombre fuerte de hombros tan cargados. Me irritaba. De noche, antes de
dormir, me irritaba
Continuará
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