Aires de Libertad

¿Quieres reaccionar a este mensaje? Regístrate en el foro con unos pocos clics o inicia sesión para continuar.

https://www.airesdelibertad.com

Leer, responder, comentar, asegura la integridad del espacio que compartes, gracias por elegirnos y participar

Estadísticas

Nuestros miembros han publicado un total de 1073366 mensajes en 48595 argumentos.

Tenemos 1590 miembros registrados

El último usuario registrado es Ana No Duerme

¿Quién está en línea?

En total hay 60 usuarios en línea: 6 Registrados, 0 Ocultos y 54 Invitados :: 3 Motores de búsqueda

clara_fuente, Luty Molins, Maria Lua, Pascual Lopez Sanchez, Pedro Casas Serra, Ramón Carballal


El record de usuarios en línea fue de 1156 durante el Mar 05 Dic 2023, 16:39

Últimos temas

» ELINOR WYLIE (1885 -1928)
VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 11 EmptyHoy a las 14:05 por Pedro Casas Serra

» NO A LA GUERRA 3
VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 11 EmptyHoy a las 14:00 por Pascual Lopez Sanchez

» AMY LOWEL (1874 - 1925)
VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 11 EmptyHoy a las 13:55 por Pedro Casas Serra

» EMILY DICKINSON (1830-1886)
VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 11 EmptyHoy a las 13:46 por Pedro Casas Serra

» Poetas ucranianos muertos
VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 11 EmptyHoy a las 13:33 por Pedro Casas Serra

» Metáfora. Poemas de poetas vivos. 2059, de Raquel Lanseros
VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 11 EmptyHoy a las 13:09 por Pedro Casas Serra

» ANTOLOGÍA DE GRANDES POETAS HISPANOAMÉRICANAS
VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 11 EmptyHoy a las 12:45 por cecilia gargantini

» MAIAKOVSKY Y OTROS POETAS RUSOS Y SOVIÉTICOS, 4 POETAS CONTEMPORÁNEOS DE RUSIA Y LA FEDERACIÓN RUSA. CONT. 7
VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 11 EmptyHoy a las 12:43 por cecilia gargantini

» POEMAS PARA NIÑOS
VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 11 EmptyHoy a las 12:38 por cecilia gargantini

» 2022-04-27 AFORISMOS: RELIGIÓN II
VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 11 EmptyHoy a las 12:35 por cecilia gargantini

Enero 2025

LunMarMiérJueVieSábDom
  12345
6789101112
13141516171819
20212223242526
2728293031  

Calendario Calendario

Conectarse

Recuperar mi contraseña

Galería


VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 11 Empty

    VICTOR HUGO (1802-1885)

    Maria Lua
    Maria Lua
    Administrador-Moderador
    Administrador-Moderador


    Cantidad de envíos : 79737
    Fecha de inscripción : 12/04/2009
    Localización : Nova Friburgo / RJ / Brasil

    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 11 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Miér 18 Dic 2024, 09:30

    ***

    Por lo demás, como se habrá podido conjeturar, la señorita Gillenormand había fracasado en su
    tentativa de sustituir a Marius con su favorito, el oficial de lanceros. El sustituto, Théodule, no había
    cuajado. El señor Gillenormand no había aceptado el quid pro quo. El vacío del corazón no se acomoda
    a un alma cualquiera. Théodule, a su vez, aunque deseando la herencia, detestaba la servidumbre de
    agradar. El viejo fastidiaba al lancero, y el lancero chocaba al viejo. El teniente Théodule era alegre, sin
    duda, pero charlatán; frívolo, pero vulgar; buen vividor, pero de mala sociedad; tenía queridas, es
    verdad, y hablaba mucho de ellas, pero hablaba mal. Todas sus cualidades tenían un defecto.
    El señor Gillenormand estaba cansado de oírle hablar de los «buenos partidos» que vivían alrededor
    de su cuartel de la calle de Babylone. Además, el teniente Gillenormand venía alguna vez de uniforme,
    con la escarapela tricolor. Todo esto le hacía sencillamente imposible. El señor Gillenormand había
    acabado por decir a su hija:
    —Ya estoy cansado de Théodule. Recíbele tú si quieres. Me gustan poco las gentes de guerra en
    tiempos de paz. No sé si preferir los veteranos á los que andan arrastrando el sable. El ruido de las
    espadas en la batalla es menos miserable que el ruido que hace la vaina en el suelo. Además, acicalarse
    como matasiete, apretarse el talle como una chiquilla y gastar corsé debajo de la coraza, es ser dos veces
    ridículo. El que es hombre verdaderamente está a igual distancia de la fanfarronada que de la puerilidad.
    Ni Fierabrás ni tierno corazón. Guárdate tu Théodule.
    Su hija le contestó:
    —Sin embargo, es vuestro sobrino.
    Pero se descubrió que el señor Gillenormand, que era abuelo hasta la punta de los dedos, no era
    enteramente tío.
    Una noche, era el 4 de junio, cosa que no impedía que el tío Gillenormand tuviera un buen fuego en la
    chimenea, había despedido a su hija, que cosía en la habitación próxima. Estaba solo en su habitación de
    pinturas pastoriles, con los pies en los morillos, medio rodeado por su ancho biombo de coromandel de
    nueve hojas, cerca de la mesa, sobre la cual había dos bujías con pantalla verde, sumergido en su sillón
    de tapicería, con un libro en la mano, pero sin leerlo. Iba vestido según la antigua moda de los pisaverdes
    del Directorio, y parecía un retrato de Garat. Si hubiera salido con aquel traje, le hubieran seguido en la
    calle, pero su hija le cubría, siempre que salía, con una gran bata episcopal que ocultaba sus ropas. En su
    casa, excepto para levantarse y acostarse, no usaba nunca bata. «Esto le hace a uno parecer viejo», decía.
    El tío Gillenormand pensaba en Marius amargamente, y como de ordinario, dominaba su amargura. Su
    ternura dolorida concluía por convertirse en indignación. Se encontraba en esa situación en que se trata
    de tomar un partido y aceptar lo que mortifica. Estaba ya dispuesto a decirse que no había razón para que
    Marius volviese, pues si hubiera tenido que volver, lo habría hecho ya, y que, por consiguiente, era
    preciso renunciar a verle. Trataba de habituarse a la idea de que todo había terminado, y que moriría sin
    ver a «aquel caballero».
    Pero toda su naturaleza se rebelaba, y su vieja paternidad no podía consentirlo. «¡Qué! —decía—.
    ¡No vendrá!», y ésta era su muletilla. Su cabeza calva había caído sobre su pecho, y fijaba vagamente en
    la ceniza del hogar una mirada lamentable e irritada.
    En lo más profundo de esta meditación, su antiguo criado Basque entró y preguntó:
    —Señor, ¿podéis recibir al señor Marius?
    El anciano se incorporó en su asiento, pálido y semejante a un cadáver que se alza bajo una sacudida
    galvánica. Toda su sangre había refluido a su corazón. Murmuró:
    —¿Qué señor Marius?
    —No lo sé —respondió Basque intimidado y desconcertado por el aspecto de su amo—. No le he
    visto. Nicolette es quien acaba de decírmelo. «Ahí está un joven, dice que es el señor Marius».
    El tío Gillenormand balbució en voz baja:
    —Hacedle entrar.
    Permaneció en la misma actitud, con la cabeza temblorosa y la mirada fija en la puerta. Abrióse ésta
    y entró un joven. Era Marius.
    Marius se detuvo en la puerta como esperando que le dijesen que entrase.
    Su traje miserable no se veía apenas en la oscuridad que formaba la pantalla. No se distinguía más
    que su rostro tranquilo y grave, pero extrañamente triste.
    El tío Gillenormand, sobrecogido de estupor y de alegría, permaneció algunos instantes sin ver otra
    cosa que una claridad, como cuando se está delante de una aparición. Estaba a punto de desfallecer; veía
    a Marius a través de un deslumbramiento. ¡Era él, sí, era Marius!
    ¡Por fin! ¡Después de cuatro años! Se apoderó de él, por decirlo así, de repente, con un solo golpe de
    vista. Le encontró hermoso, noble, distinguido, hombre hecho, la actitud conveniente, con aire simpático.
    Tuvo deseos de abrir sus brazos, de llamarle, de precipitarse; la alegría le oprimía el corazón; le
    ahogaban palabras afectuosas. Toda esta ternura se abrió paso y llegó a sus labios, pero en contraste con
    lo que era el fondo de su naturaleza, salió de ellos la dureza, y dijo bruscamente:
    —¿Qué venís a hacer aquí?
    Marius respondió con embarazo:
    —Señor…
    El señor Gillenormand hubiera querido que Marius se arrojara a sus brazos. Estuvo descontento de
    Marius y de sí mismo. Dióse cuenta de que él era brusco, y Marius era frío. Para el buen hombre era una
    insoportable e irritante ansiedad sentirse tan tierno y tan conmovido en el interior y ser tan duro
    exteriormente. Volvió a su amargura, e interrumpió a Marius con aspereza:
    —¿Entonces, a qué venís?
    Este «entonces», significaba: «si no venís a abrazarme». Marius miró a su abuelo, que con su palidez
    parecía un busto de mármol.
    —Señor…
    El viejo dijo con voz severa:
    —¿Venís a pedirme perdón? ¿Habéis reconocido vuestros errores?
    Creía con esto poner a Marius en camino para que el «niño» le pidiese perdón. Marius tembló; le
    exigía que se opusiese a su padre; bajó los ojos y respondió:
    —No, señor.
    —¡Entonces! —exclamó, impetuosamente el anciano con un dolor punzante y lleno de cólera—. ¿Qué
    queréis de mí?
    Marius juntó las manos, dio un paso, y dijo con una voz débil y temblorosa:
    —Señor, tened compasión de mí.
    Estas palabras conmovieron al señor Gillenormand. Un momento antes, le hubieran enternecido, pero
    era demasiado tarde. El abuelo se levantó y apoyó las dos manos en el bastón; tenía los labios pálidos, la
    cabeza vacilante, pero su alta estatura dominaba a Marius, que estaba inclinado.
    —¡Compasión de vos, caballero! ¡Un adolescente que pide compasión a un anciano de noventa y un
    años! Vos entráis en la vida y yo salgo de ella; vos vais al teatro, a los bailes, al café, al billar, tenéis
    talento, agradáis a las mujeres, sois un buen mozo, y yo escupo en medio del verano en la lumbre; sois
    rico con las únicas riquezas que existen, y yo tengo todas las pobrezas que dan la vejez, la debilidad, el
    aislamiento. Tenéis treinta y dos dientes, un buen estómago, la vista clara, fuerza, apetito, salud, alegría,
    un bosque de cabellos negros, y yo no tengo siquiera cabellos blancos, he perdido mis dientes, flaquean
    mis piernas, pierdo la memoria; hay tres calles cuyos nombres confundo siempre: la calle Charlot, la
    calle de Chaume y la calle Saint-Claude; así me veo. Vos tenéis delante un porvenir lleno de luz, y yo
    empiezo a no ver ni gota, tanto he avanzado en la oscuridad; vos estáis enamorado, por descontado, y a
    mí no me ama nadie en el mundo. ¡Y venís a pedirme compasión! Caramba, Moliere ha olvidado esta
    escena. Si es así como litigáis en el tribunal los abogados, os felicito cordialmente. Sois unos pícaros. —Y el octogenario continuó con voz airada y grave—: Pero veamos, ¿qué es lo que queréis de mí?
    —Señor, sé que mi presencia os enoja, pero vengo solamente a pediros una cosa; después me iré en
    seguida.
    —¡Sois un necio! —dijo el anciano—. ¿Quién os dice que os vayáis?
    Era la traducción de aquella frase tierna que tenía en el fondo del corazón: «¡Pídeme perdón!
    ¡Arrójate a mi cuello!» El señor Gillenormand se daba cuenta de que Marius iba a abandonarle dentro de
    algunos instantes, que su mala acogida le entibiaba, que su dureza le rechazaba; se decía todo esto, y su
    dolor aumentaba; pero como éste se cambiaba en cólera, iba aumentando su ira.
    Hubiera querido que Marius le comprendiese, pero Marius no le comprendía; esto ponía furioso al
    buen hombre. Y continuó:
    —¡Cómo! Me habéis faltado a mí, a vuestro abuelo; habéis abandonado mi casa para ir quién sabe
    dónde, habéis dejado desolada a vuestra tía; habéis querido, porque esto se adivina, es más cómodo,
    llevar la vida de joven, hacer el currucato, volver a casa a cualquier hora, divertiros; no habéis dado
    señales de vida; habéis contraído deudas sin decirme que las pague; habréis roto vidrios y os habréis
    hecho camorrista, y al cabo de cuatro años venís a mi casa… ¿y no tenéis que decirme más que esto?
    Este modo violento de empujar al joven hacia la ternura sólo produjo el silencio de Marius. El señor
    Gillenormand cruzó los brazos, movimiento que era en él particularmente imperioso y apostrofó a Marius
    amargamente:
    —Concluyamos. ¿Venís a pedirme algo? Decidlo. ¿Qué queréis? ¿Qué es? Hablad.
    —Señor —dijo Marius con la mirada de un hombre que se da cuenta de que va a caer en un
    precipicio—. Vengo a pediros permiso para casarme.
    El señor Gillenormand llamó. Basque entreabrió la puerta.
    —Haced venir a mi hija.
    Un segundo más tarde, la puerta volvió a abrirse y la señorita Gillenormand se dejó ver, pero no
    entró. Marius estaba de pie, mudo, con los brazos caídos, con el aspecto de un culpable.
    El señor Gillenormand iba y venía a lo largo y a lo ancho de la habitación. Se volvió hacia su hija y
    le dijo:
    —Nada. Es el señor Marius. Decidle buenos días. El señor quiere casarse. Eso es todo. Marchaos.
    El ronco sonido de la voz del anciano anunciaba una extraña plenitud de ira. La tía contempló a
    Marius con aire asustado, apenas pareció reconocerle, no dejó escapar ni un gesto ni una sílaba, y
    desapareció con más rapidez que una paja empujada por el huracán.
    Mientras tanto el señor Gillenormand se había recostado en la chimenea.
    —¡Casaros! ¡A los veintiún años! ¡Lo habéis arreglado así! ¡No tenéis más que pedirme permiso! Una
    formalidad. Sentaos, caballero. Habéis pasado por una revolución desde que no he tenido el honor de
    veros, y han vencido en vos los jacobinos. Debéis estar muy contento. ¿No sois republicano desde que
    sois barón? Vos conciliáis esto. La república es una salsa de la baronía. ¿Tenéis acaso la condecoración
    de julio? ¿Habéis tenido alguna parte en la toma del Louvre? Hay aquí cerca, en la calle de SaintAntoine, frente a la calle de Nonnains-d’Hyéres, una bala incrustada en la pared, en el tercer piso de una
    casa con esta inscripción: «28 de julio de 1830». Id a verla: Produce un buen efecto. ¡Ah! ¡Vuestros
    amigos hacen cosas muy bonitas! Y a propósito: ¿no van a hacer una fuente donde está el monumento del
    duque de Berry? ¿Conque queréis casaros? ¿Con quién? ¿Puedo preguntar, sin ser indiscreto, con quién?
    Y se detuvo; pero antes de que Marius tuviese tiempo de responder, añadió con violencia:
    —¡Ah! ¿Tenéis posición? ¿Habéis hecho fortuna? ¿Cuánto ganáis en vuestro oficio de abogado?
    —Nada —dijo Marius con una especie de firmeza y resolución casi feroz.
    —¿Nada? ¿No tenéis para vivir más que los mil doscientos francos que os envío?
    Marius no respondió, y el señor Gillenormand continuó:
    —Entonces ya comprendo. ¿Es rica la joven?
    —Como yo.
    —¡Qué! ¿No tiene dote?
    —No.
    —¿Y esperanzas?
    —Creo que no.
    —¡Enteramente desnuda! ¿Y qué es su padre?
    —No lo sé.
    —¿Y cómo se llama ella?
    —Fauchelevent.
    —¿Fauche… qué?
    —Fauchelevent.
    —Pst —dijo el viejo.
    —¡Señor! —exclamó Marius.
    El señor Gillenormand le interrumpió con el tono de un hombre que se habla a sí mismo:
    —Eso es, veintiún años, sin posición, mil doscientos francos al año, y la señora baronesa de
    Pontmercy irá a comprar dos sueldos de perejil a casa de la frutera.
    —Señor —repitió Marius con la angustia de la última esperanza que se desvanece—. ¡Os lo suplico!
    Os lo suplico en nombre del cielo, con las manos juntas, me pongo a vuestros pies; ¡permitidme que me
    case!
    El anciano lanzó una carcajada estridente y lúgubre, a través de la cual tosía y hablaba.
    —¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! Os habéis dicho: ¡Pardiez! ¡Voy a buscar a ese viejo pelucón, a ese absurdo
    bodoque! ¡Qué lástima que yo no tenga veinticinco años! ¡Cómo le pasaría una respetuosa papeleta!
    ¡Cómo me las arreglaría sin él! Pero es lo mismo. Le diré: «Viejo cretino, eres muy dichoso en verme;
    tengo ganas de casarme, quiero casarme con la señorita fulana, hija del señor zutano; yo no tengo zapatos,
    ella no tiene camisa; pero quiero echar a un lado mi carrera, mi porvenir, mi juventud, mi vida; deseo
    hacer una excursión por la miseria, con una mujer al cuello; éste es mi pensamiento, y es preciso que
    consientas», y el viejo fósil consentirá. Anda, hijo mío, como tú quieras, átate, cásate con tu
    Pousselevent, tu Coupelevent… ¡Nunca, caballero, nunca!
    —¡Padre mío!
    —¡Nunca!
    Marius perdió toda esperanza al oír el acento con que fue pronunciado este «nunca».
    Atravesó el cuarto lentamente, con la cabeza inclinada, temblando, y más semejante al que se muere
    que al que se va. El señor Gillenormand le seguía con los ojos, y en el momento en que la puerta se abría
    y Marius iba a salir, dio cuatro pasos con esa vivacidad senil de los ancianos imperiosos y mimados,
    cogió a Marius por el cuello, le volvió a la habitación, le arrojó en un sillón y dijo:
    —¡Cuéntamelo todo!
    Las palabras «padre mío», que se le habían escapado a Marius, habían causado esta revolución.
    Marius le miró asustado. El rostro móvil del señor Gillenormand no expresaba más que una ruda e
    inefable buena fe. El abuelo se había convertido en padre.
    —Vamos a ver, habla, cuéntame tus amores y dímelo en secreto, dímelo todo. ¡Caramba! ¡Qué tontos
    son los jóvenes!
    —¡Padre mío! —repitió Marius.
    Todo el rostro del anciano se iluminó con un indecible resplandor.
    —Sí, eso es; ¡llámame padre y verás!
    Había en esta brusquedad algo tan hermoso, tan dulce, tan franco, tan paternal que Marius pasó
    repentinamente del desánimo a la esperanza, y quedó como aturdido y confuso. Estaba sentado cerca de
    la mesa; la luz de las velas hacía muy visible la miseria de su traje, que el señor Gillenormand examinaba
    con asombro.
    —Y bien, padre mío —dijo Marius.
    —¡Ah! —dijo el señor Gillenormand—. No tienes ni un sueldo. Estás vestido como un ladrón.
    Y abriendo un cajón, sacó una bolsa que puso sobre la mesa:
    —Toma, aquí tienes cien luises, cómprate un sombrero.
    —Padre mío —prosiguió Marius—, mi buen padre, ¡si supieseis!, la amo. No podéis figuraros. La
    primera vez que la vi era en el Luxemburgo, a donde ella iba a pasear; al principio no le presté atención,
    pero luego, no sé cómo fue y me he enamorado. ¡Oh, qué desgraciado me ha hecho esto! Pero, en fin,
    ahora la veo todos los días en su casa, su padre no lo sabe. Figuraos que van a partir; nos vemos en el
    jardín por la noche; su padre quiere irse a Inglaterra, y entonces yo me dije: Veré a mi abuelo y se lo
    explicaré todo. Me volveré loco, me moriré, caeré enfermo, me arrojaré al agua. Es preciso que me case
    con ella, pues de lo contrario me volvería loco. Ésta es toda la verdad; creo que no he olvidado nada.
    Ella vive en una casa con un jardín en el que hay una verja, en la calle Plumet, cerca de los Inválidos.
    El señor Gillenormand se había sentado alegremente al lado de Marius. Mientras le escuchaba y
    gozaba con el sonido de su voz, saboreaba al mismo tiempo un polvo de tabaco. A esta palabra, calle
    Plumet, interrumpió su aspiración y dejó caer el resto del tabaco sobre las rodillas.
    —¡Calle Plumet! ¿La calle Plumet, dices? ¡Veamos! ¿No hay un cuartel por allí cerca? Sí, esto es. Tu
    primo Théodule me ha hablado de ello. El lancero, el oficial. ¡Una jovencita, mi buen amigo, una
    jovencita! ¡Pardiez! Sí, en la calle Plumet, la que antes se llamaba calle Blomet. Ahora me acuerdo. He
    oído hablar de esa jovencita de la verja de la calle Plumet. En un jardín. Una pamela. No tienes mal
    gusto. Es muy aseadita. Entre nosotros, creo que ese tonto lancero le ha hecho la corte. No sé hasta dónde
    habrá llegado. En fin, no importa. Por otra parte, no hay que creerle. Se envanece. ¡Marius! Me parece
    muy bien que un joven como tú esté enamorado. Es propio de tu edad. Prefiero que estés prendado de
    unas faldas, ¡caramba!, de veinte faldas, antes que del señor Robespierre. Por mi parte, en materia de
    sanscoulottes no me gustan más que las mujeres. ¡Las chicas bonitas son las chicas bonitas!, ¡qué
    diablos!, y a esto no puede hacerse objeción alguna. En cuanto a la pequeña, te recibe a espaldas de papá.
    Eso está en orden. A mí me han ocurrido también historias de este género, y más de una. ¿Sabes lo que se
    hace? No se toma la cosa con ferocidad; no se precipita uno en lo trágico, en el casamiento, en ir a casa
    del alcalde a verle con su faja. Es preciso ser un muchacho de genio; es necesario tener sentido común.
    Tropezad, mortales, pero no os caséis. Cuando llega un caso como éste, se busca al abuelo, que es un
    buen hombre en el fondo, y que tiene siempre algunos cartuchos de luises en el cajón, y se le dice:
    «Abuelo, me pasa esto». Y el abuelo, dice: «Es muy natural. Es preciso que la juventud se divierta y que
    la vejez se arrugue». Yo he sido joven y tú serás viejo. Anda, hijo mío, que ya dirás esto mismo a tus
    nietos. Aquí tienes doscientas pistolas. Diviértete. ¡Caramba! ¡Nada mejor! Así debe llevarse este
    negocio. No se casa uno, pero esto no impide… ¿me comprendes?
    Marius, petrificado y sin poder pronunciar ni una sola palabra, hizo con la cabeza un movimiento
    negativo.
    El buen viejo se echó a reír, guiñó el ojo, le dio un golpecito en la rodilla, le miró a los ojos con aire
    misterioso y le dijo, alzando amistosamente los hombros:
    —¡Tonto! ¡Tómala por querida!
    Marius se puso pálido. No había comprendido nada de todo lo que acababa de decir el abuelo.
    Aquella confusión de la calle Blomet, del cuartel, del lancero, había pasado ante Marius como algo
    fantasmagórico. Nada de todo aquello podía relacionarse con Cosette, que era un lirio. El buen hombre
    divagaba. Pero esta divagación había concluido en una palabra que Marius había comprendido, y que era
    una mortal injuria a Cosette. Aquel: «Tómala por querida» había entrado en su corazón como una espada.
    Se levantó, recogió su sombrero que estaba en el suelo y se dirigió hacia la puerta con paso seguro y
    firme. Allí se volvió, se inclinó profundamente delante de su abuelo, levantó luego la cabeza y dijo:
    —Hace cinco años insultasteis a mi padre, hoy insultáis a mi mujer. Ya no os pido nada, señor. Adiós.
    El señor Gillenormand, estupefacto, abrió la boca, tendió los brazos, trató de levantarse, pero antes
    de que hubiera tenido tiempo de pronunciar ninguna palabra, la puerta se había cerrado y Marius había
    desaparecido.
    El anciano permaneció inmóvil durante algunos instantes, sin poder hablar ni respirar, como si un
    puño cerrado le apretara la garganta. Por fin, se levantó de su sillón, corrió hacia la puerta con toda la
    velocidad con que se puede correr a los noventa y un años, la abrió y gritó:
    —¡Socorro! ¡Socorro!
    Apareció su hija, y después los criados. Les dijo con angustioso aliento:
    —¡Corred tras de él! ¡Cogedle! ¿Qué es lo que le he hecho? ¡Está loco! ¡Se va! ¡Ah, Dios mío! ¡Ah,
    Dios mío! ¡Está vez no volverá!
    Se dirigió a la ventana que daba a la callé, la abrió con sus viejas manos arrugadas, se inclinó
    sacando medio cuerpo fuera, mientras Basque y Nicolette le sujetaban por detrás, y gritó:
    —¡Marius! ¡Marius! ¡Marius! ¡Marius!
    Pero Marius ya no podía oírle, pues en aquel preciso instante doblaba la esquina de la calle SaintLouis
    [442]
    .
    El octogenario se llevó dos o tres veces las manos a las sienes con expresión de angustia, retrocedió
    temblando y se recostó en un sillón, sin pulso, sin voz, sin lágrimas, moviendo la cabeza y agitando los
    labios con expresión aturdida, sin tener en los ojos y en el corazón más que una cosa triste y profunda
    como la noc





    884
    CONT
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]


    _________________



    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]


    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]
    Maria Lua
    Maria Lua
    Administrador-Moderador
    Administrador-Moderador


    Cantidad de envíos : 79737
    Fecha de inscripción : 12/04/2009
    Localización : Nova Friburgo / RJ / Brasil

    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 11 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Miér 18 Dic 2024, 22:10

    ***
    LIBRO NOVENO



    ¿ADÓNDE VAN?



    I



    JEAN VALJEAN



    Aquel mismo día, hacia las cuatro de la tarde, Jean Valjean estaba sentado solo en uno de los
    declives más solitarios del Campo de Marte.
    Ya fuese por prudencia, ya por afán de recogimiento, deseo que sigue a los cambios insensibles de
    costumbres que se introducen poco a poco en todas las existencias, ahora salía poco con Cosette.
    Llevaba su chaqueta de obrero y un pantalón gris; la ancha visera ele su gorro le ocultaba el rostro.
    Estaba ahora tranquilo y feliz respecto de Cosette; lo que le había asustado y turbado durante algún
    tiempo, se había disipado; pero desde hacía una o dos semanas le perseguía una ansiedad de otra
    naturaleza. Un día, paseándose por el bulevar, había visto a Thénardier. Gracias a su disfraz, Thénardier
    no le había reconocido; pero desde entonces, Jean Valjean le había vuelto a ver varias veces, y ahora
    tenía la certeza de que Thénardier merodeaba por su barrio. Aquello había bastado para hacerle tomar
    una decisión. Estando allí Thénardier, estaban presentes todos los peligros a un tiempo.
    Además, París no se hallaba tranquilo; las agitaciones políticas ofrecían el inconveniente, para todo
    el que tuviera que ocultar algo en su vida, que la policía andaba inquieta y recelosa, y que tratando de
    encontrar a Pépin o a Morey podía muy bien descubrir a Jean Valjean.
    Todas estas cosas le inquietaban.
    Por último, un hecho inexplicable, que acababa de sorprenderle, y que le tenía aún impresionado,
    había aumentado su inquietud. Aquel mismo día se había levantado temprano, y se paseaba por el jardín,
    antes de que Cosette hubiera abierto su ventana, y había descubierto de repente esta línea grabada en la
    pared, probablemente con un clavo: «Calle de la Verrerie, 16».
    La escritura era muy reciente, las muescas estaban blancas en la antigua argamasa ennegrecida, y una
    mata de ortigas que había al pie de la pared estaba cubierta de polvillo y yeso. Aquello había sido
    escrito probablemente durante la noche. Pero ¿qué era? ¿Una dirección? ¿Una señal para alguien? ¿Una
    advertencia para él? En cualquier caso, resultaba evidente que el jardín había sido violado, y que había
    penetrado algún desconocido. Entonces recordó los incomprensibles incidentes que habían alarmado ya a
    la casa, meditó sobre aquel letrero, y se guardó muy bien de hablar de él a Cosette, por miedo a asustarla.
    Una vez considerado y medido todo aquello, se había decidido a abandonar París, e incluso Francia,
    y pasar a Inglaterra. Había prevenido a Cosette. Antes de ocho días quería partir. Estaba sentado en la
    cuestecilla del Campo de Marte, dando vueltas en su cerebro a toda clase de pensamientos, Thénardier,
    la policía, el viaje, la extraña línea escrita en la pared y la dificultad de procurarse un pasaporte.
    En medio de estos pensamientos, se fijó en una sombra que el sol proyectaba, sin duda de alguien que
    acababa de detenerse sobre la cresta de la cuestecilla, inmediatamente detrás de él. Iba a volverse
    cuando un papel doblado en cuatro cayó sobre sus rodillas, como si una mano lo hubiese dejado caer
    sobre su cabeza. Cogió el papel, lo desdobló, y leyó esta palabra, escrita en gruesos caracteres con lápiz:
    «Mudaos».
    Jean Valjean se levantó vivamente, pero no había nadie en la cuesta. Miró por todas partes, y
    descubrió un ser más grande que un niño, pero más pequeño que un hombre, vestido con blusa gris y
    pantalones de pana de color polvo, que saltaba el parapeto y desaparecía en el foso del Campo de Marte.
    Jean Valjean se volvió en seguida a su casa, pensativo.








    II



    MARIUS




    Marius había salido desolado de casa del señor Gillenormand. Había entrado allí con una esperanza
    muy pequeña y salía con una inmensa desesperación.
    Por lo demás, y los que han observado el corazón humano lo comprenderán, el lancero, el oficial, el
    bobo, el primo Théodule, no había dejado sombra alguna en su espíritu. Ni la más pequeña nube. El poeta
    dramático podría aparentemente esperar algunas complicaciones de esta revelación hecha a quemarropa
    por el abuelo al nieto. Pero lo que el drama ganaría, lo perdería la verdad. Marius se hallaba en la edad
    en que no se cree en nada malo; después viene la edad en que se cree todo. Las sospechas no son otra
    cosa que arrugas, y la primera juventud no las tiene. Lo que trastorna a Otelo, resbala sobre Cándido.
    ¡Sospechar de Cosette! Antes hubiera cometido Marius mil crímenes.
    Se puso a andar por las calles, recurso de todos los que sufren. No pensó en nada que pudiese
    acordarse. A las dos de la madrugada, regresó a casa de Courfeyrac y se echó vestido en su colchón. El
    sol estaba ya alto cuando se durmió con ese terrible sueño pesado que deja ir y venir las ideas en el
    cerebro. Cuando se despertó vio de pie, con el sombrero puesto, preparados para salir y muy afanosos, a
    Courfeyrac, Enjolras, Feuilly y Combeferre.
    Courfeyrac le dijo:
    —¿Vienes al entierro del general Lamarque?
    Le pareció que Courfeyrac hablaba en chino.
    Salió algún tiempo después de ellos. Puso en su bolsillo las pistolas que Javert le había confiado
    cuando la aventura del 3 de febrero, y que habían quedado en su poder. Esas pistolas estaban aún
    cargadas. Sería difícil decir qué pensamiento sombrío tenía en la mente al llevárselas.
    Durante todo el día estuvo vagando sin saber por dónde iba; llovía a intervalos, pero él no se daba
    cuenta; para comer compró un bollo de un sueldo en un puesto de pan, lo guardó en su bolsillo y se
    olvidó. Parece también que se bañó en el Sena, sin saber lo que hacía. Hay momentos en que se tiene un
    horno bajo el cráneo, y Marius estaba en uno de esos instantes. Ya no esperaba nada, ya no temía nada.
    Esperaba la noche con impaciencia febril, no tenía más que una idea clara: que a las nueve vería a
    Cosette. Esta última dicha era todo su porvenir; después sólo le quedaba la sombra. A intervalos,
    paseando por los bulevares más desiertos, le parecía oír en París ruidos extraños, y saliendo de su
    meditación, se decía: «¿Es que pelean?»
    Al caer la noche, a las nueve en punto, tal como había prometido a Cosette, estaba en la calle Plumet.
    Cuando se aproximó a la verja, lo olvidó todo. Hacía cuarenta y ocho horas que no había visto a Cosette;
    iba a verla y todas las demás ideas se borraron, y sólo sintió una profunda alegría. Esos minutos en que
    se viven siglos tienen en sí una cosa soberana y admirable: llenan por completo el corazón.
    Marius abrió la verja y se precipitó al jardín. Cosette no estaba en el sitio donde le esperaba
    siempre. Atravesó la espesura y llegó a la rinconada cerca de la escalinata. «Me espera allí», se dijo.
    Cosette no estaba. Alzó los ojos y vio que los postigos de la ventana estaban cerrados. Dio la vuelta al
    jardín y vio que estaba desierto. Entonces volvió a la casa, y loco de amor, extraviado, asustado,
    exasperado de dolor y de inquietud, como un amo que entra en su casa a mala hora, llamó a la ventana.
    Llamó y volvió a llamar, expuesto a ver abrirse la ventana y asomar por ella la sombría cabeza del padre
    y oír que le preguntaba: «¿Qué queréis?» Esto no era nada al lado de lo que sospechaba. Cuando hubo
    llamado, alzó la voz y llamó a Cosette:
    —¡Cosette! —gritó—. ¡Cosette! —repitió imperiosamente.
    Nadie respondió. Todo había acabado. No había nadie en el jardín, nadie en la casa.
    Marius fijó sus ojos desesperados en aquella casa lúgubre, tan negra, tan silenciosa y tan vacía como
    una tumba. Miró el banco de piedra donde había pasado horas tan adorables cerca de Cosette. Entonces
    se sentó sobre los peldaños de la escalinata, con el corazón lleno de dulzura y resolución, bendijo su
    amor en el fondo de su pensamiento y se dijo que puesto que Cosette había partido, ya no le quedaba más
    que morir.
    De repente, oyó una voz que parecía venir de la calle, y que gritaba entre los árboles:
    —¡Señor Marius!
    Se levantó.
    —¿Que? —dijo.
    —¿Señor Marius, estáis ahí?
    —Sí.
    —Señor Marius —continuó la voz—, vuestros amigos os esperan en la calle de Chanvrerie.
    Aquella voz no le resultaba desconocida por completo. Se parecía a la voz tomada y ruda de
    Éponine. Marius corrió a la verja, apartó el barrote móvil, pasó la cabeza y vio una figura, que le pareció
    la de un joven, desaparecer corriendo en la oscuridad.




    889
    CONT
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]


    _________________



    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]


    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]
    Maria Lua
    Maria Lua
    Administrador-Moderador
    Administrador-Moderador


    Cantidad de envíos : 79737
    Fecha de inscripción : 12/04/2009
    Localización : Nova Friburgo / RJ / Brasil

    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 11 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Jue 19 Dic 2024, 16:52

    ***

    III


    EL SEÑOR MABEUF


    La bolsa de Jean Valjean había sido inútil al señor Mabeuf, porque éste, en su venerable austeridad
    infantil, no había aceptado el regalo de los astros; no había admitido que una estrella pudiese convertirse
    en luises de oro. No había adivinado que lo que le caía del cielo procedía de Gavroche. Había llevado la
    bolsa al comisario de policía del barrio, como objeto perdido puesto por el que lo había hallado, a
    disposición del que lo reclamase.
    La bolsa, en efecto, se perdió. No hay que decir que nadie la reclamó, sin que socorriera al señor
    Mabeuf.
    Por lo demás, el señor Mabeuf continuaba viniendo a menos.
    Las experiencias con el añil no habían dado mejor resultado en el Jardín Botánico que en su jardín de
    Austerlitz. El año anterior, debía el salario a su ama, y ahora, debía, como hemos visto, el alquiler de la
    casa. El Monte de Piedad, después de transcurridos trece meses, había vendido las planchas de su Flora,
    y algún calderero había hecho de ellas cacerolas. Perdidas, pues, sus planchas, y no pudiendo completar
    los ejemplares descabalados de su Flora que poseía aún, había cedido a bajo precio a un librero chalán
    planchas y texto. Nada le quedó de la obra de toda su vida. Empezó a comerse el dinero de estos
    ejemplares. Cuando vio que aquel miserable recurso se agotaba, renunció a su jardín y lo dejó sin
    cultivo. Antes, mucho tiempo antes, había renunciado a los dos huevos y al pedazo de buey que comía de
    vez en cuando. Cenaba con pan y patatas. Había vendido sus últimos muebles, luego todo lo que tenía de
    repuesto en materia de ropa de cama, vestidos, mantas, después sus herbarios y sus estampas; pero tenía
    sus libros más preciosos, entre los cuales había varios muy raros, como los Cuadros históricos de la
    Biblia, edición de 1560; La concordancia de las Biblias, de Pierre de Besse, Las Margaritas de la
    Margarita, de Jean de la Haye, con dedicatoria a la reina de Navarra; el libro de El cargo y la dignidad
    de embajador y por el señor de Villiers-Hotman; un Florilegium rabbinicum de 1644, un Tíbulo del año
    1657, con esta espléndida inscripción: «Venettis, in aedibus Manutianis»; y un Diógenes Laercio, impreso
    en Lyon en 1644, en el que se encontraban las famosas variantes del manuscrito 411, siglo XIII, del
    Vaticano, y las de los dos manuscritos de Venecia, 393 y 394, tan fructuosamente consultados por Henri
    Estienne, y todos los pasajes en dialecto dórico que no se encuentran más que en el célebre manuscrito
    del siglo XII de la Biblioteca de Nápoles. El señor Mabeuf no encendía nunca fuego en la habitación, y se
    acostaba con el día para no encender la luz. Parecía que no tuviese vecinos, porque evitaban su encuentro
    cuando salían; él se daba cuenta. La miseria de un niño interesa a una madre; la miseria de un joven,
    interesa a una joven, la miseria de un anciano no le importa a nadie. De todas las miserias es la más fría.
    Sin embargo, Mabeuf no había perdido por completo su serenidad de niño. Sus ojos adquirían cierta
    vivacidad cuando se fijaban en los libros, y sonreía cuando contemplaba el Diógenes Laercio, que era un
    ejemplar único. Su armario de vidriera era el único mueble que había conservado, aparte de lo
    indispensable.
    Un día, la señora Plutarco le dijo:
    —No tengo con qué comprar la cena.
    Lo que ella llamaba cena era un pan y cuatro o cinco patatas.
    —Fiado —dijo el señor Mabeuf.
    —Ya sabéis bien que me lo niegan.
    El señor Mabeuf abrió su biblioteca, contempló largo tiempo sus libros, uno tras otro, como un padre
    obligado a diezmar a sus hijos los contemplaría antes de escoger, luego tomó vivamente uno de ellos, lo
    puso bajo el brazo y salió. Regresó al cabo de dos horas, sin nada debajo del brazo, y dejó treinta
    sueldos encima de la mesa, diciendo:
    —Traeréis para comer.
    A partir de aquel instante, la señora Plutarco vio cubrirse el cándido semblante del señor Mabeuf con
    un velo sombrío.
    El día siguiente, el otro, y todos los demás días, fue preciso hacer lo mismo. El señor Mabeuf salía
    con un libro y regresaba con una moneda de plata. Como los libreros chalanes le veían obligado a
    vender, le compraban por veinte sueldos los libros que le habían costado veinte francos. Algunas veces
    comprados a los mismos libreros. Tomo a tomo, desaparecía su biblioteca. En algunos instantes se decía:
    «Sin embargo, tengo ochenta años», como si tuviese alguna esperanza de llegar antes al fin de sus días
    que al fin de sus libros. Su tristeza iba en aumento; pero una vez tuvo una alegría. Salió con un Robert
    Estienne, que vendió en treinta y cinco sueldos en el muelle Malaquais, y regresó con un Alde, que había
    comprado por cuarenta sueldos en la calle de Gres.
    —Debo cinco sueldos —decía radiante a la señora Plutarco.
    Aquel día no comieron.
    Era de la Sociedad de Horticultura, donde se sabía de su pobreza. El presidente de esta sociedad le
    fue a ver, le prometió hablar de él al ministro de Agricultura y Comercio, y lo hizo.
    —¿Cómo? —exclamó el ministro—. ¡Ya lo creo! ¡Un docto anciano! ¡Un botánico! ¡Un hombre
    inofensivo! ¡Es preciso hacer algo por él!
    Al día siguiente, el señor Mabeuf recibió una invitación para comer en casa del señor ministro.
    Enseñó la carta, temblando de alegría, a la señora Plutarco.
    —¡Estamos salvados! —exclamó.
    El día fijado, fiie a casa del ministro. Observó que su corbata arrugada, su vieja chaqueta y sus
    zapatos abrillantados con huevo asombraban a los ujieres. Nadie le habló, ni tan siquiera el ministro.
    Hacia las diez de la noche, como estaba todavía esperando que le dijeran una palabra, oyó a la mujer
    del ministro, hermosa dama deseo tada a quien él no se había atrevido a acercarse, que preguntaba:
    —¿Quién es este caballero anciano?
    Volvió a su casa a pie, a medianoche, con una fuerte lluvia. Había vendido un Elzevier para pagar el
    coche al ir.
    Todas las noches, antes de acostarse, tenía la costumbre de leer algunas páginas de su Diógenes
    Laercio. Sabía bastante griego para gozar de las particularidades del texto que poseía. Ya no tenía otra
    alegría. Transcurrieron algunas semanas. De repente la señora Plutarco cayó enferma. Es algo muy triste
    no tener con qué comprar pan en casa del panadero, ni tener con qué comprar drogas en casa del
    boticario. Una noche, el médico había recetado una poción muy cara. Además, la enferma se agravaba, y
    necesitaba una persona que la cuidara. El señor Mabeuf abrió la biblioteca, pero ya no había nada en
    ella. El último volumen había sido vendido. No le quedaba más que el Diógenes Laercio.
    Puso el ejemplar único bajo su brazo y salió; era el 4 de junio de 1832; fue a la puerta Saint-Jacques,
    a casa del sucesor de Royol, y volvió con cien francos. Dejó la pila de napoleones sobre la mesita de
    noche de la vieja sirvienta y volvió a su habitación sin decir una palabra.
    Al día siguiente, desde que amaneció, se sentó en el guardacantón que había en el jardín, y pudo
    vérsele por encima del seto toda la mañana inmóvil, con la frente baja, la mirada fija en los parterres
    marchitos. Llovía a intervalos, pero el viejo no lo notaba. A mediodía estalló en París un ruido
    extraordinario; parecían tiros de fusil y clamores populares.
    Mabeuf levantó la cabeza. Observó un jardinero que pasaba y le preguntó:
    —¿Qué sucede?
    El jardinero, con su azadón al hombro, respondió con el acento más tranquilo:
    —Una revuelta.
    —¡Cómo! ¿Una revuelta?
    —Sí, están combatiendo.
    —¿Por qué combaten?
    —¡Ah! ¡Diablo! —exclamó el jardinero.
    —¿Dónde? —preguntó el señor Mabeuf.
    —En el Arsenal.
    Mabeuf regresó a su casa, cogió su sombrero, buscó maquinalmente un libro para ponérselo debajo
    del brazo, y al no encontrarlo, se dijo: «¡Ah! ¡Es verdad!», y se marchó con aire extraviado.







    LIBRO DÉCIMO




    EL 5 DE JUNIO DE 1832





    I



    LA SUPERFICIE DE LA CUESTIÓN




    ¿De qué se compone un motín? De todo y de nada. De una electricidad que se desarrolla poco a poco,
    de una llama que se forma súbitamente, de una fuerza vaga, de un soplo que pasa. Este soplo encuentra
    cabezas que piensan, cerebros que sueñan, almas que sufren, pasiones que arden, miserias que se
    lamentan, y las arrastra.
    ¿Adónde?
    A la ventura. A través del Estado, a través de las leyes, a través de la prosperidad y la insolencia de
    los demás.
    Las convicciones irritadas, los entusiasmos frustrados, las indignaciones conmovidas, los instintos de
    guerra comprimidos, los jóvenes valores exaltados, las cegueras generosas, la curiosidad, el placer de la
    variación, la sed de lo inesperado, el sentimiento que hace experimentar placer al leer el cartel de un
    nuevo espectáculo, y el oír en el teatro el silbido del maquinista; los odios vagos, los rencores, las
    contrariedades, todo cuanto hace creer que el destino ha fracasado; el malestar, los pensamientos
    profundos, las ambiciones rodeadas de abismos; todo el que espera de un derrumbamiento una salida; y,
    en fin, en lo más bajo, en la turba, ese lodo que se convierte en fuego; tales son los elementos del motín.
    Lo más grande y lo más ínfimo; los seres que vagan separados de todo esperando una ocasión,
    bohemios, gente sin profesión, vagabundos de las encrucijadas, los que duermen de noche en un desierto
    de casas sin otro techo que las frías nubes del cielo; los que piden cada día su pan al azar y no al trabajo,
    los desconocidos de la miseria y de la nada, los brazos desnudos, los pies descalzos, pertenecen al
    motín.
    Todo el que tiene en el alma una rebelión secreta contra un hecho cualquiera del Estado, de la vida o
    de la suerte, tiene afinidad con el motín, y desde que se presenta, empieza a temblar y a sentirse
    conmovido por el torbellino.
    El motín es una especie de tromba de la atmósfera social, que se forma de repente en ciertas
    condiciones de temperatura, y que en sus remolinos sube, corre, truena, arranca, corta, rompe, demuele,
    desarraiga, arrastrando consigo a los espíritus grandes y los pequeños, el hombre fuerte y el espíritu
    débil, el tronco de árbol y la brizna de paja.
    ¡Desgraciado aquel a quien arrastra, lo mismo que aquel con quien choca! Los estrella uno contra
    otro.
    Comunica a los que coge un poder extraordinario. Arrastra al primero que encuentra con la fuerza de
    los sucesos; y hace de todo proyectiles. Convierte una piedra en bala, y un ganapán en un general.
    Si se ha de creer a ciertos oráculos de la política recelosa, desde el punto de vista del poder, un
    motín es una cosa deseable. Para ellos es un axioma que el motín afirma a los gobiernos si no los
    destruye, porque pone a prueba al ejército, concentra a la burguesía, estira los músculos de la policía,
    constata la fuerza del esqueleto social. Es una gimnasia, casi una higiene. El poder se siente mejor
    después de un motín, como el hombre después de una fricción.
    El motín, hace treinta años, se consideraba además desde otros puntos de vista.
    Hay para todo una teoría que se llama a sí misma «del sentido común»; Filinto contra Alcestes;
    mediación ofrecida entre lo verdadero y lo falso; explicación, admonición, atenuación un poco altiva que,
    porque tiene cierta mezcla de culpa y de excusa, se cree la sabiduría, y no es más que la pedantería. Toda
    una escuela política, llamada del justo medio, ha salido de aquí. Entre el agua fría y el agua caliente, hay
    el partido del agua tibia. Esta escuela, con su falsa profundidad enteramente superficial, que diseca los
    efectos sin remontarse a las causas, censura desde lo alto de una semiciencia las agitaciones de la plaza
    pública.
    Según esta escuela, los motines que complicaron la revolución de 1830 quitaron a este gran
    acontecimiento una parte de su pureza. La revolución de julio había sido un hermoso huracán popular,
    bruscamente seguido de la calma; pero los motines volvieron a nublar el cielo. Hicieron degenerar en
    querella esta revolución que en principio fue notable por su unanimidad. En la Revolución de julio, como
    en todo progreso que se realiza a sacudidas, había habido fracturas secretas; el motín las hizo
    insensibles. Pudo decirse: ¡Ah, esto está roto! Después de la Revolución de julio, sólo se sentía la
    libertad; después de los motines, se conoció la catástrofe.
    »Todo motín cierra las tiendas, hace bajar los fondos, consterna a la Bolsa, suspende el comercio,
    entorpece los negocios, precipita las quiebras; se retira el dinero, las fortunas privadas están inquietas, el
    crédito público perdido, la industria desconcertada, los capitales retroceden, el trabajo se paga menos, y
    en todas partes reina el miedo, la reacción se produce en todas las ciudades. De aquí salen los
    precipicios. Se ha calculado que el primer día de motín cuesta a Francia veinte millones, el segundo
    cuarenta, el tercero sesenta. Un motín de tres días cuesta ciento veinte millones, es decir, viendo sólo el
    resultado financiero, equivale a un desastre, naufragio o batalla perdida, que aniquilaría a una flota de
    sesenta navíos de línea.
    »Históricamente, los motines tienen sin duda su belleza; la guerra de las calles no es menos grandiosa
    ni menos poética que la guerra en los bosques; en una está el alma de los bosques, y en la otra el corazón
    de las ciudades; la una tiene a Jean Chouan, y la otra a Jeanne. Los motines iluminaron de rojo, pero
    espléndidamente, los rasgos más originales del carácter parisiense, la generosidad, el desinterés, la
    alegría tempestuosa; probando los estudiantes que la bravura es parte de la inteligencia, la guardia
    nacional inquebrantable, los vivacs de los tenderos, las fortalezas de los pilluelos, el desprecio de la
    muerte en los transeúntes. Escuelas y legiones se encuentran. Después de todo, entre los combatientes no
    había más que una diferencia: la edad; es la misma raza, son los mismos hombres estoicos que mueren a
    los veinte años por sus ideas, y a los cuarenta por sus familias. El ejército, siempre triste en las guerras
    civiles, oponía la prudencia a la audacia. Los motines, al mismo tiempo que manifestaron la intrepidez
    popular, educaron el valor del ciudadano.
    »Pero ¿vale todo esto la sangre que se ha derramado? Y añádase a la sangre derramada el porvenir
    ensombrecido, el progreso comprometido, la inquietud entre los mejores, los liberales honrados
    desesperando ya, el absolutismo extranjero viendo con placer estas heridas que la revolución se inflige a
    sí misma, los vencidos de 1830 triunfando y diciendo: «¡Ya lo habíamos dicho!». Añádase a esto que
    París tal vez puede engrandecerse con un motín, pero que Francia se empequeñece; y, por último, pues
    todo debe decirse, los asesinatos que deshonran con frecuencia la victoria del orden feroz sobre la
    libertad enloquecida. En suma, todos los motines han sido funestos».
    Así habla esta casi sabiduría con que la burguesía se contenta gustosa.
    En cuanto a nosotros, rechazamos esta palabra tan amplia y por tanto tan cómoda: motín. Entre un
    movimiento popular y otro movimiento popular, hacemos una distinción. No nos preguntamos si un motín
    cuesta tanto como una batalla. ¿Y por qué como una batalla? Aquí se presenta la cuestión de la guerra.
    ¿Acaso la guerra es un azote menos sensible que la calamidad de un motín? Además, ¿es que son
    calamidades todos los motines? ¿Y qué, aunque el 14 de julio costase ciento veinte millones? La
    instalación de Felipe V en España ha costado a Francia dos mil millones. Incluso por el mismo precio
    preferimos el 14 de julio. Por otra parte, rechazamos estas cifras que parecen razones y que no son otra
    cosa que palabras. Dado un motín, lo examinamos en sí mismo. En todo lo que dice la objeción
    doctrinaria expuesta más arriba, sólo se trata del efecto; nosotros buscamos la causa.


