***
La silla de Marius se acercó aún más. Thénardier aprovechó para respirar largamente. Prosiguió:
—Señor barón, una alcantarilla no es el Campo de Marte. Allí falta de todo, hasta sitio. Cuando dos
hombres están allí, es preciso que se encuentren. Y es lo que sucedió. El domiciliado y el transeúnte se
vieron obligados a saludarse, a pesar suyo. El transeúnte dijo al domiciliado: «Ves lo que llevo a cuestas,
es preciso que salga de aquí, tú tienes la llave, dámela». Ese presidiario era un hombre de una fuerza
terrible. No había medio de negarse. Sin embargo el que poseía la llave parlamentó, únicamente para
ganar tiempo. Examinó a aquel muerto, pero no pudo ver nada, sino que era joven, bien vestido, con aire
de rico, y desfigurado por la sangre. Mientras hablaban, encontró medio de desgarrar y arrancar por
detrás, sin que el asesino lo advirtiera, un pedazo de la chaqueta del hombre asesinado. Pieza de
convicción, como comprenderéis; medio de descubrir la huella de las cosas y de probar el crimen al
criminal. Se guardó la prueba en el bolsillo. Después de lo cual abrió la reja, dejó salir al hombre con su
carga a la espalda, volvió a cerrar la reja y escapó, sin importarle el desenlace de la aventura, y sobre
todo, no queriendo estar allí cuando el asesino arrojara el cadáver al río. Ahora comprenderéis. El que
llevaba el cadáver era Jean Valjean; el que tenía la llave os está hablando en este instante; y el pedazo de
la chaqueta…
Thénardier acabó la frase sacando de su bolsillo y sosteniendo a la altura de los ojos, cogido entre
los dos pulgares y los dos índices, un jirón de lienzo negro, lleno de manchas oscuras.
Marius se había levantado, pálido, respirando apenas, con la mirada fija en el pedazo de lienzo negro
y sin pronunciar ni una palabra, sin apartar la mirada de aquel jirón, retrocedió hacia la pared, y con su
mano derecha extendida hacia atrás, buscó a tientas sobre la pared una llave que estaba en la cerradura
de una alacena, junto a la chimenea. Encontró la llave, abrió la alacena e introdujo su brazo sin mirar, y
sin que su mirada extraviada se apartara del trapo que Thénardier sostenía desplegado.
Entretanto Thénardier continuaba:
—Señor barón, tengo muchas razones para creer que el joven asesinado era un opulento extranjero,
cogido por Jean Valjean en una trampa, y portador de una suma enorme.
—¡El joven era yo, y aquí tenéis la chaqueta! —exclamó Marius, y arrojó sobre el parquet una vieja
chaqueta negra ensangrentada.
Luego, arrancó el pedazo de manos de Thénardier, se agachó junto a la chaqueta y acercó al faldón
roto el pedazo arrancado. Se adaptaba perfectamente.
Thénardier estaba petrificado. «Me he lucido», pensó.
Marius se levantó tembloroso, desesperado, radiante.
Metió la mano en el bolsillo y se dirigió furioso hacia Thénardier, ofreciéndole, y casi apoyándole en
el rostro, su mano llena de billetes de quinientos y de mil francos.
—¡Sois un infame!, ¡sois un mentiroso, un calumniador, un malvado! Veníais a acusar a ese hombre, y
le habéis justificado; queríais perderlo y no habéis logrado más que glorificarle. ¡Sois vos el ladrón! ¡Y
sois vos el asesino! Yo os vi, Thénardier Jondrette, en el desván del bulevar del Hospital. Sé lo bastante
de vos como para enviaros a presidio, y más lejos aún si quisiera. Tomad, aquí tenéis mil francos,
bribón. —Y arrojó a Thénardier un billete de mil francos—. ¡Ah, Jondrette Thénardier, vil e indigno!,
¡que esto os sirva de lección, chalán de secretos, mercachifle de misterios, desenterrador de tinieblas,
miserable! ¡Tomad estos quinientos francos y salid de aquí! Waterloo os protege…
—¡Waterloo! —gruñó Thénardier, embolsándose los quinientos francos junto con los otros mil.
