Aires de Libertad

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    Mensaje por Maria Lua Lun 04 Nov 2024, 09:05

    ***

    El rostro del artesano tomó una viva expresión de desconfianza; miró al viajero de pies a cabeza y, de
    pronto, exclamó con una especie de estremecimiento:
    —¡Ah! ¿Sois vos el hombre…?
    Dirigió una nueva mirada al forastero, dio tres pasos atrás, dejó el velón sobre la mesa y descolgó el
    fusil.
    Al oír las palabras del aldeano, la mujer se había levantado, había tomado a los dos niños en brazos y
    se había refugiado precipitadamente detrás de su marido, mirando al forastero con terror, desnuda la
    garganta, los ojos despavoridos y murmurando en voz baja:
    —Tso-maraude
    [47]
    .
    Todo esto pasó en menos tiempo del que se tarda en imaginarlo. Después de haber examinado algunos
    instantes al hombre, como se examina a una víbora, el dueño de la casa acercóse a la puerta y dijo, con
    imperioso acento:
    —Vete.
    —Por piedad —insistió el hombre—, un vaso de agua.
    —Un tiro es lo que te daré —dijo el aldeano.
    Seguidamente, cerró la puerta con violencia y el hombre le oyó correr dos grandes cerrojos. Un
    momento después, se cerraron los postigos de la ventana y oyóse el ruido de una barra de hierro.
    Continuaba anocheciendo. El viento frío de los Alpes soplaba con fuerza. A la luz del expirante día,
    el viajero descubrió en uno de los jardines que daban a la calle una especie de choza que le pareció
    construida con trozos de césped. Franqueó resueltamente una valla de madera y entró en el jardín.
    Acercóse a la choza; tenía ésta por puerta una estrecha abertura muy baja y se parecía a esas
    construcciones que los picapedreros levantan al borde de las carreteras. Pensó que, efectivamente, sería
    alguna choza de peones camineros. Sentía frío y hambre, pero quería, al menos, encontrar un abrigo
    contra el frío. Generalmente, esta clase de alojamientos no están habitados por la noche. Se tendió boca
    abajo y logró penetrar en la choza. Estaba caliente y encontró, además, un buen lecho de paja.
    Permaneció un instante tendido en aquella cama, sin poder hacer ningún movimiento, tal era su cansancio.
    Luego, como notase que el morral le incomodaba y que, además, podía servirle de excelente almohada,
    púsose a desatar una de las correas. En aquel momento, oyó un terrible gruñido. Levantó los ojos. La
    cabeza de un enorme dogo se dibujaba en la abertura de la choza.
    El sitio donde estaba era una perrera.
    El viajero era vigoroso y temible; armóse de su bastón, hizo de su morral una especie de escudo y
    salió de la perrera como pudo, no sin agrandar los desgarrones de su vestido.
    Salió también del jardín, pero andando hacia atrás; viéndose obligado, para retener al perro a
    distancia, a recurrir a ese manejo del palo que los maestros de esgrima llaman el molinete.
    Cuando, no sin trabajo, hubo franqueado de nuevo la barrera y se encontró en la calle, solo, sin
    comida, sin techo, sin abrigo, arrojado hasta de aquella cama de paja y de aquella zahúrda miserable, se
    dejó caer, más que sentarse, sobre una piedra, y parece que alguien que pasaba le oyó decir:
    —¡Soy menos que un perro!
    A poco, se levantó y empezó de nuevo a andar. Salió de la ciudad, esperando hallar un árbol o algún
    muelo de heno, en los campos, que le diera abrigo.
    Marchó así durante algún tiempo, con la cabeza baja. Cuando se creyó lejos de toda habitación
    humana, alzó los ojos y miró en derredor. Estaba en el campo; ante él había una de esas colinas bajas,
    cubiertas de rastrojos, que después de la siega parecen cabezas esquiladas.
    El horizonte estaba negro, no sólo por efecto de la oscuridad, sino porque lo empañaban nubes muy
    bajas, que parecían apoyarse en la colina y que subían cubriendo todo el cielo. Sin embargo, como la
    luna iba a salir y flotaba aún en el cénit un resto de claridad crepuscular, aquellas nubes formaban, en lo
    alto del cielo, una especie de bóveda blancuzca, desde la cual caía sobre la tierra un cierto resplandor.
    La tierra estaba, pues, más iluminada que el cielo, lo cual es de un efecto particularmente siniestro; y
    la colina, de pobres y mezquinos contornos, dibujábase vaga y descolorida sobre el tenebroso horizonte.
    Todo aquel conjunto resultaba lúgubre. Nada había en el campo y en la colina más que un árbol deforme,
    cuyas ramas se retorcían a pocos pasos del viajero.
    Aquel hombre, evidentemente, no poseía esos hábitos delicados de la inteligencia y del espíritu que
    nos hacen sensibles al aspecto misterioso de las cosas; sin embargo, había en aquel cielo, en aquella
    colina, en aquella llanura y en aquel árbol algo tan profundamente desconsolador que, después de un
    momento de inmovilidad y de meditación, el viajero se volvió atrás bruscamente. Hay instantes en que
    hasta la naturaleza parece hostil.
    Volvió sobre sus pasos. Las puertas de Digne estaban cerradas. Digne, que sostuvo sitios durante la
    guerra de religión, estaba todavía, en 1815, rodeada de viejas murallas flanqueadas de torres cuadradas,
    que después han sido demolidas. Pasó por una brecha y entró de nuevo en la población.
    Serían las ocho de la noche. Puesto que no conocía las calles, empezó a caminar a la ventura.
    Andando así, pasó ante la prefectura y, luego, ante el seminario.
    Al llegar a la plaza de la catedral, enseñó el puño a la iglesia en señal de amenaza.
    En una esquina de aquella plaza había una imprenta. Fue allí donde se imprimieron por primera vez
    las proclamas del emperador y de la guardia imperial al ejército, traídas de la isla de Elba y dictadas por
    el mismo Napoleón.
    Destrozado por el cansancio y no esperando ya nada, se echó sobre el banco de piedra que estaba a la
    puerta de aquella imprenta.
    Una anciana salía de la iglesia en aquel momento. Vio a aquel hombre tendido en la sombra.
    —¿Qué hacéis aquí, buen hombre? —le preguntó.
    Y respondió él, con voz colérica y dura:
    —Ya lo veis buena mujer, me acuesto.
    La buena mujer, bien digna de este nombre, por cierto, era la señora marquesa de R.
    —¿Sobre este banco?
    —Durante diecinueve años he tenido un colchón de madera; ahora tengo un colchón de piedra.
    —¿Habéis sido soldado?
    —Sí, buena mujer. Soldado.

    —¿Por qué no vais a la posada?
    —Porque no tengo dinero.
    —¡Lástima! —dijo la marquesa de R.—. No llevo en mi bolsa más que cuatro sueldos.
    —Dádmelos, de todos modos.
    El viajero tomó los cuatro sueldos. La marquesa de R. continuó:
    —No podéis alojaros en una posada con tan poco. ¿Habéis probado, sin embargo? Es imposible que
    paséis así la noche. Tendréis, sin duda, frío y hambre. Bien pudieran haberos recibido, por caridad.
    —He llamado a todas las puertas.
    —¿Y qué?
    —De todas me han arrojado.
    La «buena mujer» tocó el hombro del viajero y le señaló, al otro extremo de la plaza, una puerta
    pequeña al lado del palacio arzobispal.
    —¿Habéis llamado —repitió— a todas las puertas?
    —Sí.
    —¿Habéis llamado a aquélla?
    —No.
    —Pues llamad




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    Mensaje por Maria Lua Lun 04 Nov 2024, 09:06

    ***


    II



    LA PRUDENCIA ACONSEJA A LA SABIDURÍA


    Aquella noche, el obispo de Digne, después de dar su paseo por la ciudad, se había quedado
    encerrado en su habitación hasta bastante tarde. Ocupábase en escribir una gran obra sobre los
    «Deberes», la cual, desgraciadamente, ha quedado incompleta. Seleccionaba cuidadosamente cuanto los
    padres y doctores han dicho sobre esta materia grave. Su libro estaba dividido en dos partes: primero,
    los deberes de todos; luego, los deberes de cada uno, según la clase a que pertenece.
    Los deberes de todos son los grandes deberes. Hay cuatro. San Mateo los señala: deberes para con
    Dios (Mat., VI); deberes para consigo mismo (Mat., V, 29, 30); deberes para con el prójimo (Mat., VII,
    12); deberes para con las criaturas (Mat., VI, 20, 25). Para los demás deberes, el obispo había hallado
    indicaciones en otras partes; para los soberanos y los súbditos, en la Epístola a los Romanos; para los
    magistrados, las esposas, las madres y los jóvenes, por san Pedro; para los maridos, los padres, los hijos
    y los servidores, en la Epístola a los Efesios; para los fieles, en la Epístola a los Hebreos; para las
    doncellas, en la Epístola a los Corintios
    [48]
    . De todas estas prescripciones, iba haciendo laboriosamente
    un conjunto que quería presentar a las almas.
    Trabajaba todavía a las ocho, escribiendo bastante incómodamente en pequeñas cuartillas de papel,
    con un gran libro abierto sobre sus rodillas, cuando entró la señora Magloire, según su costumbre, para
    tomar la plata del cajón colocado junto a la cama. Un momento después, el obispo, comprendiendo que la
    mesa estaría puesta y que su hermana tal vez le estaría esperando, cerró su libro, se levantó de su mesa y
    entró en el comedor.
    El comedor era una habitación oblonga con chimenea, una puerta que daba a la calle (como ya hemos
    dicho) y una ventana que daba al jardín.
    La señora Magloire, en efecto, acababa de poner la mesa.
    Mientras andaba ocupada en ello, charlaba con la señorita Baptistine.
    Había una lámpara sobre la mesa; ésta estaba cerca de la chimenea, en la cual ardía un buen fuego.
    Fácil es imaginarse a aquellas dos mujeres, que habían pasado ya de los sesenta años: la señora
    Magloire, pequeña, gruesa, vivaracha; la señorita Baptistine, afable, delgada, un poco más alta que su
    hermano, vestida con un traje de seda color ala de mosca, color de moda en 1806, que compró entonces
    en París y que aún le duraba. Las locuciones vulgares tienen el mérito de expresar, con una sola palabra,
    una idea que no bastaría para explicar acaso una página. Así, valiéndose de una de estas locuciones,
    diremos que la señora Magloire tenía aire de «aldeana», y de una «dama» la señorita Baptistine. La
    señora Magloire usaba una cofia blanca encañonada, una gargantilla de oro al cuello, única alhaja de
    mujer que había en la casa, un chal muy blanco saliendo de un vestido de sayal negro con mangas anchas
    y cortas, un delantal de algodón a cuadros rojos y verdes, anudado a la cintura con una cinta verde, y un
    pechero sujeto con alfileres en los hombros; en los pies, gruesos zapatos y medias amarillas, como las
    que usan las mujeres de Marsella. El traje de la señorita Baptistine estaba cortado según los patrones de
    moda en el año 1806: talle corto, saya sin vuelo, mangas con hombreras y botones. Ocultaba sus cabellos
    grises bajo una peluca rizada llamada «a lo niño». La señora Magloire tenía el aire inteligente, vivo y
    bonachón, pero los dos ángulos de su boca levantados desigualmente, y el labio superior más grueso que
    el labio inferior, le daban un no sé qué de áspero e imperioso. Cuando monseñor callaba, ella hablaba
    resueltamente, con una mezcla de respeto y libertad; pero cuando monseñor hablaba, obedecía
    pasivamente. La señorita Baptistine no hablaba, limitándose a obedecer y complacer. Aún siendo joven,
    no era bonita. Tenía grandes ojos azules un poco saltones, y la nariz larga y remangada; pero todo su
    rostro, toda su persona, lo dijimos al empezar, respiraban una inefable bondad. Siempre había parecido
    como predestinada a la mansedumbre; pero la fe, la caridad y la esperanza, estas tres virtudes que
    infunden dulce calor en el alma, habían elevado poco a poco aquella mansedumbre hasta la santidad. La
    naturaleza había hecho de ella sólo un cordero; la religión hizo de ella un ángel. ¡Pobre y santa mujer!
    ¡Dulce porvenir desvanecido! La señorita Baptistine ha referido tantas veces, después, lo que aquella
    noche pasó en el palacio del obispo que muchas personas, que viven todavía, recuerdan los más
    pequeños pormenores.
    En el momento en que el obispo entró en el comedor, la señora Magloire hablaba con singular viveza.
    Conversaba con la señorita Baptistine de un asunto que le era familiar, y al cual el obispo estaba
    acostumbrado. Tratábase del picaporte de la puerta principal.
    Parece ser que, mientras hacía algunas compras para la cena, había oído referir ciertas cosas en
    distintos sitios. Hablábase de un vagabundo de mala facha; decíase que había llegado un hombre
    sospechoso, el cual debía estar en alguna parte de la ciudad, y que podía suceder que llegasen a tener
    algún mal encuentro quienes aquella noche olvidaran recogerse temprano. Añadíase que la policía estaba
    muy mal organizada, en atención a ciertas rivalidades que mediaban entre el prefecto y el alcalde, los
    cuales trataban de hacerse daño mutuamente, dejando que se verificasen los acontecimientos que debieran
    evitar; y que a las personas prudentes tocaba vigilar lo que la policía descuidaba, guardándose bien, y
    teniendo buen cuidado en echar los cerrojos y cerrar y atrancar bien las puertas.
    La señora Magloire recalcó esta última frase; pero el obispo acababa de salir de su cuarto, donde
    hacía bastante frío, y, sentado junto a la chimenea, se calentaba y acaso pensaba en cosas muy distintas.
    No paró, pues, atención en ninguna de las palabras que la señora Magloire había pronunciado. Ésta
    volvió a repetirlas. Entonces, la señorita Baptistine, queriendo satisfacer a la señora Magloire, sin
    contrariar a su hermano, se aventuró a decir tímidamente:
    —Hermano mío, ¿oyes lo que dice la señora Magloire?
    —He oído vagamente algo —respondió el obispo.
    Después, se volvió a medias en su silla hacia la anciana, puso ambas manos sobre sus rodillas y
    levantó su rostro cordial y franco, iluminado por el resplandor del fuego, y añadió:
    —Veamos. ¿Qué sucede? ¿Nos hallamos, pues, ante un grave peligro?
    Entonces, la señora Magloire comenzó de nuevo su historia, exagerándola un poco sin advertirlo.
    Decíase que un gitano, un desharrapado, una especie de mendigo peligroso, se hallaba en la ciudad. Se
    había presentado buscando alojamiento en casa de Jacquin Labarre, quien no lo quiso recibir. Le habían
    visto llegar por el bulevar Gassendi y vagar por las calles al oscurecer. Era un hombre con un morral y
    unas cuerdas, de una facha terrible.
    —¿De veras? —preguntó el obispo.
    Este consentimiento en interrogarla alentó a la señora Magloire; aquello parecía indicar que el obispo
    no estaba lejos de alarmarse; prosiguió, entonces, con acento triunfante:
    —Sí, monseñor. Es así. Esta noche ocurrirá alguna desgracia en la ciudad. Todo el mundo lo dice.
    Con esto de que la policía está tan mal organizada [repetición útil]. ¡Vivir en un país montañoso como
    éste y no tener ni faroles en las calles, por la noche! Se sale y, a lo mejor… Yo decía, monseñor, y
    también la señorita opina como yo…
    —Yo —interrumpió la hermana— no digo nada. Lo que mi hermano hace, bien hecho está.
    La señora Magloire continuó, como si no hubiera habido interrupción:
    —Decíamos que la casa no está del todo segura; que si monseñor lo permite, voy a avisar a Paulin
    Musebois para que venga a poner los antiguos cerrojos en la puerta; están ahí, de modo que es cosa de un
    minuto. Y digo que hacen falta cerrojos, aunque no sea sino por esta noche, monseñor; porque yo digo que
    una puerta que se abre desde fuera, con sólo levantar el picaporte, es una cosa terrible. Luego, como
    monseñor tiene siempre la costumbre de decir que entren, y, además, como a medianoche, ¡válgame el
    cielo!, no hace falta pedir permiso…
    En aquel momento, se oyó llamar a la puerta, con alguna violencia.
    —¡Adelante! —dijo el obispo.





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    Mensaje por Maria Lua Lun 04 Nov 2024, 09:07

    ***
    III



    HEROÍSMO DE LA OBEDIENCIA PASIVA



    La puerta se abrió.
    Se abrió violentamente, de par en par, como si alguien la empujara con energía y resolución.
    Un hombre entró.
    A este hombre le conocemos ya. Es el viajero que hemos visto vagar hace poco, buscando asilo.
    Entró, dio un paso y se detuvo, dejando la puerta abierta tras él. Llevaba su morral a la espalda, su
    palo en la mano, y en los ojos una expresión ruda, audaz, cansada y violenta. El fuego de la chimenea le
    iluminaba. Estaba espantoso. Era una siniestra aparición.
    La señora Magloire no tuvo siquiera fuerzas para lanzar un grito. Se estremeció y quedó muda e
    inmóvil.
    La señorita Baptistine se volvió, vio al hombre que entraba y medio se levantó de miedo; luego,
    volviendo poco a poco la cabeza hacia la chimenea, se puso a mirar a su hermano y su rostro adquirió de
    nuevo un aspecto de profunda calma y serenidad.
    El obispo fijaba en el hombre una mirada tranquila.
    Al abrir los labios, sin duda para preguntar al recién llegado lo que deseaba, el hombre apoyó sus
    dos manos a la vez sobre su garrote, paseó su mirada por el anciano y las dos mujeres y, sin esperar a que
    el obispo hablara, dijo en voz alta:
    —Me llamo Jean Valjean. Soy presidiario. He pasado diecinueve años en la cárcel. Estoy libre desde
    hace cuatro días y me dirijo a Pontarlier, que es mi destino. Hace cuatro días que estoy en marcha desde
    Tolón. Hoy he hecho doce leguas a pie. Esta noche, al llegar a esta ciudad, he entrado en una posada y me
    han despedido a causa de mi pasaporte amarillo, que había presentado en la alcaldía. Era preciso que así
    lo hiciese. He estado en otra posada, y me han dicho ¡vete! Lo mismo en la una que en la otra. Nadie
    quiere saber nada de mí. He estado en la prisión y el carcelero no me ha abierto. He estado en la guarida
    de un perro, que me ha mordido y me ha arrojado de allí, como si fuera un hombre. Hubiérase dicho que
    sabía quién era yo. Me he ido al campo, para dormir al raso; pero ni aun esto me ha sido posible. He
    creído que iba a llover y que no habría un buen Dios que impidiera la lluvia, y he vuelto a la ciudad, para
    buscar en ella el quicio de una puerta. Allí, en la plaza, iba a echarme sobre una piedra, cuando una
    buena mujer me ha señalado vuestra casa y me ha dicho: Llamad ahí. He llamado. ¿Qué casa es esta?
    ¿Una posada? Tengo dinero, producto de mi masita. Ciento nueve francos y quince sueldos que he ganado
    en la cárcel, con mi trabajo de diecinueve años. Pagaré, ¿qué me importa? Tengo dinero. Estoy muy
    cansado; he andado doce leguas a pie y tengo hambre. ¿Queréis que me quede?
    —Señora Magloire —dijo el obispo—, poned un cubierto más.
    El hombre dio tres pasos y se acercó al velón que estaba sobre la mesa.
    —Mirad —dijo, como si no hubiera comprendido—. No es eso. ¿Habéis oído lo que he dicho? Soy
    un presidiario, un forzado. Vengo de las galeras. —Y de un bolsillo sacó una gran hoja de papel amarillo
    que desplegó—. Ved mi pasaporte. Amarillo, como veis. Esto sirve para que me echen de todas partes a
    donde voy. ¿Queréis leer? Yo sé leer; he aprendido en presidio. Hay una escuela para los que quieren.
    Mirad, ved lo que han escrito en este pasaporte: «Jean Valjean, presidiario liberado, natural de…», esto
    no hace al caso… «Ha estado diecinueve años en presidio. Cinco años por robo con fractura. Catorce
    años por haber intentado evadirse cuatro veces. Este hombre es muy peligroso». Ya lo veis. Todo el
    mundo me arroja lejos de sí. ¿Queréis vos recibirme? ¿Es ésta una posada? ¿Queréis darme cena y
    cama?, ¿tenéis un establo?
    —Señora Magloire —dijo el obispo—, pondréis sábanas limpias en la cama de la alcoba.
    Ya hemos explicado de qué naturaleza era la obediencia de las dos mujeres.
    La señora Magloire salió para ejecutar las órdenes.
    El obispo se volvió hacia el hombre:
    —Señor, sentaos y calentaos. Cenaremos dentro de un instante, y os harán la cama mientras cenáis.
    El hombre comprendió al fin. La expresión de su rostro, hasta entonces sombría y fría, cambióse en
    estupefacción, duda, alegría extraordinaria. Comenzó a balbucear como un loco:
    —¿De verdad? ¿Qué? ¡Me recibís! ¡No me arrojáis! ¡Un forzado! ¡Me llamáis señor! ¡No me tuteáis!
    ¡No me decís, vete, perro, como me dicen siempre! Yo creía que también de aquí ibais a arrojarme. Por
    esto dije en seguida quién soy. ¡Oh! ¡Gracias a la buena mujer que me ha mostrado esta casa! ¡Voy a
    cenar! ¡Una cama! ¡Una cama con colchón y sábanas! ¡Como todo el mundo! ¡Hace diecinueve años que
    no me he acostado en una cama! ¡No queréis que me vaya! ¡Sois gentes muy dignas! Además, tengo
    dinero. Pagaré bien. Perdón, señor posadero, ¿cómo os llamáis? Pagaré todo lo que queráis. Sois un
    excelente hombre. Sois posadero, ¿verdad?
    —Soy —dijo el obispo— un sacerdote que vive aquí.
    —¡Un sacerdote! —continuó el hombre—. ¡Oh, un buen sacerdote! Entonces, ¿no me pedís dinero?
    Sois el párroco, ¿verdad? ¿El párroco de esta gran iglesia? ¡Vaya, es verdad! ¡Qué estúpido soy! ¡No
    había visto vuestro solideo!
    Mientras hablaba, había dejado su morral y su garrote en un rincón; luego, había guardado su
    pasaporte en el bolsillo y se había sentado. La señorita Baptistine le miraba con dulzura. Él continuó:
    —Sois humano, señor párroco. No sentís desprecio. Es bueno, para un sacerdote. Entonces, ¿no
    tenéis necesidad de que os pague?
    —No —dijo el obispo—. Guardad vuestro dinero. ¿Cuánto tenéis? ¿Me habéis dicho ciento nueve
    francos?
    —Y quince sueldos —añadió el hombre.
    —Ciento nueve francos y quince sueldos. ¿Y cuánto tiempo habéis tardado en ganar esto?
    —Diecinueve años.
    —¡Diecinueve años!
    El obispo suspiró profundamente.



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    y en ese vuelo y en ese sueño
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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 4 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Lun 04 Nov 2024, 09:08

    ***
    El hombre prosiguió:
    —Todavía tengo todo mi dinero. En cuatro días, no he gastado más que veinticinco sueldos que gané
    ayudando a descargar unos carros en Grasse. Puesto que sois sacerdote, voy a deciros que en presidio
    teníamos un capellán. Y un día vi a un obispo. A un monseñor, como le llaman. Era el obispo de la
    Majore, en Marsella. Es el cura que está por encima de los curas. Vos ya lo sabéis, perdonadme, hablo
    mal; ¡pero está tan lejos de mí! ¡Ya comprendéis lo que somos nosotros! Dijo la misa en medio de la
    prisión, sobre un altar, y sobre la cabeza tenía una cosa puntiaguda de oro. Al mediodía, aquello brillaba.
    Estábamos en fila, por los tres lados. Con los cañones y las mechas encendidas en frente de nosotros. No
    le veíamos bien. Habló, pero estaba demasiado lejos y no le oímos bien. Ved lo que es un obispo.
    Mientras hablaba, el obispo había ido a cerrar la puerta, que había quedado abierta.
    La señora Magloire volvió. Traía un cubierto, que puso sobre la mesa.
    —Señora Magloire —dijo el obispo—, poned este cubierto lo más cerca posible de la lumbre. —Y,
    volviéndose hacia su huésped—: El viento de la noche es muy crudo en los Alpes. ¿Tenéis frío, señor?
    Cada vez que pronunciaba la palabra señor, con su voz dulcemente grave, se iluminaba la fisonomía
    del hombre. Llamar señor a un presidiario es dar un vaso de agua a un náufrago de la Medusa. La
    ignominia tiene sed de consideración.
    —Mal alumbra esta luz —dijo el obispo.
    La señora Magloire comprendió y fue a buscar, a la chimenea de la habitación de monseñor, los dos
    candelabros de plata, que puso, encendidos, sobre la mesa.
    —Señor cura —dijo el hombre—, sois bueno. No me despreciáis. Me recibís en vuestra casa.
    Encendéis bujías para mí. Sin embargo, no os he ocultado de dónde vengo y que soy un hombre
    miserable.
    El obispo, sentado cerca de él, le tocó dulcemente la mano.
    —No hacía falta que me dijerais quién sois. Esta no es mi casa, es la casa de Jesucristo. Esta puerta
    no pregunta al que entra si tiene un nombre, sino si tiene un dolor. Sufrís; tenéis hambre y sed; sed
    bienvenido. Y no me deis las gracias, no me digáis que os recibo en mi casa. Aquí no está en su casa más
    que el que necesita un asilo. Así debo decíroslo a vos, que pasáis por aquí; estáis en vuestra casa, más
    que yo en la mía. Todo lo que hay aquí es vuestro. ¿Para qué necesito saber vuestro nombre? Además,
    antes de que me lo dijerais, tenéis un nombre que yo ya sabía.
    El hombre abrió sus ojos, asombrado.
    —¿De veras? ¿Sabíais cómo me llamo?
    —Sí —repuso el obispo—, os llamáis mi hermano.
    —¡Ah, señor cura! —exclamó el hombre—. Tenía hambre, al entrar aquí; pero sois tan bueno que
    ahora ya no sé lo que tengo; el hambre se me ha pasado.
    El obispo le miró y le dijo:
    —¿Habéis sufrido mucho?
    —¡Oh! La casaca roja, la bala en el pie, una tarima para dormir, el calor, el frío, el trabajo, la chusma
    de forzados, los golpes. La doble cadena por nada. El calabozo por una simple palabra. Y aun enfermo en
    la cama, la cadena. ¡Los perros, los perros son más felices! ¡Diecinueve años! Tengo cuarenta y seis, y un
    pasaporte amarillo. Aquí está todo.
    —Sí, salís de un lugar de tristeza. Escuchad: habrá más alegría en el cielo por las lágrimas de un
    pecador arrepentido que por la blanca vestidura de cien justos. Si salís de ese lugar doloroso con
    propósitos de odio y de cólera contra los hombres, sois digno de piedad; si salís con propósitos de
    indulgencia, de dulzura y de paz, valéis más que ninguno de nosotros.
    Mientras tanto, la señora Magloire había servido la cena. Una sopa hecha con agua, aceite, pan y sal;
    un poco de tocino; un pedazo de carne de carnero; unos higos, un queso fresco y un gran pan de centeno.
    A la comida ordinaria del obispo, había añadido una botella de vino añejo de Mauves
    [49]
    .
    El rostro del obispo adquirió, de repente, esa expresión de alegría propia de las naturalezas
    hospitalarias.
    —¡A la mesa! —dijo con viveza.
    Como tenía por costumbre, cuando algún forastero cenaba con él, hizo sentar al hombre a su derecha.
    La señorita Baptistine, apacible y con naturalidad, ocupó su asiento a la izquierda.
    El obispo dijo el benedicite y, luego, sirvió él mismo la sopa, según su costumbre. El hombre empezó
    a comer ávidamente.
    De repente, el obispo exclamó:
    —Me parece que en esta mesa falta algo.
    La señora Magloire, en efecto, no había puesto más que los tres cubiertos absolutamente necesarios.
    Pero era costumbre de la casa, cuando el obispo tenía algún invitado a cenar, poner en la mesa los seis
    cubiertos de plata; inocente ostentación. Esta graciosa apariencia de lujo era una especie de niñería, llena
    de encanto en aquella casa tranquila y severa que elevaba la pobreza hasta la dignidad.
    La señora Magloire comprendió la observación, salió sin pronunciar una palabra y, un momento
    después, los tres cubiertos reclamados por el obispo brillaban sobre el mantel, colocados simétricamente
    ante cada uno de los comensales.