    896
    CONT
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]


    _________________



    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]


    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]
    Maria Lua
    Maria Lua
    Administrador-Moderador
    Administrador-Moderador


    Cantidad de envíos : 79737
    Fecha de inscripción : 12/04/2009
    Localización : Nova Friburgo / RJ / Brasil

    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 11 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Vie 20 Dic 2024, 08:28

    ***

    II



    EL FONDO DE LA CUESTIÓN




    Hay motines y hay insurrecciones, son dos clases de cólera; una equivocada, otra con derecho. En los
    Estados democráticos, los únicos que están fundados sobre la justicia, sucede algunas veces que una
    fracción usurpa; entonces el todo se alza, y la necesaria reivindicación de su derecho puede llegar hasta
    tomar las armas. En todas las cuestiones que atañen a la soberanía colectiva, la guerra del todo contra la
    fracción es la insurrección; el ataque de la fracción contra el todo es él motín; según que las Tullerías
    estén habitadas por el rey o por la Convención, son justa o injustamente atacadas.
    El mismo cañón dirigido contra la multitud no tiene razón el 10 de agosto y la tiene el 14 de
    Vendimiario. Apariencia semejante y fondo diferente; los suizos defienden lo falso, Bonaparte defiende
    lo verdadero. Lo que el sufragio universal ha hecho por su libertad y en su soberanía, no puede ser
    deshecho por las calles.
    Lo mismo sucede en las cosas de pura civilización; el instinto de las masas, ayer previsor, puede
    mañana estar turbado. La misma furia es legítima contra Terray y absurda contra Turgot
    [443]
    . La
    destrucción de máquinas, el pillaje de los almacenes, la ruptura de los raíles, las demoliciones de los
    docks, los falsos caminos de la multitud, el desafío de la justicia del pueblo al progreso, Ramus
    [444]
    asesinado por escolares, Rousseau expulsado de Suiza a pedradas, son motines. Israel contra Moisés,
    Atenas contra Foción, Roma contra Escipión, son motines; París contra la Bastilla es una insurrección.
    Los soldados contra Alejandro, los marineros contra Cristóbal Colón, es la misma rebelión; rebelión
    impía. Y ¿por qué? Porque Alejandro hace por Asia con la espada lo que Colón por América con la
    brújula; Alejandro, como Colón, encuentra un mundo. Estos dones de un mundo a la civilización son tales
    aumentos de luz que toda resistencia es criminal. Algunas veces el pueblo se traiciona a sí mismo. La
    multitud es traidora al pueblo. ¿Hay, por ejemplo, nada tan extraño como esa larga y sangrienta protesta
    de los falsos saulniers, legítima rebelión crónica, que en el momento decisivo, en el día de la salvación,
    en la hora de la victoria popular, se alía con el trono, con la Vendée, y de insurrección en contra se
    vuelve motín en favor? ¡Obra sombría de la ignorancia!
    El falso saulniers huye de los poderes reales y, con un resto de cuerda al cuello, enarbola la
    escarapela blanca. La ¡muerte a las gabelas! se convierte en ¡viva el rey! Asesinos de la noche de San
    Bartolomé, degolladores de septiembre, verdugos de Avignon, asesinos de Coligny, asesinos de la señora
    de Lamballe, asesinos de Bruñe, miqueletes, verde ts, cadenettes, compañeros de Jéhu, caballeros del
    brazalete; ése es el motín. La Vendée es un gran motín católico.
    El ruido del derecho en movimiento se conoce, y no sale siempre del temblor de las masas
    turbulentas; hay furores locos, como hay campanas rajadas; no todos los somatenes suenan a bronce. El
    estremecimiento de la pasión y de la ignorancia es otra sacudida del progreso. Levantaos, sí, pero para
    engrandeceros, decidme hacia qué lado vais. No hay insurrección más que hacia delante. Cualquier otro
    levantamiento es malo. Cualquier paso violento hacia atrás es motín; retroceder es una vía de hecho
    contra el género humano. La insurrección es el acceso de furor de la verdad; los adoquines que mueve la
    insurrección echan la chispa del derecho. Estos adoquines sólo dejan su lodo al motín. Danton contra
    Luis XVI es la insurrección; Hébert contra Danton es el motín
    [445]
    .
    De aquí proviene que si la insurrección, en los casos dados, puede ser, como ha dicho Lafayette, el
    más santo de los deberes, el motín puede ser el más fatal de los atentados.
    Hay también alguna diferencia en la intensidad colérica; la insurrección es a menudo volcán, el motín
    es con frecuencia fuego de paja.
    La rebelión, según hemos dicho, parte algunas veces del poder. Polignac es un amotinador; Camille
    Desmoulins es un gobernante.
    La solución de todo por el sufragio universal es un hecho absolutamente moderno, y siendo toda la
    historia anterior a este hecho, desde hace cuatro mil años, la violación del derecho y el sufrimiento de los
    pueblos, cada época de la historia trae consigo la protesta que le es posible. Bajo los césares, no había
    insurrección, pero había un Juvenal.
    El facit indignatio reemplaza a los Gracos.
    En tiempo de los césares hay un desterrado en Egipto, pero hay también un autor de los Anales.
    Y no hablemos del gran desterrado de Patmos
    [446]
    , que también condena el mundo real en una protesta
    en nombre del mundo ideal, hace de la visión una sátira enorme y arroja sobre Roma-Nínive, sobre
    Roma-Babilonia, sobre Roma-Sodoma, la resplandeciente reverberación del Apocalipsis.
    Juan sobre su roca es la esfinge sobre su pedestal; no es posible comprenderla; es un judío, es el
    pueblo hebreo; pero el hombre que escribe los Anales es un latino; digamos mejor: es un romano.
    Como los Nerones reinan a la manera negra, deben ser pintados del mismo modo. El trabajo del buril
    sólo sería pálido; es preciso verter en las incisiones una prosa concentrada y mordiente.
    Los déspotas entran para algo en la mente de los pensadores; palabra encadenada, palabra terrible. El
    escritor duplica y triplica su estilo cuando un señor impone silencio al pueblo. De este silencio nace
    cierta plenitud misteriosa que se filtra y se solidifica duramente en el pensamiento. La compresión en la
    historia produce la concisión en el historiador. La solidez granítica de algunas prosas célebres no es más
    que una condensación hecha por el tirano.
    La tiranía obliga al escritor a contracciones de diámetro que son acrecentamientos de fuerza. El
    período ciceroniano, apenas suficiente para Verrés, se embotaría en tiempo de Calígula. Cuanto menor
    sea la extensión de la frase, mayor es la intensidad del golpe. Tácito piensa con inmensa fuerza.
    La honradez de un gran corazón condensada en justicia y en verdad fulmina. Digamos de paso que es
    muy notable que Tácito no esté superpuesto, históricamente hablando, a César: a aquél están reservados
    los Tiberios.
    César y Tácito son dos fenómenos sucesivos, cuyo encuentro parece misteriosamente evitado por el
    que, al sacar los siglos a escena, arregla las entradas y las salidas. César es grande; Tácito es grande;
    Dios dirige estas dos grandezas para que no choquen una contra otra. El justiciero hiriendo a César
    podría herir demasiado y ser injusto, lo que Dios no quiere. Las grandes guerras de África y de España,
    los piratas de Cilicia destruidos, la civilización introducida en la Galia, en Bretaña, en Germania; toda
    esta gloria cubre el Rubicón. Hay en esto una especie de delicadeza de la justicia divina, dudando en
    dejar caer sobre el usurpador ilustre al ilustre historiador formidable, dispensando a César de Tácito, y
    concediendo circunstancias atenuantes al genio.
    Cierto que el despotismo es siempre despotismo, aun bajo el déspota genial. Hay corrupción bajo los
    tiranos ilustres; pero la pérdida moral es más repugnante aún bajo los tiranos infames. En estos reinados,
    nada vela la vergüenza, y los hacedores de ejemplos, Tácito como Juvenal, abofetean más útilmente, en
    presencia del género humano, a esa ignominia sin réplica.
    Roma despide peores miasmas bajo Vitelio que en la época de Sila. Con Claudio y Domiciano, hay
    una deformidad de bajeza correspondiente a la fealdad del tirano; la miseria de los esclavos es un
    producto directo del déspota; estas conciencias encogidas exhalan miasmas en que se refleja el amo; los
    poderes públicos son inmundos; los corazones pequeños, las conciencias planas, las almas son
    repugnantes como un chinche; así sucede con Caracalla, así con Cómodo, así con Heliogábalo; mientras
    que del Senado romano, en tiempo de César, no sale más que el olor de estiércol propio de los nidos de
    águila.
    De aquí proviene la aparición tardía, sólo en apariencia, de los Tácitos y Juvenales; el demostrador
    sólo aparece en la hora de la evidencia.
    Pero Juvenal y Tácito, lo mismo que Isaías en los tiempos bíblicos, lo mismo que Dante en la Edad
    Media, son el hombre; el motín y la insurrección es siempre un fenómeno moral. El motín es Masaniello;
    la insurrección es Espartaco. La insurrección confina con la inteligencia; el motín con el estómago.
    Gaster se irrita; pero Gaster no siempre tiene razón. En las cuestiones de hambre, el motín,
    Buzançais
    [447]
    , por ejemplo, tiene un punto de partida verdadero, patético y justo. Y, sin embargo, es un
    motín. ¿Por qué? Porque teniendo razón en el fondo, no la tiene en la forma. Terrible, aun teniendo
    derecho; violento aunque fuerte, hiere al acaso; marcha como el elefante ciego, rompiéndolo todo; deja
    detrás de sí cadáveres de ancianos, de mujeres y de niños; vierte sin saber por qué la sangre de los seres
    inofensivos e inocentes. Alimentar al pueblo es un buen fin, pero matarlo es un mal medio.
    Todas las protestas armadas, incluso la más legítimas, incluso el 10 de agosto, incluso el 14 de julio,
    empiezan por la misma agitación. Antes que el derecho se desprenda, hay tumulto y espuma. Al principio,
    la insurrección es motín, así como el río es torrente. Ordinariamente desemboca en el océano de la
    revolución. Algunas veces, no obstante, viniendo de las altas montañas que dominan el horizonte moral,
    la justicia, la prudencia, la razón, el derecho, con la más pura nieve de lo ideal, después de una larga
    caída de roca en roca, después de haber reflejado el cielo en su transparencia, y de haber crecido con
    cien afluentes en el majestuoso camino del triunfo, la insurrección se pierde de repente en alguna
    hendidura popular, como el Rin en un pantano.
    Todo ésto se refiere al pasado; en el futuro será otra cosa. El sufragio universal tiene de admirable
    que disuelve el motín en su principio, y dando el voto a la insurrección le quita las armas. La
    desaparición de las guerras, de la guerra de las calles, como de la guerra de las fronteras, es el progreso
    inevitable. La paz, cualquier cosa que sea hoy, es el mañana.
    Por lo demás, insurrección, motín, diferencia entre una y otra, todo esto apenas existe para el
    ciudadano. Para él, todo es sedición, rebelión pura y simple, rebelión del perro contra el amo; especie de
    mordedura que se venga de la cadena y el bozal; ladrido, hasta el día en que la cabeza del perro, que va
    creciendo, se bosqueja vagamente en la sombra como una cabeza de león.
    Entonces el ciudadano grita: «¡Viva el pueblo!»
    Dada esta explicación; ¿qué es para la historia el movimiento del 5 de julio de 1832? ¿Es un motín?
    ¿Es una insurrección? Es una insurrección.
    Podrá sucedemos, al traer a escena un acontecimiento terrible, que le llamemos alguna vez motín,
    pero sólo para calificar los hechos de la superficie, haciendo siempre la distinción necesaria entre la
    forma o motín y el fondo o insurrección.
    Este movimiento de 1832 ha tenido, en su explosión rápida y en su extinción lúgubre, tanta grandeza
    que aun aquellos que no ven en él más que un motín hablan de él con respeto. Para éstos es como un resto
    de 1830. Las imaginaciones conmovidas, dicen, no se tranquilizan en un día. Una revolución no está
    cortada a pico. Tiene siempre necesariamente algunas ondulaciones antes de regresar al estado de paz,
    como una montaña que baja hacia la llanura. No hay Alpes sin Jura, ni Pirineos sin Asturias.
    Esta crisis patética de la historia contemporánea, que la memoria de los parisienses llama «la época
    de los motines», es seguramente una hora característica entre las horas tempestuosas de este siglo.
    Una última palabra antes de continuar el relato.
    Los hechos que van a relatarse pertenecen a esa realidad dramática y viva que el historiador
    desprecia muchas veces por falta de tiempo y de espacio. En ella, sin embargo, insistimos, en ella está la
    vida, la palpitación, el estremecimiento humano. Los pequeños detalles, creemos que lo hemos dicho,
    son, por así decirlo, el follaje de los grandes sucesos y se pierden en la lejanía de la historia. La época
    llamada de los motines abunda en detalles de este género. Las instrucciones judiciales, por otras razones
    distintas de la historia, no lo han revelado todo, ni tal vez han profundizado mucho. Vamos, pues, a sacar
    a la luz, entre las particularidades conocidas y publicadas, cosas que no se han sabido, hechos sobre los
    cuales ha pasado el olvido de unos y la muerte de otros.
    La mayor parte de los actores de estas escenas gigantescas han desaparecido; desde el día siguiente
    se han callado; pero podemos decir de lo que contamos: lo hemos visto. Cambiaremos algunos nombres,
    porque la historia refiere y no denuncia, pero pintaremos cosas verdaderas. En este libro no mostraremos
    más que un solo lado y un solo episodio, y, seguramente, el menos conocido, de las jornadas de los días 5
    y 6 de junio de 1832; pero lo haremos de modo que el lector descubra, bajo el sombrío velo que vamos a
    levantar, la figura real de esa terrible aventura pública.







    CONT
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]


    _________________



    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]


    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]
    Maria Lua
    Maria Lua
    Administrador-Moderador
    Administrador-Moderador


    Cantidad de envíos : 79737
    Fecha de inscripción : 12/04/2009
    Localización : Nova Friburgo / RJ / Brasil

    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 11 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Vie 20 Dic 2024, 08:31

    ***
    III



    UN ENTIERRO: OCASIÓN DE RENACER





    En la primavera de 1832, aunque hacía tres meses que el cólera tenía helados los espíritus, y había
    echado sobre la agitación una lúgubre tranquilidad, París estaba hacía tiempo dispuesta para una
    conmoción. Lo hemos dicho ya, la gran ciudad parece un cañón; cuando está cargado, basta una chispa y
    el disparo sale. En junio del año 1832, la chispa fue la muerte del general Lamarque.
    Lamarque era un hombre de renombre y de acción
    [448]
    . Había tenido sucesivamente las dos clases de
    valor necesarias en las dos épocas: el valor de los campos de batalla y el valor de las tribunas. Era tan
    elocuente como bravo; su palabra parecía una espada. Como Foy, su antecesor, después de haber
    mantenido a gran altura el mando militar, mantúvola gran altura la libertad.
    Sé sentaba entre la izquierda y la extrema izquierda; era querido por el pueblo, porque aceptaba el
    porvenir, y amado por la multitud, porque había servido bien al emperador. Era, con el conde Gérard,
    uno dé los mariscales en cierne de Napoleón.
    Los traidores de 1815 le miraban como una ofensa personal. Odiaba a Wellington con un odio directo
    que agradaba a la multitud, y hacía diecisiete años que guardaba majestuosamente la tristeza de Waterloo,
    atento apenas a los sucesos intermedios. En su agonía, en su última hora, había apretado contra su pecho
    una espada que le habían dedicado los oficiales de los Cien Días. Napoleón murió pronunciando la
    palabra «ejército», Lamarque pronunciando la palabra «patria».
    Su muerte, prevista, era considerada por el pueblo como una pérdida, y por el Gobierno como una
    ocasión
    [449]
    . Aquella muerte fue un duelo que, como todo lo que es amargo, puede cambiarse en una
    revuelta. Esto fue lo que sucedió. La víspera y la mañana del 5 de junio, día fijado para el entierro del
    general Lamarque, el barrio de Saint-Antoine, por el cual debía pasar el cortejo fúnebre, ofrecía un
    aspecto temible. Aquella tumultuosa red de calles se llenó de rumores. Armábanse como podían. Los
    carpinteros llevaban las tablas de sus establecimientos para «echar abajo las puertas». Uno de ellos se
    había hecho un puñal con unos ganchos de zapatero, rompiendo el gancho y aguzando la espiga. Otro, en
    la fiebre de «atacar», dormía vestido desde hacía tres días. Un carpintero, llamado Lombier, encontró a
    un compañero que le preguntó:
    —¿Adónde vas?
    —Pst. No tengo armas.
    —¿Y entonces?
    —Me voy a mi taller a coger un compás.
    —¿Para qué?
    —No lo sé —decía Lombier.
    Otro, llamado Jacqueline, hombre de recursos, se acercaba a los obreros que pasaban y les decía:
    —¡Ven!
    Les pagaba un cuartillo de vino y les preguntaba:
    —¿Tienes trabajo?
    —No.
    —Ve a casa de Filspierre, entre la barrera de Montreuil y la de Charonne, y hallarás trabajo.
    En casa de Filspierre había cartuchos y armas. Ciertos jefes conocidos corrían la posta, es decir, iban
    de una a otra parte para reunir a la gente. En casa de Barthélemy, cerca de la barrera del Trono, en casa
    de Capel, en el Petit-Chapeau, los bebedores se acercaban con aire sombrío, y se les oía decir:
    —¿Dónde tienes tu pistola?
    —Debajo de la camisa. ¿Y tú?
    —Debajo de la camisa.
    En la calle Traversiére, delante del taller Roland, y en la plaza de la Maison-Brulée, delante del
    taller del instrumentista Bernier, cuchicheaban algunos grupos. Distinguíanse entre ellos a un tal Mavot,
    que nunca estaba una semana en un taller, pues los maestros le despedían «porque tenían disputas con él
    todos los días». Mavot murió al día siguiente en la barricada de la calle Ménilmontant. Pretot, que murió
    también en la lucha, secundaba a Mavot, y a esta pregunta: «¿Cuál es tu objeto?», respondía: «La
    insurrección». Algunos obreros reunidos en la esquina de la calle Bercy esperaban a un tal Lemarin,
    agente revolucionario del barrio de Saint-Marceau. Las órdenes se transmitían poco menos que a la luz
    del día.
    El 5 de junio, pues, un día en que se mezclaban la lluvia y el sol, el entierro del general Lamarque
    atravesó las calles de París con la pompa militar oficial, aumentada un poco por las precauciones. Dos
    batallones con los tambores enlutados y los fusiles a la funerala, diez mil guardias nacionales y las
    baterías de artillería de la guardia nacional escoltaban el féretro. El carro fúnebre era llevado por
    jóvenes. Los oficiales de inválidos lo seguían inmediatamente, llevando ramos de laurel. Después venía
    una multitud innumerable, agitada, extraña, los seccionarios de los Amigos del Pueblo, la Escuela de
    Derecho, la de Medicina, los proscritos de todas las naciones, banderas españolas, italianas, alemanas,
    polacas, tricolores horizontales, toda clase de enseñas, niños agitando ramas verdes, picapedreros y
    carpinteros, impresores que se distinguían por sus gorros de papel, marchando de dos en dos, de tres en
    tres, dando gritos, agitando palos casi todos, algunos sables, sin orden, y a pesar de esto, con un solo
    pensamiento, semejantes ya a una confusión ya a una columna.
    Algunos pelotones habían elegido un jefe; un hombre armado con un par de pistolas, perfectamente
    visible, parecía pasar revista a otros, cuyas filas se abrían para dejarle paso. En los paseos, en los
    bulevares, en las ramas de los árboles, en los balcones, en las ventanas, en los tejados, hormigueaban
    cabezas, hombres, mujeres, niños, con la ansiedad en los ojos. Pasaba una multitud armada; otra multitud
    asustada miraba.
    El Gobierno, por su parte, miraba; observaba con la mano en el pomo de la espada. Podían verse
    dispuestos a marchar, cartucheras llenas, fusiles y carabinas cargados, en la plaza de Luis XV, cuatro
    escuadrones de carabineros, montados y con los clarines a la cabeza; en el barrio Latino y en el Jardín
    Botánico, la guardia municipal, escalonada de calle en calle; en el Mercado de los vinos, un escuadrón
    de dragones; en la plaza de Gréve, una mitad del 12.° ligero, y la otra mitad en la Bastilla; el 6.° de
    dragones en los Célestins; y la artillería llenaba el patio del Louvre. El resto de las tropas estaba en los
    cuarteles, sin contar los regimientos de los alrededores de París. El poder, inquieto, tenía suspendidos
    sobre la multitud amenazadora veinticuatro mil soldados en la ciudad y treinta mil hombres en las
    afueras.
    En el acompañamiento circulaban diversos rumores. Se hablaba de intenciones legitimistas; se
    hablaba del duque de Reichstadt, a quien Dios señalaba para la muerte
    [450] en el momento mismo en que
    la multitud le designaba para el imperio. Una persona desconocida anunciaba que a una hora fijada
    capataces ganados para la causa abrirían al pueblo las puertas de una fábrica de armas. En la mayor parte
    de los asistentes dominaba un entusiasmo mezclado con abatimiento. Veíanse también aquí y allá, en
    aquella multitud, presa de tantas emociones violentas pero nobles, verdaderos rostros de malhechores, y
    bocas innobles que decían: «¡Robemos!» Hay ciertas agitaciones que remueven el fondo de los pantanos,
    y que hacen subir a la superficie nubes de cieno. Fenómeno que no extraña a la policía «bien montada» .
    El cortejo fue con lentitud febril desde la casa mortuoria, por los bulevares, hasta la Bastilla. Llovía
    de vez en cuando; pero la lluvia no incomodaba a aquella multitud. En el trayecto habían ocurrido varios
    incidentes: el ataúd había sido paseado alrededor de la columna Vendóme; había sido apedreado el duque
    de Fitz-James
    [451]
    , que estaba en un balcón con el sombrero puesto; el gallo de los galos
    [452] había sido
    arrancado de una bandera popular y arrastrado por el lodo; un agente de policía había sido herido de un
    sablazo en la puerta Saint-Martin; un oficial del 12.° ligero decía en voz alta: «Soy republicano»; la
    escuela politécnica había lanzado, después de su consigna forzada, los gritos: «¡Viva la escuela
    politécnica! ¡Viva la república!» Todos estos hechos marcaron el paso del convoy fúnebre. En la Bastilla,
    las grandes filas de curiosos que descendían del barrio de Saint-Antoine se unieron al acompañamiento, y
    empezó a levantarse cierto murmullo terrible. Oyóse a un hombre que decía a otro:
    —¿Ves bien a aquel de la perilla roja? Pues él dirá cuándo hemos de tirar.
    Parece que aquella misma perilla roja se encontró después haciendo lo mismo en otro motín: el de
    Quénisset.
    El féretro pasó por la Bastilla, siguió por el canal, atravesó el puente pequeño y llegó hasta la
    explanada del puente de Austerlitz. Allí se detuvo. En aquel momento, la multitud, vista a vuelo de
    pájaro, ofrecía el aspecto de un cometa, cuya cabeza estuviese en la explanada y cuya cola desplegada
    por el muelle Bourdon cubriera la Bastilla y se prolongara por el bulevar hasta la puerta Saint-Martin.
    Trazóse un círculo alrededor del carro fúnebre; el acompañamiento guardó silencio. Lafayette habló y
    dijo adiós a Lamarque. Fue un instante conmovedor y augusto, todas las cabezas se descubrieron, todos
    los corazones latían. De repente, un hombre a caballo, vestido de negro, apareció en medio del grupo con
    una bandera roja, y según otros, con una pica terminada en un gorro frigio. Lafayette volvió la cabeza.
    Exelmans
    [453]
    , abandonó el cortejo.
    Aquella bandera roja levantó una tempestad y desapareció. Uno de esos terribles rumores que
    parecen una marejada corrió desde el bulevar de Bourdon hasta el puente de Austerlitz; oyéronse gritos
    prodigiosos:
    «¡Lamarque al Panteón! ¡Lafayette al Hotel de Ville!» Al oír estas exclamaciones de la multitud,
    algunos jóvenes arrastraron el carro fúnebre de Lamarque por el puente de Austerlitz, y a Lafayette en un
    coche por el muelle Morland.
    En la multitud que rodeaba y aclamaba a Lafayette se distinguía y era señalado un alemán llamado
    Ludwig Snyder —que murió centenario—, que había hecho la guerra de 1776 y había peleado en Trenton
    a las órdenes de Washington, y en Brandywine a las de Lafayette.
    Mientras tanto, por la orilla izquierda, la caballería municipal se ponía en movimiento y venía a
    ocupar el puente; por la orilla derecha, los dragones salían de los Célestins y se desplegaban a lo largo
    del muelle Morland. El pueblo que arrastraba a Lafayette los vio repentinamente en la esquina del muelle
    y gritó: «¡Los dragones!, ¡los dragones!»
    Los dragones avanzaban al paso, en silencio, con las pistolas en las pistoleras, los sables envainados,
    las carabinas en su funda, con un aire sombrío de espera.
    A doscientos pasos del puente, hicieron alto. El coche en que iba Lafayette llegó hasta ellos; abrieron
    sus filas, lo dejaron pasar y volvieron a cerrarse. En aquel momento se tocaban los dragones y la
    multitud; las mujeres huyeron con terror.
    ¿Qué sucedió en este minuto fatal? Nadie sabría decirlo. Fue el momento tenebroso en que chocan
    dos nubes. Unos dicen que por el lado del Arsenal se oyó una trompeta que tocaba a ataque, otros que un
    muchacho dio una puñalada a un dragón. El hecho es que se oyeron tres tiros; el primero mató al jefe del
    escuadrón, Cholet; el segundo mató a una vieja sorda que estaba cerrando una ventana en la calle
    Contrescape; el tercero quemó la charretera de un oficial. Una mujer gritó: «¡Empezamos demasiado
    pronto!», y de repente se vio por el lado del muelle Morland un escuadrón de dragones, que se había
    quedado en el cuartel, desembocar al galope, con el sable desnudo, por la calle de Bassompierre y el
    bulevar Bourdon, y barrer todo lo que se le ponía delante.
    Entonces se desencadena la tempestad, llueven las piedras, estalla el fuego; unos se precipitan por los
    ribazos y pasan el estrecho brazo del Sena, hoy cegado; las canteras de la isla Louviers, vasta ciudadela
    natural, se erizan de combatientes, se arrancan las estacas, se disparan pistoletazos, se bosqueja una
    barricada; los jóvenes rechazados pasan el puente de Austerlitz con el féretro a paso de carga y atacan a
    la guardia municipal; acuden los carabineros, los dragones acuchillan, la multitud se dispersa en todas
    direcciones, un rumor de guerra sale de los cuatro extremos de París. Se grita: «¡a las armas!», corren,
    tropiezan, huyen, resisten. La cólera impulsa el motín como el viento aumenta las llamas.




    CONT
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]


    _________________



    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]


    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]
    Maria Lua
    Maria Lua
    Administrador-Moderador
    Administrador-Moderador


    Cantidad de envíos : 79737
    Fecha de inscripción : 12/04/2009
    Localización : Nova Friburgo / RJ / Brasil

    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 11 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Vie 20 Dic 2024, 08:36

    ***
    IV



    EL FERVOR DE OTRO TIEMPO



    Nada es tan extraordinario como las primeras agitaciones de un motín. Todo estalla en todas partes a
    un tiempo. ¿Estaba previsto? Sí. ¿Estaba preparado? No. ¿De dónde sale todo esto? De las nubes. ¿De
    dónde cae todo esto? De las nubes. La insurrección tiene aquí el carácter de un complot, allí el de una
    improvisación.
    El primero que llega se apodera de la corriente de la multitud y la lleva donde quiere. Principio lleno
    de espanto con el que se mezcla una alegría formidable. Empieza por los clamores, se cierran las tiendas,
    desaparecen los escaparates de los almacenes; después se oyen algunos tiros aislados, huye la gente, se
    oyen los culatazos en las puertas cocheras; las criadas ríen en los patios de las casas, y dicen: «¡Va a
    haber jarana!»
    No había pasado un cuarto de hora cuando en veinte puntos de París pasaba lo que vamos a referir.
    En la calle Sainte-Croix-de-Bretonnerie, una veintena de jóvenes con barba y cabellos largos
    entraban en una taberna y salían un momento después llevando una bandera tricolor horizontal, cubierta
    con un crespón; a la cabeza iban tres hombres armados, uno con un sable, otro con un fusil y el tercero
    con una pica.
    En la calle Nonnains-d’Hyéres, un burgués bien vestido, que tenía barriga, con voz sonora, calvo,
    frente elevada, barba negra y uno de esos bigotes rudos que no pueden bajarse, ofrecía públicamente
    cartuchos a los que pasaban.
    En la calle Saint-Pierre-Montmartre, hombres con los brazos desnudos paseaban una bandera negra
    en la que se leían estas palabras en letras blancas: «República o muerte». En la calle de los Jeüneurs, en
    la calle Cadran, en la calle Montorgueil, en la calle Mandar, aparecían grupos agitando banderas en las
    cuales se distinguía en letras de oro la palabra «sección», con un número. Una de estas banderas era roja
    y azul, con un imperceptible entredós blanco.
    En el bulevar Saint-Martin se saqueaba una fábrica de armas y tres tiendas de armeros, la primera en
    la calle Beaubourg, la segunda en la calle Michel-le-Comte y la otra en la calle del Temple. En algunos
    minutos, las mil manos de la multitud se apoderaban de doscientas treinta escopetas, casi todas de dos
    cañones, de sesenta y cuatro sables, de ochenta y seis pistolas. Para armarse más pronto, uno cogía el
    fusil y el otro la bayoneta.
    En frente del muelle de la Gréve, algunos jóvenes armados con mosquetes se instalaban en la casa de
    las mujeres para tirar. Uno de ellos tenía un mosquete de rueda. Llamaban, entraban y se ponían a hacer
    cartuchos. Una de estas mujeres ha dicho: «Yo no sabía lo que eran cartuchos; mi marido me lo ha
    dicho».
    Un grupo entraba en una tienda de la calle de Vieilles-Haudriettes
    [454]
    , y allí cogía yataganes y armas
    turcas. El cadáver de un albañil, muerto de un tiro, yacía en la calle de la Perle.
    Además, en la orilla izquierda, en la derecha, en los muelles, en los bulevares, en el Barrio Latino, en
    el cuartel de los mercados, hombres jadeantes, obreros, estudiantes, seccionarios, leían proclamas y
    gritaban: «¡A las armas!» Rompían los faroles, desenganchaban los coches, desempedraban las calles,
    echaban abajo las puertas de las casas, desarraigaban los árboles, registraban los sótanos, hacían rodar
    toneles, amontonaban piedras, adoquines, muebles, tablas; hacían barricadas.
    Obligaban a los ciudadanos a ayudarlos; entraban en casa de las mujeres y les hacían entregar el
    sable y el fusil de sus maridos ausentes, y escribían con tiza en la puerta: «Están entregadas las armas».
    Algunos firmaban «con sus nombres» recibos de fusil y de sable, y decían: «Enviad por ellos mañana,
    a la alcaldía». Desarmaban en la calle a los centinelas aislados; y a los guardias nacionales que se
    dirigían a su punto de reunión. Se arrancaban las charreteras a los oficiales.
    En la calle de Cimitiére-Saint-Nicolas, un oficial de la guardia nacional, perseguido por una tropa
    armada con bastones y floretes, se refugió con gran dificultad en una casa, de donde no pudo salir hasta la
    noche, y disfrazado. En el barrio de Saint-Jacques, los estudiantes salían en grupos de sus casas y subían
    por la calle Saint-Hyacinthe al Café del Progreso o bajaban al Café des Sept-Billards, en la calle de los
    Mathurins. Allí, delante de las puertas, algunos jóvenes subidos en guardacantones distribuían armas.
    La carpintería de la calle Transnonain fue saqueada para hacer barricadas. En un solo punto resistían
    los habitantes, en la esquina de las calles Sainte-Avoye y Simon-le-Franc, donde destruían ellos mismos
    la barricada. En un solo punto se replegaban los insurgentes. Abandonaban una barricada empezada en la
    calle del Temple, después de haber hecho fuego contra un destacamento de la guardia nacional, y huían
    por la calle de la Corderie. El destacamento recogió en la barricada una bandera roja, un paquete de
    cartuchos y trescientas balas de pistola. Los guardias nacionales desgarraron la bandera y llevaron los
    pedazos en la punta de las bayonetas. Todo lo que referimos aquí, lenta y sucesivamente, se verificaba a
    un tiempo en todos los puntos de la ciudad, en medio de un inmenso tumulto, como una multitud de
    relámpagos en un solo trueno.
    En menos de una hora, veintisiete barricadas se levantaron, solamente en el barrio de los mercados.
    En el centro estaba aquella famosa casa n.° 50, que fue la fortaleza de Jeanney
    [455] y sus ciento seis
    compañeros, y que, flanqueada por un lado por la barricada de Saint-Merry, y por el otro por una
    barricada en la calle Maubuée, domina tres calles, la calle de Arcis, la calle Saint-Martin y la Aubry-leBoucher, frente a ella.
    Dos barricadas en ángulo recto, la una por la calle Montorgueil, sobre la Grande Truanderie, y la otra
    por la calle de Geoffroy-Lan-gevin, sobre la calle Sainte-Avoye. Sin contar las innumerables barricadas
    en otros veinte barrios de París, en el Marais, en la montaña de Sainte-Geneviéve; una en la calle
    Ménilmontant, donde se veía una puerta cochera arrancada de cuajo; otra cerca del puentecillo del HótelDieu, hecha con una diligencia desenganchada y tumbada a trescientos pasos de la prefectura de policía.
    En la barricada de la calle de Ménétriers, un hombre bien vestido distribuía dinero a los
    trabajadores. En la calle Grenéta, un jinete se presentó y entregó al que hacía de jefe de la barricada un
    papel que parecía un cartucho de dinero. «Toma —le dijo—, para pagar los gastos, el vino, etc». Un
    joven rubio, sin corbata, iba de una barricada a otra comunicando órdenes. Otro, con un sable en la mano
    y una gorra azul de polizonte, ponía centinelas. En el interior, más allá de las barricadas, las tabernas y
    las porterías estaban convertidas en cuerpos de guardia. Por lo demás, el motín estaba dirigido según la
    más ingeniosa táctica militar: Las calles estrechas, desiguales, torcidas, llenas de ángulos y recodos,
    habían sido elegidas con acierto, y los alrededores de los mercados, en particular, laberinto de calles
    más embrollado que un bosque. La sociedad de los Amigos del Pueblo había tomado la dirección, se
    decía, del barrio de Sainte-Avoye. A un hombre muerto, en la calle de Ponceau, que había sido
    registrado, se le había encontrado un plano de París.
    La dirección del motín, en realidad, pertenecía a una especie de impetuosidad desconocida que
    reinaba en la atmósfera. La insurrección había constituido las barricadas con una mano y con la otra se
    había apoderado de todos los cuerpos de guardia. En menos de tres horas, como un reguero de pólvora
    que se inflama, los insurgentes habían invadido y ocupado la orilla derecha del Sena, el Arsenal, la
    alcaldía de la plaza Royale, todo el Marais, la fábrica de armas de Po-pincourt, la Galiote, el Cháteaud’Eau, todas las calles cercanas a los mercados; en la orilla izquierda, el cuartel de Vétérain, SaintePéla-gie, la plaza Maubert, el polvorín de Deux-Moulins y todas las barreras. A las cinco de la tarde se
    habían apoderado de la Bastilla, de la Lingerie, de Blancs-Manteaux; sus balas llegaban a la plaza de las
    Victoires, y amenazaban el Banco, el cuartel de Petit-Péres y la casa de Postas. Una tercera parte de
    París estaba ocupada por los amotinados. La lucha se había empeñado gigantescamente en todos los
    puntos; y como consecuencia de los desarmamientos, de las visitas domiciliarias, de las tiendas de
    armeros saqueadas, la lucha, que había empezado a pedradas, continuaba a tiros
    Hacia las seis de la tarde, el pasaje de Saumon se convertía en campo de batalla. El motín estaba en
    un extremo y la tropa en el extremo opuesto. Se tiroteaban de una verja a otra. Un observador, un soñador,
    el autor de este libro, que había ido a ver de cerca, se encontró en el pasaje, entre dos fuegos. Para
    guarecerse de las balas no tenía más que el hueco de las medias columnas que separan las tiendas; y
    estuvo en esta peligrosa situación más de media hora.
    Mientras tanto el tambor tocaba llamada, los guardias nacionales se vestían y armaban
    apresuradamente, las legiones salían de las alcaldías, los regimientos salían de los cuarteles. En frente
    del pasaje de Ancre, un tambor recibía una puñalada. En la calle del Cygne, otro era asaltado por un
    grupo de jóvenes que rompían la caja y le quitaban el sable. Otro yacía muerto en la calle Grenier-SaintLaza-re. En la calle Michel-le-Comte, tres oficiales caían muertos, uno detrás de otro. Varios guardias,
    heridos en la calle de Lombards, retrocedían.
    Delante de la Cour-Batave, un destacamento de guardias nacionales encontraba una bandera roja con
    esta inscripción: «Revolución republicana, n.° 127». ¿Era aquélla una revolución en efecto?
    La insurrección había hecho del centro de París una especie de ciudadela inextricable y tortuosa,
    colosal. Allí estaba el foco; allí estaba la cuestión. Lo demás eran sólo escaramuzas. La prueba de que
    todo había de decidirse allí era que aún no había empezado la lucha.
    En algunos regimientos, los soldados estaban dudosos, lo cual aumentaba la confusión terrible de la
    crisis. Recordaban la ovación popular que había acogido en julio de 1830 la neutralidad del regimiento
    33.° de línea. Dos hombres intrépidos, probados en las grandes guerras, el mariscal Lobau, y el general
    Bugeaud, mandaban las tropas; Bugeaud a las órdenes de Lobau. Grandes patrullas, compuestas de
    batallones de línea, rodeadas completamente de compañías enteras de guardias nacionales, y precedidas
    de un comisario de policía con banda, iban reconociendo las calles sublevadas. Los insurgentes ponían
    vigías en las esquinas de las encrucijadas y enviaban audazmente patrullas fuera de las barricadas.
    Observábanse por ambos lados. El Gobierno, con un ejército en la mano, dudaba; iba a llegar la noche y
    se empezaba a oír el toque de rebato en Saint-Merry. El ministro de la Guerra, que era el mariscal Soult,
    el que había estado en Austerlitz, miraba el motín con aire sombrío.
    Aquellos viejos marinos, acostumbrados a las maniobras correctas, sin más recurso ni más guía que
    la táctica, que es la brújula de las batallas, estaban desorientados en presencia de esta inmensa espuma
    que se llama cólera pública. El viento de las revoluciones no es manejable.
    Los guardias nacionales de los alrededores acudían apresuradamente y en desorden. Un batallón del
    12.° ligero venía a paso de carga desde Saint-Denis; el 14.° de línea llegaba a Courbevoie; las baterías
    de la Escuela Militar habían tomado posiciones en el Carrousel; la artillería pesada bajaba de Vincennes.
    En las Tullerías, reinaba la soledad. Luis Felipe estaba muy sereno.







    CONT
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]


    _________________



    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]


    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]
    Maria Lua
    Maria Lua
    Administrador-Moderador
    Administrador-Moderador


    Cantidad de envíos : 79737
    Fecha de inscripción : 12/04/2009
    Localización : Nova Friburgo / RJ / Brasil

    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 11 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Vie 20 Dic 2024, 08:39

    ***
    V



    ORIGINALIDAD DE PARÍS





    Desde hacía dos años, según hemos dicho, París había visto más de una insurrección. Fuera de los
    barrios sublevados, nada es de ordinario más extrañamente tranquilo que la fisonomía de París durante un
    motín. París se acostumbra muy de prisa a todo —un motín no es más que un motín— y París tiene tantos
    negocios que no se ocupa de una cosa tan pequeña. Sólo estas ciudades colosales pueden ofrecer tales
    espectáculos; sólo estos inmensos centros de población pueden contener en su recinto a un mismo tiempo
    la guerra civil y una extraña tranquilidad.
    Por costumbre, cuando empieza la insurrección, cuando se oye el tambor, el toque de llamada, la
    generala, el tendero se limita a decir:
    —Parece que hay jarana en la calle Saint-Martin.
    —En el barrio de Saint-Antoine.
    Y algunas veces, añade con indiferencia:
    —Por ahí, en alguna parte.
    Después, cuando se oye el estrépito horrible y lúgubre de la fusilería y de las descargas por
    pelotones, el tendero dice:
    —¡Se va calentando! ¡Calla! ¡Se va calentando la cosa!
    Un momento después, si se aproxima el motín, cierra apresuradamente su tienda y se pone en seguida
    el uniforme; es decir, pone a buen recaudo sus mercancías y en peligro su persona.
    Mientras se dispara en una encrucijada, en un pasaje, en un callejón, mientras se toman y se pierden
    barricadas, y corre la sangre, y la metralla acribilla todas las fachadas de las casas, las balas matan a los
    vecinos en sus dormitorios y los cadáveres se amontonan en las calles, también se oye el choque de las
    bolas de un billar a algunos pasos.
    Los teatros abren sus puertas y representan vodeviles; los curiosos hablan y ríen a dos pasos de esas
    calles en las que reina la guerra; los coches hacen sus viajes normales; los vecinos se van a comer; y
    algunas veces, esto sucede en el mismo barrio en que se lucha. En 1831, se detuvo una descarga para
    dejar pasar una boda.
    Cuando la insurrección de mayo de 1839, en la calle Saint-Martin un viejo achacoso que llevaba un
    carretón con un trapo tricolor y lleno de garrafas de un líquido cualquiera, iba y venía de una barricada a
    la tropa, y de la tropa a la barricada, ofreciendo indistintamente refrescos a la anarquía y al Gobierno.
    No hay nada más extraño; pero esto es el carácter propio de los motines de París, que no se encuentra
    en ninguna otra capital. Porque para eso son precisas dos cosas: la grandeza y la alegría de París. Es
    necesario que sea la ciudad de Voltaire y de Napoleón.
    Esta vez, sin embargo, en la alarma del 5 de junio de 1832, la gran urbe sintió algo que era tal vez
    más fuerte que ella. Tuvo miedo. Viose en todas partes, en los barrios más alejados y en los más
    indiferentes, que las puertas y ventanas permanecían cerradas en pleno día. Los valientes se armaron y
    los cobardes se ocultaron. El transeúnte indiferente u ocupado desapareció; muchas calles estaban
    desiertas como a las cuatro de la madrugada. Referíanse en todas partes rumores alarmantes, noticias
    fatales. Que «ellos» se habían apoderado del Banco; que sólo en el claustro de Saint-Merry había
    seiscientos, retirados y parapetados en la iglesia; que la tropa de línea no inspiraba confianza; que
    Armand Carrel había ido a ver al mariscal Clauzel
    [456]
    , y que el mariscal le había dicho: «Contad
    primero con un regimiento»; que Lafayette estaba enfermo, pero que sin embargo les había dicho: «Estoy
    con vosotros. Os seguiré a todas partes, mientras haya sitio para una silla»; que era necesario estar
    apercibido, porque por la noche habría gente que saquearía las casas aisladas en los lugares desiertos de
    París (en esto se descubría la imaginación de la policía, esa Anne Radcliffe mezclada con el Gobierno);
    que se había establecido una batería en la calle Aubry-le-Boucher; que Lobau y Bugeaud estaban de
    acuerdo, y que a medianoche o al rayar el día, lo más tarde, marcharían a un tiempo cuatro columnas
    contra el centro del motín, la primera desde la Bastilla, la segunda desde la puerta Saint-Martin, la
    tercera desde la plaza de la Gréve y la cuarta desde los mercados; que quizá también las tropas
    evacuarían París, y se retirarían al Campo de Marte; que no se sabía lo que sucedería, pero que sería
    algo muy grave. Discurrían mucho sobre las vacilaciones del mariscal Soult. ¿Por qué no atacaba en
    seguida? Era evidente que estaba muy pensativo. El viejo león parecía olfatear en aquella sombra un
    monstruo desconocido.
    Llegó la noche; los teatros no se abrieron; las patrullas circulaban con aire irritado; se registraba a
    los transeúntes; se detenía a los sospechosos. A las ocho, había más de ochocientas personas presas; la
    prefectura estaba llena; la Conciergerie atestada; la Forcé, rebosante. En la Conciergerie en particular, el
    gran subterráneo, que se llama la calle de París, estaba cubierto de sacos de paja, sobre los cuales yacían
    un montón de prisioneros a quienes el hombre de Lyon, Lagrange
    [457]
    , arengaba con valor. Aquella paja,
    movida por los presos, hacía el ruido de un aguacero. En otras partes los presos estaban en los patios,
    unos sobre otros. En otros sitios, reinaba la ansiedad y el temor del día de mañana.
    Se fortificaban las casas; las mujeres y las madres estaban inquietas; no se oía más que esto: «¡Dios
    mío, aún no ha vuelto!» Sólo a lo lejos se oía rodar algún coche. Se oían, al pasar por las puertas,
    rumores, gritos, tumultos, ruidos sordos y confusos, palabras sueltas: «Debe ser la caballería»; o bien:
    «Son los furgones que galopan»; los clarines, los tambores, la fusilería, y sobre todo el toque a rebato de
    Saint-Merry. Oíase el cañón. Los hombres salían por detrás de una esquina y desaparecían gritando:
    «¡Meteos en casa!» Y todos se apresuraban a echar los cerrojos en las puertas. Algunos preguntaban:
    «¿En qué acabará todo esto?» Por momentos, a medida que la noche iba cayendo, París parecía
    colorearse más lúgubremente con el formidable fulgor del motín.







    LIBRO UNDÉCIMO





    EL ÁTOMO FRATERNIZA CON EL HURACÁN





    I




    ALGUNAS ACLARACIONES SOBRE LOS ORÍGENES DE LA POESÍA DE
    GAVROCHE. INFLUENCIA DE UN ACADÉMICO SOBRE ESTA POESÍA





    En el momento en que la insurrección, surgiendo del choque del pueblo y de la tropa delante del
    Arsenal, determinó un movimiento de retroceso en la multitud que seguía al féretro y que en toda la
    longitud de los bulevares pesaba, por decirlo así, sobre la cabeza del convoy, hubo un terrible reflujo. La
    columna se deshizo, las filas se rompieron, todos echaron a correr, huyeron, unos dando gritos de ataque,
    otros con la palidez del miedo. El gran gentío que cubría los bulevares se dividió en un abrir y cerrar de
    ojos, se desbordó a derecha e izquierda, y se derramó en torrentes en doscientas calles a la vez, con la
    impetuosidad de una esclusa abierta.
    En aquel momento un niño harapiento que bajaba por la calle de Ménilmontant, llevando en la mano
    una rama de codeso en flor, que acababa de coger en las alturas de Belleville, descubrió en el escaparate
    de una prendería una vieja pistola de arzón. Arrojó la rama florida sobre el empedrado y exclamó:
    —Tía Fulana, os tomo prestada esta máquina.
    Y echó a correr con la pistola.
    Diez minutos más tarde, una ola de ciudadanos asustados que huían por la calle Amelot y la calle
    Basse encontró al muchacho que blandía su pistola y cantaba:
    Nada se ve de noche,
    y se anda a troche y moche.
    De día se ve claro,
    y el tropezar es raro.
    Era Gavroche que se iba a la guerra.
    En el bulevar, se dio cuenta de que la pistola no tenía perrillo.
    ¿De quién era la estrofa que le servía para marcar el paso, y todas las demás canciones que cantaba?
    Lo ignoramos. ¿Quién sabe? Tal vez eran suyas. Gavroche, por otra parte, estaba al corriente de todos los
    cantares populares en circulación, y en ellos mezclaba su propia inspiración. Duende y galopín, hacía un
    popurrí de las voces de la naturaleza y de las voces de París. Combinaba el canto de los pájaros con el
    repertorio de los talleres. Conocía a los aprendices, tribu contigua a la suya. Según parece, había sido
    durante tres meses aprendiz de impresor. Un día, había hecho una comisión para el señor Baour-Lormian,
    de la Academia. Gavroche era un pilludo letrado.
    Por lo demás, Gavroche no sospechaba que en aquella mala noche lluviosa en que había ofrecido
    hospitalidad en su elefante a dos niños, había representado el papel de la Providencia para sus dos
    hermanos. La noche había sido, primero para sus hermanos, y la madrugada para su padre. Al dejar la
    calle de Ballets, al amanecer, había regresado apresuradamente al elefante, había extraído de él
    artísticamente a los dos pequeños, había compartido con ellos un almuerzo cualquiera que había
    inventado y luego se había ido confiándolos a la calle, esa buena madre, que casi le había criado a él. Al
    dejarlos, les había dado una cita para la noche en el mismo sitio, y se había despedido con este discurso:
    «Rompo una caña, o de otro modo dicho, me escurro, o como se dice en la Corte, desfilo. Pipiólos, si no
    encontráis a papá y a mamá, volved aquí a la noche. Os daré de cenar y os acostaré».
    Los dos niños, recogidos por algún agente de policía y llevados al depósito, o robados por algún
    saltimbanqui, o simplemente perdidos en el inmenso laberinto de las calles de París, no volvieron. Los
    bajos fondos del mundo social en la actualidad abundan en estas huellas perdidas. Gavroche no los había
    vuelto a ver. Habían transcurrido diez o doce semanas desde aquella noche. Más de una vez se había
    acordado de aquellos pobres niños, y rascándose la cabeza se había dicho: «¿Dónde diablos estarán mis
    niños?»
    Entretanto, había llegado con su pistola en la mano a la calle de Pont-aux-Choux. Observó que en
    aquella calle no había más que una tienda abierta, y, cosa digna de reflexión, una tienda de bollos. Era
    una ocasión providencial para comer un pastelillo de manzanas antes de entrar en lo desconocido.
    Gavroche se detuvo, se tentó los costados, registró los bolsillos, los volvió del revés, no encontró nada
    en ellos, ni un sueldo, y se puso a gritar: «¡Socorro, socorro!»
    Es muy duro el carecer del bocado supremo.
    Gavroche no por esto se detuvo en su camino.
    Dos minutos más tarde había llegado a la calle Saint-Louis
    [458]
    . Al atravesar la calle de Parc-Royal,
    sintió la necesidad de desquitarse del pastelillo de manzanas imposible, y gozó del inmenso placer de
    rasgar en pleno día los carteles de los espectáculos.
    Un poco más lejos, al ver pasar a un grupo de personas bien puestas que le parecieron propietarios,
    alzó los hombros y escupió al azar, delante de ellos, esta bocanada de bilis filosófica:
    —¡Estos rentistas, qué gordos están! ¡Cómo gozan de las buenas comidas! Preguntadles lo que hacen
    con su dinero. No lo saben. ¡Se lo comen! ¡Y qué! Todo se lo lleva el vientre








    913
    CONT
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]


    _________________



    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]


    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]
    Maria Lua
    Maria Lua
    Administrador-Moderador
    Administrador-Moderador


    Cantidad de envíos : 79737
    Fecha de inscripción : 12/04/2009
    Localización : Nova Friburgo / RJ / Brasil

    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 11 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Sáb 21 Dic 2024, 09:38

    ***

    II



    GAVROCHE EN MARCHA




    La agitación producida por una pistola sin perrillo que se lleva en la mano a mediodía es una función
    pública tal que Gavroche, sintiendo crecer su verbosidad a cada paso, iba gritando entre algunos
    fragmentos de la Marsellesa que cantaba:
    —Todo va bien. Sufro mucho de la pata izquierda; me he curado mi reumatismo, estoy contento,
    ciudadanos. Voy a echar unos versos subversivos. Vengo del bulevar, amigos míos, y se va calentando la
    cosa, ya cuece un poco, ya hierve. Ya es tiempo de espumar el puchero. ¡Adelante los hombres!, ¡que la
    sangre impura inunde los surcos! Yo doy mi vida por la patria, y ya no volveré a ver a mi concubina, no,
    no, todo acabó. ¡Me es igual, viva la alegría! ¡Luchemos, caramba! Estoy cansado de este despotismo.
    En aquel instante, el caballo de un guardia nacional de lanceros que pasaba a su lado cayó al suelo.
    Gavroche puso su pistola en tierra, levantó al hombre y después ayudó a levantar al caballo. Después
    recogió su pistola y continuó su camino.
    En la calle Thorigny todo era paz y silencio. Esta apatía, propia del barrio del Marais, contrastaba
    con el vasto rumor que la rodeaba. Cuatro comadres charlaban en una puerta. Escocia tiene tercetos de
    brujas, pero París tiene cuartetos de comadres; y el «tú serás rey» sería tan lúgubre dicho a Bonaparte en
    la encrucijada Baudoyer como a Macbeth en la selva de Armuyr. Sería, sobre poco más o menos, el
    mismo graznido.
    Las comadres de la calle Thorigny sólo se cuidaban de sus asuntos. Eran tres porteras y una trapera
    con su cesto y su gancho.
    De pie como estaban, parecían las cuatro esquinas de la vejez, que son: la caducidad, la decrepitud,
    la ruina y la tristeza.
    La trapera era humilde. En este mundo al aire libre, la trapera saluda y la portera protege. Esto
    depende de la basura, según quieran las porteras que sea aprovechable o inútil, según la fantasía del que
    hace el montón. Hasta en la escoba puede haber bondad.
    Esta trapera era un cesto agradecido, y sonreía, ¡con qué sonrisa!, a las tres porteras. Se decían cosas
    como éstas:
    —¡Ah! ¿Vuestro gato sigue siendo tan malo?
    —Dios mío, ya sabéis lo que son los gatos, naturalmente enemigos de los perros; y los perros son los
    que se quejan.
    —Y el mundo también.
    —Y sin embargo, las pulgas de los gatos no se pasan a las personas.
    —Y además, los perros son peligrosos. Me acuerdo de un año en que había tantos perros que lo
    pusieron en los periódicos. Era cuando había en las Tullerías unos borregos grandes que arrastraban el
    cochecito del rey de Roma. ¿Os acordáis del rey de Roma?
    —Yo quería más al duque de Bordeaux.
    —Pues yo he conocido a Luis XVII, y le prefiero.
    —Lo que está caro es la carne, señora Patagón.
    —¡Ah!, no me habléis de eso; es una cosa horrible la carnicería. Un horror enorme.
    En esto intervino la trapera.
    —Señoras —dijo—, el comercio está paralizado. Los montones de basuras están ya siendo
    rebuscados. No se tira nada; todo se come.
    —Los hay más pobres que vos, Vargouléme.
    —Sí, esto es verdad —respondía la trapera con deferencia—, yo tengo una profesión.
    Hubo una pausa, y la trapera, cediendo a esa necesidad de hablar que reside en la misma naturaleza
    de la persona, añadió:
    —Al volver a mi casa por la mañana, arreglo la cesta, hago mi lección [elección, quería decir].
    Formo unos montones en mi cuarto. Meto los trapos en una cesta, los tronchos en un barreño, los pedazos
    de lana en mi cómoda, los papeles viejos en el rincón de la ventana, lo que se puede comer en una
    cazuela, los pedazos de vidrio en mi chimenea, los zapatos detrás de la puerta y los huesos debajo de la
    cama.
    Gavroche, que se había parado detrás, estaba escuchando.
    —Viejas —dijo—, ¡tenéis que hablar de política!
    El pilluelo recibió por contestación un sofión cuádruple.
    —¡Vaya un malvado!
    —¿Qué lleva en la mano? ¡Una pistola!
    —¡Mirad qué maldito pícaro!
    —Estos no están tranquilos si no derriban la autoridad.
    Gavroche, despreciándolas, se limitó por toda respuesta a levantar la punta de la nariz con el dedo
    pulgar, abriendo enteramente la mano.
    La trapera gritó:
    —¡Anda, bribón descalzo!
    La que respondía al nombre de señora Patagón dio una palmada escandalizada.
    —Va a haber desgracias, os lo aseguro. El galopín de al lado, que tiene perilla, sale todos los días
    del brazo con una joven que lleva gorro de color de rosa, hoy ha pasado llevando al brazo un fusil. La
    señora Bacheux dice que la semana pasada hubo una revolución en… en… en… ¡de dónde viene el
    becerro! En Pontoise. Y ahora veis a este horrible tunante con su pistola. Parece que hay gran cantidad de
    cañones en los Célestins. ¿Qué queréis que haga el Gobierno con estos tunos, que no saben qué inventar
    para revolver a la gente, cuando empezaba a estar un poco tranquila después de todas las desgracias que
    ha habido, señor Dios? ¡Yo que me acuerdo de aquella pobre reina a quien vi pasar en una carreta! ¡Y
    todo esto, por supuesto, va a ser la causa de que se encarezca el tabaco! ¡Es una infamia! ¡Y ciertamente,
    iré a verte guillotinar, galopín!
    —Se te cae el moco, mi buena vieja —dijo Gavroche—. Suénate el promontorio.
    Y siguió adelante.
    Cuando estaba ya en la calle Pavée, se acordó de la trapera, y empezó este soliloquio:
    —Te equivocas al insultar a los revolucionarios, tía Estercolera. Esta pistola te protege. Sirve para
    que tengas en el cesto buenas cosas que comer.
    De repente, oyó un ruido detrás de sí; era la portera Patagón que le había seguido, y que, desde lejos,
    le mostraba el puño, gritando:
    —¡No eres más que un bastardo!
    —¡Bah! —dijo Gavroche—. Me río de eso a carcajadas.
    Poco después pasaba delante del Hotel Lamoignon. Allí, hizo este llamamiento:
    —¡En marcha para la batalla!
    Y fue presa de un acceso de melancolía. Contempló su pistola con un aire de reproche que parecía
    destinado a enternecerla, y dijo:
    —Yo salgo, pero tú no sales.
    Un perro puede distraer a otro. Un caniche muy flaco pasó por allí. Gavroche se apiadó de él.
    —Mi pobre tutú —le dijo—, se te ven las costillas.
    Luego se dirigió hacia Orme-Saint-Gervais.





    III



    JUSTA INDIGNACIÓN DE UN PELUQUERO




    El digno peluquero que había arrojado de su casa a los dos pequeños a quienes Gavroche había
    abierto el intestino paternal del elefante, estaba en aquel momento en su tienda, ocupado en afeitar a un
    viejo soldado legionario, que había servido en tiempos del Imperio. Charlaban. El peluquero había
    hablado naturalmente al soldado del motín, luego del general Lamarque, y de éste habían pasado a hablar
    del emperador. De esto resultó una conversación de barbero a soldado, que Prudhomme, si hubiera
    estado presente, habría enriquecido con arabescos, y habría titulado: «Diálogo de la navaja y el sable».
    —Caballero —decía el barbero—. ¿Cómo montaba el emperador a caballo?
    —Mal. No sabía caer. Así es que no se cayó nunca.
    —¿Tenía buenos caballos?
    —El día en que me dio la cruz, me fijé en su cabalgadura. Era una yegua corredera, enteramente
    blanca. Tenía las orejas muy separadas, la silla profunda, una fina cabeza señalada con una estrella negra,
    el cuello muy largo, las rodillas fuertemente articuladas, las costillas salientes, el lomo oblicuo, la grupa
    poderosa. Un poco más de quince palmos de alta.
    —Hermoso caballo —dijo el peluquero.
    —Era el caballo de Su Majestad.
    El peluquero creyó que después de aquella frase era conveniente un poco de silencio; convino en
    ello, y luego continuó:
    —El emperador no fue herido más que una vez, ¿no es verdad, caballero?
    El viejo soldado respondió con el acento tranquilo y soberano del hombre que lo ha visto:
    —En el talón, en Ratisbonne. Nunca le vi mejor puesto que aquel día; estaba reluciente como un
    sueldo.
    —Y vos, señor veterano, ¿habéis sido herido muy a menudo?
    —¿Yo? —dijo el soldado—. ¡Ah, no gran cosa! Recibí en Marengo dos sablazos en la nuca, una bala
    en el brazo derecho en Austerlitz, otra en la cadera izquierda en lena, en Friedland, un bayonetazo —aquí
    —; en Moskowa siete u ocho lanzazos, no importa dónde; en Lutzen un estallido de obús, que me aplastó
    un dedo… ¡Ah!, y luego en Waterloo, un balazo de cañón en el muslo. Esto es todo.
    —¡Qué hermoso es eso! —exclamó el peluquero con acento pindárico—, ¡eso de morir en el campo
    de batalla! ¡Yo, palabra de honor, antes que reventar en mi cama, de enfermedad, lentamente, un poco
    cada día, con las drogas, las cataplasmas, la jeringa y el médico, preferiría recibir en el vientre una bala
    de cañón!
    —No tenéis mal gusto —dijo el soldado.
    Apenas había acabado de pronunciar esta frase cuando resonó en la tienda un horrible estrépito. Un
    vidrio del escaparate acababa de romperse violentamente.
    El peluquero se puso pálido.
    —¡Ah, Dios mío! —grito—, ¡aquí tenemos una!
    —¿El qué?
    —Una bala de cañón.
    —Hela aquí —agregó el soldado.
    Recogió una cosa que rodaba por el suelo. Era un guijarro.
    El peluquero corrió hacia el vidrio roto y vio a Gavroche que huía a todo trapo hacia el mercado
    Saint-Jean. Al pasar delante de la tienda del peluquero, Gavroche, que llevaba en la memoria a los dos
    niños, no había podido resistir el deseo de saludarle, y había arrojado una piedra al escaparate.
    —¡Pero veis! —dijo el peluquero, que de pálido había pasado a azul—. Este hace mal sólo por hacer
    mal. ¿Qué le he hecho yo a este pilluelo?





    CONT
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]


    _________________



    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]


    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]
    Maria Lua
    Maria Lua
    Administrador-Moderador
    Administrador-Moderador


    Cantidad de envíos : 79737
    Fecha de inscripción : 12/04/2009
    Localización : Nova Friburgo / RJ / Brasil

    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 11 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Sáb 21 Dic 2024, 09:40

    ***

    IV






    EL NIÑO SE ADMIRA DEL VIEJO




    Entretanto, Gavroche en el mercado Saint-Jean
    [459]
    , cuyo cuerpo de guardia había sido ya desarmado,
    acababa de hacer su incorporación a un grupo guiado por Enjoirás, Courfeyrac, Combeferre y Feuilly.
    Todos iban poco más o menos armados. Bahorel y Jean Prouvaire los habían encontrado, y aumentaban el
    grupo. Enjolras tenía un fusil de caza de dos cañones; Combeferre un fusil de la guardia nacional con el
    número de la legión, y en su cinturón dos pistolas que se le veían bajo su levita desabotonada; Jean
    Prouvaire un viejo mos-quetón de caballería; Bahorel una carabina y Courfeyrac agitaba un estoque.
    Feuilly, con un sable desnudo, marchaba delante gritando: «¡Viva Polonia!»
    Venían del muelle Morland, sin corbata, sin sombrero, jadeantes, mojados por la lluvia y con el fuego
    en los ojos. Gavroche los abordó con calma:
    —¿Adonde vamos?
    —Ven —dijo Courfeyrac.
    Detrás de Feuilly marchaba, o mejor dicho saltaba, Bahorel, pez en el agua del motín. Llevaba un
    chaleco carmesí, y decía palabras de esas que lo destruyen todo. Su chaleco trastornó a un transeúnte, que
    exclamó asustado:
    —¡Ya están aquí los rojos!
    —¡El rojo, los rojos! —replicó Bahorel—. Pícaro miedo, ciudadano. En cuanto a mí, no tiemblo
    delante de una amapola; Caperucita Roja no me inspira temor alguno. Ciudadanos, creédme, dejemos el
    miedo al rojo a los animales cornudos.
    Descubrió un rincón donde estaba pegada la hoja de papel más pacífica del mundo, un permiso para
    comer huevos, un mandamiento de cuaresma dirigido por el arzobispo de París a sus feligreses.
    Bahorel arrancó el mandamiento del muro. Esto conquistó a Gavroche. A partir de aquel instante,
    Gavroche se puso a estudiar a Bahorel.
    —Bahorel —observó Enjolras—, te equivocas. Hubieras debido dejar tranquilo ese mandamiento, no
    tenemos que habérnoslas con él; gastas inútilmente tu cólera. Guarda tu provisión. No se hace fuego fuera
    de las filas, ni con el alma ni con el fusil.
    —A cada uno su gusto —repuso Bahorel—. Esta prosa de obispo me choca, yo quiero comer huevos
    sin que me lo permitan. Tú eres del género frío ardiente; yo me divierto. Además, no me gasto, tomo
    aliento, y si he rasgado ese mandamiento es para que me entre el apetito, ¡Hercle!
    Esta palabra, Hercle
    [460]
    , chocó a Gavroche. Buscaba cualquier ocasión para instruirse, y aquel
    destrozón de carteles tenía su estima. Le preguntó:
    —¿Qué quiere decir Hercle?
    —Quiere decir, maldito nombre de perro, en latín.
    Bahorel vio entonces, en una ventana, a un joven pálido con barba negra que los miraba pasar,
    probablemente un amigo del ABC. Le gritó:
    —Pronto, cartuchos, para bellum[461]
    .
    —¡Guapo hombre!, es verdad —dijo Gavroche, que ahora entendía el latín
    [462]
    .
    Un cortejo tumultuoso los acompañaba; estudiantes, artistas, jóvenes afiliados a la Cougourde de Aix,
    obreros, gentes del puerto armadas con palos y bayonetas, algunos como Combeferre, con pistolas
    metidas en sus pantalones. Un anciano que parecía muy viejo iba también en aquel grupo. No llevaba
    armas, y se apresuraba para no quedarse atrás, aunque tenía un aire pensativo. Gavroche le observó:
    —¿Queseso? —le preguntó a Courfeyrac.
    —Un viejo.
    Era el señor Mabeuf.





