Pasaron las horas. Y cuando el silencio parpadeaba en las luciérnagas —los
niños suspendidos en el sueño, la abuela rumiando un sueño difícil, los padres
cansados, la jovencita adormecida en mitad de su meditación—, se abrió la casa
de una esquina y de allí salieron tres enmascarados.
Uno era alto y tenía la cabeza de un gallo. Otro era gordo y estaba vestido de
toro. Y el tercero, más joven, por falta de imaginación, se había disfrazado de
caballero antiguo poniéndose una máscara de demonio, a través de la cual
aparecían sus ojos cándidos. Los tres enmascarados cruzaron la calle en silencio.
Cuando pasaron por la casa oscura de la familia, el que era un gallo y era
dueño de casi todas las ideas del grupo se detuvo y dijo:
—Miren eso.
Los compañeros, que se habían vuelto pacientes por la tortura de la máscara,
miraron y vieron una casa y un jardín. Sintiéndose elegantes y miserables,
esperaron resignados que el otro completara su pensamiento. Finalmente el gallo
agregó:
—Podemos recoger jacintos.
Los otros dos no respondieron. Aprovecharon la parada para examinarse
desolados y buscar un medio de respirar mejor dentro de la máscara.
—Un jacinto para que cada uno lo prenda a su disfraz —concluyó el gallo
continuará
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