***
Aquí vuelven a suscitarse las objeciones; el fenicio ¡magnífico! el levantino ¡bueno! el patua ¡pase!
son lenguas que han pertenecido a naciones o a provincias; pero el caló, ¿para qué queréis conservar el
caló? ¿para qué hacer «sobrenadar» el caló?
A esto solo responderemos una cosa. Ciertamente; la lengua que ha hablado una nación o una
provincia es digna de interés; pero es más digna aun de atención y de estudio la lengua que ha hablado la
miseria.
La lengua que ha hablado en Francia, por ejemplo, por más de cuatro siglos, no solamente una
miseria, sino la miseria, toda la miseria humana posible.
Y además, insistimos en ello: estudiar las enfermedades y las deformidades sociales, y designarlas
para curarlas, no es una necesidad en que se permite la elección. El historiador de las costumbres y de
las ideas no tiene una misión menos austera que el historiador de los sucesos. Este tiene en la superficie
de la civilización las luchas de las coronas, los nacimientos de los príncipes, los casamientos de los
reyes, las batallas, las asambleas, los grandes hombres públicos, las revoluciones a la luz del día, todo lo
exterior; el otro historiador tiene el fondo, el pueblo que trabaja, que padece y que espera, la mujer
oprimida, el niño que agoniza, las guerras sordas de hombre a hombre, las ferocidades oscuras, las
preocupaciones, las alarmas fingidas, los efectos indirectos y subterráneos de las leyes, las evoluciones
secretas de las almas, los estremecimientos indistintos de la multitud, los pobres que mueren de hambre,
los que andan con los pies desnudos, los desheredados, los huérfanos, los desgraciados y los infames;
todas esas larvas que andan vagando en la oscuridad. Le es necesario descender con el corazón lleno de
caridad y de severidad a un mismo tiempo, como un hermano y como un juez, hasta esas casamatas
impenetrables, en que se arrastran confundidos los heridos y los que hieren; los que lloran y los que
maldicen; los que ayunan y los que devoran, los que sufren el mal y los que le cometen. Estos
historiadores de los corazones y de las almas, ¿tienen acaso deberes menos importantes que los
historiadores de los hechos estertores? ¿Se cree que Dante tiene que decir menos que Maquiavelo?
¿Acaso lo inferior de la civilización, solo porque es más sombrío y más profundo, es menos importante
que lo superior? ¿Se conoce bien la montaña cuando no se conoce la caverna?
Pero consignemos aquí, antes de ir más adelante, que a pesar de las palabras anteriores, no puede
inferirse que haya entre las dos clases de historiadores una diferencia, una barrera que no existe en
nuestra mente. Nadie puede ser buen historiador de la vida patente, visible, alumbrada, pública de los
pueblos, si no es al mismo tiempo, y en cierta magnitud, historiador de su vida profunda y oculta; y nadie
es buen historiador de lo interior, si no sabe ser, siempre que sea necesario, historiador de lo exterior.
La historia de las costumbres y de las ideas penetra la historia de los sucesos, y recíprocamente. Son
dos ordenes de hechos diferentes que se corresponden, que se encadenan siempre, y se engendran
mutuamente con frecuencia. Todas las líneas que la Providencia traza en la superficie de una nación,
tienen sus paralelas sombrías, pero claras, en el fondo, y todas las convulsiones del fondo producen
levantamientos en la superficie. Como la verdadera historia se introduce en todo, el verdadero
historiador tiene que introducirse en todo.
El hombre no es un círculo de un solo centro; es una elipse de dos focos; uno, le constituyen los
hechos; otro, las ideas.
El caló no es más que un disfraz con que se cubre la lengua cuando va a hacer algo malo. Se reviste
de palabras con máscara, y de metáforas con harapos.
Y así se hace horrible.
Cuesta trabajo conocerla. ¿Es la lengua francesa esa gran lengua humana? Ahí esta dispuesta a entrar
en escena, y a dar la réplica al crimen; propia para todos los empleos del repertorio del mal. No
progresa, cojea; cojea con la muleta de la corte de los milagros; muleta que se metamorfosea en una
maza; se llama truhanería; todos los espectros que son sus camareros la han estropeado; se arrastra y se
levanta, lo cual constituye el doble movimiento del reptil. Es propia para todos los papeles; la ha hecho
ambigua el falsario, verde-gris el envenenador; está carbonizada por el hollín del incendiario; el asesino
le presta el color rojo.
Cuando se escucha del lado de las personas honradas a la puerta de la sociedad, se sorprende el
diálogo de los que están fuera. Se oyen las preguntas y las respuestas. Se percibe, sin comprenderlo un
murmullo repugnante que suena casi como la voz humana, pero que se aproxima más al aullido que a la
palabra. Es el caló. Las palabras son deformes, y están impregnadas de una especie de bestialidad
fantástica. Parece que se oye hablar a hidras.