—Sí, asesino, allí salvasteis la vida a un coronel…
—A un general —dijo Thénardier alzando la cabeza.
—¡A un coronel! —repitió Marius furioso—. No daría ni un ochavo por un general. ¡Y venís aquí a
hacer infamias! Os digo que habéis cometido todos los crímenes. Partid, ¡desapareced! Sed dichoso, es
cuanto deseo. ¡Ah!, ¡monstruo! Aquí tenéis tres mil francos más. Tomadlos. Partiréis mañana mismo a
América con vuestra hija, pues vuestra mujer está muerta, ¡mentiroso abominable! Me cuidaré de vuestra
marcha, bandido, y en el momento de marchar os daré veinte mil francos. ¡Id a que os ahorquen a otra
parte!
—Señor barón —respondió Thénardier, inclinándose hacia el suelo—, reconocimiento eterno.
Y Thénardier salió, sin comprender nada, estupefacto y contento de verse aplastado dulcemente bajo
sacos de oro y de aquella granizada de billetes de banco.
Herido por el rayo, pero contento; hubiera sentido mucho estar provisto de pararrayos contra
semejantes chispas.
Acabemos inmediatamente con este hombre. Dos días después de los acontecimientos que relatamos
en este momento, partía, merced a Marius, para América, bajo nombre falso, con su hija Azelma, provisto
de un cheque de veinte mil francos sobre un Banco de Nueva York. La miseria moral de Thénardier era
irremediable; fue en América lo que había sido en Europa. El contacto de un hombre malo basta a veces
para pudrir una buena acción, y para sacar de ella una cosa mala. Con el dinero de Marius, Thénardier se
hizo negrero.
Cuando Thénardier se hubo marchado, Marius corrió al jardín donde Cosette estaba aún paseando.
—¡Cosette! ¡Cosette! —gritó—. ¡Ven! Ven en seguida. Marchemos. ¡Basque, un coche! Cosette, ven.
¡Ah! ¡Dios mío! ¡Era él quien me salvó la vida! ¡No perdamos ni un minuto! Ponte el chal.
Cosette le creyó loco y obedeció.
Marius no respiraba, y ponía la mano sobre su corazón para comprimir los latidos. Iba y venía a
grandes pasos, y abrazaba a Cosette.
—¡Ah, Cosette, qué desgraciado soy! —decía.
Marius estaba aterrado. Empezaba a entrever en Jean Valjean una elevada y sombría figura. Una
virtud inaudita se le aparecía suprema y dulce, humilde en su inmensidad. El presidiario se transfiguraba
en Cristo. Marius estaba deslumbrado por aquel prodigio. No sabía precisamente lo que veía, pero sí que
era grandioso.
En un instante, un coche llegó delante de la puerta.
Marius y Cosette subieron.
—Cochero —dijo—, a la calle LHomme-Armé, número siete.
El coche partió.
—¡Ah, qué felicidad! —dijo Cosette—, a la calle L’Homme-Armé. Yo no me atrevía a hablarte de
ella. Vamos a ver al señor Jean.
—¡A tu padre, Cosette!, tu padre más que nunca. Cosette, ahora adivino. Me dijiste que no habías
recibido la carta que te había enviado por medio de Gavroche. Sin duda cayó en sus manos. Cosette, fue
a la barricada para salvarme. Como su misión es ser un ángel, de paso, salvó a otros; salvó a Javert. Me
sacó de aquel abismo para entregarme a ti. Me llevó sobre sus hombros por aquella horrible alcantarilla.
¡Ah!, soy un monstruo ingrato. Cosette, después de haber sido tu providencia, ha sido la mía. Figúrate que
había allí un cenagal espantoso donde ahogarse cien veces, donde ahogarse en lodo, Cosette, y lo
atravesó conmigo a cuestas. Yo estaba desvanecido; no veía nada, no oía nada, no podía saber nada de mi
propia aventura. Vamos a buscarle, a llevarle con nosotros, y lo quiera o no, no nos abandonará jamás.
¡Con tal de que esté en su casa! ¡Con tal de que le encontremos! Pasaré el resto de mi vida venerándole.