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    Mensaje por Maria Lua Lun 04 Nov 2024, 09:09

    ***

    IV


    PORMENORES SOBRE LAS QUESERÍAS DE PONTARLIER



    Ahora, para dar una idea de lo que pasó en aquella mesa, no podremos hacer nada mejor que
    transcribir aquí un pasaje de una carta de la señorita Baptistine a la señora de Boischevron, en la cual se
    refiere, con minuciosa sencillez, a la conversación entre el obispo y el forzado:
    … Este hombre no prestaba ninguna atención a nadie. Comía con una voracidad de hambriento. Sin
    embargo, después de la sopa, dijo:
    —Señor cura del buen Dios, todo esto es demasiado bueno para mí, pero debo deciros que los
    carreteros que no me han permitido comer con ellos comen mejor que vos.
    Aquí, entre nosotras, esta observación me pareció un poco extraña. Mi hermano respondió:
    —Están más fatigados que yo.
    —No —continuó el hombre—, tienen más dinero. Vos sois pobre. Ya lo veo. Quizá ni aún sois
    párroco. ¿Sois párroco, siquiera? ¡Ah!, por ejemplo, si el buen Dios fuera justo, bien mereceríais ser
    párroco.
    —El buen Dios es más que justo —dijo mi hermano. Un momento después, añadió—: ¿Vais a
    Pontarlier, señor Jean Valjean?
    —Con itinerario obligado.
    Creo que esto fue lo que contestó. Después, continuó:
    —Es preciso que me ponga en camino mañana, al despuntar el día. Es duro viajar. Si las noches son
    frías, los días son calurosos.
    —Vais —dijo mi hermano— a una buena comarca. En tiempo de la Revolución, quedó arruinada mi
    familia y yo me refugié en el Franco-Condado, donde viví algún tiempo con el trabajo de mis manos.
    Tenía buena voluntad y encontré en qué ocuparme. No tuve que hacer más que escoger; hay almacenes de
    papel, de curtidos, de esencias, de aceites, fábricas de relojerías, fábricas de acero y de cobre y, al
    menos veinte fábricas de hierro, de las cuales cuatro están en Lods, Chátillon, Audincourt y Beure…[50]
    Creo no engañarme y que son éstos los nombres que mi hermano citó; luego, se interrumpió y me
    dirigió la palabra:
    —Querida hermana mía, ¿no tenemos parientes en esa región?
    Yo respondí:
    —Teníamos, entre otros, al señor Lucenet, que era capitán de puertas en Pontarlier, bajo el antiguo
    régimen.
    —Sí —continuó mi hermano—, pero en el 93 no había parientes, ni tenía uno más que sus brazos; y
    yo trabajé. Hay en el país de Pontarlier, a donde vais, señor Valjean, una industria patriarcal y hermosa,
    hermana mía. Son las queserías, que llaman allí fruterías.
    Entonces, mi hermano, mientras comía aquel hombre, le explicó detenidamente lo que son las
    queserías de Pontarlier. Las hay de dos clases: las grandes granjas, que pertenecen a los ricos y tienen
    cuarenta o cincuenta vacas, las cuales producen de siete a ocho mil quesos en verano; y las queserías de
    asociación, que son las de los pobres, es decir, las de los campesinos de la montaña, que reúnen sus
    vacas y se reparten los productos. Toman a su servicio a un quesero, al que llaman el grurin, el cual
    recibe la leche de los asociados tres veces al día y marca las cantidades en una tabla duplicada; a fines
    de abril empieza el trabajo en las queserías, y hacia mediados de junio los queseros llevan sus vacas a la
    montaña.
    El hombre se reanimaba, comiendo. Mi hermano le hacía beber de este buen vino de Mauves, del cual
    él mismo no bebe, porque dice que es un vino caro. Mi hermano le explicaba todos esos detalles, con esa
    sencilla alegría que ya conocéis, entremezclando sus palabras con graciosos gestos dirigidos a mí.
    Insistió mucho en la buena posición delgrurin, como si hubiera deseado que aquel hombre comprendiera,
    sin aconsejárselo directamente, que tal oficio sería un asilo para él. Una cosa me sorprendió. Ese hombre
    era lo que os he dicho. ¡Pues bien!, mi hermano, ni durante toda la cena, ni en el resto de la noche, si se
    exceptúan algunas palabras sobre Jesús que pronunció a su entrada, dijo una palabra que recordara a
    aquel hombre quién era, ni que le diera a conocer lo que era mi hermano. Y ésta, era, sin embargo, una
    ocasión para dirigirle un sermón. Cualquiera hubiera creído que, teniendo al lado a ese desgraciado, era
    el caso de dar alimento a su alma, al mismo tiempo que a su cuerpo, y de hacerle algún reproche
    sazonado de moral y de consejo, o bien de manifestarle un poco de conmiseración, exhortándole a que
    obrara mejor en el porvenir. Mi hermano ni siquiera le preguntó de dónde era, ni su historia. Pues en su
    historia estaba su culpa y mi hermano parecía evitar todo lo que pudiera recordárselo. Hasta el punto de
    que, en un momento en que hablaba de los montañeses de Pontarlier, «que tienen un suave trabajo cerca
    del cielo», y que, añadió, «son felices porque son inocentes», se detuvo de repente, temiendo que hubiese
    en estas palabras, que se le escapaban, algo que pudiera ofender al huésped. A fuerza de reflexionar, creo
    haber comprendido lo que pasaba en el corazón de mi hermano. Pensaba, sin duda, que aquel hombre que
    se llamaba Jean Valjean tenía tan presente su miseria en el espíritu que lo mejor era distraerle y hacerle
    creer, aunque fuera sólo por un momento, que era una persona como otra cualquiera y que, para él, todo
    aquello no era sino lo que sucedía ordinariamente. En efecto, ¿no es esto comprender bien la caridad?
    ¿No hay, buena amiga, algo verdaderamente evangélico en esta delicadeza, que prescinde del sermón, de
    la moral y de las alusiones? La piedad más grande ¿no consiste, cuando un hombre tiene un punto
    dolorido, en no tocar ese punto? Me ha parecido que éste era el pensamiento íntimo de mi hermano. En
    todo caso, lo que puedo decir es que, si efectivamente obró así, no lo dio a conocer, ni aun a mí misma;
    estuvo lo mismo que todas las noches, y cenó con este Jean Valjean con la misma naturalidad, con la
    misma fisonomía con que hubiera cenado con el señor Gédéon Lé Prevost, o con el señor cura de la
    parroquia.
    Hacia el final de la cena, cuando estábamos comiendo los higos, llamaron a la puerta. Era la señora
    Gerbaud, con su pequeño en brazos. Mi hermano besó al niño en la frente y me pidió quince sueldos que
    tenía yo allí para darlos a la señora Gerbaud. El hombre no prestó gran atención a esto. No hablaba ya y
    parecía fatigado. Una vez que la señora Gerbaud hubo salido, mi hermano dio las gracias, luego se volvió
    hacia aquel hombre, y le dijo: «Debéis tener necesidad de descanso». La señora Magloire retiró
    rápidamente los servicios. Yo comprendí que era preciso retirarnos, para dejar dormir a aquel viajero, y
    ambas subimos a nuestro cuarto. Pero, poco después, envié a la señora Magloire para que pusiera en la
    cama de aquel hombre una piel de corzo de la Selva Negra, que está en mi habitación. Las noches son
    glaciales y esta piel calienta. Es una pena que ya esté vieja; todo el pelo se le cae. Mi hermano la compró
    cuando estuvo en Alemania, en Tottlingen, cerca de las fuentes del Danubio, al mismo tiempo que el
    cuchillito con mango de marfil que yo uso en la mesa.
    La señora Magloire volvió en seguida; hicimos nuestras plegarias al buen Dios en el salón donde se
    cuelga la ropa blanca, y luego nos retiramos cada una a nuestro cuarto, sin hablar una palabra








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    Mensaje por Maria Lua Lun 04 Nov 2024, 09:10

    ***
    V



    TRANQUILIDAD



    Después de haber dado las buenas noches a su hermana, monseñor Bienvenu cogió de la mesa uno de
    los dos candelabros de plata, dio el otro a su huésped y le dijo:
    —Señor, voy a mostraros vuestra habitación.
    El hombre le siguió.
    Como se ha podido observar, en lo que ha sido dicho antes, la habitación estaba distribuida de tal
    manera que, para pasar al oratorio donde estaba la alcoba, era preciso pasar por el dormitorio del
    obispo.
    En el momento en que atravesaban esta habitación, la señora Magloire cerraba el armario de la plata,
    que estaba a la cabecera de la cama. Este era el último cuidado que tenía cada noche, antes de acostarse.
    El obispo instaló a su huésped en la alcoba. Una cama blanca y limpia le esperaba.
    El hombre dejó el candelabro sobre una mesita.
    —Espero que paséis buena noche —dijo el obispo—. Mañana por la mañana, antes de partir,
    beberéis una taza de leche de nuestras vacas, bien caliente.
    —Gracias, señor cura —respondió el hombre.
    Apenas hubo pronunciado estas palabras llenas de paz, súbitamente, sin transición alguna, hizo un
    movimiento extraño que hubiera helado de terror a las dos santas mujeres, si hubiesen sido testigos del
    mismo. Incluso hoy, nos resulta difícil explicar la causa que le impulsaba en aquel momento. ¿Quería
    hacer una advertencia, o lanzar una amenaza? ¿Obedecía, simplemente, a una especie de impulso
    instintivo y oscuro incluso para él?
    Se volvió bruscamente hacia el anciano, cruzó los brazos, fijó en su huésped una mirada salvaje y
    exclamó con voz ronca:
    —¡Ah! Decididamente, me alojáis en vuestra casa y muy cerca de vos. —Se interrumpió y añadió,
    con una risa en la que había algo de monstruoso—: ¿Habéis reflexionado bien? ¿Quién os dice que no soy
    un asesino?
    El obispo levantó la mirada hacia el techo y dijo:
    —Esto es cuenta de Dios.
    Después, con toda gravedad y moviendo los labios como alguien que reza o habla para sí mismo,
    levantó dos dedos de su mano derecha y bendijo al hombre, que no dobló la cabeza; y, sin volver la vista
    atrás, entró en su habitación.
    Cuando la alcoba está habitada, una gran cortina de sarga corría de un lado al otro del oratorio y
    ocultaba el altar. El obispo se arrodilló al pasar delante de la cortina y murmuró una breve oración.
    Un momento después, estaba en el jardín, paseando, meditando, contemplando, con el alma y el
    pensamiento entero en esas grandes cosas misteriosas que Dios muestra por la noche a los ojos que
    permanecen abiertos.
    En cuanto al hombre, estaba realmente tan fatigado que ni siquiera se aprovechó de aquellas blancas
    sábanas. Había soplado sobre la vela con la nariz, como acostumbran los forzados, y se había dejado
    caer vestido en la cama, donde quedó en seguida profundamente dormido.
    Era medianoche cuando el obispo volvía del jardín a su habitación.
    Algunos minutos después, todos dormían en la pequeña casa.





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    Mensaje por Maria Lua Lun 04 Nov 2024, 09:11

    ***

    VI


    JEAN VALJEAN



    Hacia la medianoche, Jean Valjean se despertó.
    Jean Valjean era de una pobre familia de aldeanos de la Brie. En su infancia no había aprendido a
    leer. Cuando fue hombre tomó el oficio de podador en Faverolles
    [51]
    . Su madre se llamaba Jeanne
    Mathieu, y su padre, Jean Valjean, o Vlajean, mote y contracción, probablemente, de voiltijean.
    Jean Valjean tenía el carácter pensativo, sin ser triste, lo cual es propio de las naturalezas afectuosas.
    En resumidas cuentas, era una cosa algo adormecida y bastante insignificante, en apariencia al menos,
    este Jean Valjean. De muy corta edad, había perdido a su padre y a su madre. Esta había muerto de una
    fiebre láctea mal cuidada. Su padre, podador como él, se había matado al caer de un árbol. A Jean
    Valjean le había quedado solamente una hermana mayor que él, viuda, con siete hijos, entre varones y
    hembras. Esta hermana había criado a Jean Valjean y, mientras vivió su marido, alojó y alimentó a su
    hermano. El marido murió. El mayor de sus hijos tenía ocho años y el menor uno. Jean Valjean acababa
    de cumplir veinticinco años. Reemplazó al padre y sostuvo, a su vez, a la hermana que le había criado.
    Hizo aquello sencillamente, como un deber, y aun con cierta rudeza de su parte. Su juventud se gastaba,
    pues, en un trabajo duro y mal pagado. Nunca le habían conocido «novia» en la comarca. No había tenido
    tiempo para enamorarse.
    Por la noche, regresaba cansado y tomaba su sopa sin decir una palabra. Su hermana, mientras él
    comía, le tomaba con frecuencia de su escudilla lo mejor de la comida, el pedazo de carne, la lonja de
    tocino, el cogollo de la col, para darlo a alguno de sus hijos; él, sin dejar de comer, inclinado sobre la
    mesa, con la cabeza casi metida en la sopa y sus largos cabellos cayendo alrededor de la escudilla,
    ocultando sus ojos, parecía no ver nada y dejábala hacer. Había en Faverolles, no lejos de la cabaña de
    los Valjean, al otro lado de la callejuela, una lechera llamada Marie-Claude; los niños Valjean, casi
    siempre hambrientos, iban muchas veces a pedir prestado a Marie-Claude, en nombre de su madre, una
    pinta de leche que bebían detrás de una enramada, o en cualquier rincón de un portal, arrancándose unos
    a otros el vaso con tanto apresuramiento que las niñas pequeñas lo derramaban sobre su delantal y su
    cuello. Si la madre hubiera sabido este hurtillo, habría corregido severamente a los delincuentes. Jean
    Valjean, brusco y gruñón, pagaba, sin que Jeanne lo supiera, la pinta de leche a Marie-Claude, y los niños
    no eran castigados.
    En la estación de la poda, ganaba veinticuatro sueldos por día, y luego se empleaba como segador,
    como peón de albañil, como mozo de bueyes o como jornalero. Hacía todo lo que podía. Su hermana, por
    su parte, trabajaba también; pero ¿qué podía hacerse con siete niños? Era un triste grupo, al que la
    miseria envolvía y estrechaba poco a poco. Sucedió que un invierno fue muy crudo. Jean no encontró
    trabajo. La familia no tuvo pan. Ni un bocado de pan, y siete niños.
    Un domingo por la noche, Maubert Isabeau, panadero en la plaza de la iglesia, en Faverolles, se
    disponía a acostarse cuando oyó un golpe violento en la vidriera enrejada de la puerta de su tienda.
    Llegó a tiempo para ver un brazo pasar a través del agujero hecho de un puñetazo en uno de los
    vidrios. El brazo cogió un pan y se retiró. Isabeau salió apresuradamente; el ladrón huyó a todo correr;
    Isabeau corrió tras él y le detuvo. El ladrón había soltado el pan, pero tenía aún el brazo ensangrentado.
    Era Jean Valjean.
    Esto pasó en 1795. Jean Valjean fue llevado ante los tribunales acusado de «robo con fractura, de
    noche y en una casa habitada». Tenía un fusil y era un excelente tirador, un poco aficionado a la caza
    furtiva; esto le perjudicó. Existe un prejuicio legítimo contra los cazadores furtivos. El cazador furtivo, lo
    mismo que el contrabandista, anda muy cerca del salteador. Sin embargo, digámoslo de paso, hay un
    abismo entre ambos y el miserable asesino de las ciudades. El cazador furtivo vive en el bosque; el
    contrabandista vive en las montañas o cerca del mar. Las ciudades hacen hombres feroces, porque hacen
    hombres corrompidos. La montaña, el mar, el bosque hacen hombres salvajes. Desarrollan el lado feroz,
    pero a menudo lo hacen sin destruir el lado humano.
    Jean Valjean fue declarado culpable. Los términos del código eran formales. En nuestra civilización
    hay momentos terribles; son aquellos en que la ley pronuncia una condena. ¡Instante fúnebre aquel en que
    la sociedad se aleja y consuma el irreparable abandono de un ser pensante! Jean Valjean fue condenado a
    cinco años de galeras.
    El 22 de abril de 1796, se celebró en París la victoria de Monte-notte, obtenida por el general en jefe
    de los ejércitos de Italia, a quien el mensaje del Directorio a los Quinientos, el 2 de floreal del IV, llama
    Buona-Parte; aquel mismo día se remachó una cadena en Bicétre. Jean Valjean formaba parte de esta
    cadena. Un antiguo portero de la cárcel, que tiene hoy cerca de noventa años, recuerda aún perfectamente
    a este desgraciado, cuya cadena se remachó en la extremidad del cuarto cordón, en el ángulo norte del
    patio. Estaba sentado en el suelo, como todos los demás. Parecía no comprender nada de su situación,
    salvo que era horrible. Es probable que descubriese, a través de las vagas ideas de un hombre ignorante,
    que había en su pena algo excesivo. Mientras a grandes martillazos remachaban detrás de él el perno de
    su argolla, lloraba; las lágrimas le ahogaban, le impedían hablar y solamente de vez en cuando
    exclamaba: «Yo era podador en Faverolles». Luego, sollozando, alzaba su mano derecha y la bajaba
    gradualmente siete veces, como si tocase sucesivamente siete cabezas a desigual altura; por este gesto se
    adivinaba que lo que había hecho, fuese lo que fuera, había sido para alimentar y vestir a siete pequeñas
    criaturas.






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    Mensaje por Maria Lua Lun 04 Nov 2024, 09:12

    ***
    Partió para Tolón. Llegó allí después de un viaje de veintisiete días en una carreta, con la cadena al
    cuello. En Tolón fue revestido de la casaca roja. Todo se borró de lo que había sido su vida, incluso su
    nombre; ya no fue más Jean Valjean; fue el número 24 601. ¿Qué fue de su hermana? ¿Qué fue de los siete
    niños? ¿Quién se ocupó de ellos? ¿Qué es del puñado de hojas del joven árbol serrado por su pie?
    La historia es siempre la misma. Estos pobres seres vivientes, estas criaturas de Dios, sin apoyo
    desde entonces, sin guía, sin asilo, marcharon a merced del azar, ¿quién sabe adónde?, cada uno por su
    lado, quizá, sumergiéndose poco a poco en esa fría bruma en la que se sepultan los destinos solitarios,
    tenebrosas tinieblas en las que desaparecen sucesivamente tantas cabezas infortunadas, en la sombría
    marcha del género humano. Abandonaron aquella región. El campanario de lo que había sido su pueblo,
    los olvidó; el límite de lo que había sido su campo, los olvidó; después de algunos años de permanencia
    en la prisión, Jean Valjean mismo los olvidó. En aquel corazón, donde había existido una herida, había
    una cicatriz. Aquello fue todo. Apenas, durante todo el tiempo que pasó en Tolón, oyó hablar una sola vez
    de su hermana. Era, creo, hacia el final del cuarto año de su cautividad. No sé por qué conducto recibió
    las noticias. Alguien, que los había conocido en su país, había visto a su hermana. Estaba en París. Vivía
    en una pobre calle, cerca de San Sulpicio, en la calle del Geindre
    [52]
    . No tenía consigo más que a un niño,
    el último. ¿Dónde estaban los otros seis? Quizá ni siquiera ella misma lo sabía. Todas las mañanas iba a
    una imprenta de la calle del Sabot, n.° 3, donde era plegadora y encuadernadora. Era preciso estar allí a
    las seis de la mañana, mucho antes de ser de día en invierno. En el mismo edificio de la imprenta había
    una escuela, a la cual llevaba a su hijo, que tenía siete años. Pero, como ella entraba en la imprenta a las
    seis, y la escuela no abría hasta las siete, el niño tenía que esperar una hora en el patio, hasta que se
    abriese; en invierno, una hora de noche y al descubierto. No querían que el niño entrara en la imprenta,
    porque molestaba, según decían. Los obreros veían a esta criatura, al pasar por la mañana, sentada en el
    suelo, cayéndose de sueño y, muchas veces, dormido en la oscuridad, acurrucado sobre su cestito. Los
    días de lluvia, una viejecita, la portera, tenía piedad de él; le recogía en su covacha, donde no había más
    que una pobre cama, una rueca y dos taburetes; el pobrecillo se dormía allí, en un rincón, arrimándose al
    gato para sentir menos frío. A las siete se abría la escuela y entraba. Esto fue lo que le dijeron a Jean
    Valjean. Ocupó su ánimo esta noticia un día, es decir, un momento, un relámpago, como una ventana
    abierta bruscamente al destino de los seres que había amado. Después se cerró la ventana; no se volvió a
    hablar más, y todo se acabó. Nada más supo de ellos; no los volvió a ver; jamás los encontró; ni tampoco
    los encontraremos en la continuación de esta dolorosa historia.
    Hacia el final de este cuarto año, le llegó su turno para la evasión. Sus compañeros le ayudaron, como
    suele hacerse en aquella triste mansión. Se evadió. Erró durante dos días en libertad por el campo; si es
    ser libre estar perseguido; volver la cabeza a cada instante; estremecerse al menor ruido; tener miedo de
    todo, del techo que humea, del hombre que pasa, del perro que ladra, del caballo que galopa, de la hora
    que suena, del día porque se ve, de la noche porque no se ve, del camino, del sendero, de los árboles, del
    sueño. En la noche del segundo día fue apresado. No había comido ni dormido desde hacía treinta y seis
    horas. El tribunal marítimo le condenó, por aquel delito, a un recargo de tres años, con lo cual eran ocho
    los de pena. Al sexto año, le llegó de nuevo el turno de evadirse; aprovechóse de él, pero no pudo
    consumar su huida. Había faltado a la lista. Disparóse el cañonazo y, por la noche, la ronda le encontró
    escondido bajo la quilla de un barco en construcción; ofreció resistencia a los guardias que le
    prendieron: evasión y rebelión. Este hecho, previsto por el código especial, fue castigado con un recargo
    de cinco años, de los cuales dos bajo doble cadena. Trece años. Al décimo, le llegó otra vez su turno y lo
    aprovechó, pero no salió mejor librado. Tres años más, por aquella nueva tentativa. Dieciséis años.
    Finalmente, en el año decimotercero, según creo, intentó de nuevo su evasión y fue cogido cuatro horas
    más tarde. Tres años más, por estas cuatro horas. Diecinueve años. En octubre de 1815, fue liberado;
    había entrado en presidio en 1796, por haber roto un vidrio y haber robado un pan.
    Hagamos aquí un corto paréntesis. Es la segunda vez que el autor de este libro, en sus estudios sobre
    la cuestión penal y sobre las condenas encuentra el robo de un pan como punto de partida del desastre de
    una vida, Claude Gueux
    [53] había robado un pan; Jean Valjean había robado un pan. Una estadística
    inglesa demuestra que, en Londres, de cada cinco robos, cuatro tienen por causa inmediata el hambre.
    Jean Valjean había entrado en el presidio sollozando y temblando; salió de él impasible. Había
    entrado desesperado, salió de él sombrío.
    ¿Qué había pasado en su alma?





