Aires de Libertad

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    Mensaje por Maria Lua Vie 13 Dic 2024, 09:44

    ***


    VI



    ENJOLRAS Y SUS LUGARTENIENTES



    Poco más o menos en esta época, Enjolras, a la vista del posible acontecimiento, hizo una especie de
    censo misterioso.
    Todos estaban en conciliábulo en el Café Musain.
    Enjolras dijo, utilizando algunas metáforas semienigmáticas pero significativas:
    —Conviene saber en dónde nos hallamos y con quién podemos contar. Si se desean combatientes, es
    preciso hacerlos. Tener con qué golpear. Esto no puede ser nocivo. Los que pasan tienen siempre más
    posibilidades de recibir cornadas cuando hay bueyes en la carretera que cuando no los hay. Así, pues,
    contemos un poco el rebaño. ¿Cuántos somos? No hay que dejar este trabajo para mañana. Los
    revolucionarios deben tener prisa siempre; el progreso no tiene tiempo que perder. Desconfiemos de lo
    inesperado. No nos dejemos coger desprevenidos. Se trata de repasar las costuras que hemos hecho y de
    comprobar si aguantan. Este asunto debe quedar realizado hoy mismo. Courfeyrac, tú verás a los
    politécnicos. Es su día de salida. Hoy, miércoles. Feuilly, ¿verdad que verás a los de la Glaciére?
    Combeferre me ha prometido que iría a Picpus. Allí hay todo un hormiguero excelente. Bahorel visitará
    la Estrapade. Prouvaire, los albañiles se entibian; nos traerás noticias del de la logia de la calle de
    Grenelle-Saint-Honoré
    [390]
    . Joly irá a la clínica de Dupuytren y tomará el pulso a la Escuela de
    Medicina. Bossuet se dará una vueltecita por el palacio y charlará con los pasantes. Yo me encargo de la
    Cougourde.
    —Ya está todo arreglado —dijo Courfeyrac.
    —No.
    —¿Qué más hay?
    —Una cosa muy importante.
    —¿Qué es? —preguntó Combeferre.
    —La barrera del Maine —respondió Enjolras.
    Enjolras se quedó como absorto en sus reflexiones por un instante, y luego continuó:
    —En la barrera del Maine hay marmolistas, pintores, practicantes de los talleres de escultura. Es una
    familia entusiasta, pero sujeta a enfriamiento. No sé lo que les sucede desde hace algún tiempo. Piensan
    en otra cosa. Se apagan. Pasan el tiempo jugando al dominó. Sería urgente ir a hablarles un poco y con
    firmeza. Se reúnen en casa de Richefeu. Se los puede encontrar entre las doce y la una del mediodía.
    Sería preciso soplar sobre esas cenizas. Yo había contado para ello con ese distraído de Marius, que en
    suma es bueno, pero que ya no viene. Necesitaría a alguien para la barrera del Maine. Y no me queda
    nadie de quien echar mano.
    —Y yo —dijo Grantaire—, ¿acaso no estoy aquí?
    —¿Tú?
    —Yo.
    —¡Tú adoctrinar a los republicanos!, ¡tú calentar, en nombre de los principios, los corazones
    enfriados!
    —¿Por qué no?
    —¿Es que eres bueno para algo?
    —Tengo la vaga ambición —dijo Grantaire.
    —Tú no crees en nada.
    —Creo en ti.
    —Grantaire, ¿quieres prestarme un servicio?
    —Todos. Encerar tus botas.
    —Pues bien, no te mezcles en nuestros asuntos. Fermenta tu ajenjo.
    —Eres un ingrato, Enjolras.
    —¿Serías tan hombre como para ir a la barrera del Maine? ¿Serías capaz de ello?
    —Soy capaz de bajar a la calle de Gres, de atravesar la plaza Saint-Michel, de doblar por la calle
    del Monsieur-le-Prince, de tomar la calle de Vaugirard, de cruzar las Carmes, de volver por la calle de
    Assas, de llegar a la calle del Cherche-Midi, de dejar tras de mí el Consejo de guerra, de ir por la calle
    del Vieilles-Tuileries, de saltar el bulevar, de seguir la calzada del Maine, de franquear la barrera y de
    entrar en casa de Richefeu. Soy capaz de eso. Mis zapatos también son capaces de hacerlo.
    —¿Conoces un poco a los compañeros de casa de Richefeu?
    —No mucho. Solamente nos tuteamos.
    —¿Qué es lo que les dirás?
    —Les hablaré de Robespierre, ¡pardiez! De Danton; de los principios.
    —¡Tú!
    —Yo. No me hacéis justicia. Cuando me lo propongo soy terrible. He leído a Prudhomme, conozco el
    Contrato social, y sé de memoria mi constitución del año Dos. «La libertad del ciudadano termina donde
    la libertad de otro ciudadano empieza». ¿Es que me tomas por un bruto? Los derechos del hombre, la
    soberanía del pueblo, ¡caramba! Soy incluso un poco herbertista. Puedo repetir, durante seis horas, reloj
    en mano, cosas soberbias.
    —Seriedad —dijo Enjolras.
    —Soy feroz —respondió Grantaire.
    Enjolras reflexionó durante algunos segundos, e hizo el gesto del hombre que toma una decisión.
    —Grantaire —dijo—, consiento en probarte. Irás a la barrera del Maine.
    Grantaire vivía en una casa vecina al Café Musain. Salió, y regresó cinco minutos después. Había ido
    a su casa a ponerse un chaleco a la Robespierre.
    —Rojo —dijo al entrar, mirando fijamente a Enjolras.
    Luego, con mano enérgica, apoyó sobre su pecho las dos puntas escarlatas del chaleco.
    Y acercándose a Enjolras, le dijo al oído:
    —Tranquilízate.
    Se caló resueltamente el sombrero y salió.
    Un cuarto de hora más tarde la trastienda del Café Musain se hallaba desierta. Todos los Amigos del
    A B C se habían marchado, cada uno por su lado, a su tarea. Enjolras, que se había reservado la
    Cougourde, salió el último.
    Los de la Cougourde de Aix, que estaban en París, se reunían entonces en el llano de Issy, en uno de
    los caminos abandonados, tan numerosos en aquel lado de París.
    Enjolras, mientras caminaba hacia aquel lugar, pasaba en su interior revista a la situación. La
    gravedad de los acontecimientos era visible. Cuando los hechos, síntomas precursores de una especie de
    enfermedad social latente, se mueven pesadamente, la menor complicación los atasca. Fenómeno del que
    salen los derrumbamientos, así como los renacimientos. Enjolras entreveía un luminoso levantamiento
    bajo los paneles tenebrosos del porvenir. ¿Quién sabe?, tal vez se acercaba el momento. El pueblo
    recobrando el derecho, ¡qué espectáculo tan hermoso!, la revolución recobrando majestuosamente la
    posesión de Francia, y diciendo al mundo: «¡La continuación, mañana!» Enjolras sentíase contento. La
    hoguera calentaba. Había, en aquel preciso instante, una red de polvo de amigos esparcida por París.
    Componía en su pensamiento, con la elocuencia filosófica y penetrante de Combeferre, el entusiasmo
    cosmopolita de Feuilly, el verbo de Courfeyrac, la risa de Bahorel, la melancolía de Jean Prouvaire, la
    ciencia de Joly, los sarcasmos de Bossuet, una especie de chisporroteo eléctrico que surgía por todas
    partes. Todos a la obra. De seguro que el resultado respondería al esfuerzo. Estaba bien. Esto le hizo
    pensar en Grantaire. «Vaya —se dijo—, la barrera del Maine me desvía un poco de mi camino. ¿Y si me
    fuera hacia la casa de Richefeu? Veamos lo que hace Grantaire, y hasta dónde ha llegado».
    Daba la una en el campanario de Vaugirard cuando Enjolras llegó al tugurio de Richefeu. Empujó la
    puerta, entró, soltó la puerta, que fue á darle en los hombros, cruzó los brazos y miró hacia la sala llena
    de mesas, de hombres y de humo.
    Una voz resonaba en aquella bruma, vivamente interrumpida por otra voz. Era Grantaire dialogando
    con un adversario.
    Grantaire estaba sentado frente a otra figura, a una mesa de mármol Santa Ana, sembrada de
    garbanzos y constelada de fichas de dominó, golpeando el mármol con el puño, y he aquí lo que Enjolras
    oyó:
    —Doble seis.
    —Cuatro.
    —¡Puerco!, no tengo más.
    —Estás muerto. Dos.
    —Seis.
    —Tres.
    —As.
    —Me toca a mí.
    —Cuatro puntos.
    —Difícilmente.
    —A ti te toca.
    —He cometido un error enorme.
    —Vas bien.
    —Quince.
    —Siete más.
    —Con esto, son veintidós. —Pensando—. ¡Veintidós!
    —No esperaba el doble seis. Si lo hubiera puesto al principio, esto hubiera cambiado todo el juego.
    —El dos.
    —As.
    —¡As! Pues bien, cinco.
    —No tengo.
    —¿Eres tú quien ha jugado?
    —Sí.
    —Blanco.
    —¡Tienes suerte! ¡Ah, qué suerte tienes! —Larga meditación—. Dos.
    —As.
    —Ni cinco ni as. Es molesto para ti.
    —Dominó.
    —¡Hay que gibarse!






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    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 10 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Vie 13 Dic 2024, 09:46

    ***

    LIBRO SEGUNDO


    ÉPONINE


    I



    EL CAMPO DE LA ALONDRA



    Marius había asistido al inesperado desenlace de la emboscada sobre cuyas huellas había puesto a
    Javert; pero apenas Javert abandonó el caserón, llevándose a los prisioneros en tres coches, Marius se
    deslizó fuera de la casa. No eran aún las nueve de la noche. Marius fue a casa de Courfeyrac. Courfeyrac
    no era ya el imperturbable habitante del barrio latino; había ido a vivir a la calle de la Verrerie, «por
    razones políticas»; este barrio era uno de aquellos en los que se instalaba la insurrección. Marius dijo a
    Courfeyrac: «Vengo a dormir a tu casa». Courfeyrac sacó un colchón de su cama, que tenía dos, lo
    extendió en el suelo y dijo: «Aquí puedes hacerlo».
    Al día siguiente, a las siete de la mañana, Marius regresó al caserón, pagó el trimestre que debía a la
    Bougon, cargó en una carreta sus libros, su cama, su mesa, su cómoda y sus dos sillas, y se marchó sin
    dejar su dirección, y cuando Javert regresó por la mañana para preguntar a Marius sobre los
    acontecimientos de la víspera, no encontró más que a la Bougon que le respondió: «Se ha mudado».
    La Bougon quedó convencida de que Marius era un poco cómplice de los ladrones capturados durante
    la noche. «¿Quién lo hubiera dicho? —exclamó en casa de las porteras del barrio—, ¡un joven como él,
    que tenía el aspecto de una muchacha!»
    Marius tenía dos razones para esa mudanza tan rápida. La primera es que sentía horror de aquella
    casa, en donde había visto tan cerca y en todo su desarrollo lo más repugnante, y lo más feroz, una
    fealdad social tal vez más terrible aún que el mal rico: el mal pobre. La segunda, es que no quería figurar
    en el proceso que probablemente seguiría, y verse obligado a declarar en contra de Thénardier.
    Javert creyó que el joven, cuyo nombre no recordaba, había tenido miedo y se había escapado, o tal
    vez no había vuelto a su casa en el momento de la emboscada; hizo no obstante algunas gestiones para
    encontrarlo, pero no lo consiguió.
    Transcurrió un mes y después otro. Marius seguía viviendo en casa de Courfeyrac. Por medio de un
    pasante de abogado, se enteró de que Thénardier estaba a la sombra. Todos los lunes, Marius hacía llegar
    a la Forcé cinco francos para Thénardier.
    Como Marius no tenía dinero, los cinco francos se los prestaba Courfeyrac. Era la primera vez en su
    vida que aceptaba dinero prestado. Estos cinco francos periódicos eran un doble enigma para
    Courfeyrac, que los daba, así como para Thénardier, que los recibía. «¿A quién pueden ir destinados?»,
    pensaba Courfeyrac. «¿Quién me los mandará?», se preguntaba Thénardier
    Marius, por lo demás, estaba afligido. Todo había vuelto de nuevo a caer en la oscuridad. No veía ya
    nada delante de sí; su vida había vuelto a sumergirse en un misterio, en el cual erraba a tientas. Por un
    momento, había vuelto a ver de cerca, en aquella oscuridad, a la joven que amaba, al anciano que parecía
    su padre, aquellos seres desconocidos que constituían su único interés y su única esperanza en el mundo;
    y en el instante en que había creído tenerlos, un soplo se había llevado todas aquellas sombras. Ni una
    chispa de certeza y de verdad había brotado del choque tan terrible. Ninguna conjetura era posible. Ni
    siquiera sabía el nombre que había creído saber. Seguro que no era Ursule. Y la Alondra era un
    sobrenombre. ¿Y qué pensar del anciano? ¿Se escondía, en efecto, de la policía? El obrero de cabellos
    blancos que Marius había encontrado en los alrededores de los Inválidos había vuelto a su memoria. ¿Se
    disfrazaba? Aquel hombre tenía aspectos heroicos y aspectos equívocos. ¿Por qué no había gritado
    pidiendo socorro? ¿Por qué había huido? ¿Era o no era el padre de la joven? ¿Era realmente el hombre
    que Thénardier había creído reconocer? Thénardier habría podido engañarse. ¡Cuántos problemas sin
    solución! Todo esto, es cierto, no restaba nada al angélico encanto de la joven del Luxemburgo. Angustia
    dolo rosa; Marius tenía una pasión en el corazón y la noche en sus ojos. Era empujado, era atraído, y no
    podía moverse. Todo se había desvanecido, excepto su amor. A causa de este mismo amor había perdido
    los instintos y las iluminaciones súbitas. Ordinariamente, esta llama que nos consume nos ilumina también
    un poco y nos arroja algún resplandor útil. Marius no oía los sordos consejos de la pasión. Jamás se
    preguntaba: ¿y si fuera allí? ¿Y si hiciera esto? La que él ya no podía volver a llamar Ursule estaba
    evidentemente en alguna parte; nada advertía a Marius dónde debía buscar. Toda su vida se resumía
    ahora en una incertidumbre absoluta, en una bruma impenetrable. Volverla a ver; aspiraba en todo
    momento a ello, y ya no lo esperaba.
    Para colmo, se hundía nuevamente en la miseria. Sentía ya muy cerca, detrás de sí, su helado soplo.
    Con todos estos tormentos, había descuidado su trabajo, y nada es tan peligroso como el trabajo
    discontinuo; el trabajo es una costumbre fácil de dejar y difícil de recobrar.
    Una cierta cantidad de ensueño es buena, como un narcótico, a dosis discretas. Esto adormece las
    fiebres a algunas veces obstinadas de la inteligencia en activo, y hace nacer en el espíritu un vapor fresco
    que corrige los ásperos contornos del pensamiento puro, colma aquí y allá lagunas e intervalos, une los
    conjuntos y borra los ángulos de las ideas. Pero demasiado ensueño sumerge y ahoga. Desgraciado el
    trabajador que se deja caer entero del pensamiento al ensueño. Cree que se remontará fácilmente, y se
    dice que, al fin y al cabo, es lo mismo. ¡Error!
    El pensamiento es la labor de la inteligencia, el ensueño lo es de la voluptuosidad. Reemplazar el
    pensamiento por el ensueño es confundir un veneno con un alimento.
    Marius, lo recordamos, había empezado por ahí. Había sobrevenido la pasión y había acabado de
    precipitarle en las quimeras sin objeto y sin fondo. Ya no salía de su casa más que para ir a soñar.
    Alumbramiento perezoso. Abismo tumultuoso y estancado. Y a medida que el trabajo disminuía,
    aumentaban las necesidades. Esto es una ley. El hombre en estado soñador es naturalmente pródigo y
    débil; el espíritu distendido no puede mantener la vida apretada. Hay en este modo de vivir bien
    mezclado con mal, pues si la debilidad es funesta, la generosidad es sana y buena. Pero el hombre pobre,
    generoso y noble que no trabaja, está perdido. Los recursos cesan, la necesidad surge.
    Pendiente fatal, en que los más honestos y los más firmes son arrastrados como los más débiles y los
    más viciosos, y que desemboca en uno de estos dos agujeros: el suicidio o el crimen.
    A fuerza de salir para soñar, llega un día en que se sale para arrojarse al agua.
    Los excesos de sueños hacer los Escousse y los Lebras
    [391]
    .
    Marius bajaba por esta pendiente a pasos lentos, con los ojos fijos en la que ya no veía. Lo que
    acabamos de escribir parece extraño, y no obstante es cierto. El recuerdo de un ser ausente se enciende
    en las tinieblas del corazón, cuando ha desaparecido, irradia luz; el alma desesperada y oscura ve esta
    luz en su horizonte, estrella de la noche interior. Este era todo el pensamiento de Marius. No pensaba en
    otra cosa; sentía confusamente que su viejo traje se convertía en un traje imposible, y que su traje nuevo
    se iba haciendo viejo, que sus camisas se gastaban, que su sombrero se gastaba, que sus botas se
    gastaban, es decir, que su vida se gastaba, y se decía: «¡Si solamente pudiera verla antes de morir!»
    Una única idea dulce le quedaba: que ella le había amado, que su mirada se lo había dicho, que no
    conocía su nombre pero conocía su alma, y que tal vez allí donde se hallaba, cualquiera que fuese ese
    misterioso lugar, ella le amaba aún. ¿Quién sabe si no pensaba en él, como él pensaba en ella? Algunas
    veces, en las horas inexplicables que tiene todo corazón que ama, sin tener más que razones de dolor, y
    sintiendo no obstante un oscuro estremecimiento de alegría, se decía: «¡Son sus pensamientos que vienen
    a mí!» Luego añadía: «¡Tal vez mis pensamientos le llegan a ella!»
    Esta ilusión, que le hacía mover la cabeza un momento después, conseguía no obstante arrojarle al
    alma rayos que a veces parecían de esperanza. De vez en cuando, sobre todo en esa hora del atardecer
    que más entristece a los soñadores, dejaba caer en un cuaderno en el que no había otra cosa, el más puro,
    el más impersonal, el más ideal de los sueños con que el amor llenaba su cerebro. A esto llamaba
    «escribirle».
    No hay que creer que su razón estuviera trastornada. Por el contrario. Había perdido la facultad de
    trabajar y de moverse firmemente hacia un fin determinado, pero tenía más que nunca clarividencia y
    rectitud. Marius veía con una luz tranquila y real, aunque singular, lo que sucedía ante sus ojos, incluso
    los hechos o los hombres más indiferentes; aplicaba a todo la palabra justa con una especie de
    abatimiento honesto y de cándido desinterés. Su juicio, casi desprendido de la esperanza, se mantenía
    alto, y planeaba.
    En esta situación de espíritu, nada se le escapaba, nada le engañaba, y descubría a cada instante el
    fondo de la vida, de la humanidad, del destino. ¡Feliz, incluso en la angustia, aquél a quien Dios ha dado
    un alma digna del amor y de la desgracia! Quien no ha visto las cosas de este mundo, y el corazón de los
    hombres bajo esta doble luz, no ha visto nada verdadero y no sabe nada.
    El alma que ama y que sufre se halla en estado sublime.
    Por lo demás, los días se sucedían y nada nuevo surgía. Le parecía únicamente que el espacio
    sombrío que le quedaba por recorrer se acortaba a cada instante. Creía ya entrever distintamente el borde
    del abismo sin fondo.
    —¡Oh! —se repetía—. ¿Es que no voy a verla otra vez?
    Cuando se ha subido por la calle Saint-Jacques, se ha dejado de lado la barrera y se ha seguido
    durante algún tiempo a la izquierda del antiguo bulevar interior, se alcanza la calle de la Santé, luego la
    Glaciére, y un poco antes de llegar al riachuelo de los Gobelinos se encuentra una especie de campo, que
    es, en todo el largo y monótono cinturón de los bulevares de París, el único lugar donde Ruysdael habría
    estado tentado de sentarse.
    Este no sé qué, de donde la gracia se desprende aquí y allá, un prado verde atravesado de cuerdas
    tendidas, o de harapos secándose al viento, una vieja granja de huertas construida en tiempos de Luis
    XIII, con su gran techo extrañamente sembrado de buhardillas, empalizadas destartaladas, un poco de
    agua entre álamos, mujeres, risas, voces; en el horizonte el Panteón, el árbol de los Sordomudos, el Valde-Gráce, negro, fantástico, divertido, magnífico, y al fondo la severa arquitectura cuadrada de las torres
    de Notre-Dame.
    Aunque el lugar vale la pena de ser visto, nadie va. Apenas si aparece una carreta o un carretero cada
    cuarto de hora.
    Sucedió en una ocasión que los solitarios paseos de Marius le condujeron a ese terreno cerca del
    agua. Aquel día hubo en el bulevar una rareza: un paseante. Marius, vagamente sorprendido del encanto
    casi salvaje del lugar, preguntó a aquel paseante:
    —¿Cómo se llama este sitio?
    El paseante respondió:
    —Es el campo de la Alondra. —Y añadió—: Es aquí donde Ulbach mató a la pastora de Ivry.
    Pero después de esta palabra, la Alondra, Marius ya no oyó nada más. Hay súbitas congelaciones en
    el estado soñador que una palabra basta para producir. Todo el pensamiento se condensa bruscamente
    alrededor de una idea y no es capaz de ninguna otra percepción. La Alondra era el apelativo que, en las
    profundidades de la melancolía de Marius, había reemplazado a Ursule. «Vaya —díjose en el estupor
    irrazonable, propio de esos apartes misteriosos—, éste es su campo. Aquí sabré dónde vive».
    Era absurdo pero irresistible.
    Y fue todos los días al campo de la Alondra.







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    Mensaje por Maria Lua Vie 13 Dic 2024, 09:49

    ***
    II



    FORMACIÓN EMBRIONARIA DE LOS CRÍMENES EN LA INCUBACIÓN DE LAS
    CÁRCELES



    El triunfo de Javert en el caserón Gorbeau había parecido completo, pero no lo fue.
    Primeramente, y era ésta su principal preocupación, Javert no había hecho prisionero al prisionero.
    El asesinado que se evade es más sospechoso que el asesino; y es probable que este personaje, cuya
    captura resultaba tan preciosa para los bandidos, no fuera menos buena presa para la autoridad.
    Luego, Montparnasse había escapado.
    Era preciso esperar otra ocasión para echar mano a aquel «petimetre del diablo». Montparnasse, en
    efecto, habiendo encontrado a Éponine que montaba su vigilancia bajo los árboles del bulevar, se la
    había llevado con él, prefiriendo ser Némorin con la hija a Schinderhannes con el padre. Buena
    ocurrencia. Estaba libre. En cuanto a Éponine, Javert la había hecho prender. Consuelo mediocre.
    Éponine se había reunido con Azelma en las Madelonnettes.
    Por fin, durante el trayecto del caserón Gorbeau a la Forcé, uno de los principales detenidos,
    Claquesous, había desaparecido. No se sabía cómo había sucedido; los agentes y sargentos no lo
    comprendían, se había convertido en vapor, se había escurrido entre las rendijas del cascado coche y
    había huido; no se sabía otra cosa más que, al llegar a la prisión, Claquesous no se encontraba allí. Allí
    había magia. ¿Se había Claquesous fundido en las tinieblas como un copo de nieve se funde en el agua?
    ¿Había habido connivencia con los agentes? ¿Pertenecía este hombre al doble enigma del desorden y del
    orden? ¿Éra concéntrico a la infracción y a la represión? ¿Tenía esta esfinge las patas de delante en el
    crimen y las de atrás en la autoridad? Javert no aceptaba estas combinaciones, y se inquietó ante tales
    compromisos; pero su patrulla comprendía a otros inspectores más iniciados tal vez que él mismo,
    aunque eran subordinados suyos, en los secretos de la prefectura, y Claquesous era un bribón tal que
    podía ser un buen agente. Estar en tan íntimas relaciones de escamoteo con la noche resulta excelente
    para el bandidismo y admirable para la policía. Existen estos pillos de dos filos. Fuera lo que fuese, no
    se encontró a Claquesous. Javert pareció más irritado que sorprendido.
    En cuanto a Marius, «ese papanatas de abogado que probablemente había tenido miedo», y de quien
    Javert había olvidado el nombre, no le preocupaba mucho. Por lo demás, siempre es posible volver a
    encontrar a un abogado. ¿Pero era únicamente un abogado?
    La información había empezado.
    El juez de instrucción había juzgado útil no poner en la sombra a uno de los hombres de la banda
    Patrón-Minette, esperando alguna confesión. Este hombre era Brujon, el melenudo de la calle del PetitBanquier. Se le había dejado en el patio Charlemagne, y la mirada de los vigilantes estaba fijada en él.
    Este nombre, Brujon, es uno de los recuerdos de la Forcé. En el horrible patio llamado del BátimentNeuf, que la administración llamaba patio Saint-Bernard, y que los ladrones llamaban fosa de los leones,
    sobre esta muralla cubierta de escamas y de lepras que subían por la izquierda hasta la altura de los
    tejados, cerca de una vieja puerta de hierro enmohecida que llevaba a la antigua capilla de la mansión
    ducal de la Forcé, convertida en dormitorio de bribones, podía aún verse hace doce años una especie de
    fortaleza groseramente esculpida con un clavo en la piedra, y debajo esta firma: «Brujon, 1811».
    El Brujon de 1811 era el padre del Brujon de 1832.
    Este último, que sólo se ha podido vislumbrar en la emboscada Gorbeau, era un joven gallardo y muy
    astuto y sagaz, con aire atontado y plañidero. Fue por aquel aire atontado que el juez de instrucción le
    había soltado, creyéndole más útil en el patio de Charlemagne que en la celda de la prisión.
    Los ladrones no interrumpen su obra porque se hallen en manos de la justicia. No se molestan por tan
    poco. Hallarse en prisión por un crimen no impide empezar otro crimen. Son artistas que tienen un cuadro
    en el salón y que no por ello dejan de trabajar en otra obra en su taller.
    Brujon parecía aturdido por la prisión. Se le veía a veces durante horas enteras en el patio
    Charlemagne, en pie cerca de la mirilla del cantinero, y contemplando como un idiota una especie de
    pancarta de los precios de la cantina, que empezaba por: «Ajo, 62 céntimos», y terminaba por: «Cigarro,
    5 céntimos». O bien pasaba el tiempo temblando, rechinando los dientes, y diciendo que tenía fiebre, e
    informándose de si uno de los veintiocho lechos de la sala de los febriles se hallaba vacante.
    De repente, hacia la segunda quincena de febrero de 1832, se supo que Brujon, el adormilado, había
    hecho realizar, por medio de comisionarios de la casa, no en su nombre, sino en nombre de tres de sus
    camaradas, tres comisiones distintas, las cuales le habían costado en total cincuenta sueldos, gasto
    exorbitante que llamó la atención del brigadier de la prisión.
    Se informaron, y consultando la tarifa de encargos, pegada en el locutorio de los detenidos, se
    consiguió saber que los cincuenta sueldos se descomponían así: tres encargos; uno al Panteón, diez
    sueldos; otro al Val-de-Gráce, quince sueldos, y uno a la barrera de Grenelle, veinticinco sueldos. Este
    era el más caro. En el Panteón, en el Val-de-Gráce y en la barrera de Grenelle
    [392] se encontraban
    precisamente los domicilios de tres merodeadores de las barreras muy temibles, Kruideniers, llamado
    Bizarro, Glorieux, forzado liberado, y Barrecarrosse, sobre quienes este incidente atrajo la mirada de la
    policía. Se creía adivinar que estos hombres estaban afiliados a Pa-tron-Minette, dos de cuyos jefes,
    Babet y Gueulemer, estaban encerrados. Se supuso que en los encargos de Brujon, enviados a gentes que
    esperaban en la calle, debía haber algún aviso para algún complot. Tenían aún otros indicios; echaron
    mano a los tres merodeadores, y creyeron haber abortado así cualquier maquinación urdida por Brujon.
    Alrededor de una semana después de haber sido tomadas estas medidas, una noche, un vigilante de
    ronda que inspeccionaba el dormitorio del Bátiment-Neuf, en el momento de depositar su castaña en la
    caja de castañas —es el medio que se empleaba para asegurarse de que los vigilantes hacían exactamente
    su servicio; a cada hora, una castaña debía caer en todas las cajas clavadas en la puerta de los
    dormitorios— vio a través de la mirilla del dormitorio a Brujon que escribía algo en su cama. El
    guardián entró, pusieron a Brujon en un calabozo durante un mes, pero no pudo saberse lo que había
    escrito. La policía no logró más.
    Lo que es cierto es que al día siguiente fue arrojado un «postillón» desde el patio Charlemagne a la
    fosa de los leones, por encima de la construcción de cinco pisos que separaba los dos patios.
    Los detenidos llaman «postillón» a una bolita de pan artísticamente amasado que se envía a
    «Irlanda», es decir, por encima de los techos de una prisión, de un patio a otro. Etimología: por encima
    de Inglaterra, de una tierra a otra, a Irlanda. Esta bolita cae en el patio. Quien la recoge, la abre y
    encuentra una nota dirigida a algún prisionero del patio. Si es un detenido quien hace el hallazgo, entrega
    la nota a su destinatario; si es un guardián, o uno de los prisioneros vendidos secretamente, que se llaman
    «corderos» en las prisiones y «zorros» en las cárceles, la nota es entregada a la policía.
    Esta vez el «postillón» llegó a su destino, aunque aquel a quien iba dirigido el mensaje estuviera en
    aquel momento «separado». El destinatario no era otro que Babet, uno de los cuatro cabecillas de PatronMinette.
    El «postillón» contenía un papel enrollado sobre el que no había escritas más que estas dos líneas:
    «Babet, hay un asunto en la calle Plumet. Una verja sobre un jardín».
    Era lo que Brujon había escrito durante la noche.
    A despecho de los registradores y registradoras, Babet encontró medio de hacer pasar la nota de la
    Forcé a la Salpétriére, a una «buena amiga» que tenía, que estaba encerrada allí. Esta muchacha, a su vez,
    transmitió la nota a una tal Magnon, muy vigilada por la policía, pero que aún no había sido detenida. La
    citada Magnon, cuyo nombre ha visto ya el lector, mantenía con los Thénardier unas relaciones que más
    adelante se precisarán, y podía, yendo a ver a Éponine, servir de puente entre la Salpétriére y las
    Madelonnettes.
    Sucedió precisamente que en aquel instante, faltando pruebas contra las hijas de Thénardier, Éponine
    y Azelma, en la instrucción dirigida contra el primero, las muchachas fueron puestas en libertad.
    Cuando Éponine salió, Magnon, que la esperaba en la puerta de las Madelonnettes, le entregó la nota
    de Brujon dirigida a Babet, encargándole que aclarara el asunto.
    Éponine fue a la calle Plumet, reconoció la verja y el jardín, observó la casa, espió, vigiló y algunos
    días más tarde llevó a Magnon, que vivía en la calle Clocheperce, un bizcocho que Magnon transmitió a
    la amante de Babet en la Salpétriére. Un bizcocho, en el tenebroso simbolismo de las prisiones, significa
    que no hay nada que hacer.
    Aunque, poco menos de una semana más tarde, Babet y Brujon se cruzaban en el camino de ronda de
    la Forcé, cuando uno iba «a la instrucción» y el otro regresaba.
    —¿Y bien —preguntó Brujon—, qué hay en la calle P?
    —Bizcocho —respondió Babet.
    Así abortó este feto de crimen procreado por Brujon en la Forcé.
    Este aborto, no obstante, tuvo consecuencias, completamente extrañas al programa de Brujon. Las
    veremos.
    A menudo, creyendo atar un hilo, se ata otro.



    748
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    y en ese vuelo y en ese sueño
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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 10 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Sáb 14 Dic 2024, 09:14

    ***
    III



    APARICIÓN DE MABEUF



    Marius ya no iba a casa de nadie, únicamente, a veces le sucedía que se encontraba con Mabeuf.
    Mientras que Marius descendía lentamente estos grados lúgubres que se podrían llamar la escalera de
    las cuevas, y que conducen a lugares sin luz donde se oyen a las horas andar por encima de uno, el señor
    Mabeuf descendía a su vez.
    La Flora de Cauteretz ya no se vendía en absoluto. Las experiencias sobre el añil no habían tenido
    éxito en el pequeño jardín de Austerlitz, que estaba mal expuesto. El señor Mabeuf no podía cultivar allí
    más que algunas plantas raras amantes de la humedad y la sombra. Sin embargo, no se descorazonaba.
    Había obtenido un rincón de tierra en el Jardín Botánico, muy bien expuesto, para hacer «a sus expensas»
    ensayos con el añil. Para ello había puesto los cobres de su Flora en el Monte de Piedad. Había reducido
    su comida a dos huevos, y dejaba uno para su vieja sirvienta, a quien no pagaba desde hacía quince
    meses. Y a menudo su almuerzo era su única comida. Ya no reía con su risa infantil, se había vuelto
    moroso y ya no recibía visitas. Marius acertaba al no pensar en volver. Algunas veces, a la hora en que el
    señor Mabeuf iba al Jardín Botánico, el anciano y el joven se cruzaban en el bulevar del Hospital. No se
    hablaban, y se hacían un signo con la cabeza, tristemente. Cosa dolorosa, ¡hay un momento en que la
    miseria desune! Eran dos amigos y semejaban dos transeúntes.
    El librero Royol había muerto. El señor Mabeuf no conocía más que sus libros, su jardín y su añil;
    eran las tres formas que para él habían adquirido la felicidad, el placer y la esperanza. Esto le bastaba
    para vivir. Se decía: «Cuando haya conseguido mis bolas azules, seré rico, retiraré mis cobres del Monte
    de Piedad, volveré a poner en boga mi Flora, con charlatanismo y anuncios en los periódicos, y
    compraré, sé bien dónde, un ejemplar del Arte de navegar, de Pedro de Medina, edición de 1559».
    Entretanto, trabajaba durante todo el día en su cuadro de añil, y por la noche regresaba a su casa para
    regar el jardín y leer sus libros. El señor Mabeuf tenía en aquella época casi ochenta años.
    Una noche tuvo una singular aparición.
    Había regresado cuando aún era de día. La señora Plutarco, cuya salud se alteraba, estaba enferma y
    acostada. Había cenado con un hueso en el que quedaba un poco de carne, y con un pedazo de pan que
    había encontrado en la mesa de la cocina, y se había sentado sobre un mojón de piedra volcado que hacía
    de banco en su jardín.
    Cerca del banco se alzaba, como en los viejos jardines-huertos, una especie de gran baúl muy
    deteriorado, madriguera en la planta baja, frutero en el primer piso. No había ningún conejo en la
    madriguera, pero había algunas manzanas en el frutero. Restos de la provisión de invierno.
    El señor Mabeuf se había puesto a hojear y a leer, con ayuda de sus lentes, dos libros que le
    apasionaban, e incluso, cosa muy grave a su edad, le preocupaban. Su timidez natural le volvía propicio a
    una cierta aceptación de las supersticiones. El primero de estos libros era el famoso tratado del
    presidente Delancre Sobre la inconstancia de los demonios, el otro era la obra de Mutor de la
    Rubaudiére Sobre los diablos de Vauverty los gobelinos de la Bievre
    [393]
    . Este último libro le interesaba
    muchísimo, porque su jardín había sido uno de los terrenos antiguamente frecuentados por los gobelinos.
    El crepúsculo empezaba a blanquear lo que está en lo alto y a oscurecer lo que está abajo. Por encima del
    libro que sostenía en la mano, el tío Mabeuf contemplaba sus plantas, sobre todo un rododendro
    magnífico que constituía uno de sus consuelos; cuatro días de bochorno, de viento y de sol, sin una gota
    de lluvia, acababan de transcurrir; los tallos se doblaban, las yemas se inclinaban, las hojas caían, todo
    aquello tenía necesidad de ser regado; el rododendro, sobre todo, estaba triste. Mabeuf era uno de esos
    seres para quienes las plantas tienen alma. El anciano había trabajado durante todo el día en su cuadrado
    de añil, estaba agotado de cansancio; no obstante, se levantó, dejó los libros sobre el banco y echó a
    andar inclinado, con pasos vacilantes, hacia el pozo, pero cuando hubo cogido la cadena, no pudo tirar de
    ella lo bastante como para descolgarla. Entonces se volvió y alzó una mirada de angustia hacia el cielo
    que se llenaba de estrellas.
    La noche tenía esa serenidad que abruma al hombre bajo no sé qué lúgubre y eterna alegría. La noche
    prometía ser tan árida como lo había sido el día.
    «¡Estrellas por todas partes! —pensaba el viejo—; ¡ni la más pequeña nube!, ¡ni una lágrima de
    agua!»
    Y su cabeza, que se había erguido un instante, volvió a caer sobre su pecho.
    Tornó a levantarla, y miró de nuevo al cielo, murmurando:
    —¡Una lágrima de rocío!, ¡un poco de piedad!
    Trató una vez más de descolgar la cadena del pozo y no pudo.
    En aquel instante oyó una voz que decía:
    —Señor Mabeuf, ¿queréis que os riegue el jardín?
    Al mismo tiempo, un rumor de bestia salvaje que pasa se oyó en el matorral, y del mismo vio salir
    una chica flaca que se enderezó ante él, mirándole atrevidamente. Aquello se parecía menos a un ser
    humano que a una forma surgida del crepúsculo.
    Antes de que Mabeuf —que se asustaba fácilmente y que tenía el terror fácil, como hemos dicho—hubiera podido responder una sílaba, aquel ser, cuyos movimientos tenían en la oscuridad una especié de
    extraña brusquedad, había descolgado la cadena, sumergido y retirado el cubo y llenado la regadera, y el
    buen hombre veía a aquella aparición, que tenía los pies desnudos y una falda de harapos, correr entre
    los parterres, distribuyendo la vida a su alrededor. El ruido de la regadera sobre las hojas llenaba el
    alma de Mabeuf de dicha. Le parecía ahora que el rododendro era feliz.
    Una vez vacío el primer cubo, la joven llenó otro, y luego un tercero. Regó todo el jardín.
    Al verla andar así por los paseos donde su silueta semejaba negra, agitando sobre sus largos brazos
    angulosos su harapiento chal, tenía un no sé qué de murciélago.
    Cuando hubo terminado, Mabeuf se acercó con lágrimas en los ojos, y le puso la mano en la frente.
    —Dios os bendecirá —dijo—, sois un ángel, puesto que os cuidáis de las flores.
    —No —repuso ella—, soy el diablo, pero no importa.
    El anciano exclamó, sin atender, y sin esperar respuesta:
    —¡Qué pena que sea tan desgraciado y tan pobre, y que no pueda hacer nada por vos!
    —Podéis hacer algo —dijo.
    —¿Qué?
    —Decirme dónde vive el señor Marius.
    El anciano no comprendió.
    —¿Qué señor Marius?
    Alzó su mirada vidriosa, y pareció buscar algo que se había desvanecido.
    —Un joven que antes venía aquí.
    Mientras, el señor Mabeuf había recordado.
    —¡Ah, sí…! —exclamó—. Ya sé a quién os referís. ¡Esperad!, el señor Marius… el barón Marius
    Pontmercy, ¡pardiez! Vive… o, mejor dicho, ya no vive… Ah, no sé.
    Mientras hablaba, se había inclinado para sujetar una rama del rododendro. Continuó:
    —Oíd, ya recuerdo. Pasa a menudo por el bulevar, y va hacia el lado de la Glaciére. Calle
    Croulebarbe. El campo de la Alondra. Id por allí. No será difícil encontrarle.
    Cuando el señor Mabeuf se incorporó, ya no había nadie, la joven había desaparecido.
    Decididamente, sintió un poco de miedo.
    «En verdad —pensó—, si mi jardín no estuviera regado, creería que era un espíritu».
    Una hora más tarde, cuando estuvo acostado, recordó esto, y mientras se dormía, en ese instante
    turbador en que el pensamiento, semejante a ese pájaro fabuloso que se convierte en pez para cruzar el
    mar, toma poco a poco la forma del sueño para atravesar el sueño, se decía confusamente: «De hecho,
    esto se parece mucho a lo que Rubaudiére cuenta de los gobelinos. ¿Sería un gobelino?»



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    Mensaje por Maria Lua Sáb 14 Dic 2024, 09:15

    ***

    IV


    APARICIÓN DE MARIUS



    Algunos días después de la visita del «espíritu» a Mabeuf, una mañana —era lunes, el día en que
    Marius pedía prestada a Courfeyrac la moneda de cien sueldos a fin de enviarla a Thénardier— Marius
    puso la moneda de cien sueldos en su bolsillo, y antes de llevarla a la cárcel fue a «pasearse un poco»,
    esperando que a su regreso eso le haría trabajar. Por otra parte, era eternamente así. Tan pronto como se
    levantaba, se sentaba ante un libro y una hoja de papel para traducir algo; en aquella época se dedicaba a
    la traducción al francés de una célebre querella de alemanes, la controversia de Gans y Savigny
    [394]
    ,
    cogía a Savigny, luego a Gans, leía cuatro líneas, trataba de escribir una, no podía, veía una estrella entre
    él y su papel, y se levantaba de su silla diciéndose: «Voy a salir. Esto me pondrá en vena».
    Y se iba al campo de la Alondra.
    Allí veía la estrella más que nunca, y a Savigny y a Gans menos que nunca.
    Regresaba, intentaba reemprender su labor y no lo conseguía; no había medio de atar uno solo de los
    hilos rotos en su cerebro; entonces se decía: «No saldré mañana. Eso me impide trabajar». Y salía todos
    los días.
    Vivía en el campo de la Alondra más que en el alojamiento de Courfeyrac. Su verdadera dirección
    era ésta: Bulevar de la Santé, séptimo árbol después de la calle Croulebarbe.
    Aquella mañana había dejado ese séptimo árbol y se había sentado en el parapeto de la ribera de los
    Gobelinos. Un alegre sol penetraba a través de las frescas hojas luminosas.
    Pensaba en «Ella». Y su ensueño, convirtiéndose en reproche, caía de nuevo sobre él; pensaba
    dolorosamente en la pereza, parálisis del alma, que iba ganándole, y en aquella oscuridad que se
    espesaba a cada instante ante él, hasta el punto de que no veía ya ni siquiera el sol.
    Empero, a través de ese penoso desprendimiento de ideas indistintas que no eran ni siquiera un
    monólogo, tanto se debilitaba en él la acción que no tenía ni fuerzas para desolarse; y también a través de
    esa absorción melancólica le llegaban las sensaciones del exterior. Oía tras de sí, por encima suyo, sobre
    los bordes del río, a las lavanderas de los Gobelinos golpear su ropa, y, asimismo, por encima de su
    cabeza, picotear y cantar a los pájaros en los olmos. Por un lado, el ruido de la libertad, de la
    despreocupación feliz, del ocio que tiene alas; por el otro, el ruido del trabajo. Cosa que le hacía pensar
    profundamente, y casi reflexionar, eran dos ruidos alegres.
    De repente, en medio de su abrumado éxtasis, oyó una voz conocida que decía:
    —¡Vaya!, ¡aquí está!
    Alzó los ojos y reconoció a la desgraciada niña que había ido una mañana a su casa, la mayor de las
    hijas de Thénardier, Éponine; ahora sabía ya cómo se llamaba. Cosa extraña, la joven estaba
    empobrecida y embellecida; dos pasos que no parecía posible que hubiese dado. Había realizado un
    doble progreso hacia la luz y hacia la miseria. Iba con los pies desnudos y vestida de harapos, como el
    día en que había entrado tan resueltamente en su habitación; únicamente que sus harapos tenían dos meses
    más; los agujeros eran más grandes, sus andrajos más sórdidos. Era la misma voz enronquecida, la misma
    frente apagada y arrugada por el sol, la misma mirada libre, extraviada y vacilante. Se reflejaba más que
    antes en su fisonomía ese no sé qué de asustado y lamentable que la prisión suma a la miseria.
    Tenía briznas de paja y de heno en los cabellos, no como Ofelia para volverse loca con el contagio
    de la locura de Hamlet, sino porque había dormido en el granero de alguna cuadra.
    Y a pesar de todo aquello, era hermosa. ¡Qué astro sois, oh juventud!
    Entretanto se había detenido ante Marius con un poco de alegría en su lívido rostro, y mostrando algo
    que se parecía a una sonrisa.
    Permaneció algunos instantes como si no pudiera hablar.
    —¡Os he encontrado! —dijo por fin—. El señor Mabeuf tenía razón, ¡era en este bulevar! ¡Cuánto os
    he buscado!, ¡si supierais! ¿Sabíais que he estado en chirona? ¡Quince días! ¡Me han soltado!, ya que no
    tenían nada contra mí, y además yo no tengo edad de discernir. ¡Oh, cuánto os he buscado! Hace seis
    semanas. ¿Ya no vivís allá?
    —No —dijo Marius.
    —¡Oh!, comprendo. A causa de aquello. ¡Qué desagradables son esos atracos! Os habéis mudado.
    ¡Vaya!, ¿por qué lleváis ese sombrero tan viejo? Un joven como vos debe tener hermosos trajes. ¿Sabéis,
    señor Marius, que el señor Mabeuf os llama barón Marius no sé qué? ¿Verdad que no sois barón? Los
    barones son viejos, van al Luxemburgo, delante del castillo, donde hay más sol, y leen el Quotidienne
    por un sueldo. Una vez fui a llevar una carta a casa de un barón que era así. Tenía más de cien años.
    Decid, pues, ¿dónde vivís ahora?
    Marius no respondió.
    —¡Ah!, tenéis un agujero en la camisa. Será preciso que os lo cosa. —Y continuó con una expresión
    que se ensombrecía poco a poco—: ¿No parecéis contento de verme?
    Marius seguía callado; ella guardó silencio durante un instante, y luego exclamó:
    —¡Sin embargo, si yo quisiera, os obligaría a tener aspecto de contento!
    —¿Qué? —preguntó Marius—. ¿Qué queréis decir?
    —¡Ah!, ¡antes me hablabais de tú! —prosiguió la joven.
    —Pues bien, ¿qué quieres decir?
    Ella se mordió los labios; parecía dudar, como presa de un sordo combate interior. Por fin, pareció
    tomar su resolución.
    —Bueno, es igual. Tenéis el aire triste, y yo quiero que estéis contento. Prometedme que reiréis.
    Quiero veros reír y decir: «¡Ah, muy bien!» ¡Pobre señor Marius! Me habíais prometido que me daríais
    todo lo que yo quisiera…
    —¡Sí, pero habla de una vez!
    Ella miró a Marius a los ojos y le dijo:
    —Tengo las señas.
    Marius palideció. Toda su sangre le afluyó al corazón.
    —¿Qué señas?
    —¡Las que me habíais pedido! —Y añadió como si realizara un esfuerzo—: Las señas… ya sabéis.
    —¡Sí!
    —¡Las de la señorita!
    Pronunciada esta palabra, suspiró profundamente
    Marius saltó del parapeto donde se había sentado, y le tomó la mano.
    —Entonces, ¡llévame!, ¡dime!, ¡pídeme todo lo que quieras! ¿Dónde es?
    —Venid conmigo —respondió la joven—. No sé muy bien la calle y el número; es al otro lado, pero
    conozco muy bien la casa; voy a conduciros allí.
    Ella retiró su mano y prosiguió, con un tono que hubiera lastimado a un observador atento, pero que
    Marius ni siquiera captó, ebrio y transportado.
    —¡Oh, qué contento estáis!
    Una nube atravesó la frente de Marius. Cogió a Éponine por el brazo.
    —Júrame una cosa!
    —¿Jurar? —replicó ella—. ¿Qué quiere decir eso? ¡Vaya! ¿Queréis que jure?
    Y se rió.
    —¡Tu padre! Prométeme, Éponine, júrame que no darás esas señas a tu padre.
    Ella se volvió hacia el joven con aire sorprendido:
    —¡Éponine! ¿Cómo sabéis que me llamo Éponine?
    —¡Prométeme lo que te pido!
    Pero ella no parecía oírle.
    —¡Qué bonito es esto!, ¡me habéis llamado Éponine!
    Marius la cogió por los dos.
    —¡Respóndeme, en nombre del cielo!, presta atención a lo que te digo, ¡júrame que no dirás a tu
    padre las señas que sabes!
    —¿Mi padre? —dijo—. ¡Ah, sí, mi padre! Tranquilizaos. Está a la sombra. ¡Por otra parte, no me
    ocupo de mi padre!
    —¡Pero no me lo prometes! —exclamó Marius.
    —¡Soltadme, pues! —dijo ella, estallando en carcajadas—. ¡Cómo me sacudís! ¡Sí!, ¡sí!, ¡os lo
    prometo!, ¡os lo juro!, ¿qué puede importarme esto?; no diré las señas a mi padre. ¡Ya está! ¿es lo que
    deseáis, verdad?
    —¿Ni a nadie?
    —Ni a nadie.
    —Ahora —dijo Marius—, llévame allí.
    —¿En seguida?
    —Én seguida.
    —Venid. ¡Oh, qué contento está! —dijo.
    Tras haber dado unos pasos, se detuvo.
    —Me seguís demasiado de cerca, señor Marius. Dejadme ir delante, y seguidme como si no lo
    pareciera. Es preciso que no se vea a un hombre de bien como vos detrás de una mujer como yo.
    Ninguna lengua podría expresar todo lo que contenía la palabra mujer, pronunciada de aquella manera
    por una niña.
    Dio unos diez pasos y volvió a detenerse; Marius se reunió con ella. Ella le habló sin volverse hacia
    él:
    —A propósito, ¿sabéis que me habéis prometido una cosa?
    Marius buscó en su bolsillo. No poseía en el mundo más que los cinco francos destinados a
    Thénardier. Los cogió, y los puso en la mano de Éponine.
    Ella abrió los dedos, dejó caer la moneda al suelo y, mirándole con aire sombrío, dijo:
    —No quiero vuestro dinero.