    V




    EL ANCIANO





    Digamos ahora lo que había pasado.
    Enjolras y sus amigos estaban en el bulevar Bourdon, cerca de los graneros, en el momento en que los
    dragones cargaron. Enjolras, Courfeyrac y Combeferre eran de los que habían tomado la calle
    Bassompierre exclamando: «¡A las barricadas!» En la calle Lesdiguiéres, habían encontrado a un
    anciano.
    Lo que había llamado su atención era que el buen hombre andaba en zigzag, como si estuviera ebrio.
    Además llevaba su sombrero en la mano, aunque llovía con bastante fuerza en aquel mismo instante.
    Courfeyrac le había reconocido, porque había acompañado muchas veces a Marius hasta su puerta.
    Conociendo las costumbres apacibles y más que tímidas del viejo mayordomo librero, y extrañado de
    verle en medio de aquel tumulto, a dos pasos de las cargas de caballería, casi en medio de un tiroteo, con
    la cabeza descubierta bajo la lluvia, y paseando por entre las balas, se había acercado a él, y el
    amotinado de veinticinco años y el octogenario habían tenido este diálogo:
    —Señor Mabeuf, volveos a casa.
    —¿Por qué?
    —Va a haber jarana.
    —Eso es bueno.
    —Sablazos, tiros, señor Mabeuf.
    —Eso es bueno.
    —Cañonazos.
    —Eso es bueno. ¿Adonde vais vosotros?
    —Vamos a echar abajo el Gobierno.
    —Eso es bueno.
    Y los había seguido, sin volver a pronunciar una palabra. Su paso se había ido fortaleciendo de
    repente, unos obreros le habían ofrecido el brazo, y él se había negado con un movimiento de cabeza.
    Avanzaba casi en primera fila de la columna, con el movimiento de un hombre que marcha y el rostro de
    un hombre que duerme.
    —¡Qué hombre tan templado! —murmuraban los estudiantes. En el grupo corría el rumor de que era
    un anciano convencional, un viejo regicida.
    El grupo avanzaba por la calle de la Verrerie. Gavroche iba delante cantando a grito pelado, y
    haciendo las veces de clarín:
    Pues ya ha salido la luna,
    ¿cuándo nos vamos de tuna?,
    dijo Charlot a Charlotte.
    Tú, tú, tú.
    Vamos a Chatou.
    Yo tengo un Dios, un rey, un chavo y una bota.
    Por comer dos cañamones
    se embriagaron dos gorriones,
    al pie de una encina rota.
    Sí, sí, sí.
    Vamos a Passy.
    Yo tengo un Dios, un rey, un chavo y una bota.
    Un tigre que vio a estos lobos,
    convertidos en dos bobos,
    dijo con cara devota:
    Don, don, don.
    Vamos a Meudon.
    Yo tengo un Dios, un rey, un chavo y una bota.
    Y pues que sale la luna,
    ¿cuándo nos vamos de tuna?,
    dijo Carloto a Carlota:
    Tin, tin, tin.
    Vamos a Pantin.
    Yo tengo un Dios, un rey, un chavo y una bota.
    Y se dirigieron a Saint-Merry.






    VI





    RECLUTAS






    El grupo aumentaba a cada instante. En la calle de Billettes, un hombre de elevada estatura, que
    empezaba a encanecer, y cuyo rostro rudo y atrevido observaron Courfeyrac, Combeferre y Enjolras,
    pero a quien nadie conocía, se unió al grupo. Gavroche, ocupado en cantar, silbar, zumbar, ir el primero y
    en llamar en las tiendas con la culata de su pistola sin perrillo, no se fijó en aquel hombre.
    Cuando avanzaban por la calle de la Verrerie, pasaron delante de la puerta de la casa de Courfeyrac.
    —Me alegro, porque me he olvidado el dinero, y he perdido el sombrero —dijo Courfeyrac.
    Abandonó la tropa, y subió las escaleras de cuatro en cuatro; cogió un viejo sombrero y su bolsa. Tomó
    también un gran cofre cuadrado de las dimensiones de una maleta grande que estaba oculto en la ropa
    sucia. Al bajar las escaleras le gritó la portera:
    —¡Señor Courfeyrac!
    —Portera, ¿cómo os llamáis? —respondió Courfeyrac.
    La portera quedó sorprendida.
    —Ya lo sabéis, soy la portera, y me llamo Veuvain.
    —Pues bien, si seguís llamándome señor Courfeyrac, yo os llamaré señora Veuvain. Ahora hablad,
    ¿qué hay?, ¿qué queréis?
    —Hay alguien que quiere hablaros.
    —¿Quién es?
    —No lo sé.
    —¿Dónde está?
    —En mi cuarto.
    —¡Al diablo! —dijo Courfeyrac.
    —¡Pero es que está esperando desde hace más de una hora a que volváis! —dijo la portera.
    Y en ese momento un jovencito vestido de obrero, pálido, delgado, pequeño, con manchas rojizas en
    la piel, vestido con una blusa agujereada y un pantalón de terciopelo remendado, que tenía más bien facha
    de muchacha que de hombre, salió de la portería y dijo a Courfeyrac, con una voz que no era por cierto
    de mujer:
    —¿El señor Marius, por favor?
    —No está.
    —¿Volverá esta noche?
    —No sé nada. —Y Courfeyrac añadió—: En cuanto a mí, no regresaré.
    El joven le miró fijamente, y le preguntó:
    —¿Por qué?
    —Porque no.
    —¿Adónde vais?
    —¿Y qué te importa?
    —¿Queréis que os lleve vuestro cofre?
    —Voy a las barricadas.
    —¿Queréis que vaya con vos?
    —¡Si quieres! —respondió Courfeyrac—. La calle es libre, el empedrado es de todo el mundo.
    Y se escapó corriendo para reunirse con sus amigos. Cuando los hubo alcanzado, dio el cofre a uno
    de ellos. Fue un cuarto de hora después cuando descubrió que el joven, efectivamente, los había seguido.
    Un grupo de ese género no va precisamente a donde quiere. Hemos explicado ya que el viento lo
    arrastra. Dejaron atrás Saint-Merry, y se encontraron sin saber cómo en la calle Saint-Deni








    CONT
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]


    _________________



    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]


    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]
    Maria Lua
    Maria Lua
    Administrador-Moderador
    Administrador-Moderador


    Cantidad de envíos : 79737
    Fecha de inscripción : 12/04/2009
    Localización : Nova Friburgo / RJ / Brasil

    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 11 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Sáb 21 Dic 2024, 09:42

    ***
    LIBRO DUODÉCIMO




    CORINTO




    I





    HISTORIA DE CORINTO DESDE SU FUNDACIÓN




    Los parisienses que hoy, al entrar en la calle Rambuteau por el lado de los mercados, observan a su
    derecha, en frente de la calle Mondétour, una tienda de cestería, que por enseña tiene un canastilio con
    forma de Napoleón el Grande, con esta inscripción: «Napoleón hecho de mimbres», no sospecharán
    quizá las escenas terribles que se verificaron en aquel lugar hace treinta años.
    Allí estaba la calle de la Chanvrerie
    [463]
    , que en las antiguas lápidas se escribía Chanverrerie, y la
    célebre taberna Corinto.
    El lector recordará todo lo que hemos dicho sobre la barricada construida en ese sitio, y eclipsada
    después por la de Saint-Merry. A aquella famosa barricada de la Chanvrerie, sumergida hoy en una noche
    profunda, es a la que vamos a dar un poco de luz.
    Permítasenos antes recurrir, para mayor claridad del relato, al medio sencillo que empleamos ya al
    hablar de Waterloo. Las personas que quieran representarse de una manera bastante exacta las manzanas
    de casas que se elevaban en esa época cerca de la punta Saint-Eustache, en el ángulo nordeste de los
    mercados de París, donde se halla hoy la embocadura de la calle Rambuteau, no tienen más que figurarse,
    tocando a la calle de Saint-Denis por el vértice y a los mercados por la base, una N, cuyos dos palos
    serían la calle de la Grande-Truanderie y la calle de la Chanvrerie y cuya unión transversal sería la calle
    de la Petite-Truanderie. La vieja calle Mondetour cortaba los tres trazos, formando los ángulos más
    tortuosos. El entrecruzamiento laberíntico de estas cuatro calles formaba, en un espacio de cien toesas
    cuadradas, entre los mercados y la calle Saint-Denis, por una parte, y la calle de Cygne y la calle de
    Précheurs por otra, siete manzanas de casas caprichosamente cortadas, de distinta magnitud, colocadas al
    sesgo, como al azar, y apenas separadas, como los trozos de piedra de una cantera, por estrechas
    hendiduras.
    Decimos estrechas hendiduras, y no podemos dar una idea más justa de aquellas callejuelas oscuras,
    apretadas, angulosas, flanqueadas de caserones de ocho pisos. Estos caserones estaban tan decrépitos
    que en las calles de la Chanvrerie y de la Petite-Truanderie las fachadas se apuntalaban con vigas que
    iban de una casa a otra. La calle era estrecha, y el arroyo ancho, de modo que el transeúnte andaba
    siempre sobre un suelo mojado, costeando tiendas semejantes a cuevas, gruesos guardacantones rodeados
    de un círculo de hierro, montones gigantescos de basuras, puertas armadas de enormes verjas seculares.
    La calle Rambuteau devastó todo esto.
    Este nombre, Mondetour, pinta a maravilla las sinuosidades de aquellas calles. Un poco más lejos,
    estaban aún mejor expresadas por la calle Pirouette, que se perdía en la calle Mondetour.
    El transeúnte que desde la calle Saint-Denis pasaba a la calle de la Chanvrerie, la veía estrecharse
    poco a poco delante de sí, como si hubiese entrado en un gran embudo alargado. Al extremo de la calle,
    que era muy corta, encontraba el paso cortado, del lado de los mercados, por una alta hilera de casas, y
    creería hallarse en un callejón sin salida si no descubriera a derecha e izquierda dos bocas oscuras por
    donde podía salir. Era la calle Mondetour, la cual iba a encontrar, por un lado, la calle de Précheurs, y
    por el otro, la de Cygne y la Petite-Truanderie. Al fondo de esta especie de callejón sin salida, en la
    esquina de la boca de la derecha, se observaba una casa menos alta que las demás, y formando una
    especie de cabo sobre la calle.
    En esta casa, de dos pisos solamente, estaba alegremente instalada, desde hacía trescientos años, una
    taberna ilustre. De esta taberna surgía un ruido alegre, en el lugar mismo que el viejo Théophile señaló en
    estos dos versos:
    Allí se mece el esqueleto horrible de un pobre amante que se ahorcó
    [464]
    .
    El sitio era bueno, y los taberneros se sucedían de padres a hijos.
    En tiempos de Mathurin Régnier, la taberna se llamaba Pot-aux-Roses, y como los jeroglíficos
    estaban de moda, tenía por muestra un poste pintado de color rosa
    [465]
    . En el último siglo, el digno
    Natoire, uno de los maestros caprichosos despreciados hoy por la escuela rígida, que se había achispado
    varias veces en esta taberna, en la misma mesa en que se había también embriagado Régnier, había
    pintado en señal de agradecimiento un racimo de uvas de Corinto sobre el poste rosa. El tabernero, lleno
    de alegría, había cambiado su enseña, y había hecho pintar en letras doradas, debajo del racimo de uvas,
    estas palabras: «A las uvas de Corinto». De ahí el nombre de la taberna. Nada es más propio de los
    borrachos como las elipsis. La elipsis es el zigzag de las frases. Corinto había destronado poco a poco a
    Pot-aux-Roses. El último tabernero de la dinastía, Houche-loup, ignorante de la tradición, había hecho
    pintar el poste de azul.
    Una sala en la planta baja, donde estaba el mostrador; otra sala en el primer piso, donde estaba el
    billar; una escalera de madera en espiral que atravesaba el techo, vino en las mesas, humo en las paredes,
    velas en pleno día, esto era la taberna. En la sala baja había una escalera de trampa, que bajaba a la
    bodega. En el segundo piso estaba la vivienda de los Hucheloup. Se subía a ella por una escalera, o más
    bien escala, y tenía por toda entrada una puerta oculta en la sala grande del primer piso. Debajo del
    tejado había dos graneros abuhardillados, que eran los nidos de las criadas. La cocina dividía la planta
    baja con la sala del mostrador.
    Hucheloup había nacido quizá químico; el hecho es que era cocinero, en su taberna no sólo se bebía,
    se comía también. Hucheloup había inventado una cosa excelente, que sólo se comía en su casa, y eran
    las carpas rellenas, que él llamaba carpes au gras. Se comían a la luz de una vela de sebo, o de un
    quinqué de tiempos de Luis XVI, en unas mesas que tenían, a guisa de mantel, un hule clavado. Desde
    muy lejos acudían allí. Hucheloup, una mañana, había creído conveniente advertir a los transeúntes de su
    «especialidad»; había mojado un pincel en un bote de pintura negra, y como tenía una ortografía propia,
    igual que una cocina propia, había improvisado sobre la pared esta notable inscripción:
    «CARPES HOGRAS»
    Un invierno, la lluvia y los chaparrones habían tenido el capricho de borrar la S de la primera
    palabra y la G de la segunda y había quedado esto:
    «CARPE HORAS»
    [466]
    . Con la colaboración del tiempo y la lluvia, un humilde anuncio gastronómico se
    había convertido en un consejo profundo.
    De tal modo, Hucheloup se había encontrado que, no sabiendo francés, sabía latín; que había hecho
    salir de la cocina la filosofía, y que, queriendo simplemente eclipsar a Caréme, había igualado a
    Horacio. Y lo más notable era que también esto quería decir: «Entrad en mi taberna».
    Nada de todo esto existe hoy. El dédalo Mondetour fue despanzurrado en 1847, y probablemente no
    existe ya en este momento; la calle de la Chanvrerie y Corinto han desaparecido bajo el empedrado de la
    calle Rambuteau.
    Como hemos dicho, Corinto era uno de los lugares de reunión, ya que no el cuartel general, de
    Courfeyrac y sus amigos. Fue Grantaire el que había descubierto Corinto. Había entrado en la taberna a
    causa del Carpe horas y había regresado debido a las carpes au gras. Allí se bebía, se comía, se gritaba,
    se pagaba poco, se pagaba mal, o no se pagaba, y siempre se encontraba buen recibimiento. Hucheloup
    era un buen hombre.
    Hucheloup, un buen hombre, como acabamos de decir, era una figura con bigotes, variedad divertida.
    Parecía siempre aspecto de malhumorado, parecía querer intimidar a sus parroquianos, refunfuñaba a los
    que entraban en su casa, y tenía el aspecto más indicado para buscar camorra con ellos que para servirles
    la sopa. Y sin embargo, repetimos, todos eran bien recibidos. Su singularidad había acreditado su
    establecimiento, y acudían a él los jóvenes, diciendo: «Ven, vamos a oír gruñir Hucheloup». Había sido
    maestro de armas; se reía a carcajadas y de repente; tenía voz gruesa; era un buen diablo. Tenía un fondo
    cómico y apariencia trágica; no quería más que causar miedo, como esas cajas de rapé que tienen la
    forma de una pistola. La detonación es el estornudo.
    Su mujer era un ser barbudo y muy feo.
    Hacia 1830, murió Hucheloup. Con él desapareció el secreto de las carpes au gras. Su viuda, poco
    consolable, continuó con la taberna. Pero la cocina degeneró y llegó a ser execrable; el vino, que siempre
    había sido malo, llegó a ser pésimo. Courfeyrac y sus amigos, continuaron, no obstante, yendo a Corinto
    «por piedad», como decía Bossuet.
    La viuda de Hucheloup era una mujer colorada y deforme, con recuerdos campestres, cuya única
    gracia consistía en la pronunciación de las palabras con que los evocaba. Tenía un modo de decir las
    cosas que sazonaba sus reminiscencias primaverales y de aldea. Decía que en otro tiempo, había sido su
    gran placer oír «cantar al ruin-señor en la selva».
    La sala del primer piso donde estaba «el comedor» era una pieza grande y larga, llena de taburetes,
    de escabeles, de sillas, de bancos y de mesas, y con un viejo billar cojo. Se llegaba a él por la escalera
    de caracol que daba al ángulo de la sala, por un agujero cuadrado, semejante a la escotilla de un navío.
    Aquella sala, iluminada por una única ventana estrecha y un solo quinqué encendido, parecía una
    buhardilla. Todos los muebles de cuatro patas se comportaban como si sólo tuvieran tres. Las paredes
    blanqueadas con cal no tenían otro adorno que este cuarteto en honor de la tía Hucheloup:
    A diez pasos, sorprende, a dos, espanta, una verruga habita en su nariz de giganta, esa nariz que veis
    desmesurada, hará, cuando se suene, una que sea sonada.
    Estos versos estaban escritos con carbón en la pared.
    La señora Hucheloup estaba yendo y viniendo por delante de este cuarteto todo el día, con una
    perfecta tranquilidad. Dos sirvientas, llamadas Matelote y Gibelotte, sin que nunca se haya sabido que
    tuvieran otros nombres, ayudaban a la Hucheloup a poner en las mesas los jarros de vino y los platos
    variados, que se servían a los hambrientos en cazuelas de barro.
    Matelote, gruesa, redonda, roja y vocinglera, antigua sultana favorita del difunto Hucheloup, era fea,
    más fea que cualquier monstruo mitológico; sin embargo, como conviene que la criada sea siempre menos
    que el ama, era menos fea que la señora Hucheloup. Gibelotte era alta, delgada, de blancura linfática, con
    los ojos hundidos, los párpados caídos, siempre como fatigada y rendida, dominada por lo que podría
    llamarse laxitud crónica; se levantaba la primera y se acostaba la última, servía a todo el mundo, incluso
    a la otra criada, en silencio y con dulzura, sonriendo bajo la fatiga con una especie de vaga sonrisa
    adormecida.
    Había un espejo encima del mostrador.
    Antes de entrar en la sala-restaurante, se leía sobre la puerta este verso, escrito con tiza por
    Courfeyrac:
    Regálate, si puedes, y come, si te atreves






    CONT
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]


    _________________



    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]


    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]
    Maria Lua
    Maria Lua
    Administrador-Moderador
    Administrador-Moderador


    Cantidad de envíos : 79737
    Fecha de inscripción : 12/04/2009
    Localización : Nova Friburgo / RJ / Brasil

    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 11 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Sáb 21 Dic 2024, 09:44

    ***


    II



    ALEGRÍA PREVIA




    Laigle de Meaux, como se sabe, vivía más en casa de Joly que en otra parte. Tenía una casa como el
    pájaro tiene una rama. Los dos amigos vivían juntos, comían juntos y dormían juntos. Todo les era común,
    incluso Musichetta; eran lo que los novicios llaman un «bini». La mañana del 5 de junio se fueron a
    almorzar a Corinto. Joly, constipado, tenía una fuerte coriza, de la cual empezaba a participar Laigle. La
    levita de Laigle estaba raída, pero Joly iba bien vestido.
    Eran cerca de las nueve de la mañana cuando abrieron la puerta de Corinto
    Subieron al primer piso.
    Matelote y Gibelotte los recibieron.
    —Ostras, queso y jamón —dijo Laigle.
    Y se sentaron a una mesa.
    La taberna estaba vacía; estaban solos.
    Gibelotte, al reconocer a Joly y Laigle, puso una botella de vino sobre la mesa.
    Cuando estaban aún comiendo las primeras ostras, apareció una cabeza en la escotilla de la escalera,
    y una voz dijo:
    —Pasaba, y desde la calle sentí un delicioso olor a queso de Brie, y he subido.
    Era Grantaire.
    Grantaire cogió un taburete y se sentó a la mesa.
    Gibelotte, al ver a Grantaire, puso dos botellas de vino sobre la mesa.
    De modo que ya eran tres.
    —¿Vas a beberte estas dos botellas? —preguntó Laigle a Grantaire.
    Éste respondió:
    —Todos son ingeniosos, tú sólo eres ingenuo. Dos botellas no han asustado nunca a un hombre.
    Los demás habían comenzado a comer; Grantaire empezó por beber. Se tragó en seguida media
    botella.
    —¿Tienes un agujero en el estómago? —dijo Laigle.
    —Tú tienes uno en el codo —respondió Grantaire.
    Y tras haber vaciado su vaso, añadió:
    —¡Ah! Laigle, el de las oraciones fúnebres, tu levita está muy vieja.
    —Lo creo —respondió Laigle—. Esto hace que hagamos buenas migas mi levita y yo: ella ha tomado
    la forma de todos mis pliegues, y no me incomoda nada; se ha amoldado a mis deformidades, y se presta
    complaciente a todos mis movimientos; no la siento sino porque me abriga. Las levitas viejas son lo
    mismo que los viejos amigos.
    —¡Es verdad! —exclamó Joly entrando en el diálogo.
    —Sobre todo —dijo Grantaire—, en la boca de un hombre constipado.
    —Grantaire —preguntó Laigle—, ¿vienes del bulevar?
    —No.
    —Joly y yo acabamos de ver pasar la cabeza del cortejo.
    —Es un espectáculo maravilloso —dijo Joly.
    —¡Qué tranquila está esta calle! —exclamó Laigle—. ¿Quién sospecharía aquí que París está tan
    agitado? ¡Cómo se conoce que antiguamente todo esto eran conventos! Du Breul y Sauval, y el abate
    Lebeuf, tienen la lista de los que había. Los había en todo los alrededores, aquí hormigueaban calzados,
    descalzos, tonsurados, barbudos, grises, negros, blancos, franciscanos, mínimos, capuchinos, carmelitas,
    agustinos, viejos agustinos… Pululaban.
    —No hablemos de monjes —interrumpió Grantaire—. Me entran ganas de rascarme. —Luego
    exclamó—: ¡Uf! Acabo de tragarme una ostra mala. Ya me acomete de nuevo la hipocondría. Las ostras
    están podridas y las criadas son feas. Odio a la especie humana. He pasado hace poco por la calle de
    Richelieu, por delante de la gran librería pública
    [467]
    ; aquel montón de valvas de ostras que se llama una
    biblioteca me quita las ganas de pensar. ¡Cuánto papel! ¡Cuánta tinta! ¡Cuántos garabatos! ¡Todo esto se
    ha escrito! ¿Quién ha sido el necio que ha dicho que el hombre es un bípedo sin plumas? Después he
    encontrado a una joven que me conocía, bella como la primavera, digna de llamarse Floréal, y
    entusiasmada; alegre, feliz como un ángel, la miserable, porque ayer, un espantoso banquero picado de
    viruelas se ha dignado solicitarla. ¡Ay! La mujer acecha al negociante lo mismo que al pollo; las gatas
    cazan lo mismo ratones que pájaros. Esta doncella, no hace aún dos meses, era honesta en su buhardilla;
    ajustaba circulitos de cobre a los agujeros de un corsé, ¿cómo llamáis a eso? Cosía, tenía una cama de
    tijera; vivía al lado de un tiesto de flores, estaba contenta. Ahora está echa una banquera; esta
    transformación se ha hecho esta noche. Por la mañana he encontrado a esta víctima muy alegre. Lo que es
    más horrible es que esa pícara está hoy tan bonita como ayer. Su financiero no se traslucía en su rostro.
    Las rosas tienen esa propiedad de más o de menos comparadas con las mujeres: las huellas que les
    causan los insectos son visibles. ¡Ah! No hay ya moral sobre la tierra; y pongo por testigo al mirto,
    símbolo del amor; al laurel, símbolo de la guerra; al olivo, ese estúpido símbolo de la paz; al manzano,
    que supo perder a Adán con su fruto, y a la higuera, abuela de las faldas. En cuanto al derecho, ¿queréis
    saber lo que es el derecho? Los galos codician Cluse; Roma protege Cluse, y les pregunta: «¿Qué mal os
    ha hecho Cluse?» Breno responde: «El mal que os ha hecho Alba, el mal que os ha hecho Fidena, el mal
    que os han hecho los equos, los volscos y los sabinos, que eran vuestros vecinos. Los clusianos son los
    nuestros; nosotros entendemos la vecindad como vosotros. Vosotros habéis robado Alba; nosotros
    tomamos Cluse». Roma dice: «Pues no tomaréis Cluse». Breno tomó Roma; y después gritó: «Vae
    victis»
    [468]
    . Esto es el derecho. ¡Ah! En este mundo no hay más que aves de rapiña, ¡águilas!, ¡águilas! Yo
    tengo carne de gallina.
    Tendió su vaso a Joly, el cual lo llenó, luego bebió y prosiguió, sin haberse interrumpido casi con
    aquel vaso de vino en quien nadie se fijó, ni aun él mismo:
    —Breno al tomar Roma es un águila; el banquero que toma una griseta es un águila. No hay más
    pudor aquí que allá. No creemos, pues, en nada; no hay más que una realidad: beber. Cualquiera que sea
    vuestra opinión, ya estéis por el gallo flaco, como el cantón de Uri, o por el gallo gordo, como el cantón
    de Glaris, poco importa, bebed. Me habláis del bulevar, del cortejo, etc. ¡Qué! ¿Va a haber una
    revolución? Esta indigencia de medios me sorprende por parte del buen Dios. Es preciso que en todo
    momento siga la marcha de los acontecimientos.
    »Lo que vosotros llamáis progreso, marcha con dos motores: los hombres y los sucesos. Pero ¡cosa
    triste!, de vez en cuando, lo excepcional es necesario. Para los sucesos, como para los hombres, la tropa
    ordinaria no basta; es preciso que haya genios entre los hombres y revoluciones entre los sucesos. Los
    grandes accidentes son la ley, el orden de las cosas no pueden pasarse sin ellos; y al ver las apariciones
    de los cometas, está uno dispuesto a creer que hasta el cielo tiene necesidad de actores en representación.
    En el momento en que menos se espera, Dios hace aparecer un meteoro en el firmamento; se presenta
    alguna estrella caprichosa subrayada por una enorme cola. Y esto hace morir a César. Bruto le da una
    puñalada y la estrella un cometazo
    [469]
    . Crac. Ahí está una aurora boreal, una revolución, un gran hombre;
    1793, escrito en gruesos caracteres; Napoleón al acecho, el cometa de 1811, en lo alto del cartel. ¡Ah!
    ¡Ese hermoso cartel azul, tachonado de repentinas exhalaciones! ¡Bom! ¡Bom! Espectáculo
    extraordinario. Alzad los ojos, papanatas; todo es descabellado, el astro lo mismo que el drama. Al ver
    el destino humano gastado ya, y aun el destino real que enseña la rama, como lo demuestra el príncipe de
    Condé ahorcado; al ver el infierno, que no es más que un rasgón en el cielo, por donde sopla el viento; al
    ver tantos harapos, aún en la púrpura nueva de la mañana en el vértice de una colina; al ver las gotas de
    rocío, esas perlas falsas; al ver la humanidad descosida y los sucesos recomendados, y tantas manchas en
    el sol, y tantos agujeros en la luna; al contemplar tanta miseria en todas partes, pienso que el universo no
    es rico. Hay apariencia de riqueza, es verdad, pero yo descubro la pequeñez. Se da una revolución como
    un negociante, cuya caja está vacía, da un baile, y no se debe juzgar a las cosas por las apariencias. Bajo
    el oro del cielo descubro un universo pobre; la creación está en quiebra; por esto estoy descontento.
    Mirad, hoy es el 5 de junio, y está el día como si fuera de noche; desde esta mañana estoy esperando que
    llegue el día y aún no ha aparecido, y apuesto a que no llegará: esto es como la inexactitud de un
    dependiente mal pagado. Sí, todo está mal arreglado, nada se ajusta bien; este viejo mundo está deshecho;
    me coloco en la oposición. Todo marcha al revés; el universo va tropezando; sucede lo que con los niños;
    los que los desean no los tienen; los que no los quieren, los tienen. Total: esto es una pepitoria. Además,
    Laigle de Meaux, ese calvo, me entristece cuando le miro, me humilla al pensar que soy de la misma edad
    que esta rodilla. Yo critico, pero no insulto; el universo es lo que es; hablo aquí sin mala intención, según
    lo que me dicta mi conciencia. ¡Ah! Por todos los santos del Olimpo, y por todos los dioses del Paraíso,
    yo no nací para parisiense, es decir, para estar dando vueltas siempre como un volante entre dos
    manoplas, desde el grupo de los ociosos al montón de los revoltosos. Yo nací para ser turco, para estar
    mirando todo el día a las gracias orientales en los bailes de Egipto, lúbricos como los sueños de un
    hombre casto; o gentilhombre veneciano, rodeado de gentiles hembras, o principillo alemán
    contribuyendo con media soldada a la Confederación germánica, y empleando sus ocios en secar sus
    calcetas en un seto; es decir, en su frontera. Para una de estas cosas he nacido yo. Sí, he dicho turco, y no
    me desdigo. No comprendo que se hable mal de los turcos habitualmente. Mahoma tiene cosas buenas.
    ¡Respeto al inventor de serrallos y huríes, y de los paraísos de odaliscas! No insultemos al mahometano,
    única religión que está dotada de un gallinero. Insisto sobre esto para beber. La tierra es una gran tontuna.
    Y parece que van a pelear todos estos imbéciles, a romperse las narices, a matarse en pleno verano; en el
    mes de junio, cuando podrían irse con una joven criatura del brazo a respirar en los campos la inmensa
    taza de té del heno segado. En verdad que se hacen muchas necedades. Una vieja linterna rota que acabo
    de ver en una prendería me sugiere una reflexión: ya es tiempo de iluminar al género humano. Sí, y ya
    estoy triste otra vez. ¡Lo que es comer una ostra y encontrarse con una revolución! Me vuelvo lúgubre.
    ¡Oh! ¡Horrible mundo! En él todos se esfuerzan, se destituyen, se prostituyen, se matan, se acostumbran!
    Y Grantaire, después de este trozo de elocuencia, tuvo otro golpe de tos merecido.
    —A propósito de la revolución —dijo Joly—, parece que Marius está decididamente enamorado.
    —¿Se sabe de quién? —preguntó Laigle.
    —No.
    —¿No?
    —¡No, te digo!
    —¡Los amores de Marius! —exclamó Grantaire—. Los veo desde aquí. Marius es una niebla y habrá
    encontrado un vapor; es de la raza de los poetas, y quien dice poeta, dice loco. Timbraeus Apollo.
    Marius y su Marie, o su Maria, o su Mariette, o su Marión, deben ser unos pícaros amantes. Me doy
    cuenta de lo que es este amor: un éxtasis en el que se olvida el beso; castos sobre la tierra, pero
    uniéndose en el infinito. Son almas que tienen sentidos, duermen juntos en las estrellas.
    Grantaire empezaba su segunda botella, y tal vez su segunda arenga, cuando se presentó un nuevo ser
    en la escotilla de la escalera. Era un muchacho de menos de diez años, harapiento, muy pequeño,
    amarillo, boca grande, ojos vivos, enormemente cabelludo, mojado por la lluvia, con aire alegre.
    Este niño, eligiendo sin duda entre los tres, aunque evidentemente no conocía a ninguno, se dirigió a
    Laigle de Meaux.
    —¿Sois el señor Bossuet? —le preguntó.
    —Ése es mi sobrenombre —respondió Laigle—. ¿Qué quieres?
    —Esto. Un rubio me ha dicho en el bulevar: «¿Conoces a la tía Hucheloup?» Y yo he dicho: «Sí, en
    la calle de la Chanvrerie, la viuda del viejo». Y me ha dicho: «Pues ve; allí encontrarás al señor Bossuet,
    y le dirás de mi parte: A, B, C». Es una burla, ¿no es verdad? Me ha dado diez sueldos.
    —Joly, préstame diez sueldos —dijo Laigle, y volviéndose hacia Grantaire—: Grantaire, préstame
    diez sueldos.
    Lo cual hizo veinte sueldos, que Laigle dio al muchacho.
    —Gracias, señor —dijo éste.
    —¿Cómo te llamas? —le preguntó Laigle.
    —Navet, el amigo de Gavroche.
    —Quédate con nosotros —dijo Laigle.
    —Almuerza con nosotros —agregó Grantaire.
    El niño respondió:
    —No puedo, soy del cortejo, soy yo quien grita: «¡Abajo Polignac!»»
    Y sacando el pie todo lo que podía por detrás de sí, que es el saludo más respetuoso, se fue.
    Cuando se marchó el muchacho, Grantaire tomó la palabra:
    —Éste es el pilluelo puro. Hay muchas variedades en el género pilluelo. El pilluelo escribano se
    llama salta-arroyos; el pilluelo cocinero se llama marmitón; el pilluelo panadero se llama mitrón, el
    pilluelo lacayo se llama groom; el pilluelo soldado se llama granuja; el pilluelo pintor se llama aprendiz;
    el pilluelo negociante se llama hortera; el pilluelo cortesano se llama menino.
    Mientras tanto Laigle estaba meditando:
    —A, B, C, es decir, entierro de Lamarque.
    —El muy rubio —dijo Grantaire—. Es Enjolras quien te llama.
    —¿Iremos? —preguntó Bossuet.
    —Llueve —dijo Joly—, y yo he jurado ir al fuego y no al agua. No quiero constiparme.
    —Yo me quedo aquí —aclaró Grantaire—. Prefiero un almuerzo a un entierro.
    —Conclusión: que nos quedamos —añadió Laigle—. Bien, bebamos entonces; puede faltarse al
    entierro sin faltar al motín.
    —¡Ah! ¡Al motín no faltaré yo! —exclamó Joly.
    Laigle se frotó las manos.
    —Vamos a retocar la revolución de 1830. La verdad es que oprime al pueblo en las articulaciones.
    —Nada me importa vuestra revolución —dijo Grantaire—. Yo no execro a este Gobierno; es la
    corona atemperada por el gorro de algodón. Es un cetro terminado en paraguas; pienso en eso hoy, por el
    tiempo que hace; Luis Felipe podrá utilizar su realismo con dos fines: dirigir un extremo del cetro contra
    el pueblo y abrir el extremo del paraguas contra el cielo.
    La sala estaba oscura, gruesas nubes habían acabado de suprimir la luz. No había nadie en la taberna
    ni en la calle; todo el mundo había ido a ver «los sucesos».
    —¿Es mediodía o medianoche? —exclamó Bossuet—. No se ve gota. Gibelotte, ¡una luz!
    Grantaire, entristecido, bebía.
    —Enjolras me desdeña —murmuró—. Enjolras ha pensado: Joly está enfermo y Grantaire está
    bebido, y ha enviado a Navet para que busque a Bossuet. Si hubiera venido a buscarme, le habría
    seguido. ¡Tanto peor para Enjolras! No iré a su entierro.
    Tomada esta resolución, Bossuet, Joly y Grantaire no se movieron de la taberna. Hacia las dos del
    mediodía, la mesa a la que estaban sentados estaba cubierta de botellas vacías. Ardían sobre ella dos
    velas, una en un candelero de cobre completamente verde y la otra en el cuello de una botella rota.
    Grantaire había arrastrado a Joly y a Bossuet al vino, y Bossuet y Joly habían hecho ponerse alegre a
    Grantaire.
    En cuanto a éste, después del mediodía, había ido más allá del vino, pobre origen de ensueños. El
    vino, en los borrachos serios, es siempre alegre. En la embriaguez hay la magia blanca y la magia negra;
    el vino no es más que la magia blanca. Grantaire era un atrevido bebedor de sueños. Las tinieblas de una
    embriaguez terrible, entreabiertas delante de él, lejos de detenerle le atraían; había dejado las botellas y
    tomado el chope; el chope es el abismo; no teniendo a mano ni opio ni hachís,: y queriendo llenar el
    cerebro de oscuridad, había recurrido a esta horrible mezcla de aguardiente, cerveza y ajenjo, que
    produce letargos tan terribles. De estos tres vapores, cerveza, aguardiente y ajenjo, se hace el plomo del
    alma, son tres tinieblas en que se ahoga la mariposa celeste; y se forman en un humo membranoso,
    vagamente condensado en alas de murciélago, tres furias mudas, el Delirio, la Noche y la Muerte,
    revoloteando por encima del espíritu adormecido.
    Grantaire no había llegado aún a esta fase lúgubre; lejos de esto. Estaba prodigiosamente alegre, y
    Bossuet y Joly le daban la réplica. Todos brindaban. Grantaire añadía a la pronunciación excéntrica de
    las palabras y de las ideas, la divagación del gesto, apoyaba con dignidad su puño izquierdo sobre su
    rodilla, doblando el brazo en ángulo recto, con la corbata deshecha, a caballo sobre un taburete, el vaso
    lleno en la mano derecha, y dirigía a la gruesa criada Matelote, estas solemnes palabras:
    —¡Que se abran las puertas de palacio! ¡Que todo el mundo sea de la academia francesa, que se tenga
    el derecho de abrazar a la señora Hucheloup! ¡Bebamos!
    Y volviéndose hacia la señora Hucheloup, añadía:
    —¡Mujer antigua y consagrada por el uso, acércate, que yo te contemple!
    Joly gritaba:
    —¡Matelote y Gibelotte, no deis más vino a Grantaire! Se está comiendo locamente el dinero. Desde
    esta mañana ha devorado dos francos y noventa y cinco céntimos.
    Y Grantaire continuaba:
    —¿Quién ha desclavado las estrellas sin mi permiso, para ponerlas en la mesa por velas?
    Bossuet, que estaba muy borracho, había conservado su calma. Se había sentado en el quicio de la
    ventana abierta, y la lluvia le mojaba la espalda mientras contemplaba a sus amigos.
    De repente oyó detrás de sí un tumulto, pasos precipitados, gritos de «¡A las armas!» Se volvió, y
    descubrió en la calle Saint-Denis, en la esquina de la calle de la Chanvrerie, a Enjolras que pasaba con
    la carabina en la mano, a Gavroche con su pistola, a Feuilly con su sable, a Courfeyrac con su espada, a
    Jean Prouvaire con su mosquete, a Combeferre con su fusil, a Bahorel con su carabina, y todo el grupo
    armado y tumultuoso que los seguía.
    La calle de la Chanvrerie no era más larga que el alcance de un tiro de carabina. Bossuet improvisó
    con sus dos manos una bocina, y gritó:
    —¡Courfeyrac! ¡Courfeyrac! ¡Eh!
    Courfeyrac oyó la llamada, descubrió a Bossuet y dio algunos pasos por la calle de la Chanvrerie
    gritando:
    —¿Qué quieres?
    Que se cruzó con un:
    —¿Adonde vas?
    —A hacer una barricada —respondió Courfeyrac.
    —Pues bien, este sitio es magnífico, ¡hazla aquí!
    —Es verdad, Laigle —dijo Courfeyrac.
    Y a una señal de Courfeyrac, la tropa se precipitó a la calle de la Chanvrerie.








    CONT
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]


    _________________



    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]


    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]
    Maria Lua
    Maria Lua
    Administrador-Moderador
    Administrador-Moderador


    Cantidad de envíos : 79737
    Fecha de inscripción : 12/04/2009
    Localización : Nova Friburgo / RJ / Brasil

    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 11 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Sáb 21 Dic 2024, 09:46

    ***
    III




    LA NOCHE EMPIEZA A DOMINAR A GRANTAIRE





    El sitio era, en efecto, admirablemente indicado: la entrada de la calle ancha, el fondo estrecho, y en
    forma de callejón sin salida; Corinto estrangulaba la calle; la calle Mondetour fácil de cerrar a derecha e
    izquierda, ninguna posibilidad de ataque sino por la calle Saint-Denis, es decir, de frente y al
    descubierto. Bossuet borracho había tenido el golpe de vista de Aníbal en ayunas.
    Al hacer su irrupción el grupo, se había apoderado el espanto de toda la calle; todos los transeúntes
    se eclipsaron, y en un abrir y cerrar de ojos, por todas partes, a derecha e izquierda, las tiendas, los
    establecimientos, las puertas, las ventanas, las persianas, las buhardillas, los postigos de todas
    dimensiones se cerraron, desde el piso bajo hasta el tejado. Una vieja, llena de miedo, había fijado un
    colchón delante de su ventana, colgado de una cuerda que servía para tender la ropa, con objeto de
    amortiguar el efecto de la fusilería. Sólo la taberna permanecía abierta, y esto porque allí se había
    instalado el grupo.
    —¡Ah! ¡Dios mío! ¡Dios mío! —decía suspirando la señora Hucheloup.
    Bossuet había bajado a recibir a Courfeyrac.
    Joly se había asomado a la ventana, y gritaba:
    —Courfeyrac, hubieras debido coger un paraguas. Vas a constiparte.
    Mientras tanto, en algunos minutos habían sido arrancadas veinte barras de hierro de las rejas de la
    fachada de la taberna, y habían sido desempedradas diez toesas de calle; Gavroche y Bahorel habían
    cogido al pasar y derribado un carro de un fabricante de cal, llamado Anceau, el cual contenía tres
    toneles llenos de cal, que fueron colocados sobre pilas de adoquines; Enjolras había levantado la trampa
    de la bodega y todos los toneles vacíos de la viuda Hucheloup habían ido a juntarse con los de la cal;
    Feuilly, con sus dedos acostumbrados a iluminar delicados paisajes en abanicos, había reforzado los
    toneles y el carro con dos macizas pilas de piedras, cogidas no se sabía dónde. Habíanse arrancado
    también unos puntales de la fachada de una casa próxima, y se habían echado sobre los toneles. Cuando
    Bossuet y Courfeyrac se volvieron, la mitad de la calle estaba ya cerrada por una muralla más alta que un
    hombre. No hay nada como la mano popular para construir todo lo que se con-truye demoliendo.
    Matelote y Gibelotte se habían mezclado con los trabajadores. Gibelotte iba y venía cargada de
    maderos; su laxitud se empleaba en la barricada, y cargaba adoquines como hubiera servido vino
    adormecida.
    Un ómnibus que llevaba dos caballos blancos pasó por el extremo de la calle.
    Bossuet saltó por encima de los materiales, corrió, detuvo al cochero, hizo bajar a los viajeros, dio la
    mano «a las señoras», despidió al conductor y volvió trayéndose el coche y los caballos de la brida.
    —Los ómnibus —dijo— no pasan por delante de Corinto. Non lincet ómnibus adire Corinthunfi.
    Un instante después, los caballos desenganchados se iban al azar por la calle de Mondetour, y el
    ómnibus volcado completaba la barricada de la calle.
    La señora Hucheloup, trastornada, se había refugiado en el primer piso.
    Tenía la mirada vaga; miraba sin ver, hablando por lo bajo. Sus gritos de susto no se atrevían a salir
    de la garganta.
    —Esto es el fin del mundo —murmuraba.
    Joly daba un beso en el grueso cuello rojo y arrugado de la señora Hucheloup, y decía a Grantaire:
    —Querido, siempre he considerado el cuello de una mujer como una cosa infinitamente delicada.
    Pero Grantaire había llegado a la más alta región del ditirambo. Matelote había subido al primer
    piso. Grantaire la había cogido por el talle, y lanzaba, asomado a la ventana, grandes carcajadas.
    —¡Matelote es fea! —gritaba—. Matelote es el sueño de la fealdad. Matelote es una quimera. Voy a
    descubrir el secreto de su nacimiento. Un Pigmalión godo, que hacía mascarones de catedrales, se
    enamoró un día de uno de ellos, del más horrible, y suplicó al amor que le animase y resultó Matelote.
    ¡Miradla, ciudadanos! Tiene los cabellos de color de cromato de plomo, como la querida de Ticiano,
    pero es una buena muchacha. Os aseguro que peleará bien; en toda buena muchacha hay un héroe. En
    cuanto a la señora Hucheloup es una valiente vieja. ¡Mirad qué bigotes tiene! Los ha heredado de su
    marido. ¡Es un húsar! ¡Bah! ¡Peleará también! Dos como ella aterrarían a la comarca. ¡Compañeros,
    derribaremos al Gobierno! Tan cierto como hay quince ácidos intermedios entre el ácido margárico y el
    ácido fórmico; por lo demás, a mí lo mismo me da. Caballeros, mi padre me ha odiado siempre, porque
    no podía entender las matemáticas; yo no comprendo más que el amor y la libertad; soy Grantaire, el buen
    muchacho. Como nunca he tenido dinero, no tengo el hábito de tenerlo, lo cual quiere decir que nunca me
    ha hecho falta, pero si hubiera sido rico, no habría habido pobres. ¡Y hubierais visto! ¡Oh!
    ¡Si los buenos corazones tuviesen grandes bolsillos! ¡Cuánto mejor iría todo! ¡Cuánto bien haría yo!
    ¡Matelote! ¡Abrázame! Eres voluptuosa y tímida. Tienes unas mejillas que solicitan el beso de una
    hermana y labios que reclaman el beso de un amante.
    —¡Cállate, tonel! —dijo Courfeyrac.
    Grantaire respondió:
    —Soy capitular y maestro de juegos florales.
    Enjolras, que estaba de pie encima de la barricada, con el fusil en la mano, levantó su hermoso y
    austero rostro. Enjolras, como ya sabemos, tenía algo del espartano y del puritano. Hubiera muerto en las
    Termópilas, con Leónidas, y hubiera quemado a Drogheda con Cromwell.
    —¡Grantaire! —exclamó—. Vete a dormir la mona fuera de aquí. Este es el lugar de la embriaguez
    del entusiasmo, no el de la embriaguez del vino. ¡No deshonres la barricada!
    Estas palabras irritadas produjeron en Grantaire un efecto singular, como si le hubiesen arrojado un
    vaso de agua fría al rostro. Pareció que había vuelto en sí. Se sentó, apoyó los codos en la mesa cerca de
    la ventana, miró a Enjolras con indecible dulzura y le dijo:
    —Déjame dormir aquí.
    —Vete a dormir a otra parte.
    Pero Grantaire, fijando de nuevo en él sus ojos tiernos y turbados, respondió:
    —Déjame dormir aquí hasta que muera.
    Enjolras le miró con desprecio, y le dijo:
    —Grantaire, eres incapaz de creer, de pensar, de querer, de vivir y morir.
    Grantaire replicó con voz grave:
    —Ya verás.
    Murmuró aún algunas palabras ininteligibles, dejó caer su cabeza pesadamente sobre la mesa, y por
    un efecto bastante habitual en el segundo período de la embriaguez en que Enjolras le había precipitado
    rudamente, se quedó dormido un instante después.
    IV
    COURFEYRAC TRATA DE CONSOLAR A LA VIUDA HUCHELOUP
    Bahorel, extasiado al ver la barricada, exclamó:
    —¡Ya está la calle cortada! ¡Qué bien está!
    Courfeyrac, al mismo tiempo que demolía la taberna, trataba de consolar a la tabernera:
    —Señora Hucheloup, ¿no os quejabais el otro día de que os habían llamado a juicio y declarado
    delincuente, porque Gibelotte había sacudido una manta por la ventana?
    —Sí, mi buen señor Courfeyrac. ¡Ah! ¡Dios mío! ¿Vais a poner también esta mesa en la barricada? Y
    no sólo por la manta, sino también por un tiesto que se cayó desde la buhardilla a la calle, el Gobierno
    me ha sacado cien francos de multa. ¿No es una abominación?
    —Pues bien, tía Hucheloup, nosotros os vengaremos.
    Quedaba satisfecha a la manera de aquella mujer árabe que habiendo recibido un bofetón de su
    marido, fue a ver a su padre pidiendo venganza y diciendo: «Padre, debes a mi marido afrenta por
    afrenta». El padre preguntó: «¿En qué mejilla has recibido el bofetón?» «En la izquierda». El padre le
    dio un bofetón en la derecha y dijo: «Ya estás satisfecha. Ve a decir a tu marido que si él ha abofeteado a
    mi hija, yo he abofeteado a su mujer».
    La lluvia había cesado. Iban llegando reclutas; los obreros habían llevado un barril de pólvora, una
    cesta de botellas de vitriolo, dos o tres antorchas y un canasto lleno de lamparillas, «restos de la fiesta
    del rey» que se había celebrado el 1.° de mayo. Se decía que enviaba estas municiones un droguero del
    barrio Saint-Antoine llamado Pé-pin. Se rompía el único farol de la calle de la Chanvrerie, la farola de
    la calle Saint-Denis y todas las de las calles próximas, Mondetour, Cygne, Précheurs y Grande y PetiteTruanderie.
    Enjolras, Combeferre y Courfeyrac lo dirigían todo. Entretanto, se construían dos barricadas más, que
    se apoyaban en Corinto, formando ángulo recto; la mayor cerraba la calle de la Chanvrerie, y la otra la
    calle de Mondetour por el lado de la calle de Cygne. Esta última barricada, muy estrecha, estaba
    construida solamente con toneles y guijarros. Había allí unos cincuenta trabajadores, una treintena de
    ellos con fusiles, porque al pasar habían saqueado la tienda de un armero.
    Nada más extraño y abigarrado que aquella tropa.
    Uno llevaba levita, un sable de caballería y dos pistolas de arzón; otro estaba en mangas de camisa,
    con sombrero redondo y una bolsa de pólvora colgada en un costado; un tercero estaba cubierto con un
    peto hecho con nueve hojas de papel y armado con lezna. Había uno que gritaba:
    —¡Exterminemos hasta el último, y muramos en la punta de nuestra bayoneta!
    El que decía esto no tenía bayoneta. Otro mostraba encima de su levita unas correas y una cartuchera
    de guardia nacional con la funda adornada con esta inscripción en lana roja: «Orden público».
    Portafusiles con el número de las legiones, pocos sombreros, ninguna corbata, muchos brazos
    desnudos, algunas picas; todas las edades, todas las fisonomías, jovencillos pálidos, obreros
    ennegrecidos. Todos se apresuraban, y al mismo tiempo que trabajaban, hablaban de los sucesos
    posibles, que se recibirían socorros a las tres de la mañana, que se contaba seguramente con un
    regimiento, que París se levantaría. Suposiciones terribles, con las cuales se mezclaba una especie de
    cordial alegría. Parecían hermanos, y ninguno sabía el nombre de los otros. Los grandes peligros tienen
    el privilegio de hacer fraternizar a los desconocidos.
    En la cocina se había encendido lumbre, y se fundían en un molde cucharas, tenedores, toda la vajilla
    de estaño de la taberna; al mismo tiempo se bebía. Los pistones y las postas andaban revueltos en las
    mesas con los vasos de vino. En la sala de billar la señora Hucheloup, Matelote y Gibelotte,
    diversamente afectadas por el terror, una atontada, otra sofocada, otra excitada, rompían servilletas
    viejas y hacían hilas; tres insurgentes las ayudaban, tres jóvenes cabelludos, barbudos y bigotudos, que
    deshilaban la tela con dedos de lencero y las hacían temblar.
    El hombre de alta estatura que había llamado la atención de Courfeyrac, Combeferre y Enjolras en el
    instante en que se unía al grupo en la esquina de la calle Billettes, trabajaba en la pequeña barricada y era
    útil. Gavroche trabajaba en la grande. En cuanto al joven que había esperado a Courfeyrac en su casa, y
    le había preguntado por Marius, había desaparecido poco después del momento en que había sido
    detenido el ómnibus.
    Gavroche, completamente entusiasmado y radiante, iba y venía, subía y bajaba, metía ruido, brillaba;
    parecía que estaba allí para animarlos a todos… ¿Tenía algún aguijón? Sí, ciertamente: su miseria.
    ¿Tenía alas? Sí, su alegría. Gavroche era un torbellino. Se le veía sin cesar; se le oía continuamente;
    llenaba todo el espacio, encontrándose en todas partes a la vez; era una especie de ubicuidad casi
    irritante; no había nada que pudiese detenerle, la enorme barricada sentía su acción. Molestaba a los
    transeúntes, excitaba a los perezosos, reanimaba a los fatigados, impacientaba a los pensativos, alegraba
    a unos, esperanzaba a otros, encolerizaba a algunos, y ponía en movimiento a todos; pinchaba a un
    estudiante, mordía a un obrero, se paraba, volvía en seguida a su trabajo, volaba por encima del tumulto y
    del esfuerzo, saludaba a éstos y aquéllos, murmuraba, zumbaba y hostigaba a toda aquella multitud
    inmensa.
    Con sus pequeños brazos dominaba el movimiento perpetuo, y de sus pequeños pulmones salía el
    clamor perpetuo:
    —¡Bravo! ¡Más adoquines! ¡Más toneles! ¡Unos maderos! ¿Dónde hay? Una mano de yeso para cubrir
    este agujero. Es muy pequeña esta barricada, es preciso que suba más. Ponedlo todo, metedlo todo,
    colocadlo todo. Demoled la casa. Mirad, ahí tenéis una puerta vidriera.
    Esto hizo exclamar a los trabajadores:
    —¿Una puerta vidriera? ¿Qué quieres que hagamos con una puerta vidriera, tubérculo?
    —¡Tubérculos vosotros! —exclamó Gavroche—. Una puerta vidriera en una barricada es una cosa
    excelente: no impide el ataque, pero es un obstáculo para tomarla. ¿Es que no habéis birlado nunca
    manzanas por encima de una valla erizada de vidrios? Una puerta vidriera corta los callos de los
    guardias nacionales cuando quieren subir a la barricada. ¡Pardiez! ¡El vidrio es muy traidor! ¡Ah, no
    tenéis imaginación libre, camaradas!
    Por lo demás, estaba furioso con su pistola sin gatillo; iba de uno a otro pidiendo:
    —¡Un fusil! ¡Quiero un fusil! ¿Por qué no se me da un fusil?
    —¿Un fusil a ti? —inquirió Combeferre.
    —¡Toma! —replicó Gavroche—. ¿Por qué no? ¡Tuve uno en 1830, cuando se luchaba contra Carlos
    X!
    Enjolras se encogió de hombros.
    —Cuando los haya para los hombres, se darán a los niños.
    Gavroche se volvió tímidamente y le respondió:
    —Si te matan antes que a mí, cogeré el tuyo.
    —¡Pilluelo! —dijo Enjolras.
    —¡Blanquillo! —respondió Gravoche.
    Un elegante extraviado que paseaba por el extremo de la calle cortó esta disputa.
    Gavroche le gritó:
    —¡Venid con nosotros, joven! ¿Es que no se ha de hacer nada por esta vieja patria?
    El elegante huyó.