    82
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    Mensaje por Maria Lua Mar 05 Nov 2024, 08:11

    ***

    VII


    EL INTERIOR DE LA DESESPERACIÓN


    Tratemos de explicarlo.
    Es preciso que la sociedad se fije en estas cosas, puesto que es ella quien las produce.
    Como ya hemos dicho, Jean Valjean era un ignorante; pero no era un imbécil. La luz natural ardía en
    su interior. La desgracia, que tiene también su luz, aumentó la poca claridad que había en aquel espíritu.
    Bajo la influencia de los golpes, de la cadena del calabozo, de la fatiga bajo el ardiente sol del presidio,
    en el lecho de tablas de los presidiarios, se replegó en su conciencia y reflexionó.
    Se constituyó en tribunal.
    Empezó a juzgarse.
    Reconoció que no era un inocente castigado injustamente. Se confesó que había cometido una acción
    vituperable; que quizá no le habría sido negado el pan, si lo hubiera pedido; que, en cualquier caso,
    hubiera sido mejor esperar para conseguir piedad o trabajo; que no es una razón que no tenga réplica el
    decir: ¿se puede esperar, cuando se tiene hambre? Que es muy raro el caso de un hombre que muera
    literalmente de hambre; también que, afortunada o desgraciadamente, el hombre está hecho de tal forma
    que puede sufrir mucho y por mucho tiempo, moral y físicamente, sin morir; que le era preciso haber
    tenido paciencia; que hubiera sido mejor, incluso para aquellos pobres niños; que era un acto de locura
    para él, desgraciado hombre vil, coger violentamente a la sociedad entera por el cuello y figurarse que se
    puede salir de la miseria por medio del robo; que, en todo caso, era una mala puerta para salir de la
    miseria aquella a través de la cual se entra en la infamia; y, en fin, que se había equivocado.
    Luego, se preguntó si era él el único que había obrado mal en su fatal asunto, si, en principio, no era
    una cosa grave que él, trabajador, careciese de trabajo, que él, laborioso, careciese de pan. Si, además,
    cometida y confesada la falta, el castigo no había sido feroz y extremado; si no había más abuso por parte
    de la ley en la pena que por parte del culpable en la culpa; si no había un exceso de peso en uno de los
    platillos de la balanza, en el de la expiación. Si el recargo de la pena no llegaba a borrar el delito mismo,
    produciendo este resultado: cambiar por completo la situación, reemplazar la culpa del delincuente por
    la culpa de la represión, transformar al culpable en víctima y al deudor en acreedor, y poner
    definitivamente al derecho de la parte de aquel que lo había violado. Si esta pena, complicada con
    recargos sucesivos por las tentativas de evasión, no acababa por ser una especie de atentado del fuerte
    contra el débil, un crimen de la sociedad contra el individuo, un crimen que se cometía todos los días, un
    crimen que duraba diecinueve años.
    Se preguntó si la sociedad humana podía tener el derecho de hacer sufrir igualmente a sus miembros,
    en un caso su imprevisión irracional, y en otro su previsión despiadada, y apoderarse para siempre de un
    pobre hombre entre un defecto y un exceso: defecto de trabajo y exceso de castigo. Si no era exorbitante
    que la sociedad tratara así precisamente a sus miembros peor dotados en el reparto que hace el azar y,
    por consiguiente, los más dignos de consideración.
    Presentadas y resueltas estas cuestiones, juzgó a la sociedad y la condenó.
    La condenó a su odio.
    La hizo responsable de la suerte que él sufría, y se dijo que no vacilaría en pedirle cuentas algún día.
    Se declaró a sí mismo que no había equilibrio entre el mal que había causado y el que había recibido;
    concluyó, al fin, que su castigo no era precisamente una injusticia, pero era seguramente una iniquidad.
    La cólera puede ser loca y absurda, el hombre puede irritarse injustamente, pero no se indigna más
    que cuando, en el fondo, tiene razón por algún lado. Jean Valjean se sentía indignado.
    Además, la sociedad humana no le había hecho sino daño. No había visto de ella más que esa
    fisonomía iracunda que se llama injusticia, y que muestra a aquellos a quienes golpea. Los hombres no le
    habían tocado más que para maltratarle. Todo contacto que con ellos había tenido había sido una herida.
    Nunca, desde su infancia, exceptuando a su madre y a su hermana, había encontrado una palabra amiga,
    una mirada benévola. De sufrimiento en sufrimiento, llegó poco a poco a esta convicción de que la vida
    era una guerra y de que, en esta guerra, él era el vencido. No tenía otras armas que su odio. Resolvió
    aguzarlo en el presidio y llevarlo consigo a su salida.
    Había en Tolón una escuela para los presidiarios, dirigida por los hermanos Ignorantinos
    [54]
    , en la
    cual se enseñaba lo más preciso a los desgraciados que tenían, por su parte, buena voluntad. Fue a la
    escuela, a los cuarenta años, yaprendió a leer, a escribir y a contar. Sintió que fortificar su inteligencia
    era fortificar su odio. En algunos casos la instrucción y la luz pueden servir de auxiliares al mal.
    Es triste tener que decirlo, después de haber juzgado a la sociedad, que había hecho su desgracia,
    juzgó a la providencia, que había hecho la sociedad.
    También la condenó.
    Así, durante diecinueve años de tortura y de esclavitud, aquella alma se elevó y decayó al mismo
    tiempo. Entraron en ella la luz por un lado y las tinieblas por otro.
    Jean Valjean no era, como se ha visto, de naturaleza malvada. Aún era bueno cuando entró en el
    presidio. Allí condenó a la sociedad y sintió que se iba volviendo malo; allí condenó a la providencia y
    sintió que iba volviéndose impío.
    Aquí es difícil pasar adelante sin meditar un instante.
    ¿Puede transformarse la naturaleza humana completamente? ¿El hombre, creado bueno por Dios,
    puede ser convertido en malo por el hombre? ¿Puede el alma ser rehecha enteramente por el destino, y
    volverse mala si es malo el destino? ¿Puede el corazón deformarse y contraer dolencias incurables bajo
    la presión de una desgracia desproporcionada, como la columna vertebral bajo una bóveda demasiado
    baja? ¿No hay en cualquier alma humana, no había en la de Jean Valjean en particular, una chispa
    primitiva, un elemento divino, incorruptible en este mundo, inmortal en el otro, que el bien pueda
    desarrollar, fortalecer, purificar y hacer brillar esplendorosamente, y que el mal nunca pueda apagar?
    Todas éstas son preguntas graves y oscuras, a la última de las cuales todo fisiólogo hubiera
    probablemente respondido «no», y sin dudar, si hubiese visto en Tolón a Jean Valjean, en las horas de
    descanso, que eran las de meditación, sentado, con los brazos cruzados, apoyado en algún cabrestante,
    con el extremo de su cadena metida en el bolsillo para impedir que arrastrase, a ese presidiario triste,
    serio, pensativo, silencioso, paria de las leyes, que miraba al hombre con cólera, condenado por la
    civilización, que miraba al cielo con severidad.
    Ciertamente, y no tratamos de disimularlo, el fisiólogo observador habría visto allí una miseria
    irremediable, habría compadecido tal vez a este enfermo del mal causado por la ley, pero no habría
    tratado siquiera de curarle; habría apartado la mirada de las cavernas que hubiese llegado a entrever en
    aquella alma; y como Dante en las puertas del infierno, habría borrado de esa existencia la palabra que el
    dedo de Dios ha escrito en la frente de todo hombre:¡Esperanza!










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    Mensaje por Maria Lua Mar 05 Nov 2024, 08:12

    ***

    Este estado de su alma, que hemos tratado de analizar, ¿era tan claro para Jean Valjean como nosotros
    procuramos presentarlo a los que nos leen? ¿Veía distintamente Jean Valjean, a medida que se formaban,
    y aun después de su formación, todos los elementos de que se componía su miseria moral? ¿Se había
    explicado claramente este hombre, rudo e ignorante, la sucesión de ideas por medio de la cual, escalón
    por escalón, había subido y bajado hasta los lúgubres espacios que eran, desde hacía tantos años, el
    horizonte interior de su espíritu? ¿Tenía conciencia de todo lo que había pasado en él y de todas las
    emociones que experimentaba? Esto es lo que nosotros no nos atrevemos a decir, e incluso lo que no
    creemos. Había demasiada ignorancia en Jean Valjean para que, incluso después de tantas desgracias, no
    quedase mucha vaguedad en su espíritu. A veces, ni aun sabía exactamente lo que por él pasaba. Jean
    Valjean estaba en las tinieblas; sufría en las tinieblas, odiaba en las tinieblas; hubiérase podido decir que
    odiaba todo lo que pudiera tener delante. Vivía habitualmente en esta sombra, tanteando como un ciego y
    como un soñador. Únicamente, a intervalos, recibía súbitamente, de sí mismo o del exterior, un impulso
    de cólera, un aumento del sufrimiento, un pálido relámpago que iluminaba totalmente su alma, y
    presentaba bruscamente a su alrededor, y entre los resplandores de una luz horrible, los negros
    precipicios y las sombrías perspectivas de su destino.
    Pero pasaba el relámpago, venía la noche y ¿dónde estaba él? Ya no lo sabía.
    La consecuencia inmediata de las penas de esta naturaleza, en las cuales domina lo implacable, es
    decir, lo que embrutece, es transformar poco a poco, con una especie de transfiguración estúpida, a un
    hombre en una bestia salvaje. Las tentativas de evasión de Jean Valjean, sucesivas y obstinadas, bastarían
    para probar esta extraña influencia de la ley penal sobre el alma humana. Jean Valjean habría renovado
    estas tentativas, tan inútiles y tan temerarias, cuantas veces se hubiese presentado la ocasión, sin pensar
    por un instante en el resultado, ni en las experiencias adquiridas. Se escapaba impetuosamente, como el
    lobo que encuentra abierta la jaula. El instinto le decía: ¡escapa! La razón le hubiera dicho: ¡espera!
    Pero, ante una tentación tan violenta, había desaparecido el razonamiento; no quedaba más que el instinto.
    Unicamente obraba la bestia. Cuando le apresaban de nuevo, las nuevas severidades que le infligían no
    servían más que para aumentar su irritación.
    Un detalle que no debemos omitir es la fuerza física de la que estaba dotado, que no poseía, ni con
    mucho, ninguno de sus compañeros de presidio. En el trabajo para tirar de un cable, para girar una
    cabria, Jean Valjean valía por cuatro hombres. Levantaba y sostenía enormes pesos sobre su espalda y
    reemplazaba, en algunas ocasiones, al instrumento llamado gato, o cric, que antiguamente se llamaba
    orgullo (orgueil), de donde ha tomado su nombre, dicho sea de paso, la calle de Montorgueil, cerca del
    mercado de París. Sus compañeros le apodaban Jean-le-Cric. Una vez que se estaba reparando el balcón
    del Ayuntamiento de Tolón, una de las admirables cariátides de Puget que sostienen este balcón se separó
    y estuvo a punto de caer. Jean Valjean, que se encontraba allí, sostuvo la cariátide con los hombros y dio
    tiempo para que llegaran los obreros.
    Su agilidad era aún mayor que su vigor. Algunos forzados, fraguadores perpetuos de evasiones,
    concluyen por hacer de la fuerza y la destreza combinadas una verdadera ciencia: la ciencia de los
    músculos. Toda una estática misteriosa se practica cotidianamente entre los prisioneros, estos eternos
    envidiosos de las moscas y de los pájaros. Subir por una vertical y encontrar puntos de apoyo donde no
    había apenas un saliente era un juego para Jean Valjean. Por el ángulo de un muro, con la tensión de la
    espalda y de los jarretes, con los codos y los talones encajados en las asperezas de la piedra, se izaba
    mágicamente a un tercer piso. Algunas veces, subía de este modo hasta el tejado de la prisión.
    Hablaba poco. No reía nunca. Era necesaria una emoción extrema para arrancarle, una o dos veces al
    año, esa lúgubre risa del forzado que es como un eco de la risa del demonio. Parecía ocupado siempre en
    mirar algo terrible.
    Estaba siempre absorto, en efecto.
    A través de las percepciones defectuosas de una naturaleza incompleta y de una inteligencia
    oprimida, sentía confusamente que algo monstruoso se cernía sobre él. En esta penumbra oscura y
    tenebrosa en que se arrastraba, cada vez que volvía la cabeza y trataba de elevar sus miradas veía, con
    miedo y furor al mismo tiempo, alzarse y desaparecer en las alturas un montón confuso y repugnante de
    cosas, de leyes y de preocupaciones, de hombres y de hechos, cuyos contornos no podía descubrir, cuya
    masa le asustaba, y que no era más que esta prodigiosa pirámide que llamamos civilización. Distinguía
    aquí y allá en esa confusión movediza y deforme, ya a su lado, ya lejos en llanuras inaccesibles, algún
    grupo, algún detalle vivamente iluminado, aquí el cabo con su vara, allí el gendarme con su sable, allá el
    arzobispo con su mitra, en lo más alto, como una especie de sol, el emperador coronado y deslumbrante.
    Le parecía que estos resplandores lejanos, lejos de disipar su noche la hacían más fúnebre y más negra.
    Todo esto, leyes, prejuicios, hechos, hombres, cosas, iba y venía por encima de él, según el movimiento
    complicado y misterioso que Dios imprime a la civilización, pasando sobre él y aplastándole con no sé
    qué de apacible en la crueldad y de inexorable en la indiferencia. Almas caídas al fondo del mayor
    infortunio, desgraciados hombres perdidos en lo más bajo de aquellos limbos adonde nadie dirige una
    mirada, los reprobados por la ley sienten gravitar sobre su cabeza el peso de esta sociedad humana, tan
    formidable para el que está fuera, tan terrible para el que está debajo.
    En esta situación, Jean Valjean meditaba, y ¿cuál podía ser la naturaleza de su meditación?
    Si el grano de mijo colocado bajo la rueda de molino pudiese pensar, pensaría indudablemente lo
    mismo que Jean Valjean.
    Todas estas cosas, realidades llenas de espectros, fantasmagorías llenas de realidades, habían
    terminado por crear en él un estado interior indescriptible. ,
    Con frecuencia, en medio de su trabajo en la prisión, se detenía. Se ponía a pensar. Su razón, a la vez
    más madura y más turbada que en otro tiempo, se rebelaba. Todo lo que le había sucedido le parecía
    absurdo, todo lo que le rodeaba le parecía imposible. Se decía: es un sueño. Miraba al cómitre, de pie a
    pocos pasos de él; le parecía un fantasma; de repente, el fantasma le daba un bastonazo.
    La naturaleza visible apenas existía para él. Casi sería verdad decir que no había para Jean Valjean ni
    sol, ni hermosos días de verano, ni cielo radiante, ni frescas auroras de abril. No sé qué claraboya
    alumbraba su alma habitualmente.
    Para resumir, finalmente, lo que puede ser resumido y traducido en resultados positivos de todo lo
    que acabamos de señalar, nos limitaremos a constatar que, en diecinueve años, Jean Valjean, el
    inofensivo podador de Faverolles, el temible presidiario de Tolón, había llegado a ser capaz, gracias a la
    formación que le había dado el presidio, de dos clases de malas acciones: una era rápida, irreflexiva,
    llena de aturdimiento, toda instinto, especie de represalia por el daño sufrido, la otra era grave, seria,
    debatida a conciencia y meditada con las ideas falsas que puede dar una desgracia semejante. Sus
    premeditaciones pasaban por tres fases sucesivas, que las naturalezas de un cierto temple pueden
    recorrer: razonamiento, voluntad, obstinación. Tenía por móviles la indignación habitual, la amargura del
    alma, el profundo sentimiento de las iniquidades sufridas, la reacción, incluso contra los buenos, los
    inocentes y los justos, si los hay. El punto de partida y de llegada de todos sus pensamientos era el odio
    de la ley humana; ese odio que, si no es detenido en su desarrollo por algún incidente providencial, llega
    a ser, al cabo de cierto tiempo, el odio a la sociedad, luego el odio al género humano, después el odio a
    la Creación, y se traduce por un vago, incesante y brutal deseo de hacer daño no importa a quién, a un ser
    vivo cualquiera. Como se ve, no era sin razón que el pasaporte especial calificaba a Jean Valjean de
    «hombre muy peligroso».
    De año en año, esta alma se había secado cada vez más, lenta pero fatalmente. A corazón seco,






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    Mensaje por Maria Lua Mar 05 Nov 2024, 08:13

    ***

    VIII


    LA OLA Y LA SOMBRA


    ¡Un hombre al mar!
    ¡Qué importa! El navío no se detiene por esto. El viento sopla; la sombría nave tiene un camino
    trazado, que debe recorrer necesariamente. Y pasa.
    El hombre desaparece, luego reaparece, se sumerge y sale de nuevo a la superficie, llama, extiende
    los brazos, no le oyen; el navío, estremeciéndose bajo el huracán, continúa sus maniobras, los marineros
    y los pasajeros no ven al hombre sumergido; su miserable cabeza no es más que un punto en la enormidad
    de las olas.
    Lanza gritos desesperados en las profundidades. Esa vela que se aleja parece un espectro. La mira, la
    contempla frenéticamente. Pero la vela se aleja, decrece, desaparece. Allí estaba él hacía un momento,
    formaba parte de la tripulación, iba y venía sobre el puente con los demás, tenía su parte de respiración y
    de sol, era un ser vivo. Ahora, ¿qué ha sucedido? Resbaló, cayó. Todo ha terminado.
    Se encuentra sumergido en la monstruosidad de las aguas. Bajo sus pies no hay más que olas que
    huyen y se desploman. Las olas, rotas y rasgadas por el viento, le rodean espantosamente; los vaivenes
    del abismo le arrastran; los harapos del agua se agitan alrededor de su cabeza; una turba de olas escupe
    sobre él; confusas cavernas amenazan devorarle; cada vez que se hunde entrevé precipicios llenos de
    oscuridad; terribles vegetaciones desconocidas le sujetan, le atan los pies, le atraen; siente que se
    convierte en abismo, que forma parte de la espuma, que las olas se lo lanzan de una a otra; bebe toda su
    amargura, el océano traidor se encarniza con él para ahogarle; la inmensidad juega con su agonía. Parece
    que toda el agua se haya convertido en odio.
    Pero lucha, sin embargo; trata de defenderse, trata de sostenerse, hace esfuerzos, nada. Él, pobre
    fuerza agotada ya, combate contra lo inagotable.
    ¿Dónde está el navío? Allá, a lo lejos. Apenas visible en las pálidas tinieblas del horizonte.
    Las ráfagas soplan; las espumas le cubren. Levanta la mirada y no ve más que la lividez de las nubes.
    Asiste, agonizando, a la inmensa demencia del mar. La locura de las olas es su suplicio. Oye ruidos
    extraños al hombre, que parecen venir de más allá de la tierra; de un lugar desconocido y horrible.
    Hay pájaros en las nubes, lo mismo que hay ángeles por encima de las miserias humanas; pero ¿qué
    pueden hacer por él? Ellos vuelan, cantan y se ciernen en los aires, y él agoniza.
    Se siente sepultado entre dos infinitos, el océano y el cielo; uno es su tumba, el otro es su mortaja.
    La noche desciende; hace ya horas que nada; sus fuerzas se agotan; aquel navío, aquella cosa lejana
    donde había hombres, ha desaparecido. Se encuentra solo en el formidable antro crepuscular, se sumerge,
    se estira, se retuerce, siente debajo de sí los vagos monstruos de lo invisible; grita.
    Ya no hay hombres. ¿Dónde está Dios?
    Llama. ¡Alguien! ¡Alguien! Llama sin cesar.
    Nada en el horizonte. Nada en el cielo.
    Implora al espacio, a la ola, a las algas, al escollo; todo ensordece. Suplica a la tempestad; la
    tempestad, imperturbable, no obedece más que al infinito.
    A su alrededor, la oscuridad, la bruma, la soledad, el tumulto tempestuoso e inconsciente, el repliegue
    indefinido de las aguas feroces. Dentro de sí, el horror y la fatiga. Debajo de él, el abismo sin un punto
    de apoyo. Imagina las aventuras tenebrosas del cadáver en medio de la sombra ilimitada. El frío sin
    fondo le paraliza. Sus manos se crispan, se cierran y apresan la nada. Vientos, nubarrones, torbellinos,
    estrellas inútiles. ¿Qué hacer? El desesperado se abandona; quien está cansado, toma el partido de morir,
    se deja llevar, se entrega a su suerte, y rueda para siempre en las lúgubres profundidades del abismo.
    ¡Oh, destino implacable de las sociedades humanas! ¡Pérdidas de hombres y de almas en vuestro
    camino! ¡Océano en el que cae todo lo que la ley deja caer! ¡Desaparición siniestra del socorro! ¡Oh,
    muerte moral!
    El mar es la inexorable noche social donde la penalidad arroja a sus condenados. El mar es la
    miseria inmensa.
    El alma, naufragando en este abismo, puede convertirse en un cadáver. ¿Quién la resucitará?





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    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
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    Mensaje por Maria Lua Mar 05 Nov 2024, 08:14

    ***

    IX


    NUEVOS AGRAVIOS


    Cuando llegó la hora de la salida del presidio, cuando Jean Valjean oyó resonar en sus oídos esas
    palabras extrañas, «¡Eres libre!», el momento fue inverosímil e inaudito; un rayo de viva luz, un rayo de
    la verdadera luz de los vivos, penetró súbitamente en él. Pero aquel rayo no tardó en palidecer. Jean
    Valjean se había deslumbrado con la idea de la libertad. Había creído en una vida nueva. Vio en seguida
    lo que era una libertad con pasaporte amarillo.
    Alrededor de esto, ¡cuántas amarguras le esperaban! Había calculado que su masita, durante su
    estancia en presidio, se habría elevado a ciento sesenta y un francos. Pero justo es añadir que había
    olvidado, en sus cálculos, el reposo forzado de los domingos y días de fiesta, que en diecinueve años
    suponían una disminución de veinticuatro francos, aproximadamente. Además, esta masita había sido
    reducida, por diversas retenciones locales, a la suma de ciento nueve francos y quince sueldos, que le
    entregaron a la salida.
    Pero él no comprendía esto, y se creía perjudicado. Digamos la palabra: robado.
    Al día siguiente de su libertad, en Grasse, vio, delante de la puerta de una destilería de flores de
    naranjo, algunos hombres que descargaban unos fardos. Ofreció sus servicios. El trabajo apremiaba y fue
    aceptado. Puso manos a la obra. Era inteligente, robusto y ágil; trabajaba perfectamente; el amo parecía
    estar contento. Mientras trabajaba, pasó un gendarme, le observó y le pidió sus papeles. Fue preciso
    mostrar el pasaporte amarillo. Hecho esto, Jean Valjean continuó su trabajo. Un poco antes, había
    preguntado a un compañero cuánto ganaba diariamente en aquel trabajo; le habían respondido: «Treinta
    sueldos». Llegó la tarde y, como debía partir al día siguiente, se presentó al dueño de la destilería y le
    rogó que le pagase. El dueño no profirió palabra y le entregó veinticinco sueldos. Reclamó y le
    respondieron: «Bastante es esto para ti». Insistió. El amo le miró fijamente, y le dijo: «¡Cuidado con la
    cantera!»
    [55]
    También allí se creyó robado.
    La sociedad, el Estado, disminuyéndole su masita, le había robado en grande. Ahora le tocaba al
    individuo, que le robaba en pequeño.
    La liberación no es la libertad. Se sale de la cárcel, pero no de la condena.
    Esto era lo que le había sucedido en Grasse.
    Ya hemos visto de qué modo le acogieron en Digne.





