Por lo demás, como se habrá podido conjeturar, la señorita Gillenormand había fracasado en su
tentativa de sustituir a Marius con su favorito, el oficial de lanceros. El sustituto, Théodule, no había
cuajado. El señor Gillenormand no había aceptado el quid pro quo. El vacío del corazón no se acomoda
a un alma cualquiera. Théodule, a su vez, aunque deseando la herencia, detestaba la servidumbre de
agradar. El viejo fastidiaba al lancero, y el lancero chocaba al viejo. El teniente Théodule era alegre, sin
duda, pero charlatán; frívolo, pero vulgar; buen vividor, pero de mala sociedad; tenía queridas, es
verdad, y hablaba mucho de ellas, pero hablaba mal. Todas sus cualidades tenían un defecto.
El señor Gillenormand estaba cansado de oírle hablar de los «buenos partidos» que vivían alrededor
de su cuartel de la calle de Babylone. Además, el teniente Gillenormand venía alguna vez de uniforme,
con la escarapela tricolor. Todo esto le hacía sencillamente imposible. El señor Gillenormand había
acabado por decir a su hija:
—Ya estoy cansado de Théodule. Recíbele tú si quieres. Me gustan poco las gentes de guerra en
tiempos de paz. No sé si preferir los veteranos á los que andan arrastrando el sable. El ruido de las
espadas en la batalla es menos miserable que el ruido que hace la vaina en el suelo. Además, acicalarse
como matasiete, apretarse el talle como una chiquilla y gastar corsé debajo de la coraza, es ser dos veces
ridículo. El que es hombre verdaderamente está a igual distancia de la fanfarronada que de la puerilidad.
Ni Fierabrás ni tierno corazón. Guárdate tu Théodule.
Su hija le contestó:
—Sin embargo, es vuestro sobrino.
Pero se descubrió que el señor Gillenormand, que era abuelo hasta la punta de los dedos, no era
enteramente tío.
Una noche, era el 4 de junio, cosa que no impedía que el tío Gillenormand tuviera un buen fuego en la
chimenea, había despedido a su hija, que cosía en la habitación próxima. Estaba solo en su habitación de
pinturas pastoriles, con los pies en los morillos, medio rodeado por su ancho biombo de coromandel de
nueve hojas, cerca de la mesa, sobre la cual había dos bujías con pantalla verde, sumergido en su sillón
de tapicería, con un libro en la mano, pero sin leerlo. Iba vestido según la antigua moda de los pisaverdes
del Directorio, y parecía un retrato de Garat. Si hubiera salido con aquel traje, le hubieran seguido en la
calle, pero su hija le cubría, siempre que salía, con una gran bata episcopal que ocultaba sus ropas. En su
casa, excepto para levantarse y acostarse, no usaba nunca bata. «Esto le hace a uno parecer viejo», decía.
El tío Gillenormand pensaba en Marius amargamente, y como de ordinario, dominaba su amargura. Su
ternura dolorida concluía por convertirse en indignación. Se encontraba en esa situación en que se trata
de tomar un partido y aceptar lo que mortifica. Estaba ya dispuesto a decirse que no había razón para que
Marius volviese, pues si hubiera tenido que volver, lo habría hecho ya, y que, por consiguiente, era
preciso renunciar a verle. Trataba de habituarse a la idea de que todo había terminado, y que moriría sin
ver a «aquel caballero».
Pero toda su naturaleza se rebelaba, y su vieja paternidad no podía consentirlo. «¡Qué! —decía—.
¡No vendrá!», y ésta era su muletilla. Su cabeza calva había caído sobre su pecho, y fijaba vagamente en
la ceniza del hogar una mirada lamentable e irritada.
En lo más profundo de esta meditación, su antiguo criado Basque entró y preguntó:
—Señor, ¿podéis recibir al señor Marius?
El anciano se incorporó en su asiento, pálido y semejante a un cadáver que se alza bajo una sacudida
galvánica. Toda su sangre había refluido a su corazón. Murmuró:
—¿Qué señor Marius?