    941
    CONT
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]


    _________________



    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]


    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]
    Maria Lua
    Maria Lua
    Administrador-Moderador
    Administrador-Moderador


    Cantidad de envíos : 79737
    Fecha de inscripción : 12/04/2009
    Localización : Nova Friburgo / RJ / Brasil

    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 11 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Dom 22 Dic 2024, 13:09

    ***

    V



    LOS PREPARATIVOS




    Los periódicos de aquel tiempo, que han dicho que la barricada de la calle de la Chanvrerie, aquella
    construcción casi inexpugnable, como la llamaban, llegaba al nivel del primer piso, se han equivocado.
    No pasaba de una altura de seis o siete pies, por término medio. Estaba hecha de manera que los
    combatientes podían, a voluntad, ocultarse detrás o dominar el paso, y aun subirse encima por medio de
    una cuádruple fila de adoquines superpuestos, y colocados a guisa de escalera por la parte interior. Por
    fuera, el frente de la barricada, compuesta de adoquines y de toneles, sujetos por vigas y tablas que se
    enchufaban en las ruedas del carro de Anceau y del ómnibus, presentaba el aspecto de un obstáculo
    erizado e inextricable. Una cortadura suficiente para que un hombre pudiese pasar por ella dejaba un
    espacio entre el extremo de la barricada más alejado de la taberna y las casas; de modo que era posible
    hacer una salida. La lanza del ómnibus estaba puesta verticalmente, y a ella, atada con cuerdas, una
    bandera roja que flotaba sobre la barricada. La pequeña barricada Mondetour, oculta detrás del edificio
    de la taberna, no se veía. Las dos barricadas reunidas formaban un verdadero reducto. Enjolras y
    Courfeyrac no habían juzgado necesario hacer una barricada en el otro extremo de la calle Mondetour,
    que por la calle Précheurs ofrece una salida a los mercados, queriendo sin duda conservar la posibilidad
    de una comunicación con el exterior, y temiendo muy poco un ataque por la peligrosa y difícil callejuela
    Précheurs.
    Con esta salida libre, que constituía lo que Folard, en su estilo estratégico, hubiera llamado un ramal
    de trinchera, y con la estrecha cortadura de la calle Chanvrerie, el interior de la barricada, donde la
    taberna formaba un ángulo saliente, presentaba la forma de un cuadrilátero irregular, cerrado por todas
    partes. Había una veintena de pasos de intervalo entre la barricada y las casas que formaban el fondo de
    la calle, de modo que podía decirse que la barricada estaba adosada a estas casas, todas habitadas, pero
    cerradas de arriba abajo.
    Todo este trabajo se hizo sin impedimentos, en menos de una hora, y sin que aquel puñado de hombres
    atrevidos viese surgir una gorra de pelo ni una bayoneta.
    Los pocos burgueses que se atrevían a pasar en aquel momento por la calle Saint-Denis, lanzaban una
    ojeada a la calle de la Chanvrerie, descubrían la barricada y redoblaban el paso.
    Una vez finalizadas las dos barricadas, se enarboló la bandera, se sacó una mesa fuera de la taberna y
    se subió en ella a Courfeyrac. Enjolras trajo el cofre cuadrado, que estaba lleno de cartuchos. Courfeyrac
    lo abrió. Cuando se descubrieron los cartuchos, temblaron los más valientes, y hubo un momento de
    silencio.
    Courfeyrac los distribuyó, sonriendo.
    Cada uno recibió treinta cartuchos. Muchos tenían pólvora y se pusieron a hacer más con las balas
    que se fundían en la taberna. En cuanto al barril de pólvora, estaba sobre una mesa aparte, cerca de la
    puerta, y lo reservaron.
    El toque de llamada que recorría todo París no cesaba, pero había terminado por no ser más que un
    ruido monótono al que no prestaban atención alguna. Ese ruido tan pronto se alejaba como se acercaba,
    con ondulaciones lúgubres.
    Cargaron los fusiles y las carabinas, todos juntos, sin precipitación, con una gravedad solemne.
    Enjolras fue a colocar tres centinelas fuera de las barricadas, uno en la calle de la Chanvrerie, el segundo
    en la calle Précheurs y el tercero en la esquina de la calle Petite-Truanderie.
    Después, una vez construidas las barricadas, designados los puestos, cargados los fusiles, puestos los
    centinelas, solos en aquellas calles temibles, por donde no pasaba ya nadie, rodeados de aquellas casas
    mudas y como muertas, en las que no palpitaba ningún movimiento humano, rodeados de las sombras
    crecientes del crepúsculo que empezaba, en medio de aquella oscuridad y aquel silencio en el que se
    sentía avanzar algo y que tenía un no sé qué de trágico y terrorífico, aislados, armados, resueltos,
    tranquilos, esperaron





    VI



    LA ESPERA





    En estas horas de espera, ¿qué hicieron?
    Es preciso que lo digamos, puesto que pertenece a la historia.
    Mientras los hombres hacían cartuchos, y las mujeres hilas; mientras una gruesa cacerola, llena de
    estaño y de plomo fundidos destinados a moldear balas, humeaba sobre un hornillo encendido; mientras
    los centinelas velaban con el arma en mano, sobre la barricada; mientras Enjolras, a quien nadie podía
    distraer, estaba atento a los centinelas, Combeferre, Courfeyrac, Jean Prouvaire, Feuilly, Bossuet, Joly,
    Bahorel y algunos otros se reunieron, como en los más apacibles días de sus charlas de escolares, y en un
    rincón de la taberna, convertido en casamata, a dos pasos del reducto que habían construido, con las
    carabinas cebadas, cargadas y apoyadas en el respaldo de la silla, aquellos jóvenes tan cercanos a una
    hora suprema se pusieron a recitar versos de amor.
    ¿Qué versos? Los siguientes:
    ¿Recuerdas aquel tiempo de alegría,
    de nuestra juventud en los albores,
    cuando un solo deseo nos movía,
    el de nuestros amores?
    Añadidos tus años a mis años,
    cuarenta y dos apenas se contaban
    y libres nuestras almas se encontraban
    de amargos desengaños.
    Orgulloso era Foy Marcel prudente;
    París santos banquetes celebraba,
    y un alfiler en tu corsé saliente
    a veces me pinchaba.
    Al verte hermosa entre las más hermosas,
    de todos envidiada era mi suerte,
    y al pasar por el prado hasta las rosas
    se volvían para verte.
    La hora, el lugar, la evocación de aquellos recuerdos de la juventud, algunas estrellas que empezaban
    a brillar en el cielo, el reposo fúnebre de aquellas calles desiertas, la inminencia de la aventura
    inexorable que se preparaba, daban un encanto patético a estos versos, murmurados a media voz en el
    crepúsculo por Jean Prouvaire, que, según hemos dicho ya, era un tierno poeta.
    Entretanto, se había encendido una antorcha en la barricada pequeña, y en la grande una de esas
    hachas que el martes de Carnaval se encuentran precediendo a los coches cargados de máscaras que van
    a la Courtille. Esas antorchas, como hemos dicho, venían del barrio de Saint-Antoine.
    La antorcha había sido colocada en una jaula de adoquines cerrada por tres lados para abrigarla del
    viento, y dispuesta de modo que toda la luz caía sobre la bandera. La calle y la barricada quedaban en la
    oscuridad, y no se veía más que la bandera roja formidablemente iluminada como por una linterna sorda.
    Esta luz extendía sobre el escarlata de la bandera un tinte de púrpura terrible.





    VII




    EL HOMBRE RECLUTADO EN LA CALLE BILLETTES



    La noche había caído ya completamente, y nadie se acercaba. No se oían más que rumores confusos, y
    por instantes, descargas de fusilería, pero raras, poco nutridas y lejanas. Esta relativa calma, que se
    prolongaba, era señal de que el Gobierno se tomaba tiempo y reunía sus fuerzas. Aquellos ciento
    cincuenta hombres esperaban a sesenta mil.
    Enjolras se sintió poseído de la impaciencia que alcanza a las almas fuertes en el umbral de
    acontecimientos temibles. Fue a buscar a Gavroche, que se había puesto a fabricar cartuchos en la sala de
    la planta baja, a la claridad dudosa de dos velas, colocadas sobre el mostrador por precaución, a causa
    de la pólvora extendida sobre las mesas. Aquellas dos velas no arrojaban luz alguna hacia el exterior.
    Los insurgentes, además, tenían cuidado de no encender luz en los pisos superiores.
    El hombre de la calle de Billettes acababa de entrar en la sala y había ido a sentarse a la mesa menos
    iluminada. Estaba provisto de un fusil de munición del mayor modelo, que mantenía entre sus piernas.
    Gavroche, hasta aquel instante, distraído con cien cosas «divertidas», ni siquiera había visto a aquel
    hombre.
    Cuando entró, Gavroche le siguió maquinalmente con los ojos, admirando su fusil, y luego,
    bruscamente, cuando el hombre se sentó, el niño se levantó. Si alguien hubiera espiado a ese hombre, le
    habría visto observarlo todo, en la barricada y en la banda de insurgentes, con una atención singular, pero
    desde que había entrado en la sala, se había sumergido en el recogimiento, y parecía no ver nada de lo
    que sucedía. El pilluelo se acercó a aquel personaje pensativo, y se puso a dar vueltas a su alrededor de
    puntillas, como se hace cuando no se quiere despertar a alguien.
    Al mismo tiempo, sobre un rostro infantil, a la vez tan descarado y serio, tan despreocupado y
    profundo, tan alegre y entusiasta, se fueron pintando sucesivamente todos esos gestos de viejo que
    significan: ¡Ah! ¡Bah! ¡No es posible! ¡Deliro! ¿Será él…? ¡No, no lo es! Pero sí. ¡Pero no! Gavroche se
    balanceaba sobre sus talones, crispaba sus puños en los bolsillos, movía el cuello como un pájaro, y
    empleaba en un gesto de desprecio toda la sagacidad de su labio inferior. Estaba estupefacto, incierto,
    incrédulo, convencido, trastornado. Tenía la fisonomía de un jefe de eunucos en el mercado de esclavas,
    al descubrir una Venus entre feas; de un aficionado y entendido en pintura examinando una obra de Rafael
    entre un montón de cuadros viejos. En él trabajaban a un tiempo el instinto que olfatea y la inteligencia
    que combina. Era evidente que se acercaba un acontecimiento para Gavroche.
    En lo más profundo de esta preocupación, Enjolras le abordó:
    —Tú eres pequeño, y no te verán. Sal de las barricadas, deslízate a lo largo de las casas, explora un
    poco las calles y vuelve a decirme lo que pasa.
    Gavroche se enderezó al oír esto.
    —¡Los pequeños sirven, pues, para algo! ¡Es una felicidad! ¡Ya voy! Mientras tanto, confiad en los
    pequeños, desconfiad de los grandes… —Y alzando la cabeza y bajando la voz, añadió, señalando al
    hombre de la calle de Billettes—: ¿Veis a este grande?
    —Sí. ¿Y qué?
    —¡Es un espía!
    —¿Estás seguro?
    —Aún no hace quince días que me bajó de las orejas de la cornisa de Pont-Royal, donde estaba
    tomando el fresco.
    Enjolras abandonó vivamente al pilluelo y murmuró algunas palabras en voz muy baja a un obrero del
    puesto que estaba allí. El obrero salió de la sala y regresó casi inmediatamente acompañado de otros
    tres. Aquellos cuatro hombres, cuatro mozos de grandes espaldas, fueron a colocarse detrás de la mesa en
    que estaba el hombre de la calle de Billettes. Estaban visiblemente dispuestos a arrojarse sobre él.
    Entonces, Enjolras se acercó al hombre y le preguntó:
    —¿Quién sois?
    Ante esta pregunta brusca, el hombre tuvo un sobresalto.
    Sumergió su mirada hasta el fondo de los cándidos ojos de Enjolras, y pareció que adivinaba su
    pensamiento. Mostró entonces una sonrisa, la más desdeñosa, la más enérgica y la más resuelta del
    mundo, y respondió con altiva gravedad:
    —¡Veo que…!
    —¿Sois espía?
    —Soy agente de la autoridad.
    —¿Os llamáis?
    —Javert.
    Enjolras hizo una señal a los cuatro hombres. En un abrir y cerrar de ojos, antes de que Javert hubiera
    tenido tiempo de volverse, fue cogido por el cuello, derribado y registrado.
    Se le encontró encima una pequeña tarjeta redonda pegada entre dos vidrios, la cual tenía por un lado
    las armas de Francia grabadas con esta leyenda: «Seguridad y vigilancia», y en la otra, esto: «Javert,
    inspector de policía, edad: cincuenta y dos años», y la firma del prefecto de policía de entonces, el señor
    Gisquet.
    Además tenía su reloj y su bolsillo, que contenía algunas monedas de oro. Le dejaron el bolsillo y el
    reloj. Detrás del reloj, en el fondo del bolsillo, descubrieron por el tacto, un papel que había sido
    doblado. Enjolras leyó en él estas cuatro líneas, escritas de mano del prefecto de policía: «El inspector
    Javert, así que haya cumplido su misión política, comprobará por medio de una vigilancia especial si es
    verdad que algunos malhechores andan vagando por las cuestas de la orilla derecha, cerca del puente de
    lena».
    Terminado el registro, levantaron a Javert, le ataron los brazos detrás de la espalda y le sujetaron en
    medio de la sala, a aquel célebre poste que había dado antiguamente nombre a la taberna.
    Gavroche, que había asistido a toda la escena, y lo había aprobado todo con un movimiento
    silencioso de cabeza, se acercó a Javert y le dijo:
    —Amigo, el ratón ha cogido al gato.
    Todo había sido ejecutado con tanta rapidez que ya estaba concluido cuando empezaron a notarlo en
    la taberna. Javert no había lanzado ni un grito. Al ver a Javert sujeto al poste, Courfeyrac, Bossuet, Joly,
    Combeferre y los hombres dispersos por las dos barricadas acudieron presurosamente.
    Javert, recostado en el poste, y tan rodeado de cuerdas que no podía hacer ni un movimiento
    levantaba la cabeza con la serenidad intrépida del hombre que no ha mentido nunca.
    —Es un espía —dijo Enjolras. Y volviéndose hacia Javert—: Seréis fusilado dos minutos antes de
    que tomen la barricada.
    Javert replicó con su más imperioso acento:
    —¿Y por qué no inmediatamente?
    —Economizamos pólvora.
    —Entonces matadme de una puñalada.
    —Espía —dijo Enjolras—, somos jueces, no asesinos. —Luego llamó a Gavroche—: ¡Tú!, ve a tu
    asunto. Haz lo que te he dicho.
    —Voy —dijo Gavroche. Y deteniéndose en el momento de partir, añadió—: A propósito, ¡me daréis
    su fusil! Os dejo al músico y me llevo el clarinete.
    El pilluelo hizo el saludo militar y atravesó alegremente la abertura de la gran barricad




    CONT
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]


    _________________



    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]


    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]
    Maria Lua
    Maria Lua
    Administrador-Moderador
    Administrador-Moderador


    Cantidad de envíos : 79737
    Fecha de inscripción : 12/04/2009
    Localización : Nova Friburgo / RJ / Brasil

    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 11 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Dom 22 Dic 2024, 13:11

    ***
    VIII



    VARIOS PUNTOS DE INTERROGACIÓN A PROPÓSITO DE UN TAL LE CABUC
    QUE PROBABLEMENTE NO SE LLAMABA LE CABUC




    La pintura trágica que hemos emprendido no sería completa, y el lector no vería en su relieve exacto
    y real estos grandes minutos del drama social y del desarrollo revolucionario, en que la convulsión se
    mezcla con la fuerza, si omitiésemos en este bosquejo un incidente lleno de un horror épico y terrible que
    sobrevino apenas se marchó Gavroche.
    Los grupos, como es sabido, son bolas de nieve, y aglomeran al rodar un montón de hombres
    tumultuosos, que no se preguntan de dónde vienen. Entre los transeúntes que se habían unido al grupo
    dirigido por Enjolras, Combeferre y Courfeyrac, había uno que llevaba una chaqueta de esportillero
    bastante usada, que gesticulaba y vociferaba y tenía el aspecto de una especie de ebrio salvaje. Aquel
    hombre, llamado o apodado Le Cabuc, y desconocido completamente por aquellos que pretendían
    conocerle, muy entusiasta o aparentando serlo, se había sentado junto a algunos otros a una mesa que
    habían sacado fuera de la taberna. Este Cabuc, mientras hacía beber a sus compañeros de conversación,
    parecía contemplar pensativamente la casa grande del fondo de la barricada, cuyos cinco pisos
    dominaban toda la calle, y daban frente a la de Saint-Denis. De repente exclamó:
    —Compañeros, mirad, desde esa casa es desde donde debemos tirar. Puestos en las ventanas, ¡ni el
    diablo entra en la calle!
    —Sí, pero la casa está cerrada —dijo uno de los bebedores.
    —¡Llamemos!
    —No abrirán.
    —¡Echemos abajo la puerta!
    Le Cabuc corrió a la puerta, que tenía un llamador muy pesado, y llamó; pero la puerta no se abrió.
    Llamó una segunda vez, y nadie respondió. Dio un tercer golpe: el mismo silencio.
    —¿Hay alguien aquí? —exclamó Le Cabuc.
    Nadie respondió.
    Entonces cogió un fusil y empezó a dar culatazos en la puerta. Era una puerta vieja, pequeña,
    centrada, baja, estrecha, sólida, toda de madera de encina, forrada en el interior con una plancha de
    palastro y una armadura de hierro, una verdadera poterna de una fortaleza. Los golpes de culata hacían
    temblar la casa, pero no movían la puerta.
    Sin embargo, es probable que los vecinos se hubieran conmovido, pues por fin se vio iluminarse y
    abrirse una pequeña ventanuca cuadrada en el tercer piso, y aparecer en ella una vela, y la cara pálida y
    atemorizada de un hombre de cabellos grises que era el portero.
    El hombre que llamaba se interrumpió.
    —¿Señores —preguntó el portero—, qué deseáis?
    —¡Abre! —dijo Le Cabuc.
    —Señores, esto no es posible.
    —¡Abre en seguida!
    —¡Es imposible, señores!
    Le Cabuc tomó su fusil y apuntó al portero; pero estaba debajo y era de noche, y el portero no le vio.
    —¿Quieres abrir, sí o no?
    —¡No, señores!
    —¿Dices que no?
    —Digo que no, buenos…
    El portero no terminó la frase. Salió el tiro; la bala le entró por debajo de la barbilla y le salió por la
    nuca, después de haberle atravesado la yugular. El pobre hombre cayó sin dar ni un suspiro. La vela cayó
    al suelo y se apagó, y no se vio más que una cabeza inmóvil recostada en el dintel del ventanuco, y un
    poco de humo blanquecino que subía hacia el tejado.
    —¡Ya está! —dijo Le Cabuc, dejando caer sobre el empedrado la culata de su fusil.
    Apenas había pronunciado esta palabra cuando sintió una mano que caía sobre su hombro con la
    pesadez de una garra de águila, y oyó una voz que le decía:
    —De rodillas.
    El asesino se volvió y vio ante él el rostro blanco y frío de Enjolras. Enjolras llevaba una pistola en
    la mano.
    Había acudido al oír la detonación.
    Con la mano izquierda había cogido el cuello de la blusa de Le Cabuc.
    —De rodillas —repitió.
    Y con un movimiento enérgico, el delicado joven de veinticinco años dobló como una caña al
    ganapán robusto y lo arrodilló en el lodo. Le Cabuc trató de resistirse, pero parecía que estaba sujeto por
    un puño sobrehumano.
    Pálido, con el cuello desnudo, los cabellos esparcidos, Enjolras, con su rostro de mujer, tenía en
    aquel momento un no sé qué de la Temis antigua. Sus ojos bajos daban a su implacable perfil griego esa
    expresión de cólera y ese aspecto de castidad que bajo el punto de vista del mundo antiguo conviene a la
    Justicia.
    Todos los de la barricada habían acudido, y luego todos se habían alineado en círculo a alguna
    distancia, sintiendo que era imposible pronunciar una palabra, ante lo que iban a ver.
    Le Cabuc, vencido, no trataba ya de debatirse y temblaba de pies a cabeza. Enjolras le soltó y sacó su
    reloj.
    —Recógete —dijo—. Reza o piensa. Tienes un minuto.
    —¡Gracia! —murmuró el asesino; luego bajó la cabeza y murmuró algunos juramentos inarticulados.
    Enjolras no apartó los ojos del reloj; dejó transcurrir el minuto, luego volvió a poner el reloj en su
    bolsillo. Una vez hecho esto, cogió los cabellos de Le Cabuc, que se revolvía entre sus rodillas gritando,
    y le puso en la sien el cañón de la pistola. Muchos de aquellos hombres intrépidos, que habían entrado
    con tanta tranquilidad en la más terrible de las aventuras, volvieron la cabeza.
    Se oyó la explosión; el asesino cayó sobre el empedrado boca abajo. Enjolras se enderezó y paseó en
    derredor su mirada serena y severa.
    Después empujó el cadáver con el pie, y dijo:
    —Quitad esto.
    Tres hombres levantaron el cuerpo del miserable, que se agitaba con las últimas convulsiones
    maquinales de la vida, y lo arrojaron por encima de la barricada pequeña a la callejuela de Mondetour.
    Enjolras se había quedado pensativo. Su sereno rostro se iba cubriendo de pesadumbre. De repente
    alzó la voz. Se hizo el silencio.
    —Ciudadanos —dijo Enjolras—, lo que este hombre ha hecho es espantoso, lo que yo he hecho es
    horrible. El ha matado, y por esto yo le he matado a él. He debido hacerlo, pues la insurrección debe
    tener su disciplina. El asesinato es un crimen, más aún aquí que en otra parte estamos bajo la mirada de la
    revolución, somos los sacerdotes de la república, somos ejemplos del deber, y es preciso que nadie
    pueda calumniar nuestro combate. Así pues he juzgado y he condenado a muerte a este hombre. En cuanto
    a mí, obligado a hacer lo que he hecho, pero aborreciéndolo, me he juzgado a mí mismo, y pronto veréis
    a qué me he condenado.
    Los que le escuchaban, temblaron.
    —Nosotros compartiremos tu suerte —exclamó Combeferre.
    —Sea —respondió Enjolras—. Pero oíd aún una palabra. Al ejecutar a este hombre he obedecido a
    la necesidad; pero la necesidad es un monstruo del viejo mundo; la necesidad se llama Fatalidad. La ley
    del progreso es que los monstruos desaparezcan ante los ángeles, y que la Fatalidad se desvanezca ante la
    fraternidad. Es un mal momento para pronunciar la palabra amor. No importa, yo la pronuncio y la
    glorifico. Amor, tuyo es el porvenir. Muerte, me sirvo de ti, pero te odio. Ciudadanos, no habrá en el
    porvenir ni tinieblas ni rayos ni ignorancia feroz ni talión sangriento. Como no existirá Satanás, tampoco
    existirá Miguel. En el porvenir, nadie matará a nadie, la tierra resplandecerá, el género humano amará.
    Llegará, ciudadanos, el día en que todo será concordia, armonía, luz, alegría y vida. Y para que llegue
    ese día nosotros debemos morir.
    Enjolras se calló. Sus labios de místico se cerraron; y permaneció en pie algunos instantes, en el
    lugar sobre el que había vertido sangre, en una inmovilidad de mármol. Su mirada fija hacía que se
    hablase en voz baja a su alrededor.
    Jean Prouvaire y Combeferre se apretaban la mano silenciosamente, y apoyados uno en el otro, en el
    otro ángulo de la barricada, consideraban con una admiración en la que había algo de compasión a aquel
    joven, verdugo y sacerdote, limpio como el cristal y duro como la roca.
    Digamos ahora que más tarde, después de la acción, cuando los cadáveres fueron llevados al
    depósito y registrados, se encontró sobre
    Le Cabuc una tarjeta de agente de policía. El autor de este libro ha tenido entre sus manos, en 1848,
    el informe especial realizado con este motivo para el prefecto de policía de 1832.
    Añadamos que, si hay que creer en un rumor extraño, pero probablemente fundado, Le Cabuc era
    Claquesous. El hecho es que a partir de la muerte de Le Cabuc ya no volvió a hablarse de Claquesous.
    Claquesous no dejó huella alguna de su desaparición; parece que se amalgamó con lo invisible. Su vida
    había sido tinieblas; su fin fue la noche.
    Todo el grupo insurrecto estaba aún bajo los efectos de la emoción de aquel proceso trágico instruido
    con tanta rapidez, y con tanta premura terminado, cuando Courfeyrac volvió a ver en la barricada al joven
    que por la mañana había preguntado por Marius.
    Aquel muchacho, que tenía el aspecto atrevido e indiferente, había venido por la noche a reunirse con
    los insurrectos.






    LIBRO DECIMOTERCERO



    MARIUS ENTRA EN LA SOMBRA





    I



    DESDE LA CALLE PLUMET AL BARRIO SAINT-DENIS




    Aquella voz que a través del crepúsculo había llamado a Marius a la barricada de la calle de la
    Chanvrerie, le había parecido la voz del destino. Quería morir, y la ocasión se le ofrecía; llamaba a la
    puerta de la tumba y una mano desde la sombra le tendía la llave. Aquellas lúgubres aberturas que se
    hacen en las tinieblas ante la desesperación son tentadoras. Marius apartó la verja, que tantas veces le
    había dejado pasar, salió del jardín y dijo: «¡Vamos!»
    Loco de dolor, no sentía ya nada fijo y sólido en el cerebro. Incapaz de aceptar nada de la suerte
    después de aquellos dos meses pasados en la embriaguez de la juventud y del amor, abatido a la vez por
    todas las meditaciones de la desesperación, tenía un único deseo: acabar cuanto antes.
    Se puso a andar rápidamente. Iba armado, pues llevaba encima las dos pistolas de Javert.
    El joven que había creído ver se había perdido en la oscuridad de las calles.
    Marius, que había salido de la calle Plumet por el bulevar, atravesó la Esplanade y el puente de los
    Inválidos, los Campos Elíseos, la plaza Luis XV, y llegó a la calle de Rivoli. Los almacenes estaban
    abiertos, el gas ardía bajo las arcadas, las mujeres compraban en las tiendas, se servían helados en el
    Café Laiter y se comían pastelillos en la dulcería inglesa. Únicamente algunas sillas de posta partían al
    galope del Hotel de Princes y del Hotel Meurice.
    Marius entró por el pasaje Delorme
    [470]
    , a la calle Saint-Honoré. Las tiendas estaban cerradas, y los
    comerciantes charlaban delante de sus puertas entreabiertas; los transeúntes circulaban, los faroles
    estaban encendidos; desde el primer piso, todas las ventanas estaban iluminadas como de ordinario. En la
    plaza del Palais-Royal había caballería.
    Marius siguió la calle Saint-Honoré. A medida que se alejaba del Palais-Royal, había menos
    ventanas iluminadas; las tiendas estaban completamente cerradas, nadie charlaba en los umbrales, la
    calle se oscurecía, y al mismo tiempo la multitud se espesaba, porque los transeúntes eran ya multitud.
    Nadie hablaba en aquella muchedumbre; y sin embargo salía de ella un murmullo sordo y profundo.
    Cerca de la fuente del Arbre-Sec, había grupos inmóviles y sombríos que estaban entre los que iban y
    venían como piedras en medio del agua que corre.
    A la entrada de la calle de Prouvaires, la multitud ya no andaba. Era un grupo resistente, macizo,
    sólido, compacto, casi impenetrable, de personas amontonadas, que hablaban en voz baja. No había allí
    levitas negras y sombreros redondos; sólo chaquetones, blusas, casquetes, cabezas erizadas y terrosas.
    Aquella multitud ondulaba confusamente en la bruma nocturna. Su murmullo tenía el acento ronco de un
    estremecimiento. Aunque no marchaban se sentía un continuo pisoteo en el lodo. Más allá de aquella
    espesa multitud, en la calle Roule, en la calle de Prouvaires y en la prolongación de la calle SaintHonoré, no había ni un cristal en el que brillara una vela. Veíanse perderse en aquellas calles las filas
    solitarias y decrecientes de los faroles. Los faroles de aquel tiempo parecían gruesas estrellas rojas,
    colgadas de cuerdas, y proyectaban sobre el pavimento una sombra que tenía la forma de una gran araña.
    Aquellas calles no estaban desiertas. Veíanse en ellas fusiles en pabellones, bayonetas que se movían y
    tropas que vivaqueaban. Ningún curioso pasaba de aquel límite. Allí cesaba la circulación. Allí
    comenzaba el ejército y terminaba la multitud.
    Marius iba decidido, con la voluntad del hombre sin esperanza; le habían llamado y era preciso ir.
    Encontró la forma de atravesar la multitud y las tropas, se ocultó a las patrullas, y evitó a los centinelas.
    Dio un rodeo, llegó a la calle de Béthisy
    [471] y se dirigió hacia los mercados. En la esquina de la calle de
    Bourdonnais ya no habían faroles.
    Después de haber franqueado la zona de la multitud, había pasado el límite de las tropas; se
    encontraba en una situación aterradora, no encontraba ya ni un transeúnte ni un soldado, ni una luz, nada.
    El silencio, la soledad, la noche, un frío que sobrecogía. Entrar en una calle era adentrarse en una cueva.
    Continuó avanzando.
    Dio algunos pasos. Alguien pasó cerca de él corriendo. ¿Era un hombre? ¿Una mujer? ¿Eran varios?
    No hubiera podido decirlo. Alguien había pasado y se había desvanecido.
    Así, llegó a una callejuela, que le pareció la calle de la Poterie; hacia la mitad de aquella callejuela
    chocó con un obstáculo. Extendió las manos. Era una carreta volcada; su pie reconoció charcos de agua,
    lodazales, adoquines amontonados y esparcidos. Allí había una barricada empezada y abandonada.
    Escaló los adoquines y se encontró al otro lado del obstáculo. Andaba muy cerca de los guardacantones y
    se guiaba por las fachadas de las casas. Un poco más allá de la barricada, le pareció entrever delante de
    sí una cosa blanca. Se acercó, y vio una forma. Eran dos caballos blancos, los caballos del ómnibus
    desenganchados por Bossuet aquella mañana, que habían andado errantes de calle en calle durante todo el
    día y habían terminado por detenerse allí, con la paciencia agotada de los brutos que no comprenden ya
    los actos de los hombres, lo mismo que los hombres no entienden los designios de la Providencia.
    Marius dejó los caballos detrás de sí. Cuando llegaba a la calle que supuso que sería la del ContratSocial, un disparo de fusil, procedente de no se sabe dónde, pasó silbando cerca de su oreja, y la bala fue
    a dar, por encima de su cabeza, en una bacía colgada a la puerta de una barbería. Aún en 1846, se veía en
    la calle del Contrat-Social, en el extremo de los pilares de los mercados, esta bacía agujereada.
    Este disparo de fusil era vida aún. A partir de este instante, no encontró ya nada.
    Aquel itinerario parecía el descenso por una escalera de sombrías gradas.
    Pero no por esto Marius dejó de avanzar.








    CONT
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]


    _________________



    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]


    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]
    Maria Lua
    Maria Lua
    Administrador-Moderador
    Administrador-Moderador


    Cantidad de envíos : 79737
    Fecha de inscripción : 12/04/2009
    Localización : Nova Friburgo / RJ / Brasil

    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 11 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Dom 22 Dic 2024, 13:13

    ***

    II



    PARÍS A VISTA DE BÚHO




    Un ser que hubiera planeado sobre París en aquel instante, con las alas del murciélago o del
    mochuelo, hubiera tenido ante sus ojos un espectáculo lúgubre.
    Todo el viejo barrio de los mercados, que es como una ciudad en la ciudad, que atraviesa las calles
    Saint-Denis y Saint-Martin, en el que se cruzan mil callejuelas, y del que los insurgentes habían hecho su
    reducto y su plaza de armas, se le habría aparecido como un inmenso agujero sombrío practicado en el
    centro de París. Allí la mirada caía sobre un abismo. Gracias a los faroles rotos y a las ventanas
    cerradas, allí cesaba toda luz, toda vida, todo rumor, todo movimiento. La policía invisible del motín
    velaba en todas partes y mantenía el orden, es decir, la oscuridad; porque ahogar el pequeño número en
    una vasta oscuridad, multiplicar cada combatiente por las posibilidades que esta oscuridad contiene, es
    la táctica necesaria de la insurrección. Al caer el día, todas las farolas de las encrucijadas habían
    recibido una bala, que apagaba la luz y alguna vez también acababa con la vida de un vecino. Así pues,
    nada se movía. No había nada más que temor, tristeza y estupor en las casas; y en las calles una especie
    de horror sagrado. Ni siquiera se distinguían las largas filas de ventanas y balcones, los cañones de las
    chimeneas, los tejados, los vagos reflejos que aparecen siempre en el empedrado lleno de agua y de lodo.
    El ojo que hubiera mirado desde lo alto este conjunto de sombras hubiera entrevisto tal vez aquí y allá
    claridades indistintas que permitían ver líneas quebradas y extrañas, perfiles de construcciones
    singulares, algo semejante a resplandores que iban y venían entre las ruinas; allí estaban las barricadas.
    El resto era un lago oscuro, brumoso, pesado, fúnebre, por encima del cual se enderezaban las siluetas
    inmóviles y lúgubres de la torre de Saint-Jacques, la iglesia de Saint-Merry y otros dos o tres de esos
    grandes edificios que son gigantes durante el día y fantasmas por la noche.
    Alrededor de aquel laberinto desierto e inquietante, en los barrios en los que la circulación
    parisiense no había cesado, y en los que brillaba algún farol, el observador aéreo hubiera podido
    distinguir el centelleo metálico de los sables y las bayonetas, el sordo rodar de la artillería y el
    hormigueo de los batallones silenciosos aumentando de minuto en minuto; cinturón formidable que se
    apretaba y se cerraba lentamente alrededor del motín.
    El barrio de la insurrección no era más que una especie de monstruosa caverna; todo en él parecía
    dormido o inmóvil, y como acabamos de ver, cada una de sus calles no ofrecía nada más que sombras.
    Sombra salvaje, repleta de trampas, llena de choques desconocidos y temibles, en la que era terrible
    penetrar y espantoso permanecer, en donde los que aguardaban temblaban ante los que iban a venir, y los
    que en ella entraban se estremecían ante los que les esperaban. Combatientes invisibles ocultos en las
    esquinas; las bocas del sepulcro cubiertas por la espesura de la noche. Allí no podía esperarse más
    claridad que la del relámpago de los fusiles, ni más aparición que la brusca y rápida de la muerte.
    ¿Dónde? ¿Cómo? ¿Cuándo?
    No se sabía, pero era cierto e inevitable. Allí, en aquel lugar señalado para la lucha, el Gobierno y la
    insurrección, la guardia nacional y las sociedades populares, la burguesía y el motín, iban a enfrentarse a
    tientas. Para los unos, igual que para los otros, la necesidad era la misma. Salir de allí muertos o
    vencedores, ésta era la única salida posible a partir de entonces. La situación era tan extrema, la
    oscuridad tan impenetrable, que los más tímidos se sentían llenos de resolución y los más atrevidos de
    terror.
    Por lo demás, había en ambos lados la misma furia, igual encarnizamiento, igual determinación. Para
    unos, avanzar era morir, y nadie pensaba en retroceder; para otros, permanecer era morir y ninguno
    pensaba en huir.
    Era necesario que al día siguiente todo hubiese terminado, que el triunfo estuviese aquí o allá, que la
    insurrección fuese una revolución o un chispazo apagado. El Gobierno lo comprendía así, lo mismo que
    los partidos, lo mismo que el último ciudadano. De aquí nacía una idea de angustia que se mezclaba con
    la sombra impenetrable de aquel barrio, donde todo iba a decidirse; de aquí surgía un exceso de ansiedad
    alrededor de aquel silencio de donde iba a salir una catástrofe. No se oía más que un ruido, ruido
    doloroso como un gemido, amenazador como una maldición, el toque a rebato de Saint-Merry. Nada tan
    glacial como el clamor de aquella campana perdida y desesperada, lamentándose en las tinieblas.
    Como sucede muchas veces, la naturaleza parecía haberse puesto de acuerdo con lo que los hombres
    iban a hacer. Nada rompía las funestas armonías de aquel conjunto. Las estrellas habían desaparecido;
    pesadas nubes llenaban todo el horizonte con sus pliegues melancólicos. Había un cielo negro sobre
    aquellas calles muertas, como si un inmenso sudario se desplegara encima de aquella inmensa tumba.
    Mientras se preparaba una batalla, incluso política, en aquel mismo sitio que había visto ya tantos
    sucesos revolucionarios; mientras la juventud, las asociaciones secretas, las escuelas, en nombre de los
    principios, y la clase media en nombre de los intereses, se aproximaban para chocar, para luchar y para
    derribarse; mientras se aproximaba la hora decisiva de la crisis, en lo más profundo de las cavidades
    insondables de aquel viejo París miserable que desaparecía bajo el esplendor del París dichoso y
    opulento, se oía rugir sordamente la sombría voz del pueblo.
    Voz terrible y sagrada que se compone del rugido de la fiera y de la palabra de Dios, que aterroriza a
    los débiles y que advierte a los sabios, que viene siempre de abajo, como el rugido del león, y de arriba
    como el retumbar del trueno






    III




    EL BORDE EXTREMO





    Marius había llegado a los mercados.
    Allí todo estaba más tranquilo, más oscuro y más inmóvil aún que en las calles vecinas. Hubiérase
    dicho que la paz glacial del sepulcro había salido de la tierra y se había extendido por el cielo.
    Una claridad rojiza recortaba sobre aquel fondo negro las altas techumbres de las casas que cierran
    la calle de la Chanvrerie, por el lado de Saint-Eustache. Era el reflejo de la antorcha que ardía en la
    barricada de Corinto. Marius se había dirigido hacia aquella claridad. Le había llevado al Marché-auxPoirées, y entreveía ahora la embocadura tenebrosa de la calle de Précheurs. Penetró en ella. El centinela
    de los insurgentes, que vigilaba en el otro extremo, no le vio. Sentía muy cerca de sí aquello que había
    ido a buscar, y andaba de puntillas. Llegó así al recodo de aquel tramo corto de la calle Mondetour, que
    era, como se sabe, la única comunicación con el exterior conservada por Enjolras. En la esquina de la
    última casa, a su izquierda, adelantó la cabeza y miró ese trozo de calle.
    Un poco más allá de la esquina negra de la callejuela con la calle de la Chanvrerie, que producía una
    larga sombra en la que él estaba metido, descubrió un resplandor sobre el empedrado, que era la entrada
    de la taberna, una lamparilla agonizando en una especie de muralla informe, y los hombres acurrucados
    con fusiles en las rodillas. Todo eso estaba a una distancia de seis toesas. Era el interior de la barricada.
    Las casas que bordeaban la callejuela por la derecha le ocultaban el resto de la taberna, la barricada
    grande y la bandera.
    Marius no tenía que dar más que un paso.
    Entonces el desgraciado joven se sentó en un guardacantón, cruzó los brazos y pensó en su padre.
    Pensó en aquel heroico coronel Pontmercy que había sido un soldado tan valeroso, que en tiempos de
    la República había defendido las fronteras de Francia y en tiempos del emperador había llegado a las
    fronteras de Asia, que había estado en Genova, Alejandría, Milán, Turín, Madrid, Viena, Dresde, Berlín,
    Moscú, que había dejado sobre los campos de batalla de toda Europa gotas de aquella misma sangre que
    Marius tenía en las venas, que había encanecido antes de tiempo en la disciplina y el mando; que había
    vivido con el cinturón abrochado, las charreteras cayéndole sobre el pecho, la escarapela ennegrecida
    por la pólvora, la frente arrugada por el casco, bajo la tienda, en el campamento, en el vivac, en las
    ambulancias, y que al cabo de veinte años había vuelto de las grandes guerras con una cicatriz en la
    mejilla, el rostro sonriente, sencillo, tranquilo, admirable, puro como un niño, habiendo hecho todo por
    Francia y nada en contra de ella.
    Se dijo que ya le había llegado su día, que su hora había sonado al fin, que después de su padre,
    también él iba a ser valiente, intrépido, atrevido; iba a correr bajo las balas, ofrecer su pecho a las
    bayonetas, verter su sangre, acechar al enemigo, buscar la muerte, que iba a hacer la guerra, que acudiría
    al campo de batalla, y que este campo de batalla era la calle, y que esta guerra era la guerra civil.
    Vio la guerra civil abierta como un abismo delante de sí, y era allí donde iba a caer.
    Entonces se estremeció.
    Pensó en aquella espada de su padre, que su abuelo había vendido a un prendero y que él había
    echado de menos con tanto sentimiento. Se dijo que había hecho muy bien aquella valiente y noble espada
    en haber huido de sus manos y haberse perdido irritada en las tinieblas; que si había huido así, era
    inteligente y predecía el porvenir; es que presentía el motín, la guerra de los arroyos, la guerra de los
    empedrados, los disparos de fusil por los respiraderos de las bodegas, los golpes dados y recibidos por
    detrás; porque viniendo de Marengo y de Friedland no quería ir a la calle de la Chanvrerie, porque
    después de haber hecho lo que hizo con su padre no quería hacer lo mismo con el hijo. Se dijo que si
    aquella espada estuviera allí, que si la hubiera recibido en la cabecera de su padre muerto, se habría
    atrevido a empuñarla en aquel combate nocturno, entre franceses, en una encrucijada, de seguro le
    quemaría las manos y se pondría a llamear delante de él como la espada del ángel. Se dijo que era
    afortunado al no llevarla consigo, y que hubiera desaparecido; porque así estaba bien, y era lo justo; que
    su abuelo había sido el verdadero guardián de la gloria de su padre, y que valía más qué la espada del
    coronel hubiera sido subastada en una almoneda, vendida a un prendero, arrojada entre hierro viejo, que
    empleada en herir y ensangrentar el flanco de la patria.
    Y luego se puso a llorar amargamente.
    Aquello era horrible. Pero ¿qué hacer? Vivir sin Cosette, no podía. Puesto que ella había partido, era
    preciso que él muriera. ¿No le había dado su palabra de honor de que moriría? Ella se había marchado
    sabiendo esto, por lo tanto era señal de que le complacía que Marius muriera. Además, era evidente que
    ella no le amaba, puesto que se había marchado de aquel modo, sin advertirle, sin una palabra, sin una
    carta, ¡y ella sabía sus señas! ¿Para qué, pues, vivir ya? Además, ¡haber ido hasta allí y retroceder!,
    ¡haberse acercado al peligro y huir! ¡Haber ido a ver la barricada y alejarse de ella! Alejarse temblando
    y diciendo: «¡He hecho bastante, he visto y esto me basta; esto es la guerra civil, y me voy!» ¡Abandonar
    a sus amigos que le esperaban y quizá le necesitaban, que eran un puñado contra un ejército! ¡Faltar a la
    vez al amor, a la amistad, a su palabra! ¡Dar a su cobardía el pretexto del patriotismo! Aquello era
    imposible; y si el fantasma de su padre estuviera allí en la sombra y le viera retroceder, le azotaría la
    espalda con cintarazos de la espada, y le gritaría: «¡Anda, cobarde!»
    Dominado por el tumulto de estos pensamientos, agachó la cabeza.
    De repente, se levantó. Una especie de rectificación espléndida acababa de verificarse en su espíritu.
    Hay una dilatación del pensamiento, propia de la proximidad de la tumba; al acercarse la muerte, se ve la
    verdad. La visión de la acción en la cual se veía quizá próximo a entrar se le presentaba, no ya
    lamentable, sino soberbia. La guerra de las calles se transfiguró súbitamente, por una desconocida
    modificación anímica, ante el ojo de su inteligencia. Todos los tumultuosos puntos de interrogación de su
    meditación se le aparecieron en conjunto, pero sin turbarle. No dejó ninguno de ellos sin respuesta.
    Veamos, ¿por qué iba a indignarse su padre? ¿Acaso no hay circunstancias en las que la insurrección
    asciende a la dignidad de deber? ¿Qué habría pues de empequeñecimiento para el hijo del coronel
    Pontmercy en el combate que se iba a empeñar? Esto no es ya Montmirail, ni Champaubert; es otra cosa.
    No se trata de un territorio sagrado, sino de una idea santa. La patria se queja, bien; pero la humanidad
    aplaude. ¿Pero es verdad que la patria se queja? Francia sangra, pero la libertad sonríe; y ante la sonrisa
    de la libertad, Francia olvida su herida. Y además, viendo las cosas desde un punto más elevado, ¿quién
    hablaría de guerra civil?
    ¡La guerra civil! ¿Qué quiere decir esto? ¿Acaso hay guerras extranjeras? ¿Acaso toda guerra entre
    hombres no es lucha entre hermanos? La guerra no se califica más que por su fin. No hay ni guerra
    extranjera ni guerra civil; no hay más que la guerra injusta y la guerra justa. Hasta el día en que se logre
    el gran concordato humano, la guerra, al menos la que representa el esfuerzo del porvenir que se apresura
    contra el pasado que se retrasa, puede ser necesaria. ¿Qué hay que reprocharle a esta guerra? La guerra
    no se convierte en vergüenza y la espada no se torna puñal hasta que asesina al derecho, el progreso, la
    razón, la civilización, la verdad. Entonces, tanto si es guerra civil o guerra extranjera, es inicua; se llama
    crimen. Fuera de esta cosa santa, la Justicia, ¿con qué derecho la espada de Washington renegará de la
    pica de Camille Desmoulins? Leónidas contra el extranjero, Timoleón
    [472] contra el tirano, ¿cuál de los
    dos es más grande? Uno es el defensor y el otro es el libertador. ¿Será malo, sin pensar en el fin, todo
    levantamiento armado en el interior de una ciudad? Entonces infamad a Bruto, a Marcelo, a Arnold de
    Blankenheim, a Coligny. ¿Guerra de los campos? ¿Guerra de las calles? ¿Por qué no? Esta era la guerra
    de Ambiorix, de Artevelde, de Marnix, de Pelayo. Pero Ambiorix luchaba contra Roma, Artevelde contra
    Francia, Marnix contra España, Pelayo contra los moros. Pues bien, la monarquía es el extranjero; la
    opresión es el extranjero; el derecho divino es el extranjero. El despotismo viola la frontera moral, como
    la invasión viola la frontera geográfica. Expulsar al tirano o expulsar al inglés; en los dos casos es
    recobrar el territorio. Llega una hora en la que no basta con protestar; tras la filosofía, es precisa la
    acción; la fuerza termina lo que el ideal bosqueja; Prometeo encadenado empieza, y Aristogitón
    termina
    [473]
    . La Enciclopedia ilumina las almas, y el 10 de agosto las electriza. Después de Esquilo,
    viene Trasíbulo
    [474]
    ; después de Diderot, Danton. Las multitudes tienen tendencia a aceptar un amo. Su
    masa produce la apatía. Una multitud se totaliza fácilmente en obediencia. Es necesario removerla,
    empujarla, animar a los hombres con el beneficio de su libertad, herirles los ojos con la verdad,
    arrojarles la luz a puñados. Es preciso que se vean ellos mismos un poco deslumbrados, porque este
    deslumbramiento los despierta.
    De ahí la necesidad de los motines y las guerras. Es preciso que se alcen grandes combatientes, que
    iluminen a las naciones con su audacia y sacudan a esta triste humanidad, que cubran de sombra el
    derecho divino, la gloria de los césares, la fuerza, el fanatismo, el poder irresponsable y las majestades
    absolutas; legión estúpidamente ocupada en contemplar, en su esplendor crepuscular, los sombríos
    triunfos de la noche. ¡Abajo el tirano! ¿Pero qué? ¿De quién habláis? ¿Llamáis tirano a Luis Felipe? No.
    Ni tampoco a Luis XVI. Son ambos lo que la historia acostumbra a llamar unos buenos reyes; pero los
    principios no se dividen; la lógica de lo verdadero es rectilínea; lo propio de la verdad es la falta de
    complacencias; no hay pues concesión; toda compasión hacia el hombre debe reprimirse; hay el derecho
    divino en Luis XVI; lo hay, por Borbón, en Luis Felipe; ambos representan en cierta medida la
    confiscación del derecho, y para derribar la usurpación universal es preciso combatirlos; es preciso, y
    Francia, como siempre, empieza a hacerlo. Cuando el jefe cae en Francia cae en todas partes.
    En suma, restablecer la verdad social, dar su trono a la libertad, devolver el pueblo al pueblo,
    devolver al hombre la soberanía, reemplazar la púrpura en la cabeza de Francia, restaurar en su plenitud
    la razón y la equidad, suprimir todo germen de antagonismo restituyendo cada uno a sí mismo; aniquilar
    el obstáculo que la realeza representa para la inmensa concordia universal, poner al género humano a
    nivel con el derecho, ¡qué causa más justa, y por consiguiente, qué guerra más grande! Estas guerras
    constituyen la paz. Una enorme fortaleza de prejuicios, de privilegios, de supersticiones, de mentiras, de
    exacciones, de abusos, de violencias, de iniquidades, de tinieblas, se descubre aún de pie sobre el mundo
    con sus torres de odio. Es preciso derribarla. Es necesario derrumbar esa masa monstruosa. Vencer en
    Austerlitz es grande, tomar la Bastilla es inmenso.
    No hay nadie que no haya observado en sí mismo que el alma, esa maravilla de unidad y ubicuidad,
    tiene la rara aptitud de razonar casi fríamente en los extremos más violentos, y sucede a menudo que la
    pasión desolada y la desesperación profunda, en la agonía misma de sus más negros monólogos, abordan
    asuntos y discuten tesis. La lógica se mezcla con la convulsión, y el hilo del silogismo flota sin romperse
    en la tormenta lúgubre del pensamiento. Esta era la situación del espíritu de Marius.
    Mientras así pensaba, abatido, pero resuelto, dudando, sin embargo, y, en suma, estremeciéndose ante
    lo que iba a hacer, su mirada erraba por el interior de la barricada. Los insurgentes charlaban a media
    voz, sin moverse, y reinaba esa atmósfera casi silenciosa que señala la última fase de la espera. Por
    encima de ellos, en una ventana de un tercer piso, Marius distinguía una especie de espectador o testigo
    que parecía singularmente atento. Era el portero muerto por Le Cabuc. Desde abajo, a la luz de la
    antorcha metida entre adoquines, se descubría vagamente su cabeza. Nada más extraño, en aquella
    claridad sombría e incierta, que aquella faz lívida, inmóvil, asombrada, con los cabellos erizados, los
    ojos abiertos y fijos, la boca entreabierta, inclinada hacia la calle en actitud de curiosidad. Hubiérase
    dicho que el muerto contemplaba a los que iban a morir. Un largo rastro de sangre, que había salido de
    aquella cabeza, corría en hilos rojizos desde la ventana hasta la altura del primer piso, donde
    desaparecía




    960
    CONT
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]


    _________________



    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]


    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]
    Maria Lua
    Maria Lua
    Administrador-Moderador
    Administrador-Moderador


    Cantidad de envíos : 79737
    Fecha de inscripción : 12/04/2009
    Localización : Nova Friburgo / RJ / Brasil

    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 11 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Lun 23 Dic 2024, 09:36

    ***
    LIBRO DECIMOCUARTO



    LA GRANDEZA DE LA DESESPERACIÓN



    I



    LA BANDERA - ACTO PRIMERO




    Aún no venía nadie. Habían dado las diez en Saint-Merry. Enjolras y Combeferre se habían sentado,
    con la carabina en la mano, cerca de la abertura de la barricada grande. No hablaban; escuchaban,
    trataban de oír el más mínimo ruido de marcha.
    Súbitamente, en medio de aquella tranquilidad lúgubre, una voz clara, alegre, joven, que parecía
    proceder de la calle Saint-Denis, se alzó y cantó, sobre la melodía de la canción popular Al claro de
    luna, estos versos rematados por una especie de grito semejante al canto del gallo:
    Mi nariz destila lágrimas.
    Préstame, amigo Bugeaud,
    la de uno de tus gendarmes,
    que sea de lo mejor.
    Con ella podré a la calle
    salir luciendo este talle.
    Que envidia a los mozos da,
    quiriquiquí caracacá.
    Ellos se apretaron las manos.
    —Es Gavroche —dijo Enjolras.
    —Nos advierte —agregó Combeferre.
    Una carrera precipitada turbó la calle desierta; vieron a un ser más ágil que un clown trepar por
    encima del ómnibus, yGavroche saltó a la barricada jadeante, diciendo:
    —¿Y mi fusil? Ahí están.
    Un temblor eléctrico recorrió toda la barricada, y se oyó el movimiento de las manos buscando los
    fusiles.
    —¿Quieres mi carabina? —dijo Enjolras al pilluelo.
    —Quiero el fusil grande —respondió Gavroche.
    Y tomó el fusil de Javert.
    Dos centinelas se habían replegado, y habían regresado casi al mismo tiempo que Gavroche. Eran el
    del extremo de la calle y el de la Petite-Truanderie. El centinela de la calle Précheurs había permanecido
    en su puesto, lo que indicaba que no venía nadie por el lado de los puentes y de los mercados.
    La calle de la Chanvrerie, en la que apenas se distinguían algunos adoquines a la luz que se
    proyectaba sobre la bandera, ofrecía a los insurgentes el aspecto de un gran pórtico abierto a una
    humareda.
    Cada uno se había colocado en su puesto de combate.
    Cuarenta y tres insurgentes, entre los cuales Courfeyrac, Combeferre, Enjolras, Bossuet, Joly, Bahorel
    y Gavroche, estaban arrodillados en la barricada grande, con las cabezas a flor de la cresta del parapeto,
    y los cañones, los fusiles y las carabinas apuntando, atentos, mudos, y dispuestos a hacer fuego. Seis de
    ellos, mandados por Feuilly, se habían instalado en las ventanas de los dos pisos de Corinto.
    Transcurrieron aún algunos instantes; luego un ruido de pasos, mesurado, pesado, numeroso, se dejó
    oír distintamente por el lado de Saint-Leu. Este ruido, al principio débil, luego preciso, más tarde pesado
    y sonoro, se acercaba lentamente, sin hacer un alto, sin interrupción, con una continuidad tranquila y
    terrible. No se oía ninguna otra cosa. Era al mismo tiempo el silencio y el ruido de la estatua del
    Comendador, pero este paso de piedra tenía algo de sordo y de múltiple, que despertaba la idea de una
    multitud al mismo tiempo que la idea de un espectro.
    Parecía oírse marchar a la terrible estatua Legión. Los pasos se acercaban; luego se detuvieron. Al
    extremo de la calle, pareció oírse el aliento de muchos hombres. Sin embargo no se veía nada; solamente
    se distinguía en el fondo, en aquella espesa oscuridad, una multitud de hilos metálicos, finos como agujas
    y casi imperceptibles, que se agitaban, semejantes a esos indescriptibles fulgores fosfóricos que se
    descubren en el momento de dormirse, bajo los párpados cerrados, en las primeras brumas del sueño.
    Eran las bayonetas y los cañones de los fusiles, confusamente iluminados por la reverberación lejana de
    la antorcha.
    Hubo aún una pausa, como si esperasen por ambos lados. De repente, en el fondo de aquella sombra
    una voz, tanto más siniestra cuanto que no se veía a nadie, y como si fuese la oscuridad misma la que
    hablase, exclamó:
    —¿Quién vive?
    Al mismo tiempo se oyeron los clics de los fusiles.
    Enjolras respondió con acento vibrante y altanero:
    —Revolución francesa.
    —¡Fuego! —dijo la voz.
    Un relámpago iluminó todas las fachadas de la calle, como si se hubiese abierto y cerrado
    bruscamente la puerta de un horno.
    Una terrible detonación estalló sobre la barricada. La bandera roja cayó. La descarga había sido tan
    violenta y tan densa que había cortado el asta, es decir, la punta misma del timón del ómnibus. Algunas
    balas que habían rebotado sobre las cornisas de las casas penetraron en la barricada e hirieron a varios
    hombres.
    El efecto de esta primera descarga fue glacial. El ataque era violento, y de tal naturaleza que hizo
    pensar a los más atrevidos. Era evidente que tenían que habérselas con un regimiento entero al menos.
    —Camaradas —exclamó Courfeyrac—, no desperdiciemos pólvora. Esperemos a que entren en la
    calle para contestarles.
    —En primer lugar —dijo Enjolras—, icemos de nuevo la bandera.
    Recogió la bandera, que había caído precisamente a sus pies.
    Se oía el ruido de las baquetas de los fusiles; la tropa cargaba las armas.
    Enjolras añadió:
    —¿Quién tiene arrestos aquí? ¿Quién se atreve a clavar la bandera sobre la barricada?
    Nadie respondió. Subirse a la barricada cuando la tropa se disponía a disparar de nuevo era
    sencillamente la muerte. El más valeroso duda en condenarse. El mismo Enjolras temblaba, y repitió:
    —¿Nadie se atreve






    II




    LA BANDERA - ACTO SEGUNDO





    Desde que los insurgentes habían llegado al Corinto y habían empezado a construir la barricada,
    nadie había prestado atención al señor Mabeuf. Sin embargo el señor Mabeuf no había abandonado el
    grupo. Estaba en la planta baja de la taberna, y se había sentado detrás del mostrador. Allí estaba, por
    decirlo así, aniquilado en sí mismo.
    Parecía que no veía ni pensaba. Courfeyrac y algunos otros se habían acercado a él, advirtiéndole del
    peligro, instándole a que se retirase, sin que él pareciera oírlos. Cuando no le hablaban, sus labios se
    movían como si respondiese a alguien, pero si le dirigían la palabra, sus labios se quedaban inmóviles, y
    sus ojos parecían muertos. Algunas horas antes de que fuera atacada la barricada, había tomado una
    postura que no había abandonado, con ambas manos sobre las rodillas y la cabeza inclinada hacia
    delante, como si mirara un precipicio. Nada había podido sacarle de esta actitud; no parecía que su
    espíritu estuviese en la barricada. Cuando todos habían ido a ocupar sus puestos de combate, no
    quedaron en la sala más que Javert, atado al poste, un insurgente con el sable desnudo custodiándole y el
    señor Mabeuf. En el momento del ataque, de la detonación, le conmovió una sacudida física, y como si
    despertase se levantó bruscamente, atravesó la sala y, en el instante en que Enjolras repetía su llamada:
    «¿Nadie se atreve?», vieron al anciano aparecer en el umbral de la taberna.
    Su presencia causó una especie de conmoción en el grupo. Se alzó un grito:
    —¡Es el votante!, ¡es el convencional!, ¡es el representante del pueblo!
    Es muy probable que él no lo oyera.
    Se dirigió hacia Enjolras; los insurgentes se apartaban a su paso con un temor religioso; cogió la
    bandera de manos de Enjolras, que retrocedió petrificado, y entonces, sin que nadie se atreviese a
    detenerle ni a ayudarle, aquel anciano de ochenta años, con la cabeza vacilante, el pie firme, empezó a
    subir lentamente la escalera de adoquines hecha en la barricada. Era aquel acto tan sombrío y tan grande
    que todos gritaron a su alrededor: «¡Abajo los sombreros!» Cada escalón que subía era un instante
    dramático; sus cabellos blancos, su faz decrépita, su gran frente calva y arrugada, sus ojos hundidos, su
    boca asombrada y abierta, sus viejos brazos alzando la bandera roja, surgían de la sombra, y se
    engrandecían en la claridad sangrienta de la antorcha; parecía el espectro de 1793 con la bandera del
    terror en la mano.
    Cuando llegó al último peldaño, cuando aquel fantasma tembloroso y terrible, en pie sobre aquel
    montón de escombros, en presencia de mil doscientos fusiles invisibles, se alzó frente a la muerte, como
    si fuese más fuerte que ella, toda la barricada tomó en las tinieblas un aspecto sobrenatural y colosal.
    Se hizo ese silencio que sólo producen en su derredor los prodigios.
    En medio de este silencio, el anciano agitó la bandera roja y exclamó:
    —¡Viva la Revolución! ¡Viva la República! ¡Fraternidad, igualdad, y muerte!
    Se oyó un murmullo bajo y rápido, semejante al bisbiseo de un sacerdote que apresurara una oración.
    Era probablemente el comisario de policía que hacía las intimaciones legales en el otro extremo de la
    calle.
    Luego, la misma voz vibrante que había dicho «¿Quién vive?», exclamó:
    —¡Retiraos!
    El señor Mabeuf, lívido, con los ojos extraviados, las pupilas iluminadas con las lúgubres llamas del
    delirio, levantó la bandera por encima de su frente y repitió:
    —¡Viva la República!
    —¡Fuego! —dijo la voz.
    Una segunda descarga se abatió sobre la barricada.
    El anciano se dobló sobre sus rodillas, luego se alzó de nuevo, dejó escapar la bandera y cayó hacia
    atrás sobre el suelo, inerte, con los brazos en cruz.
    Arroyos de sangre corrieron por debajo de su cuerpo. Su vieja cabeza, pálida y triste, parecía
    contemplar el cielo.
    Una de esas emociones superiores al hombre, que hacen que olvide incluso defenderse, sobrecogió a
    los insurgentes, y se acercaron al cadáver con respetuoso espanto.
    —¡Qué hombres son estos regicidas! —dijo Enjolras.
    Courfeyrac se inclinó al oído de Enjolras:
    —No lo digo por ti, y no quiero disminuir tu entusiasmo, pero éste no fue nunca un regicida. Yo le
    conocía. Se llamaba Mabeuf. No sé lo que tenía hoy. Pero era un soberbio estúpido; mira su cabeza.
    —Cabeza de tonto y corazón de Bruto —respondió Enjolras. Luego alzó la voz—: ¡Ciudadanos!, éste
    es el ejemplo que los viejos dan a los jóvenes. Nosotros dudábamos, ¡y él se ha presentado! Nosotros
    retrocedíamos, ¡y él ha avanzado! ¡Los que tiemblan a causa de la vejez, enseñan a los que tiemblan de
    miedo! Este anciano es augusto a los ojos de la patria. ¡Ha tenido una larga vida y una magnífica muerte!
    Ahora retiremos el cadáver, y que cada uno de nosotros defienda a este anciano muerto como defendería
    a su padre vivo, y que su presencia entre nosotros haga la barricada impenetrable.
    Un murmullo de adhesión triste y enérgico siguió a estas palabras.
    Enjolras se encorvó; levantó la cabeza del anciano y le besó con solemnidad en la frente; luego,
    separándole los brazos, y manejándole con tierna precaución, como si hubiera temido hacerle daño, le
    quitó la levita, enseñó sus sangrientos agujeros y dijo:
    —¡Esta será ahora nuestra bandera!






