Cosa admirable, la poesía de un pueblo es el elemento de su progreso. La cantidad de civilización se
mide por la cantidad de imaginación. Pero un posible civilizador debe conservarse varonil. Corinto sí,
Síbaris no. El que se afemina se envilece. Ni diletante ni virtuoso; pero es preciso ser artista. En materia
de civilización, no ha de buscarse el refinamiento, sino lo sublime. Con esta condición, se da al género
humano el patrón del ideal.
El ideal moderno tiene su tipo en el arte y su medio en la ciencia. Con el auxilio de la ciencia se
realizará esta visión augusta de los poetas: la belleza social. Se reconstruirá el Edén con A + B. Al punto
a que ha llegado la civilización, lo exacto es un elemento necesario de lo espléndido, y el órgano
científico no sólo sirve, sino que complementa el sentido artístico. La fantasía debe calcular. El arte, que
es el conquistador, debe tener por punto de apoyo la ciencia, que es quien marcha. La solidez de la
montura importa. El espíritu moderno es el genio de Grecia que tiene por vehículo el genio de la India.
Alejandro sobre el elefante.
Las razas petrificadas en el dogma, o desmoralizadas por el lucro, son impropias de la conducta de la
civilización. La genuflexión delante del ídolo, o delante del escudo, atrofia el músculo que anda y la
voluntad que va. La absorción hierática o comercial aminora la irradiación de un pueblo, baja su
horizonte al bajar su nivel, y le retira el conocimiento, a la vez humano y divino, del fin universal, que
constituye las naciones misioneras. Babilonia no tiene ideal; Cartago no tiene ideal. Atenas y Roma,
tienen y conservan, incluso a través de todo el espesor nocturno de los siglos, aureolas de civilización.
Francia es un pueblo con las mismas cualidades que Grecia e Italia. Es ateniense por amor a lo bello
y romana por el amor a lo grande. Además, es buena. Se da. Está pronta para la abnegación y el sacrificio
con mucha más frecuencia que los otros pueblos. Pero esta facultad, tan pronto como la coge, la deja. Y
de ahí el gran peligro para los que corren cuando ella no quiere sino andar, o para los que andan cuando
ella desea estarse quieta. Francia tiene sus recaídas de materialismo, y en ciertos instantes las ideas que
obstruyen su cerebro sublime no muestran nada que recuerde la grandeza francesa. ¡Qué remedio! El
gigante representa el papel del enano.
La inmensa Francia tiene sus caprichos de pequeñez. A esto se reduce todo.
No hay nada que decir. Los pueblos, como los astros, tienen el derecho al eclipse. Y todo está bien,
con tal de que vuelva la luz y el eclipse no degenere en noche. Alba y resurrección son sinónimos. La
reaparición de la luz es idéntica a la persistencia del yo.
Hagamos constar estos hechos con calma. La muerte en la barricada o la tumba en el exilio es un
recurso aceptable para la abnegación. El verdadero nombre de la abnegación es desinterés. Que los
abandonados se dejen abandonar, que los exiliados se dejen exiliar, y limitémonos a suplicar a los
grandes pueblos que no vayan demasiado lejos cuando retrocedan. No se debe, so pretexto de volver a la
razón, descender demasiado.
La materia existe, y el minuto y los intereses y el vientre existen; pero no se deben oír los consejos
del vientre. La vida momentánea tiene su derecho, lo admitimos, pero la vida permanente tiene el suyo.
¡Ay! El haber subido no impide caer. Ejemplos de esto, más de los que se quisieran, se encuentran en la
historia. Una nación es ilustre, toma el gusto al ideal, y luego se revuelve en el fango, y le sabe bien; y si
se le pregunta cómo es que deja a Sócrates por Falstaff, responde: «Porque me gustan más los hombres
de Estado».
Unas palabras más antes de volver a la refriega.
Una batalla como la que referimos en este momento no es otra cosa que una convulsión hacia lo ideal.
El progreso con trabas es enfermizo y padece epilepsias trágicas. Esa enfermedad del progreso, la guerra
civil, hemos debido encontrarla a nuestro paso. Es una de las fases fatales, a la vez acto y entreacto, de
ese drama cuyo pivote es un condenado social, y cuyo título verdadero es: El Progreso.
¡El Progreso!
Este grito que lanzamos a menudo es todo nuestro pensamiento; y en el punto del drama al que hemos
llegado, teniendo que experimentar aún más de una prueba la idea que contiene, quizá nos sea permitido,
si no descorrer el velo, al menos dejar entrever claramente la luz.
El libro que el lector tiene ante los ojos en este instante, en su conjunto y en sus pormenores,
cualesquiera que sean las intermitencias, las excepciones o las debilidades, es la marcha del mal al bien,
de lo injusto a lo justo, de lo falso a lo verdadero, de la noche al día, del apetito a la conciencia, de la
podredumbre a la vida, de la bestialidad al deber, del infierno al cielo, de la nada a Dios. Punto de
partida: la materia; punto de llegada: el alma. La hidra al principio, el ángel al fin.