    CONT
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    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
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    y tren de tus ilusiones."
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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 10 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Sáb 14 Dic 2024, 09:22

    ***

    LIBRO TERCERO




    LA CASA DE LA CALLE PLUMET


    I



    LA CASA SECRETA



    A mediados del siglo pasado, un presidente del Parlamento de París, que tenía una amante y se
    escondía, pues en esa época los grandes señores mostraban a sus amantes y los burgueses las escondían,
    hizo construir «una pequeña casa» en el barrio Saint-Germain, en la desierta calle de Blomet, que hoy se
    llama calle Plumet
    [395]
    , no lejos del lugar al que denominaban entonces el Combate de los Animales.
    La citada casa se componía de un pabellón con dos plantas, de dos salas en la planta baja y dos
    habitaciones en el primer piso; abajo, una cocina, y arriba, un tocador, bajo el techo un granero, y el
    conjunto precedido por un jardín con ancha verja que daba a la calle. Este jardín tenía aproximadamente
    una fanega. Esto era todo lo que los transeúntes podían entrever; pero detrás del pabellón había un patio
    estrecho, y al fondo del patio una vivienda de dos habitaciones sobre un sótano, especie de escondite
    destinado a ocultar, en caso necesario, a un niño y una nodriza. Esta vivienda comunicaba por atrás, por
    medio de una puerta oculta, con un largo pasillo estrecho, pavimentado, sinuoso, a cielo abierto,
    bordeado de dos altos muros, el cual, escondido con un arte prodigioso, y como perdido entre los
    cercados de los jardines y huertos cuyos ángulos seguía, iba a desembocar a otra puerta igualmente
    secreta, que se abría a una media legua de allí, casi en otro barrio, en el extremo solitario de la calle
    Babylone.
    El señor presidente se introducía por allí, las personas que le hubieran espiado y seguido, y que
    hubiesen observado que el señor presidente iba todos los días misteriosamente a alguna parte, no habrían
    podido sospechar que ir a la calle Babylone era ir a la calle Blomet. Gracias a unas hábiles compras de
    terrenos, el ingenioso magistrado había podido realizar este trabajo de vía secreta hacia su casa, sobre su
    propio terreno, y, por consiguiente, sin control. Más tarde, había revendido por parcelas, por jardines,
    por huertas, los lotes de tierra vecinos al corredor, y los propietarios de estos lotes creían tener ante los
    ojos un muro de separación, y no sospechaban la existencia de aquella larga cinta de empedrado que
    serpenteaba entre dos murallas, entre sus parterres y sus huertos. Solamente los pájaros veían tal
    curiosidad. Es probable que las currucas y los abejarucos del siglo pasado hayan murmurado mucho
    acerca del señor presidente.
    El pabellón, construido en piedra conforme al gusto de Mansart, artesonado y amueblado al estilo de
    Watteau, rocalla en el interior, peluca en el exterior, rodeado de un triple cercado de flores, ofrecía un
    aspecto más bien discreto, coquetón y solemne, como corresponde a un capricho del amor y de la
    magistratura.
    Tal casa y tal pasillo, que hoy han desaparecido, existían aún hace una quincena de años. En el 93, un
    calderero había comprado la casa para demolerla, pero no habiendo podido pagar el precio, la nación le
    puso en quiebra. De modo que fue la casa la que demolió al calderero. Desde entonces, permaneció
    deshabitada y cayó lentamente en ruinas, como toda casa a la que la presencia del hombre no comunica la
    vida. Había permanecido amueblada con sus viejos muebles, estando siempre en venta o para alquiler, y
    las diez o doce personas que anualmente pasaban por la calle Plumet eran advertidas de este detalle por
    medio de un rótulo amarillo e ilegible colgado de la verja del jardín desde 1810.
    Hacia fines de la Restauración, esos mismos transeúntes pudieron advertir que el cartel había
    desaparecido y que incluso los postigos del primer piso se hallaban abiertos. La casa, en efecto, estaba
    ocupada. Las ventanas tenían «pequeñas cortinas», signo de que allí había una mujer.
    En el mes de octubre de 1829, un hombre de cierta edad se había presentado y alquilado la casa tal
    como estaba, comprendido, por supuesto, el cuerpo trasero de la vivienda y el pasillo que iba a
    desembocar en la calle Babylone. Había hecho restaurar las dos puertas secretas de este pasaje. La casa,
    acabamos de indicarlo, estaba todavía amueblada con los viejos muebles del presidente; el nuevo
    inquilino había ordenado algunas reparaciones, añadido aquí y allá lo que faltaba, pavimentado de nuevo
    el patio, hecho poner ladrillos en los embaldosados, peldaños en la escalera, piezas en los parquets y
    cristales en las ventanas, y, por último, había ido a instalarse allí con una joven y una sirvienta de edad,
    sin ruido, más bien como alguien que se desliza que como alguien que entra en su propia casa. Los
    vecinos no hablaron de ello, por la razón de que no había vecinos.
    Este inquilino era, en efecto, Jean Valjean, y la joven era Cosette. La sirvienta era una mujer llamada
    Toussaint, a quien Jean Valjean había arrancado del hospital y de la miseria, la cual era vieja,
    provinciana y tartamuda, tres cualidades que habían determinado a Jean Valjean a tomarla consigo. Había
    alquilado la casa con el nombre de Fauchelevent, rentista. En lo que ha sido relatado anteriormente, sin
    duda que el lector ha tardado menos que Thénardier en reconocer a Jean Valjean.
    ¿Por qué Jean Valjean había abandonado el convento del Petit-Picpus? ¿Qué había sucedido?
    No había sucedido nada.
    Se recordará que Jean Valjean era feliz en el convento, tan feliz que su conciencia terminó por
    inquietarse. Veía a Cosette todos los días, sentía nacer y desarrollarse en él cada vez más la paternidad,
    guardaba en el alma a aquella niña, y se decía que le pertenecía, que nada podía quitársela, que sería así
    indefinidamente, que ciertamente ella se haría religiosa, pues cada día era dulcemente provocada a ello,
    que así el convento sería en adelante el universo, tanto para ella como para él, que él envejecería allí y
    ella crecería, que ella envejecería y él moriría; en fin, maravillosa esperanza de que ninguna separación
    sería posible. Reflexionando sobre esto, se sumió en perplejidades. Se interrogó. Se preguntó si toda
    aquella felicidad era suya, si no se componía de la felicidad de otro, de la felicidad de aquella niña que
    él confiscaba y le hurtaba; ¿no era esto un robo? Se decía que aquella niña tenía derecho a conocer la
    vida antes de renunciar a ella, que suprimirle de antemano, sin consultarla, todas las alegrías, con el
    pretexto de librarla de todas las pruebas, aprovecharse de su ignorancia y de su aislamiento para hacer
    germinar en ella una vocación artificial, era desnaturalizar a una criatura humana y mentir a Dios. ¿Y
    quién sabe si dándose un día cuenta de todo ello, y religiosa a la fuerza, Cosette no llegaría a odiarle?
    Ultimo pensamiento casi egoísta, y menos heroico que los demás pero que le resultaba insoportable.
    Resolvió dejar el convento.
    Reconoció, desolado, que era preciso. En cuanto a las objeciones, no las tenía. Cinco años de
    estancia entre aquellas cuatro paredes y de desaparición, necesariamente habían destruido o dispersado
    los elementos de temor. Podía moverse entre los hombres tranquilamente. Había envejecido, y todo había
    cambiado. ¿Quién iba a reconocerle ahora? Y luego, examinando lo peor, no había peligro más que para
    él mismo, y no tenía derecho a condenar a Cosette al claustro por la razón de que él hubiera sido
    condenado a prisión. Por otra parte, ¿qué importa el peligro ante el deber? Finalmente, nada le impedía
    ser prudente y tomar sus precauciones.
    En cuanto a la educación de Cosette, estaba poco más o menos terminada y completada.
    Una vez tomada su determinación, esperó la ocasión propicia. No tardó en presentarse. Fauchelevent
    murió.
    Jean Valjean pidió audiencia a la reverenda priora y le comunicó que habiendo recibido a la muerte
    de su hermano una pequeña herencia que le permitía vivir en adelante sin trabajar, dejaba el servicio del
    convento y se llevaba a su hija; pero que como no era justo que Cosette, no pronunciando sus votos,
    hubiera sido educada gratuitamente, suplicaba con humildad a la reverenda priora que aceptara como
    ofrenda a la comunidad, como indemnización de los cinco años que Cosette había permanecido allí, una
    suma de cinco mil francos.
    Así fue cómo Jean Valjean salió del convento de la Adoración Perpetua.
    Al abandonar el convento, tomó él mismo bajo su brazo, sin confiársela a nadie, la pequeña maleta
    cuya llave llevaba siempre encima. Esta maletita intrigaba a Cosette, a causa del olor de
    embalsamamiento que de ella se desprendía.
    Digamos en seguida que, en adelante, no abandonó nunca tal maleta. La tenía siempre en su
    habitación. Era la primera y, algunas veces, la única cosa que se llevaba cuando se mudaban. Cosette se
    reía de ello, y llamaba a aquella maleta la «inseparable», diciendo: «Estoy celosa de ella».
    Jean Valjean, por lo demás, no se reintegró al mundo sin una profunda ansiedad.
    Descubrió la casa de la calle Plumet y se escondió en ella. En adelante, adoptó el nombre de Ultime
    Fauchelevent.
    Al mismo tiempo, alquiló otros dos apartamentos en París, con el fin de atraer menos la atención que
    si hubiera vivido siempre en el mismo barrio, de poder ausentarse si se sentía inquieto; y, en fin, de no
    encontrarse desprotegido, como la noche en que había escapado a Javert tan milagrosamente. Estos dos
    apartamentos eran dos alojamientos muy mezquinos y de pobre apariencia, en dos barrios muy alejados
    uno de otro, el primero en la calle del Ouest, y el otro en la calle del Homme-Armé
    [396]
    .
    De vez en cuando iba a la calle del Homme-Armé y en ocasiones a la calle Ouest a pasar un mes o
    seis semanas con Cosette, sin llevarse a Toussaint. Se hacía servir por los porteros y se hacía pasar por
    rentista de los alrededores, teniendo un apeadero en la ciudad. Tenía tres domicilios en París, con objeto
    de escapar a la policía.



    760
    CONT
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    Mensaje por Maria Lua Dom 15 Dic 2024, 15:32

    ***
    II



    JEAN VALJEAN GUARDIA NACIONAL




    Por lo demás, propiamente hablando, vivía en la calle Plumet y había organizado su existencia del
    siguiente modo.
    Cosette, con su sirvienta, ocupaba el pabellón; tenía la gran habitación de los entrepaños pintados, el
    tocador de molduras doradas, el salón del presidente amueblado con tapices y amplios sillones; tenía el
    jardín. Jean Valjean había hecho poner en la habitación de Cosette un lecho con baldaquín de damasco
    antiguo de tres colores y un antiguo y hermoso tapiz de Persia, comprado en la calle Figuier-SaintPaul
    [397]
    , en casa de la Gaucher, y para atenuar la severidad de estas magníficas antigüedades, juntó con
    esta mezcla todos los pequeños muebles alegres y graciosos de las jóvenes: la estantería, la biblioteca,
    los libros dorados, una escribanía, la carpeta, la mesita de trabajo incrustada de nácar, el estuche de
    tocador de granate y porcelana del Japón. Largos cortinajes de damasco de fondo rojo en tres colores,
    semejante al de la cama, colgaban de las ventanas del primer piso. En la planta baja había cortinas de
    tapicería. Durante todo el invierno, la casita de Cosette estaba caliente. El vivía en una especie de
    vivienda de portero, que se hallaba en el patio del fondo, con un colchón sobre un lecho de tijera, una
    mesa de madera blanca, dos sillas de paja, un jarro de porcelana para el agua, algunos libros sobre una
    tabla, su querida maleta en un rincón, siempre sin calefacción. Comía con Cosette, y tenía un pan moreno
    para él en la mesa. Había dicho a Toussaint, al entrar ésta:
    —Es la señorita quien es la dueña de la casa.
    —¿Y usted, señor? —había replicado Toussaint.
    —Yo, más que el dueño, soy el padre.
    Cosette, en el convento, había sido instruida en los trabajos de la casa, y organizaba los gastos, que
    eran muy modestos. Todos los días, Jean Valjean tomaba del brazo a Cosette y la llevaba a pasear. La
    acompañaba al Luxemburgo, por el paseo menos frecuentado, y todos los domingos a misa, siempre a
    Saint-Jacques-du-Haut-Pas, porque estaba muy lejos. Como es un barrio muy pobre, hacía muchas
    limosnas, y los desgraciados le rodeaban en la iglesia, lo que le había valido el epíteto de los
    Thénardier: «El señor benefactor de la iglesia de Saint-Jacques-du-Haut-Pas». Llevaba a Cosette a
    visitar a los indigentes y a los enfermos. Ningún extraño entraba en la casa de la calle Plumet. Toussaint
    traía las provisiones, y Jean Valjean iba él mismo a buscar el agua a un grifo que había muy cerca, en el
    bulevar. Ponían la leña y el vino en una especie de hondonada tapizada de rocas, cercana a la calle de
    Babylone, y que antiguamente había servido de gruta al señor presidente; pues en el tiempo de las Folies
    y de las Petites-Maisons no había amor sin gruta.
    Había en la puerta de la calle de Babylone una de esas cajas destinadas a las cartas y a los
    periódicos; pero los tres habitantes del pabellón de la calle Plumet no recibían ni periódicos ni cartas, y
    toda la utilidad de la caja, antiguamente destinada a cartas amorosas y confidente de un leguleyo
    lechuguino, estaba ahora limitada a las notas del cobrador de contribuciones y a las de la guardia. Pues el
    señor Fauchelevent, rentista, era de la guardia nacional; no había podido escapar a las estrechas mallas
    del nuevo censo de 1831. Los informes municipales tomados en esa época se habían remontado hasta el
    convento del Petit-Picpus, especie de nube impenetrable y santa, de la que Jean Valjean había salido
    venerable para los de su alcaldía, y, por consiguiente, digno de la guardia.
    Tres o cuatro veces por año, Jean Valjean se endosaba su uniforme y realizaba su servicio; de muy
    buena gana, por cierto; constituía para él un correcto disfraz que le mezclaba con todo el mundo,
    dejándole solitario. Jean Valjean acababa de cumplir sesenta años, edad de la exención legal, pero no
    aparentaba más de cincuenta; por lo demás, no experimentaba ningún deseo de sustraerse a su sargento
    mayor y de fastidiar al conde Lobau; no tenía estado civil; ocultaba su nombre, ocultaba su identidad,
    ocultaba su edad, lo ocultaba todo; y, acabamos de decirlo, era un guardia nacional de buena voluntad.
    Parecerse al primer llegado que paga sus contribuciones, ésta era toda su ambición. Este hombre tenía
    por ideal, por dentro, el ángel, por fuera, el burgués.
    Observemos, no obstante, un detalle. Cuando Jean Valjean salía con Cosette, se vestía como se ha
    visto, y adoptaba la actitud de un antiguo oficial. Cuando salía solo, y habitualmente era al anochecer, iba
    siempre vestido con una chaqueta y un pantalón de obrero, y tocado con un casquete que le ocultaba el
    rostro. ¿Era precaución o humildad? Las dos cosas a la vez. Cosette estaba acostumbrada al lado
    enigmático de su vida, y apenas reparaba en las singularidades de su padre. En cuanto a Toussaint,
    veneraba a Jean Valjean, y encontraba bien todo lo que éste hacía. Un día, el carnicero, que había visto a
    Jean Valjean, le dijo:
    —Es un tipo gracioso.
    —Es un santo —respondió Toussaint.
    Ni Jean Valjean ni Cosette ni Toussaint entraban y salían por otra parte que por la calle de Babylone.
    A menos que se los viera a través de la verja del jardín, era difícil adivinar que vivían en la calle Plumet.
    La verja permanecía siempre cerrada. Jean Valjean mantenía el jardín en estado inculto, con el fin de que
    no llamara la atención.
    En esto, tal vez se equivocaba.






    III




    FOLIIS AC FRONDIBUS




    [398]
    Este jardín, abandonado a sí mismo desde hacía más de medio siglo, se había convertido en algo
    extraordinario y encantador. Los paseantes de hace cuarenta años se detenían en aquella calle para
    contemplarlo, sin sospechar los secretos que se ocultaban tras sus frescas y verdes espesuras. En aquella
    época, más de un soñador dejó muchas veces penetrar sus ojos y su pensamiento indiscretamente a través
    de los barrotes de la antigua verja encadenada, unida a dos pilares verdeados y musgosos, coronada
    extrañamente con un frontis de arabescos indescifrables.
    Había un banco de piedra en un rincón, una o dos estatuas enmohecidas, y algunos enrejados
    desprendidos por el tiempo se enmohecían sobre el muro; por lo demás, no quedaban paseos ni césped,
    había grama por todas partes. La jardinería le había abandonado, y la naturaleza había regresado.
    Abundaban las malas hierbas, aventura admirable para un pobre rincón de tierra. La fiesta de los
    girasoles era espléndida. Nada en aquel jardín contrariaba el esfuerzo sagrado de las cosas hacia la vida;
    el crecimiento venerable se encontraba en su casa. Los árboles se habían inclinado hacia los espinos, y
    los espinos habían trepado por los árboles, la planta había trepado, la rama se había doblado, lo que se
    arrastra por el suelo había ido a encontrar lo que se abre en el aire, lo que flota al viento se había
    inclinado hacia lo que crece entre el musgo; troncos, ramas, hojas, fibras, matas, sarmientos y espinas se
    habían mezclado, atravesado, unido, confundido; la vegetación, en un abrazo estrecho y profundo, había
    celebrado y cumplido allí, bajo la satisfecha mirada del Creador, en este cercado de trescientos pies
    cuadrados, el santo misterio de su fraternidad, símbolo de la fraternidad humana. Aquel jardín ya no era
    un jardín, era una espesura colosal, es decir, algo impenetrable como una selva, poblada como una
    ciudad, temblorosa como un nido, oscura como una catedral, olorosa como un ramillete, solitaria como
    una tumba, viva como una multitud.
    El floreal, esa enorme mata, libre detrás de su verja y de sus cuatro muros, entraba en celo en el
    sordo trabajo de la germinación universal, se estremecía al sol naciente casi como una bestia que aspira
    los efluvios del amor cósmico, y que siente la savia de abril subir y burbujear en sus venas, y sacudiendo
    al viento su prodigiosa cabellera verde, sembraba sobre la tierra húmeda, sobre las estatuas borradas,
    sobre la desplomada escalinata del pabellón, y hasta el empedrado de la calle desierta, las flores en
    estrellas, el rocío en perlas, la fecundidad, la belleza, la vida, la alegría, los perfumes. A mediodía, mil
    mariposas blancas se refugiaban allí, y era un espectáculo divino ver arremolinarse en copos, en la
    sombra, aquella nieve viva de verano. Allí, en aquellas alegres tinieblas de verdor, una multitud de voces
    inocentes hablaba dulcemente al alma, y lo que los susurros habían olvidado decir, los zumbidos lo
    completaban. Al atardecer, un vapor de ensueño se desprendía del jardín y lo envolvía; un sudario de
    bruma, una tristeza celeste y tranquila lo cubría; el embriagador aroma de las madreselvas y de las
    campanillas flotaba por doquier, como un veneno exquisito y sutil; se oían las últimas llamadas de los
    pájaros trepadores y de las pezpitas adormeciéndose bajo las enramadas; sentíase esa intimidad sagrada
    del pájaro y el árbol; durante el día, las alas alegran a las hojas, por la noche, las hojas protegen a las
    alas.
    En invierno, la maleza era negra, mojada, erizada, temblorosa, y permitía ver un poco la casa. Se
    observaban, en lugar de flores en las ramas, y de rocío en las flores, las largas cintas de plata de las
    babosas, sobre el frío y espeso tapiz de las hojas amarillas; pero de todos modos, bajo cualquier aspecto,
    y en cualquier estación, primavera, verano, otoño, invierno, aquel pequeño cercado respiraba melancolía,
    contemplación, soledad, libertad, ausencia del hombre, presencia de Dios; y la vieja verja enmohecida
    parecía decir: «Este jardín es mío».
    El empedrado de París estaba allí, alrededor, los hoteles clásicos y espléndidos de la calle de
    Varenne hallábanse a dos pasos, la cúpula de los Inválidos muy cerca, la Cámara de los diputados, no
    demasiado lejos; las carrozas de la calle de la Bourgogne y de la calle Saint-Dominique circulaban
    majestuosamente por el vecindario, los ómnibus amarillos, blancos, rojos, se cruzaban en la esquina
    cercana, pero el desierto estaba en la calle Plumet; y la muerte de los antiguos propietarios, una
    revolución pasada, la caída de las antiguas fortunas, la ausencia, el olvido, cuarenta años de abandono y
    de viudez habían bastado para llevar a aquel lugar privilegiado los helechos, los gordolobos, las cicutas,
    las aquileas, las dedaleras, las altas hierbas, las grandes plantas estampadas de las anchas hojas de paño
    verde pálido, los lagartos, los escarabajos, los insectos inquietos y rápidos; para hacer salir de las
    profundidades de la tierra, y reaparecer entre aquellos cuatro muros, no sé qué grandeza salvaje y feroz; y
    para que la naturaleza, que desconcierta las mezquinas organizaciones del hombre y que se derrama
    siempre entera allí donde se derrama, tanto en la hormiga como en el águila, vino a derramarse en un
    pequeño jardín parisiense con tanta rudeza y majestad como en una selva virgen del Nuevo Mundo.
    Nada es pequeño, en efecto; cualquiera que esté sujeto a las penetraciones profundas de la naturaleza,
    lo sabe. Aunque no sea dada satisfacción alguna a la filosofía, no más que circunscribir la causa y limitar
    el efecto, el contemplador cae en éxtasis en razón de que todas estas descomposiciones de fuerza
    terminan en la unidad. Todo trabaja en pro de todo.
    El álgebra se aplica a las nubes; la irradiación del astro aprovecha a la rosa; ningún pensador se
    atrevería a decir que el perfume del espino blanco resulta inútil a las constelaciones. ¿Quién puede
    calcular el trayecto de una molécula? ¿Qué sabemos nosotros si las creaciones de los mundos no están
    determinadas por las caídas de granos de arena? ¿Quién conoce los flujos y reflujos de lo infinitamente
    grande y de lo infinitamente pequeño, el resonar de las causas en los principios del ser, y los aludes de la
    Creación? Un insecto importa; lo pequeño es grande, lo grande es pequeño; todo está en equilibrio en la
    necesidad; terrible visión para el espíritu. Hay entre los seres y las cosas relaciones de prodigio; en este
    inagotable conjunto, de sol a pulgón, no hay desprecio; tienen necesidad unos de otros. La luz no se lleva
    al firmamento los perfumes terrestres sin saber lo que hace de ellos; la noche hace distribuciones de
    esencia estelar entre las flores dormidas. Todos los pájaros que vuelan tienen en la pata el hilo del
    infinito. La germinación se complica con la aparición de un meteoro y con el picotazo de la golondrina
    rompiendo el huevo, y se ocupa simultáneamente del nacimiento de un gusano y de advenimiento de
    Sócrates. Donde termina el telescopio, empieza el microscopio. ¿Cuál de los dos tiene mejor vista?
    Escoged. Un moho es una pléyade de flores; una nebulosa es un hormiguero de estrellas. Igual
    promiscuidad, y más inaudita aún, de las cosas de la inteligencia y de los hechos de la sustancia. Los
    elementos y los principios se mezclan, se combinan, se unen, se multiplican unos por otros, hasta el punto
    de llevar el mundo material y el mundo moral a la misma claridad. El fenómeno está perpetuamente en
    repliegue sobre sí mismo. En los vastos cambios cósmicos la vida universal va y viene en cantidades
    desconocidas, rodando en el invisible misterio de los efluvios, empleándolo todo, no perdiendo ni un
    ensueño, ni un sueño, sembrando un animalillo aquí, desmenuzando un astro allí, oscilando y
    serpenteando, haciendo de la luz una fuerza, y del pensamiento un elemento, diseminado e indivisible,
    disolviéndolo todo, excepto ese punto geométrico, el yo; llevándolo todo al alma átomo; desarrollándolo
    todo en Dios; enredando, desde la más alta a la más baja, todas las actividades en la oscuridad de un
    mecanismo vertiginoso, sujetando el vuelo de un insecto al movimiento de la tierra, subordinando, ¿quién
    sabe?, aunque no fuera más que por la identidad de la ley, la evolución del cometa en el firmamento al
    girar del infusorio en la gota de agua. Máquina hecha espíritu. Engranaje enorme, cuyo primer motor es el
    insecto y cuya última rueda es el zodiaco.






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    Mensaje por Maria Lua Dom 15 Dic 2024, 15:35

    ***
    IV




    CAMBIO DE VERJA





    Parecía que ese jardín, creado antiguamente para ocultar los misterios libertinos, se hubiera
    transformado para abrigar los misterios castos. Ya no había ni glorietas, ni cuadros de césped, ni
    cenadores, ni grutas, había una magnífica oscuridad desmelenada, cayendo como un velo de todas partes.
    Pafos
    [399] había vuelto a ser Edén. Un no sé qué de arrepentimiento se había apoderado de aquel retiro.
    Esta florista ofrecía ahora sus flores al alma. Este coquetón jardín, antiguamente muy comprometido,
    había recobrado la virginidad y el pudor. Un presidente asistido por un jardinero, un buen hombre que se
    creía continuador de Lamoignon
    [400]
    , y otro buen hombre que creía serlo de Le Nótre, lo habían rodeado,
    cortado, emperifollado, adornado para la galantería; la naturaleza lo había recobrado, lo había llenado de
    sombra y lo había adornado para el amor.
    Había también en aquella soledad un corazón que estaba dispuesto. El amor no tenía más que
    mostrarse; había allí un templo compuesto de verdura, de hierba, de musgo, de suspiros, de pájaros, de
    blandas tinieblas, de ramas agitadas, y un alma hecha de dulzura, de fe, de candor, de esperanza, de
    aspiración y de ilusión.
    Cosette había salido del convento siendo una niña casi; tenía algo más de catorce años, y estaba en la
    «edad ingrata»; ya lo hemos dicho, aparte los ojos, parecía más bien fea que bonita; sin embargo, ninguno
    de sus rasgos estaba desprovisto de gracia, pero era torpe, flaca, tímida y atrevida a la vez, una niña
    grande, en una palabra.
    Su educación estaba terminada; es decir, le habían enseñado religión, y también y especialmente la
    devoción; luego «historia», esto es, la cosa que se llama así en el convento, geografía, gramática, los
    participios, los reyes de Francia, un poco de música, etcétera, pero del resto lo ignoraba todo, lo cual es
    un encanto y un peligro. El alma de una joven no debe permanecer a oscuras; más tarde aparecen en ella
    espejismos demasiado bruscos y vivos como en una habitación oscura. Debe ser instruida dulce y
    discretamente, más bien con el reflejo de las realidades que con su luz directa y dura. Media luz útil y
    graciosamente austera que disipa los miedos pueriles e impide las caídas. No hay más que el instinto
    maternal, intuición admirable en la que entran los recuerdos de la virgen y las experiencias de la mujer,
    que sepa cómo y de qué debe estar hecha esta media luz. Nada suple a este instinto. Para formar el alma
    de una joven, todas las religiones del mundo no valen lo que una madre.
    Cosette no había tenido madre. Había tenido madres, en plural.
    En cuanto a Jean Valjean, en él se juntaban todas las ternuras y todas las solicitudes; pero no era sino
    un viejo que no sabía nada de nada.
    Así, en esta obra de la educación, en este grave aspecto de la preparación de una mujer para la vida,
    ¡cuánta ciencia hace falta para luchar contra esa gran ignorancia que se llama inocencia!
    Nada prepara a una joven para las pasiones como un convento. El convento vuelve el pensamiento
    del lado de lo desconocido. El corazón, replegado sobre sí mismo, se hunde, no pudiendo esparcirse, y
    se profundiza, no pudiendo desarrollarse. De ahí las visiones, las suposiciones, las conjeturas, las
    novelas esbozadas, las aventuras deseadas, las construcciones fantásticas, los edificios enteros
    construidos en la oscuridad interior del espíritu, sombrías y secretas mansiones donde las pasiones
    encuentran inmediatamente sitio donde alojarse cuando la verja abierta les permite entrar. El convento es
    una compresión que para triunfar sobre el corazón humano debe durar toda la vida.
    Al abandonar el convento, Cosette no podía encontrar nada tan dulce y tan peligroso como la casa de
    la calle Plumet. Era la continuación de la soledad con el principio de la libertad; un jardín cerrado, pero
    una naturaleza acre, rica, voluptuosa y perfumada; los mismos sueños que en el convento, pero con
    jóvenes vislumbrados; una verja, pero abierta a la calle.
    No obstante, lo repetimos, cuando llegó allí no era aún más que una niña. Jean Valjean le entregó
    aquel jardín oculto. «Haz todo lo que quieras», le decía. Esto divertía a Cosette; removía todas las matas
    y todas las piedras, buscaba «animalitos»; jugaba en él, mientras esperaba el momento de soñar en él;
    amaba aquel jardín por los insectos que encontraba bajo sus pies y a través de la hierba, mientras
    esperaba el momento de amarlo por las estrellas que vislumbraría entre las ramas, por encima de su
    cabeza.
    Y luego, amaba a su padre, es decir, a Jean Valjean, con toda su alma, con una ingenua pasión filial
    que convertía al buen hombre en un compañero deseado y encantador. Recordaremos que el señor
    Madeleine leía mucho, Jean Valjean continuó haciéndolo; había llegado a hablar bien; tenía la riqueza
    secreta y la elocuencia de una inteligencia humilde y verdadera, espontáneamente cultivada. Le había
    quedado justo la suficiente aspereza para sazonar su bondad; era un espíritu rudo y un corazón dulce. En
    el Luxemburgo, en sus conversaciones, daba largas explicaciones de todo, basándose en lo que había
    leído, y basándose asimismo en lo que había sufrido. Mientras le escuchaba, los ojos de Cosette andaban
    vagamente errantes.
    Aquel hombre sencillo bastaba al pensamiento de Cosette, igual que aquel salvaje jardín a sus juegos.
    Cuando acababa de perseguir las mariposas, llegaba a su lado jadeante y exclamaba: «¡Ah, cuánto he
    corrido!»; él la besaba en la frente.
    Cosette adoraba al buen hombre. Iba siempre pegada a sus talones. Allí donde estaba Jean Valjean,
    estaba el bienestar. Como Jean Valjean no habitaba ni el pabellón ni el jardín, ella se encontraba mejor en
    el patio empedrado que en el cercado lleno de flores, y en la pequeña vivienda amueblada con sillas de
    paja que en el gran salón cubierto de tapices, donde se adosaban sillones acolchados. Jean Valjean le
    decía algunas veces, sonriendo por la felicidad de ser importunado: «¡Pero vete a tu casa! ¡Déjame solo
    un poco!
    Ella le hacía esas cariñosas y tiernas carantoñas que tienen tanta gracia, viniendo de la hija.
    —Padre, tengo mucho frío en vuestra casa; ¿por qué no ponéis aquí una alfombra y una estufa?
    —Querida niña, ¡hay tanta gente que vale más que yo, y que no tiene ni siquiera un techo sobre sus
    cabezas…!
    —Entonces, ¿por qué yo tengo tanto fuego en mi casa, y todo cuánto necesito?
    —Porque eres una mujer y una niña.
    —¡Bah! ¿Es que los hombres deben tener frío y estar mal?
    —Algunos sí.
    —Está bien, vendré aquí muy a menudo, y os veréis obligado a encender el fuego.
    Y le decía aún:
    —Padre, ¿por qué coméis pan tan malo como éste?
    —Porque sí, hija mía.
    —Conforme, si vos lo coméis, yo también lo comeré.
    Entonces, para que Cosette no comiera pan negro, Jean Valjean comía pan blanco.
    Cosette se acordaba confusamente de su infancia. Rezaba mañana y noche por su madre, a la que no
    había conocido. Los Thénardier se le habían quedado grabados como dos figuras temibles, en estado de
    sueño. Recordaba que una vez había ido de noche a buscar agua a un bosque. Creía que era muy lejos de
    París. Le parecía que había empezado a vivir en un abismo, y que Jean Valjean la había sacado de él. Su
    infancia le hacía el efecto de un tiempo en el que no había a su alrededor más que ciempiés, arañas y
    serpientes. Cuando por la noche, antes de dormirse, pensaba, como no tenía una idea muy clara de ser la
    hija de Jean Valjean y que él fuera su padre, se imaginaba que el alma de su madre había pasado a aquel
    buen hombre, y había ido a vivir a su lado.
    Cuando él estaba sentado, ella apoyaba su mejilla contra sus blancos cabellos, y dejaba
    silenciosamente caer una lágrima en ellos, diciéndose: «¡Tal vez este hombre es mi madre!»
    Cosette, aunque esto resulte extraño, en la profunda ignorancia de la joven educada en el convento,
    siendo la maternidad absolutamente incompatible con la virginidad, había terminado por figurarse que
    ella había tenido tan poca madre como era posible. Ni siquiera sabía el nombre de esa madre. Todas las
    veces que se lo preguntaba a Jean Valjean, éste se callaba. Si repetía su pregunta, él respondía con una
    sonrisa. Una vez ella insistió; la sonrisa terminó con una lágrima.
    Este silencio de Jean Valjean cubría la noche de Fantine.
    ¿Era prudencia? ¿Era respeto? ¿Era temor de confiar al azar de otra memoria ese nombre?
    Mientras Cosette fue pequeña, Jean Valjean le había hablado de su madre voluntariamente; cuando fue
    joven, esto le resultó imposible. Le parecía que ya no se atrevía. ¿Era a causa de Cosette? ¿Era a causa
    de Fantine? Experimentaba una especie de horror religioso a hacer entrar aquella sombra en el
    pensamiento de Cosette, y a poner a la muerta en terceros, en sus vidas. Cuanto más sagrada le resultaba
    aquella sombra, más temible le parecía. Pensaba en Fantine y se sentía abrumado de silencio. Veía
    vagamente en las tinieblas algo que le parecía un dedo posado sobre una boca. Todo aquel pudor que
    había residido en Fantine, y que durante su vida había salido violentamente de ella, ¿había vuelto después
    de su muerte a posarse sobre ella, velando indignado por la paz de aquella muerta y, feroz, guardando su
    tumba? Jean Valjean, sin saberlo, ¿se veía sometido a su presión? Nosotros, que creemos en la muerte, no
    somos de los que rechazaríamos esta misteriosa explicación. De ahí la imposibilidad de pronunciar ese
    nombre, incluso para Cosette.
    Un día Cosette le dijo:
    —Padre, esta noche he visto a mi madre en sueños. Llevaba dos grandes alas. Mi madre, en la vida,
    debió de haber estado santidad.
    —Por el martirio —repuso Jean Valjean.
    Por lo demás, Jean Valjean era feliz.
    Cuando Cosette salía con él, ella se apoyaba sobre su llosa, feliz, con el corazón rebosante. Jean
    Valjean, ante estas una ternura tan exclusiva y satisfecha por él solo, sentía que su pensamiento se fundía
    en delicias. El pobre hombre se estremecía inundado de una alegría angélica; se afirmaba a sí mismo con
    transporte que aquello duraría toda la vida; se decía que verdaderamente no había sufrido lo bastante
    como para merecer una felicidad tan radiante, y agradecía a Dios, en las profundidades de su alma, por
    haber permitido que llegara a ser amado así, él, un miserable, por aquel ser inocente.




    V





    LA ROSA DESCUBRE QUE ES UNA MÁQUINA DE GUERRA






    Un día, Cosette se miró por casualidad en su espejo y se dijo: «¡Vaya!» Casi le parecía que era
    hermosa. Esto la sumió en una turbación singular. Hasta aquel instante, nunca había pensado en su rostro.
    Se veía en su espejo, pero no se miraba en él. Y, además, a menudo le habían dicho que era fea;
    únicamente Jean Valjean decía: «¡No! ¡No!» Fuera como fuese, Cosette se había creído siempre fea, y
    había crecido con esta idea, con la resignación fácil de la infancia. Y he aquí que de repente su espejo le
    decía como Jean Valjean: «¡No!» No durmió en toda la noche. «¿Y si fuera bonita? —pensaba—. ¡Qué
    gracioso sería que fuera bonita!» Recordaba a aquellas compañeras cuya belleza hacía efecto en el
    convento y se decía: «¡Cómo! ¡Seré como la señorita tal!»
    Al día siguiente se miró, pero no por casualidad, y dudó: «¿Dónde tenía la cabeza? —se dijo—. No,
    soy fea». Simplemente había dormido mal, tenía ojeras y estaba pálida. No se había sentido contenta la
    víspera al creer en su belleza, pero se sintió triste por dejar de creer en ella. No volvió a mirarse, y
    durante más de quince días trató de peinarse de espaldas al espejo.
    Por la noche, después de cenar, acostumbraba a bordar en el salón, o hacer algún trabajo de convento,
    y Jean Valjean leía a su lado. Una vez levantó los ojos de su labor y se quedó sorprendida por la forma
    inquieta con que la miraba su padre.
    En otra ocasión iba por la calle y le pareció que alguien, a quien no vio, decía: «¡Hermosa mujer!,
    pero mal vestida». «¡Bah! —pensó—, no se trata de mí. Yo voy bien vestida, y soy fea». Llevaba
    entonces su sombrero de peluche y su vestido de lana de merino.
    Un día, al fin, estando en el jardín, oyó a la pobre vieja Toussaint que decía: «Señor, ved cómo la
    señorita se vuelve hermosa». Cosette no oyó lo que su padre respondió, pues las palabras de Toussaint le
    produjeron una especie de conmoción. Corrió por el jardín, subió a su habitación, acercóse al espejo —hacía tres meses que no se había mirado— y lanzó un grito. Acababa de deslumbrarse a sí misma.
    Era hermosa y encantadora; no podía evitar ser de la opinión de Toussaint y de su espejo. Su cintura
    se había formado, su piel se había vuelto más blanca, sus cabellos brillaban, y un esplendor desconocido
    se había encendido en sus pupilas azules. La convicción de su belleza la invadió por completo, en un
    minuto, igual que el amanecer de un día luminoso; además, los demás lo observaban también; Toussaint
    lo decía, evidentemente era de ella de quien hablaban al pasar, no cabía la menor duda; bajó de nuevo al
    jardín, creyéndose reina, oyendo cantar a los pájaros, en invierno, viendo el cielo dorado, el sol en los
    árboles, flores en los matorrales, desatinada, loca, en un arrebato inexpresable.
    Por su parte, Jean Valjean experimentaba una profunda e indefinible opresión en el corazón.
    Y es que, en efecto, desde hacía algún tiempo contemplaba con terror aquella belleza que aparecía de
    día en día más radiante en el dulce rostro de Cosette. Alba riente para todos, lúgubre para él.
    Cosette había sido hermosa mucho tiempo antes de darse cuenta de ello. Pero, desde el primer día,
    esta inesperada luz que se elevaba lentamente y envolvía poco a poco toda la persona de la joven, hirió
    la sombría pupila de Jean Valjean. Sintió que era un cambio en una vida feliz, tan feliz que él no se
    atrevía a moverse en ella, con el temor de estropear algo. Aquel hombre que había pasado por todas las
    miserias, que estaba aún ensangrentado por las heridas de su destino, que había sido casi malvado y se
    había convertido casi en un santo, que, después de haber arrastrado la cadena de la prisión, arrastraba
    ahora la cadena invisible, pero pesada, de la infamia indefinida, aquel hombre a quien la ley no había
    soltado, y que a cada instante podía ser capturado y conducido de nuevo de la oscuridad de su virtud a la
    violenta luz del oprobio público, aquel hombre lo aceptaba todo, lo excusaba todo, lo perdonaba todo y
    lo bendecía todo, no pedía a la Providencia, a los hombres, a las leyes, a la sociedad, a la naturaleza, al
    mundo, sino una cosa, ¡que Cosette le amara!
    ¡Que Cosette continuara amándole! ¡Que Dios no impidiera al corazón de aquella niña que se
    acercara a él y que permaneciera con él! Amado por Cosette, se sentía curado, descansado, tranquilizado,
    colmado, recompensado, coronado. Amado por Cosette, ¡se sentía bien! No pedía otra cosa. Si le
    hubieran dicho: «¿Quieres estar mejor?», hubiera dicho: «No». Si Dios le hubiera dicho: «¿Quieres el
    cielo?», hubiera respondido: «Perdería».