    III




    GAVROCHE HABRÍA HECHO MEJOR ACEPTANDO LA CARABINA DE ENJOLRAS




    Cubrieron al señor Mabeuf con un viejo chal negro de la viuda Hucheloup. Seis hombres hicieron con
    sus fusiles una camilla, colocaron en ella al cadáver y lo llevaron, con las cabezas desnudas y una
    lentitud solemne, a la mesa grande de la sala baja.
    Aquellos hombres, comprometidos en la sagrada y grave revolución que estaban realizando, no
    pensaban ya en su peligrosa situación.
    Cuando el cadáver pasó ante Javert, siempre impasible, Enjolras dijo al espía:
    —¡Y tú, en seguida!
    Entretanto, el pequeño Gavroche, el único que no había abandonado su puesto y se había quedado
    vigilando, creía ver a algunos hombres que se aproximaban como lobos a la barricada. De repente gritó:
    —¡Desconfiad!
    Courfeyrac, Enjolras, Jean Prouvaire, Combeferre, Joly, Bahorel, Bossuet, todos salieron en tumulto
    de la taberna. Se veía un centelleante espesor de bayonetas ondulando por encima de la barricada.
    Guardias municipales de elevada estatura penetraban en ella, unos saltando por encima del ómnibus y
    otros por la abertura, empujando al pilluelo, que retrocedía pero no huía.
    El momento era crítico. Era como el primer minuto terrible de la inundación, cuando el río se levanta
    hasta el nivel de sus barreras y el agua empieza a infiltrarse por las fisuras de los diques. Un segundo
    más y la barricada sería tomada.
    Bahorel se lanzó sobre el primer guardia y le mató de un tiro a quemarropa con su carabina; el
    segundo mató a Bahorel de un bayonetazo. Otro había derribado ya a Courfeyrac, que gritaba: «¡A mí!»
    El más alto de todos, una especie de coloso, se dirigía hacia Gavroche con la bayoneta calada. El
    pilluelo tomó en sus pequeños brazos el fusil de Javert, apuntó resueltamente al gigante y disparó. Pero el
    tiro no salió. Javert no había cargado su fusil. El guardia municipal estalló en carcajadas y alzó la
    bayoneta sobre el niño.
    Antes de que la bayoneta hubiera tocado a Gavroche, el fusil se escapó de las manos del soldado: una
    bala había atravesado su frente, y cayó de espaldas. Una segunda bala daba en medio del pecho del otro
    guardia, que había derribado a Courfeyrac, y lo lanzó al suelo.
    Era Marius que acababa de entrar en la barricada.





    IV




    EL BARRIL DE PÓLVORA





    Marius, oculto en el recodo de la calle Mondetour, había asistido a la primera fase del combate,
    irresoluto y tembloroso. Sin embargo no había podido resistir por mucho tiempo al vértigo misterioso y
    fantástico que podríamos llamar la atracción del abismo. Ante la inminencia del peligro, ante la muerte
    del señor Mabeuf, fúnebre enigma, ante Bahorel muerto, ante Courfeyrac gritando, ante aquel niño
    amenazado, ante sus amigos a quienes debía socorrer o vengar, se desvaneció toda vacilación, y se
    mezcló en la pelea con sus dos pistolas en la mano. Con' el primer tiro salvó a Gavroche, y con el
    segundo a Courfeyrac.
    Los asaltantes habían subido al parapeto, en cuya cumbre se les veía alzarse; guardias municipales,
    soldados de línea y guardias nacionales de los suburbios cubrían ya más de dos tercios de la barricada,
    pero no saltaban al interior del recinto, como si dudasen, temiendo alguna trampa. Observaban la
    barricada oscura, como mirarían una cueva de leones. La luz de la antorcha iluminaba las bayonetas, los
    gorros de pelo y lo alto de los rostros inquietos e irritados.
    Marius no tenía ya armas. Había tirado sus pistolas descargadas, pero había descubierto el barril de
    pólvora en la planta baja de la taberna, cerca de la puerta.
    Mientras lo observaba, le apuntó un soldado. Pero en aquel momento una mano se colocó en el
    extremo del cañón del fusil y lo obstruyó. Era uno que se había lanzado, el joven obrero del pantalón de
    pana. Salió el tiro, atravesó la mano, y tal vez también el cuerpo, porque cayó al suelo, sin que la bala
    tocase a Marius. Todo esto sucedió en medio del humo, y fue más bien vislumbrado que visto. Marius,
    que iba a entrar en la sala, apenas lo notó. Sin embargo, había distinguido confusamente el cañón del fusil
    dirigido hacia él, y la mano que lo había tapado, y había oído el tiro. Pero en instantes como aquellos las
    cosas que se ven, oscilan y se precipitan, y nada nos detiene. Uno se siente oscuramente impulsado hacia
    otra sombra mayor, y todo es nube.
    Los insurgentes, sorprendidos, pero no asustados, se habían reorganizado. Enjolras había gritado:
    «¡Esperad! ¡No disparéis al azar!» En la primera confusión, efectivamente, podían herirse los unos a los
    otros. La mayor parte habían subido a la ventana del primer piso, y a las buhardillas, desde donde
    dominaban a los asaltantes. Los más determinados, con Enjolras, Courfeyrac, Jean Prouvaire y
    Combeferre, se habían adosado fieramente a las casas del fondo, a descubierto, y hacían frente a las filas
    de soldados y de guardias que coronaban la barricada.
    Todo esto se hizo sin precipitación, con la gravedad extraña y amenazadora que precede al combate.
    Por ambas partes se apuntaban a quemarropa, y estaban tan cerca que podían hablarse sin alzar la voz.
    Cuando se llegó a ese momento en que va a saltar la chispa, un oficial con gola y grandes charreteras
    extendió su espada y dijo:
    —¡Rendid las armas!
    —¡Fuego! —gritó Enjolras.
    Las dos descargas partieron al mismo tiempo, y todo desapareció en una nube de humo.
    Humo acre y sofocante en que se arrastraban con gemidos débiles y sordos, heridos y moribundos.
    Cuando el humo se disipó, se vio en ambos lados a los combatientes, en el mismo sitio, cargando las
    armas en silencio.
    De repente se oyó una voz atronadora que gritaba:
    —¡Retiraos o hago volar la barricada!
    Todos se volvieron hacia el sitio de donde salía la voz.
    Marius había entrado en la sala y había cogido el barril de pólvora; luego se había aprovechado del
    humo y de la especie de niebla oscura que llenaba el recinto para deslizarse a lo largo de la barricada
    hasta el hueco de adoquines donde estaba fijada la antorcha. Coger la antorcha, poner el barril de
    pólvora, empujar el montón de adoquines bajo el barril, cuya tapa se había abierto, con una especie de
    serenidad terrible, todo esto había sido para Marius como juego de niños; y ahora todos, guardias
    nacionales, guardias municipales, oficiales, soldados, apelotonados en el otro extremo de la barricada, le
    miraban con estupor, con el pie sobre los adoquines, la antorcha en la mano, su orgulloso rostro
    iluminado con una expresión fatal, inclinando la llama de la antorcha hacia el montón terrible en el que se
    distinguía el barril de pólvora roto, y lanzando ese grito aterrador: «¡Retiraos o hago volar la barricada!»
    Marius, en aquella barricada, después del octogenario, era la visión de la juventud revolucionaria,
    después de la aparición de la vejez revolucionaria.
    —¡Volar la barricada! —dijo un sargento—. ¡Tú volarás también!
    Marius respondió:
    —Y yo también.
    Y acercó la antorcha al barril de pólvora.
    Pero no había ya nadie en la barricada. Los asaltantes, dejando a sus muertos y a sus heridos, se
    retiraban atropelladamente hacia el extremo de la calle, y se perdían de nuevo en la noche. Fue un sálvese-quien-pueda.
    La barricada estaba libre.






    CONT
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]


    _________________



    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]


    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]
    Maria Lua
    Maria Lua
    Administrador-Moderador
    Administrador-Moderador


    Cantidad de envíos : 79737
    Fecha de inscripción : 12/04/2009
    Localización : Nova Friburgo / RJ / Brasil

    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 11 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Lun 23 Dic 2024, 09:39

    ***
    V




    FIN DE LOS VERSOS DE JEAN PROUVAIRE




    Todos rodearon a Marius. Courfeyrac le abrazó.
    —¡Tú aquí!
    —¡Qué felicidad! —dijo Combeferre.
    —¡Has venido a tiempo! —agregó Bossuet.
    —¡Sin ti, hubiera muerto! —añadió Courfeyrac.
    —¡Sin vos me hubieran comido! —dijo Gavroche.
    Marius preguntó:
    —¿Dónde está el jefe?
    —Eres tú —dijo Enjolras.
    Marius había tenido todo el día un volcán en el cerebro, ahora tenía un torbellino, que le producía el
    mismo efecto que si estuviese fuera de sí, y le arrastrase. Le parecía que se hallaba ya a una distancia
    inmensa de la vida. Sus luminosos meses de alegría y amor, terminaban bruscamente en aquel terrible
    precipicio. Cosette perdida para él, la barricada, el señor Mabeuf dando su vida por la República, él
    mismo, jefe de los insurgentes; todas estas cosas le parecían una pesadilla monstruosa. Estaba obligado a
    hacer un esfuerzo para recordar que todo lo que le rodeaba era real. Marius había vivido demasiado
    poco para saber que no hay nada tan inminente como lo imposible, y que siempre hay que prever lo
    imprevisto. Asistía a su propio drama como a una obra que no se comprende.
    En aquella bruma en que estaba su pensamiento, no reconoció a Javert, quien, atado al poste, no había
    hecho ni un solo movimiento mientras duró el ataque a la barricada, y que contemplaba la revuelta
    agitándose a su alrededor con la resignación de un mártir y la majestad de un juez. Marius ni siquiera le
    vio.
    Entretanto, los asaltantes ya no se movían; se les oía andar y hormiguear al extremo de la calle, pero
    no se aventuraban, ya fuera porque esperasen órdenes, bien porque antes de atacar de nuevo aquel
    reducto esperasen refuerzos. Los insurgentes habían puesto centinelas, y algunos de ellos, que eran
    estudiantes de Medicina, vendaban a los heridos.
    Habían sacado todas las mesas fuera de la taberna, a excepción de las dos reservadas para las hilas y
    los cartuchos y aquella en la que yacía el señor Mabeuf; las habían añadido a la barricada, y las habían
    reemplazado en la planta baja por colchones de las camas de la viuda Hucheloup y sus sirvientas. En
    aquellos colchones habían tendido a los heridos. En cuanto a las tres pobres criaturas que habitaban en
    Corinto, nadie sabía lo que había sido de ellas. Al fin acabaron por encontrarlas, escondidas en la
    bodega.
    Una emoción profunda vino a ensombrecer la alegría de la barricada recobrada.
    Pasóse lista. Uno de los insurgentes no estaba. ¿Quién? Uno de los más queridos, uno de los más
    valientes. Jean Prouvaire. Le buscaron entre los heridos, y no estaba. Le buscaron entre los muertos, y no
    le hallaron. Evidentemente, se hallaba prisionero.
    Combeferre dijo a Enjolras:
    —Ellos tienen a nuestro amigo, pero nosotros tenemos a su agente. ¿Quieres la muerte de un espía?
    —Sí —respondió Enjolras—, pero menos que la vida de Jean Prouvaire.
    Esto sucedía en la planta baja, cerca del poste de Javert.
    —Pues bien —dijo Combeferre—, voy a atar el pañuelo a mi bastón e iré a parlamentar,
    ofreciéndoles el canje de su hombre por el nuestro.
    —Escucha —advirtió Enjolras, y apoyó la mano en el brazo de Combeferre.
    Al extremo de la calle, se oía un crujido de armas significativo. Después oyóse una voz vigorosa que
    gritó:
    —¡Viva Francia! ¡Viva el porvenir!
    Reconocieron la voz de Prouvaire.
    Pasó un relámpago, y sonó una detonación.
    Se hizo de nuevo el silencio.
    —¡Le han matado! —exclamó Combeferre.
    Enjolras contempló a Javert, y le dijo:
    —Tus amigos acaban de fusilarte.





    VI




    LA AGONÍA DE LA MUERTE DESPUÉS DE LA AGONÍA DE LA VIDA





    Una particularidad de este género de guerras es que el ataque de las barricadas se hace casi siempre
    de frente, y que en general los asaltantes se abstienen de rodear las posiciones, ya sea porque temen las
    emboscadas, ya porque evitan meterse en calles tortuosas. Toda la atención de los insurgentes estaba fija
    en la enorme barricada que era evidentemente el punto siempre amenazado, y donde debía empezar
    infaliblemente una nueva lucha. Marius, no obstante, pensó en la barricada pequeña, y allí se dirigió.
    Estaba desierta, guardada sólo por el farolillo que temblaba entre los adoquines. La calle Mondetour y
    los ramales de la Petite-Truanderie y Cygne estaban en calma.
    Cuando Marius, una vez realizada la inspección, iba a retirarse, oyó su nombre pronunciado
    débilmente en la oscuridad:
    —¡Señor Marius!
    Se estremeció, pues había reconocido la voz que le había llamado dos horas antes, a través de la
    verja de la calle Plumet.
    Sólo que ahora esta voz parecía un soplo.
    Miró a su alrededor y no vio a nadie.
    Marius creyó haberse engañado, y que era una alucinación añadida por su imaginación a las
    realidades extraordinarias que sucedían a su alrededor. Dio un paso para salir del profundo recodo en el
    que se hallaba la barricada.
    —¡Señor Marius! —repitió la voz.
    Esta vez no podía dudar; miró y no vio nada.
    —A vuestros pies —dijo la voz.
    Se inclinó, y vio en la sombra una forma que se arrastraba hacia él.
    El farolillo permitía distinguir una camisa, un pantalón de gruesa pana roto, unos pies desnudos y algo
    que parecía un mar de sangre. Marius entrevio un rostro pálido que se alzaba hacia él, y que le decía:
    —¿No me conocéis?
    —No.
    —Éponine.
    Marius se agachó rápidamente. Era, en efecto, aquella desgraciada niña. Iba vestida de hombre.
    —¿Cómo estáis aquí? ¿Qué hacéis aquí?
    —Me muero —dijo ella.
    Hay palabras e incidentes que despiertan a los seres abatidos. Marius exclamó sobresaltado:
    —¡Estáis herida! Esperad, voy a llevaros a la sala. Allí os curarán. ¿Es grave? ¿Cómo debo cogeros
    para no haceros daño? ¿Dónde os duele? ¡Socorro! ¡Dios mío! ¿Qué habéis venido a hacer aquí?
    Trató de pasar su brazo por debajo de ella, para incorporarla.
    Al levantarla, encontró su mano.
    Ella lanzó un débil grito.
    —¿Os he hecho daño? —preguntó Marius.
    —Un poco.
    —Pero si sólo he tocado vuestra mano.
    Éponine acercó la mano a los ojos de Marius, y él, en medio de aquella mano, vio un agujero negro.
    —¿Qué tenéis en la mano? —dijo él.
    —La tengo atravesada.
    —¿Atravesada?
    —Sí.
    —¿De qué?
    —De una bala.
    —¿Cómo?
    —¿No habéis visto un fusil que os apuntaba?
    —Sí, y una mano que lo tapó.
    —Era la mía.
    Marius tuvo un estremecimiento.
    —¡Qué locura! ¡Pobre niña! Pero tanto mejor, si sólo es esto, no es nada. Dejadme llevaros a una
    cama. Os curarán; nadie muere de una mano atravesada.
    Ella murmuró:
    —La bala ha atravesado la mano, pero ha salido por la espalda. Es inútil que me mováis de aquí. Voy
    a deciros de qué modo podéis curarme, mejor que un cirujano. Sentaos a mi lado, en esta piedra.
    Él obedeció; la muchacha apoyó la cabeza sobre las rodillas de Marius, y sin mirarle dijo:
    —¡Oh, qué placer! ¡Qué bien estoy! ¡Ya no sufro!
    Permaneció un momento en silencio, luego volvió su rostro con esfuerzo, y miró a Marius.
    —¿Sabéis, señor Marius? Me incomodaba que entraseis en aquel jardín; era estúpido, puesto que fui
    yo misma quien os mostró la casa, y, además, debía saber que un joven como vos…
    Se interrumpió y, franqueando las sombrías transiciones que estaban sin duda en su pensamiento,
    continuó con una sonrisa desgarradora:
    —Me encontrabais fea, ¿no es verdad?
    Y continuó:
    —¡Ya veis, estáis perdido! Ahora nadie saldrá de la barricada. He sido yo quien os ha traído hasta
    aquí. Vais a morir. Cuento con eso. Y, sin embargo, cuando he visto que os apuntaban, he puesto la mano
    delante de la boca del cañón del fusil. ¡Qué gracioso! Pero yo quería morir antes que vos. Cuando he
    recibido el balazo me he arrastrado hasta aquí; nadie me ha visto ni me ha recogido. Os esperaba, y me
    decía: «¿Es que no va a venir?» ¡Oh, si supierais! Mordía la blusa, ¡sufría tanto! Ahora estoy bien. ¿Os
    acordáis del día en que entré en vuestra habitación, y me miré en vuestro espejo, y del día en que os
    encontré en el bulevar? ¡Cómo cantaban los pájaros! Me disteis cien sueldos, y yo os dije: «No quiero
    vuestro dinero». ¿Habéis recogido al menos la moneda? No sois rico. No pensé en deciros que la
    recogierais. Hacía sol y no hacía frío. ¿Os acordáis, señor Marius? ¡Oh, soy feliz! Todo el mundo va a
    morir.
    Tenía un aspecto decaído, grave y extraviado. Su blusa desgarrada mostraba su cuello desnudo.
    Mientras hablaba, apoyaba la mano herida sobre su pecho, donde había otro agujero, y del que salía a
    intervalos una ola de sangre como el chorro de vino de un tonel abierto.
    Marius contemplaba a aquella criatura infortunada con una profunda compasión.
    —¡Oh! —dijo la joven de repente—. ¡Ya vuelve! ¡Me ahogo!
    Cogió su blusa y la mordió, y sus piernas se pusieron rígidas sobre el empedrado.
    En aquel instante la voz de gallo de Gavroche resonó en la barricada. El niño había subido a una
    mesa para cargar su fusil, y cantaba alegremente la canción entonces tan popular:
    Al ver a Lafayette,
    repite el gendarme:
    ¡Huyamos! ¡Huyamos! ¡Huyamos!
    Éponine se incorporó, y escuchó; luego murmuró:
    —Es él. —Y volviéndose hacia Marius, añadió—: Ahí está mi hermano. No conviene que me vea,
    porque me regañaría.
    —¿Vuestro hermano? —preguntó Marius, que estaba pensando entre los dolores más amargos en los
    deberes que su padre le había legado respecto de los Thénardier—. ¿Quién es vuestro hermano?
    —Ese pequeño.
    —¿El qué canta?
    —Sí.
    Marius hizo un movimiento.
    —¡Oh, no os vayáis! ¡Ya no durará esto mucho!
    Estaba casi sentada, pero su voz era muy débil y cortada por el hipo. A intervalos, el estertor la
    interrumpía. Acercaba cuanto podía su rostro al de Marius. Añadió con una expresión extraña:
    —Escuchad: no quiero engañaros. En el bolsillo tengo una carta para vos. Desde ayer. Me rogaron
    que la echara al correo. Y yo la guardé. No quería que llegara a vuestro poder. Pero tal vez me odiaríais
    cuando nos veamos dentro de poco. ¡Porque los muertos se vuelven a ver! ¿No es cierto? Tomad la carta.
    Cogió convulsivamente la mano de Marius con su mano atravesada, pero parecía no sentir el
    sufrimiento. Puso la mano de Marius en el bolsillo de su blusa. Marius, en efecto, notó un papel dentro de
    ella.
    —Tomadla —dijo ella.
    Marius cogió la carta. Entonces Éponine hizo un gesto de satisfacción y de alegría.
    —Ahora, prometedme por mis dolores…
    Y se detuvo.
    —¿Qué? —preguntó Marius.
    —¡Prometedme!
    —Os lo prometo.
    —Prometedme darme un beso en la frente cuando haya muerto. Lo sentiré.
    Dejó caer la cabeza sobre las rodillas de Marius y sus párpados se cerraron. Marius creyó que su
    pobre alma había partido. Éponine estaba inmóvil; de repente, en el instante en que Marius la creía
    dormida para siempre, abrió lentamente los ojos en los que aparecía la sombría profundidad de la muerte
    y le dijo con un acento cuya dulzura parecía proceder ya de otro mundo:
    —¿Sabéis, señor Marius?, creo que yo estaba un poco enamorada de vos.
    Trató de sonreír aún, y expir.






    VII




    GAVROCHE, PROFUNDO CALCULADOR DE DISTANCIAS




    Marius cumplió su promesa. Dio un beso sobre aquella frente pálida, perlada por un sudor glacial.
    No era una infidelidad a Cosette, era un adiós pensativo y dulce a una alma desgraciada.
    No había podido coger sin estremecerse la carta que Éponine le había dado. Inmediatamente había
    presentido un acontecimiento. Estaba impaciente por leerla. El corazón del hombre es así; apenas la
    infortunada niña había cerrado los ojos cuando ya Marius pensó sólo en desdoblar aquel papel. Dejó a
    Éponine suavemente en el suelo y se marchó. Algo le decía que no podía leer la carta en presencia de
    aquel cadáver.
    Se acercó a una vela en la taberna. Era una pequeña nota, doblada y cerrada con ese esmero elegante
    de las mujeres. Las señas, con escritura de mujer, eran éstas:
    Al señor Marius Pontmercy, en casa del señor Courfeyrac, calle de la Verrerie, n.° 16.
    Abrió el sobre, y leyó:
    Mi bienamado, ¡ay!, mi padre quiere que marchemos en seguida. Esta noche estaremos en la calle
    L’Homme-Armé, n.° 7. Dentro de ocho días estaremos en Inglaterra. Cosette.
    4 de junio.
    Tal era la inocencia de aquellos amores que Marius ni siquiera conocía la escritura de Cosette.
    Lo que había sucedido puede ser explicado en pocas palabras. Todo había sido obra de Éponine.
    Desde la noche del 3 de junio, había tenido un doble proyecto: hacer fracasar el golpe que intentaban dar
    su padre y los bandidos en la calle Plumet, y separar a Marius de Cosette. Había cambiado sus harapos
    con el primer pilluelo que encontró, al cual le pareció divertido vestirse de mujer, mientras Éponine se
    disfrazaba de hombre. Era ella la que en el Campo de Marte había lanzado a Jean Valjean la expresiva
    advertencia: «MUDAOS». Jean Valjean había regresado a casa y había dicho a Cosette: «Nos vamos esta
    noche a la calle L’Homme-Armé, con Toussaint. La semana próxima estaremos en Londres». Cosette,
    aterrada por aquel golpe inesperado, había escrito apresuradamente dos líneas a Marius. Pero ¿cómo
    llevar la carta al correo? Ella nunca salía sola, y Toussaint, sorprendida de seguro con aquel encargo,
    habría entregado la carta al señor Fauchelevent. En aquella ansiedad, Cosette había descubierto a
    Éponine, a través de la verja, con ropas de hombre, merodeando sin cesar alrededor del jardín. Cosette
    había llamado a «aquel joven obrero» y le había entregado cinco francos y la carta, diciéndole: «Llevad
    esta carta inmediatamente a esta dirección». Éponine había guardado la carta en el bolsillo. Al día
    siguiente, 5 de junio, había ido a casa de Courfeyrac a preguntar por Marius, no para entregarle la carta,
    sino «para ver», acción que cualquier alma celosa y amante comprenderá. Allí había esperado a Marius,
    o a Courfeyrac —sólo para ver—. Cuando Courfeyrac le dijo: «Vamos a las barricadas», una idea le
    había atravesado el pensamiento. Lanzarse a aquella muerte, como habría buscado cualquier otra, y
    arrastrar consigo a Marius. Había seguido a Courfeyrac, se había asegurado del lugar donde estaban
    construyendo la barricada, y estando segura, puesto que Marius no había recibido ningún aviso, y ella
    había interceptado la carta, de que al caer la noche iría al lugar de la cita, como todas las noches, había
    ido a la calle Plumet, había esperado a Marius y le había lanzado, en nombre de sus amigos, aquella
    llamada que, suponía, iba a llevarle a la barricada. Contaba con la desesperación de Marius al no
    encontrar a Cosette, y no se engañaba. Había regresado a la calle de la Chanvrerie. Acabamos de ver lo
    que allá había hecho. Había muerto con la alegría trágica de los corazones celosos, que arrastran al ser
    amado a la muerte y que se dicen: «¡Nadie lo poseerá!»
    Marius cubrió de besos la carta de Cosette. ¡Así, pues, le amaba! Por un momento, tuvo la idea de
    que no debía morir. Luego se dijo: «Se marcha; su padre la lleva a Inglaterra, y mi abuelo me niega el
    permiso para casarme. Nada ha cambiado en la fatalidad». Los soñadores como Marius tienen estos
    abatimientos supremos, de los que surgen decisiones desesperadas. La fatiga de vivir es insoportable; la
    muerte, cuanto antes.
    Así, pues, pensó que le quedaban dos deberes que cumplir: informar a Cosette de su muerte y
    enviarle un supremo adiós, y salvar de la catástrofe inminente que se preparaba a aquel pobre niño,
    hermano de Éponine e hijo de Thénardier.
    Tenía allí una cartera; la misma que había contenido el cuaderno en el que había escrito tantos
    pensamientos amorosos para Cosette. Arrancó una hoja y escribió con lápiz estas pocas líneas:
    Nuestro casamiento es imposible. He hablado a mi abuelo, y se opone; no tengo fortuna, y tú
    tampoco. He acudido a tu casa y no te he encontrado; ya sabes la palabra que te di; la cumplo.
    Moriré. Te quiero. Cuando leas esto, mi alma estará cerca de ti, y te sonreirá.
    No teniendo nada con qué sellar la carta, se limitó a doblar el papel en cuatro, y puso en él esta
    dirección:
    A la señorita Cosette Fauchelevent, en casa del señor Fauchelevent, calle L’Homme-Armé, n.° 7.
    Doblada la carta, permaneció un momento pensativo; volvió a coger su cartera, la abrió y escribió
    con el mismo lápiz, en la primera página, estas pocas líneas:
    Me llamo Marius Pontmercy. Lleven mi cadáver a casa de mi abuelo, el señor Gillenormand,
    en la calle Filles-du-Cal-vaire, n.° 6, en el Marais.
    Guardó la cartera en el bolsillo de su levita, luego llamó a Gavroche. El pilluelo, al oír la voz de
    Marius, acudió con su rostro alegre y decidido.
    —¿Quieres hacer algo por mí?
    —Todo —dijo Gavroche—. ¡Dios mío! Si no hubiera sido por vos, me habrían cocido.
    —¿Ves esta carta?
    —Sí.
    —Tómala. Sal de la barricada al momento —Gavroche inquieto empezó a rascarse la oreja—, y
    mañana por la mañana la entregarás, en esta dirección, a la señorita Cosette en casa del señor
    Fauchelevent, en la calle L’Homme-Armé, n.° 7.
    —Ah, bien, pero mientras tomarán la barricada, y yo no estaré.
    —La barricada no volverá a ser atacada hasta el amanecer, según todas las apariencias, y no será
    tomada antes de mañana al mediodía.
    El nuevo plazo que los asaltantes concedían a los ocupantes de la barricada se prolongaba,
    efectivamente. Era una de esas intermitencias frecuentes en los combates nocturnos, que siempre van
    seguidas de un redoblado encarnizamiento.
    —¿Y si llevase la carta mañana por la mañana?
    —Sería demasiado tarde. La barricada estará probablemente bloqueada, todas las calles estarán
    guardadas, y no podrás salir. Ve inmediatamente.
    Gavroche no encontró nada que replicar, y se quedó allí, indeciso, rascándose la oreja tristemente.
    De repente, con uno de aquellos movimientos suyos de pájaro, tomó la carta.
    —Está bien —dijo.
    Y partió, corriendo, por la calle Mondetour.
    Gavroche había tenido una idea que le había determinado, pero que no había dicho, por miedo a que
    Marius hiciera alguna objeción.
    Esta idea era la siguiente: «Apenas es medianoche, la calle L’Homme-Armé, no está lejos; voy a
    llevar la carta inmediatamente, y estaré de regreso a tiempo».




    979
    CONT
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]


    _________________



    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]


    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]
    Maria Lua
    Maria Lua
    Administrador-Moderador
    Administrador-Moderador


    Cantidad de envíos : 79737
    Fecha de inscripción : 12/04/2009
    Localización : Nova Friburgo / RJ / Brasil

    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 11 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Mar 24 Dic 2024, 10:36

    ***

    LIBRO DECIMOQUINTO




    LA CALLE L'HOMME-ARMÉ




    I




    CARTA, CANTA




    ¿Qué son las convulsiones de una ciudad al lado de los motines del alma? El hombre tiene aún más
    profundidad que el pueblo. Jean Valjean en aquel mismo momento sentía en su interior una conmoción
    violenta. Todos los abismos se habían vuelto a abrir para él. También él se estremecía, como París, en el
    umbral de una revolución formidable y oscura. Algunas horas habían bastado. Su destino y su conciencia
    se habían cubierto bruscamente de sombra. De él también, así como de París, podía decirse: los dos
    principios se encuentran frente a frente. El ángel blanco y el ángel negro van a luchar cuerpo a cuerpo al
    borde mismo del abismo. ¿Cuál de los dos precipitará al otro? ¿Quién vencerá?
    La víspera de aquel mismo día, 5 de junio, Jean Valjean, acompañado de Toussaint y de Cosette, se
    había instalado en la calle L’Homme-Armé. Una peripecia le esperaba allí.
    Cosette no había abandonado la calle Plumet sin una cierta resistencia. Por primera vez desde que
    vivían juntos, la voluntad de Cosette y la de Jean Valjean no sólo se habían contradicho, sino opuesto;
    había habido objeciones por un lado e inflexibilidad por el otro. La seca orden de «Mudaos», dada por
    un desconocido a Jean Valjean, le había alarmado hasta el punto de hacerle absoluto; se creía ya
    descubierto y perseguido. Cosette había tenido que ceder.
    Los dos habían llegado a la calle L’Homme-Armé sin despegar los labios, sin hablar una palabra,
    absortos cada uno en su preocupación personal, Jean Valjean tan inquieto que no veía la tristeza de
    Cosette, y Cosette tan triste que no veía la inquietud de Jean Valjean.
    Jean Valjean había llevado consigo a Toussaint, cosa que nunca había hecho en sus ausencias
    precedentes. Entreveía que tal vez no regresaría a la calle Plumet, y no podía dejar a Toussaint detrás de
    sí ni decirle su secreto. Además, presentía que era fiel y segura. Desde la criada a la señora, la traición
    empieza por la curiosidad. Mas Toussaint, como si hubiese estado predestinada a servir a Jean Valjean,
    no era curiosa. Se decía: «Soy así; yo hago mis cosas; lo demás no es cuestión mía».
    En esta partida de la calle Plumet, que había sido casi una huida, Jean Valjean no había llevado
    consigo otra cosa que su pequeña maleta, bautizada por Cosette con el nombre de «Inseparable». Maletas
    llenas habrían exigido mozos, y los mozos son testigos; había mandado ir un coche a la puerta de la calle
    Babylone, y en él se habían trasladado.
    Solamente con mucha insistencia, Toussaint consiguió el permiso para empaquetar alguna ropa
    blanca, vestidos y varios objetos de tocador. Cosette no había llevado consigo más que su papelera y su
    cartapacio.
    Jean Valjean, para aumentar la soledad y la sombra de esta desaparición, se las había arreglado para
    no abandonar el pabellón de la calle Plumet hasta la caída de la noche, lo que había dado tiempo a
    Cosette para escribir la carta de Marius.
    Habían llegado a la calle L’Homme-Armé cuando ya era noche cerrada. Se habían acostado
    silenciosamente.
    El alojamiento de la calle L’Homme-Armé estaba situado en un patio interior, en un segundo piso, y
    estaba compuesto de dos habitaciones, un comedor y una cocina al lado del comedor, con un
    camaranchón en el que había una cama de tijera, que destinó a Toussaint. El comedor era al mismo
    tiempo la antecámara, y separaba las dos alcobas. El apartamento estaba provisto de todos los utensilios
    necesarios.
    La confianza se apodera de nosotros con la misma facilidad que la inquietud, así es la naturaleza
    humana. Apenas llegó Jean Valjean a la calle L’Homme-Armé, su ansiedad disminuyó y se fue disipando
    por grados. Hay sitios tranquilos que obran como un sedante sobre el alma. Calle oscura, habitantes
    apacibles. Jean Valjean sintió una especie de contagio de tranquilidad en aquella calle del viejo París,
    tan estrecha que estaba cerrada a los coches por una viga transversal sostenida por dos postes, muda y
    sorda en medio del rumor de la ciudad, con luz crepuscular en pleno día, y por decirlo así, incapaz de
    emociones entre sus dos hileras de casas centenarias y calladas. Hay en esta calle un olvido silencioso.
    Jean Valjean respiró. ¿Cómo habían de encontrarle allí?
    Su primer cuidado fue poner la «Inseparable» a su lado.
    Durmió bien. La noche aconseja, y podemos añadir: la noche apacigua. Al día siguiente se levantó
    casi alegre. Encontró encantador el comedor, que era feo y estaba amueblado con una vieja mesa
    redonda, un aparador bajo con un espejo inclinado encima, un sofá apolillado y algunas sillas en las que
    estaban los paquetes que había llevado Toussaint. En uno de aquellos paquetes se descubría, por una
    abertura, el uniforme de guardia nacional de Jean Valjean.
    En cuanto a Cosette, había mandado a Toussaint que le llevara un caldo a su habitación, y no había
    aparecido hasta la tarde.
    Hacia las cinco de la tarde, Toussaint, que iba y venía muy ocupada por el pequeño alojamiento,
    había puesto sobre la mesa del comedor un ave fiambre, que Cosette, por deferencia hacia su padre,
    consintió en mirar.
    Hecho esto, Cosette, pretextando una jaqueca persistente, había dado las buenas noches a Jean
    Valjean y se había encerrado en su habitación. Jean Valjean había comido un ala con apetito, y con los
    codos apoyados sobre la mesa, serenándose poco a poco, recobraba su seguridad.
    Mientras hacía esta sobria comida, había oído dos o tres veces el tartamudeo de Toussaint, que le
    decía:
    —Señor, hay jarana, están combatiendo en las calles de París.
    Pero absorto en una multitud de pensamientos interiores, no le había prestado atención, o, mejor
    dicho, no la había oído.
    Se levantó y empezó a andar de la ventana a la puerta, y de la puerta a la ventana, cada vez más
    apaciguado.
    Con la tranquilidad, Cosette, su única preocupación, iba volviendo a su imaginación. No porque le
    inquietase aquella jaqueca, pequeña crisis de nervios, disgusto de jovencita, nube de un momento que
    duraría sólo dos o tres días, sino porque pensaba en el porvenir, y como siempre, meditaba en ello con
    dulzura. Después de todo, no veía ningún obstáculo para que la vida feliz no siguiese su curso. A ciertas
    horas, todo parece imposible; en otras, todo se muestra fácil. Jean Valjean atravesaba una de estas horas
    buenas. Vienen ordinariamente después de las malas, igual que el día después de la noche, por esta ley de
    sucesión y de contraste que es el fondo mismo de la naturaleza, y que los espíritus superficiales llaman
    antítesis. En esa apacible calle donde se refugiaba, Jean Valjean se había desprendido de todo lo que
    había turbado su espíritu durante algún tiempo. Por lo mismo que había visto muchas tinieblas, empezaba
    a descubrir un poco de cielo azul. Haber abandonado la calle Plumet sin complicaciones y sin incidentes
    era ya, de hecho, un buen paso.
    Tal vez sería conveniente desplazarse, aunque no fuera más que por algunos meses, e ir a Londres.
    Pues bien, irían. Estar en Francia o estar en Inglaterra, ¿qué importaba, mientras estuviera cerca de
    Cosette? Cosette era su patria. Cosette bastaba para su felicidad; la idea de que tal vez él no bastaba para
    la felicidad de Cosette, idea que en otro tiempo había sido causa de fiebre y de insomnio, no se
    presentaba ya a su espíritu. Se hallaba en el colapso de todos sus dolores pasados, y en pleno optimismo.
    Estando Cosette a su lado, le parecía ser él mismo, efecto de óptica que todo el mundo experimentaba.
    Arreglaba con toda suerte de facilidades la partida a Inglaterra con Cosette, y veía reconstruirse su
    felicidad, no importa dónde, en las perspectivas de su pensamiento.
    Mientras se paseaba de un lado a otro lentamente, su mirada se fijó en una cosa extraña.

    La descubrió delante de él, y mediante el espejo inclinado que estaba encima del aparador leyó
    claramente estas cuatro líneas:
    Mi bienamado, ¡ay!, mi padre quiere que marchemos en seguida. Esta noche estaremos en la calle
    LHomme-Armé, n.° 7. Dentro de ocho días estaremos en Inglaterra. Cosette.
    4 de junio.
    Jean Valjean se detuvo aturdido.
    Cosette, al llegar, había dejado su cartapacio sobre el aparador, delante del espejo, y en su dolorosa
    angustia lo había olvidado allí, sin darse cuenta de que lo dejaba abierto, y abierto precisamente en la
    página sobre la cual había apoyado, para que se secaran, las cuatro líneas escritas por ella. La escritura
    estaba impresa sobre el papel secante.
    El espejo reflejaba la escritura.
    Resultaba lo que en geometría se llama la imagen simétrica; de tal suerte, que la escritura invertida
    sobre el papel secante se ofrecía al derecho en el espejo, y Jean Valjean tenía ante los ojos la carta
    escrita la víspera por Cosette a Marius.
    Era sencillo y terrible.
    Jean Valjean se dirigió al espejo. Releyó las cuatro líneas, pero no lo creyó. Le parecía que se le
    presentaban en el resplandor de su delirio. Era una alucinación. Aquello era imposible. No existía.
    Poco a poco su percepción se hizo más precisa; contempló el cartapacio de Cosette, y adquirió el
    sentimiento de la realidad. Tomó el cartapacio y dijo: «Aquí está la causa». Examinó febrilmente las
    cuatro líneas impresas sobre el papel secante, pero las letras escritas al revés formaban unos garabatos
    confusos, y no pudo leerlas. Entonces se dijo: «Esto no significa nada, no hay nada escrito aquí». Y
    respiró profundamente con un alivio inexpresable. ¿Quién no ha tenido estas necias alegrías en momentos
    terribles? El alma no se entrega a la desesperación sin haber agotado antes todas las ilusiones.
    Tenía el cartapacio en la mano y lo contemplaba, aturdidamente feliz, casi a punto de reírse de la
    alucinación de que había sido víctima. De repente, sus ojos cayeron sobre el espejo, y las cuatro líneas
    volvieron a tener un sentido inexorable. Esta vez no era un espejismo. La reincidencia de una visión es ya
    una realidad, era palpable, era la escritura reflejada en el espejo. Comprendió.
    Jean Valjean vaciló, dejó el papel secante y se recostó en el viejo sofá al lado del aparador, con la
    cabeza caída, la mirada vidriosa, extraviada. Se dijo que aquello era evidente, y que la luz del mundo
    quedaba eclipsada para siempre, y que Cosette había escrito aquello a alguien. Entonces oyó a su alma,
    que en medio de las tinieblas lanzaba un sordo rugido. ¡Id a quitar al león el perro que tiene en su jaula!
    ¡Cosa extraña! En aquel momento Marius no había recibido aún la carta de Cosette; la casualidad la
    había entregado traidoramente a Jean Valjean antes que a Marius.
    Jean Valjean no había sido vencido hasta entonces por ninguna de las pruebas pasadas. Había estado
    sometido a pruebas horribles; la desgracia había sido pródiga con él; la ferocidad del destino armado
    con todas las venganzas y con todos los desprecios sociales le había hecho su víctima, encarnizándose
    con él… No había retrocedido ni decaído ante nada. Había aceptado, cuando había sido preciso, todas
    las ferocidades; había sacrificado su inviolabilidad de hombre reconquistado, entregado su libertad,
    arriesgado su cabeza, lo había perdido todo, lo había sufrido todo, y había permanecido desinteresado y
    estoico, hasta el punto de que a veces hubiera podido creérsele ausente de sí mismo como un mártir. Su
    conciencia avezada a todos los asaltos posibles de la adversidad parecía inaccesible para siempre. Pues
    bien, si alguien hubiera visto su fuero interior, se habría visto obligado a confesar que en aquel momento
    decaía.
    Y es que de todas las torturas que había padecido en aquel largo sufrimiento a que le sometía el
    destino, ésta era la más terrible. Nunca una angustia semejante le había atenazado. Sentía el movimiento
    misterioso de todas las sensibilidades latentes. Sentía el pinchazo de la fibra desconocida. ¡Ay! La
    prueba suprema, mejor dicho, la prueba única, que es la pérdida del ser amado.
    El pobre anciano Jean Valjean no amaba ciertamente a Cosette de otro modo que como un padre;
    pero, ya lo hemos observado más arriba, en aquella paternidad había introducido todos los amores de la
    soledad de su vida. Amaba a Cosette como hija, como madre, como hermana; y como no había tenido
    nunca ni amante ni esposa, como la naturaleza es un acreedor que no acepta ningún protesto, también este
    sentimiento, el más necesario de todos, se había mezclado con los demás, vago, ignorante, puro, con la
    pureza de la ceguera, inconsciente, celeste, angélico, divino; menos como un sentimiento que como un
    instinto, menos como un instinto que como un atractivo, imperceptible e invisible, pero real; y el amor
    propiamente dicho estaba en su ternura enorme hacia Cosette como el filón de oro está en la montaña,
    oculto y virgen.
    Recuérdese la pintura que hemos hecho aquí de esta situación del corazón. Entre ambos no era
    posible ninguna unión, ni aun de las almas; y sin embargo, es cierto que sus destinos se habían unido.
    Excepto Cosette, es decir, excepto una niña, Jean Valjean no había tenido en su larga vida nada de lo que
    se puede amar. Las pasiones y los amores que se suceden no habían dejado en su vida esos matices
    sucesivos del verde, ya claros, ya sombríos, que se notan en las hojas que han pasado el invierno y en los
    hombres que han pasado de la cincuentena. En suma, y hemos insistido en ello una vez, toda esa fusión
    interior, todo ese conjunto, cuyo resultante era una gran virtud, concluía por hacer de Jean Valjean un
    padre para Cosette. Padre extraño, nacido del abuelo, el hijo, el hermano y el marido que había en Jean
    Valjean; padre en el que había incluso una madre; padre que amaba a Cosette y que la adoraba, y que
    tenía a esta niña por luz, por familia, por patria, por paraíso.

    Cuando vio que todo estaba terminado, que ella se le escapaba, que se le deslizaba de entre las
    manos, que se perdía, que era nube, que era agua, cuando tuvo delante de los ojos esa evidencia
    aplastante, hay otro que es el objeto de su corazón, otro que es el deseo de su vida; está el bienamado, ya
    no soy más que el padre, ya no existo, cuando no pudo dudar más, cuando se dijo: «¡Ella se va de mi
    lado!», el dolor que experimentó sobrepasó todo lo posible. ¡Haber hecho todo lo que había hecho para
    llegar a eso! ¡A no ser nada! Entonces, como acabamos de decir, sintió, de la cabeza a los pies, un
    estremecimiento de rebeldía. Notó hasta la raíz de sus cabellos el inmenso despertar del egoísmo, y el yo
    rugió en el interior de aquel hombre.
    El dolor, cuando llega a este punto, es un sálvese quien pueda a todas las fuerzas de la conciencia.
    Entonces se producen crisis fatales. Pocos salen de ellas semejantes a sí mismos y firmes en el deber.
    Cuando el límite del sufrimiento se desborda, la virtud más imperturbable se desconcierta. Jean Valjean
    cogió el papel secante y volvió a convencerse; permaneció inclinado, como petrificado sobre las cuatro
    líneas irrecusables, con la vista fija; en su interior se formó una perturbación tal que hubiera podido
    creerse que toda la fuerza de aquella alma se derrumbaba.
    Examinó aquella revelación, a través del aumento ofrecido por el delirio, con una tranquilidad
    aparente y terrible; porque es una cosa terrible cuando la tranquilidad del hombre llega a la frialdad de la
    estatua.
    Midió el paso enorme que su destino había dado sin que lo sospechara, recordó los temores del
    verano anterior, disipados tan locamente; reconoció el precipicio; era siempre el mismo; pero Jean
    Valjean no estaba en el umbral del mismo, sino en el fondo.
    Cosa inaudita y punzante, había caído sin darse cuenta. Toda la luz de su vida se había ido, cuando él
    creía ver aún el sol.
    Su instinto no dudó un instante. Fue agrupando algunas circunstancias, algunas fechas, ciertos rubores
    y palideces de Cosette, y se dijo: «Es él». La adivinación de la desesperación es una especie de arco
    misterioso que nunca yerra el golpe. Desde la primera conjetura, encontróse con Marius. No sabía su
    nombre, pero encontró inmediatamente al hombre. Descubrió claramente, en el fondo de la implacable
    evocación de la memoria, al merodeador desconocido del Luxemburgo, aquel miserable buscador de
    amoríos, aquel vagabundo de novela, aquel imbécil, aquel cobarde, pues es una cobardía ir a poner ojos
    dulces a las jóvenes que tienen a su lado un padre que las ama.
    Después de convencerse de que en el fondo de la situación se encontraba aquel joven, y que todo
    procedía de allí, él, Jean Valjean, el hombre regenerado, el hombre que había trabajado tanto por su
    alma, el hombre que había hecho tantos esfuerzos para resolver toda la vida y toda la miseria, contempló
    el interior de sí mismo, y vio allí un espectro, el Odio.
    Los grandes dolores llevan en sí mismos el abatimiento. Desaniman. El hombre en quien penetran
    siente retirarse alguna cosa. En la juventud su visita es lúgubre; más tarde es siniestra. ¡Ay! Cuando la
    sangre está caliente, cuando los cabellos son negros, cuando la cabeza está erguida sobre el cuerpo como
    la llama sobre la antorcha, cuando la rueda del destino tiene aún casi todo su espesor, cuando él corazón,
    lleno de amor, tiene aún latidos que pueden renacer, cuando se tiene ante sí tiempo para reparar, cuando
    aún existen todas las mujeres, y todas las sonrisas, y todo el porvenir, y todo el horizonte, cuando la
    fuerza de la vida está completa, si entonces la desesperación es una cosa terrible, ¿qué no será en la
    vejez, cuando los años se precipitan cada vez más pálidos, en esa hora crepuscular en la que empiezan a
    verse las estrellas de la tumba?
    Mientras estaba pensando, entró Toussaint; Jean Valjean se levantó y le preguntó:
    —¿Dónde? ¿Lo sabéis?
    Toussaint le miró estupefacta.
    Jean Valjean continuó:
    —¿No me habéis dicho hace poco que estaban combatiendo?
    —¡Ah, sí, señor! —respondió Toussaint—. Por el lado de Saint-Merry.
    Hay movimientos maquinales que provienen, a pesar nuestro, del pensamiento más profundo. Sin
    duda a impulsos de un movimiento de este género, del que apenas tuvo conciencia, Jean Valjean salió a la
    calle cinco minutos más tarde.
    Llevaba la cabeza descubierta; se sentó en el escalón de la puerta de su casa y se puso a escuchar.
    Había llegado la noche.





    986
    CONT
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]


    _________________



    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]


    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]
    Maria Lua
    Maria Lua
    Administrador-Moderador
    Administrador-Moderador


    Cantidad de envíos : 79737
    Fecha de inscripción : 12/04/2009
    Localización : Nova Friburgo / RJ / Brasil

    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 11 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Miér 25 Dic 2024, 09:27

    ***
    II
    EL PILLUELO ENEMIGO DE LAS LUCES
    ¿Cuánto tiempo pasó así? ¿Cuáles fueron los flujos y reflujos de aquella meditación trágica? ¿Se
    reanimó? ¿Permaneció abatido? ¿El dolor le había quebrantado? ¿Podía levantarse aún, y hacer pie sobre
    alguna cosa sólida en su conciencia? Ni él mismo hubiera podido, probablemente, decirlo.
    La calle estaba desierta. Algunos ciudadanos inquietos, que regresaban a sus casas apresuradamente,
    apenas repararon en él. Cada uno mira sólo para sí en los momentos de peligro. El farolero llegó, como
    de costumbre, para encender el farol, que estaba precisamente delante de la puerta n.° 7, y se marchó.
    Quien hubiese observado a Jean Valjean en aquella sombra no le hubiera creído vivo. Estaba sentado
    allí, sobre el escalón de la puerta, inmóvil como una estatua de hielo. Hay congelaciones en la
    desesperación. Se oía el toque de rebato, y algunos rumores tempestuosos. En medio de todas estas
    convulsiones de la campana y los ruidos del motín, el reloj de Saint-Paul dio las once gravemente, sin
    apresurarse, porque el toque de rebato es el hombre y la hora es Dios. El sonido del reloj no causó efecto
    alguno en Jean Valjean; no se movió. No obstante, poco más o menos en aquel instante, una brusca
    detonación se oyó, procedente del lado de los mercados; le siguió una segunda detonación, más violenta
    aún que la primera; probablemente era el ataque a la barricada de la calle de la Chanvrerie, que como
    acabamos de ver fue rechazada por Marius. Ante esa doble descarga, cuya furia parecía aumentada por el
    estupor de la noche, Jean Valjean se estremeció; levantóse mirando hacia el sitio de donde procedía el
    ruido; luego volvió a sentarse en el escalón, cruzó los brazos y su cabeza cayó lentamente sobre su pecho.
    Entonces continuó su tenebroso diálogo consigo mismo.
    De repente, alzó los ojos; alguien estaba andando por la calle; oía los pasos cerca de sí, y a la luz del
    farol miró hacia el lado de los Archivos; descubrió una figura lívida, joven y expectante.
    Gavroche acababa de llegar a la calle L’Homme-Armé.
    Gavroche miraba hacia arriba y parecía buscar algo. Veía perfectamente a Jean Valjean, pero no le
    prestaba atención alguna.
    Luego Gavroche se alzó sobre la punta de los pies y tanteó todas las puertas y ventanas; todas estaban
    cerradas, con barra y cerrojo. Después de haber reconocido cinco o seis puertas cerradas de este modo,
    el pilluelo se encogió de hombros y dijo:
    —¡Pardiez!
    Luego volvió a mirar hacia arriba.
    Jean Valjean, que un instante antes, en la situación de ánimo en que se hallaba no hubiera ni siquiera
    respondido a nadie, se sintió empujado irresistiblemente a dirigir la palabra al niño:
    —Pequeño, ¿qué es lo que tienes?
    —Tengo que tengo hambre —respondió Gavroche secamente. Y añadió—: El pequeño seréis vos.
    Jean Valjean hurgó en su bolsillo y sacó de él una moneda de cinco francos.
    Pero Gavroche, que era el colmo de la frescura, y que pasaba con rapidez de un gesto a otro, acababa
    de recoger una piedra. Había descubierto el farol.
    —Vaya. Todavía tenéis aquí faroles; estáis muy atrasados, amigos. Esto es un desorden. Rompedme
    ese farol.
    Y arrojó la piedra; los vidrios se rompieron con tal estrépito que los vecinos, ocultos detrás de las
    cortinas de la casa de enfrente, gritaron:
    —¡Ya está aquí el noventa y tres!
    El farol osciló violentamente y se apagó. La calle se quedó bruscamente a oscuras.
    —Eso es, vieja calle —dijo Gavroche—, ponte el gorro de dormir.
    Se volvió luego hacia Jean Valjean y le preguntó:
    —¿Cómo llamáis a ese monumento gigantesco que tenéis al final de la calle? Los Archivos, ¿no es
    verdad? Me harían falta algunos pedazos de esas columnas bestiales, para hacer una barricada.
    Jean Valjean se acercó a Gavroche.
    —Pobrecillo —dijo a media voz hablando consigo mismo—. Tiene hambre.
    Y le puso la moneda de cien sueldos en la mano.
    Gavroche alzó la nariz, sorprendido de aquella moneda; la contempló en la oscuridad y su blancura le
    deslumbró. Conocía las monedas de cinco francos de oídas, y su reputación le resultaba agradable; quedó
    encantado al ver una de ellas tan cerca.
    Dijo:
    —Contemplemos al tigre.
    Lo miró durante algunos instantes con expresión de éxtasis; luego le tendió la moneda a Jean Valjean,
    y le dijo majestuosamente:
    —Ciudadano: prefiero romper los faroles. Recobrad vuestra bestia feroz. A mí no se me compra.
    Esto tiene cinco garras, pero a mí no me araña.
    —¿Tienes madre? —preguntó Jean Valjean.
    Gavroche respondió:
    —Tal vez más que vos.
    —Pues bien —continuó Jean Valjean—, guarda este dinero para tu madre.
    Gavroche se sintió conmovido. Además, había observado que el hombre que le hablaba no llevaba
    sombrero, y esto le inspiró confianza.
    —¿De veras no es esto para que no rompa los faroles?
    —Rompe todo lo que quieras.
    —Sois todo un hombre —dijo Gavroche.
    Guardó la moneda de cinco francos en uno de sus bolsillos, y ya más confiado, preguntó:
    —¿Sois de esta calle?
    —Sí, ¿por qué?
    —¿Podríais indicarme el número siete?
    —¿Para qué queréis encontrar el número siete?
    El niño se detuvo entonces, temió haber dicho demasiado, y metiéndose los dedos por entre los
    cabellos, limitóse a contestar:
    —Para saberlo.
    Una idea atravesó la mente de Jean Valjean. La angustia tiene estas lucideces. Dijo al niño:
    —¿Eres tú el que trae una carta que estoy esperando?
    —¿Vos? —dijo Gavroche—. Vos no sois una mujer.
    —La carta es para la señorita Cosette, ¿verdad?
    —¿Cosette? —gruñó Gavroche—. Sí, creo que ése es el endiablado nombre.
    —Pues bien —continuó Jean Valjean—, soy yo quien debe recibir la carta. Dámela.
    —En este caso, debéis saber que vengo de la barricada.
    —Sin duda alguna —dijo Jean Valjean.
    Gavroche metió la mano en otro de sus bolsillos y sacó de él un papel doblado en cuatro.
    Luego hizo el saludo militar.
    —Respecto al despacho —dijo—, viene del gobierno provisional.
    —Dámela.
    Gavroche tenía el papel en la mano, por encima de su cabeza.
    —No os imaginéis que es una nota amorosa. Es para una mujer, pero es para el pueblo. Nosotros
    peleamos pero respetamos el sexo. No somos como el gran mundo, donde hay leones que envían gallinas
    a los camellos.
    —Dame.
    —De verdad —dijo Gavroche— que parecéis un buen hombre.
    —Dámela pronto.
    Y entregó el papel a Jean Valjean.
    —Y despachad, señor Chose, puesto que la señorita Chosette está esperando.
    Gavroche se quedó muy satisfecho después de haber inventado este juego de palabras.
    Jean Valjean preguntó:
    —¿Es a Sairit-Merry adonde hay que llevar la respuesta?
    —¡Haríais un pan como unas hostias! —exclamó Gavroche—. Esta carta viene de la barricada de la
    Chanvrerie, y allá me vuelvo. Buenas noches, ciudadano.
    Dicho esto, Gavroche se marchó, o mejor dicho, regresó como un pájaro hacia el sitio de donde había
    volado. Se sumergió en la oscuridad como si hiciese en ella un agujero, con la rapidez rígida de un
    proyectil; la calle L’Homme-Armé quedó silenciosa y solitaria; en un abrir y cerrar de ojos, aquel
    extraño niño, que tenía sombra y sueño en sí mismo, se había metido en la bruma, entre aquellas hileras
    de casas negras, y se había perdido como el humo en las tinieblas; se le hubiera podido creer disipado si
    algunos minutos después de su desaparición el ruido de un vidrio roto, y el estruendo de un farol cayendo
    al suelo, no hubiesen despertado bruscamente a los indignados vecinos. Era Gavroche que pasaba por la
    calle Chaume
    [475]
    .




