Aires de Libertad

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    VICTOR HUGO (1802-1885)

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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 12 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Vie 27 Dic 2024, 08:58

    ***

    Cosa admirable, la poesía de un pueblo es el elemento de su progreso. La cantidad de civilización se
    mide por la cantidad de imaginación. Pero un posible civilizador debe conservarse varonil. Corinto sí,
    Síbaris no. El que se afemina se envilece. Ni diletante ni virtuoso; pero es preciso ser artista. En materia
    de civilización, no ha de buscarse el refinamiento, sino lo sublime. Con esta condición, se da al género
    humano el patrón del ideal.
    El ideal moderno tiene su tipo en el arte y su medio en la ciencia. Con el auxilio de la ciencia se
    realizará esta visión augusta de los poetas: la belleza social. Se reconstruirá el Edén con A + B. Al punto
    a que ha llegado la civilización, lo exacto es un elemento necesario de lo espléndido, y el órgano
    científico no sólo sirve, sino que complementa el sentido artístico. La fantasía debe calcular. El arte, que
    es el conquistador, debe tener por punto de apoyo la ciencia, que es quien marcha. La solidez de la
    montura importa. El espíritu moderno es el genio de Grecia que tiene por vehículo el genio de la India.
    Alejandro sobre el elefante.
    Las razas petrificadas en el dogma, o desmoralizadas por el lucro, son impropias de la conducta de la
    civilización. La genuflexión delante del ídolo, o delante del escudo, atrofia el músculo que anda y la
    voluntad que va. La absorción hierática o comercial aminora la irradiación de un pueblo, baja su
    horizonte al bajar su nivel, y le retira el conocimiento, a la vez humano y divino, del fin universal, que
    constituye las naciones misioneras. Babilonia no tiene ideal; Cartago no tiene ideal. Atenas y Roma,
    tienen y conservan, incluso a través de todo el espesor nocturno de los siglos, aureolas de civilización.
    Francia es un pueblo con las mismas cualidades que Grecia e Italia. Es ateniense por amor a lo bello
    y romana por el amor a lo grande. Además, es buena. Se da. Está pronta para la abnegación y el sacrificio
    con mucha más frecuencia que los otros pueblos. Pero esta facultad, tan pronto como la coge, la deja. Y
    de ahí el gran peligro para los que corren cuando ella no quiere sino andar, o para los que andan cuando
    ella desea estarse quieta. Francia tiene sus recaídas de materialismo, y en ciertos instantes las ideas que
    obstruyen su cerebro sublime no muestran nada que recuerde la grandeza francesa. ¡Qué remedio! El
    gigante representa el papel del enano.
    La inmensa Francia tiene sus caprichos de pequeñez. A esto se reduce todo.
    No hay nada que decir. Los pueblos, como los astros, tienen el derecho al eclipse. Y todo está bien,
    con tal de que vuelva la luz y el eclipse no degenere en noche. Alba y resurrección son sinónimos. La
    reaparición de la luz es idéntica a la persistencia del yo.
    Hagamos constar estos hechos con calma. La muerte en la barricada o la tumba en el exilio es un
    recurso aceptable para la abnegación. El verdadero nombre de la abnegación es desinterés. Que los
    abandonados se dejen abandonar, que los exiliados se dejen exiliar, y limitémonos a suplicar a los
    grandes pueblos que no vayan demasiado lejos cuando retrocedan. No se debe, so pretexto de volver a la
    razón, descender demasiado.
    La materia existe, y el minuto y los intereses y el vientre existen; pero no se deben oír los consejos
    del vientre. La vida momentánea tiene su derecho, lo admitimos, pero la vida permanente tiene el suyo.
    ¡Ay! El haber subido no impide caer. Ejemplos de esto, más de los que se quisieran, se encuentran en la
    historia. Una nación es ilustre, toma el gusto al ideal, y luego se revuelve en el fango, y le sabe bien; y si
    se le pregunta cómo es que deja a Sócrates por Falstaff, responde: «Porque me gustan más los hombres
    de Estado».
    Unas palabras más antes de volver a la refriega.
    Una batalla como la que referimos en este momento no es otra cosa que una convulsión hacia lo ideal.
    El progreso con trabas es enfermizo y padece epilepsias trágicas. Esa enfermedad del progreso, la guerra
    civil, hemos debido encontrarla a nuestro paso. Es una de las fases fatales, a la vez acto y entreacto, de
    ese drama cuyo pivote es un condenado social, y cuyo título verdadero es: El Progreso.
    ¡El Progreso!
    Este grito que lanzamos a menudo es todo nuestro pensamiento; y en el punto del drama al que hemos
    llegado, teniendo que experimentar aún más de una prueba la idea que contiene, quizá nos sea permitido,
    si no descorrer el velo, al menos dejar entrever claramente la luz.
    El libro que el lector tiene ante los ojos en este instante, en su conjunto y en sus pormenores,
    cualesquiera que sean las intermitencias, las excepciones o las debilidades, es la marcha del mal al bien,
    de lo injusto a lo justo, de lo falso a lo verdadero, de la noche al día, del apetito a la conciencia, de la
    podredumbre a la vida, de la bestialidad al deber, del infierno al cielo, de la nada a Dios. Punto de
    partida: la materia; punto de llegada: el alma. La hidra al principio, el ángel al fin.







    XXI



    LOS HÉROES



    De repente, el tambor dio la señal de ataque.
    El ataque fue el huracán. La víspera, en la oscuridad, los sitiadores se habían aproximado a la
    barricada silenciosamente, como una boa. Ahora, en pleno día, en aquella calle ancha, la sorpresa era de
    todo punto imposible; además, la fuerza estaba desenmascarada; el cañón había empezado a rugir, y el
    ejército se precipitó sobre el reducto. La furia era ahora la habilidad. Una poderosa columna de
    infantería de línea, cortada a intervalos iguales por guardia nacional y municipal a pie, y apoyada en
    masas profundas a las que se oía sin verlas, desembocó en la calle a paso de carga, tocando tambores y
    clarines, con las bayonetas caladas y los zapadores a la cabeza; imperturbable bajo los proyectiles, cayó
    sobre la barricada con el peso de una viga de bronce sobre un muro.
    El muro se mantuvo firme.
    Los insurgentes hicieron fuego impetuosamente. La barricada escalada ostentó una crin de
    relámpagos. El asalto fue tan furibundo que por un momento se vio la barricada llena de sitiadores; pero
    la barricada se sacudió a los soldados como el león a los perros, y no se cubrió de combatientes sino
    como el arrecife de espuma, para reaparecer luego escarpada, negra, formidable.
    La columna, obligada a replegarse, permaneció formada en la calle, al descubierto, pero terrible, y
    respondió al reducto por medio de una espantosa descarga de fusilería. Todo el que ha visto fuegos
    artificiales recordará la gavilla de cohetes voladores que se denomina ramillete. Represéntese al lector
    ese ramillete, no vertical, sino horizontal, con una bala de fusil en cada uno de esos chorros de fuego, y
    lanzando la muerte al deshacerse sus racimos de rayos.
    De ambas partes había igual resolución. La bravura era casi bárbara, con una especie de ferocidad
    heroica que empezaba por el sacrificio de sí mismo. Era la época en que un guardia nacional combatía
    como un zuavo. La tropa quería acabar pronto; la insurrección quería luchar. La aceptación de la agonía
    en plena juventud y en plena salud convierte la intrepidez en frenesí. Cada cual tenía allí el
    engrandecimiento de la hora suprema. La calle se cubrió de cadáveres.
    La barricada tenía en uno de sus extremos a Enjolras y en el otro a Marius. Enjolras, que llevaba toda
    la barricada dentro de su cabeza, se reservaba y se ponía al abrigo de las balas; tres soldados cayeron
    uno tras otro al pie de su almena, sin haberle visto siquiera. Marius combatía al descubierto,
    constituyéndose en blanco de los fusiles enemigos. Más de la mitad de su cuerpo sobresalía por encima
    del reducto. No hay mayor prodigio que un avaro que se entrega al despilfarro, y no hay nadie más
    terrible en la pelea que el hombre soñador. Marius era formidable y pensativo. Estaba en la batalla como
    en un sueño. Hubiérase dicho un fantasma disparando tiros.
    Los cartuchos de los sitiados se agotaban, pero no sus sarcasmos. En aquel torbellino de sepulcro en
    el que se hallaban, se reían.
    Courfeyrac tenía la cabeza descubierta.
    —¿Qué has hecho de tu sombrero? —preguntó Bossuet.
    Courfeyrac respondió:
    —Han logrado quitármelo a cañonazos.
    O bien decían cosas de índole más elevada.
    —¡Cómo comprender —gritaba Feuilly con amargura— a estos hombres —y citaba los nombres,
    nombres conocidos, célebres incluso, algunos del antiguo ejército— que habían prometido unírsenos y
    habían jurado ayudarnos, que son nuestros generales y que nos abandonan!
    Combeferre se limitaba a contestar con una grave sonrisa:
    —Hay personas que observan las reglas del honor como se observan las estrellas, desde muy lejos.
    El interior de la barricada estaba sembrado de tal modo de cartuchos rotos que parecía haber nevado.
    Los asaltantes tenían la ventaja del número; los insurgentes la ventaja de la posición. Estaban en lo
    alto de una muralla, y hacían fuego a boca de jarro contra los soldados, quienes tropezaban con los
    muertos y heridos, enredándose en la escarpa. Aquella barricada, construida como estaba, y
    admirablemente apuntalada, era, en verdad, una de esas posiciones donde un puñado de hombres resisten
    a una legión. No obstante, la columna de ataque, engrosando sin cesar bajo la lluvia de balas, se acercaba
    inexorablemente; y ahora el ejército, poco a poco, paso a paso, pero con seguridad, presionaba como el
    tornillo de una prensa.
    Los asaltos se sucedieron. El horror iba en aumento.
    Entonces empezó en aquel montón de adoquines, en aquella calle, una lucha digna de una muralla de
    Troya. Aquellos hombres macilentos, harapientos, cansados, que no habían comido desde hacía
    veinticuatro horas, que no habían dormido, que sólo contaban con unos pocos tiros más, que se tentaban
    los bolsillos vacíos de cartuchos, casi todos heridos, vendada la cabeza o el brazo con un lienzo mohoso
    y negruzco, de cuyos calzones agujereados brotaba la sangre, armados con malos fusiles y viejos sables
    mellados, se convirtieron en titanes. La barricada fue abordada diez veces, y asaltada, y escalada, y en
    ninguna ocasión se consiguió tomarla.
    Para hacerse una idea de esta lucha, sería preciso imaginarse una terrible hoguera, un espantoso
    incendio. No era un combate, sino el interior de un horno; las bocas respiraban llamas; los rostros tenían
    algo de extraordinario. La forma humana parecía allí imposible; los combatientes resplandecían, y era
    monstruoso ver ir y venir por entre el humo rojizo a aquellas salamandras de la pelea.
    No es posible describir las escenas sucesivas y simultáneas de esta matanza grandiosa. Unicamente
    una epopeya tiene derecho a llenar doce mil versos con una batalla.
    Hubiérase dicho que era el infierno del brahmanismo, el más formidable de los diecisiete abismos,
    que Veda llama la Selva de Espadas.
    Se luchaba cuerpo a cuerpo, palmo a palmo, a pistoletazos, a sablazos, a puñetazos de lejos, de cerca,
    desde arriba, desde abajo, desde todas partes, desde los tejados de la casa, desde las ventanas de la
    taberna, desde los respiraderos de las bodegas, donde algunos se habían retirado. Eran uno contra
    sesenta. La fachada de Corinto, a medio demoler, estaba horrible. La ventana, tatuada de metralla, había
    perdido los vidrios y los marcos, y no era más que un enorme agujero, precipitadamente tapado con
    adoquines. Bossuet murió; Feuilly murió; Courfeyrac murió; Joly murió; Combeferre, atravesado el pecho
    por tres bayonetazos, en el momento en que relevaba a un soldado herido, no tuvo tiempo más que para
    mirar al cielo, y expiró.
    Marius, combatiendo siempre, estaba tan acribillado de heridas, particularmente en la cabeza, que su
    rostro desaparecía bajo la sangre, y se hubiera dicho que lo llevaba cubierto con un pañuelo encarnado.
    Enj oirás era el único que no había sido alcanzado. Cuando no tenía arma, extendía la mano a derecha
    e izquierda, y un insurrecto le daba una cualquiera. No le quedaba sino un pedazo de cuatro espadas, una
    más que Francisco I, en Marignan.
    Homero dice: «Diomedes degüella a Axilio, hijo de Teutranide, que habitaba en la feliz Arisba;
    Eurialo, hijo de Mecisteo, extermina a Dresos, y Ofeltios a Esepo y a Pedaso, el que la náyade
    Abarbarea concibió del irreprochable Bucolionte; Ulises derriba a Pidites de Percosa; Antíloco a
    Ablero; Polipetes a Astialo; Polidamas a Otos de Cilene, y Teuco a Aretaonte. Megantios muere
    atravesado por la pica de Euripiles. Agamenón, rey de los héroes, arroja en tierra a Elates, oriundo de la
    escarpada ciudad que baña el sonoro río Satnois».
    En nuestros viejos poemas de gestas, Esplandian ataca con un hacha de fuego al gigante marqués de
    Swantibore, el cual se defiende lapidando al caballero, con torres que arranca de raíz. Nuestros antiguos
    frescos murales nos muestran a los duques de Bretaña y Borbón armados con sus escudos de guerra, a
    caballo, y abordándose uno a otro, empuñada el hacha de combate, con máscaras de hierro, botas de
    hierro, guantes de hierro, uno con manto de armiño, y el otro de azul; Bretaña con su león entre los dos
    cuernos de su corona, y Borbón con un casco de visera que figuraba una monstruosa flor de lis. Pero para
    ser soberbio no es necesario llevar como Yvon el morrión ducal, ni tener en la mano como Esplandian,
    una llama viva, o como Files, padre de Polidamas, haber traído de Epiro una buena armadura, regalo del
    rey de los hombres Eufetes. Basta dar la vida por una convicción o por una lealtad. Ese soldado sencillo,
    ayer campesino en Beauce o Limousin, que ronda con el machete al costado a las niñeras del
    Luxemburgo, o ese estudiante pálido inclinado sobre un estuche de anatomía, o sobre un libro, rubio
    adolescente que corta su barba con tijeras; tomadlos a ambos, insufladles el deber, metedlos frente a
    frente en la encrucijada de Boucherat, o en la callejuela sin salida de Planche-Mibray, que uno combata
    por su bandera y otro por su ideal; que imaginen los dos que combaten por la patria; la lucha será
    colosal; y la sombra que harán en el gran campo épico donde lucha la humanidad, el currutaco y el
    estudiantillo, igualará a la sombra que proyecta Megarion, rey de la Licia llena de tigres, luchando
    cuerpo a cuerpo con el inmenso Ajax, igual a los dioses.










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    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 12 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Vie 27 Dic 2024, 09:01

    ***

    XXII



    PALMO A PALMO



    Cuando no quedaron vivos más jefes que Enjolras y Marius, en los extremos de la barricada, el
    centro, que habían sostenido tanto tiempo Courfeyrac, Joly, Bossuet, Feuilly y Combeferre, cedió.
    El cañón, sin abrir una brecha practicable, había ensanchado bastante la parte media del reducto; allí,
    la parte alta de la muralla había desaparecido a impulsos de las balas; y los escombros, que caían ya
    hacia el interior, ya hacia el exterior, acabaron por formar, amontonándose a ambos lados, dos declives;
    uno dentro y otro fuera. El declive exterior ofrecía a los sitiadores un plano inclinado.
    Intentóse por allí un supremo asalto, y este asalto tuvo éxito. La masa erizada de bayonetas y lanzada
    al paso gimnástico llegó con irresistible empuje, y el frente de la columna de ataque apareció entre el
    humo en lo alto de la escarpa. Esta vez todo había terminado. El grupo de insurgentes que defendía el
    centro retrocedió en desorden.
    Entonces despertóse en algunos el sombrío amor a la vida. Viéndose blanco de aquella selva de
    fusiles, no querían ya morir. Es un minuto en el que el instinto de conservación lanza alaridos, y en el que
    la bestia reaparece en el hombre. Estaban arrimados a la casa de seis pisos que servía de fondo al
    reducto. Aquella casa podía ser la salvación. Hallábase barrada, y como cerrada de arriba abajo. Antes
    de que la tropa de línea estuviera en el interior del reducto, había tiempo para abrir y cerrar una puerta,
    la duración de un relámpago bastaba para eso, y la puerta de aquella casa, entreabierta bruscamente, y
    cerrada en seguida, era la vida para aquellos desesperados. Detrás de aquella casa, estaban las calles, la
    huida posible, el espacio. Se pusieron a llamar a aquella puerta a golpes de fusil y a patadas, llamando,
    gritando, suplicando, uniendo las manos. Nadie abrió. Desde el ventanuco del tercer piso, la cabeza
    muerta los miraba.
    Pero Enjolras y Marius, y siete u ocho más que los seguían, corrieron a protegerlos. Enjolras había
    gritado a los soldados: «¡Deteneos!», y como un oficial no obedeciese, Enjolras le había matado. Estaba
    ahora en el pequeño patio interior del reducto, con la espada en una mano, la carabina en la otra,
    manteniendo abierta la puerta de Corinto, que impedía traspasar a los sitiadores. Gritó a los
    desesperados: «No hay más que una puerta abierta. Ésta». Y cubriéndola con su cuerpo, él solo hacía
    frente a un batallón. Sus compañeros se precipitaron dentro. Enjolras, ejecutando con su carabina, de la
    que ahora se servía como de un bastón, lo que los peritos llaman molinete, paró los bayonetazos
    alrededor de sí, y entró el último; hubo un instante horrible, cuando los soldados querían penetrar y los
    insurrectos querían cerrar. La puerta fue cerrada con una violencia tal que cortó los cinco dedos de un
    soldado que se había asido a ella.
    Marius se había quedado fuera. Un disparo acababa de romperle la clavícula; sintió que se
    desvanecía y caía. En aquel momento, con los ojos ya cerrados, experimentó la conmoción de una
    vigorosa mano que le cogía, y su desvanecimiento, en el que se perdió, le permitió apenas este
    pensamiento, en el que se mezclaba el supremo recuerdo de Cosette: «Me han hecho prisionero. Me
    fusilarán».
    Enjolras, al no ver a Marius entre los refugiados de la taberna, tuvo la misma idea. Pero se hallaban
    en el instante en el que no se tiene tiempo de pensar más que en la propia muerte. Enjolras sujetó la barra
    de la puerta, echó el cerrojo, dio dos vueltas a la llave y puso las cadenas, mientras por la parte de fuera
    atacaban furiosamente los soldados con las culatas de los fusiles y los zapadores con sus hachas. Los
    asaltantes se habían agrupado ante aquella puerta. Empezaba el sitio de la taberna.
    Los soldados, preciso es decirlo, estaban ciegos de cólera.
    La muerte del sargento de artillería los había irritado, y además, cosa aún más funesta, durante el
    transcurso de las horas anteriores al ataque, había circulado entre ellos la noticia de que los insurrectos
    mutilaban a los prisioneros, y que se veía en la taberna el cadáver de un soldado sin cabeza. Este género
    de rumores fatales es el acompañamiento corriente de las guerras civiles, y fue un rumor de esta especie
    el que causó más tarde la catástrofe de la calle Transnonain.
    Cuando la puerta quedó atrancada, Enjolras dijo a los suyos:
    —Vendámonos caro.
    Luego se acercó a la mesa donde estaban tendidos Mabeuf y Gavroche. Veíanse bajo el paño negro,
    dos formas derechas y rígidas, una grande y otra pequeña, y los dos rostros se dibujaban vagamente bajo
    los pliegues fríos del sudario. Una mano salía por debajo del lienzo y colgaba hacia el suelo. Era la del
    anciano.
    Enjolras se inclinó y besó aquella mano venerable, igual que la víspera había besado la frente.
    Eran los dos únicos besos que había dado en su vida.
    Abreviemos. La barricada había luchado como una puerta de Tebas, y la taberna luchó como una casa
    de Zaragoza. Semejantes resistencias son feroces. No hay cuartel, 110 hay capitulación posible. Se quiere
    morir con tal de matar. Cuando Suchet dijo: «Capitulad», Palafox
    [491]
    responde: «Después de la guerra
    del cañón, la del cuchillo». Nada faltó a la toma por asalto de la taberna de Hucheloup; ni los adoquines
    lloviendo desde la ventana y el tejado sobre los asaltantes, exasperando a los soldados con
    aplastamientos horribles; ni los disparos desde el sótano y las buhardillas; ni el furor del ataque; ni la
    rabia de la defensa; ni al fin, cuando cedió la puerta, la frenética demencia de la exterminación. Los
    asaltantes, al precipitarse dentro de la taberna con los pies enredados en los tableros de la puerta rota y
    derribada, no encontraron ni un solo combatiente. La escalera en espiral, cortada a hachazos, yacía en
    medio de la sala baja; algunos heridos acababan de expirar; los que no estaban muertos estaban en el piso
    principal, y allí, por el agujero del techo que había servido de entrada a la escalera, empezó un espantoso
    fuego. Eran los últimos cartuchos. Cuando no quedó ya ni pólvora ni balas para aquellos formidables
    agonizantes, cada uno tomó en la mano dos de las botellas reservadas por Enjolras y de las que hemos
    hablado ya, e hicieron frente al enemigo con estas mazas horriblemente frágiles. Eran botellas de
    aguafuerte. Referimos los hechos lúgubres de la matanza tales como son. El sitiado, ¡ay!, echa mano de
    todo. El fuego griego no ha deshonrado a Arquímedes, ni la pez hirviente a Bayard. La guerra es todo
    espanto y no hay en ella nada que elegir. La fusilería de los sitiadores, aunque con la molestia de tener
    que dirigirse de abajo hacia arriba, era mortífera. El reborde del agujero del techo viose pronto rodeado
    de cabezas muertas de donde corría la sangre en rojos y humeantes hilos. El ruido era indecible; un humo
    espeso y ardiente esparcía casi la noche sobre aquel combate. Faltan las palabras para describir el
    horror, cuando llega hasta un grado tal. Ya no quedaban hombres en aquella lucha ahora infernal. No eran
    más que gigantes contra colosos. Parecíase aquello más a Milton y a Dante que a Homero. Demonios
    atacaban y espectros resistían.
    Era el heroísmo monstruoso.






    XXIII




    ORESTES EN AYUNAS Y PÍLADES EBRIO




    En fin, subiéndose unos sobre otros, ayudándose con el esqueleto de la escalera, trepando por las
    paredes, asiéndose al techo, acuchillando al borde mismo de la trampa a los últimos que resistían, unos
    veinte de los sitiadores, soldados, guardias nacionales, guardias municipales, desfigurados la mayor
    parte por las heridas recibidas en el rostro al realizar aquella terrible ascensión, cegados por la sangre,
    furiosos, salvajes, se precipitaron en la sala del primer piso. No quedaba en pie más que un sólo hombre:
    Enjolras. Sin cartuchos, sin espada, no le quedaba en la mano más que el cañón de su carabina, cuya
    culata había roto sobre la cabeza de los que entraban. Había puesto la mesa de billar entre los asaltantes
    y él; había retrocedido hasta el ángulo de la sala, y allí, con la mirada desafiante, la cabeza alta y aquel
    trozo de arma en la mano, inspiraba aún bastante inquietud para que nadie se atreviese a acercarse. Se
    oyó un grito:
    —Es el jefe. Es el que ha matado al artillero. Que se quede ahí. Lo fusilaremos en ese mismo sitio.
    —Fusiladme —dijo Enjolras.
    Y arrojó el cañón de su carabina y cruzó los brazos.
    La audacia de una muerte heroica conmueve siempre a los hombres. En cuanto Enjolras cruzó los
    brazos, aceptando el fin, el ensordecimiento de la lucha cesó en la sala, y aquel caos se apaciguó
    súbitamente convirtiéndose en una especie de solemnidad sepulcral. Parecía que la majestad
    amenazadora de Enjolras, desarmado e inmóvil, pesara sobre aquel tumulto, y que aunque no fuera más
    que por la autoridad de su mirada tranquila, aquel joven, el único que no había sido herido, soberbio,
    ensangrentado, encantador, indiferente como un invulnerable, obligó a aquella siniestra gente a matarle
    con respeto. Su belleza, aumentada en aquel momento por su altivez, despedía un vivísimo brillo, y como
    si el cansancio, lo mismo que las heridas, no tuviera poder sobre él, después de las horribles veinticuatro
    horas que acababan de transcurrir, estaba fresco y sonrosado. Quizá se refiriese a él el testigo que dijo
    luego ante el consejo de guerra:
    —Había un insurrecto a quien oí llamar Apolo.
    Un guardia nacional que apuntaba a Enjolras bajó su arma, diciendo:
    —Me parece como si fuera a fusilar a una flor.
    Doce hombres formaron en pelotón en el ángulo opuesto a Enjolras y cargaron sus fusiles en silencio.
    Luego, un sargento exclamó:
    —¡Apunten!
    Intervino un oficial.
    —Esperad. —Y añadió dirigiéndose a Enjolras—: ¿Queréis que os venden los ojos?
    —No.
    —¿Sois vos, en efecto, quien mató al sargento de artillería?
    —Sí.
    Hacía un instante que se había despertado Grantaire.
    Grantaire, como recordará el lector, dormía desde la víspera en la sala alta de la taberna, sentado en
    una silla y con la cabeza sobre una mesa.
    Encarnaba en toda su extensión la antigua metáfora «difunto de taberna». El horrible filtro de
    aguardiente, cerveza yajenjo le había aletargado. Su mesa era pequeña, y no podía servir para la
    barricada; se la dejaron. Seguía en la misma postura, con el pecho doblado y la cabeza apoyada sobre los
    brazos, rodeado de vasos, chopes y botellas. Dormía con el sueño profundo del oso entorpecido o de la
    sanguijuela ya harta. Ni el fuego de los fusiles, ni el del cañón, ni la metralla que penetraba por la
    ventana de la sala donde estaba, ni la prodigiosa baraúnda del asalto, le despertaron. Sólo de vez en
    cuando, respondía al cañón con un ronquido. Parecía esperar allí a que una bala le ahorrase el trabajo de
    abrir los ojos. Varios cadáveres yacían a su alrededor; y a primera vista, nada le diferenciaba de los que
    estaban entregados al profundo sueño de la muerte.
    El ruido no despierta a un borracho, pero sí el silencio. Esta singularidad ha sido observada más de
    una vez. La caída de todo a su alrededor aumentaba el letargo de Grantaire; el derrumbamiento le
    arrullaba. La especie de alto que hizo el tumulto delante de Enjolras fue una sacudida para aquel pesado
    sueño. Es el efecto de un coche al galope que se detiene en seco. Los que estaban dormidos se despiertan;
    Grantaire se incorporó sobresaltado, extendió los brazos, se frotó los ojos, miró, bostezó y comprendió.
    La embriaguez que concluye se asemeja a una cortina que se desgarra. Se ve en conjunto y de una sola
    vez todo lo que ocultaba. Todo se ofrece súbitamente a la memoria; y el borracho que no sabe nada de lo
    que ha pasado hace veinticuatro horas, no ha acabado aún de abrir los párpados cuando ya está al cabo
    de todo. Las ideas le vuelven con súbita lucidez; la opacidad de la embriaguez, especie de vaho que
    cegaba el cerebro, se disipa y da lugar a la clara y distinta percepción de la realidad.
    Relegado como estaba en un rincón y como protegido detrás del billar, los soldados, con la vista fija
    en Enjolras, no habían advertido siquiera la presencia de Grantaire, y el sargento se preparaba para
    repetir la orden «¡Apunten!» cuando de repente oyeron una fuerte voz, exclamando a su lado:
    —¡Viva la república! Aquí estoy yo.
    Grantaire se había levantado.
    El inmenso resplandor del combate, al que él no había asistido, apareció en la brillante mirada del
    borracho transfigurado.
    Repitió «¡Viva la república!», atravesó la sala con paso firme y fue a colocarse delante de los fusiles,
    en pie, junto a Enjolras.
    —Matad a dos de un golpe —dijo. Y volviéndose hacia Enjolras con dulzura, le dijo—: ¿Lo
    permites?
    Enjolras le estrechó la mano sonriendo.
    Aún no había acabado de sonreír cuando estalló la detonación.
    Enjolras, atravesado por ocho tiros, quedó apoyado en la pared, como si las balas le hubiesen
    clavado allí. No hizo más que inclinar la cabeza.
    Grantaire, como herido por el rayo, cayó a sus pies.
    Algunos instantes después, los soldados desalojaban a los últimos insurrectos que se habían refugiado
    en lo alto de la casa. Tiraban dentro de las buhardillas a través de un enrejado de madera. Se luchaba en
    el tejado. Se echaban cuerpos por las ventanas, algunos aún vivos. Dos cazadores, que intentaban poner
    en pie el ómnibus hecho pedazos, fueron muertos por dos disparos de carabina desde la buhardilla. Un
    hombre con blusa, a quien precipitaron desde aquella altura, traspasado el vientre de un bayonetazo, se
    revolcaba en el estertor de la agonía. Un soldado y un insurrecto resbalaban juntos por el declive del
    tejado, sin querer desasirse, y caían ferozmente abrazados. Lucha semejante en el sótano. Gritos,
    disparos, pataleo espantoso. Luego, el silencio. La barricada había sido tomada.
    Los soldados empezaron el registro de las casas vecinas y la persecución de los fugitivos






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    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 12 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Vie 27 Dic 2024, 09:42

    ***

    XXIV



    PRISIONERO




    Marius estaba prisionero, en efecto. Prisionero de Jean Valjean.
    La mano que le había asido por detrás en el momento de caer, y cuya presión había sentido al
    desvanecerse, era la de Jean Valjean.
    Jean Valjean no había tomado en el combate más parte que la de exponer su vida. Sin él, en aquella
    fase suprema de la agonía, nadie hubiera pensado en los heridos. Gracias a él, presente como la
    providencia en todos lados durante la matanza, los que caían eran levantados, trasladados a la sala baja y
    curados. En los intervalos, reparaba la barricada. Pero nada que pudiera parecerse a un golpe, a un
    ataque, ni siquiera a una defensa personal, salió de sus manos. Se callaba y socorría. Por lo demás,
    apenas tenía algunos rasguños. Las balas le habían respetado. Si el suicidio formaba parte del plan que se
    había forjado al dirigirse a aquel sepulcro, el éxito no le había sonreído. Pero dudamos de que hubiera
    pensado en el suicidio, acto irreligioso.
    Jean Valjean, en medio de la densa niebla del combate, no aparentaba ver a Marius, cuando, sin
    embargo, no le perdía de vista ni un solo instante. Cuando un balazo derribó a Marius, Jean Valjean saltó
    con la agilidad de un tigre y se lo llevó.
    El torbellino del ataque estaba en aquel momento concentrado de tal modo en Enjolras y la puerta de
    la taberna que nadie vio a Jean Valjean, sosteniendo en sus brazos a Marius desvanecido, atravesar la
    calle desempedrada de la barricada y desaparecer detrás del ángulo de la casa de Corinto.
    El lector recordará este ángulo, que formaba una especie de cabo en la calle; protegía de las balas y
    la metralla, y también de las miradas, algunos pies cuadrados de terreno. Hay a veces en los incendios
    una habitación que no arde, y en los mares más furiosos, detrás de un promontorio, o al final de una serie
    de escollos, un rincón tranquilo. En esta especie de repliegue del trapecio interior de la barricada, había
    agonizado Éponine.
    Allí, Jean Valjean se detuvo, dejó en el suelo a Marius, se apoyó contra la pared y miró a su
    alrededor.
    La situación era terrible.
    Por el momento, tal vez durante dos o tres minutos, aquel lienzo de pared era un abrigo; pero ¿cómo
    alejarse de aquella matanza? Recordaba la angustia que había experimentado en la calle Polonceau, ocho
    años antes, y de qué manera había conseguido salir del apuro; entonces era difícil, hoy resultaba
    imposible. Tenía delante de él aquella sorda e implacable casa de seis pisos que parecía habitada sólo
    por el hombre muerto inclinado en la ventana; a su derecha tenía la barricada bastante baja que cerraba la
    Petite-Truanderie; saltar aquel obstáculo parecía fácil, pero por encima del parapeto se distinguía una
    hilera de puntas de bayonetas. Era la tropa de línea, apostada al otro lado de la barricada, y en acecho.
    Era evidente que franquear la barricada era buscar un fuego de pelotón, y que cualquier cabeza que se
    aventurara a atravesar la muralla de adoquines serviría de blanco a sesenta tiros de fusil. A la izquierda
    estaba el campo de batalla, la muerte estaba detrás del ángulo de la pared.
    ¿Qué hacer?
    Sólo un pájaro hubiera podido salir de allí.
    Y era preciso decidirse en un instante, hallar un recurso, una resolución. A algunos pasos de aquel
    sitio, se combatía aún, y por fortuna, todo se concentraba en un solo punto, la puerta de la taberna; pero si
    a un soldado, a uno solo, se le ocurría dar la vuelta a la casa, o atacarla por el flanco, todo habría
    concluido.
    Jean Valjean miró la casa de enfrente, luego la barricada de la derecha y por último el suelo, con la
    violencia de la angustia suprema, desesperado, y como si hubiese querido abrir un agujero con los ojos.
    A fuerza de mirar, bosquejóse y llegó a adquirir forma una cosa vagamente perceptible en tal agonía,
    como si la vista tuviera el poder de hacer brotar el objeto pedido. Descubrió a pocos pasos de él, y al
    pie del parapeto con tanto rigor custodiado desde fuera, bajo un hundimiento de adoquines que la
    ocultaban en parte, una reja de hierro colocada al nivel del piso. Esta reja, hecha de fuertes barrotes
    transversales, tenía unos dos pies cuadrados aproximadamente. El marco de adoquines que la sostenía
    había sido arrancado, y estaba como desencajada. A través de los barrotes se advertía una abertura
    oscura algo semejante al conducto de una chimenea, o al cilindro de una cisterna. Jean Valjean se
    abalanzó. Su vieja ciencia de evasión le subió al cerebro como una luz. Separar los adoquines, levantar
    la reja, cargar sobre sus hombros a Marius, inerte como un cuerpo muerto, descender con aquel fardo
    sobre los riñones, ayudándose con los codos y las rodillas, por aquella especie de foso, felizmente poco
    profundo, dejar caer por encima de su cabeza la pesada trampa de hierro, que los adoquines,
    derrumbándose, cubrieron de nuevo, y llegar a una superficie embaldosada, a tres metros por debajo del
    suelo, todo fue ejecutado como lo que se hace en el delirio, con una fuerza de gigante y una rapidez de
    águila; apenas duró algunos minutos.
    Jean Valjean se encontró con Marius, que seguía desvanecido, en una especie de largo corredor
    subterráneo.
    Allí reinaba una paz profunda, un silencio absoluto, la noche.
    La impresión que había experimentado en otra ocasión, cuando saltó de la calle al convento, le vino a
    la mente. Sólo que ahora no llevaba consigo a Cosette, sino a Marius.
    Apenas oía por encima de su cabeza algo semejante a un vago murmullo; era el formidable tumulto de
    la taberna tomada por asalto.





    LIBRO SEGUNDO



    EL INTESTINO DE LEVIATÁN





    I



    LA TIERRA EMPOBRECIDA POR EL MAR




    París arroja anualmente veinticinco millones al agua. Y no hablamos metafóricamente. ¿Cómo y de
    qué manera?: día y noche. ¿Con qué objeto?: sin ningún objeto. ¿Con qué idea?: sin pensarlo. ¿Para qué?:
    para nada. ¿Por medio de qué órgano?: por medio de su intestino. ¿Cuál es su intestino?: la alcantarilla.
    Veinticinco millones es la más moderada de las cifras aproximadas que dan los cálculos de la ciencia
    especial.
    La ciencia, después de haber andado a tientas durante mucho tiempo, sabe hoy que el más fecundo y
    eficaz de los abonos es el abono humano. Los chinos, digámoslo para nuestra vergüenza, lo sabían antes
    que nosotros. Ningún labrador chino (lo ha dicho Eckeberg) vuelve de la ciudad sin traer en los extremos
    de su bambú dos cubos llenos de lo que nosotros llamamos inmundicias. Gracias al abono humano, la
    tierra en China está aún tan joven como en los tiempos de Abraham. El trigo chino da hasta ciento
    veintiocho granos por semilla. No hay guano comparable en fertilidad al detritus de una capital. Una gran
    ciudad es el mejor de los estercoleros. Emplear la ciudad en abonar la llanura sería asegurarse un éxito
    infalible. Si nuestro oro es estiércol, en cambio, nuestro estiércol es oro.
    ¿Qué se hace con ese oro-estiércol? Se lo arroja al abismo.
    Se envían convoyes de buques, que ocasionan grandes gastos, para recoger en el polo austral el
    excremento de los petreles y pingüinos, y el incalculable elemento de opulencia que se tiene al alcance de
    la mano se tira al mar. Todo el abono humano y animal que el mundo pierde, devuelto a la tierra en lugar
    de ser arrojado al mar, bastaría para alimentar al mundo.
    Estos montones de inmundicias de las esquinas y bordillos, esos carros de basura que se zangolotean
    por la noche en las calles, esos horribles toneles del muladar, estos fétidos arroyos de fango que el
    empedrado oculta, ¿sabéis lo que son? Son la pradera en flor, la hierba verde, el serpol, el tomillo, la
    salvia; son la caza, el ganado, el mugido de satisfacción de los bueyes por la tarde; son heno oloroso,
    trigo dorado, pan en vuestra mesa, sangre caliente en vuestras venas; son salud, alegría, vida. Así lo
    quiere esta creación misteriosa que es la transformación sobre la tierra y la transfiguración en el cielo.
    Devolved todo esto al gran crisol y saldrá de él vuestra abundancia. La nutrición de las llanuras
    forma el alimento de los hombres.
    Dueños sois de perder esta riqueza, y de juzgarme además ridículo. Será la obra maestra de vuestra
    ignorancia.
    Las estadísticas han calculado que Francia por sí sola vierte todos los años en el Atlántico por boca
    de sus ríos, quinientos millones. Con estos quinientos millones, se pagaría la cuarta parte de los gastos
    del presupuesto; y, sin embargo, la habilidad de los hombres es tal que prefiere desprenderse de ellos,
    regalándolos al arroyo. La sustancia misma del pueblo, aquí gota a gota, allá a oleadas, se la lleva tras de
    sí el miserable derramamiento de nuestras alcantarillas en los ríos y el gigantesco vómito de nuestros ríos
    en el océano. Cada hipo de nuestras cloacas nos cuesta mil francos. Dos son sus resultados: la tierra
    empobrecida y el agua apestada. El hambre saliendo del surco y la enfermedad del río.
    Es notorio, por ejemplo, que hoy el Támesis envenena a Londres.
    En cuanto a París, ha sido preciso en estos últimos tiempos hacer que la mayor parte de las
    alcantarillas desemboquen más allá del último puente.
    Un doble aparato tubular, provisto de válvulas y exclusas aspirantes e impelentes, un sistema de
    drenaje elemental, sencillo como el pulmón del hombre, y que está en pleno funcionamiento en varias
    comunas de Inglaterra, bastaría para traer a nuestras ciudades el agua pura de los campos, y para enviar a
    nuestros campos el agua rica de las ciudades, y por este sistema, el más sencillo del mundo,
    aprovecharíamos los quinientos millones arrojados fuera. Se piensa en otras cosas.
    El procedimiento actual hace el mal queriendo hacer el bien. La intención es buena, el resultado es
    triste. Se cree expurgar la ciudad y se enferma a la población. Una alcantarilla es un malentendido.
    Cuando en todas partes el drenaje, con su doble función, restituyendo lo que toma, haya reemplazado a la
    alcantarilla, simple lavado empobrecedor, entonces, combinándose esto con los datos de una nueva
    economía social, el producto de la tierra será duplicado y el problema de la miseria singularmente
    atenuado. Añádase la supresión de los parasitismos y quedará resuelto.
    Entretanto, la riqueza pública se marcha al río, y la merma sigue. Merma, sí, ésta es la palabra.
    Europa se arruina por consunción.
    En cuanto a Francia, acabamos de mencionar su cifra. Ahora bien, como París contiene la vigésimo
    quinta parte de la población francesa total, y el guano parisiense es el más rico de todos, no se llega
    todavía al guarismo verdadero al evaluar en veinticinco millones la parte de pérdida de París en los
    quinientos millones que Francia deshecha anualmente. Estos veinticinco millones empleados en
    asistencia y goces doblarían el esplendor de París. La ciudad los gasta en cloacas. De manera que puede
    decirse que la gran prodigalidad de París, su fiesta maravillosa, su Folie-Beaujon
    [492] su orgía, su fortuna
    derramada a manos llenas, su fasto, su lujo, su magnificencia, es su alcantarilla.
    De esta suerte, en la ceguera de una mala economía política, se ahoga y se deja arrastrar por la
    corriente y perderse en los abismos el bienestar de todos. Convendría que hubiesen redes en Saint-Cloud,
    para la fortuna pública.
    Económicamente, el hecho puede resumirse así: París manirroto.
    París, esa ciudad modelo, ese patrón de capitales bien construidas, y de la que cada pueblo procura
    tener una copia, metrópoli de lo ideal, augusta patria de la iniciativa, del impulso y del ensayo, centro y
    mansión de las inteligencias, ciudad-nación, colmena del porvenir, admirable mezcla de Babilonia y de
    Corinto, hace, desde el punto de vista que acabamos de considerar, encogerse de hombros a un labrador
    de FoKian.
    Imitad a París y os arruinaréis.
    Por lo demás, en este despilfarro insensato, el mismo París imita.
    Estas sorprendentes ineptitudes no son nuevas; la necedad en el presente caso, viene de muy atrás.
    Los antiguos obraban como los modernos. «Las cloacas de Roma —dice Liebig— han absorbido todo el
    bienestar del labrador romano». Cuando la campiña de Roma fue arruinada por la alcantarilla romana,
    Roma agotó los recursos de Italia, y cuando hubo vaciado a Italia en su cloaca, hizo lo propio con Sicilia,
    luego Cerdeña y luego África. La alcantarilla de Roma se ha tragado el mundo. Esta cloaca ofrecía sus
    tragaderas a la ciudad y al universo. Urbi et orbi. Villa eterna, alcantarilla insondable.
    En estas cosas, como en otras, Roma da el ejemplo.
    París sigue este ejemplo, con la estupidez propia de las ciudades de talento.
    Para las necesidades de la operación de que hemos hablado, París tiene debajo de sí otro París. Un
    París de alcantarillas, con sus calles, sus encrucijadas, sus plazas, sus callejuelas sin salida, sus arterias
    y su circulación, que es fango, faltando sólo la figura humana.
    Porque no debe adularse a nadie, ni siquiera a un gran pueblo. Donde hay de todo, se encuentra la
    ignominia al lado de lo sublime; y si París contiene a Atenas, la ciudad de las luces, a Tiro, la ciudad del
    poder, a Esparta, la ciudad de la virtud, a Nínive, la ciudad del prodigio, contiene también a Lutecia, la
    ciudad del cieno.
    Por otra parte, el sello de su poder está también presente y la titánica sentina de París ostenta, entre
    sus monumentos, ese ideal extraño realizado en la humanidad por algunos hombres tales como
    Maquiavelo, Bacon y Mirabeau: lo grandioso abyecto.
    El subsuelo de París, si la vista pudiera penetrar su superficie, presentaría el aspecto de una
    madrépora colosal. Una esponja no tiene más boquetes y pasillos que el pedazo de tierra, de seis leguas
    de circuito, donde descansa la antigua gran ciudad. Sin hablar de las catacumbas, que son una cueva
    aparte, sin hablar del confuso enrejado de las cañerías del gas, sin contar con el vasto sistema tubular de
    la distribución de agua corriente a las fuentes públicas, las alcantarillas por sí solas forman, en las dos
    riberas, una prodigiosa red subterránea; laberinto cuyo hilo es la pendiente.
    Allí aparece en la bruma húmeda la rata, que parece el producto del parto de París




    II



    LA HISTORIA ANTIGUA DE LA ALCANTARILLA





    Si imaginamos a París levantado como una tapadera, la red subterránea de las alcantarillas, vista a
    vuelo de pájaro, dibujará en las dos orillas una especie de rama gruesa injertada al río. En la orilla
    derecha, la alcantarilla del centro será el tronco de esta rama, y los conductos secundarios serán ramas, y
    los callejones sin salida las ramitas.
    Esta imagen está hecha a grandes rasgos, y no es del todo exacta, pues el ángulo recto, que es el
    ángulo habitual de este género de ramificaciones subterráneas es muy raro en la vegetación.
    Nos formaremos una imagen más adecuada de este extraño plano geométrico figurándonos ver en el
    suelo, sobre un fondo de tinieblas, algún extraño alfabeto oriental, en desorden, y cuyas letras deformes
    estuviesen soldadas unas con otras, como a la ventura, ora por sus ángulos, ora por sus extremidades.
    Las sentinas y los albañales representaban un gran papel en la Edad Media, y en el bajo Imperio y en
    el antiguo Oriente. La peste nacía en ellos, y los déspotas iban allí a morir. Las multitudes miraban casi
    con temor religioso esos lechos de podredumbre, cunas monstruosas de la muerte. El foso de los gusanos
    de Benarés no era menos vertiginoso que el de los leones de Babilonia. Teglat-Falasar, según los libros
    bíblicos, juraba por la sentina de Nínive. Del albañal de Munster, Jean de Leyde hacía salir su falsa luna,
    y del pozo-cloaca de Kekhscheb, su gemelo oriental, Mokanna, el profeta velado del Korasán, hacía salir
    su falso sol.
    La historia de los hombres se refleja en la historia de las cloacas. Las gemonías eran los fastos de
    Roma. La alcantarilla de París ha sido una antigualla formidable. Ha sido sepulcro y ha sido asilo. El
    crimen, la inteligencia, la protesta social, la libertad de conciencia, el pensamiento, el robo, todo lo que
    las leyes humanas persiguen o han perseguido, se ha ocultado en este agujero; los maillotins
    [493]
    , en el
    siglo XIV, los capeadores en el siglo XV, los hugonotes en el siglo XVI, los iluminados de Morin, en el
    siglo XVII, los chauf eurs
    [494] en el siglo XVIII. Hace cien años, de allí salía la puñalada nocturna, y por
    allí se deslizaba el ratero para librarse del peligro. El bosque tenía la caverna y París la alcantarilla. La
    truhanería, los pilluelos galos, aceptaba la alcantarilla como sucursal de la Corte de los Milagros, y por
    la noche, ruin y feroz, entraba en el vomitorio Maubuée como en una alcoba.
    Era muy sencillo que los que tenían por lugar de trabajo cotidiano el callejón Vide-Gousset, o la calle
    Coupe-Gorge, tuvieran por domicilio nocturno el puentecillo de Chemin-Vert, o la huronera Hurepoix. De
    aquí provienen una multitud de recuerdos. Fantasmas de todas clases frecuentaban esos largos corredores
    solitarios; en todas partes, la podredumbre y el miasma; acá y allá un respiradero, en donde Villon, desde
    dentro, habla con Rabelais, situado fuera.
    La alcantarilla, en el viejo París, es la cita de todos los aniquilamientos y de todos los ensayos. La
    economía política ve en ella un detritus y la filosofía social un resultado.
    La alcantarilla es la conciencia de la población. Todo converge en ella, y en ella se confronta. En este
    lugar lívido hay tinieblas pero no hay ya secretos. Cada cosa tiene su forma verdadera, o al menos su
    forma definitiva. El montón de basuras puede alegar en su favor que no es mentiroso. La ingenuidad se ha
    refugiado allí. En él se encuentra la máscara de Basilio, pero se ve el cartón y el bramante, lo interior y
    lo exterior, todo realzado con un honrado cieno. Cerca está la falsa nariz de Scapin. Todas las porquerías
    de la civilización, cuando ya no sirven, caen en ese foso de verdad, adonde va a parar el inmenso
    derrame social. Se sumergen en él, pero se ponen al mismo tiempo de manifiesto. Aquella mezcla es una
    confesión. No más falsas apariencias; ya no hay afeite ni disfraz posibles, la basura se quita la camisa;
    desnudez absoluta, disipación de ilusiones; lo que es, nada más que lo que es, con la siniestra figura de lo
    que acaba. Realidad y desaparición. Allí una botella rota confiesa los excesos de la embriaguez; el asa
    de una cesta refiere la vida doméstica; el corazón de manzana que ha tenido opiniones literarias vuelve a
    ser corazón de manzana; la efigie del cuarto se cubre francamente de herrumbre; el salivazo de Caifás se
    encuentra con el vómito de Falstaff; el luis de oro que sale del garito choca con el clavo de donde cuelga
    el extremo de cuerda del suicidio; el feto lívido rueda con las lentejuelas que bailaron el último martes
    de Carnaval en la ópera; el bonete que ha juzgado a los hombres se revuelca con el harapo que fue la
    falda de la mujer galante; pasa de fraternidad, es ya tuteo. Todo lo que se acicalaba ahora se empuerca.
    El último velo se ha arrancado. Una alcantarilla es un cínico. Lo dice todo.
    Esta sinceridad de la inmundicia tiene algo de bueno y alivia el alma. Cuando se ha vivido teniendo
    que soportar el espectáculo de la gran importancia que se arrogan en la tierra la razón de Estado, el
    juramento, la sabiduría política, la justicia humana, la probidad profesional, las austeridades de
    situación, las togas incorruptibles, consuela entrar en una alcantarilla y ver el fango a que se ha reducido
    todo esto.
    Además, enseña. Acabamos de decirlo, la historia pasa por la alcantarilla. Las matanzas, como la de
    la noche de San Bartolomé, filtran gota a gota por entre los adoquines. Los grandes asesinatos públicos,
    las carnicerías políticas y religiosas, atraviesan ese subterráneo de la civilización y arrojan en él sus
    cadáveres. Para el pensador, todos los asesinos políticos están allí, en la horrible penumbra, de rodillas,
    con un pedazo de sudario por delantal, lavando lúgubremente con una esponja las manchas de sus
    crímenes. Luis XI está allí en compañía de Tristán, Francisco I y Duprat, Carlos IX y su madre, Richelieu
    con Luis XIII, Louvois, Letellier, Hébert y Maillard, arañando las piedras por si consiguen que
    desaparezca la huella de sus acciones. Se oye bajo estas bóvedas la escoba de los espectros. Se respira
    la fetidez enorme de las catástrofes sociales. Se ven en las esquinas reflejos rojizos. Corre allí un agua
    terrible, donde se han lavado las manos ensangrentadas.
    El observador social debe entrar en estas sombras. Forman parte de su laboratorio. La filosofía en el
    microscopio del pensamiento. Todo quiere huir de ella, pero nada se le escapa. Tergiversar es inútil.
    ¿Qué lado es el que se muestra al tergiversar?, el de la vergüenza. La filosofía persigue al mal, con su
    mirada fiel, y no le permite evadirse en la nada. En el eclipse de las cosas que desaparecen, en el
    empequeñecimiento de las cosas que se desvanecen, todo lo conoce. Reconstruye la púrpura con el jirón,
    y la mujer con el harapo. Con la cloaca rehace la ciudad; con el barro rehace las costumbres. Del tiesto
    saca el ánfora o el cántaro. Reconoce por la huella de una uña sobre el pergamino la diferencia que
    separa la judería de la Judengasse de la judería del Ghetto. Encuentra en lo que es lo que ha sido, el bien,
    el mal, lo falso, lo verdadero, la mancha de sangre del palacio, el borrón de tinta de la caverna, la gota
    de sebo del lupanar, las pruebas sufridas, las tentaciones, las orgías vomitadas, el pliegue que han hecho
    los caracteres al rebajarse, la huella de la prostitución en las almas groseras, y en el traje de los mozos
    de cuerda de Roma, la señal del codazo de Mesalina.










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    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
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    y tren de tus ilusiones."
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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 12 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Vie 27 Dic 2024, 09:44

    ***


    III




    BRUNESEAU





    La alcantarilla de París era legendaria en la Edad Media. En el siglo XVI, Enrique II intentó un sondeo
    que abortó. No hace aún cien años, la cloaca, según testifica Mercier
    [495]
    , quedó abandonada a sí misma y
    llegó a ser lo que buenamente pudo.
    El antiguo París estaba entregado a las disputas, a las indecisiones y a los ensayos. Fue por mucho
    tiempo bastante torpe. Después vino el 89 a mostrar cómo el talento vuelve a las ciudades. Pero en los
    viejos tiempos la capital tenía poca cabeza; no sabía desempeñar sus asuntos, ni moral ni materialmente,
    y lo mismo ignoraba cómo barrer las inmundicias que cómo extirpar los abusos. Todo eran obstáculos; en
    todas partes surgían disputas. Por ejemplo, la alcantarilla era refractaria a todo itinerario. No se
    orientaban en el muladar ni se entendían en la ciudad: arriba lo ininteligible, abajo lo intrincado; la
    confusión de las lenguas sobre la confusión de los subterráneos. Babel sobre Dédalo.
    Algunas veces, a la alcantarilla de París se le ocurría desbordarse, como si ese Nilo desconocido
    montase de repente en cólera. Había, cosa infame, inundaciones de alcantarilla. A veces, el estómago de
    la civilización digería mal, la cloaca refluía a la garganta de la ciudad y París tenía el regusto de su
    barro. Estas semejanzas de la alcantarilla con el remordimiento eran buenas, en cuanto eran otros tantos
    avisos; pero se recibían mal, pues la ciudad se indignaba de que su cieno mostrase tal audacia, y no se
    avenía con aquel sabor a basura. El remedio era digerirla mejor.
    La inundación de 1802 es uno de los recuerdos actuales de los parisienses de ochenta años. El fango
    se derramó por la plaza de las Victories, donde está la estatua de Luis XIV; entró en la calle SaintHonoré por las dos bocas de alcantarilla de los Campos Elíseos, en la calle Saint-Florentin por la
    alcantarilla Saint-Florentin, en la calle
    Pierre-á-Poisson, por la alcantarilla de la Sonnerie, en la calle Popin-court por la alcantarilla de
    Chemin-Vert, en la calle de la Roquette por la alcantarilla de la calle de Lappe; cubrió los adoquines de
    la calle de los Campos Elíseos, hasta una altura de treinta y cinco centímetros; y al mediodía, por el
    vomitorio del Sena, que hacía su función en sentido inverso, penetró en la calle Mazarine, en la calle
    Feuchaudé y en la calle de Marais, donde se detuvo a una distancia de ciento nueve metros, precisamente
    a pocos pasos de la casa que había habitado Racine, respetando en el siglo XVII al poeta más que al rey.
    Alcanzó su profundidad máxima en la calle Saint-Pierre, donde subió hasta tres pies por encima de las
    baldosas de la exclusa, y su extensión máxima en la calle Saint-Sabin, donde se extendió en una longitud
    de doscientos treinta y ocho metros.
    A principios de este siglo, la alcantarilla de París era aún un lugar misterioso. El barro nunca puede
    gozar de buena reputación; pero aquí, la mala fama llegaba hasta el pavor. París sabía confusamente que
    había debajo de sí una cueva terrible. Se hablaba de ella como de ese monstruoso charco de Tebas,
    donde pululaban escolopendras de quince pies de longitud, y que hubiera podido servir de bañera a
    Behemoth. Las gruesas botas de los alcantarilleros no se aventuraban nunca más allá de ciertos puntos
    conocidos. Estaban aún muy próximos los tiempos en que los carros de basura, desde lo alto de los
    cuales Sainte-Foix fraternizaba con el marqués de Créqui, se vaciaban simplemente en la alcantarilla. En
    cuanto a la limpieza, se confiaba esta función a los chaparrones, que en vez de barrer acumulaban más
    basura. Roma, por lo menos, dejaba alguna poesía a su cloaca, dándole el nombre de gemonías; París
    insultaba a la suya, llamándola el agujero hediondo. La ciencia y la superstición estaban de acuerdo para
    el horror. El agujero hediondo no repugnaba menos a la higiene que a la leyenda. El fantasma, el coco,
    surgía bajo el fétido arco de la alcantarilla Mouffetard; los cadáveres de los Marmousets habían sido
    arrojados, en la alcantarilla de la Barillerie; Fagon había atribuido la terrible fiebre maligna de 1635 a la
    gran hendidura de la alcantarilla del Marais, que permaneció abierta hasta 1833 en la calle Saint-Louis,
    casi enfrente de la muestra del Messager Galant. La boca de alcantarilla de la calle de la Mortellerie era
    célebre por las pestes que de allí salían; con su reja de hierro con puntas que simulaban una hilera de
    dientes, era, en esta calle fatal, como la boca de un dragón soplando el infierno sobre los hombres. La
    imaginación popular sazonaba el sombrío vertedero parisiense con cierta horrible mezcla de infinito. La
    alcantarilla carecía de fondo. Era el Báratro. La idea de explorar estas regiones leprosas no se le ocurría
    ni siquiera a la policía. Tantear aquel desconocido, arrojar la sonda en aquella sombra, ir a explorar
    semejante abismo, ¿a quién iba a ocurrírsele? Era espantoso. Presentóse sin embargo una persona. La
    cloaca tuvo su Cristóbal Colón.
    Un día, en 1805, en una de esas extrañas apariciones que el emperador hacía en París, el ministro del
    Interior, un Decrés, o un Crétet cualquiera, fue a verle. Oíase en el Carroussel el ruido de los sables de
    todos aquellos soldados extraordinarios de la gran república y del gran imperio, había un agolpamiento
    de héroes a la puerta de Napoleón; hombres del Rin, del Escalda, del Adige y del Niió; compañeros de
    Joubert, de Desaix, de Marceau, de Hoche, de Kléber; aeróstatas de Fleurus, granaderos de Maguncia,
    pontoneros de Génova, húsares a quienes habían visto las pirámides, artilleros a quienes habían
    salpicado las balas de Junot, coraceros de los que tomaron por asalto la escuadra fondeada en el
    Zuyderzee; unos habían seguido a Bonaparte al puente de Lodi, otros habían acompañado a Murat a la
    trinchera de Mantua, y los demás habían precedido a Lannes en el barranco de Montebello. Todo el
    ejército de entonces se hallaba allí, en el patio de las Tullerías, representado por una escuadra o un
    pelotón, y custodiando a Napoleón que descansaba. Era la época espléndida en que el gran ejército tenía
    tras de sí a Marengo y delante a Austerlitz.
    —Sire —dijo el ministro del Interior a Napoleón—, ayer vi al hombre más intrépido de vuestro
    imperio.
    —¿Quién es ese hombre? —preguntó bruscamente el emperador—. ¿Qué es lo que ha hecho?
    —Quiere hacer una cosa, sire.
    —¿Qué cosa?
    —Visitar las alcantarillas de París.
    Este hombre existía y se llamaba Bruneseau.