    X


    EL HOMBRE DESPIERTO


    Daban las dos en el reloj de la catedral cuando Jean Valjean se despertó.
    Lo que le despertó fue que el lecho era demasiado bueno. Hacía veinte años que no se acostaba en
    una cama y, aunque no se hubiese desnudado, la sensación era demasiado nueva para no turbar su sueño.
    Había dormido más de cuatro horas. Su fatiga había desaparecido. Estaba acostumbrado a no dedicar
    muchas horas al reposo.
    Abrió los ojos y miró un momento en la oscuridad a su alrededor; luego, volvió a cerrarlos para
    dormirse de nuevo.
    Cuando durante la jornada muchas situaciones diversas han agitado el ánimo, cuando muchas cosas
    preocupan el espíritu, el hombre se duerme; pero una vez despierto no vuelve a dormirse. Conciliar el
    sueño es más fácil que recobrarlo. Esto es lo que le sucedió a Jean Valjean. No pudo volver a dormirse y
    se puso a pensar.
    Se encontraba en uno de esos momentos en que todas las ideas que tiene el espíritu quedan turbadas.
    Tenía una especie de oscuro vaivén en el cerebro. Sus recuerdos anteriores y sus recuerdos inmediatos
    flotaban revueltos en su cabeza y se cruzaban confusamente, perdiendo sus formas, creciendo
    desmesuradamente, luego desapareciendo de repente como en un agua fangosa y agitada. Muchos
    pensamientos le acosaban, pero había uno que le perseguía continuamente y expulsaba a los demás.
    Vamos a manifestar en seguida este pensamiento: Había reparado en los seis cubiertos de plata y el
    cucharón que la señora Magloire había colocado en la mesa.
    Estos seis cubiertos de plata le perseguían, le obsesionaban. Estaban allí. A pocos pasos. En el
    instante en que había atravesado la habitación de al lado, para llegar a la suya, la anciana sirvienta los
    estaba colocando en un cajoncito, a la cabecera de la cama. Se había fijado muy bien en aquel cajoncito.
    A la derecha, entrando por el comedor. Eran macizos. Y de plata antigua. Junto con el cucharón, valdrían
    lo menos doscientos francos. El doble de lo que había ganado en diecinueve años. Verdad es que hubiera
    ganado más si la administración no le hubiese robado.
    Su espíritu osciló, durante una hora entera, en fluctuaciones en las que había alguna lucha. Dieron las
    tres. Abrió los ojos, se incorporó bruscamente en la cama, extendió el brazo y buscó a tientas el morral
    que había dejado en un rincón de la alcoba; luego dejó caer sus piernas, puso los pies en el suelo, y casi
    sin saber cómo, se encontró sentado en la cama.
    Quedó durante algún tiempo pensativo en aquella actitud, que hubiera parecido siniestra a todo el que
    le hubiera observado en aquella oscuridad, única persona despierta en la casa dormida. De repente se
    quitó los zapatos y los dejó suavemente en la estera, cerca de la cama; luego, recobró su postura de
    meditación y quedóse inmóvil.
    En medio de aquella horrible meditación, las ideas que hemos dicho asaltaban sin descanso su
    cerebro, entraban, salían, volvían a entrar formando una especie de peso sobre él; y además, pensaba
    también, sin saber por qué y con esa obstinación maquinal propia del delirio, en un forzado llamado
    Brevet, al que había conocido en el presidio, y cuyo pantalón estaba sujeto solamente por un tirante de
    algodón de punto. El dibujo a cuadros de aquel tirante se le presentaba sin cesar en la mente.
    Seguía en esta situación, y hubiese permanecido en ella hasta la llegada del día, si el reloj no hubiese
    dado una campanada —el cuarto o la media—. Pareció que aquella campanada le hubiera dicho: ¡Vamos!
    Se puso en pie, dudó aún un momento y escuchó; todo estaba en silencio en la casa; entonces, se
    dirigió a cortos pasos y directamente hacia la ventana, guiado por la luz que penetraba por entre las
    rendijas. La noche no era muy oscura; había luna llena, sobre la cual pasaban gruesas nubes impulsadas
    por el viento. Aquello producía, en el exterior, alternativas de luz y de sombra, eclipses, luego
    claridades, y, por dentro, una especie de crepúsculo. Aquel crepúsculo, suficiente para servir de guía,
    intermitente a causa de las nubes, se asemejaba a los tintes lívidos que penetran por la claraboya de un
    sótano sobre la cual van y vienen los transeúntes. Cuando llegó a la ventana, Jean Valjean la examinó. No
    tenía reja, daba al jardín y no estaba cerrada, según la costumbre de la región, más que con un pestillo. La
    abrió, pero el aire frío y penetrante que entró bruscamente en la alcoba, le obligó a cerrarla
    inmediatamente. Miró el jardín, con esa mirada atenta que estudia más que mira. El jardín estaba cercado
    con una pared blanca bastante baja, fácil de escalar. Al fondo, más allá, distinguió las copas de unos
    árboles, igualmente espaciados, lo que indicaba que aquel muro separaba el jardín de alguna avenida, o
    de una callejuela arbolada.
    Después de haber echado esta mirada, y con el ademán de un hombre resuelto, volvió a la cama, tomó
    su morral, lo abrió, lo registró, sacó de él algo que dejó sobre el lecho, puso sus zapatos en uno de sus
    bolsillos, cerró el saco y se lo echó a la espalda; se cubrió con la gorra, bajando la visera hasta los ojos,
    buscó a tientas su palo y fue a dejarlo en el ángulo de la ventana; después, volvió a la cama y cogió
    resueltamente el objeto que había dejado allí. Parecía una barra de hierro corta, aguzada como un chuzo
    en una de sus extremidades.
    En las tinieblas, hubiera resultado difícil distinguir para qué servía aquel pedazo de hierro. ¿Era
    quizás una palanca? ¿Era una maza?
    Visto a la luz, hubiera podido distinguirse que no era más que una punterola de mina. Los presidiarios
    la empleaban algunas veces para extraer piedras de las colinas que rodean Tolón, y no es, por lo tanto,
    extraño que tuvieran a su disposición útiles de minería. Las punterolas de los mineros son de hierro
    macizo, terminadas en su extremo inferior en una punta, por medio de la cual se las hunde en la roca.
    Tomó la punterola con la mano derecha y, conteniendo el aliento y andando en silencio, se dirigió
    hacia la puerta de la habitación contigua, en la que se hallaba el obispo, como ya sabemos. Al llegar a
    esta puerta, la encontró entornada. El obispo no la había cerrado






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    Mensaje por Maria Lua Mar 05 Nov 2024, 08:16

    ***
    XI


    LO QUE HACÍA


    Se decidió y la empujó por tercera vez, con más energía que las anteriores. Esta vez un gozne mal
    untado de aceite dejó oír de repente en aquella oscuridad un crujido ronco y prolongado.
    Jean Valjean se estremeció. El ruido de aquel gozne resonó en sus oídos con un eco formidable y
    vibrante, como el clarín del juicio final.
    En el terror fantástico del primer momento, casi se figuró que aquel gozne se animaba y recibía una
    vida terrible, y que ladraba como un perro para advertir a todo el mundo y despertar a los que dormían.
    Se detuvo, temblando, azorado, y el peso de su cuerpo se desplazó de las puntas de los pies a los
    talones. Oía latir sus arterias en sus sienes, como dos martillos de fragua, y le pareció que el aliento salía
    de su pecho con el ruido del viento que sale de una caverna. Le parecía imposible que el horrible clamor
    de aquel gozne irritado no hubiera estremecido la casa entera, como la sacudida de un temblor de tierra;
    la puerta, empujada por él, había dado la voz de alarma, y había llamado; el anciano iba a levantarse, las
    dos mujeres gritarían, recibirían auxilio y, antes de un cuarto de hora, el pueblo entero estaría en
    movimiento y la gendarmería en pie. Por un momento, se creyó perdido.
    Permaneció inmóvil donde estaba, petrificado como la estatua de sal, sin atreverse a hacer
    movimiento alguno.
    Transcurrieron algunos minutos. La puerta se había abierto de par en par. Se aventuró a mirar la
    habitación. Nada se había movido. Aguzó el oído. Nada se movía en la casa. El ruido del gozne mohoso
    no había despertado a nadie.
    Aquel primer peligro había pasado, pero Jean Valjean se hallaba sobrecogido. Sin embargo, no
    retrocedió. Incluso cuando se creyó perdido, tampoco retrocedió. Sólo pensó en acabar cuanto antes. Dio
    un paso y entró en la habitación.
    Aquella habitación se hallaba sumida en una calma absoluta. Aquí y allá, distinguíanse formas
    confusas y vagas que, a la luz, eran papeles esparcidos sobre una mesa, libros abiertos, volúmenes
    apilados sobre un taburete, un sillón con ropas, un reclinatorio; pero que, a aquella hora, no eran más que
    rincones tenebrosos y espacios blanquecinos. Jean Valjean avanzó con precaución, evitando tropezar con
    los muebles. Al fondo de la habitación oía la respiración pausada y tranquila del obispo dormido.
    Se detuvo de repente. Estaba cerca de la cama. Había llegado antes de lo que suponía.
    La Naturaleza mezcla algunas veces sus efectos y sus espectáculos con nuestras acciones, con una
    especie de propósito sombrío e inteligente, como si quisiera hacernos reflexionar. Desde hacía cerca de
    media hora, una gran nube cubría el cielo. En el momento en que Jean Valjean se detuvo frente a la cama,
    la nube se abrió, como si hubiera estado esperando aquel instante, y un rayo de luna, atravesando la larga
    ventana, fue a iluminar súbitamente el rostro pálido del obispo. Dormía apaciblemente. Estaba medio
    vestido, a causa de las noches frías de Basses-Alpes, con un traje de lana oscura que le cubría los brazos
    hasta las muñecas. Su cabeza estaba vuelta sobre la almohada, en la abandonada actitud del reposo;
    dejaba colgar, fuera del lecho, su mano adornada con el anillo pastoral, y de la que habían brotado tantas
    buenas obras y santas acciones. Todo su rostro estaba iluminado con una vaga expresión de satisfacción,
    de esperanza, de beatitud. Era más que una sonrisa, casi un resplandor. Sobre su frente tenía la
    inexpresable reverberación de una luz que no se veía. El alma de los justos durante el sueño contempla un
    cielo misterioso.
    Un reflejo del cielo se extendía sobre el rostro del obispo.
    Era, al mismo tiempo, una transparencia luminosa, pues este cielo estaba en su interior. Este cielo era
    su conciencia.
    En el momento en que el rayo de luna vino a superponerse, por decirlo así, a esa claridad interior, el
    obispo dormido apareció como en una gloria; pero quedó, no obstante, velado por una inefable media luz.
    Aquella luna en el cielo, aquella naturaleza adormecida, aquel jardín sin un estremecimiento, aquella
    casa tan tranquila, la hora, el momento, el silencio, añadían un no sé qué de solemne e indecible al
    venerable reposo de aquel santo, y rodeaban con una especie de aureola majestuosa y serena los cabellos
    blancos y los ojos cerrados, ese rostro donde todo era esperanza y donde todo era confianza, esa cabeza
    de anciano y ese sueño de niño.
    Había casi divinidad en aquel hombre tan augusto sin él saberlo.
    Jean Valjean estaba en la sombra, con su punterola de hierro en la mano, en pie, inmóvil, azorado ante
    aquel anciano resplandeciente. Jamás había visto nada semejante. Esa intimidad le asustaba. El mundo
    moral no puede presentar espectáculo más grande: una conciencia turbada e inquieta, próxima a cometer
    una mala acción, y contemplando el sueño de un justo.
    Este sueño, en aquel aislamiento, y con un vecino como él, tenía algo de sublime, que él sentía vaga
    pero imperiosamente.
    Nadie hubiera podido decir lo que pasaba en aquel momento por aquel hombre; ni aun él mismo lo
    sabía. Para tratar de expresarlo es preciso combinar mentalmente lo más violento con lo más suave. En su
    mismo rostro, no era posible distinguir nada con certeza.
    Era una especie de asombro esquivo. Contemplaba aquella escena. Eso era todo. ¿Pero cuál era su
    pensamiento? Hubiera sido imposible adivinarlo. Lo que era evidente es que estaba conmovido y
    trastornado. ¿Pero de qué naturaleza era esta emoción?
    Su mirada no se apartaba del anciano. La única cosa que se desprendía claramente de su actitud y de
    su fisonomía era una extraña indecisión. Hubiérase dicho que dudaba entre los dos abismos, aquel en que
    estaba la perdición y aquel otro en que estaba la salvación. Parecía dispuesto a romper aquel cráneo o a
    besar aquella mano.
    Al cabo de algunos instantes, su brazo izquierdo se levantó hacia su frente y se sacó la gorra; luego,
    su brazo cayó con la misma lentitud y Jean Valjean volvió a su contemplación, con la gorra en su mano
    izquierda, la barra en la derecha y los cabellos erizados sobre su tenebrosa frente.
    El obispo continuaba durmiendo en una paz profunda, bajo aquella temible mirada.
    Un reflejo de luna hacía visible, confusamente, encima de la chimenea, el crucifijo que parecía abrir
    los brazos a ambos, con una bendición para uno y un perdón para otro.
    De repente, Jean Valjean volvió a ponerse la gorra, pasó rápidamente a lo largo de la cama, sin mirar
    al obispo, dirigiéndose directamente al cajón que estaba cerca de la cabecera; levantó la punterola de
    hierro, como para forzar la cerradura, pero la llave estaba allí; abrió el cajón; lo primero que apareció
    bajo sus ojos fue el cesto de la plata; lo cogió, atravesó la habitación a grandes pasos, sin precaución y
    sin ocuparse del ruido, llegó a la puerta, entró en el oratorio, abrió la ventana, cogió el bastón, saltó,
    guardó la plata en su morral, arrojó el cesto, franqueó el jardín, saltó por encima del muro como un tigre
    y huyó.




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    Mensaje por Maria Lua Mar 05 Nov 2024, 08:17

    ***

    XII


    EL OBISPO TRABAJA


    Al día siguiente, al salir el sol, monseñor Bienvenu se paseaba por su jardín. La señora Magloire
    acudió a su lado trastornada.
    —¡Monseñor, monseñor! —exclamó—. ¿Sabe Vuestra Grandeza dónde está el cesto de la plata?
    —Sí —contestó el obispo.
    —¡Bendito sea Dios! —dijo ella—. No lo encontraba.
    El obispo acababa de recoger el cesto en uno de los parterres. Lo mostró a la señora Magloire.
    —Aquí está.
    —Sí —dijo ella—, ¡pero vacío! ¿Y la plata?
    —¡Ah! —dijo el obispo—. ¿Es la plata lo que buscáis? No sé dónde está.
    —¡Gran Dios! ¡La han robado! El hombre de anoche la ha robado.
    En un abrir y cerrar de ojos, con toda la viveza que podía, la señora Magloire corrió al oratorio,
    entró en la alcoba y luego volvió al lado del obispo. Éste se había inclinado y examinaba, suspirando,
    una planta de coclearia de Guillons, que el cesto había roto al ser arrojado al parterre. Un grito de la
    señora Magloire le hizo levantarse.
    —¡Monseñor, el hombre ha huido! ¡Ha robado la plata!
    Al lanzar esta exclamación, su mirada se fijó en un ángulo del jardín, en el que se veían huellas del
    escalamiento. El tejadillo de la pared estaba roto.
    —¡Mirad! Por ahí se ha ido. Ha salido a la calle Cochefilet. ¡Ah, qué abominación! ¡Nos ha robado
    nuestra plata!
    El obispo permaneció un instante silencioso y luego levantó la vista y dijo a la señora Magloire con
    dulzura:
    —¿Es que era nuestra esa plata?
    La señora Magloire se quedó sobrecogida. Hubo un silencio y, luego, el obispo continuó:
    —Señora Magloire, yo retenía injustamente esa plata, desde hacía mucho tiempo. Pertenecía a los
    pobres. ¿Quién es ese hombre? Un pobre, evidentemente.
    —¡Ay, Jesús! —exclamó la señora Magloire—. No lo digo por mí ni por la señorita. Nos es lo
    mismo. Lo digo por monseñor. ¿Con qué va a comer, ahora, monseñor?
    El obispo la miró con asombro.
    —¿Pues no hay cubiertos de estaño?
    La señora Magloire se encogió de hombros.
    —El estaño huele mal.
    —De hierro, entonces.
    —El hierro sabe mal —dijo la señora Magloire, con un gesto expresivo.
    —Pues bien —dijo el obispo—, cubiertos de madera.
    Algunos instantes más tarde, almorzaba en la misma mesa en la que Jean Valjean se había sentado la
    noche anterior. Mientras almorzaba, monseñor Bienvenu hacía notar alegremente a su hermana, que
    permanecía callada, y a la señora Magloire, que murmuraba sordamente, que no había necesidad de
    cuchara ni de tenedor, aunque fuesen de madera, para mojar un pedazo de pan en una taza de leche.
    —¡Vaya idea! —monologaba la señora Magloire, yendo y viniendo—. ¡Recibir a un hombre así y
    darle cama a su lado! ¡Aún estamos de enhorabuena que no haya hecho más que robar! ¡Ah, Dios mío!
    ¡Tiemblo cuando lo pienso!
    Cuando el hermano y la hermana iban a levantarse de la mesa, llamaron a la puerta.
    —Adelante —dijo el obispo.
    La puerta se abrió. Un grupo extraño y violento apareció en el umbral. Tres hombres traían a otro
    sujeto por el cuello. Los tres hombres eran gendarmes; el otro era Jean Valjean.
    Un cabo de gendarmes, que parecía dirigir el grupo, se hallaba también cerca de la puerta. Entró y se
    dirigió al obispo, haciendo el saludo militar.
    —Monseñor… —dijo.
    Al oír esta palabra, Jean Valjean, que estaba silencioso y parecía abatido, levantó estupefacto la
    cabeza.
    —¡Monseñor! —murmuró—. ¿No es el párroco…?
    —¡Silencio! —ordenó un gendarme—. Es monseñor el obispo.
    Mientras tanto, monseñor Bienvenu se había aproximado tan precipitadamente como su avanzada
    edad se lo permitía.
    —¡Ah, estáis aquí! —exclamó, mirando a Jean Valjean—. Me alegro de veros. Os había dado
    también los candelabros, que son de plata como lo demás, y os podrían muy bien valer doscientos
    francos. ¿Por qué no os los habéis llevado con los cubiertos?
    Jean Valjean abrió los ojos y miró al venerable obispo con una expresión que no podría describir
    ninguna lengua humana.
    —Monseñor —dijo el cabo de gendarmes—, ¿era, pues, verdad lo que este hombre decía? Le hemos
    encontrado, como si fuese huyendo, y le hemos detenido. Tenía estos cubiertos…
    —¿Y os ha dicho —interrumpió, sonriendo, el obispo— que se los había dado un buen hombre, un
    sacerdote anciano, en cuya casa había pasado la noche? Ya lo veo. Y le habéis traído aquí. Eso no está
    bien.
    —Así, pues —continuó el cabo—, ¿podemos dejarle libre?
    —Sin duda —respondió el obispo.
    Los gendarmes soltaron a Jean Valjean, que retrocedió.
    —¿Es verdad que me dejáis libre? —inquirió con voz casi inarticulada, como si hablara en sueños.
    —Sí, te soltamos, ¿no lo oyes? —dijo un gendarme.
    —Amigo mío —continuó el obispo—, antes de marcharos, tomad vuestros candelabros. Lleváoslos.
    Se dirigió hacia la chimenea, tomó los dos candelabros de plata y los entregó a Jean Valjean. Las dos
    mujeres le miraban sin decir palabra, sin hacer un gesto, sin dirigir una mirada que pudiera molestar al
    obispo.
    Jean Valjean, temblando de pies a cabeza, tomó los dos candelabros maquinalmente, con aire
    distraído.
    —Ahora —dijo el obispo—, id en paz. A propósito, cuando volváis, amigo mío, es inútil que paséis
    por el jardín. Podéis entrar y salir siempre por la puerta de la calle. Está cerrada sólo con un picaporte,
    noche y día.
    Luego, volviéndose hacia los gendarmes, les dijo:
    —Señores, podéis retiraros.
    Los gendarmes se alejaron.
    Jean Valjean estaba como un hombre que va a desmayarse.
    El obispo se aproximó a él y le dijo, en voz baja:
    —No olvidéis nunca que me habéis prometido emplear este dinero en haceros hombre honrado.
    Jean Valjean, que no recordaba haber prometido nada, quedó aturdido. El obispo había subrayado
    estas palabras.
    XII
    EL OBISPO TRABAJA
    Al día siguiente, al salir el sol, monseñor Bienvenu se paseaba por su jardín. La señora Magloire
    acudió a su lado trastornada.
    —¡Monseñor, monseñor! —exclamó—. ¿Sabe Vuestra Grandeza dónde está el cesto de la plata?
    —Sí —contestó el obispo.
    —¡Bendito sea Dios! —dijo ella—. No lo encontraba.
    El obispo acababa de recoger el cesto en uno de los parterres. Lo mostró a la señora Magloire.
    —Aquí está.
    —Sí —dijo ella—, ¡pero vacío! ¿Y la plata?
    —¡Ah! —dijo el obispo—. ¿Es la plata lo que buscáis? No sé dónde está.
    —¡Gran Dios! ¡La han robado! El hombre de anoche la ha robado.
    En un abrir y cerrar de ojos, con toda la viveza que podía, la señora Magloire corrió al oratorio,
    entró en la alcoba y luego volvió al lado del obispo. Éste se había inclinado y examinaba, suspirando,
    una planta de coclearia de Guillons, que el cesto había roto al ser arrojado al parterre. Un grito de la
    señora Magloire le hizo levantarse.
    —¡Monseñor, el hombre ha huido! ¡Ha robado la plata!
    Al lanzar esta exclamación, su mirada se fijó en un ángulo del jardín, en el que se veían huellas del
    escalamiento. El tejadillo de la pared estaba roto.
    —¡Mirad! Por ahí se ha ido. Ha salido a la calle Cochefilet. ¡Ah, qué abominación! ¡Nos ha robado
    nuestra plata!
    El obispo permaneció un instante silencioso y luego levantó la vista y dijo a la señora Magloire con
    dulzura:
    —¿Es que era nuestra esa plata?
    La señora Magloire se quedó sobrecogida. Hubo un silencio y, luego, el obispo continuó:
    —Señora Magloire, yo retenía injustamente esa plata, desde hacía mucho tiempo. Pertenecía a los
    pobres. ¿Quién es ese hombre? Un pobre, evidentemente.
    —¡Ay, Jesús! —exclamó la señora Magloire—. No lo digo por mí ni por la señorita. Nos es lo
    mismo. Lo digo por monseñor. ¿Con qué va a comer, ahora, monseñor?
    El obispo la miró con asombro.
    —¿Pues no hay cubiertos de estaño?
    La señora Magloire se encogió de hombros.
    —El estaño huele mal.
    —De hierro, entonces.
    —El hierro sabe mal —dijo la señora Magloire, con un gesto expresivo.
    —Pues bien —dijo el obispo—, cubiertos de madera.
    Algunos instantes más tarde, almorzaba en la misma mesa en la que Jean Valjean se había sentado la
    noche anterior. Mientras almorzaba, monseñor Bienvenu hacía notar alegremente a su hermana, que
    permanecía callada, y a la señora Magloire, que murmuraba sordamente, que no había necesidad de
    cuchara ni de tenedor, aunque fuesen de madera, para mojar un pedazo de pan en una taza de leche.
    —¡Vaya idea! —monologaba la señora Magloire, yendo y viniendo—. ¡Recibir a un hombre así y
    darle cama a su lado! ¡Aún estamos de enhorabuena que no haya hecho más que robar! ¡Ah, Dios mío!
    ¡Tiemblo cuando lo pienso!
    Cuando el hermano y la hermana iban a levantarse de la mesa, llamaron a la puerta.
    —Adelante —dijo el obispo.
    La puerta se abrió. Un grupo extraño y violento apareció en el umbral. Tres hombres traían a otro
    sujeto por el cuello. Los tres hombres eran gendarmes; el otro era Jean Valjean.
    Un cabo de gendarmes, que parecía dirigir el grupo, se hallaba también cerca de la puerta. Entró y se
    dirigió al obispo, haciendo el saludo militar.
    —Monseñor… —dijo.
    Al oír esta palabra, Jean Valjean, que estaba silencioso y parecía abatido, levantó estupefacto la
    cabeza.
    —¡Monseñor! —murmuró—. ¿No es el párroco…?
    —¡Silencio! —ordenó un gendarme—. Es monseñor el obispo.
    Mientras tanto, monseñor Bienvenu se había aproximado tan precipitadamente como su avanzada
    edad se lo permitía.
    —¡Ah, estáis aquí! —exclamó, mirando a Jean Valjean—. Me alegro de veros. Os había dado
    también los candelabros, que son de plata como lo demás, y os podrían muy bien valer doscientos
    francos. ¿Por qué no os los habéis llevado con los cubiertos?
    Jean Valjean abrió los ojos y miró al venerable obispo con una expresión que no podría describir
    ninguna lengua humana.
    —Monseñor —dijo el cabo de gendarmes—, ¿era, pues, verdad lo que este hombre decía? Le hemos
    encontrado, como si fuese huyendo, y le hemos detenido. Tenía estos cubiertos…
    —¿Y os ha dicho —interrumpió, sonriendo, el obispo— que se los había dado un buen hombre, un
    sacerdote anciano, en cuya casa había pasado la noche? Ya lo veo. Y le habéis traído aquí. Eso no está
    bien.
    —Así, pues —continuó el cabo—, ¿podemos dejarle libre?
    —Sin duda —respondió el obispo.
    Los gendarmes soltaron a Jean Valjean, que retrocedió.
    —¿Es verdad que me dejáis libre? —inquirió con voz casi inarticulada, como si hablara en sueños.
    —Sí, te soltamos, ¿no lo oyes? —dijo un gendarme.
    —Amigo mío —continuó el obispo—, antes de marcharos, tomad vuestros candelabros. Lleváoslos.
    Se dirigió hacia la chimenea, tomó los dos candelabros de plata y los entregó a Jean Valjean. Las dos
    mujeres le miraban sin decir palabra, sin hacer un gesto, sin dirigir una mirada que pudiera molestar al
    obispo.
    Jean Valjean, temblando de pies a cabeza, tomó los dos candelabros maquinalmente, con aire
    distraído.
    —Ahora —dijo el obispo—, id en paz. A propósito, cuando volváis, amigo mío, es inútil que paséis
    por el jardín. Podéis entrar y salir siempre por la puerta de la calle. Está cerrada sólo con un picaporte,
    noche y día.
    Luego, volviéndose hacia los gendarmes, les dijo:
    —Señores, podéis retiraros.
    Los gendarmes se alejaron.
    Jean Valjean estaba como un hombre que va a desmayarse.
    El obispo se aproximó a él y le dijo, en voz baja:
    —No olvidéis nunca que me habéis prometido emplear este dinero en haceros hombre honrado.
    Jean Valjean, que no recordaba haber prometido nada, quedó aturdido. El obispo había subrayado
    estas palabras.


