Aires de Libertad

¿Quieres reaccionar a este mensaje? Regístrate en el foro con unos pocos clics o inicia sesión para continuar.

https://www.airesdelibertad.com

Leer, responder, comentar, asegura la integridad del espacio que compartes, gracias por elegirnos y participar

Estadísticas

Nuestros miembros han publicado un total de 1073375 mensajes en 48595 argumentos.

Tenemos 1590 miembros registrados

El último usuario registrado es Ana No Duerme

¿Quién está en línea?

En total hay 62 usuarios en línea: 5 Registrados, 0 Ocultos y 57 Invitados :: 3 Motores de búsqueda

clara_fuente, Maria Lua, Pascual Lopez Sanchez, Ramón Carballal, Simon Abadia


El record de usuarios en línea fue de 1156 durante el Mar 05 Dic 2023, 16:39

Últimos temas

» Poetas murcianos
VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 13 EmptyHoy a las 14:53 por Pascual Lopez Sanchez

» Marianne Moore (1887-1972)
VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 13 EmptyHoy a las 14:44 por Pedro Casas Serra

» H.D. (Hilda Doolittle) (1886-1961)
VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 13 EmptyHoy a las 14:15 por Pedro Casas Serra

» ELINOR WYLIE (1885 -1928)
VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 13 EmptyHoy a las 14:05 por Pedro Casas Serra

» NO A LA GUERRA 3
VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 13 EmptyHoy a las 14:00 por Pascual Lopez Sanchez

» AMY LOWEL (1874 - 1925)
VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 13 EmptyHoy a las 13:55 por Pedro Casas Serra

» EMILY DICKINSON (1830-1886)
VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 13 EmptyHoy a las 13:46 por Pedro Casas Serra

» Poetas ucranianos muertos
VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 13 EmptyHoy a las 13:33 por Pedro Casas Serra

» Metáfora. Poemas de poetas vivos. 2059, de Raquel Lanseros
VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 13 EmptyHoy a las 13:09 por Pedro Casas Serra

» ANTOLOGÍA DE GRANDES POETAS HISPANOAMÉRICANAS
VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 13 EmptyHoy a las 12:45 por cecilia gargantini

Enero 2025

LunMarMiérJueVieSábDom
  12345
6789101112
13141516171819
20212223242526
2728293031  

Calendario Calendario

Conectarse

Recuperar mi contraseña

Galería


VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 13 Empty

    VICTOR HUGO (1802-1885)

    Maria Lua
    Maria Lua
    Administrador-Moderador
    Administrador-Moderador


    Cantidad de envíos : 79737
    Fecha de inscripción : 12/04/2009
    Localización : Nova Friburgo / RJ / Brasil

    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 13 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Vie 03 Ene 2025, 10:39