    IV



    DETALLES IGNORADOS




    La visita tuvo lugar. Fue una formidable campaña; una batalla nocturna contra la peste y la asfixia.
    Fue al mismo tiempo un viaje de exploración. Uno de los supervivientes de esta exploración, obrero
    inteligente, entonces muy joven, relataba aún hace algunos años los curiosos detalles que Bruneseau creyó
    un deber omitir en su informe al jefe de policía, como indignos del estilo administrativo.
    Los procedimientos de desinfección eran muy rudimentarios en esa época. Apenas Bruneseau hubo
    franqueado las primeras articulaciones de la red subterránea, ocho de los veinte trabajadores se negaron
    a seguir adelante. La operación era complicada; la visita implicaba la limpieza; era preciso, pues,
    limpiar y al mismo tiempo fijar cada punto; anotar las entradas de agua, contar las rejas y las bocas,
    detallar las ramificaciones, indicar las corrientes en los puntos de división, reconocer las
    circunscripciones respectivas de los varios depósitos, sondear las pequeñas alcantarillas injertadas a la
    alcantarilla principal, medir la, altura de cada corredor, y el ancho, tanto en el arranque de la bóveda
    como en el suelo; determinar, en fin, las ordenanzas de la nivelación de cada desagüe, con relación a la
    alcantarilla y a la calle.
    Adelantaban penosamente. No era raro que las escalerillas de descenso se sumergieran en tres pies
    de fango, las linternas agonizaban en los miasmas. De vez en cuando, había que llevarse a un
    alcantarillen) desvanecido. En algunos sitios, tropezábase con precipicios, y era que el suelo se había
    hundido, transformándose la alcantarilla en un pozo. No se encontraba el punto sólido; un hombre
    desapareció bruscamente, y costó mucho trabajo sacarle. Por consejo de Fourcroy
    [496]
    , se encendían de
    trecho en trecho, en los lugares suficientemente saneados, grandes cajas llenas de estopa embebida de
    resina. La muralla, de vez en cuando, estaba cubierta de excrecencias deformes, que parecían tumores; la
    misma piedra parecía enferma en aquel lugar irrespirable.
    Bruneseau, en su exploración, procedió desde arriba hacia abajo. En el punto divisorio de los dos
    conductos de agua de Grand-Hurleur
    [497]
    , consiguió leer en una piedra saliente ésta fecha: 1550; aquella
    piedra señalaba el límite hasta donde había llegado Philibert Delorme, encargado por Enrique II de
    visitar los caminos subterráneos de París. Esta piedra era la señal del siglo XVI en la alcantarilla.
    Bruneseau encontró la obra del siglo XVII en el conducto de Ponceau y en el conducto de la calle Vieilledu-Temple, cuyas bóvedas se habían construido entre 1600 y 1650, y la obra del siglo XVII en la sección
    oeste del canal colector, encajado y abovedado en 1740. Estas dos bóvedas, especialmente la más
    reciente, la de 1740, estaban más agrietadas y decrépitas que la manipostería de la alcantarilla del
    centro, construida en 1412, época en que el arroyo de Ménilmontant fue elevado a la dignidad de gran
    alcantarillado de París, ascenso análogo al de un campesino que se hubiera convertido en primer ayuda
    de cámara del rey; algo así como Gros-Jean transformado en Lebel.
    Creyóse reconocer aquí y allá, en particular bajo el Palacio de Justicia, alvéolos de antiguos
    calabozos practicados en la alcantarilla misma. Horrible in pace. Una argolla de hierro colgaba en una
    de las celdas. Las tapiaron todas. Algunos descubrimientos eran rarísimos; entre otros, el esqueleto de un
    orangután desaparecido del Jardin des Plantes en 1800, desaparición probablemente relacionada con la
    famosa e incontestable aparición del diablo en la calle de los Bernardins en el último año del siglo XVIII.
    El pobre diablo había acabado por ahogarse en la alcantarilla.
    Debajo del largo pasillo cintrado que conduce a Arche-Marion
    [498] se encontró una canasta de
    trapero, perfectamente conservada, que dejó admirados a los descubridores. Por todas partes, el cieno,
    en el que los alcantarilleros se movían con singular arrojo, abundaba en objetos preciosos, en alhajas de
    oro y plata, en pedrerías y monedas. Un gigante que hubiera filtrado la cloaca habría encontrado en su
    tamiz la riqueza de los siglos. En el punto de división de los dos empalmes de la calle de Temple y de la
    calle Sainte-Avoye se recogió una singular medalla hugonote en cobre, que tenía en una cara un cerdo con
    birrete de cardenal y en la otra un lobo con tiara en la cabeza.
    El hallazgo más sorprendente tuvo lugar a la entrada de la Gran Alcantarilla. Esta entrada había
    estado cerrada en otro tiempo con una reja, de la que sólo quedaban los goznes. De uno de estos goznes
    pendía una especie de harapo informe y sucio, que sin duda, detenido allí al caer, flotaba en la sombra.
    Bruneseau acercó su linterna y examinó aquel jirón. Era de batista muy fina, y en una de las puntas, menos
    agostada que las demás, se distinguía una corona heráldica, con estas siete letras bordadas encima:
    LAVBESP. La corona era la de un marqués, y las letras significaban Laubespine. Se descubrió que se
    trataba de un pedazo del sudario de Marat.
    Marat, en su juventud, había tenido amores. Era cuando formaba parte de la casa del conde de Artois
    en calidad de veterinario. De sus amores con una gran dama, históricamente comprobados, le había
    quedado aquella sábana; si en calidad de desperdicio o de recuerdo, lo ignoramos. Cuando murió, como
    fue el único lienzo fino que había en su casa, se le enterró envuelto en él. Las viejas amortajaron con
    aquel lienzo, teatro un día de voluptuosidades, al trágico Amigo del Pueblo.
    Bruneseau siguió adelante. Dejóse el harapo donde estaba, sin tocarlo siquiera. ¿Fue por desprecio o
    por respeto? Marat merecía ambas cosas. Y además, el destino había impreso allí suficientemente su
    sello y no debía mezclarse ninguna mano extraña. Por otra parte, es preciso dejar a las cosas del sepulcro
    en el lugar que ellas mismas escogen. En suma, la reliquia era singular. Una marquesa había dormido en
    ella; Marat se había podrido en ella; había atravesado el panteón para ir a servir de pasto a las ratas de
    alcantarilla. Aquel andrajo de alcoba, cuyos pliegues había dibujado alegremente Watteau en otro tiempo,
    había acabado por ser digno de la mirada de Dante.
    La visita total del muladar subterráneo de París duró siete años, desde 1805 a 1812. Mientras andaba,
    Bruneseau señalaba, dirigía y llevaba a cabo trabajos considerables; en 1808 bajó el suelo de Ponceau, y
    creando en todas partes nuevas líneas, hizo avanzar la alcantarilla en 1809, bajo la calle Saint-Denis,
    hasta la fuente de los Innocentes; en 1810, bajo la calle Froindmanteau
    [499] y bajo la Salpétriére; en 1811,
    bajo la calle Neuve-des-Petits-Péres
    [500]
    , bajo la calle del Mail, bajo la calle de l’Echarpe
    [501]
    , bajo la
    plaza Royale; en 1812, bajo la calle de la Paix y bajo la calzada de Antin. Al mismo tiempo, hacía
    desinfectar y sanear toda la red. Desde el segundo año, Bruneseau se proporcionó un auxiliar, su yerno
    Nargaud.
    De este modo, la vieja sociedad limpió a principios de este siglo su fondo interior, y vistió de gala su
    alcantarilla. El aseo ganó en ello.
    Tortuosa, llena de grietas, desempedrada, cuarteada, cortada en hondonadas, zangoloteada por codos
    extraños, subiendo y bajando sin lógica, fétida, salvaje, feroz, sumida en la oscuridad, con cicatrices
    sobre sus baldosas y cuchilladas en sus paredes, espantosa; tal era, vista retrospectivamente, la antigua
    alcantarilla de París. Ramificaciones en todos los sentidos, cruzamientos de zanjas, empalmes, patas de
    ganso, estrellas, como en las minas, callejones sin salida, bóvedas salitrosas, sumideros infectos,
    exudaciones cayendo de los techos, tinieblas; nada igualaba al horror de esta antigua cripta exutoria,
    aparato digestivo de Babilonia, antro, foso, abismo atravesado de calles, ratonera titánica donde el
    espíritu creía ver vagar, en medio de la sombra, entre inmundicias que fueron esplendor, a ese enorme
    topo ciego: el pasado.
    Ésta, lo repetimos, era la alcantarilla de otro tiempo.







    V



    PROGRESO ACTUAL





    Hoy, la alcantarilla es limpia, fría; sus líneas son rectas, su estilo correcto. Casi realiza el ideal de lo
    que se entiende en Inglaterra por la «respetable». No se aparta de las reglas, es de color grisáceo, está
    tirada a cordel; podríamos decir que se ha puesto de veinticinco alfileres. Aseméjase a un proveedor
    convertido en consejero de Estado. Se ve en ella casi claro. El fango se porta con decencia.
    A primera vista, se la tomaría por uno de esos corredores subterráneos tan comunes antiguamente, y
    tan útiles para las fugas de los monarcas y de los príncipes, en aquel buen tiempo «en que el pueblo
    amaba a sus reyes».
    La alcantarilla actual es una hermosa alcantarilla, reina en ella el estilo puro; el alejandrino clásico
    rectilíneo, que expulsado de la poesía parece haberse refugiado en la arquitectura, como si quisiera
    aparecer en todas las piedras de esta larga bóveda tenebrosa y blancuzca; cada abismo es una arcada; la
    calle de Rivoli es artística hasta en la cloaca.
    Por lo demás, en ninguna parte está más en su lugar la línea geométrica que en la zanja que recibe el
    estiércol de una gran ciudad. Allí, todo debe subordinarse al camino más corto.
    La alcantarilla ha tomado hoy cierto aspecto oficial. La misma policía, en sus informes, no le falta al
    respeto. Las palabras que la caracterizan en el lenguaje administrativo son dignas y elevadas. Lo que
    antes se llamaba tripa se llama hoy galería; lo que antes llevaba el nombre de agujero hoy lleva el de
    atabe. Víllón no conocería ya su antigua morada in extremis. Esa red de subterráneos tiene siempre, se
    supone, su inmemorial población de roedores, más numerosa que nunca; de vez en cuando una rata vieja
    asoma la cabeza por la alcantarilla y examina a los parisienses; pero incluso esa inmundicia se
    domestica, encontrándose satisfecha de su abovedado palacio.
    No queda nada de la primitiva ferocidad de la cloaca. La lluvia, que emporcaba el albañal antiguo,
    lava el moderno. Sin embargo, no hay que fiarse demasiado. Los miasmas la habitan aún. Es más bien
    hipócrita que irreprochable. Por más que se empeñe la prefectura de Policía y la junta de Sanidad, a
    pesar de todos los procedimientos empleados, exhala siempre cierto olorcillo vago y sospechoso, como
    Tartufo después de la confesión.
    Convengamos, no obstante, en que, como la limpieza es un homenaje que el albañal tributa a la
    civilización, y como, desde este punto de vista, la conciencia de Tartufo es un progreso si se compara con
    el establo de Augias, la alcantarilla de París ha mejorado.
    Es más que progreso, es una transformación. Entre la antigua alcantarilla y la actual, media una
    revolución. ¿Quién ha hecho esta revolución?
    El hombre que todo el mundo olvida, Bruneseau.





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    Mensaje por Maria Lua Sáb 28 Dic 2024, 09:38

    ***

    VI



    PROGRESO FUTURO



    La construcción de la alcantarilla de París no ha sido una obra insignificante. Los últimos diez siglos
    han trabajado en ella sin poder terminarla, como tampoco han podido terminar París. La alcantarilla sigue
    paso a paso el desarrollo de París. Es, en la tierra, una especie de pólipo tenebroso de mil arterias, que
    crece debajo al mismo tiempo que la ciudad crece encima. Siempre que la ciudad abre una nueva calle,
    el albañal alarga el brazo. La vieja monarquía no había construido sino veintitrés mil trescientos metros
    de alcantarilla; a ese punto había llegado París el 1.° de enero de 1806.
    A partir de esa época, de la que volveremos a hablar luego, la obra ha sido útil y enérgicamente
    continuada y reformada. Napoleón ha construido (los guarismos no dejan de ser curiosos) cuatro mil
    ochocientos treinta y seis metros; Luis XVIII, cinco mil setecientos nueve; Carlos X, mil ochocientos
    treinta y seis; Luis Felipe, ochenta y nueve mil veinte; la República de 1848, veintitrés mil trescientos
    ochenta y uno; el régimen actual, setenta mil quinientos; total, hasta el presente, doscientos veintiséis mil
    seiscientos diez metros. Sesenta leguas de alcantarillas; entrañas enormes de París. Ramificación oscura,
    siempre trabajando; construcción ignorada e inmensa.
    Como se ve, el dédalo subterráneo de París es hoy más que el décuplo de lo que era al principio del
    siglo. Da pena figurarse la perseverancia y los esfuerzos que han sido menester para conducir esta cloaca
    al punto de relativa perfección en que se encuentra ahora. Con ímprobo trabajo había pedido el viejo
    prebostazgo monárquico y, en los últimos diez años del siglo XVIII, la alcaldía revolucionaria, llegar a
    construir las cinco leguas de alcantarillado que existían antes de 1806. Obstáculos de todo género
    trabaron esta operación, unos propios de la naturaleza del suelo y otros inherentes a los prejuicios
    mismos dé la población laboriosa de París. París está construido sobre un terreno extrañamente rebelde
    al pico, al hacha, a la sonda, a la intervención humana. Nada tan difícil como perforar y penetrar la
    formación geológica, a la cual se superpone la maravillosa formación histórica llamada París. En cuanto
    cualquier trabajo se empeña y aventura en este terreno de aluvión, las resistencias subterráneas abundan.
    Son arcillas líquidas; son manantiales vivos, dura roca, légamo blando y profundo que la ciencia especial
    designa con el nombre de mostazas. El pico avanza laboriosamente en las capas calcáreas alternadas con
    hilos de greda muy delgados y capas muy esquistosas incrustadas de conchas de ostras, contemporáneas
    de los océanos preadaníticos.
    Ya es un arroyo que hace reventar de improviso una bóveda comenzada, ya es una irrupción de marga
    que se abre camino y se precipita con la furia de una catarata rompiendo como vidrio los más fuertes
    maderos. Recientemente, en Villette, cuando fue preciso, sin interrumpir la navegación ni variar el cauce,
    hacer pasar la alcantarilla colectora por debajo del canal Saint-Martin, se abrió una grieta en el depósito
    principal, cayendo de repente el agua en el subterráneo, sin que bastasen las bombas para detener la
    inundación. Hubo que apelar a un buzo, el cual, con mucho trabajo, logró al fin tapar la grieta que estaba
    en la garganta del depósito.
    Cerca del Sena, y también bastante lejos de este río, como, por ejemplo, en Belleville, Grande-Rue y
    pasaje Luniére, hay arenas sin fondo, donde un hombre puede deslizarse y desaparecer en un santiamén.
    Añádase a esto la asfixia causada por los miasmas, los derrumbamientos que sepultan en vida y los
    hundimientos repentinos. Agréguese también el tifus, del que los trabajadores se impregnan lentamente.
    En nuestros días, después de haber abierto la galería de Clichy, con banqueta para recibir una cañería
    del Ourcq, trabajo ejecutado en zanja, a diez metros de profundidad; después de haber formado la bóveda
    de la Biévre, desde el bulevar de L’Hópital hasta el Sena, a pesar de los derrumbamientos, y con ayuda
    de las excavaciones, muchas veces pútridas, y de los apuntamientos, con objeto de liberar a París de las
    aguas torrenciales de Montmartre y dar salida a esa charca fluvial de nueve hectáreas que se corrompía
    junto a la barrera
    [502] de los Martyrs
    [503]
    , construida la línea de la alcantarilla de la barrera Blanche en el
    camino de Aubervilliers
    [504]
    , en cuatro meses, día y noche, a la profundidad de once metros; después de,
    cosa no vista hasta entonces, haber hecho subterráneamente una alcantarilla en la calle Barre-du-Bec, sin
    zanja, a seis metros por debajo del suelo, el conductor Monnot murió. Después de haber abovedado tres
    mil metros de alcantarillado en todos los puntos de la ciudad, desde la calle Travesiére-SaintAntoine
    [505]
    , a la calle Lourcine, después de, por medio del empalme de la Arbaléte, haber descargado
    las inundaciones pluviales de la encrucijada Censier-Mouffetard, después de haber construido la
    alcantarilla Saint-Georges, sobre cimientos de rocas y con hormigón en arenas movedizas; después de
    haber dirigido el temible descenso del suelo del ramal de Notre-Dame-de-Nazareth, el ingeniero Duleau
    murió. No hay boletines para estos actos de bravura, más útiles, sin embargo, que la brutal carnicería de
    los campos de batalla.
    Las alcantarillas de París, en 1832, estaban lejos de ser lo que son hoy. Bruneseau había dado el
    impulso, pero fue preciso el cólera para determinar la vasta reconstrucción que tuvo lugar más tarde. Es
    sorprendente oír decir, por ejemplo, que en 1821 una parte de la alcantarilla del centro, llamada Grand
    Canal, como en Venecia, se corrompía incluso al aire libre, en la calle de las Gourdes. No fue hasta 1823
    que la ciudad de París encontró en sus bolsillos los doscientos sesenta y seis mil ochenta francos y seis
    céntimos necesarios para cubrir semejante inmundicia. Los tres pozos absorbentes de Combat, de la
    Cunette y de Saint-Mandé, con sus abismos, sus aparatos, sus sumideros y ramales depuratorios se
    construyeron en 1836. El muladar de París ha sido hecho de nuevo, y como hemos dicho ya, se ha
    decuplicado de veinticinco años a esta parte.
    Hace treinta años, en la época de la insurrección del 5 y 6 de junio, existía aún en muchos sitios la
    alcantarilla antigua. Muchas calles que hoy forman comba eran entonces calzadas donde se veía, en el
    punto donde iban a parar las vertientes, grandes rejas cuadradas y provistas de gruesos barrotes, cuyo
    hierro lucía bruñido por los pasos de la multitud, peligrosos y resbaladizos para las caballerías de los
    carruajes.
    En 1832, la antigua cloaca gótica mostraba aún cínicamente sus bocas en muchas calles: calle de
    FÉtoile, calle Saint-Louis, calle del Temple, calle Vieille-du-Temple, calle Notre-Dame-de-Nazareth,
    calle Folie-Méricourt, muelle de las Fleurs, calle del Petit-Musc, calle de Normandie, calle Pont-auxBiches, calle de los Marais, calle Notre-Dame-des-Victoires, faubourg Saint-Martin, faubourg Montmartre, calle Grange-Bateliére, calle Jacob, calle Tournon. Eran enormes aberturas de piedra, a veces
    rodeadas de guardacantones, de una desvergüenza monumental.
    París, en 1806, tenía casi las mismas alcantarillas que en mayo de 1663: cinco mil trescientas
    veintiocho toesas. Después de Bruneseau, el 1.° de enero de 1832, tenía cuarenta mil trescientos metros.
    De 1806 a 1831 se había construido anualmente una media de setecientos cincuenta metros; desde
    entonces se han construido todos los años ocho e incluso diez mil metros de galerías, todo de
    mampostería, con baño de cal hidráulica y cimientos de hormigón. A doscientos francos el metro, las
    sesenta leguas de alcantarillas del París actual representan cuarenta y ocho millones.
    Además del progreso económico que al principio hemos indicado, se asocian graves problemas de
    higiene pública a las alcantarillas de París.

    París está entre dos capas, una capa de agua y una capa de aire. La capa de agua, extendida a una
    profundidad bastante grande, pero que ha sido sondeada ya dos veces, proviene de la capa de asperón
    verde situada entre la creta y la piedra caliza jurásica; esta capa puede representarse por un disco de
    veinticinco leguas de radio. Multitud de ríos y de riachuelos se rezuman allí; en un vaso de agua de los
    pozos de Grenelle se bebe el Sena, el Marne, el Yonne, el Aisne, el Oise, el Cher, el Vienne y el Lxúra.
    La capa de aguas es salubre; primero viene del cielo y luego de la tierra; la capa de aire es malsana,
    procede de las alcantarillas. Todos los miasmas de cloaca se mezclan al aire respirable de la ciudad; de
    ahí este mal aliento. El aire que se respira junto a un estercolero, y esto ha sido establecido
    científicamente, es más puro que el aire que se respira en París. En un tiempo dado, con la ayuda del
    progreso, después de que se perfeccione el mecanismo y que la luz se difunda, se empleará la capa de
    agua para purificar la capa de aire. Es decir, para lavar la alcantarilla. Por lavado de alcantarilla
    entendemos restitución del fango a la tierra; restituir el estiércol al suelo, el abono a los campos. Se
    conseguirá por este solo hecho, para toda la comunidad social, la disminución de la miseria y el aumento
    de la salud. Hoy, la irradiación de las enfermedades de París se extiende a cincuenta leguas en derredor
    del Louvre, tomando éste como centro del círculo contagioso.
    Podría decirse que desde hace diez siglos la cloaca es la enfermedad de París. La alcantarilla es el
    vicio que la ciudad lleva en la sangre. El instinto popular no se ha engañado nunca. El oficio de
    alcantarillero era en otro tiempo casi tan peligroso y tan repugnante como el de descuartizador, reputado
    tan horrible durante mucho tiempo, y que se dejaba al verdugo. Necesitábase el incentivo de una paga
    crecida para que el albañil se decidiese a bajar a ese fétido abismo; ponía la escalera de mala gana, y era
    corriente el dicho: «Bajar a la alcantarilla es como entrar en la fosa». Leyendas de todas clases, según
    llevamos relatado, cubrían de espanto este vertedero colosal; temible sentina donde aparece la huella de
    las revoluciones del globo y de las revoluciones de los hombres, y en la cual se encuentran vestigios de
    todos los cataclismos, desde las conchas diluvianas hasta el harapo de Marat.





    LIBRO TERCERO





    EL LODO, PERO TAMBIÉN EL ALMA






    I



    LA CLOACA Y SUS SORPRESAS




    Era en la alcantarilla de París donde se encontraba Jean Valjean.
    Otra semejanza de París con el mar. Como en el océano, el buzo puede desaparecer allí.
    La transición era inaudita. En el centro mismo de la ciudad, Jean Valjean había salido de ella; y en un
    abrir y cerrar de ojos, el tiempo de levantar una tapa y de volverla a colocar, había pasado de la plena
    luz a la oscuridad completa, de mediodía a medianoche, del ruido al silencio, del torbellino de los
    truenos al estancamiento de la tumba, y por una peripecia aún más prodigiosa que la de la calle
    Polonceau, del mayor peligro a la seguridad más absoluta.
    Caída brusca en una cueva; desaparición en los calabozos de París. Dejar aquella calle, donde en
    todas partes se hallaba la muerte, por una especie de sepulcro, donde se hallaba la vida; fue un instante
    extraño. Permaneció aturdido durante algunos segundos, escuchando, estupefacto. La trampa de la
    salvación se había abierto súbitamente bajo sus pies. La bondad celeste le había cogido, digámoslo así,
    por traición. Adorables emboscadas de la providencia.
    Entretanto, el herido no se movía, y Jean Valjean no sabía si lo que había traído consigo a aquella
    fosa era un vivo o un muerto.
    Su primera sensación fue de ceguera. Bruscamente, no vio nada. Le pareció también que en un minuto
    se había vuelto sordo. Ya no oía nada. El frenético huracán de la matanza que se desencadenaba a algunos
    pies por encima de él no le llegaba, ya lo hemos dicho, gracias al espesor de tierra que le separaba, sino
    apagado e indistinto, y como un rumor en una profundidad. Lo único que supo fue que pisaba algo sólido;
    esto era todo; pero bastaba. Extendió un brazo, luego el otro, y tocó el muro por ambos lados,
    descubriendo que el corredor era estrecho; resbaló, y descubrió que el embaldosado estaba mojado.
    Adelantó un pie con precaución, temiendo hallar un agujero, un pozo, algún abismo; descubrió que el
    pavimento continuaba. Una bocanada de fetidez le advirtió del lugar donde se hallaba.
    Al cabo de algunos instantes, ya no estaba ciego. Un poco de luz entraba por el ventanuco por el que
    se había deslizado, y su mirada se había habituado a aquella cueva. Empezó a distinguir alguna cosa. La
    galería donde se había soterrado (no hay otra palabra que exprese mejor la situación) estaba cerrada por
    una pared a su espalda. Era uno de esos callejones sin salida que el lenguaje especializado llama
    empalmes. Delante de él, había otra pared, una pared de tinieblas. La claridad del ventanuco expiraba a
    diez o doce pasos del punto en el que se hallaba Jean Valjean, y apenas reflejaba una blancura pálida a
    algunos metros de la húmeda pared de la alcantarilla. Más allá, la opacidad era maciza; penetrar en ella
    parecía horrible, y la entrada semejaba una inmersión.
    Sin embargo, podía sumergirse en aquella muralla de bruma, y era preciso que lo hiciera. Jean
    Valjean pensó que la reja que él había descubierto bajo los adoquines también podían encontrarla los
    soldados, y que todo estaba sujeto a este azar. Podían también ellos bajar al pozo y registrarlo. No había
    un minuto que perder. Había dejado a Marius en el suelo; lo recogió, ésta es también la palabra justa, lo
    cargó sobre sus espaldas y se puso en marcha. Entró resueltamente en aquella oscuridad






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    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 12 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Sáb 28 Dic 2024, 09:40

    ***

    La realidad es que estaban menos a salvo de lo que Jean Valjean creía. Peligros de otro género, y no
    menores, los aguardaban. Después del torbellino fulgurante del combate, la caverna de los miasmas y las
    trampas; después del caos, la cloaca. Jean Valjean había caído de un círculo del infierno a otro.
    Cuando hubo dado cincuenta pasos, tuvo que detenerse. Le surgió una duda. La galería desembocaba
    en otro ramal con el que tropezaba transversalmente. Allí se le ofrecían dos caminos. ¿Cuál de ellos
    escoger? ¿Era preciso doblar a la derecha o a la izquierda? ¿Cómo orientarse en aquel negro laberinto?
    Ese laberinto, tal como hemos indicado, tiene un hilo: su pendiente. Seguir la pendiente es ir al río.
    Jean Valjean lo comprendió inmediatamente.
    Pensó que se hallaba probablemente en la alcantarilla de los mercados; que si escogía el corredor de
    la izquierda y seguía la pendiente llegaría antes de un cuarto de hora a alguna embocadura en el Sena,
    entre el Pont-au-Change y el Pont-Neuf, es decir, que aparecería en pleno día en el punto más concurrido
    de París. Tal vez en una encrucijada. Los transeúntes, al ver salir a dos hombres ensangrentados de la
    tierra, bajo sus pies, se asustarían. Acudirían los municipales, luego los soldados del cuerpo de guardia
    vecino. Y antes de que salieran, se les habría echado ya mano. Era preferible internarse en el dédalo,
    fiarse de la oscuridad y encomendarse a la providencia para la salida.
    Subió la pendiente y tomó por la derecha.
    Cuando hubo doblado el ángulo de la galería, la lejana claridad del respiradero desapareció, la
    cortina de oscuridad cayó de nuevo sobre él y quedóse nuevamente ciego. No por ello dejó de avanzar, y
    tan rápidamente como podía. Los dos brazos de Marius rodeaban su cuello, y sus pies colgaban a su
    espalda. Sujetábale los dos brazos con una mano, y tanteaba la pared con la otra. La mejilla de Marius
    rozaba la suya y se pegaba a ella, a causa de la sangre. Sentía correr por encima de él, y penetrar sus
    vestidos, un arroyo tibio que procedía de Marius. Sin embargo, un calor húmedo en su oreja indicaba que
    el herido respiraba, y por consiguiente que vivía. La galería por la que andaba ahora Jean Valjean era
    bastante menos estrecha que la primera. Andaba penosamente. Las lluvias del día anterior no se habían
    desaguado completamente y formaban un pequeño torrente en el centro de la galería, de suerte que le era
    preciso arrimarse a la pared para no tener los pies en el agua. Así andaba, tenebrosamente. Se parecía a
    los seres nocturnos que marchan a tientas en lo invisible, perdidos subterráneamente en las venas de la
    sombra.
    No obstante, poco a poco, ya sea porque otros respiraderos enviaban un poco de claridad flotante a
    aquella oscuridad opaca, o porque sus ojos se iban acostumbrando, empezó a ver confusamente la pared
    a que iba arrimado y la bóveda de la galería.
    La pupila se dilata en las tinieblas, y acaba por percibir claridad, del mismo modo que el alma se
    dilata en la desgracia y acaba por encontrar en ella a Dios.
    Era difícil orientarse.
    El trazado de las alcantarillas refleja, digámoslo así, el de las calles superpuestas. En el París de
    entonces habían dos mil doscientas calles. Imagínese debajo esta selva de ramas tenebrosas que se
    denomina alcantarilla. El sistema de alcantarillado existente en aquella época tenía una longitud de once
    leguas. Hemos dicho antes que la red actual, gracias a la actividad especial de los treinta últimos años,
    no cuenta menos de sesenta leguas.
    Jean Valjean empezó por engañarse. Creyó estar debajo de la calle Saint-Denis, y no era así, por
    desgracia. Existe bajo la calle Saint-De-nis una vieja alcantarilla de piedra, que data del reinado de Luis
    XIII, que va derecha a la alcantarilla colectora, llamada Grand Égout, con un solo codo, a la derecha, a la
    altura de la antigua Cour des Miracles, y un solo ramal, la alcantarilla de Saint-Martin, cuyos cuatro
    brazos se cortan en cruz. Pero el ramal de la Petite-Truanderie, cuya entrada estaba cerca de la taberna
    Corinto, no ha comunicado nunca con el subterráneo de la calle Saint-Denis; desemboca en la alcantarilla
    Montmartre, que era donde se había internado Jean Valjean. Allí abundaban las ocasiones para perderse.
    La alcantarilla Montmartre es una de las más laberínticas de la vieja red. Felizmente, Jean Valjean había
    dejado tras de sí la alcantarilla de los mercados, cuyo plano geométrico presenta una multitud de
    masteleros de juanete entretejidos; pero tenía ante él más de un encuentro embarazoso, y más de una
    esquina de calle (porque son calles, en efecto), signos de interrogación en la oscuridad: primeramente, a
    su izquierda, la vasta alcantarilla Plátiére, especie de rompecabezas chino, que conduce o enreda su caos
    de T y de Z por debajo de la casa de Postas y de la rotonda del mercado de granos, hasta el Sena, en
    donde termina en Y; en segundo lugar, a su derecha, la galería curvilínea de la calle del Cadran
    [506]
    , con
    sus tres dientes que son otros tantos callejones sin salida. En tercer lugar, a su izquierda, el empalme del
    Mail, complicado casi a la entrada por una especie de horquilla, y que iba en zigzag a desembocar a la
    gran cripta excretoria del Louvre, partida y ramificada en todos sentidos; por último, a la derecha, la
    galería sin salida de la calle de Jeüneurs, sin contar los pequeños reductos, acá y allá, antes de llegar a la
    alcantarilla del centro, que era la única capaz de conducirle a alguna salida bastante lejana para
    considerarse segura.
    Si Jean Valjean hubiera tenido alguna noción de lo que indicamos aquí, se habría dado cuenta en
    seguida, sólo tanteando la pared, de que no se hallaba en la galería subterránea de Saint-Denis. En lugar
    de la vieja piedra de talla, en lugar de la antigua arquitectura, altiva y real hasta en la alcantarilla, con
    zampeado y cimientos de granito, y con mortero de cal gorda, la cual costaba ochocientas libras la toesa,
    hubiera sentido bajo su mano la baratura contemporánea, el expediente económico, la piedra de molino
    con baño de mortero hidráulico sobre una capa de hormigón, que cuesta doscientos francos el metro, la
    mampostería plebeya, denominada de «pequeños materiales»; pero él no sabía nada de todo esto.
    Seguía adelante, con ansiedad, pero con calma, no viendo nada ni sabiendo nada, sumergido en el
    azar, es decir, en manos de la providencia.
    Gradualmente, confesémoslo, cierto horror se apoderaba de él. La sombra que le envolvía penetraba
    en su espíritu. Andaba en un enigma. El acueducto de la cloaca es temible; se entrecruza
    vertiginosamente. Tiene algo de lúgubre verse sumido en este París de tinieblas. Jean Valjean estaba
    obligado a encontrar y casi a inventar su camino, sin verlo. En aquel paraje desconocido, cada paso que
    aventuraba podía ser el último. ¿Cómo saldría de allí? ¿Encontraría una salida? ¿La encontraría a
    tiempo? Aquella colosal esponja subterránea, con alvéolos de piedra, ¿se dejaría penetrar y agujerear?
    ¿Encontraría algún nudo inesperado de oscuridad? ¿Llegaría a lo inextricable y a lo infranqueable?
    ¿Moriría Marius a causa de la hemorragia o del hambre? ¿Acabarían por perderse los dos, y por
    convertirse en dos esqueletos en un rincón de aquella oscuridad? Lo ignoraba. Se preguntaba todo esto, y
    no podía responderse, El intestino de París es un precipicio. Como el profeta, estaba en el vientre del
    monstruo.
    Bruscamente, tuvo una sorpresa. En el instante más inesperado, y sin cesar de andar en línea recta, se
    dio cuenta de que ya no subía; el agua del arroyo le daba en los talones, y no en la punta de los pies. La
    alcantarilla bajaba ahora. ¿Por qué? ¿Iba, pues, a llegar de improviso al Sena? Aquel peligro era grande,
    pero el peligro de retroceder era aún mayor. Continuó avanzando.
    No se dirigía hacia el Sena. La loma del suelo de París en la orilla derecha tiene una vertiente hacia
    el Sena y otra hacia el Grand Egout. La cresta, que determina la división de las aguas, dibuja una línea
    muy caprichosa. El punto culminante, que es el lugar de división de los desagües, está en la alcantarilla
    Sainte-Avoye, más allá de la calle Michel-le-Compe, en la alcantarilla del Louvre, cerca de los
    bulevares, y en la alcantarilla de Montmartre, cerca de los mercados. Jean Valjean había llegado a este
    punto culminante. Se dirigía hacia la alcantarilla del centro, y estaba en el buen camino. Pero no lo sabía.
    Cada vez que encontraba un ramal, buscaba a tientas los ángulos, y si la abertura que se ofrecía ante
    él era menos ancha que la galería en que se hallaba, seguía su camino, juzgando con razón que toda senda
    más estrecha le llevaría a un callejón sin salida, lo que equivaldría a alejarle del objeto principal, que
    era salir de la alcantarilla. Evitó así el cuádruple lazo que tendían en la oscuridad los cuatro laberintos
    mencionados.
    En determinado momento, descubrió que se apartaba del París petrificado por el motín, en el que las
    barricadas habían suprimido la circulación, y que regresaba al París vivo y normal. Oyó súbitamente por
    encima de su cabeza como un ruido de trueno lejano, pero continuó. Eran los carruajes que circulaban.
    Andaba desde hacía aproximadamente media hora, al menos según el cálculo que había hecho, y aún
    no había pensado en descansar; sólo había cambiado la mano que sostenía a Marius. La oscuridad era
    más profunda que nunca, pero aquella profundidad le tranquilizaba.
    De repente, vio su sombra delante de él. Se recortaba sobre un débil resplandor rojizo, que teñía
    vagamente el suelo y la bóveda, y que resbalaba a derecha e izquierda por las dos paredes viscosas del
    suelo. Se volvió, asombrado.
    Tras él, en la parte del corredor que acababa de traspasar, a una distancia que le pareció inmensa,
    resplandecía, rayando el espesor oscuro, una especie de astro horrible que parecía mirarle.
    Era la sombría estrella de la policía que se alzaba en la alcantarilla.
    Detrás de aquella estrella, se movían confusamente ocho o diez formas negras, rectas, vagas,
    terribles.





    II



    EXPLICACIÓN





    El día 6 de junio, se dispuso una batida de las alcantarillas. Temíase que fuesen tomadas como
    refugio por los vencidos, y el prefecto Gisquet
    [507]
    tuvo que registrar el París oculto, mientras que el
    general Bugeaud barría el París público; doble operación que exigió una doble estrategia de la fuerza
    pública, representada arriba por el ejército y abajo por la policía. Tres pelotones de agentes y
    alcantarilleros exploraron el muladar subterráneo de París; el primero, la orilla derecha; el segundo, la
    orilla izquierda, y el tercero, la Cité.
    Los agentes iban armados con carabinas, porras, espadas y puñales.
    La luz que Jean Valjean veía en aquel momento era la linterna de la ronda de la orilla derecha.
    Esta ronda acababa de visitar la galería curva y los tres callejones sin salida que se encuentran
    debajo de la calle de Cadran. Mientras la ronda registraba estos callejones, Jean Valjean había
    encontrado en su camino la entrada de la galería, y viendo que era más estrecha que el pasillo principal,
    no había penetrado en ella. Había seguido adelante. Los hombres de la policía, al salir de la galería del
    Cadran, habían creído oír un ruido en la dirección de la alcantarilla del centro. Eran, en efecto, los pasos
    de Jean Valjean. El sargento jefe de la ronda había alzado su linterna y la patrulla se había puesto a mirar
    en la bruma hacia el lado de donde procedía el ruido.
    Fue para Jean Valjean un minuto indecible.
    Felizmente, si él veía bien la linterna, la linterna le veía mal a él. Ella era la luz y él era la sombra.
    Estaba muy lejos, y confundido con el fondo oscuro del subterráneo. Se arrimó a la pared y se detuvo.
    Por lo demás, no se daba cuenta de lo que se movía detrás de él. El insomnio, la falta de alimento, las
    emociones, le habían hecho pasar a él también al estado de visionario. Veía un resplandor, y junto a ese
    resplandor, fantasmas. ¿Qué significaba aquello? No lo comprendía.
    Al detenerse Jean Valjean, había cesado el ruido.
    Los hombres de la ronda no oyeron ni vieron nada. Se consultaron.
    En aquella época, había en aquel punto de la alcantarilla Montmartre una especie de encrucijada
    llamada «de servicio», que se ha suprimido, a causa del pequeño lago interior que formaban en ella las
    aguas pluviales en las recias tormentas. La ronda se agrupó en esta encrucijada.
    Jean Valjean vio aquellos espectros que formaban como un semicírculo. Aquellas cabezas de dogos
    se acercaban y cuchicheaban.
    El resultado de este consejo celebrado por los perros de guardia fue que se habían engañado, que no
    había habido ruido, que allí no había nadie, que era inútil internarse en la alcantarilla del centro, y que
    sería perder el tiempo, ya que era preciso apresurarse hacia Saint-Merry, pues si había algo que hacer, y
    algún bousingot que rastrear, era en aquel barrio.
    De vez en cuando, los partidos echan nuevas suelas a sus antiguas injurias. En 1832, la palabra
    bousingot era el punto intermedio entre la palabra «jacobino», ya olvidada, y la palabra «demagogo»,
    casi inusitada entonces, y que después ha prestado un servicio tan excelente.
    El sargento dio la orden de doblar a la izquierda, hacia la vertiente del Sena. Si se les hubiera
    ocurrido dividir en dos la patrulla y marchar en sentidos opuestos, Jean Valjean habría caído en sus
    manos. Es probable que las instrucciones de la prefectura, previendo el caso de un combate, y
    suponiendo numerosos a los insurgentes, prohibiesen a la ronda fraccionarse. La ronda se puso de nuevo
    en marcha, dejando tras de sí a Jean Valjean. De todo este movimiento, Jean Valjean no percibió más que
    el eclipse de la linterna.
    Antes de marcharse, el sargento, para tranquilidad de su conciencia de policía, descargó su carabina
    del lado que abandonaban, en dirección a Jean Valjean. La detonación rodó de eco en eco en la cripta
    como el borborigmo de aquella tripa titánica. Un pedazo de yeso que cayó en el arroyo a algunos pasos
    de Jean Valjean, le indicó que la bala había dado en la bóveda situada por encima de su cabeza.
    Pisadas medidas y lentas resonaron por algún tiempo; en seguida, el grupo de formas negras se perdió
    en la sombra; una luz osciló, bosquejando en la bóveda un arco rojizo que decreció y luego desapareció.
    El silencio volvió a ser profundo, la oscuridad completa, la ceguera y la sordera reinaron otra vez en las
    tinieblas, y Jean Valjean, sin atreverse aún a moverse, permaneció largo tiempo arrimado a la pared, con
    el oído tenso y las pupilas dilatadas, mirando alejarse aquella patrulla de fantasmas.






    CONT
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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 12 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Sáb 28 Dic 2024, 09:43

    ***

    III



    EL HOMBRE PERSEGUIDO



    Es necesario decir, en justicia, que la policía de aquel tiempo, aún en las circunstancias públicas más
    graves, cumplía imperturbablemente su deber de inspección y vigilancia. Un motín no era, a sus ojos, un
    pretexto para aflojar la rienda a los malhechores y para descuidar la sociedad por la razón de que el
    Gobierno estaba en peligro. El servicio ordinario se hacía correctamente a través del servicio
    extraordinario, y sin alteraciones. En medio de un incalculable acontecimiento político, bajo la presión
    de una posible revolución, el agente seguía la pista del ladrón, sin que le distrajeran ni la insurrección ni
    las barricadas.
    Precisamente algo parecido a esto sucedía en la tarde del 6 de junio a orillas del Sena, en la ribera
    izquierda, un poco más allá del puente de los Inválidos.
    Hoy ya no hay allí ribera. El aspecto de aquellos parajes ha cambiado.
    En este ribazo, dos hombres, separados por cierta distancia, parecían observarse y evitarse. El que
    iba delante trataba de alejarse, y el que iba detrás, trataba de aproximarse.
    Era como una partida de ajedrez que se jugaba desde lejos y silenciosamente. Ninguno de los dos
    parecía apresurarse, y andaban ambos lentamente, como si cada cual temiese, apresurándose demasiado,
    que su compañero avivase el paso.
    Hubiérase dicho un apetito tras una presa, sin mostrar intención deliberada. La presa era socarrona y
    estaba sobre aviso.
    Eran observadas las proporciones debidas entre la garduña perseguida y el perro perseguidor. El que
    procuraba escapar tenía mala traza y una figura raquítica; y el que quería echarle el guante, gallardo, de
    elevada estatura y duro aspecto, parecía sumamente huraño.
    El primero, sintiéndose más débil, evitaba al segundo; pero le evitaba de un modo profundamente
    furioso; los que hubieran podido observarle de cerca habrían visto en sus ojos la sombría hostilidad de la
    fuga y la amenaza del miedo.
    El ribazo se encontraba desierto; nadie pasaba por allí, ni siquiera el barquero o el descargador de
    las chalanas amarradas acá y allá.
    No se podía distinguir bien a aquellos hombres sino desde el muelle de enfrente, y para quien los
    hubiera examinado a esa distancia, el hombre que iba delante habría aparecido como un ser erizado,
    harapiento y oblicuo, inquieto y tiritando bajo una blusa remendada, y el otro como un personaje clásico
    y oficial, con la levita de la autoridad abrochada hasta el cuello.
    El lector reconocería a estos dos hombres si los viera más de cerca.
    ¿Cuál era el objeto del último?
    Probablemente suministrar al primero ropa de abrigo.
    Cuando un hombre vestido por el Estado persigue a un hombre vestido de harapos, es con el objeto
    de convertirle en hombre vestido también por el Estado. Sólo que la cuestión está en el color. Ir vestido
    de azul es glorioso; ir vestido de rojo es desagradable.
    Hay una púrpura vil.
    Sin duda, algún disgusto y alguna púrpura de este género era lo que el primero deseaba esquivar.
    Si el otro le permitía ir delante, y no se apoderaba aún de él, según todas las apariencias era con la
    esperanza de verle dirigirse a alguna cita significativa y hacia algún grupo que fuese buena presa.
    Lo que hace posible esta conjetura es que el hombre de la levita abrochada, divisando desde el
    ribazo un coche de alquiler que iba vacío, hizo señas al cochero; el cochero comprendió, y conociendo
    evidentemente con quién se las había, cambió de dirección y se puso a seguir lentamente, sobre el muelle,
    a aquellos dos hombres. De esto no se apercibió el personaje de mala traza que caminaba delante.
    El coche iba junto a los árboles de los Campos Elíseos. Por encima del parapeto, se veía pasar el
    busto del cochero, con la fusta en la mano.
    Una de las instrucciones secretas de la policía a los agentes contiene este artículo: «Tener siempre al
    alcance un carruaje de alquiler, por si se necesita».
    Maniobrando cada cual por su parte, con una estrategia irreprochable, acercábanse aquellos dos
    individuos a una rampa del muelle que descendía hasta el ribazo y permitía a los cocheros, a su vuelta de
    Passy, llevar al río los caballos para que bebiesen. Esta rampa se ha suprimido después por exigirlo la
    simetría; los caballos revientan de sed, pero la vista se recrea.
    Era de suponer que el hombre de la blusa subiría por la rampa, con el fin de intentar escapar en los
    Campos Elíseos, lugar provisto de árboles, aunque muy frecuentado por agentes de policía, y donde el
    otro hallaría fácilmente quien le ayudase.
    Este punto del muelle dista muy poco de la casa de Moret, cuya decoración trajo en 1824 el coronel
    Brack, y llamada casa de Francisco I. Un cuerpo de guardia está muy cerca de allí.
    Con gran sorpresa del que le observaba, aquel hombre no tomó por la rampa del abrevadero.
    Continuó avanzando por el ribazo junto al muelle.
    Evidentemente, su situación se tornaba muy crítica.
    A menos que se arrojase al Sena, ¿qué iba a hacer?
    Ya no había forma de volver a subir al muelle; ni rampa ni escaleras; y estaban muy próximos al lugar
    en que el río gira hacia el puente de Léna, en donde el ribazo, cada vez más estrecho, acababa en lengua
    delgada, y se perdía debajo del agua. Allí iba a encontrarse inevitablemente bloqueado entre la pared
    cortada a pico a su derecha, el río a la izquierda y enfrente, y la autoridad tras sus talones.
    Es cierto que el final del ribazo estaba oculto a la vista por un montón de escombros de seis a siete
    pies de altura, producto de no se sabe qué demolición. Pero ¿esperaba aquel hombre poderse ocultar en
    un sitio donde, para descubrirle, bastaba rodear los escombros? Aquello hubiera sido pueril. Ni podía
    pensar en ello, pues la ingenuidad de los ladrones no llega a tanto.
    Aquella aglomeración de ruinas formaba al borde del agua una especie de eminencia que se
    prolongaba en promontorio hasta la muralla del muelle.
    El hombre perseguido llegó a esta pequeña colina y desapareció tras ella.
    El perseguidor ahora no veía ni era visto; aprovechó el momento para dejar a un lado todo disimulo y
    se puso a caminar con rapidez. Pronto estuvo junto a los escombros, y dio la vuelta ai montón. Allí se
    detuvo estupefacto. El hombre a quien perseguía no estaba allí.
    Eclipse total del hombre de la blusa.
    El ribazo tenía allí una anchura de unos treinta pasos; sumergíase luego en el agua que se estrellaba
    contra la muralla del muelle.
    El fugitivo no hubiera podido arrojarse al Sena ni escalar el muro sin que le viese su perseguidor.
    ¿Qué había hecho, pues?
    El hombre de la levita abrochada avanzó hasta el extremo del ribazo, y permaneció un momento
    pensativo, con los puños apretados, registrándolo todo con los ojos. De repente, se golpeó la frente.
    Acababa de descubrir, en el punto en que terminaba la tierra y empezaba el agua, una reja de hierro ancha
    y baja, cintrada, provista de una enorme cerradura y de tres goznes macizos. Un arroyo negruzco pasaba
    por debajo. Aquel arroyo desaguaba en el Sena.
    Al otro lado de los pesados y mohosos barrotes, se distinguía una galería abovedada y oscura.
    El hombre cruzó los brazos y contempló la reja con aire de reproche.
    Luego la sacudió, y la reja resistió tenazmente. Era probable que acabasen de abrirla, aunque no se
    hubiese oído ruido alguno, cosa rara, tratándose de una reja tan llena de herrumbre; en todo caso, no
    quedaba duda de que la habían vuelto a cerrar; y esto probaba que la persona ante quien había girado
    aquella puerta, tenía, no una ganzúa, sino una llave.
    Esta evidencia asaltó el espíritu del hombre que se esforzaba en violentar la reja, pues dijo
    indignado:
    —¡Esto pasa de la raya! ¡Una llave del Gobierno!
    Luego, tranquilizándose inmediatamente, expresó todo un mundo interior de ideas repitiendo casi
    irónicamente:
    ¡Vaya!, ¡vaya!, ¡vaya!, ¡vaya!
    Luego, esperando no se sabe si ver salir al de la blusa, o entrar a otros, se quedó al acecho detrás del
    montón de ruinas, con la paciente rabia del perro de presa.
    Por su parte, el carruaje de alquiler, que seguía todas sus evoluciones, se paró junto al parapeto. El
    cochero, previendo que no sería cosa de uno ni de dos minutos, ató el saco de avena al hocico de sus
    caballos; ese saco es muy conocido por los parisienses, a quienes los gobiernos, sea dicho de paso,
    suelen ponérselo. Las pocas personas que atravesaban el puente de Léna, volvían la cabeza para mirar un
    momento aquellos dos detalles inmóviles del paisaje, el hombre en el ribazo y el coche en el muelle.





    IV




    TAMBIÉN ÉL LLEVA SU CRUZ





    Jean Valjean emprendió de nuevo su marcha, y ya no volvió a detenerse.
    Esta marcha era cada vez más laboriosa. El nivel de las bóvedas varía; la elevación media es de unos
    cinco pies y seis pulgadas, y ha sido calculada para la estatura de un hombre; Jean Valjean se veía
    obligado a doblarse para que Marius no diese contra la bóveda; a cada instante era preciso agacharse y
    luego enderezarse, y tantear sin cesar el muro. La humedad de las piedras y la viscosidad del suelo eran
    malos puntos de apoyo, tanto para la mano como para el pie. Tropezaba en el horrible estercolero de la
    ciudad. Los reflejos intermitentes de los respiraderos no aparecían sino a muy largos intervalos, y tan
    pálidos que el sol en todo su esplendor se tomaba por la luna. Lo demás era niebla, miasma, opacidad.
    Jean Valjean tenía hambre y sed; sed sobre todo; y allí, como en el mar, había abundancia de agua que
    no se puede beber. Su fuerza, que era prodigiosa, como se sabe, y muy poco disminuida con la edad,
    gracias a su vida casta y sobria, empezaba sin embargo a flaquear. Le sobrevenía la fatiga, y a medida
    que perdía su vigor aumentaba el peso de la carga. Marius, muerto tal vez, pesaba como pesan los
    cuerpos inertes. Jean Valjean trataba de no oprimirle el pecho. Sentía entre sus piernas el rápido deslizar
    de las ratas. Una de ellas se asustó hasta el punto de querer morderle. De vez en cuando, llegaban hasta él
    ráfagas de aire fresco, procedentes de las bocas de la alcantarilla, que le infundían nuevos ánimos.
    Probablemente eran las tres de la tarde cuando llegó a la alcantarilla del centro.
    Al principio, se sorprendió por aquel ensanchamiento súbito. Se encontró bruscamente en una galería
    cuyas paredes no podía tocar con las manos extendidas y bajo una bóveda a la que no llegaba su cabeza.
    El Grand Égout tiene, en efecto, ocho pies de ancho y siete de altura.
    En el punto en que la alcantarilla Montmartre se une con Grand Égout, otras dos galerías
    subterráneas, la de la calle Provence y la de Abattoir, forman una encrucijada. Entre estas cuatro vías,
    alguien menos sagaz hubiera vacilado. Jean Valjean tomó la más ancha, es decir, la alcantarilla del
    centro. Pero aquí se le planteaba de nuevo la pregunta: ¿subir o bajar? Pensó que la situación apremiaba,
    que era preciso, a todo trance, ganar el Sena. En otros términos, bajar. Dobló a la izquierda.
    Fue una suerte para él. Pues sería un error creer que la alcantarilla del centro tiene dos salidas, una
    hacia Bercy, y otra hacia Passy, y que es, como indica su nombre, el centro subterráneo del París de la
    orilla derecha. El Grand Égout, que no es, preciso es recordarlo, otra cosa que el antiguo arroyo
    Ménilmontant, desemboca, si se le remonta, en un callejón sin salida, es decir, en su antiguo punto de
    partida, que fue su origen, al pie del cerrillo Ménilmontant. No tiene comunicación directa con el ramal
    que recoge las aguas de París a partir del barrio Popincourt y que desemboca en el Sena por la
    alcantarilla Amelot, más arriba de la antigua isla de Louviers. Este ramal que completa la alcantarilla
    colectora, se halla separado de ella, bajo la misma calle Ménilmontant, por un macizo, que indica el
    punto de división de las aguas río abajo y río arriba. Si Jean Valjean hubiera remontado la galería, habría
    llegado después de mil esfuerzos, agotado de fatiga, a las tinieblas, a una pared. Estaría perdido.
    En rigor, retrocediendo un poco, internándose en el pasillo de Filles-du-Calvarie, con la condición de
    no titubear en la pata de ganso subterránea de la encrucijada Boucherat, y tomando la galería Saint-Louis,
    luego volviendo a la derecha y evitando la galería Saint-Sébastien, habría podido ganar la alcantarilla
    Amelot, y de ahí, con tal de no extraviarse en la especie de F que hay debajo de la Bastilla, salir al Sena
    junto al Arsenal. Pero para ello hubiera sido preciso conocer a fondo en todas sus ramificaciones y
    aberturas la enorme madrépora de la alcantarilla. Ahora bien, debemos insistir en ello, no sabía nada de
    este laberinto terrible en que se encontraba; y si le hubieran preguntado dónde se hallaba habría
    respondido que en la noche.
    Su instinto le guió perfectamente. Bajar, era, en efecto, la única salvación posible.
    Dejó a su derecha las dos galerías que se ramifican en forma de garra bajo la calle Laífitte y SaintGeorges, y la larga galería bifurcada de la calzada de Antin.
    Un poco más allá de un afluente que era al parecer el ramal de la Madeleine, se detuvo. Estaba muy
    cansado. Un respiradero bastante ancho, probablemente el de la calle de Anjou, daba una luz casi viva.
    Jean Valjean, con la suavidad de movimientos que tendría un hermano para con su hermano herido, dejó a
    Marius sobre la banqueta de la alcantarilla. El rostro ensangrentado del joven apareció a la luz pálida del
    respiradero como si estuviera en el fondo de una tumba. Tenía los ojos cerrados, los cabellos pegados a
    las sienes, como pinceles secos de color rojo, las manos colgantes y muertas, los miembros fríos, la
    sangre coagulada en las comisuras de los labios. Un coágulo de sangre se había formado en el nudo de la
    corbata; la camisa se introducía en las heridas y el paño del vestido rozaba las cortaduras de la carne.
    Jean Valjean le puso la mano sobre el pecho: el corazón latía aún. Luego rasgó su camisa, vendó las
    heridas tan bien como pudo y detuvo la sangre que manaba; luego, inclinándose en aquella media luz
    sobre Marius, que seguía sin conocimiento y casi sin respiración, le miró a la dudosa claridad con un
    odio indecible.
    Al desabrochar los vestidos de Marius, encontró en los bolsillos dos cosas, el pan que había
    olvidado desde la víspera y la cartera de Marius. Se comió el pan y abrió la cartera. En la primera
    página, encontró las cuatro líneas escritas por Marius. Como se recordará, decían:

    Me llamo Marius Pontmercy. Lleven mi cadáver a casa de mi abuelo, el señor Gillenormand,
    calle Filles-du-Calvaire, n.° 6, en el Marais.