—No lo sé —respondió Basque intimidado y desconcertado por el aspecto de su amo—. No le he
visto. Nicolette es quien acaba de decírmelo. «Ahí está un joven, dice que es el señor Marius».
El tío Gillenormand balbució en voz baja:
—Hacedle entrar.
Permaneció en la misma actitud, con la cabeza temblorosa y la mirada fija en la puerta. Abrióse ésta
y entró un joven. Era Marius.
Marius se detuvo en la puerta como esperando que le dijesen que entrase.
Su traje miserable no se veía apenas en la oscuridad que formaba la pantalla. No se distinguía más
que su rostro tranquilo y grave, pero extrañamente triste.
El tío Gillenormand, sobrecogido de estupor y de alegría, permaneció algunos instantes sin ver otra
cosa que una claridad, como cuando se está delante de una aparición. Estaba a punto de desfallecer; veía
a Marius a través de un deslumbramiento. ¡Era él, sí, era Marius!
¡Por fin! ¡Después de cuatro años! Se apoderó de él, por decirlo así, de repente, con un solo golpe de
vista. Le encontró hermoso, noble, distinguido, hombre hecho, la actitud conveniente, con aire simpático.
Tuvo deseos de abrir sus brazos, de llamarle, de precipitarse; la alegría le oprimía el corazón; le
ahogaban palabras afectuosas. Toda esta ternura se abrió paso y llegó a sus labios, pero en contraste con
lo que era el fondo de su naturaleza, salió de ellos la dureza, y dijo bruscamente:
—¿Qué venís a hacer aquí?
Marius respondió con embarazo:
—Señor…
El señor Gillenormand hubiera querido que Marius se arrojara a sus brazos. Estuvo descontento de
Marius y de sí mismo. Dióse cuenta de que él era brusco, y Marius era frío. Para el buen hombre era una
insoportable e irritante ansiedad sentirse tan tierno y tan conmovido en el interior y ser tan duro
exteriormente. Volvió a su amargura, e interrumpió a Marius con aspereza:
—¿Entonces, a qué venís?
Este «entonces», significaba: «si no venís a abrazarme». Marius miró a su abuelo, que con su palidez
parecía un busto de mármol.
—Señor…
El viejo dijo con voz severa:
—¿Venís a pedirme perdón? ¿Habéis reconocido vuestros errores?
Creía con esto poner a Marius en camino para que el «niño» le pidiese perdón. Marius tembló; le
exigía que se opusiese a su padre; bajó los ojos y respondió:
—No, señor.
—¡Entonces! —exclamó, impetuosamente el anciano con un dolor punzante y lleno de cólera—. ¿Qué
queréis de mí?
Marius juntó las manos, dio un paso, y dijo con una voz débil y temblorosa:
—Señor, tened compasión de mí.
Estas palabras conmovieron al señor Gillenormand. Un momento antes, le hubieran enternecido, pero
era demasiado tarde. El abuelo se levantó y apoyó las dos manos en el bastón; tenía los labios pálidos, la
cabeza vacilante, pero su alta estatura dominaba a Marius, que estaba inclinado.
—¡Compasión de vos, caballero! ¡Un adolescente que pide compasión a un anciano de noventa y un
años! Vos entráis en la vida y yo salgo de ella; vos vais al teatro, a los bailes, al café, al billar, tenéis
talento, agradáis a las mujeres, sois un buen mozo, y yo escupo en medio del verano en la lumbre; sois
rico con las únicas riquezas que existen, y yo tengo todas las pobrezas que dan la vejez, la debilidad, el
aislamiento. Tenéis treinta y dos dientes, un buen estómago, la vista clara, fuerza, apetito, salud, alegría,
un bosque de cabellos negros, y yo no tengo siquiera cabellos blancos, he perdido mis dientes, flaquean
mis piernas, pierdo la memoria; hay tres calles cuyos nombres confundo siempre: la calle Charlot, la
calle de Chaume y la calle Saint-Claude; así me veo. Vos tenéis delante un porvenir lleno de luz, y yo
empiezo a no ver ni gota, tanto he avanzado en la oscuridad; vos estáis enamorado, por descontado, y a
mí no me ama nadie en el mundo. ¡Y venís a pedirme compasión! Caramba, Moliere ha olvidado esta
escena. Si es así como litigáis en el tribunal los abogados, os felicito cordialmente. Sois unos pícaros. —Y el octogenario continuó con voz airada y grave—: Pero veamos, ¿qué es lo que queréis de mí?