Este lenguaje es lo ininteligible en lo tenebroso; rechina, y cuchichea, y completa el crepúsculo con el
enigma. La noche mora en la desgracia, pero es aun más tenebrosa en el crimen. Estas dos negras
sombras amalgamadas componen el caló. Oscuridad en la atmósfera, oscuridad en las acciones,
oscuridad en las palabras. Espantosa lengua reptil, que va, viene, salta, se arrastra, babea y se mueve
monstruosamente en esa inmensa bruma oscura, compuesta de lluvia, de noche, de hambre, de vicio, de
mentira, de injusticia, de desnudez, de asfixia y de invierno; mediodía de los miserables.
¡Compadezcamos a los castigados! ¡Ah! ¿Qué somos nosotros mismos? ¿Qué soy yo que os hablo en
este momento? ¿Qué sois vosotros que me escucháis? ¿De dónde venimos? ¿Estamos seguros de no haber
hecho nada antes de haber nacido? La tierra no deja de tener semejanza con un presidio. ¿Quién sabe si el
hombre no es más que un sentenciado de la Justicia Divina?
Mirad la vida de cerca, y veréis que es tal, que en toda ella se encuentra el castigo.
¿Sois lo que se llama un ser feliz? Estáis triste todos los días. Cada día tiene su disgusto y su pequeño
cuidado. Ayer temblabais por una salud que os es querida, hoy teméis por la vuestra; mañana tendréis una
inquietud por el dinero; pasado mañana os inquietará la diatriba de un calumniador; el otro la desgracia
de un amigo; después el tiempo que hace; después cualquier cosa que se rompa o se pierda; después un
placer que la conciencia o la columna vertebral os echan en cara; otra vez la marcha de los negocios
públicos. Y esto sin contar las penas del corazón, y así sucesivamente. Apenas se disipa una nube, se
forma otra; apenas hay un día de sol y de alegría entre ciento. Y sin embargo, sois del pequeño número
que goza de la felicidad. En cuanto a los demás hombres, la eterna noche se cierne sobre ellos.
Los ánimos reflexivos usan muy poco esta alocución: los felices y los desgraciados. En este mundo,
vestíbulo de otro evidentemente, no hay seres felices.
La verdadera división humana es esta: los luminosos y los tenebrosos.
Disminuir el número de los tenebrosos, aumentar el de los luminosos; tal es el grande objeto. Por esto
gritamos: ¡Enseñanza! ¡Ciencia! Aprender a leer es encender el fuego; toda sílaba deletreada brilla.
Pero el que dice luz, no dice necesariamente goces. También se padece en la luz, porque el exceso
quema. La llama es enemiga de las alas. Arder sin cesar de volar es el prodigio del genio.
Cuando sepáis y améis, padeceréis aun. El día nace con lágrimas. Los luminosos lloran, aunque no
sea más que por los tenebrosos
II
RAÍCES
El caló es la lengua de los tenebrosos.
El pensamiento se conmueve en sus más sombrías profundidades: la filosofía social se sumerge en las
meditaciones más dolorosas en presencia de este enigmático dialecto, a un mismo tiempo humillado y
rebelde.
Allí es donde se encuentra el castigo visible. Cada sílaba tiene una significación marcada.
Las palabras de la lengua vulgar se presentan en el caló como contraídas y retorcidas por el hierro
enrojecido del verdugo; y algunas parece que están humeando aun. Tal frase produce el mismo efecto que
la marca de la flor de lis de un ladrón, a quien se desnuda de repente. La idea se opone siempre a dejarse
expresar por esos sustantivos perseguidos por la justicia. La metáfora es algunas veces tan descarada,
que se conoce que ha estado en la argolla.
Por lo demás, y a pesar de todo esto, y aun a causa de todo esto, esa jerga extraña tiene de derecho su
habitación en el gran estante imparcial, en que hay un sitio para el ochavo oxidado como para la medalla
de oro, y que se llama literatura. El caló, quiérase o no se quiera, tiene su sintaxis y su poesía: es una
lengua; y si en la deformidad de ciertos vocablos se conoce que ha sido mascullada por Mandrin, en el
esplendor de ciertas metonimias se descubre que la ha hablado Villon.
El siguiente verso, tan exquisito y tan célebre ¿Dó están las nieves de antaño? es un verso de caló.
Antaño-ante annum-es una palabra del caló de Túnez, que significaba el año pasado, y por extensión en
otro tiempo. Hace treinta y cinco años aun podía leerse, en la época de la salida de la gran cadena de
1827, en uno de los calabozos de Bicetre, esta máxima grabada con un clavo en la pared por un rey de
Túnez, condenado a galeras: O challt d’antaño chalaban «siempre» pot a bar de Coesres. Lo que quiere
decir: «Los reyes de otro tiempo iban siempre a hacerse consagrar». Para aquel rey, la consagración
era el presidio.