    III




    MIENTRAS COSETTE Y TOUSSAINT DUERMEN, JEAN VALJEAN ENTRA EN LA
    CASA CON LA CARTA DE MARIUS




    Subió la escalera a tientas, satisfecho de las tinieblas como el búho que lleva su presa, abrió y volvió
    a cerrar suavemente la puerta, escuchó y comprobó que, según todas las apariencias, Cosette y Toussaint
    dormían; consumió tres o cuatro pajuelas antes de poder encender luz, ¡tanto le temblaba la mano!;
    porque había algo de robo en lo que acababa de hacer. Por fin, pudo encender la vela, se sentó a la mesa,
    desdobló el papel y leyó.
    En las emociones violentas, no se lee, se atropella, por decirlo así, el papel; se lo oprime como una
    víctima, se lo estruja, se le clavan las uñas de la cólera o de la alegría; se corre hacia el fin, se salta el
    principio; la atención es febril; se comprende en conjunto, sobre poco más o menos, lo esencial; se fija
    uno en un punto, y todo lo demás desaparece. En la carta de Marius a Cosette, Jean Valjean no vio más
    que esto:
    «… Moriré. Cuando leas esto, mi alma estará a tu lado».
    En presencia de estas dos líneas, sintió un deslumbramiento horrible, se quedó un momento como
    pasmado del cambio de emoción que se verificaba en él; miraba la carta de Marius con una especie de
    asombro embriagador, tenía delante de los ojos algo como un esplendor: la muerte del ser odiado.
    Lanzó un terrible grito de alegría interior. Así pues, todo estaba ya concluido. El desenlace había
    llegado mucho antes de lo que se hubiera atrevido a esperar. El ser que obstaculizaba su destino
    desaparecía. Se iba libremente, de buena voluntad. Sin que él, Jean Valjean, hiciera nada, sin que él
    tuviera culpa alguna, «aquel hombre» iba a morir. Tal vez había muerto ya. Aquí empezó nuevamente a
    reflexionar su fiebre: No. No había muerto todavía. La carta estaba escrita visiblemente para ser leída
    por Cosette al día siguiente. «Después de esas dos descargas que he oído entre las once y las doce, no ha
    habido nada; la barricada no será seriamente atacada hasta mañana al amanecer; pero no importa, desde
    el momento en que ese hombre está mezclado en esta guerra, está perdido, está apresado en el
    engranaje».
    Jean Valjean se sentía liberado. Iba a encontrarse de nuevo solo con Cosette. La competencia cesaba;
    el porvenir brillaba otra vez. No tenía más que guardarse el papel en su bolsillo. Cosette no sabría nunca
    lo que había sido de aquel hombre.
    «No hay más que dejar que las cosas se cumplan. Este hombre no puede escapar. Si aún no ha muerto,
    de seguro que va a morir. ¡Qué felicidad!»
    Después de decirse todo esto para sí mismo, se puso sombrío.
    Bajó y despertó al portero.
    Alrededor de una hora más tarde, Jean Valjean salía vestido de guardia nacional, y armado. El
    portero le había encontrado fácilmente en la vecindad con qué completar su equipamiento. Llevaba un
    fusil cargado, y una cartuchera llena de cartuchos. Se dirigió hacia los mercados.







    CONT
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]


    _________________



    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]


    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]
    Maria Lua
    Maria Lua
    Administrador-Moderador
    Administrador-Moderador


    Cantidad de envíos : 79737
    Fecha de inscripción : 12/04/2009
    Localización : Nova Friburgo / RJ / Brasil

    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 11 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Miér 25 Dic 2024, 09:31

    ***

    IV



    EL EXCESO DE CELO DE GAVROCHE




    Mientras tanto, a Gavroche le había sucedido una aventura.
    Gavroche, después de haber destrozado concienzudamente el farol de la calle Chaume, llegó a
    Vieilles-Haudriettes, y al no ver «ni un gato», encontró buena la ocasión para entonar una de sus
    canciones. Su marcha, lejos de retardarse por la canción, se aceleraba. Empezó pues, a cantar, mientras
    seguía la fila de casas dormidas o aterrorizadas, los siguientes versos:



    Murmura un pajarillo
    que ayer Atala
    se marchó con un ruso
    por la mañana.
    Y por la noche,
    diz que el ruso a su casa
    la llevó en coche.
    Tus ojos hechiceros,
    tienen un tósigo
    capaz de dar a Orfila
    [476]
    veinte soponcios.
    Aunque es persona
    que en toxicología
    no hay quien le tosa.
    Al mirar las mantillas
    de Inés y Petra,
    el alma desolada
    se enredó en ellas.
    ¡Vaya unos pliegues!
    Cuéntalos, alma mía,
    si es que te atreves.
    Cuando el amor reluce
    entre la sombra,
    la cara de Dolores
    pinta de rosas.
    Yo ser espero,
    del jardín de esas rosas,
    el jardinero.
    Mi corazón, volando,
    se escapó un día,
    mientras Juana al espejo
    se componía.
    ¿Dónde se alberga?
    Pienso que será Juana
    la que lo tenga.
    Una serena noche
    miré a una estrella.,
    la comparé contigo,
    dije: ¡Qué fea!
    Porque eres, Ana,
    más linda que la estrella
    de la mañana.



    Gavroche, al mismo tiempo que cantaba, prodigaba la pantomima. El gesto es punto de apoyo de la
    canción. Su rostro, inagotable repertorio de máscaras, hacía muecas más convulsivas y más fantásticas
    que los trozos de un lienzo roto al viento. Desgraciadamente, como estaba solo y era de noche, no era ni
    visto ni visible. Hay muchas de estas riquezas perdidas.
    De repente se detuvo en seco.
    «Interrumpamos el romance», se dijo.
    Su pupila felina acababa de distinguir en el hueco de una puerta cochera lo que en pintura se llama un
    conjunto, es decir, un ser y una cosa; la cosa era una carreta de mano y el ser un auvernés que dormía
    dentro.
    Los brazos de la carreta se apoyaban sobre el pavimento, y la cabeza del auvernés sobre la tabla del
    carretón. Su cuerpo se encogía en aquel plano inclinado, y sus pies tocaban el suelo.
    Gavroche, con su experiencia de las cosas de este mundo, reconoció que era un borracho.
    Era sin duda algún mozo de esquina que había bebido mucho, y que dormía demasiado.
    —Ahí se ve —monologó Gavroche— para qué sirven las noches de verano. El auvernés se duerme
    en su carretón. Pues yo cojo el carretón para la república, y dejo al auvernés a la monarquía.
    Habíase iluminado de repente su espíritu con esta idea:
    «El carretón irá muy bien en nuestra barricada».
    El auvernés roncaba.
    Gavroche tiró suavemente del carretón por detrás, y del auvernés por delante, es decir, por los pies; y
    al cabo de un minuto, el auvernés, imperturbable, descansaba tendido en el suelo.
    El carretón estaba libre.
    Gavroche, acostumbrado a hacer frente por todos lados a lo imprevisto, llevaba siempre todo
    consigo; metió la mano en un bolsillo y sacó un pedazo de papel y una punta de lápiz rojo, birlado a algún
    carpintero, y escribió:
    «República Francesa. Recibido tu carretón. Gavroche».
    Puso el papel en el bolsillo del chaleco de pana del auvernés, y partió hacia los mercados,
    empujando delante de sí el carretón, al galope, con un glorioso aire de triunfo.
    Esto era peligroso. Había un cuerpo de guardia en la Imprenta Real. Gavroche no pensó en ello.
    Aquella guardia la montaban nacionales de los suburbios, que empezaban a despertar y a levantar la
    cabeza de sus camas de campaña. Dos faroles rotos a pedradas, y aquella canción cantada a grito pelado,
    eran cosas demasiado graves en calles tan miedosas, que desean acostarse al ponerse el sol y que apagan
    la luz muy temprano. Hacía una hora que el pilluelo metía en el barrio el mismo ruido que un moscardón
    en una botella. El jefe de guardia le escuchaba, y esperaba; era un hombre prudente.
    El estrépito del carretón al rodar colmó la medida, y determinó al sargento a hacer un
    reconocimiento.
    —¡Viene toda una partida! —dijo—. Vayamos con tiento.
    Era claro que la Hidra de la Anarquía había salido de su agujero, y se paseaba por el barrio.
    El sargento se aventuró a salir fuera del cuerpo de guardia sin hacer ruido alguno.
    De repente, Gavroche, empujando su carretón en el momento en que iba a desembocar en la calle
    Vieilles-Haudriettes, se encontró frente a frente con un uniforme, un chacó, un plumero y un fusil.
    Se detuvo.
    —¡Vaya! —dijo—. Es él. Buenos días, orden público.
    Los asombros de Gavroche eran muy breves, y se le pasaban en seguida.
    —¿Adónde vas, pícaro? —gritó el sargento.
    —Ciudadano —dijo Gavroche—. Aún no os he llamado burgués. ¿Por qué me insultáis?
    —¿Adonde vas, tunante?
    —Caballero, ayer tal vez erais un hombre de talento, pero habéis sido destituido esta mañana.
    —Te pregunto adonde vas, pillete.
    Gavroche respondió:
    —Habláis perfectamente. Nadie os daría la edad que tenéis. Deberíais vender vuestros cabellos a
    cien francos por pieza. Tendríais quinientos francos.
    —¿Adónde vas? ¿Adónde vas? ¿Adónde vas, bandido?
    Gavroche continuó:
    —¡Vaya unas palabras feas! La próxima vez que os den de mamar, deben limpiaros mejor la boca.
    El sargento caló la bayoneta.
    —Mi general —dijo Gavroche—, voy a buscar al médico para mi esposa, que está de parto.
    —¡A las armas! —exclamó el sargento.
    Salvarse valiéndose de lo que os ha perdido es la obra de los hombres fuertes; Gavroche midió la
    situación de una ojeada. Era el carretón lo que le había comprometido, y le tocaba al carretón protegerle.
    En el momento en que el sargento iba a caer sobre Gavroche, la carreta, convertida en proyectil y
    lanzada con fuerza, caía sobre él con furia, y el sargento, alcanzado en pleno vientre, caía boca arriba al
    arroyo, mientras que su fusil se disparaba al aire.
    Al grito del sargento, los hombres de la guardia habían salido atropelladamente; el disparo de fusil
    determinó una descarga general al azar, después de la cual cargaron los fusiles y empezaron de nuevo el
    fuego.
    Duró el tiriteo un buen cuarto de hora, y destrozó algunos cristales.
    Mientras tanto, Gavroche, que había retrocedido corriendo, se detuvo cinco o seis calles más allá, y
    se sentó sofocado en el bordillo de la esquina de Enfants-Rouges
    [477]
    .
    Allí aguzó el oído.
    Después de haber descansado algunos momentos, se volvió hacia el sitio donde se oía el fuego,
    levantó la mano izquierda a la altura de la nariz y la separó tres veces hacia delante, dándose con la mano
    derecha en la nuca; gesto soberano en el que los pilluelos parisienses han condensado la ironía francesa,
    y que es verdaderamente eficaz, porque ha durado medio siglo.
    Esta alegría quedó turbada por una reflexión amarga: «Sí —se dijo—, me muero de risa, reviento de
    placer, pero pierdo mi camino, y tengo ahora que dar un rodeo. ¡Con tal de que llegue a tiempo a la
    barricada!»
    Entonces prosiguió su carrera.
    Y mientras corría se dijo: «¡Ah! ¿Dónde estaba yo?»
    Y volvió a entonar su canción, pasando rápidamente por las calles, y estos versos se perdieron en las
    tinieblas:



    Pero como hay Bastillas
    y otros presidios,
    conviene ahora ocuparse
    de destruirlos.
    ¡Que viva el pueblo!
    Y húndase el viejo mundo
    ruinoso y feo.
    Carlos Diez se ha marchado,
    al ver la risa
    de este pueblo que, unánime,
    le dio la silba.
    Sirva de ejemplo,
    y hágase nuestro gusto
    cuando silbemos.



    La alarma del cuerpo de guardia no dejó de tener un resultado. La carreta fue conquistada, y el
    borracho hecho prisionero. La primera fue puesta en una leñera y el segundo fue más tarde juzgado por un
    consejo de guerra como cómplice. El ministerio público de entonces dio pruebas en esas circunstancias
    de su infatigable celo en la defensa de la sociedad.
    La aventura de Gavroche, que vive en la tradición del barrio del Temple, es uno de los recuerdos más
    terribles de los antiguos vecinos del Marais, y se titula en su memoria: «Ataque nocturno al cuerpo de
    guardia de la Imprenta Real».




    [FIN DE LA CUARTA PARTE]








    CONT
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]


    _________________



    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]


    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]
    Maria Lua
    Maria Lua
    Administrador-Moderador
    Administrador-Moderador


    Cantidad de envíos : 79737
    Fecha de inscripción : 12/04/2009
    Localización : Nova Friburgo / RJ / Brasil

    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 11 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Miér 25 Dic 2024, 09:33

    ***
    QUINTA PARTE



    JEAN VALJEAN



    LIBRO PRIMERO



    LA GUERRA DENTRO DE CUATRO PAREDES


    I



    LA CARIBDIS DEL BARRIO SAINT-ANTOINE Y LA ESCILA DEL BARRIO DEL
    TEMPLE



    Las dos barricadas más memorables que el observador de las enfermedades sociales pueda
    mencionar no pertenecen al período en el que transcurre la acción de este libro. Estas dos barricadas,
    símbolos ambas, bajo dos aspectos distintos, de una situación temible, surgieron cuando la fatal
    insurrección de junio de 1848, la guerra callejera más grande que haya visto la historia.
    Sucede a veces que, incluso contra los principios, incluso contra la libertad, la igualdad y la
    fraternidad, incluso contra el sufragio universal, incluso contra el gobierno de todos para todos, desde el
    fondo de su angustia, de su desaliento, de su miseria, de sus fiebres, de sus apuros, de sus miasmas, de su
    ignorancia, de sus tinieblas, la chusma, esa gran desesperada, protesta, y el populacho libra batalla contra
    el pueblo.
    Los indigentes atacan al derecho común; la oclocracia se amotina contra el demos.
    Son éstas jornadas lúgubres, pues hay siempre una cierta cantidad de derecho incluso en esta
    demencia, hay algo de suicidio en este duelo; y estas palabras que quieren ser injurias, indigentes,
    chusma, oclocracia, populacho, demuestran, ¡ay!, antes la culpa de los que reinan que la de los que
    sufren, antes la culpa de los privilegiados que la de los desheredados.
    En cuanto a nosotros, nunca pronunciamos estas palabras sin dolor y sin respeto, pues, cuando la
    filosofía sondea los hechos a los que corresponden, encuentra a menudo muchas grandezas al lado de las
    miserias. Atenas era una oclocracia, los indigentes han hecho Holanda, el populacho ha salvado a Roma
    más de una vez, y la chusma seguía a Jesucristo.
    No existe pensador que no haya contemplado algunas veces las magnificencias de abajo.
    Sin duda, san Jerónimo pensaba en esta chusma, en todas estas pobres gentes, en todos estos
    vagabundos, en todos estos miserables de donde salieron los apóstoles y los mártires, cuando pronunció
    esta misteriosa frase: «Fex urbis, lex orbis»
    [478]
    .
    La exasperación de esta multitud que sufre y que sangra, sus violencias contra los principios que son
    su vida, sus agresiones al derecho, son golpes de estado populares y deben ser reprimidos. El hombre
    probo se consagra a ello, y, por amor a esta multitud, la combate.
    Pero ¡cuán excusable le parece, a pesar de combatirla! ¡Cómo la venera aun oponiéndose a ella! Es
    éste uno de los raros momentos en que, obrando como debe obrarse, se siente algo que desconcierta, y
    que casi disuade de seguir adelante. Es preciso insistir; pero la conciencia satisfecha es triste, y el
    cumplimiento del deber se mezcla con la angustia del corazón.
    Lo que sucedió en junio de 1848 fue, apresurémonos a decirlo, un hecho aparte, y casi imposible de
    clasificar en la filosofía de la historia. Todas las palabras que acabamos de pronunciar deben dejarse de
    lado cuando se trata de este motín extraordinario, en el que la santa ansiedad del trabajo reclamó sus
    derechos. Fue preciso combatirlo, y era un deber, pues atacaba a la República, pero en el fondo ¿qué fue
    junio de 1848? Una rebelión del pueblo contra sí mismo.
    Mientras no se pierda de vista el asunto, no hay digresión; que nos sea permitido, pues, llevar un
    momento la atención del lector hacia las dos barricadas, únicas en su clase, de las que acabamos de
    hablar, y que caracterizan esta insurrección.
    Una cerraba la entrada del barrio Saint-Antoine; otra impedía acercarse al barrio del Temple; las
    personas ante cuyas casas surgieron, bajo un hermoso cielo azul de junio, aquellas dos terribles obras
    maestras de la guerra civil, no las olvidarán jamás.
    La barricada de Saint-Antoine era monstruosa. Tenía una altura de tres pisos y una anchura de
    setecientos pies. Cerraba de uno a otro ángulo la vasta embocadura del barrio, es decir, tres calles;
    acantilada, dentada, cortada en pedazos, con una inmensa grieta por almena, con sus puntales a guisa de
    baluartes, con sus salientes acá y allá, fuertemente apoyada en los dos grandes promontorios de casas,
    elevábase como un dique ciclópeo en el fondo de la terrible plaza que ha visto el 14 de julio. Diecinueve
    barricadas se sucedían en la profundidad de las calles, detrás de esta barricada madre. Con sólo verla,
    sentíase en el arrabal el inmenso sufrimiento agonizante de cuando ha llegado ese momento de apuro en
    que la desesperación quiere convertirse en catástrofe. ¿De qué estaba hecha aquella barricada? De los
    escombros de tres casas de seis pisos, demolidas expresamente, decían unos. Del prodigio de todas las
    cóleras, decían otros. Tenía el aspecto lamentable de todas las construcciones del odio: la ruina. Podía
    decirse: ¿quién ha construido eso? Y también podría decirse: ¿quién ha destruido eso? Era la
    improvisación de la efervescencia. «¡Aquí! ¡Esta puerta! ¡Esa reja! ¡Aquel alero! ¡Ese dintel! ¡Ese
    escalfador roto! ¡Aquella marmita cascada! ¡Dádnoslo todo! ¡Arrojadlo todo! ¡Echad a rodar, tirad,
    cavad, desmantelad, derribad, demoledlo todo!» Era la cooperación del empedrado, del ladrillo, de la
    barra de hierro, del trapo viejo, del piso hundido, de la silla desfondada, del troncho de col, del harapo,
    de la maldición. Era una mezcla de lo grande y lo pequeño. Era el abismo parodiado por el barullo. La
    masa junto al átomo; el lienzo de pared arrancado y la escudilla rota; la fraternidad amenazadora de
    todos los escombros; Sísifo había arrojado allí su peñasco y Job su cascajo. Era, en suma, terrible. Era la
    acrópolis de los descamisados.
    Carretas volcadas accidentaban el declive. Un inmenso carromato estaba allí, con los ejes hacia
    arriba, y parecía una cuchillada en aquel frontispicio tumultuoso. Un ómnibus, subido alegremente a
    fuerza de brazos a la cima de aquel hacinamiento de cosas, como si los arquitectos de tan horrible
    construcción hubiesen querido añadir la burla al espanto, ofrecía su lanza a no sabemos qué caballos del
    aire.
    Aquella masa gigantesca, aluvión del motín, parecía el Osa sobre Pelion de todas las revoluciones;
    93 sobre 89, el 9 Termidor, sobre el 10 de agosto; el 18 Brumario sobre el 21 de enero; Vendimiarlo
    sobre Pradial; 1848 sobre 1830. El sitio valía la pena, y semejante barricada era digna de aparecer en el
    punto mismo en donde había desaparecido la Bastilla. Si el océano construyese diques, serían así. La
    furia de la ola estaba impresa en aquel inmenso parapeto. Aquí la ola era la muchedumbre. Creíase ver el
    tumulto petrificado. Creíase oír zumbar, por encima de la barricada, como sobre una colmena, las
    enormes abejas tenebrosas del progreso violento. ¿Era aquello un conjunto de malezas? ¿Era una
    bacanal? ¿Era una fortaleza? El vértigo parecía haberla construido con sus alas. Notábase algo de cloaca
    en aquel reducto, y algo de olímpico en aquel desorden. Percibíanse, en una mezcolanza llena de
    desesperación, caballetes de tejados, pedazos de buhardillas con su papel pintado, vidrieras enteras
    esperando el cañón sobre los escombros, chimeneas, armarios, mesas, bancos, ¡desbarajuste horrible!;
    esas mil cosas que desecha hasta el mendigo, y que contienen al mismo tiempo el furor y la nada.
    Habríase dicho que era el harapo de un pueblo; harapo de madera, de hierro, de bronce, de piedra; y que
    el barrio Saint-Antoine lo había lanzado a su puerta de un colosal escobazo, haciendo de su miseria su
    barricada. Pedruscos parecidos a tajos, cadenas dislocadas, armazones de vigas en forma de horcas,
    ruedas horizontales saliendo de los escombros, amalgamaban al edificio de la anarquía la sombría figura
    de los antiguos suplicios sufridos por el pueblo.
    La barricada de Saint-Antoine echaba mano de todo; todo lo que la guerra civil puede arrojar a la
    sociedad, salía de ella. No era un combate, sino un paroxismo; las carabinas que defendían aquel reducto,
    entre las cuales había algunos trabucos, enviaban pedazos de loza, huesecillos, botones, hasta aldabillas
    de las mesillas de noche, proyectiles peligrosos a causa del cobre.
    La barricada estaba furiosa; atronaba los aires con un clamor indecible; en algunos momentos,
    provocando al ejército, se cubría de gente y tempestad, coronada por una baraúnda de flameantes
    cabezas; un hormiguero hervía dentro; tenía una cresta espinosa de fusiles, sables, palos, hachas, picas y
    bayonetas; una ancha bandera roja flameaba a impulsos del viento; se oían los gritos de mando, las
    canciones de ataque, el redoble de los tambores, sollozos de mujeres y el tenebroso estallido de risa de
    los mendigos. Era desmesurada y viva, y como del lomo de un animal eléctrico, salía de ella un
    chisporroteo de rayos. El espíritu de la revolución cubría con su nube aquella cima donde rugía la voz
    del pueblo, semejante a la de Dios; una majestad extraordinaria se desprendía de aquella titánica banasta
    de escombros. Era un montón de basuras y a la vez era el monte Sinaí
    Como hemos dicho antes, atacaba en nombre de la Revolución, ¿a qué?, a la Revolución. Aquella
    barricada, la casualidad, el desorden, el azoramiento, el error, lo desconocido, tenía frente a sí la
    Asamblea Constituyente, la soberanía del pueblo, el sufragio universal, la nación, la República; era la
    Carmagnole, desafiando a la Marsellesa.
    Desafío insensato, pero heroico, porque este antiguo arrabal es un héroe.
    El arrabal y su reducto se auxiliaban mutuamente. El reducto servía de respaldo al arrabal, y el
    arrabal de arrimo al reducto. La vasta barricada se extendía como un acantilado a donde iba a romperse
    la estrategia de los generales de África. Sus cavernas, sus excrecencias, sus verrugas, sus gibas,
    gesticulaban, digámoslo así, y se mofaban bajo el humo. La metralla se perdía en lo deforme; los obuses
    se sumergían y se engolfaban allí; las balas no hacían más que ensanchar los agujeros. ¿De qué servía
    disparar contra el caos? Y los regimientos, habituados a las más salvajes visiones de la guerra,
    contemplaban con ojos inquietos a aquella bestia feroz, jabalí por lo erizado y montaña por su
    enormidad.
    A un cuarto de legua de allí, en la esquina de la calle del Temple, que desemboca en el bulevar, cerca
    del Cháteau-de-Eau, si se sacaba atrevidamente la cabeza fuera de la punta formada por la delantera del
    almacén Dallemagne, se percibía a lo lejos, más allá del canal, en la calle que sube las rampas de
    Belleville, al fin de la calzada, una pared extraña que llegaba al segundo piso de las fachadas de las
    casas, especie de guión entre las casas de la izquierda y las casas de la derecha, como si la calle hubiese
    doblado su pared más alta para cerrarse bruscamente. Esta pared estaba construida de adoquines. Era
    recta, fría, perpendicular, nivelada con la escuadra, tirada a cordel. Faltábale sin duda el cimiento; pero
    como en ciertas paredes romanas, esto no perjudicaba su rígida arquitectura. Adivinábase la profundidad,
    viendo la elevación. La cornisa era matemáticamente paralela a la base. Distinguíase de trecho en trecho,
    sobre la parda superficie, troneras casi invisibles, que parecían hilos negros. Esas troneras estaban
    separadas unas de otras por intervalos iguales. La calle estaba desierta hasta donde alcanzaba la vista.
    Todas las ventanas y todas las puertas estaban cerradas. Al fondo se alzaba esta barrera, que
    transformaba la calle en callejón sin salida; pared inmóvil y tranquila; no se veía a nadie ni se oía nada;
    ni un grito ni un ruido ni un soplo. Un sepulcro.
    El resplandeciente sol de junio inundaba de luz aquel objeto terrible.
    Era la barricada del arrabal del Temple.
    Desde que llegaban a aquel sitio y lo veían; aun los más atrevidos, no podían por menos de ponerse
    pensativos ante aquella aparición misteriosa. Era una cosa bien proporcionada; las partes ajustaban y
    encajaban perfectamente; el todo era rectilíneo, simétrico y fúnebre, Había allí ciencia y tinieblas. Podía
    intuirse que el jefe de aquella barricada era un geómetra o un espectro. Mirábase aquello y se hablaba en
    voz baja.
    De vez en cuando, si algún soldado, oficial o representante del pueblo se aventuraba a atravesar la
    calzada solitaria, se oía un silbido agudo y débil, y el transeúnte caía herido o muerto; si escapaba, la
    bala penetraba en algún postigo cerrado, en el hueco entre dos piedras, o en el yeso de la pared. A veces
    era una bala de cañón. Pues los hombres de la barricada habían hecho con dos trozos de tubo de bronce
    de los de gas, tapados en un extremo con estopa y ceniza, pequeños cañones. No había gasto inútil de
    pólvora. Casi todos los disparos daban en el blanco. Había algunos cadáveres esparcidos aquí y allá, y
    charcos de sangre en el empedrado. Recuerdo una mariposa blanca que volaba de un lado a otro. El
    verano no abdica jamás.
    En las cercanías, las puertas cocheras estaban llenas de heridos.
    Sentíase que allí uno era blanco de algún fusil invisible, y se comprendía que la calle estaba, en toda
    su longitud, bajo la puntería de todas las bocas de fuego.
    Los soldados de la columna de ataque, amontonados detrás de la especie de lomo de asno que forma
    la entrada del arrabal del Temple, el puente cintrado del canal, observaban, graves y recogidos, aquel
    lúgubre reducto, aquel objeto inmóvil e impasible, de donde salía la muerte. Algunos se arrastraban boca
    abajo, hasta lo alto de la curva del puente, cuidando de que sus chacós no asomaran.
    El valiente coronel Monteynard admiraba aquella barricada con un estremecimiento. «¡Qué bien
    construida está! —decía a un representante—. No hay ni un solo adoquín que salga más que otro. Parece
    porcelana». En aquel momento, una bala le rompió la cruz que llevaba sobre el pecho, y cayó.
    «¡Cobardes! —se oía decir—. ¡Que se dejen ver!, ¡que los veamos!, ¡no se atreven!, ¡se ocultan!» La
    barricada del arrabal del Temple, defendida por ochenta hombres y atacada por diez mil, resistió durante
    tres días. Al cuarto se hizo como en Zaatcha y en Constantine
    [479]
    , se agujerearon las casas, se entró en
    ellas por los techos, y la barricada fue tomada. Ni uno de los ochenta cobardes pensó en huir; todos
    sucumbieron, excepto el jefe, Barthélemy, de quien hablaremos luego.
    La barricada de Saint-Antoine era el tumulto de las tempestades; la barricada del Temple era el
    silencio. Había entre estos dos reductos la diferencia entre lo formidable y lo siniestro. Uno parecía una
    garganta de fiera, el otro una máscara.
    Admitiendo que la gigantesca y tenebrosa insurrección de junio estuviera compuesta de una cólera y
    de un enigma, sentiríase en la primera barricada al dragón y en la segunda a la esfinge.
    Aquellas dos fortalezas habían sido construidas por dos hombres llamados Cournet y Barthélemy
    [480]
    .
    Cournet había construido la barricada de Saint-Antoine; Barthélemy la barricada del Temple. Cada una
    de ellas era la imagen de quien la había construido.
    Cournet era un hombre de elevada estatura; tenía los hombros anchos, la cara roja, el puño aplastante,
    el corazón atrevido, el alma leal, la mirada siniestra y terrible. Intrépido, enérgico, irascible,
    tempestuoso; el más cordial de los hombres, el más temible de los combatientes. La guerra, la lucha, la
    pelea, eran el aire que respiraba, y le ponían de buen humor. Había sido oficial de marina, y por sus
    gestos y su voz, se adivinaba que salía del océano y que venía de la tempestad; continuaba el huracán en
    la batalla. Sin tener en cuenta el genio, había en Cournet algo de Danton; así como, prescindiendo de la
    divinidad, había en Danton algo de Hércules.
    Barthélemy, delgado, de pobre apariencia, pálido, taciturno, era una especie de pilluelo trágico que,
    abofeteado por un sargento municipal, lo espió, le aguardó y le mató, y fue a presidio a los diecisiete
    años. Salió e hizo esta barricada.
    Más tarde, por una complicación fatal, en Londres, proscritos los dos, Barthélemy mató a Cournet.
    Fue un duelo fúnebre. Algún tiempo después, preso en el engranaje de una de esas misteriosas aventuras
    en las que la pasión se halla mezclada, catástrofes en las que la justicia francesa ve circunstancias
    atenuantes, y en las que la justicia inglesa no ve más que la muerte, Barthélemy fue ahorcado. La sombría
    construcción social está hecha de tal modo que, gracias a las privaciones materiales, gracias a la
    oscuridad moral, aquel desgraciado ser que contenía de seguro una inteligencia firme, quizá grande,
    empezó por el presidio en Francia y acabó por la horca en Inglaterra. Barthélemy, en las ocasiones
    solemnes, no enarbolaba más que una bandera, la bandera negra.









    CONT
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]


    _________________



    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]


    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]
    Maria Lua
    Maria Lua
    Administrador-Moderador
    Administrador-Moderador


    Cantidad de envíos : 79737
    Fecha de inscripción : 12/04/2009
    Localización : Nova Friburgo / RJ / Brasil

    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 11 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Miér 25 Dic 2024, 09:37

    ***

    II



    ¿QUÉ OTRA COSA PUEDE HACERSE EN EL ABISMO SINO HABLAR?



    Dieciséis años cuentan en la subterránea educación del motín, y junio de 1848 sabía más que junio de
    1832. La barricada de la calle Chanvrerie no era más que un esbozo, un embrión tan sólo, comparada con
    las dos barricadas colosales que acabamos de describir; pero para su época era algo formidable.
    Los insurrectos, bajo la inspección de Enjolras, pues Marius no veía ya nada, habían aprovechado la
    noche. La barricada había sido no sólo reparada, sino aumentada. Habían levantado dos pies más.
    Algunas barras de hierro plantadas entre los adoquines parecían lanzas en ristre. Toda suerte de
    escombros, traídos de todos lados, reforzaban el embrollo exterior. El reducto había sido hábilmente
    restaurado, por dentro como pared, y por fuera como maleza.
    Habían recompuesto la escalera de adoquines, que permitía subir a él como al muro de una ciudadela.
    Se había ordenado la planta baja de Corinto, la cocina convertida en hospital, se había terminado de
    curar a los heridos; se había recogido la pólvora esparcida por el suelo y en las mesas, fundido balas,
    fabricado cartuchos, aprontado hilas, distribuidas las armas caídas, limpiado el interior del reducto,
    quitado los escombros y llevado los cadáveres.
    Depositaron a los muertos en la calle Mondetour, de la que los insurrectos continuaban siendo los
    dueños. El empedrado quedó teñido de rojo durante mucho tiempo en aquel lugar. Entre los muertos había
    cuatro guardias nacionales de los suburbios, cuyos uniformes mandó recoger Enjolras.
    Enjolras había aconsejado dos horas de sueño, Un consejo de Enjolras era una consigna. No obstante,
    sólo se aprovecharon de él tres o cuatro. Feuilly empleó aquellas dos horas en grabar esta inscripción en
    la pared que daba frente a la taberna: ¡VIVAN LOS PUEBLOS! Estas tres palabras, escritas en la piedra con
    un clavo, se leían aún en aquella pared en 1848.
    Las tres mujeres se habían aprovechado de la noche para desaparecer definitivamente, y de este modo
    los insurrectos estaban más a sus anchas.
    Ellas se habían refugiado en una casa vecina.
    La mayor parte de los heridos podían y querían aún combatir. En la cocina, y sobre una litera formada
    por colchones y haces de paja, yacían cinco hombres gravemente heridos, entre ellos dos guardias
    municipales. Éstos fueron curados los primeros.
    En la sala no quedó nadie más que Mabeuf, bajo un paño negro, y Javert, atado al poste.
    —Ésta es la sala de los muertos —dijo Enjolras.
    En el interior de aquella sala, apenas iluminada por una vela, la mesa mortuoria se hallaba detrás del
    poste como una barra horizontal; Javert y Mabeuf, el uno en pie y el otro tendido, formaban una especie
    de cruz grande y algo vaga.
    De la lanza del ómnibus, aunque rota por los disparos de fusilería, se podía colgar aún una bandera.
    Enjolras, que tenía la cualidad, propia de un jefe, de ejecutar siempre lo que decía, ató a aquella asta
    la chaqueta agujereada y ensangrentada del viejo muerto.
    No era posible preparar comida alguna. No había pan ni carne. Los cincuenta hombres de la
    barricada, después de las dieciséis horas que llevaban allí, habían consumido las pocas provisiones de la
    taberna. En un instante dado, toda la barricada que resiste se convierte inevitablemente en la balsa de la
    Méduse. Fue preciso resignarse a tener hambre. Eran las primeras horas de aquella jornada espartana del
    6 de junio, en la que Jeanne
    [481]
    , en la barricada de Saint-Merry, rodeado de insurgentes que pedían pan,
    respondía a todos aquellos combatientes: «¿Para qué comer?, son las tres. A las cuatro habremos
    muerto».
    Como no podían comer, Enjolras prohibió beber. Prohibió el vino y racionó el aguardiente,
    En la bodega habían encontrado una quincena de botellas llenas, herméticamente cerradas. Enjolras y
    Combeferre las examinaron. Combeferre dijo mientras subían:
    —Son cosas viejas de Hucheloup, que empezó por ser droguero.
    —Esto tiene trazas de ser verdadero vino —observó Bossuet—. Es una suerte que Grantaire duerma,
    pues si estuviera en pie, tendríamos trabajo en salvar estas botellas.
    Enjolras, a pesar de las murmuraciones, puso su veto a las quince botellas, y con el fin de que nadie
    las tocara, y que se consideraran como sagradas, las hizo colocar debajo de la mesa donde yacía Mabeuf.
    Hacia las dos de la madrugada, se contaron los combatientes. Resultó que aún quedaban treinta y
    siete.
    El día empezaba a despuntar. Acababan de apagar la antorcha, que había sido colocada de nuevo en
    su alvéolo de adoquines. El interior de la barricada, esa especie de patio usurpado a la calle, estaba
    anegado de tinieblas, y parecía, a través del vago horror crepuscular, el puente de un buque abandonado.
    Los combatientes que iban y venían se movían en él como formas negras. Por encima de aquel terrible
    nido de sombra, los pisos de las casas mudas se esbozaban con sus pálidas chimeneas. El cielo tenía ese
    matiz indeciso entre el blanco y el azul. Los pájaros volaban, cantando alegremente. La casa alta que
    formaba el fondo de la barricada, vuelta hacia levante, tenía sobre su tejado un reflejo rosado. En el
    ventanillo del tercer piso, el viento de la mañana agitaba los cabellos grises en la cabeza del hombre
    muerto.
    —Me alegro de que hayan apagado la antorcha —decía Courfeyrac a Feuilly—. Esa antorcha
    doblada a impulsos del viento me molestaba. Parecía tener miedo. La luz de las antorchas se parece a la
    prudencia de los cobardes, ilumina mal porque tiembla.
    El alba despierta los ánimos como despierta a los pájaros; todos hablaban.
    Joly, viendo a un gato merodeando por el canalón de un tejado, prorrumpió en este arranque
    filosófico:
    —¿Qué es el gato? Es un correctivo. El buen Dios, al hacer al ratón, dijo: «Vaya, he hecho una
    estupidez». E hizo al gato. El gato es la errata del ratón. El ratón más el gato es la prueba revisada y
    corregida de la creación.
    Combeferre, rodeado de estudiantes y obreros, hablaba de los muertos, de Jean Prouvaire, de
    Bahorel, de Mabeuf, y también de Cabuc, y de la tristeza severa de Enjolras, y decía:
    —Harmodio y Aristogitón, Bruto, Quereas, Stephanus, Cromwell, Charlotte Corday, Sand, todos han
    tenido después de dar el golpe su momento de angustia. Nuestro corazón es tan propenso a estremecerse,
    y la vida humana es un misterio tal, que incluso en un asesinato cívico, incluso en un asesinato liberador,
    si lo hay, el remordimiento de haber herido a un hombre excede a la alegría de haber servido al género
    humano.
    Y un minuto después, como acontece de ordinario en las conversaciones, por una transición a que
    dieron pie los versos de Jean Prouvaire, Combeferre comparaba a los traductores de las Geórgicas, a
    Raux con Cournand, y a Cournand con Delille, indicando algunos pasajes traducidos por Malfilátre,
    particularmente los prodigios de la muerte de César; el nombre de César los condujo a hablar de Bruto,
    —César —dijo Combeferre— cayó justamente. Cicerón ha sido severo para con César, y tenía razón.
    Esta severidad no era diatriba. Cuando Zoilo insulta a Homero, cuando Mevio insulta a Virgilio, cuando
    Visé insulta a Moliere, cuando Pope insulta a Shakespeare, cuando Fréron insulta a Voltaire, se ejecuta
    una antigua ley de envidia y odio; los genios atraen la injuria, los grandes hombres son siempre más o
    menos zaheridos. Pero Zoilo y Cicerón son dos entidades distintas. Cicerón es un justiciero con el
    pensamiento, así como Bruto es un justiciero con la espada. En cuanto a mí, abomino de esta última
    justicia; pero la antigüedad la admitía. César, violador del Rubicón, confiriendo, como procedentes de sí
    mismo, las dignidades que procedían del pueblo, hacía, como dice Eutropio, cosas de rey, y casi de
    tirano, «regia ac paene tyrannica». Era un gran hombre; tanto peor, o tanto mejor; la lección es más
    elevada. Sus veintitrés heridas me conmueven menos que la saliva escupida a la frente de Jesucristo.
    César es apuñalado por los senadores; Cristo es abofeteado por los sirvientes. Donde mayor es el ultraje,
    se siente a Dios
    Bossuet, dominando a los que hablaban, desde lo alto de un montón de adoquines, exclamó, carabina
    en mano:
    —¡Oh, Cidateneo! ¡Oh, Mirrino! ¡Oh, Probalinto! ¡Oh, gracias de la Eantide! ¡Oh! ¿Quién hará que
    pronuncie los versos de Homero como un griego de Laurio o de Edapteon?





    III



    RECONOCIMIENTO Y OSCURECIMIENTO



    Enjolras había ido a hacer un reconocimiento. Había salido por la callejuela Mondetour,
    serpenteando a lo largo de las casas.
    Los insurgentes, digámoslo así, estaban llenos de esperanza. La manera como habían rechazado el
    ataque de la noche les hacía casi desdeñar de antemano el ataque del amanecer. Lo aguardaban y
    sonreían. Ya no dudaban ni del éxito ni de la causa. Por otra parte, iba a llegarles evidentemente un
    socorro, y contaban con él. Con esa facilidad de profecía triunfante, que es una de las fuerzas del francés
    en la lucha, dividían en tres fases seguras el día próximo a clarear: a las seis de la mañana, la unión de un
    regimiento, que estaba ganado; a mediodía, la insurrección de todo París; al ponerse el sol, la revolución.
    Oíase el toque de rebato de Saint-Merry, que no había cesado de sonar desde la víspera; prueba de
    que la otra barricada, la grande, la de Jeanne, seguía resistiendo.
    Todas estas esperanzas se comunicaban de uno a otro grupo en una especie de murmullo alegre y
    formidable, que se parecía ai zumbido belicoso de una colmena.
    Enjolras apareció de nuevo. Regresaba de su sombrío paseo de águila en la oscuridad exterior.
    Escuchó un instante la expresión de aquella alegría con los brazos cruzados, y una mano en la boca.
    Luego, fresco y sonrosado en medio de la blancura creciente de la mañana, dijo:
    —Todo el ejército de París está en armas. Un tercio de ese ejército pesa sobre la barricada que
    defendéis, además de la guardia nacional. He distinguido los chacos del quinto de línea, y las banderas
    de la sexta legión. Dentro de una hora seréis atacados. En cuanto al pueblo, ayer mostró cierta
    efervescencia, pero hoy no se mueve. No hay nada que esperar. Ni un arrabal, ni un regimiento. Estáis
    abandonados.
    Estas palabras cayeron sobre el zumbido de los grupos causando el mismo efecto que la primera gota
    de la tempestad cayendo sobre un enjambre. Todos quedaron mudos. Hubo un momento de inexplicable
    angustia, en el que se hubiera oído volar a la muerte.
    Este momento fue corto.
    Una voz, desde el fondo más oscuro de los grupos, gritó a Enjolras:
    —Sea. Levantemos la barricada hasta una altura de veinte pies, y quedémonos aquí. Ciudadanos,
    hagamos la protesta de los cadáveres, Demostremos que si el pueblo abandona a los republicanos los
    republicanos no abandonan al pueblo.
    Esta frase desprendía de la penosa nube de las ansiedades individuales el pensamiento de todos. Una
    aclamación entusiasta la acogió.
    Nunca se ha sabido el nombre del hombre que había hablado así; era alguien ignorado, un
    desconocido, un olvidado, un héroe del momento, ese gran anónimo que siempre está en las crisis
    humanas y en las génesis sociales que, en un momento dado, dice de un modo supremo la palabra
    decisiva, y que se desvanece en las tinieblas des pués de haber representado por un minuto, a la claridad
    de un relámpago, al pueblo y a Dios.
    Esta resolución inexorable era tan unánime entre los sublevados del 6 de junio de 1832 que, casi a la
    misma hora, en la barricada de Saint-Merry, los insurgentes lanzaban este grito conservado en la historia,
    y del cual hace mención el proceso:
    —¡Vengan o no a socorrernos, qué importa! ¡Muramos aquí, hasta el último!
    Como se ve, las dos barricadas, aunque materialmente aisladas, se comunicaban entre sí.






    IV




    CINCO MENOS, Y UNO MÁS




    Después de que el desconocido, que decretaba «la protesta de los cadáveres» hubo hablado y dado la
    fórmula del alma común, de todas las bocas salió un grito extrañamente satisfecho y terrible, fúnebre por
    el sentido y triunfal por el acento:
    —¡Viva la muerte! Quedémonos todos aquí.
    —¿Por qué todos? —preguntó Enjolras.
    —¡Todos! ¡Todos!
    Enjolras continuó:
    —La posición es buena, la barricada es excelente. Treinta hombres bastan. ¿Por qué sacrificar
    cuarenta?
    Todos replicaron:
    —Porque ninguno querrá marcharse.
    —Ciudadanos —exclamó Enjolras, y tenía en la voz una vibración casi irritada—, la República no es
    bastante rica en hombres para hacer gastos inútiles. La vanagloria es un despilfarro. Si para algunos el
    deber es marcharse, hay que cumplirlo como otro deber cualquiera.
    Enjolras, el hombre-principio, tenía sobre sus correligionarios esa especie de omnipotencia que se
    desprende de lo absoluto. No obstante, empezaron a oírse murmuraciones.
    Jefe hasta en la punta de los dedos, Enjolras, viendo que había quien murmuraba, insistió. Continuó
    con elevado tono:
    —Que los que teman no ser más qué treinta, lo digan.
    Las murmuraciones aumentaron.
    —Además —observó una voz en el grupo—, marcharse es fácil de decir. La barricada está cercada.
    —No por el lado de los mercados —dijo Enjolras—. La calle Mondetour está libre, y por la calle de
    Précheurs se puede llegar al mercado de los Innocents.
    —Y allí —añadió otra voz del grupo— no habrá medio de escapar. Se tropezará con alguna patrulla
    de tropa de línea o de la guardia. Verán pasar a un hombre con blusa y gorra. ¿De dónde vienes?
    ¿De la barricada, tal vez? Y examinando las manos, olerán la pólvora. Le fusilarán.
    Enjolras, sin responder, tocó el hombro de Combeferre, y los dos entraron en la sala.
    Salieron un momento después. Enjolras llevaba en sus brazos extendidos los cuatro uniformes que
    había hecho reservar. Combeferre le seguía llevando las correas y los chacos.
    —Con estos uniformes —dijo Enjolras— es fácil mezclarse en las filas y huir. Hay para cuatro
    personas.
    Y arrojó sobre el empedrado los cuatro uniformes.
    Nada se movió en aquel estoico auditorio.
    Combeferre tomó la palabra:
    —Entonces, es preciso tener un poco de piedad. ¿Sabéis de qué se trata aquí? Se trata de las mujeres.
    Veamos. ¿Hay esposas, sí o no? ¿Hay niños, sí o no? ¿Hay o no madres que mecen la cuna con sus pies y
    que tienen montones de pequeños a su alrededor? Aquel de entre vosotros que no haya visto nunca el seno
    materno, que levante la mano. ¡Ah! Vosotros queréis haceros matar; yo que así os hablo, también lo
    quiero, pero no quiero sentir los fantasmas de las esposas que se retuercen los brazos de desesperación.
    Morid, sea, pero no causéis la muerte. Suicidios como los que van a verificarse aquí son sublimes, pero
    el suicidio es estrecho, y no quiere extensión; y cuando se extiende a los parientes, el suicidio se llama
    asesinato. Pensad en las cabed-tas rubias, y pensad en los cabellos blancos. Escuchad. Enjolras acaba de
    decirme que ha visto, en la esquina de la calle Cygne, una ventana de un quinto piso alumbrada, y a través
    de los vidrios la vacilante sombra de una cabeza de anciana, que parecía haber pasado la noche
    esperando, Tal vez sea la madre de alguno de vosotros. Pues bien: ése que se marche; que se dé prisa
    para ir en busca de su madre, y le diga: «¡Madre, aquí estoy!» Y que vaya tranquilo, pues no dejaremos
    por esto de cumplir con nuestro deber. Cuando se sostiene a los parientes con el trabajo, no hay derecho a
    sacrificarse, porque equivale a desertar de la familia. ¡Y los que tienen hijas, y los que tienen hermanas!
    ¿Pensáis en esto? Os hacéis matar, está bien, pero ¿y mañana? Ahí quedan esas jóvenes que no tienen pan,
    y eso es terrible. El hombre mendiga, la mujer vende. ¡Ah! Esos seres encantadores, tan llenos de gracia
    y dulzura, que se adornan la cabeza con gorros de flores, que cantan, que llenan la casa de castidad, que
    son como un perfume vivo, que prueban la existencia de los ángeles en el cielo por la pureza de las
    vírgenes en la tierra, Jeanne, Lise, Mimi, esas adorables y honestas criaturas que son vuestra bendición y
    vuestro orgullo, ¡ah, Dios mío, van a tener hambre! ¿Qué queréis que os diga? ¡Hay un mercado de carne
    humana, y no es con vuestras manos de sombras, temblando a su alrededor, como les impediréis entrar en
    él! Pensad en la calle, pensad en el pavimento lleno de transeúntes, pensad en las tiendas ante las cuales
    las mujeres van y vienen deseotadas y sumidas en el fango. También esas mujeres han sido puras. Pensad
    en vuestras hermanas, los que las tenéis. La miseria, la prostitución, la policía, Saint-Lazare, allí caerán
    esas jóvenes delicadas, esas frágiles maravillas de pudor, de gentileza y de hermosura, más frescas que
    las lilas del mes de mayo. ¡Ah! ¡Os habéis hecho matar! ¡Ah! ¡Habéis desaparecido! Está bien; habéis
    querido sustraer el pueblo a la realeza, y dais vuestras hijas a la policía. Amigos, tened cuidado, tened
    compasión. Se piensa de ordinario tan poco en las infelices mujeres. Se les impide leer, se les impide
    pensar, se les impide ocuparse de la política; ¿no les impediréis que vayan esta noche a la morgue, a
    reconocer vuestros cadáveres? Veamos, es preciso que los que tengan familias sean buenos muchachos,
    nos den un apretón de manos y se marchen, dejándonos aquí con nuestra obra. Sé muy bien que es preciso
    valor para marcharse; es difícil, pero cuanto más difícil, más meritorio es. Se dice: tengo un fusil, estoy
    en la barricada y me quedo. Son cosas que se dicen pronto; pero amigos míos, hay un mañana, y este
    mañana no amanecerá para vosotros, y sí para vuestras familias. ¡Y cuántos sufrimientos! ¿Sabéis lo que
    es de un niño con mejillas de rosa que retoza y ríe, y exhala dulce frescor al besarle, en cuanto se le
    abandona? He visto uno que apenas levantaba del suelo. Su padre había muerto, y unas pobres gentes le
    habían recogido por caridad. Pero es el caso que no tenían pan para sí, y el niño estaba siempre con
    hambre. Era en invierno. No lloraba. Veíasele arrimarse a la estufa donde jamás había lumbre, y cuyo
    tubo, como sabéis, se pega con tierra amarilla. El niño arrancaba con sus deditos pedazos de aquella
    tierra y se los comía. Tenía la respiración ronca, la cara lívida, las piernas flojas, el vientre abultado. No
    decía nada. Le hablaban y no respondía. Ha muerto. Le llevaron a morir al hospicio Necker, donde le vi.
    Estaba en ese hospicio. Ahora, si hay padres entre vosotros, padres cuya felicidad consiste en ir a
    pasearse el domingo llevando en su gruesa y robusta mano la manita de su hijo, que cada uno de estos
    padres se imagine que ese niño es el suyo. Me parece aún verle, cuando estaba desnudo en la mesa de
    disección; sus costillas formaban salientes en su piel como las fosas bajo la hierba de un cementerio. Le
    encontraron una especie de fango en el estómago. Tenía ceniza en los dientes. ¡Vamos!, probemos a
    consultar nuestra conciencia y nuestro corazón. Las estadísticas demuestran que la mortalidad de los
    niños abandonados es del cincuenta y dos por ciento. Lo repito, se trata de las esposas, se trata de las
    madres, se trata de las jóvenes, se trata de los niños. ¿Se os habla acaso de vuestras personas? Harto se
    sabe lo que valéis; harto se sabe que sois todos muy valientes, ¡pardiez!, que os alegráis y envanecéis de
    dar la vida por la santa causa; que os sentís elegidos para morir útil y magníficamente, y que todos
    vosotros queréis participar del triunfo. Enhorabuena, pero no estáis solos en el mundo. Hay otros en
    quienes es preciso pensar. No debéis ser egoístas.









    CONT
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]


    _________________



    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]


    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]
    Maria Lua
    Maria Lua
    Administrador-Moderador
    Administrador-Moderador


    Cantidad de envíos : 79737
    Fecha de inscripción : 12/04/2009
    Localización : Nova Friburgo / RJ / Brasil

    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 11 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Miér 25 Dic 2024, 09:38

    ***
    Todos bajaron la cabeza con aire sombrío.
    ¡Extrañas contradicciones del corazón humano en los momentos más sublimes! Combeferre, que así
    hablaba, no era huérfano. Se acordaba de las madres de los demás, y olvidaba la suya. Iba a morir. Era
    «egoísta».
    Marius, en ayunas, enfebrecido, sucesivamente burlado en todas sus esperanzas, encallado en el
    dolor, más sombrío de los naufragios, saturado de emociones violentas, y sintiendo aproximarse el fin,
    estaba cada vez más sumido en ese visionario estupor que precede siempre a la hora fatal,
    voluntariamente aceptada.
    Un fisiólogo hubiera podido estudiar en él los síntomas crecientes de esa absorción febril conocida y
    clasificada por la ciencia, y que es al sufrimiento lo que la voluptuosidad es al placer. La desesperación
    también tiene su éxtasis. Marius estaba en ese estado de ánimo. Asistía a todo como si lo contemplase
    desde fuera; tal como hemos dicho, las cosas que sucedían ante él parecían lejanas; distinguía el
    conjunto, pero no veía los detalles. Veía a los que iban y venían como a través de un inmenso resplandor.
    Oía las voces como si saliesen del fondo de un abismo.
    Esto, sin embargo, le conmovió. Había en esta escena algo que penetró en él y le despertó. No tenía
    más que una idea: morir, y no quería distraerse; pero pensó, en su sonambulismo fúnebre, que por el mero
    hecho de perderse, no está vedado salvar a alguien.
    Alzó la voz:
    —Enjolras y Combeferre tienen razón —dijo—; nada de sacrificios inútiles. Opino como ellos, y hay
    que darse prisa. Combeferre os ha dicho las cosas decisivas. Los hay entre vosotros que tienen familias,
    madres, hermanas, esposas, hijos. Que salgan pues de las filas.
    Nadie se movió.
    —¡Los hombres casados y los que son el sostén de sus familias que salgan de las filas! —repitió
    Marius.
    Su autoridad era grande. Enjolras era el jefe de la barricada, pero Marius era su salvador.
    —¡Lo ordeno! —gritó Enjolras.
    —Os lo ruego —gritó Marius.
    Entonces, conmovidos por el discurso de Combeferre, por la orden de Enjolras, por la súplica de
    Marius, aquellos hombres heroicos empezaron a denunciarse unos a otros.
    —Es verdad —decía un joven a un hombre ya formado—. Tú eres padre de familia. Márchate.
    —A ti es a quien toca irse —respondía el hombre—, pues mantienes a tus dos hermanas.
    Y estalló una lucha inaudita, no queriendo ninguno dejarse poner a la puerta del sepulcro.
    —Apresurémonos —dijo Courfeyrac—, dentro de un cuarto de hora no habrá ya tiempo.
    —Ciudadanos —prosiguió Enjolras—, ésta es la República, y reina en ella el sufragio universal.
    Designad vosotros mismos a los que deben irse.
    Obedecieron. Al cabo de cinco minutos, cinco habían sido designados unánimemente, y salían de las
    filas.
    —¡Son cinco! —exclamó Marius.
    No había más que cuatro uniformes.
    —Pues bien —dijeron los cinco—, es preciso que se quede uno.
    Y empezó de nuevo el generoso certamen, buscando cada cual razones para no marcharse, y para
    convencer a los demás de que debían hacerlo:
    —Tú tienes una mujer que te quiere.
    —Tú tienes a tu anciana madre.
    —Tú no tienes ni padre ni madre, ¿qué va a ser de tus tres hermanitos?
    —Tú eres padre de cinco hijos.
    —Tú tienes derecho a vivir, pues sólo cuentas diecisiete años, y es demasiado pronto para morir.
    Estas grandes barricadas revolucionarias eran centros de heroísmo. Lo inverosímil parecía allí
    sencillo. Aquellos hombres no se sorprendían unos a otros.
    —Rápido —dijo Courfeyrac.
    Desde los grupos, gritaron a Marius:
    —Designad al que debe quedarse.
    —Sí —dijeron los cinco—, escoged. Os obedeceremos.
    Marius no se creía ya capaz de experimentar emoción alguna, y sin embargo, ante la idea de elegir a
    un hombre para la muerte, toda su sangre afluyó a su corazón. Hubiera palidecido si hubiera sido posible
    aún palidecer.
    Avanzó hacia los cinco que le sonreían, y cada uno de ellos, brillando en sus ojos esa llamarada que
    se ve en el fondo de la historia en las Termopilas, le gritaba:
    —¡Yo!, ¡yo!, ¡yo!
    Y Marius, aturdido, los contó; ¡seguían siendo cinco! Luego, miró los cuatro uniformes. En aquel
    instante cayó como desde el cielo un nuevo uniforme sobre los otros cuatro.
    El quinto hombre estaba salvado.
    Marius alzó los ojos y reconoció al señor Fauchelevent.
    Jean Valjean acababa de entrar en la barricada.
    Ya sea en virtud del aviso recibido, ya sea por instinto, o debido a la casualidad, llegaba por la
    callejuela Mondetour, y gracias a su uniforme de guardia nacional había pasado con facilidad.
    El centinela que los insurrectos apostaron en la calle de Mondetour no creyó necesario dar la señal
    de alarma, tratándose de un guardia nacional solo. Le había dejado internarse en la calle, diciéndose para
    sí: «Probablemente es un refuerzo, o tal vez un prisionero». El momento era demasiado peligroso para
    que el centinela pudiera distraerse de su deber y de su puesto de observación.
    Cuando Jean Valjean entró en el reducto, nadie le vio, porque todas las miradas estaban fijas en los
    cinco escogidos y en los cuatro uniformes. Jean Valjean lo había visto y oído todo, y silenciosamente se
    había despojado de su uniforme, y silenciosamente también lo había lanzado junto a los demás.
    La emoción fue indescriptible.
    —¿Quién es este hombre? —preguntó Bossuet.
    —Es un hombre que salva a los demás —respondió Combeferre.
    Marius añadió con voz grave:
    —Yo le conozco.
    Esa fianza bastaba a todos.
    Enjolras se volvió hacia Jean Valjean.
    —Ciudadano —dijo—, sed bienvenido. —Y añadió—: Sabréis que vamos a morir.
    Jean Valjean, sin responder, ayudó al insurgente que había salvado a vestirse el uniforme.