—Señor, sé que mi presencia os enoja, pero vengo solamente a pediros una cosa; después me iré en
seguida.
—¡Sois un necio! —dijo el anciano—. ¿Quién os dice que os vayáis?
Era la traducción de aquella frase tierna que tenía en el fondo del corazón: «¡Pídeme perdón!
¡Arrójate a mi cuello!» El señor Gillenormand se daba cuenta de que Marius iba a abandonarle dentro de
algunos instantes, que su mala acogida le entibiaba, que su dureza le rechazaba; se decía todo esto, y su
dolor aumentaba; pero como éste se cambiaba en cólera, iba aumentando su ira.
Hubiera querido que Marius le comprendiese, pero Marius no le comprendía; esto ponía furioso al
buen hombre. Y continuó:
—¡Cómo! Me habéis faltado a mí, a vuestro abuelo; habéis abandonado mi casa para ir quién sabe
dónde, habéis dejado desolada a vuestra tía; habéis querido, porque esto se adivina, es más cómodo,
llevar la vida de joven, hacer el currucato, volver a casa a cualquier hora, divertiros; no habéis dado
señales de vida; habéis contraído deudas sin decirme que las pague; habréis roto vidrios y os habréis
hecho camorrista, y al cabo de cuatro años venís a mi casa… ¿y no tenéis que decirme más que esto?
Este modo violento de empujar al joven hacia la ternura sólo produjo el silencio de Marius. El señor
Gillenormand cruzó los brazos, movimiento que era en él particularmente imperioso y apostrofó a Marius
amargamente:
—Concluyamos. ¿Venís a pedirme algo? Decidlo. ¿Qué queréis? ¿Qué es? Hablad.
—Señor —dijo Marius con la mirada de un hombre que se da cuenta de que va a caer en un
precipicio—. Vengo a pediros permiso para casarme.
El señor Gillenormand llamó. Basque entreabrió la puerta.
—Haced venir a mi hija.
Un segundo más tarde, la puerta volvió a abrirse y la señorita Gillenormand se dejó ver, pero no
entró. Marius estaba de pie, mudo, con los brazos caídos, con el aspecto de un culpable.
El señor Gillenormand iba y venía a lo largo y a lo ancho de la habitación. Se volvió hacia su hija y
le dijo:
—Nada. Es el señor Marius. Decidle buenos días. El señor quiere casarse. Eso es todo. Marchaos.
El ronco sonido de la voz del anciano anunciaba una extraña plenitud de ira. La tía contempló a
Marius con aire asustado, apenas pareció reconocerle, no dejó escapar ni un gesto ni una sílaba, y
desapareció con más rapidez que una paja empujada por el huracán.
Mientras tanto el señor Gillenormand se había recostado en la chimenea.
—¡Casaros! ¡A los veintiún años! ¡Lo habéis arreglado así! ¡No tenéis más que pedirme permiso! Una
formalidad. Sentaos, caballero. Habéis pasado por una revolución desde que no he tenido el honor de
veros, y han vencido en vos los jacobinos. Debéis estar muy contento. ¿No sois republicano desde que
sois barón? Vos conciliáis esto. La república es una salsa de la baronía. ¿Tenéis acaso la condecoración
de julio? ¿Habéis tenido alguna parte en la toma del Louvre? Hay aquí cerca, en la calle de SaintAntoine, frente a la calle de Nonnains-d’Hyéres, una bala incrustada en la pared, en el tercer piso de una
casa con esta inscripción: «28 de julio de 1830». Id a verla: Produce un buen efecto. ¡Ah! ¡Vuestros
amigos hacen cosas muy bonitas! Y a propósito: ¿no van a hacer una fuente donde está el monumento del
duque de Berry? ¿Conque queréis casaros? ¿Con quién? ¿Puedo preguntar, sin ser indiscreto, con quién?