    ***


    La silla de Marius se acercó aún más. Thénardier aprovechó para respirar largamente. Prosiguió:
    —Señor barón, una alcantarilla no es el Campo de Marte. Allí falta de todo, hasta sitio. Cuando dos
    hombres están allí, es preciso que se encuentren. Y es lo que sucedió. El domiciliado y el transeúnte se
    vieron obligados a saludarse, a pesar suyo. El transeúnte dijo al domiciliado: «Ves lo que llevo a cuestas,
    es preciso que salga de aquí, tú tienes la llave, dámela». Ese presidiario era un hombre de una fuerza
    terrible. No había medio de negarse. Sin embargo el que poseía la llave parlamentó, únicamente para
    ganar tiempo. Examinó a aquel muerto, pero no pudo ver nada, sino que era joven, bien vestido, con aire
    de rico, y desfigurado por la sangre. Mientras hablaban, encontró medio de desgarrar y arrancar por
    detrás, sin que el asesino lo advirtiera, un pedazo de la chaqueta del hombre asesinado. Pieza de
    convicción, como comprenderéis; medio de descubrir la huella de las cosas y de probar el crimen al
    criminal. Se guardó la prueba en el bolsillo. Después de lo cual abrió la reja, dejó salir al hombre con su
    carga a la espalda, volvió a cerrar la reja y escapó, sin importarle el desenlace de la aventura, y sobre
    todo, no queriendo estar allí cuando el asesino arrojara el cadáver al río. Ahora comprenderéis. El que
    llevaba el cadáver era Jean Valjean; el que tenía la llave os está hablando en este instante; y el pedazo de
    la chaqueta…
    Thénardier acabó la frase sacando de su bolsillo y sosteniendo a la altura de los ojos, cogido entre
    los dos pulgares y los dos índices, un jirón de lienzo negro, lleno de manchas oscuras.
    Marius se había levantado, pálido, respirando apenas, con la mirada fija en el pedazo de lienzo negro
    y sin pronunciar ni una palabra, sin apartar la mirada de aquel jirón, retrocedió hacia la pared, y con su
    mano derecha extendida hacia atrás, buscó a tientas sobre la pared una llave que estaba en la cerradura
    de una alacena, junto a la chimenea. Encontró la llave, abrió la alacena e introdujo su brazo sin mirar, y
    sin que su mirada extraviada se apartara del trapo que Thénardier sostenía desplegado.
    Entretanto Thénardier continuaba:
    —Señor barón, tengo muchas razones para creer que el joven asesinado era un opulento extranjero,
    cogido por Jean Valjean en una trampa, y portador de una suma enorme.
    —¡El joven era yo, y aquí tenéis la chaqueta! —exclamó Marius, y arrojó sobre el parquet una vieja
    chaqueta negra ensangrentada.
    Luego, arrancó el pedazo de manos de Thénardier, se agachó junto a la chaqueta y acercó al faldón
    roto el pedazo arrancado. Se adaptaba perfectamente.
    Thénardier estaba petrificado. «Me he lucido», pensó.
    Marius se levantó tembloroso, desesperado, radiante.
    Metió la mano en el bolsillo y se dirigió furioso hacia Thénardier, ofreciéndole, y casi apoyándole en
    el rostro, su mano llena de billetes de quinientos y de mil francos.
    —¡Sois un infame!, ¡sois un mentiroso, un calumniador, un malvado! Veníais a acusar a ese hombre, y
    le habéis justificado; queríais perderlo y no habéis logrado más que glorificarle. ¡Sois vos el ladrón! ¡Y
    sois vos el asesino! Yo os vi, Thénardier Jondrette, en el desván del bulevar del Hospital. Sé lo bastante
    de vos como para enviaros a presidio, y más lejos aún si quisiera. Tomad, aquí tenéis mil francos,
    bribón. —Y arrojó a Thénardier un billete de mil francos—. ¡Ah, Jondrette Thénardier, vil e indigno!,
    ¡que esto os sirva de lección, chalán de secretos, mercachifle de misterios, desenterrador de tinieblas,
    miserable! ¡Tomad estos quinientos francos y salid de aquí! Waterloo os protege…
    —¡Waterloo! —gruñó Thénardier, embolsándose los quinientos francos junto con los otros mil.
