El rostro del artesano tomó una viva expresión de desconfianza; miró al viajero de pies a cabeza y, de
pronto, exclamó con una especie de estremecimiento:
—¡Ah! ¿Sois vos el hombre…?
Dirigió una nueva mirada al forastero, dio tres pasos atrás, dejó el velón sobre la mesa y descolgó el
fusil.
Al oír las palabras del aldeano, la mujer se había levantado, había tomado a los dos niños en brazos y
se había refugiado precipitadamente detrás de su marido, mirando al forastero con terror, desnuda la
garganta, los ojos despavoridos y murmurando en voz baja:
—Tso-maraude
[47]
.
Todo esto pasó en menos tiempo del que se tarda en imaginarlo. Después de haber examinado algunos
instantes al hombre, como se examina a una víbora, el dueño de la casa acercóse a la puerta y dijo, con
imperioso acento:
—Vete.
—Por piedad —insistió el hombre—, un vaso de agua.
—Un tiro es lo que te daré —dijo el aldeano.
Seguidamente, cerró la puerta con violencia y el hombre le oyó correr dos grandes cerrojos. Un
momento después, se cerraron los postigos de la ventana y oyóse el ruido de una barra de hierro.
Continuaba anocheciendo. El viento frío de los Alpes soplaba con fuerza. A la luz del expirante día,
el viajero descubrió en uno de los jardines que daban a la calle una especie de choza que le pareció
construida con trozos de césped. Franqueó resueltamente una valla de madera y entró en el jardín.
Acercóse a la choza; tenía ésta por puerta una estrecha abertura muy baja y se parecía a esas
construcciones que los picapedreros levantan al borde de las carreteras. Pensó que, efectivamente, sería
alguna choza de peones camineros. Sentía frío y hambre, pero quería, al menos, encontrar un abrigo
contra el frío. Generalmente, esta clase de alojamientos no están habitados por la noche. Se tendió boca
abajo y logró penetrar en la choza. Estaba caliente y encontró, además, un buen lecho de paja.
Permaneció un instante tendido en aquella cama, sin poder hacer ningún movimiento, tal era su cansancio.
Luego, como notase que el morral le incomodaba y que, además, podía servirle de excelente almohada,
púsose a desatar una de las correas. En aquel momento, oyó un terrible gruñido. Levantó los ojos. La
cabeza de un enorme dogo se dibujaba en la abertura de la choza.
El sitio donde estaba era una perrera.
El viajero era vigoroso y temible; armóse de su bastón, hizo de su morral una especie de escudo y
salió de la perrera como pudo, no sin agrandar los desgarrones de su vestido.
Salió también del jardín, pero andando hacia atrás; viéndose obligado, para retener al perro a
distancia, a recurrir a ese manejo del palo que los maestros de esgrima llaman el molinete.
Cuando, no sin trabajo, hubo franqueado de nuevo la barrera y se encontró en la calle, solo, sin
comida, sin techo, sin abrigo, arrojado hasta de aquella cama de paja y de aquella zahúrda miserable, se
dejó caer, más que sentarse, sobre una piedra, y parece que alguien que pasaba le oyó decir:
—¡Soy menos que un perro!
A poco, se levantó y empezó de nuevo a andar. Salió de la ciudad, esperando hallar un árbol o algún
muelo de heno, en los campos, que le diera abrigo.
Marchó así durante algún tiempo, con la cabeza baja. Cuando se creyó lejos de toda habitación
humana, alzó los ojos y miró en derredor. Estaba en el campo; ante él había una de esas colinas bajas,
cubiertas de rastrojos, que después de la siega parecen cabezas esquiladas.
El horizonte estaba negro, no sólo por efecto de la oscuridad, sino porque lo empañaban nubes muy
bajas, que parecían apoyarse en la colina y que subían cubriendo todo el cielo. Sin embargo, como la
luna iba a salir y flotaba aún en el cénit un resto de claridad crepuscular, aquellas nubes formaban, en lo
alto del cielo, una especie de bóveda blancuzca, desde la cual caía sobre la tierra un cierto resplandor.
La tierra estaba, pues, más iluminada que el cielo, lo cual es de un efecto particularmente siniestro; y
la colina, de pobres y mezquinos contornos, dibujábase vaga y descolorida sobre el tenebroso horizonte.
Todo aquel conjunto resultaba lúgubre. Nada había en el campo y en la colina más que un árbol deforme,
cuyas ramas se retorcían a pocos pasos del viajero.
Aquel hombre, evidentemente, no poseía esos hábitos delicados de la inteligencia y del espíritu que
nos hacen sensibles al aspecto misterioso de las cosas; sin embargo, había en aquel cielo, en aquella
colina, en aquella llanura y en aquel árbol algo tan profundamente desconsolador que, después de un
momento de inmovilidad y de meditación, el viajero se volvió atrás bruscamente. Hay instantes en que
hasta la naturaleza parece hostil.
Volvió sobre sus pasos. Las puertas de Digne estaban cerradas. Digne, que sostuvo sitios durante la
guerra de religión, estaba todavía, en 1815, rodeada de viejas murallas flanqueadas de torres cuadradas,
que después han sido demolidas. Pasó por una brecha y entró de nuevo en la población.
Serían las ocho de la noche. Puesto que no conocía las calles, empezó a caminar a la ventura.
Andando así, pasó ante la prefectura y, luego, ante el seminario.
Al llegar a la plaza de la catedral, enseñó el puño a la iglesia en señal de amenaza.
En una esquina de aquella plaza había una imprenta. Fue allí donde se imprimieron por primera vez
las proclamas del emperador y de la guardia imperial al ejército, traídas de la isla de Elba y dictadas por
el mismo Napoleón.
Destrozado por el cansancio y no esperando ya nada, se echó sobre el banco de piedra que estaba a la
puerta de aquella imprenta.
Una anciana salía de la iglesia en aquel momento. Vio a aquel hombre tendido en la sombra.
—¿Qué hacéis aquí, buen hombre? —le preguntó.
Y respondió él, con voz colérica y dura:
—Ya lo veis buena mujer, me acuesto.
La buena mujer, bien digna de este nombre, por cierto, era la señora marquesa de R.
—¿Sobre este banco?
—Durante diecinueve años he tenido un colchón de madera; ahora tengo un colchón de piedra.
—¿Habéis sido soldado?
—Sí, buena mujer. Soldado.
—¿Por qué no vais a la posada?
—Porque no tengo dinero.
—¡Lástima! —dijo la marquesa de R.—. No llevo en mi bolsa más que cuatro sueldos.
—Dádmelos, de todos modos.
El viajero tomó los cuatro sueldos. La marquesa de R. continuó:
—No podéis alojaros en una posada con tan poco. ¿Habéis probado, sin embargo? Es imposible que
paséis así la noche. Tendréis, sin duda, frío y hambre. Bien pudieran haberos recibido, por caridad.
—He llamado a todas las puertas.
—¿Y qué?
—De todas me han arrojado.
La «buena mujer» tocó el hombro del viajero y le señaló, al otro extremo de la plaza, una puerta
pequeña al lado del palacio arzobispal.
—¿Habéis llamado —repitió— a todas las puertas?
—Sí.
—¿Habéis llamado a aquélla?
—No.
—Pues llamad
cont.
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