Sí, debe de ser así, ¿no es verdad, Cosette? Gavroche le entregaría mi carta. Todo se explica.
¿Comprendes?
Cosette no comprendía ni una palabra.
—Tienes razón —le dijo.
Entretanto, el coche avanzaba.
V
NOCHE QUE DEJA ENTREVER EL DÍA
Al oír llamar a la puerta, Jean Valjean se volvió.
—Entrad —dijo débilmente.
La puerta se abrió, y aparecieron Cosette y Marius.
Cosette se precipitó dentro de la habitación.
Marius se quedó de pie en el umbral, apoyado en el dintel de la puerta.
—¡Cosette! —exclamó Jean Valjean, y se incorporó con los brazos abiertos y temblorosos, lívido,
siniestro, con una inmensa alegría en los ojos.
Cosette, ahogada por la emoción, cayó sobre el pecho de Jean Valjean.
—¡Padre! —dijo.
Jean Valjean, trastornado, tartamudeaba:
—¡Cosette! ¡Es ella! ¡Sois vos, señora! ¡Eres tú! ¡Ah, Dios mío! —Y estrechado en brazos de Cosette,
exclamó—: ¡Eres tú! ¡Tú estás aquí! ¡Me perdonas pues!
Marius, bajando los párpados, para impedir que le cayeran las lágrimas, dio un paso y murmuró con
los labios contraídos convulsivamente para detener los sollozos:
—¡Padre mío!
—¡También vos me perdonáis! —dijo Jean Valjean.
Marius no halló una respuesta, y Jean Valjean añadió:
—¡Gracias!
Cosette se quitó el chal y el sombrero, arrojando ambas cosas sobre la cama.
—Me molestan —dijo.
Y sentándose en las rodillas del anciano, apartó los cabellos blancos con un movimiento adorable y
le besó la frente.
Cosette, que no comprendía sino muy confusamente, redoblaba sus caricias, como si quisiera pagar la
deuda de Marius.
Jean Valjean balbucía:
—¡Qué estúpidos somos! Creía que no la vería más. Figuraos, señor Pontmercy, que en el momento en
que entrabais, me estaba diciendo: «Todo acabó. He aquí su vestidito, soy un miserable, no volveré a ver
más a Cosette», y decía estas palabras en el momento en que estabais subiendo las escaleras; ¿no es
verdad que me había vuelto idiota? ¡Hasta qué punto es uno estúpido! Olvida la bondad infinita de Dios.
Dios dijo: «¡Crees que te van a abandonar, tonto! No, esto no puede ser. Vamos, hay un pobre viejo que
necesita de un ángel». Y el ángel vino y he vuelto a ver a mi Cosette, a mi querida Cosette. ¡Ah, qué
desgraciado era! —Estuvo un instante sin poder hablar, y luego prosiguió—: En verdad necesitaba ver a
Cosette un rato de vez en cuando. Un corazón necesita un hueso que roer. Sin embargo, sabía que yo
sobraba, y decía para mis adentros: «No han menester de ti, quédate en tu rincón, nadie tiene derecho a
eternizarse». ¡Ah, Dios bendito, la vuelvo a ver! ¿Sabes, Cosette, que tu marido es muy guapo? ¡Ah!
Llevas un bonito cuello bordado. Me gusta este dibujo, lo ha escogido tu marido, ¿verdad? Tendrás que
comprarte chales de Cachemira. Señor Pontmercy, permitidme que la tutee. No será por mucho tiempo.
Y Cosette dijo:
—¡Qué ruindad habernos dejado de este modo! ¿Adonde fuisteis? ¿Por qué habéis estado ausente
durante tanto tiempo? Antes, vuestros viajes apenas duraban tres o cuatro días. He enviado a Nicolette, y
le respondían siempre: «Está ausente». ¿Cuándo habéis regresado? ¿Por qué no nos lo habéis hecho
saber? ¿Sabéis que estáis muy cambiado? ¡Ah! ¡Mal padre! ¡Ha estado enfermo y no lo hemos sabido!
¡Mira, Marius, toca su mano y verás qué fría está!
—¡Habéis venido! ¿Me perdonáis, señor Pontmercy? —repitió Jean Valjean.