Y se detuvo; pero antes de que Marius tuviese tiempo de responder, añadió con violencia:
—¡Ah! ¿Tenéis posición? ¿Habéis hecho fortuna? ¿Cuánto ganáis en vuestro oficio de abogado?
—Nada —dijo Marius con una especie de firmeza y resolución casi feroz.
—¿Nada? ¿No tenéis para vivir más que los mil doscientos francos que os envío?
Marius no respondió, y el señor Gillenormand continuó:
—Entonces ya comprendo. ¿Es rica la joven?
—Como yo.
—¡Qué! ¿No tiene dote?
—No.
—¿Y esperanzas?
—Creo que no.
—¡Enteramente desnuda! ¿Y qué es su padre?
—No lo sé.
—¿Y cómo se llama ella?
—Fauchelevent.
—¿Fauche… qué?
—Fauchelevent.
—Pst —dijo el viejo.
—¡Señor! —exclamó Marius.
El señor Gillenormand le interrumpió con el tono de un hombre que se habla a sí mismo:
—Eso es, veintiún años, sin posición, mil doscientos francos al año, y la señora baronesa de
Pontmercy irá a comprar dos sueldos de perejil a casa de la frutera.
—Señor —repitió Marius con la angustia de la última esperanza que se desvanece—. ¡Os lo suplico!
Os lo suplico en nombre del cielo, con las manos juntas, me pongo a vuestros pies; ¡permitidme que me
case!
El anciano lanzó una carcajada estridente y lúgubre, a través de la cual tosía y hablaba.
—¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! Os habéis dicho: ¡Pardiez! ¡Voy a buscar a ese viejo pelucón, a ese absurdo
bodoque! ¡Qué lástima que yo no tenga veinticinco años! ¡Cómo le pasaría una respetuosa papeleta!
¡Cómo me las arreglaría sin él! Pero es lo mismo. Le diré: «Viejo cretino, eres muy dichoso en verme;
tengo ganas de casarme, quiero casarme con la señorita fulana, hija del señor zutano; yo no tengo zapatos,
ella no tiene camisa; pero quiero echar a un lado mi carrera, mi porvenir, mi juventud, mi vida; deseo
hacer una excursión por la miseria, con una mujer al cuello; éste es mi pensamiento, y es preciso que
consientas», y el viejo fósil consentirá. Anda, hijo mío, como tú quieras, átate, cásate con tu
Pousselevent, tu Coupelevent… ¡Nunca, caballero, nunca!
—¡Padre mío!
—¡Nunca!
Marius perdió toda esperanza al oír el acento con que fue pronunciado este «nunca».
Atravesó el cuarto lentamente, con la cabeza inclinada, temblando, y más semejante al que se muere
que al que se va. El señor Gillenormand le seguía con los ojos, y en el momento en que la puerta se abría
y Marius iba a salir, dio cuatro pasos con esa vivacidad senil de los ancianos imperiosos y mimados,
cogió a Marius por el cuello, le volvió a la habitación, le arrojó en un sillón y dijo:
—¡Cuéntamelo todo!
Las palabras «padre mío», que se le habían escapado a Marius, habían causado esta revolución.
Marius le miró asustado. El rostro móvil del señor Gillenormand no expresaba más que una ruda e
inefable buena fe. El abuelo se había convertido en padre.
—Vamos a ver, habla, cuéntame tus amores y dímelo en secreto, dímelo todo. ¡Caramba! ¡Qué tontos
son los jóvenes!
—¡Padre mío! —repitió Marius.
Todo el rostro del anciano se iluminó con un indecible resplandor.
—Sí, eso es; ¡llámame padre y verás!
Había en esta brusquedad algo tan hermoso, tan dulce, tan franco, tan paternal que Marius pasó
repentinamente del desánimo a la esperanza, y quedó como aturdido y confuso. Estaba sentado cerca de
la mesa; la luz de las velas hacía muy visible la miseria de su traje, que el señor Gillenormand examinaba
con asombro.
