¡Si ella fuera un abejorro de la estufa, el fuego ya habría abrasado toda la
casa!, pensó corriendo hacia la cocina y tropezando con su marido frente al café
derramado.
—¿Qué fue? —gritó vibrando toda ella.
Él se asustó con el miedo de la mujer. Y de repente rió entendiendo:
—No fue nada —dijo—, soy un descuidado.
Él parecía cansado, con ojeras.
Pero, ante el extraño rostro de Ana, la observó con mayor atención. Después
la atrajo hacia sí, en rápido abrazo.
—¡No quiero que te suceda nada, nunca! —dijo ella.
—Deja que por lo menos me suceda que la estufa explote —respondió él,
sonriendo.
Ella continuó sin fuerza en sus brazos. Ese día, en la tarde, algo tranquilo
había estallado, y en toda la casa había un clima humorístico, triste.
—Es hora de dormir —dijo él—, es tarde.
En un gesto que no era suyo, pero que le pareció natural, tomó la mano de la
mujer llevándola consigo sin mirar hacia atrás, alejándola del peligro de vivir.
Había terminado el vértigo de la bondad.
Y, si había atravesado el amor y su infierno, ahora se peinaba frente al espejo,
por un momento sin ningún mundo en el corazón. Antes de acostarse, como si
apagara una vela, sopló la pequeña llama del día.
FIN
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