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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 10 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Dom 15 Dic 2024, 15:36

    ***
    Todo lo que podía rozar esta situación, aunque no fuera más que la superficie, le hacía estremecerse
    como el principio de otra cosa. No había sabido nunca lo que era la belleza de una mujer; pero, por
    instinto, comprendía que era algo terrible.
    Aquella belleza que se abría cada vez más triunfante y soberbia a su lado, ante sus ojos, bajo la frente
    ingenua y temible de la niña, desde el fondo de su fealdad, de su vejez, de su miseria, de su reprobación,
    de su abatimiento, la miraba asustado.
    Se decía: «¡Qué hermosa es! ¿Qué va a ser de mí?»
    Ésta, por lo demás, era la diferencia entre su ternura y la ternura de una madre. Lo que él veía con
    angustia, una madre lo hubiera visto con alegría.
    Los primeros síntomas no tardaron en manifestarse.
    Desde el día siguiente a aquel en que se había dicho, «¡Decididamente, soy hermosa!», Cosette prestó
    más atención al arreglo de su persona. Recordó las palabras del paseante: «Bonita, pero mal vestida»,
    soplo de oráculo que había pasado por su lado y se había desvanecido tras haber dejado en su corazón
    uno de los dos gérmenes que llenan más tarde toda la vida de la mujer: la coquetería. El amor es el otro.
    Con la fe en su belleza, el alma femenina se dilata en ella. Tuvo horror del vestido de lana de merino,
    y sintió vergüenza por el sombrero de peluche. Su padre no le había negado nunca nada. Asimiló
    inmediatamente toda la ciencia del sombrero, del vestido, del chal, del zapato, de la manga, de la tela que
    conviene, del color que armoniza, esa ciencia que hace de la mujer parisiense algo tan encantador, tan
    profundo y tan peligroso. La frase «mujer espirituosa» ha sido creada para la parisiense.
    En menos de un mes, la pequeña Cosette fue en esta tebaida de la calle de Babylone una de las
    mujeres, no solamente más bonitas, que ya es algo, sino «mejor vestida» de París, lo cual es mucho más.
    Hubiera querido encontrar a «su viandante» para ver lo que diría, y para «¡que se enterara!». El hecho es
    que estaba deliciosa y que distinguía a maravilla un sombrero de Gérard de un sombrero de Herbaut.
    Jean Valjean consideraba eso con ansiedad. Él, que sentía que nunca podría hacer más que
    arrastrarse, andar como máximo, veía alas en Cosette.
    Por lo demás, sólo con la simple inspección del arreglo de Cosette, una mujer se hubiera dado cuenta
    de que ésta no tenía madre. Ciertos pequeños decoros, ciertas convenciones especiales, no eran
    observadas por Cosette. Una madre, por ejemplo, le hubiera dicho que una joven no se viste nunca con
    damasco.
    El primer día que Cosette salió con su vestido y su esclavina de damasco negro, y su sombrero de
    crepé blanco, fue a tomar del brazo a Jean Valjean, alegre, radiante, rosada, orgullosa, resplandeciente.
    «Padre —dijo—, ¿cómo me encontráis?» Jean Valjean respondió con una voz que parecía la amarga voz
    de un envidioso: «¡Encantadora!»
    En su paseo, fue el de siempre. Al regresar, preguntó a Cosette:
    —¿Es que no volverás a ponerte tu vestido y tu sombrero?
    Esto sucedía en la habitación de Cosette. Cosette se volvió hacia la puerta del armario en donde
    estaban colgadas sus ropas de pensionista.
    —¡Ese disfraz…! —exclamó—. Padre, ¿qué queréis que haga de ellos? ¡Oh, nunca volveré a
    ponerme esos horrores! Con ese cachivache en la cabeza, tengo el aspecto de la señora Perroloco.
    Jean Valjean suspiró profundamente.
    A partir de aquel instante observó que Cosette, que antes siempre le pedía quedarse, diciendo:
    «Padre, me divierto más aquí con vos». Ahora siempre solicitaba salir. En efecto. ¿De qué sirve tener
    una bonita figura y un traje delicioso si no se muestra?
    Observó también que Cosette no tenía ya la misma afición por el patio trasero. Ahora, prefería estar
    en el jardín, y se paseaba sin desagrado ante la verja. Jean Valjean, huraño, no ponía los pies en el jardín.
    Se quedaba en el patio trasero, como el perro.
    Cosette, al saberse hermosa, perdió la gracia de ignorarlo; gracia exquisita, pues la belleza realzada
    con la ingenuidad es inefable, y nada es tan adorable como una inocente deslumbradora que anda
    llevando de la mano, sin saberlo, la llave de un paraíso. Pero lo que perdió en gracia ingenua, lo ganó en
    encanto pensativo y serio. Toda su persona, penetrada de las alegrías de la juventud, de la inocencia y de
    la belleza, respiraba una melancolía espléndida.
    Fue en esta época cuando Marius, después de transcurridos seis meses, volvió a verla en el
    Luxemburgo.





    VI




    EMPIEZA LA BATALLA





    Cosette estaba en su sombra, como Marius en la suya, dispuesta para el amor. El destino, con su
    paciencia misteriosa y fatal, acercaba lentamente uno a otro a estos dos seres cargados y languidecentes
    de las tempestuosas electricidades de la pasión, a estas dos almas que llevaban el amor, igual que dos
    nubes llevan el rayo, y que debían abordarse y mezclarse en una mirada como las nubes en un relámpago.
    Se ha abusado tanto de la mirada en las novelas de amor que se ha terminado por menospreciarla.
    Ahora pocos se atreven a decir que dos seres se han amado porque se han mirado. No obstante, es así
    como se ama, y únicamente así. El resto no es más que el resto y viene después. Nada es tan real como
    las grandes sacudidas que se dan dos almas al intercambiar esta chispa.
    En aquella hora en que Cosette lanzó, sin saberlo, aquella mirada que turbó a Marius, Marius no
    sospechó que él también lanzó una mirada que turbó a Cosette.
    Le produjo idéntico mal e idéntico bien.
    Desde hacía ya largo tiempo, le veía y le examinaba, como las jóvenes examinan y ven, mirando a
    otra parte. Marius encontraba aún fea a Cosette, cuando ya Cosette encontraba hermoso a Marius. Pero
    como él no le prestaba atención, aquel joven le resultaba indiferente.
    Sin embargo, no podía dejar de decirse que él tenía hermosos cabellos, hermosos ojos, hermosos
    dientes, un tono de voz encantador, cuando le oía charlar con sus camaradas que caminaba mal, si se
    quiere, pero con gracia propia, que no parecía en absoluto estúpido, que toda su persona era noble, dulce,
    sencilla y orgullosa, y, por último, que tenía el aspecto pobre, pero bueno.
    El día en que sus ojos se encontraron, y se dijeron al fin, bruscamente, esas primeras cosas oscuras e
    inenarrables que la mirada balbucea, Cosette al principio no comprendió. Regresó pensativa a la casa de
    la calle Ouest, donde Jean Valjean, según su costumbre, había ido a pasar seis semanas. Al día siguiente,
    al despertarse, pensó en aquel joven desconocido, indiferente y frío durante tanto tiempo, que ahora
    parecía prestarle atención, y le pareció que tal atención no le resultaba agradable. Más bien sentía un
    poco de cólera hacia aquel guapo desdeñoso. Un fondo belicoso se agitó en ella. Le pareció, y con ello
    experimentaba una alegría muy infantil, que por fin iba a vengarse.
    Sabiéndose hermosa, sentía, aunque de un modo indistinto, que poseía un arma. Las mujeres juegan
    con su belleza como los niños con su cuchillo. Y se hieren con ella.
    Se recordarán las dudas de Marius, sus palpitaciones, sus terrores. Permanecía en su banco, sin
    intentar acercarse. Esto despechaba a Cosette. Un día dijo a Jean Valjean: «Padre, paseémonos un poco
    por aquel lado». Viendo que Marius no iba a ella, ella se acercó a él. En semejantes casos, toda mujer se
    parece a Mahom. Y luego, cosa extraña, el primer síntoma de amor en un joven es la timidez, en una
    joven es el atrevimiento. Esto sorprende, y sin embargo nada es tan natural. Son los dos sexos que tienden
    a acercarse y que adquieren las cualidades uno del otro.
    Aquel día, la mirada de Cosette volvió loco a Marius, y la mirada de Marius hizo temblar a Cosette.
    Marius se fue confiado y Cosette inquieta. A partir de aquel día se adoraron.
    La primera cosa que Cosette experimentó fue una tristeza confusa y profunda. Le parecía que de la
    noche a la mañana su alma se había vuelto negra. Ya no la reconocía. La blancura del alma de las
    jóvenes, que se compone de frialdad y de alegría, se parece a la nieve. Se funde con el amor, que es su
    sol.
    Cosette ignoraba lo que era el amor. No había oído nunca pronunciar esta palabra en el sentido
    terrestre. En los libros de música profana que entraban en el convento, «amor» estaba reemplazado por
    «tambor» o «clamor». Ello daba lugar a enigmas que adiestraban la imaginación de las mayores, quienes
    exclamaban: «¡Ah, qué hermoso es el tambor!», o bien: «¡La piedad no es un clamor!» Pero Cosette había
    salido del convento demasiado niña para preocuparse del «tambor». No supo, pues, qué nombre dar a lo
    que experimentaba ahora. ¿Se está menos enfermo si se ignora el nombre de la enfermedad?
    Amaba con una pasión tanto mayor cuanto que amaba con ignorancia. No sabía si aquello era bueno o
    era malo, útil o peligroso, necesario o mortal, eterno o pasajero, permitido o prohibido; amaba. La
    habrían sorprendido si le hubiesen dicho: «¿No dormís?, ¡pero si está prohibido! ¿No coméis?, ¡pero si
    está muy mal! ¿Sentís opresiones y latidos en el corazón?, ¡pero si eso no se hace! ¿Os ruborizáis y
    palidecéis si cierto joven aparece al extremo del paseo?, ¡pero esto es abominable!» No habría
    comprendido, y hubiese respondido: «¿Cómo es posible que sea culpa mía una cosa contra la que nada
    puedo, y de la que nada sé?»
    Sucedió que el amor que se presentó era precisamente el que más convenía a su estado de alma. Era
    una especie de adoración a distancia, una contemplación muda, la deificación de un desconocido. Era la
    aparición de la adolescencia a la adolescencia, el sueño de las noches convertido en novela, y, siendo
    aún sueño, el fantasma deseado, realizado por fin, y hecho carne, pero no teniendo aún nombre, ni falta, ni
    mancha, ni exigencia, ni defecto; en una palabra: el amante lejano, que permanece en el ideal, una
    quimera que tiene forma. Todo encuentro más palpable y más cercano hubiera espantado a Cosette en
    aquella época, sumergida aún como estaba en la bruma creciente del claustro. Tenía todos los temores de
    los niños y los de las religiosas mezclados. El espíritu del convento, del cual se había empapado durante
    cinco años, se evaporaba todavía lentamente, y hacía temblar todo a su alrededor. En esta situación, no
    era un amante lo que necesitaba, no era tampoco un enamorado, era una visión. Empezó a adorar a Marius
    como algo encantador, luminoso e imposible.
    Como la extrema ingenuidad roza la extrema coquetería, le sonreía francamente.
    Esperaba todos los días la hora de su paseo con gran impaciencia, encontraba a Marius, sentíase
    indeciblemente feliz, y creía con sinceridad que expresaba todo su pensamiento al decir a Jean Valjean:
    «¡Qué delicioso jardín es este Luxemburgo!»
    Marius y Cosette yacían en la oscuridad el uno para el otro. No se hablaban, no se saludaban, no se
    conocían; se veían; y como los astros en el cielo, separados por millones de leguas, vivían sólo de
    mirarse.
    De esta manera, Cosette se convertía poco a poco en una mujer y se desarrollaba, bella y enamorada,
    con la conciencia de su belleza y la ignorancia de su amor. Coqueta por añadidura, por inocencia.














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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 10 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Dom 15 Dic 2024, 15:38

    ***


    VII



    A TRISTEZA, TRISTEZA Y MEDIA.




    Todas las situaciones tienen sus instintos. La vieja y eterna Madre Naturaleza advertía sordamente a
    Jean Valjean de la presencia de Marius. Jean Valjean se estremecía en lo más oscuro de su pensamiento.
    Jean Valjean no veía nada, no sabía nada y consideraba, no obstante, con una atención obstinada las
    tinieblas en que se hallaba, como si sintiera por un lado alguna cosa que se construía, y por otro alguna
    cosa que se desplomase. Marius, advertido también, y, lo que es la profunda ley del buen Dios, por esto
    mismo hacía cuanto podía para sustraerse al padre. Sucedía, empero, que Jean Valjean le veía algunas
    veces. Las trazas de Marius no resultaban del todo naturales. Tenía prudencias sospechosas, y
    temeridades torpes. Ya no se acercaba, como antes; se sentaba lejos, y permanecía en éxtasis; tenía un
    libro, y aparentaba leer; ¿por qué lo aparentaba? Antes, iba con su traje viejo, y ahora se ponía todos los
    días su traje nuevo; no estaba muy seguro de que no se hiciera rizar el pelo, ponía ojos muy graciosos y
    usaba guantes; en una palabra: Jean Valjean detestaba cordialmente a aquel joven.
    Cosette no dejaba adivinar nada. Sin saber exactamente lo que le sucedía, experimentaba la sensación
    de que era algo, y era preciso ocultarlo.
    Había entre el gusto en adornarse que se había despertado en Cosette y la costumbre de usar el traje
    nuevo del desconocido un paralelismo que molestaba a Jean Valjean. Era un casualidad tal vez, sin duda,
    pero una casualidad amenazadora.
    Nunca abría la boca para hablar a Cosette de aquel desconocido. Un día, no obstante, no pudo
    impedirlo, y con el vago desespero que arroja bruscamente la sonda en su desgracia, le dijo: «¡Ahí tienes
    a un joven de aspecto pedante!»
    Un año antes, Cosette, jovencita indiferente, hubiera respondido: «Pero si es encantador». Diez años
    más tarde, con el amor de Marius en el corazón, hubiera respondido: «¡Pedante e insoportable! ¡Tenéis
    razón!», En el momento de la vida y del corazón en que se hallaba, se limitó a responder con una
    tranquilidad suprema: «¿Aquel joven?», como si lo mirara por primera vez en su vida.
    «¡Qué estúpido soy! —pensó Jean Valjean—. Ella aún no le había visto, y yo mismo se lo he
    descubierto».
    ¡Oh, simplicidad de los viejos! ¡Profundidad de los niños!
    Es todavía una ley de estos frescos años de sufrimiento y preocupación, de estas vivas luchas del
    primer amor contra los primeros obstáculos: la joven no se deja atrapar en ninguna trampa y el joven cae
    en todas. Jean Valjean había iniciado contra Marius una sorda guerra, que Marius, con la estupidez
    suprema de la pasión y de la edad, no adivinó. Jean Valjean le tendió una multitud de emboscadas;
    cambió de hora, cambió de banco, olvidó su pañuelo, fue solo al Luxemburgo; Marius cayó de cabeza en
    todas las trampas; y a todos los puntos de interrogación plantados en su camino por Jean Valjean él
    respondió ingenuamente: «Sí». Empero, Cosette se encerró en su aparente despreocupación y en su
    imperturbable tranquilidad, pero Jean Valjean llegó a esta conclusión: «Ese bobo está locamente
    enamorado de Cosette, pero Cosette ni siquiera sabe que existe».
    No por ello tenía menos temblores dolorosos en el corazón. La hora en que Cosette amara podía
    sonar de un instante a otro. ¿No empieza todo con la indiferencia?
    Una sola vez, Cosette cometió una falta que la aterró. Él se levantó del banco para marcharse,
    después de tres horas de estancia, y ella dijo:
    —¿Ya?
    Jean Valjean no había interrumpido los paseos por el Luxemburgo, pues no quería hacer nada
    singular, y por encima de todo temía dar la alerta a Cosette; pero durante aquellas horas tan dulces para
    los dos enamorados, mientras Cosette enviaba su sonrisa a Marius, ebrio, que no observaba más que esto,
    y en el mundo no veía sino un radiante rostro dorado, Jean Valjean fijaba en Marius unos ojos
    centelleantes y terribles. Él, que había llegado a la conclusión de no creerse capaz de un sentimiento
    malévolo, había momentos en los que, cuando Marius estaba allí, creía volver a ser salvaje y feroz, y
    sentía que contra aquel joven se abrían y se levantaban las viejas profundidades de su alma, en las que
    había habido tanta cólera. Casi le parecía que en él volvían a formarse cráteres desconocidos.
    ¡Cómo! ¡Allí estaba aquel ser! ¿Qué venía a hacer? ¡Acababa de volver, mirar, examinar, probar!
    Acababa de decir: ¿Y por qué no? Venía a merodear alrededor de su vida, en torno a él, a Jean Valjean!
    ¡A merodear alrededor de su felicidad, para cogerla y llevársela!
    Jean Valjean añadía: «¡Sí, es esto! ¿Qué viene a buscar, una aventura? ¿Qué quiere, un amorío? ¡Un
    amorío! ¿Y yo? ¡Qué! Habré sido primero el más abominable de los hombres, y luego el más
    desgraciado, habré sufrido todo lo que se puede sufrir, habré envejecido sin haber sido joven, habré
    vivido sin familia, sin parientes, sin amigos, sin mujer, sin hijos, bajo todos los espinos, contra todos los
    límites, a lo largo de todos los muros, habré sido dulce aunque hayan sido duros para mí; y bueno, aunque
    hayan sido malos, me habré convertido en un hombre honesto a pesar de todo, me habré arrepentido del
    mal que he hecho y habré perdonado el mal que me han hecho, y en el momento en que soy recompensado,
    en el momento final, en el momento en que alcanzo mi fin, en el momento en que tengo todo lo que quiero,
    que he pagado, que he ganado, todo se irá, todo esto se desvanecerá y perderé a Cosette, y perderé mi
    vida, mi alegría, mi alma, porque a un bobo se le ha antojado venir a deambular por el Luxemburgo».
    Entonces, sus pupilas se llenaban de una claridad lúgubre y extraordinaria. No era ya un hombre que
    mira a un hombre; no era un enemigo que mira a un enemigo. Era un dogo que contempla a un ladrón.
    Conocemos ya el resto. Marius continuó siendo insensato. Un día siguió a Cosette hasta la calle
    Ouest. Otro día habló con el portero. El portero habló, a su vez, y dijo a Jean Valjean:
    —Señor, un hombre curioso ha preguntado por vos.
    Al día siguiente, Jean Valjean lanzó a Marius la mirada que éste advirtió al fin. Ocho días más tarde,
    Jean Valjean se había mudado. Se juró que no volvería a poner los pies ni en el Luxemburgo ni en la calle
    Ouest. Regresó a la calle Plumet.
    Cosette no se quejó, no dijo nada, no hizo preguntas, no trató de saber nada; se hallaba ya en el
    período en que se teme ser descubierto y traicionarse. Jean Valjean no tenía ninguna experiencia de estas
    miserias, las únicas que son encantadoras, y las únicas que él no había conocido; aquello hizo que no
    comprendiera el grave significado del silencio de Cosette. Únicamente observó que se había entristecido,
    y él se ensombreció. Por una y otra parte, se trataba de inexperiencias en disputa.
    Una vez, hizo una prueba. Preguntó a Cosette:
    —¿Quieres venir al Luxemburgo?
    Un rayo iluminó el pálido rostro de Cosette.
    —Sí —dijo.
    Y allí fueron. Habían transcurrido tres meses. Marius ya no iba allí. Marius no estaba allí.
    Al día siguiente, Jean Valjean preguntó a Cosette:
    —¿Quieres venir al Luxemburgo?
    Ella respondió dulce y tristemente:
    —No.
    Jean Valjean quedó sorprendido por aquella tristeza, y afligido por aquella dulzur
    ¿Qué sucedía en aquel espíritu tan joven y ya tan impenetrable? ¿Qué estaba produciéndose en él?
    ¿Qué pasaba en el alma de Cosette? Algunas veces, en lugar de acostarse, Jean Valjean se quedaba
    sentado cerca de su camastro con la cabeza entre las manos, y pasaba noches enteras preguntándose:
    «¿Qué hay en el pensamiento de Cosette?» Y reflexionando en las cosas en las cuales ella podía pensar.
    ¡Oh! En aquellos momentos qué miradas dolorosas dirigía hacia el claustro, aquel pináculo casto,
    aquel lugar de ángeles, aquel inaccesible glaciar de la virtud. ¡Cómo contemplaba con un arrebato
    desesperado aquel jardín del convento, lleno de flores ignoradas y de vírgenes encerradas, en donde
    todos los perfumes y todas las almas suben directas al cielo! ¡Cuánto adoraba aquel edén cerrado para
    siempre, del que había salido voluntariamente! ¡Cómo se arrepentía de su abnegación y su demencia por
    haber llevado a Cosette al mundo, pobre héroe del sacrificio, cogido y abatido por su mismo sacrificio!
    Y se preguntaba: «¿Qué he hecho?»
    Por lo demás, nada de esto influía en Cosette. Ni humor ni brusquedad. Siempre la misma apariencia
    serena y buena. Las maneras de Jean Valjean eran más tiernas y más paternales que nunca Si alguna cosa
    hubiera podido dejar adivinar menos alegría, era una mayor mansedumbre.
    Por su lado, Cosette languidecía. Sufría por la ausencia de Ma-rius, de idéntica manera que había
    gozado con su presencia, singularmente, sin saberlo. Cuando Jean Valjean dejó de llevarla a los paseos
    habituales, un instinto de mujer le había murmurado confusamente en el fondo del corazón que era preciso
    aparentar no tener apego al Luxemburgo, y que si aquello le resultaba indiferente, su padre volvería a
    llevarla. Pero se sucedieron los días, las semanas y los meses. Jean Valjean había aceptado tácitamente el
    consentimiento tácito de Cosette. Ella lo lamentó. Era demasiado tarde. El día en que regresó al
    Luxemburgo, Marius ya no estaba. Marius había desaparecido; todo había terminado, ¿qué hacer?
    ¿Volvería a encontrarle alguna vez? Sintió una opresión en su corazón, que nada aliviaba, y que
    aumentaba día a día; no supo si era invierno o verano, si hacía sol o llovía, si los pájaros cantaban, si
    estaba junto a las dalias o junto a las margaritas, si el Luxemburgo era más encantador que las Tullerías,
    si la ropa que traía la lavandera estaba poco o demasiado almidonada, si Toussaint había hecho la
    compra bien o mal, y quedó abatida, absorta, atenta a un solo pensamiento, la mirada vaga y fija, como
    cuando se mira en la oscuridad el lugar negro y profundo por donde se ha desvanecido una aparición.
    Por lo demás, tampoco dejó ver a Jean Valjean otra cusa que su palidez. Continuó teniendo su dulce
    rostro.
    Aquella palidez bastaba para preocupar a Jean Valjean. Algunas veces le preguntaba:
    —¿Qué tienes?
    Ella respondía:
    —Nada.
    Y después de un silencio, cuando ella también le adivinaba triste, decía:
    —¿Y vos, padre, acaso os sucede algo?
    —¿A mí?, nada —respondía él.
    Aquellos dos seres que se habían amado tan exclusivamente y con un amor tan conmovedor, que
    habían vivido durante tanto tiempo el uno para el otro, sufrían uno al lado del otro, uno por causa del
    otro, sin decírselo, sin reprochárselo, y sonriendo






    VIII



    LA CADENA




    El más desgraciado de los dos era Jean Valjean. La juventud, incluso en sus penas, tiene siempre una
    claridad propia.
    En algunos momentos, Jean Valjean sufría tanto que llegaba a ser pueril. Es propio del dolor hacer
    aparecer el lado infantil del hombre. Sentía invenciblemente que Cosette se le escapaba. Hubiera querido
    luchar, retenerla, entusiasmarla con algo exterior y resplandeciente. Estas ideas, pueriles, acabamos de
    decirlo, y al mismo tiempo seniles, le dieron, por su misma infantilidad, una noción bastante justa de la
    influencia de los galones sobre la imaginación de las jóvenes. Una vez le sucedió que vio pasar por la
    calle a un general a caballo, con un espléndido uniforme, el conde Coutard, comandante de París. Envidió
    a aquel hombre dorado, y se dijo que sería una dicha poder ponerse aquel traje, y que si Cosette le veía
    así quedaría deslumbrada; que cuando diera el brazo a Cosette y pasara ante la verja de las Tullerías, le
    presentarían armas, y esto bastaría a Cosette y le quitaría la idea de mirar a los jóvenes.
    Una sacudida inesperada fue a mezclarse con estos tristes pensamientos.
    En la vida aislada que llevaban, y desde que habían ido a vivir a la calle Plumet, tenían una
    costumbre. Algunas veces iban a contemplar la salida del sol, género de alegría dulce que conviene tanto
    a los que entran en la vida como a los que salen de ella.
    Pasearse muy de mañana, para quien ama la soledad, equivale a pasearse de noche, con la alegría de
    la naturaleza añadida. Las calles están desiertas y los pájaros cantan. Cosette, ella misma pájaro, se
    despertaba muy gustosa de mañana. Tales excursiones se preparaban la víspera. El proponía, ella
    aceptaba. Aquello se organizaba como un complot, pues salían antes del amanecer, y eran otras tantas
    pequeñas alegrías para Cosette. Estas inocentes excentricidades gustan a la juventud.
    Jean Valjean se inclinaba a ir, como ya sabemos, a los lugares poco frecuentados, a los rincones
    solitarios, a los lugares propicios al olvido. Había entonces en los alrededores de las barreras de París
    unos campos pobres, casi unidos a la ciudad, en los que crecía en verano un trigo flaco, y que en otoño,
    después de la recolección, no tenían aspecto de segados, sino de pelados. Jean Valjean los frecuentaba
    con predilección. Cosette no se aburría. Representaban la soledad para él, la libertad para ella. Allí,
    volvía a ser niña y podía correr y casi jugar; se quitaba el sombrero, lo dejaba sobre las rodillas de Jean
    Valjean y cogía ramilletes. Contemplaba las mariposas en las flores, pero no las perseguía; las
    mansedumbres y las ternuras nacen con el amor, y la joven que lleva en sí un ideal tembloroso y frágil
    siente piedad por el ala de la mariposa. Trenzaba guirnaldas de amapolas que ponía en su cabeza, y que
    atravesadas y penetradas de sol, enrojecidas hasta semejar un resplandor, formaban en torno a aquel
    fresco y rosado rostro una corona de brasas.
    Incluso después de entristecerse su vida, habían conservado la costumbre de los paseos matinales.
    Así, pues, una mañana de octubre, tentados por la serenidad perfecta del otoño de 1831, salieron y se
    encontraron al amanecer cerca de la barrera del Maine
    [401]
    . No era la aurora, era el alba; minuto
    arrebatador y feroz. Algunas constelaciones aquí y allá, en el azul pálido y profundo, la tierra negra, el
    cielo blanco, un temblor en las briznas de hierba, por todas partes el misterioso sobrecogimiento del
    crepúsculo. Una alondra que parecía mezclada con las estrellas cantaba a una altura prodigiosa, y
    hubiérase dicho que este himno de la pequeñez al infinito calmaba la inmensidad. A oriente el Val-deGráce recortaba, sobre el horizonte claro, de una claridad de acero, su masa oscura; Venus
    resplandeciente se elevaba por detrás de la cúpula y parecía un alma que se evade de un edificio
    tenebroso.
    Todo era paz y silencio; no había nadie en la calzada; en los alrededores, algunos obreros, entrevistos
    apenas, dirigiéndose a su trabajo.









    779
    CONT
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    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 10 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Lun 16 Dic 2024, 14:59

    ***



    Jean Valjean se había sentado sobre unas maderas abandonadas junto a la puerta de una obra. Tenía el
    rostro vuelto hacia la carretera, y la espalda vuelta hacia la luz; olvidaba el sol que iba a aparecer; se
    había sumido en uno de esos ensimismamientos profundos en los que se concentra todo el espíritu, que
    aprisionan incluso la mirada y que equivalen a cuatro paredes. Hay meditaciones que podrían llamarse
    verticales; cuando se está en el fondo, se requiere un tiempo para volver a la superficie. Jean Valjean
    había caído en una de esas meditaciones. Pensaba en Cosette, en la posible felicidad, si nada se
    interponía entre los dos, en aquella luz con que ella llenaba su vida, luz que era la respiración de su alma.
    Era casi feliz con aquel sueño. Cosette, en pie cerca de él, contemplaba las nubes que iban tornándose de
    color de rosa.
    De repente, Cosette exclamó:
    —Padre, se diría que por allí viene alguien.
    Jean Valjean alzó los ojos.
    Cosette tenía razón.
    La calzada que lleva a la antigua barrera del Maine prolonga, como se sabe, la calle de Sévres, y está
    cortada en ángulo recto por el paseo interior. En la esquina de la calzada con el bulevar, en el lugar
    donde se forma la encrucijada, se oía un rumor difícil de explicar a semejante hora, y aparecía una
    especie de movimiento confuso. Algo informe, que procedía del bulevar, entraba en la calzada.
    Crecía, parecía moverse con orden; no obstante era erizado y estremecido; parecía un coche, pero no
    podía distinguirse. Había caballos, ruedas, gritos; restallaban látigos. Poco a poco, fueron
    determinándose los trazos, aunque ahogados por las tinieblas. Era un carro, en efecto, que acababa de
    volver la esquina del bulevar, y se dirigía hacia la barrera cerca de la cual se hallaba Jean Valjean; un
    segundo, de idéntico aspecto, siguió al primero, luego un tercero, y un cuarto; siete carros aparecieron
    sucesivamente, con la cabeza de los caballos rozando la parte posterior del carruaje que iba delante.
    Unas siluetas se agitaban en los carros, se veían chispas en el crepúsculo, como si allí hubiera sables
    desnudos, oíase un tintineo que parecía de cadenas; aquella masa avanzaba, las voces aumentaban, era
    algo formidable, como salido de la caverna de los sueños.
    Al acercarse, tomó forma, y se esbozó detrás de los árboles, con la palidez de la aparición; la masa
    se aclaró; el día que se levantaba poco a poco fijaba una pálida luz sobre aquel hormigueo a la vez
    sepulcral y viviente, las cabezas de las siluetas se convirtieron en rostros de cadáveres.
    Siete carros marchaban en fila por el camino. Los seis primeros tenían una estructura singular.
    Parecían carretones de toneleros; eran como unas largas escalas colocadas sobre dos ruedas y formando
    parihuelas en su extremidad anterior. Cada carretón, digámoslo mejor, cada escala, estaba uncida a cuatro
    caballos. Sobre ellas se hallaban extraños racimos de hombres. A la escasa luz del amanecer, aquellos
    hombres no se veían, se adivinaban. Veinticuatro sobre cada coche, doce por cada lado, adosados unos a
    otros, de cara a los transeúntes, con las piernas en el vacío, y detrás de la espalda llevaban algo que
    sonaba, y que era una cadena, y en el cuello algo que brillaba, y era un collar. Cada uno tenía su collar,
    pero la cadena era para todos; de manera que aquellos veinticuatro hombres, si tenían que bajar del
    carretón y andar, estaban cogidos por una especie de unidad inexorable y debían serpentear sobre el
    suelo con la cadena por vértebra, igual que un ciempiés. En la parte delantera y trasera de cada carro,
    dos hombres armados con fusiles estaban de pie, teniendo cada uno uno de los extremos de la cadena
    bajo los pies. Los collares eran cuadrados. El séptimo carro, vasto furgón de adrales, pero sin capota,
    tenía cuatro ruedas y era arrastrado por seis caballos, y llevaba un sonoro montón de calderas de hierro,
    de marmitas de fundición, de hogares y de cadenas, y algunos hombres sujetos y tendidos cuan largos
    eran, que parecían enfermos. Aquel furgón, todo enrejado, llevaba zarzos gastados, que parecían haber
    sido empleados para antiguos suplicios.
    Los carros ocupaban la mitad del empedrado. A ambos lados marchaban en doble hilera unos
    guardianes de aspecto infame, tocados con tricornios como los soldados del Directorio, llenos de
    manchas, de agujeros, sórdidos, vestidos ridículamente con uniformes de inválidos y pantalones de
    enterradores, mitad grises y mitad azules, casi en harapos, con charreteras rojas, bandoleras amarillas,
    fusiles y bastones; como soldados bribones. Aquellos esbirros parecían compuestos de la abyección del
    mendigo y de la autoridad del verdugo. El que parecía su jefe llevaba en la mano un látigo. Todos estos
    detalles, difuminados por el crepúsculo, se dibujaban cada vez con mayor claridad en el día naciente. A
    la cabeza y a la cola del convoy marchaban gendarmes a caballo, graves, con el sable en la mano.
    Aquel cortejo era tan largo que en el instante en que el primer carro llegaba a la barrera, el último
    desembocaba del bulevar.
    Una multitud salida no se sabe de dónde, y formada en un abrir y cerrar de ojos, como es frecuente en
    París, se apretaba a los lados de la calzada y miraba. En las callejuelas vecinas oíanse gritos de gentes
    que se llamaban, y los zuecos de los hortelanos que acudían también para mirar
    Los hombres amontonados en los carretones permanecían en silencio. Estaban lívidos por el
    estremecimiento matinal. Llevaban todos pantalones de tela, y los pies desnudos metidos en zuecos. El
    resto de sus vestidos pertenecía a la fantasía de la miseria. Sus vestimentas eran terriblemente
    disparatadas; nada es tan fúnebre como el arlequín vestido de harapos. Fieltros destrozados, casquetes
    embreados, horribles gorros de lana y chaquetas negras agujereadas en los codos; varios de ellos
    llevaban sombreros de mujer; otros iban tocados con un cesto; se veían pechos velludos y a través de los
    rasgados vestidos se descubrían tatuajes, templos de amor, corazones inflamados, cupidos. Se
    observaban también herpes y rojeces malsanas. Dos o tres tenían una cuerda de paja fijada a las traviesas
    del carretón, y suspendida por debajo de ellos como un estribo, que les sostenía los pies. Uno de ellos se
    llevaba a la boca algo que tenía el aspecto de una piedra negra, y que parecía morder; era un pedazo de
    pan. Allí no había otra cosa que ojos secos, apagados o iluminados con un resplandor malvado. La tropa
    de escolta refunfuñaba; los encadenados no respiraban; de vez en cuando se oía el ruido de un bastonazo
    sobre los omoplatos o sobre las cabezas; algunos de aquellos hombres bostezaban; los harapos eran
    terribles; los pies colgaban, los hombros oscilaban; las cabezas se entrechocaban, los hierros tintineaban,
    las pupilas brillaban ferozmente, los puños se crispaban o se abrían inertes como manos de muertos;
    detrás del convoy, un grupo de niños estallaba en carcajadas.
    Aquella hilera de carros, fuera lo que fuese, resultaba lúgubre. Era evidente que en cualquier
    momento podía caer un aguacero, que iría seguido de otro, y de otro, y que aquellas vestiduras
    deterioradas quedarían empapadas, que una vez mojados, aquellos hombres no se secarían ya, que una
    vez helados, ya no se calentarían, que sus pantalones de tela quedarían pegados a sus huesos, que el agua
    llenaría sus zuecos, que los latigazos no podrían impedir el crujido de las mandíbulas, que la cadena
    continuaría sujetándolos por el cuello, que sus pies continuarían colgando; y resultaba imposible dejar de
    estremecerse al ver a aquellas criaturas humanas atadas de aquel modo, y pasivas bajo los fríos
    nubarrones de otoño, entregadas a la lluvia, al cierzo, a todas las furias del aire, como árboles y como
    piedras.
    Los bastonazos no perdonaban a los enfermos, que yacían atados con cuerdas y privados de
    movimiento sobre el séptimo carruaje, y que parecían haber sido arrojados allí como sacos llenos de
    miseria.
    Bruscamente el sol apareció; el inmenso rayo de oriente brotó, y hubiérase dicho que incendiaba
    todas aquellas cabezas salvajes. Las lenguas se desataron; un incendio de burlas, de juramentos y de
    canciones hizo explosión. La ancha luz horizontal cortó en dos toda la hilera, iluminando las cabezas y
    los torsos, y dejando los pies y las ruedas en la oscuridad. Los pensamientos se reflejaron sobre los
    rostros; aquel momento fue espantoso; demonios visibles, con las máscaras caídas, almas feroces,
    desnudas. Aun iluminada, aquella multitud siguió siendo tenebrosa. Algunos de ellos, alegres, llevaban en
    la boca tubos de pluma, con los que escupían sobre la multitud, escogiendo a las mujeres; la aurora
    acentuaba con la negrura de las sombras aquellos perfiles lamentables; no había ni uno de aquellos seres
    que no hubiera sido deformado a fuerza de miseria; y era tan monstruoso que hubiérase dicho que
    cambiaba la claridad del sol en resplandor de relámpago. El carruaje que abría el cortejo había entonado
    y salmodiaba a gritos, con una jovialidad hosca, un popurrí de Desaugiers entonces famoso, La vestal;
    los árboles se estremecían lúgubremente; en las calles laterales, rostros de burgueses escuchaban con una
    beatitud idiota aquellas chocarrerías cantadas por espectros.
    Todas las miserias se encontraban reunidas en aquel cortejo, como un caos; había allí el ángulo facial
    de todas las bestias, ancianos, adolescentes, cráneos desnudos, barbas grises, monstruosidades cínicas,
    resignaciones hurañas, rictus salvajes, actitudes insensatas, especies de cabezas de jovencitas con
    tirabuzones en las sienes, rostros infantiles, y por esta misma causa horribles, flacos rostros de
    esqueletos, a los que sólo les faltaba la muerte. En el primer coche veíase a un negro, que había sido tal
    vez esclavo y que podía comparar las cadenas. El espantoso nivel inferior, la vergüenza, habían pasado
    sobre aquellas frentes; en ese grado de bajeza, las últimas transformaciones habían sido sufridas por
    todos en las últimas profundidades; y la ignorancia transformada en embrutecimiento era el igual de la
    inteligencia, transformada en desesperación. No había elección posible entre aquellos hombres que
    aparecían a las miradas como lo más escogido del barro. Resultaba obvio que el organizador de aquella
    procesión inmunda no los había clasificado. Aquellos seres habían sido atados y acoplados
    probablemente en el desorden alfabético, y cargados al azar sobre aquellos carretones. No obstante, los
    errores agrupados terminan siempre por dar un resultado; toda suma de desgraciados da un total; de cada
    cadena se desprendía un alma común, y cada carreta tenía su fisonomía. Al lado de la que cantaba había
    una que aullaba; una tercera mendigaba; una de ellas rechinaba los dientes; otra amenazaba a los
    transeúntes, otra blasfemaba, la última permanecía callada como una tumba. Dante hubiera creído ver los
    siete círculos del infierno en marcha.
    Marcha de las condenaciones hacia los suplicios, hecha siniestramente, no sobre el formidable carro
    fulgurante del Apocalipsis, sino, cosa más sombría aún, sobre la carreta de las gemonias.
    Uno de los guardianes, que llevaba un gancho al extremo de su bastón, parecía remover de vez en
    cuando aquel montón de basura humana. Una vieja, desde la multitud, los señalaba con el dedo a un niño
    de cinco años, y le decía: «¡Canalla, así aprenderás!»
    Como los cantos y las blasfemias aumentaban, el que parecía capitán de la escolta hizo restallar su
    látigo, y a esta señal, una terrible paliza, sorda y ciega, que hacía ruido de granizo, cayó sobre los siete
    carretones; muchos rugieron y echaron espuma; esto redobló la alegría de los pilluelos que habían
    acudido como moscas a las llagas.
    La mirada de Jean Valjean se había vuelto terrible. Ya no era un ojo, era el vidrio profundo que
    reemplaza a la mirada en algunos infortunados, que parece inconsciente de la realidad, y en el que llamea
    el reverbero de los terrores y de las catástrofes. No miraba un espectáculo, sufría una visión. Quiso
    levantarse, huir, escapar; no pudo mover ni un pie. Algunas veces las cosas que se ven, sujetan y
    sostienen. Permaneció clavado, petrificado, atontado, preguntándose, a través de una confusa angustia
    imposible de expresar, lo que significaba aquella persecución sepulcral, y de dónde salía aquel
    pandemónium que le perseguía. De repente, llevóse la mano a la frente, gesto habitual de aquellos a
    quienes la memoria les vuelve súbitamente; recordó que aquél era, en efecto, el itinerario; que aquél era
    el rodeo acostumbrado para evitar los encuentros reales siempre posibles en el camino de Fontainebleau,
    y que treinta y cinco años antes él había pasado por aquella barrera.
    Cosette, aterrada de otro modo, no lo estaba menos. No comprendía; le faltaba la respiración; lo que
    veía no le parecía posible; por fin exclamó:
    —¡Padre! ¿Qué es lo que hay en esos carros?
    Jean Valjean respondió:
    —Presidiarios.
    —¿Adónde van?
    —A las galeras.
    En aquel momento, la paliza, multiplicada por cien manos, mostró su celo, los sablazos se mezclaron,
    y fue como una lluvia de látigos y de bastones; los galeotes se doblaron, una obediencia repugnante se
    desprendió del suplicio, y todos se callaron mirando como lobos encadenados. Cosette temblaba de pies
    a cabeza, pero siguió preguntando:
    —Padre, ¿es que son aún hombres?
    —Algunas veces —repuso el miserable.
    En efecto, era la cadena que, salida antes del amanecer de Bicétre, tomaba el camino de Mans para
    evitar Fontainebleau, donde entonces se hallaba el rey. Aquel rodeo hacía durar el terrible viaje tres o
    cuatro días más, aunque para evitar a cualquier miembro real la visión de un suplicio, bien está
    prolongarlo.
    Jean Valjean regresó abatido. Tales encuentros son como choques, y el recuerdo que dejan es
    semejante a una conmoción.
    Empero, Jean Valjean, al volver con Cosette a la calle de Babylone, no reparó en que ella le hizo
    otras preguntas referentes a lo que acababan de ver; tal vez estaba demasiado absorto en su abatimiento
    para darse cuenta de las preguntas y responder a ellas. Sólo por la noche, cuando Cosette le dejaba para
    ir a acostarse, oyó que decía a media voz, como hablándose a sí misma:
    —¡Creo que si encontrara en mi camino a uno de aquellos hombres, oh, Dios mío, moriría con sólo
    verle de cerca!
    Felizmente la casualidad hizo que al día siguiente de aquella mañana trágica hubiese en París, a
    propósito de no sé qué solemnidad oficial, grandes fiestas, revista en el Campo de Marte, torneos en el
    Sena, teatro en los Campos Elíseos, fuegos de artificio en la plaza de Étoile e iluminaciones por
    todas partes. Jean Valjean, en contra de su costumbre, acompañó a Cosette a aquellas diversiones, con el
    fin de distraerla del recuerdo de la víspera y de borrar con el riente tumulto el abominable cortejo que
    había pasado ante ella. La revista que sazonaba la fiesta hacía que fuese natural la circulación de los
    uniformes; Jean Valjean se puso su traje de guardia nacional con el vago sentimiento interior de un
    hombre que se refugia. Por lo demás, el objeto de aquel paseo pareció alcanzado. Cosette, para quien era
    una ley complacer a su padre, y para la que todo espectáculo resultaba nuevo, aceptó la distracción con
    la gracia fácil y ligera de la adolescencia, y no hizo mueca alguna demasiado desdeñosa ante esa mezcla
    de alegría que constituye una fiesta pública; Jean Valjean creyó que ya no quedaba rastro de la horrible
    visión.
    Algunos días más tarde, una mañana que hacía muy buen tiempo y estaban los dos sentados sobre la
    escalinata del jardín, una infracción a las reglas que Jean Valjean parecía haberse impuesto, y a la
    costumbre de Cosette de quedarse en su habitación, que la tristeza le había hecho adquirir, Cosette, en
    peinador, estaba en pie, en el abandono de la primera hora que envuelve adorablemente a las jóvenes, y
    que tiene el aire de una nube sobre el astro; y, con la cabeza en la luz, rosada por haber dormido bien,
    contemplada dulcemente por el buen hombre, enternecido, deshojaba una margarita. Cosette ignoraba la
    encantadora pregunta: «¿Me quiere, no me quiere?» ¿Quién hubiera podido enseñársela? Manejaba
    aquella flor por instinto, inocentemente, sin sospechar que deshojar una margarita es deshojar un corazón.
    Si hubiera una cuarta Gracia llamada la Melancolía, y sonriente, ella habría tenido el aspecto de esa
    Gracia. Jean Valjean estaba fascinado en la contemplación de aquellos deditos sobre la flor, olvidándolo
    todo en el resplandor que desprendía aquella niña. Un petirrojo cantaba en un matorral cercano. Unas
    nubecillas blancas atravesaban el cielo tan alegremente que hubiérase dicho que acababan de ser puestas
    en libertad. Cosette continuaba deshojando la flor atentamente; parecía pensar en algo; en algo que debía
    de ser encantador; de repente volvió la cabeza sobre su hombro, con la lentitud delicada del cisne, y
    preguntó a Jean Valjean:
    —Padre, ¿qué son las galeras?




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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 10 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Lun 16 Dic 2024, 15:02

    ***



    LIBRO CUARTO




    SOCORROS DE ABAJO, QUE PUEDEN SER SOCORROS DE ARRIBA




    I



    HERIDA POR FUERA, CURACIÓN POR DENTRO



    La vida de ambos se iba oscureciendo así por grados.
    No les quedaba ya más que una distracción, que en otro tiempo había constituido su felicidad; era
    llevar pan a los que tenían hambre, y vestidos a los que tenían frío. En sus visitas a los pobres, en las que
    Cosette acompañaba a menudo a Jean Valjean, hallaban algún resto de su antigua expansión; y, a veces,
    cuando el día había sido bueno, cuando habían socorrido muchas miserias y reanimado y vuelto al calor a
    muchos pequeños, Cosette estaba un poco alegre por la noche. Fue en aquella época cuando visitaron la
    zahúrda de Jondrette.
    Al día siguiente de la citada visita, Jean Valjean apareció en el pabellón, tranquilo como siempre,
    pero con una gran herida en el brazo izquierdo, muy inflamada, muy misteriosa, que parecía una
    quemadura, y que justificó de cualquier manera. Esa herida hizo que estuviera sin salir de casa durante
    más de un mes; no quiso ver a ningún médico, y cuando Cosette le instaba le decía: «Llama al
    veterinario».
    Cosette le hacía la cura por la mañana y por la tarde, con un aire tan celestial y una felicidad tan
    angélica por serle útil que Jean Valjean sentía renacer toda su antigua alegría y disiparse sus temores y
    ansiedades, y contemplaba a Cosette, pensando: «¡Oh, bendita herida! ¡Oh, bendito mal!»
    Cosette, viendo a su padre enfermo, había abandonado el pabellón y le había vuelto a tomar gusto a la
    casita y al patio trasero. Pasaba casi todo el día al lado de Jean Valjean y le leía los libros que él quería.
    Generalmente, eran libros de viajes. Jean Valjean renacía; su felicidad revivía con rayos inefables; el
    Luxemburgo, el joven merodeador desconocido, la frialdad de Cosette, todas estas nubes de su alma se
    disipaban. Concluía por decirse: «Todo es ilusión mía. Soy un viejo loco».
    Su felicidad era tal que el terrible encuentro con los Thénardier, en la zahúrda de Jondrette, tan
    inesperado, había pasado por él como un soplo. Había conseguido escapar; su pista estaba perdida, ¡qué
    le importaba lo demás!; no pensaba en ello más que para compadecer a aquellos miserables. Estaban ya
    en prisión, y por lo tanto imposibilitados de hacer daño, pensaba, pero ¡qué lástima de familia en la
    desgracia!
    En cuanto a la repugnante visión de la barrera del Maine, Cosette no volvió a hablar de ella.
    En el convento, sor Santa Mechtilde había enseñado música a Cosette. Cosette tenía la voz de una
    avecilla con alma, y algunas veces por la noche, en la humilde morada del herido, cantaba melancólicas
    canciones que alegraban a Jean Valjean.
    Llegaba la primavera; el jardín estaba tan admirable en esa estación que Jean Valjean dijo a Cosette:
    «No vas nunca; quiero que te pasees por él». «Como queráis, padre», contestó Cosette.
    Y para obedecer a su padre, reemprendió sus paseos por el jardín, casi siempre sola, pues, como
    hemos indicado, Jean Valjean, que probablemente temía ser descubierto a través de la verja, no paseaba
    casi nunca por él.
    La herida de Jean Valjean había constituido un entretenimiento.
    Cuando Cosette vio que su padre sufría menos, que se iba curando y que parecía feliz, sintió una
    alegría de la que apenas se dio cuenta, tan dulce y naturalmente se presentó. Era el mes de marzo, los días
    crecían, desaparecía el invierno, que siempre se lleva consigo algo de nuestras tristezas; luego llegó
    abril, esa aurora de estío, fresca como todas las auroras, alegre como todas las infancias; llorosa alguna
    vez, como un niño recién nacido. La naturaleza en este mes tiene resplandores llenos de atractivo, que
    pasan del cielo, de las nubes, de los árboles, de los prados y de las flores al corazón del hombre.
    Cosette era aún muy joven para que esta alegría de abril, semejante a ella, no la inundase.
    Insensiblemente, y sin que ella lo sospechara, la noche fue desapareciendo de su espíritu. En primavera
    hay claridad en las almas tristes, así como a mediodía hay claridad en los sótanos. Cosette no estaba ya
    triste. Por la mañana, hacia las diez, después de desayunarse, cuando había conseguido llevar a su padre
    un cuarto de hora al jardín, y le paseaba al sol por delante de la escalera, sosteniéndole el brazo enfermo,
    no se daba cuenta de que reía a cada instante y de que era feliz.
    Jean Valjean, satisfecho, la veía volverse sonrosada y fresca.
    «¡Oh, bendita herida!», repetía en su interior.
    Y estaba agradecido a los Thénardier.
    Una vez curada su herida, reemprendió sus paseos solitarios y crepusculares.
    Sería un error creer que se puede pasear de este modo por las zonas menos habitadas de París sin
    tropezar con alguna aventura.