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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 4 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Mar 05 Nov 2024, 08:18

    ***

    XIII


    GERVAIS



    Jean Valjean salió de la ciudad como si huyera. Se puso a andar precipitadamente por los campos,
    tomando los caminos y los senderos que se le presentaban, sin darse cuenta de que a cada instante volvía
    sobre sus pasos. Erró así durante toda la mañana, sin haber comido nada y sin tener hambre. Una multitud
    de nuevas sensaciones le oprimían. Sentía una especie de cólera; no sabía contra quién. No hubiera
    podido decir si se sentía conmovido o humillado. Sentía por momentos un estremecimiento extraño, y lo
    combatía, oponiéndole el endurecimiento de sus veinte años. Esta situación le fatigaba. Veía con
    inquietud que se debilitaba en su interior la horrible calma que la injusticia de su desgracia le había
    dado. En algún instante, hubiera preferido estar en la prisión con los gendarmes, y que las cosas no
    hubieran ocurrido de aquel modo; no tendría tanta intranquilidad. Aunque la estación estuviese bastante
    avanzada, había aún en las enramadas algunas flores tardías, cuyo olor le traía a la memoria recuerdos de
    su infancia. Estos recuerdos le eran insoportables, tanto tiempo hacía que no le habían impresionado.
    Multitud de pensamientos inexpresables le persiguieron durante todo el día.
    Cuando el sol declinaba ya, alargando en el suelo la sombra de la menor piedrecilla, Jean Valjean se
    sentó detrás de un matorral, en una gran llanura rojiza, absolutamente desierta. En el horizonte, sólo se
    descubrían los Alpes. Ni siquiera el campanario de algún pueblecillo lejano. Jean Valjean estaría a unas
    tres leguas de Digne. Un sendero, que cortaba la llanura, pasaba a algunos pasos del matorral.
    En medio de esta meditación, que no hubiera contribuido poco a hacer más temerosos sus harapos
    para todo aquel que le hubiese encontrado, oyó un alegre ruido.
    Volvió la cabeza y vio venir por el sendero a un pequeño saboyano, de unos diez años, que marchaba
    cantando, con su zanfonía al costado y una caja a la espalda; uno de esos niños dulces y alegres que van
    de comarca en comarca, enseñando las rodillas por los agujeros de los pantalones.
    Mientras cantaba, el muchacho interrumpía de vez en cuando su marcha y jugaba con algunas monedas
    que llevaba en la mano, probablemente toda su fortuna. Entre aquellas monedas, había una pieza de
    cuarenta sueldos.
    El niño se detuvo al lado del matorral, sin ver a Jean Valjean, y tiró a lo alto las monedas que hasta
    entonces había cogido con bastante habilidad en el dorso de la mano.
    Esta vez, la moneda de cuarenta sueldos se le escapó y fue rodando por la yerba hasta donde estaba
    Jean Valjean.
    Éste le puso el pie encima.
    Pero el niño había seguido la moneda con la vista y lo había observado.
    No se sorprendió y fue derecho hacia el hombre.
    Era un lugar completamente solitario. En todo lo que la mirada podía abarcar, no había nadie en la
    llanura ni en el sendero. No se oían más que las débiles piadas de una nube de pájaros que cruzaba el
    cielo a gran altura. El niño volvía la espalda al sol, que ponía hebras de oro en sus cabellos, y que teñía
    con una claridad sangrienta el rostro salvaje de Jean Valjean.
    —Señor —dijo el pequeño saboyano, con esa confianza de la infancia, que se compone de ignorancia
    y de inocencia—, ¡mi moneda!
    —¿Cómo te llamas? —preguntó Jean Valjean.
    —Gervais, señor.
    —Márchate —dijo Jean Valjean.
    —Señor —insistió el niño—, devolvedme mi moneda.
    Jean Valjean bajó la cabeza y no respondió.
    El niño volvió a decir:
    —¡Mi moneda, señor!
    La mirada de Jean Valjean permaneció fija en el suelo.
    —¡Mi moneda! —gritó el niño—. ¡Mi moneda de plata! ¡Mi dinero!
    Parecía que Jean Valjean no oyera nada. El niño le cogió del cuello de la blusa y lo sacudió. Al
    mismo tiempo, hacía esfuerzos para apartar el grueso zapato claveteado, colocado sobre su tesoro.
    —¡Quiero mi moneda! ¡Mi moneda de cuarenta sueldos!
    El niño lloraba. La cabeza de Jean Valjean se alzó. Seguía sentado. Sus ojos estaban turbios. Miró al
    niño con asombro y, luego, extendió la mano hacia su bastón, gritando con una voz terrible:
    —¿Quién está ahí?
    —Soy yo, señor —repuso el niño—. ¡Yo! ¡Gervais! ¡Yo! ¡Devolvedme mis cuarenta sueldos, por
    favor! ¡Alzad el pie!
    Después, irritado ya, y casi en tono amenazador, a pesar de su niñez, gritó:
    —¿Pero vais a quitar el pie? ¡Vamos, levantad el pie!
    —¡Ah! ¿Con que estás ahí todavía? —dijo Jean Valjean. Y, poniéndose bruscamente en pie, sin
    descubrir por ello la moneda, añadió—: ¿Quieres largarte?
    El niño le miró atemorizado; tembló de pies a cabeza, y después de algunos segundos de estupor echó
    a correr con todas sus fuerzas, sin atreverse a volver la cabeza ni lanzar un grito.
    No obstante, a alguna distancia, la fatiga le obligó a detenerse, y Jean Valjean, en medio de su
    meditación, le oyó sollozar.
    Al cabo de unos instantes, el niño había desaparecido.
    El sol se había puesto ya.
    Las sombras crecían alrededor de Jean Valjean. No había comido nada en todo el día; es probable
    que tuviera fiebre.
    Se había quedado de pie y no había cambiado de actitud desde que el niño había huido. Su
    respiración levantaba su pecho a intervalos largos y regulares. Su mirada, clavada a diez o doce pasos
    delante de él, parecía examinar con profunda atención un pedazo de loza azul, caído en la yerba. De
    repente, se estremeció; sintió ya el frío de la noche.
    Se caló la gorra hasta la frente, trató maquinalmente de abotonar su blusa, dio un paso y se agachó
    para recoger del suelo su bastón.
    En ese momento, descubrió la moneda de cuarenta sueldos que su pie había hundido a medias en la
    tierra, y que brillaba entre los guijarros.
    Sintió una conmoción galvánica. «¿Qué es esto?», se dijo entre dientes. Retrocedió tres pasos; luego,
    se detuvo sin poder apartar su mirada de aquel punto que su pie había pisoteado un momento antes, como
    si aquello que brillaba allí, en la oscuridad, hubiera sido un ojo abierto fijo en él.
    Al cabo de unos minutos, se lanzó convulsivamente sobre la moneda de plata, la cogió y se puso a
    mirar a lo lejos, sobre la llanura, dirigiendo sus ojos a todo el horizonte, en pie y temblando como una
    bestia feroz asustada, que busca un asilo.
    No vio nada. La noche cerraba, la llanura estaba fría, e iba formándose una bruma violada en la
    claridad crepuscular




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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 4 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Mar 05 Nov 2024, 08:19

    ***
    Lanzó una exclamación y se puso a andar rápidamente en una dirección determinada, hacia el lugar
    por donde el niño había desaparecido. Al cabo de un centenar de pasos se detuvo, miró y no vio nada.
    Entonces gritó con todas sus fuerzas:
    —¡Gervais! ¡Gervais!
    Se calló y esperó.
    Nada respondió.
    El campo estaba desierto y triste. Estaba rodeado de espacio. A su alrededor, no había más que una
    sombra en la que se perdía su mirada, y un silencio en el que se perdía su voz.
    Soplaba un viento glacial que daba a los objetos una especie de vida lúgubre. Los arbustos sacudían
    sus ramas descarnadas con una furia increíble. Hubiérase dicho que amenazaban y perseguían a alguien.
    Volvió a andar y luego se puso a correr; de vez en cuando se detenía y gritaba en aquella soledad, con
    una voz formidable y desolada:
    —¡Gervais! ¡Gervais!
    Si el muchacho hubiera oído estas voces, habría tenido miedo y se habría guardado bien de
    mostrarse. Pero sin duda estaba ya muy lejos.
    Encontró a un sacerdote que iba a caballo. Se acercó a él y le preguntó:
    —Señor cura, ¿habéis visto pasar a un niño?
    —No —respondió el sacerdote.
    —¡Un niño llamado Gervais!
    —No he visto a nadie.
    Sacó dos piezas de cinco francos de su morral y las entregó al sacerdote.
    —Señor cura, tomad, para vuestros pobres. Señor cura, es un niño de unos diez años, con una caja y
    una zanfonía. Iba caminando. Es uno de estos saboyanos, ya sabéis…
    —No le he visto.
    —¡Gervais! ¿No hay ningún pueblo por aquí?
    —Si es como decís, debe de ser un niño forastero, de esos que pasan y nadie les conoce.
    Jean Valjean tomó violentamente otras dos monedas de cinco francos, que entregó al sacerdote.
    —Para vuestros pobres —dijo.
    Luego, añadió, con azoramiento:
    —Señor cura, mandad que me prendan, soy un ladrón.
    El sacerdote picó espuelas y huyó atemorizado.
    Jean Valjean echó a correr en la misma dirección que había tomado primeramente.
    Siguió así un camino al azar, mirando, llamando, gritando, pero no volvió a encontrar a nadie. En dos
    o tres ocasiones, corrió por la llanura hacia algo que le hizo el efecto de un ser echado o acurrucado; no
    eran más que arbustos o rocas a flor de tierra. Finalmente, en un lugar en donde se cruzaban tres
    senderos, se detuvo. La luna había salido. Paseó su mirada a lo lejos, y gritó por última vez:
    —¡Gervais! ¡Gervais! ¡Gervais!
    Su grito se extinguió en la bruma, sin despertar ni un eco siquiera. Murmuró aún: «¡Gervais!», pero
    con voz débil y casi inarticulada. Fue aquel su último esfuerzo; sus piernas se doblaron bruscamente
    como si un poder invisible le oprimiese con el peso de su mala conciencia; cayó desfallecido sobre una
    piedra, con las manos en la cabeza y la cara entre las rodillas, y gritó: «¡Soy un miserable!»
    Su corazón estalló, y rompió a llorar. Era la primera vez que lloraba, después de diecinueve años.
    Cuando Jean Valjean salió de casa del obispo, ya se ha visto, estaba muy lejos de lo que habían sido
    sus pensamientos habituales hasta entonces. No podía darse cuenta de lo que pasaba por él. Quería
    resistir a la acción angélica, a las dulces palabras del anciano. «Me habéis prometido convertiros en un
    hombre honesto. Yo compro vuestra alma. Yo la libero del espíritu de perversidad, y la consagro a
    Dios». Estas palabras se presentaban en su memoria sin cesar. A esta indulgencia celeste, oponía el
    orgullo que, en nosotros, es como la fortaleza del mal. Sentía indistintamente que el perdón de aquel
    sacerdote era el mayor asalto y el ataque más formidable que hasta entonces le hubiera sacudido; que su
    endurecimiento sería definitivo, si podía resistir a esa clemencia; que si cedía, sería preciso renunciar al
    odio que las acciones de los demás hombres habían acumulado en su alma durante tantos años, y en el que
    hallaba un placer; que esta vez era preciso vencer o ser vencido, y que la lucha, una lucha colosal y
    decisiva, se había entablado entre su maldad y la bondad de aquel hombre.
    Con todas estas reflexiones, caminaba como un hombre ebrio. Pero, mientras caminaba así, con los
    ojos extraviados, ¿tenía una clara percepción de lo que podría resultar de su aventura en Digne? ¿Oía
    todos los zumbidos misteriosos que advierten o importunan al espíritu en ciertos momentos de la vida?
    ¿Le decía una voz al oído que acababa de atravesar la hora solemne de su destino, ya que no había
    término medio para él, que si desde entonces no era el mejor de los hombres sería el peor de ellos, que
    era preciso, por así decirlo, que ahora se elevara a mayor altura que el obispo o descendiese más bajo
    que el presidiario, que si quería ser bueno era preciso que se convirtiera en ángel, que si quería ser malo
    era preciso convertirse en un monstruo?
    Y aquí debemos volver a hacernos las preguntas que ya nos hicimos en otra ocasión. ¿Tenía en su
    mente algún atisbo de todo esto? Ciertamente, la desgracia, ya lo hemos dicho, educa la inteligencia; sin
    embargo, es dudoso que Jean Valjean se hallara en estado de comprender todo lo que vamos explicando.
    Si se le ocurrían estas ideas, las vislumbraba, más bien que percibirlas claramente, y sólo servían para
    causarle una turbación insoportable y casi dolorosa. Al salir de aquella cosa informe y negra que se
    llama el presidio, el obispo le había hecho daño en el alma, del mismo modo que una viva claridad le
    hubiera hecho daño en los ojos al salir de las tinieblas. La vida futura, la vida posible que en adelante se
    le ofrecía, pura y radiante, le llenaba de temblores y de ansiedad. Verdaderamente, no sabía qué era de sí
    mismo. Como un mochuelo que viera bruscamente la salida del sol, el presidiario había sido
    deslumbrado y como cegado por la virtud.
    Lo cierto, lo que él no dudaba, es que ya no era el mismo hombre, que todo había cambiado en él, y
    que no estaba ya en sus manos poder evitar que el obispo le hubiese hablado y le hubiese conmovido.
    En esta situación de espíritu, había encontrado al pequeño Gervais y le había robado sus cuarenta
    sueldos. ¿Por qué? Seguramente no hubiera podido explicarlo. ¿Era aquella acción un último efecto y
    como un supremo esfuerzo de los malos pensamientos que había traído consigo desde el presidio, un
    resto de impulso, un resultado de lo que se llama en estática, la fuerza adquirida? Era esto y también
    quizá menos que esto. Digámoslo claramente, no era él quien había robado, no era el hombre, era la
    bestia que, por costumbre, por instinto, había colocado estúpidamente el pie sobre aquel dinero, mientras
    la inteligencia se debatía en medio de tantas obsesiones nuevas e inauditas. Cuando la inteligencia se
    despertó y vio esta acción del bruto, Jean Valjean retrocedió con angustia y lanzó un grito de terror.


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    Mensaje por Maria Lua Mar 05 Nov 2024, 08:20

    ***
    Es que, fenómeno extraño y que no era posible mas que en la situación en que él se hallaba, al robar
    el dinero de aquel niño había hecho una cosa de la cual no era ya capaz.
    Sea como fuere, esta última mala acción tuvo sobre él un efecto decisivo; atravesó bruscamente el
    caos que tema en la inteligencia y lo disipó, dejando a un lado los espesores oscuros y al otro la luz, y
    obró sobre su alma, en el estado en que se hallaba, igual que ciertos reactivos químicos actúan sobre una
    mezcla turbia, precipitando un elemento y clarificando el otro.
    Ante todo, antes de examinarse y de reflexionar, alocado, como alguien que trata de salvarse, trató de
    encontrar al niño para devolverle su dinero; luego, cuando se dio cuenta de que aquello era imposible, se
    detuvo desesperado. En el momento en que exclamo «¡Soy un miserable!» acababa de darse cuenta de
    como era. Estaba ya, en aquel instante, a tal punto separado de si mismo que le parecía que no era más
    que un fantasma, y que tenía delante de sí, en carne y hueso, con el bastón en la mano, la blusa sobre su
    piel, y el saco lleno de objetos robados sobre la espalda, con su rostro resuelto y taciturno, y su
    pensamiento lleno de proyectos abominables, al repugnante presidiario Jean Valjean.
    El exceso del infortunio, según hemos hecho notar, le había hecho visionario, en cierto modo. Aquello
    fue, pues, como una visión. Vio realmente a ese Jean Valjean, su siniestra fisonomía delante de él. Estuvo
    casi a punto de preguntarse quién era aquel hombre, y le produjo horror.
    Su cerebro se hallaba en uno de esos instantes violentos, y, sin embargo, terriblemente tranquilos en
    los que la meditación es tan profunda que absorbe la realidad. No se ven ya los objetos que se tienen
    delante, y se ven, fuera, las imágenes que existen en el espíritu.
    Se contempló, pues, por decirlo así, cara a cara, y al mismo tiempo, a través de esta alucinación, veía
    en una profundidad misteriosa una especie de luz que tomó en principio por una antorcha. Examinando
    con más atención aquella luz encendida en su conciencia, reconoció que tenía forma humana y que aquella
    antorcha era el obispo.
    Su conciencia comparó sucesivamente a estos dos hombres colocados enfrente de ella, el obispo y
    Jean Valjean. No había sido necesario más que el primero para vencer al segundo. Por uno de esos
    efectos singulares que son propios de esta clase de éxtasis, a medida que se prolonga la ilusión crecía el
    obispo y resplandecía más a sus ojos, mientras que Jean Valjean se empequeñecía y se borraba. Después
    de algunos instantes, sólo quedó de él una sombra. De repente, desapareció. Sólo había quedado el
    obispo.
    Llenaba toda el alma de aquel miserable, con un resplandor magnífico.
    Jean Valjean lloró durante largo rato. Lloró lágrimas ardientes, lloró sollozando, lloró con la
    debilidad de una mujer, con más temor que un niño.
    Mientras lloraba, se iba haciendo poco a poco la luz en su cerebro, una luz extraordinaria, una luz
    maravillosa y terrible a la vez. Su vida pasada, su primera falta, su larga expiación, su embrutecimiento
    exterior, su endurecimiento interior, su libertad halagada con tantos planes de venganza, lo que le había
    sucedido en casa del obispo, la última cosa que había hecho, aquel robo de cuarenta sueldos a un niño,
    crimen tanto más cobarde y tanto más monstruoso, cuanto que llegaba después del perdón del obispo,
    todo ello se le presentó claramente, pero con una claridad que jamás había visto hasta entonces.
    Contempló su vida, y le pareció horrible; su alma, y le pareció terrible. Y, sin embargo, sobre su vida y
    sobre su alma se extendía una suave claridad. Parecíale que veía a Satanás bajo la luz del paraíso.
    ¿Cuántas horas estuvo llorando así? ¿Qué hizo después de haber llorado? Nunca se supo. Solamente
    parece probado que, aquella misma noche, el cochero que hacía el viaje a Grenoble en aquella época, y
    que llegaba a Digne hacia las tres de la madrugada, vio, al atravesar la calle donde vivía el obispo, a un
    hombre en actitud de orar, de rodillas sobre el empedrado, en la sombra, delante de la puerta de
    monseñor Bienvenu.

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    Mensaje por Maria Lua Mar 05 Nov 2024, 08:21

    ***
    LIBRO TERCERO
    EN EL AÑO 1817

    I


    EL AÑO 1817



    [56]
    1817 es el año que Luis XVIII, con cierto aplomo real, que no estaba exento de orgullo, calificó como
    el vigésimo segundo de su reinado. Era también el año en que el señor Bruguiére de Sorsum era
    célebre
    [57]
    . Todas las peluquerías, esperando los polvos y el retorno del ave real, estaban pintadas de
    azul y flordelisadas. Era el tiempo inocente en que el conde de Lynch se sentaba todos los días, como
    mayordomo de fábrica, en el banco de Saint-Germain-des-Prés, vestido de par de Francia, con su cordón
    rojo y su larga nariz, y aquella majestad de perfil peculiar de quien ha realizado una acción brillante. La
    acción brillante del señor Lynch fue haber entregado la ciudad, siendo alcalde de Burdeos, el 12 de
    marzo de 1814, demasiado pronto al duque de Angulema
    [58]
    . Esto le hizo par. En 1817, la moda sepultaba
    a los niños de cuatro a seis años bajo grandes gorras de tafilete, con orejeras algo semejantes a la mitras
    de los esquimales. El ejército francés estaba vestido de blanco, a la austríaca; los regimientos se
    llamaban legiones; y, en vez de número, llevaban el nombre de los departamentos. Napoleón estaba en
    Santa Elena y, como Inglaterra le negaba el paño verde, se veía obligado a volver del reves su ropa vieja.
    En 1817, Pellegrini cantaba y la señorita Bigottini bailaba; Poitier reinaba; Odry no existía aún
    [59]
    .
    Madame Saqui sucedía a Forioso
    [60]
    . Había aún prusianos en Francia. El señor Delalot era un
    personaje
    [61]
    . La legitimidad acababa de afirmarse cortando la mano, y después la cabeza, a Pleignier,
    Carbonneau y Tolleron
    [62]
    . El príncipe Talleyrand, gran chambelán, y el abad Louis, ministro designado
    de Finanzas
    [63]
    , se miraban y se reían con la risa de dos augures; los dos habían celebrado, el 14 de julio
    de 1790, la misa de la Federación en el Campo de Marte; Talleyrand la había oficiado como obispo,
    Louis le había ayudado como diácono.
    En 1817, en la arboleda del mismo Campo de Marte, se veían gruesos cilindros de madera yaciendo
    bajo la lluvia, pudriéndose en la hierba, pintados en azul, con restos de águilas y de abejas que habían
    sido doradas. Eran las columnas que, dos años antes, habían sostenido el solio del emperador en el
    Campo de Mayo. Estaban ennegrecidas por el fuego de los austríacos, acampados cerca de Gros-Caillou.
    Dos o tres de estas columnas habían desaparecido en las hogueras de estos campamentos y habían
    servido para calentar las anchas manos de los kaiserlicks. El Campo de Mayo había tenido de notable
    que se había celebrado en el mes de julio y en el Campo de Marte
    [64]
    . En este año de 1817, dos cosas
    eran populares: el Voltaire-Touquet, y la tabaquera de la Carta
    [65]
    . La emoción parisiense más reciente
    era el crimen de Dautun, que había arrojado la cabeza de su hermano al estanque del Mercado de las
    Flores
    [66]
    . El Ministerio de Marina empezaba a inquietarse por no tener noticias de la desgraciada fragata
    Méduse, que debía cubrir de vergüenza a Chaumareix, y de gloria a Géricault
    [67]
    . El coronel Selves hacía
    su viaje a Egipto, para convertirse en Solimán Pachá
    [68]
    . El Palacio de las Thermes, en la calle de la
    Harpe, servía de tienda a un tonelero. Aún se veía en la plataforma de la torre octogonal del palacio de
    Cluny, el cajón de madera que había servido de observatorio a Messier
    [69]
    , astrónomo de la Marina en
    tiempos de Luis XVI. La duquesa de Duras leía a tres o cuatro amigos, en su gabinete amueblado al estilo
    del siglo X y cubierto de satén azul celeste, Ourika inédita
    [70]
    . Se borraban las «N» en el Louvre. El
    puente de Austerlitz abdicaba y se titulaba ahora puente del Jardín del Rey, doble enigma que ocultaba a
    la vez el puente de Austerlitz y el Jardín Botánico
    [71]
    . Luis XVIII, pensativo, señalando con la uña en
    Horacio los héroes que se hacen emperadores y los zapateros que se hacen delfines, tenía dos
    preocupaciones: Napoleón y Mathurin Bruneau
    [72]
    . La Academia Francesa proponía, como tema de
    premio: «La felicidad que procura el estudio»
    [73]
    . El señor Bellart era oficialmente elocuente. A su
    sombra germinaba el futuro abogado general De Broé, prometido a los sarcasmos de Paul Luis
    Courier
    [74]
    . Había un falso Chateaubriand, llamado Marchangy, esperando que hubiese un falso
    Marchangy, llamado d’Arlincourt
    [75]
    . Claire d’Albe y Malek-Adel eran obras maestras
    [76]
    ; y madame
    Cottin era considerada como el primer escritor de la época. El Instituto dejaba borrar de su lista al
    académico Napoleón Bonaparte. Una orden real erigía a Angulema en Escuela de Marina, pues siendo el
    duque de Angulema gran almirante
    [77]
    , era evidente que la ciudad de Angulema tenía, de derecho, todas
    las cualidades de un puerto de mar, sin lo cual el principio monárquico hubiera empezado a desquiciarse.
    En el Consejo de ministros se debatía si se debían tolerar las viñetas, representando juegos gimnásticos,
    que adornaban los carteles de Franconi y que agolpaban a los pilluelos en las calles. El señor Paer, autor
    de LAgnese, buen hombre de cara cuadrada con una verruga en la mejilla, dirigía los pequeños conciertos
    íntimos de la marquesa de Sassenaye, en la calle de la Ville-l’Évéque
    [78]
    . Todas las jovencitas cantaban
    L’Ermite de Saint-Avelle, letra de Edmond Géraud. «Le Nainjaune», se transformaba en «.Miroir»
    [79]
    . El
    café Lemblin defendía al emperador contra el café Valois
    [80]
    , que defendía a los Borbones. Acababan de
    casar al duque de Berry con una princesa de Sicilia; y Louvel le seguía ya los pasos
    [81]
    . Hacía un año que
    había muerto madame de Stael
    [82]
    . Los guardias de corps silbaban a la señorita Mars
    [83]
    . Los grandes
    periódicos eran muy pequeños. La forma era reducida, pero la libertad era grande
    [84]
    . Le Constitutionel
    era constitucional. La Minervellamaba a Chateaubriand Chateaubriand
    [85]
    . Esta «t» hacía reír mucho a
    los burgueses, a expensas del gran escritor. En los diarios vendidos, escribían periodistas prostituidos
    que insultaban a los proscritos de 1815: David no tenía talento, ni Arnault ingenio, ni Carnot probidad;
    Soult no había ganado ninguna batalla
    [86]
    ; es verdad que Napoleón no tenía genio. Nadie ignora que es
    bastante raro que las cartas dirigidas por correo a un desterrado lleguen a su destino, porque la policía
    convierte su interceptación en un religioso deber. El hecho no es nuevo; Descartes, en su destierro
    [87]
    , se
    quejaba de lo mismo. David escribió, en un periódico belga, lamentándose de no recibir las cartas que le
    escribían, lo cual pareció gracioso a los periódicos realistas, que con este motivo se burlaban del
    proscrito. Decir: los regicidas o decir: los votantes; decir: los enemigos o decir: los aliados; decir:
    Napoleón o decir: Bonaparte; eran cosas que separaban a dos hombres más que un abismo. Todas las
    gentes de buen sentido convenían en que Luis XVIII, llamado «el inmortal autor de la Carta», había
    cerrado para siempre la era de las revoluciones.