    —Sí, asesino, allí salvasteis la vida a un coronel…
    —A un general —dijo Thénardier alzando la cabeza.
    —¡A un coronel! —repitió Marius furioso—. No daría ni un ochavo por un general. ¡Y venís aquí a
    hacer infamias! Os digo que habéis cometido todos los crímenes. Partid, ¡desapareced! Sed dichoso, es
    cuanto deseo. ¡Ah!, ¡monstruo! Aquí tenéis tres mil francos más. Tomadlos. Partiréis mañana mismo a
    América con vuestra hija, pues vuestra mujer está muerta, ¡mentiroso abominable! Me cuidaré de vuestra
    marcha, bandido, y en el momento de marchar os daré veinte mil francos. ¡Id a que os ahorquen a otra
    parte!
    —Señor barón —respondió Thénardier, inclinándose hacia el suelo—, reconocimiento eterno.
    Y Thénardier salió, sin comprender nada, estupefacto y contento de verse aplastado dulcemente bajo
    sacos de oro y de aquella granizada de billetes de banco.
    Herido por el rayo, pero contento; hubiera sentido mucho estar provisto de pararrayos contra
    semejantes chispas.
    Acabemos inmediatamente con este hombre. Dos días después de los acontecimientos que relatamos
    en este momento, partía, merced a Marius, para América, bajo nombre falso, con su hija Azelma, provisto
    de un cheque de veinte mil francos sobre un Banco de Nueva York. La miseria moral de Thénardier era
    irremediable; fue en América lo que había sido en Europa. El contacto de un hombre malo basta a veces
    para pudrir una buena acción, y para sacar de ella una cosa mala. Con el dinero de Marius, Thénardier se
    hizo negrero.
    Cuando Thénardier se hubo marchado, Marius corrió al jardín donde Cosette estaba aún paseando.
    —¡Cosette! ¡Cosette! —gritó—. ¡Ven! Ven en seguida. Marchemos. ¡Basque, un coche! Cosette, ven.
    ¡Ah! ¡Dios mío! ¡Era él quien me salvó la vida! ¡No perdamos ni un minuto! Ponte el chal.
    Cosette le creyó loco y obedeció.
    Marius no respiraba, y ponía la mano sobre su corazón para comprimir los latidos. Iba y venía a
    grandes pasos, y abrazaba a Cosette.
    —¡Ah, Cosette, qué desgraciado soy! —decía.
    Marius estaba aterrado. Empezaba a entrever en Jean Valjean una elevada y sombría figura. Una
    virtud inaudita se le aparecía suprema y dulce, humilde en su inmensidad. El presidiario se transfiguraba
    en Cristo. Marius estaba deslumbrado por aquel prodigio. No sabía precisamente lo que veía, pero sí que
    era grandioso.
    En un instante, un coche llegó delante de la puerta.
    Marius y Cosette subieron.
    —Cochero —dijo—, a la calle LHomme-Armé, número siete.
    El coche partió.
    —¡Ah, qué felicidad! —dijo Cosette—, a la calle L’Homme-Armé. Yo no me atrevía a hablarte de
    ella. Vamos a ver al señor Jean.
    —¡A tu padre, Cosette!, tu padre más que nunca. Cosette, ahora adivino. Me dijiste que no habías
    recibido la carta que te había enviado por medio de Gavroche. Sin duda cayó en sus manos. Cosette, fue
    a la barricada para salvarme. Como su misión es ser un ángel, de paso, salvó a otros; salvó a Javert. Me
    sacó de aquel abismo para entregarme a ti. Me llevó sobre sus hombros por aquella horrible alcantarilla.
    ¡Ah!, soy un monstruo ingrato. Cosette, después de haber sido tu providencia, ha sido la mía. Figúrate que
    había allí un cenagal espantoso donde ahogarse cien veces, donde ahogarse en lodo, Cosette, y lo
    atravesó conmigo a cuestas. Yo estaba desvanecido; no veía nada, no oía nada, no podía saber nada de mi
    propia aventura. Vamos a buscarle, a llevarle con nosotros, y lo quiera o no, no nos abandonará jamás.
    ¡Con tal de que esté en su casa! ¡Con tal de que le encontremos! Pasaré el resto de mi vida venerándole.
    Sí, debe de ser así, ¿no es verdad, Cosette? Gavroche le entregaría mi carta. Todo se explica.
    ¿Comprendes?
    Cosette no comprendía ni una palabra.
    —Tienes razón —le dijo.
    Entretanto, el coche avanzaba.