    II



    LA SEÑORA PLUTARCO NO ENCUENTRA DIFICULTAD EN EXPLICAR UN
    FENÓMENO



    Una noche, el pequeño Gavroche no comió, y recordó que la noche anterior tampoco había cenado, lo
    cual resultaba ya muy enojoso. Tomó la resolución de buscar algún medio de cenar. Se fue a dar vueltas
    más allá de la Salpétriére, por los sitios desiertos, donde se encuentran las gangas, donde no hay nadie y
    se encuentra siempre algo; y así llegó hasta unas casuchas que le parecieron ser el pueblecito de
    Austerlitz.
    En una de sus anteriores excursiones había visto allí un viejo jardín, frecuentado por un anciano y una
    anciana, y en aquel jardín un manzano regular. Al lado del manzano había una especie de frutera mal
    cerrada, en la que se podía coger una manzana. Una manzana es una cena, una manzana es la vida. Lo que
    perdió a Adán podía salvar a Gavroche. El jardín daba a una callejuela solitaria sin pavimentar,
    bordeada de malezas, que esperaban las casas; un seto lo separaba de la calle.
    Gavroche se dirigió hacia el jardín; encontró la callejuela, reconoció el manzano, identificó a la
    frutera y examinó el seto; un seto no es más que un salto. Iba declinando el día; la callejuela estaba
    desierta, la hora era buena. Gavroche se dispuso a saltar, y luego se detuvo de repente. Alguien hablaba
    en el jardín. Gavroche miró a través de un agujero del seto.
    A dos pasos de donde se hallaba, al pie del seto, al otro lado, precisamente en el punto en que le
    hubiese hecho caer el salto que proyectaba, había una piedra tendida que servía de banco, y sobre tal
    banco estaba sentado el anciano del jardín, y delante, de pie, la vieja. Esta refunfuñaba. Gavroche, poco
    discreto, escuchó.
    —¡Señor Mabeuf! —decía la vieja.
    «¡Mabeuf! —pensó Gavroche—; ¡vaya nombre!»
    El anciano interpelado no se movía. La vieja repitió:
    —¡Señor Mabeuf!
    El anciano, sin levantar la vista del suelo, se decidió a responder:
    —¿Qué, señora Plutarco?
    «¡Plutarco! —pensó Gavroche—; otro nombre raro».
    La señora Plutarco volvió a hablar, y el viejo tuvo que aceptar la conversación.
    —El propietario no está contento.
    —¿Por qué?
    —Se le deben tres plazos.
    —Dentro de tres meses se le deberán cuatro.
    —Dice que os echará a la calle.
    —Y me iré.
    —La tendera quiere que se le pague; ya no fía leña. ¿Con qué os calentaréis este invierno? No
    tendremos lumbre.
    —Hay sol.
    —El carnicero se niega a vender a crédito y no quiere darnos carne.
    —Está bien. Digiero mal la carne; es muy pesada.
    —¿Y qué comeremos?
    —Pan.
    —El panadero exige que se le dé algo a cuenta, y dice que si no hay dinero no hay pan.
    —Está bien.
    —¿Y qué comeremos?
    —Tenemos las manzanas del manzano.
    —Pero, señor, no se puede vivir de este modo, sin dinero.
    —¡No lo tengo!
    La vieja se marchó, y el anciano se quedó solo. Se puso a meditar. Gavroche meditaba por el otro
    lado. Era ya casi de noche.
    El primer resultado de la meditación de Gavroche fue que en lugar de escalar el seto se acurrucó
    debajo de él. Las ramas se separaban un poco en la parte baja de la maleza.
    «¡Vaya! —exclamó interiormente Gavroche—, ¡una alcoba!», y se acurrucó en ella. Estaba casi
    pegado al banco de Mabeuf. Oía respirar al octogenario.
    Y entonces, para cenar, trató de dormir.
    Sueño de gato, sueño de un solo ojo. Mientras se adormecía, Gavroche vigilaba.
    La blancura del cielo crepuscular blanqueaba la tierra, y la callejuela formaba una lívida línea entre
    las dos hileras de matorrales oscuros.
    De repente, sobre aquella banda blanquecina, aparecieron dos siluetas. Una iba delante, la otra
    detrás, a alguna distancia.
    —¡Dos personas! —murmuró Gavroche.
    La primera silueta parecía la de un viejo burgués encorvado y pensativo, vestido más que
    sencillamente, andando con lentitud a causa de la edad, y paseando de noche a la luz de las estrellas.
    La segunda era erguida, firme, delgada. Acomodaba su paso al de la primera; pero en la lentitud
    voluntaria de la marcha, se percibía la flexibilidad y la agilidad. Esta silueta tenía algo de huraña y de
    inquietante, y el aspecto de lo que entonces se llamaba un elegante; el sombrero era de buena forma, la
    levita, negra, bien cortada, y probablemente de buen paño, y de talle ceñido. La cabeza se erguía con una
    especie de gracia robusta, y bajo el sombrero se entreveía en el crepúsculo un pálido perfil de
    adolescente. Tal perfil tenía una rosa en la boca. Esta segunda silueta era bien conocida de Gavroche; se
    trataba de Montparnasse.
    En cuanto al otro, nada hubiera podido decir, sino que era un anciano.
    Gavroche observó atentamente.
    Uno de aquellos dos paseantes tenía, evidentemente, sus proyectos con respecto al otro. Gavroche se
    hallaba bien situado para ver el resultado. La alcoba se había convertido en un escondrijo.
    Montparnasse de caza, a aquella hora, y en semejante lugar, era algo amenazador. Gavroche sentía
    que su corazón de pilluelo se conmovía de lástima por el viejo.
    ¿Qué hacer? ¿Intervenir? ¡Una debilidad socorriendo a otra! Aquello sería dar motivo para que
    Montparnasse se riese. Gavroche no dejaba de reconocer que, para aquel temible bandido de dieciocho
    años, el viejo y él eran dos gang.



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    Mensaje por Maria Lua Mar 17 Dic 2024, 08:59

    ***
    ¿Qué hacer? ¿Intervenir? ¡Una debilidad socorriendo a otra! Aquello sería dar motivo para que
    Montparnasse se riese. Gavroche no dejaba de reconocer que, para aquel temible bandido de dieciocho
    años, el viejo y él eran dos gangas.
    Mientras Gavroche deliberaba se produjo el brusco y repugnante ataque. Ataque del tigre contra el
    asno, ataque de la araña a la mosca. De improviso, Montparnasse tiró la rosa, saltó sobre el viejo y le
    agarró por el cuello. Gavroche apenas pudo contener un grito. Un momento después, uno de aquellos
    hombres yacía bajo el otro, rendido, jadeante, forcejeando, con una rodilla de mármol sobre el pecho.
    Sólo que no había sucedido lo que Gavroche esperaba. El que estaba en el suelo era Montparnasse y el
    que estaba encima era el anciano.
    Toda la escena se desarrollaba a algunos pasos de Gavroche.
    El anciano había recibido el golpe, y lo había devuelto de una forma tan terrible que en un abrir y
    cerrar de ojos se habían cambiado los papeles.
    «¡Vaya un viejo fuerte!», pensó Gavroche.
    Y no pudo menos que palmotear. Pero fue un palmoteo perdido. No llegó hasta los dos combatientes
    que mezclaban sus alientos en la lucha.
    Se hizo el silencio. Montparnasse cesó de debatirse. Gavroche tuvo este pensamiento: «¿Estará
    muerto?»
    El anciano no había pronunciado una palabra, ni lanzado un solo grito. Se incorporó, y Gavroche oyó
    que le decía a Montparnasse:
    —Levántate.
    Montparnasse se levantó, pero el otro le tenía sujeto. Montparnasse ofrecía la actitud humillada y
    furiosa de un lobo robado por un cordero.
    Gavroche miraba y escuchaba, haciendo esfuerzos para aguzar sus sentidos. Se divertía
    extraordinariamente.
    Pero fue recompensado por su concienzuda ansiedad de espectador. Pudo cazar al vuelo este diálogo
    al que la oscuridad imprimía cierto sabor trágico. El viejo preguntaba. Montparnasse respondía.
    —¿Qué edad tienes?
    —Diecinueve años.
    —Eres fuerte y de buena figura. ¿Por qué no trabajas?
    —Porque me fastidia.
    —¿Qué eres?
    —Holgazán.
    —Habla en serio. ¿Puedo hacer algo por ti? ¿Qué quieres ser?
    —Ladrón.
    Hubo un silencio. El anciano parecía profundamente pensativo. Estaba inmóvil y no soltaba a
    Montparnasse.
    De vez en cuando, el joven ladrón, vigoroso y ágil, experimentaba los sobresaltos de la bestia cogida
    en la trampa. Daba una sacudida, intentaba la zancadilla, retorcía sus miembros, trataba de escapar. El
    anciano no parecía darse cuenta de ello y le sujetaba los dos brazos con una sola mano, con la soberana
    indiferencia de una fuerza absoluta.
    La meditación del anciano duró algún tiempo; después, mirando fijamente a Montparnasse, alzó con
    suavidad la voz. Y le dirigió en aquella sombra en la que se hallaban una especie de alocución solemne,
    de la que Gavroche no perdió una sola sílaba:
    —Hijo mío, entras por pereza en la más laboriosa de las existencias. ¡Ah, te declaras holgazán!, pues
    prepárate a trabajar. ¿Has visto, por casualidad, esa máquina terrible que se llama laminador? Es preciso
    tener mucho cuidado, porque es una cosa feroz; si te coge el faldón de la levita, te lleva todo el cuerpo.
    Esa máquina es la ociosidad. ¡Detente, ahora que aún es tiempo, y sálvate! De otra manera, todo se
    acabó; dentro de poco estarás entre las ruedas; y una vez cogido, no esperes nada. ¿Eres perezoso?, no
    descansarás. La mano de hierro del trabajo implacable te ha cogido. Ganar tu vida, tener una tarea,
    cumplir con tu deber, ¿no quieres eso?, ¿te fastidia ser como los demás? ¡Pues bien, serás distinto! El
    trabajo es la ley; quien lo efectúa fastidiado, lo tiene por suplicio; no quieres ser obrero, serás esclavo.
    El trabajo sólo nos deja por un lado para cogernos por otro; no quieres ser su amigo, serás su negro.
    ¡Ah!, no has querido experimentar el honrado cansancio de los hombres, y tendrás el sudor de los
    condenados. Donde los demás cantan, tú gruñirás. Verás de lejos trabajar a los demás hombres y te
    parecerá que descansan. El labrador, el segador, el marino y el herrero se te aparecerán en la luz como
    los bienaventurados de un paraíso. ¡Qué radiación vista desde el yunque! Guiar una carreta, atar las
    mieses, es un placer. La barca en libertad al viento, ¡qué alegría!, y tú, perezoso, ¡cava, arrastra, rueda,
    anda! Tira tu cabestro, bestia de carga, en el tiro del infierno. ¡Ah!, ¿no hacer nada es tu único objeto?
    Pues bien: no pasarás una semana, ni un día, ni una hora sin humillación. No podrás hacer nada si no con
    angustia. Todos los minutos que pasen harán crujir tus músculos. Lo que para los demás es una pluma,
    será para ti una roca. Las cosas más sencillas serán escarpadas para ti. La vida será un monstruo a tu
    alrededor. Ir, venir, respirar, otros tantos trabajos horribles. Tu pulmón te hará el efecto de un pesó de
    cien libras. Ir allá o acullá te resultará un problema difícil de resolver. Todo el que quiere salir de su
    casa no tiene sino que empujar la puerta y ya está fuera. Tú, si quieres salir, tendrás que taladrar una
    pared. Para ir a la calle, ¿qué es lo que hace todo el mundo? Baja la escalera; pero tú, tú rasgarás tus
    sábanas, harás una cuerda brizna a brizna, luego, pasarás a través de la ventana y te colgarás de ese hilo,
    sobre un abismo, de noche, en medio de la tempestad, en medio de la lluvia, en medio del huracán, y si la
    cuerda es corta, sólo encontrarás un medio para bajar: caer. Caer al azar, en el precipicio, en lo
    desconocido; o bien te subirás por un cañón de chimenea, con peligro de quemarte, o te deslizarás por el
    conducto de una letrina, con peligro de ahogarte. No te hablo de los agujeros que hay que tapar, de las
    piedras que es preciso quitar y poner de nuevo, veinte veces al día, ni de los pedazos de yeso que tienes
    que ocultar bajo el jergón. Se encuentra una cerradura; el hombre honrado lleva en el bolsillo una llave
    fabricada por un cerrajero; tú, si quieres seguir adelante, estás condenado a hacer una obra maestra;
    tomarás un sueldo, lo cortarás en dos láminas; ¿con qué herramientas?; las inventarás. Eso te
    corresponde. Luego ahondarás el interior de esas dos láminas, cuidando de no tocar la superficie
    exterior, y practicarás a su alrededor la muesca de un tornillo, de modo que ambas láminas se ajusten
    perfectamente una a otra, como un fondo y una tapa. Atornilladas, no se sospechará nada. Para los
    vigilantes, porque estarás vigilado, eso será sólo un sueldo; para ti será una caja. ¿Qué pondrás en esa
    caja? Un pedacito de acero. Un resorte de reloj al cual habrás hecho unos dientes, y que será una sierra…Con esa sierra, larga como una aguja y escondida en un sueldo, deberás cortar el pestillo de la cerradura,
    la barra del cerrojo, el asa del candado, el hierro de la ventana y el grillo de la pierna. Una vez realizada
    esa obra maestra, una vez cumplido ese prodigio, una vez ejecutados esos milagros de arte, de pericia, de
    habilidad, de paciencia, si se llega a saber que eres tú el autor, ¿cuál será tu recompensa? El calabozo.
    Ese es tu porvenir. La pereza, el placer, ¡qué precipicios! No hacer nada es tomar un partido muy lúgubre,
    ¿lo sabes bien? ¡Vivir ocioso de la sustancia social! ¡Ser inútil, es decir, ser perjudicial! Eso conduce
    directamente al fondo de la miseria. ¡Desgraciado el que quiere ser parásito! No tienes más que un
    pensamiento: beber bien, comer bien, dormir bien. Pues beberás agua, comerás pan negro, dormirás
    encima de una tabla, con una cadena rodeando tus miembros, y cuyo frío sentirás por la noche sobre tus
    carnes. Romperás esa cadena y huirás. Bien, pero te arrastrarás entre las matas y comerás hierba como
    los animales del monte.
    Y te prenderán; y entonces pasarás los años en un profundo patio, cercado por una muralla, buscando
    a tientas el jarro para beber, mordiendo un horrible pan negro que ni los perros querrían, y comiendo
    habas que los gusanos habrán roído antes que tú. Serás una corredera en una cueva. ¡Ah, ten piedad de ti
    mismo, muchacho, joven que mamabas hace diecisiete años y que sin duda tienes aún madre! Te lo
    suplico, escúchame. Quieres gastar paño fino, zapatos lustrosos, pelo rizado, usar perfumes en la cabeza,
    agradar a las jóvenes, ser elegante; pues bien, te cortarán el pelo al rape, te pondrán una chaqueta roja y
    unos zuecos. Quieres llevar sortijas en los dedos y tendrás una argolla en el cuello. Y si miras a una
    mujer, te apalearán. ¡Entrarás allí a los veinte años y saldrás a los cincuenta! ¡Entrarás joven, sonrosado,
    fresco, con ojos brillantes y dientes blancos, hermosa cabellera, y saldrás cascado, encorvado, arrugado,
    sin dientes, horrible y con los cabellos blancos! ¡Ah, pobre muchacho!, te equivocas; la holgazanería te
    aconseja mal; el trabajo más rudo es el robo. Créeme, no emprendas esa terrible tarea de ser un perezoso.
    Volverse ratero no resulta cómodo. Menos malo es ser hombre honrado. Anda ahora, y piensa en lo que te
    he dicho. ¿Péro qué querías?, ¿mi bolsa? Aquí la tienes.
    El anciano, soltando a Montparnasse, le puso su bolsa en la mano, bolsa que Montparnasse sostuvo un
    momento, sopesándola, después de lo cual, con la misma precaución maquinal que si la hubiera robado,
    la dejó caer suavemente en el bolsillo de atrás de su levita.
    El viejo le volvió la espalda y prosiguió su camino.
    —¡Estúpido! —murmuró Montparnasse.
    ¿Quién era aquel viejo? El lector lo habrá adivinado sin duda.
    Estupefacto, Montparnasse miró cómo desaparecía en el crepúsculo. Tal contemplación le resultó
    fatal.
    Gavroche, con una mirada de reojo, se había asegurado de que
    Mabeuf, dormido tal vez, seguía en el banco, y después salió del seto y se arrastró en la sombra por
    detrás de Montparnasse, que continuaba inmóvil. De esta manera llegó hasta él sin ser visto ni oído,
    metió suavemente la mano en el bolsillo de atrás de la levita de fino paño negro, cogió la bolsa, retiró la
    mano y a rastras, se deslizó en la oscuridad como una culebra. Montparnasse, que no tenía razón alguna
    para estar en guardia, y que se hallaba meditando por primera vez en su vida, no se dio cuenta de nada.
    Gavroche, cuando llegó de nuevo al sitio en que se encontraba Mabeuf, arrojó la bolsa por encima del
    seto y huyó a todo correr.
    La bolsa cayó a los pies de Mabeuf. El ruido le despertó. Se inclinó y recogió la bolsa. No
    comprendió nada, y la abrió. Era una bolsa con dos compartimientos; en uno había algunas monedas; en
    el otro, había seis napoleones.
    El señor Mabeuf, muy asustado, la llevó a su ama.
    —Esto nos viene del cielo —dijo la señora Plutarco.




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    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
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    y tren de tus ilusiones."
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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 10 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Mar 17 Dic 2024, 09:02

    ***
    LIBRO QUINTO



    CUYO FIN NO SE PARECE AL PRINCIPIO



    I


    LA SOLEDAD Y EL CUARTEL COMBINADOS



    El dolor de Cosette, tan punzante y vivo aún cuatro o cinco meses antes, había entrado en la
    convalecencia. La naturaleza, la primavera, la juventud, el amor por su padre, la alegría de los pájaros y
    de las flores hacían filtrar poco a poco, día a día, gota a gota, en aquella alma tan virgen y tan joven una
    cosa muy semejante al olvido. ¿Es que se apagaba completamente el fuego?, ¿o es que solamente se iban
    formando capas de ceniza? El hecho es que no sentía ya apenas nada doloroso y abrasador.
    Un día pensó de repente en Marius: «¡Vaya! —se dijo—, ya no pienso en él».
    En la misma semana, al pasar por delante de la verja del jardín, se fijó en un guapo oficial de
    lanceros, con talle de avispa, bonito uniforme, mejillas de niña, sable bajo el brazo, bigotes retorcidos y
    chascás charolado. Por lo demás, cabellos rubios, ojos azules; cara redonda, fatua, insolente y linda; lo
    contrario de Marius. Un cigarro en la boca. Cosette pensó en que aquel oficial era sin duda del
    regimiento acuartelado en la calle Babylone
    [402]
    .
    Al día siguiente le vio pasar otra vez, y observó la hora.
    A partir de aquel instante, ¿sería casualidad?, le vio pasar todos los días.
    Los compañeros del oficial observaron que en aquel jardín «mal vestido», detrás de aquella fea verja
    había una bonita criatura que estaba casi siempre allí cuando pasaba el bizarro teniente, que no es
    desconocido del lector, puesto que se llamaba Théodule Gillenormand.
    —¡Vaya! —le decían—. Hay una joven que te mira, fíjate bien.
    —¿Acaso tengo tiempo de mirar —repuso el lancero— a todas las jóvenes que me miran?
    Esto sucedía precisamente en el momento en que Marius descendía a la agonía y se decía: «¡Si
    pudiese solamente verla antes de morir!» Si se hubiera realizado su deseo, si hubiese visto en aquel
    momento a Cosette mirando a un lancero, no habría podido pronunciar una palabra y habría expirado de
    dolor.
    ¿De quién habría sido la culpa? De nadie.
    Marius tenía uno de esos temperamentos que se sumergen en la tristeza y moran en ella; Cosette, por
    el contrario, se sumergía, pero volvía a salir.
    Además, Cosette atravesaba ese momento peligroso, fase fatal del ensueño infantil, abandonado a sí
    mismo, en que el corazón de una joven aislada se asemeja a esos sarmientos de vid que se enganchan por
    casualidad al capitel de una columna de mármol o al poste de una taberna. Momento rápido y decisivo,
    crítico para toda huérfana, ya sea pobre o rica, porque la riqueza no impide una mala elección. Se
    realizan casamientos muy desiguales; la verdadera desigualdad de casamientos es la de las almas; y así
    como más de un joven desconocido, sin nombre, sin familia, sin fortuna, es un capitel de mármol que
    sostiene un templo de grandes sentimientos y de grandes ideas, de igual modo, algún hombre de mundo,
    satisfecho y opulento, que lleva botas finas y emplea palabras almibaradas, si se le mira no el exterior,
    sino el interior, es decir, lo que reserva a la mujer, no es otra cosa que una viga estúpida,, oscuramente
    movida por pasiones violentas, inmundas y embriagadas, el poste de una taberna. ¿Qué tenía Cosette en el
    alma? Una pasión calmada o adormecida; amor en estado flotante; algo que era límpido, brillante; turbio
    a cierta profundidad; oscuro más abajo. La imagen del guapo oficial se reflejaba en la superficie. ¿Había
    algún recuerdo en el fondo? Muy en el fondo tal vez; mas Cosette no lo sabía.
    Pero se produjo un incidente singular.






    II



    MIEDOS DE COSETTE




    En la primera quincena de abril, Jean Valjean efectuó un viaje. Esto sucedía, como sabe el lector,
    algunas veces, a largos intervalos, y estaba ausente uno o dos días a lo sumo. ¿Adónde iba? Nadie lo
    sabía, ni siquiera Cosette. Sólo una vez, en uno de sus viajes, le había acompañado ésta en coche, hasta la
    esquina de un callejón sin salida, en cuyo ángulo había leído: «Callejón de la Planchette». Allí había
    bajado, y el coche había llevado a Cosette a la calle de Babylone. Generalmente, Jean Valjean realizaba
    estos viajes cuando faltaba dinero en casa.
    Jean Valjean estaba, pues, ausente. Había dicho: «Regresaré dentro de tres días».
    Por la noche, Cosette se hallaba sola en el salón. Para matar el fastidio, había abierto el piano y
    empezado a cantar, acompañándose ella misma, el coro de Euriante
    [403]
    : «Cazadores perdidos en los
    bosques», que es acaso lo más bello de toda la música. Cuando hubo terminado, se quedó pensativa.
    De repente le pareció oír pasos en el jardín.
    No podía ser su padre, ya que estaba ausente; no podía ser Toussaint, porque estaba acostada. Eran
    las diez de la noche.
    Se dirigió a la ventana de la sala, que estaba cerrada, y aplicó el oído.
    Le pareció que eran los pasos de un hombre y que caminaba muy suavemente.
    Subió rápidamente al primer piso, a su habitación, abrió un ventanillo que había en el postigo, y miró
    hacia el jardín. Había luna llena y se veía como si fuese de día.
    No había nadie.
    Abrió la ventana. El jardín estaba completamente tranquilo, y todo lo que se veía de la calle apareció
    desierto como siempre.
    Cosette pensó que se había engañado; había creído oír aquel ruido, y todo era una alucinación
    producida por aquel sombrío y prodigioso coro de Weber, que abre ante el espíritu abismos insondables,
    que tiembla ante la mirada como una selva vertiginosa, y en el que se oyen crujir las ramas muertas bajo
    el inquieto paso de los cazadores envueltos en el crepúsculo.
    Y no volvió a pensar en ello.
    Además, Cosette no era asustadiza. Había en sus venas sangre de la bohemia y de la aventurera que
    anda con los pies desnudos. Recuérdese que era más bien alondra que paloma, y tenía un fondo de valor y
    energía.
    Al día siguiente, más temprano, a la caída de la noche, se paseaba por el jardín. En medio de los
    pensamientos confusos en que se hallaba sumergida, creyó oír, a intervalos, un ruido semejante al ruido
    de la víspera, como de alguien que anduviese en la oscuridad bajo los árboles, no lejos de ella, pero se
    decía que nada se asemeja tanto a un paso en la hierba como el roce de dos ramas que se separan, y no
    hizo caso. Además, no veía nada.
    Salió de la maleza; tenía que atravesar un espacio de césped para llegar a la escalera. La luna, que
    acababa de levantarse a su espalda proyectó su sombra delante de ella, sobre el césped.
    Cosette se detuvo aterrorizada.
    Al lado de su sombra, la luna recortaba distintamente sobre el césped otra sombra, singularmente
    espantosa y terrible, una sombra que llevaba un sombrero redondo.
    Parecía la de un hombre que estuviese en pie al borde del macizo, a algunos pasos detrás de Cosette.
    Permaneció un minuto sin poder hablar, ni gritar, ni moverse, ni volver la cabeza. Pero al fin,
    reuniendo todo su valor, se volvió resueltamente.
    No había nadie.
    Miró el suelo: la sombra había desaparecido.
    Regresó a la maleza, registró audazmente los rincones, llegó hasta la verja y no encontró a nadie.
    Quedóse helada. ¿Había sido aquello también una alucinación? ¡Cómo! ¿Dos días seguidos? Una
    alucinación, pase pero ¿dos? Lo que resultaba inquietante es que la sombra no era seguramente un
    fantasma, porque los fantasmas no llevan sombreros redondos.
    Al día siguiente regresó Jean Valjean. Cosette le refirió lo que había creído oír y ver. Esperaba que
    su padre la tranquilizaría y que, encogiéndose de hombros, le diría: «Eres una locuela».
    Jean Valjean se alarmó.
    —Tal vez no sea nada —dijo.
    La dejó con cualquier pretexto y fue al jardín, y Cosette observó que examinaba la verja con mucha
    atención.
    Por la noche se despertó; esta vez estaba segura de oír pasos cerca de la escalinata, al pie de su
    ventana. Corrió a su mirilla y la abrió. En efecto, había un hombre en el jardín, el cual llevaba un grueso
    bastón en la mano. En el instante en que iba a gritar, la luna iluminó el perfil de aquel hombre. Era su
    padre.
    Volvió a acostarse, diciéndose: «¡Está muy alarmado!»
    Jean Valjean pasó aquella noche y las dos siguientes en el jardín, y Cosette le observó por el
    ventanillo.
    La tercera noche había luna menguante, y salía más tarde; sería la una de la madrugada cuando
    Cosette oyó una carcajada y la voz de su padre que la llamaba.
    —¡Cosette!
    Saltó de la cama, se puso una bata y abrió la ventana.
    Su padre se hallaba abajo, sobre el césped.
    —Te despierto para tranquilizarte —dijo—. Mira. Aquí tienes a tu sombra con sombrero redondo.
    Y le mostraba sobre el césped una sombra que producía la luna, y que, en realidad, parecía el
    espectro de un hombre con sombrero redondo. Era la silueta producida por el tubo de una chimenea de
    palastro con capitel, que se elevaba por encima de un tejado vecino.
    Cosette se echó a reír también; se borraron todas sus lúgubres suposiciones, y al día siguiente, cuando
    se desayunaba con su padre, se burló del siniestro jardín visitado por las sombras de los tubos de
    chimeneas.
    Jean Valjean se tranquilizó por completo; en cuanto a Cosette, no se detuvo a examinar si el tubo de la
    chimenea estaba en la dirección de la sombra que había visto o creído ver, y si la luna se encontraba en
    el mismo punto del cielo. No reparó en la singularidad de un cañón de chimenea que teme ser
    sorprendido en flagrante delito y se retira cuando se descubre su sombra, pues la sombra se había
    borrado cuando Cosette se había vuelto, y Cosette creía estar segura de ello. La joven se tranquilizó por
    completo. La demostración le pareció evidente, y creyó que era un efecto de la imaginación, lo mismo
    que los pasos de alguien que caminase por el jardín, por la tarde o por la noche.
    Pero algunos días después hubo un nuevo incidente.








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    Mensaje por Maria Lua Mar 17 Dic 2024, 09:03

    ***

    III




    ENRIQUECIDO CON COMENTARIOS DE TOUSSAINT




    En el jardín, cerca de la verja que daba a la calle, había un banco de piedra, defendido de las
    miradas de los curiosos por un enrejado de cañas, pero hasta el cual podía llegar el brazo de un
    transeúnte a través de la verja y de la enramada.
    Una tarde de ese mismo mes de abril, Jean Valjean había salido, y Cosette, después de puesto el sol,
    se había sentado en dicho banco. El viento penetraba a través de los árboles; Cosette meditaba; una
    tristeza sin objeto iba apoderándose poco a poco de ella; esa tristeza invencible que produce la tarde, y
    que proviene tal vez del misterio de la tumba entreabierta a esa hora.
    Fantine se encontraba tal vez en aquella sombra.
    Cosette se levantó, dio lentamente una vuelta al jardín, andando sobre la hierba inundada de rocío, y
    diciéndose a través de la especie de sonambulismo melancólico en que se hallaba sumergida:
    «Realmente, necesitaría zuecos para andar por el jardín a esta hora. Podría constiparme».
    Después volvió al banco.
    En el momento en que iba a sentarse observó en el sitio que había ocupado una gran piedra que no
    estaba antes.
    Cosette contempló aquella piedra, preguntándose qué significaría.
    De repente, la idea de que aquella piedra no había ido sola al banco, de que alguien la había puesto
    allí, de que un brazo había pasado a través de la verja, esta idea, decimos, se le ocurrió y le dio miedo;
    un miedo verdadero esta vez. No había duda posible: la piedra estaba allí; no la tocó, escapó sin
    atreverse a mirar detrás de sí, se refugió en la casa, cerró en seguida con barras y cerrojos la puerta
    ventana de la escalinata, y preguntó a Toussaint:
    —¿Ha vuelto mi padre?
    —Aún no, señorita.
    (Hemos dicho ya que Toussaint era tartamuda. Permítasenos no indicarlo en todas sus palabras,
    porque nos repugna la notación musical de una enfermedad.)
    Jean Valjean, hombre pensativo y paseante nocturno, solía retirarse bastante tarde por la noche.
    —Toussaint —preguntó Cosette—, ¿tendréis cuidado de cerrar bien por la noche las ventanas que
    dan al jardín, al menos con barras, y poner los candados en los anillos?
    —¡Oh!, estad tranquila, señorita.
    Toussaint no dejaba de hacerlo, y Cosette lo sabía muy bien, pero no pudo menos que añadir:
    —¡Es que es tan desierto este sitio!
    —Eso sí que es verdad —convino Toussaint—. La asesinarían a una sin tener tiempo de decir ¡uf!
    Con esto de que el señor no duerme en casa… Pero no temáis nada, señorita, cierro las ventanas como si
    fueran una fortaleza. ¡Ah! ¡Mujeres solas! ¡Esto hace temblar! Figuraos ver que entran hombres en vuestra
    habitación por la noche y os dicen: «¡Cállate!», y empiezan a cortaros el cuello. No es lo más temible la
    muerte, porque al fin se muere una, y sabe demasiado que se ha de morir; pero es una cosa horrible sentir
    que os toca esa gente. ¡Y luego, sus cuchillos! ¡Oh, qué mal deben de cortar! ¡Ah, Dios mío!
    —¡Callaos! —dijo Cosette—. Cerradlo todo bien.
    Cosette, aterrorizada por el melodrama improvisado por Toussaint, y acaso también por el recuerdo
    de las apariciones de la semana anterior, no se atrevió a decirle: «¡Id a ver la piedra que han puesto
    sobre el banco!», por miedo a volver a abrir la puerta del jardín y de que entrasen «los hombres». Hizo
    cerrar cuidadosamente todas las puertas y ventanas, hizo que Toussaint registrase la casa entera, desde el
    sótano al granero; se encerró en su habitación, echó los cerrojos, miró bajo su cama, se acostó y durmió
    mal. Toda la noche vio la piedra, grande como una montaña, y llena de cavernas.
    Cuando salió el sol —lo propio del sol naciente es hacernos reír de todos nuestros terrores de la
    noche, y la risa que nos produce es siempre proporcionada al miedo que se ha tenido—, Cosette se
    despertó, pensó en su espanto como una pesadilla, y se dijo: «¿Qué he estado soñando? Es como los
    pasos que creí oír la semana pasada por la noche, en el jardín. ¡Es como la sombra del cañón de la
    chimenea! ¿Voy a convertirme en una cobarde ahora?» El sol, que rutilaba a través de las rendijas de los
    postigos, coloreando de púrpura las cortinas de damasco, la tranquilizó de tal manera que todo se borró
    de su imaginación; hasta la piedra.
    —No había piedra alguna en el banco, como no había ningún hombre con sombrero en el jardín; he
    soñado lo de la piedra, como lo demás.
    Se vistió, bajó al jardín, corrió al banco y sintió un sudor frío. La piedra estaba allí.
    Pero no fue más que un momento. Lo que es terror de noche, es curiosidad de día.
    —¡Bah! —se dijo—, veamos.
    Levantó aquella piedra, que era bastante grande. Debajo había algo que parecía una carta.
    Era un sobre de papel blanco. Cosette lo cogió y vio que no tenía ni dirección ni sello. Sin embargo,
    el sobre, aunque abierto, no estaba vacío. En su interior veíanse algunos papeles.
    Cosette buscó en su interior; ya no experimentaba miedo ni curiosidad, sino un principio de
    impaciencia.
    Sacó del sobre lo que éste contenía: un pequeño cuaderno de papel, de hojas numeradas, en cada una
    de las cuales había escritas unas líneas, con una escritura bastante bonita, pensó Cosette, y muy fina.
    Cosette buscó un nombre, no lo había; una firma, tampoco. ¿A quién iba dirigido aquello? A ella
    probablemente, puesto que una mano había colocado el paquete encima de su banco. ¿De quién venía
    aquello? Una fascinación irresistible se apoderó de ella, trató de apartar los ojos de aquellas hojas que
    temblaban en su mano, miró el cielo, la calle, las acacias inundadas de luz, las palomas que volaban
    sobre un tejado próximo, y luego su mirada se posó rápidamente sobre el manuscrito, y se dijo que debía
    leer lo que contenía.
    He aquí lo que ella leyó.






    IV




    UN CORAZÓN BAJO UNA PIEDRA




    La reducción del universo a un solo ser, la dilatación de un solo ser hasta Dios, esto es el amor.
    El amor es la salutación de los ángeles a los astros.
    ¡Qué triste está el alma cuando está triste por el amor! ¡Qué vacío tan inmenso es la ausencia del ser
    que llena él solo el mundo! ¡Oh! Cuán verdad es que el ser amado se convierte en Dios. Se comprendería
    que Dios estuviera celoso si el Padre de todo no hubiese hecho evidentemente la creación para el alma, y
    el alma para el amor.
    Basta una sonrisa vislumbrada bajo un sombrero de crespón blanco con adornos de lilas para que el
    alma entre en el palacio de los sueños.
    Dios está detrás de todo; pero todo oculta a Dios. Las cosas son negras, las criaturas son opacas.
    Amar a un ser es hacerlo transparente.
    Ciertos pensamientos son oraciones. Hay momentos en que sea cual sea la actitud del cuerpo, el alma
    está de rodillas.
    Los amantes separados engañan la ausencia con mil cosas quiméricas, que tienen, no obstante, su
    realidad. Se les impide verse, no pueden escribirse; encuentran una multitud de medios misteriosos para
    comunicarse. Se envían el canto de los pájaros, el perfume de las flores, las risas de los niños, la luz del
    sol, los suspiros del viento, los rayos de las estrellas, toda la creación. ¿Y por qué no? Todas las obras
    de Dios están hechas para servir al amor. El amor es lo bastante poderoso como para dar sus mensajes a
    la naturaleza entera.
    ¡Oh primavera, eres una carta que yo le escribo!
    El porvenir pertenece aún más a los corazones que a la inteligencia. Amar, he aquí la única cosa que
    puede ocupar y llenar la eternidad. El infinito necesita lo inagotable.
    El amor participa del alma misma. Es de la misma naturaleza que ella. Como ella, es chispa divina;
    como ella, es incorruptible, indivisible, imperecedero. Es un punto de fuego que está en nosotros, que es
    inmortal e infinito, que nada puede limitar, ni nada puede apagar. Se le siente arder hasta en la médula de
    los huesos y se le ve irradiar hasta el fondo del cielo.
    ¡Oh, amor!, ¡adoraciones!, voluptuosidades de dos espíritus que se comprenden y de dos miradas que
    se penetran. ¡Vendréis a mí!, ¿no es verdad, felicidades? ¡Paseos de dos solos en la soledad! ¡Días
    benditos y resplandecientes! Algunas veces he soñado que de vez en cuando se desprendían algunas horas
    de la vida de los ángeles, y venían aquí abajo a penetrar en el destino de los hombres.
    Dios no puede añadir nada a la felicidad de los que se aman, más que la duración sin fin. Después de
    una vida de amor, una eternidad de amor es un aumento, en efecto; pero acrecentar en su intensidad misma
    la felicidad inefable que el amor da al alma desde este mundo resulta imposible aun a Dios. Dios es la
    plenitud del cielo; el amor es la plenitud del hombre.
    Miráis una estrella por dos motivos: porque es luminosa y porque es impenetrable; pues a vuestro
    lado tenéis una radiación más suave, y un misterio más grande: la mujer.
    Todos, sin excepción, tenemos nuestros seres respirables. Si nos faltan, nos falta el aire y nos
    ahogamos. Entonces morimos. Morir por falta de amor es terrible. ¡La asfixia del alma!
    Cuando el amor ha fundido y mezclado a dos seres en una unidad angélica y sagrada, estos seres han
    hallado el secreto de la vida; no son más que los dos términos de un mismo destino; no son más que las
    dos alas de un mismo espíritu. ¡Amad, elevaos!
    El día en que una mujer que pasa delante de ti desprende luz al andar, estás perdido, amas. Ya no
    tienes que hacer más que una cosa: pensar en ella tan fijamente que ella tenga que pensar en ti.
    Lo que el amor empieza no puede ser terminado más que por Dios.
    El amor verdadero se desespera y se encanta por un guante perdido o por un pañuelo encontrado, y
    necesita la eternidad para su desinterés y para sus esperanzas. Se compone a la vez de lo infinitamente
    grande y de lo infinitamente pequeño.
    Si eres piedra, sé imán; si eres planta, sé sensitiva; si eres hombre, sé amor.
    Nada basta al amor. Si se tiene felicidad, se desea el paraíso; si se tiene el paraíso, se desea el cielo.
    ¡Oh, tú que amas, todo esto está en el amor! Aprende a encontrarlo. El amor tiene, lo mismo que el
    cielo, la contemplación, y además el deleite.
    «¿Viene aún al Luxemburgo?» «No, señor». «En esta iglesia es donde oye misa, ¿no es verdad?» «No
    viene ya». «¿Vive todavía en esta casa?» «Se ha mudado». «¿Adónde ha ido a vivir?» «No lo ha dicho».
    ¡Qué cosa tan sombría es no saber las señas de su alma!
    El amor tienes cosas de niño, las otras pasiones tienen pequeñeces. ¡Despreciemos las pasiones que
    empequeñecen al hombre! ¡Honremos las que le hacen niño!
    Me sucede una cosa extraña. ¿Sabéis cuál? Estoy en la noche. Hay un ser que, al irse, se ha llevado el
    cielo.
    ¡Oh! Estar echados juntos en la misma tumba, mano con mano, y de vez en cuando, en las tinieblas,
    acariciarnos suavemente un dedo; esto bastaría a mi eternidad.
    Vosotros que sufrís porque amáis, amad más aún. Morir de amor es vivir.
    Amad. Una sombría transfiguración estrellada está mezclada con este suplicio. Hay éxtasis en la
    agonía.
    ¡Oh, alegría de los pájaros! Tenéis el canto porque tenéis nido.
    El amor es una respiración celeste del aire del paraíso.
    Corazones profundos, espíritus sabios, tomad la vida como Dios la ha hecho; la vida es una larga
    prueba, una preparación ininteligible al destino desconocido. Este destino, el verdadero, empieza para el
    hombre en el primer peldaño del interior de la tumba. Entonces se le aparece algo, y empieza a distinguir
    el definitivo. El definitivo, pensad en esta palabra. Los vivos ven el infinito; lo definitivo no se deja ver
    más que por los muertos. Mientras tanto, amad y sufrid, esperad y contemplad. Desgraciado, ¡ay!, el que
    no haya amado más que los cuerpos, las formas, las apariencias. La muerte se lo arrebatará todo. Amad a
    las almas, y las volveréis a encontrar.
    He encontrado en la calle a un joven muy pobre que amaba. Su sombrero era viejo, su traje gastado;
    tenía los codos agujereados; el agua pasaba a través de sus zapatos y los astros a través de su alma.
    ¡Qué gran cosa es ser amado! ¡Y qué cosa más grande aún es amar! El corazón se hace heroico a
    fuerza de pasión. Sólo se compone de lo más puro, sólo se apoya en lo más grande y elevado. Un
    pensamiento indigno no puede germinar en él, como una ortiga no puede germinar en un ventisquero. El
    alma elevada y serena, inaccesible a las pasiones y a las locuras, las mentiras, los odios, las vanidades,
    las miserias, habita en el azul del cielo y no siente ya sino las conmociones profundas y subterráneas del
    destino, como las cimas de las montañas sienten los temblores de tierra.
    Si no hubiera quien amase, el sol se apagaría








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    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 10 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Mar 17 Dic 2024, 09:05

    ***
    V



    COSETTE DESPUÉS DE LA CARTA




    Durante esta lectura, Cosette iba cayendo poco a poco en la ensoñación. En el momento en que
    levantó los ojos de la última línea del cuaderno, el guapo oficial pasó triunfante ante la verja. Cosette le
    encontró horrible.
    Volvió a contemplar el cuaderno. Estaba escrito con una letra encantadora, pensaba Cosette; y con
    distintas tintas, ya muy negras, ya blanquecinas, como cuando se echa agua en el tintero, y, por
    consiguiente, en días diferentes. Era, pues, un pensamiento que se había derramado allí, suspiro a
    suspiro, irregularmente, sin orden, sin elección, sin objeto, al azar. Cosette no había leído jamás nada
    parecido. Aquel manuscrito, en el que veía más claridad que oscuridad, le causaba el mismo efecto que
    un santuario entreabierto. Cada una de aquellas líneas misteriosas resplandecía ante sus ojos y le
    inundaba el corazón con una luz extraña. La educación que recibiera le había hablado siempre del alma y
    jamás del amor; como si se hablase de la brasa sin hablar de la llama. Aquel manuscrito de quince
    páginas le revelaba brusca y suavemente todo el amor, el dolor, el destino, la vida, la eternidad, el
    principio, el fin. Era como una mano que se hubiera abierto y le hubiese lanzado súbitamente un puñado
    de rayos. Percibía en aquellas líneas una naturaleza apasionada, ardiente, generosa, honesta, una voluntad
    sagrada, un inmenso dolor y una esperanza inmensa, un corazón oprimido, un éxtasis manifestado. ¿Qué
    era aquel manuscrito? Una carta. Una carta sin señas, sin nombre, sin fecha, sin firma, apremiante y
    desinteresada, enigma compuesto de verdades; mensaje de amor escrito para ser llevado por un ángel y
    leído por una virgen, cita dada fuera de la tierra; billete amoroso de un fantasma a una sombra. Era un
    alma ausente, tranquila y oprimida, que parecía dispuesta a refugiarse en la muerte y que enviaba a otra
    alma ausente el secreto del destino, la llave de la vida, el amor. Aquello había sido escrito con los pies
    en la tumba y el dedo en el cielo. Aquellas líneas, habían caído una a una sobre el papel, y eran lo que
    podría llamarse gotas del alma.
    Pero ¿de quién podrían ser aquellas páginas? ¿Quién las había escrito?
    Cosette no dudó ni un minuto. Un solo hombre.
    ¡Él!
    La luz se había hecho en su espíritu. Todo había vuelto a aparecer. Experimentaba una alegría
    inaudita y una angustia profunda. ¡Era él! ¡El, que estaba allí! ¡El, cuyo brazo había pasado a través de la
    verja! ¡Mientras que ella le olvidaba, él la había encontrado! ¿Pero acaso ella le había olvidado? ¡No!,
    ¡nunca! Estaba loca por haber creído aquello un solo instante. Ella le había amado siempre, y adorado. El
    fuego había estado oculto durante algún tiempo, pero no había hecho más que arder más hondamente, y
    ahora brillaba de nuevo, y la abrasaba entera. Aquel cuaderno era como una chispa caída del alma del
    otro en la suya. Sentía reavivarse de nuevo el fuego; se penetraba de cada palabra del manuscrito. «¡Oh,
    sí! —decía—. ¡Cómo conozco todo esto! Es lo que he leído en sus ojos».
    Cuando acababa de leerla por tercera vez, el teniente Théodule volvió a pasar delante de la verja,
    haciendo sonar sus espuelas sobre el empedrado. Cosette se vio obligada a levantar los ojos. Le encontró
    soso, necio, tonto, presumido, desagradable, impertinente y muy feo. El oficial creyó que debía dirigirle
    una sonrisa; Cosette se volvió avergonzada e irritada. De buena gana le hubiera tirado algo a la cabeza.
    Se marchó, entró en la casa y se encerró en su habitación para releer el manuscrito, para aprendérselo
    de memoria y para soñar. Cuando lo leyó, lo besó y lo ocultó en su corsé.
    Cosette había caído en el profundo amor seráfico. El abismo Edén acababa de abrirse de nuevo.
    Durante todo el día Cosette permaneció en una especie de aturdimiento. Pensaba apenas, y sus ideas
    estaban en el estado de un ovillo enredado en su cerebro; no conseguía reflexionar; esperaba a través del
    temblor, ¿qué?, cosas vagas. No se atrevía a prometerse nada y no quería negarse nada. Cruzaban por su
    rostro palideces, y escalofríos por su cuerpo. En algunos momentos le parecía que penetraba en lo
    quimérico, y se decía: «¿Esto es real?»; entonces tocaba el papel bienamado, por sobre sus ropas, lo
    apretaba contra su corazón y sentía los dobleces sobre su carne; y si Jean Valjean la hubiera visto en
    aquel instante se habría estremecido ante aquella alegría luminosa y desconocida que brotaba de sus ojos.
    «¡Oh, sí! —pensaba—. ¡Es él! ¡Esto es de él para mí!»
    Y no dudaba de que una intervención de los ángeles, una casualidad celestial, se lo había devuelto.
    ¡Oh, transfiguración del amor!, ¡oh, sueños!, esa casualidad celestial, esa intervención de los ángeles
    era aquella bola de pan lanzada por un ladrón a otro ladrón desde el patio Charlemagne hasta la fosa de
    los leones, por encima de los tejados de La Forcé.