XXI
LOS HÉROES
De repente, el tambor dio la señal de ataque.
El ataque fue el huracán. La víspera, en la oscuridad, los sitiadores se habían aproximado a la
barricada silenciosamente, como una boa. Ahora, en pleno día, en aquella calle ancha, la sorpresa era de
todo punto imposible; además, la fuerza estaba desenmascarada; el cañón había empezado a rugir, y el
ejército se precipitó sobre el reducto. La furia era ahora la habilidad. Una poderosa columna de
infantería de línea, cortada a intervalos iguales por guardia nacional y municipal a pie, y apoyada en
masas profundas a las que se oía sin verlas, desembocó en la calle a paso de carga, tocando tambores y
clarines, con las bayonetas caladas y los zapadores a la cabeza; imperturbable bajo los proyectiles, cayó
sobre la barricada con el peso de una viga de bronce sobre un muro.
El muro se mantuvo firme.
Los insurgentes hicieron fuego impetuosamente. La barricada escalada ostentó una crin de
relámpagos. El asalto fue tan furibundo que por un momento se vio la barricada llena de sitiadores; pero
la barricada se sacudió a los soldados como el león a los perros, y no se cubrió de combatientes sino
como el arrecife de espuma, para reaparecer luego escarpada, negra, formidable.
La columna, obligada a replegarse, permaneció formada en la calle, al descubierto, pero terrible, y
respondió al reducto por medio de una espantosa descarga de fusilería. Todo el que ha visto fuegos
artificiales recordará la gavilla de cohetes voladores que se denomina ramillete. Represéntese al lector
ese ramillete, no vertical, sino horizontal, con una bala de fusil en cada uno de esos chorros de fuego, y
lanzando la muerte al deshacerse sus racimos de rayos.
De ambas partes había igual resolución. La bravura era casi bárbara, con una especie de ferocidad
heroica que empezaba por el sacrificio de sí mismo. Era la época en que un guardia nacional combatía
como un zuavo. La tropa quería acabar pronto; la insurrección quería luchar. La aceptación de la agonía
en plena juventud y en plena salud convierte la intrepidez en frenesí. Cada cual tenía allí el
engrandecimiento de la hora suprema. La calle se cubrió de cadáveres.
La barricada tenía en uno de sus extremos a Enjolras y en el otro a Marius. Enjolras, que llevaba toda
la barricada dentro de su cabeza, se reservaba y se ponía al abrigo de las balas; tres soldados cayeron
uno tras otro al pie de su almena, sin haberle visto siquiera. Marius combatía al descubierto,
constituyéndose en blanco de los fusiles enemigos. Más de la mitad de su cuerpo sobresalía por encima
del reducto. No hay mayor prodigio que un avaro que se entrega al despilfarro, y no hay nadie más
terrible en la pelea que el hombre soñador. Marius era formidable y pensativo. Estaba en la batalla como
en un sueño. Hubiérase dicho un fantasma disparando tiros.
Los cartuchos de los sitiados se agotaban, pero no sus sarcasmos. En aquel torbellino de sepulcro en
el que se hallaban, se reían.
Courfeyrac tenía la cabeza descubierta.
—¿Qué has hecho de tu sombrero? —preguntó Bossuet.
Courfeyrac respondió:
—Han logrado quitármelo a cañonazos.
O bien decían cosas de índole más elevada.
—¡Cómo comprender —gritaba Feuilly con amargura— a estos hombres —y citaba los nombres,
nombres conocidos, célebres incluso, algunos del antiguo ejército— que habían prometido unírsenos y
habían jurado ayudarnos, que son nuestros generales y que nos abandonan!
Combeferre se limitaba a contestar con una grave sonrisa:
—Hay personas que observan las reglas del honor como se observan las estrellas, desde muy lejos.
El interior de la barricada estaba sembrado de tal modo de cartuchos rotos que parecía haber nevado.
Los asaltantes tenían la ventaja del número; los insurgentes la ventaja de la posición. Estaban en lo
alto de una muralla, y hacían fuego a boca de jarro contra los soldados, quienes tropezaban con los
muertos y heridos, enredándose en la escarpa. Aquella barricada, construida como estaba, y
admirablemente apuntalada, era, en verdad, una de esas posiciones donde un puñado de hombres resisten
a una legión. No obstante, la columna de ataque, engrosando sin cesar bajo la lluvia de balas, se acercaba
inexorablemente; y ahora el ejército, poco a poco, paso a paso, pero con seguridad, presionaba como el
tornillo de una prensa.
Los asaltos se sucedieron. El horror iba en aumento.