Al oír esta palabra, que Jean Valjean acababa de repetir, todos los sentimientos que se agolpaban en
el corazón de Marius encontraron una salida, y exclamó:
—Cosette, ¿no le oyes? ¿No le oyes pedirme perdón? ¿Sabes lo que ha hecho, Cosette? Me ha
salvado la vida. Y ha hecho más. Te ha entregado a mí. Y después de haberme salvado y haberte
entregado a mí, Cosette, ¿qué ha hecho? Se ha sacrificado. Tal es su conducta. Y a mí, que he sido
ingrato, olvidadizo, cruel, y hasta culpable, me dice: ¡Gracias! Cosette, aunque pase toda mi vida a los
pies de este hombre, no será bastante. La barricada, la alcantarilla, ese horno, esa cloaca, lo ha
atravesado todo por mí y por ti, Cosette. Me ha llevado a través de todas las muertes que apartaba de mí,
y que aceptaba para sí. Todo el valor, toda la virtud, todo el heroísmo, toda la santidad se encuentran en
él. ¡Cosette, este hombre es un ángel!
—¡Chsss, chsss! —dijo bajito Jean Valjean—. ¿Por qué decís todo eso?
—¡Pero vos! —exclamó Marius con cierta cólera en la que había veneración—, ¿por qué no lo
dijisteis? Es culpa vuestra también. Salváis la vida a la gente y se lo ocultáis. Y aún hacéis más, con el
pretexto de desenmascararos, os calumniáis. Es terrible.
—He dicho la verdad —respondió Jean Valjean.
—No —repuso Marius—, la verdad es toda la verdad; y vos no la habéis dicho. ¿Por qué no dijisteis
que erais el señor Madeleine? ¿Por qué no dijisteis que salvasteis a Javert? ¿Por qué no dijisteis que os
debía mi vida?
—Porque pensaba como vos, y me daba cuenta de que teníais razón, que era preciso que me fuese. Si
hubieseis sabido lo de la alcantarilla, me habríais hecho quedar a vuestro lado. Tenía que callar. Si
hablaba, todo se estropeaba.
—¿Estropearse? —exclamó Marius—. ¿Es que creéis que vais a quedaros aquí? Os llevamos con
nosotros. ¡Ah! ¡Dios mío! ¡Cuando pienso que me he enterado de todo esto por casualidad! Os llevamos
con nosotros. Formáis parte de nosotros mismos. Sois su padre y el mío. No pasaréis un día más en esta
terrible casa. No os figuréis que mañana seguiréis aquí.
—Mañana —dijo Jean Valjean—, no estaré aquí, pero tampoco estaré en vuestra casa.
—¿Qué queréis decir? —replicó Marius—. Ah, no, se acabaron los viajes. No nos abandonaréis más.
Nos pertenecéis. Os rapto. Si es preciso, emplearé la fuerza.
—Esta vez es de buen grado —añadió Cosette—. Tenemos un coche abajo.
Y riéndose, hizo ademán de levantar al anciano en sus brazos.
—Vuestro cuarto está como estaba —prosiguió—. Si supieseis qué bonito está el jardín en este
tiempo. Las azaleas florecen muy bien. Los paseos están cubiertos de arena de río; y hay pequeñas
conchas de color violeta. Comeréis mis fresas. Yo misma las riego. Y basta de señora y basta de señor
Jean, viviremos en república, y todo el mundo se llamará de tú, ¿no es verdad, Marius? El programa ha
cambiado. Si supierais, padre, qué disgusto tan grande he tenido; un petirrojo había hecho su nido en un
agujero de la pared, y un horrible gato me lo comió. ¡Mi pobrecito petirrojo, que sacaba la cabeza por su
ventana y me miraba! Lloré. ¡Y hubiera matado al gato! Pero ahora nadie llora ya. Todo el mundo ríe, y
todo el mundo se siente feliz. Vais a venir con nosotros. ¡Qué contento se pondrá el abuelo! Tendréis una
parcela en el jardín, y la cultivaréis, y veremos si vuestras fresas serán tan hermosas como las mías.