—Y bien, padre mío —dijo Marius.
—¡Ah! —dijo el señor Gillenormand—. No tienes ni un sueldo. Estás vestido como un ladrón.
Y abriendo un cajón, sacó una bolsa que puso sobre la mesa:
—Toma, aquí tienes cien luises, cómprate un sombrero.
—Padre mío —prosiguió Marius—, mi buen padre, ¡si supieseis!, la amo. No podéis figuraros. La
primera vez que la vi era en el Luxemburgo, a donde ella iba a pasear; al principio no le presté atención,
pero luego, no sé cómo fue y me he enamorado. ¡Oh, qué desgraciado me ha hecho esto! Pero, en fin,
ahora la veo todos los días en su casa, su padre no lo sabe. Figuraos que van a partir; nos vemos en el
jardín por la noche; su padre quiere irse a Inglaterra, y entonces yo me dije: Veré a mi abuelo y se lo
explicaré todo. Me volveré loco, me moriré, caeré enfermo, me arrojaré al agua. Es preciso que me case
con ella, pues de lo contrario me volvería loco. Ésta es toda la verdad; creo que no he olvidado nada.
Ella vive en una casa con un jardín en el que hay una verja, en la calle Plumet, cerca de los Inválidos.
El señor Gillenormand se había sentado alegremente al lado de Marius. Mientras le escuchaba y
gozaba con el sonido de su voz, saboreaba al mismo tiempo un polvo de tabaco. A esta palabra, calle
Plumet, interrumpió su aspiración y dejó caer el resto del tabaco sobre las rodillas.
—¡Calle Plumet! ¿La calle Plumet, dices? ¡Veamos! ¿No hay un cuartel por allí cerca? Sí, esto es. Tu
primo Théodule me ha hablado de ello. El lancero, el oficial. ¡Una jovencita, mi buen amigo, una
jovencita! ¡Pardiez! Sí, en la calle Plumet, la que antes se llamaba calle Blomet. Ahora me acuerdo. He
oído hablar de esa jovencita de la verja de la calle Plumet. En un jardín. Una pamela. No tienes mal
gusto. Es muy aseadita. Entre nosotros, creo que ese tonto lancero le ha hecho la corte. No sé hasta dónde
habrá llegado. En fin, no importa. Por otra parte, no hay que creerle. Se envanece. ¡Marius! Me parece
muy bien que un joven como tú esté enamorado. Es propio de tu edad. Prefiero que estés prendado de
unas faldas, ¡caramba!, de veinte faldas, antes que del señor Robespierre. Por mi parte, en materia de
sanscoulottes no me gustan más que las mujeres. ¡Las chicas bonitas son las chicas bonitas!, ¡qué
diablos!, y a esto no puede hacerse objeción alguna. En cuanto a la pequeña, te recibe a espaldas de papá.
Eso está en orden. A mí me han ocurrido también historias de este género, y más de una. ¿Sabes lo que se
hace? No se toma la cosa con ferocidad; no se precipita uno en lo trágico, en el casamiento, en ir a casa
del alcalde a verle con su faja. Es preciso ser un muchacho de genio; es necesario tener sentido común.
Tropezad, mortales, pero no os caséis. Cuando llega un caso como éste, se busca al abuelo, que es un
buen hombre en el fondo, y que tiene siempre algunos cartuchos de luises en el cajón, y se le dice:
«Abuelo, me pasa esto». Y el abuelo, dice: «Es muy natural. Es preciso que la juventud se divierta y que
la vejez se arrugue». Yo he sido joven y tú serás viejo. Anda, hijo mío, que ya dirás esto mismo a tus
nietos. Aquí tienes doscientas pistolas. Diviértete. ¡Caramba! ¡Nada mejor! Así debe llevarse este
negocio. No se casa uno, pero esto no impide… ¿me comprendes?
