La imitación de la rosa
Antes de que Armando volviera del trabajo la casa debería estar arreglada, y ella
con su vestido marrón para atender al marido mientras él se vestía, y entonces
saldrían tranquilamente, tomados del brazo como antaño. ¿Desde cuándo no
hacían eso?
Pero ahora que ella estaba nuevamente «bien», tomarían el autobús, ella
miraría por la ventanilla como una esposa, su brazo en el de él, y después
cenarían con Carlota y Juan, recostados en la silla con intimidad. ¿Desde hacía
cuánto tiempo no veía a Armando recostarse con confianza y conversar con un
hombre? La paz de un hombre era, olvidado de su mujer, conversar con otro
hombre sobre lo que aparecía en los diarios. Mientras tanto, ella hablaría con
Carlota sobre cosas de mujeres, sumisa a la voluntad autoritaria y práctica de
Carlota, recibiendo de nuevo la desatención y el vago desprecio de la amiga, su
rudeza natural, y no más aquel cariño perplejo y lleno de curiosidad, viendo, en
fin, a Armando olvidado de la propia mujer. Y ella misma regresando reconocida
a su insignificancia. Como el gato que pasa la noche fuera y, como si nada hubiera
sucedido, encuentra, sin ningún reproche, un plato de leche esperándolo.
Felizmente, las personas la ayudaban a sentir que ahora estaba «bien». Sin
mirarla, la ayudaban activamente a olvidar, fingiendo ellas el olvido, como si
hubiesen leído las mismas indicaciones del mismo frasco de remedio. O habían
olvidado realmente, quién sabe. ¿Desde hacía cuánto tiempo no veía a Armando
recostarse con abandono, olvidado de ella? ¿Y ella misma?
Interrumpiendo el arreglo del tocador, Laura se miró al espejo: ¿ella misma,
desde hacía cuánto tiempo? Su rostro tenía una gracia doméstica, los cabellos
estaban sujetos con horquillas detrás de las orejas grandes y pálidas. Los ojos
marrones, los cabellos marrones, la piel morena y suave, todo daba a su rostro ya
no muy joven un aire modesto de mujer. ¿Acaso alguien vería, en esa mínima
punta de sorpresa que había en el fondo de sus ojos, alguien vería, en ese mínimo
punto ofendido, la falta de los hijos que nunca había tenido?
Con su gusto minucioso por el método —el mismo que cuando niña la hacía
copiar con letra perfecta los apuntes de clase, sin comprenderlos—, con su gusto
por el método, ahora, reasumido, planeaba arreglar la casa antes de que la
sirvienta saliese de paseo para que, una vez que María estuviera en la calle, ella
no necesitara hacer nada más que: 1) vestirse tranquilamente; 2) esperar a
Armando, ya lista; 3) ¿qué era lo tercero? ¡Eso es! Era eso mismo lo que haría. Se
pondría el vestido marrón con cuello de encaje color crema. Después de tomar su
baño. Ya en los tiempos del Sacré-Coeur ella había sido muy arregladita y limpia,
con mucho gusto por la higiene personal y un cierto horror al desorden. Lo que no
había logrado nunca que Carlota, ya en aquel tiempo un poco original, la
admirase. La reacción de las dos siempre había sido diferente. Carlota,
ambiciosa, siempre riéndose fuerte; ella, Laura, un poco lenta y, por así decir,
cuidando de mantenerse siempre lenta; Carlota, sin ver nunca peligro en nada. Y
ella cuidadosa. Cuando le dieron para leer la Imitación de Cristo, con un ardor de
burra ella lo leyó sin entender pero, que Dios la perdonara, había sentido que
quien imitase a Cristo estaría perdido; perdido en la luz, pero peligrosamente
perdido. Cristo era la peor tentación. Y Carlota ni siquiera lo había querido leer,
mintiéndole a la monja que sí lo había leído. Eso mismo. Se pondría el vestido
marrón con cuello de encaje verdadero.
Pero cuando vio la hora recordó, con un sobresalto que le hizo llevarse la
mano al pecho, que había olvidado tomar su vaso de leche.
Se encaminó a la cocina y, como si hubiera traicionado culpablemente a
Armando y a los amigos devotos, junto al refrigerador bebió los primeros sorbos
con una ansiosa lentitud, concentrándose en cada trago con fe, como si estuviera
indemnizando a todos y castigándose ella. Como el médico había dicho: «Tome
leche entre las comidas, no esté nunca con el estómago vacío, porque eso provoca
ansiedad», ella, entonces, aunque sin amenaza de ansiedad, tomaba sin discutir
trago por trago, día por día, sin fallar nunca, obedeciendo con los ojos cerrados,
con un ligero ardor para que no pudiera encontrar en sí la menor incredulidad. Lo
incómodo era que el médico parecía contradecirse cuando, al mismo tiempo que
daba una orden precisa que ella quería seguir con el celo de una conversa,
también le había dicho: «Abandónese, intente todo suavemente, no se esfuerce por
conseguirlo, olvide completamente lo que sucedió y todo volverá con
naturalidad». Y le había dado una palmada en la espalda, lo que la había
lisonjeado haciéndola enrojecer de placer. Pero en su humilde opinión una orden
parecía anular a la otra, como si le pidieran comer harina y al mismo tiempo
silbar. Para fundirlas en una sola, empezó a usar una estratagema: aquel vaso de
leche que había terminado por ganar un secreto poder, y tenía dentro de cada trago
el gusto de una palabra renovando la fuerte palmada en la espalda, aquel vaso de
leche era llevado por ella a la sala, donde se sentaba «con mucha naturalidad»,
fingiendo falta de interés, «sin esforzarse», cumpliendo de esta manera la segunda
orden. «No importa que yo engorde», pensó, lo principal nunca había sido la
belleza.
continuará
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Última edición por Maria Lua el Dom 22 Dic 2024, 17:16, editado 1 vez
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