    V




    NOCHE QUE DEJA ENTREVER EL DÍA





    Al oír llamar a la puerta, Jean Valjean se volvió.
    —Entrad —dijo débilmente.
    La puerta se abrió, y aparecieron Cosette y Marius.
    Cosette se precipitó dentro de la habitación.
    Marius se quedó de pie en el umbral, apoyado en el dintel de la puerta.
    —¡Cosette! —exclamó Jean Valjean, y se incorporó con los brazos abiertos y temblorosos, lívido,
    siniestro, con una inmensa alegría en los ojos.
    Cosette, ahogada por la emoción, cayó sobre el pecho de Jean Valjean.
    —¡Padre! —dijo.
    Jean Valjean, trastornado, tartamudeaba:
    —¡Cosette! ¡Es ella! ¡Sois vos, señora! ¡Eres tú! ¡Ah, Dios mío! —Y estrechado en brazos de Cosette,
    exclamó—: ¡Eres tú! ¡Tú estás aquí! ¡Me perdonas pues!
    Marius, bajando los párpados, para impedir que le cayeran las lágrimas, dio un paso y murmuró con
    los labios contraídos convulsivamente para detener los sollozos:
    —¡Padre mío!
    —¡También vos me perdonáis! —dijo Jean Valjean.
    Marius no halló una respuesta, y Jean Valjean añadió:
    —¡Gracias!
    Cosette se quitó el chal y el sombrero, arrojando ambas cosas sobre la cama.
    —Me molestan —dijo.
    Y sentándose en las rodillas del anciano, apartó los cabellos blancos con un movimiento adorable y
    le besó la frente.
    Cosette, que no comprendía sino muy confusamente, redoblaba sus caricias, como si quisiera pagar la
    deuda de Marius.
    Jean Valjean balbucía:
    —¡Qué estúpidos somos! Creía que no la vería más. Figuraos, señor Pontmercy, que en el momento en
    que entrabais, me estaba diciendo: «Todo acabó. He aquí su vestidito, soy un miserable, no volveré a ver
    más a Cosette», y decía estas palabras en el momento en que estabais subiendo las escaleras; ¿no es
    verdad que me había vuelto idiota? ¡Hasta qué punto es uno estúpido! Olvida la bondad infinita de Dios.
    Dios dijo: «¡Crees que te van a abandonar, tonto! No, esto no puede ser. Vamos, hay un pobre viejo que
    necesita de un ángel». Y el ángel vino y he vuelto a ver a mi Cosette, a mi querida Cosette. ¡Ah, qué
    desgraciado era! —Estuvo un instante sin poder hablar, y luego prosiguió—: En verdad necesitaba ver a
    Cosette un rato de vez en cuando. Un corazón necesita un hueso que roer. Sin embargo, sabía que yo
    sobraba, y decía para mis adentros: «No han menester de ti, quédate en tu rincón, nadie tiene derecho a
    eternizarse». ¡Ah, Dios bendito, la vuelvo a ver! ¿Sabes, Cosette, que tu marido es muy guapo? ¡Ah!
    Llevas un bonito cuello bordado. Me gusta este dibujo, lo ha escogido tu marido, ¿verdad? Tendrás que
    comprarte chales de Cachemira. Señor Pontmercy, permitidme que la tutee. No será por mucho tiempo.
    Y Cosette dijo:
    —¡Qué ruindad habernos dejado de este modo! ¿Adonde fuisteis? ¿Por qué habéis estado ausente
    durante tanto tiempo? Antes, vuestros viajes apenas duraban tres o cuatro días. He enviado a Nicolette, y
    le respondían siempre: «Está ausente». ¿Cuándo habéis regresado? ¿Por qué no nos lo habéis hecho
    saber? ¿Sabéis que estáis muy cambiado? ¡Ah! ¡Mal padre! ¡Ha estado enfermo y no lo hemos sabido!
    ¡Mira, Marius, toca su mano y verás qué fría está!
    —¡Habéis venido! ¿Me perdonáis, señor Pontmercy? —repitió Jean Valjean.
    Al oír esta palabra, que Jean Valjean acababa de repetir, todos los sentimientos que se agolpaban en
    el corazón de Marius encontraron una salida, y exclamó:
    —Cosette, ¿no le oyes? ¿No le oyes pedirme perdón? ¿Sabes lo que ha hecho, Cosette? Me ha
    salvado la vida. Y ha hecho más. Te ha entregado a mí. Y después de haberme salvado y haberte
    entregado a mí, Cosette, ¿qué ha hecho? Se ha sacrificado. Tal es su conducta. Y a mí, que he sido
    ingrato, olvidadizo, cruel, y hasta culpable, me dice: ¡Gracias! Cosette, aunque pase toda mi vida a los
    pies de este hombre, no será bastante. La barricada, la alcantarilla, ese horno, esa cloaca, lo ha
    atravesado todo por mí y por ti, Cosette. Me ha llevado a través de todas las muertes que apartaba de mí,
    y que aceptaba para sí. Todo el valor, toda la virtud, todo el heroísmo, toda la santidad se encuentran en
    él. ¡Cosette, este hombre es un ángel!
    —¡Chsss, chsss! —dijo bajito Jean Valjean—. ¿Por qué decís todo eso?
    —¡Pero vos! —exclamó Marius con cierta cólera en la que había veneración—, ¿por qué no lo
    dijisteis? Es culpa vuestra también. Salváis la vida a la gente y se lo ocultáis. Y aún hacéis más, con el
    pretexto de desenmascararos, os calumniáis. Es terrible.
    —He dicho la verdad —respondió Jean Valjean.
    —No —repuso Marius—, la verdad es toda la verdad; y vos no la habéis dicho. ¿Por qué no dijisteis
    que erais el señor Madeleine? ¿Por qué no dijisteis que salvasteis a Javert? ¿Por qué no dijisteis que os
    debía mi vida?
    —Porque pensaba como vos, y me daba cuenta de que teníais razón, que era preciso que me fuese. Si
    hubieseis sabido lo de la alcantarilla, me habríais hecho quedar a vuestro lado. Tenía que callar. Si
    hablaba, todo se estropeaba.
    —¿Estropearse? —exclamó Marius—. ¿Es que creéis que vais a quedaros aquí? Os llevamos con
    nosotros. ¡Ah! ¡Dios mío! ¡Cuando pienso que me he enterado de todo esto por casualidad! Os llevamos
    con nosotros. Formáis parte de nosotros mismos. Sois su padre y el mío. No pasaréis un día más en esta
    terrible casa. No os figuréis que mañana seguiréis aquí.
    —Mañana —dijo Jean Valjean—, no estaré aquí, pero tampoco estaré en vuestra casa.
    —¿Qué queréis decir? —replicó Marius—. Ah, no, se acabaron los viajes. No nos abandonaréis más.
    Nos pertenecéis. Os rapto. Si es preciso, emplearé la fuerza.
    —Esta vez es de buen grado —añadió Cosette—. Tenemos un coche abajo.
    Y riéndose, hizo ademán de levantar al anciano en sus brazos.
    —Vuestro cuarto está como estaba —prosiguió—. Si supieseis qué bonito está el jardín en este
    tiempo. Las azaleas florecen muy bien. Los paseos están cubiertos de arena de río; y hay pequeñas
    conchas de color violeta. Comeréis mis fresas. Yo misma las riego. Y basta de señora y basta de señor
    Jean, viviremos en república, y todo el mundo se llamará de tú, ¿no es verdad, Marius? El programa ha
    cambiado. Si supierais, padre, qué disgusto tan grande he tenido; un petirrojo había hecho su nido en un
    agujero de la pared, y un horrible gato me lo comió. ¡Mi pobrecito petirrojo, que sacaba la cabeza por su
    ventana y me miraba! Lloré. ¡Y hubiera matado al gato! Pero ahora nadie llora ya. Todo el mundo ríe, y
    todo el mundo se siente feliz. Vais a venir con nosotros. ¡Qué contento se pondrá el abuelo! Tendréis una
    parcela en el jardín, y la cultivaréis, y veremos si vuestras fresas serán tan hermosas como las mías.
    Además, yo haré todo lo que vos queráis, y vos también me obedeceréis.















