Menéndez Pelayo, Marcelino
(1856-1912).
ESTUDIOS POÉTICOS DE MARCELINO MENENDEZ PELAYO
Odas, epístolas y tragedias de
D. Marcelino Menéndez y Pelayo
Carta-prólogo al excmo. Sr. D. Juan Valera
(cont.)
No hay duda; esta literatura de las traducciones poéticas de la antigüedad es ardua y arriesgada; casi me atrevo a decir imposible. Si la traducción es absolutamente fiel (filológicamente se entiende), ni las palabras modernas alcanzan a dar a la poesía el color y la intención de las antiguas, ni el vulgo de los lectores puede comprender, sentir y admirar. Si es libre y desembarazada, quedan desnaturalizados por fuerza el texto y el espíritu antiguo: la versión es entonces una temeridad o una caricatura o una calumnia literaria.
En esta familiar conversación, puedo decir a usted sin rebozo, porque él no ha de llevarlo a mal, que nuestro excelente amigo Laverde, con su alma pura y profundamente cristiana, ha advertido, algo compungido y pesaroso, la visible predilección literaria que Menéndez manifiesta al paganismo antiguo y al paganismo moderno. ¡No traduce a Klopstock, ni a Lamartine, ni a otros poetas en cuyas obras rebosa el sentimiento cristiano, y traduce a Chénier y a Fóscolo y a Lord Byron, que en nada creen! Desearían Laverde y otros amigos de nuestro brillante joven, que hubiera éste reunido a las flores poéticas de insano aroma que forman la mayor parte de su espléndido ramillete, otras muchas de no menos vistosos matices y de más pura, espiritual y consoladora influencia. Pero ¿quién, si conoce las circunstancias morales e intelectuales de Menéndez, no ha de absolverle por completo? La predilección pagana es evidente, pero no hay que ver en ella ni sombra siquiera de impiedad, de impureza, de escepticismo, ni de audacia. Es simplemente la predilección literaria del estudiante entusiasmado, del mozo helenista, que bebió el sentimiento de lo bello en las más nobles y mágicas fuentes estéticas que ofrece la historia del mundo.
No se precia por cierto de osado en estas materias nuestro querido joven. Para convencerse de ello, basta parar la atención en los pasajes escabrosos y comparar la versión con los textos respectivos. Siempre que frisan éstos con lo impío o con lo impúdico, Menéndez suprime o atenúa y modifica todo aquello que, traducido con fidelidad escrupulosa, podría lastimar los sentimientos que han nacido en las sociedades modernas de otros principios, de otras creencias y de otras costumbres. Suprime, por ejemplo, en el idilio segundo de Teócrito, la parte lasciva y descompuesta de la extraña relación de amores que la desdeñada Simeta dirige a la Luna; y no habrá usted dejado de notar que cuando, en este mismo idilio, alude la hechicera a aquella fea y repugnante costumbre, contraria a los instintos naturales, que con tan cándida barbarie se menciona a cada paso en la literatura de la antigüedad greco-romana, Menéndez elude hábilmente la dificultad en este verso:
«No sé de quién; mas vive enamorado.»
La duda que expresa Teócrito no es tan vaga. Don José Antonio Conde, que, si bien puliendo un poco la pastoril rudeza, lo traduce todo, dice con franco estilo, expresando la celosa angustia de Simeta:
«La madre de Filista mi flautera
Me dijo estaba Delfi enamorado;
si de mujer o de varón tenía
amores, no sabía ciertamente.»
El sabio prelado mejicano, que acaba de publicar su esmerada y bella traducción de los bucólicos griegos, resuelto a no ofender en caso alguno las leyes del pudor, comete a sabiendas en la versión laudables infidelidades, como él mismo las llama, y no habiendo de expresar, cual lo hace Conde, que Delfis, en sus extravíos amorosos, no distingue de sexos, le ocurre dar a las dudas de la madre de Filista un carácter nuevo y completamente femenino. Traduce así:
«Entre varias noticias me ha contado
que Delfis se halla de otra enamorado:
Si es virgen o viuda
La buena anciana duda.»