    V





    EL HORIZONTE QUE SE DESCUBRE DESDE LO ALTO DE LA BARRICADA




    La situación de todos en aquella hora fatal, y en aquel lugar inexorable, tenía como resultante y como
    vértice la melancolía suprema de Enjolras.
    Enjolras llevaba en sí la plenitud de la revolución; estaba no obstante incompleto, tanto como puede
    serlo el absoluto; tenía demasiado de Saint-Just y no lo suficiente de Anacharsis Clootz. Sin embargo, su
    espíritu, en la sociedad de los Amigos del A B C, había acabado por experimentar la influencia de las
    ideas de Combeferre; desde hacía algún tiempo, salía poco a poco de la forma estrecha del dogma, y se
    dejaba llevar por el empuje del progreso; había acabado por aceptar, como evolución definitiva y
    magnífica, la transformación de la gran república francesa en inmensa república humana. En cuanto a los
    medios inmediatos, dada una situación violenta, los quería violentos; en esto no variaba; y permanecía
    fiel a la escuela épica y formidable que se resume en estas palabras: Noventa y tres.
    Enjolras estaba de pie en la escalera de adoquines, con un codo apoyado sobre el cañón de su
    carabina. Meditaba, y de vez en cuando se estremecía, como si sintiese pasar un hálito misterioso. De sus
    pupilas, que reflejaban la mirada interior, salía una especie de fuego comprimido. De repente alzó la
    cabeza, sus cabellos rubios cayeron hacia atrás, como los del ángel sobre el carro sombrío hecho de
    estrellas, y semejantes a la melena de un león, erizada en forma de aureola resplandeciente. Enjolras
    habló así:
    —Ciudadanos, ¿os representáis el porvenir? Las calles de las ciudades inundadas de luz, ramas
    verdes en los umbrales, las naciones hermanas, los hombres justos, los ancianos bendiciendo a los niños,
    lo pasado amando a lo presente, los pensamientos en plena libertad, los creyentes en plena igualdad, por
    religión el cielo, Dios, sacerdote directo, la conciencia humana convertida en altar, extinguido el odio, la
    fraternidad del taller y de la escuela, por penalidad y por recompensa, la notoriedad, para todos trabajo,
    para todos derecho, y sobre todos la paz; no más sangre vertida, no más guerras, ¡las madres dichosas!
    Sojuzgar a la materia es el primer paso; realizar el ideal es el segundo. Reflexionad en lo que ha hecho ya
    el progreso. En otro tiempo las primeras razas humanas veían con terror pasar ante sus ojos la hidra que
    soplaba sobre las aguas, el dragón que vomitaba fuego, el grifo, monstruo del aire, que volaba con las
    alas de un águila y las garras de un tigre; espantosas fieras, colocadas por encima del hombre. Sin
    embargo, el hombre ha tendido sus redes, las redes sagradas de la inteligencia, y ha terminado por coger
    en ellas a los monstruos.
    «Hemos domado a la hidra, y le hemos dado el nombre de vapor; hemos domado al dragón, y le
    hemos dado el nombre de locomotora; estamos a punto de domar al grifo, pues ya ha caído en nuestras
    manos, y hemos cambiado su nombre por el de globo. El día en que esta obra de Prometeo concluya,
    unciendo al hombre definitivamente al carro de la triple Quimera antigua, la hidra, el dragón y el grifo,
    ese día será dueño del agua, del fuego y del aire, y vendrá a ser para el resto de la creación animada lo
    que los antiguos dioses eran en otro tiempo para él. Valor y adelante, ciudadanos. ¿Adonde vamos? A la
    ciencia convertida en Gobierno; a la fuerza de las cosas erigida en única fuerza pública; a la ley natural
    con su sanción y su penalidad en sí misma, promulgada por la evidencia, a una alborada de versos que
    corresponda al nacer del día. Varnos a la unión de los pueblos; varnos a la unidad del hombre. Basta de
    ficciones; basta de parásitos. Lo real gobernado por lo cierto, tal es el fin. La civilización celebrará sus
    audiencias en medio de Europa, y más tarde en el centro de los continentes, en un gran parlamento de
    inteligencia. Se ha visto ya algo semejante. Los anfictiones tenían dos juntas al año, una en Delfos, lugar
    de los dioses, la otra en las Termopilas, lugar de los héroes, Europa tendrá sus anfictiones; el globo
    tendrá sus anfictiones. Francia lleva este porvenir sublime dentro de sí, Es la gestación del siglo
    diecinueve. Lo que había esbozado Grecia es digno de ser acabado por Francia. Escúchame Feuilly,
    valiente obrero hombre del pueblo, hombres de los pueblos. Te venero. Sí, tú ves con claridad los
    tiempos futuros, si, tú tienes razón. No tenías ni padre ni madre, Feuilly; has adoptado por madre la
    humanidad, y por padre el derecho, Vas a morir aquí, es decir, vas a triunfar. Ciudadanos, suceda hoy lo
    que sea, venzamos o seamos vencidos, vamos a hacer una revolución. Así como los incendios iluminan
    toda la ciudad, las revoluciones iluminan todo el género humano. ¿Y qué revolución vamos a hacer?
    Acabo de decirlo, la revolución de la Verdad. Bajo el punto de vista político, no hay más que un solo
    principio: la soberanía del hombre sobre sí mismo. Esta soberanía del yo sobre el yo se llama Libertad,
    Allí donde dos o varias de estas soberanías se asocian empieza el Estado. Pero en esta asociación no hay
    ninguna abdicación. Cada soberanía concede una cierta cantidad de sí misma para formar el derecho
    común. Esta cantidad es la misma para todos. Esta identidad de concesión que cada uno hace a todos se
    llama Igualdad, El derecho común no es otra cosa que la protección de todos del derecho de cada uno.
    Esta protección se llama Fraternidad. El punto de intersección de todas estas soberanías que se agregan
    se llama Sociedad. Siendo esta intersección una unión, este punto es un nudo. De ahí que se llame vínculo
    social. Algunos dicen contrato social; lo que es lo mismo, por cuanto la palabra contrato se forma
    etimológicamente con la idea del vínculo. Entendámonos acerca de la igualdad; pues al paso que la
    libertad es la cima, la igualdad es la base. La igualdad, ciudadanos, no significa toda la civilización a
    nivel; una sociedad de matas grandes y de encinas pequeñas; un conjunto de envidiosos hostilizándose;
    es, civilmente, el camino abierto por igual a todas las aptitudes; políticamente, el mismo peso para todos
    los votos; religiosamente, el mismo derecho para todas las conciencias. La igualdad tiene un órgano, y
    este órgano es la instrucción gratuita y obligatoria. El derecho al alfabeto; por ahí se debe empezar. La
    escuela primaria impuesta a todos; la escuela secundaria ofrecida a todos; tal es la ley. De la escuela
    idéntica, sale la sociedad igual. ¡Sí! ¡Enseñanza! ¡Luz! ¡Luz! De la luz emana todo, y todo vuelve a ella.
    Ciudadanos, el siglo diecinueve es grande, pero el siglo veinte será feliz. Entonces no habrá nada que se
    parezca a la antigua historia; no habrá que temer, como hoy, una conquista, una invasión, una usurpación,
    una rivalidad de naciones a mano armada, una interrupción de civilización por un casamiento de reyes, un
    nacimiento en las tiranías hereditarias, un reparto de pueblos acordado en congresos, una desmembración
    por hundimiento de dinastía, un combate de dos religiones encontrándose frente a frente, como dos
    sombras sobre el puente del infinito; no habrá que temer al hambre, la explotación, la prostitución por
    miseria, la miseria por falta de trabajo, el cadalso, la cuchilla, las batallas, y todos esos latrocinios del
    azar en la selva de los acontecimientos. Casi pudiera decirse que no habrá ya acontecimientos. Reinará la
    dicha. El género humano cumplirá su ley, como el alma y el astro. El alma gravitará alrededor de la
    verdad, como el astro alrededor de la luz. Amigos, la hora en que nos encontramos, y en que os hablo, es
    una hora sombría; pero tales son las terribles condiciones para la compra del porvenir. Una revolución es
    un peaje. ¡Oh!, el género humano será libertado, sacado de su postración y consolado. Nosotros lo
    afirmamos desde esta barricada. ¿De dónde saldrá el grito de amor sino de lo alto del sacrificio? Oh,
    hermanos míos, éste es el lugar de unión de los que piensan y de los que sufren; esta barricada no está
    hecha ni de adoquines ni de vigas ni de hierro viejo; está hecha de dos montones, uno de ideas y otro de
    dolores. La miseria encuentra en ella al ideal. El día se abraza con la noche y le dice: “Voy a morir
    contigo, y tú vas a renacer conmigo”. Del estrecho abrazo de todas las aflicciones brota la fe. Los
    sufrimientos traen aquí su agonía, y las ideas su inmortalidad. Esta agonía y esta inmortalidad van a
    mezclarse y a componer nuestra muerte. Hermanos, el que muere aquí, muere en la irradiación del
    porvenir, y nosotros entramos en una tumba penetrada de aurora».
    Enjolras se interrumpió más que se calló; sus labios se movían silenciosamente como si continuara
    hablando consigo mismo, lo que hizo que sus compañeros, atentos, y como para tratar aún de oír, le
    miraran. No hubo aplausos; pero se habló en voz baja mucho tiempo.
    La palabra es soplo, y el estremecimiento de las inteligencias se parece al estremecimiento de las
    hojas
















    114

    CONT
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]


    _________________



    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]


    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]
    Maria Lua
    Maria Lua
    Administrador-Moderador
    Administrador-Moderador


    Cantidad de envíos : 79737
    Fecha de inscripción : 12/04/2009
    Localización : Nova Friburgo / RJ / Brasil

    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 11 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Jue 26 Dic 2024, 09:48

    ***

    VI




    MARIUS ESQUIVO, Y JAVERT LACÓNICO




    Digamos lo que pasaba en el pensamiento de Marius.
    Recuérdese el estado de su alma. Como acabamos de decir, para él todo estaba reducido a visiones.
    Su apreciación estaba turbada. Marius, insistamos en ello, estaba bajo la sombra de las grandes alas
    tenebrosas abiertas sobre los agonizantes. Sentía que había penetrado en la tumba, y le parecía que se
    hallaba ya al otro lado de la pared, y no veía los rostros de los vivos sino con los ojos de un muerto.
    ¿Cómo estaba allí el señor Fauchelevent? ¿Por qué? ¿Qué iba a hacer en la barricada? Marius no
    trató de hacerse estas preguntas. Además, siendo propio de nuestra desesperación extenderse a cuanto
    nos rodea, hallaba lógico que todos fuesen a morir a aquel sitio.
    No obstante, pensó en Cosette con una indecible angustia.
    Por lo demás, el señor Fauchelevent no le habló, no le miró, ni siquiera pareció haberle oído cuando
    Marius alzó la voz para decir: «Le conozco».
    En cuanto a Marius, la actitud del señor Fauchelevent le aliviaba, y si pudiéramos emplear una
    palabra tal, para estas impresiones, diríamos que le agradaba. Habíase sentido siempre incapaz de dirigir
    la palabra a aquel hombre enigmático que era a la vez equívoco e imponente. Además, hacía ya mucho
    tiempo que no le había visto, lo que, debido a la naturaleza tímida y reservada de Marius, aumentaba aún
    más su retraimiento.
    Los cinco hombres designados salieron de la barricada por la callejuela Mondetour, perfectamente
    disfrazados de guardias nacionales, Uno de ellos se marchó llorando. .Antes de partir, abrazaron a los
    que se quedaban.
    Cuando los cinco hombres devueltos a la vida hubieron partido, Enjolras pensó en el condenado a
    muerte. Entró en la sala baja. Javert, atado al poste, meditaba
    —¿Quieres algo? —le preguntó Enjolras.
    Javert respondió:
    —¿Cuándo me mataréis?
    —Espera. Necesitamos todos los cartuchos.
    —Entonces dadme de beber —dijo Javert.
    Enjolras le presentó él mismo un vaso de agua, y como Javert estaba atado, le ayudó a beber.
    —¿Queréis algo más?
    —Estoy mal en este poste —respondió Javert—. ¡Habéis tenido alma para dejarme pasar aquí la
    noche! Atadme como os plazca pero podríais tenderme sobre una mesa, como al otro,
    Y con un movimiento de cabeza designaba al cadáver del señor Mabeuf.
    Se recordará que en el fondo de la sala había una mesa grande donde se habían fundido las balas y
    hecho cartuchos. Empleada toda la pólvora y hechos todos los cartuchos, aquella mesa estaba libre.
    Por orden de Enjolras, cuatro insurgentes desataron a Javert del poste. Mientras lo hacían, un quinto,
    mantenía una bayoneta apoyada sobre su pecho. Le dejaron las manos atadas detrás de la espalda, le
    pusieron en los pies una cuerda delgada pero fuerte, que le permitía hacer pasos de quince pulgadas,
    como se hace con los que van a subir al cadalso, y le hicieron andar hasta la mesa del fondo de la sala,
    donde le tendieron, estrechamente atado por la mitad del cuerpo.
    Para mayor seguridad, por medio de una cuerda fijada al cuello, se añadió al sistema de ligaduras que
    le ponía en la imposibilidad de evadirse esa especie de lazo llamado en las cárceles «gamarra», que
    parte de la nuca, se bifurca sobre el estómago y llega a las manos después de haber pasado por entre las
    piernas.
    Mientras amarraban a Javert, un hombre, en el umbral de la puerta, le contemplaba con una atención
    singular. La sombra de aquel hombre hizo volver la cabeza a Javert. Alzó la mirada y reconoció a Jean
    Valjean. Sin estremecerse siquiera, bajó los párpados con altivez y se limitó a decir:
    —Es natural.







    VII



    LA SITUACIÓN SE AGRAVA



    El día adelantaba rápidamente. Pero no se abría ni una ventana, ni una puerta se entreabría; era la
    aurora, no el despertar. El extremo de la calle Chanvrerie opuesto a la barricada había sido evacuado por
    las tropas, como hemos dicho; parecía libre, y se abría a los transeúntes con una tranquilidad siniestra. La
    calle Saint-Denis estaba muda, como la avenida de las Esfinges en Tebas. No había ni un ser viviente en
    las encrucijadas, iluminadas por un reflejo de sol. Nada es tan lúgubre como esta claridad de las calles
    desiertas.
    Aunque no se divisaba a nadie, en cambio se oía. A una cierta distancia, observábase un movimiento
    misterioso. Era evidente que el instante crítico se aproximaba. Como la víspera por la noche, los
    centinelas se replegaron; pero esta vez todos.
    La barricada estaba más fuerte que en el primer ataque. Desde la partida de los cinco, la habían
    levantado más aún.
    Por aviso del centinela que había observado la zona de los mercados, Enjolras, temeroso de ser
    sorprendido por detrás, tomó una grave resolución. Hizo levantar una barricada en la pequeña bocacalle
    de Mondetour, que había permanecido libre hasta entonces. Para esto fue preciso desempedrar un trecho
    más de calle. De este modo, la barricada, tapiada en tres calles, Chanvrerie por delante, Cygne y PetiteTruanderie por la izquierda y Mondetour a la derecha, era casi inexpugnable, aunque en verdad constituía
    una fatal encerrona. Tenía tres frentes, pero no tenía salida.
    —Fortaleza, pero ratonera —dijo Courfeyrac riendo.
    Enjolras hizo amontonar cerca de la puerta de la taberna una treintena de adoquines, «arrancados de
    más», decía Bossuet.
    El silencio era ahora tan profundo del lado de donde debía llegar el ataque que Enjolras hizo que
    cada cual ocupase de nuevo su puesto de colmbate.
    Distribuyóse a todos una ración de aguardiente.
    Nada hay más curioso que una barricada que se prepara para un asalto. Cada uno escoge su lugar
    como en un espectáculo. Se recuesta, apoya los codos, y hasta algunos forman asientos con los adoquines.
    Si la esquina de una pared molesta, todos se alejan de ella, si sobresale un ángulo protector, a él se
    acogen. Los zurdos hacen buen servicio, pues ocupan los sitios que molestan a los demás. Muchos se
    disponen a combatir sentados, queriendo estar cómodos para matar y morir.
    En la funesta guerra de junio de 1848, un insurgente que tenía una puntería terrible, y que hacía fuego
    desde una azotea, había dispuesto que le llevasen un sillón Voltaire; le mató un casco de metralla.
    En cuanto el jefe ordena aprestarse al combate, todos los movimientos desordenados cesan. No más
    empellones, no más corrillos, no más apartes; todo lo que bulle en los ánimos converge y se cambia en
    ansiedad, esperando la embestida. Antes del peligro, una barricada es el caos, en el peligro es la
    disciplina. Del peligro nace el orden.
    Desde el momento en que Enjolras tomó su carabina de dos cañones y se colocó en una especie de
    almena que se había reservado, todos callaron. Oyóse un ruido de golpes secos resonar confusamente en
    toda la extensión de la barricada. Era que se montaban los fusiles.
    Por lo demás, reinaba allí más grandeza de ánimo y más confianza que nunca; el exceso de sacrificio
    fortalece; ya no tenían esperanza, pero les quedaba la desesperación. La desesperación es el arma que a
    veces da la victoria; Virgilio lo ha dicho. Los recursos supremos emanan de las resoluciones extremas.
    Embarcarse en la muerte suele ser a veces el medio de evitar el naufragio, y la tapa del ataúd se
    convierte en este caso en tabla de salvación.
    Como la víspera por la noche, la atención de todos se dirigía, y casi pudiera decirse que se apoyaba,
    en la extremidad de la calle, ahora iluminada y visible.
    La espera no fue larga. El movimiento empezó a oírse distintamente por el lado de Saint-Leu, aunque
    no se parecía al del primer ataque. Un crujido de cadenas, el inquietante rumor de una masa, la
    trepidación del bronce al saltar sobre el empedrado y una especie de ruido solemne, anunciaron que se
    aproximaba algún siniestro armazón de hierro. Hubo un estremecimiento en las entrañas de aquellas
    calles apacibles, abiertas y construidas para la fecunda circulación de los intereses y de las ideas, y que
    no están hechas para que rueden por ellas con monstruoso estrépito las ruedas de la guerra.
    La fijeza de la mirada de todos los combatientes en el extremo de la calle se hizo feroz.
    Apareció una pieza de artillería.
    Los artilleros empujaban la pieza, colocada ya sobre las muñoneras y sin el tren delantero; dos de
    ellos sostenían el afuste, otros seguían con el arcón. Veíase humear la mecha encendida.
    —¡Fuego! —gritó Enjolras.
    Toda la barricada hizo fuego, y la detonación fue terrible; una avalancha de humo cubrió y oscureció
    la pieza de artillería y los hombres; después de algunos segundos la nube se disipó y el cañón y los
    hombres reaparecieron; los artilleros acababan de colocarlo enfrente de la barricada, lentamente,
    correctamente, sin apresurarse. Ni uno había sido alcanzado. Luego, el jefe, apoyándose en la culata para
    elevar el tiro, se puso a apuntar el cañón con la gravedad de un astrónomo que apunta el anteojo.
    —¡Bravo por los artilleros! —exclamó Bossuet.
    Y toda la barricada aplaudió.
    Un momento más tarde, la pieza, perfectamente situada en medio de la calle, como si dijéramos a
    caballo sobre el arroyo, estaba ya en batería. Abríase ante la barricada una formidable boca.
    —¡Bien! ¡Bien! —dijo Courfeyrac—. Aquí viene lo gordo. Después del papirotazo, la puñada. El
    ejército extiende su garra hacia nosotros. La barricada va a ser sacudida seriamente. Los fusiles no hacen
    más que tantear, el cañón coge,
    —Es una pieza de ocho, del modelo nuevo, de bronce —añadió Combeferre—. Este tipo de piezas,
    por poco que se exceda de la proporción de diez partes de estaño en ciento de cobre, están expuestas a
    reventar. El exceso de estaño las ablanda demasiado. Entonces se forman cavidades en el alma del cañón.
    Para evitar esto, y poder forzar la carga, tal vez convendría volver al procedimiento del siglo XIV, y
    circuir exteriormente la pieza con un sistema de anillos de acero sin soldadura, desde la culata hasta los
    muñones. Entretanto, se remedia este defecto de la mejor forma posible. Para saber dónde están los
    agujeros en el alma de un cañón, se hace uso de la sonda. Pero hay un medio mejor, es la estrella móvil
    de Gribeauval.
    —En el siglo XVI —observó Bossuet—, se rayaban los cañones
    —Sí —respondió Combeferre—, eso aumenta la potencia balística, pero disminuye la precisión del
    tiro. Además, en el tiro a cierta distancia, la trayectoria no tiene la tensión debida, y exagerándose la
    parábola, el camino del proyectil no es lo bastante rectilíneo para poder herir los objetos intermedios, a
    pesar de ser una necesidad de combate, cuya importancia crece con la cercanía del enemigo y la
    precipitación de los disparos. Esta falta de tensión de la curva del proyectil en los cañones rayados del
    siglo XVI se debía a lo escaso de la carga; las cargas pequeñas, en las máquinas de que hablamos, son una
    exigencia de las necesidades balísticas, tales, por ejemplo, como la conservación de los afustes. En
    suma, el cañón, ese déspota, no puede todo lo que quiere; la fuerza es una gran debilidad. Una bala de
    cañón no hace más que seiscientas leguas por hora; la luz, recorre setenta mil en un segundo. Tal es la
    superioridad de Jesucristo sobre Napoleón.
    —Volved a cargar —dijo Enjolras.
    ¿Cómo iba a recibir el armazón de la barricada el embate de la artillería? ¿Abrirían brecha las balas?
    Ésta era la cuestión.
    Mientras los insurgentes volvían a cargar los fusiles, los artilleros cargaban el cañón.
    La ansiedad era profunda en el reducto.
    Salió el disparo, y sonó la detonación.
    —¡Presente! —exclamó una voz alegre.
    Y al mismo tiempo que la bala dio contra la barricada, vióse a Gavroche lanzarse dentro.
    Llegaba del lado de la calle Cygne, y había saltado la barricada accesoria, que hacía frente al dédalo
    de la Petite-Truanderie.
    Gavroche hizo más efecto en el interior de la barricada que la propia bala.
    La bala se había perdido en los montones de escombros, logrando a lo sumo romper una rueda del
    ómnibus y acabar con la vieja carreta Anceau. Los de la barricada, al ver esto, se echaron a reír.
    —¡Continuad! —gritó Bossuet a los artilleros.










    1020
    CONT
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]


    _________________



    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]


    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]
    Maria Lua
    Maria Lua
    Administrador-Moderador
    Administrador-Moderador


    Cantidad de envíos : 79737
    Fecha de inscripción : 12/04/2009
    Localización : Nova Friburgo / RJ / Brasil

    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 11 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Jue 26 Dic 2024, 14:51

    ***

    VIII




    LOS ARTILLEROS CONSIGUEN QUE SE LOS TOME EN SERIO




    Rodearon a Gavroche.
    Pero no hubo tiempo para contar nada. Marius, estremeciéndose, le llevó aparte.
    —¿Qué vienes a hacer aquí?
    —¡Toma! —exclamó el pilluelo—. ¿Y vos?
    Y miró fijamente a Marius con su épico descaro. Sus ojos se agrandaban por efecto de su brillo
    arrogante.
    Marius continuó, en tono severo:
    —¿Quién te ha dicho que volvieras? ¿Has entregado al menos la carta a su dirección?
    Gavroche tenía algunos remordimientos por aquella carta. En su apresuramiento por volver a la
    barricada, se había deshecho de ella, más bien que entregarla. Se veía forzado a confesarse que había
    confiado con cierta ligereza en aquel desconocido, cuyo rostro no pudo siquiera distinguir. Es cierto que
    aquel hombre llevaba la cabeza descubierta, pero aquello no bastaba En suma, se reprendía interiormente
    por aquel motivo, y temía los reproches de Marius. Para salir del apuro, eligió el medio más sencillo:
    mintió abominablemente,
    —Ciudadano, entregué la carta al portero. La dama dormía. Tendrá la carta al despertarse,
    Marius, al enviar aquella carta, tenía dos propósitos, decir adiós a Cosette y salvar a Gavroche.
    Debió contentarse con la mitad de lo que había pretendido.
    El envío de la carta y la presencia del señor Fauchelevent en la barricada ofrecían cierta relación,
    que se presentó a su espíritu, y dijo a Gavroche, señalando a Fauchelevent:
    —¿Conoces a ese hombre?
    —No —dijo Gavroche.
    Gavroche, en efecto, tal como acabamos de decir, no había visto a Jean Valjean sino de noche.
    Las confusas y débiles conjeturas que se habían esbozado en el pensamiento de Marius se disiparon.
    ¿Acaso conocía él las opiniones del señor Fauchelevent? Tal vez era republicano. De ahí su presencia en
    el lugar del combate.
    Entretanto, Gavroche había ido al otro lado de la barricada, gritando:
    —¡Mi fusil!
    Gpurfeyrac ordenó que se lo entregaran,
    Gavroche dijo a «les camaradas» —como los llamaba— que la barricada estaba bloqueada, Le había
    costado mucho llegar hasta allí. Un batallón de línea, cuyos pabellones estaban en la Petite-Truanderie,
    observaba el lado de la calle Cygne. Por el lado opuesto, la guardia municipal ocupaba la calle
    Précheurs. Enfrente, tenían el grueso del ejército.
    Cuando hubo dado este informe, Gavroche añadió:
    —Os autorizo a que los zurréis de lo lindo.
    Entretanto, Enjolras, desde su almena, con el oído atento, espiaba.
    Los asaltantes, poco contentos sin duda del disparo de su cañón, no lo habían repetido.
    Una compañía de infantería de línea había ido a ocupar el extremo de la calle, detrás de la pieza de
    artillería. Los soldados desempedraban la calzada y construían con los adoquines una pequeña pared
    baja, especie de parapeto, de apenas dieciocho pulgadas de altura, enfrentando la barricada. A la
    izquierda se veía la cabeza de un batallón formando columna cerrada, en la calle de Saint-Denis.
    Enjolras, desde su atalaya, creyó percibir el ruido particular que se produce cuando se sacan del
    arcón las cajas de metralla, y vio al jefe de la pieza cambiar de puntería e inclinar ligeramente la boca
    del cañón a la izquierda. Luego, los artilleros se pusieron a cargar la pieza. El jefe cogió él mismo el
    botafuego y lo acercó a la boca del cañón.
    —¡Bajad la cabeza! —gritó Enjolras—. ¡Todos de rodillas en la barricada!
    Los insurgentes, esparcidos delante de la taberna, y que habían dejado su puesto de combate a la
    llegada de Gavroche, corrieron en pelotón a la barricada; pero aún no se había ejecutado la orden de
    Enjolras cuando se oyó el tiro, con ese ronquido terrible de las cargas de metralla.
    La carga había sido dirigida sobre la hendidura del reducto y había rebotado contra la pared; de este
    espantoso rebote resultaron dos muertos y tres heridos. .
    Si aquello continuaba, la barricada sería pronto destruida. La metralla se abría camino.
    Hubo un murmullo de consternación.
    —Impidamos al menos el segundo disparo —dijo Enjolras.
    Y bajando su carabina, apuntó al jefe, que en aquel momento se inclinaba sobre la culata del cañón,
    rectificaba y fijaba definitivamente la puntería.
    El jefe de la pieza era un guapo sargento de artillería, joven rubio de rostro dulce y aspecto
    inteligente, propio del arma predestinada y tremenda, que a fuerza de perfeccionarse en el horror, debe
    concluir por matar la guerra.
    Combeferre, de pie detrás de Enjolras, contemplaba a aquel joven.
    —¡Qué pena! —dijo—. ¡Qué horrible cosa son estas carnicerías! Por fin, cuando no haya ya reyes, no
    habrá guerras. Enjolras, tú apuntas a ese sargento, pero no le miras. Es un hermoso joven, e intrépido, no
    cabe duda; se ve que piensa. Son muy instruidos estos artilleros. Tendrá padre, madre, familia; amará,
    probablemente. Tiene a lo sumo veinticinco años, podría ser tu hermano.
    —Lo es —dijo Enjolras.
    —Sí —prosiguió Combeferre—, y el mío también. No le matemos, pues.
    —Déjame. Lo que es preciso, es preciso.
    Y una lágrima rodó lentamente sobre la mejilla de mármol de Enjolras.
    Al mismo tiempo oprimió el gatillo de su carabina. Brotó un relámpago. El artillero giró dos veces
    sobre sí mismo, con los brazos tendidos delante de él y la cabeza levantada como para aspirar el aire;
    luego cayó de costado, y quedó inmóvil. Salía de la espalda una oleada de sangre. La bala le había
    atravesado de parte a parte. Estaba muerto.
    Fue preciso llevárselo y poner a otro en su lugar. En efecto, se ganaban algunos minutos







    IX




    EMPLEO DEL TALENTO DE CAZADOR FURTIVO, Y DEL DISPARO INFALIBLE
    QUE INFLUYÓ EN LA CONDENA DE 1796




    Cruzábanse los avisos en la barricada. La pieza de artillería iba a disparar de nuevo. Con aquella
    metralla, todo habría concluido en un cuarto de hora. Era absolutamente necesario amortiguar los tiros.
    Enjolras lanzó esta orden:
    —Es preciso poner ahí un colchón.
    —No hay ninguno —respondió Combeferre—, los ocupan los heridos.
    Jean Valjean, sentado aparte sobre un guardacantón, en la esquina de la taberna, con el fusil entre las
    piernas, no había tomado parte hasta entonces en nada de lo que sucedía. Parecía no oír a los
    combatientes que decían, aludiendo a él: «Un fusil inútil».
    A la orden dada por Enjolras, se levantó.
    Recordaremos que a la llegada del tropel a la calle Chanvrerie, una vieja, por miedo a las balas,
    había colgado un colchón de su ventana. Esta ventana, ventana de buhardilla, estaba en el tejado de una
    casa de seis pisos situada un poco fuera de la barricada. El colchón, puesto al través, y apoyado por
    debajo en dos varas de tender, estaba sostenido por arriba por dos cuerdas que, desde lejos, parecían dos
    hilos y atadas a unos clavos fijados en el dintel de la buhardilla. Se veían claramente contra el cielo
    aquellas dos cuerdas, como si fueran dos cabellos,
    —¿Hay quien me preste una carabina de dos cañones? —inquirió Jean Valjean.
    Enjolras, que acababa de cargar de nuevo la suya, se la entregó.
    Jean Valjean apuntó a la buhardilla y disparó.
    Una de las dos cuerdas del colchón estaba rota.
    El colchón no pendía ya más que de un hilo.
    Jean Valjean disparó el segundo tiro. La segunda cuerda golpeó los vidrios de la buhardilla. El
    colchón resbaló por entre las dos varas y cayó a la calle.
    La barricada aplaudió.
    Todas las voces exclamaron:
    —¡Un colchón!
    —Sí —dijo Combeferre—, pero ¿quién irá a buscarlo?
    El colchón, en efecto, había caído fuera de la barricada, entre los asaltados y los asaltantes. La
    muerte del sargento de artillería había exasperado a la tropa, y los soldados, desde hacía algunos
    instantes, se habían tendido boca abajo detrás de la línea de adoquines que habían levantado, y para
    suplir el forzoso silencio de la pieza, que callaba esperando que su servicio se reorganizara, habían
    abierto fuego contra la barricada.
    Los insurgentes no respondían a aquella descarga de fusiles, para ahorrar municiones. La descarga se
    estrellaba en la barricada; pero llenaba de balas la calle, que tenía un aspecto terrible.
    Jean Valjean salió por la hendidura, entró en la calle, atravesó aquel huracán de balas, se dirigió al
    colchón, lo recogió, lo cargó sobre sus espaldas y regresó a la barricada.
    Él mismo metió el colchón en la hendidura, fijándolo contra la pared, de modo que no lo viesen los
    artilleros.
    Ejecutado esto, aguardó la descarga de metralla.
    No se hizo esperar.
    El cañón vomitó con un rugido su carga. Pero no hubo rebote.
    La metralla abortó en el colchón. El efecto previsto había sido logrado. La barricada se había
    salvado.
    —Ciudadano —dijo Enjolras a Jean Valjean—, la República os da las gracias.
    Bossuet admiraba y reía. Exclamó:
    —¡Es inmoral que un colchón posea tanto poder! Es el triunfo de la debilidad sobre la fuerza. Pero de
    todos modos, ¡gloria al colchón que anula al cañón




    X




    AURORA



    En aquel momento, Cosette se despertaba.
    Su habitación era estrecha, limpia, discreta, con una gran ventana orientada hacia levante, que daba al
    patio interior de la casa.
    Cosette no sabía nada de lo qué sucedía en París. No estaba allí la víspera, y ya se había retirado a su
    habitación cuando Toussaint dijo: «Parece que hay alboroto».
    Cosette había dormido pocas horas, pero bien. Había tenido dulces sueños, a los que tal vez
    contribuyó la blancura de su cama. Alguien que era Marius se le había aparecido inundado de luz. Se
    despertó con el sol en los ojos, lo que le hizo pensar que seguía soñando.
    Su primera sensación cuando salió de aquel sueño, fue de alegría. Cosette se sintió tranquila.
    Experimentaba, como Jean Valjean algunas horas antes, esa reacción del alma que no quiere bajo
    concepto alguno la desgracia. Se puso a esperar con todas sus fuerzas, sin saber por qué. Luego le asaltó
    una angustia indecible. Hacía ya tres días que no veía a Marius. Pero se dijo que habría recibido ya su
    carta, que sabía dónde estaba ella, y que tenía tanto ingenio que encontraría el modo de llegar hasta ella.
    Y tal vez ese mismo día, esa misma mañana. Era ya día claro, pero como el rayo de luz era horizontal,
    pensó que era muy temprano; no obstante, era preciso levantarse para recibir a Marius.
    Sentía que no podía vivir sin Marius, y que, por consiguiente, esto bastaba, y que Marius vendría. No
    había nada que objetar. Todo esto era cierto. Era ya bastante monstruoso haber sufrido durante tres días.
    ¡Tres días sin ver a Marius era horrible! Ahora esta cruel burla de lo alto era una prueba ya atravesada.
    Marius iba a llegar, y traería una buena noticia. Así es la juventud; se seca rápidamente las lágrimas;
    encuentra inútil el dolor, y no lo acepta. La juventud es la sonrisa del porvenir delante de un desconocido
    que es él mismo. Le resulta natural ser feliz. Parece que su respiración esté hecha de esperanza.
    Por lo demás, Cosette no podía recordar lo que Marius le había dicho a propósito de aquella
    ausencia, que sólo debía durar un día, ni cómo se la había explicado. Todos habrán advertido la
    habilidad de una moneda que cae al suelo para ocultarse y atormentar al que la busca. Hay pensamientos
    que se divierten de igual modo a nuestra costa, escondiéndose en una celdilla del cerebro. En vano
    corremos tras él; la memoria no consigue apoderarse del fugitivo.
    Cosette no dejaba de sentir cierto despecho, al notar que el recuerdo le era rebelde. Se decía que era
    culpa de ella haber olvidado las palabras pronunciadas por Marius.
    Salió del lecho, e hizo las dos abluciones del alma y del cuerpo, su oración y el tocador.
    Se puede, en rigor, introducir al lector en una alcoba nupcial, pero no en una alcoba virginal. Apenas
    lo osaría el verso. La prosa no debe intentarlo siquiera.
    Es el interior de una flor aún cerrada, es una blancura en la sombra, es la célula íntima de un lirio
    cerrado, que no debe mirar el hombre mientras no lo haya mirado el sol. La mujer, en capullo, es sagrada.
    Este lecho inocente que se descubre, la adorable semidesnudez que tiene miedo de sí misma, el blanco
    pie que se refugia en una chinela, la garganta que se vela delante de un espejo, como si ese espejo fuera
    una pupila, la camisa que se apresura a subir y ocultar los hombros al menor ruido de un mueble que
    cruje, o de un carruaje que pasa, las cintas atadas, los corchetes abrochados, los cordones atados, el
    estremecimiento del frío y del pudor, la especie de susto que denotan todos los movimientos, la inquietud
    casi alada donde nada hay que temer, las fases sucesivas del vestido tan bellas como las nubes de la
    aurora; todas estas cosas no conviene describirlas, y ya es demasiado indicarlas.
    La mirada del hombre debe mostrarse aún más religiosa ante una joven que sale del lecho que ante
    una estrella que aparece en el horizonte. La posibilidad de alcanzar debe convertirse en aumento de
    respeto. La pelusa del melocotón, el polvillo de la ciruela, el cristal radiante de la nieve, el ala de la
    mariposa empolvada de plumas, son objetos groseros si se comparan con esta castidad que ni siquiera
    sabe que es casta. La joven no es más que un resplandor de sueño, y no es aún una estatua. Su alcoba está
    oculta en la parte sombría del ideal El indiscreto tacto de la mirada materializa esta vaga penumbra.
    Contemplar, en este caso, es profanar.
    No mostremos, pues, ninguno de estos suaves cuidados femeninos del despertar de Cosette.
    Un cuento oriental dice que Dios había hecho la rosa blanca, pero que habiéndola mirado Adán en el
    momento de entreabrirse, sintió vergüenza, y se volvió rosa. Somos de los que se sienten sobrecogidos
    delante de las jóvenes y de las flores, por juzgarlas dignas de veneración.
    Cosette se vistió rápidamente, se peinó, lo cual era muy sencillo en aquel tiempo, pues entonces las
    mujeres no se ahuecaban el pelo con almohadillas, ni se ponían crinolinas en sus cabellos. Después abrió
    la ventana y paseó los ojos a su alrededor, esperando descubrir algún trozo de calle, una esquina de casa
    o de empedrado, y divisar a Marius. Pero no se veía nada del exterior. El patio interior se hallaba
    rodeado de paredes bastante altas, y no tenía más salida que unos jardines. Cosette consideró que
    aquellos jardines eran horrorosos, por primera vez en su vida encontró flores feas. Le hubiera gustado
    mucho más ver el menor pedazo de arroyo. Tomó el partido de mirar al cielo, como si pensara que
    Marius podía venir también de allí.
    Súbitamente, estalló en sollozos. No era efecto de la movilidad de su alma, sino consecuencia de las
    esperanzas agotadas, resultado de su situación, Sentía confusamente un no sé qué de horrible. Se dijo que
    no estaba segura de nada, que perderse de vista era perderse de cualquier modo; y la idea de que Marius
    podía venir hacia ella del cielo se le presentó, no ya con colores agradables, sino lúgubres.
    Luego, tales son estas nubecillas pasajeras, recobró la calma y la esperanza, y apareció en su rostro
    una especie de sonrisa inconsciente, pero que confiaba en Dios.
    Todos dormían aún en la casa. Reinaba un silencio de provincia. No se había abierto ningún postigo.
    La portería estaba cerrada. Toussaint no se había levantado, y Cosette pensó, naturalmente, que su padre
    dormía. Preciso era todo lo que había padecido, y lo que entonces padecía, para calificar en su interior a
    éste de malo, por haberla llevado allí; pero contaba con Marius, pues el eclipse de esa luz era imposible
    de todo punto. Percibía de vez en cuando, a cierta distancia, como sacudidas sordas, y se decía: «Es raro
    que abran y cierren las puertas tan temprano».
    Eran los disparos del cañón contra la barricada.
    Unos pocos pies más abajo de la ventana de Cosette, en la antigua cornisa negra de la pared, había un
    nido de golondrinas; este nido formaba un saliente en la cornisa, de modo que desde lo alto se podía ver
    el interior de aquel pequeño paraíso. La madre estaba allí, cubriendo con sus alas en forma de abanico a
    sus hijuelos; el padre revoloteaba, iba y venía, trayendo en el pico comida y besos. El naciente día
    doraba aquel dichoso nido; la gran ley «multiplicaos» se manifestaba allí sonriente y augusta, bañando la
    gloria de la mañana el dulce misterio. Cosette, con los cabellos al sol y el alma en las quimeras,
    iluminada interiormente por el amor y exteriormente por la aurora, se inclinó maquinalmente, y sin
    atreverse casi a confesar que pensaba al mismo tiempo en Marius, se puso a contemplar aquellos pájaros,
    aquella familia, el macho y la hembra, la madre y los pequeñuelos, con la profunda turbación que un nido
    causa en una virgen.





    CONT
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]


    _________________



    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]


    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]
    Maria Lua
    Maria Lua
    Administrador-Moderador
    Administrador-Moderador


    Cantidad de envíos : 79737
    Fecha de inscripción : 12/04/2009
    Localización : Nova Friburgo / RJ / Brasil

    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 11 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Jue 26 Dic 2024, 14:53

    ***

    XI



    EL DISPARO QUE NO FALLA Y QUE NO MATA A NADIE




    El fuego de los asaltantes continuaba. Los disparos de los fusiles y del cañón se alternaban, pero sin
    causar estragos. Sólo la parte superior de la fachada de Corinto sufría. La ventana del primer piso y las
    bohardillas iban perdiendo su forma poco a poco, acribilladas de cascos de metralla y de balas. Los
    combatientes allí apostados tuvieron que marcharse.
    Por lo demás, ésta es la táctica que se observa en el ataque a las barricadas, disparar durante mucho
    tiempo, con el fin de agotar las municiones de los insurgentes, si cometen el error de contestar. Cuando se
    sabe, por la disminución de estos disparos, que no tienen ya balas ni pólvora, se inicia el asalto. Enjolras
    no había caído en el lazo; la barricada no contestaba.
    A cada descarga, Gavroche se ahuecaba el carrillo con la lengua, señal de gran desdén.
    —Bueno —decía—, rasgad el lienzo, pues necesitamos hilas.
    Courfeyrac interpelaba a la metralla por el poco efecto que producía, y decía al cañón:
    —Te vuelves difuso, pobre hombre.
    En la batalla hay misterios, como en un baile de máscaras. Es probable que el silencio del reducto
    empezara a inquietar a los asaltantes, y a hacerles temer algún incidente inesperado, y sintieron la
    necesidad de ver claro a través de aquel montón de adoquines, y de saber lo que sucedía detrás de
    aquella muralla impasible, que recibía los disparos sin responder. Los insurgentes descubrieron
    súbitamente un casco que brillaba al sol en un tejado vecino. Era un bombero apoyado en una chimenea,
    que parecía estar allí de centinela, dominando con su vista toda la barricada.
    —Es un testigo incómodo —dijo Enjolras.
    Jean Valjean había devuelto la carabina a Enjolras, pero tenía su fusil.
    Sin decir una palabra, apuntó al bombero, y un segundo más tarde, el casco, alcanzado por la bala,
    caía estrepitosamente en la calle. El bombero, asustado, se apresuró a desaparecer.
    Le sucedió un segundo observador. Este era un oficial. Jean Valjean, que había cargado de nuevo su
    fusil, apuntó al recién llegado y envió el casco del oficial a reunirse con el casco del soldado. El oficial
    no insistió, y se retiró rápidamente.
    Esta vez se comprendió la advertencia, y nadie reapareció en el tejado. Se había renunciado a espiar
    la barricada.
    —¿Por qué no habéis matado a esos hombres? —preguntó Bossuet a Jean Valjean,
    Jean Valjean no respondió.





    XII




    EL DESORDEN PARTIDARIO DEL ORDEN




    Bossuet murmuró al oído de Combeferre:
    —No ha contestado a mi pregunta.
    —Es un hombre que hace el bien a tiros —observó Combeferre.
    Los que conservan algún recuerdo de esta época ya lejana saben que la guardia nacional de los
    suburbios combatió con valor contra las insurrecciones. Fue particularmente encarnizada e intrépida en
    las jornadas de junio de 1832. Cualquier buen tabernero de Pantin, de Vertus o de la Cunette, cuyos
    establecimientos dejaba el motín sin parroquia, se ponían furiosos ante el espectáculo de su sala de baile
    desierta, y se hacían matar para salvar el orden representado por el figón. En aquel tiempo, a la vez
    burgués y heroico, en presencia de las ideas que tenían sus caballeros, los intereses tenían sus paladines.
    El prosaísmo del móvil no quitaba nada a la bravura del movimiento. La disminución de una pila de
    escudos hacía cantar La marsellesa a los banqueros. Se vertía líricamente la sangre en favor del
    mostrador, y se defendía con entusiasmo lacedemónico la tienda, ese inmenso diminutivo de patria.
    En el fondo, justo es decirlo, todo era grave allí. Los elementos sociales entraban en la lucha mientras
    esperaban el día de entrar en equilibrio.
    Otra señal de aquel tiempo era la anarquía mezclada con el gubernamentalismo (nombre bárbaro del
    partido correcto). Defendíase el orden con la disciplina. El tambor llamaba inopinadamente, por antojo
    de tal o cual coronel de la guardia nacional; el capitán Fulano marchaba al combate por inspiración; el
    guardia nacional Mengano salía al campo en favor de su idea, y peleaba por su cuenta. En los momentos
    de crisis, en las «jornadas», se seguía menos el consejo de los jefes que el de los instintos. Había en el
    ejército del orden verdaderos guerrilleros; los unos de espada, como Fannicot; los otros de pluma, como
    Henri Fonfréde
    [482]
    .
    La civilización, desgraciadamente representada en esta época más bien por un conglomerado de
    intereses que por un grupo de principios, estaba, o se creía, en peligro, y lanzaba el grito de alarma.
    Todos, constituyéndose en centro, la defendían, le prestaban auxilio y protección, y el primero que
    llegaba se imponía la obligación de salvar la sociedad.
    A veces, el celo iba hasta el exterminio. Un piquete de la guárdia; nacional se constituía en autoridad
    privada, en consejo de guerra, y juzgaba y ejecutaba en cinco minutos a los insurrectos que caían
    prisioneros. Un tribunal improvisado de esta clase juzgó y condenó a Jean Prouvaire. Feroz ley de Lynch,
    que ningún partido tiene derecho a echar en cara a los demás, pues tanto se aplica por la república en
    América como por la monarquía en Europa. Esta ley de Lynch se complicaba con equivocaciones.
    Cierto día de motín, un joven poeta, llamado Paul-Aimé Garnier, fue perseguido en la plaza Royal
    por un soldado con bayoneta calada, y no pudo evitar la muerte sino refugiándose en la puerta cochera
    del número 6. Oíase gritar: «¡A éste, que es sansimoniano!», y querían matarle.
    Ahora bien: la causa de todo aquello era que llevaba bajo el brazo un tomo de las memorias del
    duque de Saint-Simon; un guardia nacional había leído «Saint-Simon» en el dorso de aquel libro y había
    gritado: «¡A muerte!»
    El 6 de junio de 1832, una compañía de guardias nacionales de los suburbios mandada por el capitán
    Fannicot, mencionado más arriba, se hizo diezmar por puro capricho y placer en la calle Chanvrerie. El
    hecho, aunque raro, consta en la instrucción judicial realizada a consecuencia de la insurrección de 1832.
    El capitán Fannicot, ciudadano impaciente y atrevido, especie de condotiero del orden, de esos que
    acabamos de caracterizar, fanático e indómito partidario del Gobierno, no pudo resistir al gusto de hacer
    fuego antes de la hora fijada y a la ambición de tomar la barricada él solo, esto es, con su compañía.
    Exasperado por la aparición sucesiva de la bandera roja y de la levita del anciano, que tomó por la
    bandera negra, criticó en voz alta a los jefes de los cuerpos, quienes, reunidos en consejo, no creían aún
    llegado el momento del asalto decisivo, y dejaban, según la célebre frase de uno de ellos, «guisarse la
    insurrección con su propia salsa».
    En cuanto a él, parecíale la barricada ya en sazón, y como lo que está maduro debe caer, quiso
    probar
    Mandaba a sus hombres, tan resueltos como él, con el grito de «¡A los rabiosos!», según un testigo. Su
    compañía, la misma que había fusilado al poeta Jean Prouvaire, era la primera del batallón situado en la
    esquina de la calle. En el momento en que menos lo esperaban, el capitán lanzó a su gente contra la
    barricada. Este movimiento, ejecutado con mejor deseo que estrategia, costó caro a la compañía de
    Fannicot. Antes de que llegase a los dos tercios de la calle, una descarga general de la barricada le
    recibió, y cuatro de los hombres más audaces, que iban a la cabeza, cayeron muertos al pie mismo del
    reducto. Entonces, aquel pelotón de guardias nacionales valientes, pero sin tenacidad militar, tuvo que
    replegarse, después de alguna vacilación, dejando tras de sí quince cadáveres.
    Aquel instante de vacilación dio a los insurrectos tiempo para volver a cargar las armas, y otra
    descarga, muy mortífera, alcanzó a la compañía antes de que pudiera doblar la esquina, que era su abrigo.
    Y en ese momento se vio entre dos fuegos, al recibir también la metralla del cañón, que no teniendo
    orden en contrario, seguía con sus disparos.
    El intrépido e imprudente Fannicot fue una de las víctimas de esta metralla. Matóle el cañón, esto es,
    el orden.
    Aquel ataque, más furioso que formal, irritó a Enjolras.
    —¡Imbéciles! —dijo—. Envían a su gente a morir y nos hacen gastar las municiones para nada.
    Enjolras hablaba como un verdadero general de motín. La insurrección y la represión no luchan con
    armas iguales. La insurrección, que se agota pronto, no tiene sino un número limitado de tiros y de
    combatientes. Imposible es reemplazar una cartuchera que se vacía o un hombre que sucumbe. La
    represión, como cuenta con el ejército, no se preocupa por los hombres, y como tiene el parque de
    Vincennes, poco le importa desperdiciar balas. La represión dispone de tantos regimientos como
    defensores hay en la barricada, y de tantos arsenales como cartuchos tiene la barricada. Así la lucha es
    de uno contra cien. Y acaba siempre con la destrucción de la barricada; a menos que la revolución,
    surgiendo bruscamente, no venga a arrojar en la balanza su flamígera espada de arcángel. Esto, a veces,
    sucede; y entonces el levantamiento es general, los empedrados entran en efervescencia, pululan los
    reductos populares, París se estremece soberanamente, interviene el quid divinum, hay en el aire un 10
    de agosto, un 29 de julio, aparece una prodigiosa luz, la boca abierta de la fuerza retrocede, y el ejército,
    ese león, ve delante de sí, de pie y tranquilo, a ese profeta: Francia.





    XIII




    RESPLANDORES PASAJEROS



    En el caos de sentimientos y de pasiones que defienden una barricada hay de todo: bravura, juventud,
    pundonor, entusiasmo, ideales, convicción, encarnizamiento de jugador y, sobre todo, intermitencias de
    esperanza.
    Una de estas intermitencias, uno de estos vagos estremecimientos de esperanza atravesó súbitamente,
    en el momento más inesperado, la barricada de la Chanvrerie.
    —Escuchad —exclamó bruscamente Enjolras, siempre en su atalaya—, me parece que París se
    despierta.
    Es sabido que en la mañana del 6 de junio, la insurrección tuvo durante una o dos horas cierto
    recrudecimiento. La obstinación del toque de rebato de Saint-Merry reanimó algunas ilusiones. En las
    calles Poirier
    [483]
    , y Gravilliers se empezaron a levantar barricadas. Delante de la puerta Saint-Martin,
    un joven, armado con una carabina, atacó solo a un escuadrón de caballería. A descubierto, en pleno
    bulevar, hincó la rodilla en tierra, apuntó, disparó y mató al jefe del escuadrón, y se volvió diciendo:
    —Otro más que no nos hará ya daño.
    Fue acuchillado.
    En la calle Saint-Denis, una mujer, situada detrás de una celosía corrida, hacía fuego contra la
    guardia municipal; a cada tiro, se veían temblar las hojas de la celosía. Un niño de catorce años fue
    detenido en la calle Cossonnerie con los bolsillos llenos de cartuchos. Varios cuerpos de guardia fueron
    atacados. A la entrada de la calle Bertin-Poirée, una descarga de fusilería muy viva e inesperada acogió
    a un regimiento de coraceros, a la cabeza del cual marchaba el general Cavaignac de Baragne. En la calle
    Planche-Mibray, lanzaron desde los tejados sobre la tropa, viejos tiestos de loza y utensilios de cocina;
    mala señal; tanto que cuando dieron cuenta de este hecho al mariscal Soult, el viejo lugarteniente de
    Napoleón se quedó pensativo, recordando la frase de Suchet, en Zaragoza: «Estamos perdidos cuando las
    viejas nos vierten sus vasos de noche sobre la cabeza.»
    Estos síntomas generales que se manifestaban en el momento en que se creía localizado el motín, esta
    fiebre de cólera que volvía a tomar fuerza, estas chispas que volaban acá y allá, por encima de las masas
    profundas de combustible que son los arrabales de París, todo este conjunto alarmó a los jefes militares,
    quienes se dieron prisa por apagar aquellos principios de incendio. Aplazóse para después de que estas
    chispas se hubieran extinguido el ataque a las barricadas de Maubuée, Chanvrerie y Saint-Merry, con el
    fin de tener que habérselas con ellas solas, y de concluir de una vez con todo. Lanzáronse columnas a las
    calles donde había fermentación, barriendo las grandes, registrando las pequeñas, a derecha e izquierda,
    ya con precaución y lentitud, ya a paso de carga.
    La tropa hundía las puertas de las casas desde donde se había hecho fuego, y al mismo tiempo las
    maniobras de la caballería dispersaban a los grupos de los bulevares. No se verificó esta represión sin
    ruido, y sin ese estrépito propio de los choques del ejército con el pueblo. Esto era lo que percibía
    Enjolras, en los intervalos de la fusilería y la metralla. Había visto, además, pasar por la esquina de la
    calle heridos en parihuelas, y decía a Courfeyrac:
    —Esos heridos no son de aquí.
    La esperanza duró poco; el resplandor se eclipsó de prisa. En menos de media hora, lo que había en
    el aire se desvaneció, y fue como un rayo sin trueno, y los insurrectos sintieron volver a caer sobre ellos
    esa especie de chapa de plomo que la indiferencia del pueblo arroja sobre los que se obstinan en resistir,
    ya abandonados.
    El movimiento general que parecía haberse dibujado vagamente había abortado; y la atención del
    ministro de la Guerra y la estrategia de los generales podía concentrarse ahora sobre las tres o cuatro
    barricadas que habían quedado en pie.
    El sol se alzaba en el horizonte.
    Un insurrecto llamó a Enjolras:
    —Tenemos hambre. ¿Es que de verdad vamos a morir sin comer?
    Enjolras, que seguía apoyado en su almena, sin apartar los ojos del extremo de la calle, hizo un signo
    de cabeza afirmativo









    CONT
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]


    _________________



    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]


    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]
    Maria Lua
    Maria Lua
    Administrador-Moderador
    Administrador-Moderador


    Cantidad de envíos : 79737
    Fecha de inscripción : 12/04/2009
    Localización : Nova Friburgo / RJ / Brasil

    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 11 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Jue 26 Dic 2024, 14:57

    ***

    XIV



    DONDE SE LEERÁ EL NOMBRE DE LA QUERIDA DE ENJOLRAS




    Courfeyrac, sentado en un adoquín, al lado de Enjolras, continuaba insultando al cañón, y cada vez
    que pasaba, con su ruido monstruoso, esa sombría nube de proyectiles que se llama metralla, la acogía
    con sarcasmos.
    —Echas los bofes, infeliz animal; me das lástima; te desgañitas en vano. Esto no es trueno, sino tos.
    Y todos a su alrededor reían.
    Courfeyrac y Bossuet, cuyo buen humor aumentaba con el peligro, reemplazaban, como la señora
    Scarron, el alimento por la broma, y puesto que faltaba el vino escanciaban a todos alegría.
    —Admiro a Enjolras —decía Bossuet—. Su temeridad impasible me maravilla. Vive solo, lo que
    quizá le hace ser algo triste; Enjolras se queja de su grandeza, que le obliga a permanecer viudo.
    Nosotros, al menos, tenemos más o menos queridas, que nos vuelven locos, esto es, valientes. Cuando se
    está enamorado como un tigre, no es extraño que se pelee como un león. Es un modo de vengarnos de las
    malas pasadas que nos juegan las señoras grisetas. Roland se hizo matar para dar un disgusto a
    Angélique. Todos nuestros heroísmos vienen de nuestras mujeres. Un hombre sin mujer es una pistola sin
    piedra; la mujer es la que hace disparar al hombre. Pues bien, Enjol-ras no tiene mujer; no está
    enamorado, y sin embargo, encuentra el medio de ser intrépido. Es una cosa inaudita, poder ser frío como
    la nieve y atrevido como el fuego.
    Enjolrás parecía no escuchar, pero alguien que hubiera estado a su lado, le habría oído murmurar:
    «Patria.»
    Bossuet reía aún cuando Courfeyrac exclamó:
    —¡Novedad! —Y con la voz de un ujier en el acto de anunciar, añadió—: Me llamo Moneda de
    Ocho.
    En efecto, un nuevo personaje acababa en entrar en escena.
    Era una segunda boca de fuego.
    Los artilleros hicieron rápidamente la maniobra y pusieron esta segunda pieza en batería al lado de la
    primera.
    Con esto empezaba ya a bosquejarse el desenlace.
    Algunos instantes más tarde, las dos piezas, perfectamente servidas, disparaban de frente contra el
    reducto; el fuego de los pelotones sostenía a la artillería.
    Se oían también cañonazos a alguna distancia. Al mismo tiempo que las dos piezas se encarnizaban
    con el reducto de la calle Chanvrerie, otras dos bocas de fuego, una en la calle Saint-Denis y otra en la
    calle Aubry-le-Boucher, acribillaban la barricada de Saint-Merry. Los cuatro cañones se hacían eco
    lúgubremente.
    Los ladridos de los sombríos perros de la guerra se respondían.
    De las dos piezas que batían ahora la barricada de la calle de la Chanvrerie una tiraba con metralla y
    la otra con balas.
    La pieza que disparaba con balas estaba apuntada un poco más alta y el tiro estaba calculado de
    manera que la bala diera en el borde extremo de la arista superior de la barricada, la derribase y arrojase
    pedazos de adoquines sobre los insurrectos, como si fuesen cascos de metralla.
    Esta dirección del tiro tenía por objeto alejar a los combatientes de la cima del reducto y obligarlos a
    agruparse en el interior; es decir, anunciaba el asalto.
    Una vez que los combatientes hubieran sido ahuyentados de lo alto de la barricada por las balas y de
    las ventanas de la taberna por la metralla, las columnas de ataque podrían aventurarse en la calle sin ser
    divisadas, tal vez incluso sin ser descubiertas, escalar bruscamente el reducto, como la víspera por la
    noche, y tal vez tomarla por sorpresa.
    —Es preciso disminuir la incomodidad de esas piezas —dijo Enjolras, y gritó—: ¡Fuego sobre los
    artilleros!
    Todos estaban preparados. La barricada, que por tanto tiempo se había mantenido silenciosa, hizo
    fuego desesperadamente, sucediéndose siete u ocho descargas, con una especie de rabia y alegría; la
    calle se llenó de humo cegador, y al cabo de algunos minutos, a través de aquella bruma rayada de
    llamaradas, pudieron distinguirse confusamente los dos tercios de los artilleros tendidos bajo las ruedas
    de los cañones. Los que habían permanecido de pie continuaban en el servicio de las piezas con una
    severa tranquilidad; pero el fuego se había amortiguado.
    —Vamos bien —dijo Bossuet a Enjolras—. ¡Victoria!
    Enjolras movió la cabeza y respondió:
    —Después de un cuarto de hora de victorias como ésta, no habrá más de diez cartuchos en la
    barricada.
    Parece que Gavroche oyó esta frase.