    cont
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]


    _________________



    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]


    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]
    Maria Lua
    Maria Lua
    Administrador-Moderador
    Administrador-Moderador


    Cantidad de envíos : 79737
    Fecha de inscripción : 12/04/2009
    Localización : Nova Friburgo / RJ / Brasil

    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 13 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Vie 03 Ene 2025, 10:42

    ***
    Jean Valjean la escuchaba sin oírla. Oía la música de su voz más que sus palabras; gruesas lágrimas,
    sombrías perlas del alma, se formaban lentamente en sus ojos.
    Murmuró:
    —La prueba de que Dios es bueno es que ella está aquí.
    —¡Padre mío! —dijo Cosette.
    Jean Valjean prosiguió:
    —Es verdad que sería muy hermoso vivir juntos. Tenéis árboles llenos de pájaros. Me pasearía con
    Cosette. Es hermoso pasar la vida en compañía de personas a las que se quiere, darles los buenos días,
    llamarlas en el jardín. Desde la mañana se disfruta de su presencia. Cultivaríamos cada uno un pequeño
    rincón. Ella me haría comer sus fresas, y yo le haría cortar mis rosas. Sería hermoso. Pero…
    Se interrumpió y dijo dulcemente:
    —Es una pena.
    La lágrima no cayó, sino que se adentró, y Jean Valjean la reemplazó con una sonrisa.
    Cosette tomó las dos manos del anciano en las suyas.
    —¡Dios mío! —dijo—. Vuestras manos están aún más frías. ¿Es que estáis enfermo? ¿Sufrís?
    —¿Yo? No —respondió Jean Valjean—, estoy muy bien. Sólo que…
    Se detuvo.
    —¿Sólo qué…?
    —Voy a morir en seguida.
    Cosette y Marius se estremecieron.
    —¡Morir! —exclamó Marius.
    —Sí, pero no importa —repuso Jean Valjean.
    Respiró, sonrió y continuó:
    —Cosette, me estabas hablando, continúa, sigue hablando. Así pues, cu pemrojo murió…, ¡Habla,
    quiero oír tu voz!
    Marius, petrificado, contemplaba al anciano.
    Cosette lanzó un grito desgarrador.
    —¡Padre! ¡Padre mío! ¡Viviréis! ¡Yo quiero que viváis! ¿Oís?
    Jean Valjean alzó la mirada hacia ella con adoración.
    —Oh, sí, prohíbeme que muera. ¿Quién sabe? Tal vez te obedezca. Estaba a punto de morir cuando
    llegasteis. Y la muerte se detuvo; me pareció que renacía.
    —Estáis lleno de fuerza y de vida —afirmó Marius—. ¿Es que imagináis que se muere tan
    fácilmente? Habéis tenido disgustos y no volveréis a tenerlos. ¡Soy yo quien os pide perdón, y de
    rodillas! Vais a vivir, a vivir con nosotros, y por mucho tiempo. Os recobramos. ¡Somos dos personas
    cuyo único pensamiento en adelante será hacer vuestra felicidad!
    —Ya veis —dijo Cosette, deshecha en lágrimas—, Marius asegura que no moriréis.
    Jean Valjean seguía sonriendo.
    —Aunque me recobraseis, señor Pontmercy, ¿impediría esto que fuese lo que soy? No, Dios ha
    pensando como vos y como yo, y Él no cambia de opinión. Debo irme. La muerte es un buen arreglo.
    Dios sabe mejor que nosotros lo que nos conviene. Que vosotros seáis felices, que el señor Pontmercy
    posea a Cosette, que la juventud se despose con la mañana, y que haya a vuestro alrededor, hijos míos,
    lilas y ruiseñores, que vuestra vida sea un hermoso césped soleado, que todos los encantos del cielo os
    llenen el alma, y ahora yo, que no soy bueno para nada, debo morir, y Él está seguro de obrar bien.
    Veamos, seamos razonables, ahora ya no existe ninguna posibilidad, siento que todo ha terminado. Hace
    una hora, tuve un desvanecimiento. Y luego, la noche pasada, bebí todo ese jarro que está allí. ¡Qué
    bueno es tu marido, Cosette! Estás mejor con él que conmigo.
    En la puerta sonó un ruido. Era el médico que entraba.
    —Buenos días y adiós, doctor —dijo Jean Valjean—. Ved a mis pobres niños.
    Marius se aproximó al médico. Le dirigió esta única palabra:
    —Caballero… —pero en el modo de pronunciarla había una pregunta completa.
    El médico respondió a la pregunta con una mirada expresiva.
    —Porque las cosas desagraden —dijo Jean Valjean—, no es razón para que seamos injustos con
    Dios.
    Hubo un silencio. Todos los pechos estaban oprimidos.
    Jean Valjean se volvió hacia Cosette, y se puso a contemplarla como si quisiera recordarla durante
    toda la eternidad. En la profunda sombra a la que ya había descendido, aún le era posible el éxtasis
    mirando a Cosette. La reverberación de aquel dulce rostro iluminaba su pálida faz. El sepulcro puede
    poseer su deslumbramiento.
    El médico le tomó el pulso.
    —¡Ah! ¡Os necesitaba a vosotros! —murmuró, mirando a Cosette y a Marius.