¡Digno y noble prelado, que, convencido de que no es dable ni conveniente privar al mundo moderno del estudio de los modelos clásicos, arrostra, ilustrado y brioso, la traducción de la literatura pagana, expurgándola de las manchas morales que la envilecen y la afean!
Este elevado y sano miramiento a las costumbres ha obligado infinitas veces, como usted sabe, a los traductores cristianos, a convertir en garridas mozas y zagalas a los pastores y mancebos de los poetas del gentilismo. Hidalgo, vate andaluz, transformó en una lozana pastora al desdeñoso Alexis de Virgilio5. Pérez del Camino hizo primorosas doncellas de ciertos mimados mancebos de Catulo; y usted mismo, en su traducción de Schack, convierte en muchacha a un escanciador árabe.
Al ver a Menéndez tan cuidadoso de evitar cuanto puede sonar como escándalo en oídos delicados y timoratos, ¿quién se atreve a acusarle por su vehemente preferencia a las obras maestras del clasicismo antiguo? ¿Qué hombre de acrisolado gusto, incluso Fray Luis de León, que labraba con manos cristianas el mármol gentílico, no ha incurrido en este literario pecado? Y, en resolución, ¿qué toma Menéndez de los poetas antiguos de más temeroso renombre? De Petronio, una recia y elocuente sátira del desenfreno e ignominia de las costumbres de la decadencia romana; de Catulo, el elegante epitalamio de Julia y Manlio, que algunos juzgan traducción de Safo; de Lucrecio, la famosa invocación, que parece un canto cristiano, donde, con una grandeza, del sentimiento humano hasta entonces nunca empleada, se anatematiza inexorablemente, cual un martirio horrendo, el bárbaro sacrificio de Ifigenia.
Menéndez hace gala de su paganismo literario y artístico. Y ¿cómo no ha de hacerla, si sabe comprender y sentir las grandezas intelectuales y morales del mundo antiguo, si ve al Dante tan enamorado de ellas, que las ensalza sin medida, y hasta las santifica en sus versos? ¿Ha de ser Menéndez, en el siglo XIX, menos tolerante con los paganos sabios y virtuosos que lo fueron los ortodoxos de la Edad Media? Dante coloca a Trajano en el Paraíso. La Iglesia casi canoniza, a Aristóteles, y el mismo Dante hace de él el más grandioso elogio llamándole el maestro de los que saben,
«Vidi il maestro di color che sanno.»
(Inferno, canto IV.)
Si alguien no hallase bastante clara y legítima la arraigada afición de Menéndez a los poetas de la antigüedad, que en nada amengua su rigorosa ortodoxia, lea su Epístola a Horacio, obra animada, sincera, vigorosa y profunda; elogio fervoroso de la belleza y de la cordura; magnífica apoteosis del gran poeta romano. Aquí ya no es Menéndez solamente el estudiante entusiasmado que, a los veintiún años, nos sorprende por los triunfos de su claro ingenio y de su estudio perseverante: es el hombre de precocidad inaudita, firmemente asentado en el pedestal de la madurez y del talento, que siente, juzga y proclama grandes principios con la voz serena y poderosa de la convicción y de la verdad.
¿Cómo no ver la entereza del alma, el enérgico impulso de la conciencia, el arranque de la fantasía, en estos robustos y bellísimos versos?
«¡Suenen de nuevo, Horacio, tus lecciones!
Canta la paz, la dulce medianía...
Canta de amor, de vinos y de juegos,
Canta de gloria, de virtudes canta.
¡Siempre admirable! Recorrer contigo
Quiero las calles de la antigua Roma,
Con Damasipo conversar y Davo,
Reírme de epicúreos y de estoicos,
Viajar a Brindis, escuchar a Ofelo,
Sentarme en el triclinio de Mecenas,
Y aprender los preceptos soberanos
Que dictaste festivo a los Pisones...