    XV




    GAVROCHE FUERA DE LA BARRICADA




    Courfeyrac, de repente, vio a alguien al pie de la barricada, fuera, bajo las balas.
    Gavroche había cogido de la taberna una cesta para poner botellas, había salido por la hendidura y
    estaba ocupado tranquilamente en vaciar en su cesta las cartucheras de los guardias nacionales muertos
    en el declive del reducto.
    —¿Qué haces ahí? —dijo Courfeyrac.
    Gavroche levantó la cabeza.
    —Ciudadano, lleno mi cesta.
    —¿No ves la metralla?
    Gavroche respondió:
    —Es igual, está lloviendo. ¿Qué más?
    Courfeyrac exclamó:
    —¡Entra!
    —Al instante —dijo Gavroche.
    Y de un salto, se internó en la calle.
    Recordaremos que la compañía de Fannicot, al retirarse, había dejado detrás un rastro de cadáveres.
    Una veintena de esos muertos yacían aquí y allá, en toda la longitud de la calle, sobre el empedrado.
    Una veintena de cartucheras para Gavroche. Una provisión de cartuchos para la barricada.
    El humo formaba en la calle como una niebla. Cualquiera que haya visto una nube en una garganta de
    montañas, entre dos alturas perpendiculares, puede figurarse aquel humo encerrado, y como condensado
    por dos sombrías líneas de casas. Subía lentamente y se renovaba sin cesar, dando como resultado una
    oscuridad gradual que empeñaba la luz del sol en pleno día.
    Los combatientes se distinguían apenas a uno y otro extremo de la calle, no obstante lo corta que ésta
    era.
    Aquel oscurecimiento, probablemente previsto y calculado por los jefes que debían dirigir el asalto a
    la barricada, resultó útil a Gavroche.
    Bajo los pliegues de aquel velo de humo, y gracias a su pequeñez, pudo avanzar hasta bastante lejos
    en la calle sin ser visto. Vació las siete u ocho primeras cartucheras sin gran peligro.
    Se arrastraba boca abajo, galopaba a cuatro patas, tomaba su cesto con los dientes, se retorcía, se
    deslizaba, ondulaba, serpenteaba de un muerto al otro, y vaciaba las cartucheras igual que un mono
    abriría una nuez.
    Desde la barricada, de la que estaba aún bastante cerca, no se atrevían a gritarle que volviese por
    miedo de llamar la atención sobre él.
    En el cadáver de un cabo encontró un frasco de pólvora.
    —Para la sed —dijo mientras lo guardaba.
    A fuerza de seguir avanzando, llegó hasta donde la niebla se hacía transparente.
    Tanto que los tiradores apostados detrás del parapeto de adoquines y los que estaban agrupados en la
    esquina de la calle descubrieron algo que se movía entre el humo.
    En el momento en que Gavroche vaciaba la cartuchera de un sargento que yacía cerca de un
    guardacantón, una bala se hundió en el cadáver.
    —¡Diantre! —dijo Gavroche—. Me matan a mis muertos.
    Una segunda bala hizo saltar chispas del empedrado junto a él. La tercera hizo volar su cesto.
    Gavroche miró y vio que el fuego procedía de los guardias de los suburbios.
    Se puso en pie, con los cabellos al viento, las manos en las caderas y la mirada fija en los guardias
    nacionales que disparaban, y cantó:

    Si uno es feo en Nanterre,
    es por culpa de Voltaire.
    Si es bruto en Palaiseau,
    la culpa es de Rousseau.

    Luego recogió su cesto y volvió a poner en él, sin perder ni uno, los cartuchos que habían caído, y
    adelantándose hacia el lugar de donde procedían los tiros, se dispuso a vaciar otra cartuchera. Allí la
    cuarta bala tampoco le acertó. Gavroche cantó:

    Notario no voy a ser
    por culpa de Voltaire.
    Y si pajarito soy
    es por culpa de Rousseau.

    La quinta bala no produjo otro efecto que el de inspirarle la tercera copla:

    La alegría es mi ser,
    por culpa de Voltaire.
    Y si tan mísero soy,
    es por culpa de Rousseau.

    Así continuó durante algún tiempo.
    El espectáculo era espantoso y encantador al mismo tiempo. Gavroche, blanco de las balas, se
    burlaba de los fusiles. Parecía divertirse mucho. Era el gorrión picoteando a los cazadores. A cada
    descarga, respondía con una copla. Le disparaban sin cesar y no le acertaban nunca. Los guardias
    nacionales y los soldados se reían al apuntarle. Él se echaba al suelo, luego volvía a levantarse, se
    escondía en el hueco de una puerta, luego saltaba, desaparecía, volvía a aparecer, escapaba, regresaba,
    respondía a la metralla poniéndose el pulgar en la nariz, y mientras tanto, iba recogiendo los cartuchos,
    vaciaba las cartucheras y llenaba su cesto. Los insurgentes, sin atreverse a respirar, le seguían con la
    vista. La barricada temblaba, y él cantaba. No era un niño, no era un hombre, era un hada en forma de
    pilluelo. Diríase el enano invulnerable de la pelea. Las balas corrían tras él, y él era más listo que las
    balas. Jugaba una especie de terrible juego del escondite con la muerte; cada vez que el espectro
    acercaba su faz desnuda, el pilluelo le daba un papirotazo.
    Sin embargo, una bala mejor dirigida, o más traidora que las demás, acabó por alcanzar al niño fuego
    fatuo. Vieron vacilar a Gavroche, y luego caer. Toda la barricada lanzó un grito; pero había algo de Anteo
    en aquel pigmeo; para el pilluelo, tocar el empedrado es como para el gigante tocar la tierra; Gavroche
    no había caído sino para volverse a levantar; mientras un hilo de sangre le rayaba el rostro, alzó sus dos
    brazos, miró hacia el punto de donde había salido el tiro y se puso a cantar:

    Si acabo de caer,
    la culpa es de Voltaire.
    Si la bala me dio,
    la culpa es de…[484]

    No pudo acabar. Una segunda bala del mismo tirador cortó la frase. Esta vez, Gavroche cayó, el
    rostro contra el suelo, y no se movió más. Aquella pequeña gran alma acababa de volar.






    XVI



    CÓMO EL HERMANO SE CONVIERTE EN PADRE



    Había en aquel mismo instante, en el jardín de Luxemburgo —pues la mirada del drama debe estar
    presente en todas partes—, dos niños cogidos de la mano. Uno podía tener siete años, el otro cinco.
    Mojados por la lluvia, habían elegido los paseos por donde daba el sol; el mayor llevaba al pequeño;
    iban vestidos con harapos, y estaban pálidos; parecían pajaritos salvajes. El más pequeño, decía:
    —Tengo hambre.
    El mayor, ya un poco protector, llevaba a su hermano de la mano izquierda, y en la derecha tenía una
    varita.
    Estaban solos en el jardín. Las verjas estaban cerradas por orden de la policía, a causa de la
    insurrección. Las tropas que habían pasado la noche allí habían salido hacia el combate.
    ¿Cómo estaban allí aquellos niños? Tal vez se habían evadido de algún cuerpo de guardia; tal vez en
    los alrededores de la barrera de En-fer, en la explanada del Observatoire o en la encrucijada vecina,
    dominada por el frontispicio en el que se lee: «Invenerunt parvulum pannis involutum»
    [485]
    , había
    alguna barraca de saltimbanquis de la que habían escapado; tal vez la noche anterior habían burlado la
    vigilancia de los guardas del jardín a la hora del cierre, y habían pasado la noche en alguna de esas
    garitas donde se leen los periódicos. El hecho es que andaban errantes por allí, y parecían libres. Andar
    errante y parecer libre es estar perdido. Aquellos pequeñuelos lo estaban, en efecto.
    Aquellos dos niños eran los mismos que habían inspirado lástima a Gavroche, y que el lector
    recordará. Hijos de Thénardier, viviendo en casa de la Magnon, atribuidos al señor Gillenormand y ahora
    hojas caídas de todas aquellas ramas sin raíces, y arrastradas en el suelo por el viento.
    Sus vestidos, propios del tiempo de la Magnon, y que servían para presentarlos al señor
    Gillenormand, se habían convertido en harapos.
    Aquellos seres pertenecían ya a las estadísticas de los «Niños abandonados», que la policía registra,
    recoge, extravía y vuelve a encontrar en las calles de París.
    Era preciso aquel día de confusión para que aquellos pequeños miserables se encontrasen en el
    jardín. Si los vigilantes los hubieran visto, habrían arrojado de allí a semejantes harapientos. Los niños
    pobres no entran en los jardines públicos; no obstante, debería pensarse que como niños que son tienen
    derecho a las flores.
    Éstos se encontraban allí de contrabando. Se habían deslizado en el jardín y se habían quedado
    dentro. Los guardas no dejan de vigilar, aunque se cierre la verja; se supone que continúan vigilando,
    pero la atención es menor, además, los guardas, conmovidos también por la ansiedad pública, poca
    atención prestaban ya al jardín.
    La víspera había llovido, y un poco también por la mañana. Pero en junio, los chaparrones no calan.
    Apenas se advierte, una hora después de la tormenta, que tan hermoso y dorado día ha llorado. La tierra
    en verano se seca tan pronto como las mejillas de un niño.
    En ese momento del solsticio, la luz del mediodía es, digámoslo así, punzante. Se apodera de todo. Se
    aplica y se superpone a la tierra con una especie de succión. Se diría que el sol tiene sed. Un chaparrón
    es un vaso de agua; la lluvia es absorbida inmediatamente. Por la mañana, todo son arroyos, por la tarde,
    polvo que se levanta.
    Nada hay tan admirable como el verdor que la lluvia lava y el sol seca, es la frescura cálida. Los
    jardines y las praderas, con el agua en sus raíces y el sol en sus flores, se convierten en braserillos de
    incienso y exhalan a un tiempo todos sus perfumes. Todo ríe, canta y se ofrece. Se siente uno dulcemente
    embriagado. La primavera es un paraíso provisional; el sol ayuda al hombre a tener paciencia.











    CONT
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]


    _________________



    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]


    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]
    Maria Lua
    Maria Lua
    Administrador-Moderador
    Administrador-Moderador


    Cantidad de envíos : 79737
    Fecha de inscripción : 12/04/2009
    Localización : Nova Friburgo / RJ / Brasil

    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 11 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Jue 26 Dic 2024, 14:58

    ***

    Hay seres que no piden más; seres vivientes que teniendo el azul del cielo dicen: «¡Ya es bastante!»
    Pensadores absorbidos por el prodigio, sacando de la idolatría de la naturaleza la indiferencia del bien y
    del mal, contempladores del cosmos que en medio de tanta magnificencia se olvidan de sus semejantes, y
    no comprenden que haya quienes fijen la atención en el hambre de unos, en la sed de otros, en la desnudez
    del pobre en invierno, en la curvatura linfática de una pequeña espina dorsal, en el jergón, en la
    buhardilla, en el calabozo, en los harapos de las jóvenes que tiritan de frío, cuando se puede meditar a la
    sombra de los árboles; espíritus apacibles y terribles, implacablemente satisfechos. ¡Cosa rara!, el
    infinito les basta. Esa gran necesidad del hombre, lo finito, que admite el enlace, es por ellos ignorada.
    No piensan en lo finito, que admite el sublime trabajo del progreso. Lo indefinido, que nace de la
    combinación humana y divina de lo finito y lo infinito, les escapa. Con tal de estar frente a frente con la
    inmensidad, sonríen. Para ellos no hay nunca alegría, y siempre éxtasis. Abismarse, tal es su vida. La
    historia de la humanidad para ellos no es más que un plan parcelario; el Todo no se halla en ella; el
    verdadero Todo permanece fuera; ¿para qué ocuparse de ese detalle, el hombre? El hombre sufre, es
    posible, pero ¡mirad cómo se alza Aldebarán!
    [486] La madre ya no tiene leche, el recién nacido muere; no
    sé una palabra, pero considerad ese rosetón maravilloso de una rodaja de abeto examinada con el
    microscopio. ¡Comparad a esto el más rico encaje! Estos pensadores se olvidan de amar. El zodíaco
    influye en ellos hasta el punto de impedirles ver al niño que llora. Dios les eclipsa el alma. Es una
    familia de inteligencias a la vez pequeñas y grandes. Horacio, Goethe, y La Fontaine pertenecían a ellas,
    magníficos egoístas del infinito, espectadores tranquilos del dolor, que no ven a Nerón si hace buen
    tiempo, a quienes el sol oculta la hoguera, que mirarían guillotinar buscando un efecto de luz, que no oyen
    ni el grito ni el sollozo, ni el estertor, ni el toque de rebato, para los cuales todo está bien, puesto que
    existe el mes de mayo, y mientras haya nubes de púrpura y oro por encima de sus cabezas se declaran
    contentos, y que están determinados a ser felices hasta el agotamiento del brillo de los astros y del canto
    de los pájaros.
    Son radiantes tenebrosos. No sospechan que son dignos de lástima. Ciertamente, lo son. El que no
    llora no ve. Es preciso admirarlos y compadecerlos, como se compadecería y se admiraría a un ser que
    fuera a la vez noche y día, que no tuviese ojos bajo las cejas, y que tuviese un astro en medio de la frente.
    La indiferencia de estos pensadores es, según algunos, una filosofía superior. Sea; pero en esta
    superioridad hay imperfección. Se puede ser inmortal y cojo; ejemplo, Vulcano. Se puede ser más que
    hombre y menos que hombre. Lo incompleto inmenso está en la naturaleza. ¿Quién sabe si el sol no es un
    ciego?
    Pero entonces, ¡qué!, ¿de quién fiarse? Solem quis dicere falsum audeatf
    [487] ¿Cómo han de
    engañarse ciertos genios, ciertos altísimos humanos, ciertos hombres-astros? ¿Cómo lo que está a tan
    gran altura, en la cima, en la cúspide, en el cénit, lo que envía a la Tierra tanta claridad, ha de ver poco,
    ha de ver mal, no ha de ver? ¿No es esto desesperante? No. ¿Qué hay pues por encima del sol? Dios.
    El 6 de junio de 1832, hacia las once de la mañana, el Luxemburgo solitario, despoblado, estaba
    encantador. Los tresbolillos y los parterres se enviaban en medio de la luz perfumes y resplandores. Las
    ramas, locas a la claridad del mediodía, parecían querer abrazarse. Había en los sicomoros un batahola
    de currucas; los gorriones celebraban su triunfo, otros pajarillos trepaban por los castaños, picoteando en
    los agujeros de las cortezas. Los arriates aceptaban la realeza legítima de los lirios; el más augusto de los
    perfumes es el que brota de la blancura. Se respiraba el olor aromático de los claveles. Las viejas
    cornejas de María de Médicis sentían el amor en los grandes árboles. El sol doraba, teñía de púrpura y
    encendía los tulipanes, que no son otra cosa que todas las variedades de llama convertidas en flor.
    Alrededor de los bancos de tulipanes, remolineaban las abejas, chispas de aquellas flores-llamas. Todo
    era gracia y alegría, incluso la próxima lluvia; ésta, reincidente, y de la que debían aprovecharse los
    muguetes, y las madreselvas, no tenía nada de alarmante; las golondrinas ensayaban la encantadora
    amenaza de volar bajo. El que estaba allí respiraba felicidad; la vida olía bien; toda aquella naturaleza
    exhalaba candor, socorro, asistencia, paternidad, caricia, aurora. Los pensamientos que caían del cielo
    eran suaves, como una manecita de niño que se besa.
    Las estatuas bajo los árboles, desnudas y blancas, tenían vestidos de sombra agujereados de luz;
    aquellas diosas llevaban harapos de sol; les colgaban rayos por todos los lados. Alrededor del gran
    estanque, la tierra estaba ya tan seca que casi se quemaba. Se movía bastante viento, para levantar aquí y
    allá pequeños remolinos de polvo. Algunas hojas amarillas, restos del último otoño, se perseguían
    alegremente, y parecían pilluelos en sus juegos.
    La abundancia de la claridad tenía un no sé qué de tranquilizador. Vida, savia, calor, efluvios, se
    desbordaban; se sentía bajo la creación la enormidad del manantial; en todos aquellos soplos penetrados
    de amor, en ese vaivén de reverberaciones y de reflejos, en ese prodigioso dispendio de rayos, en el
    verter indefinido de oro fluido, se sentía la prodigalidad de lo inagotable; y detrás del esplendor, como
    detrás de una cortina de llamas, se entreveía a Dios, el millonario de estrellas.
    Gracias a la arena, no había ni una mancha de barro; gracias a la lluvia, no había ni una mota de
    ceniza. Los ramilletes acababan de lavarse; todos los terciopelos, todo el raso, todos los barnices, todo
    el oro que sale de la tierra en forma de flores, estaba irreprochable. Esta magnificencia estaba limpia. El
    gran silencio de la naturaleza feliz llenaba el jardín. Silencio celeste, compatible con mil músicas,
    arrullos de los nidos, zumbidos de enjambres, palpitaciones del viento. Toda la armonía de la estación se
    cumplía en un gracioso conjunto; las entradas y las salidas de la primavera tenían lugar en el orden
    querido, concluían las lilas y empezaban los jazmines; algunas flores se habían retrasado, y algunos
    insectos se habían adelantado; la vanguardia de las mariposas rojas de junio fraternizaban con la
    retaguardia de las mariposas blancas de mayo. Los plátanos formaban piel nueva. La brisa ondulaba la
    enormidad magnífica de los castaños. Era espléndido. Un veterano del cuartel próximo, que miraba a
    través de la verja, decía:
    —Ahí está la primavera con todas sus armas y con su uniforme de gala.
    Toda la naturaleza se desayunaba; la creación estaba a la mesa; era la hora; el gran mantel azul estaba
    tendido en el cielo y el gran mantel verde en la tierra. Dios servía el banquete universal. Cada ser tenía
    su alimento o su pastel. La paloma zurita encontraba cañamones; el pinzón, mijo; el jilguero, murajes; el
    petirrojo, gusanos; la abeja, flores; la mosca, infusorios; la chotacabras, moscas. Comíanse también de
    vez en cuando los unos a los otros; tal es el misterio del mal mezclado con el bien; pero ni un solo animal
    tenía el estómago vacío.
    Los dos niños abandonados habían llegado cerca del estanque grande, y, un poco turbados por toda
    aquella luz, trataban de esconderse, instinto del pobre y del débil ante la magnificencia, incluso
    impersonal, y lo hicieron detrás de la casucha de los cisnes.
    A intervalos, cuando corría el viento, se oían confusamente gritos y ruidos como estertores
    tumultuosos, que eran las descargas de fusilería, y golpes sordos, que eran los disparos de cañón. Había
    humo por encima de los tejados, por el lado de los mercados. Una campana que parecía llamar sonaba a
    lo lejos.
    Aquellos niños no parecían darse cuenta del ruido. El más pequeño repetía de vez en cuando a media
    voz: «Tengo hambre».
    Casi a la par que los dos niños, otra pareja se acercaba al estanque grande. Era un hombre de
    cincuenta años que conducía de la mano a otro hombre de seis años. Sin duda el padre con su hijo. El
    hombre de seis años llevaba un enorme bollo.
    En aquella época, ciertas casas ribereñas, en la calle Madame y en la Enfer, tenían una llave del
    Luxemburgo, del que disfrutaban los inquilinos cuando las verjas estaban cerradas, tolerancia que más
    tarde se suprimió. Ese padre y ese hijo venían sin duda de alguna de aquellas casas.
    Los dos pobrecillos vieron venir a aquel «señor» y se escondieron aún más.
    Era éste un burgués. Tal vez el mismo al que un día Marius, en su fiebre de amor, le había oído decir,
    cerca de este estanque, aconsejando a su hijo, «que evitara los excesos». Tenía el aire afable y altanero, y
    una boca que, no cerrándose jamás, sonreía siempre. Esta sonrisa mecánica, producida por demasiada
    mandíbula y poca piel, mostraba los dientes más bien que el alma. El niño, con su bollo mordido, que no
    seguía comiendo, parecía disgustado. Iba vestido de guardia nacional, por el motín, y el padre seguía
    vestido de burgués, por la prudencia.
    El padre y el hijo se habían detenido cerca del estanque en el que se refocilaban los dos cisnes.
    Aquel burgués parecía sentir por los cisnes una admiración especial. Se parecía a ellos en su modo de
    andar.
    En aquel momento, los cisnes nadaban, lo que constituye su gracia principal, y estaban soberbios.
    Si los dos pobrecitos hubiesen escuchado y hubiesen estado en edad de comprender, habrían podido
    recoger las palabras de un hombre grave.
    El padre decía al hijo:
    —El sabio se contenta con poco. Toma ejemplo de mí, hijo mío. No me gusta el fasto. Jamás se me ve
    con vestidos recamados de oro y de piedras; dejo ese falso brillo a las almas mal organizadas.
    En ese instante, los gritos que procedían del lado de los mercados crecieron, acompañados de ruidos
    y redobles de campanas.
    —¿Qué es eso? —preguntó el niño.
    El padre respondió:
    —Son saturnales.
    De repente descubrió a los dos pequeños harapientos, inmóviles detrás de la casita verde de los
    cisnes.
    —Éste es el principio —dijo.
    Y tras un silencio, añadió:
    —La anarquía entra en el jardín.
    Entretanto, el niño mordió el bollo, escupió el pedazo y, bruscamente, empezó a llorar.
    —¿Por qué lloras? —le preguntó el padre.
    —Ya no tengo hambre —dijo el niño.
    La sonrisa del padre se acentuó.
    —No es preciso tener hambre para comer un pastel.
    —Mi bollo me repugna. Está duro.
    —¿No lo quieres?
    —No.
    El padre le señaló los cisnes.
    —Arrójalo a esos palmípedos.
    El niño dudó. Aunque no se quiera un bollo, no es razón suficiente para darlo.
    El padre prosiguió:
    —Sé humano. Es preciso tener piedad de los animales.
    Cogió el bollo de manos de su hijo y lo arrojó al estanque.
    El pastel cayó cerca del borde.
    Los cisnes estaban lejos, en el centro del estanque, y ocupados con alguna presa. No habían visto ni
    al burgués ni al bollo.
    El burgués, creyendo que el pastel corría peligro de perderse, y pesaroso por aquel naufragio, se
    entregó a una agitación telegráfica que terminó por atraer la atención de los cisnes.
    Divisaron algo que flotaba, viraron, como navíos que son, y se dirigieron hacia el bollo lentamente,
    con la majestad beata que conviene a animales blancos.
    —Los cisnes comprenden los signos —dijo el ciudadano, muy satisfecho con esta muestra de ingenio.
    En aquel momento, el tumulto lejano de la ciudad aumentó repentinamente. Esta vez fue siniestro. Hay
    soplos de viento que hablan con más claridad que otros. El que soplaba en aquel instante trajo claramente
    redobles de tambor, clamores, fuegos de pelotón y réplicas lúgubres de campanas y cañones. Aquello
    coincidió con una nube negra que ocultó bruscamente el sol.
    Los cisnes no habían llegado aún hasta el bollo.
    —Volvamos —dijo el padre—; atacan las Tullerías.
    Tomó de nuevo la mano de su hijo. Después prosiguió:
    —Desde las Tullerías hasta el Luxemburgo no hay más distancia que la que separa la dignidad de rey
    de la dignidad de par; no es grande. Las balas van a llover.
    Contempló la nube.
    —Tal vez llueva agua; el cielo se mezcla. Regresemos deprisa.
    —Quisiera ver a los cisnes comiendo el bollo —dijo el niño.
    El padre respondió:
    —Sería una imprudencia.
    Y llevóse a su pequeño ciudadano.
    El niño, sintiendo dejar los cisnes, volvió la cabeza hacia el estanque, hasta que un grupo de árboles
    se lo ocultó.
    Sin embargo, al mismo tiempo que los cisnes, los dos pequeños errantes se habían acercado al bollo.
    Flotaba en el agua. El menor miraba el pastel y el mayor al burgués.
    El padre y el hijo entraron en el laberinto de avenidas que lleva a la gran escalera de árboles del lado
    de la calle Madame.
    En cuanto se perdieron de vista, el mayor se tendió vivamente boca abajo sobre el borde redondeado
    del estanque, y cogiéndose con la mano izquierda, se inclinó sobre el agua, casi expuesto a caerse, y
    extendió su brazo derecho con una varita hacia el bollo.
    Los cisnes, al ver al enemigo, se apresuraron, y al apresurarse, produjeron un movimiento del agua,
    útil al pequeño pescador; el agua refluyó delante de los cisnes, y una de aquellas blandas ondulaciones
    concéntricas empujó suavemente el bollo hacia la varita del niño. Cuando llegaban los cisnes, la varita
    rozó el bollo. El niño dio un golpe vivo, acercó el bollo, asustó a los cisnes, cogió el bollo y se puso en
    pie. El bollo estaba mojado; pero tenían hambre y sed. El mayor hizo dos partes del bollo, una grande y
    una pequeña; quedóse con la pequeña y le dio la grande a su hermanito, diciéndole:
    —Échate esto al coleto.








    CONT
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]


    _________________



    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]


    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]
    Maria Lua
    Maria Lua
    Administrador-Moderador
    Administrador-Moderador


    Cantidad de envíos : 79737
    Fecha de inscripción : 12/04/2009
    Localización : Nova Friburgo / RJ / Brasil

    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 11 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Jue 26 Dic 2024, 15:01

    ***

    XVII




    MORTUUS PATER FILIUM MORITURUM EXPECTAT
    [488]




    Marius se había lanzado fuera de la barricada. Combeferre le había seguido. Pero era demasiado
    tarde. Gavroche había muerto. Combeferre se encargó del cesto con los cartuchos; Marius cogió al niño.
    ¡Ay!, pensaba, lo que el padre había hecho por su padre, él se lo devolvía al hijo; sólo que
    Thénardier había llevado el cuerpo de su padre vivo, y él llevaba al niño muerto.
    Cuando Marius entró en el reducto, con Gavroche en sus brazos, tenía, como el niño, el rostro lleno
    de sangre.
    En el instante en que se había inclinado para recoger el cuerpo de Gavroche, una bala le había rozado
    el cráneo; no se había dado cuenta de ello.
    Courfeyrac deshizo su corbata y vendó la frente de Marius.
    Pusieron a Gavroche en la misma mesa que Mabeuf, y extendieron sobre los dos cuerpos el chal
    negro. Hubo suficiente para el anciano y el niño.
    Combeferre distribuyó los cartuchos del cesto que había traído.
    Esto suministraba a cada hombre quince tiros más.
    Jean Valjean seguía en el mismo lugar, inmóvil sobre el guardacantón. Cuando Combeferre le ofreció
    sus quince cartuchos, sacudió la cabeza.
    —¡Vaya un raro excéntrico! —dijo Combeferre por lo bajo a Enjolras—. No quiere combatir en esta
    barricada.
    —Lo que no le impide defenderla —respondió Enjolras.
    —El heroísmo tiene sus originalidades —dijo Combeferre.
    Y Courfeyrac, que había oído, añadió:
    —Es un género distinto del tío Mabeuf.
    Es preciso notar que el fuego que batía la barricada apenas turbaba los ánimos en el interior. Los que
    nunca han atravesado el torbellino de esta clase de guerras no pueden hacerse ninguna idea de los
    singulares momentos de tranquilidad mezclados con estas convulsiones. Se va, se viene, se charla, se
    bromea, se pasa el tiempo. Una persona a quien conocemos oyó decir a un combatiente en medio de la
    metralla: «Estamos aquí, como en una comida de amigos». El reducto de la calle Chanvrerie, lo
    repetimos, parecía por dentro muy tranquilo. Todas las peripecias se aproximaban a la conclusión. La
    posición, de crítica, había pasado a amenazadora, y pronto probablemente sería desesperada. A medida
    que la situación se oscurecía, el resplandor heroico alumbraba más la barricada. Enjolras, grave, la
    dominaba, en la actitud de un joven espartano, consagrando su espada desnuda al sombrío genio
    Epidotas.
    Combeferre, con el mandil atado a la cintura, curaba a los heridos. Bossuet y Feuilly hacían cartuchos
    con la pólvora del frasco que Gavroche había encontrado sobre el cabo muerto, y Bossuet decía a
    Feuilly:
    —Pronto vamos a tomar la diligencia para otro planeta.
    Courfeyrac, sobre los pocos adoquines que se había reservado al lado de Enjolras, disponía y
    arreglaba todo su arsenal, su bastón de estoque, su fusil, dos pistolas de arzón y sus puños, con el cuidado
    de una joven que pone orden en sus objetos de tocador.
    Jean Valjean, mudo, contemplaba la pared que tenía enfrente. Un obrero se ajustaba sobre la cabeza,
    con un cordel, un ancho sombrero de paja de la señora Hucheloup, por miedo a la insolación. Los
    jóvenes de la Cougourde d’Aix departían alegremente unos con otros, como si tuvieran necesidad de
    hablar patois por última vez. Joly, que había descolgado el espejo de la viuda Hucheloup, se examinaba
    la lengua. Algunos combatientes que habían descubierto cortezas de pan, más o menos enmohecidas, se
    las comían ávidamente. Marius estaba inquieto pensando en lo que su padre le iba a decir.






    XVIII



    EL BUITRE CONVERTIDO EN PRESA



    Insistamos sobre el hecho psicológico propio de las barricadas. No debemos omitir nada de lo que
    caracteriza a esta sorprendente guerra de las calles.
    Cualquiera que sea la extraña tranquilidad interior de la que acabamos de hablar, la barricada, para
    los que están dentro, sigue siendo como un visión.
    Hay algo de apocalipsis en la guerra civil, todas las brumas de lo desconocido se mezclan con esos
    salvajes resplandores, las revoluciones son esfinges, y quienquiera que haya atravesado una barricada
    cree haber atravesado un sueño.
    Lo que se siente en tales sitios es lo que ya hemos indicado a propósito de Marius, y veremos luego
    las consecuencias.
    Ya fuera de una barricada, no se sabe lo que se ha presenciado allí. Ha sido terrible, y se ignora. Ha
    estado uno rodeado de ideas que combatían, que tenían rostros humanos; se ha tenido la cabeza en la luz
    del porvenir. Había cadáveres tendidos y fantasmas en pie. Las horas eran colosales, y parecían horas de
    eternidad. Se ha vivido en la muerte, han pasado sombras. ¿Qué era eso? Se han visto manos en las que
    había sangre; había un ensordecimiento terrible, y también un terrible silencio. Habían bocas abiertas que
    gritaban y otras bocas abiertas que no decían nada; se estaba en medio del humo, de la noche, quizá.
    Créese haber tocado el siniestro borde de las profundidades desconocidas, y se mira uno las uñas, donde
    aparecen manchas encarnadas. Se ha olvidado todo.
    Volvamos a la calle Chanvrerie.
    De repente, entre dos descargas, se oyó el sonido lejano de una campana al dar la hora.
    —Es mediodía —dijo Combeferre.
    Aún no habían acabado de sonar las doce campanadas cuando ya Enjolras se había puesto de pie, y
    lanzaba desde lo alto de la barricada esta orden:
    —Subid adoquines a la casa. Colocadlos en el borde de la ventana y de las buhardillas. La mitad de
    los hombres a los fusiles y la otra mitad a los adoquines. No hay que perder un minuto.
    Un pelotón de zapadores bomberos, con el hacha al hombro, acababa de aparecer en orden de batalla
    en el extremo de la calle.
    Aquello no podía ser otra cosa que la cabeza de una columna; ¿de qué columna?; de la de ataque,
    evidentemente; los zapadores bomberos encargados de demoler la barricada deben preceder siempre a
    los soldados que han de escalarla.
    No cabía duda de que iba a llegar ya el instante, denominado en 1822 por el señor de ClermontTonnerre «el gran golpe».
    La orden de Enjolras fue ejecutada con el apresuramiento propio de los navíos y de las barricadas,
    los dos únicos lugares de combate de donde la evasión es imposible. En menos de un minuto, las dos
    terceras partes de adoquines que Enjolras había hecho amontonar a la puerta de Corinto, fueron subidos
    al primer piso y al granero, y antes de que hubiera transcurrido el segundo minuto, aquellos adoquines,
    artísticamente colocados uno sobre otro, tapiaban hasta media altura la ventana del primer piso, y los
    tragaluces de las buhardillas. Algunos intersticios, dispuestos cuidadosamente por Feuilly, principal
    constructor, podían dejar pasar los cañones de los fusiles. Este parapeto en las ventanas pudo hacerse
    tanto más fácilmente cuanto que la metralla había cesado. Las dos piezas disparaban ahora con balas al
    centro del reducto, a fin de abrir un agujero, y si era posible, una brecha para el asalto.
    Cuando los adoquines destinados a la defensa suprema estuvieron en su sitio, Enjolras mandó llevar
    al primer piso las botellas que había colocado debajo de la mesa donde estaba Mabeuf.
    —¿Quién beberá esto? —le preguntó Bossuet.
    —Ellos —respondió Enjolras.
    Luego tapiaron la ventana del piso bajo y se prepararon las traviesas de hierro que servían para
    cerrar de noche por dentro la puerta de la taberna.
    La fortaleza estaba completa. La barricada era la muralla y la taberna el torreón.
    Con los adoquines que quedaban, taparon la hendidura.
    Como los defensores de una barricada se ven siempre obligados a economizar municiones, y los
    sitiadores lo saben, éstos combinan su plan con una especie de calma irritante, exponiéndose al fuego
    antes de la hora, aunque más en apariencia que en realidad, y tomándose todo el tiempo que necesiten.
    Los preparativos del ataque se hacen siempre con cierta lentitud metódica; después viene el rayo.
    Esa lentitud permitió a Enjolras revisarlo y perfeccionarlo todo. Se daba cuenta de que, puesto que
    aquellos hombres iban a morir, su muerte debía ser una obra maestra.
    Dijo a Marius:
    —Somos los dos jefes. Voy a dar las últimas órdenes dentro; quédate fuera tú y observa.
    Marius apostóse de vigía en la cresta de la barricada.
    Enjolras hizo clavar la puerta de la cocina, que como se recordará servía de hospital.
    —Para proteger a los heridos —dijo.
    Dio las últimas instrucciones en la sala baja, con voz profundamente tranquila; Feuilly escuchaba y
    respondía en nombre de todos.
    —En el primer piso, aprontad las hachas para cortar las escaleras. ¿Las hay?
    —Sí —dijo Feuilly.
    —¿Cuántas?
    —Dos hachas y una maza.
    —Está bien. Somos veintiséis combatientes en pie. ¿Cuántos fusiles hay?
    —Treinta y cuatro.
    —Sobran ocho. Tened a mano esos ocho fusiles, cargados como los demás. En el cinto los sables y
    las pistolas. Veinte hombres en la barricada. Seis emboscados en las buhardillas y la ventana del primero
    para hacer fuego sobre los asaltantes a través de los huecos de los adoquines. Que no quede aquí ni un
    solo trabajador inútil. Luego, cuando el tambor toque a carga, que los veinte de abajo se precipiten a la
    barricada. Los primeros en llegar serán los que se colocarán mejor.
    Hechas estas disposiciones, se volvió hacia Javert y le dijo:
    —No te olvido.
    Y dejando una pistola sobre la mesa, añadió:
    —El último que salga de aquí, levantará la tapa de los sesos a este espía.
    —¿Aquí mismo? —preguntó una voz.
    —No; no mezclemos este cadáver con los nuestros. Se puede saltar la pequeña barricada de la
    callejuela Mondetour. No tiene más que cuatro pies de alto. El hombre está bien amarrado. Se le
    conducirá y se le ejecutará allí.
    En aquel momento había alguien más impasible que Enjolras; era Javert.
    Entonces apareció Jean Valjean.
    Estaba confundido entre el grupo de insurrectos. Salió y dijo a Enjolras:
    —¿Sois el comandante?
    —Sí.
    —Me habéis dado las gracias hace poco.
    —En nombre de la República. La barricada tiene dos salvadores: Marius Pontmercy y vos.
    —¿Creéis que merezco una recompensa?
    —Ciertamente.
    —Pues bien, os pido una.
    —¿Cuál?
    —Levantar yo mismo la tapa de los sesos a este hombre.
    Javert alzó la cabeza, vio a Jean Valjean, hizo un movimiento imperceptible y dijo:
    —Es justo.
    En cuanto a Enjolras, se había puesto a recargar su carabina; paseó los ojos a su alrededor.
    —¿Hay alguna reclamación?
    Luego se volvió hacia Jean Valjean, y le dijo:
    —Os entrego al polizonte.
    Jean Valjean, en efecto, se apoderó de Javert sentándose al extremo de la mesa. Cogió la pistola, y un
    débil ruido seco anunció que acababa de cargarla.
    Casi en el mismo instante se oyó el sonido de una corneta.
    —¡Alerta! —gritó Marius desde lo alto de la barricada.
    Javert se puso a reír con esa risa sin ruido que le era peculiar, y mirando fijamente a los insurgentes
    les dijo:
    —No gozáis de mejor salud que yo.
    —¡Todos afuera! —gritó Enjolras.
    Los insurgentes se lanzaron en tumulto, y al salir, recibieron por la espalda (permítasenos la
    expresión) esta frase de Javert:
    —Hasta luego.





    XIX




    LA VENGANZA DE JEAN VALJEAN




    Cuando Jean Valjean se quedó solo con Javert, desató la cuerda que sujetaba al prisionero por el
    medio del cuerpo y cuyo nudo estaba debajo de la mesa. Después de lo cual, le indicó que se levantase.
    Javert obedeció, con esa sonrisa indefinible en la que se condensa la supremacía de la autoridad
    encadenada.
    Jean Valjean tiró de Javert con la cuerda, como se tiraría de una acémila de la rienda, y salió de la
    taberna con lentitud, pues Javert, con las piernas trabadas, no podía dar sino pasos muy cortos.
    Jean Valjean llevaba la pistola en la mano.
    Franquearon de este modo el trapecio interior de la barricada. Los insurgentes, todos atentos al
    ataque que iba a sobrevenir, estaban vueltos de espaldas.
    Sólo Marius, ladeado en la extremidad izquierda del parapeto, los vio pasar. El grupo del paciente y
    el verdugo se iluminó con el resplandor sepulcral de su alma.
    Jean Valjean hizo escalar a Javert, pero sin soltarle un solo instante, la pequeña trinchera de la
    callejuela Mondetour, lo cual consiguieron con cierta dificultad.
    Cuando hubieron pasado este parapeto, se encontraron solos los dos en la callejuela. Nadie los veía
    ya. El ángulo que formaban las casas los ocultaba a los insurrectos. Los cadáveres retirados de la
    barricada estaban hacinados a algunos pasos de allí.
    Entre el montón de los muertos se distinguía una faz lívida, una cabellera suelta, una mano agujereada
    y un seno de mujer medio desnudo. Era Éponine.
    Javert contempló oblicuamente aquella muerta, y profundamente tranquilo, dijo a media voz:
    —Creo que conozco a esa muchacha.
    Luego se volvió hacia Jean Valjean.
    Jean Valjean se puso la pistola bajo el brazo y fijó sobre Javert una mirada que no tenía necesidad de
    palabras para decir:
    —Javert, soy yo.
    —Tómate el desquite.
    Jean Valjean sacó un cuchillo de su bolsillo y lo abrió.
    —¡Una cuchillo! Tienes razón. Te conviene más —dijo Javert.
    Jean Valjean cortó la cuerda que Javert llevaba al cuello, luego cortó las de las muñecas, y luego se
    inclinó y cortó la cuerda que le sujetaba los pies. Se enderezó y dijo:
    —Sois libre.
    Javert no era hombre que se asombrara fácilmente. Sin embargo, a pesar de ser tan dueño de sí
    mismo, no pudo sustraerse a la conmoción. Se quedó boquiabierto e inmóvil.
    Jean Valjean prosiguió:
    —No creo que salga de aquí. Sin embargo, si por casualidad saliera, vivo con el nombre de
    Fauchelevent, en la calle L’Homme-Armé, número siete.
    Javert experimentó una sacudida de tigre, que le hizo entreabrir los labios y murmurar entre dientes:
    —Ten cuidado.
    —Marchaos —dijo Jean Valjean.
    Javert repuso:
    —¿Has dicho Fauchelevent, en la calle de L’Homme-Armé?
    —Número siete.
    Javert repitió a media voz:
    —Número siete.
    Abrochóse la levita, tomó cierta actitud militar, dio media vuelta, cruzó los brazos, sosteniendo el
    mentón con una de sus manos y se puso a andar en dirección a los mercados. Jean Valjean le seguía con
    los ojos. Después de algunos pasos, Javert se volvió y gritó a Jean Valjean:
    —Me fastidiáis. Mejor es que me matéis.
    Javert, sin advertirlo, no tuteaba ya a Jean Valjean.
    —Marchaos —dijo Jean Valjean.
    Javert se alejó con paso lento. Un momento después, dobló la esquina de la calle Précheurs.
    Cuando Javert desapareció, Jean Valjean descargó la pistola al aire.
    Luego volvió a la barricada y dijo:
    —Ya está hecho.
    Entretanto, veamos lo que había pasado.
    Marius, más ocupado en lo de fuera que en lo de dentro, no había mirado hasta entonces con atención
    al espía amarrado en el fondo oscuro de la sala.
    Cuando le vio a la luz del día, atravesando la barricada para ir a morir, le reconoció. Un recuerdo
    súbito le asaltó. Recordó al inspector de la calle Pontoise, y las dos pistolas que le había entregado, y de
    las que se había servido en esa misma barricada, y no solamente recordó su rostro, sino que recordó su
    nombre.
    Sin embargo, era un recuerdo nebuloso y confuso, como sus ideas. No fue una afirmación, sino una
    pregunta que se dirigió a sí mismo: «¿No es éste el inspector de policía que me dijo llamarse Javert?»
    Tal vez había aún tiempo de intervenir en favor de aquel hombre. Pero antes era preciso saber si
    realmente era Javert.
    Marius interpeló a Enjolras, que acababa de colocarse al otro extremo de la barricada.
    —¡Enjolras!
    —¿Qué?
    —¿Cómo se llama ese hombre?
    —¿Quién?
    —El agente de policía. ¿Sabes su nombre?
    —Sin duda. Nos lo ha dicho.
    —¿Cómo se llama?
    —Javert.
    Marius se levantó.
    En aquel instante se oyó el disparo.
    Jean Valjean reapareció y exclamó:
    —Ya está hecho.
    Un frío glacial penetró en el corazón de Marius.





    1051
    CONT
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]


    _________________



    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]


    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]
    Maria Lua
    Maria Lua
    Administrador-Moderador
    Administrador-Moderador


    Cantidad de envíos : 79737
    Fecha de inscripción : 12/04/2009
    Localización : Nova Friburgo / RJ / Brasil

    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 11 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Vie 27 Dic 2024, 08:57

    XX



    LOS MUERTOS TIENEN RAZÓN Y LOS VIVOS NO SE EQUIVOCAN



    La agonía de la barricada iba a empezar.
    Todo contribuía a aumentar la majestad trágica de aquel instante supremo; mil ruidos misteriosos en
    el aire, el soplo de las masas armadas en movimiento por las calles que no se veían, el galopar
    intermitente de la caballería, las pesadas sacudidas de las piezas de artillería en marcha, los fuegos de
    pelotón y los cañonazos cruzándose en el dédalo de París, el humo dorado de la batalla subiendo por
    encima de los tejados, no sé qué gritos lejanos vagamente terribles, relámpagos amenazadores por todas
    partes, el toque de rebato de Saint-Merry que ahora tenía el acento de un sollozo, la dulzura de la
    estación, el esplendor del cielo lleno de sol y de nubes, la belleza del día y el terrible silencio de las
    casas.
    Porque, desde la víspera, las dos hileras de casas de la calle Chanvrerie se habían convertido en dos
    murallas; murallas salvajes. Puertas cerradas, ventanas cerradas, postigos cerrados.
    En aquellos tiempos, tan distintos de los actuales, cuando había llegado la hora en que el pueblo
    quería terminar con una situación que había durado demasiado, con una carta otorgada, o con un país
    legal, cuando la cólera universal estaba difusa en la atmósfera, cuando la ciudad consentía que se
    levantaran sus adoquines, cuando la insurrección hacía sonreír a la burguesía, murmurándole su santo y
    seña al oído, entonces el habitante, penetrado, digámoslo así, de motín, era el auxiliar del combatiente, y
    la casa fraternizaba con la fortaleza improvisada que se apoyaba sobre ella. Cuando la situación no
    estaba aún madura, cuando la insurrección no era consentida decididamente, cuando la masa rechazaba el
    movimiento, ¡ay, de los combatientes!, la ciudad se convertía en desierto alrededor de la revuelta, las
    almas se helaban, los asilos se cerraban, y la calle se convertía en desfiladero para ayudar al ejército a
    tomar la barricada.
    No se hace andar a un pueblo por sorpresa más deprisa de lo que él quiere. ¡Desgraciado el que trata
    de acudir a medios violentos! Un pueblo no se deja manejar. Entonces abandona la insurrección a sí
    misma. Los insurgentes se convierten en apestados. Una casa es una escarpa, una puerta es una repulsa,
    una fachada es un muro. Ese muro ve, oye, y se hace el sordo. Podría entreabrirse y salvaros. No. Ese
    muro es un juez. Os mira y os condena. ¡Qué cosa tan sombría esas casas cerradas! Parecen muertas, y
    están vivas. La vida, que se encuentra allí como en suspensión, persiste. Nadie ha salido de allí desde
    hace veinticuatro horas, pero tampoco falta nadie. En el interior de esa roca, van, vienen, se acuestan, se
    levantan, viven en familia, beben, comen, tienen miedo, ¡cosa terrible! El miedo excusa esta
    inhospitalidad; el terror es una circunstancia atenuante.
    A veces, se han visto ejemplos de ello; el miedo puede convertirse en furia, así como la prudencia en
    rabia. De ahí estas palabras tan profundas: «Los moderados rabiosos». Hay resplandores de espanto
    supremo, de los que sale, como un humo lúgubre, la cólera. ¿Qué quieren estas gentes? Nunca están
    contentas. Comprometen a los hombres pacíficos. ¡Como si no tuviésemos ya revoluciones de sobra!
    ¿Qué han venido a hacer aquí? Que se apañen. Tanto peor para ellos. Es culpa suya. No tienen más que lo
    que se merecen. Esto no nos concierne. Ahí está nuestra pobre calle acribillada de balas. Son un hatajo
    de holgazanes. Sobre todo, no abráis la puerta. Y la casa toma el aspecto de una tumba. El insurgente
    agoniza delante de esa puerta; ve llegar la metralla y los sables desnudos; si grita, sabe que le escuchan
    pero que no vendrán a abrirle; hay paredes que podrían protegerle, hay hombres que podrían salvarle, y
    esas paredes tienen orejas de carne y esos hombres tienen entrañas de piedra.
    ¿A quién acusar?
    A nadie y a todo el mundo.
    A los tiempos incompletos en que vivimos.
    La utopía se transforma siempre por su cuenta y riesgo en insurrección, y de protesta filosófica en
    protesta armada, y en Minerva Pallas. La utopía que se impacienta y se convierte en motín, sabe lo que le
    espera; casi siempre llega demasiado pronto. Entonces se resigna, y acepta estoicamente en lugar del
    triunfo la catástrofe. Sirve sin quejarse, e incluso disculpándolos, a aquellos que reniegan de ella. Es
    indomable frente al obstáculo e indulgente con la ingratitud.
    ¿Y es, en efecto, ingratitud?
    Sí, desde el punto de vista del género humano.
    No, desde el punto de vista del individuo.
    El progreso es el modo de desenvolverse del hombre. La vida general del género humano se llama
    progreso; el paso colectivo del género humano se llama progreso. El progreso marcha; hace el gran viaje
    humano y terrestre hacia lo celeste y lo divino; tiene sus momentos de reposo, en que reúne el rebaño que
    se había retardado; tiene sus estaciones donde medita, en presencia de alguna espléndida tierra de
    Canaán, que descubre de improviso su horizonte, tiene sus noches en que duerme; y una de las más
    dolorosas ansiedades del pensador es ver la sombra en el alma humana, y tantear en las tinieblas, sin
    poder despertar al progreso dormido.
    «¿Dios está tal vez muerto?», decía un día Gérard de Nerval al que escribe estas líneas, confundiendo
    el progreso con Dios, y tomando la interrupción del movimiento por la muerte del Ser.
    El que desespera hace mal. El progreso se despierta infaliblemente, y en suma podría decirse que
    marcha incluso durmiendo, a causa de su desarrollo. Cuando se le vuelve a ver en pie, se le encuentra
    más alto. Estar siempre sereno no depende del río ni del progreso; no alcéis ninguna barrera, no arrojéis
    ninguna roca, porque el obstáculo hace espumear el agua y hervir la humanidad. De ahí los disturbios;
    pero después de estos disturbios se reconoce el camino que se ha andado. Hasta que el orden, que no es
    otra cosa que la paz universal, se haya restablecido, hasta que la armonía y la unidad no reinen, el
    progreso tendrá por etapas las revoluciones.
    ¿Qué es, pues, el progreso? Acabamos de decirlo. La vida permanente de los pueblos.
    Sucede a veces que la vida momentánea de los individuos opone resistencia a la vida eterna del
    género humano.
    Confesémoslo sin amargura, el individuo tiene un interés distinto, y puede defenderlo sin
    corromperse; el presente tiene su cantidad excusable de egoísmo; la vida momentánea tiene su derecho, y
    no está obligada a sacrificarse sin cesar por el porvenir. La generación que actualmente está en el mundo
    no está obligada a abreviar su paso por otras generaciones que, después de todo, son iguales a ella, y
    cuyo turno llegará más adelante. «Existo —murmura ese alguien que se llama Todos—. Soy joven, y
    estoy enamorado, soy viejo, y quiero descansar, soy padre de familia, trabajo, prospero, hago buenos
    negocios, tengo casas en alquiler, tengo dinero del Estado, soy feliz, tengo mujer e hijos, amo todas estas
    cosas, deseo vivir, dejadme tranquilo». De ahí, en ciertas horas, esa profunda indiferencia hacia las
    magnánimas vanguardias del género humano.
    La utopía, por otra parte, es preciso convenir en ello, sale de su esfera al hacer la guerra. Ella, siendo
    la verdad de mañana, toma prestada a la mentira de ayer su regla de conducta: la batalla. Siendo
    porvenir, obra como el pasado. Siendo idea pura, se convierte en violencia. Mezcla su heroísmo con una
    violencia de que és justo que responda; violencia de ocasión y de recursos, contraria a los principios, y
    por la que es castigada fatalmente.
    La utopía, una vez hecha insurrección, combate llevando en la mano el antiguo código militar; fusila a
    los espías, ejecuta a los traidores, suprime a seres vivos y los arroja a tinieblas desconocidas. Se sirve
    de la muerte, cosa siempre grave. Parece que la utopía haya perdido la fe en la irradiación, que es su
    fuerza irresistible e incorruptible. Golpea con la espada; como toda espada, tiene dos filos; quien hiere
    con uno se hiere con el otro.
    Una vez hecha esta reserva, y hecha con toda seguridad, nos resulta imposible dejar de admirar,
    triunfen o no, a los gloriosos combatientes del porvenir, los confesores de la utopía. Incluso cuando
    abortan son venerables, y tal vez su majestad es mayor en este último caso. La victoria, en el sentido del
    progreso, merece el aplauso de los pueblos, pero una derrota heroica merece su simpatía. Una es
    magnífica, la otra es sublime. Para nosotros, que preferimos el martirio al triunfo, John Brown es más
    grande que Washington, y Pisacane más grande que Garibaldi
    [489]
    .
    Es preciso que alguien esté por los vencidos.
    El mundo es injusto con estos grandes ensayadores del porvenir cuando abortan.
    Se acusa a las revoluciones de sembrar el miedo. Toda barricada parece un atentado. Se recriminan
    sus teorías, se recela de su objetivo, se teme su segunda intención, se denuncia su conciencia. Se les
    reprocha que eleven, construyan y acumulen contra el hecho social reinante un montón de miserias, de
    dolores, de iniquidades, de agravios, de desesperación, y que arranquen de las hondonadas pedruscos de
    tinieblas para formar parapetos y combatir desde ellos. Se les grita: ¡Desempedráis el infierno! Ellos
    podrían responder: Por esto nuestra barricada está hecha de buenas intenciones.
    Lo mejor, ciertamente, es la solución pacífica. En suma, convengamos en ello, cuando se ve el
    empedrado, se piensa en el oso. Y es una buena voluntad de la que la sociedad se asusta. Pero depende
    de la sociedad el salvarse a sí misma, y a su propia buena voluntad apelamos nosotros. No es necesario
    ningún remedio violento. Estudiar el mal amigablemente, hacerlo constar, y luego curarlo. A esto la
    invitamos.
    Como quiera que sea, aún caídos, sobre todo caídos, son augustos estos hombres que, en todos los
    puntos del universo, con la vista fija en Francia, luchan por la gran obra con la lógica inflexible del ideal;
    dan su vida gratuitamente por el progreso, cumplen la voluntad de la providencia, hacen un acto
    religioso. A la hora señalada, con tanto desinterés como un actor a quien le llega su turno, obedeciendo al
    director de escena divino, entran en la tumba. Y aceptan este combate sin esperanza, y esta desaparición
    estoica, para conducir a sus espléndidas y supremas consecuencias universales el magnífico movimiento
    humano empezado irresistiblemente el 14 de julio de 1789. Estos soldados son sacerdotes. La
    Revolución francesa es un gesto de Dios.
    Por lo demás, existen (conviene añadir esta distinción a las distinciones ya indicadas en otro
    capítulo) las insurrecciones aceptadas que se llaman revoluciones, y las insurrecciones rechazadas que se
    llaman motines. Una insurrección que estalla es una idea que se examina ante el pueblo. Si el pueblo deja
    caer su bola negra, la idea es un fruto seco, y la insurrección es una planta agostada.
    La entrada en guerra a cada intimidación, y cada vez que la utopía lo desee, no es propio de los
    pueblos. Las naciones no tienen siempre y a todas horas el temperamento de los héroes y de los mártires.
    Son positivas. A priori la insurrección les repugna; primeramente porque tiene a menudo por
    resultado una catástrofe, y segundo, porque tiene siempre por punto de partida una abstracción.
    Pues siempre, y esto es hermoso, los que se sacrifican lo hacen por el ideal, y sólo por el ideal. Una
    insurrección es un entusiasmo. El entusiasmo puede montar en cólera; de ahí que se eche mano a las
    armas. Pero toda insurrección que apunta a un gobierno, o a un régimen, pone su mira más alta. Así, por
    ejemplo, insistamos en ello, lo que combatían los jefes de la insurrección en 1832, y en particular los
    jóvenes entusiastas de la calle Chanvrerie, no era precisamente a Luis Felipe. La mayor parte, hablando
    con toda franqueza, hacía justicia a las cualidades de aquel rey, punto medio entre la monarquía y la
    revolución; ninguno le odiaba. Pero atacaban la rama segunda del derecho divino en Luis Felipe, como
    habían atacado la rama primera en Carlos X; y lo que querían derribar, al derribar el trono en Francia,
    era la usurpación del hombre por el hombre, y el privilegio sobre el derecho en el universo entero, como
    hemos dicho ya. París sin rey es el mundo sin déspotas. De este modo razonaban. Su objeto era lejano,
    sin duda, vago tal vez, y retrocedían ante el esfuerzo, pero era grande.
    Así es, en efecto. Y se sacrifican por estos fantasmas, que para los sacrificados son ilusiones casi
    siempre; pero ilusiones con las que, en suma, se mezcla toda la certidumbre humana. El insurrecto poetiza
    y dora la insurrección. Lánzase a estos trágicos acontecimientos embriagándose con lo que va a hacerse.
    ¿Quién sabe? Tal vez triunfarán. Son los menos; tienen contra sí todo un ejército; pero se defiende el
    derecho, la ley natural, la soberanía de cada uno sobre sí mismo, que no tiene abdicación posible, la
    justicia, la verdad, y si es necesario, morirán, como los trescientos espartanos. No se piensa en un Don
    Quijote, sino en Leónidas. Y siguen adelante, y una vez comprometidos no retroceden. Se precipitan de
    cabeza, siendo su esperanza una victoria inaudita, la revolución consumada, el progreso libre, el
    engrandecimiento del género humano, la emancipación universal y en último caso, las Termopilas.
    Estos combates en favor del progreso se frustran con frecuencia por la resistencia a dejarse llevar
    por los paladines. Estas pesadas masas, las multitudes, frágiles a causa de su misma pesadez, temen las
    aventuras; y hay aventuras en el ideal.
    Por otra parte, no debe olvidarse que los intereses, poco amigos de lo ideal y lo sentimental, entran
    también en juego. Algunas veces, el estómago paraliza el corazón.
    La grandeza y hermosura de Francia consiste en que cría menos vientre que los demás pueblos; se
    sujeta más fácilmente el cinturón. Es la primera que se despierta y la última en dormirse. Marcha hacia
    delante. Gusta de descubrir.
    Esto significa que es artista.
    El ideal no es otra cosa que el punto culminante de la lógica, así como la belleza no es más que la
    cima de la verdad. Los pueblos artistas son también los pueblos consecuentes. Amar la belleza es querer
    la luz. Por esto la antorcha de Europa, es decir, la civilización, fue llevada primero por Grecia, que la
    traspasó a Italia, y ésta, a su vez, hizo lo mismo con Francia. ¡Divinos pueblos radiantes de luz! Vitae
    lampada tradunt.
    [490]
    .




    CONT
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]


    _________________



    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]


    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]

    Contenido patrocinado


    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 11 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Contenido patrocinado


      Fecha y hora actual: Jue 23 Ene 2025, 14:09