    Jean Valjean leyó a la luz del respiradero aquellas cuatro líneas, y permaneció un momento absorto,
    repitiendo a media voz: «Calle Filles-du-Calvaire, número seis, señor Gillenormand».
    Guardó la cartera en el bolsillo de Marius. El pan le había devuelto las fuerzas; volvió a cargar a
    Marius sobre sus hombros, le apoyó cuidadosamente la cabeza sobre su hombro derecho y reemprendió
    su bajada por la alcantarilla.
    La alcantarilla grande, dirigida según el thalweg del valle de Ménilmontant, tiene cerca de dos leguas
    de longitud. Está pavimentada en la mayor parte de su trayecto.
    La antorcha del nombre de las calles de París con que mostramos al lector la marcha subterránea de
    Jean Valjean, no la poseía éste. No sabía ni la zona que atravesaba ni el camino que había andado. Sólo
    por la palidez creciente de los rayos de luz que de tanto en tanto le alumbraban adivinaba que el día no
    tardaría en declinar; y el rodar de los coches por encima de su cabeza que se había convertido de
    continuo en intermitente, y luego había cesado, le indicó que no estaba ya bajo el centro de París, y que se
    acercaba a alguna zona solitaria, cerca de los bulevares exteriores o de los muelles extremos.
    Donde hay menos casas y calles, la alcantarilla tiene menos respiraderos. La oscuridad se iba
    condensando alrededor de Jean Valjean. No por ello dejó de avanzar a tientas en la sombra.
    Aquella sombra tomó bruscamente un carácter terrible











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    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
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    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





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    Mensaje por Maria Lua Sáb 28 Dic 2024, 09:46

    ***

    V



    EN LA ARENA, COMO EN LA MUJER, HAY CIERTA FINURA QUE ES PÉRFIDA




    Sintió que entraba en el agua, y que tenía debajo de los pies, no baldosas, sino cieno.
    Sucede a veces, en ciertas costas de Bretaña o de Escocia, que un hombre, viajero o pescador,
    caminando durante la marea baja por el arenal, a alguna distancia de la orilla, se da cuenta súbitamente
    que desde hace algunos minutos camina penosamente. La playa está como resinosa bajo sus pies; se pega
    a ella la suela de los zapatos; no parece arena, sino liga. La arena está perfectamente seca, pero a cada
    paso, desde que ha levantado el pie, el hueco que deja se llena de agua. La vista, por lo demás, no ha
    observado cambio alguno. La inmensa playa está tranquila, toda la arena tiene el mismo aspecto, nada
    diferencia el suelo que es sólido del suelo que no lo es; la alegre nubecilla de los pulgones de mar
    continúa saltando tumultuosamente sobre los pies del paseante. El hombre sigue su ruta, siempre hacia
    delante, pisando con fuerza y procurando acercarse a la costa. No está inquieto. ¿Por qué había de
    estarlo? Sólo siente como si a cada paso aumentara la pesadez de sus pies. Bruscamente, se hunde. Se
    hunde dos o tres pulgadas. Decididamente no va por el buen camino; se detiene para orientarse. De
    repente mira hacia abajo. Sus pies han desaparecido. La arena los cubre. Quiere volver sobre sus pasos,
    retrocede, y se hunde más. La arena le llega al tobillo. Con un esfuerzo se arranca y se lanza hacia la
    derecha, la arena le llega hasta media pierna, se lanza a la izquierda y la arena le llega a las corvas.
    Entonces se da cuenta con indecible terror que está atrapado en las arenas movedizas, en ese medio
    espantoso donde no puede caminar el hombre ni nadar el pez. Arroja su fardo, si lo lleva, se aligera,
    como un navío a punto de zozobrar, pero a la arena le llega ya a la rodilla.
    Llama, agita su sombrero o su pañuelo, la arena sube cada vez más; si el arenal está desierto, si la
    tierra está demasiado lejana, si el banco de arena con su mala fama ahuyenta a los transeúntes, todo ha
    terminado, y está condenado a sepultarse en la arena. Está condenado a ese terrible hundimiento largo,
    infalible, implacable, imposible de retrasar ni de adelantar, que dura horas, que no termina; que le coge
    de pie, libre, en plena salud, y tira de él hacia abajo, que, a cada esfuerzo que hace, a cada grito que
    lanza, le atrae hacia sí un poco más, que parece castigar su resistencia, aumentando la succión; que le
    introduce lentamente en la tierra, dejándole tiempo sobrado para mirar el horizonte, los árboles, la verde
    campiña, el humo de las aldeas en la llanura, las velas de los navíos en el mar, los pájaros que vuelan y
    cantan, el sol, el cielo. Este hundimiento es el sepulcro que se hace marea, y sube desde el fondo de la
    tierra hacia un ser viviente. Cada minuto es amortajamiento inexorable. El miserable trata de sentarse, de
    tenderse, de arrastrarse; todos los movimientos que hace, le entierran, se incorpora, se hunde; se siente
    tragado; grita, implora, clama a las nubes, se retuerce los brazos, se desespera. Helo ahí, con la arena
    hasta el vientre, la arena alcanza ya el pecho; ya no es más que un busto. Alza las manos, lanza gemidos
    furiosos, crispa sus uñas sobre la arena, quiere asirse a aquella ceniza, se apoya sobre los codos para
    arrancarse de aquel estuche resbaladizo, solloza frenéticamente; la arena sube. La arena alcanza los
    hombros, la arena alcanza el cuello; sólo la cara queda visible ahora. La boca grita, la arena la llena;
    silencio. Los ojos miran aún, la arena los cierra; oscuridad. Luego la frente se sumerge, la cabellera se
    estremece sobre la arena; sale una mano, agujerea la superficie de la sábana de arena, se mueve, se agita
    y desaparece. Siniestro eclipse de un hombre.
    Algunas veces el caballero se hunde con su caballo, algunas veces el carretero se hunde con la
    carreta; todo zozobra en la arena. Es el naufragio fuera del agua. Es la tierra que ahoga al hombre. La
    tierra penetrada por el océano se convierte en trampa. Se ofrece como una llanura y se abre como una
    ola. El abismo tiene estas traiciones.
    Esta fúnebre aventura, siempre posible en tal o cual playa, lo era también, hace treinta años, en la
    alcantarilla de París.
    Antes de los primeros trabajos importantes, empezados en 1833, el laberinto subterráneo de París
    estaba sujeto a hundimientos imprevistos.
    El agua se infiltraba en ciertos terrenos subyacentes, en sumo grado desmoronables; el suelo de las
    galerías, fuese de baldosa, como en las alcantarillas antiguas, o de cal hidráulica y hormigón, como en las
    nuevas, careciendo ya de punto de apoyo, cedía. Y en un suelo de esta clase, ceder es rajarse, es
    hundirse. Desaparecía en cierta extensión. La grieta que se formaba, boca de un abismo de cieno, tenía en
    lenguaje técnico el nombre de «fontis». ¿Qué es un fontis? Es la arena movediza de las orillas del mar
    que se encuentra de repente bajo tierra; es el arenal del monte Saint-Michel en una alcantarilla. El suelo
    humedecido está como en fusión; todas sus moléculas están en suspensión en un medio blando; no es
    tierra ni es agua. La profundidad algunas veces es muy grande. No hay nada tan terrible como semejante
    encuentro. Si el agua domina, la muerte es rápida, a causa de la inmersión; si la tierra domina, la muerte
    es lenta, verificándose por hundimiento.
    ¿Concíbese el horror de una muerte por el estilo?; si el desaparecer es espantoso en la arena del mar,
    ¿qué no será en la cloaca? En lugar del aire libre, de la claridad del día, del brillante horizonte, del
    ruido, de esas nubes que esparcen vida, de esos barcos que se ven de lejos, de la esperanza bajo todas
    las formas, de los probables transeúntes, del socorro posible hasta el postrer minuto; en lugar de todo
    esto, la sordera, la ceguera, una bóveda negra, una fosa ya abierta, la muerte en el fango bajo una tapa, la
    sofocación lenta por la inmundicia, una caja de piedra en donde la asfixia abre su garra en el fango y os
    coge por la garganta; la fetidez unida al estertor; el fango en lugar de la arena, el hidrógeno sulfurado en
    lugar del huracán, la basura en lugar del océano. ¡Y el tormento de llamar, de rechinar los dientes, de
    retorcerse, de agitarse, de agonizar con esa enorme ciudad encima, ajena a todo!
    ¡No cabe horror que supere al de morir así! La muerte halla a veces la compensación de su atrocidad
    en cierta dignidad terrible. Se puede ser grande en la hoguera y en el naufragio; es posible una actitud
    sublime, tanto en medio de las llamas como en medio de las olas; allí, al abismarse, hay transfiguración.
    Pero aquí no. La muerte es sucia. Es humillante expirar. Las supremas visiones flotantes son abyectas.
    Fango es sinónimo de vergüenza. Es pequeño, feo, infame. Morir en un tonel de malvasía, como
    Clarence
    [508]
    , está bien; en la fosa del pocero, como Escoubleau
    [509]
    , es horrible.
    Debatirse allí dentro es asqueroso; al mismo tiempo que se agoniza, se chapotea. No hay bastantes
    tinieblas para que esto sea el infierno, ni bastante fango para que sea un lodazal, y el moribundo no sabe
    si va a convertirse en espectro o en sapo.
    En todas partes, el sepulcro es siniestro; aquí es deforme.
    La profundidad de los fontis, variaba, y también su longitud y su densidad, en razón de la mejor o
    peor calidad del subsuelo. A veces un fontis tenía una profundidad de tres o cuatro pies, y otras veces de
    ocho a diez; en algunas ocasiones, no se encontraba el fondo. El barro es aquí casi sólido y allá casi
    líquido. En el fontis Luniére, un hombre hubiera tardado un día en desaparecer, mientras que hubiera sido
    devorado en cinco minutos por el lodazal de Phélippeaux
    [510]
    . El fango sostiene más o menos, según es
    más o menos denso. Un niño se salva donde un hombre se pierde. La primera ley de salvación es
    despojarse de toda clase de carga. Arrojar el saco con herramientas, o la banasta, o el cubo, era lo
    primero que hacía el alcantarillen) cuando sentía que el suelo cedía bajo sus pies.
    Los fontis tenían diferentes causas: enfriamiento del suelo, algún derrumbamiento a una profundidad
    fuera del alcance del hombre, los violentos chaparrones de verano, la oleada incesante del invierno, la
    lluvia menuda y continua. A veces el peso de las casas de los alrededores sobre un terreno margoso o
    arenoso hacía ladearse las bóvedas de las galerías subterráneas; o bien sucedía que el suelo estallaba y
    se abría con el terrible empuje. De este modo, el aplanamiento del Panteón obstruyó hace un siglo parte
    de las cuevas de la montaña Sainte-Geneviéve.
    Cuando una alcantarilla se hundía bajo la presión de las casas, el desorden, en ciertas ocasiones, se
    traducía en la calle en unas grietas como dientes de sierra entre los adoquines; estas grietas formaban una
    línea serpenteante en toda la longitud de la bóveda hendida, y entonces, al quedar visible el mal, podía
    remediarse pronto. Sucedía también que el destrozo interior no se revelara por ninguna hendidura en el
    exterior. En ese caso, ¡pobres alcantarilleros! Al entrar sin precaución en la alcantarilla, podían perderse
    en ella. Los antiguos registros hacen mención de algunas desapariciones de esta clase, y hasta citan los
    nombres de las víctimas, entre otros, el de un alcantarillen) que desapareció en el hundimiento debajo de
    la calle Caréme-Prenant
    [511]
    , llamado Blaise Poutrain; este Blaise Poutrain era hermano de Nicolás
    Poutrain, que fue el último sepulturero del cementerio llamado Osario de los Inocentes en 1785, año en
    que este cementerio se suprimió.
    Sucedió una cosa análoga al joven y elegante vizconde de Escoubleau, del cual acabamos de hablar,
    que fue uno de los héroes del sitio de Lérida, donde dio el asalto con medias de seda y una banda de
    violines a la cabeza. Escoubleau, sorprendido una noche en casa de su prima, la duquesa de Sourdis, se
    ahogó en la alcantarilla Beautreillis, en donde se había refugiado para escapar al duque. La duquesa de
    Sourdis, cuando le contaron esta muerte, pidió su pomo y se olvidó de llorar a fuerza de respirar sales.
    En tales casos, no hay amor que resista el aliento de la cloaca. Hero se niega a lavar el cadáver de
    Leandro. Tisbe se tapa la nariz delante de Príamo, y dice: «¡Pufff!»





    VI







    Jean Valjean se encontraba en presencia de un abismo de cieno.
    Este tipo de derrumbamientos era entonces frecuente en el subsuelo de los Campos Elíseos,
    difícilmente accesible a los trabajos hidráulicos y poco conservador de las construcciones subterráneas a
    causa de su excesiva fluidez. Esta fluidez sobrepasa incluso la inconsistencia de las arenas del barrio
    Saint-Georges, que para ser vencidas han necesitado cimientos de roca sobre hormigón, y de las capas
    gredosas infectadas por el gas del barrio de Martyrs, tan líquidas que no se pudo pasar por debajo de la
    galería del mismo nombre sino mediante un tubo de fundición. Cuando en 1836 se demolió en el faubourg
    Saint-Honoré, para reconstruirlo, el viejo alcantarillado de piedra, donde vemos ahora a Jean Valjean, la
    arena movediza que constituye el subsuelo de los Campos Elíseos, hasta el Sena, se opuso, e hizo durar
    la operación seis meses, con gran escándalo de los ribereños, sobre todo de los ribereños que tienen
    palacios y carruajes. Las obras, además de difíciles, fueron peligrosas. Aunque es verdad que hubo
    cuatro meses y medio de lluvia y tres crecidas del Sena.
    El cenagal que encontró Jean Valjean provenía del chaparrón de la víspera. El empedrado, mal
    sostenido por la arena subyacente, había producido un estancamiento de agua fluvial. Siguió la
    infiltración y luego el derrumbamiento. El suelo de la galería, dislocado, se había sumergido en el cieno.
    ¿Hasta dónde? Era imposible decirlo. La oscuridad era allí más espesa que en cualquier otra parte. Era
    un agujero de lodo en una caverna de noche.
    Jean Valjean sintió que el empedrado desaparecía bajo sus pies. Entró en aquel fango. Había agua en
    la superficie y légamo en el fondo. Era preciso pasar. Volver sobre sus pasos, resultaba imposible.
    Marius estaba expirante y Jean Valjean extenuado. ¿Adónde ir? Jean Valjean siguió adelante. El hoyo
    parecía poco profundo cuando dio los primeros pasos. Pero a medida que iba avanzando sus pies se
    hundían cada vez más. Pronto el cieno le llegó a media pierna, y el agua por encima de las rodillas. Con
    los brazos levantados, sostenía a Marius sobre el agua. El cieno le llegaba ahora a las corvas, y el agua a
    la cintura. Ya no podía retroceder. Hundíase cada vez más, y aquel fango, bastante denso para el peso de
    un hombre, no podía sostener a dos. Trabajo habría costado a Marius y a Jean Valjean salir de allí, aun
    aisladamente. Jean Valjean continuó avanzando, con aquel moribundo, que tal vez era un cadáver, a
    cuestas.
    El agua le llegaba a las axilas; sentía que iba a zozobrar; apenas podía moverse en el hoyo de cieno
    donde estaba. La densidad, que era el sostén, era también el obstáculo. Seguía sosteniendo a Marius por
    encima del agua, y con esfuerzos inauditos continuaba adelante; pero no sin sumergirse más, hasta que
    quedaron fuera del fango sólo la cabeza y los brazos que sostenían al joven. En los antiguos cuadros del
    diluvio, hay una madre que sostiene así a su hijo.
    Todavía se hundió un poco más. Para librarse del agua, y poder respirar, echaba hacia atrás la cara.
    Quien le hubiese visto en aquella oscuridad; habría creído ver una máscara flotante en la sombra.
    Divisaba vagamente por encima de él, el rostro lívido de Marius. Hizo un esfuerzo desesperado y lanzó
    el pie hacia delante. El pie tropezó con una cosa sólida. Un punto de apoyo; ya era hora.
    Se incorporó y se enraizó con una especie de furia en aquel punto de apoyo. Esto le pareció el primer
    peldaño de una escalera para subir de nuevo a la vida.
    Este punto de apoyo, que el fango le ofreció en el momento supremo, era el principio de la otra
    vertiente del suelo de la galería, que había cedido sin romperse. Los enlosados bien construidos tienen
    esta clase de firmeza. Este fragmento, sumergido en parte, pero sólido, era una verdadera rampa, y una
    vez en ella, Jean Valjean estaría salvado. Subió por aquel plano inclinado y llegó al otro lado del
    cenagal.
    Al salir del agua, tropezó en una piedra y cayó de rodillas. Pensó que aquello era justo, y permaneció
    allí algún tiempo con el alma abismada en una oración a Dios.
    Se incorporó tiritando, helado, infecto, doblado bajo el peso del moribundo que llevaba a hombros,
    chorreando fango y con el alma inundada de una extraña claridad.





    VII




    ALGUNAS VECES SE NAUFRAGA A PUNTO DE DESEMBARCAR




    Púsose otra vez en camino.
    Por lo demás, aunque no dejó la vida en el cenagal, parecía haber dejado su fuerza. Aquel supremo
    esfuerzo le había agotado. Su cansancio era ahora tal que cada tres o cuatro pasos tenía que detenerse
    para tomar aliento, apoyándose en la pared. Una vez, tuvo que sentarse en la banqueta, para cambiar la
    posición de Marius, y creyó que iba a quedarse allí. Pero si el vigor había muerto en él, no así su energía.
    Se levantó.
    Caminó desesperadamente, casi deprisa; anduvo de este modo unos cien pasos, sin alzar la cabeza,
    sin respirar casi, y de repente tropezó con la pared. Alzó los ojos, y en el extremo del subterráneo,
    delante de él, lejos, muy lejos, percibió una claridad. Esta vez no era la claridad terrible; era la claridad
    buena y blanca. Era el día.
    Jean Valjean veía la salida.
    Un alma condenada, que en medio de las llamas divisase de repente la salida del infierno,
    experimentaría lo que experimentó Jean Valjean. Volaría desatinadamente con sus quemadas alas hacia la
    puerta. Jean Valjean no sintió ya fatiga, no sintió ya el peso de Marius, recobró sus piernas de acero y se
    puso a correr más bien que a caminar. A medida que se acercaba, la salida se dibujaba cada vez más
    claramente. Era un arco cintrado, menos alto que la bóveda, que iba decreciendo gradualmente, y menos
    ancho que la galería, que se estrechaba. El túnel concluía en forma de embudo; estrechamiento vicioso,
    imitado de las prisiones, ilógico en una alcantarilla, y que luego ha sido corregido.
    Jean Valjean llegó a la salida.
    Allí se detuvo.
    Era la salida, pero no podía salir.
    El arco estaba cerrado por una especie de reja, y la reja, que según las apariencias giraba pocas
    veces sobre sus oxidados goznes, estaba sujeta al dintel de piedra por una cerradura gruesa, la cual, llena
    de herrumbre, parecía un enorme ladrillo. Se veía el orificio de la llave y el macizo pestillo
    profundamente encajado en la chapa de hierro. La cerradura estaba visiblemente cerrada con dos vueltas.
    Era una de las cerraduras de las fortalezas, que el viejo París prodigaba muy a menudo.
    Al otro lado de la reja, el aire libre, el río, el día, el ribazo muy estrecho, pero suficiente para
    marcharse, los muelles lejanos, París, ese abismo donde es tan fácil esconderse, el vasto horizonte, la
    libertad. Se distinguía a la derecha, río abajo, el puente de Léna, y a la izquierda, río arriba, el puente de
    los Inválidos; el lugar hubiera sido propicio para esperar la noche y evadirse. Era uno de los puntos más
    solitarios de París; el ribazo enfrente del Gros-Caillou. Las moscas entraban y salían través de los
    barrotes de la reja.
    Deberían ser las ocho y media de la tarde. El día iba a desaparecer.
    Jean Valjean colocó a Marius junto a la pared, en la parte seca del suelo, luego se acercó a la verja y
    crispó sus dos puños sobre los barrotes; la sacudida fue frenética, pero la conmoción nula. La reja no se
    movió. Jean Valjean fue probando los barrotes, uno tras otro, esperando poder arrancar el menos sólido y
    hacer de él una palanca para levantar la puerta o para romper la cerradura. Pero ningún barrote se movió.
    Los dientes de un tigre no están tan sólidos en su alvéolos. El obstáculo era invencible. No había medio
    alguno de abrir la puerta.
    ¿Todo debía terminar allí? ¿Qué hacer? ¿Qué partido tomar? En cuanto a retroceder, en cuanto a
    desandar el trayecto terrible que había recorrido ya, no se sentía con fuerzas para ello. Por otra parte,
    ¿cómo atravesar de nuevo aquel lodazal, del que había escapado por milagro? Y pasado el cenagal, ¿no
    estaba allí la ronda de la policía, de la cual no podría librarse por segunda vez? Además, ¿adónde iría?,
    ¿qué dirección tomaría? Seguir la pendiente no era llegar al fin propuesto. Llegaría a otra salida y la
    encontraría cerrada por otra reja. Todas las salidas estaban indudablemente cerradas de aquel modo. La
    casualidad había abierto la reja por la cual había entrado, pero evidentemente todas las demás bocas de
    la alcantarilla estaban cerradas. Sólo había logrado evadirse hacia una prisión.
    Todo había terminado. Todo lo que había hecho Jean Valjean era inútil. Dios se lo negaba.
    Estaban cogidos ambos en la sombría e inmensa tela de la muerte, y Jean Valjean sentía correr por sus
    negros hilos, estremeciéndose en las tinieblas, la espantosa araña.
    Volvió la espalda a la reja y se deslizó hasta el suelo, cerca de Marius, que seguía inmóvil. Hundió
    luego la cabeza entre las rodillas. No había medio de salir. Era la última gota de la angustia.
    ¿En qué pensaba en aquel profundo abatimiento? Ni en sí mismo ni en Marius, pensaba en Cosette.




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    y en ese vuelo y en ese sueño
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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 12 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Sáb 28 Dic 2024, 09:48

    ***

    VIII





    EL FALDÓN DE LA LEVITA ROTO




    En medio de esta postración, una mano se posó sobre su hombro y una voz susurró:
    —A partes iguales.
    ¿Quién podía ser, en aquella oscuridad? Nada se parece tanto al sueño como la desesperación. Jean
    Valjean creyó soñar. No había oído pasos. ¿Sería posible? Alzó los ojos. Un hombre estaba delante de él.
    Aquel hombre iba vestido con una blusa; llevaba los pies desnudos y los zapatos en su mano
    izquierda; evidentemente se los había quitado para poder llegar hasta Jean Valjean sin ser oído.
    Jean Valjean no dudó ni un solo instante. A pesar de ser el encuentro tan imprevisto, reconoció a
    aquel hombre. Era Thénardier.
    Aunque despertase, digámoslo así, sobresaltado, Jean Valjean, acostumbrado a vivir alerta y ducho en
    afrontar golpes imprevistos, recobró al instante toda su presencia de ánimo. Además, la situación no
    podía empeorar, pues hay un cierto grado de angustia que no es capaz de aumentar, y el mismo Thénardier
    no podía añadir nada a la lobreguez de aquella tenebrosa noche.
    Hubo un instante de espera.
    Thénardier, alzando su mano derecha a la altura de la frente, en forma de pantalla, acercó las cejas y
    guiñó los ojos, lo cual, acompañado de un ligero fruncimiento de boca, caracteriza la atención sagaz de
    un hombre que trata de reconocer a otro. No lo consiguió. Jean Valjean, tal como acabamos de decirlo,
    estaba de espaldas a la luz, y además, tan desfigurado, tan lleno de sangre y de fango, que en pleno día
    hubiese estado irreconocible. Por el contrario, iluminado de frente por la luz que entraba por la reja,
    claridad de cueva, es cierto, pero precisa en su lividez, Thénardier, como dice la enérgica metáfora
    banal, saltó inmediatamente a los ojos de Jean Valjean. Esta desigualdad de condiciones bastaba para
    asegurar alguna ventaja a Jean Valjean en el misterioso duelo que iba a empeñarse entre las dos
    situaciones y los dos hombres. El encuentro tenía lugar entre Jean Valjean con disfraz y Thénardier sin él.
    Jean Valjean se dio cuenta inmediatamente de que Thénardier no le había reconocido.
    Se consideraron por un instante en aquella penumbra, como si tratasen de medirse. Thénardier rompió
    el primero el silencio:
    —¿Cómo te las arreglarás para salir?
    Jean Valjean no respondió.
    Thénardier continuó:
    —Es imposible abrir la puerta. Y sin embargo, es preciso que salgas de aquí.
    —Es cierto —dijo Jean Valjean.
    —Pues bien, a partes iguales.
    —¿Qué quieres decir?
    —Tú has matado a este hombre. Yo tengo la llave. —Thénardier señalaba a Marius con el dedo.
    Prosiguió—: No te conozco, pero quiero ayudarte. Debes ser un amigo.
    Jean Valjean empezó a comprender. Thénardier le tomaba por un asesino.
    Thénardier continuó:
    —Escucha, camarada. Tú no has matado a este hombre sin mirar lo que llevaba en los bolsillos.
    Dame la mitad y te abriré la puerta.
    Y sacando a medias una gruesa llave, que llevaba debajo de su blusa agujereada, añadió:
    —¿Quieres ver lo que ha de proporcionarte la salida? Pues míralo.
    Jean Valjean se quedó atónito, no atreviéndose a creer en la realidad de lo que veía. Era la
    providencia con formas horribles, y el ángel bueno surgiendo de la tierra bajo la forma de Thénardier.
    Thénardier metió la mano en el ancho bolsillo que llevaba oculto bajo la blusa, sacó una cuerda y se
    la tendió a Jean Valjean.
    —Toma, te doy la cuerda, además.
    —¿Y para qué la necesito?
    —Necesitas también una piedra, pero la encontrarás afuera. Las hay de sobra.
    —¿Para qué necesito una piedra?
    —Imbécil, si arrojas el cadáver al río sin atarle una piedra, flotaría sobre el agua.
    Jean Valjean tomó la cuerda. Cualquiera habría hecho lo mismo en su caso.
    Thénardier hizo chascar sus dedos, como si le hubiese asaltado una súbita idea.
    —¡Ah!, camarada, ¿cómo te las has arreglado para salir del cenagal? Yo no me he atrevido a
    arriesgarme. ¡Puf!, hueles mal. —Después de una pausa, añadió—: Te hago preguntas y tú haces bien en
    no contestarme. Es un aprendizaje para cuando comparezcas ante el juez de instrucción. Y además, el que
    calla no se arriesga a hablar demasiado alto. Es igual, aunque no veo tu cara ni sé tu nombre, no te figures
    que ignoro lo que eres y lo que quieres. Claro. Has estropeado un poco a este caballero; ahora quisieras
    ocultarle en algún sitio. Por ejemplo, en el río, que es el gran escóndelo-todo. Voy a sacarte del apuro.
    Me gusta ayudar a la gente de bien.
    Al mismo tiempo que aprobaba el silencio de Jean Valjean, trataba visiblemente de hacerle hablar.
    Empujóle por el hombro, de suerte que ladeándose, pudiera verle de perfil, y exclamó sin alzar la voz:
    —A propósito del cenagal, eres un animal. ¿Por qué no arrojaste allí a este hombre?
    Jean Valjean guardó silencio.
    Thénardier continuó, levantando hasta la nuez de Adán el harapo que le servía de corbata, gesto que
    completa el aire de importancia de un hombre grave:
    —Bien, puede que obrases cuerdamente. Los obreros que mañana taparán el hueco tropezarían con el
    cadáver, e hilo por hilo y hebra por hebra, tal vez llegaran hasta ti. Alguien ha pasado por la alcantarilla.
    ¿Quién? ¿Por dónde ha salido? ¿Se le ha visto salir? La policía tiene mucho talento. La alcantarilla es
    traicionera y denuncia. Semejante hallazgo es un rareza, y llama la atención; pocas personas se valen de
    la alcantarilla para sus negocios, mientras que el río es de todos. El río es la verdadera sepultura. Al
    cabo de un mes se pesca al hombre con las redes de Saint-Cloud. Y bien, ¿qué importa eso? Está hecho
    una lástima. ¿Quién ha matado a este hombre? París. Y la justicia ni siquiera interviene. Has hecho bien.
    Cuanto más locuaz era Thénardier, más mudo se volvía Jean Valjean. Thénardier le sacudió de nuevo
    por el hombro.
    —Ahora concluyamos el asunto. A partes iguales. Tú ya has visto la llave. Enséñame ahora el dinero.
    Thénardier se mostraba hosco, feroz, con un aire un tanto amenazador, y sin embargo, amistoso.
    Notábase una cosa extraña. Los modales de Thénardier no tenían nada de sencillos. Estaba como
    violento. Aunque sin afectar misterio, hablaba bajo, y de vez en cuando, se ponía el dedo en la boca y
    decía: «¡Chitón!» Era difícil adivinar la razón. No había allí nadie más que ellos. Jean Valjean pensó que
    tal vez había otros bandidos ocultos en algún recodo, no muy lejos, y Thénardier no querría repartir el
    botín con ellos.
    —Acabemos. ¿Cuánto dinero tenía este mozo en los bolsillos?
    Jean Valjean registró sus bolsillos.
    Tenía por costumbre, tal como recordaremos, llevar siempre algo de dinero encima. La sombría vida
    de recursos imprevistos, a la cual se veía condenado, se lo exigía. Esta vez, no obstante, le cogió
    desprevenido. Al ponerse, la víspera por la noche, su uniforme de guardia nacional, había olvidado,
    sumido como estaba en lúgubres pensamientos, coger la cartera. No llevaba más que algunas monedas en
    el bolsillo de su chaleco. Sumaban en total unos treinta francos. Dio la vuelta a sus bolsillos, empapados
    de barro y puso sobre la banqueta un luis de oro, dos napoleones y cinco o seis sueldos.
    Thénardier alargó el labio inferior con una contorsión del pescuezo significativa.
    —Le has matado casi por nada —dijo.
    Se puso a palpar con toda familiaridad los bolsillos de Jean Valjean y los bolsillos de Marius. Jean
    Valjean, preocupado especialmente en estar de espaldas a la luz, le dejaba hacer. Mientras hurgaba en las
    ropas de Marius, Thénardier, con una destreza de escamoteador, encontró medio de arrancar, sin que Jean
    Valjean lo notase, un pedazo de tela y ocultarlo debajo de la blusa, pensando probablemente que aquello
    podría servirle más tarde para reconocer al hombre asesinado y al asesino. Por lo demás, no encontró
    otra cosa
    —Es verdad —dijo—, esto es todo.
    Y olvidando su propuesta inicial, se lo guardó todo.
    Dudó un poco al llegar a los sueldos; pero después de reflexionar los tomó también, refunfuñando:
    —¡No importa! Es despachar demasiado barato a la gente.
    En seguida, sacó de nuevo la llave de debajo de su blusa.
    —Ahora, amigo, es preciso que salgas. Aquí, como en la feria, se paga a la salida. Tú ya has pagado,
    sal.
    Y se echó a reír.
    Que al proporcionar a un desconocido el auxilio de aquella llave le guiase la intención pura y
    desinteresada de salvar a un asesino, hay más de un motivo para dudarlo.
    Thénardier ayudó a Jean Valjean a cargar a Marius sobre sus hombros; luego se dirigió de puntillas
    hacia la reja, haciendo señas a Jean Valjean de que le siguiese; miró hacia fuera, se puso un dedo en la
    boca y permaneció algunos minutos vigilante; después puso la llave en la cerradura. El pestillo se deslizó
    y la puerta giró. No hubo el menor ruido. Era evidente que aquellos goznes, engrasados con cuidado, se
    usaban más a menudo de lo que podía pensarse. Aquella suavidad era siniestra; se presentían en ella las
    idas y venidas furtivas, las entradas y las salidas silenciosas de los hombres nocturnos, y los pasos de
    lobo del crimen. La alcantarilla era evidentemente cómplice de alguna banda misteriosa. Aquella reja
    taciturna era una encubridora.
    Thénardier entreabrió la puerta, dejó el paso suficiente para que pasara Jean Valjean, volvió a cerrar
    la reja, dio dos vueltas a la llave en la cerradura y se sumergió otra vez en la oscuridad, sin hacer más
    ruido que un soplo. Parecía andar con las patas afelpadas de un tigre. Un momento después, aquella
    odiosa providencia desaparecía en lo Jean Valjean se encontró fuer.





    IX



    MARIUS PARECE MUERTO A UNA PERSONA QUE ENTIENDE




    Colocó a Marius en el suelo.
    ¡Estaba fuera!
    Los miasmas, la oscuridad, el horror, estaban ya detrás de él. El aire salubre, puro, vivo, alegre,
    libremente respirable, le inundaba. En derredor el silencio, pero el silencio apacible del sol oculto en el
    horizonte. La hora del crepúsculo había pasado ya; se acercaba la noche, la gran libertadora, la amiga de
    todos los que necesitan de un abrigo de sombra para salir de la angustia. El cielo se ofrecía por todas
    partes con una calma enorme. El río llegaba a sus pies con el rumor de un beso. Se oía el diálogo aéreo
    de los pájaros en sus nidos, que se daban las buenas noches en los olmos de los Campos Elíseos. Algunas
    estrellas salpicaban débilmente el azul pálido del cénit, imperceptibles resplandores sólo visibles para
    los soñadores. La noche desplegaba sobre la cabeza de Jean Valjean todas las dulzuras del infinito.
    Era la hora indecisa y exquisita que no dice ni sí ni no. Había ya bastante oscuridad para poder
    perderse a cierta distancia y aún bastante luz como para reconocerse de cerca.
    Jean Valjean se sintió vencido irresistiblemente durante algunos segundos por toda aquella serenidad
    augusta y acariciadora. Hay ciertos minutos de olvido; en ellos el padecimiento cesa de oprimir al
    miserable; todo queda eclipsado en el pensamiento; la paz cubre al soñador como una noche, y bajo el
    crepúsculo radiante, y a imitación del cielo que se ilumina, el alma se llena de estrellas.
    Jean Valjean no pudo menos de contemplar la sombra inmensa y vaga que por encima de él se
    extendía; y pensativo, tomaba en el majestuoso silencio del eterno cielo un baño de éxtasis y de oración.
    Después, vivamente, como si el sentimiento del deber le asaltase, se inclinó hacia Marius, cogió agua en
    el hueco de la mano y le salpicó el rostro con algunas gotas. Los párpados de Marius no se movieron, y
    sin embargo, su boca entreabierta respiraba.
    Jean Valjean iba a introducir de nuevo la mano en el río cuando de improviso sintió ese embarazo de
    quien tiene detrás de sí a alguna persona.
    En otra parte hemos señalado ya esta impresión, conocida de todos.
    Se volvió.
    Como poco antes, había, en efecto, una persona detrás de Jean Valjean.
    Un hombre de elevada estatura, envuelto con una larga levita, con los brazos cruzados y llevando en
    su mano derecha una porra con puño de plomo, estaba de pie a pocos pasos de Jean Valjean.
    Era, con el auxilio de la sombra, como una especie de aparición. Un hombre sencillo se hubiera
    asustado a causa del crepúsculo, y un hombre reflexivo a causa de la porra.
    Jean Valjean reconoció a Javert.
    El lector habrá adivinado sin duda que el perseguidor de Thénardier no era otro que Javert. Javert,
    después de su inesperada salida de la barricada, había ido a la prefectura de policía, había dado cuenta
    de todo verbalmente al prefecto en persona, en una corta audiencia, y luego había continuado su servicio,
    que implicaba, según la nota que se le encontró, cierta inspección del ribazo de la orilla derecha, en los
    Campos Elíseos, la cual, desde hacía algún tiempo, despertaba la atención de la policía. Allí, había
    descubierto a Thénardier, y le había seguido. Sabemos ya el resto.











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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 12 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Sáb 28 Dic 2024, 09:51

    ***
    Se comprende también que el abrir tan obsequiosamente la puerta a Jean Valjean era una treta de
    Thénardier. Thénardier sabía que Javert seguía allí; el hombre perseguido tiene un olfato que no le
    engaña; era preciso arrojar un hueso a aquel sabueso. Un asesino, ¡qué hallazgo! No conviene
    desaprovechar tales fortunas. Thénardier, al echar fuera a Jean Valjean en su lugar, daba una presa a la
    policía, le hacía soltar su pista, se hacía olvidar ante un asunto de mayor importancia, recompensaba a
    Javert por su espera, lo que halaga siempre a un espía, ganaba treinta francos y contaba con escaparse
    mediante la ayuda de esta diversión.
    Jean Valjean había pasado de un escollo a otro.
    Aquellos dos encuentros seguidos, caer de manos de Thénardier en manos de Javert era duro en
    verdad.
    Javert no reconoció a Jean Valjean, quien, como hemos dicho, no se parecía a sí mismo. Sin separar
    los brazos, asió mejor su porra, con un movimiento imperceptible, y dijo con voz tranquila:
    —¿Quién sois?
    —Yo.
    —¿Quién?
    —Jean Valjean.
    Javert cogió la porra entre los dientes, inclinó el cuerpo, colocó en los hombros de Jean Valjean sus
    dos robustas manos, que se encajaron allí como si fuesen dos tornillos, le examinó y le reconoció. Sus
    rostros casi se tocaban. La mirada de Javert era terrible.
    Jean Valjean permaneció inerte bajo la presión de Javert, como un león que consintiese la garra de un
    lince.
    —Inspector Javert, estoy en vuestras manos. Por otra parte, desde esta mañana me juzgo prisionero
    vuestro. No os he dado las señas de mi casa para tratar luego de evadirme. Apoderaos de mí. Pero
    concededme una cosa.
    Javert parecía no escuchar. Tenía clavada en Jean Valjean su mirada. La barba fruncida empujaba los
    labios hacia la nariz, señal de meditación feroz. Por fin, soltó a Jean Valjean, se levantó de golpe, cogió
    de nuevo la porra y como en un sueño murmuró más que pronunció esta pregunta:
    —¿Qué hacéis aquí?, ¿quién es este hombre?
    Seguía sin tutear ya a Jean Valjean.
    Jean Valjean contestó, y el tono de su voz pareció despertar a Javert:
    —Precisamente de él quería hablaros. Disponed de mí como os plazca; pero antes ayudadme a
    llevarle a su casa. Es todo lo que os pido.
    El rostro de Javert se contrajo, como sucedía siempre que alguien le creía capaz de una concesión.
    Sin embargo, no respondió negativamente.
    Se inclinó nuevamente, sacó de su bolsillo un pañuelo que mojó en el agua y secó la frente
    ensangrentada de Marius.
    —Este hombre estaba en la barricada —dijo a media voz, y como si hablara consigo mismo—. Es el
    que llamaban Marius.
    Espía de primera calidad, que lo había observado todo, lo había escuchado todo, lo había oído todo
    mientras esperaba morir; que espiaba incluso en la agonía, y que con el pie en la primera grada del
    sepulcro había tomado notas.
    Cogió la mano de Marius, buscando el pulso.
    —Es un herido —dijo Jean Valjean.
    —Es un muerto —dijo Javert.
    Jean Valjean respondió:
    —No, todavía no.
    —¿Le habéis traído, pues, aquí, desde la barricada? —observó Javert.
    Era preciso que su preocupación fuera profunda para que no insistiese en aquella fuga a través de la
    alcantarilla, y ni siquiera notara el silencio de Jean Valjean después de su pregunta.
    Jean Valjean, por su parte, parecía no tener más que un pensamiento. Continuó:
    —Vive en el Marais, en la calle Filles-du-Calvaire, en casa de su abuelo… No recuerdo su nombre.
    Jean Valjean registró la levita de Marius, sacó la cartera, la abrió en la página escrita por Marius y la
    tendió a Javert.
    Había aún en el aire la suficiente claridad como para que fuese posible leer. Javert, además, tenía en
    la mirada la fosforescencia felina de los pájaros nocturnos. Descifró las pocas líneas escritas por
    Marius, y murmuró:
    —Gillenormand, calle Filles-du-Calvaire, número seis. —Luego gritó—: ¡Cochero!
    No se habrá olvidado el carruaje de alquiler, que esperaba para un caso de necesidad.
    Javert guardó la cartera de Marius.
    Un momento después, el coche, que había bajado por la rampa del abrevadero, estaba en el ribazo;
    Marius fue colocado en el asiento del fondo, y Javert se sentaba al lado de Jean Valjean, en la banqueta
    delantera.
    Una vez cerrada la portezuela, el coche se alejó rápidamente, remontando los muelles, en dirección
    de la Bastilla.
    Abandonaron los muelles y entraron en las calles. El cochero, perfil negro en el pescante, arreaba a
    sus escuálidos caballos. Silencio glacial en el coche. Marius, inmóvil, con el cuerpo apoyado en el
    rincón del fondo, la cabeza caída sobre el pecho, los brazos colgantes, las piernas rígidas, parecía no
    esperar otra cosa que un féretro; Jean Valjean parecía hecho de sombra, y Javert de piedra; y en aquel
    coche lleno de oscuridad, cuyo interior, cada vez que pasaba delante de un farol, se teñía de una luz
    lívida, cual si proviniera de un relámpago, la casualidad había reunido, y situado una frente a otra
    lúgubremente, tres inmovilidades trágicas: el cadáver, el espectro y la estatua.





    X



    REGRESO DEL HIJO PRÓDIGO




    A cada vaivén del carruaje, una gota de sangre caía de los cabellos de Marius.
    Era ya noche cerrada cuando el coche llegó al número seis de la calle Filles-du-Calvaire.
    Javert bajó el primero, se cercioró con una mirada de que era el número que buscaban, alzó el pesado
    aldabón de hierro, que figuraba según el estilo antiguo un macho cabrío y un sátiro frente a frente, y lo
    dejó caer con fuerza. Entreabrióse apenas la puerta, y Javert la empujó. El portero apareció medio
    dormido, con una vela en la mano.
    Todos dormían en la casa. En el Marais se acuestan temprano, especialmente en los días de motín.
    Aquel viejo barrio, asustado por la revolución, se refugia en el sueño como los niños cuando oyen que
    viene el coco y se cubren la cabeza con las sábanas de la cama.
    Jean Valjean y el cochero sacaron a Marius del carruaje, sosteniéndole el primero por los sobacos y
    el segundo por las corvas.
    Mientras así le conducían, Jean Valjean introdujo la mano bajo los vestidos rotos del joven, le tocó el
    pecho y se cercioró de que el corazón latía aún, y hasta de que latía con algo menos de debilidad, como si
    el movimiento del coche hubiera determinado en él cierta renovación de la vida.
    Javert interpeló al portero con el tono propio de los funcionarios del Gobierno ante el portero de un
    faccioso.
    —¿Vive aquí alguien que se llama Gillenormand?
    —Sí, aquí vive. ¿Qué le queréis?
    —Le traemos a su hijo.
    —¿A su hijo? —dijo el portero atónito.
    —Está muerto.
    Jean Valjean, que llegaba detrás de Javert, harapiento y sucio, y a quien el portero miraba con horror,
    le indicó que no con la cabeza.
    El portero pareció no comprender ni la frase de Javert ni la seña de Jean Valjean.
    Javert continuó:
    —Fue a la barricada, y aquí le tenéis.
    —¿A la barricada? —exclamó el portero.
    —Se hizo matar. Id a despertar al padre.
    El portero no se movió.
    —¡Id de una vez! —dijo Javert. Y añadió—: Mañana habrá aquí entierro.
    Para Javert, los incidentes habituales de la vía pública estaban clasificados categóricamente, lo cual
    es el principio de la previsión y de la vigilancia, y cada eventualidad tenía su compartimiento; los hechos
    posibles estaban en cierto modo en los cajones, de los que salían, llegado el caso, en cantidades
    variables; en la calle había: ruido, motín, carnaval, entierro.
    El portero se limitó a despertar a Basque. Basque despertó a Nicolette; Nicolette despertó a la tía
    Gillenormand. En cuanto al abuelo, le dejaron dormir, pensando en retrasar todo lo posible su
    conocimiento de aquella desgracia.
    Subieron a Marius al primer piso, sin que nadie se enterase de ello en las demás partes de la casa, y
    se le colocó en un canapé viejo de la antecámara del señor Gillenormand. Mientras Basque iba a buscar a
    un médico y Nicolette abría los armarios de la ropa blanca, Jean Valjean sintió que Javert le tocaba el
    hombro. Comprendió y bajó, seguido del inspector de policía.
    El portero los vio partir como los había visto llegar, con una somnolencia aterrorizada.
    Entraron en el coche, y el cochero ocupó su asiento.
    —Inspector Javert —dijo Jean Valjean—, concededme aún una cosa.
    —¿Cuál? —preguntó rudamente Javert.
    —Dejadme entrar un instante en mi casa. Luego haréis de mí lo que queráis.
    Javert permaneció algunos segundos en silencio, con la barbilla hundida en el cuello de la levita;
    luego corrió el cristal de delante y dijo:
    —Cochero. Calle del L’Homme-Armé, número siete.





    XI



    CONMOCIÓN EN LO ABSOLUTO




    No despegaron los labios en todo el trayecto.
    ¿Qué quería Jean Valjean? Acabar lo que había empezado; advertir a Cosette, decirle dónde estaba
    Marius, darle tal vez alguna otra indicación útil, tomar, si podía, ciertas disposiciones supremas. En
    cuanto a sí mismo, en cuanto a lo que le concernía personalmente, era asunto concluido; habíale cogido
    Javert, y no se resistía; otro cualquiera, en semejante situación, habría pensado tal vez vagamente en la
    cuerda de Thénardier y en los barrotes del primer calabozo donde entrase; pero desde lo sucedido con el
    obispo había en Jean Valjean, ante cualquier atentado, aun contra sí mismo, bueno es repetirlo, una
    profunda vacilación religiosa.
    El suicidio, esa misteriosa violencia que puede contener, hasta cierto punto, la muerte del alma, era
    imposible en Jean Valjean.
    A la entrada de la calle del Homme-Armée, el coche se detuvo, pues la calzada era demasiado
    estrecha para que los coches pudiesen penetrar en ella. Javert y Jean Valjean descendieron.
    El cochero le dijo humildemente al «señor inspector» que el terciopelo de Utrecht de su coche estaba
    manchado por la sangre del hombre asesinado y por el barro del asesino. Por lo tanto, añadió, se le debía
    una indemnización. Al mismo tiempo, sacando un cuaderno de su bolsillo, rogó al señor inspector que
    tuviera la bondad de escribirle en él un breve atestado.
    Javert rechazó el cuaderno que le alargaba el cochero, y le dijo:
    —¿Cuánto te debo, contando el tiempo de parada y la carrera?
    —Han sido siete horas y cuarto, y el terciopelo estaba nuevo. Ochenta francos, señor inspector.
    Javert sacó del bolsillo cuatro napoleones y despidió al cochero.
    Jean Valjean pensó que la intención de Javert era llevarle andando al cuerpo de guardia de los
    Blancs-Manteaux, o al de los Archives, que estaban cerca.
    Entraron en la calle. Como de costumbre, estaba desierta. Javert seguía a Jean Valjean. Llegaron al
    número siete. Jean Valjean llamó. La puerta se abrió.
    —Está bien —dijo Javert—; subid. —Y añadió con una extraña expresión, y como si le costase
    esfuerzo hablar así—: Os espero aquí.
    Jean Valjean miró a Javert. Este modo de obrar era propio de Javert. Pero resuelto como se mostraba
    Jean Valjean a entregarse y acabar de una vez, no debía sorprenderle mucho que Javert mostrase aquella
    confianza altiva, la confianza del gato que concede al ratón una libertad de la longitud de su garra.
    Empujó la puerta, entró en la casa, gritó «¡Soy yo!» al portero que estaba acostado, y que había abierto
    desde su cama con el cordón, y subió las escaleras.
    Al llegar al primer piso, hizo una pausa. Todas las vías dolorosas tienen estaciones. La ventana de la
    escalera, que era de una sola pieza, estaba corrida. Como en muchas casas antiguas, la escalera tenía
    vistas a la calle. El farol de la calle, situado precisamente enfrente, arrojaba alguna luz sobre los
    peldaños, lo que equivalía a una economía de alumbrado.
    Jean Valjean, para respirar, o maquinalmente, sacó la cabeza por la ventana. Se inclinó hacia la calle,
    que era corta y recibía la luz del farol de un extremo al otro. Jean Valjean se quedó atónito; no había
    nadie.
    Javert se había marchado.





    1114
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    Mensaje por Maria Lua Dom 29 Dic 2024, 09:22

    ***



    XII



    EL ABUELO




    Basque y el portero habían transportado al salón a Marius, que seguía tendido e inmóvil en el canapé
    donde se le colocó a su llegada. El médico ya estaba allí. La tía Gillenormand se había levantado.
    La tía Gillenormand iba y venía asustada, uniendo las manos, e incapaz de hacer otra cosa que decir:
    «¡Es posible, Dios mío!» De vez en cuando añadía: «¡Todo se va a manchar de sangre!» Cuando pasó el
    primer horror, cierta filosofía de la situación se abrió camino hasta su espíritu, revelándose en la
    exclamación: «¡Esto tenía que acabar así!» No llegó a decir, sin embargo: «¡Ya lo había dicho yo!», que
    es costumbre en estas ocasiones.
    Por orden del médico, habían instalado un lecho de tijera cerca del canapé. El médico examinó a
    Marius, y después de haber comprobado que el pulso persistía, que el herido no tenía en el pecho ninguna
    herida profunda, y que la sangre de las comisuras de los labios procedía de las fosas nasales, le hizo
    colocar sobre la cama sin almohada, la cabeza en el mismo plano que el cuerpo, e incluso un poco más
    baja, y el pecho desnudo, con el fin de facilitar la respiración. La señorita Gillenormand, al ver que
    desnudaban a Marius, se retiró. Se puso a rezar el rosario en su habitación.
    El cuerpo no había recibido ninguna lesión interior; una bala, amortiguada por la cartera, se había
    desviado, y corriendo sobre las costillas había abierto una grieta de horrible aspecto, pero sin
    profundidad, y por consiguiente, sin peligro. El largo paseo subterráneo había acabado de dislocar la
    clavícula rota, y esto presentaba serias complicaciones. Tenía los brazos acuchillados; pero ningún tajo
    desfiguraba su rostro. Sin embargo la cabeza estaba cubierta de heridas. ¿Serían peligrosas estas
    heridas? ¿Se detendrían en la superficie? ¿Llegaban al cráneo? No se podía decir aún. Era un síntoma
    grave el que se hubiera producido un desmayo, y no siempre se despierta de los desmayos de esta clase.
    Por otra parte, la hemorragia había debilitado al herido. De la cintura para abajo, habíale protegido la
    barricada.
    Basque y Nicolette se ocupaban en rasgar lienzo y preparar vendajes; Nicolette los cosía y Basque
    los enrollaba. Como no había hilas, el médico había restañado provisionalmente la sangre de las heridas
    con algodón en rama. Sobre una mesa, al lado de la cama, había tres velas encendidas, y el estuche de
    cirugía estaba allí abierto. El médico lavó el rostro y los cabellos de Marius con agua fría. En un
    instante, el cubo quedó teñido de rojo. El portero, con la vela en la mano, alumbraba.
    El médico parecía meditar tristemente. De vez en cuando, hacía con la cabeza un signo negativo,
    como si respondiese a alguna pregunta que se hiciese interiormente. Mala señal para el enfermo eran
    estos misteriosos diálogos del médico consigo mismo.
    En el momento en que éste secaba el rostro de Marius y rozaba ligeramente con el dedo los párpados
    que seguían cerrados, una puerta se abrió al fondo del salón, y una figura alta y pálida apareció en el
    umbral.
    Era el abuelo.
    El motín hacía dos días que traía muy agitado, indignado y preocupado al señor Gillenormand. No
    había podido dormir la noche anterior, y había tenido fiebre durante todo el día. Por la noche se acostó
    temprano, recomendando que se echase el cerrojo en toda la casa, y abrumado de fatiga, concluyó por
    quedarse dormido.
    Los ancianos tienen el sueño frágil; la habitación del señor Gillenormand era contigua al salón, y a
    pesar de las precauciones que habían sido tomadas, el ruido le despertó. Sorprendido por la rendija de
    luz que veía bajo su puerta, había salido de su cama y se había dirigido al salón.
    Estaba en el umbral, con la mano apoyada en la puerta entreabierta, la cabeza inclinada hacia delante
    y el cuerpo envuelto en una bata blanca, recta y sin pliegues, como un sudario, atónito; tenía el aspecto de
    un fantasma mirando el interior de un sepulcro.
    Advirtió la cama, y sobre el colchón aquel joven ensangrentado, blanco con una blancura de cera, los
    ojos cerrados, la boca abierta, los labios lívidos, desnudo hasta la cintura, lleno de heridas rojas,
    inmóvil, iluminado vivamente.
    El abuelo sintió de los pies a la cabeza el estremecimiento que son capaces de experimentar unos
    miembros osificados; sus ojos, cuyas córneas eran amarillas a causa de la avanzada edad, se velaron con
    una especie de reflejo vitreo; todo su rostro tomó en un instante las formas terrosas de una cabeza de
    esqueleto, sus brazos cayeron como si les hubiese faltado el resorte que los mantenía suspendidos, y su
    estupor se tradujo en la separación de los dedos de sus trémulas manos; y sus rodillas formaron un ángulo
    hacia delante, dejando ver por la abertura de la bata las pobres piernas desnudas, erizadas de blanco
    vello, y murmuró:
    —¡Marius!
    —Señor —dijo Basque—, acaban de traer al señor. Estaba en la barricada y…

    —¡Ha muerto! —gritó el anciano con voz terrible—. ¡Ah! ¡El bandido!
    Entonces, una especie de transfiguración sepulcral enderezó a aquel centenario con la firmeza de un
    joven.
    —Caballero —dijo—, sois médico. Empezad por decirme una cosa. Está muerto, ¿verdad?
    El médico, en el colmo de la ansiedad, guardó silencio.
    El señor Gillenormand se retorció las manos, prorrumpiendo en una carcajada espantosa.
    —¡Está muerto! ¡Está muerto! ¡Se ha hecho matar en las barricadas! ¡Por odio a mí! ¡Por vengarse de
    mí ha hecho esto! ¡Ah, sanguinario! ¡Ved cómo vuelve a casa de su abuelo! ¡Miserable de mí! ¡Está
    muerto!
    Se acercó a la ventana, la abrió de par en par, como si se ahogara, y en pie delante de la sombra, se
    puso a hablar con la noche.
    —¡Traspasado, acuchillado, degollado, exterminado, cortado en pedazos! ¿No le veis? ¡Tunante!
    ¡Sabía que le esperaba, que había hecho arreglar su cuarto y colgar a la cabecera de mi cama su retrato
    de cuando era niño! ¡Él sabía que no tenía más que volver, y que no he cesado de llamarle en tantos años,
    y que todas las noches me sentaba junto a la lumbre, con las manos en las rodillas, no sabiendo qué hacer,
    y que por él me había convertido en un imbécil! ¡Sabías que con sólo entrar y decir soy yo eras el amo de
    la casa, y que yo iba a obedecerte, y dispondrías a tu antojo del bobalicón de tu abuelo! Lo sabías, y has
    dicho: ¡No, es un realista, y no iré! ¡Y te has marchado a las barricadas, y te has dejado matar por
    maldad! ¡Para vengarte de lo que te dije a propósito del señor duque de Berry! ¡Es una conducta infame!
    ¡Y luego acuéstese uno y duerma tranquilo para encontrarse al despertar con que su nieto ha muerto!
    El médico, que empezaba a alarmarse por los dos, dejó un momento a Marius y se acercó al señor
    Gillenormand, tomándole del brazo. El abuelo se volvió, le miró con ojos que parecían dilatados y
    sangrantes y le dijo con calma:
    —Caballero, os doy las gracias. Estoy tranquilo, soy un hombre, he visto la muerte de Luis XVI, y sé
    sobrellevar las desgracias. Hay algo que para mí es terrible; es pensar que son vuestros periódicos los
    que tienen la culpa de todo. Poseéis escritorzuelos, abogados, oradores, tribunos, discusiones, progresos,
    luces, derechos del hombre, la libertad de prensa, y ved cómo os traerán a casa a vuestros hijos. ¡Ah!
    ¡Marius! ¡Es abominable! ¡Muerto! ¡Muerto antes que yo! ¡Una barricada! ¡Ah, el bandido! Doctor, vivís
    en mi barrio, me parece. ¡Oh! Os conozco bien. Desde mi ventana veo pasar vuestro coche. Oíd. Haríais
    mal en creer que estoy irritado. Nadie se irrita con un muerto. Sería estúpido. Es un niño al que he criado.
    Yo era ya entrado en años cuando él todavía era pequeñito. Jugaba en las Tullerías con su pala y su
    sillita, y para que los inspectores no gruñesen, iba yo tapando con mi bastón los agujeros que él hacia en
    la tierra. Un día gritó: ¡Abajo Luis XVIII!, y se fue. No es culpa mía. Era sonrosado y rubio. Su madre ha
    muerto. ¿Habéis observado que todos los niñitos son rubios? ¿Por qué es así? Es el hijo de uno de esos
    bandidos del Loira. Pero los niños son inocentes de los crímenes de sus padres. Me acuerdo de cuando
    era así de chiquitín. No podía conseguir pronunciar la d. Tenía un acento tan dulce y apagado que se le
    hubiera creído un pájaro. Recuerdo que una vez, delante del Hércules Farnesio, se formó un corro para
    admirarle, ¡tan hermoso era! Tenía una cabeza como las que se ven en los cuadros. Yo engrosaba la voz y
    le metía miedo con el bastón, pero él sabía que no estaba enfadado de verdad. Por la mañana, cuando
    entraba en mi habitación, yo refunfuñaba, pero su presencia me hacía el efecto del sol. No hay defensa
    contra estos mocosos. Una vez que os han cogido, ya no os vuelven a soltar. La verdad es que no había
    nada más querido que este niño. ¡Venidme ahora a hablar de vuestro Lafayette, vuestro Benjamín Constant
    y vuestro Tirecuir de Corcelles que me lo matan! Esto no puede quedar así.
    Se acercó a Marius, que seguía pálido y sin movimiento, a cuyo lado había vuelto el médico, y
    empezó de nuevo a retorcerse los brazos. Los labios blancos del anciano se movían maquinalmente, y de
    ellos salían, como agónicos susurros, palabras que apenas se oían:
    —¡Ah! ¡Desalmado! ¡Ah! ¡Clubista! Ah! ¡Pérfido! ¡Setembrista! —Reproches en voz baja de un
    agonizante a un cadáver.
    Poco a poco, como sucede siempre en todas las tempestades interiores, el encadenamiento de frases
    se restableció, pero el abuelo parecía no tener ya fuerzas para pronunciarlas, su voz era sorda y apagada
    como si viniese del fondo de un abismo.
    —¡Me es indiferente, pues yo también voy a morir! Y cuando pienso que no hay en París ni una mujer
    que no se hubiese alegrado de hacer la felicidad de este miserable… ¡Un cretino, que en lugar de
    divertirse y de disfrutar de la vida, ha ido a combatir, y se ha dejado ametrallar como un bruto! ¿Y por
    qué? ¿Para qué? En lugar de ir a bailar a la Chaumiére
    [512]
    , como deben hacer los jóvenes… ¡Para mucho
    le ha valido tener veinte años! ¡La república, tejido de necedades! ¡Pobres madres, parid, pues, hermosos
    chicos! Vaya, ya está muerto. Serán dos entierros en la puerta cochera. ¡Te has dejado poner de este modo
    por amor al general Lamarque! ¿Qué favores te había dispensado a ti el general Lamarque? ¡Un matachín!
    ¡Un charlatán! ¡Hacerse matar por un muerto! ¡Es para volverse loco! ¡Comprender esto! ¡A los veinte
    años! ¡Y sin volver la cabeza para mirar si dejaba a alguien detrás de él! ¡Ahora los pobres viejos habrán
    de morirse solos! ¡Revienta en tu rincón, búho! Pues, bien, tanto mejor; lo esperaba, voy a morir sin
    remedio. Soy demasiado viejo, tengo cien años, mil años, hace tiempo que tengo derecho a estar muerto.
    Con este golpe, todo acabó. ¡Todo ha acabado, qué dicha! ¿Por qué hacerle respirar amoníaco y todo ese
    montón de drogas? ¡Perdéis vuestro tiempo, médico imbécil! Marchaos, está muerto y bien muerto. Lo
    digo yo, que también estoy muerto. No ha hecho las cosas a medias. ¡Sí, la época actual es infame,
    infame, infame, y así pienso de vosotros, de vuestras ideas, de vuestros sistemas, de vuestros maestros,
    de vuestros oráculos, de vuestros doctores, de vuestros escritorzuelos, de vuestros filosoistros, y de
    todas las revoluciones que espantan de sesenta años a esta parte a las nubes de cuervos de las Tullerías!
    Y puesto que tú no has tenido piedad dejándote matar así, yo no sentiré siquiera disguso por tu muerte, ¿lo
    entiendes, asesino?
    En aquel momento, Marius abrió lentamente los ojos, y su mirada velada aún por el asombro
    letárgico, se detuvo en el señor Gillenormand.
    —¡Marius! —exclamó el anciano—. ¡Marius! ¡Mi pequeño Marius! ¡Mi niño! ¡Mi hijo bien amado!
    ¡Abres los ojos, me miras, estás vivo, gracias!
    Y cayó desvanecido.