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    y en ese vuelo y en ese sueño
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    y tren de tus ilusiones."
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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 4 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Mar 05 Nov 2024, 08:22

    ***
    En el terraplén del Pont-Neuf se esculpía la palabra Redivivus sobre el pedestal que esperaba la
    estatua de Enrique IV. El señor Piet abría, en la calle Thérése, número 4, su conciliábulo
    [88] para
    consolidar la monarquía. Los jefes de derechas decían, en las coyunturas graves: «Es preciso escribir a
    Bacot».
    [89] Canuel, O’Mahony y De Chappedelaine esbozaban, no sin aprobación del hermano de Luis
    XVIII, lo que más tarde debía ser «la conspiración de Bord-de-l’Eau»
    [90]
    . L’Épingle Noire
    [91]
    conspiraba, por su parte. Delaverderie se unía a Trogoff
    [92]
    . Dominaba Decazes
    [93]
    , liberal hasta cierto
    punto. Chateaubriand, en pie todas las mañanas ante su ventana del número 27 de la calle SaintDominique, con pantalones con pies y zapatillas, sus cabellos grises tocados con madrás, los ojos fijos
    en un espejo, y un estuche completo de cirujano dentista abierto frente a sí, se limpiaba los dientes, que
    eran encantadores, dictando al mismo tiempo variantes de La monarquía, según la Carta al señor
    Pilorgue, su secretario
    [94]
    . La crítica autorizada prefería Lafon a Taima. El señor de Féletz firmaba A; H.
    Hoffmann firmaba Z
    [95]
    . Charles Nodier escribía Thérese Auberft
    [96]
    . Habíase abolido el divorcio
    [97]
    .
    Los liceos se llamaban colegios. Los colegiales, con la flor de lis en el cuello, se peleaban a propósito
    del rey de Roma. La contrapolicía de palacio denunciaba a Su Alteza Real la hermana del rey el retrato,
    expuesto en todas partes, del duque de Orléans, que tenía mejor semblante en uniforme de coronel general
    de húsares que el duque de Berry en uniforme de coronel general de dragones; grave inconveniente. La
    ciudad de París restauraba, a su costa, los dorados de la cúpula de los Inválidos. Los hombres serios se
    preguntaban qué haría en tal o cual ocasión el señor de Trinquelague
    [98]
    ; el señor Clausel de Montáis se
    separaba, en algunos puntos, del señor Clausel de Coussergues
    [99]
    ; el señor de Salaberry no estaba
    contento
    [100]
    . El cómico Picard, que pertenecía a la Academia, a la que no había podido entrar el cómico
    Moliere, hacía representarles Deux Philibert en el Odeón
    [101]
    , en cuyo frontis, a pesar de haberse
    arrancado las letras, se leía claramente: «Teatro de la Emperatriz». Todo el mundo tomaba partido en
    favor o en contra de Cugnet de Montarlot
    [102]
    . Fabvier era faccioso
    [103]
    ; Bavoux era revolucionario
    [104]
    .
    El librero Pélicier publicaba una edición de Voltaire
    [105]
    , bajo este título: Obras de Voltaire, de la
    Academia Francesa. «Esto atraerá a los compradores», decía este editor ingenuamente. La opinión
    general era de que el señor Charles Loyson sería el genio del siglo; la envidia empezaba a morderle,
    signo de gloria; y sobre él, se hacían estos versos:
    Aun cuando Loyson vuela, se ve que tiene patas
    [106]
    .
    El cardenal Fesch se negaba a dimitir, y monseñor de Pins, arzobispo de Amasie, administraba la
    diócesis de Lyon
    [107]
    . La querella del valle de Dappes
    [108] empezaba entre Suiza y Francia, por una
    memoria del capitán Dufour, luego general. Saint-Simon, ignorado
    [109]
    , meditaba sobre su sublime
    doctrina. En la Academia de Ciencias había un Fourier célebre que la posteridad ha olvidado; y en una
    buhardilla, un Fourier oscuro, de quien se acordará el porvenir
    [110]
    . Lord Byron empezaba a soñar
    [111]
    ;
    una nota del poema de Millevoye le anunciaba en Francia en estos términos: «un tal lord Barón». David
    d’Angers aprendía a dar forma al mármol
    [112]
    . El abatte Carón hablaba con elogio, en un pequeño comité
    de seminaristas, en el callejón de Feullantines, de un sacerdote desconocido llamado Félicité Robert, que
    más tarde fue llamado Lamennais
    [113]
    . En el Sena, humeaba y se movía, con el ruido de un perro que nada,
    una cosa que iba y venía, bajo las ventanas de las Tullerías, desde el Pont Royal hasta el puente Luis XV;
    era un aparato mecánico que no valía gran cosa, una especie de juguete, un sueño de un inventor
    visionario, una utopía: un barco de vapor
    [114]
    . Los parisienses contemplaban aquella inutilidad con
    indiferencia. El señor de Vaublanc, reformador del Instituto por golpe de estado, mandamiento y hornada,
    autor distinguido de varios académicos, después de haberlos hecho, no conseguía llegar a serlo
    [115]
    .
    El barrio de Saint-Germain y el pabellón Marsan deseaban por prefecto de policía al señor Delaveau,
    a causa de su devoción
    [116]
    . Dupuytren y Récamier disputaban en el anfiteatro de la Escuela de Medicina,
    y se amenazaban con el puño a propósito de la divinidad de Jesucristo
    [117]
    . Cuvier, con un ojo en el
    Génesis y otro en la Naturaleza, se esforzaba en complacer a la reacción hipócrita, poniendo a los fósiles
    de acuerdo con los textos sagrados y haciendo adular a Moisés por los mastodontes. El señor François de
    Neufcháteau, loable cultivador de la memoria de Parmentier, hacía mil esfuerzos para que la patata se
    pronunciase parmentiere, y no lo conseguía
    [118]
    . El abad Grégoire, antiguo obispo, antiguo convencional,
    antiguo senador, había pasado, en la polémica realista, al estado de «infame Grégoire»
    [119]
    . Esta locución
    que acabamos de emplear, «pasar al estado de», era denunciada como neologismo por el señor RoyerCollard. Aún podía distinguirse por su blancura, sobre el tercer arco del puente de Léna, la piedra nueva
    con la cual, dos años antes, habían cubierto la boca de la mina practicada por Blücher para hacer saltar el
    puente. La Justicia citaba al banquillo a un hombre que, viendo entrar al conde de Artois en Notre-Dame,
    había exclamado en voz alta: «¡Sapristi!, echo de menos el tiempo en que veía a Bonaparte y a Taima
    entrar del brazo en Bal-Sauvage». Palabras sediciosas: seis meses de prisión. Los traidores se
    presentaban al descubierto; hombres que se habían pasado al enemigo la víspera de una batalla, no
    ocultaban la recompensa, e iban públicamente, en pleno sol, con todo el cinismo de las riquezas y las
    dignidades; los desertores de Ligny y de Quatre-Bras, en la ostentación de su infamia pagada,
    manifestaban, al desnudo, su adhesión monárquica, olvidando lo que se escribe en Inglaterra, en las
    paredes interiores de los lavabos públicos: «Please, adjustyour dress before leaving».
    [120]
    Esto es, en confuso revoltillo, lo que sobrenada promiscuamente del año 1817, olvidado ya hoy. La
    Historia desprecia casi todas estas particularidades, y no puede hacer otra cosa; el infinito la invadiría.
    Sin embargo, estos detalles que se llaman pequeños —no hay hechos pequeños en la Humanidad, ni hojas
    pequeñas en la vegetación—, son útiles. La figura de los siglos se compone de la fisonomía de los años.
    En este año 1817, cuatro jóvenes parisienses representaron una «buena farsa».



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    Mensaje por Maria Lua Mar 05 Nov 2024, 08:23

    ***
    II


    DOBLE CUARTETO


    Estos parisienses eran uno de Toulouse, el otro de Limoges, el tercero de Cahors y el cuarto de
    Montauban; pero eran estudiantes, y quien dice estudiante dice parisiense, estudiar en París es nacer en
    París.
    Estos jóvenes eran insignificantes; todo el mundo conoce su tipo; cuatro imágenes del primero que
    llegó; ni buenos ni malos, ni sabios ni ignorantes, ni genios ni imbéciles; ramas de este abril encantador
    que se llama veinte años. Eran cuatro Oscar cualesquiera, pues en aquella época no existían aún los
    Arthur. «Quemad en honor suyo los perfumes de Arabia», exclamaba la novela. «Oscar adelanta, Oscar,
    voy a verlo».
    [121] Se salía de Ossian
    [122]
    , la elegancia era escandinava y caledoniana, el estilo inglés puro
    no debía prevalecer hasta más tarde, y el primero de los Arthur, Wellington, acababa apenas de ganar la
    batalla de Waterloo.
    Estos Oscar se llamaban Félix Tholomyés, de Tolouse; otro Listolier, de Cahors; Fameuil, de
    Limoges; y Blachevelle, de Montauban. Naturalmente, cada uno tenía su amante. Blachevelle amaba a
    Favourite, llamada así porque había ido a Inglaterra; Listolier adoraba a Dahlia, que había tomado por
    nombre de guerra un nombre de flor; Fameuil idolatraba a Zéphine, abreviatura de Joséphine; Tholomyés
    tenía a Fantine, llamada la Rubia, a causa de sus cabellos color de sol.
    Favourite, Dahlia, Zéphine y Fantine eran cuatro encantadoras jóvenes, perfumadas y radiantes, un
    poco obreras aún, porque no habían abandonado enteramente la aguja, distraídas por los amorcillos, pero
    conservando sobre el rostro un resto de serenidad del trabajo, y, en el alma, esa flor de honestidad que
    sobrevive en la mujer a su primera caída. Había una de las cuatro a la que llamaban la joven, porque era
    la menor, y una a la que llamaban la vieja. La vieja tenía veintitrés años. Y, para no callar nada, diremos
    que las tres primeras eran más experimentadas, más despreocupadas y más amigas del ruido de la vida
    que Fantine, la Rubia, que aún vivía su primera ilusión.
    Dahlia, Zéphine y, sobre todo, Favourite, no hubieran podido decir lo mismo. Había ya más de un
    episodio en su novela, apenas empezada, y el enamorado, que se llamaba Adolphe en el primer capítulo,
    se convertía en Alphonse en el segundo, y en Gustave en el tercero. Pobreza y coquetería son dos
    consejeras fatales; una amenaza, la otra halaga; y las hermosas jóvenes del pueblo tienen ambas
    consejeras, que les cuchichean al oído, cada una por su lado. Estas almas mal guardadas escuchan. De ahí
    provienen los tropiezos que dan y las piedras que se les arrojan. Se las oprime con el esplendor de todo
    lo que es inmaculado e inaccesible. ¡Ay, si el Jungfrau tuviera hambre!
    [123]
    Favourite tenía por admiradoras a Zéphine y a Dahlia, a causa de haber estado en Inglaterra. Había
    tenido muy pronto casa propia. Su padre era un viejo profesor de matemáticas, brutal y fanfarrón.
    No estaba casado, y vivía a salto de mata, a pesar de su edad. Cuando el profesor era joven, había
    visto un día engancharse el vestido de una doncella de servicio; se había enamorado de este accidente.
    De él resultó Favourite. Ésta encontraba de vez en cuando a su padre, que la saludaba. Una mañana, una
    mujer de edad y de aspecto beato, entró en su casa y le dijo:
    —¿No me conocéis, señorita?
    —No —contestó Favourite.
    —Soy tu madre.
    Seguidamente, había abierto el aparador; bebió y comió, hizo llevar un colchón que tenía y se instaló
    allí. Esta madre, gruñona y devota, no hablaba nunca a Favourite, permanecía durante horas sin decir una
    palabra, desayunaba, comía y cenaba como cuatro, y bajaba a hacer la visita al portero, donde pasaba el
    rato hablando mal de su hija.
    Lo que había arrastrado a Dahlia hacia Listolier, hacia otros tal vez, hacia la ociosidad, era el tener
    unas bonitas uñas rosadas. ¿Cómo habían de trabajar aquellas uñas? La que quiere permanecer virtuosa
    no debe tener piedad de sus manos. En cuanto a Zéphine, había conquistado Fameuil por su manera
    graciosa y acariciadora de decir: «Sí, señor».
    Los jóvenes eran camaradas, las jóvenes eran amigas. Esta clase de amores lleva siempre consigo
    esta clase de amistades.
    Filosofía y prudencia son dos cosas distintas; y lo prueba el que, prescindiendo de estas
    particularidades irregulares, Favourite, Zéphine y Dahlia eran filósofas, y Fantine era prudente.
    ¿Prudente?, se dirá. ¿Y Tholomyés? Salomón respondería que el amor forma parte de la prudencia.
    Nosotros nos limitaremos a decir que el amor de Fantine era un primer amor, un amor único, un amor fiel.
    Ella era la única de las cuatro a quien no había tuteado más que un hombre.
    Fantine era uno de esos seres que surgen del fondo del pueblo. Salida de las más insondables
    espesuras de la sombra social, tenía en la frente la señal de lo anónimo y lo desconocido. Había nacido
    en Montreuil-sur-Mer. ¿De qué padres? ¿Quién podría decirlo? Nunca se le había conocido ni padre ni
    madre. Se llamaba Fantine. ¿Por qué Fantine? Nunca se le había conocido otro nombre. En tiempos de su
    nacimiento reinaba el Directorio. No tenía apellido, carecía de familia; no tenía nombre de pila, la
    Iglesia no existía entonces. Se llamo como quiso el primer transeúnte que la encontró, siendo muy
    pequeña, yendo con los pies descalzos por la calle. Recibió un nombre, lo mismo que recibía en su frente
    el agua de las nubes cuando llovía. Se la llamó la pequeña Fantine. Nadie sabía nada más. Así había
    llegado a la vida esta criatura humana. A los diez años, Fantine dejó la ciudad y se puso a servir en las
    granjas de los alrededores. A los quince años, llegó a París a «buscar fortuna». Fantine era hermosa y
    permaneció pura todo el tiempo que pudo. Era una bonita rubia con bellos dientes. Tenía oro y perlas por
    dote, pero su oro estaba sobre su cabeza y sus perlas en su boca




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    Mensaje por Maria Lua Mar 05 Nov 2024, 08:24

    ***
    Trabajó para vivir; luego, siempre para vivir, pues el corazón también tiene hambre, amó.
    Amó a Tholomyés.
    Amorío para él, pasión para ella. Las calles del barrio latino, que hormigueaban de estudiantes y
    damiselas, contemplaron el principio de este sueño. Fantine, en estos dédalos de la colina del Panteón,
    donde se enlazan y desenlazan tantas aventuras, había huido mucho tiempo de Tholomyés, pero de modo
    que siempre le encontraba. Hay un modo de evitar que se parece a la búsqueda. En una palabra, la égloga
    tuvo lugar.
    Blachevelle, Listolier y Fameuil formaban una especie de grupo, del cual Tholomyés era la cabeza.
    Era él quien tenía ingenio.
    Tholomyés era el clásico estudiante veterano; era rico; tenía cuatro mil francos de renta; cuatro mil
    francos de renta, escándalo de esplendidez en la montaña de Sainte-Geneviéve. Tholomyés era un vividor
    de treinta años, mal conservado. Tenía ya arrugas, y había perdido los dientes; y le principiaba una
    calvicie, de la que él mismo decía, sin tristeza: «Entradas a los treinta, rodilla a los cuarenta». Digería
    mediocremente, y tenía un ojo lacrimoso. Pero, a medida que su juventud se extinguía, se rejuvenecía su
    buen humor; reemplazaba sus dientes con grandes gesticulaciones, sus cabellos con su alegría, su salud
    con su ironía, y su ojo que lloraba reía sin cesar. Estaba aniquilado, pero cubierto de flores. Su juventud,
    liando el petate antes de tiempo, se retiraba en buen orden, riendo y llena de entusiasmo. Había escrito
    una obra que le había sido rechazada en el Vaudeville, y, de vez en cuando, componía algunos versos.
    Además, dudaba de todo, lo que es una gran fuerza a los ojos de los débiles. Así, pues, al ser irónico y
    calvo, era el jefe. Iron es una palabra inglesa que significa hierro. ¿Vendrá de ahí la palabra ironía?
    Un día, Tholomyés llamó aparte a los otros tres, hizo un gesto de oráculo y les dijo:
    —Pronto hará un año que Fantine, Dahlia, Zéphine y Favourite nos piden una sorpresa. Se la hemos
    prometido solemnemente y nos están hablando siempre de ella, a mí sobre todo. Lo mismo que en
    Nápoles las viejas dicen a San Genaro: «Faccia gialluta, fa o miracolo.» ¡Cara amarilla, haz tu
    milagro!, nuestras bellas me dicen sin cesar: «Tholomyés, ¿cuándo nos darás a conocer tu sorpresa?». Al
    mismo tiempo, nuestros padres nos escriben. Nos vemos apremiados por los dos lados. Creo que ha
    llegado el momento. Hablemos.
    En esto, Tholomyés bajó la voz y articuló misteriosamente algunas palabras tan alegres que de las
    cuatro bocas salió a la vez una entusiasta carcajada, al mismo tiempo que Blachevelle exclamaba:
    —¡Es una gran idea!
    Hallaron al paso un cafetucho lleno de humo y entraron, perdiéndose en la sombra el resto de su
    conversación.
    El resultado de aquellas tinieblas fue una deslumbrante partida de campo, que tuvo lugar el domingo
    siguiente, a la cual los cuatro estudiantes invitaron a las cuatro muchachas.




    III


    CUATRO PARA CUATRO



    Hoy en día es muy difícil imaginar lo que era, hace cuarenta y cinco años, una partida de campo.
    París no tiene ya los mismos alrededores; la cara de lo que podría llamarse la vida circumparisiense ha
    cambiado completamente desde hace medio siglo: donde estaba el carro, se halla hoy el vagón; donde
    estaba el patache, está hoy el barco de vapor; y hoy se dice Fécamp, como entonces se decía Saint-Cloud.
    El París de 1862 es una ciudad que tiene por arrabales toda Francia.
    Las cuatro parejas llevaron a cabo, concienzudamente, todas las locuras campestres entonces
    posibles. Principiaban las vacaciones y era un claro y ardiente día de verano. La víspera, Favourite, la
    única que sabía escribir, había escrito a Tholomyés lo siguiente: «Salir en hora buena, para salir
    enhorabuena». Es por lo que se levantaron a las cinco de la mañana. Luego, se dirigieron a Saint-Cloud,
    en el faetón, se detuvieron ante la cascada seca y exclamaron: «¡Qué hermosa debe ser cuando tiene
    agua!». Almorzaron en laTéte-Noire, donde aún no se conocía a Castaing, jugaron una partida de sortija
    en las arboledas del estanque grande; subieron a la linterna de Diógenes; jugaron almendrados en la
    ruleta del puente de Sévres; hicieron ramilletes en Puteaux; compraron silbatos en Neully, comieron en
    todas partes pastelillos de manzanas; fueron perfectamente felices.
    Las jóvenes triscaban y charlaban como cotorras escapadas. Aquello era un delirio. A veces, daban
    golpecitos con la mano a los jóvenes. ¡Embriaguez matinal de la vida! ¡Edad adorable! El ala de las
    libélulas tiembla. ¡Oh, quienquiera que seáis!
    [124]
    , ¿os acordáis? ¿Habéis ido alguna vez por la maleza,
    separando las ramas para que pasase una linda cabeza que venía detrás de vosotros? ¿Os habéis
    deslizado alguna vez por una cuestecilla mojada por la lluvia, con una mujer amada que os retiene por la
    mano y exclama: «¡Ay, mis borceguíes nuevos! ¡Cómo se han puesto!»?


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    Mensaje por Maria Lua Mar 05 Nov 2024, 08:25

    ***
    Digamos prontamente que faltó la encantadora contrariedad de un chaparrón; aunque Favourite había
    dicho, al salir, con acento sentencioso y maternal:
    —Los caracoles pasean por los senderos. Signo de lluvia, hijos míos.
    Las cuatro eran locamente hermosas. Un viejo poeta clásico, entonces muy renombrado, un hombre
    que tenía una Éléonore, el caballero de Labouísse
    [125]
    , errando aquel día bajo los castaños de SaintCloud, los vio pasar hacia las diez de la mañana; exclamó: «Hay una más», acordándose de las Tres
    Gracias. Favourite, la amiga de Blachevelle, la que tenía veintitrés años, la vieja, corría bajo las grandes
    ramas verdes, saltaba las zanjas, atravesaba alocadamente los matorrales y presidía aquella alegría con
    el entusiasmo de una diosa de la selva. Zéphine y Dahlia, que el azar había hecho hermosas de tal manera
    que lucían mejor acercándose y completándose, por decirlo así, no se separaban, por instinto de
    coquetería más bien que por amistad, y, apoyadas una en otra, tomaban actitudes inglesas. Los primeros
    keepsakes
    [126] acababan de aparecer; apuntaba la melancolía en las mujeres, como más tarde surgió el
    byronismo en los hombres, y los cabellos del bello sexo empezaban a caer lánguidamente. Zéphine y
    Dahlia iban peinadas con tirabuzones. Listolier y Fameuil, enzarzados en una discusión sobre sus
    profesores, explicaban a Fantine la diferencia que había entre el señor Delvincourt y el señor
    Blondeau
    [127]
    .
    Blachevelle parecía haber sido creado expresamente para llevar en el brazo, los domingos, el chal de
    tres colores con cenefa de Favourite.
    Tholomyés seguía dominando el grupo. Era muy alegre, pero se transparentaba su deseo de mando; en
    su jovialidad había algo de dictadura; la prenda principal de su traje era un pantalón patas de elefante, de
    nankín, con trabillas de cobre; en la mano llevaba un poderoso junco de Indias de doscientos francos y,
    como todo se lo permitía, una cosa extraña llamada cigarro, en la boca. Como nada era sagrado para él,
    fumaba.
    —¡Este Tholomyés es admirable! —decían los demás con veneración—. ¡Qué pantalones! ¡Qué
    energía!
    En cuanto a Fantine, era la alegría misma. Sus dientes espléndidos habían, evidentemente, recibido de
    Dios una función: reír. Llevaba en la mano, más que en la cabeza, su sombrerito de paja cosida, con
    grandes cintas blancas. Sus espesos cabellos rubios, propensos a flotar y a desanudarse fácilmente,
    siendo preciso componerlos a cada momento, parecían hechos para representar la fuga de Galatea entre
    los sauces. Sus labios rosados charlaban encantadoramente. Los extremos de su boca, voluptuosamente
    levantados como en los antiguos mascarones de Erígone
    [128]
    , parecían animar a los atrevidos; pero sus
    largas pestañas, llenas de sombra, se bajaban discretamente contra este murmullo de la parte inferior del
    rostro, como para imponerle silencio. Todo su tocado tenía un no sé qué encantador y flotante. Llevaba un
    vestido de barés color malva, pequeños zapatos coturnos color canela, con cintas que subían trazando
    equis por su blanquísima media, y una especie de spencer de muselina, invención marsellesa, cuyo
    nombre, canesú, corrupción de la palabra quinze aoüt (quince de agosto), pronunciada en la Canebiére,
    significaba buen tiempo, calor y mediodía. Las otras tres, menos tímidas, como ya hemos dicho, iban
    deseotadas, lo que en verano, bajo los sombreros cubiertos de flores, tiene mucha gracia y gran atractivo;
    pero, al lado de estos vestidos audazmente ceñidos, el canesú de la rubia Fantine, con sus transparencias,
    sus indiscreciones y sus reticencias, escondiendo y mostrando a la vez, parecía una invención
    provocativa de la decencia. La famosa corte de amor, presidida por la vizcondesa de Cette de ojos verde
    mar, hubiera dado probablemente el premio a la coquetería a este canesú, que se presentaba en nombre de
    la castidad. Lo más ingenuo es algunas veces lo más sabio. Esto llega a suceder.
    Deslumbrante de frente, delicada de perfil, los ojos azul oscuro, los párpados gruesos, los pies bien
    formados y pequeños, las muñecas y los tobillos admirablemente torneados, el cutis blanco, dejando ver
    aquí y allá las ramificaciones azuladas de las venas, la mejilla pueril y fresca, el cuello robusto de las
    Junos eginéticas, la nuca fuerte y flexible, la espalda, modelada como por Coustou, tenía en su centro una
    voluptuosa hendidura, visible a través de la muselina; una alegría ribeteada de ensueño; escultural y
    exquisita; así era Fantine; y bajo aquellos trapos, se adivinaba una estatua, y en esa estatua un alma.
    Fantine era hermosa sin saberlo. Los soñadores, sacerdotes misteriosos de la belleza, que confrontan
    silenciosamente todo hasta la perfección, hubieran descubierto en aquella obrera, a través de la
    transparencia y la gracia parisiense, la antigua eufonía sagrada.
    Aquella hija de la noche tenía raza. Era hermosa bajo ambos aspectos: el estilo y el ritmo. El estilo
    es la forma del ideal, el ritmo lo es del movimiento.
    Hemos dicho que Fantine era la alegría; Fantine era también el pudor.
    Para un observador que la hubiera estudiado atentamente, lo que se desprendía de ella, a través de
    aquella embriaguez de la edad, de la estación y del amor, era una expresión invencible de pudor y de
    modestia. Estaba siempre un poco asombrada. Ese asombro casto es el matiz que separa a Psiquis de
    Venus. Fantine tenía los largos dedos, finos y blancos, de la vestal que remueve las cenizas del fuego
    sagrado con una aguja de oro. Aunque nada había negado a Tholomyés, como se verá más tarde, su
    rostro, en reposo, era soberanamente virginal; una especie de grave dignidad y casi austera lo invadía
    repentinamente en algunos momentos, y nada tan singular y desconcertante como ver aparecer en él la
    alegría, para desvanecerse rápidamente y sucedería el recogimiento, sin transición. Esta súbita gravedad,
    a veces acentuada severamente, parecía el desdén de una diosa. Su frente, su nariz y su barbilla ofrecían
    ese equilibrio de líneas, muy distinto de la proporción, del cual resulta la armonía del rostro; en el
    intervalo tan característico que separaba la base de la nariz del labio superior, tenía este pliegue
    imperceptible y encantador, signo misterioso de la castidad, que hizo a Barbarroja enamorarse de una
    Diana encontrada en las excavaciones de Iconium.
    El amor es una falta; sea. Fantine era la inocencia flotando sobre la falta.