Además, yo haré todo lo que vos queráis, y vos también me obedeceréis.
cont
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La silla de Marius se acercó aún más. Thénardier aprovechó para respirar largamente. Prosiguió:
—Señor barón, una alcantarilla no es el Campo de Marte. Allí falta de todo, hasta sitio. Cuando dos
hombres están allí, es preciso que se encuentren. Y es lo que sucedió. El domiciliado y el transeúnte se
vieron obligados a saludarse, a pesar suyo. El transeúnte dijo al domiciliado: «Ves lo que llevo a cuestas,
es preciso que salga de aquí, tú tienes la llave, dámela». Ese presidiario era un hombre de una fuerza
terrible. No había medio de negarse. Sin embargo el que poseía la llave parlamentó, únicamente para
ganar tiempo. Examinó a aquel muerto, pero no pudo ver nada, sino que era joven, bien vestido, con aire
de rico, y desfigurado por la sangre. Mientras hablaban, encontró medio de desgarrar y arrancar por
detrás, sin que el asesino lo advirtiera, un pedazo de la chaqueta del hombre asesinado. Pieza de
convicción, como comprenderéis; medio de descubrir la huella de las cosas y de probar el crimen al
criminal. Se guardó la prueba en el bolsillo. Después de lo cual abrió la reja, dejó salir al hombre con su
carga a la espalda, volvió a cerrar la reja y escapó, sin importarle el desenlace de la aventura, y sobre
todo, no queriendo estar allí cuando el asesino arrojara el cadáver al río. Ahora comprenderéis. El que
llevaba el cadáver era Jean Valjean; el que tenía la llave os está hablando en este instante; y el pedazo de
la chaqueta…
Thénardier acabó la frase sacando de su bolsillo y sosteniendo a la altura de los ojos, cogido entre
los dos pulgares y los dos índices, un jirón de lienzo negro, lleno de manchas oscuras.
Marius se había levantado, pálido, respirando apenas, con la mirada fija en el pedazo de lienzo negro
y sin pronunciar ni una palabra, sin apartar la mirada de aquel jirón, retrocedió hacia la pared, y con su
mano derecha extendida hacia atrás, buscó a tientas sobre la pared una llave que estaba en la cerradura
de una alacena, junto a la chimenea. Encontró la llave, abrió la alacena e introdujo su brazo sin mirar, y
sin que su mirada extraviada se apartara del trapo que Thénardier sostenía desplegado.
Entretanto Thénardier continuaba:
—Señor barón, tengo muchas razones para creer que el joven asesinado era un opulento extranjero,
cogido por Jean Valjean en una trampa, y portador de una suma enorme.
—¡El joven era yo, y aquí tenéis la chaqueta! —exclamó Marius, y arrojó sobre el parquet una vieja
chaqueta negra ensangrentada.
Luego, arrancó el pedazo de manos de Thénardier, se agachó junto a la chaqueta y acercó al faldón
roto el pedazo arrancado. Se adaptaba perfectamente.
Thénardier estaba petrificado. «Me he lucido», pensó.
Marius se levantó tembloroso, desesperado, radiante.
Metió la mano en el bolsillo y se dirigió furioso hacia Thénardier, ofreciéndole, y casi apoyándole en
el rostro, su mano llena de billetes de quinientos y de mil francos.
—¡Sois un infame!, ¡sois un mentiroso, un calumniador, un malvado! Veníais a acusar a ese hombre, y
le habéis justificado; queríais perderlo y no habéis logrado más que glorificarle. ¡Sois vos el ladrón! ¡Y
sois vos el asesino! Yo os vi, Thénardier Jondrette, en el desván del bulevar del Hospital. Sé lo bastante
de vos como para enviaros a presidio, y más lejos aún si quisiera. Tomad, aquí tenéis mil francos,
bribón. —Y arrojó a Thénardier un billete de mil francos—. ¡Ah, Jondrette Thénardier, vil e indigno!,
¡que esto os sirva de lección, chalán de secretos, mercachifle de misterios, desenterrador de tinieblas,
miserable! ¡Tomad estos quinientos francos y salid de aquí! Waterloo os protege…
—¡Waterloo! —gruñó Thénardier, embolsándose los quinientos francos junto con los otros mil.