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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 12 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Dom 29 Dic 2024, 09:24

    ***

    LIBRO CUARTO



    JAVERT DESORIENTADO





    I




    JAVERT




    Javert se alejó lentamente de la calle de L’Homme-Armé.
    Andaba con la cabeza baja, por vez primera en su vida, y también por vez primera con las manos a la
    espalda.
    Hasta aquel día, Javert había solamente adoptado, de las dos actitudes de Napoleón, la que expresa
    resolución, con los brazos cruzados sobre el pecho; la que expresa incertidumbre, con las manos a la
    espalda, le era desconocida. Ahora, se había realizado un cambio; toda su persona, lenta y sombría,
    llevaba el sello de la ansiedad.
    Se internó en las calles silenciosas.
    Sin embargo, seguía una dirección.
    Tomó por el camino más corto hacia el Sena, ganó el muelle de Ormes, lo costeó, dejó tras de sí la
    Gréve y se detuvo a alguna distancia del cuerpo de guardia de la plaza del Chátelet, en la esquina del
    puente Notre-Dame. El Sena forma allí, entre los puentes Notre-Dame y Change por una parte, y por otra
    entre los muelles de la Mégisserie y de las Fleurs, una especie de lago cuadrado, atravesado por un
    rápido.
    Este punto del Sena es muy temido por los marineros. Nada hay tan peligroso como este rápido,
    irritado en aquella época por los pilotes del molino del puente, hoy demolido. Los dos puentes, tan
    cercanos uno de otro, aumentan el peligro; el agua se precipita formidablemente bajo los arcos. Forma
    gruesos pliegues terribles, se acumula y se amontona; la ola forcejea contra los pilares de los puentes,
    como si quisiera arrancarlos de cuajo, con gruesas cuerdas líquidas. Los hombres que caen ya no vuelven
    a aparecer; los mejores nadadores perecen ahogados.
    Javert apoyó sus dos codos sobre el parapeto, la barbilla en las manos, y mientras sus uñas se
    clavaban maquinalmente en sus patillas, se puso a meditar.
    Una novedad, una revolución, una catástrofe, acababa de producirse en el fondo de él; tenía materia
    para entregarse a un examen.
    Javert sufría terriblemente.
    Desde hacía algunas horas, Javert había cesado de ser sencillo. Estaba turbado; aquel cerebro, tan
    límpido en su ceguedad, había perdido la transparencia; había una nube en aquel cristal. Javert sentía en
    su conciencia que su deber era mostrarse al descubierto, y no podía disimularlo. Cuando encontró de un
    modo tan inopinado a Jean Valjean en el ribazo del Sena, había sentido algo de lo que siente el lobo al
    apoderarse de nuevo de su presa y del perro que vuelve a hallar a su amo.
    Veía ante él dos caminos igualmente rectos, pero eran dos; y esto le aterrorizaba, pues en toda su vida
    no había conocido sino una sola línea recta. Y, para colmo de angustia, aquellos dos caminos eran
    contrarios. Uno de ellos excluía al otro.
    ¿Cuál de ellos era el correcto?
    Su situación era inexpresable.
    Deber la vida a un malhechor, aceptar esta deuda y reembolsarla, estar, a despecho de sí mismo, en
    un mismo plano que un perseguido de la justicia, y pagarle un servicio con otro servicio; dejarse decir:
    Vete, y decir a su vez: Sé libre; sacrificar a motivos personales el deber, esa obligación general, y sentir
    en esos motivos personales algo de general también, y quizás algo de superior; traicionar a la sociedad
    para permanecer fiel a su conciencia; le aterraba que todos estos absurdos se realizasen y vinieran a
    acumularse sobre él.
    Una cosa le había sorprendido, y era que Jean Valjean le perdonase, y una cosa le petrificaba, y era
    que él, Javert, hubiese concedido gracia a Jean Valjean.
    ¿Adonde había llegado? Se buscaba y no se encontraba.
    ¿Qué hacer ahora? Entregar a Jean Valjean no estaría bien; dejar a Jean Valjean libre no estaba bien.
    En el primer caso, el hombre de la autoridad caía más bajo que el hombre del presidio; en el segundo, un
    forzado subía más alto que la ley y le ponía los pies encima. En ambos casos había deshonor para Javert.
    En cualquiera de los partidos que pudiese tomar había caída. El destino tiene ciertos extremos cortados a
    pico sobre lo imposible, y más allá de los cuales la vida tan sólo es un precipicio. Javert había llegado a
    uno de esos extremos.
    Una de sus ansiedades consistía en estar obligado a pensar. La misma violencia de todas esas
    emociones contradictorias le obligaba a ello. El pensamiento era cosa inusitada para él, y singularmente
    dolorosa.
    Hay siempre en el pensamiento una cierta cantidad de rebelión interior; y él se irritaba por tener
    aquello en sí.
    El pensamiento, sobre cualquier asunto fuera del círculo estrecho de sus funciones, sería para él, en
    todos los casos, una inutilidad y una fatiga; pero el pensamiento sobre la jornada que acababa de
    transcurrir era una tortura. Era preciso, no obstante, mirar su conciencia después de tales sacudidas y dar
    cuenta de sí a sí mismo.
    Lo que acababa de hacer le producía estremecimientos. Él, Javert, había decidido, contra todos los
    reglamentos de policía, contra toda la organización social y judicial, contra el código entero, poner en
    libertad a un hombre; aquello le había convenido; había preferido sus propios asuntos a los asuntos
    públicos; ¿no era esto incalificable? Cada vez que se ponía delante de la acción sin nombre que había
    cometido, temblaba de los pies a la cabeza. ¿Qué hacer? Sólo le quedaba un recurso, volver
    apresuradamente a la calle L’Homme Armé y prender a Jean Valjean. Estaba seguro de que era aquello lo
    que debía hacerse. Pero él no podía.
    Algo le obstruía el camino por aquel lado.
    ¿Qué cosa? ¿Es que hay en el mundo algo más que los tribunales, las sentencias ejecutorias, la policía
    y la autoridad? Javert estaba trastornado.
    ¡Un presidiario sagrado! ¡Un forzado inexpugnable para la justicia! ¡Y por causa de Javert!
    ¿No era terrible que Javert y Jean Valjean, el hombre hecho para castigar y el hombre hecho para
    sufrir, que estos dos hombres, ambos sujetos a la ley, hubiesen llegado al punto de situarse por encima de
    la ley?
    ¡Cómo! ¡Sucedían atrocidades de esta índole, y nadie era castigado! Jean Valjean, más fuerte que todo
    el orden social, se vería libre, y él, Javert, continuaría comiendo el pan del Gobierno!
    Su reflexión se iba haciendo terrible.
    En esta dirección hubiera podido aun hacerse reproches con motivo del insurrecto conducido a la
    calle Filles-du-Calvaire; pero no pensaba en ello. La falta menor se perdía en la mayor. Además, aquel
    insurrecto era evidentemente un hombre muerto, y con la muerte concluye la persecución.
    Jean Valjean, éste era el peso que tenía sobre su conciencia.
    Jean Valjean le desconcertaba. Todos los axiomas que habían sido los puntos de apoyo de toda su
    vida se desplomaban ante aquel hombre. La generosidad de Jean Valjean hacia él le agobiaba. Recordaba
    otros hechos, que en otro tiempo habían sido calificados de mentiras y de locuras y que ahora le parecían
    realidades. El señor Madeleine reaparecía detrás de Jean Valjean, y las dos figuras se superponían de
    manera que formaban una sola, que era venerable. Javert sentía que en su alma penetraba algo horrible, la
    admiración por un forzado. ¿Es posible el respeto por un presidiario? Se estremecía ante tal pensamiento,
    y no podía sustraerse a él. Era inútil debatirse, se veía obligado a admitir que aquel miserable era
    sublime. Y ello le parecía odioso.
    Un malhechor benefactor, un presidiario compasivo, dulce, clemente, devolviendo el bien por el mal,
    devolviendo el perdón por el odio, prefiriendo la piedad a la venganza, prefiriendo perderse a perder a
    su enemigo, salvando al que le había herido, arrodillado en la cumbre de la virtud, más cercano al ángel
    que al hombre. Javert se veía obligado a confesar que ese monstruo existía.
    Aquello no podía continuar de aquel modo.
    Ciertamente, preciso es que insistamos en ello, no se había rendido sin resistencia a este monstruo, a
    este ángel infame, a este héroe odioso, que le causaba tanta indignación como asombro. Veinte veces,
    cuando iba en el coche con Jean Valjean, el tigre de la ley había rugido en él. Veinte veces había
    intentado abalanzarse sobre Jean Valjean, cogerle y devorarle, es decir, detenerle. ¿Había algo más
    sencillo? Con gritar delante del primer puesto de guardia por el que pasaran: «¡Un presidiario se ha
    fugado!», o llamar a los gendarmes y decirles: «¡Os entrego a este hombre!», y luego irse, dejar a aquel
    condenado, ignorar el resto, y no mezclarse en nada más, todo estaba concluido. Aquel hombre sería para
    siempre prisionero de la ley; y la ley haría de él lo que querría. ¿Qué cosa más justa? Javert había
    pensado todo esto; había querido ponerlo en práctica, obrar, prender a aquel hombre, y entonces, como
    ahora, no había podido; y cada vez que su mano se alzaba convulsivamente hacia el cuello de Jean
    Valjean, aquella mano, como si sostuviese un peso enorme, había vuelto a caer, y él había oído en el
    fondo de su pensamiento una voz, una extraña voz que le gritaba: «¡Está bien! Deja libre a tu salvador.
    Luego hazte traer la jofaina de Poncio Pilatos y lávate las garras».
    Luego, en su reflexión, se examinaba a sí mismo, y al lado de Jean Valjean ennoblecido se veía a sí
    mismo degradado.
    ¡Un presidiario era su benefactor!
    Pero ¿por qué había permitido a aquel hombre que le dejase vivir? Tenía derecho a morir en aquella
    barricada. Hubiera debido usar de este derecho. Llamar a los otros insurgentes en su auxilio contra Jean
    Valjean, hacerse fusilar por la fuerza; valía más así.
    Su suprema angustia era la desaparición de la certidumbre. Se sentía desenraizado. El código no era
    ya más que papel mojado en su mano. Tenía que habérselas con escrúpulos de una especie desconocida.
    Se producía en él una revelación sentimental enteramente distinta de la afirmación legal, su única medida
    hasta entonces. Permanecer en la honradez antigua no bastaba ya. Todo un orden de hechos inesperados
    surgía y le subyugaba. Todo un mundo nuevo aparecía en su alma: el beneficio aceptado y devuelto, la
    abnegación, la misericordia, la indulgencia, las violencias infligidas por la piedad a la austeridad, la
    aceptación de las personas; no más condenas definitivas, no más sentencias, la posibilidad de una
    lágrima en los ojos de la ley; una justicia de Dios contraria a la justicia de los hombres. Descubría en las
    tinieblas la imponente salida de un sol moral desconocido; había en él horror y deslumbramiento. Búho
    obligado a miradas de águila.
    Se decía que era cierto, que habían excepciones, que la autoridad podía desconcertarse, que la regla
    podía retroceder delante de un hecho, que todo cabía en el texto de la ley, que lo imprevisto se hacía
    obedecer, que la virtud de un presidiario podía tender una trampa a la virtud de un funcionario, que lo
    monstruoso podía resultar divino, que el destino tenía esta clase de emboscadas, y pensaba con
    desesperación que él mismo no estaba al abrigo de una sorpresa.
    Estaba obligado a reconocer que la bondad existía. Aquel presidiario había sido bueno. Y él mismo,
    cosa inaudita, acababa de ser bueno. Así pues, se iba depravando.
    Se creía cobarde. Tenía horror de sí mismo.
    Lo ideal, para Javert, no era ser humano, ser grande, ser sublime; era ser irreprochable.
    Y acababa de cometer una falta.
    ¿Cómo había llegado a ello? ¿De qué modo había sucedido aquello? Cogíase la cabeza con las dos
    manos, pero a pesar de sus esfuerzos, no conseguía explicárselo.
    Ciertamente, siempre había tenido la intención de devolver a Jean Valjean a la ley, de la cual, Jean
    Valjean era un cautivo, y de la que Javert era esclavo. No se le había ocurrido ni un solo instante,
    mientras le tenía en sus manos, el dejarle ir. Su mano se había abierto y le había soltado, en cierto modo
    contra su voluntad.
    Toda suerte de enigmáticas novedades se entreabrían ante sus ojos. Se formulaba algunas preguntas, y
    luego se respondía a sí mismo; y sus respuestas le asustaban. Se preguntaba: «Este presidiario, este
    desesperado, a quien he perseguido sin cesar, que me ha tenido bajo sus pies, que podía vengarse, que
    debía hacerlo tanto por rencor como por seguridad, dejándome la vida, perdonándome, ¿qué es lo que ha
    hecho? Su deber. No. Algo más. Y yo, al perdonarle, a mi vez, ¿qué he hecho yo? Mi deber. No. Algo
    más. ¿Existe, pues, algo más que el deber?» Al llegar a este punto, se asustaba; su balanza se dislocaba;
    uno de los platillos caía en el abismo y el otro se iba al cielo; y Javert no temía menos al que subía que al
    que bajaba. Sin ser en absoluto lo que se llama volteriano, o filósofo, o incrédulo, sino por el contrario,
    respetuoso, por instinto, con la iglesia establecida, no la conocía más que como un fragmento augusto del
    conjunto social; el orden era su dogma, y le bastaba; desde que tuvo edad de hombre, y empezó a
    desempeñar su cargo, cifró en la policía casi toda su religión, siendo, y aquí empleamos las palabras sin
    la menor ironía y en su acepción más seria, espía como se es sacerdote. Tenía un superior, el señor
    Gisquet; y hasta entonces no había pensado en ese otro superior: Dios.
    Sentía inopinadamente a ese nuevo jefe, Dios, y experimentaba turbación.
    Estaba desorientado por aquella presencia inesperada; no sabía qué hacer de aquel superior, él, que
    no ignoraba que el subordinado está obligado a inclinarse siempre, que no debe ni desobedecer, ni
    censurar, ni discutir, y que delante de un superior el inferior no tiene otro recurso que su dimisión.
    Pero ¿de qué modo arreglárselas para entregar a Dios su dimisión?
    Fuera como fuese, siempre volvía a este punto, y el hecho predominante era que acababa de cometer
    una espantosa infracción. Acababa de cerrar los ojos delante de un condenado reincidente, escapado de
    presidio. Acababa de liberar a un presidiario. Acababa de robar a las leyes un hombre que les
    pertenecía






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    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 12 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Dom 29 Dic 2024, 09:26

    ***

    Había hecho esto. No comprendía nada más. No estaba seguro de sí mismo. Las razones mismas de su
    acto escapaban a su percepción, y le producían vértigo. Había vivido hasta este instante con la fe ciega
    que engendra la probidad tenebrosa. Esta fe le abandonaba, y la probidad, por consiguiente, le faltaba.
    Todo lo que había creído se disipaba. Verdades que no quería escuchar le asediaban inexorablemente. En
    adelante era preciso ser otro hombre. Sufría los extraños dolores de una conciencia bruscamente operada
    de cataratas. Veía lo que le repugnaba ver. Se sentía vacío, inútil, dislocado de su vida pasada,
    destituido. La autoridad había muerto en él. No tenía ya razón de ser.
    ¡Qué terrible situación la de sentirse conmovido!
    ¡Ser de granito y dudar! ¡Ser la estatua del castigo, fundida de una pieza en el molde de la ley, y
    descubrir súbitamente que bajo el pecho de bronce hay algo, absurdo y rebelde, que se asemeja casi a un
    corazón! ¡Llegar a devolver bien por bien, aunque hasta aquel día se hubiese creído que aquel bien era el
    mal! ¡Ser el perro guardián y lamer! ¡Ser el hielo y fundirse! ¡Ser la tenaza y convertirse en la mano!
    ¡Sentir de repente que los dedos se abren! ¡Soltar la presa! ¡Horrible situación!
    ¡El hombre proyectil que no sabe ya su camino y retrocede!
    Estaba obligado a confesarse esto: la infalibilidad no es infalible, puede haber error en el dogma; no
    todo ha sido dicho después de que haya hablado un código; la sociedad no es perfecta; la autoridad está
    llena de vacilaciones; es posible un crujido en lo inmutable; los jueces son hombres; la ley puede
    equivocarse y los tribunales pueden errar. ¡Es como ver una grieta en la inmensa bóveda del firmamento!
    Lo que le sucedía a Javert era el Fampoux
    [513] de una conciencia rectilínea, el descarrilamiento de un
    alma, el aplastamiento de una probidad irresistiblemente lanzada en línea recta, que se rompe en Dios.
    Ciertamente, todo esto resultaba extraño. Que el chófer del orden, que el mecánico de la autoridad,
    subido al ciego caballo de hierro, ¡pueda ser desmontado por un golpe de luz! ¡Que lo inconmutable, lo
    directo, lo correcto, lo geométrico, lo pasivo, lo perfecto, pueda vacilar! ¡Que exista para la locomotora
    un camino de Damasco!
    Dios, siempre en el interior del hombre, prohíbe a la chispa apagarse, ordena al rayo que se acuerde
    del sol, manda al alma reconocer el verdadero absoluto cuando se confronta con el absoluto ficticio, la
    humanidad que no puede perderse, el corazón humano inadmisible, ese fenómeno espléndido, tal vez el
    más hermoso de los prodigios interiores, ¿lo comprendía Javert? ¿Lo penetraba Javert? ¿Se daba cuenta
    Javert? Evidentemente, no. Pero bajo la presión de ese hecho incomprensible que no admitía discusión
    sentía que su cráneo se entreabría.
    Era menos el transfigurado que la víctima de este prodigio. Lo sufría, exasperado. No veía en todo
    aquello más que una inmensa dificultad de ser. Le parecía que en adelante su respiración sería dificultosa
    para siempre.
    No estaba acostumbrado a tener lo desconocido sobre su cabeza.
    Hasta entonces, todo lo que tenía por encima de sí había sido para su mirada una superficie neta,
    simple, límpida; no había nada ignorado ni oscuro; nada que no fuera definido, coordinado, encadenado,
    preciso, exacto, circunscrito, limitado, cerrado; todo estaba previsto; la autoridad era una cosa llana; no
    había ninguna caída en ella, ningún vértigo delante de ella. Javert no había visto jamás lo desconocido
    más que abajo. Lo irregular, lo inesperado, la apertura desordenada del caos, resbalar hacia un
    precipicio, era el hecho de las regiones inferiores, de los rebeldes, de los malvados, de los miserables.
    Ahora, Javert se echaba atrás, y se asustaba bruscamente por esta aparición inaudita: un abismo en lo
    alto.
    ¡Cómo! ¡El defecto de la coraza de la sociedad podía ser encontrado por un miserable magnánimo!
    ¡Cómo! ¡Un honrado servidor de la ley podía verse de repente cogido entre dos crímenes, el crimen de
    dejar escapar a un hombre y el crimen de detenerle! ¡No todo era cierto en la consigna dada por el Estado
    al funcionario! ¡Podían surgir dificultades en el deber! ¡Cómo! ¡Era real todo esto! ¿Era cierto que un
    antiguo bandido, doblado por las cadenas, pudiera alzarse al fin y acabar por tener razón? ¿Era creíble?
    ¡Así pues, había casos en los que la ley debía retirarse ante el crimen transfigurado en balbuceo de
    excusas!
    ¡Sí, era posible! ¡Y Javert lo veía! Y no solamente no podía negarlo, sino que estaba implicado en
    ello. Eran realidades. Era abominable que los hechos reales pudiesen llegar a una deformidad tal.
    Si los hechos cumpliesen con su deber, se limitarían a ser las pruebas de la ley; los hechos los envía
    Dios. ¿Es que ahora la anarquía iba a bajar de lo alto?
    Así —y en el aumento de la angustia, y en la ilusión óptica de la consternación, todo lo que hubiera
    podido corregir y restringir su impresión, se borraba, y la sociedad, y el género humano, y el Universo,
    se resumían en adelante ante sus ojos en una alineación simple y repugnante—, la penalidad, la cosa
    juzgada, la fuerza debida a la legislación, las detenciones de los tribunales, la magistratura, el Gobierno,
    la prevención y la represión, la sabiduría oficial, la infalibilidad legal, el principio de autoridad, todos
    los dogmas sobre los que descansa la seguridad política y civil, la soberanía, la justicia, la lógica que
    brota del código, lo absoluto social, la verdad pública, todo esto no era más que escombro, montón, caos;
    él mismo, Javert, el vigilante del orden, la incorruptibilidad al servicio de la policía, la providencia de
    la sociedad, vencido y derribado; y sobre toda esta ruina un hombre en pie, con el gorro verde en la
    cabeza y la aureola en la frente; a este trastorno había llegado; en el alma tenía esta visión espantosa.
    ¿Era aquello soportable? No.
    No había sino dos modos de salir de tan violento estado. La primera, ir resueltamente a casa de Jean
    Valjean y prender al reo. Y la otra…
    Javert abandonó el parapeto y, con la cabeza alta esta vez, se dirigió con paso firme hacia el cuerpo
    de guardia indicado por un farol en una de las esquinas de la plaza del Chátelet.
    Al llegar allí, descubrió a través del cristal a un guardia municipal, y entró. Sólo en el modo como se
    empuja una puerta de un cuerpo de guardia se reconocen entre sí los hombres de la policía. Javert se dio
    a conocer, mostró su tarjeta al sargento y se sentó a una mesa en la que ardía una vela. Sobre la mesa
    había una pluma, un tintero de plomo y papel, por si era necesario hacer un sumario, y también los partes
    de las rondas nocturnas. La mesa del cuerpo de guardia, completada siempre por su silla de paja, es toda
    una institución; existe en todos los puestos de la policía, y está dotada invariablemente de un platillo de
    boj, lleno de aserrín, y una caja de cartón con obleas encarnadas, y es el primer peldaño del estilo
    oficial. Por ella empieza la literatura del Estado.
    Javert tomó la pluma y una hoja de papel y se puso a escribir. Esto fue lo que escribió:

    ALGUNAS OBSERVACIONES PARA EL BIEN DEL SERVICIO

    Primero: Ruego al señor prefecto que lea estas línea
    Segundo: Los detenidos que vienen de la Audiencia se quitan los zapatos y permanecen con los pies
    desnudos sobre el suelo, mientras se los registra. Varios de ellos tosen al regresar al encierro. Esto
    ocasiona gastos de enfermería.
    Tercero: Es bueno seguir la pista con relevos de agentes a intervalos, pero convendría que en las
    ocasiones importantes por lo menos dos agentes no se perdieran de vista, con objeto de que, si por una
    causa cualquiera, un agente flaqueara en el servicio, el otro le vigilaría y le supliría.
    Cuarto: No se explica por qué el reglamento especial de la prisión de las Madelonnettes prohíbe al
    prisionero tener una silla, incluso pagándola.
    Quinto: En las Madelonnettes, no hay más que dos barrotes en la cantina, lo que permite a la
    cantinera dejarse tocar la mano por los detenidos.
    Sexto: Los detenidos llamados ladradores, que llaman a los otros detenidos al locutorio, exigen dos
    sueldos de cada preso por pregonar su nombre con voz clara. Es un robo.
    Séptimo: Por un hilo corredizo, se retienen diez sueldos al preso en el taller de los tejedores; es un
    abuso del contratista, puesto que el lienzo no es menos bueno por esto.
    Octavo: Es molesto que los visitantes de la Forcé tengan que atravesar el patio de los raterillos para,
    ir al locutorio de Sainte-Marie-rÉgyptienne.
    Noveno: Diariamente se oye a los gendarmes referir en el patio de la prefectura los interrogatorios
    de los detenidos realizados por los magistrados. En un gendarme, esto es una grave falta.
    Décimo: La señora Henry es una mujer honrada; su cantina es muy limpia; pero no es conveniente que
    una mujer atienda la ventanilla de la ratonera. Esto no es digno de la Conserjería de una gran
    civilización.

    Javert escribió estas líneas con escritura correcta y tranquila, sin omitir una coma, y haciendo crujir
    el papel bajo su pluma. Al pie de la carta, firmó:
    Javert
    Inspector de primera clase En el cuerpo de guardia de la plaza del Chátelet.
    7 de junio de 1832, a eso de la una de la madrugada.

    Javert secó la tinta, dobló el papel como una carta, lo selló y escribió encima: «Nota para la
    administración».
    Atravesó de nuevo diagonalmente la plaza del Chátelet y llegó con una precisión automática al punto
    mismo que había abandonado un cuarto de hora antes; apoyó los codos en el parapeto y se encontró en la
    misma actitud. Parecía no haberse movido.
    La oscuridad era completa. Era el momento sepulcral que sigue a la medianoche. Un techo de nubes
    ocultaba las estrellas. El cielo era un espesor siniestro. Las casas de la Cité no mostraban ninguna luz; no
    pasaba nadie; todo lo que alcanzaba la vista, de las calles y de los muelles, estaba desierto; Notre-Dame
    y las torres del Palacio de Justicia parecían trozos de la noche. Un farol teñía de rojo el pretil del muelle.
    Las siluetas de los puentes se deformaban en la bruma, unos detrás de otros. Las lluvias habían
    ocasionado una crecida del río.
    El lugar en el que se había apoyado Javert, estaba, como se recordará, situado precisamente por
    encima del rápido del Sena, sobre aquella formidable espiral de torbellinos que se anudan y desanudan
    como un tornillo sin fin.
    Javert inclinó la cabeza y miró. Todo estaba negro. No se distinguía nada. Se oía un rumor de espuma;
    pero no se veía el río. A intervalos, aparecía en aquella profundidad vertiginosa una luz que serpenteaba
    vagamente; el agua tiene la virtud, en la noche más cerrada, de coger la luz no se sabe de dónde y
    convertirla en culebra. El resplandor se desvanecía y todo volvía a quedar indistinto. La inmensidad
    parecía abierta allí. Lo que había debajo no era agua, era un abismo. La pared del muelle, abrupta,
    confusa, mezclada con el vapor, producía el efecto de una escarpa del infinito.
    No se veía nada, pero se sentía la frialdad hostil del agua y el olor especial de las piedras mojadas.
    Un hálito salvaje subía de aquel abismo. La crecida del río, que se adivinaba más que se percibía, el
    trágico murmullo de la ola, la enormidad lúgubre de los arcos del puente, la caída imaginable en aquel
    vacío oscuro, toda aquella sombra estaba llena de horror.
    Javert permaneció inmóvil durante algunos instantes, contemplando aquel pozo de tinieblas;
    consideraba lo invisible con una fijeza que parecía atención. El único ruido era el del agua. De repente,
    se quitó el sombrero y lo dejó sobre el pretil del muelle. Un momento después, una figura alta y negra,
    que desde lejos algún transeúnte retrasado hubiera podido tomar por un fantasma, apareció de pie sobre
    el parapeto, se inclinó hacia el Sena, después volvió a enderezarse y cayó luego a plomo en las tinieblas;
    hubo un chapoteo sordo; y solamente la sombra presenció las secretas convulsiones de aquella forma
    oscura desaparecida bajo el agua.




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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 12 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Dom 29 Dic 2024, 09:29

    ***

    LIBRO QUINTO




    EL NIETO Y EL ABUELO






    I



    DONDE SE VUELVE A VER EL ÁRBOL CON EL PARCHE DE ZINC




    Algún tiempo después de los acontecimientos que acabamos de relatar, el señor Boulatruelle
    experimentó una viva emoción.
    El señor Boulatruelle es aquel peón caminero de Montfermeil que ya ha sido entrevisto en las partes
    tenebrosas de este libro.
    Boulatruelle, como tal vez recordará el lector, era un hombre ocupado en cosas turbias y diversas.
    Rompía las piedras y desvalijaba a los viajeros en el camino real. Picapedrero y ladrón, tenía un sueño:
    creía en los tesoros ocultos en el bosque de Montfermeil. Esperaba encontrar algún día dinero en la
    tierra, al pie de un árbol; mientras tanto, lo buscaba en el bolsillo de los transeúntes.
    Sin embargo, por el momento, era prudente. Acababa de escaparse de una buena. Había sido cogido,
    el lector lo sabrá, en la buhardilla de Jondrette junto con los demás bandidos. Utilidad de un vicio: su
    borrachera le había salvado. Nunca pudo averiguarse si estaba allí como ladrón o como robado. Una
    orden de «no ha lugar», fundada en su borrachera, bien notoria, en la noche de la emboscada, le había
    dado la libertad. Había regresado a su camino de Gagny a Lagny, para ocuparse, bajo vigilancia
    administrativa, del empedrado por cuenta del Estado, y se hallaba abatido, muy pensativo, un poco
    disgustado por el robo, que estuvo a punto de perderle, y se había vuelto con más cariño hacia el vino,
    que acababa de salvarle.
    En cuanto a la viva emoción que experimentó poco tiempo después de su vuelta a su choza de peón
    caminero, es la siguiente.
    Una mañana, Boulatruelle, que se dirigía como de costumbre a su trabajo, y al sitio donde tal vez
    acechaba, un poco antes de despuntar el día, distinguió entre las ramas a un hombre del cual no vio más
    que la espalda, pero cuyo aspecto, por lo que pudo juzgar desde lejos y en el crepúsculo, no le era del
    todo desconocido. Boulatruelle, aunque borracho, tenía una memoria correcta y lúcida, arma defensiva
    indispensable a todo el que se pone en contra del orden legal.
    —¿En dónde diablos he visto algo parecido a este hombre? —se preguntó.
    Pero no pudo responderse a su pregunta de otro modo que diciendo que se asemejaba a una persona
    cuya imagen medio confusa tenía en la mente.
    Por lo demás, Boulatruelle, prescindiendo de la identidad que no consiguió fijar, llegó a algunas
    conclusiones. Aquel hombre no era del país. Acababa de llegar. A pie, evidentemente. Ningún coche
    público pasaba a esas horas por Montfermeil. Había andado durante toda la noche. ¿De dónde venía? No
    debía venir de lejos. No llevaba ni hatillo y mochila. De París, sin duda. ¿Por qué estaba en aquel
    bosque? ¿Por qué a semejante horá?, ¿qué iba a hacer allí?
    Boulatruelle pensó en el tesoro. A fuerza de hurgar en su memoria, recordó vagamente haber hecho
    consideraciones semejantes a propósito de un hombre que muy bien podría ser éste.
    Mientras reflexionaba, había bajado la cabeza, bajo el mismo peso de su reflexión, cosa natural pero
    poco sagaz. Cuando la alzó de nuevo, ya no había nadie. El hombre se había internado en el bosque y en
    el crepúsculo.
    —¡Diantre! —dijo Boulatruelle—, volveré a encontrarlo. Descubriré la parroquia de este feligrés.
    Ya sabré yo qué viene a buscar aquí este paseante de Patron-Minette. En mi bosque no hay ningún secreto
    sin que yo esté mezclado en él.
    Tomó su pico, que era muy puntiagudo.
    —Hay aquí —murmuró entre dientes— con qué registrar la tierra y a un hombre.
    Y como por el hilo se saca el ovillo, se dispuso a estudiar el itinerario que el hombre debía de haber
    seguido, y se puso en marcha a través de los árboles.
    Cuando hubo dado un centenar de pasos, el día, que empezaba a clarear, le ayudó. Pisadas impresas
    aquí y allá, hierbas tronchadas, matorrales rotos, tiernas ramas dobladas y que volvían a enderezarse con
    una graciosa lentitud, como los brazos de una linda mujer que se despereza al despertar, le indicaron una
    pista. La siguió, y luego la perdió. El tiempo transcurría. Se internó aún más en el bosque y llegó a una
    especie de eminencia. Un cazador matutino que pasaba a lo lejos por el sendero, silbando el aire de
    Guillery, le inspiró la idea de trepar a un árbol. Aunque era ya viejo, se conservaba ágil. Había allí una
    corpulenta haya, digna de Tityre y de Boulatruelle. Boulatruelle se encaramó al árbol hasta el lugar más
    alto que le fue posible.
    La idea era buena. Explorando la soledad del lugar, por el sitio donde el bosque es más espeso y
    bravio, Boulatruelle descubrió de pronto al hombre.
    Apenas le hubo divisado, le perdió de vista.
    El hombre entró, o mejor dicho, se deslizó por un claro bastante alejado, oculto por grandes árboles,
    pero que Boulatruelle conocía muy bien por haber descubierto allí, cerca de un gran montón de piedras
    de molino, un castaño enfermo, curado con una placa de zinc adherida a su corteza. Este claro es el que
    antiguamente se llamaba el predio Blaru. El montón de piedras, destinadas a un empleo que ignoramos, y
    que estaba allí hace treinta años, seguirá aún allí, sin duda. Nada iguala a la longevidad de un montón de
    piedras, a no ser la de una empalizada de tablas. Está allí provisionalmente. ¡Qué mejor razón para durar!
    Boulatruelle, con la rapidez que da la alegría, se dejó caer mejor que bajó del árbol. Había
    encontrado la guarida, y sólo se trataba ahora de apoderarse de la fiera. Aquel famoso tesoro soñado
    estaría probablemente allí.
    No era trabajo fácil llegar a aquel claro. Por los senderos trillados, que hacen mil zigzags, se
    necesitaba un cuarto de hora largo. En línea recta, por el monte, que es allí singularmente espeso, muy
    espinoso y agresivo, había que emplear una buena media hora. Boulatruelle no lo comprendió. Creyó en
    la línea recta; ilusión óptica respetable, pero que pierde a muchos hombres. El monte, por erizado que
    fuese, le pareció el mejor camino.
    —Tomemos por la calle de Rivoli de los lobos —dijo.
    Boulatruelle, acostumbrado a lo torcido, cometió esta vez el error de ir derecho.
    Se lanzó resueltamente entre las malezas.
    Tuvo que habérselas con acebos, ortigas, espinos, escaramujos, cardos y zarzas muy irascibles.
    Quedó lleno de arañazos.
    Llegó, por fin, al claro Blaru, al cabo de cuarenta minutos, sudando, mojado, jadeante, arañado, feroz.
    Al pie del barranco había agua, que le fue preciso atravesar.
    No había nadie.
    Boulatruelle corrió al montón de piedras. Estaba en su lugar. Nadie se lo había llevado.
    En cuanto al hombre, se había esfumado en el bosque. Se había evadido. ¿Adonde? Era imposible
    adivinarlo.
    Lo más doloroso era que, detrás del montón de piedras, delante del árbol de la placa de zinc, la tierra
    estaba removida y había un pico abandonado junto a un agujero.
    El agujero estaba vacío.
    —¡Ladrón! —exclamó Boulatruelle, levantando y apretando los puños.





    II




    DESPUÉS DE LA GUERRA CIVIL, MARIUS SE DISPONE A EMPRENDER LA
    GUERRA DOMÉSTICA





    Marius permaneció mucho tiempo entre la vida y la muerte. Durante varias semanas tuvo una fiebre
    acompañada de delirio y síntomas bastante graves en el cerebro, causados más bien por la conmoción de
    las heridas en la cabeza que por las mismas heridas.
    Repitió el nombre de Cosette durante noches enteras, en la lúgubre locuacidad de la fiebre, y con la
    sombría obstinación de la agonía. La importancia de ciertas lesiones fue un serio peligro, pues la
    supuración de las heridas podía siempre reabsorberse y matar al enfermo, bajo ciertas influencias
    atmosféricas; a cada cambio de tiempo, al menor indicio de tormenta, el médico se inquietaba.
    —Sobre todo que el herido no experimente emoción alguna —repetía.
    Los vendajes eran complicados y difíciles, pues en aquella época no había sido aún inventada la
    fijación de las gasas y vendas por medio del esparadrapo. Nicolette gastó en hilas una sábana, «grande
    como el techo», decía. Trabajo costó para que las lociones cloruradas y el nitrato de plata impidiesen la
    gangrena. Mientras existió el peligro, el señor Gillenormand, a la cabecera del lecho de su nieto, estuvo
    como Marius, ni muerto ni vivo.
    Todos los días, y en algunas ocasiones dos veces por día, un caballero de pelo blanco y decentemente
    vestido (tales eran las señales dadas por el portero), venía a saber noticias del enfermo y dejaba para las
    curas un gran paquete de hilas.
    Por fin, el 7 de septiembre, cuatro meses, día por día
    [514]
    , después de la dolorosa noche en que habían
    traído a Marius moribundo a casa de su abuelo, el médico declaró que respondía del joven. Empezó la
    convalecencia. Marius debió, no obstante, permanecer aún más de dos meses tendido sobre un diván, a
    causa de las lesiones producidas por la fractura de la clavícula. Hay siempre una herida, la última, que
    no quiere cerrarse y eterniza los vendajes, con gran fastidio del enfermo.
    Por lo demás, la larga enfermedad y la larga convalecencia le salvaron de las pesquisas. En Francia,
    no hay cólera, aún siendo pública, que no se extinga al cabo de seis meses. Los motines, en el estado
    actual de la sociedad, surgen por culpa de todos, y por ello todos sienten la necesidad de cerrar los ojos.
    Añadamos que el incalificable edicto de Gisquet, ordenando a los médicos que denunciasen a los
    heridos, indignó de tal modo a la opinión, y no sólo a la opinión, sino al rey el primero, que los heridos
    se encontraron a cubierto y protegidos por esta indignación, y con excepción de los que habían sido
    hecho prisioneros en combate, los consejos de guerra no se atrevieron a molestar a ninguno. Dejaron,
    pues, tranquilo a Marius.
    El señor Gillenormand sufrió al principio todas las angustias y luego experimentó todos los éxtasis.
    Costó mucho trabajo impedirle que pasara todas las noches al lado del herido; ordenó que colocaran su
    gran sillón al lado del lecho de Marius; exigió que su hija cogiera el mejor lienzo de la casa para hacer
    compresas y vendas. La señorita Gillenormand, obrando como persona prudente y ya mayor, halló medio
    de economizar el lienzo fino, dejando al abuelo en la creencia de que era obedecido. El señor
    Gillenormand no permitió que le explicaran por qué para hacer hilas la batista no vale tanto como el
    lienzo burdo, ni el nuevo lo que el usado. Asistía a todas las curas, que el pudor vedaba a la señorita
    Gillenormand presenciar. Cuando cortaban las carnes muertas con las tijeras, exclamaba «¡ay, ay!». Nada
    había tan conmovedor como verle tender al herido una taza de tisana con su suave temblor senil.
    Abrumaba con preguntas al médico. Y no se daba cuenta de que siempre repetía las mismas.
    El día en que el médico le anunció que Marius estaba ya fuera de peligro, el buen hombre casi se
    volvió loco. Dio tres luises de gratificación al portero. Por la noche, al entrar en su habitación, bailó una
    gavota, imitando las castañuelas con los dedos pulgar e índice, y cantó esta canción:
    Jeanne nació en Fougere,
    el nido de una pastora.
    Yo adoro sus enaguas
    enaguas.
    Amor; vives en ella,
    pues en su pupila
    es donde tú pones tu aljaba
    aljaba.
    Yo la canto, y te amo
    más que la misma Diana.
    Jeanne y sus duros pechos
    pechos.
    Luego se arrodilló sobre una silla, y Basque, que le observaba a través de la puerta entreabierta,
    creyó estar seguro de que rezaba.
    Hasta entonces no había creído verdaderamente en Dios.
    A cada nueva fase de mejora, que iba notándose cada vez más, el abuelo desatinaba. Hacía un montón
    de cosas por la mañana lleno de alegría, subía y bajaba las escaleras sin saber por qué. Una vecina, muy
    bonita por cierto, se quedó muy sorprendida al recibir una mañana un ramo de flores; era el señor
    Gillenormand quien se lo enviaba. El marido le hizo una escena de celos. El señor Gillenormand se
    empeñó en sentar a Nicolette sobre sus rodillas. Llamaba a Marius el señor barón. Y gritaba: «¡Viva la
    república!»
    A cada momento preguntábale al médico: «¿Es verdad que no hay ya peligro?» Contemplaba a Marius
    con ojos de abuela. Cuando Marius comía, le miraba embobado. No se conocía, no contaba consigo
    mismo para nada. Marius era el dueño de la casa; había abdicación en su alegría, y era el nieto de su
    nieto.
    En el estado en que se hallaba, era el más venerable de los niños. Por miedo a fatigar o a importuñar
    al convaleciente, se ponía detrás de él para sonreírle. Estaba contento, alegre, gozoso, se sentía joven.
    Sus cabellos blancos añadían una suave majestad a la alegre luz que emanaba de su rostro. Hay un
    especie de aurora en las expansiones de la vejez.
    En cuanto a Marius, mientras se dejaba curar y cuidar, no tenía más que una idea fija: Cosette.
    Desde que la liebre y el delirio habían desaparecido, no pronunciaba ya este nombre, y se hubiera
    podido creer que no pensaba ya en él. Se callaba, precisamente porque su alma estaba en él














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    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 12 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Dom 29 Dic 2024, 09:31

    ***
    No sabía lo que había sido de Cosette, y todos los sucesos de la calle Chanvrerie eran como una nube
    en su memoria; sombras casi indistintas flotaban en su espíritu. Éponine, Gavroche, Mabeuf, los
    Thénardier, todos sus amigos, estaban mezclados lúgubremente con el humo de la barricada; la extraña
    aparición del señor Fauchelevent en aquella aventura sangrienta le hacía el efecto de un enigma en una
    tempestad; no comprendía nada de su propia vida, y no sabía cómo ni por quién había sido salvado, lo
    que tampoco sabían las personas que le rodeaban; todo lo que habían podido decirle era que le habían
    traído de noche en un coche de alquiler. Pasado, presente y porvenir no eran para él más que la bruma de
    una idea vaga, pero había en aquella bruma un punto inmóvil, algo neto y preciso, algo que era de granito,
    una resolución y una voluntad: encontrar a Cosette. Para él la idea de la vida no era distinta de la idea de
    Cosette; había decretado en su corazón que no aceptaría la una sin la otra, y estaba decidido
    inquebrantablemente a exigir de quien quisiera obligarle a vivir, de su abuelo, de la suerte o del infierno,
    la restitución de su paraíso desaparecido.
    No ignoraba los obstáculos.
    Subrayemos aquí un detalle: todas las atenciones del abuelo no le habían ganado, y apenas le habían
    enternecido. En sus sueños de enfermo, tal vez aún calenturientos, desconfiaba de aquellas ternuras como
    de una cosa extraña y nueva, cuyo objeto era dominarle. Manteníase frío. El abuelo desperdiciaba su
    pobre y vieja sonrisa. Marius se decía que el anciano seguiría tan complaciente mientras él no hablase, y
    le dejaba hacer; pero cuando se tratara de Cosette, encontraría otro rostro, y la verdadera actitud del
    abuelo quedaría desenmascarada. Entonces se mostraría duro; recrudescencia de las cuestiones de
    familia, confrontación de las posiciones, todos los sarcasmos y todas las objeciones a la vez,
    Fauchelevent, Coupelevent, la fortuna, la pobreza, la miseria, el postrer apuro, el porvenir. Resistencia
    violenta; conclusión, la negativa. Marius se parapetaba de antemano.
    Y luego, a medida que iba volviendo a la vida, renacían los antiguos agravios, volvían a abrirse las
    viejas úlceras de su memoria, pensaba de nuevo en el pasado, el coronel Pontmercy volvía a interponerse
    entre el señor Gillenormand y él, y se decía que no podía esperar bondad alguna de aquel que había sido
    tan injusto y tan duro con su padre. Y con la salud recobraba una especie de aspereza contra su abuelo. El
    anciano sufría sin despegar los labios.
    El señor Gillenormand, sin que por otra parte nada lo testimoniase, observaba que Marius, desde que
    le habían traído y había recobrado el conocimiento, no le había llamado padre ni una sola vez. No decía
    tampoco señor, es cierto; pero encontraba medios de no decir ni una cosa ni otra, dando un giro especial
    a las frases.
    Evidentemente, se acercaba una crisis.
    Como sucede casi siempre en semejantes casos, Marius, a fin de probar sus fuerzas, intentó una
    escaramuza antes de librar la batalla. Esto se llama tantear el terreno. Una mañana aconteció que el señor
    Gillenormand, a propósito de un periódico que le había caído en las manos, habló con ligereza de la
    Convención, y soltó un epifbnema realista sobre Danton, Saint-Just y Robespierre. «Los hombres del 93
    eran gigantes», dijo Marius con severidad.
    El anciano se calló, y no volvió a decir palabra en todo el día.
    Marius, que tenía siempre presente en el espíritu al inflexible abuelo de sus primeros años, vio en
    aquel silencio una profunda concentración de cólera, auguró una lucha encarnizada y aumentó en lo
    recóndito de su pensamiento los preparativos para el combate.
    Llegó a la conclusión de que en caso de negativa se arrancaría los aparatos, dislocaría la clavícula,
    dejaría al descubierto las llagas que le quedaban y se negaría a tomar alimento. Sus heridas eran sus
    armas. Cosette o la muerte.
    Esperó el momento favorable con la paciencia propia de los enfermos.
    Ese momento llegó






    III




    MARIUS ATACA




    Un día el señor Gillenormand, mientras su hija ordenaba los frascos y las tazas sobre el mármol de la
    cómoda, inclinado sobre Marius, le decía con su más tierno acento:
    —Mira, querido Marius, en tu lugar comería ahora carne. Un lenguado frito es excelente para
    empezar una convalecencia, pero para poner al enfermo de pie es preciso una buena chuleta.
    Marius, que había recobrado ya casi todas sus fuerzas, las reunió, se incorporó, apoyó sus dos puños
    crispados sobre las sábanas de su cama, contempló a su abuelo de frente, tomó un aire terrible y dijo:
    —Esto me lleva a deciros una cosa.
    —¿Cuál?
    —Que quiero casarme.
    —Lo había previsto —dijo el abuelo. Y estalló en carcajadas.
    —¿Cómo previsto?
    —Sí, previsto. Tendrás tu chiquilla.
    Marius, estupefacto, tembló de pies a cabeza.
    El señor Gillenormand continuó:
    —Sí, tendrás a esa preciosa niña. Viene todos los días bajo la forma de un señor ya anciano a saber
    noticias tuyas. Desde que estás herido, pasa el tiempo llorando y haciendo hilas. Me he informado. Vive
    en la calle L’Homme-Armé, número siete. ¡Ah! ¿Con que la quieres? Pues bien, la tendrás. Esto destruye
    tus planes. Pensabas: «Voy a decirle esto con claridad, sin andarme con rodeos, a este abuelo, a esta
    momia de la Regencia y del Directorio, a este antiguo pisaverde, a este Dorante convertido en Geronte;
    también él ha tenido sus ligerezas, sus amoríos, sus grisetas y sus Cosettes. También él ha pelado la pava
    y comido el pan de los veinte años, será preciso que se acuerde. Vamos a ver. Batalla». ¡Ah!, te has
    llevado un chasco, y bien merecido. Te ofrezco una chuleta, y me respondes: «A propósito, quiero
    casarme». Golpe de efecto. ¡Ah!, contabas de seguro con que iba a haber escándalo. ¿Qué dices a esto?
    Bizqueas. Encuentras a tu abuelo aún mas estúpido que tú, y no lo esperabas; pierde el discurso que tenía
    preparado, señor abogado; esto es para desesperarse. Pues bien, tanto peor, rabia. He seguido la
    corriente de tu deseo, ¡imbécil! Escucha. Me he informado, pues también yo soy taimado, es encantadora
    y formal. Lo del lancero es pura invención; ha hecho montones de hilas, es una joya y te adora. Si
    hubieras muerto, habríamos sido tres; su ataúd habría acompañado al mío. Desde que te vi mejor, se me
    ocurrió la idea de traértela aquí, a la cabecera de tu lecho; pero sólo en las novelas se introduce de este
    modo a las jóvenes, cerca del lecho de sus galanes heridos. Esto no se hace. ¿Qué hubiera dicho la tía?
    La mayor parte del tiempo estabas desnudo, amigo mío. Pregunta a Nicolette, que no te ha dejado ni un
    instante, si era posible que una mujer se acercase. Además, ¿qué habría dicho el médico? Una joven
    bonita no es el mejor remedio contra la fiebre. En fin, no hablemos más de esto. Está dicho y hecho,
    tómala. Esta es toda mi ferocidad. Ya ves, me di cuenta de que no me querías, y me dije: «¿Qué podría
    hacer para que este animal me quisiese? Tengo a Cosette a mano y voy a dársela, y entonces será preciso
    que me quiera algo». ¡Ah!, creías que el viejo iba a enfadarse, a dar voces, a gritar que no, y a alzar el
    bastón contra toda esta aurora. Nada de esto. Caballero, tomaos la molestia de casaros. ¡Sé dichoso, hijo
    de mi alma!
    Dicho esto, el anciano prorrumpió en sollozos.
    Cogió la cabeza de Marius, la apretó entre sus brazos contra su viejo pecho, y ambos se pusieron a
    llorar. Ésta es una de las formas de la suprema felicidad.
    —¡Padre mío! —exclamó Marius.
    —¡Ah!, ¡así pues, me quieres! —dijo el anciano.
    Hubo un momento inefable. Se ahogaban y no podían hablar.
    Por fin el anciano tartamudeó:
    —¡Vaya!, me ha dicho padre mío.
    Marius separó la cabeza de los brazos de su abuelo y dijo suavemente:
    —Pero, padre mío, ahora que ya estoy mejor, creo que podría verla.
    —También está previsto, la verás mañana.
    —¡Padre mío!
    —¿Qué?
    —¿Y por qué no hoy?
    —Pues bien, hoy. Concedido. Me has dicho tres veces «padre mío», y eso lo vale. Voy a ocuparme.
    Te la traerán. Lo tenía previsto. Esto ha sido ya puesto en verso. Es el desenlace de la elegía El enfermo,
    de André Chénier, del André Chénier que fue degollado por los malv… por los gigantes del 93.
    El señor Gillenormand creyó ver un ligero fruncimiento de cejas en Marius, quien, a decir verdad, ya
    no le escuchaba, pues estaba arrebatado por el éxtasis y pensando mucho más en Cosette que en 1793. El
    abuelo, tembloroso por haber introducido tan fuera de lugar a André Chénier, continuó precipitadamente:
    —Degollado no es la palabra exacta. El hecho es que los grandes genios revolucionarios, que no eran
    malos, esto es indiscutible, que eran héroes, ¡pardiez!, encontraban que André Chénier les molestaba un
    poco y le hicieron guillot… es decir, que esos grandes hombres, el 7 Termidor, en interés del bien
    público, rogaron a André Chénier que se dejase…
    El señor Gillenormand, cogido, como quien dice, por su propia frase, no pudo continuar. No
    acertando a concluir, ni a retractarse, y trastornado por tantas emociones, mientras su hija arreglaba la
    almohada de Marius, el anciano se lanzó fuera de la habitación con la rapidez que le permitía su edad,
    cerró la puerta tras de sí y encendido el rostro, sofocado, echando espuma por la boca, se encontró frente
    al honrado Basque, que limpiaba las botas en la antecámara. Cogió a Basque por el cuello y le gritó en
    pleno rostro y con furor:
    —¡Por los cien mil diablos del infierno, esos malvados le asesinaron!
    —¿A quién, señor?
    —¡A André Chénier!
    —Sí, señor —dijo Basque aterrado.





    IV





    LA SEÑORITA GILLENORMAND ACABA POR NO DESAPROBAR QUE EL SEÑOR
    FAUCHELEVENT LLEVE UN BULTO BAJO EL BRAZO



    Cosette y Marius volvieron a verse.
    Renunciamos a describir la entrevista. Hay cosas que no hay que tratar de pintar; el sol es una de
    ellas.
    Toda la familia, comprendidos Basque y Nicolette, estaba reunida en la habitación de Marius en el
    momento en que Cosette entró.
    Apareció en el umbral; parecía hallarse rodeada de un nimbo.
    Precisamente en aquel instante el abuelo iba a sonarse; se quedó cortado, cogida la nariz en el
    pañuelo y mirando a Cosette por encima.
    —¡Adorable! —exclamó.
    Luego se sonó ruidosamente.
    Cosette estaba embriagada, medio asustada, en el cielo. Estaba tan azorada como puede estarse por
    causa de la felicidad. Balbuceaba ya pálida, ya encendida, queriendo arrojarse a los brazos de Marius, y
    sin atreverse a ello. Vergonzosa de amar delante de tanta gente. No hay piedad para los amantes felices;
    se está junto a ellos cuando más desearían estar solos. Ellos no tienen necesidad alguna de todas estas
    personas.
    Junto con Cosette, y detrás de ella, había entrado un hombre de cabellos blancos, grave, y sin
    embargo sonriente, aunque su sonrisa tenía cierto tinte vago y doloroso. Era el «señor Fauchelevent»,
    Jean Valjean.
    Estaba muy bien vestido, como había dicho el portero, ropas negras y nuevas, y corbata blanca.
    El portero estaba a mil leguas de reconocer en aquel ciudadano correcto, en aquel probable notario,
    al terrible individuo que había aparecido en su puerta, en la noche del 7 de junio, harapiento, lleno de
    fango, huraño, con una máscara de sangre y cieno, sosteniendo en sus brazos a Marius desvanecido; sin
    embargo, su olfato de portero estaba excitado. Cuando el señor Fauchelevent llegó con Cosette, el
    portero no pudo menos que decir por lo bajo a su mujer:
    —No sé por qué, pero se me figura que he visto ya ese rostro.
    El señor Fauchelevent, en la habitación de Marius, permanecía como aparte, y junto a la puerta. Bajo
    el brazo llevaba un paquete bastante parecido a un volumen in-octavo, envuelto en papel. El papel del
    envoltorio era verdoso, y parecía algo enmohecido.
    —¿Llevará siempre este caballero libros bajo el brazo? —preguntó en voz baja la señorita
    Gillenormand a Nicolette, ella que era poco amiga de los libros.
    —¡Y qué! —respondió en el mismo tono el señor Gillenormand que la había oído—; será algún
    sabio. ¿Qué tiene esto de raro? ¿Es culpa suya? El señor Boulard, a quien conocí, no salía nunca sin un
    libraco contra su corazón. —Y saludando, dijo en voz alta—: Señor Tranchelevent…
    El señor Gillenormand no lo hizo adrede, pero la poca atención a los nombres propios era en él una
    manera aristocrática.