La palabra decarede, que significa la partida de un carruaje pesado al galope, se atribuye a Villon, y
es digna de él. Esta palabra, que echa fuego por las cuatro patas, resume en una onomatopeya magistral el
admirable verso de Lafontaine:
Tiraban de un coche seis fuertes caballos.
Bajo el punto de vista puramente literario, pocos estudios serán más curiosos y más fecundos que el
del caló. Es una lengua dentro de la lengua común; una especie de excrescencia enfermiza; un injerto
malsano que ha producido una vegetación; una parásita que tiene sus raíces en el viejo tronco-galo, y
cuyo siniestro follaje se arrastra por un lado de la lengua. Esto es lo que podría llamarse el primer
aspecto, el aspecto vulgar del caló. Mas para los que estudian la lengua como deben estudiarla, es decir,
como los geólogos estudian la tierra, el caló se presenta como un verdadero aluvión. Según que se
ahonda más o menos, se encuentra en el caló por bajo del antiguo francés popular, el provenzal, el
español, el italiano, el levantino, esa lengua de los puertos del Mediterráneo, el inglés y el alemán, el
romance en sus tres variedades, el romance francés, el romance italiano, el romance romano, el latín, y,
en fin, el vasco y el celta. Formación extraña y oscura. Edificio subterráneo construido en común por
todos los miserables. Cada raza maldita ha formado una capa, cada padecimiento ha dejado caer una
piedra, cada corazón ha dado un guijarro. Una multitud de almas criminales, bajas o irritadas que han
atravesado la vida, y han ido a desvanecerse en la eternidad, están allí casi completas, y en cierto modo
visibles, aun bajo la forma de una palabra monstruosa.
¿Se quieren voces españolas? El antiguo caló gótico las tiene en abundancia. Ahí están boffete, que
viene de bofetón; vantana, después vanterna, que viene de ventana; gat, que viene de gato; acite, que viene
de aceite. ¿Se quieren voces italianas? Spade, que viene de spada; carvel, barco, que viene de caravella.
¿Se quieren inglesas? Bichot, obispo, que viene de bishop; raille, espía, que viene de rascal, rascalion,
pillo; pilche, estuche, que viene de pilcher, vaina. ¿Se quieren alemanas? Caleur, mozo, de keller; hers,
amo, de herzog, duque. ¿Se quieren latinas? Frangir, romper, de frangere; affurer, robar, de fur; cadene,
cadena, de catena. Hay una palabra que reaparece en todas las lenguas del continente con una especie de
poder y autoridad misteriosa, la palabra magnas. Escocia ha sacado de ella mac, con que designa el jefe
del Clan, Mac-Faralane, Mac-Callummore, el gran Farlane, el gran Callummore; el caló ha sacado meck,
y después meg, es decir, Dios. ¿Se quieren voces vascongadas? Gahisto, el diablo, que viene de gaiztoa,
malo; sorgabon, buenas noches, que viene de gabon, buenas noches. ¿Se quieren celtas? Blavin, pañuelo,
que viene de blavet, agua que corre; menesse, mujer (en mal sentido), que viene de meinec, lleno de
piedras; barant, arroyo, de baranton, fuente; goffeur, cerrajero, de gof, herrero; guedouze, muerte, de
quenudu, blanco negro. ¿Se quiere, en fin, la historia? El caló llama a los escudos molieses, en recuerdo
de la moneda que corría en las galeras de Malta.
Además de los orígenes filológicos que acabábamos de indicar, el caló tiene otras raíces más
naturales aun, y que salen, por decirlo así, del mismo espíritu del hombre.
En primer lugar, hay que notar la creación directa de las palabras, que constituye el misterio de las
lenguas. Pintar con palabras que tienen figura, aunque no se sepa cómo ni por qué, es el fondo primitivo
de toda lengua humana; es lo que podría llamarse el granito de su construcción. El caló abunda en
palabras de este genero, palabras inmediatas, hechas de una pieza, no se sabe cómo ni por qué, sin
etimología, sin analogía, sin derivados; palabras solitarias, bárbaras, repugnantes algunas veces, que
tienen una singular fuerza de expresión, y que viven. El verdugo, el taule; el bosque, el sabrl; el miedo, la
fuga, taf; el lacayo, el carbin; el general, el prefecto, el ministro, pharos; el diablo, el rabouin. Nada es
más extraño que estas palabras que disfrazan y presentan la idea. Algunas, como el rabouin, son al mismo
tiempo grotescas y terribles, y producen el efecto de un gesto ciclopeo.