—Sí, asesino, allí salvasteis la vida a un coronel…
—A un general —dijo Thénardier alzando la cabeza.
—¡A un coronel! —repitió Marius furioso—. No daría ni un ochavo por un general. ¡Y venís aquí a
hacer infamias! Os digo que habéis cometido todos los crímenes. Partid, ¡desapareced! Sed dichoso, es
cuanto deseo. ¡Ah!, ¡monstruo! Aquí tenéis tres mil francos más. Tomadlos. Partiréis mañana mismo a
América con vuestra hija, pues vuestra mujer está muerta, ¡mentiroso abominable! Me cuidaré de vuestra
marcha, bandido, y en el momento de marchar os daré veinte mil francos. ¡Id a que os ahorquen a otra
parte!
—Señor barón —respondió Thénardier, inclinándose hacia el suelo—, reconocimiento eterno.
Y Thénardier salió, sin comprender nada, estupefacto y contento de verse aplastado dulcemente bajo
sacos de oro y de aquella granizada de billetes de banco.
Herido por el rayo, pero contento; hubiera sentido mucho estar provisto de pararrayos contra
semejantes chispas.
Acabemos inmediatamente con este hombre. Dos días después de los acontecimientos que relatamos
en este momento, partía, merced a Marius, para América, bajo nombre falso, con su hija Azelma, provisto
de un cheque de veinte mil francos sobre un Banco de Nueva York. La miseria moral de Thénardier era
irremediable; fue en América lo que había sido en Europa. El contacto de un hombre malo basta a veces
para pudrir una buena acción, y para sacar de ella una cosa mala. Con el dinero de Marius, Thénardier se
hizo negrero.
Cuando Thénardier se hubo marchado, Marius corrió al jardín donde Cosette estaba aún paseando.
—¡Cosette! ¡Cosette! —gritó—. ¡Ven! Ven en seguida. Marchemos. ¡Basque, un coche! Cosette, ven.
¡Ah! ¡Dios mío! ¡Era él quien me salvó la vida! ¡No perdamos ni un minuto! Ponte el chal.
Cosette le creyó loco y obedeció.
Marius no respiraba, y ponía la mano sobre su corazón para comprimir los latidos. Iba y venía a
grandes pasos, y abrazaba a Cosette.
—¡Ah, Cosette, qué desgraciado soy! —decía.
Marius estaba aterrado. Empezaba a entrever en Jean Valjean una elevada y sombría figura. Una
virtud inaudita se le aparecía suprema y dulce, humilde en su inmensidad. El presidiario se transfiguraba
en Cristo. Marius estaba deslumbrado por aquel prodigio. No sabía precisamente lo que veía, pero sí que
era grandioso.
En un instante, un coche llegó delante de la puerta.
Marius y Cosette subieron.
—Cochero —dijo—, a la calle LHomme-Armé, número siete.
El coche partió.
—¡Ah, qué felicidad! —dijo Cosette—, a la calle L’Homme-Armé. Yo no me atrevía a hablarte de
ella. Vamos a ver al señor Jean.
—¡A tu padre, Cosette!, tu padre más que nunca. Cosette, ahora adivino. Me dijiste que no habías
recibido la carta que te había enviado por medio de Gavroche. Sin duda cayó en sus manos. Cosette, fue
a la barricada para salvarme. Como su misión es ser un ángel, de paso, salvó a otros; salvó a Javert. Me
sacó de aquel abismo para entregarme a ti. Me llevó sobre sus hombros por aquella horrible alcantarilla.
¡Ah!, soy un monstruo ingrato. Cosette, después de haber sido tu providencia, ha sido la mía. Figúrate que
había allí un cenagal espantoso donde ahogarse cien veces, donde ahogarse en lodo, Cosette, y lo
atravesó conmigo a cuestas. Yo estaba desvanecido; no veía nada, no oía nada, no podía saber nada de mi
propia aventura. Vamos a buscarle, a llevarle con nosotros, y lo quiera o no, no nos abandonará jamás.
¡Con tal de que esté en su casa! ¡Con tal de que le encontremos! Pasaré el resto de mi vida venerándole.