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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 12 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Dom 29 Dic 2024, 09:35

    ***

    —Señor Tranchelevent, tengo el honor de pediros para mi nieto, el señor barón Marius Pontmercy, la
    mano de esta señorita.
    El «señor Tranchelevent» se inclinó.
    —Ya está dicho —dijo el abuelo. Y volviéndose hacia Marius y Cosette, con los brazos extendidos
    en actitud de bendecir, les dijo—: Tenéis permiso para adoraros.
    No se lo hicieron decir dos veces, ¡Tanto peor!, en seguida empezó el susurro. Se hablaban en voz
    baja, Marius recostado en el diván y Cosette de pie a su lado.
    —¡Oh, Dios mío! —murmuraba Cosette—, os vuelvo a ver, ¡eres tú!, ¡sois vos! ¡Ir a luchar de ese
    modo! ¿Pero por qué? Es horrible. Durante cuatro meses he estado muerta. ¡Oh, qué maldad haber tomado
    parte en esa batalla! ¿Qué os había hecho yo? Os perdono, pero no volváis a hacerlo. Ahora mismo,
    cuando se nos avisó que viniésemos, creí otra vez que iba a morir, pero era de alegría. ¡Estaba tan triste!
    No me he tomado tiempo para vestirme, y debo dar miedo. ¿Qué dirán vuestros parientes al reparar que
    traigo el cuello tan arrugado? ¡Hablad! Me dejáis hablar sola. Seguimos viviendo en la calle L’HommeArmé. ¡Parece que la herida de vuestro hombro era horrible! Me han dicho que se podían poner los dedos
    dentro. Y luego, parece ser que cortaban la carne con tijeras. Es terrible. He llorado mucho, y ya no me
    quedan lágrimas. ¡No comprendo cómo es posible sufrir tanto! ¡Vuestro abuelo parece muy bueno! No os
    mováis, no os apoyéis sobre el codo, cuidado, vais a haceros daño. ¡Oh, qué feliz soy! ¡Se ha terminado
    ya la desgracia! Soy tonta. Quería deciros cosas, pero no sé. ¿Me amáis aún? Vivimos en la calle
    L’Homme-Armé. No hay jardín. He estado haciendo hilas durante todo el tiempo; ved, caballero, mirad,
    por culpa vuestra tengo una dureza en los dedos.
    —¡Ángel! —exclamó Marius.
    Ángel es la única palabra del idioma que no puede gastarse. Ninguna otra palabra resistiría al empleo
    incesante que hacen de ella los enamorados.
    Después, como había gente delante, se interrumpieron y no volvieron a decir ni una sola palabra,
    limitándose a estrecharse suavemente la mano.
    El señor Gillenormand se volvió hacia todos los que estaban en la habitación y exclamó:
    —Vamos, hablad alto. Haced ruido. Vamos, un poco de ruido, ¡qué diablos!, para que los niños
    puedan charlar a gusto. —Y acercándose a Marius y Cosette, les dijo en voz baja—: Tuteaos. No os
    sintáis violentos.
    La tía Gillenormand asistía con estupor a aquella irrupción de luz en su interior de solterona. Aquel
    estupor no tenía nada de agresivo; no era en absoluto la mirada escandalizada y envidiosa de una vieja
    lechuza ante dos palomas; era la mirada estúpida de una pobre inocente de cincuenta y siete años; era la
    vida fallida contemplando el triunfo del amor.
    —Señorita Gillenormand —le decía su padre—, ya te había dicho que iba a sucederte esto. —Permaneció silencioso un instante y añadió—: Contempla la felicidad de los demás. —Luego, miró a
    Cosette—. ¡Es preciosa!, ¡es preciosa! Es un Greuze. ¡Y vas a tener este tesoro para ti solo, pilluelo!
    ¡Ah!, bribón. De buena te has librado. Si yo tuviera quince años menos, nos batiríamos a espada por ella.
    ¡Vaya! Estoy enamorado de vos, señorita. No tiene nada de extraño. Es vuestro derecho. ¡Ah, qué
    preciosa boda vamos a celebrar! Nuestra parroquia es Saint-Denis du Saint-Sacrement, pero conseguiré
    una dispensa para que podáis casaros en Saint-Paul. La iglesia es mejor. La construyeron los jesuitas. Es
    más coqueta. Está delante de la fuente del cardenal Birague. La obra maestra de la arquitectura jesuita
    está en Namur. Se llama Saint-Loup. Será preciso ir a verla cuando estéis casados. El viaje vale la pena.
    Señorita, estoy por entero con vos, quiero que las jóvenes se casen, que para eso están. Hay una cierta
    Santa Catalina que quisiera ver sin toca. Permanecer doncella es hermoso, pero es frío. La Biblia dice:
    Multiplicaos. Para salvar al pueblo se necesita a Juana de Arco; pero para hacer al pueblo se necesita a
    la tía Antonia. Así pues, casaos, hermosas. ¿De qué sirve realmente permanecer solteras? Sé muy bien
    que se tiene una capilla aparte en la iglesia, y que todos se inclinan ante la cofradía de la Virgen; pero
    ¡caramba!, un buen marido, guapo muchacho, y al cabo de un año un rollizo chiquitín rubio, que mame
    gallardamente, que tenga buenos pliegues en los muslos y que juegue con sus piececitos rosados en el
    regazo, riendo como la aurora, esto vale más que llevar un cirio a la iglesia, y cantar Turris Ebúrnea
    [515]
    .
    El abuelo hizo una pirueta sobre sus talones de noventa años y continuó hablando, como movido por
    un resorte:
    —«Así, limitando el curso de tus cavilaciones tantas, Alcipo, no cabe duda de que dentro de poco te
    casas».
    [516]
    »¡A propósito! —añadió.
    —¿Qué, padre mío?
    —¿No tenías un amigo íntimo?
    —Sí. Courfeyrac.
    —¿Qué ha sido de él?
    —Ha muerto.
    —Más vale así.
    Se sentó cerca de ellos, hizo sentar a Cosette y tomó sus cuatro manos en sus viejas manos arrugadas.
    —Es exquisita esta picarona. Es una obra maestra esta Cosette. Muy niña, y muy señora. No será más
    que baronesa, y es lástima, porque ha nacido marquesa. ¡Qué pestañas! Hijos míos, convenceos de que es
    verdad lo que pasa a vuestro alrededor. Amaos hasta estupidizaros. El amor es la estupidez del hombre y
    el ingenio de Dios. ¡Adoraos! Pero —añadió poniéndose serio repentinamente—, ¡qué desgracia!, ahora
    caigo en ello. Más de la mitad de mis rentas son vitalicias; mientras yo viva, todo marchará bien, pero
    después de mi muerte, dentro de veinte años, ¡ah!, mis pobres niños, ¡no tendréis ni un sueldo! Vuestras
    hermosas manos blancas, señora baronesa, harán al diablo el honor de tirarle de la cola.
    Entonces se oyó una voz grave y tranquila que decía:
    —La señorita Euphrasie Fauchelevent tiene seiscientos mil francos.
    Era la voz de Jean Valjean.
    Hasta ese momento no había pronunciado palabra alguna, y nadie parecía darse cuenta de que estaba
    allí; seguía en pie e inmóvil, detrás de todos aquellos seres felices.
    —¿Quién es la señorita Euphrasie? —preguntó el abuelo como asustado.
    —Soy yo —dijo Cosette.
    —¡Seiscientos mil francos! —exclamó el señor Gillenormand.
    —Menos unos catorce o quince mil francos —dijo Jean Valjean.
    Y puso sobre la mesa el paquete que la tía Gillenormand había tomado por un libro.
    Jean Valjean abrió el paquete; era un fajo de billetes de Banco. Los hojeó y los contó. Había
    quinientos billetes de mil francos y ciento sesenta y ocho de quinientos. En total, quinientos ochenta y
    cuatro mil francos.
    —¡Buen libro! —dijo el señor Gillenormand.
    —¡Quinientos ochenta y cuatro mil francos! —murmuró la tía
    —Esto allana muchas cosas, ¿no es cierto, señorita Gillenormand? —dijo el abuelo—. ¡Este diablo
    de Marius ha encontrado en el árbol de los sueños a una griseta millonaria! ¡Fiaos ahora de los amoríos
    de los jóvenes! Los estudiantes encuentran a las estudian tas de seiscientos mil francos. Querubín trabaja
    mejor que Rothschild.
    —Quinientos ochenta y cuatro mil francos —repetía a media voz la señorita Gillenormand—.
    ¡Quinientos ochenta y cuatro mil, casi seiscientos mil francos!
    En cuanto a Marius y Cosette, continuaban mirándose, y apenas prestaron atención a este detalle.






    V



    ES MÁS SEGURO DEPOSITAR EL DINERO EN CIERTOS BOSQUES QUE EN
    MANOS DE CIERTOS NOTARIOS




    El lector habrá comprendido sin duda, sin que sea necesario explicarlo detalladamente, que Jean
    Valjean, después del asunto Champmathieu pudo, gracias a su primera evasión, que duró algunos días, ir
    a París y retirar a tiempo de casa de Lafitte la suma que había ganado, como señor Madeleine, en
    Montreuil-sur-Mer; y que, temiendo ser detenido, lo que sucedió efectivamente poco tiempo después,
    había ocultado aquella suma en el bosque de Montfermeil en el lugar llamado el predio Blaru. La suma,
    seiscientos treinta mil francos, en billetes de Banco, era poco voluminosa y cabía en una caja; para
    preservar la caja de la humedad, la había colocado en un cofre de madera de encina, lleno de virutas de
    madera de castaño. En el mismo cofre había colocado su otro tesoro, los candelabros del obispo. El
    lector recordará que se había llevado los candelabros al huir de Montreuil-sur-Mer. El hombre que
    Boulatruelle vio una noche, por vez primera, era Jean Valjean. Más tarde, cada vez que Jean Valjean tenía
    necesidad de dinero, iba a buscarlo al claro Blaru. De ahí las ausencias de las que hemos hablado. Tenía
    un azadón oculto entre los matorrales, en un lugar que sólo él conocía. Cuando vio a Marius
    convaleciente, viendo que se acercaba la hora en que aquel dinero podría ser útil, había ido a buscarlo; y
    era a él, una vez más, a quien Boulatruelle había visto en el bosque, pero esta vez por la mañana y no por
    la noche. Boulatruelle heredó el azadón.
    La suma real era de quinientos ochenta y cuatro mil quinientos francos. Jean Valjean retiró para sí los
    quinientos francos. «Después va veremos», pensó.
    La diferencia entre esa suma y los seiscientos treinta mil francos retirados de casa de Lafitte,
    representaba el gasto de diez años, desde 1823 a 1833. Los cinco años de estancia en el convento no
    habían costado más que cinco mil francos.
    Jean Valjean colocó los dos candelabros de plata sobre la chimenea, donde los contemplaba con gran
    admiración la señora Toussaint.
    Por lo demás, Jean Valjean se sabía libre de Javert. Habían contado delante de él, y más tarde lo
    verificó en el Moniteur, que lo había publicado, que un inspector de policía llamado Javert había sido
    encontrado ahogado bajo un barco de lavanderas, entre el Pont au Change y el Pont-Neuft y que una nota
    dejada por aquel hombre, que por otra parte era irreprochable y muy estimado por sus jefes, hacía creer
    en un acceso de alienación mental y en un suicidio. «En efecto —pensó Jean Valjean—, para que al
    tenerme en su poder me dejase en libertad, era preciso que estuviera ya loco».








    VI





    LOS DOS ANCIANOS HACEN TODO LO POSIBLE, CADA UNO A SU MANERA,
    PARA QUE COSETTE SEA FELIZ





    Se dispuso todo para la boda. Consultado el médico, declaró que ésta podría tener lugar en febrero.
    Estaban en diciembre. Transcurrieron algunas semanas de felicidad perfecta.
    El abuelo no era el menos feliz. Empleaba sus buenos cuartos de hora contemplando a Cosette.
    —¡Qué admirable jovencita! —exclamaba—. ¡Tiene un aire tan dulce y tan bueno! En toda mi vida he
    visto a una joven tan encantadora. Más tarde, poseerá virtudes con olor a violeta. ¡Es una Gracia, vaya!
    No es posible vivir de otro modo que noblemente con una criatura así. Marius, hijo mío, eres barón, eres
    rico, déjate de defender pleitos, te lo suplico.
    Cosette y Marius habían pasado bruscamente del sepulcro al paraíso. La transición había sido muy
    inesperada, y sólo el deslumbramiento les impidió aturdirse.
    —¿Comprendes algo de todo esto? —decía Marius a Cosette.
    —No —respondía Cosette—, pero me parece que Dios nos está mirando.
    Jean Valjean hizo, facilitó, concilio y allanó todo. Apresuraba la dicha de Cosette con tanta solicitud
    y, en apariencia, tanta alegría como la misma Cosette.
    Como había sido alcalde, supo resolver un problema delicado, cuyo secreto le pertenecía a él solo:
    el estado civil de Cosette. Decir crudamente su origen, ¿quién sabe?, tal vez hubiera impedido la boda.
    Allanó a Cosette todas las dificultades. Regaló a Cosette una familia de personas ya difuntas, medio
    seguro de no incurrir en reclamación alguna. Cosette era lo que quedaba de una familia extinguida.
    Cosette no era su hija, sino la hija de otro Fauchelevent. Dos hermanos Fauchelevent habían sido
    jardineros en el convento del Petit-Picpus. Fueron a aquel convento; abundaron los mejores informes y
    los más respetables testimonios; las buenas religiosas, poco aptas y poco inclinadas a sondear las
    cuestiones de paternidad y no entendiendo de malicia, no habían sabido nunca de cuál de los dos
    Fauchelevent era hija la pequeña Cosette. Dijeron lo que se quiso, y lo dijeron con celo. Fue extendida un
    acta ante notario. Cosette se convirtió ante la ley en la señorita Euphrasie Fauchelevent. Fue declarada
    huérfana de padre y madre. Jean Valjean se las arregló para ser nombrado, con el nombre de
    Fauchelevent, tutor de Cosette, con el señor Gillenormand en calidad de tutor subrogado.
    En cuanto a los quinientos ochenta y cuatro mil francos, era un legado hecho a Cosette por una
    persona muerta que deseaba permanecer en el anonimato. El legado primitivo había sido de quinientos
    noventa y cuatro mil francos, pero se habían gastado diez mil francos en la educación de la señorita
    Euphrasie, de los cuales cinco mil fueron pagados al mismo convento. Este legado, depositado en manos
    de un tercero, debía ser entregado a Cosette, cuando cumpliera su mayoría de edad, o en la época de su
    casamiento. Todo este conjunto era muy aceptable, como se ve, especialmente con el apoyo de más de
    medio millón. Existían algunas singularidades, pero no fueron vistas; uno de los interesados tenía los ojos
    vendados por el amor y los otros por los seiscientos mil francos.
    Cosette supo que no era la hija de aquel anciano a quien había llamado padre durante tanto tiempo;
    otro Fauchelevent era su padre verdadero. En otro momento, esto la hubiese lastimado. Pero en la hora
    inefable en la que se hallaba, fue sólo una sombra, un oscurecimiento, y ella sentía tanta alegría que
    aquella nube se extinguió pronto. Tenía a Marius. Llegaba el joven y se borraba el viejo; la vida es así.
    Además, Cosette estaba acostumbrada desde hacía largos años a ver enigmas a su alrededor; todo ser
    que ha tenido una infancia misteriosa se halla siempre dispuesto a ciertas renuncias.




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    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 12 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Dom 29 Dic 2024, 09:37

    ***
    No obstante, continuó llamando padre a Jean Valjean.
    Cosette, en el cielo, estaba entusiasmada con el abuelo Gillenormand. Es cierto que éste la colmaba
    de regalos y madrigales. Mientras Jean Valjean construía para Cosette una situación normal en la
    sociedad y una posesión de estado intachable, el señor Gillenormand cuidaba de los regalos de bodas.
    Nada le divertía tanto como ser magnífico. Había dado a Cosette un vestido de guipure de Binche que
    había llevado su propia abuela.
    —Estas modas antiguas, vuelven a usarse —decía—, las antiguallas hacen furor, y las mujeres de mi
    vejez, se visten como las mujeres de mi infancia.
    Desvalijaba sus respetables cómodas de laca de Coromandel que no habían sido abiertas desde hacía
    muchos años.
    —Confesemos a estas centenarias —exclamaba—; veamos lo que tienen en la tripa.
    Violaba ruidosamente cajones ventrudos llenos de trajes y adornos de todas sus mujeres y de todas
    sus amantes, y de todas sus abuelas. Pequines, damascos, moirés pintados, vestidos de gros de Tours
    flameado, pañuelos de las Indias bordados con un oro lavable, delfinas sin revés, en piezas, puntillas de
    Génova y Alençon, joyas de vieja orfebrería, bomboneras de marfil adornadas con dibujos
    microscópicos de batallas, cintas, lazos, todo lo prodigaba a Cosette. Cosette, maravillada, perdida de
    amor por Marius y confundida de reconocimiento por el señor Gillenormand, soñaba en una felicidad sin
    límites, vestida de satén y terciopelo. Su canastilla de bodas le parecía sostenida por serafines. Su alma
    volaba al cielo con alas de encaje de Malinas.
    La embriaguez de los enamorados no era igualada más que por el éxtasis del abuelo. Había una
    especie de fanfarria en la calle Filles-du-Calvaire.
    Cada mañana, nueva ofrenda del abuelo a Cosette. Todas las curiosidades imaginables se extendían
    con esplendidez a su alrededor.
    Un día, Marius, que hablaba de buen grado gravemente, en medio de su felicidad, dijo a propósito de
    no sé qué incidente:
    —Los hombres de la revolución, son tan grandes que tienen ya el prestigio de los siglos, como Catón
    y como Focion, y cada uno de ellos parece una memoria antigua.
    —Moaré antiguo
    [517] —exclamó el abuelo—. Gracias, Marius, precisamente es la idea que andaba
    buscando.
    Y al día siguiente, un magnifico vestido de moaré antiguo, color de té, se añadía al canastillo de
    Cosette.
    El abuelo reflexionaba a propósito de aquel ajuar.
    —El amor es bueno, pero con todo esto. En la felicidad se precisa de lo inútil. La felicidad no es más
    que lo necesario, y hay que sazonarla con lo superfluo. Un palacio y su corazón. Su corazón y el Louvre.
    Su corazón y los grandes surtidores de Versailles. Dadme a mi pastora y procurad que sea duquesa.
    Traedme a Filis coronada de flores y dotadla con cien mil libras de renta. Una bucólica, bien, pero con
    columnas de mármol. La felicidad a secas se parece al pan seco. Se come, pero no es un almuerzo. Yo
    quiero lo superfluo, lo inútil, lo extravagante, lo demasiado, lo que no sirve de nada. Recuerdo haber
    visto en la catedral de Estrasburgo un reloj alto como una casa de tres pisos, que señalaba la hora, que
    tenía la bondad de señalar la hora, pero que no parecía haber sido hecho para esto; y que después de
    haber dado las doce del día o de la noche, es decir, la hora del sol y la del amor, o la que os plazca,
    mostraba la luna y las estrellas, la tierra y el mar, los pájaros y los peces, Febo y Febe, y una caterva de
    cosas que salían de un nicho, y los doce apóstoles, y el emperador Carlos V, y Éponine y Sabino, y un
    montón de hombrecillos dorados tocando la trompeta. Sin contar las innumerables campanadas que
    echaba al vuelo a cada instante, sin saberse por qué. ¡Qué vale en comparación con tantas maravillas un
    mal reloj sólo capaz de dar las horas! Yo soy de la opinión del gran reloj de Estrasburgo, y lo prefiero al
    cuco de la Selva Negra.
    El señor Gillenormand desbarraba a propósito de la boda, y todos los entrepaños del siglo XVIII
    cabían en sus ditirambos.
    —Ignoráis el arte de las fiestas. No sabéis pasar un día de alegría en estos tiempos. Vuestro siglo
    diecinueve es liviano. Le faltan excesos. Ignora al rico, ignora al noble. Está raso en todo. Vuestra clase
    media es insípida, incolora, inodora e informe. Sueños de personas vulgares que se establecen, como
    dicen; un bonito gabinete recién decorado palisandro e indiana. ¡Plaza!, ¡plaza!, el señor Grigou se casa
    con la señorita Grippesou. ¡Suntuosidad y esplendor! Un luis de oro pegado a un cirio. Esta es la época.
    Yo pido escapar más allá de Sarmacia. ¡Ah!, desde 1787 predije que todo estaba perdido; fue el día en
    que vi al duque de Rohan, príncipe de Léon, duque de Chabot, duque de Montbazon, marqués de Soubise,
    vizconde de Thouars, par de Francia, ir a Longchamp en una carraca. Eso ha dado sus frutos. En este
    siglo se hacen negocios, se juega a la Bolsa, se gana dinero y se es miserable. Se cuida y pule la
    superficie; la gente se pone de veinticinco alfileres, se lava, se enjabona, se afeita, se peina, se alisa, se
    frota, se cepilla, limpia el exterior y queda irreprochable, brillante como un guijarro, discreto, limpio, y
    al mismo tiempo, ¡mal pecado!, hay en el fondo de la conciencia estercoleros y cloacas como para hacer
    retroceder a una vaquera que se suena con los dedos. Otorgo a estos tiempos la siguiente divisa:
    «Limpieza sucia». Marius, no te enfades, dame permiso para hablar, no te hablo mal del pueblo, ya ves,
    tengo la boca llena de tu pueblo, pero en cuanto a la clase media, déjame sacudirle el polvo un poquito.
    El que bien ama, mejor zurra. Lo digo y lo repito; hoy la gente se casa, pero no sabe casarse. ¡Ah!, es
    cierto, siento nostalgia de la gentileza de las antiguas costumbres. Siento nostalgia de todo. De aquella
    elegancia, de aquella caballerosidad, de aquellas maneras corteses y graciosas, del lujo de todo, la
    música formando parte de la boda, sinfonía en lo alto, tamboril abajo, los bailes, los alegres rostros, los
    madrigales alambicados, las canciones, los fuegos de artificio, las risas francas, el diablo y su tren, los
    grandes lazos de cintas. Siento nostalgia de la liga de la novia. La liga de la novia es prima del ceñidor
    de Venus. ¿Sobre qué gira la guerra de Troya? ¡Pardiez!, sobre la liga de Helena. ¿Por qué se lucha; por
    qué Diomedes, el divino, rompe en la cabeza de Meriones, el gran casco de bronce de diez puntas; por
    qué Aquiles y Héctor cruzan sus picas? Porque Helena ha dejado que Paris le tomara la liga. Con la liga
    de Cosette, Homero escribiría la Ilíada. Pondría en su poema a un viejo charlatán como yo y le llamaría
    Néstor. Amigos míos, en otro tiempo, en ese amable otro tiempo se casaban sabiamente; primero, un buen
    contrato y luego una suculenta comida. Así que salía Cujas, entraba Gamache. Porque, ¡diantre!, el
    estómago es un animal agradable que pide lo que le pertenece, y que quiere también tener su boda. Se
    cenaba bien, y en la mesa había una mujer hermosa sin griñón y descotada. ¡Oh! ¡Qué bocas tan bonitas y
    risueñas! ¡Qué alegría reinaba en mis tiempos! La juventud era un ramillete; todo joven terminaba en un
    ramo de lilas o un ramillete de rosas. El guerrero se convertía en pastor, y si era casualmente capitán de
    dragones, se las ingeniaba para llamarse Florian. Había empeño en estar hermoso. Abundaban los
    bordados y el colorete. Un simple ciudadano parecía una flor y un marqués una piedra preciosa. No se
    usaban botas. Y así, rozagantes y lustrosos, presumidos y pisaverdes, llevaban espada al costado. El
    colibrí tiene pico y uñas. Era el tiempo de las Indias galantes. Uno de los lados del siglo era el delicado,
    el otro era el magnífico. ¡Y voto al diablo, nos divertíamos! Hoy la gente es seria. El ciudadano es avaro,
    la ciudadana es gazmoña; vuestro siglo es infortunado. Se expulsaría de él a las Gracias por demasiado
    descotadas. ¡Ah!, se oculta la hermosura como si fuera una fealdad. Desde la revolución, todos usan
    pantalones, hasta las bailarinas. Las alumnas de Terpsícore deben ser graves; vuestros rigodones son
    doctrinarios. Hay que ser majestuoso. El tono es llevar la barbilla metida dentro de la corbata. El ideal
    de un galopín de veinte años que se casa es parecerse al señor Royer-Collard. ¿Y sabéis adonde se llega
    con esta majestad?, a ser pequeño. Aprended esto: la alegría no es solamente alegre, sino grande. Pero al
    menos, sed amantes alegremente, ¡qué diablos!, casaos, y cuando os caséis, con la fiebre, el
    atolondramiento y el bullicio de la felicidad. De la gravedad a la iglesia, sea. Pero una vez terminada la
    misa, ¡voto a brío!, será preciso envolver en un sueño a la desposada. Un casamiento debe ser real y
    quimérico; debe pasear su ceremonia desde la catedral de Reims a la pagoda de Chanteloup. Me
    horroriza una boda prosaica. ¡Pardiez!, subid al Olimpo al menos este día. Convertíos en dioses. ¡Ah!,
    podríais ser silfos, juegos y risas, ¡y sois simples horteras! Amigos míos, todo recién casado debe ser el
    príncipe Aldobrandini. Aprovechad este minuto de la vida para volar al empíreo con los cisnes y las
    águilas, aunque hayáis de volver a caer al día siguiente en la burguesía de las ranas. No economicéis en
    el himeneo, ni le escatiméis esplendores; no escatiméis nada el día en que estáis radiantes. La boda no es
    el manejo de la casa. ¡Oh! Si yo obrase a mi fantasía, ésta sería magnífica. Se oirían violines por entre
    los árboles. Este es mi programa: azul cielo y plata. Traería a la fiesta a las divinidades agrestes,
    convocaría a las dríadas y a las nereidas. Las bodas de Anfitrite, una nube rosada, ninfas muy adornadas
    y desnudas, un carro arrastrado por monstruos marinos. «Tritón trotaba delante, y sacaba de su caracola
    sonidos tan hermosos que a todos enamoraba». Si esto no es un programa de fiesta, confieso que no lo
    entiendo.
    Mientras el abuelo, en plena efusión lírica, se escuchaba a sí mismo, Cosette y Marius se
    embriagaban contemplándose con entera libertad.
    La tía Gillenormand consideraba toda aquella escena con su placidez imperturbable. No había
    cesado, desde hacía cinco o seis meses, de recibir emociones; Marius de vuelta, Marius cubierto de
    sangre, Marius traído de una barricada, Marius muerto, y luego vivo, Marius reconciliado, Marius
    casándose con una mujer pobre, Marius casándose con una millonaria. Aquellos seiscientos mil francos
    habían sido su última sorpresa. Luego había recobrado su indiferencia de primera comulgante. Iba
    regularmente a los oficios, desgranaba su rosario, leía su eucologio, murmuraba en un rincón de la casa
    Ave Marías, mientras que en otro rincón murmurábanse I love you, y vagamente veía a Marius y Cosette
    como dos sombras. La sombra era ella.
    Existe un cierto grado de ascetismo inerte en que el alma, neutralizada por el entorpecimiento, extraña
    a lo que podría llamarse la tarea de vivir, no percibe, a excepción de los temblores de tierra y las
    catástrofes, ninguna de las impresiones humanas, ni las impresiones agradables ni las impresiones
    penosas. «Esta devoción —decía el abuelo Gillenormand a su hija— corresponde al resfriado del
    cerebro. No se siente nada de la vida. Ni mal olor ni bueno».
    Por lo demás, los seiscientos mil francos habían fijado las indecisiones de la solterona. Su padre
    había tomado la costumbre de tenerla tan poco en cuenta que no la había consultado sobre el
    consentimiento para la boda de Marius. Había obrado impetuosamente, como hacía siempre, no teniendo,
    convertido de déspota en esclavo, más que un solo pensamiento: satisfacer a Marius. En cuanto a la tía,
    de su existencia y su opinión no se había acordado para nada; y esto no dejó de lastimarla. Un poco
    ofendida en su fuero interno, pero exteriormente impasible, se había dicho: «Mi padre resuelve la
    cuestión del casamiento sin mí; yo resolveré la cuestión de la herencia sin él». Ella era rica,
    efectivamente, y el padre no lo era. Se reservó, pues, para sí su decisión. Es probable que si el
    casamiento hubiera sido pobre, pobre lo habría dejado. «¡Tanto peor para mi señor sobrino! Se casa con
    una pordiosera; pues que sea pordiosero». Pero el medio millón de Cosette complació a la tía, y cambió
    su situación interna respecto a aquel par de enamorados. Se debe consideración a seiscientos mil francos,
    y era evidente que ella no podía hacer otra cosa que dejar su fortuna a aquellos jóvenes, puesto que ellos
    ya no la necesitaban.
    Se dispuso que los esposos vivirían en casa del abuelo. El señor Gillenormand se empeñó en
    cederles su habitación, la más hermosa de la casa. «Esto me rejuvenecerá —declaraba—. Es un viejo
    proyecto. Yo siempre había tenido la idea de convertir mi habitación en cámara nupcial». Amuebló la
    habitación con un montón de viejas chucherías galantes. La hizo techar y alfombrar con una tela de
    extraordinario mérito, que conservaba en pieza y que creía de Utrecht, con fondo satinado y flores de
    terciopelo. «De esta tela —decía— era el cobertor de la duquesa de Anville en Roche-Guyon». Puso
    sobre la chimenea una figurilla de Sajonia, que tenía un manguito sobre el vientre desnudo.
    La biblioteca del señor Gillenormand se convirtió en el gabinete de abogado que necesitaba Marius;
    tal como el lector recordará, el Consejo de la Orden exigía un gabin.






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    Mensaje por Maria Lua Lun 30 Dic 2024, 09:51

    ***
    VII



    EFECTOS DEL SUEÑO MEZCLADOS CON LA FELICIDAD



    Los enamorados se veían todos los días. Cosette iba a casa del señor Gillenormand con el señor
    Fauchelevent. «Es la inversión de las cosas —decía la señorita Gillenormand—, la futura esposa viene a
    domicilio para que le hagan la corte». Pero la convalecencia de Marius lo había exigido así, y los
    sillones de la calle Filles-du-Calvaire, mejores para las entrevistas que las sillas de paja de la calle
    L’Homme-Armé, habían hecho arraigar la costumbre. Marius y el señor Fauchelevent se veían pero no se
    hablaban. Parecía que hubiesen convenido en ello. Toda joven necesita de una carabina. Cosette no
    hubiera podido ir allí sin el señor Fauchelevent. Para Marius, el señor Fauchelevent era la condición de
    Cosette. Lo aceptaba. Al tratar, vagamente y sin precisar, las materias de la política, desde el punto de
    vista de la mejora general de la suerte de todos, apenas llegaban a decirse algo más que sí y no. Una vez,
    con motivo de la enseñanza, que Marir quería que fuese gratuita y obligatoria, multiplicada, prodigada,
    todos como el aire y el sol, en una palabra, al pueblo entero, fueron de la misma opinión y casi
    entablaron una conversación. Marius observó entonces que el señor Fauchelevent hablaba bien, e incluso
    con una cierta elevación de lenguaje. Faltábale, sin embargo, un no se sabe qué. El señor Fauchelevent
    tenía algo de menos que el hombre de mundo, y algo de más.
    Marius, en el fondo de su pensamiento, dirigía toda suerte de preguntas mudas al señor Fauchelevent,
    que para él era simplemente benévolo y frío. A veces tenía dudas sobre sus propios recuerdos. Tenía un
    agujero en la memoria, un agujero negro, un abismo abierto por cuatro meses de agonía. En él se habían
    perdido muchas cosas. Llegaría a preguntarse si realmente había visto al señor Fauchelevent, a un hombre
    tan grave y tan sereno, en la barricada.
    No era éste el único estupor que las apariciones y las desapariciones del pasado le habían dejado en
    el espíritu. No debe creerse que estuviese libre de las insistencias de la memoria que nos obligan, aun
    siendo felices, aun estando satisfechos, a mirar melancólicamente hacia atrás. La cabeza que no se vuelve
    hacia los horizontes desvanecidos no contiene ni pensamiento ni amor. A veces, Marius se cogía la cara
    entre las manos, y el pasado tumultuoso y vago atravesaba el crepúsculo que tenía en el cerebro. Volvía a
    ver a Mabeuf, oía a Gavroche cantar bajo la metralla, sentía bajo sus labios el frío de la frente de
    Éponine; Enjolras, Courfeyrac, Jean Prouvaire, Combeferre, Bossuet, Grantaire, todos sus amigos se
    alzaban ante él, y luego se disipaban. Todos aquellos seres queridos, dolorosos, valientes, encantadores
    o trágicos, ¿eran sólo sueños?, ¿habían existido, en efecto? El motín lo había envuelto todo en humo. Las
    grandes fiebres tienen grandes sueños. Interrogábase, palpábase; sentía vértigo por todas aquellas
    realidades desvanecidas. ¿Dónde estaban, pues, aquellos seres?, ¿era cierto que todos habían muerto?
    Una caída en las tinieblas se lo había llevado todo, excepto a él. Le parecía que todo aquello había
    desaparecido como detrás de un telón de teatro. En la vida existen esas cortinas que caen. Dios pasa al
    acto siguiente.
    Y en cuanto a él, ¿era todavía el mismo hombre? Él, el pobre, era rico. Marius abandonado tenía una
    familia; Marius desesperado se casaba con Cosette. Le parecía que había atravesado una tumba, que
    había entrado en ella negro y había salido blanco. Los otros se habían quedado en aquella tumba. En
    ciertos momentos, todos los seres del pasado aparecían, formaban un círculo a su alrededor y le
    ensombrecían; entonces pensaba en Cosette, y se serenaba.
    El señor Fauchelevent ocupaba casi un lugar entre aquellos seres desvanecidos. Marius dudaba de
    que el Fauchelevent de la barricada fuera el mismo que se sentaba tan gravemente al lado de Cosette. El
    primero era probablemente una de esas pesadillas que traen y llevan las horas de delirio. Por lo demás,
    sus dos naturalezas eran tan distintas que no era posible que Marius hiciera ninguna pregunta al señor
    Fauchelevent. Ni siquiera se le había ocurrido la idea. Hemos señalado ya este detalle característico.
    Dos hombres que poseen un secreto común, y por una especie de acuerdo tácito no cambian ni una
    palabra sobre ello, es un hecho menos raro de lo que se supone.
    Solamente una vez Marius realizó una prueba. Hizo aparecer en la conversación la calle Chanvrerie,
    y volviéndose hacia el señor Fauchelevent, le dijo:
    —¿Conocéis esa calle?
    —¿Cuál?
    —La calle Chanvrerie.
    —No tengo ni la más remota idea acerca del nombre de esa calle —respondió el señor Fauchelevent
    con el tono más natural mundo.
    La respuesta, que se refería al nombre de la calle, y no a la calle en sí, pareció a Marius más
    concluyente de lo que era.
    «Decididamente —pensó—, he soñado. He tenido una alucinación. Sería alguien que se le parecía. El
    señor Fauchelevent no estaba allí».






    VIII




    DOS HOMBRES A LOS QUE ES IMPOSIBLE ENCONTRAR





    Por grande que fuera el encantamiento de aquellos días, no se borraron del espíritu de Marius algunas
    preocupaciones.
    Mientras que se disponía el casamiento, se dedicó a hacer difíciles y escrupulosas indagaciones
    retrospectivas.
    Tenía contraídas deudas de reconocimiento por varios lados; en nombre de su padre y en nombre
    suyo.
    Estaba Thénardier, y el desconocido que le había llevado a casa del señor Gillenormand.
    Marius deseaba encontrar a aquellos dos hombres, pues no conciliaba la idea de casarse y ser feliz
    con la de olvidarlos, y temía que aquellas deudas de reconocimiento no pagadas arrojaran sombras en su
    vida, que tan luminosa debía ser en adelante. Le resultaba imposible dejar tras de sí tales partidas en
    descubierto, y quería, antes de entrar alegremente en el porvenir, liquidar el pasado.
    El que Thénardier fuese un bribón no quitaba nada al hecho de que había salvado al coronel
    Pontmercy. Thénardier era un bandido para todo el mundo excepto para Marius.
    Y Marius ignoraba la verdadera escena del campo de batalla de Waterloo, y no sabía por lo tanto que
    su padre, aunque debía la vida a Thénardier, en aquella situación extraña no le debía reconocimiento.
    Ninguno de los diversos agentes que empleó Marius consiguió encontrar la pista de Thénardier.
    Parecía absoluta la desaparición de aquel individuo. La Thénardier había muerto en la prisión, durante la
    instrucción del proceso. Thénardier y su hija Azelma, los únicos que quedaban de aquella lamentable
    familia, se habían sumergido de nuevo en la sombra. El abismo de lo desconocido se había cerrado
    silenciosamente sobre aquellos dos seres. Ni siquiera se veía en la superficie el estremecimiento, el
    temblor, esos oscuros círculos concéntricos que anuncian que allí ha caído algo, y que se puede echar la
    sonda.
    La muerte de la Thénardier, la absolución de Boulatruelle, la desaparición de Claquesous y la fuga de
    la prisión de los principales acusados, habían hecho abortar el proceso por la emboscada en el caserón
    Gorbeau. El asunto quedó envuelto en cierta oscuridad. El tribunal había tenido que contentarse con dos
    subalternos, Pachaud, alias Printanier, alias Brigenaille, y DemiLiard, alias Deux-Milliards, que habían
    sido condenados contradictoriamente a diez años de galeras. Los trabajos forzados a perpetuidad habían
    sido pronunciados contra sus cómplices evadidos y contumaces. Thénardier, jefe y autor de la trama,
    había sido, por contumacia, igualmente, condenado a muerte. Esta condena era lo único que quedaba
    acerca de Thénardier, esparciendo sobre aquel nombre su siniestra claridad, como una vela al lado de un
    ataúd.
    Por lo demás, esta condena, al rechazar a Thénardier hacia las últimas profundidades por temor a ser
    detenido, añadía a la espesura tenebrosa aún más oscuridad.
    En cuanto al otro, al hombre ignorado que había salvado a Marius, las indagaciones tuvieron en
    principio algún resultado, y luego cesaron. Se consiguió encontrar el coche que había llevado a Marius a
    la calle Filles-du-Calvaire en la noche del 6 de junio. El cochero declaró que el 6 de junio, por orden de
    un agente de policía, había estado «estacionado», desde las tres de la tarde hasta la noche, en el muelle
    de los Campos Elíseos, por encima de la salida de la alcantarilla; que hacia las nueve de la noche se
    abrió la reja de la alcantarilla que da sobre el ribazo del río; que un hombre había salido de ella,
    llevando sobre sus hombros a otro hombre, que parecía muerto; que el agente, que estaba en observación
    en aquel puente, había detenido al hombre; que por orden del agente, él, había recibido en su coche a
    «toda aquella gente»; que habían ido primero a la calle Filles-du-Calvaire; que habían dejado allí al
    hombre muerto, que era el señor Marius, el cochero le reconoció, aunque estuviese vivo «esta vez»; que
    luego habían vuelto a subir a su coche, y a pocos pasos de la puerta de los Archivos le había mandado
    parar, y que allí, en la calle, le habían pagado y despedido, y que el agente se había llevado consigo al
    otro hombre; que no sabía nada más; que la noche era muy oscura.
    Marius, lo hemos dicho ya, no se acordaba de nada. Recordaba únicamente que le habían cogido por
    detrás con una mano enérgica, en el momento en que caía derribado en la barricada; luego todo se
    borraba para él. No había recobrado el conocimiento hasta hallarse en la casa del señor Gillenormand.
    Se perdía en conjeturas.
    No creía dudar de su identidad. ¿Cómo se comprendía, sin embargo, que habiendo caído en la calle
    Chanvrerie, hubiera sido recogido por el agente de policía sobre el ribazo del Sena, cerca del puente de
    los Inválidos? Alguien le había llevado desde el barrio de los mercados hasta los Campos Elíseos. ¿Y
    cómo? Por la alcantarilla. ¡Inaudita abnegación!
    ¿Alguien? ¿Y quién era?
    Este era el hombre que Marius buscaba.
    De aquel hombre, que era su salvador, no había ninguna huella; ni el menor indicio.
    Marius, aunque obligado por aquel lado a una gran reserva, acudió en sus indagaciones hasta la
    prefectura de policía. Allí, como en todas partes, los datos que se recogieron no aportaron ninguna
    aclaración. La prefectura sabía menos que el cochero. No se tenían noticias de ninguna detención
    efectuada el 6 de junio en la reja de la gran alcantarilla; no se había recibido ningún informe sobre aquel
    hecho, que en la prefectura era considerado como una fábula. Se atribuía la invención de aquella fábula
    al cochero. Un cochero que busca una propina es capaz de todo, incluso de tener imaginación. El hecho,
    no obstante, era cierto, y Marius no podía dudar de él, a menos de dudar de su propia identidad, como
    acabamos de decir.
    Todo resultaba inexplicable en aquel extraño enigma.
    ¿Qué había sido de aquel hombre misterioso que el cochero había visto saliendo de la reja de la gran
    alcantarilla llevando a Marius desvanecido sobre sus hombros, y que el agente de policía en acecho
    había detenido en flagrante delito de salvación de un insurgente? ¿Qué había sido también del agente?
    ¿Por qué el agente guardaba silencio? ¿Habría conseguido el hombre escapar? ¿Habría corrompido al
    agente? ¿Por qué aquel hombre no daba señal alguna de vida a Marius, que se lo debía todo? El
    desinterés no era menos prodigioso que la abnegación. ¿Por qué no aparecía aquel hombre? Tal vez
    estaba por encima de la recompensa, pero nadie está por encima del reconocimiento. ¿Habría muerto?
    ¿Quién era aquel hombre? ¿Qué rostro tenía? Nadie podía decirlo. El cochero respondía: «La noche era
    muy oscura». Basque y Nicolette, en su azoramiento, no habían observado más que al señorito cubierto de
    sangre. El portero, cuya vela había alumbrado la trágica llegada de Marius, se había fijado en el hombre
    en cuestión, y éstas eran las señas que daba: «Aquel hombre era espantoso».
    Con la esperanza de que le sirvieran sus investigaciones, Marius conservó las ropas ensangrentadas
    que llevaba encima cuando le llevaron a casa de su abuelo. Al examinar la chaqueta, observó que uno de
    los faldones estaba extrañamente desgarrado. Faltaba un pedazo.
    Una noche, Marius hablaba delante de Cosette y de Jean Valjean de toda aquella aventura singular, de
    los innumerables informes que había recibido y de la inutilidad de sus esfuerzos. El rostro frío del señor
    Fauchelevent le impacientaba. Exclamó con una viveza que tenía casi la vibración de la cólera:
    —Sí, aquel hombre, fuera quien fuese, estuvo sublime. ¿Sabéis lo que hizo, caballero? Intervino
    como el arcángel. Fue preciso que se arrojase en medio del combate, que me arrebatase de allí, que
    abriera la alcantarilla, que bajase a ella conmigo. Tuvo que andar más de una legua y media por horribles
    galerías subterráneas, encorvado, en medio de las tinieblas, a través de las cloacas. ¡Más de una legua y
    media, caballero, y con un cadáver a cuestas! ¿Y con qué objeto? Con el único objeto de salvar ese
    cadáver. Y ese cadáver era yo. Se diría probablemente: «Tal vez hay aún un aliento de vida; voy a
    arriesgar mi existencia por esta miserable chispa». ¡Y no arriesgó su vida una, sino veinte veces! Y cada
    paso era un peligro. La prueba es que al salir de la alcantarilla fue detenido. ¡Aquel hombre hizo todo
    eso! Y no esperaba ninguna recompensa. ¿Quién era yo? Un insurgente. ¿Quién era yo? Un vencido. ¡Oh,
    si los seiscientos mil francos de Cosette me pertenecieran…!
    —Os pertenecen —interrumpió Jean Valjean.
    —Pues bien —continuó Marius—, los daría para encontrar a ese hombre.
    Jean Valjean guardó silencio.







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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 12 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Lun 30 Dic 2024, 09:53

    ***

    LIBRO SEXTO




    LA NOCHE EN VELA






    I




    16 DE FEBRERO DE 1833





    La noche del 16 al 17 de febrero de 1833 fue una noche bendita. Sobre sus tinieblas estaba el cielo
    abierto. Fue la noche de boda de Marius y Cosette.
    La jornada había sido adorable.
    No había sido la fiesta imaginada por el abuelo Gillenormand, una mágica confusión de querubines y
    cupidos por encima de las cabezas de los novios, una boda digna de figurar en el frontón de una puerta;
    pero había sido un día apacible y risueño.
    La moda de los casamientos no era en 1833 la misma que hoy. Francia no había heredado aún de
    Inglaterra la exquisita delicadeza de raptar a la mujer, de huir al salir de la iglesia y de ocultar con
    vergüenza la felicidad, equiparando la conducta del que ha hecho bancarrota con las delicias del Cantar
    de los Cantares. No se había comprendido aún todo lo que hay de casto, de exquisito y decente en entrar
    en el paraíso en una silla de posta, en entrecortar su misterio con clics clacs, en tomar por lecho nupcial
    un lecho de posada y en dejar tras de sí, en una alcoba banal a tanto por noche, el más sagrado de los
    recuerdos de la vida, confundido con la conversación del conductor de la diligencia con la sirvienta de la
    posada.
    En esta segunda mitad del siglo XIX en que nos hallamos, el alcalde y su banda, el sacerdote y su
    casulla, la ley y Dios, no bastaban; era preciso completarlos con el postillón de Longjumeau, chaqueta
    azul con vueltas encarnadas, botones de cascabel, brazaletes de cuero, pantalón de piel verde, galones
    falsos, sombrero acharolado, pelo largo y cubierto de polvo, látigo enorme y gruesas botas. Francia no
    lleva aún la elegancia hasta arrojar, como la nobilityinglesa, sobre la silla de posta de los novios una
    granizada de chinelas rotas y zapatos viejos, en recuerdo de Churchill, desde que Marlborough o
    Malbrouck se vio atacado el día de su casamiento por la cólera de una tía, a cuyo ataque debió la
    felicidad. Los zapatos y las chinelas no forman parte aún de nuestras celebraciones nupciales; pero
    paciencia, yendo en aumento el buen gusto, este progreso no tardará en realizarse.
    En 1833, hace cien años, no se practicaban los casamientos al trote.
    En aquella época se creía, cosa extraña, que una boda es una fiesta íntima y social, que un banquete
    patriarcal no echa a perder una solemnidad doméstica, que la alegría, aun siendo excesiva, y con tal de
    que sea honesta, no hace daño alguno a la felicidad, y que, por último, es venerable y bueno que la fusión
    de dos destinos de donde ha de salir una familia empiece en la casa, y que la pareja tenga en adelante por
    testigo la cámara nupcial.
    Se cometía, pues, el impudor de casarse en la propia casa.
    El matrimonio se celebró, siguiendo la moda ya caduca, en casa del señor Gillenormand.
    Por natural y corriente que sea esto de casarse, las amonestaciones, el arreglo de papeles, la alcaldía
    y la iglesia ofrecen siempre alguna complicación. No pudo estar todo dispuesto antes del 16 de febrero.
    Ahora bien, consignamos este detalle por pura satisfacción de ser exactos, sucedió que el 16 era
    martes de carnaval. Vacilaciones, escrúpulos, particularmente por parte de la tía Gillenormand.
    —¡Un martes de carnaval! —exclamó el abuelo—. Hay un proverbio que dice: «Si en martes de
    carnaval te casas, no habrá hijos ingratos en tu casa». No importa. ¡Adelante con el 16! ¿Es que quieres
    retrasar la fecha, Marius?
    —¡Ciertamente que no! —respondió el enamorado

    —Casémonos —dijo el abuelo.
    El casamiento se efectuó, pues, el 16, a pesar de la alegría pública. Llovía aquel día, pero hay
    siempre en el cielo un pequeño rincón azul, al servicio de la felicidad, que ven los amantes, incluso
    cuando el resto de la creación se oculta bajo un paraguas.
    La víspera, Jean Valjean había entregado a Marius, en presencia del señor Gillenormand, los
    quinientos ochenta y cuatro mil francos.
    Habiéndose verificado el casamiento bajo el régimen de la municipalidad, los actos habían sido
    sencillos.
    Toussaint era en adelante inútil para Jean Valjean; Cosette la había heredado, y la había promovido al
    grado de doncella suya.
    En cuanto a Jean Valjean, tenía en la casa Gillenormand una hermosa habitación amueblada
    expresamente para él, y Cosette le había dicho con un acento irresistible: «Padre, os lo ruego», que le
    había hecho casi prometer que iría a habitarla.
    Algunos días antes del fijado para la boda, sucedió a Jean Valjean un accidente; se había lastimado el
    dedo pulgar de la mano derecha. No era grave, y él no había permitido a nadie que se ocupara de ello, le
    curara, ni siquiera viera su herida. Se había visto obligado a envolverse la mano en un lienzo y llevar el
    brazo en cabestrillo, lo que le impidió firmar. El señor Gillenormand, como tutor subrogado de Cosette,
    lo había hecho en su lugar.
    No llevaremos al lector ni a la alcaldía ni a la iglesia. No se sigue hasta allí a los enamorados, y la
    costumbre es volver la espalda al drama desde el momento en que el novio lleva en el ojal el ramito de
    casado. Nos limitaremos a destacar un incidente que, sin advertirlo la comitiva nupcial, señaló el
    trayecto desde la calle Filles-du-Calvaire a la iglesia Saint-Paul.
    Reparábase en aquella época el extremo norte de la calle Saint-Louis, y estaba interceptada a partir
    de la calle Parc-Royal. A los coches, por lo tanto, les resultaba imposible ir directamente a la iglesia.
    Obligados como estaban a cambiar el itinerario, lo más sencillo era doblar por el bulevar. Uno de los
    invitados advirtió que, siendo martes de carnaval, habría allí una acumulación de coches.
    —¿Por qué? —preguntó el señor Gillenormand.
    —Por causa de las máscaras.
    —Perfectamente —dijo el abuelo—. Vayamos por allí. Estos jóvenes van a casarse, entrarán en la
    parte seria de la vida, y bueno es que se preparen viendo un poco de la mascarada.
    Siguieron por el bulevar. La primera de las berlinas de la comitiva llevaba a Cosette, la tía
    Gillenormand, el señor Gillenormand y Jean Valjean. Marius, separado aún de su prometida, según la
    costumbre, iba en la segunda. El cortejo nupcial, al salir de la calle Filles-du-Calvaire, entró a formar
    parte de la larga procesión de coches que formaba una interminable cadena desde la Madeleine a la
    Bastille y de la Bastille a la Madeleine.
    Abundaban las máscaras en el bulevar, Llovía a intervalos. Con el buen humor de aquel invierno de
    1833, París se había disfrazado de Venecia. Hoy ya no se ven aquellos martes de carnaval. Como el
    carnaval se ha extendido, ya no hay carnaval.
    Las travesías estaban llenas de gente y las ventanas de curiosos. Las terrazas que coronan los
    peristilos de los teatros estaban llenas de espectadores. Además de las máscaras, se miraba aquel
    desfile, vehículos de todas clases más o menos lujosos, fiacres, ciudadanas, jardineras, calesas,
    cabriolés, que iban en riguroso orden, uno tras otro, como insertos en raíles, obedeciendo los
    reglamentos de la policía. Todo el que está en aquellos vehículos es a la vez espectador y espectáculo.
    Algunos guardias municipales vigilaban aquellas interminables filas paralelas para que nada
    entorpeciese la doble corriente, los dos arroyos de coches, de los cuales uno corría hacia arriba y el otro
    hacia abajo, uno hacia la calzada de Antin y el otro hacia el barrio Saint-Antoine.
    Los coches con escudos de armas, pertenecientes a los pares de Francia y a los embajadores, iban y
    venían libremente por el centro de la calzada. Algunos cortejos magníficos y alegres, especialmente el
    del Buey gordo, tenían igual privilegio. En aquella alegría de París, Inglaterra hacía restallar su látigo; la
    silla de posta de lord Seymour, hostigada por los apodos del populacho, pasaba ruidosamente.
    En la doble fila, a lo largo de la cual los guardias municipales galopaban como perros de pastores,
    honradas berlinas familiares, llenas de tías y de abuelas, mostraban graciosos grupos de niños
    disfrazados, pierrots de siete años, colombinas de seis, pequeños seres encantadores que sentían que
    formaban parte de la alegría pública, penetrados de la dignidad de su arlequinada y con gravedad de
    funcionarios.
    De vez en cuando sobrevenía un obstáculo en la procesión de vehículos, y una u otra de las dos filas
    se detenía, hasta que se desenredaba el nudo; el embarazo de un solo coche bastaba para paralizar toda la
    hilera. Luego se volvía a poner en marcha.
    Las carrozas del cortejo nupcial estaban en la hilera que iba hacia la Bastille, por el lado derecho del
    bulevar. A la altura de la calle Pont-aux-Choux, hubo una parada. Casi en el mismo instante, en el otro
    extremo, la otra fila que iba hacia la Madeleine se detuvo también. Había en aquel punto, un coche de
    máscaras.
    Estos coches, o mejor dicho, estos carruajes, son bien conocidos de los parisienses. Si se
    suprimieran en un martes de Carnaval o en mitad de la Cuaresma, se entraría en sospechas y se diría:
    «Aquí hay gato encerrado. Probablemente, va a cambiar el ministro». Una multitud de Casandras,
    Arlequines y Colombinas, todos los géneros grotescos posibles, desde el turco hasta el salvaje, Hércules
    sosteniendo marquesas, rabaneras que obligarían a Rabelais a taparse los oídos, así como las bacantes
    hacían bajar los ojos a Aristófanes, pelucas de lino, fajas rosadas, sombreros de ala larga, anteojos
    encubridores, tricornios, gritos lanzados a los peatones, brazos en jarras, posturas atrevidas, hombros
    desnudos, rostros enmascarados, impudicias desbocadas; un caos de desvergüenzas conducido por un
    cochero tocado de flores; ésta es la institución.
    Grecia necesitaba del carro de Tespis y Francia necesita el fíacre de Vade.
    Todo puede ser parodiado, incluso la parodia. La saturnal, esa mueca de la belleza antigua, llega, de
    aumento en aumento, al martes de carnaval; y la bacanal, antiguamente coronada de pámpanos, inundada
    de sol, mostrando los senos de mármol en una semidesnudez divina, envuelta hoy en los harapos húmedos
    del norte, ha acabado por convertirse en careta.
    La tradición de los coches de máscaras se remonta a los viejos tiempos de la monarquía. Las cuentas
    de Luis XI asignan al baile del palacio «veinte sueldos torneses para tres coches de mascaradas». En
    nuestros días, ese montón de ruidosas criaturas se hace arrastrar habitualmente por algún antiguo
    vehículo, en cuya imperial se colocan, o abruman con su tumulto un lando del Estado, con las capotas
    abatidas. Son veinte en un coche de seis. Hay gente sobre los asientos, sobre la bigotera y sobre la lanza.
    De pie, echados, con las piernas cruzadas o colgando por fuera del coche. Las mujeres ocupan las
    rodillas de los hombres. Se ven de lejos, por encima de innumerables cabezas, estas pirámides furiosas,
    montañas de alegría en medio de la barahúnda. Collé, Panard y Pirón
    [518] brotan de ellas enriquecidos de
    argot. Se escupe desde allí arriba el catecismo de las rabaneras. El coche, convertido en algo
    desmesurado a causa de su carga, tiene un aire de conquista. En él se vocifera, se vocaliza, se ladra, se
    patalea en el colmo de la dicha; la alegría ruge, el sarcasmo llamea, la jovialidad se extiende como una
    púrpura; dos matalones tiran de la comparsa convertida en apoteosis; es el carro de triunfo de la Risa.