    VI



    LOS ANCIANOS SALEN EN EL MOMENTO INDICADO




    Cuando llegó la noche, Jean Valjean salió; Cosette se vistió. Arregló sus cabellos del modo que le
    sentaba mejor, se puso un vestido cuyo cuerpo había recibido una tijeretada de más, y dejaba ver por esta
    escotadura el nacimiento del cuello; era, como dicen las jóvenes, «un poco indecente». No era de ninguna
    manera indecente, pero sí más bonito que otro. Se vistió de este modo sin saber por qué.
    ¿Quería salir? No.
    ¿Esperaba una visita? No.
    Al anochecer bajó al jardín. Toussaint estaba ocupada en la cocina, que daba al patio trasero.
    Se puso a andar bajo las ramas, apartándolas de vez en cuando con la mano, porque las había muy
    bajas.
    Llegó al banco.
    La piedra yacía allí todavía.
    Se sentó, y posó su suave y blanca mano sobre aquella piedra como si quisiera acariciarla y darle
    gracias.
    De repente, tuvo la impresión indefinible que se experimenta, aun sin ver, cuando hay alguien detrás
    de uno.
    Volvió la cabeza y se levantó.
    Era él.
    Llevaba la cabeza descubierta. Parecía pálido y enflaquecido. Apenas se distinguía su traje negro. El
    crepúsculo blanqueaba su hermosa frente y cubría sus ojos de tinieblas. Tenía, bajo un velo de
    incomparable dulzura, algo de la muerte y de la noche. Su rostro estaba iluminado por la claridad del día
    que muere y por el pensamiento de un alma que se va.
    Parecía que no era todavía un fantasma, pero que no era ya un hombre. Su sombrero yacía caído a
    algunos pasos, entre la maleza.
    Cosette, a punto de desfallecer, no lanzó ni un grito. Retrocedía lentamente, pues se sentía atraída. El
    no se movía. Ante aquel inefable y triste velo que le rodeaba, ella sentía la mirada de sus ojos, que no
    veía.
    Al retroceder, Cosette encontró un árbol y se apoyó en él. Sin aquel árbol, se hubiera caído.
    Entonces oyó su voz, aquella voz que nunca había oído, que apenas se elevaba por encima del
    estremecimiento de las hojas, y que murmuraba:
    —Perdonadme, estoy aquí. Tengo el corazón lleno, no podía vivir como estaba, y he venido. ¿Habéis
    leído lo que dejé allí, sobre el banco? ¿Me reconocéis? No tengáis miedo de mí. ¿Os acordáis de aquel
    día, hace ya mucho tiempo, en que me mirasteis? Era en el Luxemburgo, cerca del gladiador. ¿Y del día
    en que pasasteis cerca de mí? Fueron el 16 de junio y el 2 de julio. Pronto hará un año. Desde hace
    mucho tiempo no os he visto. He preguntado a la alquiladora de las sillas y me ha dicho que ya no os
    veía. Vivíais en la calle Ouest, en el tercer piso, en una casa nueva; ya veis lo que sé. Yo os seguía. ¿Qué
    tenía que hacer? Después habéis desaparecido. Creí veros pasar una vez, cuando estaba yo leyendo los
    periódicos bajo los arcos del Odéon, y corrí; pero no. Era una persona que llevaba un sombrero como el
    vuestro. Por la noche, vengo aquí. No temáis, nadie me ve. Vengo a mirar de cerca vuestras ventanas.
    Ando muy suavemente para que no me oigáis, pues tal vez tendríais miedo. La otra noche estaba detrás de
    vos, os volvisteis y huí. Una vez os oí cantar. Me sentí feliz. ¿Os hace daño que os oiga cantar a través de
    las persianas? Esto no os molesta, ¿no es verdad? ¡Si supieseis…!, ¡os adoro! Perdonadme; os hablo y no
    sé lo que digo; os molesto tal vez, ¿os molesto?
    —¡Oh, madre mía! —exclamó Cosette.
    Se dobló sobre sí misma, como si fuese a morir.
    Él la cogió; Cosette se desmayaba; la tomó en sus brazos, la apretó estrechamente sin tener
    conciencia de lo que hacía, y la sostuvo temblando. Estaba como si tuviese la cabeza llena de humo; veía
    relámpagos ante sus ojos; sus ideas se desvanecían; le parecía que realizaba un acto religioso, y que
    cometía una profanación. Por lo demás, no experimentaba deseo alguno hacia aquella mujer encantadora,
    cuya forma sentía contra su pecho. Estaba perdido de amor. Ella le tomó una mano, y se la puso sobre su
    corazón. Sintió el papel que tenía allí, y balbució:
    —¿Me amáis, pues?
    Ella respondió con una voz tan débil que no era más que un soplo apenas audible:
    —¡Cállate! ¡Ya lo sabes!
    Y escondió su rostro lleno de rubor en el pecho del joven orgulloso y embriagado. Cayó él sobre el
    banco, y ella a su lado. No tenían ya palabras. Las estrellas empezaban a brillar. ¿Cómo fue que sus
    labios se encontraron? ¿Por qué el pájaro canta, la nieve se funde, la rosa se abre, mayo extiende su
    fragancia y el alba blanquea detrás de los árboles negros en la cumbre temblorosa de las colinas?
    Un beso, y eso fue todo.
    Ambos jóvenes se estremecieron y se miraron en la sombra con ojos brillantes. No sentían ni la noche
    fresca, ni la piedra fría, ni la tierra húmeda, ni la hierba mojada; se miraban, y tenían el corazón lleno de
    pensamientos. Se habían cogido las manos sin saberlo.
    Ella no le preguntaba nada; no pensaba siquiera por dónde había entrado y cómo había penetrado en
    el jardín. ¡Le parecía ya tan sencillo que estuviera allí! De vez en cuando, la rodilla de Marius rozaba la
    rodilla de Cosette y ambos se estremecían.
    A intervalos, Cosette tartamudeaba una palabra. Su alma temblaba en sus labios como una gota de
    rocío sobre una flor.
    Poco a poco se hablaron. La expansión sucedió al silencio, que es la plenitud. La noche era serena y
    espléndida por encima de sus cabezas. Aquellos dos seres puros como espíritus se lo dijeron todo, sus
    sueños, sus felicidades, sus éxtasis, sus quimeras, sus debilidades; cómo se habían adorado desde lejos,
    cómo se habían anhelado, y su desesperación cuando cesaron de verse. Se entregaron a una intimidad
    ideal, que nada podía aumentar, descubriendo lo que tenían más oculto y misterioso. Se contaron con una
    fe cándida en sus ilusiones todo lo que el amor, la juventud y el resto de infancia que tenían les hacían
    pensar. Aquellos dos corazones se vertieron uno en el otro, de modo que al cabo de una hora él tenía el
    alma de ella y ella el alma de él. Se penetraron, se encantaron, se deslumbraron.
    Cuando hubieron terminado, cuando se lo hubieron dicho todo, ella posó su cabeza en el hombro de él
    y le preguntó:
    —¿Cómo os llamáis?
    —Yo me llamo Marius —dijo—. ¿Y vos?
    —Yo me llamo Cosette








    809
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    Mensaje por Maria Lua Mar 17 Dic 2024, 16:55

    ***
    LIBRO SEXTO



    EL PEQUEÑO GAVROCHE


    I



    TRAVESURAS DEL VIENTO



    Después de 1823, mientras la taberna de Montfermeil languidecía y desaparecía poco a poco, no en
    el abismo de una bancarrota, sino en la cloaca de las pequeñas deudas, los esposos Thénardier habían
    tenido otros dos hijos, varones los dos. Con estos sumaban cinco; dos hembras y tres varones. Era mucho.
    La Thénardier se había desembarazado de los dos últimos, cuando aún eran muy pequeños, con una
    fortuna singular.
    Desembarazado es la palabra. En aquella mujer no había más que un fragmento de naturaleza,
    fenómeno del que hay más de un ejemplo. Como la mariscala de La Mothe-Houdancourt, la Thénardier
    sólo era madre para sus hijas. Su maternidad terminaba allí. Su odio al género humano empezaba en sus
    hijos. Por el lado de sus hijos, su maldad estaba cortada a pico, y su corazón tenía en este punto una
    lúgubre escarpadura. Como se ha visto ya, detestaba al mayor y execraba a los otros dos. ¿Por qué?
    Porque sí. El más terrible de los motivos y la más indiscutible de las respuestas: porque sí. «No necesito
    una manada de hijos», decía aquella madre.
    Expliquemos cómo los Thénardier habían llegado a librarse de sus dos últimos hijos, e incluso a
    sacar provecho de ellos.
    Aquella Magnon, de quien hemos hablado en otro lugar, era la misma que había conseguido sacar una
    pensión al infeliz Gillenormand para los dos hijos que tenía. Vivía en el muelle de los Célestins, en la
    esquina de la antigua calle del Petit-Musc, que ha hecho lo posible por cambiar por buen olor su mala
    fama
    [404]
    . Recordaremos la gran epidemia de garrotillo que devastó hace treinta y cinco años los barrios
    ribereños del Sena, en París, y que la ciencia aprovechó para experimentar en gran escala la eficacia de
    las insuflaciones de alumbre, tan útilmente reemplazadas hoy por la tintura externa de yodo. En esta
    epidemia, la Magnon perdió el mismo día, uno por la mañana y otro por la noche, a sus dos hijos, aún
    muy pequeños. Fue un gran golpe. Aquellos niños eran preciosos para su madre; representaban ochenta
    francos por mes. Aquellos ochenta francos eran pagados exactamente en nombre del señor Gillenormand,
    por su contador, el señor Barge, ujier retirado, calle del Roi-de-Sicile. Muertos los niños, la pensión
    quedaba sin efecto. La Magnon buscó un recurso. En la tenebrosa masonería del mal, de la que formaba
    parte, se sabe todo, se guardan los secretos y se prestan auxilio mutuamente. La Magnon necesitaba dos
    hijos; la Thénardier los tenía. Del mismo sexo y la misma edad. Buen arreglo para una y buena
    colocación para otra. Los hijos de Thénardier se convirtieron en los hijos de la Magnon. La Magnon
    abandonó el muelle de los Célestins y fue a vivir a la calle Clocheperce. En París, la identidad que liga a
    un individuo consigo mismo se rompe de una calle a otra.
    El estado civil, al que no se le declaró el hecho, no reclamó, y la sustitución se hizo del modo más
    fácil del mundo. La Thénardier exigió por el préstamo de sus hijos diez francos al mes, que la Magnon
    prometió y, desde luego, pagó. Huelga decir que el señor Gillenormand continuó pagando. Iba cada seis
    meses a visitar a los pequeños, y no se dio cuenta del cambio.
    —Señor —le decía la Magnon—, ¡cómo se parecen a vos!
    Thénardier, a quien resultaban fáciles los avatares, aprovechó esta ocasión para convertirse en
    Jondrette. Sus dos hijas y Gavroche apenas habían tenido tiempo para reparar en que tenían hermanos. En
    cierto grado de miseria, se apodera del alma una especie de indiferencia y se ven a los seres como
    espectros. Las personas más allegadas no son sino vagas sombras apenas discernibles sobre el fondo
    nebuloso de la vida, y, fácilmente, se confunden con lo invisible.
    La noche del día en que hizo entrega de sus dos hijos a la Magnon, con la voluntad expresa de
    renunciar a ellos para siempre, la Thénardier tuvo, o aparentó tener, un escrúpulo. Había dicho a su
    marido:
    —¡Pero esto es abandonar a los hijos!
    Thénardier, magistral y flemático, cauterizó el escrúpulo con esta sentencia:
    —¡Jean Jacques Rousseau hizo más!
    Del escrúpulo, la madre había pasado a la inquietud:
    —¿Y si la policía nos persiguiese? ¿Está permitido esto que hemos hecho? Dime, Thénardier.
    Thénardier respondió:
    —Todo está permitido. Nadie verá en esto más que una cosa clara como el agua. Por otra parte, no
    hay interés ninguno en cuidarse de niños que no tienen ni un sueldo.
    La Magnon era una especie de elegante del crimen. Se cuidaba del aseo personal. Compartía su
    alojamiento, amueblado de un modo extraño y miserable, con una astuta ladrona inglesa afrancesada.
    Aquella inglesa, naturalizada parisiense, recomendable por sus ricas relaciones, íntimamente ligada a las
    medallas de la biblioteca y los diamantes de la señorita Mars, fue más tarde célebre en los sumarios
    judiciales. La llamaban la señorita Miss.
    Los dos niños caídos en suerte a la Magnon no tuvieron de qué quejarse. Recomendados por los
    ochenta francos, estaban cuidados, como todo lo que es explotado; no iban mal vestidos, ni se les
    alimentaba mal; estaban tratados casi como «unos señoritos», mejor con su falsa madre que con la
    verdadera. La Magnon se hacía la señora; y no hablaba argot delante de ellos.
    Así transcurrieron algunos años. Thénardier auguraba fortuna. Un día se le ocurrió decir a la Magnon,
    cuando ésta le entregaba los diez francos mensuales:
    —Será preciso que el «padre» les dé educación.
    De repente, aquellos dos pobres niños, bastante protegidos hasta entonces, aun por la mala suerte,
    fueron lanzados bruscamente a la vida y se vieron obligados a empezar a recorrerla.
    Un arresto en masa de malhechores como el del tabuco de Jondrette, complicado necesariamente con
    pesquisas y requisitorias ulteriores, es un verdadero desastre para esta repugnante contrasociedad oculta,
    que vive bajo la sociedad pública; una aventura de este género arrastra tras sí toda clase de
    derrumbamientos en este mundo sombrío. La catástrofe de los Thénardier produjo la catástrofe de la
    Magnon.
    Un día, poco tiempo después de que la Magnon entregara a Éponine la nota relativa a la calle Plumet,
    la calle Cloeheperce recibió la repentina visita de la policía; la Magnon fue detenida, lo mismo que la
    señorita Miss, y toda la vecindad, que era sospechosa, tuvo que pasar por la red de la justicia. Los dos
    niños se hallaban jugando en aquel momento en un patio y no vieron nada de la redada. Cuando
    volvieron, hallaron la puerta cerrada y la casa vacía. Un zapatero de un portal de enfrente los llamó y les
    entregó un papel que «su madre» había dejado para ellos. En el papel había unas señas: «Señor Barge,
    contador, calle del Roi-de-Sicile, número 8». El hombre del portal les dijo:
    —Ya no vivís aquí. Id allí. Esa casa está cerca. La primera calle a la izquierda. Preguntad el camino
    con este papel.
    Los dos niños se fueron, llevando el mayor al menor, y sosteniendo en la mano el papel que debía
    guiarlos. Tenía frío; sus deditos hinchados se cerraban mal y apenas sujetaban el papel. Al llegar a la
    esquina de la calle Clocheperce, una ráfaga de viento se lo llevó, y como caía la noche, el niño no pudo
    encontrarlo.
    Pusiéronse, pues, a vagar por las calles.




    II



    DONDE EL PEQUEÑO GAVROCHE SACA PARTIDO DE NAPOLEÓN EL GRANDE



    La primavera en París suele verse interrumpida por brisas ásperas y duras que dejan a uno, no helado
    precisamente, pero sí aterido de frío; estas brisas entristecen los más hermosos días y causan el mismo
    efecto que esos soplos de aire frío que en un cuarto templado penetran por los huecos de las ventanas o
    de las puertas mal cerradas. Parece que la sombría puerta del invierno haya quedado entreabierta y que el
    viento se cuele por ahí. En la primavera de 1832, época en que estalló la primera gran epidemia de ese
    siglo en Europa, tales brisas eran más ásperas y punzantes que nunca. Una puerta más glacial aún que la
    del invierno se había entreabierto. Era la puerta del sepulcro. En aquellas brisas se olía el aliento del
    cólera.
    Desde el punto de vista meteorológico, aquellos vientos fríos tenían la particularidad de que no
    excluían una fuerte tensión eléctrica. Frecuentes tormentas, acompañadas de relámpagos y truenos,
    estallaron en aquella época.
    Una noche en que dichas brisas soplaban duramente, hasta el punto de que parecía haber vuelto el
    mes de enero, y los parisienses se habían vuelto a poner el abrigo, el pequeño Gavroche, temblando
    alegremente de frío bajo sus harapos, permanecía de pie y como en éxtasis delante de la tienda de un
    peluquero de los alrededores de Orme-Saint-Gervais. Llevaba un pañuelo de lana, de mujer, cogido no
    sabemos dónde, con el cual se había hecho un tapaboca. El pequeño Gavroche parecía que estaba
    admirando profundamente una figura de novia de cera, escotada y tocada con flores de naranjo, que
    giraba detrás del escaparate, mostrando su sonrisa a los transeúntes entre dos quinqués; pero, en realidad,
    observaba la tienda, con objeto de ver si podía «birlar» del escaparate una pastilla de jabón para ir a
    venderla en seguida por un sueldo a un «peluquero» de las afueras. Muchos días almorzaba con el
    producto de una de esas pastillas. A este género de trabajo, para el que tenía talento, le llamaba «hacer la
    barba a los barberos».
    Mientras contemplaba la figurilla de cera, mirando la pastilla, decía entre dientes: «Martes. No es
    martes. ¿Es martes? Tal vez es martes. Sí, es martes».
    Nunca se ha sabido a qué se refería con este monólogo.
    Si por casualidad se refería a la última vez que había comido, hacía ya tres días, porque era viernes.
    El barbero, en su tienda templada con una buena estufa, afeitaba a un parroquiano, y lanzaba de vez en
    cuando una mirada de reojo a aquel enemigo, a aquel pilluelo helado y descarado que tenía las dos manos
    metidas en los bolsillos, pero el espíritu evidentemente fuera del cuerpo.
    Mientras Gavroche examinaba la muñeca, el escaparate y el Windsorsoaps, dos niños de estatura
    desigual, vestidos con limpieza y menores que él, uno como de unos siete años y el otro de cinco,
    hicieron girar tímidamente el picaporte y entraron en la tienda pidiendo algo, una limosna tal vez, con un
    murmullo lastimero, que parecía más bien un gemido que una súplica. Hablaban ambos a la vez, y sus
    palabras resultaban ininteligibles, porque los sollozos ahogaban la voz del menor y el frío hacía
    castañetear los dientes al mayor. El barbero se volvió con rostro airado, y sin abandonar la navaja,
    empujando al mayor con la mano izquierda y al menor con la rodilla, los llevó hasta la calle y cerró la
    puerta diciendo:
    —¡Venir a enfriarnos para nada!
    Los dos niños echaron a andar llorando. A todo esto había aparecido una nube; empezaba a llover. El
    pequeño Gavroche corrió tras ellos y los abordó:
    —¿Qué tenéis, chiquillos?
    —No sabemos dónde dormir —respondió el mayor.
    —¿Y eso es todo? —dijo Gavroche—. ¡Vaya qué gran cosa! ¿Se llora acaso por tan poca cosa? ¡Sois
    unos necios!
    Y tomando, en su superioridad algo chocarrera, un acento de autoridad y de dulce protección, añadió:
    —Criaturas, venid conmigo.
    —Sí, señor —dijo el mayor.
    Y ambos niños le siguieron, igual que hubieran seguido a un arzobispo, y cesaron de llorar.
    Gavroche los hizo subir por la calle de Saint-Antoine en dirección a la Bastilla.
    Gavroche, mientras se alejaba, dirigió una mirada indignada y retrospectiva a la peluquería.
    —No tiene corazón ese bacalao —gruñó—; parece un inglés.
    Una mozuela, al ver andar a los tres chicos en fila, soltó una sonora carcajada. Esa risa era una falta
    de respeto al grupo.
    —Buenos días, señorita Ómnibus
    [405] —le dijo Gavroche.
    Y un instante después, acordándose del peluquero, añadió:
    —Me he engañado: no es un bacalao, es una serpiente. Peluquero, ya buscaré un herrero y te pondré
    un cascabel en la cola.
    El peluquero le había vuelto agresivo, y apostrofó, saltando un arroyo, a una portera barbuda y digna
    de encontrar a Fausto en el Brocken, que llevaba su escoba en la mano.
    —Señora —le dijo—, ¿salís con vuestro caballo?
    Y al mismo tiempo salpicó de lodo las botas barnizadas de un transeúnte.
    —¡Bribón! —exclamó el transeúnte, furioso.
    Gavroche sacó la nariz del tapabocas.
    —¿Se queja el señor?
    —¡De ti! —replicó el transeúnte.
    —Se ha cerrado el despacho —dijo Gavroche—, ya no admito reclamaciones.
    Mientras tanto seguían subiendo la calle, y descubrió en una puerta cochera a una pobrecita de trece o
    catorce años, helada y con un vestido tan corto que apenas le llegaba a la rodilla. La niña empezaba a ser
    ya demasiado alta para llevar aquel vestido. El desarrollo suele jugar estas malas pasadas. La falda se
    hace corta precisamente en el momento en que la desnudez se torna indecente.
    —¡Pobre niña! —dijo Gavroche—. No tiene ni siquiera bragas. Toma esto al menos.






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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 10 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Mar 17 Dic 2024, 16:57

    ***

    Se quitó el pañuelo de lana que llevaba alrededor del cuello y lo arrojó sobre los hombros delgados
    y amoratados de la mendiga, donde el tapabocas se convirtió en chal.
    La pequeña le contempló con asombro, y recibió el chal en silencio. En cierto grado de miseria, el
    pobre, en su estupor, no llora ya su mal, y no agradece ya el bien.
    —¡Brrr! —dijo Gavroche tras su acción, temblando más que San Martín, quien, al menos, había
    conservado la mitad de su capa.
    Después de este «¡Brrr!», la lluvia redobló su fuerza. Esos malos cielos castigan las buenas acciones.
    —¡Ah! —exclamó Gavroche—. ¿Qué significa esto? ¡Llueve otra vez! Dios mío, si esto sigue así,
    retiro mi abono.
    Y prosiguió su camino.
    —Es igual —dijo después, echando una mirada a la pobre que se arrebujaba en el chal—; ahí tenéis
    una magnífica manteleta.
    Y, mirando la nube, gritó:
    —¡Te has fastidiado!
    Los dos niños acomodaban su paso al de Gavroche.
    Al pasar por delante de uno de esos estrechos enrejados de alambre que indicaban la tienda de un
    panadero, porque el pan se pone como el oro detrás de rejas de hierro, Gavroche se volvió y dijo:
    —¡Eh, gorriones! ¿Habéis comido?
    —Señor —respondió el mayor—, no hemos comido nada desde esta mañana.
    —¿No tenéis, pues, ni padre ni madre? —preguntó majestuosamente Gavroche.
    —Perdonad, señor, tenemos papá y mamá, pero no sabemos dónde están.
    —A veces, eso es mejor que saberlo —comentó Gavroche, que era todo un pensador.
    —Ya hace dos horas —continuó el mayor— que estamos andando; hemos buscado algo que comer
    por los rincones y no hemos encontrado nada.
    —Lo sé —dijo Gavroche—. Los perros se lo comen todo.
    Y continuó tras un silencio:
    —¡Ah! Hemos perdido a los autores de nuestros días. No sabemos lo que hemos hecho de ellos. Eso
    no está bien, pilluelos. Es muy tonto perderse como personas de edad. ¡Ah! Sin embargo, es preciso
    lamer.
    Por lo demás, no les hizo pregunta alguna. ¿No era algo muy natural no tener domicilio?
    El mayor de los dos chicuelos, entregado ya casi por completo a la pronta indiferencia, hizo este
    comentario:
    —No obstante, es gracioso. Mamá había dicho que nos llevaría a buscar romero bendito el domingo
    de ramos.
    —¡Inocentes! —respondió Gavroche.
    —Mamá —prosiguió el mayor— es una dama que vive con la señorita Miss.
    —Necio —dijo Gavroche.
    Entretanto, se había detenido, y desde hacía algunos instantes tanteaba y registraba todos los rincones
    que tenía en sus harapos.
    Por fin alzó la cabeza con un aire que no quería ser más que satisfecho, pero que, en realidad, era
    triunfante.
    —Calmémonos, monigotillos. Ya tenemos con qué cenar los tres.
    Y de uno de sus bolsillos sacó un sueldo.
    Sin dar a los dos pequeños tiempo para alegrarse, los empujó delante de sí hacia la tienda de un
    panadero, y puso el sueldo encima del mostrador, gritando:
    —¡Mozo! Cinco céntimos de pan.
    El panadero, que era el dueño, cogió un pan y un cuchillo.
    —¡En tres pedazos, mozo! —continuó Gavroche, y añadió con dignidad—: Somos tres.
    Al ver que el panadero, después de haber examinado a los tres comensales, había tomado un pan
    negro, hundió profundamente un dedo en la nariz, con una aspiración tan imperiosa como si se tratase de
    un polvo de tabaco de Federico el Grande, y dirigió al panadero este indignado apostrofe:
    —¿Quésseso?
    Los lectores que crean ver en esta interpelación de Gavroche al panadero una palabra rusa o polaca,
    o uno de esos gritos salvajes que los yoways y los bocotudos se dirigen de una orilla a otra del río, a
    través de las soledades, deben saber que no es más que una frase que dicen todos los días (los lectores),
    y que quiere decir: ¿qué es eso?
    El panadero comprendió perfectamente y respondió:
    —¡Pues pan! Es pan bueno de segunda calidad.
    —Querréis decir pan de munición —continuó Gravoche tranquila y fríamente desdeñoso—: ¡Pan
    blanco, mozo! Pan de Flor; yo convido.
    El panadero no pudo menos que sonreír, y mientras cortaba el pan blanco los contemplaba de una
    manera compasiva, que chocó a Gavroche.
    —¡Ah, galopín! ¿Qué os pasa que nos miráis de esa manera?
    Puestos los tres uno encima de otro, apenas medirían una toesa.
    Cuando el pan estuvo cortado, el panadero se guardó el sueldo, y Gavroche dijo a los dos niños:
    —Jamad.
    Los niños se miraron sorprendidos.
    Gavroche se echó a reír.
    —¡Ah, es verdad, no entiende aún, son tan pequeños…! —Y añadió—: Comed.
    Y al mismo tiempo les entregó a cada uno un pedazo de pan.
    Y pensando que el mayor, a quien consideraba más digno de su conversación, merecía alguna
    distinción especial y debía perder todo temor para satisfacer su apetito, añadió dándole el pedazo más
    grande:
    —Echa esto en el fusil.
    Había un pedazo más pequeño que los otros dos; se quedó con él.
    Los pobres niños estaban hambrientos, comprendió Gavroche.
    Volvieron a la calle y siguieron en la dirección de la Bastilla.
    De vez en cuando, al pasar por delante de las tiendas iluminadas, el más pequeño se detenía para
    mirar la hora en un reloj de plomo que llevaba colgado al cuello por medio de un cordel.
    —Es verdaderamente un canario —decía Gavroche.
    Luego, pensativo, gruñía entre dientes:
    —Es igual. Si yo tuviera monigotes, los educaría mejor.
    Cuando ya estaban dando fin a su pedazo de pan, llegaban a la esquina de aquella lúgubre calle de los
    Ballets
    [406]
    , al fondo de la cual se descubre el postigo bajo y hostil de la Forcé.
    —¡Vaya! Gavroche —dijo alguien.
    —¡Vaya! ¡Montparnasse! —replicó Gavroche.
    El hombre que acababa de abordar al pilluelo no era otro que Montparnasse, disfrazado con anteojos
    azules, aunque no irreconocible para Gavroche.
    —¡Diablo! —prosiguió Gravoche—, tienes una manteleta de color de cataplasma de harina de linaza,
    y anteojos azules como un médico. Tienes estilo, palabra de honor.
    —¡Chist! —dijo Montparnasse—. No hables tan alto.
    Y arrastró vivamente a Gavroche fuera de la luz de las tiendas.
    Los dos pequeños seguían maquinalmente cogidos de la mano.
    Cuando se hallaron bajo la oscura archivolta de una puerta cochera, al abrigo de las miradas y de la
    lluvia, Montparnasse le preguntó:
    —¿Sabes adónde voy?
    —A la Abadía de Sube-a-Regañadientes
    [407] —dijo Gavroche.
    —¡Farsante! —Y Montparnasse continuó—: Voy a buscar a Babet.
    —¡Ah! —dijo Gavroche—, ahora se llama Babet.
    Montparnasse bajó la voz:
    —No ella, sino él.
    —¡Ah! ¡Babet!
    —Sí, Babet.
    —Yo le creía a la sombra.
    —Se ha escapado —respondió Montparnasse.
    Y contó rápidamente al pilluelo que aquella misma mañana Babet había sido trasladado a la
    Conserjería, y se había escapado tomando a la izquierda en lugar de tomar a la derecha en el «corredor
    de instrucción».
    Gavroche admiró tal habilidad.
    —¡Qué sacamuelas! —exclamó.
    Montparnasse añadió algunos detalles sobre la evasión de Babet, y terminó con un admirativo:
    —¡Oh, esto no es todo!
    Gavroche, que mientras escuchaba había agarrado un bastón que Montparnasse llevaba en la mano,
    tiró maquinalmente de la parte superior, y apareció entonces la hoja de un puñal.
    —¡Ah! —dijo rechazando violentamente el puñal—. Has traído tu gendarme disfrazado de ciudadano.
    Montparnasse guiñó el ojo.
    —¡Caramba! —añadió Gavroche—. ¿Vas a agarrarte con los corchetes?
    —No lo sé —respondió Montparnasse con indiferencia—. Bueno es siempre llevar un alfiler.
    Gavroche insistió:
    —¿Qué vas a hacer esta noche?
    Montparnasse adquirió de nuevo un tono grave y dijo, mascando las palabras:
    —Negocios. ¡A propósito!
    —¿Qué?
    —Algo que me sucedió el otro día. Figúrate que me encuentro a un hombre. Me regala un sermón y su
    bolsa, la cual meto en el bolsillo. Un minuto después busco en mi bolsillo y ya no tenía nada.
    —Sólo el sermón —añadió Gavroche.
    —Pero y tú —dijo Montparnasse—, ¿adónde vas ahora? Gavroche señaló a sus protegidos y dijo:
    —A acostar a estos niños
    —¿Adónde?
    —A mi casa.
    —¿Dónde está tu casa?
    —En mi casa.
    —¿Tienes, pues, casa?
    —Sí, tengo casa.
    —¿Y dónde vives?
    —En el elefante —dijo Gavroche.
    Montparnasse, aunque de naturaleza poco asustadiza, no pudo contener una exclamación:
    —¡En el elefante!
    —Pues bien, sí, ¡en el elefante! —afirmó Gavroche—. ¿Quétieso?
    Ésta es otra palabra del idioma que nadie escribe y que todo el mundo dice. ¿Quétieso? significa:
    ¿qué tiene eso?
    La profunda observación del pilluelo volvió a Montparnasse a la calma y el juicio. Pareció
    experimentar mejores sentimientos respecto al alojamiento de Gavroche.
    —¿De veras? —dijo—. En el elefante, ¿y se está bien allí?
    —Muy bien —aseguró Gavroche—. Allí, verdaderamente, no hay vientos encallejonados como bajo
    los puentes.
    —¿Y cómo entras?
    —Entrando.
    —¿Hay algún agujero? —preguntó Montparnasse.
    —¡Pardiez! Pero no se debe decir. Entre las patas delanteras. Los esbirros no lo han visto.
    —¿Y tú escalas? Ya lo comprendo.
    —Un giro de mano, cric, crac, y ya está, nadie lo ve.
    Tras un silencio, Gavroche añadió:
    —Para estos pequeños buscaré una escalera.
    Montparnasse se echó a reír.
    —¿De dónde diablos has sacado a estos mochuelos?
    Gavroche respondió con sencillez:
    —Son unos monigotes que me ha regalado un peluquero.
    Entretanto, Montparnasse se había quedado pensativo.
    —Me has reconocido fácilmente —murmuró.
    Sacó del bolsillo dos objetos pequeños, que no eran sino dos cañones de pluma envueltos en algodón,
    y se introdujo uno en cada fosa de la nariz, lo cual se la transformaba.
    —Eso te cambia —dijo Gavroche—. Así estás menos feo. Deberías llevarlos siempre.
    Montparnasse era un guapo joven, pero Gavroche era un burlón.
    —Sin reírte, ¿cómo me encuentras?
    Había variado también el timbre de la voz. En un abrir y cerrar de ojos, Montparnasse se había hecho
    irreconocible.
    —¡Oh! ¡Haznos el polichinela! —exclamó Gavroche.
    Los dos pequeños, que hasta entonces nada habían oído, y que estaban ocupados en meterse los dedos
    en la nariz, se aproximaron al oír aquel nombre, y miraron a Montparnasse con un principio de alegría y
    admiración.





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    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 10 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Mar 17 Dic 2024, 16:58

    ***
    Desgraciadamente, Montparnasse estaba pensativo.
    Puso las manos en el hombro de Gavroche y le dijo, subrayando las palabras:
    —Escucha lo que voy a decirte, muchacho; si me encontrase en la plaza con mi degaña, mi daga y mi
    dogo, y me prodigasen, digamos diez sueldos, me dignaría trabajar; pero no estamos en martes de
    carnaval.
    Tan extraña frase produjo en el pilluelo un efecto singular. Se volvió vivamente, paseó con profunda
    atención sus pequeños ojos brillantes alrededor suyo y descubrió a algunos pasos a un agente de policía
    que les daba la espalda. Gavroche dejó escapar un:
    —¡Ah, ya entiendo! —que reprimió en seguida, y dijo, sacudiendo la mano de Montparnasse—:
    ¡Bien, buenas noches! Me voy a mi elefante con mis gorriones. Si por casualidad alguna noche me
    necesitas, ve a buscarme allí. Vivo en el entresuelo; no hay portero. Preguntarás por el señor Gavroche.
    —Está bien —asintió Montparnasse.
    Y se separaron. Montparnasse se dirigió hacia la Gréve, y Gavroche hacia la Bastilla. El pequeño de
    cinco años, arrastrado por su hermano, que a su vez era arrastrado por Gavroche, volvió varias veces la
    cabeza hacia atrás para ver al «polichinela».
    La enigmática frase con que Montparnasse había avisado a Gavroche de la presencia del agente de
    policía, no contenía más secreto que una asonancia repetida varias veces de diverso modo. Esta sílaba,
    «clg» no pronunciada aisladamente, sino mezclada artísticamente en las palabras de una frase, significa:
    «Tengamos cuidado, porque no se puede hablar con libertad». Había además en las palabras de
    Montparnasse una belleza literaria que escapó a la observación de Gavroche: la frase «mi degaña, mi
    daga y mi dogo», locución del argot del Temple, que significa: «Mi mujer, mi cuchillo y mi perro», muy
    usada entre los saltimbanquis y los colas-rojas
    [408] del gran siglo en que escribía Moliere y dibujaba
    Callot.
    Hace veinte años veíase aún en la esquina sudoeste de la plaza de la Bastilla, cerca del remanso del
    canal formado en el antiguo foso de la ciudadela, un extraño monumento, que se ha borrado ya de la
    memoria de los parisienses, y que merecía haber dejado alguna huella, pues era una idea del «miembro
    del Instituto, general en jefe del ejército de Egipto».
    Decimos monumento, aunque no era más que una maqueta. Pero aun siendo una maqueta, era un
    pensamiento prodigioso, cadáver grandioso de una idea de Napoleón, al que dos o tres golpes de viento
    sucesivos habían empujado y llevado cada vez más lejos, que se había hecho ya histórico y había tomado
    un carácter definitivo que contrastaba con su aspecto provisional. Era un elefante de cuarenta pies de
    altura, construido de madera y mampostería, y que llevaba sobre su lomo una torre que parecía una casa,
    pintada primitivamente de verde por un pintor de brocha gorda cualquiera, y ahora pintado de negro por
    el cielo, la lluvia y el tiempo. En aquella esquina desierta y descubierta de la plaza, la ancha frente del
    coloso, su trompa, sus defensas, su torre, su grupa enorme, sus cuatro patas, semejantes a columnas,
    formaban en la noche, bajo el cielo estrellado, una sorprendente y terrible silueta. No se sabía lo que
    significaba. Era una especie de símbolo de la fuerza popular. Era sombrío, enigmático e inmenso. Era no
    sé qué fantasma poderoso, visible y en pie, al lado del espectro invisible de la Bastilla.
    Pocos extraños visitaban ese edificio; ningún transeúnte le miraba. Estaba ya ruinoso; en cada
    estación, los pedazos de yeso que le caían de los flancos le causaban llagas repugnantes. Los «ediles»,
    como se dice en patuá elegante, lo habían olvidado desde 1814. Estaba allí en su rincón, triste, enfermo,
    rodeado de una empalizada podrida y manchada a cada instante por cocheros ebrios. Muchas grietas
    serpenteaban por el vientre, de la cola le salía un madero y entre sus piernas crecían altas hierbas; y
    como el nivel de la plaza se elevaba hacía alrededor de treinta años por ese movimiento lento y continuo
    que levanta insensiblemente el suelo de las grandes ciudades, estaba en un hoyo, y parecía que la tierra se
    hundía bajo su peso.
    Era inmundo, despreciable, repugnante y soberbio; feo a los ojos del ciudadano, melancólico a los
    ojos del pensador. Tenía algo de la basura que se barre y algo de la majestad que se va a decapitar.
    Como ya hemos dicho, por la noche cambiaba de aspecto. La noche es el verdadero medio de todo lo
    que es sombra. Cuando caía el crepúsculo, el viejo elefante se transfiguraba; adoptaba un aspecto
    tranquilo y temible en la formidable serenidad de las tinieblas. Como pertenecía al pasado, le convenía
    la noche; la oscuridad sentaba bien a su grandeza.
    Este monumento rudo, pesado, áspero, austero, casi deforme, pero seguramente majestuoso y lleno de
    una especie de gravedad magnífica y salvaje, ha desaparecido para dejar reinar en paz la especie de
    chimenea gigantesca, adornada con su cañón, que ha reemplazado a la sombría fortaleza de nueve torres,
    así como la clase media reemplaza al feudalismo. Es una cosa muy sencilla que una chimenea sea el
    símbolo de una época, cuyo poder está contenido en una marmita. Esta época pasará; va pasando ya; se
    empieza a comprender que si puede haber fuerza en una caldera, no puede haber poder más que en un
    cerebro; en otros términos: lo que mueve y arrastra al mundo no son las locomotoras, son las ideas. Uncid
    las locomotoras a las ideas, está bien, pero no toméis al caballo por el jinete.
    Sea lo que fuese, volviendo a la plaza de la Bastilla, el arquitecto del elefante había hecho con yeso
    una cosa grande; el arquitecto del cañón de chimenea ha conseguido hacer con bronce una cosa pequeña.
    Este cañón de chimenea, que ha sido bautizado con el sonoro nombre de Columna de Julio, este
    monumento, hijo de una revolución abortada, estaba aún rodeado en 1832 por una inmensa camisa de
    madera, que echamos de menos, y por una vasta empalizada de tablas, que acaba de aislar al elefante.
    Hacia ese rincón de la plaza, iluminada apenas por el reflejo de un lejano farol, se dirigió el pilluelo
    con los dos «gorriones».
    Permítasenos interrumpirnos aquí y recordar que estamos en la realidad, que hace veinte años los
    tribunales correccionales juzgaron, por delito de vagancia y de daños a un monumento público, a un
    muchacho que había sido sorprendido durmiendo en el interior mismo del elefante de la Bastilla.
    Una vez consignado esto, continuemos.
    Al llegar cerca del coloso, Gavroche comprendió el efecto que lo infinitamente grande podía
    producir en lo infinitamente pequeño, y dijo:
    —¡Cominos! No tengáis miedo.
    Luego entró por un hueco de la empalizada en el recinto del elefante y ayudó a los pequeños a saltar
    la brecha. Los dos niños, un poco asustados, seguían a Gavroche sin pronunciar palabra, y se confiaban a
    aquella pequeña providencia vestida de harapos que les había dado pan y les había prometido un abrigo.
    Había en el suelo una escalera de mano, que durante el día era usada por los obreros de un taller
    vecino. Gavroche la levantó con un vigor singular y la aplicó contra una de las patas delanteras del
    elefante. Hacia el punto en que terminaba la escalera se distinguía una especie de agujero negro en el
    vientre del coloso.
    Gavroche mostró la escalera y el agujero a sus huéspedes y les dijo:
    —Subid y entrad.
    Los niños se miraron aterrorizados.
    —¡Tenéis miedo, pequeños! —exclamó Gavroche.
    Y añadió:
    —Vais a ver.
    Se agarró al pie rugoso del elefante, y en un abrir y cerrar de ojos, sin dignarse emplear la escalera,
    llegó a la grieta. Entró por ella, como una culebra que se desliza por una hendidura, desapareció, y un
    momento después los dos niños vieron aparecer vagamente una forma blanquecina y pálida; era su cabeza
    que asomaba por el borde del agujero lleno de tinieblas.
    —¡Eh! —gritó—, subid ahora, cominejos. ¡Ya veréis qué bien se está aquí! Sube —añadió,
    dirigiéndose al mayor—, te tiendo la mano.
    Los pequeños se encogieron de hombros; el pilluelo les inspiraba miedo y confianza al mismo tiempo
    y, además, llovía muy fuerte. El mayor se aventuró. El pequeño, al ver subir a su hermano y quedarse él
    solo entre las patas de aquel grueso animal, estuvo a punto de llorar, pero no se atrevió.
    El mayor subía tambaleándose por los peldaños de la escalera; Gavroche, mientras tanto, le animaba
    con las exclamaciones de un maestro de armas a sus discípulos o de un mulero a sus muías:
    —¡No tengas miedo!
    —¡Eso es!
    —¡Adelante!
    —¡Pon ahí el pie!
    —¡Allí la mano!
    —¡Valiente!
    Y cuando estuvo a su alcance, lo cogió brusca y vigorosamente por el brazo y tiró de él.
    —¡Colado! —dijo.
    El niño había pasado el agujero.
    —Ahora —dijo Gavroche—, espérame. Caballero, tened la bondad de sentaros.
    Y saliendo del agujero como había entrado, se dejó deslizar con la agilidad de un tití por la pata del
    elefante y cayó de pie sobre la hierba, cogió al pequeñuelo de cinco años por medio del cuerpo y lo
    plantó en medio de la escalera. Después, empezó a subir detrás de él, gritando al mayor:
    —Yo le empujo, tú le cogerás.
    En un instante, el niño fue subido, empujado, arrastrado, metido por el agujero, sin que tuviese tiempo
    de ver nada; Gavroche, que entró detrás de él, dio una patada a la escalera, la cual cayó sobre la hierba.
    Dio una palmada y gritó:
    —¡Ya estamos aquí! ¡Viva el general Lafayette!
    Pasada esta explosión, añadió:
    —Párvulos, estáis en mi casa.
    Gavroche, en efecto, estaba en su casa.
    ¡Oh, utilidad increíble de lo inútil! ¡Caridad de las cosas grandes! ¡Bondad de los gigantes! Aquel
    desmesurado monumento que había contenido un pensamiento del emperador se había convertido en la
    jaula de un pilluelo. El niño había sido adoptado y abrigado por el coloso.
    Los ciudadanos endomingados que pasaban delante del elefante de la Bastilla decían, mirándolo con
    desprecio:
    —¿Para qué sirve esto?
    Pues servía para salvar del frío, de la escarcha, del granizo, de la lluvia, para librar del aire del
    invierno, para preservar del sueño sobre el lodo que produce la fiebre y del sueño en la nieve que
    produce la muerte, a un pequeño ser sin padre ni madre, sin pan, sin vestido y sin asilo. Aquello servía
    para disminuir la culpa pública. Era una cueva abierta para el que encontraba cerradas todas las puertas.
    Parecía que el viejo y miserable mastodonte, invadido por la carcoma y por el olvido, cubierto de
    verrugas, de putrefacción y de úlceras, tambaleándose, abandonado, condenado, especie de mendigo
    colosal que pedía en vano la limosna de una mirada compasiva en medio de aquella encrucijada, había
    tenido piedad de aquel otro mendigo, del pobre pigmeo que andaba sin zapatos en los pies, sin techo
    sobre su cabeza, soplándose los dedos, vestido de harapos, alimentado con desperdicios. He aquí de qué
    servía el elefante de la Bastilla. Aquella idea de Napoleón, desdeñada por los hombres, había sido
    acogida por Dios. Lo que no hubiera sido más que ilustre se había convertido en augusto. El emperador
    hubiera necesitado para realizar lo que meditaba el pórfido, el bronce, el hierro, el oro, el mármol; a
    Dios le bastaba aquel viejo amontonamiento de tablas, vigas y yeso. El emperador había tenido un
    pensamiento digno de un genio; en aquel elefante titánico, armado, prodigioso, alzando su trompa,
    llevando su torre, y haciendo brotar de todas partes en derredor suyo surtidores alegres y vivificantes,
    quería encarnar al pueblo; Dios había hecho de él una cosa más grande: alojaba allí a un niño.
    El agujero por donde Gavroche había entrado era una brecha apenas visible desde el exterior, porque
    estaba oculta, como hemos dicho, bajo el vientre del elefante, y tan estrecha que sólo los gatos o aquellos
    niños podían pasar a través de ella.
    —Empecemos —dijo Gavroche— por decir al portero que no estamos en casa.
    Y penetrando en la oscuridad, con la seguridad del que conoce su casa, tomó una tabla y tapó el
    agujero.
    Gavroche volvió a la oscuridad. Los niños oyeron el chirrido de la cerilla sumergida en la botella
    fosfórica. La cerilla química no existía todavía; la piedra Fumade
    [409]
    representaba en aquella época el
    progreso.
    Una súbita claridad les hizo cerrar los ojos; Gavroche acababa de encender una de esas sogas
    impregnadas en resina que se llaman hachas. El hacha, que despedía más humo que luz, hacía
    confusamente visible el interior del elefante.
    Los dos huéspedes de Gavroche miraron a su alrededor y experimentaron una cosa semejante a lo que
    experimentaría quien se viese encerrado en el gran tonel de Heildelberg, o más bien lo que debió
    experimentar Jonás en el vientre bíblico de la ballena. Un esqueleto gigantesco se les ofrecía a la vista,
    rodeándolos. En lo alto, una gruesa viga oscura, de la que partían de trecho en trecho macizas viguetas en
    cintra, figuraba la columna vertebral con las costillas; estalactitas de yeso colgaban como visceras, y a
    uno y otro lado, grandes telas de araña hacían el efecto de polvorientos diafragmas. Aquí y allá veíanse
    en los rincones grandes manchas negruzcas que parecían dotadas de vida y que se movían rápidamente
    con movimiento brusco y asustadizo.
    Los pedazos caídos del dorso del elefante sobre su vientre habían llenado la concavidad, de modo
    que se podía andar por ellos como por un entablado.
    El menor de los niños se arrimó a su hermano, y dijo a media voz:
    —¡Qué oscuro está!
    Esta exclamación llamó la atención de Gravoche. El aspecto petrificado de los dos pequeñuelos hacía
    necesaria una sacudida.
    —¿Qué decís? —exclamó—. ¿Nos quejamos? ¿Nos hacemos los descontentos? ¿Necesitáis, acaso,
    las Tullerías? ¿Seréis unos asnos? Decídmelo. Os prevengo que no soy del batallón de los tontos. ¡Qué!
    ¿Sois por ventura los cominos de la despensa de papá?
    Para el miedo, es muy buena alguna aspereza, porque tranquiliza. Los dos niños se acercaron a
    Gavroche.
    Gavroche, enternecido paternalmente con tal confianza, pasó «de lo grave a lo suave», y se dirigió al
    más pequeño:
    —Tonto —le dijo, acentuando la injuria con un matiz acariciador—, la calle sí que está oscura. Fuera
    llueve, y aquí no; fuera hace frío, y aquí no hay un soplo de viento; en la calle hay gente, y aquí no hay
    nadie; fuera no hay ni tan siquiera luna, y aquí hay una luz.