    116
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    Mensaje por Maria Lua Miér 06 Nov 2024, 17:47

    ***

    IV
    THOLOMYÈS ESTÁ TAN ALEGRE QUE CANTA UNA CANCIÓN ESPAÑOLA
    Aquel día parecía una aurora continua. Toda la naturaleza parecía de fiesta y manifestaba su alegría.
    Los parterres de Saint-Cloud perfumaban el aire; el soplo del Sena movía vagamente las hojas; las ramas
    gesticulaban al viento; las abejas saqueaban los jazmines; toda una bohemia de mariposas se posaba en
    las hojas de los tréboles y las balluecas; el augusto parque del rey de Francia estaba ocupado por una
    multitud de vagabundos, por los pájaros.
    Las cuatro alegres parejas, mezcladas con el sol, con los campos, con las flores y con los árboles,
    resplandecían.
    En aquella felicidad común, hablando, cantando, corriendo, danzando, cazando mariposas, cogiendo
    campanillas, mojando sus medias en las altas hierbas, frescas, locas, pero sin malicia, todas recibían,
    aquí y allá, los besos de todos, excepto Fantine, que permanecía encerrada en su vaga resistencia
    soñadora y arisca, pero que amaba.
    —Tú —le decía Favourite— tienes siempre un aire displicente.
    Ahí está el placer. El paso de felices parejas es un profundo llamamiento a la vida y a la naturaleza, y
    hace brotar de todas partes el amor y la luz. Hubo un hada que hizo las praderas y los árboles
    expresamente para los amantes. De ahí que exista ese eterno «hacer novillos» de los amantes, que se
    repite sin cesar y que durará mientras existan el campo y los estudiantes. De ahí la popularidad de la
    primavera entre los pensadores. El patricio y el plebeyo, el duque y par y el último jornalero, los
    cortesanos y los villanos, como se decía en otro tiempo, son súbditos de esta hada. Todos ríen, todos se
    buscan, y hay en el aire una claridad de apoteosis, ¡qué transfiguración, la del amor! Los pasantes de
    notario son dioses. Y los gritos, las persecuciones por la hierba, los talles cogidos al vuelo, esos
    alborotos, juveniles que son melodías, esas adoraciones que se descubren en el modo de pronunciar una
    sílaba, esas cerezas arrancadas por una boca a otra, todo esto flamea y penetra en glorias celestiales. Las
    muchachas bonitas hacen un dulce despilfarro de sí mismas. Se llega a creer que no concluirá nunca. Los
    filósofos, los poetas, los pintores consideran estos éxtasis, y no saben qué hacer de ellos, ¡tanto los
    deslumbran! «¡La partida hacia Citeres!», exclamó Watteau; Lancret, el pintor de la plebe, contempla a
    sus modelos perdidos en el azul; Diderot tiende los brazos a estos amorcillos, y d’Urfé inmiscuye druidas
    con ellos
    [129]
    .
    Después del almuerzo, las cuatro parejas fueron a ver, en lo que entonces se llamaba el Jardín del
    Rey, una planta nueva traída de la India, cuyo nombre no recordamos en este momento, y que, en aquella
    época atraía a todo París a Saint-Cloud; era un encantador y caprichoso arbolito, cuyas innumerables
    ramas, delgadas como hilos, enmarañadas y sin hojas, estaban cubiertas de miles de rositas blancas; lo
    cual daba a la planta el aspecto de una cabellera sembrada de flores. Siempre había una multitud que la
    admiraba.
    Después de visto el arbusto, dijo Tholomyés:
    —¡Os ofrezco unos asnos! —Y, hecho el trato con un burrero, volvieron por Vanves e Issy. En Issy
    tuvieron un incidente.
    El parque Patrimonio Nacional, propiedad en aquella época del proveedor Bourguin, estaba
    casualmente abierto. Los jóvenes franquearon la verja, visitaron el maniquí anacoreta en su gruta,
    experimentaron los misteriosos efectos del famoso gabinete de los espejos, lasciva emboscada digna de
    un sátiro millonario, o de Turcaret convertido en Príapo. Sacudieron fuertemente el columpio sujeto a los
    dos castaños, tan comentados por el abate de Bernis
    [130]
    . Mientras columpiaban a las jóvenes una tras
    otra, lo que producía, entre risas universales, revuelos en los pliegues de las sayas, que Greuze hubiera
    deseado contemplar, el joven de Toulouse, Tholomyés, algo español, puesto que Toulouse es prima de
    Tolosa, cantaba en tono melancólico una antigua canción gallega, probablemente inspirada por alguna
    hermosa joven lanzada a todo volar sobre un columpio entre dos árboles:

    Soy de Badajoz.
    Amor me llama.
    Toda mi alma
    Es en mis ojos
    Porque enseñas
    A tus piernas
    [131]
    .
    Únicamente Fantine se negó a columpiarse.
    —No me gusta que se tengan estas maneras —murmuró bastante agriamente Favourite.
    Dejaron después los asnos y encontraron una nueva diversión: pasaron el Sena en barco y, desde
    Passy, fueron andando hasta la barrera de l’Étoile. Estaban en pie, según hemos dicho, desde las cinco de
    la mañana; pero ¡bah!, «nadie se cansa en domingo —decía Favourite—; en domingo no trabaja la
    fatiga». A las tres, las cuatro parejas, ahítas de placer, descendían por las montañas rusas, edificio
    singular que ocupaba entonces las cimas de Beaujon
    [132]
    , y cuya línea serpentina se descubría por encima
    de los árboles de los Campos Elíseos.
    De cuando en cuando, Favourite exclamaba:
    —¿Y la sorpresa? Quiero la sorpresa.
    —Paciencia —respondía Tholomyés.


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    Mensaje por Maria Lua Miér 06 Nov 2024, 17:49

    ***


    V


    EN CASA DE BOMBARDA


    Cansados ya de las montañas rusas, habían pensado en comer y, radiantes los ocho, aunque algo
    fatigados, se dejaron caer por la hostería de Bombarda, sucursal que había establecido en los Campos
    Elíseos aquel famoso hostelero Bombarda, cuya enseña se veía entonces en la calle Rivoli, al lado del
    pasaje Delorme
    [133]
    .
    Una habitación grande, pero fea, con alcoba y cama en el fondo (tuvieron que aceptar ese rincón, por
    estar la hostería llena el domingo); dos ventanas, desde las que se podía contemplar, a través de los
    olmos, el muelle y el río; un magnífico sol de agosto, entrando de refilón por las ventanas; dos mesas;
    encima de una de ellas, una montaña de ramilletes mezclados con sombreros de hombre y de mujer; en la
    otra, las cuatro parejas sentadas alrededor de un montón de platos, bandejas, vasos y botellas, jarros de
    cerveza y de vino; poco orden en la mesa, y algún desorden debajo:
    Los pies bajo la mesa, sin reposo,
    armaban un estrépito espantoso
    dijo Moliere.
    He aquí, pues, dónde estaba hacia las cuatro y media de la tarde, la fiesta campestre que había
    empezado a las cinco de la mañana. El sol declinaba y el apetito se apagaba.
    Los Campos Elíseos, llenos de sol y de gente, no eran más que luz y polvo, dos cosas de las que se
    compone la gloria. Los caballos de Marly, esos mármoles que relinchaban, hacían cabriolas en una nube
    de oro. Las carrozas iban y venían. Un escuadrón de magníficos guardias de corps, con el clarín a la
    cabeza, descendía por la avenida de Neully; la bandera blanca, vagamente rosada por el sol poniente,
    flotaba en la cúpula de las Tullerías. La plaza de la Concordia, que entonces era llamada de Luis XV,
    rebosaba de paseantes satisfechos. Muchos llevaban la flor de lis de plata suspendida de la cinta blanca
    que, en 1817, no había aún desaparecido de las botonaduras. En varios puntos, en medio de los paseantes
    que formaban círculo y aplaudían, corros de niñas lanzaban al viento una popular canción borbónica,
    entonces célebre, destinada a anatematizar los Cien Días y que tenía por estribillo:
    Devolvednos a nuestro padre de Gante,
    devolvednos a nuestro padre.
    Gran número de habitantes de los arrabales, endomingados, incluso a veces flordelisados como los
    de la ciudad, en el gran cuadro y en el cuadro Marigny, jugaban a la sortija y daban vueltas en los
    caballos de madera; otros bebían; algunos, aprendices de impresor, llevaban gorros de papel; se oían sus
    risas. Todos estaban radiantes. Era un tiempo de paz incontestable y de profunda seguridad realista; era
    la época en que un informe privado y especial del prefecto de policía Anglés
    [134] al rey, acerca de los
    arrabales de París, terminaba con estas líneas: «Bien considerado todo, señor, no hay nada que temer de
    esta gente. Son todos indiferentes e indolentes como gatos. El pueblo bajo de las provincias es inquieto;
    pero el de París no lo es. Son todos unos hombrecillos, señor. Sería preciso poner dos de ellos, uno
    sobre otro, para hacer uno de vuestros granaderos. No hay temor, por lo que concierne al populacho de la
    capital. Es muy notable que incluso la estatura haya decrecido en los últimos cincuenta años; la gente de
    los arrabales de París es más baja que antes de la revolución. No es peligrosa, en absoluto. En suma, es
    una buena canalla».
    Los prefectos de policía no creían posible que un gato pueda convertirse en león; éste es, sin
    embargo, el milagro del pueblo de París. El gato, por otra parte, tan despreciado por el conde de Anglés,
    era muy estimado en las repúblicas antiguas; a sus ojos, encarnaba la libertad, y así, para hacer juego con
    la Minerva áptera del Pireo, había en la plaza pública de Corinto un coloso de bronce de un gato. La
    ingenua policía de la restauración veía demasiado «bueno» al pueblo de París. No era, sin embargo, tan
    «buena canalla» como se creía. El parisiense es al francés lo que el ateniense es al griego; nadie duerme
    mejor que él, nadie mejor que él tiene aspecto olvidadizo: pero no hay que fiarse; es propicio a toda
    suerte de dejadez, pero, cuando tiene enfrente a la gloria, es admirable en su furia. Dadle una pica y
    tendréis el 10 de agosto; dadle un fusil y tendréis Austerlitz. Es el punto de apoyo de Napoleón y el
    recurso de Danton. ¿Se trata de la patria?, se enrola; ¿se trata de la libertad?, levanta barricadas.
    ¡Cuidado!, sus cabellos encolerizados son épicos; su blusa de tela se convierte en una clámide. Mucho
    cuidado. De la primera calle Grenéta que encuentre
    [135]
    , hará unas horcas caudinas. Si suena la hora, este
    arrabalero crecerá, este hombre tan pequeño se levantará y mirará de un modo terrible, y su aliento será
    una tempestad; de su pecho cenceño saldrá suficiente viento para desbaratar los pliegues de los Alpes. Es
    gracias al arrabalero de París que la revolución, unida al ejército, conquista Europa. Canta, éste es su
    placer. Dadle una canción proporcionada a su naturaleza, ¡y ya veréis! Cuando no tiene más canción que
    la Carmagnole, no hace más que derribar a Luis XVI; hacedle cantar la Marsellesa y libertará al mundo.
    Después de escribir esta nota al margen del informe de Anglés, volvamos a nuestras cuatro parejas.
    La comida, como hemos dicho, finalizaba.



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    Mensaje por Maria Lua Miér 06 Nov 2024, 17:54

    ***

    VI



    CAPÍTULO DE ADORACIÓN



    Propósitos de sobremesa y propósitos de amor; tan difíciles de coger unos como otros; los propósitos
    de amor son nubes, los propósitos de sobremesa son humo.
    Fameuil y Dahlia murmuraban una canción; Tholomyés bebía; Zéphine reía; Fantine sonreía. Listolier
    soplaba en una trompeta de madera, comprada en Saint-Cloud. Favourite contemplaba tiernamente a
    Blachevelle y decía:
    —Blachevelle, te adoro.
    Esto indujo a Blachevelle a formular una pregunta:
    —¿Qué es lo que harías, Favourite, si dejara de amarte?
    —¡Yo! —exclamó Favourite—. ¡Ah! No digas esto, ni aun en broma. Si dejaras de amarme, saltaría
    sobre ti, te arañaría, te lastimaría, te arrojaría al agua y te haría prender.
    Blachevelle sonrió, con la fatuidad voluptuosa de un hombre halagado en su amor propio. Favourite
    continuó:
    —Sí, ¡llamaría a la guardia! ¡Ah! ¡Me disgustaría mucho, desde luego! ¡Canalla!
    Blachevelle, extasiado, se recostó en la silla y cerró orgullosamente los ojos.
    Dahlia, sin dejar de comer, dijo en voz baja a Favourite, en medio de la algarabía:
    —¿Tanto idolatras a tu Blachevelle?
    —¡Yo!, le detesto —respondió Favourite, en el mismo tono y volviendo a coger su tenedor—. Es
    avaro. El que me gusta es el pequeñito de enfrente de mi casa. Está muy bien ese hombre, ¿le conoces?
    Tiene aspecto de ser actor. Me gustan los actores. En cuanto entra en su casa, su madre dice: «¡Ah, Dios
    mío, ya perdí la tranquilidad! Ahora va a gritar. ¿Pero no ves que tus chillidos me rompen la cabeza?».
    Porque, en cuanto llega a su casa, en el desván, en las buhardillas, a donde quiera que puede subir, allí se
    encarama y empieza a declamar y a cantar. Pero tan fuerte, que se le oye desde una legua. Gana ya veinte
    sueldos por día, en casa de un abogado copiando sofismas. Es hijo de un antiguo sochantre de SaintJacques-du-Haut-Pas. ¡Ah!, está muy bien. Me idolatra, hasta el punto de que el otro día, al verme hacer
    uní poco de pasta de harina para unas empanadas, me dijo: «Señorita, haga usted buñuelos con sus
    guantes y soy capaz de comérmelos». No hay como los artistas para decir tales cosas. ¡Ah!, está muy
    bien. Creo que voy a enloquecer por ese muchacho. Sin embargo, digo a Blachevelle que le adoro.
    ¡Cómo miento! ¿Eh? ¡Cómo miento!
    Favourite hizo una pausa y continuó:
    —Dahlia, ¿lo creerás?, estoy triste. Todo el verano ha estado llo-viendo; el viento me encoleriza, me
    irrita los nervios; Blachevelle es muy roñoso; apenas hay guisantes en el mercado; no sé qué comer; tengo
    spleen, como dicen los ingleses, ¡está tan cara la manteca!, y luego, ya ves, es un horror esto: ¡comer en
    un cuarto donde hay una cama! Esto me hace aborrecer la vida.






    VII


    PRUDENCIA DE THOLOMYÈS



    Sin embargo, mientras algunos cantaban, otros charlaban tumultuosamente, y todos lo hacían al mismo
    tiempo; Tholomyés intervino:
    —No hablemos más al azar, ni demasiado de prisa —exclamó—. Meditemos, si queremos
    deslumbrar. Demasiada improvisación, vacía tontamente la imaginación. Cerveza que fluye no hace
    espuma. Señores, no se apresuren. Mezclemos la majestad con la francachela. Comamos con
    recogimiento; banqueteemos lentamente. No tenemos prisa alguna. Ved la primavera; si se adelanta, todo
    arde, es decir, se hiela. El exceso de celo pierde a los melocotoneros y albaricoqueros. El exceso de celo
    mata la gracia y la alegría de los festines. ¡Nada de celo, señores! Grimod de la Reyniére es de la misma
    opinión que Talleyrand
    [136]
    .
    Una sorda rebelión agitó al grupo.

    —Tholomyés, déjanos en paz —dijo Blachevelle.
    —¡Abajo el tirano! —dijo Fameuil.
    —Bombarda, Bombance y Bamboche
    [137] —gritó Listolier.
    —El domingo existe —replicó Fameuil.
    —Somos sobrios —añadió Listolier.
    —Tholomyés —dijo Blachevelle—, contempla mi calma.
    —Tú eres el marqués de este título —respondió Tholomyés.
    Este mediocre juego de palabras hizo el efecto de una piedra arrojada a un charco. El marqués de
    Montcalm era un realista entonces célebre
    [138]
    . Todas las ranas se callaron.
    —Amigos —continuó Tholomyés, con el acento de un hombre que recobra el imperio—, reponeos.
    No hay que acoger con tanto estupor este equívoco caído del cielo. Todo lo que cae de este modo no es
    necesariamente digno de entusiasmo y de respeto. El equívoco es el excremento del talento que vuela; el
    excremento cae en cualquier parte; y el talento, después de su necia postura, se remonta y se pierde en el
    azul del cielo. Una mancha blanquecina que se aplasta sobre una roca no impide al cóndor seguir
    planeando. ¡Lejos de mí la idea de insultar al equívoco! Le honro en la proporción de sus méritos; nada
    más. Todo lo que hay de más augusto, más sublime y más encantador en la humanidad, y quizá fuera de
    ella, se ha entretenido en hacer juegos de palabras. Jesucristo hizo uno acerca de san Pedro; Moisés,
    acerca de Isaac; Esquilo, acerca de Polinices; Cleopatra, acerca de Octavio. Y observad que este
    equívoco de Cleopatra precedió la batalla de Actium, y que sin él nadie se acordaría de la ciudad de
    Toryne, nombre griego que significa cucharón. Concedido esto, vuelvo a mi exhortación. Repito,
    hermanos míos, nada de celo, nada de barullo, nada de excesos, ni aun de chistes, juegos de palabras y
    demás. Escuchadme, yo tengo la prudencia de Anfiarao
    [139] y la calvicie de César. Es preciso un límite
    hasta en los jeroglíficos. Est modus in rebuy
    [140]
    . Es preciso un límite aun en las comidas. Señoras mías,
    os gustan con exceso las tortas de manzana, no abuséis. Aun en esto de las tortas debe haber arte y buen
    sentido. La glotonería castiga al glotón. Gula castiga a Gulax
    [141]
    . La indigestión está encargada, por
    Dios, de moralizar los estómagos. Y recordad esto: cada una de nuestras pasiones, incluso el amor, tiene
    un estómago que es menester no llenar demasiado. En todo es preciso escribir a tiempo la palabra finis
    cuando urja, es necesario contenerse, echar el cerrojo al apetito; llevar la prevención a la fantasía, y
    encerrarse uno mismo en el cuerpo de guardia. El hombre sabio es aquel que, en un momento dado, sabe
    contenerse. Confiad en mí. Porque yo he estudiado un poco de leyes, según dicen mis exámenes; porque
    yo sé la diferencia que hay entre la cuestión promovida y la cuestión pendiente; porque he sostenido en
    latín una tesis sobre la manera con que se daba tormento en Roma en tiempo en que Munatius Demens era
    cuestor del Parricidio
    [142]
    ; porque, por lo que parece, voy a ser doctor, no se origina de ello
    necesariamente que yo sea un imbécil. Os recomiendo moderación en los deseos. Tan cierto como que me
    llamo Félix Tholomyés que hablo en razón. Dichoso aquel que, cuando la hora suena, toma un partido
    heroico y abdica como Sila, o como Orígenes
    [143]


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    y tren de tus ilusiones."
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    Mensaje por Maria Lua Miér 06 Nov 2024, 17:56

    ***

    Favourite escuchaba con profunda atención.
    —¡Félix! —dijo—. ¡Qué bonita palabra! Me gusta este nombre. Es en latín. Quiere decir Próspero.
    Tholomyés, prosiguió:
    —Quirites, gentlemen, caballeros, mis amigos. ¿Queréis no sentir ningún aguijón, olvidaros del lecho
    nupcial y desafiar al amor? Nada tan sencillo. Ved la receta: limonada, mucho ejercicio, trabajo forzoso,
    derrengaos, arrastrad piedras, no durmáis, velad, tomad gran cantidad de bebidas nitrosas y de tisanas de
    ninfeas, saboread las emulsiones de adormideras y agnocastos, sazonad todo esto con una dieta severa,
    reventad de hambre, añadid baños fríos, cinturones de yerbas, la aplicación de una plancha de plomo,
    lociones con el licor de Saturno y los fomentos con oxicrato.
    —Prefiero una mujer —dijo Listolier.
    —¡La mujer! —replicó Tholomyés—. Desconfiad de ella. ¡Desgraciado el que se entrega al corazón
    variable de una mujer! La mujer es pérfida y tortuosa. Detesta a la serpiente por celos del oficio; la
    serpiente es para la mujer lo que la tienda de enfrente para el tendero.
    —¡Tholomyés —gritó Blachevelle—, estás borracho!
    —¡Pardiez! —exclamó Tholomyés.
    —Pues, ponte alegre —continuó Blachevelle.
    —Consiento en ello —repuso Tholomyés.
    Y, llenando su vaso, se levantó:
    —¡Gloria al vino! Nunc te, Bacche, canam[144]
    . Perdón, señoritas, esto es español. Y la prueba,
    señoras, vedla aquí: tal pueblo, tal tonel. La arroba de Castilla contiene dieciséis litros, el cántaro de
    Alicante, doce, el almud de las Canarias, veinticinco, el cuartán de las Baleares, veintiséis, la bota del
    zar Pedro, treinta. Viva el mar, que era grande, y viva su bota que era mayor aún. Señoras, un consejo de
    amigo: tomad a un vecino por otro, si os parece bien. Lo propio del amor es el error. La enamorada no
    está hecha para acurrucarse como una criada inglesa que cría callo en las rodillas. No está hecha para
    esto: ¡la dulce enamorada debe errar alegremente! Se ha dicho: el error es humano; y yo digo: el error
    está enamorado. Señoras, yo os idolatro a todas. Oh, Zéphine, oh, Joséphine, figura por demás estrujada,
    seríais encantadora, si no os viera de perfil. Tenéis un rostro muy bonito, sobre el cual se han sentado por
    equivocación. En cuanto a Favourite, ¡oh, ninfas, oh, musas! Un día que Blachevelle atravesaba el arroyo
    de la calle Guérin-Boisseau, vio a una hermosa muchacha con medias blancas y muy estiradas que
    enseñaba las piernas. Esté prólogo le agradó y Blachevelle amó. La que amó era Favourite. ¡Oh,
    Favourite, tienes unos labios jónicos! Había un pintor griego llamado Euforión al que habían puesto el
    sobrenombre de pintor de los labios. Solamente este griego hubiera sido digno de pintar tu boca.
    ¡Escucha! Antes que tú, no hubo criatura digna de este nombre. Estás hecha para recibir la manzana, como
    Venus, o para comerla, como Eva. La belleza empieza en ti. Acabo de hablar de Eva, eres tú quien la ha
    creado. Mereces la patente de invención de la mujer hermosa. ¡Oh!, Favourite, dejo de tutearos, porque
    paso de la poesía a la prosa. Hablabais de mi nombre hace poco. Esto me ha enternecido; pero seamos lo
    que seamos, desconfiemos de nuestros nombres. Pueden engañarnos. Yo me llamo Félix, y no soy feliz.
    Las palabras son engañosas. No aceptemos ciegamente las indicaciones que nos dan. Sería un error
    escribir a Lieja para tener tapones, y a Pau para tener guantes
    [145]
    . Miss Dahlia, en vuestro lugar yo me
    llamaría Rosa. Es preciso que la flor huela bien, y que la mujer tenga ingenio. No digo nada de Fantine,
    es una soñadora, una visionaria, una pensadora, una sensitiva; es un fantasma con cuerpo de ninfa y el
    pudor de una monja, que se extravía en la vida de modistilla, pero que se refugia en las ilusiones, y que
    canta, y que ruega, y que mira al cielo sin saber lo que ve ni lo que hace, y que, con la vista en la
    inmensidad, vaga por un jardín donde hay más pájaros que los que existir puedan. ¡Oh!, Fantine, oye bien
    esto: yo, Tholomyés, soy una ilusión; ¡pero no me oye!, la rubia hija de las quimeras. Por lo demás, todo
    en ella es frescor y suavidad, juventud, dulce claridad matinal. ¡Oh!, Fantine, muchacha digna de llamaros
    margarita o perla, sois una mujer del más bello Oriente. Señoras, un segundo consejo: no os caséis; el
    matrimonio es un injerto; coge bien o mal; huid de este riesgo. ¡Pero, bah!, ¿qué estoy diciendo? Mis
    palabras se pierden. Las mujeres, en cuanto a matrimonio, son incurables; y todo lo que podamos decir,
    nosotros los sabios, no impedirá en absoluto que las chalequeras y ribeteadoras sigan soñando en
    maridos ricos y llenos de diamantes. En fin, sea; pero, hermosas, recordad esto: coméis demasiado
    azúcar. ¡Oh!, sexo roedor, ¡tus lindos pequeños y blancos dientes adoran el azúcar! Ahora bien,
    escuchadme, el azúcar es una sal. Toda sal es secante. La más secante de todas las sales es el azúcar.
    Absorbe, a través de las venas, los líquidos de la sangre; de ahí la coagulación y luego la solidificación
    de la sangre; de ahí la tuberculosis en los pulmones; de ahí la muerte. Por esto es por lo que la diabetes
    confina con la tisis. Así pues, ¡no comáis azúcar y viviréis! Me vuelvo hacia los hombres. Señores, haced
    conquistas. Robaos los unos a los otros, sin remordimientos, vuestras bienamadas. Cambiad de pareja.
    En amor no existen los amigos. Dondequiera que haya una mujer bonita, están rotas las hostilidades. ¡Sin
    cuartel, guerra de exterminio! Una hermosa mujer es uncasus belli una hermosa mujer es un flagrante
    delito. Todas las invasiones de la historia están determinadas por zagalejos. La mujer es el derecho del
    hombre. Rómulo raptó a las sabinas; Guillermo
    [146]
    raptó a las sajonas; César raptó a las romanas. El
    hombre que no es amado planea como un buitre sobre las amantes del prójimo; y en cuanto a mí, a todos
    esos infortunados que están viudos, lanzo la sublime proclama de Bonaparte al ejército de Italia:
    «Soldados, carecéis de todo. El enemigo lo tiene».
    Tholomyés se interrumpió.
    —Respira, Tholomyés —dijo Blachevelle.
    Al mismo tiempo, Blachevelle, acompañado por Listolier y Fameuil, entonó, lastimeramente, una de
    esas canciones de taller, compuesta de las primeras palabras que a la imaginación se le ocurren, medio
    rimadas, medio sin rimar, vacías de sentido como el gesto del árbol y el ruido del viento, que nacen del
    vapor de las pipas y se disipan y vuelan con él.
    No era un cántico hecho para calmar la improvisación de Tho lomyés; vació su vaso, volvió a
    llenarlo, y empezó de nuevo.
    —¡Abajo la sabiduría! Olvidad todo cuanto he dicho. No seamos falsos pudorosos, ni prudentes, ni
    prohombres. ¡Brindo por la alegría! Alegrémonos. Completemos nuestro curso de Derecho con la locura
    y la comida. Indigestión y Digesto
    [147]
    . ¡Que Justiniano sea el macho, y que Francachela sea la hembra!
    ¡Alegría en los abismos! ¡Vive, oh, creación! ¡El mundo es un gran diamante! Soy feliz. Los pájaros son
    asombrosos. ¡Qué fiesta en todas partes! El ruiseñor es un Elleviou gratis
    [148]
    . Verano, yo te saludo. ¡Oh,
    Luxemburgo, oh, Geórgicas de la calle Madame y de la Alameda del Observatorio! ¡Oh, estudiantes
    meditabundos! ¡Oh, encantadoras niñeras, que mientras cuidáis los niños os divertís en bosquejar otros!
    Las pampas de América me agradarían, si no tuviera a mi disposición las bóvedas del Odeón. Mi alma
    vuela hacia las selvas vírgenes y hacia las sabanas. Todo es hermoso. Las moscas zumban en torno a los
    rayos del sol. De un estornudo del sol ha nacido el colibrí. ¡Abrázame, Fantine!
    Se equivocó y abrazó a Favourite.