...........................
«La antigüedad con poderoso aliento
Reanime los espíritus cansados,
Y este hervir incesante de la idea,
Esta vaga, mortal melancolía
Que al mundo enfermo y decadente oprime,
Sus fuerzas agotando en el vacío,
Por influjo de nieblas maldecidas
Que abortó el Septentrión, ante su lumbre
Disípense otra vez...»
Menéndez ha traducido con soltura y gracia a varios poetas modernos, especialmente a Byron y al catalán Rubió y Ors. Admira a Chénier, con razón, porque su gusto es acendrado; y especialmente, según yo creo, porque no pertenece a su época, porque es un verdadero adepto de las Musas paganas, porque cifra todo su conato en introducir el espíritu antiguo en la poesía francesa. Pero le admira con exceso, llamándole divino en su bellísima oda al poeta Cabanyes. Y, sin embargo, ¡cosa extraña!, no es Chénier el poeta que con mayor inspiración interpreta el poeta castellano. En la traducción de La Jeune Captive (la hermosa Amada, Duquesa de Fleury, encarcelada, como Chénier, en Saint-Lazare) resplandecen la gracia y la limpieza de estilo de Menéndez; pero no ha pasado a la versión española todo el encanto, toda la gentileza, toda la ternura sencilla, a la manera griega, que campean en el original francés.
No obstante, la escuela poética de Menéndez es al parecer la de Chénier, que éste define claramente en el siguiente verso:
«Sur des pensiers nouveaux faisons des vers antiques.»
¿Y qué me dice usted de los cantos latinos goliardescos, juguetón desenfado de una musa de veinte años? Erradamente juzgaría quien viese en ellos indicio de las aficiones de nuestro austero y morigerado Menéndez. Halló en Leyden una colección de poesías latinas estudiantescas (Carmina variorum ludrica, selecta ad usum lætitiæ), en las cuales se canta festivamente el amor y el vino, no como Anacreonte o Baltasar de Alcázar, sino por el estilo de nuestro obsceno Cancionero de Burlas, esto es, con la tabernaria franqueza que empleaban en la Edad Media los estudiantes juglares de las naciones septentrionales.
Menéndez no se aventura tanto; pero canta también la taberna, adonde de cierto no ha ido nunca. No le mueven en estos cantares, algo desmandados, ni la mujer ni el vino. Le mueve el antojo literario de imitar aquellos atrevidos versos escolares, y lo hace por cierto con donaire y desenvoltura. Son, a mi ver, sus versos goliardescos como una travesura poética, semejante a las que cometen los niños, por el gusto de romper alguna vez las amarras de una educación severa y recogida.
Al terminar estos desaliñados renglones, que he tenido que escribir a la carrera, por apremiar el tiempo para la publicación de los Estudios Poéticos, me asalta el temor de disgustar a Menéndez con mis encarecidas alabanzas. Pero ¿qué importa? Él las ignora; se halla en este momento en Santander y cuando las vea impresas, se resignará, sin sentir por ello engreimiento de ninguna especie. Me complazco en creer que a su entendimiento extraordinario junta una modestia también extraordinaria. Bien la necesita para no caer en los desvanecimientos de amor propio en que caen tantos sin gran motivo, y que son una de las enfermedades morales más incurables y más enfadosas de la generación presente.
Con usted, amado compañero, no me disculpo por dirigirle esta que ya va siendo interminable carta, pues sé que profesa, como yo, admiración y afecto al mozo privilegiado que nos permite ver, como una gloria futura de la patria, y como singular alianza de índole intelectual, al ferviente pagano literario en el más austero ortodoxo cristiano, y al poeta, ya fogoso, ya idealista, en el bibliógrafo obstinado y benedictino.
Madrid, 16 de mayo de 1878.
De usted muy afecto compañero
Leopoldo Augusto de Cueto
Marqués de Valmar
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