    E inclinándose al oído de Marius, añadió en voz baja:
    —Es demasiado tarde.
    Jean Valjean miró al médico y a Marius con serenidad. Se oyó salir de su boca esta frase apenas
    articulada:
    —No importa morir; lo terrible es no vivir.
    De repente se levantó. Esas renovaciones de fuerza son a veces una señal de la agonía. Anduvo con
    paso firme, hacia la pared, apartó a Marius y al médico que querían ayudarle, descolgó de la pared el
    pequeño crucifijo de cobre y volvió a sentarse con la libertad de movimientos de una persona que goza
    de salud; dijo en voz alta mientras dejaba el crucifijo sobre la mesa:
    —He aquí el gran mártir.
    Luego, su pecho se abatió; sintió que le vacilaba la cabeza, como si se apoderara de él la embriaguez
    de la tumba, y con las dos manos apoyadas en las rodillas, se puso a rascar con las uñas el paño del
    pantalón.
    Cosette le sostenía los hombros, sollozaba, y a duras penas sus palabras se abrían paso en la salida.
    lúgubre que acompaña a las lágrimas.
    —¡Padre! No nos abandonéis. ¿Es posible que os hayamos encontrado para volveros a perder?
    Puede decirse que la agonía serpentea. Va y viene, se adelanta hacia el sepulcro, y vuelve a la vida.
    Hay algo de titubeo en el acto de morir.
    Jean Valjean, después de aquel semisíncope, se serenó, sacudió la cabeza como para disipar las
    tinieblas y recobró casi la lucidez completa. Tomó la manga del vestido de Cosette y la besó.
    —¡Vuelve en sí! ¡Doctor, vuelve en sí! —exclamó Marius.
    —Sois muy buenos los dos —dijo Jean Valjean—. Voy a deciros lo que me ha causado gran pena. Lo
    que me ha causado gran pena, señor Pontmercy, es que no hayáis querido tocar el dinero. Ese dinero es de
    vuestra mujer. Voy a explicaros algo, hijos míos, ésta es una de las razones por las que me he alegrado de
    veros. El azabache negro viene de Inglaterra, y el blanco de Noruega. Todo está escrito en este papel, ya
    lo leeréis. Para los brazaletes, inventé sustituir los colgantes de plancha soldada por los de plancha
    enlazada. Es más bonito, mejor y menos caro. Ya comprendéis que se puede ganar mucho dinero con esto.
    La fortuna de Cosette es, pues, bien suya. Os doy estos detalles para que os tranquilicéis.
    La portera había subido, y miraba a través de la puerta entreabierta. El médico la despidió, pero no
    pudo impedir que antes de desaparecer la buena mujer gritara al moribundo:
    —¿Queréis un sacerdote?
    —Ya tengo uno —respondió Jean Valjean.
    Y con el dedo pareció señalar un punto por encima de su cabeza, donde hubiérase dicho que veía a
    alguien.
    Es probable, en efecto, que el obispo asistiera a esa agonía.
    Cosette, suavemente, le puso una almohada bajo el cuerpo.
    Jean Valjean continuó:
    —Señor Pontmercy, no temáis nada, os lo suplico. Los seiscientos mil francos son de Cosette.
    ¡Habría perdido mi vida si no disfrutaseis de ellos! Habíamos llegado a fabricar con mucha perfección
    esos abalorios. Rivalizábamos con lo que se llama las alhajas de Berlín. Una gruesa, que contiene mil
    doscientos granos muy bien tallados, no cuesta más que tres francos.
    Cuando un ser querido va a morir, le miramos con una mirada que se fija en él como si quisiera
    retenerle. Los dos jóvenes, mudos de angustia, sin saber qué decirle a la muerte, desesperados y
    temblorosos, estaban de pie ante él, Cosette cogida de la mano de Marius.
    Jean Valjean declinaba por instantes. Descendía y se aproximaba al horizonte sombrío. Su respiración
    se había vuelto intermitente; un ligero estertor la entrecortaba. Le costaba trabajo desplazar su antebrazo,
    sus pies habían perdido todo movimiento, y al mismo tiempo que aumentaba la miseria de los miembros y
    el abatimiento del cuerpo, crecía toda la majestad del alma y se desplegaba sobre su frente. La luz del
    mundo desconocido era ya visible en sus pupilas.
    Su rostro se ponía pálido, pero al mismo tiempo sonreía. No era ya la vida, sino otra cosa. El aliento
    decaía y la mirada se sublimaba. Era un cadáver en el que se veían alas.
    Hizo señas a Cosette de que se acercara, y luego a Marius; evidentemente había llegado el postrer
    minuto de la última hora, y se puso a hablarles con una voz tan débil que parecía venir de muy lejos,
    como si en aquel momento hubiese ya una pared divisoria entre ellos y él.
    —Acercaos, acercaos los dos. Os quiero mucho. ¡Oh, qué placer morir así! También tú me quieres,
    Cosette. Yo sabía que te quedaba aún cariño por tu viejo. ¡Qué buena eres al haberme puesto el