Sí, debe de ser así, ¿no es verdad, Cosette? Gavroche le entregaría mi carta. Todo se explica.
¿Comprendes?
Cosette no comprendía ni una palabra.
—Tienes razón —le dijo.
Entretanto, el coche avanzaba.
V
NOCHE QUE DEJA ENTREVER EL DÍA
Al oír llamar a la puerta, Jean Valjean se volvió.
—Entrad —dijo débilmente.
La puerta se abrió, y aparecieron Cosette y Marius.
Cosette se precipitó dentro de la habitación.
Marius se quedó de pie en el umbral, apoyado en el dintel de la puerta.
—¡Cosette! —exclamó Jean Valjean, y se incorporó con los brazos abiertos y temblorosos, lívido,
siniestro, con una inmensa alegría en los ojos.
Cosette, ahogada por la emoción, cayó sobre el pecho de Jean Valjean.
—¡Padre! —dijo.
Jean Valjean, trastornado, tartamudeaba:
—¡Cosette! ¡Es ella! ¡Sois vos, señora! ¡Eres tú! ¡Ah, Dios mío! —Y estrechado en brazos de Cosette,
exclamó—: ¡Eres tú! ¡Tú estás aquí! ¡Me perdonas pues!
Marius, bajando los párpados, para impedir que le cayeran las lágrimas, dio un paso y murmuró con
los labios contraídos convulsivamente para detener los sollozos:
—¡Padre mío!
—¡También vos me perdonáis! —dijo Jean Valjean.
Marius no halló una respuesta, y Jean Valjean añadió:
—¡Gracias!
Cosette se quitó el chal y el sombrero, arrojando ambas cosas sobre la cama.
—Me molestan —dijo.
Y sentándose en las rodillas del anciano, apartó los cabellos blancos con un movimiento adorable y
le besó la frente.
Cosette, que no comprendía sino muy confusamente, redoblaba sus caricias, como si quisiera pagar la
deuda de Marius.
Jean Valjean balbucía:
—¡Qué estúpidos somos! Creía que no la vería más. Figuraos, señor Pontmercy, que en el momento en
que entrabais, me estaba diciendo: «Todo acabó. He aquí su vestidito, soy un miserable, no volveré a ver
más a Cosette», y decía estas palabras en el momento en que estabais subiendo las escaleras; ¿no es
verdad que me había vuelto idiota? ¡Hasta qué punto es uno estúpido! Olvida la bondad infinita de Dios.
Dios dijo: «¡Crees que te van a abandonar, tonto! No, esto no puede ser. Vamos, hay un pobre viejo que
necesita de un ángel». Y el ángel vino y he vuelto a ver a mi Cosette, a mi querida Cosette. ¡Ah, qué
desgraciado era! —Estuvo un instante sin poder hablar, y luego prosiguió—: En verdad necesitaba ver a
Cosette un rato de vez en cuando. Un corazón necesita un hueso que roer. Sin embargo, sabía que yo
sobraba, y decía para mis adentros: «No han menester de ti, quédate en tu rincón, nadie tiene derecho a
eternizarse». ¡Ah, Dios bendito, la vuelvo a ver! ¿Sabes, Cosette, que tu marido es muy guapo? ¡Ah!
Llevas un bonito cuello bordado. Me gusta este dibujo, lo ha escogido tu marido, ¿verdad? Tendrás que
comprarte chales de Cachemira. Señor Pontmercy, permitidme que la tutee. No será por mucho tiempo.
Y Cosette dijo:
—¡Qué ruindad habernos dejado de este modo! ¿Adonde fuisteis? ¿Por qué habéis estado ausente
durante tanto tiempo? Antes, vuestros viajes apenas duraban tres o cuatro días. He enviado a Nicolette, y
le respondían siempre: «Está ausente». ¿Cuándo habéis regresado? ¿Por qué no nos lo habéis hecho
saber? ¿Sabéis que estáis muy cambiado? ¡Ah! ¡Mal padre! ¡Ha estado enfermo y no lo hemos sabido!
¡Mira, Marius, toca su mano y verás qué fría está!
—¡Habéis venido! ¿Me perdonáis, señor Pontmercy? —repitió Jean Valjean.