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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 12 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Lun 30 Dic 2024, 09:55

    ***
    Risa demasiado cínica para ser franca. En efecto, esta risa es sospechosa. Esta risa tiene una misión.
    Está encargada de probar a los parisienses la verdad del carnaval.
    Estos coches de gentes impúdicas, en los que se presienten no sé qué tinieblas, hacen pensar al
    filósofo. Dentro se percibe algo semejante al Gobierno. Se toca con el dedo una afinidad misteriosa entre
    los hombres públicos y las mujeres públicas.
    Es triste pensar que de tantas torpezas resulte un total de alegría, que escalonando la ignominia sobre
    el oprobio, se engolosine a un pueblo; que el espionaje sirviendo de cariátide a la prostitución divierta a
    la chusma afrentándola; que la multitud guste de ver pasar sobre las cuatro ruedas de un coche ese
    monstruoso grupo viviente, mitad oropel, mitad harapo, brillo y basura, que ladra y que canta;
    aplaudiendo un espectáculo compuesto por todas las vergüenzas; es triste pensar que no hay fiesta para la
    muchedumbre si la policía no saca a relucir estas de hidras de alegría con veinte cabezas. Pero ¿qué
    remedio? Estos carros de fango adornados con cintas y flores son insultados y amnistiados por la risa
    pública. La risa de todos es cómplice de la degradación universal. Ciertas fiestas malsanas degradan al
    pueblo, y hacen de él populacho. Y al populacho, como al tirano, le hacen falta bufones. El rey tiene a
    Roquelaure
    [519] y el pueblo a Payaso. París es la gran ciudad loca cuando no es la gran ciudad sublime.
    El carnaval forma parte de la política. París, preciso es confesarlo, consiente que la diviertan, aunque los
    medios sean infames. No pide a sus señores —cuando los tiene— más que una cosa: aderezadme el
    fango. Roma era de la misma opinión. Amaba a Nerón. Nerón era un descargador titánico.
    La casualidad quiso, como acabamos de decir, que uno de estos disformes grupos de mujeres y
    hombres enmascarados, llevado en una gran calesa, se detuviera a la izquierda del bulevar, cuando el
    cortejo nupcial se detenía a la derecha. Algunos de ellos observaron el coche en que iba la novia.
    —¡Tate! —dijo una máscara—. Una boda.
    —Una boda fingida —dijo otra—. En nuestro coche va la verdadera.
    Y hallándose demasiado lejos para poder interpelar a los novios, temiendo por otra parte despertar la
    atención de los municipales, las dos máscaras miraron hacia otro lado.
    Toda la comparsa tuvo buen trabajo al cabo de un instante, pues la multitud empezó a perseguirla con
    rechiflas, lo que viene a ser la caricia de la multitud; y las dos máscaras que acababan de hablar tuvieron
    que hacer frente a todo el mundo con sus camaradas, y todos los proyectiles del repertorio de los
    mercados no bastó para responder a los improperios del pueblo. Se produjo entre las máscaras y la
    multitud un terrible intercambio de metáforas.
    Dos de los enmascarados de la carroza que habían reparado en el cortejo nupcial, un vejete español
    de nariz desmesurada y negros mostachos y una joven y delgada rabanera, disfrazada de lobo, sostenían
    un diálogo en voz baja mientras sus compañeros y el público se insultaban.
    Este diálogo se perdía en medio del tumulto. La lluvia había mojado el coche, y el viento de febrero
    no es cálido; mientras respondía al español, la joven, descotada, tiritaba, reía y tosía.
    Este era el diálogo:
    —Dime.
    —¿Qué, padre?
    —¿Ves a ese viejo?
    —¿Qué viejo?
    —El que va en el primer coche de la comitiva, a este lado.
    —¿El que lleva el brazo colgando de una corbata negra?
    —Sí.
    —¿Y qué?
    —Estoy seguro de que le conozco.
    —¡Ah!
    —Que me ahorquen si no le conozco. ¿Puedes ver a la novia, inclinándote un poco?
    —No.
    —¿Y al novio?
    —No va en ese coche.
    —¡Bah!
    —A menos que sea el otro viejo.
    —Procura ver a la novia, inclínate más.
    —No puedo.
    —Me da igual. Te digo que conozco a ese viejo del brazo en cabestrillo. Estoy seguro.
    —¿Y de qué te sirve conocerlo?
    —No lo sé. ¡Quién sabe!
    —Poco me importan a mí los viejos.
    —¡Le conozco!
    —Bien, como quieras.
    —¿Cómo diablos asiste a la boda?
    —También nosotros asistimos.
    —¿De dónde viene esa boda?
    —¿Y yo qué sé?
    —Escucha.
    —¿Qué?
    —Deberías hacer una cosa.
    —¿Qué?
    —Bajar del coche y seguir esa boda.
    —¿Para qué?
    —Para saber adonde va y lo que es. Apresúrate a bajar, corre, hija mía, tú que eres joven.
    —No puedo abandonar el coche.
    —¿Por qué?
    —Porque estoy alquilada.
    —¡Ah! ¡Diantre!
    —Debo mi día de rabanera a la prefectura.
    —Es verdad.
    —Si dejo el coche, el primer guardia que me vea, me coge. Ya lo sabes.
    —Sí, lo sé.
    —Hoy me paga el Gobierno.
    —De todos modos, el viejo me molesta.
    —¿Los viejos te molestan? Pero si tú no eres precisamente un niño…
    —Va en el primer coche.
    —¿Y qué?
    —En el coche de la novia.
    —¿Y qué más?
    —Por lo tanto, es su padre.
    —¿Y qué me importa eso a mí?
    —Te digo que es el padre.
    —¿Es que es el único padre?
    —Escucha.
    —¿Qué?
    —Yo no puedo salir si no es con máscara. Aquí estoy escondido, nadie sabe quién soy. Pero mañana
    ya no hay máscaras. Es miércoles de ceniza. Corro peligro de que me echen el guante. Es preciso que
    vuelva a mi agujero. Pero tú estás libre.
    —No del todo.
    —Más que yo, al menos.
    —Bien, ¿y luego?
    —Es preciso que averigües adonde ha ido esa boda.
    —¿Adonde va?
    —Sí.
    —Lo sé ya.
    —¿Adonde va, pues?
    —Al Cadran Bleu.
    —No es éste el camino.
    —¡Pues bien! A la Rapée.
    —O a otra parte.
    —Es libre. Las bodas son libres.
    —Esto no es todo. Te digo que es preciso que procures enterarte de qué boda es ésta, y dónde viven
    los novios.
    —¡Qué divertido! Es fácil encontrar, ocho días después, una boda que ha circulado por París el
    martes de Carnaval. ¡Es buscar una aguja en un pajar! ¿Es que esto es posible?
    —No importa, habrá que probar. ¿Oyes, Azelma?
    Las dos filas continuaron de nuevo a los dos lados del bulevar su movimiento en sentido inverso, y el
    coche de las máscaras perdió de vista al coche de la novia.




    II




    JEAN VALJEAN CONTINÚA CON SU BRAZO EN CABESTRILLO




    ¿A quién le es dado realizar su sueño? En el cielo, debe haber elecciones para esto; todos somos
    candidatos sin saberlo; los ángeles votan. Cosette y Marius habían sido elegidos.
    Cosette, en la alcaldía y en la iglesia estaba radiante y conmovedora, Fue Toussaint, ayudada por
    Nicolette, quien la había vestido.
    Cosette llevaba sobre una saya de tafetán blanco su vestido de guipure de Binche, un velo de punto de
    Inglaterra, un collar de perlas finas y una corona de flores de azahar; todo era blanco, y ella irradiaba
    entre aquella blancura. Era un candor exquisito, dilatándose y transfigurándose en la claridad. Hubiérase
    dicho que era una virgen próxima a convertirse en diosa.
    Los hermosos cabellos de Marius estaban abrillantados y perfumados; entreveíanse de vez en cuando,
    bajo el espesor de los bucles, líneas pálidas, que eran las cicatrices de la barricada.
    El abuelo, soberbio, con la cabeza alta, amalgamando más que nunca, en su traje y en sus maneras,
    todas las elegancias del tiempo de Barras, llevaba a Cosette. Reemplazaba a Jean Valjean, que a causa de
    su brazo en cabestrillo no podía dar la mano a la novia.
    Jean Valjean, vestido de negro, les seguía sonriendo.
    —Señor Fauchelevent —decía el abuelo—, ved qué día tan hermoso. Voto por el fin de las
    aflicciones y de los pesares. Es preciso que en lo sucesivo no haya tristeza en ningún lado. ¡Pardiez!
    ¡Decreto de alegría! El mal no tiene derecho a existir. El que haya hombres desgraciados es, en verdad,
    una vergüenza para el azul del cielo. El mal no viene del hombre, que en el fondo es bueno. Todas las
    miserias humanas tienen por capital y gobierno el infierno, o dicho de otro modo, las Tullerías del
    diablo. Ya veis que hoy prodigo las frases demagógicas. En cuanto a mí, ya no tengo opinión política;
    ahora me limito a desear que todos los hombres sean ricos, es decir, felices.
    Cuando al finalizar las ceremonias, después de haber pronunciado delante del alcalde y delante del
    sacerdote todos los sí posibles, después de haber firmado en los registros de la municipalidad y en la
    sacristía, después de haber cambiado los anillos, después de haber estado de rodillas, codo con codo
    bajo el yugo del moaré blanco entre nubes de incienso, llegaron cogidos de la mano, admirados y
    envidiados de todos, Marius de negro y Cosette de blanco, precedidos del pertiguero con charreteras de
    coronel, que golpeaba las baldosas con su alabarda, entre las filas de personas maravilladas, a las
    puertas de la iglesia, abiertas de par en par, preparados para subir al coche; la joven apenas se atrevía a
    creer en la realidad de su dicha. Contemplaba a Marius, contemplaba a la multitud, contemplaba el cielo,
    parecía que tuviera miedo de despertar. Su aire sorprendido e inquieto añadía a su aspecto un tono
    encantador.
    A la vuelta, entraron juntos en el mismo coche. Marius al lado de Cosette; y enfrente, el señor
    Gillenormand y Jean Vaijean. La tía Gillenormand había retrocedido un puesto, e iba en el segundo
    coche.
    —¡Hijos míos! —decía el abuelo—. Sois ya el señor barón y la señora baronesa, con treinta mil
    libras de renta.
    Y Cosette, acercándose a Marius, le acariciaba el oído con este murmullo angélico:
    —Entonces, es verdad. Llevo tu nombre. Soy tuya.
    Aquellos dos seres resplandecían. Estaban en el minuto irrevocable y único, en el deslumbrante punto
    de intersección de toda la juventud y de toda la alegría. Hacían realidad los versos de jean Prouvaire:
    entre los dos no sumaban cuarenta años. Era el casamiento sublime; aquellos dos niños eran dos lirios.
    No se veían, se contemplaban. Cosette veía a Marius en una aureola; Marius veía a Cosette en un altar; y
    en aquel altar y en aquella aureola, mezclándose las dos apoteosis en el fondo, no se sabe cómo, detrás
    de una nube para Cosette y en un resplandor para Marius, estaba lo ideal, lo verdadero, la cita del beso y
    el sueño, el tálamo nupcial.
    Todos los tormentos que habían experimentado se convertían para ellos en embriaguez. Parecíales
    que las penas, los insomnios, las lágrimas, las angustias, los terrores, la desesperación, convirtiéndose en
    caricias y rayos de luz hacían aún más encantadora la hora que se aproximaba; y que las tristezas eran
    otras tantas sirvientas que adornaban a la alegría. ¡Qué bueno es haber sufrido! Su desgracia aureolaba su
    felicidad. La larga agonía de su amor tenía por término una ascensión.
    Había en aquellas dos almas el mismo encanto, matizado de voluptuosidad en Marius y de pudor en
    Cosette. Se decían bajito:
    —Volveremos a nuestro jardincillo de la calle Plumet.
    Los pliegues del vestido de Cosette estaban sobre Marius.
    Un día semejante es una mezcla inefable de sueño y de certidumbre. Se posee y se supone. Hay aún
    bastante tiempo para adivinar. Es una indecible emoción estar a mediodía y soñar con estar a
    medianoche. Las delicias de aquellos dos seres desbordaban sobre la multitud y comunicaban alegría a
    los transeúntes.
    La gente se detenía en la calle Saint-Ántoine, delante de la iglesia de Saint-Paul, para ver a través del
    cristal del coche temblar las flores de azahar sobre la cabeza de Cosette.
    Luego volvieron a la calle Filles-du-Calvaire, a su casa. Marius, al lado de Cosette, subió triunfante
    y radiante por aquella misma escalera por donde le habían llevado moribundo. Los pobres, agrupados
    delante de la puerta y repartiéndose las limosnas, los bendecían. Por todos lados había flores. La casa no
    estaba menos perfumada que la iglesia; después del incienso, las rosas. Creían oír voces cantando en el
    infinito; tenían a Dios en el corazón; el destino se les aparecía como un techo de estrellas; por encima de
    sus cabezas veían el resplandor del sol naciente. De repente, el reloj dio la hora. Marius contempló el
    encantador brazo desnudo de Cosette y su rosada garganta que se vislumbraba vagamente a través de las
    puntillas de su corpiño, y Cosette, viendo la mirada de Marius, enrojeció hasta la raíz del cabello.
    Buen número de antiguos amigos de la familia Gillenormand habían sido invitados; todos se
    agolpaban alrededor de Cosette. La llamaban señora baronesa.
    El oficial Théodule Gillenormand, ahora capitán, había venido de Chartres, donde se hallaba de
    guarnición, para asistir al casamiento de su primo Pontmercy. Cosette no le reconoció.
    Él, a su vez, acostumbrado a que las mujeres le encontrasen hermoso, tampoco se acordó de Cosette.
    «¡Cuánta razón tuve al no creer en esa historia del lancero!», decía para sí el abuelo Gillenormand.
    Cosette no se había mostrado nunca tan cariñosa con Jean Valjean. Iba al unísono con el señor
    Gillenormand, mientras que él expresaba su alegría por medio de aforismos y máximas, ella exhalaba el
    amor y la bondad como un perfume. La felicidad quiere que todos sean felices.
    Encontraba para hablar a Jean Valjean inflexiones de voz de los tiempos en que era niña. Le
    acariciaba con su sonrisa.
    En el comedor se había preparado un banquete.









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    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 12 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Lun 30 Dic 2024, 09:57

    ***
    Una claridad deslumbrante es la salsa necesaria para una gran alegría. La bruma y la oscuridad no
    son aceptadas por los que se sienten felices. No consienten en estar negros. La noche, sí; las tinieblas, no.
    Si no hay sol, es preciso fabricar uno.
    El comedor era una hoguera de cosas alegres. En el centro, encima de la mesa blanca y
    resplandeciente, una araña de Venecia con toda clase de pájaros de colores, azules, violetas, rojos,
    verdes, posados en medio de las bujías. Alrededor de la araña, guirnaldas en la pared, espejos, apliques
    de tres y cinco brazos; cristalería, vajilla, porcelana, loza, orfebrería y platería, todo deslumbraba y
    alegraba. Los huecos entre los candelabros estaban cubiertos con ramos, de modo que allí donde no había
    luz, había flores.
    En la antecámara, tres violines y una flauta tocaban en sordina cuartetos de Haydn.
    Jean Valjean se había sentado en una silla del salón, detrás de la puerta, cuyo batiente se replegaba
    sobre él, de modo que casi le ocultaba. Algunos momentos antes de sentarse a la mesa, Cosette le hizo
    una gran reverencia, cogiendo entre los dedos su vestido de novia, y con una tierna mirada le preguntó:
    —Padre, ¿estáis contento?
    —Sí —dijo Jean Valjean—, estoy contento.
    —Pues, bien, reíd.
    Jean Valjean se puso a reír.
    Algunos instantes más tarde, Basque anunció que la cena estaba servida.
    Los comensales, precedidos por el señor Gillenormand, quien daba el brazo a Cosette, entraron en el
    comedor y se fueron colocando en torno a la mesa, según el orden previsto.
    Dos grandes sillones estaban a derecha y a izquierda de la novia, el primero para el señor
    Gillenormand, el segundo para Jean Valjean. El señor Gillenormand se sentó. El otro sillón permaneció
    vacío.
    Buscaron con la mirada al «señor Fauchelevent».
    No estaba ya allí.
    El señor Gillenormand interpeló a Basque.
    —¿Sabes dónde está el señor Fauchelevent?
    —Señor —respondió Basque—, precisamente el señor Fauchelevent me ha rogado que dijera al
    señor que sufría un poco a causa de su mano enferma, y que no podría comer con el señor barón y la
    señora baronesa. Que rogaba que le dispensasen. Que vendría mañana por la mañana. Acaba de salir.
    Aquel sillón vacío enfrió por un momento la efusión del banquete de bodas. Pero, aunque el señor
    Fauchelevent estaba ausente, allí estaba el señor Gillenormand, y el abuelo estaba radiante por los dos.
    Afirmó que el señor Fauchelevent hacía bien acostándose temprano, si sufría, y que no valía la pena
    afligirse. Esta declaración bastó. Además, ¿qué es un ángulo oscuro en medio de una irradiación tal de
    alegría? Cosette y Marius se hallaban en uno de esos momentos egoístas y benditos en los que no se
    posee otra facultad que la de percibir la felicidad. Y, además, el señor Gillenormand tuvo una idea.
    —¡Pardiez! Este sillón está vacío, Ven, Marius, siéntate en él. Tu tía, aunque tenga derecho a tenerte a
    su lado, te lo permitirá. Este sillón es para ti. Es legal y gentil. Fortunato al lado de Fortunata.
    Aplausos alrededor de la mesa. Marius ocupó al lado de Cosette el lugar de Jean Valjean; y las cosas
    se arreglaron de tal forma que Cosette, al principio triste por la ausencia de Jean Valjean, acabó por estar
    contenta. Desde el momento en que Marius era su suplente, Cosette no hubiera sentido nostalgia ni del
    mismo Dios. Puso su lindo pie, calzado de raso blanco, sobre el pie de Marius.
    Una vez ocupado el sillón, el señor Fauchelevent se perdió en el olvido; y nada faltó. A los cinco
    minutos, la mesa entera reía de un extremo a otro con toda la elocuencia del olvido.
    A los postres, el señor Gillenormand se puso en pie, con una copa de champaña en las manos, a
    medio llenar, para que el temblor de sus noventa y dos años no la hiciese desbordar, y brindó por los
    novios.
    —No os libraréis de dos sermones —afirmó—. Por la mañana habéis oído el del cura, por la noche
    tendréis el del abuelo. Escuchadme: Voy a daros un consejo: adoraos. Yo no me ando con rodeos, sino
    que iré directo al grano: ¡sed dichosos! No hay en la creación otros sabios que las tórtolas. Los filósofos
    dicen: Moderad vuestras alegrías.
    Y yo digo: Dad rienda suelta a vuestra alegría. Prendaos el uno del otro como diablos. Los filósofos
    desbarran. Quisiera hacerles tragar su filosofía… ¿Acaso en la vida pueden sobrar los perfumes, los
    pétalos de rosa entreabiertos, los ruiseñores cantando, las hojas verdes y la aurora? ¿Es que es posible
    amarse demasiado? ¿Es que no es bueno agradarse mutuamente demasiado? ¡Cuidado, Estelle, eres
    demasiado linda! ¡Cuidado Némorín, que eres demasiado hermoso! Modera la alegría, ¡qué disparate!
    ¡Abajo los filósofos! La sabiduría consiste en divertirse. Divirtámonos, divirtámonos. ¿Somos felices
    porque somos buenos, o somos buenos porque somos felices? ¿El Sancy
    [520] se llama así porque
    perteneció a Harlay de Sancy, o porque pesa ciento seis quilates? No lo sé; la vida está llena de esta
    clase de problemas; lo importante es poseer el Sancy, y la felicidad. Seamos felices sin meternos en
    cuestiones. Obedezcamos ciegamente al sol. ¿Qué es el sol? Es el amor. Quien dice amor dice mujer.
    ¡Ah! ¡Ah! La mujer es omnipotente. Preguntad a este demagogo de Marius si no es el esclavo de esta
    pequeña tirana de Cosette. ¡Y de buen grado, el pícaro! ¡La mujer! No hay ningún Robespierre capaz de
    resistirle. La mujer reina. Hoy ya sólo soy realista de esta clase de realeza. ¿Qué es Adán? El reino de
    Eva. No hay 89 para Eva. Había el cetro real coronado por una flor de lis, había el cetro imperial
    coronado por un globo, había el cetro de hierro de Carlomagno, el cetro de Luis el Grande, en oro; la
    Revolución los hizo pedazos, como si fuesen de paja; todo se acabó, todo rodó por el suelo, ya no hay
    cetros. ¡Pero haced revoluciones contra este pañuelito bordado que huele a pachulí! ¡Ahí quisiera veros!
    Intentadlo. ¿Por qué es sólido? Porque es un pedazo de trapo. ¡Ah! ¡Sois el siglo diecinueve! ¿Y qué?
    ¡Nosotros éramos el dieciocho!
    Y éramos tan imbéciles como vosotros. No imaginéis que habéis cambiado mucho el universo porque
    vuestro matagentes se llame cólera morbo y porque vuestro baile se llame la cachucha. En el fondo,
    siempre habrá que amar a las mujeres. Os desafío a que salgáis de esto. Estas diablesas son nuestros
    ángeles.
    »Sí, el amor, la mujer, el beso, es un círculo del que os desafío a salir; en cuanto a mí, ya quisiera yo
    volver a entrar en él. ¿Cuál de vosotros ha visto alzarse en el infinito, apaciguándolo todo a sus pies,
    contemplando las olas como una mujer, la estrella Venus, la gran coqueta del abismo, la Céliméne del
    océano? ¡El Océano! ¡Terrible Alcestes! Pues bien, en vano se alborota. Venus aparece y tiene que
    sonreír. La bestia bruta se somete. Todos somos así. Cólera, tempestad, rayos, espuma hasta el techo. Una
    mujer entra en escena, brilla una estrella en el horizonte, ¡todos se postran! Marius combatía hace seis
    meses, y hoy se casa. Bien hecho. Sí, Marius, sí, Cosette, tenéis razón. Existid el uno para el otro,
    acariciaos, hacednos reventar de rabia por no poder hacer lo mismo, idolatraos. Tomad en vuestros picos
    todas las briznas de felicidad que hay sobre la tierra, y preparad con ellas un nido para toda la vida.
    ¡Pardiez!, amar, ser amado, ¡qué hermoso milagro cuando se es joven! No os figuréis que esto lo habéis
    inventado vosotros. También yo he soñado, he meditado, he suspirado; y también yo he tenido un alma
    inundada de luz. El amor es un niño de seis mil años. El amor tiene derecho a una larga barba blanca.
    Matusalén es un niño al lado de Cupido. Desde hace dieciséis siglos el hombre y la mujer salen del paso
    amándose. El diablo, que es maligno, se ha puesto a odiar al hombre; el hombre, que es aún más maligno,
    se ha puesto a amar a la mujer. De esta manera se ha procurado un bien mayor que el mal que le ha
    proporcionado el diablo. Este amor se ha encontrado ya en el paraíso terrenal. Amigos míos, la invención
    es vieja, pero conserva toda su novedad. Aprovechaos. Sed Dafnis y Cloe, mientras llega el momento de
    que seáis Filemón y Baucis. Haced de manera que cuando estéis el uno con el otro, no os falte nada más,
    y que Cosette sea el sol para Marius, y Marius el universo para Cosette. Cosette, que el buen tiempo sea
    la sonrisa de vuestro marido; Marius, que la lluvia sean las lágrimas de tu mujer. Y que no llueva jamás
    en vuestro hogar. Habéis robado a la lotería el buen número, el amor en el sacramento; tenéis el premio
    gordo, guardadlo bien, bajo llave, no lo desperdiciéis, adoraos, y no os preocupéis de lo demás. Creed
    en lo que os digo. Lo dice el buen juicio
    Y el buen juicio no puede mentir. Sed una religión el uno para el otro. Cada uno tiene su manera de
    adorar a Dios. ¡Pardiez! La mejor manera de amar a Dios es amar a la esposa. ¡Te amo!, éste es mi
    catecismo. Quien ama es ortodoxo. El juramento de Enrique IV pone la santidad entre la francachela y la
    embriaguez. La mujer no se menciona. Esto me sorprende en el juramento de Enrique IV. Amigos míos,
    ¡viva la mujer! Soy viejo, según dicen; es sorprendente de qué modo me siento rejuvenecer. Quisiera ir a
    oír las zampoñas en los bosques. Me casaría de buena gana si alguien quisiera. Es imposible imaginar
    que Dios nos haya hecho para otra cosa que no sea esto: idolatrar, arrullar, galantear, ser palomo, ser
    gallo, picotear a la amada desde la mañana hasta la noche, mirarse en su mujercita, estar orgulloso y
    triunfal; éste es el objeto de la vida. Esto es lo que pensábamos nosotros, y no os moleste, en los tiempos
    en que éramos jóvenes. ¡Ah!, ¡qué preciosas mujeres había en aquella época!, ¡qué palmitos!, ¡qué
    pimpollitos! Ea pues, amaos. Si los jóvenes no se amasen, no sé de qué serviría la primavera; por mi
    parte, rogaría a Dios que encerrase todas las maravillas que nos muestra, que nos privase de verlas, que
    devolviese a su caja las flores, los pájaros y las muchachas bonitas. Hijos míos, recibid la bendición de
    este anciano.
    La velada fue alegre y amable. El soberano buen humor del abuelo dio el tono a la fiesta, y todos
    trataron de corresponder a aquella cordialidad casi centenaria. Bailaron un poco, y rieron mucho; fue una
    boda a la antigua. Hubieran podido invitar a Jadis. Por lo demás, estaba allí, en la persona del abuelo
    Gillenormand.
    Hubo tumulto, y luego silencio.
    Los recién casados desaparecieron.
    Un minuto más tarde, la casa Gillenormand se convertía en un templo.
    Aquí nos detenemos. En el umbral de la noche de boda hay un ángel de pie, sonriendo, con un dedo
    sobre los labios.
    El alma cae en la contemplación ante ese santuario donde se celebra la fiesta del amor.
    Debe haber resplandores encima de esas casas. La alegría que contienen debe escaparse a través de
    las piedras de las paredes en forma de claridad, e irradiar vagamente en las tinieblas.
    Es imposible que esa fiesta sagrada y fatal no envíe un reflejo celeste al infinito. El amor es el crisol
    sublime en el que se funden el hombre y la mujer; de él sale el ser uno, el ser triple, el ser final, la
    trinidad humana. Este nacimiento de dos almas en una debe estremecer las sombras. El amante es
    sacerdote; la virgen arrebatada se asusta. Una parte de esta alegría va a Dios. Allí donde hay realmente
    casamiento, es decir, donde hay amor, el ideal se une. Un lecho nupcial forma en las tinieblas un rincón
    de aurora. Si fuera dado a los ojos terrenos percibir las visiones terribles y encantadoras de la vida
    superior, es probable que vieran las formas de la noche, los desconocidos alados, los viajeros azules del
    invisible, inclinándose satisfechos sobre la casa luminosa, señalando a la virginal esposa dulcemente
    atemorizada y reflejando en sus rostros divinos la felicidad humana. Si en esta hora suprema los esposos
    deslumbrados por el deleite, y que se creen solos, escuchasen, oirían en su habitación un confuso batir de
    alas. La felicidad perfecta implica la solidaridad de los ángeles. Esta pequeña alcoba oscura tiene el
    cielo por techo. Cuando dos bocas, santificadas por el amor, se acercan para crear, es imposible que no
    responda a ese beso inefable un dulce estremecimiento en el inmenso misterio de las estrellas.
    Estas felicidades son las verdaderas. No hay otra alegría fuera de estas alegrías. El amor es el único
    éxtasis. Todo lo demás llora.
    Amar o haber amado, esto basta. No pidáis nada luego. No es posible encontrar otra perla en los
    pliegues tenebrosos de la vida. Amar es una consumación.







    III




    LA «INSEPARABLE»





    ¿Qué había sido de Jean Valjean?
    Inmediatamente después de haber reído, cediendo a la gentil intimación de Cosette, y aprovechando
    un momento en que nadie le prestaba atención, Jean Valjean se había levantado, y sin ser visto, ganó la
    antecámara. Era la misma sala en que ocho meses antes había entrado negro de barro, de sangre y de
    pólvora, llevando el nieto a casa del abuelo. Las antiguas maderas de las paredes estaban adornadas con
    guirnaldas de hojas y de flores; los músicos estaban sentados en el diván sobre el que habían colocado a
    Marius. Basque, vestido de negro, con calzón corto, medias y guantes blancos, disponía coronas de rosas
    alrededor de cada uno de los platos que iban a servir. Jean Valjean le había mostrado su brazo en
    cabestrillo, le había encargado de explicar su ausencia y había salido.
    Las ventanas del comedor daban a la calle. Jean Valjean permaneció en pie algunos minutos, inmóvil
    en la oscuridad bajo aquellas ventanas radiantes. Escuchaba. El rumor confuso del banquete llegaba a sus
    oídos. Oía la voz alta y magistral del abuelo, los violines, el sonido de los platos y vasos, las carcajadas,
    y en medio de aquel rumor alegre distinguía la dulce voz de Cosette.
    Dejó la calle Filles-du-Calvaire y regresó a la calle L’Homme-Armé.
    Tomó por la cahe Saint-Louis, la calle Culture-Sainte-Catherine y los Blancs-Manteaux; era un
    itinerario un poco largo, pero era el que seguía, desde hacía tres meses, para ir todos los días desde la
    calle L’Homme-Armé a la calle Filles-du-Calvaire con Cosette, evitando los escombros y el lodo de la
    calle Vieille-du-Temple.
    Este camino, por el que Cosette había pasado, excluía para él cualquier otro itinerario.
    Jean Valjean entró en su casa. Encendió la vela y subió. El apartamento estaba vacío. Hasta faltaba
    Toussaint. El paso de Jean Valjean hacía en las habitaciones más ruido que de costumbre. Todos los
    armarios estaban abiertos. Penetró en la habitación de Cosette. No había sábahas en la cama. La
    almohada de cutí, sin funda y sin puntillas, estaba colocada sobre los cobertores doblados al pie del
    colchón, que mostraban su tela, y en el que nadie volvería a acostarse. Todos los pequeños objetos
    femeninos que Cosette apreciaba habían sido llevados; no quedaban más que los grandes muebles y las
    cuatro paredes. La cama de Toussaint estaba también deshecha. Un solo lecho estaba preparado, y
    parecía esperar a alguien; era el de Jean Valjean.
    Jean Valjean contempló las paredes, cerró algunas puertas de armarios y se paseó de una a otra
    habitación.
    Luego volvió a la suya y dejó la vela sobre una mesa.
    Había sacado su brazo del pañuelo y se servía de la mano derecha como si no le hiciese sufrir.
    Se acercó a su cama, y sus ojos se detuvieron, no sabemos si por casualidad o intencionadamente,
    sobre «la inseparable», de la que Cosette había sentido celos, sobre la pequeña maleta de la que no se
    separaba jamás. El 4 de junio, al llegar a la calle LHomme-Armé, la había colocado en un velador, junto
    a su cabecera. Se aproximó al velador con vivacidad, buscó una llave en su bolsillo y abrió la maleta.
    Sacó de ella lentamente los vestidos con los cuales, diez años antes, Cosette había abandonado
    Montfermeil; primero el pequeño vestido negro, luego el chal negro, luego los zapatos de niña que
    Cosette podría casi ponerse ahora, tan pequeño tenía el pie; luego el justillo de bommasi, las enaguas de
    punto, el delantal de bolsillos y luego las medias de lana. Estas medias en las que estaba aún
    graciosamente marcada la forma de una piernecita, no eran mucho más largas que la mano de Jean
    Valjean. Todo aquello era de color negro. Era él quien le había llevado aquellos vestidos a Montfermeil.
    A medida que los sacaba de la maleta, los iba dejando sobre la cama. Pensaba. Recordaba. Era en
    invierno, un frío mes de diciembre, y ella tiritaba medio desnuda por los harapos, y sus pobres piececitos
    estaban enrojecidos dentro de los zuecos. Jean Valjean le había hecho quitar aquellos harapos para
    ponerle vestidos de luto. La madre debió alegrarse en la tumba, al ver a su hija de luto por ella, y sobre
    todo por ver que iba vestida y abrigada. Pensaba en el bosque de Montfermeil; Cosette y él lo habían
    atravesado juntos; pensaba en el tiempo que hacía, en los árboles sin hojas, en las ramas sin pájaros, en
    el cielo sin sol; así y todo había sido encantador. Ordenó las pequeñas prendas sobre la cama, el chal al
    lado de la saya, las medias al lado de los zapatos, el justillo al lado del vestido, y las contempló una tras
    otra. Llevaba su muñeca en los brazos, había guardado su luis de oro en el bolsillo de ese delantal, reía,
    andaban los dos cogidos de la mano; no le tenía más que a él en el mundo.
    Entonces su venerable cabeza blanca cayó sobre la cama, aquel viejo corazón estoico se rompió, su
    faz se abismó por decirlo así en los vestidos de Cosette, y si alguien hubiese andado por la escalera,
    habría oído unos sollozos terribles.




    1168
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    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
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    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 12 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Mar 31 Dic 2024, 15:37

    ***

    IV




    INMORTALE JÉCUR




    [521]
    La antigua lucha formidable, de la que hemos visto ya varias fases, empezó de nuevo.
    Jacob no luchó con el ángel más que una noche. ¡Ay!, ¡cuántas veces hemos visto a Jean Valjean
    luchando cuerpo a cuerpo en las tinieblas con su conciencia!
    ¡Lucha inaudita! En ciertos momentos, el pie se desliza; en ciertos instantes, el suelo se hunde.
    ¡Cuántas veces la conciencia, precipitándole al bien, le había comprimido y abrumado! ¡Cuántas veces la
    verdad inexorable le había puesto la rodilla sobre el pecho! ¡Cuántas veces, derribado por la luz, había
    implorado de ella el perdón! ¡Cuántas veces esta luz implacable, encendida en él y sobre él por el
    obispo, le había deslumbrado por la fuerza, cuando él deseaba estar ciego! ¡Cuántas veces se había
    vuelto a levantar en el combate, asiéndose a la roca, apoyándose en el sofisma, arrastrándose por el
    polvo, ya señor, ya esclavo de esta conciencia! Cuántas veces, después de un equívoco, después de un
    razonamiento traidor del egoísmo, había oído a su conciencia irritada gritándole al oído: «¡Zancadilla,
    miserable!» ¡Cuántas veces su pensamiento refractario se había agitado convulsivamente bajo la
    evidencia del deber! Resistencia a Dios. Sudores fúnebres. ¡Qué de heridas secretas que él solo sentía
    sangrar! ¡Qué de llagas en su lamentable existencia! ¡Cuántas veces se había erguido sangriento,
    magullado, destrozado, iluminado, con la desesperación en el corazón y la serenidad en el alma!; e
    incluso vencido, se sentía vencedor. Y después de haberle dislocado, atenazado y roto, su conciencia, de
    pie sobre él, temible, luminosa y tranquila, le decía: «¡Ahora ve en paz!»
    Pero al salir de una lucha tan sombría, ¡ay!, qué paz tan lúgubre.
    Aquella noche, sin embargo, Jean Valjean sintió que libraba su postrer combate.
    Presentábase una cuestión dolorosa.
    Las predestinaciones no van siempre derechas; no se desarrollan en línea recta ante el predestinado;
    tienen callejones sin salida, travesías oscuras, encrucijadas inquietantes que ofrecen varios caminos. Jean
    Valjean se había detenido en la más peligrosa de aquellas encrucijadas.
    Había llegado al supremo cruce del bien y del mal. Tenía esa tenebrosa intersección ante los ojos.
    Una vez más, como le había sucedido ya en otras peripecias dolorosas, dos caminos se abrían ante él;
    uno tentador y el otro aterrador. ¿Cuál de los dos tomar?
    Lo que le asustaba estaba aconsejado por el misterioso dedo indicador que todos descubrimos cada
    vez que fijamos nuestros ojos en la sombra.
    Jean Valjean tenía que escoger, una vez más, entre el puerto terrible, y ía emboscada sonriente.
    ¿Era, pues, cierto?, el alma puede sanar; el destino, no. ¡Qué cosa tan terrible, un destino incurable!
    Esta era la cuestión que se le presentaba:
    ¿De qué modo iba a comportarse Jean Valjean ante la dicha de Cosette y Marius? Era él quien la
    había querido, él quien la había hecho, y él mismo se la había clavado en las entrañas; y en ese momento,
    contemplándola, podría tener la satisfacción que tendría un armero al reconocer su marca de fábrica en
    un cuchillo retirándolo humeante del pecho.
    Cosette tenía a Marius, y Marius poseía a Cosette. Lo tenían todo, incluso la riqueza. Era su obra.
    Pero ¿que iba a hacer Jean Valjean con esta felicidad, ahora que ya existía? ¿La trataría como si le
    perteneciese? Sin duda Cosette era de otro; pero él, Jean Valjean, ¿retendría a Cosette todo lo que le era
    posible retenerla? ¿Seguiría siendo la especie de padre vislumbrado, pero respetado, que había sido
    hasta entonces? ¿Se introduciría tranquilamente en la casa de Cosette? ¿Aportaría, sin decir palabra, su
    pasado a ese porvenir? ¿Se presentaría allí corno si tuviera derecho, e iría a sentarse, velado, en aquel
    luminoso hogar? ¿Tomaría sonriendo las manos de aquellos inocentes en sus manos trágicas? ¿Pondría a
    calentar sus pies en la apacible chimenea del salón Gillenormand, aquellos pies que arrastraban tras de sí
    la infamante sombra de la ley? ¿Participaría en la suerte de Cosette y Marius? ¿Esperaría la oscuridad
    sobre su frente y la nube sobre la de ellos? ¿Intercalaría su catástrofe entre aquellas dos felicidades?
    ¿Continuaría callando? En una palabra, ¿sería, al lado de esos dos seres felices, el siniestro mudo del
    destino?
    Es preciso estar habituado a la fatalidad y a sus golpes para atreverse a alzar los ojos cuando ciertas
    cuestiones se nos aparecen en su desnudez horrible. El bien y el mal están detrás de este severo punto de
    interrogación. «¿Qué vas a hacer?», pregunta la esfinge.
    Jean Valjean estaba acostumbrado a la prueba. Miró fijamente a la esfinge.
    Examinó el implacable problema por todos sus lados.
    Cosette, aquella existencia encantadora, era la tabla de salvación de aquel náufrago. ¿Qué iba a
    hacer? ¿Agarrarse a ella o soltarla?
    Si se sujetaba, salía del desastre, volvía al sol, dejaba gotear de sus vestidos y de sus cabellos el
    agua amarga, estaba salvado, vivía.
    ¿Iba a soltarla?
    Entonces vendría el abismo.
    Así celebraba dolorosamente consejo con su pensamiento. O mejor dicho, luchaba; combatía furioso
    dentro de sí mismo, tan pronto contra su voluntad como contra su convicción.
    Fue una suerte para Jean Valjean haber podido llorar. Esto tal vez le iluminó. No obstante, el
    principio fue horrible. Una tempestad más furiosa que la que en otro tiempo le había empujado hacia
    atrás se desencadenó en él. El pasado se le aparecía junto al presente; comparaba y sollozaba. Una vez
    abierta la esclusa de las lágrimas, el desesperado lloraba sin cesar.
    Se sentía detenido.
    ¡Ay!, en el pugilato sin tregua, entre nuestro egoísmo y nuestro deber, cuando retrocedemos así paso a
    paso delante de nuestro ideal inconmutable, extraviados, encarnizados, exasperados por tener que ceder,
    disputando el terreno, esperando una posible huida, buscando una salida, ¡qué brusca y siniestra
    resistencia ofrece detrás de nosotros el muro!
    ¡Sentir la sombra sagrada que opone un obstáculo!
    ¡Qué obsesión, el invisible inexorable!
    Pero con la conciencia nunca se acaba. Adopta el partido que quieras, Bruto; adóptala tú también,
    Catón. Siendo como es Dios, la conciencia no tiene fondo. Se arroja en ese pozo el trabajo de toda la
    vida, se arroja la fortuna, se arroja la riqueza, el éxito, la libertad o la patria, se arroja el bienestar, el
    descanso, la alegría. ¡Es poco aún, es poco aún! ¡Vaciad el vaso! ¡Verted la urna! Es preciso acabar
    arrojando el corazón
    En la bruma de los viejos infiernos existe un tonel parecido a este pozo.
    ¿No es digno de perdón el que al fin sucumbe? ¿Es que lo inagotable puede tener un derecho? ¿Es que
    las cadenas sin fin no están por encima de las fuerzas humanas? ¿Quién censuraría a Sísifo y a Jean
    Valjean si dijeran: «¡Ya basta!»?
    La obediencia de la materia está limitada por el frotamiento; ¿es que hay un límite a la obediencia del
    alma? Si el movimiento perpetuo es imposible, ¿es exigible la abnegación perpetua?
    El primer paso no es nada, es el segundo el que es difícil. ¿Qué era el asunto Champmathieu al lado
    del casamiento de Cosette y lo que implicaba? ¿Qué es regresar a presidio al lado de entrar en la nada?
    ¡Oh, primer peldaño, qué oscuro eres! ¡Oh, segundo peldaño, qué negro eres!
    ¿Cómo no volver la cabeza esta vez?
    El martirio es una sublimación, sublimación corrosiva. Es una tortura que santifica. Puede consentirse
    en él al principio; sentarse en el trono de hierro candente, ceñir en la frente la corona de hierro candente,
    pero queda aún por vestir el manto de llamas, y ¿no llega un momento en que la carne miserable se
    revuelve y en el que se abdica del suplicio? Por fin, Jean Valjean entró en la tranquilidad del abatimiento.
    Pesó, meditó, consideró las alternativas de luz y de sombra.
    Imponer su presidio a aquellos dos niños resplandecientes o consumar por sí mismo su irremediable
    anonadamiento. Por un lado el sacrificio de Cosette, por otro, el suyo propio.
    ¿En qué solución se detuvo? ¿Qué determinación tomó? ¿Cuál fue, en su fuero interno, su respuesta
    definitiva al incorruptible interrogatorio de la fatalidad? ¿Qué puerta se decidió a abrir? ¿Qué lado de su
    vida tomó el partido de cerrar y condenar? Entre todos aquellos abismos insondables que le rodeaban,
    ¿cuál fue su elección? ¿Qué extremo aceptó? ¿A cuál de los abismos hizo un movimiento de cabeza?
    Su meditación vertiginosa duró toda la noche.
    Permaneció hasta el alba en la misma actitud, doblado sobre aquel lecho, prosternado bajo la
    enormidad de la suerte, aplastado tal vez, con los puños crispados, los brazos extendidos en ángulo recto
    como un crucificado desclavado a quien hubieran arrojado de cara al suelo. Permaneció así doce horas,
    las doce horas de una larga noche de invierno, helado, sin alzar la cabeza y sin pronunciar una palabra.
    Estaba inmóvil como un cadáver, mientras su pensamiento rodaba por el suelo y volaba, tan pronto como
    la hidra, tan pronto como el águila. Al verle de aquel modo, sin movimiento, hubiérase dicho que era un
    muerto; de improviso, se estremecía convulsivamente y su boca, pegada a los vestidos de Cosette, los
    besaba, lo que indicaba que seguía vivo.
    ¿Pero quién podía verle, si no había nadie allí?
    El Ser que está en las tinieblas.











    cont
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    Mensaje por Maria Lua Mar 31 Dic 2024, 15:39

    ***


    LIBRO SÉPTIMO




    LA ÚLTIMA GOTA DEL CÁLIZ DE LA AMARGURA




    I




    EL SÉPTIMO CÍRCULO Y EL OCTAVO CIELO





    Los días que siguen a las noches de bodas son solitarios. Se respeta el recogimiento de los novios. Y
    también un poco su sueño retrasado. La baraúnda de las visitas y de las felicitaciones no empieza hasta
    más tarde. La mañana del 17 de febrero, un poco después de las doce, Basque, con el paño y el plumero
    bajo el brazo, ocupado en «hacer la antecámara», oyó un ligero golpe en la puerta. No habían llamado, lo
    cual es lo indicado por la discreción en semejante día. Basque abrió y vio al señor Fauchelevent.
    Le introdujo en el salón, aún revuelto, y que tenía el aspecto de un campo de batalla debido a las
    alegrías de la víspera.
    —¡Diantre, señor! —observó Basque—, nos hemos despertado tarde.
    —¿Está levantado vuestro amo? —preguntó Jean Valjean.
    —¿Cómo está el brazo del señor? —respondió Basque.
    —Mejor. ¿Está levantado vuestro amo?
    —¿Cuál? ¿El antiguo o el nuevo?
    —El señor Pontmercy.
    —¿El señor barón?
    Los criados gustan de servir a los títulos. Recogen algo para sí; tienen lo que un filósofo llamaría las
    salpicaduras del título, y esto los adula. Marius, sea dicho de paso, republicano militante, según lo había
    probado, era ahora barón a pesar suyo. Una pequeña revolución se había operado en la familia acerca de
    aquel título; era ahora el señor Gillenormand quien se interesaba en él y Marius quien lo despreciaba.
    Pero el coronel Pontmercy había escrito: «Mi hijo llevará mi título». Marius obedecía. Y además,
    Cosette, en quien la mujer empezaba a apuntar, estaba encantada de ser baronesa.
    —¿El señor barón? —repitió Basque—. Voy a ver. Voy a decirle que el señor Fauchelevent le está
    esperando.
    —No. No le digáis que soy yo. Decidle que alguien solicita hablarle particularmente, y no le deis
    ningún nombre.
    —¡Ah! —dijo Basque.
    —Quiero darle una sorpresa.
    —¡Ah! —dijo Basque.
    Y salió.
    Jean Valjean se quedó solo.
    El salón, como acabamos de decir, estaba muy desordenado. Parecía que aguzando el oído hubiérase
    podido oír aún el vago rumor de la boda. Sobre el parquet había toda clase de flores caídas de las
    guirnaldas y de los tocados. Las velas, quemadas hasta el candelabro, añadían a los cristales de las
    arañas estalactitas de cera. Ni un solo mueble estaba en su lugar. En los rincones, tres o cuatro sillones
    reunidos formaban círculo, y parecían sostener una conversación. El conjunto era alegre. Hay aún una
    cierta gracia en una fiesta muerta. La alegría había reinado allí. Sobre las sillas en desorden, entre las
    flores que se marchitan, bajo estas luces apagadas, se han pensado cosas alegres. El sol sucedía a la luz
    de la araña y penetraba alegremente en el salón.
    Transcurrieron algunos minutos. Jean Valjean seguía inmóvil en el lugar donde le había dejado
    Basque. Estaba muy pálido. Sus ojos estaban hundidos y tan enrojecidos a causa del insomnio que casi
    desaparecían en las órbitas. Su frac negro tenía los pliegues fatigados de una vestidura que ha pasado la
    noche. Los codos estaban blanqueados a causa de la pelusa blanca que se adhiere al paño con el roce del
    lienzo. Jean Valjean miraba a sus pies la ventana que el sol dibujaba sobre el parquet.
    Se oyó un ruido en la puerta y alzó los ojos.
    Marius entró con la cabeza alta, los labios sonrientes, una extraña luz iluminando su rostro, la frente
    despejada, la mirada triunfante. Tampoco él había dormido.
    —¡Es usted, padre! —exclamó al descubrir a Jean Valjean—; ¡ese imbécil de Basque, con su aire tan
    misterioso! Pero venís muy temprano. Sólo son las doce y media. Cosette está durmiendo.
    Esa palabra, padre, dicha al señor Fauchelevent por Marius, significaba felicidad suprema. Siempre
    había existido entre ambos, como se sabe, frialdad y embarazo, hielo que debía ser roto o fundido.
    Marius había llegado a un punto tal de embriaguez que el hielo se disolvía, y el señor Fauchelevent era
    para él, como para Cosette, un padre.
    Continuó; las palabras le desbordaban, lo cual es propio de estos divinos paroxismos de la alegría.
    —¡Qué contento estoy de veros! ¡Si supieseis cuánto os echamos de menos ayer! Buenos días, padre.
    ¿Cómo va esa mano? Mejor, ¿verdad? —Y satisfecho de la buena respuesta que se daba a sí mismo,
    prosiguió—: Hemos hablado los dos mucho de vos. ¡Cosette os quiere tanto! No olvidéis que tenéis una
    habitación para vos aquí. No queremos saber nada más de la calle L’Homme-Armé. Basta. ¿Cómo
    pudisteis ir a vivir en una calle como ésa, tan vieja y tan fea, con una barrera, donde hace frío y donde no
    se puede entrar? Vendréis a instalaros aquí. Y desde hoy mismo. O tendréis que habéroslas con Cosette.
    Ella se propone llevarnos a todos por la oreja, os lo prevengo. Ya habéis visto vuestra habitación; está
    junto a la nuestra; da a los jardines; ha sido arreglada la cerradura, la cama está preparada, y no tenéis
    más que instalaros. Cosette ha puesto al lado de vuestra cama una vieja butaca forrada de terciopelo de
    Utrecht, a la que ha dicho: «Tiéndele los brazos». Todas las primaveras, un ruiseñor anida en el macizo
    de acacias que está delante de vuestras ventanas. Allí lo tendréis dentro de dos meses. Tendréis su nido a
    la izquierda, y el nuestro a la derecha. Por la noche el ruiseñor cantará y durante el día, Cosette hablará.
    Vuestra habitación está en pleno mediodía. Cosette colocará allí vuestros libros, vuestro viaje del capitán
    Cook, y el otro, el de Vancouver, y todos los demás efectos. Creo que hay una pequeña maleta que
    apreciáis mucho, y he dispuesto un lugar de honor para ella. Habéis conquistado a mi abuelo. Le agradáis
    mucho. Viviremos juntos. ¿Sabéis jugar al whist? Halagaréis mucho a mi abuelo si sabéis jugar al whist.
    Vos sacaréis de paseo a Cosette los días que yo vaya al Palacio de Justicia, y le daréis el brazo como
    hacíais en otro tiempo en el Luxemburgo. Estamos decididos a ser felices. Y vos formaréis parte de
    nuestra felicidad, ¿oís, padre? Ah, ¿supongo que hoy comeréis con nosotros?
    —Señor —dijo Jean Valjean—. Tengo algo que deciros. Soy un antiguo presidiario.
    El límite de los sonidos agudos perceptibles puede estar igual fuera del alcance del espíritu que del
    oído. Estas palabras, «Soy un antiguo presidiario», saliendo de la boca del señor Fauchelevent y
    entrando en el oído de Marius, iban más allá de lo posible. Marius no oyó. Le pareció que acababan de
    decirle algo; pero no supo qué. Permaneció con la boca abierta.
    Se dio cuenta entonces de que el hombre que le hablaba estaba espantoso. En su feliz
    deslumbramiento, no había notado hasta entonces aquella palidez terrible.
    Jean Valjean desató la corbata negra que le sostenía el brazo derecho, deshizo la venda que le cubría
    la mano, descubrió su dedo pulgar y lo mostró a Marius.
    —No tengo nada en la mano —dijo.
    Marius miró el dedo.
    —No he tenido nunca nada —prosiguió Jean Valjean.
    En efecto, no había ninguna señal de herida.
    Jean Valjean prosiguió:
    —Convenía que estuviese ausente de vuestro casamiento. Me he ausentado lo más que he podido. He
    fingido esta herida para evitar una falsedad, para no introducir nulidad en los actos del matrimonio, para
    estar dispensado de firmar.
    Marius tartamudeó:
    —¿Qué quiere decir todo esto?
    —Esto quiere decir —respondió Jean Valjean— que he estado en las galeras.
    —¡Vais a volverme loco! —exclamó Marius aterrado.
    —Señor Pontmercy —dijo Jean Valjean—, he estado diecinueve años en presidio por robo. Luego he
    sido condenado a perpetuidad. Por robo. Como reincidente. A estas horas soy prófugo.
    Marius no pudo menos que retroceder ante la realidad; era imposible negar los hechos, resistir a las
    evidencias; era preciso ceder ante ellas. Empezó a comprender, y como sucede siempre en semejantes
    casos, comprendió más aún. Sintió el estremecimiento de un horrible relámpago interior; una idea que le
    hizo temblar le atravesó el pensamiento. Entrevió en el porvenir, para sí mismo, un horrible destino.
    —¡Decidlo todo, decidlo todo! —exclamó—. ¡Sois el padre de Cosette!
    Dio dos pasos hacia atrás con un movimiento de indecible horror.
    Jean Valjean alzó la cabeza con una majestad tal que pareció crecer hasta llegar al techo.
    —Es necesario que me creáis, señor; aunque nuestro juramento no valga ante la justicia…
    Aquí hizo una pausa, y luego, con una especie de autoridad soberana y sepulcral, dijo, articulando
    lentamente y apoyándose en cada sílaba:
    —Me creeréis. ¡Padre de Cosette, yo!; delante de Dios no. Señor barón de Pontmercy, soy un
    campesino de Faverolles. Ganaba mi pan podando árboles. No me llamo Fauchelevent, me llamo Jean
    Valjean. No tengo ningún parentesco con Cosette. Tranquilizaos.
    Marius balbució:
    —¿Y quién me prueba…?
    —Yo. Yo, puesto que lo digo.
    Marius contempló a aquel hombre. Aparecía lúgubre y tranquilo. Ninguna mentira podía salir de
    semejante calma. Lo que está frío es sincero. Se sentía la verdad en aquella frialdad de tumba.
    —Os creo —dijo Marius.
    Jean Valjean inclinó la cabeza como para aprobar, y continuó:
    —¿Qué soy para Cosette?, un extraño. Hace diez años no sabía que existía. La quiero, es cierto.
    Cuando uno, ya viejo, ha conocido a una niña así, de pequeña, preciso es que la quiera. Cuando se es
    viejo, uno se siente abuelo de todos los niños. Podéis, al menos me lo parece, suponer que tengo algo
    parecido a un corazón. Ella era huérfana. No tenía padre ni madre. Necesitaba de mí. Ésta es la razón por
    la que empecé a quererla. Son tan débiles los pequeños que el primer recién llegado, incluso un hombre
    como yo, puede ser su protector. He cumplido este deber con Cosette. No creo que pueda llamarse a tan
    poca cosa una buena acción, pero si lo es… pues bien, yo la he hecho. Observad esta circunstancia
    atenuante. Hoy Cosette deja mi vida, nuestros dos caminos se separan. En adelante no puedo hacer nada
    más por ella. Es la señora Pontmercy. Su suerte ha cambiado. Y Cosette gana en el cambio. Todo está
    bien. En cuanto a los seiscientos mil francos, aunque no me habléis de ellos, me anticipo a vuestro
    pensamiento, son un depósito. ¿Cómo ha llegado a mis manos este depósito? ¿Qué importa? Yo lo
    devuelvo. Y no hay nada más que exigirme. Completo la restitución diciendo mi verdadero nombre. Así
    me conviene. Deseo que sepáis quién soy.
    Y Jean Valjean miró a Marius de frente.
    Todo lo que experimentaba Marius era tumultuoso e incoherente. Ciertos golpes de viento del destino
    forman esas olas en nuestra alma.
    Todos hemos pasado por esos momentos de turbación, en los cuales todo se dispersa en nosotros;
    decimos lo primero que se nos ocurre, y a veces no es precisamente lo que habría que decir. Existen
    revelaciones súbitas que no se pueden resistir y que embriagan como un vino funesto. Marius estaba
    estupefacto por causa de la nueva situación que se le presentaba, hasta el punto de hablar con aquel
    hombre como si se tratase de alguien que estuviese impulsado por el odio para hacer aquella confesión.
    —Pero en fin —exclamó—, ¿por qué me decís todo esto? ¿Qué os obliga a ello? Podríais guardar el
    secreto para vos. No os han denunciado, ni sois perseguido. Debéis tener una razón para hacer esta
    revelación. Acabad. Aquí hay algo más. ¿Con qué propósito me habéis hecho esta confesión? ¿Por qué
    motivo?
    —¿Por qué motivo? —respondió Jean Valjean, con una voz tan baja y tan sorda que hubiérase dicho
    que hablaba consigo mismo—. ¿Por qué motivo, efectivamente, este presidiario viene a decir: soy un
    presidiario? Pues bien, sí, el motivo es extraño. Es por honradez. Mi mayor desgracia es, sabedlo, un hilo
    que tengo en el corazón y que me sujeta muy fuerte. Cuando uno es viejo es cuando estos hilos son más
    sólidos. Toda la vida se quiebra alrededor; y ellos resisten. Si hubiera podido arrancar este hilo,
    romperlo, desatar el nudo o cortarlo, irme muy lejos, estaría salvado, y no tendría más que partir; hay
    diligencias en la calle de Bouloi; tenéis suerte, me voy. He tratado de romper el hilo, he tirado con fuerza
    y ha resistido, no se ha roto, y me arrancaría el corazón al mismo tiempo si hubiese insistido. Entonces
    me he dicho: «No puedo vivir lejos. Es preciso que me quede». Pues bien, sí, pero tenéis razón, soy un
    imbécil, ¿por qué no quedarme y nada más? Me ofrecéis una habitación en la casa, la señora Pontmercy
    me quiere, ha dicho a este sillón: «Tiéndele los brazos», vuestro abuelo no pide otra cosa sino mi
    compañía, habitaremos todos bajo el mismo techo, comidas en común, yo dando el brazo a Cosette… a la
    señora Pontmercy, perdón, es la costumbre; no tendremos más que un solo techo, una sola mesa, un solo
    fuego, el mismo rincón de chimenea en el invierno, el mismo paseo en verano, ¡esto es la felicidad!, ¡esto
    es la dicha! Viviremos en familia, ¡en familia!