    almohadón! Me llorarás, ¿verdad? No mucho. No quiero que sientas penas verdaderas. Divertios mucho,
    hijos míos. He olvidado decir que con las hebillas sin clavillos se ganaba aún más que con todo lo
    demás. La gruesa, las doce docenas, salía a diez francos, y se vendía a sesenta. Realmente era un buen
    negocio. No debéis pues sorprenderos de los seiscientos mil francos, señor Pontmercy. Es dinero
    honrado. Podéis ser ricos con tranquilidad. Será preciso que compréis un coche, que vayáis de vez en
    cuando a los teatros. Cosette, para ti, bonitos vestidos de baile, y para vuestros amigos, buenas comidas.
    Hace poco estaba escribiendo a Cosette; ya encontrará mi carta… A ella lego mis dos candelabros que
    están en la chimenea. Son de plata, pero para mí como si fueran de oro, o de diamantes; las velas que se
    ponen en ellos se convierten en cirios. No sé si el que me los dio está contento de mí allá arriba. He
    hecho lo que he podido. Hijos míos, no olvidéis que soy pobre, y os encargo que me hagáis enterrar en el
    primer rincón de tierra que haya a mano, bajo una piedra para señalar el lugar. Ésta es mi voluntad. No
    pongáis ningún nombre sobre la piedra. Si Cosette quiere ir a verme alguna vez, se lo agradeceré. A vos
    también, señor Pontmercy. Tengo que confesaros que no siempre os he querido; os pido perdón por ello.
    Ahora, ella y vos no sois más que una persona para mí. Os estoy muy agradecido. Veo que hacéis feliz a
    Cosette. Si supierais, señor Pontmercy, sus hermosas mejillas rosadas eran mi alegría; cuando la veía un
    poco pálida, me ponía triste. En la cómoda hay un billete de quinientos francos. Es para los pobres.
    Cosette, ¿ves tu trajecito allí sobre la cama? ¿Lo reconoces? No hace más que diez años de eso. ¡Cómo
    pasa el tiempo! Hemos sido muy felices. Hijos míos, no lloréis, no me voy muy lejos. Os veré desde allí.
    No tendréis más que mirar cuando sea de noche, y me veréis sonreír. Cosette, ¿te acuerdas de
    Montfermeil? Tú estabas en el bosque y tenías miedo; ¿te acuerdas cuando yo tomé el asa del cubo? Era
    la primera vez que tocaba tu pobre manita. ¡Estaba tan fría! ¡Ah, entonces teníais las manos muy
    enrojecidas, señorita! ¡Y blancas las tenéis ahora! ¡Y la muñeca!, ¿te acuerdas? La llamabas Catherine.
    ¡Sentías no habértela llevado al convento! ¡Cómo me hiciste reír a veces, ángel mío! Cuando había
    llovido, echabas al arroyo pedacitos de paja, y los mirabas correr. Un día te di una raqueta de mimbre y
    un volante con plumas amarillas, azules y verdes. Tú lo has olvidado ya. ¡Eras tan traviesa de pequeña!
    Jugabas y te ponías cerezas en las orejas. Éstas son cosas del pasado. Los bosques que uno ha atravesado
    con su amada niña, los árboles bajo los que se ha paseado, los contatos en donde se ha resguardado, los
    ojos, las risas infantiles, todo no es más que sombra. Había imaginado que todo eso me pertenecía. Ésta
    fue mi estupidez. Los Thénardier fueron malos, pero hay que perdonarlos. Cosette, ha llegado el momento
    de decirte el nombre de tu madre. Se llamaba Fantine. Recuerda este nombre: Fantine. Ponte de rodillas
    cada vez que lo pronuncies. Ella sufrió mucho y te quiso mucho. Su desgracia fue tan grande como grande
    es tu felicidad. Dios lo dispuso así. Él está allí arriba, nos ve a todos, y sabe lo que hace en medio de sus
    grandes estrellas. Me voy pues, mis queridos niños. Amaos siempre mucho. En el mundo casi no hay otra
    cosa que hacer. Pensaréis algunas veces en el pobre viejo que ha muerto aquí. ¡Oh, mi Cosette!, no tengo
    yo la culpa de no haberte visto durante tanto tiempo. El corazón se me desgarraba; iba hasta la esquina de
    la calle, sin que me importase el juicio que de mí formasen las gentes que me veían pasar; estaba como
    loco; una vez me fui sin sombrero. Hijos míos, empiezo a no ver claro, tenía aún muchas cosas que
    deciros, pero no importa. Pensad un poco en mí. Sois seres benditos. No sé lo que siento, pero veo una
    luz. Acercaos más. Muero feliz. Dadme vuestras cabezas amadas, muy amadas, para poner encima mis
    manos.
    Cosette y Marius cayeron de rodillas desesperados, ahogados por el llanto, cada uno sobre una de las
    manos de Jean Valjean. Aquellas manos augustas habían cesado de moverse.
    Estaba inclinado hacia atrás, y la luz de los dos candelabros le iluminaba; su blanca faz miraba al
    cielo, y dejaba a Cosette y a Marius que cubrieran de besos sus manos; estaba muerto.
    La noche era profundamente oscura y sin estrellas. Sin duda, en la sombra, algún ángel inmenso
    estaba de pie y con las alas desplegadas, esperando el alma.