Entonces empezó en aquel montón de adoquines, en aquella calle, una lucha digna de una muralla de
Troya. Aquellos hombres macilentos, harapientos, cansados, que no habían comido desde hacía
veinticuatro horas, que no habían dormido, que sólo contaban con unos pocos tiros más, que se tentaban
los bolsillos vacíos de cartuchos, casi todos heridos, vendada la cabeza o el brazo con un lienzo mohoso
y negruzco, de cuyos calzones agujereados brotaba la sangre, armados con malos fusiles y viejos sables
mellados, se convirtieron en titanes. La barricada fue abordada diez veces, y asaltada, y escalada, y en
ninguna ocasión se consiguió tomarla.
Para hacerse una idea de esta lucha, sería preciso imaginarse una terrible hoguera, un espantoso
incendio. No era un combate, sino el interior de un horno; las bocas respiraban llamas; los rostros tenían
algo de extraordinario. La forma humana parecía allí imposible; los combatientes resplandecían, y era
monstruoso ver ir y venir por entre el humo rojizo a aquellas salamandras de la pelea.
No es posible describir las escenas sucesivas y simultáneas de esta matanza grandiosa. Unicamente
una epopeya tiene derecho a llenar doce mil versos con una batalla.
Hubiérase dicho que era el infierno del brahmanismo, el más formidable de los diecisiete abismos,
que Veda llama la Selva de Espadas.
Se luchaba cuerpo a cuerpo, palmo a palmo, a pistoletazos, a sablazos, a puñetazos de lejos, de cerca,
desde arriba, desde abajo, desde todas partes, desde los tejados de la casa, desde las ventanas de la
taberna, desde los respiraderos de las bodegas, donde algunos se habían retirado. Eran uno contra
sesenta. La fachada de Corinto, a medio demoler, estaba horrible. La ventana, tatuada de metralla, había
perdido los vidrios y los marcos, y no era más que un enorme agujero, precipitadamente tapado con
adoquines. Bossuet murió; Feuilly murió; Courfeyrac murió; Joly murió; Combeferre, atravesado el pecho
por tres bayonetazos, en el momento en que relevaba a un soldado herido, no tuvo tiempo más que para
mirar al cielo, y expiró.
Marius, combatiendo siempre, estaba tan acribillado de heridas, particularmente en la cabeza, que su
rostro desaparecía bajo la sangre, y se hubiera dicho que lo llevaba cubierto con un pañuelo encarnado.
Enj oirás era el único que no había sido alcanzado. Cuando no tenía arma, extendía la mano a derecha
e izquierda, y un insurrecto le daba una cualquiera. No le quedaba sino un pedazo de cuatro espadas, una
más que Francisco I, en Marignan.
Homero dice: «Diomedes degüella a Axilio, hijo de Teutranide, que habitaba en la feliz Arisba;
Eurialo, hijo de Mecisteo, extermina a Dresos, y Ofeltios a Esepo y a Pedaso, el que la náyade
Abarbarea concibió del irreprochable Bucolionte; Ulises derriba a Pidites de Percosa; Antíloco a
Ablero; Polipetes a Astialo; Polidamas a Otos de Cilene, y Teuco a Aretaonte. Megantios muere
atravesado por la pica de Euripiles. Agamenón, rey de los héroes, arroja en tierra a Elates, oriundo de la
escarpada ciudad que baña el sonoro río Satnois».
En nuestros viejos poemas de gestas, Esplandian ataca con un hacha de fuego al gigante marqués de
Swantibore, el cual se defiende lapidando al caballero, con torres que arranca de raíz. Nuestros antiguos
frescos murales nos muestran a los duques de Bretaña y Borbón armados con sus escudos de guerra, a
caballo, y abordándose uno a otro, empuñada el hacha de combate, con máscaras de hierro, botas de
hierro, guantes de hierro, uno con manto de armiño, y el otro de azul; Bretaña con su león entre los dos
cuernos de su corona, y Borbón con un casco de visera que figuraba una monstruosa flor de lis. Pero para
ser soberbio no es necesario llevar como Yvon el morrión ducal, ni tener en la mano como Esplandian,
una llama viva, o como Files, padre de Polidamas, haber traído de Epiro una buena armadura, regalo del
rey de los hombres Eufetes. Basta dar la vida por una convicción o por una lealtad. Ese soldado sencillo,
ayer campesino en Beauce o Limousin, que ronda con el machete al costado a las niñeras del
Luxemburgo, o ese estudiante pálido inclinado sobre un estuche de anatomía, o sobre un libro, rubio
adolescente que corta su barba con tijeras; tomadlos a ambos, insufladles el deber, metedlos frente a
frente en la encrucijada de Boucherat, o en la callejuela sin salida de Planche-Mibray, que uno combata
por su bandera y otro por su ideal; que imaginen los dos que combaten por la patria; la lucha será
colosal; y la sombra que harán en el gran campo épico donde lucha la humanidad, el currutaco y el
estudiantillo, igualará a la sombra que proyecta Megarion, rey de la Licia llena de tigres, luchando
cuerpo a cuerpo con el inmenso Ajax, igual a los dioses.
CONT
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