    Al pronunciar esta palabra, Jean Valjean tomó un aspecto feroz. Cruzó los brazos, contempló el suelo
    a sus pies como si quisiera practicar un abismo y su voz resonó de repente como un trueno:
    —¡En familia!, no. Yo no tengo familia. No pertenezco a la vuestra. No pertenezco a la familia de los
    hombres. En las casas donde se vive en común, yo estoy de más. Hay familias, pero no son para mí. Yo
    soy el desgraciado; yo estoy fuera. ¿He tenido yo un padre y una madre?, casi lo dudo. El día en que casé
    a esta niña, todo terminó; la he visto feliz, y que estaba con el hombre que ama, que había un buen
    anciano, una pareja de ángeles, todas las alegrías en esta casa, y me he dicho a mí mismo: «Tú no entres».
    Podía mentir, es cierto, podía engañar a todos, podía seguir siendo el señor Fauchelevent. Mientras ha
    sido para bien de ella, he podido mentir; pero ahora sería por mi bien y no puedo, no debo. Bastaba con
    que callase, es cierto, y todo hubiera seguido igual. ¿Me preguntáis qué es lo que me obliga a hablar? Una
    cosa graciosa, mi conciencia. Sin embargo, era muy fácil callar. He pasado la noche tratando de
    convencerme de ello; he pasado la noche buscando razones, y las he encontrado muy buenas; he hecho lo
    que he podido, vaya. Pero hay dos cosas que no he podido conseguir: ni romper el hilo que me sujeta el
    corazón, ni hacer callar a alguien que me habla en voz baja cuando estoy solo. Por esto he venido esta
    mañana a confesároslo todo. Todo o casi todo. Hay lo que resulta inútil decir, lo que sólo a mí me
    concierne; y me lo guardo para mí. Lo esencial lo sabéis ya. Así pues, he tomado mi secreto y os lo he
    traído. Y os he revelado mi secreto. No era una resolución fácil. Me he debatido durante toda la noche.
    ¡Ah!, ¿creéis que no me he dicho que no se trataba ahora de otro asunto Champmathieu, que ocultando mi
    nombre no hacía daño a nadie, que el nombre de Fauchelevent me había sido dado por el mismo
    Fauchelevent, en reconocimiento de un servicio que le presté, y que podía muy bien guardármelo, y que
    iba a ser muy feliz en esta habitación que me ofrecéis, que no molestaría a nadie, que me quedaría en mi
    rincón, y que mientras vos teníais a Cosette, yo tendría el pensamiento de que vivo en la misma casa que
    ella? Cada cual tendría su felicidad proporcionada. Con seguir siendo el señor Fauchelevent, todo
    quedaba arreglado. Sí, todo excepto mi alma. Habría alegría en todas las partes de mi cuerpo, pero no en
    mi alma. No basta con ser feliz, hay que estar contento. Así, habría seguido siendo el señor Fauchelevent,
    habría ocultado mi verdadero rostro, así, en presencia de vuestra dicha, habría poseído un enigma, de
    este modo, en medio de vuestra luz, habría poseído tinieblas, y habría introducido el presidio en vuestro
    hogar, me habría sentado en vuestra mesa con el pensamiento de que si supierais quién soy me arrojaríais
    de vuestro lado, me habría dejado servir por criados que si hubieran sabido habrían dicho: «¡Qué
    horror!» ¡Os habría rozado con mi codo, lo cual tenéis derecho a no desear, y os habría robado vuestros
    apretones de mano! ¡En vuestra casa se hubiera repartido el respeto entre unos cabellos blancos
    venerables y unos cabellos blancos manchados! ¡En vuestras horas más íntimas, cuando todos los
    corazones se creerían abiertos hasta el fondo unos para otros, cuando hubiéramos estado los cuatro
    juntos, vuestro abuelo, vosotros dos y yo, hubiera estado presente un desconocido! Yo viviría junto a
    vosotros y mi único cuidado sería no levantar jamás la tapa de mi pozo terrible. De este modo, yo, un
    muerto, me habría impuesto a vos, que estáis vivo. Y a ella le habría condenado a mí a perpetuidad. Vos,
    Cosette y yo habríamos sido tres cabezas con un gorro verde. ¿Es que no tembláis? Así no soy sino el
    más infeliz de los hombres, y del otro modo hubiera sido el más monstruoso. Y ese crimen lo hubiera
    cometido todos los días. Y esa mentira la habría dicho todos los días. Y esa faz de noche la habría tenido
    sobre mi rostro todos los días. Y mi afrenta ía habría compartido con vosotros todos los días, ¡todos los
    días!, ¡a vosotros, mis queridos, a vosotros, mis inocentes niños! ¿No es nada callar? ¿Es posible guardar
    silencio? No, no es sencillo. Hay un silencio que miente. Y mi mentira, mi fraude, mi indignidad, mi
    cobardía, mi traición y mi crimen4os habría bebido gota a gota, los habría escupido y luego vuelto a
    beber, habría terminado a medianoche y empezado de nuevo al mediodía, y mis saludos hubieran
    mentido, y habría dormido con aquello, y lo habría comido con mi pan, y habría mirado a Cosette, y
    habría respondido a la sonrisa del ángel con la sonrisa del condenado. ¿Para qué?, para ser feliz. ¡Para
    ser feliz yo! ¿Y es que tengo yo derecho a ser feliz? Estoy fuera de esta vida, señor.





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    y tren de tus ilusiones."
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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 12 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Mar 31 Dic 2024, 15:41

    ***

    Jean Valjean se detuvo. Marius escuchaba. Tales encadenamientos de ideas y de angustias no pueden
    interrumpirse. Jean Valjean bajó la voz de nuevo, pero no era ya la voz sorda, era la voz siniestra.
    —Me habéis preguntado por qué hablo, nadie me persigue ni me ha denunciado, decís. ¡Sí! ¡Me han
    denunciado! ¡Sí! ¡Me persiguen! ¿Quién? Yo mismo. Soy yo quien me he cerrado el paso, y me arrastro a
    mí mismo y me empujo, y me detengo, y me ejecuto, y cuando uno se detiene a sí mismo, está muy bien
    sujeto. —Y cogiendo su levita con la mano, continuó—: Mirad esta mano. ¿No os parece capaz de
    sujetarme fuertemente por el cuello, sin que haya medio de que lo suelte? Pues bien, se trata de otra
    mano, ¡la conciencia! Si se quiere ser feliz, señor, es preciso no comprender nunca el deber; pues cuando
    se lo ha comprendido, es implacable. Se diría que castiga al que lo comprende; pero no, recompensa;
    pues le pone en un infierno, donde se siente al lado de Dios. La paz interior no llega hasta que se
    desgarran las entrañas. —Y con un acento doloroso, añadió—: Señor Pontmercy, soy un hombre honrado.
    Al degradarme ante vuestros ojos, me elevo ante los míos. Esto me sucedió ya una vez, pero fue menos
    doloroso; no era nada. Sí, un hombre honrado. No lo sería si por mi culpa hubierais seguido
    estimándome; lo soy ahora que me despreciáis. Yo tengo sobre mí la fatalidad de que, al no poder tener
    nunca sino una consideración robada, esta consideración me abate y me humilla interiormente, y para que
    yo me respete es preciso que me desprecien. Entonces me levanto. Soy un presidiario que obedece a su
    conciencia. Yo sé bien que esto es muy raro, pero es así. He contraído compromisos conmigo mismo, y
    los mantengo. Hay encuentros que nos atan, y hay casualidades que nos arrastran a los deberes. Como
    veis, señor Pontmercy, me han sucedido muchas de estas cosas en mi vida.
    Jean Valjean hizo otra pausa, tragó saliva con esfuerzo, como si las palabras tuvieran un regusto
    amargo, y prosiguió:
    —Cuando se lleva sobre sí semejante horror, no se tiene el derecho a compartirlo con los demás sin
    que éstos lo sepan, de comunicarles la peste, de hacerles caer en el propio precipicio sin que se den
    cuenta de ello, de dejar caer su casaca roja sobre ellos, no se tiene el derecho de turbar solapadamente
    con su miseria la felicidad del prójimo. Acercarse a los que están sanos y tocarlos en la sombra con la
    úlcera invisible es horroroso. Fauchelevent me prestó en vano su nombre, yo no tengo derecho a servirme
    de él; él ha podido dármelo y yo no he podido tomarlo. Un nombre es un yo. Ya veis, señor, yo he
    pensado un poco, he leído un poco aunque sea un campesino; y me doy cuenta de las cosas. Ya veis que
    me expreso convenientemente. Me he procurado una educación propia. Pues bien, sí, sustraer un nombre
    y ponérselo encima es deshonroso. Robar las letras del alfabeto es un delito tan grande como robar una
    bolsa o un reloj. Ser una firma falsa en carne y hueso, ser una falsa llave viva, entrar en casa de las
    personas honradas forzando la cerradura, no mirar nunca sino de reojo, encontrarme infame en mi
    interior, ¡no!, ¡no!, ¡no!, ¡no! Es mejor sufrir, sangrar, llorar, arrancarse la piel con las manos, pasar las
    noches retorciéndose en las convulsiones de las angustias, roer el vientre y el alma. He aquí por qué
    vengo a contaros todo esto. De propósito, como decís. —Respiró penosamente, y pronunció esta última
    frase—: En otro tiempo, para vivir, robé un pan; hoy, para vivir, no quiero robar un nombre.
    —¡Para vivir! —interrumpió Marius—. ¿Acaso necesitáis de este nombre para vivir?
    —¡Ah!, yo me entiendo —respondió Jean Valjean, alzando y bajando la cabeza lentamente varias
    veces.
    Hubo un silencio. Ambos se callaban, cada uno abismado en su precipicio de pensamientos. Marius
    estaba sentado al lado de una mesa, y apoyaba la comisura de sus labios sobre un dedo doblado. Jean
    Valjean iba y venía. Se detuvo delante de un espejo y permaneció sin movimiento. Luego, como si
    respondiera a un razonamiento interior, dijo contemplando aquel espejo en el que no se veía:
    —¡Mientras que ahora me siento aliviado!
    Se puso de nuevo a andar, y llegó hasta el otro extremo del salón. En el instante de volverse, se dio
    cuenta de que Marius le miraba. Entonces le dijo con un acento indecible:
    —Arrastro un poco la pierna. Ya comprenderéis ahora por qué. —Luego se volvió del todo hacia
    Marius—. Y ahora, señor, figuraos esto. No os he dicho nada, sigo siendo el señor Fauchelevent, he
    ocupado mi lugar en vuestra casa, soy de los vuestros, estoy en mi habitación, acabo de desayunarme,
    llevo zapatillas, por la noche vamos los tres a un espectáculo, yo acompaño a la señora Pontmercy a la
    plaza Royale, estamos juntos, me creéis vuestro semejante; un buen día, estamos juntos, charlamos,
    reímos, y de repente oís una voz que grita este nombre: «Jean Valjean!», y he aquí que esa mano terrible,
    la policía, sale de la sombra y me arranca mi máscara bruscamente.
    Callóse de nuevo. Marius se había levantado con un estremecimiento. Jean Valjean continuó:
    —¿Qué decís a esto?
    El silencio de Marius le daba la respuesta.
    Jean Valjean continuó:
    —Ya veis que tengo razón al no callar. Sed dichosos, vivid en el cielo, sed el ángel de un ángel, y
    contentaos con eso, y no os inquietéis por un pobre condenado que ha elegido abrirse el pecho y cumplir
    con su deber; tenéis a un hombre miserable ante vos, señor.
    Marius atravesó lentamente el salón, y cuando estuvo cerca de Jean Valjean le tendió la mano.
    Pero Marius tuvo que coger él la mano que no se le ofrecía. Jean Valjean le dejó obrar, y a Marius le
    pareció que estrechaba una mano de mármol.
    —Mi abuelo tiene amigos —le dijo Marius—; yo os conseguiré el perdón.
    —Es inútil —respondió Jean Valjean—. Se me cree muerto, y esto basta. Los muertos no están
    sometidos a la vigilancia de la policía. Se les deja pudrirse tranquilamente. La muerte es lo mismo que el
    perdón.
    Y retirando la mano que Marius sujetaba, añadió con una especie de dignidad inexorable:
    —Además de que no he de acudir a otro amigo que al cumplimiento de mi deber. No necesito más
    que un perdón: el de mi conciencia.
    En aquel instante, al otro extremo del salón, la puerta se entreabrió suavemente, y apareció la cabeza
    de Cosette. Sólo se percibía su cándido semblante; estaba admirablemente despeinada, y tenía los
    párpados hinchados aún por el sueño. Hizo el movimiento de un pajarito que saca la cabeza fuera de su
    nido, miró primero a su marido, luego a Jean Valjean, y les gritó riendo:
    —¡Apostaría a que habláis de política! ¡Qué estupidez! ¡En lugar de estar conmigo!
    Era una sonrisa en el fondo de una rosa. Jean Valjean se estremeció.
    —¡Cosette…! —balbució Marius. Y se detuvo. Parecían dos culpables.
    Cosette, radiante, seguía mirándolos. Había en sus ojos como una emanación del paraíso.
    —Os cojo en flagrante delito —dijo Cosette—. Acabo de oír a través de la puerta a mi padre, que
    decía: «La conciencia… Cumplir con el deber…» Eso es política. Y yo no quiero. No se debe hablar de
    política al día siguiente de la boda. No es justo.
    —Te equivocas, Cosette —respondió Marius—. Estábamos hablando de negocios. Estamos hablando
    del mejor medio de colocar tus seiscientos mil francos…
    —Si no es más que eso —interrumpió Cosette—, aquí me tenéis. ¿Me admitís?
    Y entró resueltamente en el salón. Iba vestida con un gran peinador blanco, de mil pliegues, con
    mangas anchas, que partiendo del cuello le caía hasta los pies. En los cielos de oro de los antiguos
    cuadros góticos hay ángeles así vestidos.
    Se contempló de pies a cabeza en un gran espejo, y luego exclamó en una explosión de éxtasis
    inefable.
    —Érase una vez un rey y una reina. ¡Oh!, ¡qué contenta estoy! —Dicho esto, hizo una reverencia a
    Marius y a Jean Valjean—. Ya veis —continuó—, voy a instalarme cerca de vosotros, en un sillón.
    Almorzaremos dentro de media hora; hablaréis cuanto queráis; ya sé yo que los hombres tienen que
    hablar; seré prudente.
    Marius la tomó del brazo y le dijo amorosamente:
    —Hablamos de negocios.
    —A propósito —respondió Cosette—, he abierto mi ventana, y acaba de llegar al jardín una banda de
    gorriones.
    —Te digo que estamos hablando de negocios; vamos, mi pequeña Cosette, déjanos un instante.
    Estamos hablando de cifras. Esto te aburriría.
    —¡Qué bonita corbata te has puesto hoy, Marius! Sois muy presumido, monseñor. No, no me aburriré.
    —Te aseguro que te aburrirás.
    —No, puesto que sois vosotros. No os comprenderé, pero os escucharé. Cuando se oyen las voces
    que se aman, no se tiene necesidad de comprender las palabras que dicen. Estar juntos es todo lo que
    quiero. ¡Me quedo con vosotros!
    —¡Mi querida Cosette, es imposible!
    —¿Imposible?
    —Sí.
    —Está bien —respondió Cosette—. Os habría contado las noticias. Por ejemplo, que el abuelo
    duerme aún, que vuestra tía está en misa, que la chimenea de la habitación de mi padre echa humo, que
    Nicolette ha hecho venir al deshollinador, que Toussaint y Nicolette ya se han peleado, que Nicolette se
    burla del tartamudeo de Toussaint. ¡Pues bien, no sabréis nada! ¡Ah!, ¿es imposible? También yo a mi vez
    gritaré ¡es imposible! ¿Quién perderá? Te lo ruego, mi querido Marius, deja que me quede con vosotros.
    —Te juro que es preciso que estemos solos.
    —¿Pero es que yo soy alguien?
    Jean Valjean no pronunciaba palabra. Cosette se volvió hacia él.
    —Lo primero que quiero, padre, es que me deis un abrazo. ¿Qué hacéis ahí sin decir nada, en lugar
    de tomar mi defensa? ¿Quién me habrá dado un padre así? Ya veis que soy muy desgraciada en mi
    matrimonio. Mi marido me pega. Vamos, abrazadme inmediatamente.
    Jean Valjean se acercó.
    Cosette se volvió hacia Marius.
    —A vos, esta mueca.
    Luego ofreció su frente a Jean Valjean.
    Jean Valjean dio un paso hacia ella.
    Cosette retrocedió.
    —Padre, estáis pálido. ¿Es que os duele el brazo?
    —Ya está curado —dijo Jean Valjean.
    —¿Es que habéis dormido mal?
    —No.
    —¿Es que estáis triste?
    —No.
    —Abrazadme. Si os sentís bien, si habéis dormido bien y estáis contento, no os reñiré.
    Y de nuevo le ofreció la frente.
    Jean Valjean depositó un beso en aquella frente, donde brillaba un celeste reflejo.
    —Sonreid.
    Jean Valjean obedeció. Fue la sonrisa de un espectro.
    —Y ahora, defendedme contra mi marido.
    —¡Cosette…! —dijo Marius.
    —Enfadaos, padre. Decidle que es preciso que me quede. Bien podéis hablar delante de mí. Me
    creéis tonta. ¡Es muy sorprendente lo que decís!, negocios, colocar el dinero en un banco, vaya gran cosa.
    Los hombres hacen misterios de nada. Quiero quedarme. Estoy muy bonita esta mañana; mírame, Marius.
    Y con un movimiento de hombros adorable, y un cierto aire exquisito, contempló a Marius. Hubo
    como un relámpago entre aquellos dos seres. Poco importaba que hubiera alguien allí.
    —¡Te amo! —dijo Marius.
    —¡Te adoro! —dijo Cosette.
    Y cayeron irresistiblemente uno en brazos de otro.
    —Ahora —dijo Cosette, arreglando un pliegue de su peinador, con un aire de triunfo—, me quedo.
    —Eso no —respondió Marius suplicante—. Tenemos que terminar cierto asunto. —Luego añadió,
    con acento grave—: Te lo aseguro, Cosette. Es imposible.
    —¡Ah! Me habláis con ese acento, caballero. Está bien, me voy. Vos, padre, no me habéis apoyado.
    Señor marido, señor papá, sois unos tiranos. Voy a decírselo al abuelo. Si creéis que volveré a deciros
    simplezas, os equivocáis. Soy orgullosa. Ya veréis lo que vais á aburriros sin mí. Me voy, y hago muy
    bien.
    Y salió.
    Dos segundos después, la puerta volvió a abrirse; su fresca y encendida cabeza asomó una vez más
    entre los dos batientes, y les gritó:
    —Estoy furiosa.
    La puerta se cerró de nuevo, y todo quedó otra vez en tinieblas.
    Fue como un rayo de sol extraviado que sin sospecharlo hubiera atravesado bruscamente la noche.
    Marius se aseguró de que la puerta estaba bien cerrada.
    —¡Pobre Cosette! —murmuró—. Cuando sepa…
    Al oír estas palabras, Jean Valjean se estremeció de pies a cabeza. Fijó en Marius una mirada
    extraviada.
    —¡Cosette! Ah, sí, es verdad, vais a decir todo esto a Cosette. Es justo. Vaya, no había pensado en
    ello. Se tienen fuerzas para una cosa y faltan para otra. Os lo suplico, señor, dadme vuestra palabra más
    sagrada, no le digáis nada. ¿Es que no basta con que vos lo sepáis? He podido decirlo yo mismo, sin
    estar obligado a ello; lo habría dicho al universo, a todo el mundo, no me importaba. Pero ella, ella
    ignora estas cosas, se asustaría. ¡Un presidiario! Habría que explicárselo, habría que decirle: Es un
    hombre que ha estado en las galeras. Ella vio pasar un día la cadena. ¡Oh, Dios mío!
    Se dejó caer en un sillón, y ocultó el rostro entre las manos. No se le oía, pero por el movimiento de
    sus hombros se veía que estaba llorando. Lágrimas silenciosas; lágrimas terribles.
    En el sollozo hay algo de ahogo. Fue presa de un movimiento convulsivo, y se apoyó en el respaldo
    del sillón como para respirar, dejando los brazos colgando y dejando ver a Marius su faz inundada de
    lágrimas; Marius le oyó murmurar tan bajo que su voz parecía venir de una profundidad sin fondo:
    —¡Oh, quisiera morir!
    —Serenaos —dijo Marius—, guardaré vuestro secreto para mí solo.
    Y menos enternecido tal vez de lo que hubiera debido estar, pero obligado desde hacía una hora a
    familiarizarse con aquella inesperada revelación, viendo gradualmente convertirse al señor Fauchelevent
    en un forzado, ganado poco a poco por aquella realidad lúgubre, y conducido por la pendiente natural de
    la situación a comprobar el abismo que acababa de formarse entre aquel hombre y él, Marius añadió:
    —Me es imposible deciros algo sobre el depósito que tan fiel y honradamente me habéis entregado.
    Es un acto de probidad. Es justo que recibáis una recompensa. Fijad la suma vos mismo, y os será
    entregada. No temáis que sea demasiado alta.
    —Os lo agradezco, señor —respondió Jean Valjean con dulzura.
    Se quedó un momento pensativo, pasando maquinalmente el extremo de su índice sobre la uña del
    dedo pulgar, y luego alzó la voz:
    —Todo ha concluido, o casi. Me queda una última cosa…
    —¿Cuál?
    Jean Valjean experimentó una suprema vacilación, y casi sin aliento,! balbuceó más que dijo:
    —Ahora que lo sabéis todo, ¿creéis, señor, vos que sois su dueño, que no debo volver a ver a
    Cosette?
    —Creo que sería lo mejor —respondió fríamente Marius.
    —No volveré a verla —murmuró Jean Valjean.
    Y se dirigió hacia la puerta.
    Puso la mano sobre el picaporte, abrió la puerta lo suficiente como para poder pasar, permaneció un
    instante inmóvil, luego volvió a cerrar y se encaró con Marius.
    Ya no estaba pálido, sino lívido. Ya no había lágrimas en sus ojos, sino una especie de llama trágica.
    Su voz se había vuelto extrañamente tranquila.
    —Si lo permitís, señor, vendré a verla. Os aseguro que lo deseo muchísimo. Si no hubiera deseado
    ver a Cosette, no os habría hecho esta confesión, y me habría ido; pero queriendo permanecer en el
    mismo lugar donde vive Cosette, y continuar viéndola, he creído que tenía que confesároslo todo
    honradamente. ¿Me comprendéis, no es cierto? Es razonable lo que digo. Hace nueve años que no nos
    separamos. Vivimos primero en aquel caserón del bulevar, luego en el convento, luego cerca del
    Luxemburgo. Allí la visteis por primera vez. ¿Recordáis su sombrero de felpa azul? Luego vivimos en el
    barrio de los Inválidos, donde había una reja y un jardín, en la calle Plumet. Yo habitaba en una
    habitación del patio trasero, y desde allí la oía tocar el piano. Ésa ha sido mi vida. No nos separábamos
    nunca. Y eso ha durado nueve años y algunos meses. Yo era como su padre, y ella era mi hija. No sé si me
    comprenderéis, señor Pontmercy, pero irme ahora, no volver a verla, no volver a hablar con ella, no tener
    ya nada, resultaría difícil. Si no os pareciera mal, vendría a ver de vez en cuando a Cosette. No muy a
    menudo. Diréis que me reciba en la salita de la planta baja. Entraría por la puerta cochera, que es la de
    los criados, pero esto tal vez los sorprendería. Creo que es mejor que entre por la puerta principal.
    Señor, realmente yo quisiera ver aún alguna vez a Cosette, tan pocas veces como queráis. Poneos en mi
    lugar, lo tengo más que a ella. Y además, es preciso ir con cuidado. Si no viniera nunca, haría mal efecto,
    y lo encontrarían extraño. Por ejemplo, lo que puedo hacer es venir por la tarde, cuando empieza a
    anochecer.
    —Vendréis todas las tardes —dijo Marius—, y Cosette os esperará.
    —Sois bueno, señor —dijo Jean Valjean.
    Marius saludó a Jean Valjean; la felicidad acompañó hasta la puerta a la desesperación. Y aquellos
    dos hombres se separaron.




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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 12 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Miér 01 Ene 2025, 13:33

    ***


    II




    LAS OSCURIDADES QUE PUEDE TENER UNA REVELACIÓN
    Marius estaba trastornado.





    La especie de antipatía que había sentido siempre hácia el hombre a cuyo lado estaba Cosette, estaba
    ya explicada. Había en aquel personaje un no sé qué de enigmático. Ese enigma era la peor de las
    vergüenzas: el presidio. El señor Fauchelevent era el presidiario Jean Valjean.
    Hallar de improviso semejante secreto, en medio de su dicha, equivalía a descubrir un escorpión en
    un nido de tórtolas.
    ¿Estaba la felicidad de Marius y Cosette condenada en adelante a aquella presencia? ¿Era un hecho
    consumado? ¿Formaba parte la aceptación del hombre del matrimonio consumado? ¿No había ya nada
    que hacer?
    ¿Se había casado Marius también con el forzado?
    Por más que se corone uno de luz y de alegría, por más que se saboree la hora más feliz de la
    existencia, el amor feliz, sacudidas de esta índole obligarían incluso al arcángel en su éxtasis, incluso al
    semidiós en su gloria, al estremecimiento.
    Como sucede siempre con los cambios de situación de esta especie, Marius se preguntaba si no tenía
    algún reproche que hacerse. ¿Le había faltado el don de la adivinación? ¿Le había faltado la prudencia?
    ¿Se había aturdido involuntariamente? Un poco, tal vez. ¿Se había comprometido, sin suficientes
    precauciones como para aclarar las circunstancias, en aquella aventura de amor que había terminado en
    su casamiento con Cosette? Descubría que es así, mediante una serie de descubrimientos sucesivos que
    hacemos sobre nosotros mismos, como la vida nos conduce poco a poco a descubrir el lado quimérico y
    visionario de su naturaleza, especie de nube interior propicia a muchas organizaciones, y que, en los
    paroxismos de la pasión y el dolor, se dilata, al cambiar la temperatura del alma, e invade al hombre por
    entero, hasta el punto de hacer de él una conciencia bañada por la bruma. Más de una vez hemos indicado
    este elemento característico de la individualidad de Marius. Recordaba que en la embriaguez de su amor,
    en la calle Plumet, durante aquellas seis o siete semanas, ni siquiera había hablado a Cosette del drama
    enigmático del caserón Gorbeau, donde la víctima guardó tan extraño silencio, en medio de la lucha,
    fugándose luego. ¿Cómo fue que no habló de ello a Cosette? ¡Era, no obstante, tan próximo y tan terrible!
    ¿Cómo era posible que no le hubiera hablado a Cosette de los Thénardier, y particularmente del día en
    que encontró a Éponine? Casi le costaba explicar su silencio de entonces. Sin embargo, se daba cuenta.
    Recordaba su aturdimiento, su embriaguez de Cosette, el amor absorbiéndolo todo, aquel arrobamiento
    mutuo en lo ideal, y tal vez también un vago y sordo instinto de ocultar y de abolir en su memoria aquella
    aventura terrible, cuyo contacto temía, en la que le repugnaba representar ningún papel, y de la cual no
    podía ser narrador ni testigo sin ser acusador. Por otra parte, aquellas pocas semanas habían pasado
    como un relámpago; no habían tenido tiempo para nada más que para quererse. En fin, considerado y
    pesado todo, resultaba que aun en el caso de haber referido la emboscada a Cosette, de haberle
    nombrado a los Thénardier, fueran las que fuesen las consecuencias, y hasta de haber descubierto que
    Jean Valjean era un presidiario, ¿habría bastado para que Marius cambiase? ¿Para que cambiase Cosette?
    ¿Habría él retrocedido? ¿La Habría adorado menos? ¿Habría desistido de casarse con ella? No. ¿Habría
    cambiado algo todo aquello? No. No tenía, pues, nada que lamentar, nada que reprocharse. Todo estaba
    bien. Hay un dios para esos ebrios a los que llaman enamorados. Ciego, Marius había seguido el mismo
    camino que hubiera elegido con la vista. El amor le había vendado los ojos para llevarle, ¿adonde? Al
    paraíso.
    Pero aquel paraíso estaba rodeado en adelante por un resplandor infernal,
    A la antigua antipatía de Marius hacia el señor Fauchelevent, convertido en Jean Valjean, se había
    mezclado ahora el horror.
    En aquel horror, digámoslo, había algo de piedad, e incluso una cierta sorpresa.
    Aquel ladrón, aquel ladrón reincidente, había restituido un depósito. ¡Y qué depósito! Seiscientos mil
    francos. Sólo él estaba en el secreto del depósito. Hubiera podido guardarlo todo, y lo había devuelto
    todo.
    Además, él mismo había revelado su situación. Nada le obligaba a ello. Si se sabía quién era, era por
    él mismo. En aquella confesión, había más humillación que aceptación, había la aceptación del peligro.
    Para un condenado, una máscara no es una máscara, es un refugio. Había renunciado a aquel refugio. Un
    falso nombre es la seguridad; había rechazado aquel nombre falso. El, un presidiario, podía ocultarse
    para siempre entre una familia honrada; había resistido a aquella tentación. ¿Por qué motivo? Por un
    escrúpulo de conciencia. Lo había explicado él mismo, con el irresistible acento de la verdad. En suma,
    fuese quien fuera aquel Jean Valjean, era incontestablemente una conciencia que se despertaba. Había en
    él cierta misteriosa rehabilitación en sus principios, y según todas las apariencias, desde hacía ya tiempo,
    el escrúpulo era dueño de aquel hombre. Semejantes accesos de lo justo y lo bueno no son propios de las
    naturalezas vulgares. El despertar de la conciencia es la grandeza del alma.
    Jean Valjean era sincero. Esa sinceridad, visible, palpable, innegable, evidente incluso por el dolor
    que le causaba, hacía inútiles las informaciones y confería autoridad a todo lo que decía aquel hombre.
    Inversión extraña de situaciones para Marius. ¿Qué brotaba de él respecto al señor Fauchelevent? La
    desconfianza. ¿Qué se desprendía de Jean Valjean? La confianza.
    En el misterioso balance de aquel individuo que Marius realizaba, comparaba el activo con el
    pasivo, y procuraba llegar a obtener un equilibrio entre los dos. Pero todo estaba envuelto en un
    torbellino. Marius, esforzándose en formarse una idea clara de aquel hombre, y persiguiendo, por decirlo
    así, a Jean Valjean en el fondo de su pensamiento, le perdía y le encontraba envuelto en una bruma fatal.
    El depósito devuelto honestamente, la probidad de la confesión, eran actos buenos. Formaban una
    especie de claro entre las nubes, y luego éstas volvían a ser negras.
    Aunque los recuerdos de Marius eran confusos, explicábase ahora algo antes oscuro.
    ¿Qué significaba la aventura del desván de Jondrette? ¿Por qué al llegar la policía aquel hombre en
    lugar de querellarse había escapado? Ahora, Marius tenía la respuesta. Porque aquel hombre era un
    perseguido de la justicia, evadido de presidio.
    Otra pregunta. ¿Por qué había ido aquel hombre a la barricada? Pues ahora Marius veía claramente
    aparecer este recuerdo al impulso de sus emociones, como la tinta simpática cuando se acerca al fuego.
    Aquel hombre estaba en la barricada. No luchaba. ¿Qué había ido a hacer allí? Ante esta pregunta, surgía
    un espectro que daba la respuesta: Javert. Marius recordaba perfectamente la fúnebre visión de Jean
    Valjean arrastrando fuera de la barricada a Javert, atado, y oía aún detrás de la esquina de la callejuela
    Mondetour el terrible disparo. Verosímilmente existía odio entre aquel espía y el presidiario. El uno
    molestaba al otro. Jean Valjean había ido a la barricada para vengarse. Había llegado tarde.
    Probablemente sabía que Javert estaba prisionero. La venganza corsa ha penetrado en ciertos bajos
    fondos y reina allí; es tan sencilla que no sorprende a las almas convertidas al bien a medias; y tal es la
    índole de esta clase de gentes que un criminal en vías de arrepentirse puede tener escrúpulos con relación
    al robo y no a la venganza. Jean Valjean había matado a Javert. Al menos, esto parecía evidente.
    Ultima pregunta, a la que no hallaba respuesta. Marius sentía esta pregunta como una tenaza. ¿Cómo
    la existencia de Jean Valjean había estado unida tanto tiempo a la de Cosette? ¿Cuál era el sombrío juego
    de la providencia que había puesto a aquella niña en contacto con aquel hombre? ¿Se forjan en el cielo
    cadenas, y Dios se complace en juntar el ángel con el demonio? ¿Pueden ser camaradas un crimen y una
    inocencia, en la misteriosa prisión de las miserias? ¿Pueden, en el desfiladero de los condenados, que se
    llama destino humano, pasar tocándose dos frentes, una cándida y la otra formidable, una bañada de
    blancuras divinas y otra siempre pálida por el resplandor de un relámpago eterno? ¿Quién había podido
    determinar aquella unión inexplicable? ¿De qué manera, como consecuencia de qué prodigio, la
    comunidad de la vida había podido establecerse entre aquella niña celestial y aquel viejo condenado?
    ¿Quién había podido unir el cordero al lobo? Y más incomprensible aún: ¿atar el lobo al cordero? Pues
    el lobo amaba al cordero, pues el ser fiero adoraba al ser débil, pues durante nueve años el ángel no
    había tenido otro apoyo que el monstruo. La infancia y adolescencia de Cosette, su virginal desarrollo
    hacia la vida y la luz, habían sido abrigados por aquella abnegación deforme. Aquí las cuestiones se
    exfoliaban, por decirlo así, en innumerables enigmas, los abismos se abrían al fondo de los abismos, y
    Marius no podía inclinarse sobre Jean Valjean sin sentir vértigos. ¿Qué era, pues, aquel hombre
    precipicio?
    Los viejos símbolos del Génesis son eternos; en la sociedad humana, tal como hoy existe, hasta el día
    en que una claridad mayor la altere, habrá siempre dos clases de hombres, uno superior y otro
    subterráneo; el que camina en el bien es Abel, el que camina en el mal es Caín. ¿Quién era aquel Caín
    sensible? ¿Quién era aquel bandido, absorto religiosamente en la adoración de una virgen, velando por
    ella, educándola, guardándola, dignificándola y protegiéndola, él, impuro, carente de pureza? ¿Qué era
    aquella cloaca que había venerado a la inocencia hasta el punto de no dejarle ni una mancha? ¿Quién era
    aquel Jean Valjean que había educado a Cosette? ¿Quién era aquella figura de tinieblas cuyo único
    cuidado había sido preservar de toda sombra y de toda nube el brillo de un astro?
    Este era el secreto de Jean Valjean; y éste era también el secreto de Dios,
    Ante este doble secreto, Marius retrocedía. En cierta manera uno le tranquilizaba acerca del otro.
    Dios estaba en aquella aventura tan visible como Jean Valjean. Dios tiene sus instrumentos. Se sirve de la
    herramienta que desea. No es responsable ante los hombres. ¿Sabemos nosotros cómo Dios se las
    arregla? Jean Valjean había forjado a Cosette. Había hecho un poco aquella alma. Esto era indiscutible.
    Bien, ¿y después? El obrero era horrible, pero la obra era admirable. Dios produce sus milagros como le
    parece. Había construido a la encantadora Cosette, y se había servido de Jean Valjean. Le había
    complacido elegir a aquel extraño colaborador. ¿Qué cuentas podemos pedirle? ¿Es la primera vez que el
    estercolero ayuda a la primavera para hacer la rosa?
    Marius se daba estas respuestas, y le parecían buenas. Sobre los puntos que acabamos de indicar, no
    se había atrevido a insistir con Jean Valjean, sin confesarse a sí mismo que no se atrevía. Adoraba a
    Cosette, poseía a Cosette, Cosette era espléndidamente pura. Esto le bastaba. ¿Qué otra aclaración
    necesitaba? Cosette era una luz. ¿Tiene la luz necesidad de ser aclarada? Lo tenía todo, ¿qué podía
    desear? ¿Acaso todo no es bastante? Los asuntos personales de Jean Valjean no le concernían.
    Inclinándose sobre la sombra fatal de aquel hombre, se aferraba a la declaración solemne del miserable:
    «No soy nada de Cosette. Hace diez años, no sabía siquiera que ella existía».
    Jean Valjean era sólo un transeúnte. Lo había dicho él mismo. Pues bien, pasaba. Fuese quien fuese,
    su papel había terminado. En adelante estaba Marius para hacer las funciones de la providencia cerca de
    Cosette. Cosette había encontrado en el azul a su semejante, a su amante, a su esposo, a su celestial
    compañero. Al remontarse volando a las alturas, Cosette, alada y transfigurada, dejaba detrás de sí, en
    tierra, vacía y horrible, a su crisálida: Jean Valjean.
    En cualquier círculo de ideas que girase Marius, siempre aparecía un cierto horror hacia Jean
    Valjean. Horror sagrado, tal vez, pues tal como acabamos de indicar, sentía un quid divinum en aquel
    hombre. Sin embargo, por más atenuantes que buscase siempre acababa en lo mismo: era un presidiario;
    es decir, el ser que no tiene un lugar en la escala social, al estar por debajo del último peldaño. Después
    del último de los hombres, viene el presidiario. El presidiario ya no es, por decirlo así, el semejante de
    los seres vivientes. La ley le ha despojado de toda la cantidad de humanidad que puede quitar a un
    hombre. Marius, en las cuestiones penales, admitía, aunque demócrata, el sistema inexorable, y tenía
    acerca de los que la ley hiere todas las ideas de la ley. No había hecho aún, preciso es decirlo, todos los
    progresos. No era aún capaz de distinguir entre lo que está escrito por el hombre y lo que está escrito por
    Dios, entre la ley y el derecho. No había aún examinado y pesado el derecho que se arroga el hombre de
    disponer de lo irrevocable y de lo irreparable. No le irritaba la palabra vindicta. Encontraba natural que
    ciertas infracciones de la ley escrita fuesen seguidas de penas eternas, y aceptaba, como procedimiento
    de civilización, la condena social. Lo cual no indicaba que más adelante dejase de avanzar
    infaliblemente, pues su naturaleza era buena, y en el fondo estaba compuesta de un progreso latente.
    Con las ideas que entonces profesaba, Jean Valjean se le aparecía deforme y repugnante. Era el
    réprobo. Era el presidiario. Esta palabra era para él como el sonido de la trompeta del juicio; y después
    de haber considerado a Jean Valjean durante mucho tiempo, su último gesto fue el de volver la cabeza.
    Vade retro
    de retro.
    Marius, preciso es reconocerlo e incluso insistir en ello, aunque había interrogado a Jean Valjean, no
    le había hecho sino dos o tres preguntas decisivas. Y no porque no se le hubiesen ocurrido otras, sino
    porque le inspiraban miedo. ¿El desván de Jondrette? ¿La barricada? ¿Javert? ¿Quién sabe hasta dónde
    habrían llegado las revelaciones? Jean Valjean no parecía hombre capaz de retroceder, y ¿quién sabe si
    Marius, después de haberle empujado, no habría deseado retenerle? En ciertas conjeturas supremas, ¿no
    nos ha sucedido a todos, después de haber hecho una pregunta, el taparnos los oídos para no oír la
    respuesta? Sobre todo cuando se ama, se tienen estas cobardías. No es prudente llegar hasta el final en
    las situaciones siniestras, especialmente cuando la parte indisoluble de nuestra propia vida se encuentra
    fatalmente mezclada en ellas. De las explicaciones desesperadas de Jean Valjean podría brotar alguna luz
    horrible, y ¿quién sabe si esta espantosa claridad no hubiera alcanzado a Cosette? ¿Quién sabe si no
    hubiera quedado una especie de resplandor infernal sobre la frente de aquel ángel? La fatalidad tiene
    estas solidaridades, en las que la misma inocencia se mancha de crimen, por la sombría ley de los
    reflejos colorantes. Las figuras más puras pueden conservar para siempre la reverberación de una
    vecindad horrible. Con razón o sin ella, Marius había tenido miedo. Sabía ya demasiado. Trataba más
    bien de aturdirse que de informarse. Desesperado, llevaba a Cosette en sus brazos, cerrando los ojos
    para no ver a Jean Valjean.
    Aquel hombre era la oscuridad, la oscuridad viva y terrible. ¿Cómo atreverse a buscar el fondo? Es
    atroz preguntar a la sombra.
    ¿Quién sabe si va a responder? El alba podría perder para siempre su blancura.
    En aquel estado de ánimo, resultaba para Marius una dolorosa perplejidad el pensar que aquel
    hombre tendría en adelante un contacto, aunque ligero, con Cosette. Reprochábase ahora el no haber
    hecho aquellas temibles preguntas, ante las cuales había retrocedido, y de las que hubiera podido salir
    una decisión implacable y definitiva. Esta debilidad le había arrastrado a una concesión imprudente. Se
    había dejado conmover. Suya era la culpa. Hubiera debido, pura y simplemente, alejar de su casa a Jean
    Valjean. Estaba indignado consigo mismo, contra la brusquedad de aquel torbellino de emociones que le
    había aturdido, cegado y arrastrado. Estaba descontento de sí.
    ¿Qué hacer ahora? Las visitas de Jean Valjean le repugnaban profundamente. ¿Qué significaba aquel
    hombre en su casa? ¿Qué venía a hacer? Aquí se asustaba; no quería profundizar, no quería sondearse a sí
    mismo. Había hecho una promesa, se había dejado arrastrar a hacer una promesa; Jean Valjean tenía su
    promesa, y es preciso cumplir la palabra que se da, incluso a un forzado. Sin embargo, su principal deber
    era hacia Cosette. En suma, le agitaba una repulsión que lo dominaba todo.
    Marius revolvía confusamente todo aquel conjunto de ideas en su cerebro, pasando de una a otra, y
    conmovido por todas. De donde resultaba una agitación profunda. No le fue fácil ocultar aquella
    turbación a Cosette, pero el amor nos da talento, y Marius lo consiguió.
    Por lo demás, hizo, sin objeto aparente, algunas preguntas a Cosette, la cual, cándida como una
    paloma blanca, y sin sospechar nada, le habló de su infancia, de su juventud, y se convenció cada vez más
    de que todo lo que un hombre puede poseer de bueno, paternal y respetable, lo había poseído el
    presidiario para Cosette. Todo do que Marius había entrevisto y supuesto era real. Aquella ortiga
    siniestra había amado y protegido a este lirio.






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    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
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    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 12 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Miér 01 Ene 2025, 13:36

    ***

    LIBRO OCTAVO




    EL CREPÚSCULO DE LA TARDE






    I




    LA HABITACIÓN DE LA PLANTA BAJA





    Al día siguiente, al caer la noche, Jean Valjean llamaba a la puerta cochera de la casa Gillenormand.
    Fue Basque quien le recibió. Basque se encontraba en el patio como a propósito, y como si recibiera
    órdenes. Sucede a veces que se dice a un criado: «Esperaréis a fulano».
    Basque, sin esperar que Jean Valjean se le acercara, le dirigió la palabra:
    —El señor barón me ha encargado que preguntara al señor si desea subir o quedarse aquí.
    —Me quedaré aquí —respondió Jean Valjean.
    Basque, respetuoso como siempre, abrió la puerta de la sala de la planta baja y dijo:
    —Voy a avisar a la señora.
    La habitación en la que Jean Valjean se hallaba era una planta abovedada y húmeda, que a veces
    servía de bodega, y que daba a la calle, con el suelo de ladrillos rojos y mal iluminada por una ventana
    de barrotes de hierro.
    Esta habitación no era de las que son molestadas por el plumero y la escoba. El polvo yacía allí
    tranquilo. La persecución de las arañas no estaba organizada. Una hermosa tela, desplegada ampliamente,
    muy negra, y adornada con moscas negras, giraba alrededor de uno de los vidrios de la ventana. La
    habitación, pequeña y de techo bajo, estaba amueblada con un montón de botellas vacías amontonadas en
    un rincón. La pared, pintada de ocre amarillo, se iba descascarillando a toda prisa. Al fondo, había una
    chimenea de madera pintada de negro. Estaba encendido el fuego, lo cual indicaba que habían contado
    con que Jean Valjean no subiría.
    Había dos sillones colocados en los dos extremos de la chimenea. Entre los sillones estaba
    extendida, a guisa de alfombra, una manta de cama vieja, mostrando más hebra que lana.
    La habitación estaba iluminada por el fuego de la chimenea y la luz crepuscular que entraba a través
    de la ventana.
    Jean Valjean estaba cansado. Desde hacía varios días no comía ni dormía. Se dejó caer en uno de los
    sillones.
    Basque regresó, dejó sobre la chimenea una vela encendida y se retiró. Jean Valjean, con la cabeza
    inclinada y la barbilla sobre el pecho, no vio ni a Basque ni la vela.
    De repente se levantó como sobresaltado. Cosette estaba detrás de él.
    No la había visto entrar, pero había sentido que entraba. Se volvió. La contempló. Estaba
    adorablemente hermosa. Pero lo que él miraba con aquella profunda mirada no era la hermosura, sino el
    alma.
    —¡Ah! Está bien —exclamó Cosette—. ¡Vaya una idea! Padre, yo sabía que erais extraño, pero no me
    hubiera figurado que llegaseis a tanto. Marius me ha dicho que sois vos quien os habéis empeñado en que
    os reciba aquí.
    —Sí, soy yo.
    —Esperaba esta respuesta. Está bien. Os prevengo que voy a hacer una escena. Empecemos por el
    principio. Padre, abrazadme.
    Y le presentó la mejilla.
    Jean Valjean permaneció inmóvil.
    —No os movéis. Actitud de culpable. Pero no importa, os perdono. Jesucristo dijo: «Presentad la
    otra mejilla». Aquí la tenéis.
    Y le presentó la otra mejilla.
    Jean Valjean no se movió. Parecía que tuviera los pies clavados en el suelo.
    —Esto se pone serio —dijo Cosette—. ¿Qué os he hecho yo? Me declaro ofendida. Me debéis una
    satisfacción. Cenaréis con nosotros.
    —Ya he cenado.
    —No es verdad. Haré que el señor Gillenormand os riña. Los abuelos están hechos para reñir a los
    adres. Vamos. Subid conmigo al salón. Inmediatamente.
    —Imposible.
    Cosette, al llegar aquí, perdió algún terreno. Cesó de ordenar y pasó a las preguntas:
    —Pero ¿por qué? Y escogéis para verme la habitación más fea de la casa. Es horrible.
    —Sabes…
    Jean Valjean se contuvo.
    —Sabéis, señora, que soy raro, y tengo mis caprichos.
    Cosette dio una palmada.
    —¡Señora…! ¡Sabéis…! ¡Cuántas cosas nuevas! ¿Qué quiere decir todo esto?
    Jean Valjean la miró con la sonrisa dolorosa a la que recurría de vez en cuando.
    —Habéis querido ser señora. Lo sois ya.
    —Para vos no, padre.
    —No me llaméis padre.
    —¿Cómo?
    —Llamadme señor Jean. Jean, si gustáis.
    —¡No sois ya padre, ni soy yo Cosette! ¿Señor Jean? ¿Qué significa esto? ¡Esto es una revolución!
    ¿Qué ha pasado? Miradme a la cara. ¡No queréis vivir con nosotros! ¡No aceptáis una habitación! ¿Qué
    os he hecho yo? ¿Qué os he hecho yo? ¿Ha ocurrido algo?
    —Nada.
    —Bien, ¿pues entonces?
    —Todo sigue igual.
    —¿Por qué cambiáis de nombre?
    —También vos habéis cambiado el vuestro.
    Sonrió una vez más, y añadió:
    —Puesto que vos sois la señora Pontmercy, yo puedo muy bien ser el señor Jean.
    —No comprendo nada. Todo esto es idiota. Pediré permiso a mi marido para que seáis el señor Jean.
    Espero que él no lo consentirá. Me causáis mucha pena. Se pueden tener caprichos, pero no causar penas
    a su Cosette. Esto está mal. No tenéis derecho a ser malo vos que sois tan bueno.
    Jean Valjean no respondió.
    Ella le tomó vivamente las manos, y con un movimiento irresistible, levantándolas hacia su rostro, las
    estrechó contra su cuello, por debajo del mentón, lo que es una profunda señal de cariño.
    —¡Oh! —dijo—. ¡Sed bueno!
    Y prosiguió:
    —Ved lo que yo llamo ser bueno. Ser amable, venir a vivir aquí, seguir dando nuestros paseos, aquí
    hay pájaros, como en la calle Plumet; vivir con nosotros, dejar ese agujero de L’Homme-Armé, no
    decirme charadas para que las adivine, ser como todo el mundo, cenar con nosotros, ser mi padre.
    El retiró las manos.
    —Ya no necesitáis padre, tenéis un marido.
    Cosette se enfadó.
    —¡Que ya no necesito padre! ¡Verdaderamente, no sé responder a cosas como éstas, que no tienen
    sentido!
    —Si Toussaint estuviese aquí —respondió Jean Valjean, como el que busca testigos porque tiene que
    asirse a todas las ramas—, sería la primera en convenir en que es verdad, que siempre he tenido mis
    rarezas. No hay nada nuevo. Siempre me ha gustado mi negro rincón.
    —¡Pero aquí hace frío! Apenas se ve. Es abominable esto de querer ser el señor Jean. No quiero que
    me tratéis de vos.
    —Cuando venía —respondía Jean Valjean—, he visto en la calle Saint-Louis un mueble. En casa de
    un ebanista. Si fuera una hermosa dama, me compraría ese mueble. Un tocador a la moda, de lo que
    llamáis palo de rosa, creo. Está incrustado. Tiene un espejo bastante grande, y cajones. Es muy bonito.
    —¡Uf! ¡Qué ruindad! —replicó Cosette.
    Y con una gentileza suprema, separando los labios, sopló sobre Jean Valjean. Parecía una de las
    Gracias imitando a un gato.
    —Estoy furiosa —continuó—. Desde ayer me hacéis todos rabiar.
    No comprendo una palabra. No me defendéis contra Marius. Marius no me sostiene contra vos. Estoy
    sola. Preparo una habitación con todo cariño. Si hubiera podido poner en ella a Dios, le habría puesto.
    Me dejáis desairada. Encargo a Nicolette una buena cena y me responde que no se acepta. Y mi padre
    Fauchelevent quiere que le llame señor Jean y que le reciba en una terrible y vieja cueva enmohecida,
    cuyas paredes tienen barbas, y donde en vez de cristales hay botellas vacías, y en vez de cortinas,
    telarañas. Sois extraño, consiento en ello, sois así, pero se concede una tregua a los que se casan. Vos no
    deberíais seguir siendo extraño inmediatamente. Vais, pues, a vivir muy contento en vuestra abominable
    calle L’Homme-Armé. ¡Yo estuve muy desesperada en ella! ¿Qué tenéis en contra de mí? Me causáis
    mucha pena.
    Y súbitamente seria, contempló fijamente a Jean Valjean y añadió:
    —¿Es que os pesa que sea dichosa?
    La candidez, sin saberlo, penetra a veces en lo más hondo. Esta pregunta, simple para Cosette, era
    profunda para Jean Valjean. Cosette quería arañar, y destrozaba.
    Jean Valjean palideció. Permaneció un instante sin responder, y luego, con un acento indecible,
    murmuró:
    —Tu felicidad era el objeto de mi vida. Ahora, Dios puede permitir mi retirada. Cosette, eres feliz;
    mi misión ha terminado.
    —¡Ah! ¡Me habéis llamado de tú! —exclamó Cosette.
    Y le saltó al cuello.
    Jean Valjean, perdido, la estrechó contra su pecho con extravío. Le pareció casi que la recobraba.
    —¡Gracias, padre! —le dijo Cosette.
    El abrazo iba a hacerse doloroso para Jean Valjean. Se retiró con dulzura de los brazos de Cosette y
    cogió su sombrero.
    —¿Y bien? —inquirió Cosette.
    Jean Valjean, respondió:
    —Me retiro, señora; os esperan.
    Y desde el umbral de la puerta, añadió:
    —Os he tuteado. Decid a vuestro marido que no volverá a suceder. Perdonadme.
    Jean Valjean salió, dejando a Cosette atónita con aquel adiós enigmático.