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    y en ese vuelo y en ese sueño
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    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 10 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Mar 17 Dic 2024, 17:00

    ***

    Los dos chiquillos empezaron a mirar aquella habitación con menos espanto; pero Gavroche no les
    dejó tiempo para gozar de la contemplación.
    —Rápido —ordenó.
    Y los empujó hacia lo que podemos llamar el fondo de la habitación.
    Allí estaba su cama.
    La cama de Gavroche estaba completa. Es decir, que tenía un colchón, una manta y una alcoba con
    cortinas.
    El colchón era una trenza de paja; la manta, un pedazo de vasto paño gris muy caliente y casi nuevo.
    Ahora veamos lo que era la alcoba.
    Tres rodrigones bastante largos, metidos sólidamente entre el cascote del suelo, es decir, del vientre
    del elefante, dos delante y uno detrás, estaban unidos por una cuerda en su vértice, de modo que formaban
    una pirámide. Esta pirámide soportaba un enrejado de hilo metálico que se hallaba colocado encima,
    pero artísticamente aplicado y sostenido por ataduras de alambre, de modo que rodeaba enteramente los
    tres rodrigones. Un cordón de gruesas piedras, colocadas alrededor de este enrejado, sujetándolo, de tal
    manera que nada podía pasar por allí. Aquel enrejado no era sino un trozo de esos enrejados de cobre
    con que se cubren las pajareras de los corrales. La cama de Gavroche estaba colocada bajo el enrejado,
    como en una jaula. El conjunto parecía la tienda de un esquimal.
    El enrejado hacía las veces de cortinaje.
    Gavroche apartó un poco las piedras que sujetaban el enrejado por delante, y se produjo una abertura.
    —¡Chiquillos, a cuatro patas! —dijo Gavroche.
    Hizo entrar con precaución a sus huéspedes en la jaula, y luego entró tras ellos arrastrándose, volvió
    a colocar las piedras y cerró herméticamente la abertura.
    Los tres se echaron sobre la estera.
    Aunque eran muy pequeños, ninguno de los tres podía permanecer de pie en la alcoba. Gavroche
    seguía con la luz en la mano.
    —Ahora —dijo—, ¡a dormir! Voy a suprimir el candelabro.
    —Señor —preguntó el mayor de los dos hermanos a Gavroche señalándole el enrejado—, ¿qué es
    esto?
    —¿Esto? —dijo Gavroche gravemente—. Es para las ratas. ¡Dormir!
    No obstante, se creyó obligado a añadir algunas palabras para instruir a aquellos niños:
    —Estas son cosas del Jardín Botánico. Sirve para los animales feroces. Allay [allí hay] un almacén
    lleno. Nay [no hay] más que subir una pared, saltar por una ventana y pasar por una puerta, y se tiene todo
    lo que se quiere.
    Y mientras hablaba, arropaba con una punta de la manta al más pequeño, que murmuraba:
    —¡Oh, qué bueno es esto! ¡Qué caliente!
    Gavroche posó una mirada satisfecha sobre la manta.
    —También es del Jardín Botánico —les dijo—. Se la he cogido a los monos.
    Y mostrando al mayor la estera sobre la que yacía tendido, estera muy gruesa y admirablemente
    trabajada, añadió:
    —Esto era de la jirafa.
    Después de una pausa, prosiguió:
    —Los animales tenían todo esto; y yo se lo he cogido. Y no se han enfadado. Les he dicho: «Es para
    el elefante».
    Tuvo un momento de silencio, y volvió a decir:
    —Se salta la tapia y se burla uno del Gobierno. Eso es.
    Ambos niños contemplaban con un respeto temeroso y estupefacto a aquel ser intrépido e inventivo,
    vagabundo como ellos, aislado como ellos, miserable como ellos, que tenía algo admirable y poderoso,
    que les parecía sobrenatural, y cuya fisonomía se componía de todas las muecas de un viejo saltimbanqui
    mezcladas con la más ingenua y encantadora sonrisa.
    —Señor —dijo tímidamente el mayor—, ¿no tenéis miedo de los agentes de policía?
    Gavroche se limitó a responder:
    —¡Párvulo! No se dice agentes de policía, se dice ganchos.
    El más pequeño tenía los ojos abiertos, pero no decía nada.
    Como estaba en el borde de la estera, y el mayor en medio, Gavroche los arropó con la manta como
    lo hubiera hecho una madre, y alzó la estera bajo sus cabezas con unos harapos, con objeto de hacerles
    una almohada. Después se volvió hacia el mayor:
    —¡Eh! ¡Se está muy bien aquí!
    —¡Ah, sí! —respondió el mayor, mirando a Gavroche con la expresión de un ángel salvado.
    Los dos pobres niños, que estaban muy mojados, empezaban a calentarse.
    —¡Ah! —continuó Gavroche—. ¿Por qué llorabais? —Y señalando al pequeño, añadió, dirigiéndose
    al mayor—: Un pequeñajo como éste, no digo que no, pero llorar uno grande como tú es una cosa fea;
    pareces un becerro.
    —¡Caramba —replicó el niño—, no teníamos ningún sitio adonde ir!
    —¡Comino! —le respondió Gavroche—. No se dice sitio, se dice chiscón.
    —Y, además, teníamos miedo de estar solos así por la noche.
    —No se dice la noche, sino la oscura.
    —Gracias, señor —dijo el chiquillo.
    —Escuchad —continuó Gavroche—, noo debéis incomodaros por nada. Yo cuidaré de vosotros. Ya
    verás cómo nos divertimos. En verano, iremos a la Glaciére con Navet, un camarada mío, nos bañaremos
    en el estanque, correremos desnudos sobre los trenes delante del puente de Austerlitz. Esto hace rabiar a
    las lavanderas, que gritan y vocean. ¡Si supierais qué malas son! Iremos a ver al hombre esqueleto, que
    todavía vive. A los Campos Elíseos; es muy flaco ese parroquiano. Y luego os llevaré al teatro a ver
    Frédérick-Lemaítre. Tengo billetes; conozco a los actores, incluso una vez he representado una obra.
    Éramos todos pipiolos como éste y corríamos bajo una tela que era el mar. Os contrataré en mi teatro.
    Iremos a ver a los salvajes; no es verdad que sean salvajes. Tienen unos mantos rosas que forman
    pliegues, y se les ven los codos zurcidos con hilo blanco. Después iremos a la Opera; entraremos con los
    de la claque. La claque en la Ópera está muy bien compuesta, pero no iría con ellos por el bulevar.
    Figúrate que en la Ópera hay quien paga veinte sueldos, pero son estúpidos. Se los llama paganos. Y
    luego iremos a ver guillotinar. Os haré ver al verdugo. Vive en la calle de Marais. Se llama señor Sansón.
    Tiene un buzón para las cartas en la puerta. ¡Ah, nos divertiremos en grande!
    En aquel momento cayó una gota de cera sobre el dedo de Gavroche y le recordó las realidades de la
    vida.
    —¡Caramba! —exclamó—. Se está gastando la mecha. ¡Atención! No puedo gastar más de un sueldo
    por mes para alumbrarme. Cuando uno se acuesta tiene que dormir. No tenemos tiempo para leer las
    novelas del señor Paul de Kock. Además de que la luz podría pasar por las rendijas de la puerta-cochera,
    y los ganchos no tendrían que hacer más que mirar.
    —Además —observó tímidamente el mayor, el único que se atrevía a conversar con Gavroche, y
    darle la réplica—, podría caer una chispa en la paja; hay que cuidar de no prender fuego a la casa.
    —No se dice prender fuego a la casa —corrigió Gavroche—, se dice achicharrar los trapos.
    La tormenta arreciaba. Oíase a través del redoble del trueno el turbión que azotaba el lomo del
    coloso.
    —Aquí metidos, ¡que llueva! —exclamó Gavroche—. Es divertido ver correr el agua por las patas
    de la casa. El invierno es un animal; pierde sus mercancías; pierde su trabajo porque no puede mojarnos,
    y esto hace gruñir al viejo aguador.
    Esta alusión a la tormenta, cuyas consecuencias aceptaba Gavroche, en su calidad de filósofo del
    siglo XIX, fue seguida de un gran relámpago, tan deslumbrador que entró por las hendiduras del vientre
    del elefante. Casi al mismo tiempo resonó terriblemente el trueno. Los dos pequeños lanzaron un grito y
    se incorporaron tan vivamente que casi separaron el enrejado, pero Gavroche volvió hacia ellos su rostro
    atrevido, y se aprovechó del trueno para soltar una carcajada.
    —Calma, niños. No conmovamos el edificio. Este es un hermoso trueno; enhorabuena. Un relámpago
    no es un coco. ¡Bravo por el buen Dios! Esto es casi tan bueno como el Ambigú.
    Dicho esto, arregló el enrejado, empujó suavemente a ambos niños hacia la cabecera de la cama,
    apretó sus rodillas para que se estiraran bien y exclamó:
    —Pues que Dios encienda su vela, yo puedo apagar la mía. Niños, es preciso dormir. Es muy malo no
    dormir. ¡Envolveos bien en la manta! Voy a apagar. ¿Estáis ya?
    —Sí —murmuró el mayor—, estoy bien. Tengo la cabeza como sobre plumas.
    —No se dice la cabeza; se dice el chichi —corrigió Gavroche.
    Los dos chiquillos se apretaron uno contra otro. Gavroche acabó de arroparlos sobre la estera, les
    subió la manta hasta las orejas y después les replicó por tercera vez en su lengua hierática:
    —¡Dormid!
    Y apagó la luz.
    Apenas la luz se hubo apagado, un temblor extraño empezó a conmover el enrejado que cubría a los
    tres chicos. Era una multitud de rozamientos sordos que producían un sonido metálico como si garras o
    dientes arañasen los hilos de cobre. Ese ruido iba acompañado de agudos chillidos.
    El niño de cinco años, al oír aquel ruido por encima de su cabeza y helado de espanto, empujó con el
    codo a su hermano mayor, pero éste dormía ya, tal como Gavroche le había ordenado. Entonces el
    pequeño, no pudiendo con el miedo, se atrevió a interpelar a Gavroche, pero en voz muy baja, y
    conteniendo el aliento:
    —Señor.
    —¿Eh? —dijo Gavroche, que acababa de cerrar los párpados.
    —¿Qué es eso?
    —Las ratas —respondió Gavroche.
    Y volvió a echar la cabeza sobre la estera.
    Las ratas, en efecto, que pululaban a millares en el esqueleto del elefante, y que eran aquellas
    manchas negras vivas de las que hemos hablado, se habían estado quietas mientras estuvo encendida la
    luz, pero cuando aquella caverna, que era como su ciudad, tornó a la noche oliendo lo que el buen
    narrador Perrault llama «carne fresca», se arrojaron sobre la tienda de Gavroche, treparon hasta el techo
    y mordieron las mallas como si tratasen de agujerear aquella armadura de nuevo género.





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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 10 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Mar 17 Dic 2024, 17:01

    ***
    El niño no podía dormir:
    —Señor —repitió.
    —¿Qué?
    —¿Qué son las ratas?
    —Son ratones.
    Esta explicación tranquilizó un poco al niño. Había visto algunas veces ratones blancos y no les tenía
    miedo. No obstante, volvió a decir:
    —Señor.
    —¿Eh?
    —¿Por qué no tenéis un gato?
    —He tenido uno —respondió Gavroche—; traje uno, pero se lo comieron.
    Esta segunda explicación destruyó el efecto de la primera, y el pequeño empezó a temblar de nuevo.
    El diálogo entre él y Gavroche se inició por cuarta vez.
    —Señor. ¿A quién comieron?
    —Al gato.
    —¿Y quién se comió al gato?
    —Las ratas.
    —¿Los ratones?
    —Sí, las ratas.
    El niño, consternado al enterarse de que aquellos ratones se comían a los gatos, prosiguió:
    —Señor, ¿nos comerán a nosotros estos ratones?
    —¡Pardiez! —exclamó Gavroche.
    El terror del chiquillo llegaba a su colmo. Pero Gavroche añadió:
    —¡No tengas miedo! No pueden entrar. Además, estoy yo aquí. Toma, coge mi mano. ¡Cállate y
    duerme!
    Gavroche al mismo tiempo cogió la mano del pequeño por encima de su hermano. El niño apretó
    aquella mano y se tranquilizó. El valor y la fuerza tienen comunicaciones misteriosas. El silencio se
    había hecho a su alrededor, y el ruido de las voces había atemorizado y ahuyentado a las ratas; y aunque
    poco después volvieron a roer el enrejado, los tres chicuelos, sumergidos en el sueño, no oyeron nada.
    Pasaron las horas de la noche. La sombra cubría la inmensa plaza de la Bastilla; un viento de
    invierno, mezclado con la lluvia, soplaba con fuertes ráfagas; las patrullas registraban las puertas, las
    avenidas, los cercados, los rincones oscuros, buscaban a los vagabundos nocturnos y pasaban delante del
    elefante; el monstruo, de pie, inmóvil, con los ojos abiertos en las tinieblas, como si pensara, satisfecho,
    en su buena acción: protegía del cielo y los hombres a los tres pobres niños dormidos.
    Para comprender lo que sigue, es preciso recordar que en esa época el cuerpo de guardia de la
    Bastilla estaba situado al otro extremo de la plaza, y lo que sucedía cerca del elefante no podía ser visto
    ni oído por el centinela.
    Hacia el final de esa hora que precede inmediatamente al alba, salió un hombre corriendo de la calle
    Saint-Antonie, atravesó la plaza, dio la vuelta al gran cercado de la Columna de Julio y se deslizó entre
    las empalizadas hasta colocarse bajo el vientre del elefante. Si una luz cualquiera hubiera alumbrado a
    aquel hombre, por el modo que estaba mojado se habría adivinado que había pasado la noche bajo la
    lluvia. Al llegar bajo el elefante, lanzó un grito extraño que no pertenece a ninguna lengua humana, que
    sólo podría reproducir un papagayo. Repitió dos veces aquel grito, cuya ortografía reproducimos con
    objeto de dar poco más o menos una idea:
    —¡Quiriquiquiu!
    Al segundo grito, una voz clara, alegre y joven, respondió desde el interior del elefante:
    —¡Sí!
    Casi inmediatamente, la tabla que cerraba el agujero se separó y dejó paso a un niño que bajó a lo
    largo de la pata del elefante y fue a caer cerca del hombre. Era Gavroche. El hombre era Montparnasse.
    En cuanto a aquel grito, significaba sin duda lo que el niño había querido decir con «Preguntarás por
    el señor Gavroche».
    Al oírlo, se despertó sobresaltado, se arrastró fuera de su «alcoba», separando un poco el enrejado,
    que acto seguido cerró de nuevo cuidadosamente, y luego abrió la trampa y bajó.
    El hombre y el niño se reconocieron silenciosamente en la noche; Montparnasse se limitó a decir:
    —Tenemos necesidad de ti. Ven a echarnos una mano.
    El pilluelo no pidió otra aclaración.
    —Aquí me tienes —dijo.
    Y los dos se dirigieron hacia la calle Saint-Antoine, por la cual había aparecido Montparnasse,
    serpenteando rápidamente a través de la larga fila de carretas de los hortelanos que bajan al mercado a
    aquella hora.
    Los hortelanos, acurrucados en sus carros entre las lechugas y las legumbres, medio dormidos,
    hundidos hasta los ojos en sus mantas a causa de la lluvia que los azotaba, ni siquiera vieron a aquellos
    extraños transeúntes.






    III



    LAS PERIPECIAS DE LA EVASIÓN



    Veamos ahora lo que había pasado aquella misma noche en la Forcé. Habíase concertado una evasión
    entre Babet, Brujon, Gueulemer y Thénardier, aunque Thénardier estaba incomunicado. Babet había
    dirigido el asunto, como se ha visto por las palabras de Montparnasse a Gavroche. Montparnasse debía
    ayudarlos desde fuera.
    Brujon, como había pasado un mes en el cuarto de corrección, tuvo tiempo primeramente de tejer una
    cuerda y luego de madurar un plan. En otros tiempos, esos lugares severos en que la disciplina de la
    prisión entrega el criminal a sí mismo, se componían de cuatro paredes de piedra, de un techo de piedra,
    de un suelo adoquinado, de un lecho de campaña, de un tragaluz enrejado y de una puerta forrada de
    hierro, y se llamaban calabozos; pero el calabozo ha sido juzgado como una cosa horrible; ahora se
    compone de una puerta de hierro, de un tragaluz enrejado, de un lecho de campaña, de un suelo
    adoquinado, de un techo de piedra y de cuatro muros de piedra, y se llama cuarto de corrección. Hacia
    mediodía, hay un poco de luz en él. El inconveniente de estos cuartos, que, como se ve, no son calabozos,
    es dejar pensar a los seres a quienes se debería hacer trabajar,
    Brujon, pues, había meditado y salido del cuarto de corrección con una cuerda. Como se le creía muy
    peligroso en el patio Charlemagne, se le trasladó al edificio nuevo, y lo primero que encontró allí fue a
    Gueulemer, y lo segundo, un clavo; Gueulemer, es decir, el crimen; un clavo, es decir, la libertad.
    Brujon, de cuyo carácter es el momento de dar una idea completa, era, bajo la apariencia de una
    complexión delicada y de una laxitud profunda, un criminal inteligente y un ladrón que tenía la mirada
    acariciadora y la sonrisa atroz. Su mirada resultaba de su voluntad, y su sonrisa resultaba de su
    naturaleza. Sus primeros estudios en el arte se habían dirigido hacia los tejados; había realizado grandes
    progresos en la industria de los ladrones de plomo, que levantan los emplomados y abren las gateras por
    el procedimiento llamado entre ellos de doblegrasa.
    Lo que en aquel momento hacía más favorable una tentativa de evasión es que los plomeros
    repasaban y componían parte del empizarrado de la cárcel. El patio Saint-Bernard ya no estaba
    absolutamente aislado del patio Charlemagne y del patio Saint-Louis. Había por la parte más alta
    andamios y escalas o, en otros términos, puentes y escaleras del lado de la libertad.
    El Edificio Nuevo, que estaba de lo más agrietado y decrépito que pueda imaginarse, era el punto
    débil de la cárcel. Las paredes estaban tan roídas por el salitre que había sido necesario cubrir con un
    entablado las bóvedas de los dormitorios, porque solían desprenderse de ellos piedras que caían sobre
    los presos en la cama. A pesar de esta decrepitud, se cometía la falta de tener en el Edificio Nuevo a los
    acusados más peligrosos; de encerrar allí las «causas graves», como se dice en lenguaje carcelario.
    El Edificio Nuevo tenía cuatro dormitorios superpuestos, y una mole encima que se llamaba Bel-Air.
    Un ancho tubo de chimenea, probablemente de alguna antigua cocina de los duques de la Forcé, partía de
    la planta baja, atravesaba los cuatro pisos, cortaba en dos todos los dormitorios, donde había una especie
    de pilar aplanado que pasaba al otro lado del techo.
    Gueulemer y Brujon estaban en el mismo dormitorio. Por precaución habían sido encerrados en el
    piso bajo. La casualidad hacía que la cabecera de sus camas estuviera apoyada sobre el tubo de la
    chimenea.
    Thénardier se encontraba precisamente por encima de sus cabezas, en la mole llamada Bel-Air.
    El transeúnte que se detiene en la calle Culture-Sainte-Catherine
    [410]
    , más allá del cuartel de los
    bomberos, delante de la puerta cochera de la casa de Baños, descubre un patio lleno de flores y de
    arbustos en cajas, al fondo del cual se eleva entre dos alas una pequeña rotonda blanca, adornada con
    postigos verdes; el sueño bucólico de Jean-Jacques. No hace aún diez años, por encima de esa rotonda se
    alzaba un muro negro, enorme, terrible, desnudo, al cual estaba adosada. Era el muro del camino de
    ronda de La Forcé.
    Aquel muro de detrás de la rotonda era Milton, visto por detrás de Berquin.
    Por más alto que fuese el muro, aún le excedía un tejado más negro aún, y situado por detrás. Era el
    tejado del Edificio Nuevo. Descubríanse cuatro buhardillas con reja; eran las ventanas del Bel-Air. Una
    chimenea atravesaba ese tejado; era la chimenea que atravesaba también los dormitorios.
    El Bel-Air, aquel gran tejado del Edificio Nuevo, era una especie de patio abuhardillado, cerrado
    con triples rejas y puertas forradas de plancha, cubiertas de clavos desmesurados. Cuando se entraba en
    él por la parte del norte, quedaban a la izquierda las cuatro buhardillas, y a la derecha, haciendo frente a
    las buhardillas, cuatro espacios cuadrados, bastante grandes, espaciados, separados por estrechos
    corredores de manipostería, y desde allí hasta el techo de barras de hierro.
    Thénardier se hallaba incomunicado en uno de estos calabozos desde la noche del 3 de febrero.
    Nunca se ha podido descubrir de qué modo consiguió procurarse y esconder una botella de ese vino,
    inventado según se dice por Desrues
    [411]
    , en el cual va disuelto un narcótico, y que la banda de los
    Adormecedores ha hecho tan célebre.
    Hay en muchas cárceles empleados traidores, medio carceleros y medio ladrones, que ayudan en las
    evasiones.
    Aquella misma noche, pues, en que el pequeño Gavroche había recogido a los dos niños perdidos,
    Brujon y Gueulemer, que sabían que Babet, evadido por la mañana, los esperaba en la calle con
    Montparnasse, se levantaron silenciosamente y se pusieron a agujerear con el clavo encontrado por
    Brujon el tubo de chimenea que estaba tocando a su cama. Los yesones caían sobre el lecho de Brujon, de
    modo que no producían ruido alguno. El turbión y el trueno conmovían las puertas y hacían en la prisión
    un estrépito horrible y útil. Algunos presos que se despertaron, aparentaron volverse a dormir y dejaron
    trabajar a Gueulemer y Brujon. Brujon era diestro; Gueulemer era vigoroso. Antes de que el menor ruido
    llegara a oídos del vigilante, acostado en la celda enrejada que daba al dormitorio, la pared estaba
    agujereada, la chimenea escalada, la reja de hierro que cerraba el orificio superior del conducto forzada,
    y los dos temibles bandidos en el tejado, La lluvia y el viento redoblaban, y el tejado estaba resbaladizo.
    —¡Qué buena racha para una grapa!
    [412] —dijo Brujon.
    Un abismo de seis pies de ancho y de ochenta pies de profundidad los separaba de la pared de ronda.
    Al fondo de este abismo veían brillar en la oscuridad el fusil de un centinela. Ataron a los pedazos de las
    barras de la chimenea que acababan de retorcer la cuerda que Brujon había tejido en su calabozo,
    lanzaron el otro extremo por encima del muro de ronda, atravesaron de un salto el abismo, se agarraron al
    jabalón de la pared, lo saltaron, se deslizaron uno detrás de otro a lo largo de la cuerda, sobre un
    tejadillo que llegaba a la casa de Baños, lo atravesaron, empujaron el postigo del portero, a cuyo lado
    colgaba el cordón, tiraron de éste, abrieron la puerta cochera y se encontraron en la calle.
    No hacía aún tres cuartos de hora que se habían puesto de pie sobre sus camas en las tinieblas, con el
    clavo en la mano y el proyecto en la mente.
    Algunos momentos más tarde se unieron a Babet y a Montparnasse, los cuales vagaban por los
    alrededores.






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    Mensaje por Maria Lua Mar 17 Dic 2024, 17:02

    ***

    Al tirar de la cuerda la rompieron, y quedó un pedazo atado a la chimenea, sobre el tejado. No habían
    tenido más contratiempo que el de haberse despellejado casi enteramente las manos. Aquella noche,
    Thénardier estaba prevenido, sin que nadie pudiese decir de qué modo, y no dormía.
    Hacia la una de la madrugada, en medio de la profunda oscuridad de la noche, vio pasar dos sombras
    por el tejado bajo la lluvia y el viento, y por delante del tragaluz que daba frente a su calabozo. Una de
    esas sombras se detuvo en el tragaluz el tiempo suficiente para dirigir una mirada. Era Brujon.
    Thénardier le reconoció, y comprendió. Aquello le bastó.
    Thénardier, señalado como peligroso, y detenido bajo acusación de emboscada nocturna a mano
    armada, estaba vigilado por un centinela, que era relevado cada dos horas, y se paseaba con el fusil
    cargado por delante del calabozo. El Bel-Air estaba iluminado por una lámpara. El preso tenía en los
    pies unos grillos de cincuenta libras de peso. Todos los días, a las cuatro de la tarde, un guardián
    escoltado por dos perros de presa —porque esto se hacía aún en aquella época— entraba en su celda,
    dejaba al lado de su cama un pan negro de dos libras, un cántaro de agua y una escudilla llena de un
    caldo bastante claro, en el que nadaban algunas habas; reconocía los grillos y golpeaba las rejas. Aquel
    hombre volvía dos veces por la noche con sus perros.
    Thénardier había conseguido el permiso para conservar una especie de escarpia de hierro que usaba
    para clavar el pan en una hendidura de la pared, con objeto, según decía, «de preservarlo de las ratas».
    Como vigilaban constantemente a Thénardier, no se había hallado inconveniente alguno en dejarle la
    escarpia. No obstante, más tarde se recordó que un guardián había dicho:
    —¡Más valdría dejarle una escarpia de madera!
    A las dos de la madrugada fueron a relevar ai centinela, que era un soldado viejo, y lo reemplazaron
    por un quinto. Algunos momentos después, el carcelero con sus perros hizo su visita, y se retiró sin
    observar nada, excepto la extrema juventud y el aire de «campesino» del «pistolo». Dos horas más tarde,
    a las cuatro, cuando fueron a relevar al quinto, le encontraron dormido en el suelo, tirado como un
    madero, cerca del calabozo de Thénardier. En cuanto a Thénardier, ya no estaba allí. Sus grillos, rotos,
    yacían en el suelo. Había un agujero en el techo de su calabozo, y otro más arriba, en el tejado. De la
    cama había sido arrancada una tabla, que había desaparecido. Encontróse también en la celda una botella
    medio vacía, que contenía el resto del vino con el que había sido narcotizado el soldado. La bayoneta de
    éste también había desaparecido.
    En el momento en que fue descubierto todo esto, se creyó que Thénardier se hallaría ya fuera de
    alcance. La realidad era que, si bien no estaba ya en el Edificio Nuevo, se encontraba aún en gran
    peligro. Su evasión no estaba aún consumada.
    Thénardier, al llegar al tejado del Edificio Nuevo, encontró el resto de la cuerda de Brujon, que
    colgaba de los barrotes de la reja superior de la chimenea, pero este pedazo roto era demasiado corto, y
    no había podido evadirse por encima del camino de ronda como lo habían hecho Brujon y Gueulemer.
    Cuando se vuelve de la calle de Ballets a la de Roi-de-Sicile, se descubre casi de repente, a la
    derecha, una sórdida rinconada. Había allí, en el último siglo, una casa de la que no queda más que la
    pared del fondo, verdadera tapia de un caserón que se eleva hasta la altura de un tercer piso entre los
    edificios vecinos. Esta ruina se reconoce por dos grandes ventanas cuadradas todavía visibles; la del
    medio, la más cercana al remate angular de la derecha, está atravesada por una viga podrida, sujeta por
    otro madero. A través de esas ventanas se distinguía antes una alta y lúgubre pared, que era un trozo de la
    muralla del camino de ronda de la Forcé.
    El vacío que la casa demolida ha dejado en la calle está cubierto a medias por una empalizada de
    tablas podridas apuntaladas por cinco guardacantones de piedra. En aquel recinto se oculta una pequeña
    barraca, apoyada a la pared ruinosa. La empalizada tiene una puerta que, hace algunos años, estaba
    cerrada solamente con un picaporte.
    A la cima de dicha pared era adonde había conseguido llegar Thénardier poco después de las tres de
    la madrugada.
    ¿Cómo había llegado allí? Nunca se ha sabido, ni se ha podido explicar. Los relámpagos debían
    haberle auxiliado y molestado al mismo tiempo. ¿Se había servido de las escaleras y andamios de los
    pizarreros para pasar de un tejado a otro, de un cercado a otro, de una manzana a otra, de los edificios
    del patio Charlemagne a los del patio Saint-Louis, al muro de ronda y al caserón de la calle Roi-deSicile? En este trayecto había soluciones de continuidad que lo hacían parecer imposible. ¿Había usado
    la tabla de una cama a modo de puente desde el tejado del Bel-Air a la pared del camino de ronda, y se
    había arrastrado como una culebra alrededor de la cárcel hasta el caserón? La tapia del camino de ronda
    de la Forcé dibujaba una línea dentada y desigual, subía y bajaba, descendía hacia el cuartel de
    bomberos y se elevaba hacia la casa de Baños, estaba cortada por varios edificios y no tenía la misma
    altura por el hotel Lamoignon que por la calle Pavée; por todas partes presentaba líneas verticales y
    ángulos rectos; y, además, los centinelas habrían visto en este caso la oscura silueta del fugitivo; y aun
    así, el camino recorrido por Thénardier resulta casi inexplicable. La fuga era, pues, imposible de ambas
    maneras. Thénardier sentíase iluminado por esa terrible sed de libertad que cambia los precipicios en
    fosos, las rejas de hierro en enrejados de mimbre, la debilidad en fuerza, a un gotoso en un gamo, la
    estupidez en instinto, el instinto en inteligencia y la inteligencia en genio. ¿Había inventado Thénardier un
    tercer medio? Nunca se ha sabido.
    No siempre es posible darse cuenta de las maravillas de una evasión. El hombre que se escapa,
    repitámoslo, es un inspirado; hay algo de la estrella y el relámpago en la misteriosa claridad de la huida;
    el esfuerzo hacia la liberación no es menos sorprendente que el vuelo hacia lo sublime; y se pregunta de
    un ladrón evadido: «¿Cómo habrá escalado esta pared?», del mismo modo que se dice de Corneille:
    «¿Qué le habrá inspirado esta escena?»
    Sea como fuese, goteando sudor, empapado por la lluvia, con los vestidos hechos harapos, las manos
    destrozadas, los codos sangrientos, las rodillas desolladas, Thénardier había conseguido llegar a lo que
    los niños, en lenguaje figurado, llaman el «corte» de la pared ruinosa, y allí, faltándole la fuerza, se había
    tendido cuan largo era. La altura de tres pisos le separaba del empedrado de la calle.
    La cuerda que tenía era demasiado corta.
    Allí esperaba, pálido, agotado, desesperado, cubierto por la oscuridad de la noche, pero diciéndose
    que pronto se haría de día; aterrorizado ante la idea de oír sonar dentro de algunos instantes las cuatro en
    el cercano reloj de Saint-Paul, hora en que irían a relevar al centinela, y en que le encontrarían dormido
    bajo el tejado agujereado; mirando con estupor aquella profundidad terrible a la luz de los faroles, el
    suelo mojado y negro, aquel suelo deseado y terrible que era la muerte y la libertad.
    Se preguntaba si sus tres cómplices de evasión habrían salido bien librados, si le habrían esperado y
    si acudirían en su auxilio. Escuchaba. Excepto una patrulla, nadie había pasado por la calle desde que
    permanecía allí. Casi todos los hortelanos de Montreuil, de Charonne, de Vincennes y de Bercy que iban
    al mercado bajaban por la calle de Saint-Antoine.
    Dieron las cuatro. Thénardier tembló. Pocos instantes después, el confuso rumor que sigue a una
    evasión descubierta estalló en la cárcel. El ruido de las puertas que se abren y que se cierran, el chirrido
    de las rejas sobre sus goznes, el tumulto del cuerpo de guardia, las roncas voces de los carceleros, el
    choque de las culatas de los fusiles en los patios que llegaban hasta él.
    Algunas luces subían y bajaban en las ventanas enrejadas de los dormitorios; una antorcha corría por
    el último piso del Edificio Nuevo, los bomberos del cuartel próximo habían sido llamados. Sus cascos,
    iluminados en medio de la lluvia por las antorchas, iban y venían por los tejados. Al mismo tiempo,
    Thénardier veía del lado de la Bastilla una claridad pálida en la parte baja del cielo.
    Él estaba, pues, en lo alto de una pared de diez pulgadas de ancho, tendido sobre su cima, con dos
    abismos a derecha e izquierda, sin poder moverse, presa del vértigo de una caída posible y del horror a
    una prisión segura; su pensamiento, como el badajo de una campana, iba de una de estas ideas a la otra:
    «Muerto si caigo; preso si me quedo».
    En esta angustia, vio de pronto en la calle que estaba aún oscura a un hombre que se deslizaba a lo
    largo de la pared, y que venía del lado de la calle Pavée, quien se detuvo en la rinconada, encima de la
    cual se hallaba Thénardier como suspendido. Este hombre se unió a un segundo que marchaba con la
    misma precaución, después llegó un tercero, y después un cuarto.
    Cuando aquellos hombres estuvieron reunidos, uno de ellos levantó el picaporte de la puerta de la
    empalizada y entraron los cuatro en el recinto en el que se halla la barraca. Se encontraban precisamente
    debajo de Thénardier. Aquellos hombres habían escogido evidentemente aquel rincón para hablar sin ser
    vistos por los transeúntes ni por el centinela que guarda el postigo de La Forcé a algunos pasos de allí.
    Es preciso decir también que el centinela, huyendo de la lluvia, se había metido en la garita. Thénardier,
    no pudiendo distinguir sus rostros, prestó oído a sus palabras con la desesperada atención de un
    miserable que se siente perdido.
    Entonces vio pasar ante sus ojos algo semejante a la esperanza: aquellos hombres hablaban argot.
    El primero decía en voz baja:
    —Nagémonos. ¿Qué querelamos icigo?
    [413]
    El segundo respondió:
    —Bisela hasta apagar el benguistano; los ganchos avillaran, y allí hay un jundo aplacerado a la coba,
    diquel nae esgabarren margue icicaille
    [414]
    Estas dos palabras, «icigo» e «icicaille», que pertenecen la primera al argot de las barreras y la
    segunda al argot del Temple, fueron dos rayos de luz para Thénardier. En la primera conoció a Brujon,
    que era vago de las barreras, y en la segunda a Babet, qué entre sus varias profesiones era prendero en el
    Temple.
    El antiguo argot del gran siglo no se habla ya más que en el Temple, y Babet era el único que lo
    hablaba en toda su pureza. Sin «icicaille», Thénardier no lo hubiera reconocido, pues había desfigurado
    completamente la voz.
    Mientras tanto, el tercero intervenía:
    —Nada nos apremia; esperemos un poco. ¿Quién nos dice que no necesita de nosotros?
    En este lenguaje, que no era otra cosa que francés, Thénardier reconoció a Montparnasse, que
    empleaba su elegancia en comprender todos los géneros de argot y no hablar ninguno.
    En cuanto al cuarto, callaba, pero sus anchas espaldas le denunciaban. Thénardier no dudó. Era
    Gueulemer.
    Brujon replicó casi impetuosamente, pero siempre en voz baja:
    —¿Qué sinas garlando? O julai n asti najarse. Na chanela mistos de chaneleria. Quebrar a talarosa, y
    riquelar as sabanas somia querelar yeque guindala, querelar chirroes andre as bundales, querelar papeles
    calabeosos, maestras, quebrar ciseles, luanar a guindala d’abri; sonajarse; vadearse, somia ocono ha a
    sinelar baro choré. O batu na terelara astis querelarlo. Na chanela traginar
    [415]
    .
    Babet añadió, hablando siempre en el argot clásico en que hablaban Poulailler y Cartouche, y que es
    al argot atrevido, nuevo y brillante que hablaba Brujon lo que la lengua de Racine es a la lengua de
    André Chenier:
    —O julai amangue sina trincao. ¡Ha a sinelar baró choré!, y sina o yeque chávelo. Sinada jopajabado
    por yeque chinel, pur na por ye-que chaviro vadeado de baro batu. Montparnasse, ¿júnelas ocolas
    gritadas? ¿Diquelas ocolas urdifielas andre o estaripiel? Ocono sina sos tirela esgabarrao. ¡Bah! Sinara
    apeao a tullosa. Menda na terelo dal; na sio mandrial; acana chanelamos lo sos sina; na estimos pirrel por
    o julai, y sinaremos esgabarraos. Na niquelas, andivela sat mangue a piyar de peñascaró
    [416]
    .
    —No se debe dejar a los amigos en peligro —dijo Montparnasse.
    —Penelo sos sina trincao. A ocana o julai n acombra yeque pasmano. Na sina astio querelar chi.
    Nagemonos. Pechabelo sos sinao esgabarrao por yeque chinel
    [417]
    .
    Montparnasse sólo resistía débilmente; el hecho es que aquellos cuatro hombres, con esa fidelidad
    que tienen los bandidos para no abandonarse nunca entre ellos, habían estado rondando toda la noche
    alrededor de la Forcé, a pesar del peligro, con la esperanza de ver surgir por algún lado a Thénardier.
    Pero la noche, que para ellos resultaba muy hermosa, era un turbión que tenía todas las calles desiertas;
    el frío que los entumecía, sus ropas mojadas, su calzado roto, el ruido inquieto que había estallado en la
    cárcel, las horas que habían pasado, las patrullas que habían visto, la esperanza que iban perdiendo, el
    miedo que se iba apoderando de ellos, todo esto los impulsaba a retirarse. El mismo Montparnasse, que
    era un poco yerno de Thénardier, cedía ya. Un momento más, y se hubieran ido. Thénardier estaba
    anhelante sobre la tapia, como los náufragos de La méduse en su balsa viendo pasar el buque y
    desaparecer en el horizonte.





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    o un ciego soñando
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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 10 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Mar 17 Dic 2024, 17:06

    ***

    No se atrevía a llamarlos; un grito que se oyese podía perderlo todo; se le ocurrió una idea
    desesperada, un relámpago. Sacó del bolsillo el cabo de cuerda de Brujon, que había desatado de la
    chimenea del Edificio Nuevo, y lo arrojó al recinto de la empalizada.
    La cuerda cayó a los pies de los ladrones.
    —¡Una viuda!
    [418] —gritó Babet.
    —¡Mi guindala!
    [419] —exclamó Brujon.
    —Ahí está el posadero —dijo Montparnasse.
    Alzaron los ojos. Thénardier adelantó un poco la cabeza.
    —¡Rápido! —dijo Montparnasse—; ¿tienes el otro pedazo de cuerda, Brujon?
    —Sí.
    —Ata los dos cabos, le echaremos la cuerda; la sujetará a la pared y tendrá suficiente para bajar.
    Thénardier se aventuró a alzar la voz:
    —Estoy transido.
    —Ya te calentaremos.
    —No puedo moverme.
    —Te deslizarás, y nosotros te recogeremos.
    —Tengo las manos hinchadas.
    —Ata solamente la cuerda a la pared.
    —¡No podré!
    —Es preciso que uno de nosotros suba —dijo Montparnasse.
    —¡Tres pisos! —exclamó Brujon.
    Un viejo conducto de yeso, que había servido para una chimenea que antiguamente se encendía en la
    barraca, subía por la pared y llegaba casi hasta el lugar donde se encontraba Thénardier. Este conducto,
    todo lleno de grietas y agujereado, cayó más tarde, pero todavía se ven sus restos. Era muy estrecho.
    —Podría subirse por ahí —dijo Montparnasse.
    —¿Por ese tubo? —exclamó Babet—; ¡un maná!
    [420]
    , ¡es imposible! Sólo podría hacerlo un chaval.
    —Sólo un chaval —repitió Brujon.
    —¿Dónde encontrarlo? —preguntó Gueulemer.
    —Esperad —dijo Montparnasse—. Ya lo tengo.
    Entreabrió suavemente la puerta de la empalizada, se aseguró de que ningún transeúnte atravesaba la
    calle, salió con precaución, cerró la puerta tras de sí y marchó corriendo en dirección a la Bastilla.
    Transcurrieron siete u ocho minutos, ocho mil siglos para Thénardier. Babet, Brujon y Gueulemer no
    despegaban los labios; la puerta volvió a abrirse al fin, y apareció Montparnasse, sofocado, acompañado
    de Gavroche. La lluvia continuaba manteniendo aún la calle desierta.
    El pequeño Gavroche entró en el recinto y miró los rostros de los bandidos con aire tranquilo. El
    agua le chorreaba por los cabellos. Gueulemer le dirigió la palabra:
    —Chaval, ¿eres un hombre?
    Gavroche se encogió de hombros y respondió:
    —Un chaval sasta mande sina un manú, y manuces sasta sangue sinan chavales
    [421]
    .
    —Baró parla el chaval
    [422] —dijo Babet.
    —¿Qué queréis que haga? —preguntó Gavroche.
    Montparnasse respondió:
    —Trepar por este tubo.
    —Con esta viuda
    [423] —dijo Babet.
    —Y luar la guindala
    [424] —continuó Brujon.
    —En lo alto de la pared —volvió a decir Babet.
    —A través de la ventana —añadió Brujon.
    —¿Y luego? —dijo Gavroche.
    —¡Nada más! —contestó Gueulemer.
    El pilluelo examinó la cuerda, la chimenea, la pared y las ventanas, e hizo ese inexplicable y
    desdeñoso ruido con los labios que significa: «¿Y para qué?»
    —Allí arriba hay un hombre a quien salvarás.
    —¿Quieres? —preguntó Brujon.
    —¡Chaval! —exclamó el muchacho, como si la pregunta le pareciese inesperada; y se sacó los
    zapatos.
    Gueulemer cogió a Gavroche por un brazo, lo colocó sobre el tejado de la barraca, cuyas tablas
    carcomidas se doblaban bajo el peso del niño, y le entregó la cuerda que Brujon había atado durante la
    ausencia de Montparnasse.
    El pilluelo se dirigió al tubo, en el que era fácil penetrar a través de una ancha abertura que tenía
    cerca del tejado. En el momento en que iba a subir, Thénardier, que veía la salvación y la vida que se le
    acercaban, se inclinó sobre el borde de la pared: la primera claridad del día blanqueaba su frente
    inundada de sudor, sus lívidas mejillas, su nariz afilada y salvaje, su barba gris erizada, y Gavroche le
    reconoció:
    —¡Vaya! —exclamó—, ¡pero si es mi padre…! ¡Oh!, no importa.
    Y cogiendo la cuerda entre sus dientes empezó resueltamente la subida.
    Llegó a lo alto del paredón, montó en él como si fuera un caballo y ató sólidamente la cuerda en la
    traviesa superior de la ventana.
    Un momento más tarde, Thénardier se encontraba en la calle.
    Así que hubo puesto los pies sobre el empedrado, así que se vio fuera de peligro, ya no se sintió
    fatigado, ni transido, ni tembloroso; las cosas terribles por las que había pasado se desvanecieron como
    el humo; toda su extraña y feroz inteligencia se despertó, y se encontró de pie y libre, dispuesto a marchar
    adelante. Véanse cuáles fueron las primeras palabras de aquel hombre:
    —Y ahora, ¿a quién vamos a comer?
    Es inútil explicar el significado de esta palabra terriblemente transparente que significa a la vez
    matar, asesinar y desvalijar. Comer, es decir: devorar.
    —Chivaremos bien —dijo Brujon—. Acabemos en tres palabras, y nos separaremos en seguida.
    Había un buen asunto de buena cara en la calle Plumet, una calle desierta, una casa aislada, una verja
    podrida que da a un jardín, mujeres solas.
    —Y bien, ¿por qué no? —preguntó Thénardier.
    —Tu dugida
    [425]
    , Éponine, ha ido a verlo —respondió Babet.
    —Y ha dado un bizcocho a la Magnon —añadió Gueulemer—. No hay nada que maquilar
    [426] allí.
    —La dugida no es gili
    [427] —dijo Thénardier—. Sin embargo, bueno será verlo.
    —Sí, sí —dijo Brujon—; lo veremos.
    Mientras tanto, ninguno de estos hombres se acordaba de Gavroche, quien durante este coloquio se
    había sentado en uno de los guardacantones de la empalizada; esperó algunos instantes, tal vez a que su
    padre se volviese hacia él; después se puso los zapatos y dijo:
    —¿Habéis terminado?, ¿ya no tenéis necesidad de mí, hombres? Ya os he sacado del apuro. Me voy.
    Tengo que ir a cuidar a mis párvulos.
    Y se marchó.
    Los cinco hombres salieron uno tras otro de la empalizada.
    Cuando Gavroche hubo desaparecido por la esquina de la calle de Ballets, Babet se llevó a
    Thénardier aparte.
    —¿Te has fijado en el chaval? —le preguntó.
    —¿Qué chaval?
    —Él que ha escalado la pared y te ha llevado la cuerda.
    —No mucho.
    —Pues bien, no sé, pero me parece que es tu hijo.
    —¡Bah! —dijo Thénardier—, ¿tú crees?
    Y se marchó.