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    Mensaje por Maria Lua Miér 06 Nov 2024, 17:58

    ***
    VIII


    MUERTE DE UN CABALLO


    —Se come mejor en casa de Edon que en casa de Bombarda —exclamó Zéphine.
    —Yo prefiero Bombarda a Edon —declaró Blachevelle—. Hay más lujo. Es mas asiático. Ved, si no,
    la habitación de abajo. Hay espejos en las paredes
    [149]
    .
    —Yo los prefiero en mi plato —dijo Favourite.
    Blachevelle insistió:
    —Mirad los cuchillos. Los mangos son de plata en casa de Bombarda, y de hueso en casa de Edon.
    Ahora bien, la plata es más preciosa que el hueso.
    —Excepto para los que tienen un mentón de plata —observó Tholomyés.
    En este momento, miraba la cúpula de los Inválidos, visible desde las ventanas de Bombarda.
    Hubo una pausa.
    —Tholomyés —gritó Fameuil—, hace poco, Listolier y yo teníamos una discusión.
    —Una discusión es buena —respondió Tholomyés—, una querella es mejor.
    —Discutíamos sobre filosofía.
    —¿Y bien?
    —¿A quién prefieres tú, a Descartes o a Spinoza?
    —A Désaugiers
    [150] —respondió Tholomyés. Dictada esta sentencia, bebió y continuó—: Consiento
    en vivir. No todo ha concluido en la tierra, puesto que todavía se puede disparatar. Doy por ello gracias a
    los dioses inmortales. Se miente, pero se ríe. Se afirma, pero se duda. Lo inesperado brota del silogismo.
    Es hermoso. Hay también, aquí abajo, seres humanos que saben alegremente abrir y cerrar la caja de
    sorpresas de la paradoja. Esto que bebéis tan tranquilamente, señoras, es vino de Madeira, sabedlo, de la
    cosecha del Coutal das Freirás, que se halla a trescientas diecisiete toesas sobre el nivel del mar.
    ¡Atención al beber! ¡Trescientas diecisiete toesas! ¡Y el señor Bombarda, el magnífico fondista, os da
    estas trescientas diecisiete toesas por cuatro francos cincuenta céntimos!
    Fameuil interrumpió de nuevo:
    —Tholomyés, tus opiniones son ley. ¿Cuál es tu autor favorito?
    —Ber…
    —¿Quin?
    —No, Choux.
    Y Tholomyés prosiguió:
    —¡Honor a Bombarda! ¡Igualaría a Munofis de Elefanta, si pudiera cogerme una almeja, y a Tigelión
    de Queronea, si pudiera traerme una hetaira! Pues, ¡oh!, señoras mías, ha habido Bombardas en Grecia y
    en Egipto. Es Apuleyo quien nos lo dice. ¡Ay!, siempre las mismas cosas y nada nuevo. ¡Nada inédito en
    la creación del creador! Nihil sub solé novurr
    [151]
    , dijo Salomón; amor ómnibus idem?
    [152] dijo Virgilio;
    y Carabina se embarca con Carabin en la goleta de Saint-Cloud, como Aspasia se embarcaba con
    Pericles en la escuadra de Samos. Una última palabra. ¿Sabéis lo que era Aspasia, señoras? Aunque
    vivió en un tiempo en que las mujeres todavía no tenían alma, era un alma; un alma de color de rosa y
    púrpura, más abrasada que el fuego, más fresca que la aurora. Aspasia era una criatura en la que se
    tocaban los dos extremos de la mujer; era la prostituta diosa. Sócrates, y además Manon Lescaut. Aspasia
    fue creada para el caso de que a Prometeo le hiciese falta un crisol.
    Una vez lanzado, Tholomyés difícilmente se hubiera detenido, de no haber ocurrido que un caballo
    cayó en la calle en aquel preciso instante. Paráronse la carreta que arrastraba y el orador. Era el animal
    una yegua vieja y flaca, digna del matadero, que arrastraba una carreta muy pesada. Al llegar frente a la
    casa de Bombarda, el animal, agotadas las fuerzas, se había negado a dar un paso más. Este incidente
    había atraído a la multitud. Cuando el carretero indignado pronunció con la conveniente energía la
    palabra sacramental ¡arre!, apoyada por un implacable latigazo, el matalón cayó para no levantarse más.
    Al rumor de la gente, los alegres oyentes de Tholomyés volvieron la cabeza, y Tholomyés aprovechóse
    de la ocasión para terminar su discurso con esta melancólica estrofa:
    Era de este mundo, en que carros y carrozas
    tienen el mismo destino,
    y, rocín, ella ha vivido lo que viven los rocines,
    una mañana.
    [153]
    —Pobre caballo —suspiró Fantine.
    Y Dahlia exclamó:
    —¡He aquí a Fantine, que se compadece de los caballos! ¡Es menester ser tonta de remate para eso!
    En aquel momento, Favourite, cruzando los brazos y echando la cabeza hacia atrás, miró
    resueltamente a Tholomyés y dijo:
    —Pero ¿y la sorpresa?
    —Justamente ha llegado el momento —respondió Tholomyés—. Señores, ha sonado la hora de
    sorprender a estas damas. Señoras, esperadnos un momento.
    —La sorpresa empieza por un beso —dijo Blachevelle.
    —En la frente —añadió Tholomyés.
    Cada uno depositó gravemente un beso en la frente de su amante; luego, los cuatro en fila se
    dirigieron hacia la puerta, con el dedo puesto sobre la boca.
    Favourite batió palmas al verlos salir.
    —Es divertido —dijo.
    —No tardéis mucho —murmuró Fantine—. Os espera








    127
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    Mensaje por Maria Lua Jue 07 Nov 2024, 09:16

    ***

    IX



    ALEGRE FIN DE LA ALEGRÍA



    Cuando las jóvenes quedaron solas, se acodaron por pares en cada ventana, inclinando la cabeza y
    hablándose de una ventana a otra. Vieron a los jóvenes salir de la taberna de Bombarda, cogidos del
    brazo. Se volvieron, hiciéronles señas riendo, y desaparecieron en la polvorienta muchedumbre que
    invade semanalmente los Campos Elíseos.
    —¡No tardéis mucho! —gritó Fantine.
    —¿Qué nos traerán? —dijo Zéphine.
    —Seguro que será algo bonito —dijo Dahlia.
    —Yo —declaró Favourite— quiero que sea de oro.
    Muy pronto se distrajeron con el movimiento del agua, que distinguían a través de las ramas de los
    árboles, y que las divertía mucho. Era la hora de salida de los correos y diligencias. Casi todas las
    mensajerías del Mediodía y del oeste pasaban entonces por los Campos Elíseos. La mayoría de ellas
    seguían el muelle y salían por la barrera de Passy. De minuto en minuto, algún gran carruaje pintado de
    amarillo y negro, pesadamente cargado, con ruidoso atelaje, disforme a fuerza de baúles, bacas y maletas,
    lleno de cabezas que en seguida desaparecían, pulverizando el empedrado, pasaba a través de la
    multitud, haciendo saltar chispas como una fragua, con el polvo por humo y cierto aire de furia. Aquel
    estrépito alegraba a las muchachas. Favourite exclamó:
    —¡Qué tumulto! Parece que arrastran montañas de cadenas.
    Sucedió que uno de estos carruajes, que se distinguía con cierta dificultad a través de los olmos, se
    detuvo un instante y luego partió al galope. Aquello sorprendió a Fantine.
    —Yo creía que la diligencia no se detenía nunca —dijo.
    Favourite se encogió de hombros.
    —Esta Fantine es sorprendente. Y voy a mirarla, por curiosidad. Las cosas más sencillas la
    deslumbran. Una suposición: yo soy un viajero y digo a la diligencia: voy delante; subiré cuando paséis
    por el muelle. La diligencia llega, me ve, se detiene y subo. Esto sucede todos los días. Tú no conoces la
    vida, querida.
    Pasó algún tiempo. De pronto, Favourite hizo un movimiento como quien se despierta.
    —Bien —dijo—, ¿y la sorpresa?
    —Es verdad —repuso Dahlia—, ¿y la famosa sorpresa?
    —¡Cuánto tardan! —dijo Fantine.
    Cuando Fantine acababa más bien de suspirar que de decir ésto, entró el camarero que les había
    servido la comida. En la mano llevaba algo que parecía una carta.
    —¿Qué es esto? —preguntó Favourite.
    El camarero respondió:
    —Es un papel que estos señores han dejado abajo para las damas.
    —¿Por qué no lo habéis traído antes?
    —Porque estos señores —continuó el camarero— mandaron que no se os entregara hasta pasada una
    hora.
    Favourite arrancó el papel de manos del camarero. En efecto, era una carta.
    —¡Vaya! —dijo—. No hay dirección. Pero ved lo que tiene escrito encima:
    ÉSTA ES LA SORPRESA
    Rompió vivamente el sobre, lo abrió y leyó (sabía leer):
    ¡Oh, amadas nuestras!
    Sabed que tenemos padres. Vosotras no entenderéis muy bien qué es esto de padres. Así se llaman el
    padre y la madre en el Código Civil, pueril y honrado. Pues bien, estos padres lloran; estos ancianos nos
    reclaman; estos buenos hombres y estas buenas mujeres nos llaman hijos pródigos, desean nuestro
    regreso, y nos ofrecen hacer sacrificios. Somos virtuosos y los obedecemos. A la hora en que leáis esto,
    cinco fogosos caballos nos arrastran hacia nuestros papás y nuestras mamás. Levantamos el campo, como
    dice Bossuet. Partimos; hemos partido. Huimos en brazos de Laffitte y en alas de Caillard
    [154]
    . La
    diligencia de Toulouse nos arranca del borde del abismo, y el abismo sois vosotras, ¡oh, nuestras
    hermosas amantes! Regresamos a la sociedad, al deber y al orden, al gran trote, a razón de tres leguas por
    hora. Conviene a la patria que seamos, como todo el mundo, prefectos, padres de familia, guardias
    campestres y consejeros de Estado. Veneradnos; nos sacrificamos. Lloradnos rápidamente y
    reemplazadnos de prisa. Si esta carta os destroza el corazón, haced lo propio con ella. Adiós.
    Durante cerca de dos años os hemos hecho dichosas. No nos guardéis, pues, rencor.
    Firmado: Blachevelle
    Fameuil
    Listolier
    Félix Tholomyés
    POST SCRIPTUM: La comida está pagada.
    Las cuatro jóvenes se miraron.
    Favourite fue la primera en romper el silencio.
    —¡Bien! —exclamó—. De todos modos es una buena broma.
    —Es muy graciosa —dijo Zéphine.
    —Debe ser Blachevelle quien ha tenido esta idea —continuó Favourite—. Esto hace que le vuelva a
    querer. Tan pronto ido, tan pronto amado. Ésta es la historia.
    —No —replicó Dahlia—, es una idea de Tholomyés. Se conoce a la legua.
    —En este caso —continuó Favourite—, ¡muera Blachevelle y viva Tholomyés!
    —¡Viva Tholomyés! —gritaron Dahlia y Zéphine.
    Y rompieron a reír.
    Fantine rió, como las demás.
    Una hora más tarde, cuando estuvo ya en su habitación, lloró. Era, ya lo hemos dicho, su primer amor;
    se había entregado sin reserva a Tholomyés, como a un marido, ¡y la pobre joven tenía un hijo!

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    Mensaje por Maria Lua Jue 07 Nov 2024, 09:18

    ***
    LIBRO CUARTO

    CONFIAR ES A VECES DAR




    I



    UNA MADRE QUE SE ENCUENTRA CON OTRA




    En el primer cuarto de este siglo, había en Montfermeil
    [155]
    , cerca de París, una especie de figón que
    ya no existe. Este figón estaba a cargo de unas personas llamadas Thénardier, marido y mujer. Estaba
    situado en el callejón del Boulanger. Encima de la puerta veíase una tabla clavada en la pared. Sobre esta
    tabla había pintado algo que, en cierto modo, se asemejaba a un hombre que llevase a cuestas a otro
    hombre, el cual llevaba charreteras doradas de general y grandes estrellas plateadas; unas manchas rojas
    querían figurar sangre; el resto del cuadro era todo humo, y probablemente representaba una batalla.
    Debajo se leía esta inscripción: «Mesón del sargento de Waterloo».
    Nada más frecuente que ver un chirrión o una carreta a la puerta de un albergue. Sin embargo, el
    vehículo o, mejor dicho, el fragmento de vehículo que obstruía la calle, delante del figón del sargento de
    Waterloo, una tarde de primavera de 1818, hubiera ciertamente llamado, por su mole, la atención de
    cualquier pintor que hubiera pasado por allí.
    Era el avantrén de uno de esos carretones que se usan en los países de bosques y que sirven para
    acarrear los maderos y los troncos de árboles. Componíase de un eje macizo de hierro, con un pivote, en
    el cual encajaba una pesada lanza, y que estaba sostenido por dos ruedas desmesuradas. Todo este
    conjunto era amazacotado, aplastante y deforme, como hubiera podido serlo el afuste de un cañón gigante.
    Los caminos habían dado a las ruedas, a las llantas, a los cubos, al eje y a la lanza de aquel armatoste,
    una capa de lodo, sucio, estucado, amarillento, muy parecido al que de buen grado se emplea para
    adornar las catedrales. La madera desaparecía bajo el barro y el hierro bajo el moho. Debajo del eje
    colgaba una gruesa cadena, digna de un Goliat forzado. Aquella cadena hacía pensar, no en las vigas a
    cuyo transporte estaba destinada, sino en los mastodontes y mamuts que hubieran podido arrastrarla; tenía
    cierto aspecto de objeto de presidio, pero de presidio ciclópeo y sobrehumano, y parecía como separada
    de algún monstruo. Homero hubiese amarrado con ella a Polifemo, y Shakespeare a Calibán.
    ¿Por qué aquel desmesurado avantrén de carromato ocupaba aquel sitio en la calle? Primero, para
    obstruir la calle; luego, para acabar de enmohecerse. En el viejo orden social hay una multitud de
    instituciones que se encuentran del mismo modo a cielo descubierto, y que tampoco tienen otras razones
    para estar allí.
    El centro de la cadena colgaba del eje bastante cerca del suelo, y en su curvatura, como sobre la
    cuerda de un columpio, estaban sentadas y agrupadas aquella tarde, en una exquisita unión, dos tiernas
    niñas, la una de unos dos años y medio y la otra de dieciocho meses; la más pequeña en brazos de la
    mayor. Un pañuelo sabiamente anudado impedía que se cayesen. Una madre había visto aquella espantosa
    cadena y había pensado: ¡Vaya! He aquí un buen entretenimiento para mis niñas.
    Las dos pequeñas, por lo demás, graciosamente ataviadas, hasta con cierta afectación, resplandecían,
    por decirlo así; eran como dos rosas entre el hierro viejo; sus ojos eran un triunfo, sus frescas mejillas
    sonreían. Una de las niñas era trigueña, la otra era morena. Sus inocentes rostros eran dos asombros
    encantadores; un zarzal florido que había cerca de allí enviaba a los transeúntes perfumes que parecían
    proceder de ellas; la de dieciocho meses enseñaba su lindo vientre desnudo, con la casta indecencia de la
    infancia. Por encima y alrededor de aquellas cabezas delicadas, sumidas en la felicidad e inundadas de
    luz, el gigantesco avantrén, negro por el moho, casi terrible, todo lleno de nudos y de ángulos terribles, se
    redondeaba como la boca de una caverna. A pocos pasos, recostada sobre el umbral del albergue, la
    madre, mujer de poco agradable aspecto, pero conmovedora en aquel instante, balanceaba a las dos niñas
    por medio de una larga cuerda, protegiéndolas con su mirada, temerosa de un accidente, con esa
    expresión animal y celeste propia de la maternidad. A cada vaivén, los horribles anillos despedían un
    estridente sonido que parecía un grito de cólera; las niñas se extasiaban; el sol poniente participaba en
    aquella alegría, y nada tan hermoso como aquel capricho del azar, que había hecho de una cadena de
    titanes un columpio de querubines.
    Al mismo tiempo que mecía a sus hijas, la madre canturreaba, en voz de falsete, una canción entonces
    célebre:
    Preciso es, decía un guerrero…[156]
    Su canción y la contemplación de sus hijas le impedían oír y ver lo que pasaba en la calle.
    Sin embargo, alguien se había acercado a ella, cuando empezaba la primera estrofa de la canción, y,
    de repente, oyó una voz que decía muy cerca de su oído:
    —Tenéis dos hermosas niñas, señora.
    A la bella y tierna Imogina…
    Siguió cantando la madre; luego, volvió la cabeza.
    Una mujer estaba frente a ella, a pocos pasos y con una niña en los brazos.
    Además, llevaba un abultado saco de noche, que parecía muy pesado. La niña de aquella mujer era
    uno de los seres más divinos que puedan verse. Era una niña de dos o tres años. Por la coquetería de su
    adorno, hubiera podido competir con las otras niñas; llevaba una capotita de lienzo fino, cintas en la
    chambra y puntillas en la gorrita. El pliegue de su falda levantada dejaba ver su muslo blanco, apretado y
    firme. Era admirablemente sonrosada y bien hecha. La hermosa pequeña inspiraba deseos de morder en
    las manzanas de sus mejillas. Nada podía decirse de sus ojos, sino que debían ser muy grandes y que
    tenían magníficas pestañas. Estaba dormida.
    Dormía con ese sueño de absoluta confianza propia de su edad. Los brazos de las madres están
    hechos de ternura; los niños se duermen en ellos profundamente.






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    y en ese vuelo y en ese sueño
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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 4 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Jue 07 Nov 2024, 09:19

    ***

    En cuanto a la madre, su aspecto era pobre y triste. Tenía el porte de una obrera que tiende a
    convertirse en aldeana. Era joven. ¿Era hermosa? Quizá; pero con aquel porte no lo parecía. Sus
    cabellos, de los que se escapaba un mechón rubio, parecían muy espesos, pero se ocultaban severamente
    debajo de una toca de beata, fea, apretada, estrecha y anudada debajo de la barbilla. La risa muestra los
    dientes hermosos, cuando se tienen; pero aquella mujer no reía. Sus ojos no parecían estar secos desde
    hacía mucho tiempo. Estaba pálida; tenía el aspecto cansado y algo enfermizo; miraba a su hija, dormida
    en sus brazos, con ese aire particular de una madre que ha criado a su hijo. Un ancho pañuelo azul,
    parecido a los que usan los inválidos, doblado en forma de pañoleta, ocultaba pesadamente su talle.
    Tenía las manos bronceadas y salpicadas de manchas rojizas, el índice endurecido y agrietado por la
    aguja; llevaba un mantón negro de lana tosca y gruesos zapatos. Era Fantine.
    Era Fantine. Se la reconocía con dificultad. Sin embargo, examinándola con atención, se descubría
    siempre su hermosura. Un pliegue triste) que parecía un principio de ironía, arrugaba su mejilla derecha.
    En cuanto a su traje, aquel traje aéreo de muselina y de música, lleno de cascabeles y perfumado de lilas,
    se había desvanecido como la hermosa escarcha que parece un manto de diamantes a la luz del sol, pero
    que al deshacerse, deja enteramente negra la rama en que se posaba.
    Habían transcurrido diez meses desde la famosa «sorpresa».
    ¿Qué había sucedido durante aquellos diez meses? Fácil es adivinarlo.
    Después del abandono, la miseria; Fantine había perdido inmediatamente de vista a Favourite,
    Zéphine y Dahlia; el lazo, una vez roto por el lado de los hombres, se había deshecho por el de las
    mujeres; quince días después, si se les hubiera dicho que eran amigas, se habrían asombrado mucho;
    aquello no tenía razón de ser. Fantine había quedado sola. Abandonada por el padre de su hija —¡ay!,
    estas rupturas son irrevocables—, se encontró absolutamente aislada, con el hábito del trabajo de menos
    y la afición al placer de más. Arrastrada, por sus relaciones con Tholomyés, a desdeñar el oficio que
    sabía, había descuidado sus medios de trabajo y todas las puertas se le cerraron. No le quedó ningún
    recurso. Fantine apenas sabía leer y no sabía escribir; únicamente le habían enseñado, en su infancia, a
    escribir su nombre; había hecho escribir, por un memorialista, una carta para Tholomyés, después otra, y
    luego una tercera. Tholomyés no había contestado a ninguna. Un día, Fantine oyó decir a unas comadres,
    mirando a su hija:
    —¿Por ventura se toma en serio a estos niños? ¡El que los engendra se encoge de hombros!
    Entonces pensó que Tholomyés se encogería de hombros, cuando oyera hablar de su hija, y que no
    tomaría en serio a aquel ser inocente; y su corazón se puso sombrío para todo cuanto se relacionara con
    aquel hombre. Pero ¿qué partido tomar? Ya no sabía a quién acudir. Había cometido una falta, pero el
    fondo de su naturaleza, según puede recordarse, era pudor y virtud. Sintió confusamente que estaba en
    vísperas de caer en el abatimiento y de resbalar hasta el abismo. Era preciso tener valor; lo tuvo, y se
    irguió de nuevo. Se le ocurrió la idea de regresar a su pueblo natal, a Montreuil-sur-Mer. Allí quizás
    alguien la conocería y le daría trabajo. Sí; pero sería preciso esconder su falta. Y entreveía confusamente
    la necesidad de una separación más dolorosa aún que la primera. Su corazón se sintió oprimido, pero
    tomó su resolución. Fantine tenía, como se verá, el feroz valor de la vida.
    Valientemente, había renunciado ya a las galas; se había vestido de percal y puesto sus sedas, sus
    vestidos, sus cintas y sus puntillas en su hija, única vanidad que le quedaba; bien santa, por cierto. Vendió
    todo lo que tenía, lo cual le produjo doscientos francos; una vez pagadas sus pequeñas deudas, no le
    quedaron más que unos ochenta francos. A los veintidós años, en una hermosa mañana de primavera,
    abandonó París, llevando a su hija sobre su espalda. Cualquiera que las hubiese visto pasar a las dos,
    hubiera sentido piedad de ellas. Aquella mujer no tenía en el mundo nada más que esa niña, y esa niña no
    tenía en el mundo más que a esa mujer. Fantine había criado a su hija; aquello le había fatigado el pecho,
    por lo cual tosía un poco.
    No volveremos a tener ocasión de hablar del señor Félix Tholomyés. Limitémonos a decir que veinte
    años más tarde, en tiempos del rey Luis-Felipe, era un robusto abogado de provincias, influyente y rico,
    elector prudente y jurado severísimo; siempre hombre alegre.
    Hacia la mitad del día, después de haber descansado de cuando en cuando, mediante tres o cuatro
    sueldos por legua, en lo que entonces se llamaban Pequeños Coches de los Alrededores de París, Fantine
    se encontró en Montfermeil, en la callejuela del Boulanger.
    Al pasar por delante de la hostería Thénardier, las dos niñas, tan contentas en su columpio
    monstruoso, habían sido para ella una especie de deslumbramiento, y se detuvo ante aquella visión de
    alegría.
    Existen hechizos. Aquellas dos niñas lo fueron para aquella mujer.
    Contemplábalas, conmovida. La presencia de los ángeles es un anuncio del paraíso. Creyó ver, por
    encima de aquella hostería, el misterioso AQUÍ de la Providencia. ¡Aquellas dos pequeñas parecían tan
    felices! Las contemplaba, las admiraba tan enternecida que, al tomar la madre aliento entre dos versos de
    su canción, no pudo por menos que decirle las palabras que se acaban de leer:
    —Tenéis dos hermosas niñas, señora.
    Las criaturas más feroces se sienten desarmadas cuando se acaricia a sus hijos. La madre levantó la
    cabeza y dio las gracias e hizo sentar a la transeúnte en el banco junto a la puerta, permaneciendo ella
    sobre el umbral. Las dos mujeres charlaron.
    —Me llamo Thénardier —dijo la madre de las dos pequeñas—. Tenemos esta hostería.
    Después, siempre con su canción, añadió entre dientes:
    Preciso es, soy caballero
    y parto hacia Palestina.
    Era la señora Thénardier una mujer colorada, robusta, angulosa; el tipo de la mujer-soldado en toda
    su decadencia. Y, cosa extraña, con un aire sentimental, que debía a sus lecturas novelescas. Era un
    melindre hombruna. Las antiguas novelas que se han incrustado en la imaginación de las bodegoneras
    producen este efecto. Era joven aún; apenas tendría treinta años. Si esta mujer, que estaba acurrucada, se
    hubiese mantenido derecha, acaso su alta estatura y su aspecto de coloso ambulante, propio de las ferias,
    habrían asustado a la viajera, turbado su confianza y desvanecido todo lo que tenemos que referir. Una
    persona que está sentada en lugar de estar de pie, aun a esto se vale el destino.
    La viajera contó su historia, un poco modificada.
    Que era obrera; que su marido había muerto, que careciendo de trabajo en París, iba a buscarlo fuera,
    a su tierra; que había dejado París aquella misma mañana, a pie; que, como llevaba a su hija, se sentía
    cansada y, habiendo encontrado el coche de Villemomble, había subido a él, que de Villemomble a
    Montfermeil había venido a pie; que la niña había andado un poco, pero no mucho, porque era muy
    pequeñita, y había tenido que cogerla en brazos, y la joya se había dormido.










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