    II




    OTROS PASOS HACIA ATRÁS




    Al día siguiente, a la misma hora, volvió Jean Valjean.
    Cosette no le hizo preguntas, no volvió a sorprenderse, no volvió a exclamar que tenía frío, y no
    volvió a hablar del salón, evitó decir padre y señor Jean. Se dejó tratar de vos. Se dejó llamar señora.
    Pero estaba menos alegre. Habría estado triste, si le hubiera sido posible estarlo.
    Es probable que hubiera tenido con Marius una de esas conversaciones en las que el hombre amado
    dice lo que quiere, no explica nada y satisface a la mujer amada. La curiosidad de los enamorados no va
    más allá de su amor.
    La sala estaba algo más ordenada. Basque había suprimido las botellas y Nicolette las arañas.
    Los días siguientes trajeron a Jean Valjean a la misma hora. Vino todos los días, no sintiéndose con
    fuerzas para tomar las palabras de Marius de otro modo que al pie de la letra. Marius se las arregló para
    estar ausente en las horas en que iba Jean Valjean. La casa se acostumbró a la nueva manera de ser del
    señor Fauchelevent.
    Toussaint ayudó a ello.
    —El señor ha sido siempre así —repetía.
    El abuelo decretó esto:
    —Es un extravagante.
    Esto bastó. Además, a los noventa años, no son ya posibles las relaciones amistosas; todo es
    yuxtaposición; un recién llegado es una molestia. No hay sitio para él; todas las costumbres están
    adoptadas. El señor Gillenormand se alegró de verse libre del señor Fauchelevent, o Tranchelevent, y
    añadió:
    —Nada es tan común como estos extravagantes. Hacen toda clase de rarezas. Y sin motivo. El
    marqués de Canaples era peor. Compró un palacio para vivir en el granero. Son apariencias fantásticas
    de ciertas gentes.
    Nadie adivinó la siniestra realidad. ¿Y quién había de adivinar semejante cosa? Hay pantanos de este
    tipo en la India; el agua parece extraordinaria, inexplicable, estremeciéndose sin que haya viento, agitada
    allí donde debería estar tranquila. Se mira su superficie y no se descubre la hidra que se arrastra en el
    fondo.
    Muchos hombres tienen también un monstruoso secreto, un mal que alimentan, un dragón que los roe,
    una desesperación que habita en su noche. Ese hombre se asemeja a los demás, va y viene. Nadie sabe
    que lleva en sí un terrible dolor parásito de mil dientes, el cual vive en él y le deja muerto. No se sabe
    que ese hombre es un abismo. El agua está estancada, pero es profunda. De vez en cuando, se forma en su
    superficie una especie de conmoción, una onda misteriosa, luego se desvanece y reaparece. Es poca cosa,
    y es terrible. Es la respiración de la bestia desconocida.
    Algunas costumbres extrañas, como llegar a la hora en que se marchan los demás, ocultarse cuando
    los demás se muestran, conservar en todas las ocasiones lo que podría llamarse el abrigo color de pared,
    buscar los paseos solitarios, preferir la calle desierta, no unirse a las conversaciones, evitar las
    multitudes y las fiestas, vivir austeramente, tener, aunque rico, la llave de la casa en el bolsillo y la vela
    en la portería, entrar por la puerta falsa, subir por la escalera secreta; todas estas singularidades
    insignificantes, ondas, burbujas de aire, pliegues fugitivos en la superficie, proceden a menudo de un
    fondo formidable.
    Transcurrieron así varias semanas. Una nueva vida se apoderó poco a poco de Cosette, las relaciones
    que crea el matrimonio, las visitas, el cuidado de la casa, los placeres, esos grandes e importantes
    asuntos. Los placeres de Cosette no eran costosos, consistían en uno solo: estar con Marius. Salir con él,
    quedarse con él era la gran ocupación de su vida. Para ellos era una alegría siempre nueva salir cogidos
    del brazo, a la luz del sol, a la vista de todos, en plena calle, sin ocultarse, los dos solos. Cosette
    experimentó una contrariedad: Toussaint no pudo entenderse con Nicolette, pues era imposible el
    entendimiento entre dos viejas, y se marchó. El abuelo se encontraba bien; Marius defendía de vez en
    cuando algunas causas; la señorita Gillenormand llevaba apaciblemente junto a la nueva familia una vida
    marginal que le bastaba. Jean Valjean acudía todos los días.
    Desaparecido el tuteo, el vos, el señora, el señor Jean, hacía que Cosette le encontrara distinto. El
    empeño que él mismo había tomado en apartarla de sí, le salía bien, pues Cosette se mostraba cada vez
    más alegre y menos cariñosa. Sin embargo, le seguía queriendo mucho, y él lo notaba. Un día le dijo de
    repente:
    —Erais mi padre y no lo sois ya; erais mi tío, y no lo sois ya, erais el señor Fauchelevent y ahora sois
    el señor Jean. ¿Quién sois? No me gustan estas cosas. Si no os conociese, os tendría miedo.
    Continuaba viviendo en la calle L’Homme-Armé, no podía decidirse a alejarse del barrio donde
    vivía Cosette.
    Al principio, permanecía al lado de Cosette sólo algunos minutos, y luego se marchaba.
    Poco a poco se fue acostumbrando a alargar sus visitas. Hubiérase dicho que se aprovechaba de la
    autorización de los días, que también se alargaban; llegaba antes y se iba más tarde.
    Un día se le escapó a Cosette «Padre», y un relámpago de alegría iluminó el viejo rostro sombrío de
    Jean Valjean.
    La reprendió:
    —Llamadme Jean.
    —¡Ah, es verdad! —respondió Cosette riéndose—. Señor Jean.
    —Eso es —dijo él. Y se volvió para que ella no le viera enjugarse las lágrimas







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    y en ese vuelo y en ese sueño
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    y tren de tus ilusiones."
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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 12 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Miér 01 Ene 2025, 13:39

    III




    SE ACUERDAN DEL JARDÍN DE LA CALLE PLUMET





    Fue la última vez. Después de esa última claridad vino la extinción completa. No más familiaridad,
    no más buenos días con un beso, nunca más esa palabra tan profundamente dulce: «¡Padre mío!»
    Habiéndolo pedido él mismo, y por su propia voluntad, perdía todas sus felicidades, y su mayor miseria
    consistía en que después de haber perdido a Cosette por entero en un día, le era preciso perderla luego
    poco a poco.
    La mirada acaba por acostumbrarse a la oscuridad. En suma, la aparición de Cosette todos los días le
    bastaba. Toda su vida se concentraba en aquellos momentos. Se sentaba a su lado, la miraba en silencio o
    le hablaba de los años pasados, de su infancia, del convento y de sus amiguitas de entonces.
    Una tibia tarde —era uno de los primeros días de abril, el sol desplegaba toda su pompa, los jardines
    que rodeaban las ventanas de Marius y Cosette tenían la emoción del despertar, despuntaba el majuelo,
    los alelíes adornaban las viejas paredes, las bocas de lobo rosas sonreían en las hendiduras de las
    piedras, empezaban a asomar entre las hierbas las belloritas y los ranúnculos, las mariposas blancas del
    año salían a escena y el viento, ese trovador de la eterna boda, ensayaba en los árboles el preludio de la
    gran sinfonía matinal que se llama primavera— Marius dijo a Cosette:
    —Hemos dicho que iríamos a ver nuestro jardín de la calle Plumet. Vamos, pues. No debemos ser
    ingratos.
    Y volaron como dos golondrinas en busca de la primavera. El jardín de la calle Plumet les causaba el
    mismo efecto que el alba. Tenían ya detrás de sí algo que era como la primavera de su amor. La casa de
    la calle Plumet pertenecía aún a Cosette, por no haber concluido el plazo del alquiler. Fueron a aquel
    jardín y a aquella casa. Allí se encontraron a sí mismos, y se olvidaron de sí mismos. Por la noche, a la
    hora de costumbre, Jean Valjean fue a la calle Filles-du-Calvaire.
    —La señora ha salido con el señor y no han regresado aún —le dijo Basque.
    Se sentó en silencio y esperó una hora.
    Cosette no regresó.
    Jean Valjean inclinó la cabeza y se marchó.
    Cosette estaba tan embriagada con aquel paseo a «su jardín» y tan contenta de haber «vivido un día
    en el pasado» que al día siguiente no habló de otra cosa. No se dio cuenta siquiera de que no había visto
    a Jean Valjean.
    —¿Cómo fuisteis allí? —preguntó éste.
    —A pie.
    —¿Y cómo volvisteis?
    —En coche.
    Desde hacía algún tiempo, Jean Valjean observaba la estrechez con que vivían los jóvenes. Esto le
    producía cavilaciones. La economía de Marius era severa, y esta palabra, para Jean Valjean, tenía un
    sentido absoluto. Aventuró una pregunta:
    —¿Por qué no tenéis coche propio? Un bonito cupé no os costaría más de quinientos francos al mes.
    Sois ricos.
    —No lo sé —respondió Cosette.
    —Lo mismo ha sucedido con Toussaint —continuó Jean Valjean—. Se ha marchado y no la habéis
    reemplazado. ¿Por qué?
    —Basta con Nicolette.
    —Pero precisáis una doncella.
    —¿No tengo a Marius?
    —Deberíais tener una casa propia, criados, un coche, palco en la ópera. Nada es demasiado hermoso
    para vos. ¿Por qué no sacáis provecho de la riqueza? La riqueza aumenta la dicha.
    Cosette no respondió.
    Las visitas de Jean Valjean no se abreviaban. Todo lo contrario. Cuando es el corazón el que se
    desliza, nada detiene al hombre en la pendiente.
    Cuando Jean Valjean quería prolongar la visita y hacer olvidar la hora, hacía elogios de Marius; le
    encontraba hermoso, noble, valiente, inteligente, bueno. Cosette estaba encantada, y Jean Valjean volvía a
    empezar. No agotaba el tema. La palabra Marius era inagotable, había volúmenes enteros en esas seis
    letras. De este modo, Jean Valjean lograba quedarse durante mucho rato. Ver a Cosette y olvidarlo todo a
    su lado ¡le era tan dulce! Era la medicina para su llaga. Sucedió varias tardes que Basque apareció dos
    veces para decir:
    —El señor Gillenormand me envía para que recuerde a la señora baronesa que la cena está servida.
    Cuando esto sucedía, Jean Valjean volvía a su casa pensativo.
    ¿Había, pues, algo de verdad en la comparación de la crisálida que se le ocurrió a Marius? Jean
    Valjean era, en efecto, una crisálida que persistía en ver a su mariposa.
    Un día se quedó más tiempo que de costumbre. Al día siguiente observó que no había fuego en la
    chimenea.
    «¡Vaya! —dijo para sí, se dio esta explicación—: Es muy sencillo. Estamos en abril. Ya no hace
    frío».
    —¡Dios mío! ¡Qué frío hace aquí! —exclamó Cosette al entrar.
    —¡No! —dijo Jean Valjean.
    —¿Sois vos quien ha dicho a Basque que no encendiera el fuego?
    —Sí. Estamos casi en mayo.
    —Pero el fuego se enciende hasta el mes de junio. En esta cueva es preciso encenderlo todo el año.
    —He pensado que el fuego era inútil.
    —¡Una más de vuestras rarezas! —dijo Cosette.
    Al día siguiente había fuego. Pero los dos sillones estaban colocados al otro extremo de la
    habitación, cerca de la puerta.
    «¿Qué significa esto?», pensó Jean Valjean.
    Colocó los sillones en su lugar de costumbre, al lado de la chimenea.
    Se animó un poco al ver de nuevo el fuego encendido. Y prolongó la visita más de lo regular. Cuando
    se levantaba para irse, Cosette le dijo:
    —Mi marido me dijo ayer una cosa extraña.
    —¿Qué os dijo?
    —Me dijo: «Cosette, tenemos treinta mil francos de renta. Veintisiete mil tuyos y tres mil que me da
    mi abuelo». Yo le respondí: «En total, treinta». El siguió diciendo: «¿Tendrías valor para vivir con sólo
    tres mil?» Y yo respondí: «Sí, y con nada también, con tal de que sea contigo». Y luego le pregunté:
    «¿Por qué me dices esto?» Y me respondió: «Para saberlo».
    Jean Valjean no pronunció una palabra. Cosette esperaba probablemente alguna contestación; pero él
    quedó sumido en un triste silencio. Se volvió a la calle L’Homme-Armé; estaba tan profundamente
    absorto que se equivocó de puerta y entró en la casa vecina. No se dio cuenta hasta que hubo subido dos
    pisos.
    Su mente estaba repleta de conjeturas. Era evidente que Marius tenía sus dudas sobre el origen de
    aquellos seiscientos mil francos, que temía que tuvieran una procedencia no demasiado pura. ¿Quién
    sabe? Tal vez hubiese descubierto que provenían de él, de Jean Valjean, y le repugnase aceptar una
    riqueza sospechosa, prefiriendo vivir pobres a disfrutar de una riqueza que suponía mal adquirida.
    Además, Jean Valjean empezaba a sentirse vagamente despedido.
    Al día siguiente, al penetrar en la sala, experimentó como una sacudida. Los sillones habían
    desaparecido. Ni siquiera había una silla.
    —¡Ah! —exclamó Cosette al entrar—. ¡No hay sillones! ¿Dónde están, pues, los sillones?
    —Ya no están —respondió Jean Valjean.
    —¡Esto pasa de raya!
    Jean Valjean tartamudeó:
    —Le he dicho a Basque que se los llevara.
    —¿Por qué razón?
    —Hoy no me quedo aquí más que unos minutos.
    —No es razón para quedarnos en pie.
    —Creo que Basque necesitaba los sillones para el salón.
    —¿Por qué?
    —Sin duda, tendréis gente esta noche.
    —A nadie.
    Jean Valjean no pudo decir ni una palabra más.
    Cosette se encogió de hombros.
    —¡Hacer quitar los sillones! ¡El otro día hicisteis apagar^el fuego! ¡Qué raro sois!
    —Adiós —murmuró Jean Valjean.
    No dijo: «Adiós, Cosette». Pero no tuvo fuerzas para decir: «Adiós, señora».
    Salió abatido.
    Esta vez había comprendido.
    Al día siguiente no volvió.
    Cosette no se dio cuenta hasta la noche.
    —Vaya —dijo—, el señor Jean no ha venido hoy.
    Sintió como una ligera opresión en el corazón, pero apenas se dio cuenta, pues la distrajo en seguida
    un beso de Marius.
    Al día siguiente tampoco acudió.
    Cosette apenas se dio cuenta, pasó la velada y durmió por la noche como de costumbre; sólo lo pensó
    al levantarse. ¡Era tan feliz! Envió rápidamente a Nicolette a casa del señor Jean, para saber si estaba
    enfermo, y por qué no había venido la víspera. Nicolette trajo la respuesta del señor Jean. No estaba
    enfermo. Estaba ocupado. Volvería pronto. Tan pronto como le fuera posible. Además, iba a realizar un
    pequeño viaje. La señora debía recordar que tenía por costumbre hacer algún viaje de cuando en cuando.
    Que no se inquietara. Que no pensara más en él.
    Nicolette, al entrar en casa del señor Jean le había repetido las propias palabras de su ama. Que la
    señora le enviaba para saber si estaba enfermo, y «por qué el señor Jean no había ido a visitarla la
    víspera».
    —Hace dos días que no he ido —dijo Jean Valjean con dulzura.
    Pero la observación de Jean Valjean no fue comprendida por Nicolette, que nada dijo a su señora







    IV



    LA ATRACCIÓN Y LA EXTINCIÓN



    En los últimos meses de la primavera y los primeros meses del verano de 1833, los contados
    transeúntes del Marais, los tenderos y los ociosos observaban a un anciano vestido de negro que todos
    los días, aproximadamente a la misma hora, al caer la noche, salía de la calie L’Homme-Armé, por el
    lado de la calle Sainte-Croix-de-la Bretonne-rie, pasaba delante de los Blancs-Manteaux, ganaba la calle
    Culture-Sainte Catherine y, al llegar a la calle del Écharpe, doblaba hacia la izquierda y entraba en la
    calle Saint-Louis.
    Andaba a pasos lentos, con la cabeza hacia delante, sin ver nada, sin oír nada, con la mirada
    inmutablemente fija siempre en el mismo punto, que parecía para él estrellado, y que no era otro que la
    esquina de la calle Filles-du-Calvaire. Cuanto más cerca estaba de esa esquina, más brillo había en sus
    ojos, una especie de alegría iluminaba sus ojos como una aurora interior, tenía cierto aire fascinado y
    enternecido, sus labios hacían frecuentes movimientos, como si hablase con alguien a quien no veía,
    sonreía vagamente y andaba muy despacio. Hubiérase dicho que aunque deseaba llegar, temía el
    momento. Cuando no quedaban más que unas pocas casas entre él y aquella calle que parecía atraerle, su
    paso se hacía más lento, hasta el punto que, por instantes, podía creerse que ya no andaba. La vacilación
    de su cabeza y la fijeza de su mirada, hacían pensar en la aguja que busca el polo. Por más que se
    empeñase en retardar la llegada, le era preciso llegar; alcanzaba la calle Filles-du-Calvaire; entonces se
    detenía, temblaba, adelantaba la cabeza con una especie de sombría timidez, más allá de la esquina de la
    última casa, y miraba hacia aquella calle; había en aquella mirada algo parecido al deslumbramiento de
    lo imposible, a la reverberación de un paraíso cerrado. Luego, una lágrima que se había acumulado en el
    ángulo de sus párpados, bastante pesada ya para caer, resbalaba por su mejilla, y se detenía algunas
    veces en la boca. El anciano gustaba su amargo sabor. Permanecía así algunos instantes como si hubiese
    sido de piedra; y luego se volvía por el mismo camino, con el mismo paso, y a medida que se iba
    alejando, su mirada se apagaba.
    Poco a poco, aquel anciano ya no pasó de la esquina de la calle Saint-Louis. Un día se quedó en la
    esquina de la calle Culture Sainte-Catherine, y contempló la calle Filles-du-Calvaire desde lejos. Luego
    movió silenciosamente la cabeza de derecha a izquierda, como si respondiera negativamente a alguna
    pregunta, y volvió sobre sus pasos.
    Pronto no se atrevió a llegar hasta la calle Saint-Louis. Llegaba hasta la calle Pavée, movía la
    cabeza, y se volvía; luego, no pasó de Trois-Pavillons, y más tarde de los Blancs-Manteaux. Hubiérase
    dicho que era un péndulo cuyas oscilaciones se van acortando hasta que, al fin, se paran, por falta de
    cuerda.
    Todos los días salía de su casa a la misma hora, emprendía el mismo trayecto, pero no llegaba hasta
    el final, y tal vez sin que tuviera conciencia de ello, lo acortaba sin cesar. Todo su rostro expresaba esta
    idea única: ¿para qué? Los ojos apagados; ya no tenían brillo. También la lágrima estaba agotada; ya no
    se acumulaba en el ángulo de los párpados; aquella mirada pensativa estaba seca. La cabeza del anciano
    seguía siempre inclinada hacia delante; la barbilla se movía a veces; los pliegues de su cuello
    enflaquecido daban pena. Algunas veces, cuando el tiempo era malo, llevaba un paraguas bajo el brazo,
    pero no lo abría. Las comadres del barrio decían: «Es un inocente». Los niños le seguían riendo.





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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 12 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Jue 02 Ene 2025, 10:15

    LIBRO NOVENO



    SUPREMA SOMBRA. SUPREMA AURORA






    I



    COMPASIÓN PARA LOS DESGRACIADOS, E INDULGENCIA PARA LOS
    DICHOSOS



    ¡Qué terrible cosa es la felicidad! En medio de sus goces, en medio de la satisfacción que produce la
    posesión de ese falso objeto de la vida, la felicidad, se olvida el objeto principal, ¡el deber!
    Preciso es decir, sin embargo, que se haría mal en acusar a Marius.
    Marius, lo hemos explicado ya, antes de su boda no había hecho ninguna pregunta al señor
    Fauchelevent, y después temía hacer alguna a Jean Valjean. Había lamentado la promesa a que se dejó
    arrastrar. Se había dicho muchas veces que había hecho mal haciendo aquella concesión a la
    desesperación. Se había limitado a alejar poco a poco a Jean Valjean de su casa, y a borrarle cuanto
    fuera posible de la mente de Cosette. En cierto modo, se colocó entre Cosette y Jean Valjean, seguro de
    que de este modo la joven no se daría cuenta y dejaría de pensar en él. Más que la extinción era el
    eclipse.
    Marius obraba según lo juzgaba necesario y justo. Creía poseer, para apartar a Jean Valjean, sin
    dureza, pero sin debilidad, razones serias, algunas de las cuales ya se han visto, y otras que se verán más
    tarde. La casualidad le puso en contacto, durante un proceso, con un antiguo empleado de la casa Laffitte,
    y había adquirido, sin buscarlas, misteriosas noticias, que si bien no pudo profundizar, por consideración
    al secreto que había prometido guardar, y a la peligrosa situación de la persona interesada, le ponían,
    según su criterio, en el grave deber de restituir los seiscientos mil francos a alguien a quien buscaba con
    la mayor discreción posible. Entretanto, se abstenía de tocar aquel dinero.
    En cuanto a Cosette, no conocía ninguno de estos secretos; pero sería duro condenarla también a ella.
    Había entre Marius y ella un poderoso magnetismo, que le hacía ejecutar, como por instinto y casi
    maquinalmente, lo que Marius deseaba. Adivinaba, en lo concerniente al «señor Jean», una voluntad de
    Marius; y se conformaba. Su marido no necesitaba decirle nada; ella sufría la presión vaga, pero clara,
    de sus tácitas intenciones, y obedecía ciegamente. Su obediencia consistía en este caso en no recordar lo
    que Marius olvidaba. No tenía que hacer esfuerzo alguno para ello. Sin que ella misma supiera por qué, y
    sin que haya por qué acusarla, su alma se había convertido de tal modo en la de su marido que lo que se
    cubría de sombra en el pensamiento de Marius se oscurecía en el suyo.
    Sin embargo, no vayamos demasiado lejos; en lo referente a Jean Valjean, este olvido y esta extinción
    no eran más que superficiales. Estaba más aturdida que otra cosa. En el fondo quería mucho a aquel a
    quien había llamado padre durante tanto tiempo. Pero quería aún más a su marido. Esto era lo que había
    falseado algo la balanza de aquel corazón, inclinándola de un solo lado.
    Si sucedía que Cosette hablaba de Jean Valjean y se sorprendía, Marius la tranquilizaba diciéndole:
    —Está ausente, supongo. ¿No avisó que iba a salir de viaje?
    «Es cierto —pensaba Cosette—. Tenía siempre la costumbre de desaparecer. Pero nunca por mucho
    tiempo».
    En dos o tres ocasiones, envió a Nicolette a la calle L’Homme-Armé, para informarse si el señor Jean
    había regresado de su viaje. Jean Valjean dio órdenes de que se le contestara que no.
    Cosette no preguntó más, pues para ella, en la tierra no había ahora otra necesidad que Marius.
    Marius y Cosette también habían viajado. Habían ido a Vernon. Marius había llevado a Cosette a la
    tumba de su padre.
    Marius había apartado poco a poco a Cosette de Jean Valjean. Cosette no había opuesto resistencia.
    Por lo demás, lo que se llama, con demasiada dureza en ciertos casos, ingratitud de los hijos no es
    siempre tan reprochable como se cree. Es la ingratitud de la naturaleza. La naturaleza, ya lo hemos dicho,
    «mira hacia delante». La naturaleza divide a los seres vivos en seres que vienen y en seres que se van.
    Los seres que se van dirigen la vista hacia la sombra, y los seres que vienen la dirigen hacia la luz. De
    ahí el desvío, que para los viejos es fatal, y para los jóvenes involuntario. Este desvío, primero
    insondable, aumenta lentamente como toda separación de ramas. Las ramas, sin desprenderse del tronco,
    se alejan. No es culpa suya. La juventud va hacia donde se halla la alegría, a las fiestas, a los parajes
    luminosos, a los amores; la vejez va hacia el final. No se pierden de vista, pero no existe ya un lazo tan
    estrecho. Los jóvenes sienten el enfriamiento de la vida; los ancianos el de la tumba. No acusemos a los
    jóvenes.







    II



    ÚLTIMAS PALPITACIONES DE LA LÁMPARA DE ACEITE




    Un día, Jean Valjean bajó la escalera, dio tres pasos por la calle, se sentó en un guardacantón, el
    mismo en que Gavroche, la noche del 5 al 6 de junio, le había encontrado meditabundo; se detuvo allí
    unos minutos y luego volvió a subir. Fue la última oscilación del péndulo. Al día siguiente no salió de
    casa. Al otro, no se levantó de la cama.
    Su portera, que le preparaba su parco alimento, algunas coles o unas patatas con un poco de tocino,
    miró el plato de loza oscura y exclamó:
    —¡Pero si no habéis comido, buen hombre!
    —Sí he comido —dijo Jean Valjean.
    —El plato está lleno.
    —Mirad el jarro de agua. Está vacío.
    —Esto prueba que habéis bebido; pero no que hayáis comido.
    —Bien —dijo Jean Valjean—, ¿y si no he tenido ganas más que de agua?
    —Eso se llama sed, y cuando al mismo tiempo no se come, es señal de fiebre.
    —Comeré mañana.
    —O el año que viene. ¿Por qué no hoy? ¿A qué dejarlo para mañana? ¡Dejar el plato sin tocarlo! ¡Con
    lo buenas que estaban mis patatas!
    Jean Valjean tomó la mano de la vieja.
    —Os prometo comerlas —le dijo con su voz bondadosa.
    —Estoy descontenta de vos —respondió la portera.
    Jean Valjean no veía casi otra criatura humana que aquella buena mujer. En París hay calles por las
    que nadie pasa, y casas a donde nadie va. Así era aquella calle, y así aquella casa.
    En el tiempo en que aún salía, había comprado a un calderero, por unos pocos sueldos, un pequeño
    crucifijo de cobre, que había colgado de un clavo delante de su cama. Esta visión es siempre un alivio.
    Transcurrió una semana sin que Jean Valjean diera ni un paso por la habitación. Permanecía acostado
    de continuo. La portera decía a su marido:
    —El buen hombre del piso de arriba no se levanta ni come, no irá lejos. Está muy apenado. No se me
    quitará de la cabeza que su hija se ha casado mal.
    El portero le replicó, con el acento de la soberanía matrimonial:
    —Si es rico, que llame a un médico. Si no lo es, que no le llame. Si no tiene médico, se morirá.
    —¿Y si lo tiene?
    —También morirá —dijo el portero.
    La portera se puso a rascar con un viejo cuchillo la hierba que crecía en lo que ella llamaba su
    empedrado, y entretanto se la oía murmurar:
    —Es una pena. ¡Un anciano tan limpio! Está flaco como un pollo.
    Divisó en el extremo de la calle a un médico del barrio que pasaba; acudió a él, suplicándole que
    subiese.
    —Es en el segundo piso —le dijo—. No tenéis más que entrar. Como el buen hombre no se mueve de
    la cama, la llave está siempre en la puerta.
    El médico vio a Jean Valjean y le habló.
    Cuando bajó, la portera le preguntó:
    —¿Qué hay, doctor?
    —Todo y nada. Es un hombre que, según todas las apariencias, ha perdido a una persona querida.
    Algunos mueren de eso.
    —¿Qué os ha dicho?
    —Que se encontraba bien.
    —¿Volveréis, doctor?
    —Sí —respondió el médico—. Pero sería preciso que volviera otra persona y no yo.








    III




    EL QUE LEVANTÓ LA CARRETA DE FAUCHELEVENT NO PUEDE LEVANTAR UNA
    PLUMA




    Un día, a Jean Valjean le costó trabajo apoyarse sobre el codo; se tomó la mano y no encontró el
    pulso; su respiración era corta, y se interrumpía a cada momento, se dio cuenta de que estaba más débil
    que nunca. Entonces, sin duda por la presión de una preocupación suprema, hizo un esfuerzo, se
    incorporó y se vistió. Se puso su viejo traje de obrero. No saliendo ya, lo prefería a los otros. Debió
    interrumpir su tarea varias veces antes de introducir los brazos, tuvo que sudar mucho.
    Desde que estaba solo, había colocado su cama en la antesala, para habitar lo menos posible aquel
    apartamento desierto.
    Abrió la maleta y sacó de ella el ajuar de Cosette.
    Lo extendió sobre la mesa.
    Los candelabros del obispo estaban en su sitio, sobre la chimenea. Cogió de un cajón dos velas de
    cera y las puso en los candelabros. Luego, aunque no hubiese oscurecido aún, pues era verano, las
    encendió. De este modo se ven algunas veces candelabros encendidos en pleno día en las habitaciones de
    los muertos.
    A cada paso que daba para ir de un mueble a otro, se extenuaba de tal modo que se veía obligado a
    sentarse. No era la fatiga normal, que consume fuerzas para renovarlas; era el resto de sus posibles
    movimientos, era la vida agotada, que se consume en abrumadores esfuerzos que no podrán reproducirse.
    Una de las sillas donde se dejó caer estaba situada delante del espejo, tan fatal para él y tan
    providencial para Marius, en donde había leído la carta de Cosette. Se miró en aquel espejo y no se
    reconoció. Tenía ochenta años; antes del casamiento de Marius apenas le hubiera calculado cincuenta; el
    último año había valido por treinta. Lo que tenía sobre la frente no eran las arrugas de la edad, era la
    señal misteriosa de la muerte. Se presentía allí el trabajo de la uña inaplacable. Sus mejillas estaban
    fláccidas; la piel de su rostro tenía el color terroso que anunciaba ya la proximidad de la fosa; las
    comisuras de sus labios caían hacia abajo, como en la máscara que los antiguos esculpían sobre las
    tumbas; miraba al vacío con aire de reproche; hubiérase dicho que era uno de esos grandes seres trágicos
    víctimas de lo inexorable.
    Se hallaba en esta situación, en la última fase del abatimiento, en la que el dolor ya no se mueve, sino
    que está, por decirlo así, coagulado; hay en el alma un cuajaron de desesperación.
    Había cerrado la noche. Arrastró trabajosamente una mesa y el viejo sillón hasta la chimenea, y dejó
    sobre la mesa una pluma, tinta y papel.
    Hecho esto sufrió un desvanecimiento. Cuando recobró el conocimiento, tenía sed, y no pudiendo
    levantar el jarro, lo inclinó penosamente hacia su boca, y bebió un sorbo.
    Luego se volvió a la cama, y siempre sentado, porque no podía permanecer en pie, contempló el
    vestido negro y todos aquellos objetos que le eran tan queridos.
    Estas contemplaciones duran horas que parecen minutos. De repente se estremeció, y sintió frío;
    apoyó los codos sobre la mesa, iluminada por los candelabros del obispo, y tomó la pluma.
    Como la pluma y la tinta no se habían usado desde hacía mucho tiempo, las puntas de la primera
    estaban dobladas y la tinta estaba seca, y tuvo que levantarse y echar unas gotas de agua en la tinta, lo
    cual no pudo hacer sin detenerse y sentarse dos o tres veces; se vio obligado, además, a escribir con la
    pluma al revés.
    Su mano temblaba. Escribió lentamente algunas líneas. Helas aquí:
    Cosette, te bendigo. Voy a explicarte. Tu marido ha tenido razón en darme a entender que
    debía irme; no obstante se ha equivocado en lo que ha creído tener razón. Es excelente. Síguele
    queriendo mucho cuando yo haya muerto. Señor Pontmercy, amad siempre a mi querida niña.
    Cosette, este papel será encontrado, y en él verás las cifras, si tengo fuerzas para recordarlas.
    Escúchame bien, ese dinero es legítimamente tuyo. Voy a explicarte. El azabache blanco viene de
    Noruega y el negro de Inglaterra; los abalorios negros, de Alemania. El azabache es más ligero,
    más precioso y más caro. En Francia pueden hacerse imitaciones como en Alemania. Se necesita
    un pequeño yunque de dos pulgadas cuadradas y una lamparilla de alcohol para ablandar la cera.
    La cera antiguamente se hacía con resina y negro de humo, y costaba cuatro francos la libra. Se
    me ocurrió hacerla con goma laca y trementina. Así no cuesta más que treinta sueldos, y es mucho
    mejor. Las hebillas se hacen con un vidrio violeta que se pega con esta cera sobre una planchita
    de hierro negro. El vidrio debe ser violeta para las joyas de hierro y negro para las de oro.
    España compra mucho. Es el país del azabache…
    Al llegar aquí se interrumpió, la pluma resbaló de sus dedos y le acometió uno de esos sollozos
    desesperados que subían por instantes desde lo más hondo de su pecho; el pobre hombre se cogió la
    cabeza entre las manos y se sumergió en la meditación.
    «¡Oh! —exclamó para sus adentros (gritos y lamentos, que sólo Dios oía)—, todo ha terminado. No
    volveré a verla. Es una sonrisa que ha pasado sobre mí. Voy a entrar en la noche sin ni siquiera volver a
    verla. ¡Oh, un minuto, un instante, oír su voz, tocar su ropa, mirarla, a ella, a mi ángel, y luego morir! No
    es morir lo terrible, es morir sin verla. Me sonreiría, me diría una palabra… ¿Haría esto daño a alguien?
    No, ha terminado para siempre. Estoy solo. ¡Dios mío!, ¡Dios mío!, no volveré a verla».
    En aquel momento llamaron a la puerta




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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 12 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Jue 02 Ene 2025, 10:17

    ***

    IV




    BOTELLA DE TINTA QUE NO ES BUENA SINO PARA QUITAR LAS MANCHAS




    Aquel mismo día, o mejor dicho, aquella misma noche, cuando Marius dejaba la mesa, e iba a
    retirarse a su gabinete para estudiar un caso, Basque le había entregado una carta diciéndole: «La
    persona que ha escrito esta carta está en la antecámara».
    Cosette había tomado al abuelo del brazo y daba una vuelta por el jardín.
    Una carta, como un hombre, puede tener mala catadura. Papel grueso, pliegue grosero, sólo con
    verlas ciertas misivas repugnan. La carta que había traído Basque era de esta especie.
    Marius la cogió. Olía a tabaco. Nada hay que despierte tanto los recuerdos como un olor. Marius
    reconoció el tabaco. Miró el sobre: «Al señor Pontmercy. En su casa». Reconocido el tabaco, le fue fácil
    reconocer la escritura. Hubiérase podido decir que del asombro se desprenden a veces relámpagos.
    Marius quedó iluminado por uno de esos relámpagos.
    El olfato, misterioso auxiliar de la memoria, acababa de hacer revivir en él todo un mundo. Era el
    mismo papel, aquella manera de doblarlo, el color pálido de la tinta, la conocida letra; sobre todo era el
    tabaco. La buhardilla de los Jondrette se le aparecía.
    Así, ¡extraña casualidad!, una de las dos pistas que había buscado tanto, aquella por la que
    últimamente había hecho tantos esfuerzos y que creía perdida para siempre, acababa de ofrecérsele.
    Abrió ávidamente la carta y leyó:
    Señor barón:
    Si el Ser Supremo me hubiese dado talento, hubiera podido ser el barón Thénard, miembro del
    Instituto (Academia de Ciencias), pero no lo soy. Llevo únicamente el mismo nombre que él, feliz si este
    recuerdo me recomienda a la excelencia de vuestras bondades. Estoy en posesión de un secreto que
    concierne a un individuo. Y este individuo os concierne. Tengo el secreto a vuestra disposición, y deseo
    tener el honor de seros útil. Os ofreceré el medio simple de expulsar de vuestra honorable familia a este
    individuo que no tiene derecho a estar en ella, pues la señora baronesa pertenece a una clase elevada. El
    santuario de la virtud no puede cohabitar más tiempo con el crimen sin mancharse.
    Espero en la antesala las órdenes del señor barón.
    Con el mayor respeto.
    La carta estaba firmada «Thénard».
    Esta firma no era falsa. Estaba únicamente abreviada.
    Por lo demás el estilo y la ortografía completaban la revelación. El certificado de origen estaba
    completo. No cabía duda alguna.
    La emoción de Marius fue profunda. Después del primer movimiento de sorpresa, experimentó un
    movimiento de felicidad. Si lograba encontrar al otro hombre que buscaba, a quien le había salvado la
    vida, no desearía nada más.
    Abrió un cajón de su secreter; cogió algunos billetes de banco, se los puso en el bolsillo, volvió a
    cerrar el cajón y llamó. Basque entreabrió la puerta.
    —Haced que pase —dijo Marius.
    Basque anunció:
    —El señor Thénard.
    Entró un hombre.
    Nueva sorpresa para Marius. El hombre que entró le resultaba completamente desconocido.
    El personaje introducido por Basque, de edad avanzada, tenía una gran nariz, la barbilla sumida en la
    corbata, anteojos verdes y dobles, el pelo alisado y aplanado sobre la frente hasta las cejas, como la
    peluca de los cocheros ingleses de high life. Sus cabellos eran grises. Iba vestido de negro de la cabeza a
    los pies; un negro bastante gastado, pero limpio; del bolsillo salían unas cuantas baratijas, que hacían
    suponer un reloj. Andaba encorvado, y la curvatura de su espalda aumentaba en la profundidad de su
    saludo.
    Lo que sorprendía al principio es que el traje de aquel personaje, demasiado amplio aunque
    cuidadosamente abrochado, no parecía hecho para él.
    En este punto es necesaria una breve digresión.
    Había en París en aquella época, en una vieja casa de la calle Beautreillis, cerca del Arsenal, un
    judío ingenioso cuya profesión era convertir a un pícaro en hombre honrado. No por mucho tiempo, pues
    hubiera resultado molesto para el pícaro. El cambio se hacía durante un día o dos, a razón de treinta
    sueldos por día, por medio de un traje que se pareciese lo más posible a la honradez de todo el mundo.
    Este alquilador de ropas era llamado «el cambista», nombre que le habían dado los rateros parisienses,
    no conociéndole por otro. Tenía un vestuario bastante completo. Poseía todas las especialidades y las
    categorías; de cada clavo de su almacén colgaba, gastada y ajada, una condición social; aquí el vestido
    de magistrado, allí el de cura, más allá el de banquero; en un rincón, el uniforme de militar retirado, y
    más lejos el traje de hombre de letras, y detrás el del hombre de Estado. Aquel individuo era el
    guardarropa del inmenso drama que los pícaros representan en París. Su casa era los bastidores de donde
    salía el robo o a los que volvía la estafa. Un bribón harapiento llegaba a aquel vestuario, dejaba treinta
    sueldos y escogía, según el papel que deseaba representar aquel día, el traje que le convenía, y al bajar la
    escalera el bribón era alguien. Al día siguiente devolvía la ropa, y el cambista, que confiaba todo a los
    ladrones, no era robado jamás. Estos vestidos tenían un inconveniente, no «encajaban»; no estando
    hechos para quienes los llevaban, eran demasiado estrechos para unos, demasiado anchos para otros y no
    iban bien a nadie. Todo tunante que sobrepasaba la media humana de estatura se sentía incómodo con las
    ropas del «cambista». Era preciso no estar ni demasiado gordo ni demasiado flaco. El «cambista» se
    había propuesto complacer a los hombres ordinarios. Había tomado la medida de la especie en la del
    primer pícaro que tuvo a mano, el cual no era ni grueso ni delgado, ni alto ni bajo. De ahí las dificultades
    para adaptar los trajes, y el «cambista» se las apañaba como podía. ¡Tanto peor para las excepciones! El
    traje de hombre de Estado, por ejemplo, negro de arriba a abajo, hubiese sido demasiado amplio para
    Pitt, y demasiado estrecho para Castelcicala. El traje de hombre de Estado estaba designado como sigue,
    en el catálogo del «cambista»; copiamos su texto: «Una levita de paño negro, un pantalón de lanilla
    negra, un chaleco de seda, botas y ropa blanca». Al margen había escrito: «Antiguo embajador», y una
    nota que copiamos igualmente: «En una caja aparte, una peluca convenientemente rizada, anteojos verdes,
    sellos de reloj y dos pequeños cañones de pluma de una pulgada de longitud, envueltos en algodón».
    Todo esto pertenecía al hombre de Estado, antiguo embajador. Todo este traje estaba, si es posible hablar
    así, extenuado, las costuras blanqueaban; por uno de los codos quería asomar ya el forro; además, faltaba
    un botón en la levita, sobre el pecho; esto era poco importante, pues la mano del hombre de Estado, que
    debe siempre estar colocada sobre el corazón, tenía por función ocultar el botón ausente.
    Si Marius hubiera estado familiarizado con las instituciones ocultas de París, hubiera reconocido
    inmediatamente, sobre el personaje que acababa de entrar, el traje de hombre de Estado del almacén del
    «cambista».
    El disgusto de Marius al ver entrar a un hombre distinto del que esperaba recayó sobre el recién
    llegado. Le examinó de pies a cabeza, mientras el personaje se inclinaba desmesuradamente, y le
    preguntó secamente:
    —¿Qué queréis?
    El hombre respondió con un rictus amable, del cual daría alguna idea la sonrisa acariciadora de un
    cocodrilo.
    —Me parece imposible que no haya tenido antes de ahora el honor de conocer al señor barón. Creo
    que le encontré hace algunos años en casa de la princesa Bagration, y en los salones de su señoría el
    vizconde Dambray, par de Francia.
    Es una buena táctica de los pícaros el aparentar reconocer a alguien a quien no se conoce.
    Marius estaba atento a la manera de hablar de aquel hombre. Espiaba el acento y el gesto, pero su
    disgusto aumentaba; era una pronunciación nasal, absolutamente distinta del sonido de voz agrio y seco
    que esperaba. Estaba completamente desorientado.
    —No conozco —dijo— ni a la señora Bagration ni al señor Dambray. En mi vida he puesto los pies
    en casa de uno ni de otro.
    La respuesta era contundente; sin embargo, el personaje, sonriendo de nuevo, insistió:
    —Entonces fue en casa de Chateaubriand. Conozco mucho a Chateaubriand. Es muy afable. Me dice
    algunas veces: «Thénard, amigo mío…, ¿no queréis beber una copa conmigo?»
    La frente de Marius se iba poniendo cada vez más severa.
    —No he tenido nunca el honor de ser recibido en casa del señor Chateaubriand. Abreviemos. ¿Qué
    queréis?
    El personaje, ante la voz más dura, se inclinó más profundamente.
    —Señor barón, dignaos oírme. Hay en América, en un país que está al lado de Panamá, un pueblo
    llamado Joya. Este pueblo se compone de una sola casa. Una gran casa cuadrada de tres pisos, construida
    con ladrillos cocidos al sol; cada costado tiene una longitud de quinientos pies, y cada piso se retira del
    inferior doce pies, con el fin de dejar ante sí una terraza que da la vuelta al edificio; en el centro hay un
    patio interior donde están las provisiones y las municiones; no hay ventanas, sino troneras, y no hay
    puerta, sino escalas para subir del suelo a la primera terraza, y de la primera a la segunda, y de la
    segunda a la tercera, y escalas para bajar al patio interior; en las habitaciones no hay puertas, sino
    trampas, y no hay escaleras en las habitaciones sino escalas; por la noche se cierran las trampas, se
    retiran las escalas, y las bocas de las carabinas asoman por las troneras; no hay medio de entrar allí; de
    día una casa, y de noche una ciudadela. Ochocientos habitantes. Ése es el pueblo. ¿Por qué tantas
    precauciones?, porque el país es peligroso; está lleno de antropófagos. Entonces, ¿por qué van allí?,
    porque es un país maravilloso donde se encuentra oro.
    —¿Adonde queréis ir a parar? —interrumpió Marius que del disgusto pasaba a la impaciencia.
    —A esto, señor barón. Soy un viejo diplomático fatigado. Estoy harto de la civilización y quiero
    probar a vivir entre salvajes.
    —¿Y luego?
    —Señor barón, el egoísmo es la ley del mundo. La campesina proletaria que trabaja durante el día
    vuelve cuando pasa la diligencia; la campesina propietaria que trabaja en su propio campo no regresa. El
    perro del pobre ladra después del rico, el perro del rico ladra después del pobre. Cada uno para sí. El
    interés, éste es el único objetivo del hombre. El oro, éste es el imán.
    —¿Y qué más? Concluid.
    —Quisiera ir a establecerme en Joya. Somos tres. Tengo esposa e hija; una hija muy linda. El viaje es
    demasiado caro. Necesito un poco de dinero.
    —¿Y qué me importa esto? —preguntó Marius.
    El desconocido sacó el pescuezo fuera de la cabeza, ademán propio del buitre, y replicó sonriendo
    otra vez:
    —¿Es que el señor barón no ha leído mi carta?
    Había algo de verdad en eso. El hecho es que el contenido de la carta había resbalado sobre Marius.
    Más que haber leído la carta, había observado la escritura. Apenas la recordaba. Hacía un momento un
    detalle le había puesto alerta: «Tengo esposa e hija». Clavó en el individuo una mirada penetrante. Un
    juez de instrucción no hubiera mirado mejor. Limitóse a responder:
    —Precisad.
    El desconocido metió las manos en los bolsillos, alzó la cabeza sin enderezar su espina dorsal, pero
    escrutando a Marius con la mirada verde de sus anteojos.
    —Sea, señor barón. Voy a precisar. Tengo un secreto que venderos.
    —¿Un secreto?
    —Un secreto.
    —¿Que me concierne?
    —Un poco.
    —¿Cuál es ese secreto?
    Marius no cesaba de examinar al hombre mientras le escuchaba.
    —Empiezo gratis —dijo el desconocido—. Vais a ver que soy interesante.
    —Hablad.
    —Señor barón, tenéis en vuestra casa un ladrón y un asesino.
    Marius se estremeció.
    —¿En mi casa?, no —dijo.
    El desconocido, imperturbable, cepilló su sombrero con el codo y prosiguió:
    —Asesino y ladrón. Tened en cuenta, señor barón, que no hablo de hechos pasados, caducos, que
    pueden borrarse por la prescripción de la ley y por el arrepentimiento ante Dios. Hablo de hechos
    recientes, de hechos actuales, de hechos ignorados aún por la justicia. Continúo. Ese hombre se ha
    introducido en vuestra confianza, y casi en vuestra familia, con un nombre falso. Voy a deciros su
    verdadero nombre. Y os lo diré gratis.
    —Escucho…
    —Se llama Jean Valjean.
    —Lo sé.
    —Igualmente gratis os diré quién es.
    —Decid.
    —Un antiguo presidiario.
    —Lo sé.
    —Lo sabéis desde que he tenido el honor de decíroslo.
    —No. Lo sabía ya antes.
    El tono frío de Marius, la doble réplica «Lo sé», su laconismo refractario al diálogo, despertaron en
    el desconocido una cólera sorda. Asestó a Marius, a hurtadillas, una mirada furiosa, que sólo duró un
    instante. Por rápida que fuera aquella mirada, de esas que se reconocen inmediatamente en cuanto se han
    visto una vez, no se le escapó a Marius. Ciertos resplandores no pueden brotar sino de ciertas almas; los
    ojos, ventanas del pensamiento, los reflejan; los anteojos no ocultan nada; sería como poner un vidrio
    delante del infierno.
    El desconocido continuó, sonriendo:
    —No me permito desmentir al señor barón. En todo caso, debéis reconocer que estoy informado.
    Ahora, lo que voy a relataros sólo lo sé yo. Interesa a la fortuna de la señora baronesa. Es un secreto
    extraordinario. Está en venta. A vos os lo ofrezco antes que a nadie. Y barato. Veinte mil francos.
    —Conozco ese secreto, igual que los otros —dijo Marius.
    El personaje sintió la necesidad de bajar un poco el precio:
    —Señor barón, dadme diez mil francos y hablo.
    —Os repito que no tenéis nada nuevo que contarme. Ya sé lo que queréis decirme.
    Hubo un nuevo relámpago en la mirada del hombre. Exclamó:
    —Es preciso no obstante que yo coma hoy. Os repito que es un secreto extraordinario. Señor barón,
    voy a hablar. Hablo. Dadme veinte francos.
    Marius le miró fijamente.
    —Conozco vuestro extraordinario secreto, así como sabía ya el nombre de Jean Valjean como sé
    vuestro nombre.
    —¿Mi nombre?
    —Sí.
    —Eso no es difícil, señor barón. He tenido el honor de escribirlo y decíroslo. Thénard.
    —Dier.
    —¿Cómo?
    —Thénardier.
    —¿Quién…?
    En el peligro, el puerco espín se eriza, el escarabajo se finge muerto, la guardia veterana forma en
    cuadro; aquel hombre se echó a reír.
    Luego sacudió de un capirotazo un grano de polvo de la manga de su levita.
    Marius prosiguió:
    —Sois también el obrero Jondrette, el comediante Fabantou, el poeta Genflot, el español don Álvarez
    y la señora Balizard.
    —¿La señora qué?
    —Y habéis tenido un figón en Montfermeil.
    —¿Un figón?, nunca.
    —Y os digo que sois Thénardier.
    —Lo niego.
    —Y que sois un bribón. Tomad.
    Y Marius sacó del bolsillo un billete de banco y se lo arrojó a la cara.
    —¡Gracias!, ¡perdón!, ¡quinientos francos!, ¡señor barón!
    Y aquel hombre trastornado, saludando, cogió el billete y lo examinó.
    —¡Quinientos francos! —repitió absorto. Y dijo a media voz—: ¡No está mal! —Y añadió
    bruscamente—: Pues bien, sea. Fuera disfraz.
    Y con una presteza de mono, se echó atrás los cabellos, se arrancó los anteojos, se quitó la nariz; se
    quitó el rostro como otro se quitaría el sombrero.
    La mirada se iluminó; la frente desigual, agrietada, con protuberancias, horriblemente arrugada en la
    parte superior, se manifestó por entero; la nariz volvió a ser aguda como un pico; el perfil feroz y sagaz
    del hombre de presa reapareció.
    —El señor barón es infalible —dijo con una voz clara de la que había desaparecido el tono nasal—,
    soy Thénardier.
    Y enderezó su espalda curvada.
    Thénardier estaba extrañamente sorprendido; se habría turbado si hubiera sido capaz de ello.















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    Mensaje por Maria Lua Vie 03 Ene 2025, 10:37

    ***

    Había ido a llevar la sorpresa y era él quien la recibía. Aquella humillación se la pagaban con
    quinientos francos, y lo aceptaba; pero no por ello estaba menos aturdido.
    Veía por vez primera al barón Pontmercy y, a pesar de su disfraz, aquel barón Pontmercy le
    reconocía, y le reconocía a fondo. Y no solamente este barón estaba al corriente de su historia, sino que,
    según parecía, también de la de Jean Valjean. ¿Quién era aquel joven casi imberbe, tan glacial y
    generoso, que sabía los nombres de la gente, que sabía todos sus nombres, y que les abría su bolsillo, que
    trataba a los bribones como un juez y que les pagaba como una víctima?
    Thénardier, como sabe el lector, aunque en otro tiempo vecino de Marius, no le había visto nunca, lo
    cual es frecuente en París. Había oído hablar a sus hijas vagamente de un joven muy pobre, llamado
    Marius, que vivía en la casa. Le había escrito, sin conocerle, la carta que recordará el lector. Ninguna
    relación podía existir para él entre el Marius de aquella época y este señor barón de Pontmercy.
    En cuanto al nombre de Pontmercy, el lector recordará que en el campo de batalla de Waterloo no
    había oído más que las dos últimas sílabas, para las cuales había tenido siempre el legítimo desdén que
    se debe a lo que no es más que un agradecimiento.
    Por lo demás, por su hija Azelma, a la que había puesto sobre la pista de los novios el 16 de febrero,
    y por sus investigaciones personales, había llegado a saber muchas cosas, y desde el fondo de sus
    tinieblas había logrado coger más de un hilo misterioso. Había conseguido, a fuerza de ingenio, o al
    menos a fuerza de indicios, adivinar quién era el hombre al que había encontrado cierto día en la
    alcantarilla grande. Del hombre le costó poco llegar al nombre. Sabía que la baronesa de Pontmercy era
    Cosette. Pero por este lado se proponía ser discreto. ¿Quién era Cosette? Él mismo no lo sabía. Entreveía
    algún nacimiento bastardo, pues la historia de Fantine le había parecido siempre ambigua, pero ¿para qué
    hablar de ello? ¿Para hacerse pagar su silencio? Creía tener algo mejor para vender. Por otra parte, sin
    pruebas, decir al barón de Pontmercy «vuestra esposa es bastarda» no hubiera logrado más que provocar
    la cólera del marido, traducida en puntapiés sobre sus riñones.
    En la mente de Thénardier, la conversación con Marius no había empezado aún. Había tenido que
    retroceder, modificar su estrategia, abandonar su posición, cambiar de frente; pero no había aún
    comprometido nada esencial, y tenía ya quinientos francos en su bolsillo. Además, tenía que decir algo
    decisivo, e incluso contra aquel barón Pontmercy, tan informado y tan bien armado, se sentía fuerte. Para
    los hombres de la naturaleza de Thénardier, todo diálogo es un combate. En el que se iba a entablar, ¿cuál
    era su situación? No sabía con quién hablaba, pero sabía de quién hablaba. Pasó rápidamente esta revista
    interior de sus fuerzas, y después de haber dicho «soy Thénardier», esperó.
    Marius se había quedado pensativo. Por fin tenía a Thénardier. Aquel hombre a quien había deseado
    tanto encontrar estaba allí. Podría pues por fin cumplir la recomendación del coronel Pontmercy. Le
    humillaba que aquel héroe debiera algo a aquel bandido, y que la letra de cambio girada desde el fondo
    de la tumba por su padre estuviese aún en descubierto. Le parecía también, en la compleja situación en
    que se hallaba su espíritu frente a Thénardier, que tenía ocasión de vengar al coronel de la desgracia de
    haber sido salvado por un individuo tan vil. De cualquier modo estaba contento. Iba por fin a liberar de
    aquel acreedor indigno a la sombra del coronel, y le parecía que iba a retirar de la cárcel por deudas la
    memoria de su padre.
    Al lado de este deber, tenía otro, esclarecer, si podía, el origen de la fortuna de Cosette. La ocasión
    parecía propicia. Thénardier sabía tal vez alguna cosa. Podía resultar útil conocer el fondo de aquel
    hombre. Empezó por esto.
    Thénardier había hecho desaparecer el billete en su bolsillo y miraba a Marius con una dulzura casi
    tierna.
    Marius rompió el silencio.
    —Thénardier, os he dicho vuestro nombre. Ahora, ¿queréis que os diga el secreto que pretendíais
    descubrirme? Yo también me he informado. Vais a ver que sé aún más que vos. Jean Valjean, como habéis
    dicho, es un asesino y un ladrón. Un ladrón porque robó a un rico fabricante del cual causó la ruina, el
    señor Madeleine. Un asesino porque asesinó al agente de policía Javert.
    —No comprendo, señor barón —dijo Thénardier.
    —Voy a hacerme comprender. Escuchad. Había en el distrito del Pas-de-Calais, hacia 1822, un
    hombre que había tenido un antiguo choque con la justicia, y que, con el nombre de Madeleine, se había
    corregido y rehabilitado. Este hombre se había convertido, con toda la fuerza de la expresión, en un justo.
    Con una industria, la fábrica de abalorios negros, había hecho la fortuna de toda una ciudad. En cuanto a
    su fortuna personal, también la había hecho, pero de manera secundaria, y en cierto sentido, por
    casualidad. Era el padre de los pobres. Fundaba hospitales, abría escuelas, visitaba a los enfermos,
    dotaba a las jóvenes, sostenía a las viudas, adoptaba a los huérfanos; era como el tutor del país. No
    aceptó una condecoración; fue nombrado alcalde. Un presidiario liberado conocía el secreto de una falta
    en que había incurrido en otro tiempo aquel hombre; le denunció y le hizo arrestar, y se aprovechó de su
    detención para venir a París y lograr que el banquero Laffitte, lo sé de boca del mismo cajero, le
    entregase, en virtud de una firma falsa, una suma de más de medio millón que pertenecía al señor
    Madeleine. Este presidiario que robó al señor Madeleine es Jean Valjean. En cuanto al otro hecho,
    tampoco tenéis nada que descubrirme. Jean Valjean mató al agente Javert; lo mató de un disparo de
    pistola. Yo, que os hablo, estaba presente.
    Thénardier miró a Marius con la expresión soberana de un hombre derrotado que se repone y gana en
    un minuto todo el terreno que había perdido. Pero no tardó en sonreír nuevamente; el inferior delante del
    superior, sabe disimular el triunfo, y Thénardier se limitó a decir a Marius:
    —Señor barón, equivocamos el camino.
    Y subrayó esta frase haciendo girar de manera expresiva las baratijas que le salían del bolsillo.
    —¿Cómo? —dijo Marius—, ¿negáis esto? Son hechos.
    —Son quimeras. La confianza con que me honra el señor barón, me impone el deber de decírselo.
    Ante todo la verdad y la justicia. No me gusta ver cómo acusan a la gente injustamente. Señor barón, Jean
    Valjean no robó al señor Madeleine y no mató a Javert.
    —¡Esto sí que es bueno! ¿En qué fundáis esta afirmación?
    —En dos razones.
    —¿Cuáles? Hablad.
    —He aquí la primera: no robó al señor Madeleine puesto que el señor Madeleine es el mismo Jean
    Valjean.
    —¡Qué decís!
    —Y he aquí la segunda: no asesinó a Javert puesto que quien mató a Javert fue el mismo Javert.
    —¿Qué queréis decir?
    —Que Javert se suicidó.
    —¡Probadlo!, ¡probadlo! —exclamó Marius fuera de sí.
    Thénardier repuso, recitando la frase a la manera de un alejandrino antiguo:
    —El agen-te de po-li-cía Ja-vert fue en-con-tra-do aho-ga-do deba-jo de una bar-ca del Pont-auChan-ge.
    —¡Probadlo!
    Thénardier sacó de su bolsillo lateral un gran sobre de papel gris que parecía contener hojas
    dobladas de diversas medidas.
    —Tengo mi legajo —dijo con calma. Y añadió—: Señor barón, en interés vuestro, he querido
    conocer a fondo a mi Jean Valjean. Os digo que Jean Valjean y Madeleine son el mismo hombre, y digo
    que Javert no ha tenido otro asesino que el propio Javert, y cuando hablo es que tengo pruebas. No
    pruebas manuscritas, pues la escritura es sospechosa, sino pruebas impresas.
    Mientras hablaba, Thénardier iba extrayendo del sobre dos ejemplares de periódicos amarillentos
    estrujados, y fuertemente saturados de olor de tabaco. Uno de aquellos periódicos, roto por los dobleces,
    y casi deshaciéndose en jirones cuadrados, parecía mucho más antiguo que el otro.
    —Dos hechos, dos pruebas —dijo Thénardier. Y tendió a Marius los dos periódicos desdoblados.
    El lector conoce ya estos dos periódicos. Uno, el más antiguo, un ejemplar del Drapeau Blanc del 25
    de julio de 1823, del que se ha podido leer el texto en este libro, donde se establece la identidad del
    señor Madeleine como Jean Valjean. El otro, un Moniteur del 15 de julio de 1832, informaba del
    suicidio de Javert, añadiendo que resultaba de un informe verbal del agente al prefecto, que hecho
    prisionero en la barricada de la calle Chanvrerie, debía la vida a la magnanimidad de un insurgente,
    quien, teniéndole apuntado con su pistola, en lugar de levantarle la tapa de los sesos, había disparado al
    aire.
    Marius leyó. Era evidente, fecha correcta, prueba irrefutable, que aquellos periódicos no habían sido
    impresos a propósito para apoyar las informaciones de Thénardier; la nota publicada en el Moniteur
    estaba comunicada administrativamente por la prefectura de policía. Marius no podía dudar. Los
    informes del cajero eran falsos y él estaba equivocado. Jean Valjean engrandeciéndose repentinamente,
    salía de la nube. Marius no pudo retener un grito de alegría:
    —¡Entonces ese desgraciado es un hombre admirable!, ¡toda esa fortuna era realmente suya!, ¡es
    Madeleine, la providencia de todo el país!, ¡es Jean Valjean, el salvador de Javert!, ¡es un héroe!, ¡es un
    santo!
    —No es un santo ni un héroe —dijo Thénardier—. Es un asesino y un ladrón. —Y añadió con el tono
    de un hombre que empieza a sentir que posee alguna autoridad—: Tranquilicémonos.
    Ladrón, asesino, esas palabras que Marius creía desaparecidas y que entraban de nuevo en escena
    cayeron sobre él como un témpano de hielo.
    —¡Todavía! —dijo.
    —Siempre —contestó Thénardier—. Jean Valjean no ha robado al señor Madeleine pero es un
    ladrón. No ha matado a Javert pero es un asesino.
    —¿Queréis hablar —repuso Marius— de ese miserable robo de hace cuarenta años, expiado, como
    resulta de vuestros periódicos mismos, por toda una vida de arrepentimiento, de abnegación y de virtud?
    —He dicho asesinato y robo, señor barón. Y repito que hablo de hechos actuales. Lo que tengo que
    revelaros es absolutamente desconocido. Es algo inédito. Y tal vez encontraréis el origen de la fortuna
    ofrecida hábilmente por Jean Valjean a la señora baronesa. Digo hábilmente, pues, por medio de una
    donación de ese tipo, pensaba introducirse en una familia honrada con la que compartir las comodidades,
    y al mismo tiempo ocultar su crimen, gozar de lo robado, ocultar su nombre y crearse una familia. No
    sería un acto muy torpe.
    —Podría interrumpiros aquí —observó Marius—, pero continuad.
    —Señor barón, voy a contároslo todo, dejando la recompensa a vuestra discreción. Este secreto vale
    oro macizo. Me diréis: «¿Por qué no te has dirigido a Jean Valjean?» Por una razón muy sencilla: sé que
    él se ha desprendido en vuestro favor, y la combinación me parece ingeniosa; pero así y todo no tiene ni
    un sueldo, y me mostraría sus manos vacías; puesto que yo tengo necesidad de dinero para mi viaje a
    Joya, os prefiero a vos, que lo tenéis todo. Estoy un poco cansado. Permitidme sentarme.
    Marius se sentó y le indicó con un ademán que hiciera lo mismo.
    Thénardier se sentó en una silla acolchada, cogió los dos periódicos, los metió en el sobre y
    murmuró, refiriéndose al Drapeau Blanc:
    —Éste me ha costado trabajo hallarlo.
    Dicho esto, cruzó las piernas y apoyóse en el respaldo de la silla, actitud propia de las personas
    seguras de lo que dicen; luego entró en materia gravemente, y acentuando las palabras.
    —Señor barón, el 6 de junio de 1832, hace aproximadamente un año, el día del motín, había un
    hombre en la alcantarilla grande de París, en el punto en que esta alcantarilla desemboca al Sena, entre el
    puente de los Inválidos y el puente de Léna.
    Marius acercó bruscamente su silla a la de Thénardier. Thénardier observó aquel movimiento y
    continuó con la lentitud de un orador que es dueño de su interlocutor y que siente la palpitación de su
    adversario por sus palabras.
    —Ese hombre, obligado a ocultarse por razones ajenas a la política, había tomado la alcantarilla por
    domicilio y poseía una llave. Era repito, el 6 de junio; serían las ocho de k noche. El hombre oyó un
    ruido en la alcantarilla. Sorprendido, se ocultó y esperó. Era un ruido de pasos; alguien andaba en la
    sombra, y se dirigía hacia él. Cosa extraña, en la alcantarilla había alguien más que él. La reja de salida
    no estaba lejos. Un poco de luz que entraba por ella le permitió reconocer al recién llegado y ver que
    aquel hombre llevaba algo sobre sus hombros. El hombre que andaba curvado era un antiguo presidiario,
    y lo que llevaba sobre los hombros era un cadáver. Flagrante delito de asesinato, si lo hubo. En cuanto al
    robo, es cosa natural; no se mata a un hombre gratis. El presidiario iba a arrojar el cadáver al río. Hay
    que destacar un hecho, y es que antes de llegar a la reja de salida, el presidiario, que venía de un punto
    lejano de la alcantarilla, debió necesariamente tropezar con un cenagal espantoso, donde parece que pudo
    haber dejado el cadáver; pero al día siguiente los aleantarilleros, trabajando en el cenagal, habrían
    descubierto al hombre asesinado, lo cual no deseaba sin duda el asesino. Prefirió atravesar el pantano,
    con su carga, y sus esfuerzos debieron ser terribles, es imposible arriesgar más la vida; no comprendo
    cómo salió vivo de allí.






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    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
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    (Hánjel)





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