Marius, petrificado y sin poder pronunciar ni una sola palabra, hizo con la cabeza un movimiento
negativo.
El buen viejo se echó a reír, guiñó el ojo, le dio un golpecito en la rodilla, le miró a los ojos con aire
misterioso y le dijo, alzando amistosamente los hombros:
—¡Tonto! ¡Tómala por querida!
Marius se puso pálido. No había comprendido nada de todo lo que acababa de decir el abuelo.
Aquella confusión de la calle Blomet, del cuartel, del lancero, había pasado ante Marius como algo
fantasmagórico. Nada de todo aquello podía relacionarse con Cosette, que era un lirio. El buen hombre
divagaba. Pero esta divagación había concluido en una palabra que Marius había comprendido, y que era
una mortal injuria a Cosette. Aquel: «Tómala por querida» había entrado en su corazón como una espada.
Se levantó, recogió su sombrero que estaba en el suelo y se dirigió hacia la puerta con paso seguro y
firme. Allí se volvió, se inclinó profundamente delante de su abuelo, levantó luego la cabeza y dijo:
—Hace cinco años insultasteis a mi padre, hoy insultáis a mi mujer. Ya no os pido nada, señor. Adiós.
El señor Gillenormand, estupefacto, abrió la boca, tendió los brazos, trató de levantarse, pero antes
de que hubiera tenido tiempo de pronunciar ninguna palabra, la puerta se había cerrado y Marius había
desaparecido.
El anciano permaneció inmóvil durante algunos instantes, sin poder hablar ni respirar, como si un
puño cerrado le apretara la garganta. Por fin, se levantó de su sillón, corrió hacia la puerta con toda la
velocidad con que se puede correr a los noventa y un años, la abrió y gritó:
—¡Socorro! ¡Socorro!
Apareció su hija, y después los criados. Les dijo con angustioso aliento:
—¡Corred tras de él! ¡Cogedle! ¿Qué es lo que le he hecho? ¡Está loco! ¡Se va! ¡Ah, Dios mío! ¡Ah,
Dios mío! ¡Está vez no volverá!
Se dirigió a la ventana que daba a la callé, la abrió con sus viejas manos arrugadas, se inclinó
sacando medio cuerpo fuera, mientras Basque y Nicolette le sujetaban por detrás, y gritó:
—¡Marius! ¡Marius! ¡Marius! ¡Marius!
Pero Marius ya no podía oírle, pues en aquel preciso instante doblaba la esquina de la calle SaintLouis
[442]
.
El octogenario se llevó dos o tres veces las manos a las sienes con expresión de angustia, retrocedió
temblando y se recostó en un sillón, sin pulso, sin voz, sin lágrimas, moviendo la cabeza y agitando los
labios con expresión aturdida, sin tener en los ojos y en el corazón más que una cosa triste y profunda
como la noc
884
CONT
[Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]
Hoy a las 14:05 por Pedro Casas Serra
» NO A LA GUERRA 3
Hoy a las 14:00 por Pascual Lopez Sanchez
» AMY LOWEL (1874 - 1925)
Hoy a las 13:55 por Pedro Casas Serra
» EMILY DICKINSON (1830-1886)
Hoy a las 13:46 por Pedro Casas Serra
» Poetas ucranianos muertos
Hoy a las 13:33 por Pedro Casas Serra
» Metáfora. Poemas de poetas vivos. 2059, de Raquel Lanseros
Hoy a las 13:09 por Pedro Casas Serra
» ANTOLOGÍA DE GRANDES POETAS HISPANOAMÉRICANAS
Hoy a las 12:45 por cecilia gargantini
» MAIAKOVSKY Y OTROS POETAS RUSOS Y SOVIÉTICOS, 4 POETAS CONTEMPORÁNEOS DE RUSIA Y LA FEDERACIÓN RUSA. CONT. 7
Hoy a las 12:43 por cecilia gargantini
» POEMAS PARA NIÑOS
Hoy a las 12:38 por cecilia gargantini
» 2022-04-27 AFORISMOS: RELIGIÓN II
Hoy a las 12:35 por cecilia gargantini