    LIBRO SÉPTIMO




    EL CALÓ



    La explicación que el autor hace del caló en este libro se refiere al caló francés exclusivamente; por
    esta razón algunas veces no pueden aplicarse al caló español las interpretaciones y el origen que el autor
    atribuye a ciertas palabras.
    Sin embargo, como este lenguaje es en esencia el mismo en todos los pueblos, y procede de un mismo
    tronco, la mayor parte de sus palabras conservan idéntica significación, habiéndose modificado
    solamente en las terminaciones y en la estructura que ha dado a sus variaciones gramaticales el carácter
    de la lengua nacional.
    Por estas razones, en los diálogos traducimos completamente en caló español el caló francés; pero en
    la explicación del origen y raíces de algunas palabras, nos vemos obligados a dejarlas en francés, porque
    esta explicación no seria aplicable al español.




    I



    ORIGEN



    Pigritía es una palabra terrible.
    Engendra un mundo: el piger, o sea el robo; y un infierno, el pigror, o sea el hambre.
    Es decir, que la pereza es una madre.
    Tiene un hijo, el robo; y una hija, el hambre.
    ¿En dónde estamos en este momento? En el caló.
    ¿Y qué es el caló? Es todo a la vez; nación e idioma; es el robo bajo dos especies: pueblo y lengua.
    Cuando hace treinta y cuatro años el narrador de esta grave y sombría historia introducía en un libro,
    escrito con el mismo objeto que este, un ladrón hablando caló, se suscitó un asombro y un clamor. «¡Qué!
    ¡Cómo! ¡El caló! ¡El caló es horrible! Es la lengua de la chusma, del presidio, de las cárceles, de todo lo
    más abominable de la sociedad, etc., etc.».
    Nunca hemos comprendido este género de objeciones.
    Después, dos grandes novelistas, de los cuales uno es un profundo observador del corazón humano, y
    el otro un intrépido amigo del pueblo, Balzac y Eugenio Sue, han hecho hablar a los bandidos en su
    lengua natural, como lo había hecho en 1828 el autor del «Último día de un reo de muerte», y se han
    suscitado las mismas reclamaciones. Se ha repetido: «¿Qué quieren los escritores con esa repugnante
    jerga? ¡El caló es horrible! ¡El caló hace estremecer!».
    ¿Quién lo niega? Sin duda.
    Cuando se trata de sondar una llaga, un abismo o una sociedad, ¿desde cuando es una falta descender
    demasiado, ir al fondo? Muchas veces hemos pensado que esto era un acto de valor, y por lo menos una
    acción inocente y útil, digna de la atención simpática que merece el deber aceptado y cumplido. ¿Por qué
    no se ha de explorarlo todo, y no se ha de estudiar? ¿por qué se ha de detener uno en el camino? El
    detenerse corresponde a la sonda, no al que sondea.
    Ciertamente que ir a buscar en la última capa del orden social, allí donde concluye la tierra y empieza
    el fango; registrar en aquellas aguas espesas; perseguir, coger y arrojar palpitante a la superficie este
    idioma abyecto que gotea lodo sacado a la luz, este vocabulario pustuloso, en que cada palabra parece un
    anillo inmundo de un monstruo del cieno y de las tinieblas, no es ni una empresa cómoda, ni seductora.
    Nada es más lúgubre que contemplar así desnudo a la luz del pensamiento el hormiguero terrible del
    caló. En efecto: parece que es una especie de horrible fiera hecha para vivir en la noche, y que se ve
    arrancada de su cloaca. Se cree ver una horrible maleza viva y erizada que tiembla, se mueve, se agita,
    pide volver a la sombra, amenaza y mira. Tal palabra parece una garra; tal otra un ojo apagado y
    sangriento; tal frase parece moverse como la tenaza de una langosta. Todas viven con esa vida repugnante
    de las cosas que están organizadas en la desorganización.
    Pero ¿desde cuando el horror excluye el estudio? ¿Desde cuando la enfermedad rechaza al médico?
    ¿Qué se diría de un naturalista que se negase a estudiar la víbora, el murciélago, el escorpión, el cienpies, la tarántula, y que los rechazase a las tinieblas, diciendo: ¡Oh, qué fealdad!? El pensador que se
    alejase del caló se parecería a un cirujano que se apartase de una úlcera o de una verruga: sería un
    filólogo dudando examinar un hecho de la lengua; un filósofo dudando analizar un hecho de la humanidad.
    Porque, y es preciso decirlo a los que lo ignoran, el caló es al mismo tiempo un fenómeno literario y un
    resultado social. ¿Qué es el caló propiamente dicho? El caló es la lengua de la miseria.
    Aquí podría interrumpirnos alguno; puede generalizarse el hecho, lo cual muchas veces es un medio
    de atenuarlo; puede decírsenos que todos los oficios, todas las profesiones, y casi podría añadirse, todos
    los accidentes de la jerarquía social, y todas las formas de la inteligencia, tienen su caló especial: el
    comerciante, que dice: Montpéllier disponible; Marsellaf buena calidad: el agente de cambio, que dice:
    cargo, prima, a la par; el jugador, que dice: tercio y todo, fallo a espadas; el ujier de las islas normandas,
    que dice: el feudatario deteniéndose en su fundo no puede reclamar el fruto de este fundo durante el
    embargo hereditario de los inmuebles del renunciador; el zarzuelista, que dice: han hecho bailar al oso;
    el cómico, que dice: tengo un caballo blanco; el filósofo, que dice: triplicidad fenomenal; el cazador, que
    dice: la res está encamada; el frenólogo, que dice: amatividad, combatividad, secretividad; el soldado de
    infantería, que dice: mi tambor; el soldado de caballería, que dice: a media rienda; el maestro de
    esgrima, que dice: tercera, cuarta, a fondo, el impresor, que dice: atanasía; todos, impresor, maestro de
    esgrima, soldado de caballería o de infantería, músico, frenólogo, cazador, filósofo, cómico, zarzuelista,
    portero, jugador, agente de cambio y comerciante, todos hablan en caló.
    El pintor, que dice: el ambiente del cuadro; el escribano, que dice: he dejado el crimen; el peluquero,
    que dice: a media melena; el zapatero, que dice: tapas, hablan caló. En rigor, y si se quiere,
    absolutamente todos esos modos de decir la derecha y la izquierda; el marinero a babor y a estribor; el
    maquinista, lado del patio y lado del jardín; el perrero, lado de la Epístola y lado del Evangelio, son
    caló. Hay caló de monas, como hay caló de sabidillas. El palacio de Rambouillet, es decir, la
    aristocracia y el lujo, confinaba con la Corte de los milagros; es decir, con la pobreza y el vicio. Hay
    caló de duquesas, como demuestra la siguiente frase, escrita en un billete amoroso por una gran señora de
    la Restauración:


    «Halleréis en esas chismerías una porción de razones para que yo me libertice».


    Las cifras diplomáticas son caló. Los médicos de la edad media, que por decir, zanahoria, rábano y
    nabo, decían: opoponach, pergrosohinum, reptitalmus, dracátholicum ángelorum, post-megorum, hablaban
    caló. El fabricante de azúcar, que dice: moscabada, terciada, bastarda, común, tostada, clarificada, este
    honrado industrial, habla caló. Una escuela de crítica que decía hace veinte años: «La mitad de
    Shakespeare es un juego de palabras y retruécanos,» hablaba caló. El poeta y el artista que con profundo
    sentido calificaron al señor de Monlmorency de «un ciudadano» si no hubiese sido muy entendido en
    versos y estatuas, hablaron en caló. El académico clásico que llama a las flores, Flora; a los frutos
    Pomona; a la mar, Neptuno; al amor, los fuegos; a la belleza, los atractivos; a un caballo, un corcel; a la
    escarapela blanca o tricolor, la rosa de Belona; al sombrero de tres picos, el triángulo de Marte; ese
    académico clásico habla caló. El álgebra, la medicina, la botánica tienen su caló. El lenguaje que se
    emplea a bordo, ese admirable lenguaje de la mar, tan completo y tan pintoresco, que han hablado Juan
    Bart, Duquesne, Suffreny Duperré, que se mezcla con el silbido de las cuerdas, con el ruido de la bocina,
    con el choque de las hachas de abordaje, con el vaivén, con el viento, con la ráfaga, con el cañón, es un
    caló heroico y brillante, que es al terrible caló de la miseria, lo que el león al chacal.
    Sin duda. Pero, dígase lo que se quiera, este modo de comprender el caló tiene una extensión que no
    admitirá todo el mundo. En cuanto a nosotros, conservamos a esta palabra su antigua acepción precisa,
    circunscrita y determinada, y limitamos el caló al caló. El caló verdadero, el caló por excelencia, si es
    que estas dos palabras pueden reunirse, el caló inmemorial, no es, lo repetimos, más que la lengua fea,
    inquieta, socarrona, traidora, venenosa, cruel, tortuosa, vil, profunda, fatal de la miseria.
    Hay en el extremo del envilecimiento y del infortunio una última miseria que se rebela, y que se
    decide a entrar en lucha contra el conjunto de los hechos felices y de los derechos reinantes; lucha
    horrible, que, ora astuta, ora violenta, feroz y malsana a la vez, ataca el orden social a alfilerazos por
    medio del vicio, y a estocadas por medio del crimen. Para las necesidades de esta lucha, la miseria ha
    inventado una lengua de combate, que es el caló.
    Hacer sobrenadar y conservar sobre el olvido, sobre el abismo, aunque no sea más que un fragmento
    de una lengua cualquiera que ha hablado el hombre, y que de otro modo se perdería; es decir, uno de los
    elementos, buenos o malos de que se compone o que complica la civilización, es aumentar los datos de
    observación social; es auxiliar a la misma civilización. Este servicio le ha hecho Plauto, queriéndolo o
    no, haciendo hablar el fenicio a dos soldados cartagineses; este servicio le ha hecho Moliere, haciendo
    hablar el levantino y el patua a muchos de sus personajes.


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    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 10 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Mar 17 Dic 2024, 17:09

    ***
    Aquí vuelven a suscitarse las objeciones; el fenicio ¡magnífico! el levantino ¡bueno! el patua ¡pase!
    son lenguas que han pertenecido a naciones o a provincias; pero el caló, ¿para qué queréis conservar el
    caló? ¿para qué hacer «sobrenadar» el caló?
    A esto solo responderemos una cosa. Ciertamente; la lengua que ha hablado una nación o una
    provincia es digna de interés; pero es más digna aun de atención y de estudio la lengua que ha hablado la
    miseria.
    La lengua que ha hablado en Francia, por ejemplo, por más de cuatro siglos, no solamente una
    miseria, sino la miseria, toda la miseria humana posible.
    Y además, insistimos en ello: estudiar las enfermedades y las deformidades sociales, y designarlas
    para curarlas, no es una necesidad en que se permite la elección. El historiador de las costumbres y de
    las ideas no tiene una misión menos austera que el historiador de los sucesos. Este tiene en la superficie
    de la civilización las luchas de las coronas, los nacimientos de los príncipes, los casamientos de los
    reyes, las batallas, las asambleas, los grandes hombres públicos, las revoluciones a la luz del día, todo lo
    exterior; el otro historiador tiene el fondo, el pueblo que trabaja, que padece y que espera, la mujer
    oprimida, el niño que agoniza, las guerras sordas de hombre a hombre, las ferocidades oscuras, las
    preocupaciones, las alarmas fingidas, los efectos indirectos y subterráneos de las leyes, las evoluciones
    secretas de las almas, los estremecimientos indistintos de la multitud, los pobres que mueren de hambre,
    los que andan con los pies desnudos, los desheredados, los huérfanos, los desgraciados y los infames;
    todas esas larvas que andan vagando en la oscuridad. Le es necesario descender con el corazón lleno de
    caridad y de severidad a un mismo tiempo, como un hermano y como un juez, hasta esas casamatas
    impenetrables, en que se arrastran confundidos los heridos y los que hieren; los que lloran y los que
    maldicen; los que ayunan y los que devoran, los que sufren el mal y los que le cometen. Estos
    historiadores de los corazones y de las almas, ¿tienen acaso deberes menos importantes que los
    historiadores de los hechos estertores? ¿Se cree que Dante tiene que decir menos que Maquiavelo?
    ¿Acaso lo inferior de la civilización, solo porque es más sombrío y más profundo, es menos importante
    que lo superior? ¿Se conoce bien la montaña cuando no se conoce la caverna?
    Pero consignemos aquí, antes de ir más adelante, que a pesar de las palabras anteriores, no puede
    inferirse que haya entre las dos clases de historiadores una diferencia, una barrera que no existe en
    nuestra mente. Nadie puede ser buen historiador de la vida patente, visible, alumbrada, pública de los
    pueblos, si no es al mismo tiempo, y en cierta magnitud, historiador de su vida profunda y oculta; y nadie
    es buen historiador de lo interior, si no sabe ser, siempre que sea necesario, historiador de lo exterior.
    La historia de las costumbres y de las ideas penetra la historia de los sucesos, y recíprocamente. Son
    dos ordenes de hechos diferentes que se corresponden, que se encadenan siempre, y se engendran
    mutuamente con frecuencia. Todas las líneas que la Providencia traza en la superficie de una nación,
    tienen sus paralelas sombrías, pero claras, en el fondo, y todas las convulsiones del fondo producen
    levantamientos en la superficie. Como la verdadera historia se introduce en todo, el verdadero
    historiador tiene que introducirse en todo.
    El hombre no es un círculo de un solo centro; es una elipse de dos focos; uno, le constituyen los
    hechos; otro, las ideas.
    El caló no es más que un disfraz con que se cubre la lengua cuando va a hacer algo malo. Se reviste
    de palabras con máscara, y de metáforas con harapos.
    Y así se hace horrible.
    Cuesta trabajo conocerla. ¿Es la lengua francesa esa gran lengua humana? Ahí esta dispuesta a entrar
    en escena, y a dar la réplica al crimen; propia para todos los empleos del repertorio del mal. No
    progresa, cojea; cojea con la muleta de la corte de los milagros; muleta que se metamorfosea en una
    maza; se llama truhanería; todos los espectros que son sus camareros la han estropeado; se arrastra y se
    levanta, lo cual constituye el doble movimiento del reptil. Es propia para todos los papeles; la ha hecho
    ambigua el falsario, verde-gris el envenenador; está carbonizada por el hollín del incendiario; el asesino
    le presta el color rojo.
    Cuando se escucha del lado de las personas honradas a la puerta de la sociedad, se sorprende el
    diálogo de los que están fuera. Se oyen las preguntas y las respuestas. Se percibe, sin comprenderlo un
    murmullo repugnante que suena casi como la voz humana, pero que se aproxima más al aullido que a la
    palabra. Es el caló. Las palabras son deformes, y están impregnadas de una especie de bestialidad
    fantástica. Parece que se oye hablar a hidras.
    Este lenguaje es lo ininteligible en lo tenebroso; rechina, y cuchichea, y completa el crepúsculo con el
    enigma. La noche mora en la desgracia, pero es aun más tenebrosa en el crimen. Estas dos negras
    sombras amalgamadas componen el caló. Oscuridad en la atmósfera, oscuridad en las acciones,
    oscuridad en las palabras. Espantosa lengua reptil, que va, viene, salta, se arrastra, babea y se mueve
    monstruosamente en esa inmensa bruma oscura, compuesta de lluvia, de noche, de hambre, de vicio, de
    mentira, de injusticia, de desnudez, de asfixia y de invierno; mediodía de los miserables.
    ¡Compadezcamos a los castigados! ¡Ah! ¿Qué somos nosotros mismos? ¿Qué soy yo que os hablo en
    este momento? ¿Qué sois vosotros que me escucháis? ¿De dónde venimos? ¿Estamos seguros de no haber
    hecho nada antes de haber nacido? La tierra no deja de tener semejanza con un presidio. ¿Quién sabe si el
    hombre no es más que un sentenciado de la Justicia Divina?
    Mirad la vida de cerca, y veréis que es tal, que en toda ella se encuentra el castigo.
    ¿Sois lo que se llama un ser feliz? Estáis triste todos los días. Cada día tiene su disgusto y su pequeño
    cuidado. Ayer temblabais por una salud que os es querida, hoy teméis por la vuestra; mañana tendréis una
    inquietud por el dinero; pasado mañana os inquietará la diatriba de un calumniador; el otro la desgracia
    de un amigo; después el tiempo que hace; después cualquier cosa que se rompa o se pierda; después un
    placer que la conciencia o la columna vertebral os echan en cara; otra vez la marcha de los negocios
    públicos. Y esto sin contar las penas del corazón, y así sucesivamente. Apenas se disipa una nube, se
    forma otra; apenas hay un día de sol y de alegría entre ciento. Y sin embargo, sois del pequeño número
    que goza de la felicidad. En cuanto a los demás hombres, la eterna noche se cierne sobre ellos.
    Los ánimos reflexivos usan muy poco esta alocución: los felices y los desgraciados. En este mundo,
    vestíbulo de otro evidentemente, no hay seres felices.
    La verdadera división humana es esta: los luminosos y los tenebrosos.
    Disminuir el número de los tenebrosos, aumentar el de los luminosos; tal es el grande objeto. Por esto
    gritamos: ¡Enseñanza! ¡Ciencia! Aprender a leer es encender el fuego; toda sílaba deletreada brilla.
    Pero el que dice luz, no dice necesariamente goces. También se padece en la luz, porque el exceso
    quema. La llama es enemiga de las alas. Arder sin cesar de volar es el prodigio del genio.
    Cuando sepáis y améis, padeceréis aun. El día nace con lágrimas. Los luminosos lloran, aunque no
    sea más que por los tenebrosos





    II


    RAÍCES



    El caló es la lengua de los tenebrosos.
    El pensamiento se conmueve en sus más sombrías profundidades: la filosofía social se sumerge en las
    meditaciones más dolorosas en presencia de este enigmático dialecto, a un mismo tiempo humillado y
    rebelde.
    Allí es donde se encuentra el castigo visible. Cada sílaba tiene una significación marcada.
    Las palabras de la lengua vulgar se presentan en el caló como contraídas y retorcidas por el hierro
    enrojecido del verdugo; y algunas parece que están humeando aun. Tal frase produce el mismo efecto que
    la marca de la flor de lis de un ladrón, a quien se desnuda de repente. La idea se opone siempre a dejarse
    expresar por esos sustantivos perseguidos por la justicia. La metáfora es algunas veces tan descarada,
    que se conoce que ha estado en la argolla.
    Por lo demás, y a pesar de todo esto, y aun a causa de todo esto, esa jerga extraña tiene de derecho su
    habitación en el gran estante imparcial, en que hay un sitio para el ochavo oxidado como para la medalla
    de oro, y que se llama literatura. El caló, quiérase o no se quiera, tiene su sintaxis y su poesía: es una
    lengua; y si en la deformidad de ciertos vocablos se conoce que ha sido mascullada por Mandrin, en el
    esplendor de ciertas metonimias se descubre que la ha hablado Villon.
    El siguiente verso, tan exquisito y tan célebre ¿Dó están las nieves de antaño? es un verso de caló.
    Antaño-ante annum-es una palabra del caló de Túnez, que significaba el año pasado, y por extensión en
    otro tiempo. Hace treinta y cinco años aun podía leerse, en la época de la salida de la gran cadena de
    1827, en uno de los calabozos de Bicetre, esta máxima grabada con un clavo en la pared por un rey de
    Túnez, condenado a galeras: O challt d’antaño chalaban «siempre» pot a bar de Coesres. Lo que quiere
    decir: «Los reyes de otro tiempo iban siempre a hacerse consagrar». Para aquel rey, la consagración
    era el presidio.
    La palabra decarede, que significa la partida de un carruaje pesado al galope, se atribuye a Villon, y
    es digna de él. Esta palabra, que echa fuego por las cuatro patas, resume en una onomatopeya magistral el
    admirable verso de Lafontaine:
    Tiraban de un coche seis fuertes caballos.
    Bajo el punto de vista puramente literario, pocos estudios serán más curiosos y más fecundos que el
    del caló. Es una lengua dentro de la lengua común; una especie de excrescencia enfermiza; un injerto
    malsano que ha producido una vegetación; una parásita que tiene sus raíces en el viejo tronco-galo, y
    cuyo siniestro follaje se arrastra por un lado de la lengua. Esto es lo que podría llamarse el primer
    aspecto, el aspecto vulgar del caló. Mas para los que estudian la lengua como deben estudiarla, es decir,
    como los geólogos estudian la tierra, el caló se presenta como un verdadero aluvión. Según que se
    ahonda más o menos, se encuentra en el caló por bajo del antiguo francés popular, el provenzal, el
    español, el italiano, el levantino, esa lengua de los puertos del Mediterráneo, el inglés y el alemán, el
    romance en sus tres variedades, el romance francés, el romance italiano, el romance romano, el latín, y,
    en fin, el vasco y el celta. Formación extraña y oscura. Edificio subterráneo construido en común por
    todos los miserables. Cada raza maldita ha formado una capa, cada padecimiento ha dejado caer una
    piedra, cada corazón ha dado un guijarro. Una multitud de almas criminales, bajas o irritadas que han
    atravesado la vida, y han ido a desvanecerse en la eternidad, están allí casi completas, y en cierto modo
    visibles, aun bajo la forma de una palabra monstruosa.
    ¿Se quieren voces españolas? El antiguo caló gótico las tiene en abundancia. Ahí están boffete, que
    viene de bofetón; vantana, después vanterna, que viene de ventana; gat, que viene de gato; acite, que viene
    de aceite. ¿Se quieren voces italianas? Spade, que viene de spada; carvel, barco, que viene de caravella.
    ¿Se quieren inglesas? Bichot, obispo, que viene de bishop; raille, espía, que viene de rascal, rascalion,
    pillo; pilche, estuche, que viene de pilcher, vaina. ¿Se quieren alemanas? Caleur, mozo, de keller; hers,
    amo, de herzog, duque. ¿Se quieren latinas? Frangir, romper, de frangere; affurer, robar, de fur; cadene,
    cadena, de catena. Hay una palabra que reaparece en todas las lenguas del continente con una especie de
    poder y autoridad misteriosa, la palabra magnas. Escocia ha sacado de ella mac, con que designa el jefe
    del Clan, Mac-Faralane, Mac-Callummore, el gran Farlane, el gran Callummore; el caló ha sacado meck,
    y después meg, es decir, Dios. ¿Se quieren voces vascongadas? Gahisto, el diablo, que viene de gaiztoa,
    malo; sorgabon, buenas noches, que viene de gabon, buenas noches. ¿Se quieren celtas? Blavin, pañuelo,
    que viene de blavet, agua que corre; menesse, mujer (en mal sentido), que viene de meinec, lleno de
    piedras; barant, arroyo, de baranton, fuente; goffeur, cerrajero, de gof, herrero; guedouze, muerte, de
    quenudu, blanco negro. ¿Se quiere, en fin, la historia? El caló llama a los escudos molieses, en recuerdo
    de la moneda que corría en las galeras de Malta.
    Además de los orígenes filológicos que acabábamos de indicar, el caló tiene otras raíces más
    naturales aun, y que salen, por decirlo así, del mismo espíritu del hombre.
    En primer lugar, hay que notar la creación directa de las palabras, que constituye el misterio de las
    lenguas. Pintar con palabras que tienen figura, aunque no se sepa cómo ni por qué, es el fondo primitivo
    de toda lengua humana; es lo que podría llamarse el granito de su construcción. El caló abunda en
    palabras de este genero, palabras inmediatas, hechas de una pieza, no se sabe cómo ni por qué, sin
    etimología, sin analogía, sin derivados; palabras solitarias, bárbaras, repugnantes algunas veces, que
    tienen una singular fuerza de expresión, y que viven. El verdugo, el taule; el bosque, el sabrl; el miedo, la
    fuga, taf; el lacayo, el carbin; el general, el prefecto, el ministro, pharos; el diablo, el rabouin. Nada es
    más extraño que estas palabras que disfrazan y presentan la idea. Algunas, como el rabouin, son al mismo
    tiempo grotescas y terribles, y producen el efecto de un gesto ciclopeo.
    En segundo lugar, viene la metáfora; porque lo más propio de una lengua que quiere decirlo todo y
    ocultarlo todo, es la abundancia de figuras. La metáfora es un enigma en que se refugian el ladrón que
    medita un golpe y el preso que combina una evasión. No hay ningún idioma más metafórico que el caló.
    Trincar por el tronco, agarrar por el cuello; la nube, la capa; hacinar a uno, juzgarle; un ratón, un ladrón
    de pan; dardear, picar, llover, figura antigua y asombrosa, que lleva su fecha en sí misma, y asimila tras
    largas líneas oblicuas de la lluvia a las picas espesas e inclinadas de los lanzquenetes, y que contiene en
    una sola palabra la metonimia popular: «llueven chuzos». Algunas veces, a medida que el caló pasa de la
    primera época a la segunda, las palabras pasan del estado salvaje y primitivo al sentido metafórico.
    El diablo, cesa de ser el rabouin, y se convierte en el panadero, el que anda en el horno. Esta
    significación es más ingeniosa, pero menos grande; es una cosa, como Racine después de Corneille;
    como Eurípides después de Esquilo.
    Ciertas frases del caló que corresponden a las dos épocas, y tienen a la vez el carácter bárbaro y
    metafórico, parecen un efecto fantasmagórico. Los muraos van a chorar queles a la luna. Esto pasa por la
    mente como un grupo de espectros: no se sabe lo que se ve.
    En tercer lugar, tenemos la modificación. El caló vive de la lengua, y la usa a su capricho; la emplea
    al acaso, y se limita muchas veces, cuando tiene necesidad, a desnaturalizarla sumaria y gravemente. A
    veces con las palabras usuales así trasformadas, y complicadas con palabras de caló puro, compone
    locuciones pintorescas, en que se descubre la mezcla de los dos elementos precedentes, la creación
    directa y la metáfora.

    Del estaripen me sacan a caballito en un quel, por toda la polvorosa Zurrandome el barandel.

    El forio, es un jilí; la foria, es garticha, y la dugida juncal; el ciudadano es tonto, la ciudadana es
    astuta, la hija es bonita. Muchas veces, con objeto de hacer perder la pista a los que escuchen, el caló se
    limita a añadir indistintamente a todas las palabras de la lengua una especie de cola innoble, una
    terminación o una anteposición en cuti o en di. Por ejemplo: ¿Tile, tipatiretice, tibien, tiestecuti,
    guitisatidoti? ¿Te parece bueno este guisado? frase dirigida por Cartucho a un carcelero para saber si le
    convenía la cantidad ofrecida por la evasión. Mas recientemente se ha añadido la terminación en mar.
    El caló, siendo el lenguaje de la corrupción, se corrompe muy pronto: además, como trata siempre de
    ocultarse, así que se ve comprendido, se trasforma. Al contrario de que sucede en toda vegetación, en el
    caló, el rayo de luz mata lo que toca. Así, el caló va descomponiéndose y recomponiéndose sin cesar;
    trabajo rápido y oscuro que no se detiene nunca. El caló camina más en diez años, que la lengua en diez
    siglos.
    Así, el larton se convierte en lartif; el gail en gaye; la fertanche en fertille; el momignard en el
    momacque; los fiques en fruques; la chique en egregeoír; el colabre en colas. El diablo es primero
    gahisto, después el rabouin, después el panadero; el sacerdote es el ratichon, después el jabalí; el puñal
    es el veintidós, después el surin, después el tingre; los polizontes son railles, después roussins, después
    rousses, después comerciantes de lazos, después coqueurs, después cognes; el verdugo es el taule,
    después Carlitos, después el buchí, después el cojuelo. En el siglo XVII, reñir es darse para tabaco; en el
    XIX es darse de mojadas. Veinte locuciones distintas han pasado entre estos dos extremos. Cartucho
    hablaría en griego para Lacenaire. Todas las palabras de esta lengua están perpetuamente en fuga como
    los hombres que las pronuncian.
    Sin embargo, de tiempo en tiempo, y a causa de este mismo movimiento, reaparece el antiguo caló y
    se hace nuevo. Tiene sus capitales donde se conserva. El Temple conservaba el caló del siglo XVII;
    Bicetre, cuando era cárcel, conservaba el caló de Túnez; allí se oía la antigua terminación en anche de
    los antiguos tunecinos. Bebeanches tú, bebes tú; creyanches, cree. Pero no por esto es menos ley el
    movimiento perpetuo.
    Si el filósofo, para observarla, llega a fijar por un momento esta lengua, que se evapora sin cesar, cae
    en dolorosas y útiles meditaciones. Ningún estudio es más eficaz y más fecundo en enseñanzas. No hay
    una metáfora, ni una etimología del caló que no contenga una lección. Entre esos hombres golpear quiere
    decir hender; la astucia es su fuerza.
    Para ellos, la idea del hombre no se separa de la idea de la sombra. La noche se dice la sorgue, el
    hombre el orgue. El hombre es un derivado de la noche.




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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 10 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Miér 18 Dic 2024, 09:16

    ***


    Se han acostumbrado a considerar la sociedad como una atmósfera que les mata, como una fuerza
    fatal; y hablan de su libertad como hablarían de su salud. Un hombre preso es un enfermo: un hombre
    condenado es un muerto.
    Lo más terrible para el encarcelado en las cuatro paredes de piedra que le sepultan, es una especie de
    castidad glacial; al calabozo le llama el casto. En ese lugar fúnebre, la vida exterior se presenta siempre
    bajo el más grato aspecto; el preso tiene grilletes en los pies. ¿Creéis acaso que piensa en que se anda
    con los pies? No: piensa en que se baila con los pies: así en el momento en que consigue limar los
    grilletes, su primera idea es que puede bailar, y llama a la lima la bailadora. Un nombre es un centro,
    profunda asimilación. El bandido tiene dos cabezas; la una que razona sus acciones, y le guía toda su
    vida; la otra, que tiene sobre sus hombros el día de su muerte: llama a la cabeza que le aconseja el
    crimen, la sorbona, y a la cabeza que expía, el troncho. Cuando un hombre no tiene más que harapos
    sobre el cuerpo, y vicios en el corazón; cuando ha llegado a esa doble degradación material y moral que
    caracteriza en sus dos acepciones la palabra miserable, es lo más propio para el crimen; es como un
    cuchillo bien afilado: tiene dos filos, su miseria y su maldad; así el caló no dice un «miserable;» dice un
    «choré». ¿Qué es el presidio? Un brasero de condenación, un infierno. El forzado se llama un sarmiento.
    En fin, ¿qué nombre dan los malhechores a la cárcel? El colegio.
    Todo un sistema penitenciario puede salir de esta palabra.
    ¿Se quiere saber de dónde han salido la mayor parte de las canciones del presidio, esos refranes,
    llamados en el vocabulario especial las lirlonfas? Pues oíd:
    Había en el Chatelet de París un subterráneo muy grande, que estaba ocho pies más bajo que el nivel
    del Sena. No tenía, ni ventanas, ni respiraderos; la única abertura era la puerta. Los hombres podían
    entrar allí, el aire no. Esta cueva tenía por techo una bóveda de piedra, y por suelo diez pulgadas de
    fango. Había sido enlosada; pero el enlosado se había podrido y abierto con el agua rezumada. A ocho
    pies por encima del suelo, una larga y gruesa viga atravesaba el subterráneo de parte a parte; y de esta
    viga caían, de distancia en distancia, cadenas de tres pies de longitud, en cuyo extremo había una argolla.
    En aquella cueva se encerraba a los condenados a galeras, hasta que salían para Tolón.
    Se les llevaba hasta ponerlos debajo de la viga, donde a cada uno esperaba una cadena oscilando en
    las tinieblas. Las caconas, es decir, los brazos colgando, y las argollas, es decirlas manos abiertas,
    cogían a aquellos miserables por el cuello. Se remachaba el hierro, y se los dejaba allí. La cadena era
    demasiado corta, y no podían echarse; permanecían inmóviles en la cueva, en aquella oscuridad, bajo
    aquella viga, casi colgados, haciendo esfuerzos inauditos para alcanzar el pan o el cántaro, con la bóveda
    sobre la cabeza y el lodo hasta media pierna; corriendo sus excrementos por sus muslos, rendidos de
    fatiga, doblándose por las caderas y por las rodillas, agarrándose con las manos a la cadena para
    descansar, sin poder dormir más que de pie, despertándose a cada instante porque les ahogaba la argolla:
    algunos no volvían a despertar. Para comer, subían con el talón a lo largo de la pierna hasta la mano el
    pan que se les arrojaba en el lodo. ¿Y cuanto tiempo estaban así? Un mes, dos meses, seis meses; uno
    estuvo un año. Aquello era la antecámara de las galeras; y se entraba allí por haber robado una liebre al
    rey. ¿Y qué hacían en aquel sepulcro-infierno? Lo que se puede hacer en un sepulcro, agonizaban; y lo
    que se puede hacer en un infierno, cantaban; porque cuando ya no queda esperanza, queda aun el canto.
    En las aguas de Malta, cuando una galera se aproximaba, oíase el canto antes que los remos. El pobre
    cazador furtivo Survincent, que había estado en el subterráneo del Chatelel, decía: Las rimas me han
    sostenido. Inutilidad de la poesía. ¿Para qué sirve la rima? En aquel subterráneo nacieron casi todas las
    canciones del caló. Del calabozo del gran Chatelet de París salió el melancólico mote de la galera de
    Montgomery: Titnaliimisen timalumison. La mayor parte de estas canciones son lúgubres; algunas son
    alegres; una es tierna:
    Aquí ves el teatro Del dios vendado.
    Por más que se haga, nunca se podrá borrar del corazón del hombre el amor.
    En ese mundo de acciones sombrías se guarda el secreto. El secreto es de todos; el secreto para esos
    miserables es la unidad que sirve de base a la unión. Romperle, es arrancar a cada miembro de esta
    comunidad terrible alguna cosa de sí mismo. Denunciar en el enérgico lenguaje del caló es: Comer el
    pedazo. Como si el denunciador se llevase un poco de la sustancia de todos, y se alimentase con un trozo
    de carne de cada uno.
    ¿Qué es recibir un bofetón? La metáfora responde: Es ver las estrellas. Aquí interviene el caló; y
    dice: candelillas, humazo; y el lenguaje usual francés da al bofetón (soufflet) por sinónimo humazo
    (camouflet). Así por una especie de penetración de abajo a arriba, la metáfora, esa trayectoria
    incalculable, hace subir al caló desde la caverna a la academia. Poulaillier, diciendo: Enciendo mi
    candela (camouflet), hace escribir a Voltaire: Lato leviel la Beaumelle merece cien bofetones
    (camouflets).
    Las investigaciones sobre el caló traen un descubrimiento a cada paso. El estudio profundo de este
    extraño idioma nos lleva al misterioso punto de intersección de la sociedad regular con la sociedad
    maldita.
    El ladrón tiene también su carne de cañón, la materia robable, vosotros, yo, cualquiera que pasa;
    elpantre, (pan, todo el mundo).
    El caló es el verbo hecho presidiario.
    Y realmente asusta que el principio pensante del hombre pueda ser llevado tan abajo, y arrastrado y
    oprimido allí por las oscuras tiranías de la fatalidad; que pueda estar sujeto por desconocidos vínculos
    en ese precipicio.
    ¡Oh pobre pensamiento de los miserables!
    ¡Ah! ¿No acudirá nadie al socorro del alma humana que yace en esa sombra? ¿Será su destino esperar
    en ella para siempre el espíritu, el libertador, el inmenso jinete de los pegasos y de los higógrifos, el
    soldado de color de aurora, que desciende del azul entre dos alas, el radiante caballero del porvenir?
    ¿Llamará siempre en vano a su auxilio la lanza de luz del ideal? ¿Está condenada a oír llegar
    espantosamente en el espesor del abismo al Mal, y a entrever cada vez más cerca, bajo las aguas
    repugnantes, esa cabeza de dragón, esa boca arrojando espuma, esa ondulación serpenteante de garras, de
    hinchazones y de anillos? ¿Será preciso que viva allí sin un resplandor, sin esperanza, entregada a esa
    aproximación formidable y vagamente sentida del monstruo, temblorosa, con el cabello suelto,
    retorciéndose los brazos, encadenada para siempre a la roca de la noche, sombría Andrómeda, pálida y
    desnuda en las tinieblas?




    III




    CALÓ QUE LLORA Y CALÓ QUE RÍE





    Como hemos dicho, el caló completo, el caló de hace cuatrocientos años, como el caló de hoy, esta
    penetrado de ese tenebroso espíritu simbólico, que da a todas las palabras, ya un aspecto dolorido, ya un
    aire amenazador. Se descubre en ellas la antigua y terrible tristeza de los truhanes de la Corte de los
    Milagros, que jugaban a las cartas con naipes especiales, de los cuales se han conservado algunos. El
    ocho de bastos, por ejemplo, representaba un gran árbol con ocho grandes hojas de trébol, especie de
    personificación fantástica del bosque. Al pie del árbol se veía una hoguera, en que tres liebres asaban a
    un cazador en el asador, y detrás, en otra hoguera, una marmita humeante, de donde salía la cabeza de un
    perro.
    Nada más lúgubre que estas represalias en pintura, y en una baraja, en presencia de las hogueras que
    quemaban a los contrabandistas, y de la caldera en que se cocían los monederos falsos. Las diversas
    formas que tomaba el pensamiento en el reino del caló, hasta la canción, hasta la burla, hasta la amenaza,
    tenían este carácter impotente y humillado.
    Todas las canciones, cuya música se ha conservado alguna vez, eran humildes y lastimeras. El pigre
    se llamaba pobre pigre, y siempre es la liebre que se oculta; el ratón que se escapa, el pájaro que huye.
    Apenas reclama; se limita a suspirar; uno de sus gemidos ha llegado hasta nosotros: Mande na jabillo
    sasta Debel, o batu de manuces, asti traelar a desqueres chaboros y junelar desqueres bariches bi
    traelarse.
    El miserable, siempre que tiene tiempo de pensar, se hace pequeño ante la ley, y despreciable ante la
    sociedad: se echa boca abajo, suplica, se vuelve hacia la piedad; se conoce que sabe sus faltas.
    Hacia mediados del último siglo se verificó un cambio. Las canciones de la cárcel, los ritornelos de
    los ladrones tomaron, por decirlo así, un gesto insolente y jovial. El quejumbroso maluré fue
    reemplazado por larifla. En el siglo XVIII vuelve a encontrarse en casi todas las canciones de las galeras
    y de los presidios, une alegría diabólica y enigmática. Se oye este estribillo estridente que parece
    iluminado por una luz fosfórica, y arrojado en un bosque por un fuego fatuo, tocando el pífano:
    Mirlababi surlababo Mirliton ribonirbete Surlababi mirlababo Mirliton riboribo.
    Esto se cantaba mientras se degollaba a un hombre en una cueva o en un escondrijo del bosque.
    Síntoma grave. En el siglo XVIII, la antigua melancolía de esas tristes clases se disipa, se echan a reír,
    se burlan del gran Debel y del gran benguistano. Desde el tiempo de Luis XV le llaman el rey de Francia
    «el marqués de París». Ya están casi alegres. Una especie de ligera luz sale de estos miserables como si
    la conciencia no les pesase nada. Esas lastimeras tribus de la sombra no tienen ya solamente la audacia
    desesperada de las acciones, sino también la osadía negligente del ingenio. Indicio de que pierden el
    sentimiento de su criminalidad, y de que encuentran hasta entre los pensadores y los utopistas un apoyo,
    que desconocen ellos mismos, indicio de que el robo y el pillaje principian a infiltrarse hasta en las
    doctrinas y en los sofismas; de manera, que pierden algo de su fealdad, prestando una gran parte de ella a
    los sofismas y a las doctrinas, indicio, en fin, si no se distrae esta corriente, de que se aproxima una
    explosión prodigiosa.
    Detengámonos aquí un momento. ¿A quién acusamos? ¿Al siglo XVIII? ¿A su filosofía? No,
    ciertamente. La obra del siglo XVIII es sana y buena. Los enciclopedistas con Diderot a la cabeza; las
    fisiócratas con Turgot a la cabeza; los filósofos con Voltaire a la cabeza; los utopistas con Rousseau a la
    cabeza, son las cuatro legiones sagradas, a las cuales se debe el inmenso paso dado por la humanidad
    hacia la luz. Son las cuatro vanguardias del género humano, dirigiéndose a los cuatro puntos cardinales
    del progreso. Diderot a lo bello, Turgot a lo útil, Voltaire hacia lo verdadero, Rousseau hacia lo justo.
    Pero al lado y por bajo de los filósofos estaban los sofistas, vegetación venenosa mezclada con el
    progreso saludable, cicuta en un bosque virgen. Mientras que el verdugo quemaba en el atrio del palacio
    de Justicia los grandes libros libertadores del siglo, escritores, hoy olvidados, publicaban, con privilegio
    del rey, ciertos escritos extrañamente desorganizadores, ávidamente leídos por los miserables. Algunas
    de estas publicaciones, patrocinadas, cosa singular, por un príncipe, se encuentran en la Biblioteca
    secreta. Estos hechos profundos, pero ignorados, no eran conocidos en la superficie. Algunas veces, la
    oscuridad de un hecho constituye su peligro: es oscuro, porque es subterráneo. De todos los escritores, el
    que quizá ahondó en las masas la galería más insalubre, fue Restif de la Bretonne.
    Este trabajo, común a toda Europa, hizo más estragos en Alemania que en ninguna otra parte. En
    Alemania, durante cierto período, resumido por Schiller en su famoso drama Los Bandidos, el robo y el
    pillaje se erigían en protesta contra la propiedad y el trabajo; se asimilaban ciertas ideas elementales,
    especiosas y falsas, justas en apariencia, absurdas en realidad; se envolvían en estas ideas, desaparecían
    en ellas en cierto modo: tomaban un nombre abstracto, y pasaban al estado de teoría; y de esta manera
    circulaban entre la multitud laboriosa, paciente y honrada, sin noticia de los mismos químicos
    imprudentes que habían preparado la mistura; sin saberlo las masas que la aceptaban. Siempre que se
    verifica un hecho de este género es muy grave. El padecimiento engendra la cólera, y mientras que las
    clases prosperan, se ciegan o se adormecen, lo cual es siempre cerrar los ojos, el odio de las clases
    desgraciadas enciende su antorcha a la luz de algún ánimo tétrico o contrahecho, que sueña en un rincón, y
    con ella se pone a examinar la sociedad. ¡El examen del odio! ¡Cosa terrible!
    De aquí provienen, si la desgracia de los tiempos lo quiere, esas terribles conmociones que antes se
    llamaban jacquerías, a cuyo lado las agitaciones puramente políticas son juegos de niños, que no son ya
    la lucha del oprimido contra el opresor, sino la rebelión del malestar contra el bienestar. Todo se
    derrumba entonces.
    Las jacquerías son temblores del pueblo.
    Este peligro, inminente quizá en Europa a fines del siglo XVIII, fue el que vino a detener la revolución
    francesa, ese acto inmenso de probidad.
    La revolución francesa, que no es más que lo ideal armado de la espada, se levantó, y con el mismo
    movimiento brusco, cerró la puerta del mal, y abrió la puerta del bien.
    Desprendió la cuestión de todo lo que la oscurecía, promulgó la verdad, expulsó el miasma, sanificó
    el siglo, y coronó al pueblo.
    Puede decirse de ella que ha creado al hombre por segunda vez, dándole una segunda alma: el
    derecho.
    El siglo XIX hereda y beneficia su obra; y hoy la catástrofe social que hemos indicado hace poco, es
    simplemente imposible. Denunciarla, es ceguedad; temerla, necedad. La revolución es la vacuna de la
    jacquería.