En segundo lugar, viene la metáfora; porque lo más propio de una lengua que quiere decirlo todo y
ocultarlo todo, es la abundancia de figuras. La metáfora es un enigma en que se refugian el ladrón que
medita un golpe y el preso que combina una evasión. No hay ningún idioma más metafórico que el caló.
Trincar por el tronco, agarrar por el cuello; la nube, la capa; hacinar a uno, juzgarle; un ratón, un ladrón
de pan; dardear, picar, llover, figura antigua y asombrosa, que lleva su fecha en sí misma, y asimila tras
largas líneas oblicuas de la lluvia a las picas espesas e inclinadas de los lanzquenetes, y que contiene en
una sola palabra la metonimia popular: «llueven chuzos». Algunas veces, a medida que el caló pasa de la
primera época a la segunda, las palabras pasan del estado salvaje y primitivo al sentido metafórico.
El diablo, cesa de ser el rabouin, y se convierte en el panadero, el que anda en el horno. Esta
significación es más ingeniosa, pero menos grande; es una cosa, como Racine después de Corneille;
como Eurípides después de Esquilo.
Ciertas frases del caló que corresponden a las dos épocas, y tienen a la vez el carácter bárbaro y
metafórico, parecen un efecto fantasmagórico. Los muraos van a chorar queles a la luna. Esto pasa por la
mente como un grupo de espectros: no se sabe lo que se ve.
En tercer lugar, tenemos la modificación. El caló vive de la lengua, y la usa a su capricho; la emplea
al acaso, y se limita muchas veces, cuando tiene necesidad, a desnaturalizarla sumaria y gravemente. A
veces con las palabras usuales así trasformadas, y complicadas con palabras de caló puro, compone
locuciones pintorescas, en que se descubre la mezcla de los dos elementos precedentes, la creación
directa y la metáfora.
Del estaripen me sacan a caballito en un quel, por toda la polvorosa Zurrandome el barandel.
El forio, es un jilí; la foria, es garticha, y la dugida juncal; el ciudadano es tonto, la ciudadana es
astuta, la hija es bonita. Muchas veces, con objeto de hacer perder la pista a los que escuchen, el caló se
limita a añadir indistintamente a todas las palabras de la lengua una especie de cola innoble, una
terminación o una anteposición en cuti o en di. Por ejemplo: ¿Tile, tipatiretice, tibien, tiestecuti,
guitisatidoti? ¿Te parece bueno este guisado? frase dirigida por Cartucho a un carcelero para saber si le
convenía la cantidad ofrecida por la evasión. Mas recientemente se ha añadido la terminación en mar.
El caló, siendo el lenguaje de la corrupción, se corrompe muy pronto: además, como trata siempre de
ocultarse, así que se ve comprendido, se trasforma. Al contrario de que sucede en toda vegetación, en el
caló, el rayo de luz mata lo que toca. Así, el caló va descomponiéndose y recomponiéndose sin cesar;
trabajo rápido y oscuro que no se detiene nunca. El caló camina más en diez años, que la lengua en diez
siglos.
Así, el larton se convierte en lartif; el gail en gaye; la fertanche en fertille; el momignard en el
momacque; los fiques en fruques; la chique en egregeoír; el colabre en colas. El diablo es primero
gahisto, después el rabouin, después el panadero; el sacerdote es el ratichon, después el jabalí; el puñal
es el veintidós, después el surin, después el tingre; los polizontes son railles, después roussins, después
rousses, después comerciantes de lazos, después coqueurs, después cognes; el verdugo es el taule,
después Carlitos, después el buchí, después el cojuelo. En el siglo XVII, reñir es darse para tabaco; en el
XIX es darse de mojadas. Veinte locuciones distintas han pasado entre estos dos extremos. Cartucho
hablaría en griego para Lacenaire. Todas las palabras de esta lengua están perpetuamente en fuga como
los hombres que las pronuncian.
Sin embargo, de tiempo en tiempo, y a causa de este mismo movimiento, reaparece el antiguo caló y
se hace nuevo. Tiene sus capitales donde se conserva. El Temple conservaba el caló del siglo XVII;
Bicetre, cuando era cárcel, conservaba el caló de Túnez; allí se oía la antigua terminación en anche de
los antiguos tunecinos. Bebeanches tú, bebes tú; creyanches, cree. Pero no por esto es menos ley el
movimiento perpetuo.
Si el filósofo, para observarla, llega a fijar por un momento esta lengua, que se evapora sin cesar, cae
en dolorosas y útiles meditaciones. Ningún estudio es más eficaz y más fecundo en enseñanzas. No hay
una metáfora, ni una etimología del caló que no contenga una lección. Entre esos hombres golpear quiere
decir hender; la astucia es su fuerza.
Para ellos, la idea del hombre no se separa de la idea de la sombra. La noche se dice la sorgue, el
hombre el orgue. El hombre es un derivado de la noche.
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