Al oír esta palabra, que Jean Valjean acababa de repetir, todos los sentimientos que se agolpaban en
el corazón de Marius encontraron una salida, y exclamó:
—Cosette, ¿no le oyes? ¿No le oyes pedirme perdón? ¿Sabes lo que ha hecho, Cosette? Me ha
salvado la vida. Y ha hecho más. Te ha entregado a mí. Y después de haberme salvado y haberte
entregado a mí, Cosette, ¿qué ha hecho? Se ha sacrificado. Tal es su conducta. Y a mí, que he sido
ingrato, olvidadizo, cruel, y hasta culpable, me dice: ¡Gracias! Cosette, aunque pase toda mi vida a los
pies de este hombre, no será bastante. La barricada, la alcantarilla, ese horno, esa cloaca, lo ha
atravesado todo por mí y por ti, Cosette. Me ha llevado a través de todas las muertes que apartaba de mí,
y que aceptaba para sí. Todo el valor, toda la virtud, todo el heroísmo, toda la santidad se encuentran en
él. ¡Cosette, este hombre es un ángel!
—¡Chsss, chsss! —dijo bajito Jean Valjean—. ¿Por qué decís todo eso?
—¡Pero vos! —exclamó Marius con cierta cólera en la que había veneración—, ¿por qué no lo
dijisteis? Es culpa vuestra también. Salváis la vida a la gente y se lo ocultáis. Y aún hacéis más, con el
pretexto de desenmascararos, os calumniáis. Es terrible.
—He dicho la verdad —respondió Jean Valjean.
—No —repuso Marius—, la verdad es toda la verdad; y vos no la habéis dicho. ¿Por qué no dijisteis
que erais el señor Madeleine? ¿Por qué no dijisteis que salvasteis a Javert? ¿Por qué no dijisteis que os
debía mi vida?
—Porque pensaba como vos, y me daba cuenta de que teníais razón, que era preciso que me fuese. Si
hubieseis sabido lo de la alcantarilla, me habríais hecho quedar a vuestro lado. Tenía que callar. Si
hablaba, todo se estropeaba.
—¿Estropearse? —exclamó Marius—. ¿Es que creéis que vais a quedaros aquí? Os llevamos con
nosotros. ¡Ah! ¡Dios mío! ¡Cuando pienso que me he enterado de todo esto por casualidad! Os llevamos
con nosotros. Formáis parte de nosotros mismos. Sois su padre y el mío. No pasaréis un día más en esta
terrible casa. No os figuréis que mañana seguiréis aquí.
—Mañana —dijo Jean Valjean—, no estaré aquí, pero tampoco estaré en vuestra casa.
—¿Qué queréis decir? —replicó Marius—. Ah, no, se acabaron los viajes. No nos abandonaréis más.
Nos pertenecéis. Os rapto. Si es preciso, emplearé la fuerza.
—Esta vez es de buen grado —añadió Cosette—. Tenemos un coche abajo.
Y riéndose, hizo ademán de levantar al anciano en sus brazos.
—Vuestro cuarto está como estaba —prosiguió—. Si supieseis qué bonito está el jardín en este
tiempo. Las azaleas florecen muy bien. Los paseos están cubiertos de arena de río; y hay pequeñas
conchas de color violeta. Comeréis mis fresas. Yo misma las riego. Y basta de señora y basta de señor
Jean, viviremos en república, y todo el mundo se llamará de tú, ¿no es verdad, Marius? El programa ha
cambiado. Si supierais, padre, qué disgusto tan grande he tenido; un petirrojo había hecho su nido en un
agujero de la pared, y un horrible gato me lo comió. ¡Mi pobrecito petirrojo, que sacaba la cabeza por su
ventana y me miraba! Lloré. ¡Y hubiera matado al gato! Pero ahora nadie llora ya. Todo el mundo ríe, y
todo el mundo se siente feliz. Vais a venir con nosotros. ¡Qué contento se pondrá el abuelo! Tendréis una
parcela en el jardín, y la cultivaréis, y veremos si vuestras fresas serán tan hermosas como las mías.
Además, yo haré todo lo que vos queráis, y vos también me obedeceréis.
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