    cont
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]


    _________________



    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]


    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]
    Maria Lua
    Maria Lua
    Administrador-Moderador
    Administrador-Moderador


    Cantidad de envíos : 79737
    Fecha de inscripción : 12/04/2009
    Localización : Nova Friburgo / RJ / Brasil

    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 13 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Vie 03 Ene 2025, 10:44

    ***


    VI





    LA HIERBA OCULTA, Y LA LLUVIA BORRA





    Hay en el cementerio del Pére-Lachaise, en las cercanías de la fosa común, lejos del barrio elegante
    de la ciudad de los sepulcros, lejos de todas aquellas tumbas de fantasía, que despliegan en presencia de
    la eternidad las repugnantes modas de la muerte, en un rincón desierto, al pie de una antigua pared, bajo
    un gran tejo por el cual trepan las enredaderas, en medio de la grama y el musgo, una piedra. Esta piedra
    no está menos exenta que las demás de las lepras del tiempo, de la humedad, del liquen y del estiércol de
    los pájaros. El agua la verdece, y el aire la ennegrece. No está próxima a ningún sendero, y no es
    agradable andar por allí a causa de la altura de la hierba, y porque se mojan en seguida los pies. Cuando
    sale el sol, acuden allí las lagartijas. A su alrededor se estremece la ballueca, agitada por el viento. En
    primavera, las currucas cantan en el árbol.
    Esa piedra está desnuda. Al cortarla, únicamente se pensó en las necesidades de la tumba, y no se
    tomó otra precaución que la de hacer aquella piedra lo bastante larga y ancha como para cubrir a un
    hombre.
    En ella no se lee nombre alguno.
    Solamente, hace ya muchos años, una mano escribió con lápiz cuatro versos que poco a poco se
    fueron volviendo ilegibles bajo la lluvia y el polvo, y que probablemente hoy ya estarán borrados:
    Duerme. Aunque la suerte no le fue propicia,
    vivía. Y murió cuando perdió a su ángel.
    La muerte le llegó sencillamente,
    como llega la noche cuando se marcha el día.







    [FIN DE LA OBRA]





    VICTOR MARIE HUGO
    , (Besanzón, 26 de febrero de 1802 - París, 22 de mayo de 1885), fue un poeta,
    dramaturgo y escritor romántico francés, considerado como uno de los escritores más importantes en
    lengua francesa. También fue un político e intelectual comprometido e influyente en la historia de su país
    y de la literatura del siglo XIX.
    Ocupa un puesto notable en la historia de las letras francesas del siglo XIX en una gran variedad de
    géneros y ámbitos. Fue un poeta lírico, con obras como Odas y baladas (1826), Las hojas de otoño
    (1832) o Las contemplaciones (1856), poeta comprometido contra Napoleón III en Los castigos (1853) y
    poeta épico en La leyenda de los siglos (1859 y 1877). Fue también un novelista popular y de gran éxito
    con obras como Nuestra Señora de París (1831) o Los miserables (1862). En teatro expuso su teoría del
    drama romántico en la introducción de Cromwell (1827), y la ilustra principalmente con Hernani (1830)
    y Ruy Blas (1838).
    Su extensa obra incluye también discursos políticos en la Cámara de los Pares, en la Asamblea
    Constituyente y la Asamblea Legislativa —especialmente sobre temas como la pena de muerte, la
    educación o Europa—, crónicas de viajes —El Rin (1842) o Cosas vistas, (póstuma 1887 y 1890)—, así
    como una abundante correspondencia.





    Biografía completa:
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]


    _________________



    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]


    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]

    Contenido patrocinado


    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 13 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Contenido patrocinado


      Fecha y hora actual: Jue 23 Ene 2025, 14:56