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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 10 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Miér 18 Dic 2024, 09:19

    ***

    Gracias a la revolución, las condiciones sociales han cambiado. Las enfermedades feudales y
    monárquicas no están ya en nuestra sangre; ya no hay nada de la edad media en nuestra constitución. No
    estamos ya en aquellos tiempos en que horribles palpitaciones interiores hacían una irrupción, en que se
    oía bajo los pies el oscuro rumor de un ruido sordo, en que aparecían en la superficie de la civilización
    ciertos levantamientos de galerías secretas; en que el suelo se abría; en que se abrían las bóvedas de las
    cavernas, y se veían salir de repente de la tierra cabezas monstruosas.
    El sentido revolucionario es un sentido moral.
    El sentimiento del derecho desarrollado, desarrolla el sentimiento del deber. La ley de todos es la
    libertad, que concluye donde empieza la libertad de otro, según la admirable definición de Robespierre.
    Desde 1789, el pueblo entero se dilata en el individuo realzado; no hay ningún pobre, que teniendo su
    derecho, no tenga su rayo de luz; el hambriento siente dentro de sí mismo la honradez de Francia; la
    dignidad del ciudadano es una armadura interior; el que es libre, es escrupuloso; el que vota, reina. De
    aquí proviene la incorruptibilidad; de aquí el aborto de esas ambiciones funestas; de aquí el que los ojos
    se bajen heroicamente ante las tentaciones.
    El saneamiento revolucionario es tal, que en un día de libertad, en un 14 de julio, en un 10 de agosto,
    el primer grito de la multitud iluminada y engrandecida es: ¡Pena de muerte al ladrón! El progreso es
    honrado; lo ideal y lo absoluto no encubren nada. ¿Quien escoltó en 1848 los furgones que llevaban las
    riquezas de las Tullerías? Los traperos del arrabal de San Antonio. El harapo hizo la guardia ante el
    tesoro: la virtud hizo resplandecientes a estos haraposos. En aquellos furgones estaba, en cajas apenas
    cerradas o entreabiertas, entre cien estuches brillantes, la antigua corona de Francia, toda de diamantes,
    terminada por el carbunclo de la monarquía, es decir, por el regente, que vale treinta millones de francos.
    Con los pies descalzos guardaban aquella corona.
    Acabóse, pues, la jacquería. Lo siento por los hábiles. Con ella se va el temor que ha causado su
    último efecto, y que no podrá ya ser empleado en política; se ha roto el resorte del espectro rojo; todo el
    mundo lo sabe; el espantajo no espanta ya; los pájaros se toman familiaridades con el maniquí; los
    gorriones se posan en él; los ciudadanos se ríen de él.






    IV



    LOS DOS DEBERES: VELAR Y ESPERAR




    Siendo esto así, ¿se ha disipado todo peligro social? No. No hay ya jacquería; la sociedad puede
    estar tranquila por este lado; no se le subirá ya la sangre a la cabeza; pero medite en el modo con que
    respira. La apoplegía no es de temer, pero sí la tisis. La tisis social se llama miseria.
    Lo mismo se muere minado que aplastado.
    No nos cansaremos de repetirlo: pensar ante todo en la multitud desheredada y dolorida, consolarla,
    darle aire y luz, amarla, ensanchar magníficamente su horizonte, prodigarle la educación bajo todas sus
    formas, ofrecerle el ejemplo del trabajo, nunca el de la ociosidad, aminorar el peso de la carga
    individual, aumentando la noción del fin universal, limitar la pobreza sin limitar la riqueza, crear vastos
    campos de actividad pública y popular, tener como Briareo cien manos que tender por todas partes a los
    débiles y a los oprimidos, emplear el poder colectivo en ese gran deber de abrir talleres a todos los
    brazos, escuelas a todas las aptitudes, y laboratorios a todas las inteligencias; aumentar el salario,
    disminuir el trabajo equilibrar el deber y el haber es decir, proporcionar el goce al esfuerzo, y la
    saciedad a la necesidad; en una palabra, hacer despedir al aparato social más claridad y más bienestar en
    provecho de los que padecen y de los que ignoran; esta es, que las almas simpáticas no lo olviden, la
    primera de las obligaciones fraternales; esta es, que los corazones egoístas lo sepan, la primera de las
    necesidades políticas.
    Y sin embargo, todo esto no es más que un principio. La verdadera cuestión es esta; el trabajo no
    puede ser una ley sin ser un derecho.
    No insistimos mas, porque no es este el lugar de hacerlo.
    Si la naturaleza se llama Providencia, la sociedad debe llamarse Previsión.
    El crecimiento intelectual y moral no es menos indispensable que el mejoramiento material. La
    ciencia es un viatico, el pensamiento es de primera necesidad; la verdad es un alimento como el trigo.
    Una razón sin ciencia y sin prudencia, se enflaquece. Compadezcamos lo mismo que a los estómagos, a
    los ánimos que no comen. Si hay algo más doloroso que un cuerpo agonizante por falta de alimento, es un
    alma que muere de hambre de luz.
    El progreso tiende a la solución del problema. Llegara un día en que todo el mundo se asombre. El
    género humano, subiendo siempre, conseguirá que las capas más profundas salgan naturalmente de la
    zona de desgracia. La desaparición de la miseria se hará por una simple elevación de nivel.
    Nadie puede dudar de esta gran solución.
    Es verdad que lo pasado tiene mucha vida aun a la hora en que escribimos. Revive; y este
    rejuvenecimiento de un cadáver es una cosa sorprendente. Anda y se acerca; parece triunfante; es un
    muerto conquistador; llega con su legión, las supersticiones; con su espada, el despotismo; con su
    bandera, la ignorancia; en poco tiempo ha ganado diez batallas, avanza, amenaza, se ríe, y está a nuestras
    puertas. En cuanto a nosotros, no por eso desesperamos; vendamos el terreno donde esta acampado
    Annibal.
    Nosotros, los que creemos, ¿qué podemos temer?
    No hay retroceso en las ideas, como no lo hay en los ríos.
    Pero reflexionen los que no quieren el porvenir; diciendo no al progreso, no es el porvenir lo que
    condenan, sino a sí mismos. Se crean una enfermedad sombría; se inoculan el mal de lo pasado. No hay
    más que una manera de negarse a ser Mañana: morir.
    Pero nosotros no queremos ninguna muerte; la del cuerpo lo más tarde posible; la del alma, nunca.
    Sí, el enigma dirá su palabra; la esfinge hablará; el problema se resolverá. Sí; el pueblo, bosquejado
    por el siglo XVIII, será perfeccionado por el siglo XIX. El que lo niegue, será un idiota. La perfección
    futura, el estado próximo del bienestar universal es un fenómeno divinamente fatal.
    Los hechos humanos están regidos por inmensos empujes simultáneos que los llevan a todos, y en un
    tiempo dado, al estado lógico; es decir, al equilibrio y a la equidad. Una fuerza terrena y celestial resulta
    de la humanidad, y la gobierna; esta fuerza hace milagros; los desenlaces maravillosos no le son más
    difíciles que las peripecias extraordinarias. Auxiliada por la ciencia que viene del hombre, y por el
    suceso, que viene de otra parte, se asusta poco de esas contradicciones en el enunciado de los problemas,
    que parecen imposibilidades al vulgo. No es menos hábil para sacar una solución de la afinidad de ideas,
    que una enseñanza de la afinidad de hechos; y todo se puede esperar de ese misterioso poder del
    progreso, que el mejor día pone al Oriente frente al Occidente.en el fondo de un sepulcro, y hace hablar a
    los imanes con Bonaparte en lo interior de la gran pirámide.
    Mientras tanto, no nos paremos, no vacilemos, no nos detengamos en la grandiosa marcha de las
    inteligencias. La filosofía social es esencialmente la ciencia de la paz: tiene por objeto, y debe tener por
    resultado, disolver la cólera en el estudio del antagonismo; examina, escudriña, analiza, y después
    recompone; procede por vía de reducción, separando siempre el odio.
    Que una sociedad desaparezca ante el viento que se desencadena sobre los hombres, lo hemos visto
    más de una vez; la historia está llena de naufragios de pueblos y de imperios; costumbres, leyes,
    religiones, todo desaparece el día menos pensado ante el huracán desconocido que pasa y lo arrastra.
    Las civilizaciones de la India, de Caldea, de Persia, de Asiria, de Egipto, han desaparecido una tras
    otra. ¿Por qué? Lo ignoramos. ¿Cuales fueron las causas de esos desastres? No lo sabemos. ¿Habrían
    podido salvarse esas sociedades? ¿Fue suya la culpa? ¿Han alimentado algún vicio fatal que las ha
    perdido? ¿En qué cantidad entra el suicidio en esas muertes terribles de una nación y de una raza? Estas
    cuestiones no tienen respuesta.
    La sombra cubre las civilizaciones condenadas hacían agua, pues que se han ido a fondo; no tenemos
    más que decir. Y miramos con cierta especie de asombro, en el fondo de ese mar que se llama pasado,
    detrás de esas olas colosales que se llaman siglos, zozobrar esos inmensos buques Babilonia, Ninive,
    Tarsis, Tebas, Roma, bajo el soplo espantoso que sale de todas las bocas de tinieblas.
    Pero estas tinieblas se quedan allí; aquí tenemos luz. Ignoramos los males de las civilizaciones
    antiguas; pero conocemos las enfermedades de la nuestra; en todas partes tenemos sobre ella el derecho
    de la luz; contemplamos sus bellezas, y ponemos al descubierto sus deformidades. Donde tiene un dolor,
    le sondeamos; y consignado el padecimiento, el estudio de la causa nos lleva al descubrimiento del
    remedio. Nuestra civilización, obra de veinte siglos, es a un tiempo un monstruo y un prodigio; y vale
    bien la pena de que la salvemos. Y será salvada. Consolarla, es ya mucho; iluminarla, es algo más. Todos
    los trabajos de la filosofía social moderna deben dirigirse hacia este punto. El pensador moderno tiene un
    gran deber: auscultar la civilización.
    Lo repetimos: esta auscultación es un estímulo; y con esta insistencia en el estímulo queremos
    concluir estas páginas, entreacto austero de un drama doloroso. Bajo la mortalidad social se descubre la
    inmortalidad humana. Porque el globo tenga aquí y allí esas heridas que se llaman cráteres, y esas herpes
    llamadas solfataras; porque donde haya un volcán que se abra y arroje su pus, el globo no muere. Los
    males del pueblo no matan al hombre.
    Y Sin embargo, el que estudia la clínica social tiembla a cada momento. Los más fuertes, como los
    más sensibles, como los más lógicos, tienen sus horas de desfallecimiento.
    ¿Llegará el porvenir? Parece que casi es posible hacer esta pregunta cuando se descubren tantas
    sombras terribles, tan oscuras faces entre los egoístas y los miserables; en los egoístas, las
    preocupaciones, las tinieblas de una educación rica, el apetito aumentado por la embriaguez, un
    aturdimiento de prosperidad que asombra, el temor de padecer, que en algunos llega hasta la aversión
    hacia los que padecen, una satisfacción implacable, el yo tan hinchado que cierra las puertas del alma; en
    los miserables, la ambición, la envidia, el odio, que proviene de ver gozar a los demás, las profundas
    sacudidas de la fiera humana hacia la saciedad del apetito, corazones llenos de bruma, la tristeza, la
    fatalidad, la necesidad, la ignorancia simple e impura.
    ¿Debemos continuar elevando los ojos al cielo? ¿El punto luminoso que en él se distingue es de los
    que se apagan? Es muy terrible ver así lo ideal perdido en las profundidades, pequeño, aislado,
    imperceptible, brillante, pero rodeado de todas esas grandes amenazas negras, monstruosamente
    amontonadas en su derredor. Sin embargo, no hay más peligro que el que corre una estrella en boca de
    una nub






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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 10 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Miér 18 Dic 2024, 09:22

    ***

    LIBRO OCTAVO



    EL ENCANTO Y LA DESOLACIÓN





    I


    PLENA LUZ





    El lector habrá comprendido que Éponine, después de ver a través de la verja al habitante de la calle
    Plumet, adonde la había enviado la Magnon, había empezado por apartar a los bandidos de la calle
    Plumet, y luego había llevado allí a Marius, y después de varios días de éxtasis delante de esta verja,
    Marius, llevado por esa fuerza que arrastra al hierro hacia el imán, y al enamorado hacia las piedras de
    que está hecha la casa de la que ama, había acabado por entrar en el jardín de Cosette, como Romeo en el
    jardín de Julieta. Pero le había sido más fácil que a Romeo, porque éste tuvo que escalar una pared y
    Marius no tuvo más que forzar un poco los barrotes de la verja decrépita que vacilaba en su alvéolo
    enmohecido como los dientes de los viejos. Marius era delgado y pasó por allí fácilmente.
    Como no había nunca nadie en la calle, y además Marius no penetraba en el jardín más que de noche,
    no corría el riesgo de ser visto.
    A partir de la hora bendita y santa en que un beso unió dos almas, Marius fue allí todas las noches. Si
    en aquel momento de su vida Cosette se hubiera enamorado de un hombre poco escrupuloso y libertino,
    habría estado perdida; pues hay naturalezas generosas que se entregan, y Cosette era una de ellas. Una de
    las magnanimidades de la mujer es ceder. El amor, en esa altura en que es absoluto, provoca una especie
    de celestial ceguera del pudor. ¡Pero cuántos peligros corréis, almas nobles! A menudo, dais el corazón,
    pero nosotros tomamos el cuerpo. Vuestro corazón os queda, y lo miráis en la sombra temblando. El amor
    no tiene término medio, o pierde o salva. Todo el destino humano está encerrado en este dilema. Este
    dilema, pérdida o salvación, no lo plantea tan inexorablemente ninguna fatalidad como el amor. El amor
    es la vida, si no es la muerte. Cuna; féretro también. El mismo sentimiento dice sí y no en el corazón
    humano. De todas las cosas que Dios ha hecho, el corazón humano es el que desprende más luz, pero
    también más sombra.
    Dios quiso que el amor que encontró Cosette fuese uno de esos amores que salvan.
    Mientras duró el mes de mayo de aquel año de 1832, hubo todas las noches, en aquel pobre jardín
    silvestre, bajo el follaje cada día más embalsamado y más espeso, dos seres compuestos de todas las
    castidades y de todas las inocencias, desbordando de todas las felicidades del cielo; más cercanos a los
    arcángeles que a los hombres, puros, honestos, embriagados, radiantes, que brillaban uno para el otro en
    las tinieblas. Parecíale a Cosette que Marius tenía una corona, y a Marius que Cosette tenía un nimbo. Se
    tocaban, se miraban, se tomaban las manos, se apretaban uno contra otro, pero había una distancia que no
    atravesaban; y no era que la respetasen, sino que la ignoraban. Marius tenía una barrera, la pureza de
    Cosette, y Cosette tenía un apoyo, la lealtad de Marius. El primer beso había sido también el último.
    Marius, después, no había hecho más que rozar la mano con sus labios, o el vestido, o un bucle de los
    cabellos de Cosette. Cosette era para él un perfume, y no una mujer. La respiraba. Ella no negaba nunca, y
    él nada pedía. Cosette era feliz, y Marius estaba satisfecho. Vivían en ese feliz estado que podría
    llamarse el deslumbramiento de un alma por otra alma. Era el inefable primer abrazo de dos virginidades
    en el ideal. Dos cisnes se encontraban en el Jungfrau.
    En aquella hora del amor, hora en que el deleite se calla absolutamente bajo el poder del éxtasis,
    Marius, el puro y seráfico Marius, hubiese sido capaz de subir a la habitación de una prostituta antes que
    de levantar la punta del vestido de Cosette a la altura del tobillo. Una vez, a la luz de la luna, Cosette se
    inclinó para recoger algo del suelo, su corpiño se entreabrió y dejó al descubierto el nacimiento del
    cuello. Marius desvió la mirada.
    ¿Qué pasaba entre aquellos dos seres?
    Nada. Se adoraban.
    Por la noche, cuando estaban allí, el jardín parecía un lugar vivo y sagrado. Todas las flores se abrían
    a su alrededor y les enviaban perfumes, y ellos abrían sus almas y las derramaban sobre las flores. La
    vegetación, lasciva y vigorosa, se estremecía llena de savia y de alegría en torno a aquellos dos
    inocentes, y ellos se decían palabras de amor que hacían estremecer los árboles.
    ¿Qué eran esas palabras? Soplos, nada más. Esos murmullos bastaban para turbar y conmover toda
    aquella naturaleza. Poder mágico que apenas se podría comprender si se leyesen en un libro esas
    conversaciones, nacidas para ser arrastradas y disipadas como el humo por el viento bajo las hojas.
    Quitad a los murmullos de dos amantes la melodía que sale del alma, y que los acompaña como una lira,
    y lo que queda no es más que sombra. ¿No es más que eso? Sí, niñerías, repeticiones, risas por nada,
    inutilidades, tonterías, todo lo que hay en el mundo de más sublime y profundo. ¡Las únicas cosas que
    merecen ser dichas y ser escuchadas!
    El hombre que no ha escuchado ni pronunciado nunca esas tonterías, esas pequeñeces, es un imbécil,
    un hombre ruin.
    Cosette decía a Marius:
    —¿Sabes…?
    (A través de esta celeste virginidad, y sin que les fuese posible ni a uno ni a otro decir cómo, se
    trataban de tú.)
    —¿Sabes? Me llamo Euphrasie.
    —¿Euphrasie? No, te llamas Cosette.
    —¡Oh! Cosette es un nombre muy feo que me pusieron cuando era niña. Pero mi verdadero nombre es
    Euphrasie. ¿No te gusta este nombre?
    —Sí… Pero Cosette no es feo.
    —¿Le gusta más que Euphrasie?
    —Pues… Sí.
    —Entonces a mí también me gusta más. Es verdad, es bonito, Cosette. Llámame Cosette.
    Y la sonrisa con que acompañaba estas palabras hacía del diálogo un idilio digno de un bosque que
    estuviera en el cíelo.
    Otra vez, ella le miraba lijamente y exclamaba:
    —Caballero, sois hermoso, muy guapo, tenéis talento, no sois tonto del todo, sois mucho más sabio
    que yo, pero os desalío con esto: ¡te amo!
    Y Marius, volando por los espacios celestes, creía oír una estrofa cantada por una estrella.
    O bien ella le daba un golpecito porque tosía, y le decía:
    —No tosáis, caballero. No quiero que en mi casa se tosa sin mi permiso. Es muy feo eso de toser e
    inquietarme. Quiero que estés bien, porque si estuvieras mal, yo sería muy desgraciada. ¿Qué haría yo?
    Y aquello era algo divino.
    Una vez Marius dijo a Cosette:
    —Figúrate que una vez creí que te llamabas Ursule.
    Y esto les hizo reír toda la noche.
    En medio de otra conversación, exclamó Marius:
    —¡Oh! Un día en el Luxemburgo, tuve deseos de acabar de estropear a un inválido.
    Pero se detuvo en seco, y no fue más allá. Hubiera sido preciso hablar a Cosette de la liga, y esto era
    imposible. Había entre ellos una especie de barrera desconocida, la carne, ante la cual retrocedía con
    cierto temor sagrado aquel amor inocente.
    Marius se figuraba que esto era vivir con Cosette, y que ya no había nada más en el mundo; ir todas
    las noches a la calle Plumet, separar el complaciente hierro de la verja del presidente, sentarse junto a
    ella en aquel banco, mirar a través de los árboles el centelleo del principio de la noche, poner en
    contacto el pliegue de la rodilla de su pantalón con la falda de Cosette, acariciarle la uña del pulgar,
    decirle tú, respirar uno después de otro el perfume de la misma flor, por siempre, indefinidamente.
    Pero mientras tanto las nubes pasaban sobre sus cabezas. Siempre que sopla el viento, arrastra más
    sueños del hombre que nubes del cielo.
    Aquel casto amor, casi esquivo, no rechazaba absolutamente la galantería. «Hacer cumplidos» a la
    que se ama es la primera manera de hacer caricias, es un ensayo de audacia. El cumplido es como un
    beso a través de un velo. La voluptuosidad envuelve en él su germen, ocultándose. Delante del deleite, el
    corazón retrocede para amar mejor. Las zalamerías de Marius, saturadas todas de quimera, eran, por
    decirlo así, celestes. Los pájaros, cuando vuelan allí arriba al lado de los ángeles, deben oír muchas de
    esas palabras. En ellas, no obstante, ponía Marius la vida, la humanidad, toda la cantidad de positivismo
    de que era capaz. Eran lo que se diría en la gruta, el preludio de lo que se diría en la alcoba; una efusión
    lírica, la estrofa y el soneto mezclados, las gentiles hipérboles del arrullo; todos los refinamientos de la
    adoración colocados en un ramillete y exhalando un sutil perfume celeste, un inefable murmullo de
    corazón a corazón.
    —¡Oh! —murmuraba Marius—. ¡Qué hermosa eres! No me atrevo a mirarte. Por eso te contemplo.
    Eres una gracia. No sé lo que tengo. El borde de tu vestido, cuando asomas la punta del pie, me trastorna.
    ¡Y qué resplandor desprendes cuando se entreabre tu pensamiento! Siempre hablas con razón. A veces me
    parece que eres un sueño. Habla, te escucho, te admiro. ¡Oh, qué raro y encantador es todo esto! Sois
    adorable, señorita. Estudio tus pies con el microscopio, y tu alma con el telescopio.
    Y Cosette respondía:
    —Te amo un poquito más, por todo el tiempo que ha pasado desde esta mañana.
    Preguntas y respuestas iban sucediéndose en este diálogo, cayendo siempre sobre el amor, como las
    figurillas de saúco sobre el clavo.
    Toda la persona de Cosette era sencillez, ingenuidad, transparencia, blancura, candor, luz. Podía
    decirse de ella que era clara. Causaba a quien la veía una sensación como de abril y aurora. Había rocío
    en sus ojos. Cosette era la condensación de luz de la aurora en forma de mujer.
    Era una cosa muy natural, que Marius, adorándola, la admirase. Pero la verdad es que aquella
    pequeña pensionista, tierna flor del convento, hablaba con una penetración exquisita, y decía a veces toda
    clase de cosas verdaderas y delicadas. Su charla era conversación; no se engañaba en ningún asunto, y
    veía siempre lo justo. La mujer siente y habla con el tierno instinto del corazón, que es infalible. Nadie
    como una mujer sabe decir cosas a la vez dulces y profundas. La dulzura y la profundidad constituyen la
    mujer; ahí está todo el cielo.
    En esta plena felicidad, les asomaban a cada instante lágrimas a los ojos. Un insectillo aplastado, una
    pluma caída, una rama de árbol rota, los estremecía, y su éxtasis, dulcemente impregnado de melancolía,
    parecía que no pedía más que llorar. El síntoma más grande del amor es un estremecimiento casi
    insoportable algunas veces.
    Y además —todas estas contradicciones son el juego de los relámpagos amorosos—, se reían
    espontáneamente y con gran libertad, tan familiarmente que a veces parecían dos niños. Sin embargo, aun
    ignorándolo, en aquellos corazones que rebosaban castidad, la naturaleza inolvidable está siempre
    presente. Está presente con su objeto brutal y sublime, y cualquiera que sea la inocencia de las almas,
    siempre se siente en la conversación íntima más púdica el adorable y misterioso matiz que separa una
    pareja de amantes de un par de amigos.
    Se idolatraban.
    Lo permanente y lo inmutable subsisten. Los amantes se aman, se sonríen, se ríen, se hacen pequeñas
    muecas con los labios, entrelazan los dedos de la mano, se tutean, y todo esto no se opone a la eternidad.
    Dos amantes se esconden por la noche, en el crepúsculo, en lo invisible, con los pájaros, con las rosas;
    se fascinan uno a otro en la sombra, con los corazones puestos en sus ojos; murmuran, cuchichean, y
    mientras tanto el grandioso movimiento de los astros surca el infinito.




    II



    EL ATURDIMIENTO DE LA FELICIDAD COMPLETA



    Existían vagamente, asombrados de felicidad. No habían observado el cólera que diezmaba París
    precisamente en aquel mes. Se habían hecho todas las confidencias posibles, pero no habían pasado más
    allá de sus nombres. Marius había dicho a Cosette que era huérfano, que se llamaba Marius Pontmercy,
    que era abogado, que vivía de escribir para los libreros, que su difunto padre era coronel, que era un
    héroe, y que él, Marius, estaba reñido con su abuelo, que era rico. Le había dicho también que era barón,
    pero esto no había causado efecto alguno en Cosette. ¿Marius barón? No lo comprendía. No sabía lo que
    quería decir aquella palabra. Marius era Marius.
    Ella, por su parte, le había confiado que había sido educada en el convento del Petit-Picpus, que su
    madre había muerto como la de él, que su padre se llamaba Fauchelevent, que era muy bueno, que daba
    mucha limosna a los pobres, pero que él mismo era pobre, y que se privaba de todo, no privándole a ella
    de nada.
    Cosa extraña, en la especie de sinfonía en que vivía Marius desde que veía a Cosette, lo pasado, aun
    lo más reciente, se había hecho para él tan confuso y lejano que lo que Cosette le contaba le satisfizo
    plenamente. No pensó siquiera en hablarle de la aventura nocturna del caserón de los Thénardier, de la
    quemadura, ni de la extraña actitud y singular huida de su padre. Marius había olvidado
    momentáneamente todo aquello; no sabía por la noche ni lo que había hecho por la mañana, ni dónde
    había almorzado, ni quién le había hablado; tenía cánticos en los oídos, que le hacían sordo a cualquier
    pensamiento, no existía más que en las horas en las que veía a Cosette. Entonces, como estaba en el cielo,
    era natural que olvidase la tierra. Ambos llevaban con languidez el peso indefinible de los deleites
    inmateriales. Así viven esos sonámbulos a los que se llama enamorados.
    ¡Ah! ¿Quién no ha pasado por estas cosas? ¿Por qué llega una hora en que se sale de este cielo, y por
    qué la vida continúa después?
    Amar casi reemplaza el pensar. El amor es un ardiente olvido del resto. No pidáis pues lógica a la
    pasión. No hay encadenamiento lógico absoluto en el corazón humano, lo mismo que no hay figura
    geométrica perfecta en la mecánica celeste. Para Cosette y Marius no existía nada más que Marius y
    Cosette. El universo, a su alrededor, había caído en un hoyo. Vivían en un minuto de oro. No tenían nada
    delante ni nada detrás. Marius apenas pensaba en que Cosette tenía padre. En su cerebro había algo
    semejante a un deslumbramiento que todo lo borra. ¿De qué hablaban, pues, aquellos amantes? Ya lo
    hemos dicho: de las flores, de las golondrinas, del sol poniente, de la salida de la luna, de todas las cosas
    importantes. Se lo habían dicho todo, excepto todo. El todo de los enamorados, que es la nada. Pero el
    padre, las realidades, el chiribitil, los bandidos, aquella aventura, ¿qué importaban? ¿Estaban seguros de
    que había existido aquella pesadilla? Eran dos, se adoraban, y no había nada más que eso. Todo lo demás
    no existía. Es probable que ese desvanecimiento del infierno detrás de nosotros sea inherente a la llegada
    al paraíso. ¿Acaso se han visto los demonios? ¿Los ha habido? ¿Se ha tenido miedo? ¿Se ha padecido?
    Ya no se sabe; todo esto lo cubre una nube rosada.
    Así vivían pues aquellos dos seres, en una gran altura, con toda la inverosimilitud que hay en la
    naturaleza; ni en el nadir, ni en el cénit, entre el hombre y el serafín, por encima del fango, debajo del
    éter, en la nube; apenas se descubría que eran carne y hueso; eran almas y éxtasis, de los pies a la cabeza;
    demasiado sublimes ya para andar por la tierra, pero aún con bastante humanidad para desaparecer en el
    azul, en suspensión, como átomos que esperan el precipitado; en apariencia, fuera del destino; ignorando
    la miseria de ayer, hoy y mañana; maravillados, pasmados, flotantes; aligerados por momentos para la
    desaparición en el infinito, casi dispuestos a emprender el vuelo eterno.
    Dormían despiertos en aquel arrullo. ¡Oh, letargo espléndido de lo real borrado por lo ideal!
    Algunas veces, aunque Cosette fuera muy hermosa, Marius cerraba los ojos delante de ella. Con los
    ojos cerrados es como mejor se ve el alma.
    Marius y Cosette no se preguntaban adonde irían a parar. Se miraban como ya hubieran llegado. Es
    una extraña hombre el querer que el amor lo lleve a alguna parte.












    CONT
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    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 10 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Miér 18 Dic 2024, 09:24

    ***

    III



    PRINCIPIO



    Jean Valjean por su parte no sospechaba nada.
    Cosette, un poco menos soñadora que Marius, estaba alegre, y aquello bastaba a Jean Valjean para ser
    feliz. Los pensamientos de Cosette, sus tiernas preocupaciones, la imagen de Marius que le llenaba el
    alma, no perjudicaban en nada a la pureza incomparable de su hermosa frente casta y sonriente. Se
    encontraba en la edad en que la virgen lleva su amor como el ángel la azucena. Jean Valjean estaba, pues,
    tranquilo. Y además, cuando dos amantes se entienden, todo va bien, y cualquiera que pueda turbar su
    amor está ciego a causa de un pequeño número de precauciones, siempre las mismas para todos los
    enamorados… Así, Cosette nunca hacía objeciones a Jean Valjean. ¿Quería pasear? Sí, padre mío.
    ¿Quería quedarse? Muy bien. ¿Deseaba pasar la velada al lado de Cosette? Ella lo celebraba. Como Jean
    Valjean se retiraba siempre a las diez de la noche, Marius no iba al jardín hasta después de esa hora,
    cuando oía desde la calle que Cosette abría la puerta-ventana de la escalinata. No hay que decir que de
    día Marius no aparecía por allí. Jean Valjean no se acordaba ya ni de que existía tal hombre. Sólo una
    vez, una mañana, le dijo a Cosette:
    —¡Vaya, cómo tienes la espalda de yeso!
    La noche anterior, Marius en un momento de transporte, había oprimido a Cosette contra la pared.
    La vieja Toussaint, que se acostaba temprano, no pensaba más que en dormir, una vez terminadas sus
    tareas, y lo ignoraba todo, como Jean Valjean.
    Marius no ponía nunca los pies en la casa. Cuando estaba con Cosette, se ocultaban en una rinconada,
    cerca de la escalinata, con el fin de no ser vistos ni oídos desde la calle, y se sentaban allí, contentándose
    muchas veces con apretarse las manos veinte veces por minuto, contemplando las ramas de los árboles.
    En aquellos instantes, aunque hubiera caído un rayo a treinta pasos de ellos, ni lo habrían sospechado, de
    tal modo absorbía cada uno el profundo pensamiento del otro.
    ¡Pureza límpida! Horas diáfanas, casi todas iguales. Esta clase de amor es un conjunto de hojas de
    azucena y de plumas de paloma.
    Toda la anchura del jardín los separaba de la calle. Cada vez que Marius entraba y salía, ajustaba
    cuidadosamente el barrote de la verja, con el fin de que no se notara nada.
    Se iba habitualmente hacia medianoche, y regresaba a casa de Courfeyrac. Courfeyrac decía a
    Bahorel:
    —¿Lo creerás? Marius sé retira ahora a la una de la madrugada.
    Bahorel respondía:
    —¿Y qué quieres? Hay siempre un petardo en un seminarista.
    Algunas veces, Courfeyrac cruzaba los brazos, y poniéndose serio, decía a Marius:
    —¡Perdido estáis, joven!
    Courfeyrac, hombre práctico, no veía con buenos ojos este reflejo de un paraíso invisible en Marius;
    conocía muy poco las pasiones inéditas, se impacientaba, y hacía frecuentes reflexiones a Marius para
    que volviese a lo real.
    Una mañana le dirigió esta pregunta:
    —Querido, creo que vives en el reino de la luna, reino de ensueño, provincia de ilusión, capital
    Pompa de Jabón. Veamos, sé buen chico, ¿cómo se llama ella?
    Pero nada podía «hacer hablar» a Marius. Antes le hubieran arrancado las uñas que una de las tres
    sílabas sagradas que componían el inefable nombre de Cosette. El amor verdadero es luminoso como la
    aurora y silencioso como la tumba. Courfeyrac sólo había notado en Marius que tenía una taciturnidad
    esplendente.
    Durante aquel suave mes de mayo, Marius y Cosette conocieron estas inmensas dichas: enfadarse y
    tratarse de vos, sólo para tratarse después de tú con más placer; hablar largamente, y con los más
    minuciosos detalles, de gentes que no les interesaban en absoluto; nueva prueba de que en esta seductora
    ópera que se llama amor el libreto no es casi nada; para Marius, oír a Cosette hablar de trapos; para
    Cosette, escuchar a Marius hablar de política; oír, con las rodillas juntas, el ruido de los coches que
    pasaban por la calle de Babylone; contemplar el mismo planeta en el cielo, o el mismo gusano de luz en
    la tierra; callarse a un tiempo; placer mayor aún que el de hablar; etc., etc.
    Sin embargo, se aproximaban diversas complicaciones.
    Una noche que Marius iba a la cita por el bulevar de los Inválidos, con la cabeza inclinada, como de
    costumbre, al volver la esquina de la calle Plumet oyó decir a su lado:
    —Buenas noches, señor Marius.
    Alzó la cabeza y reconoció a Éponine.
    Aquello le produjo un efecto singular. No había vuelto a pensar ni una sola vez en aquella muchacha,
    desde el día en que le había acompañado a la calle Plumet; no la había vuelto a ver, y se había borrado
    por completo de su memoria. No tenía más que motivos de agradecimiento para con ella, y le debía su
    felicidad presente, y sin embargo le resultaba molesto encontrarla.
    Es un error creer que la pasión cuando es feliz es pura y conduce al hombre a un estado de
    perfección; simplemente le lleva, como hemos dicho, a un estado de olvido. En esta situación, el hombre
    se olvida de ser malo, pero se olvida también de ser bueno. El agradecimiento, el deber, los recuerdos
    esenciales e importunos se desvanecen. En cualquier otro tiempo Marius habría sido distinto con
    Éponine. Absorbido por Cosette ni siquiera se había hecho cargo claramente de que aquella Éponine se
    llamaba Éponine Thénardier, y que llevaba un nombre escrito en el testamento de su padre, el mismo
    nombre por el que se hubiera sacrificado generosamente algunos meses antes. Mostramos a Marius tal
    como era. Hasta el nombre de su padre desaparecía de su alma bajo el esplendor de su amor.
    Respondió con algún embarazo:
    —Ah, vos, Éponine.
    —¿Por qué me tratáis de vos? ¿Os he hecho algo?
    —No —respondió el joven.
    Es cierto, nada tenía contra ella. Todo lo contrario. Pero sentía que no podía obrar de otro modo. Si
    trataba de tú a Cosette, debía tratar de vos a Éponine.
    Como Marius callaba, ella exclamó:
    —Decid, pues…
    Y se detuvo. Parecía que le faltaban palabras a aquella criatura que había sido tan despreocupada y
    tan atrevida. Trató de sonreír y no pudo, y bajó los ojos.
    —Buenas noches, señor Marius —dijo bruscamente, y se fue.




    V



    CAB EN INGLÉS, Y TAMBORÚ EN CALÓ




    El día siguiente era 3 de junio, el 3 de junio de 1832, fecha que es preciso consignar a causa de los
    acontecimientos graves que estaban suspendidos sobre el horizonte de París, en estado de nubes
    cargadas. Marius, al caer la noche, seguía el mismo camino que la víspera, con los mismos pensamientos
    placenteros en el corazón, cuando vio entre los árboles del bulevar a Éponine, que se dirigía hacia él.
    Dos días seguidos de encuentro eran demasiados. Se volvió rápidamente, salió del bulevar, cambió de
    camino y se fue a la calle Plumet por la calle de Monsieur.
    Éponine le siguió hasta la calle Plumet, cosa que hacía por primera vez. Se había contentado hasta
    entonces con verle al pasar por el bulevar, sin tratar de encontrarle. Solamente la víspera le había
    hablado.
    Éponine le siguió, sin que él lo sospechara. Le vio apartar el barrote de la verja y deslizarse hacia el
    jardín.
    «¡Vaya! —se dijo—. ¡Entra en la casa!»
    Se aproximó a la verja, tanteó los hierros uno tras otro y reconoció al fin fácilmente el que Marius
    había apartado.
    Entonces murmuró a media voz, con acento lúgubre:
    —¡Nada de esto, Lisette!
    Se sentó en el estribo de la verja, al lado del barrote, como si lo vigilara. Era precisamente el punto
    donde el extremo de la verja tocaba la pared vecina. Había allí un ángulo oscuro, en el que Éponine
    desaparecía enteramente.
    Permaneció así más de una hora, sin moverse ni respirar, entregada a sus ideas.
    Hacia las diez de la noche, una de las pocas personas que paseaban por la calle Plumet, un viejo
    burgués que se había retrasado, caminaba apresuradamente por aquel sitio desierto y de mala fama,
    costeando la verja del jardín; al llegar al ángulo que ésta formaba con la pared, oyó una voz sorda y
    amenazadora que decía:
    —¡No me sorprende que venga todas las noches!
    El transeúnte miró a su alrededor, no vio a nadie, no se atrevió a mirar a aquel oscuro rincón, y sintió
    miedo. Redobló el paso.
    Aquel hombre hizo bien en marcharse, pues pocos momentos después, seis más que andaban
    separados y a corta distancia unos de otros a lo largo de la pared, y que hubieran podido confundirse con
    una patrulla de policía, entraron en la calle Plumet.
    El primero que llegó junto a la verja del jardín, se detuvo y esperó a los demás; un segundo más
    tarde, estaban los seis reunidos.
    Aquellos hombres se pusieron a hablar en voz baja.
    —Es aquí —dijo uno de ellos,
    —¿Hay algún cab
    [428] en el jardín? —preguntó otro.
    —No lo sé. En todo caso, he acabelado
    [429] una bolita que le haremos jamelar
    [430]
    .
    —¿Llenes pasta para, romper la clariosa?
    [431]
    —Sí
    —La verja es vieja —dijo el quinto, que tenía voz de ventrílocuo.
    —Tanto mejor —dijo el segundo que había hablado—. No goleará
    [432] bajo la sorda
    [433]
    , y no costará
    tanto ciselarla
    [434]
    .
    El sexto, que no había abierto aún la boca, se puso a examinar la verja como había hecho Éponine una
    hora antes, empuñando sucesivamente cada barra, y moviéndolas con precaución. Así llegó al hierro que
    Marius solía apartan Cuando iba a cogerlo, una mano que salió bruscamente de la sombra le agarró el
    brazo; al mismo tiempo se sintió empujado por el pecho, y oyó una voz que decía sin gritar:
    —Hay un cab.
    Al mismo tiempo, vio a una joven pálida en pie delante de él.
    El hombre sintió esa conmoción que produce siempre lo inesperado. Quedóse horriblemente
    estupefacto; no hay nada más horrible que las fieras inquietas; su aspecto atemorizado es temible,
    Retrocedió y murmuró:
    —¿Quién es esta pícara?
    —Vuestra hija.
    En efecto, era Éponine, que había detenido a Thénardier.
    Ante la aparición de Éponine, los otros cinco, es decir, Claquesous, Gueulemer, Babet, Montparnasse
    y Brujon, se habían acercado sin ruido, sin precipitación, sin decir una palabra, con la lentitud propia de
    aquellos hombres nocturnos.
    Llevaban algunos repugnantes útiles en la mano. Gueulemei tenía una de estas pinzas cortas que los
    vagos llaman tenaza.
    —¡Ah! ¿Qué haces aquí? ¿Qué quieres de nosotros? ¿Estás loca? —exclamó Thénardier, gritando
    todo lo que se puede chillar en voz baja—. ¿Quieres impedirnos acaso trabajar?
    Éponine se echó a reír, y saltó a su cuello.
    —Estoy aquí, padrecito mío, porque estoy aquí. ¿No me es permitido sentarme sobre las piedras
    ahora? Vos sois el que no habéis de estar aquí. ¿Qué venís a hacer si esto es un bizcocho? Ya se lo dije a
    la Magnon. No hay nada que hacer aquí. ¡Pero abrazadme, mi querido padre! ¡Cuánto tiempo hace que no
    os había visto! ¿Estáis ya fuera?
    Thénardier trató de librarse de los brazos de Éponine, y murmuró:
    —Está bien. Tú me has abrazado ya. Sí, estoy fuera. No estoy dentro. Ahora vete.
    Pero Éponine no le soltaba, y redoblaba sus caricias.
    —Padrecito, ¿cómo lo habéis hecho? Es preciso que tengáis mucho ingenio para haber salido de allí.
    ¡Contádmelo! ¿Y mi madre? ¿Dónde está mi madre? Dadme noticias de mi mamá.
    Thénardier respondió:
    —Está bien, no sé, déjame, te digo que te vayas.
    —No quiero irme ahora —dijo Éponine con un melindre de niña mimada—. Me despedís, cuando
    hace cuatro meses que no os he visto, y cuando apenas he tenido tiempo de abrazaros.
    Y volvió a echar los brazos al cuello de su padre.
    —¡Ah! ¡Vaya! ¡Es estúpida! —dijo Babet.





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    Mensaje por Maria Lua Miér 18 Dic 2024, 09:27

    ***
    —¡Apresurémonos! —dijo Gueulemer—. Pueden pasar los corchetes.
    La voz del ventrílocuo soltó estos versos:
    No hay nadie que digaya papá ni mamá.
    Éponine se volvió hacia los cinco bandidos.
    —¡Vaya!, el señor Brujon. Buenos días, señor Babet. Buenos días, señor Claquesous. ¿No me
    reconocéis, señor Gueulemer? ¿Cómo estáis, Montparnasse?
    —Sí, se acuerdan de ti —dijo Thénardier—. Pero, buenos días, buenas noches y largo. Déjanos
    tranquilos.
    —Es la hora de los lobos, y nó la de las gallinas —dijo Montparnasse.
    —Ya ves que tenemos que maquilar
    [435] aquí —añadió Babet.
    Éponine le cogió la mano a Montparnasse.
    —¡Ten cuidado! —dijo éste—. Te vas a cortar; tengo un churí
    [436] abierto.
    —Mi querido Montparnasse —respondió Éponine dulcemente—, es preciso tener confianza en las
    personas. Yo soy la hija de mi padre. Señor Babet, señor Gueulemer, yo me he encargado de explorar este
    negocio.
    Es de notar que Éponine no hablaba en argot. Desde que conocía a Marius, aquella terrible lengua se
    le había hecho imposible.
    Apretó con su pequeña mano huesuda y débil, como la mano de un esqueleto, los gruesos dedos de
    Gueulemer, y continuó:
    —Ya sabéis que no soy tonta. Casi siempre me creéis; os he prestado servicios algunas veces. Pues
    bien, me he informado, y os expondréis inútilmente. Ya veis. Os juro que no hay nada que hacer en esta
    casa.
    —Sólo hay mujeres —dijo Gueulemer.
    —No. Los inquilinos se han mudado.
    —¡Las luces no se han mudado! —dijo Babet.
    Y señaló a Éponine, a través de la copa de los árboles, una luz que se paseaba por la buhardilla del
    pabellón. Era Toussaint, que no estaba en la cama porque tenía que poner la ropa blanca a secar.
    Éponine apeló a un último recurso.
    —Pues bien —dijo—, esta gente es muy pobre; sólo tienen una barraca donde no hay un sueldo.
    —¡Vete al diablo! —exclamó Thénardier—. Cuando hayamos registrado la casa te diremos lo que
    hay dentro, y si son calés, lúas, o duqueles
    [437]
    .
    Y la empujó para entrar.
    —Mi buen amigo señor Montparnasse —dijo Éponine—. Os lo ruego, vos que sois buen muchacho,
    no entréis.
    —Ten cuidado, que te vas a cortar —replicó Montparnasse.
    Thénardier continuó con su acento resuelto:
    —Lárgate, mujer, y deja que los hombres hagan sus negocios.
    Éponine soltó la mano de Montparnasse, que había vuelto a coger, y dijo:
    —¿Así, pues, queréis entrar en esta casa?
    —Algo hay de esto —dijo el ventrílocuo burlándose.
    Entonces ella se apoyó en la verja, hizo frente a los seis bandidos armados hasta los dientes y a
    quienes la oscuridad prestaba rostro de demonios, y dijo con una voz firme y baja:
    —Pues bien, yo no quiero.
    Ellos se detuvieron estupefactos. El ventrílocuo, no obstante, acabó su burla. Ella continuó:
    —¡Amigos, escuchadme bien! Esto no lo haréis. Ahora hablo yo. Si entráis en este jardín, si tocáis
    esta verja, grito, llamo a las puertas, despierto a todo el mundo, y os hago prender a los seis, llamando a
    los agentes de policía.
    —Y lo haría —dijo Thénardier en voz baja a Brujon, y al ventrílocuo.
    Ella sacudió la cabeza, y añadió:
    —¡Empezando por mi padre!
    Thénardier se acercó:
    —¡No tan cerca, buen hombre! —dijo Éponine.
    Él retrocedió, murmurando entre dientes:
    —Pero ¿qué es lo que tiene? —Y añadió—: ¡Perra!
    Ella se puso a reír de un modo terrible.
    —Como queráis, pero no entraréis. No soy la hija de un perro, puesto que soy hija de lobo. Sois seis,
    ¿y qué me importa? Sois hombres. Pues bien, yo soy una mujer. No me dais miedo. Os digo que no
    entraréis en esta casa, porque no quiero. Si os acercáis, ladro. Os lo he dicho, el cab soy yo. ¡Me estáis
    fastidiando! ¡Id adonde queráis, pero no vengáis aquí, os lo prohíbo! Vosotros a puñaladas, y yo a
    zapatazos, me da igual. Avanzad, pues.
    Y dio un paso hacia los bandidos; estaba espantosa y se echó a reír.
    —¡Pardiez! No tengo miedo. Este verano pasaré hambre, y este invierno tendré frío. ¡Serán brutos
    estos hombres al creer que inspiran miedo a una mujer! ¿De qué? ¿Miedo? ¡Ah, sí, vaya! ¿Porque tenéis
    ladronas por queridas, que se esconden debajo de la cama cuando ahuecáis la voz? ¿Por eso? ¡Yo no
    tengo miedo de nada! —Y mirando fijamente a Thénardier, añadió—: ¡Ni aun de vos, padre!
    Luego paseó sobre los bandidos sus sangrientos ojos de espectro, y prosiguió:
    —¡Qué me importa que me recojan mañana del suelo de la calle Plumet, asesinada a puñaladas por
    mi padre, o que me encuentren dentro de un año entre las redes de Saint-Cloud, o en la isla de los Cisnes,
    en medio de viejos tapones de corcho podridos y de perros ahogados!
    Le fue preciso interrumpirse; la acometió una tos seca; su aliento salía como un estertor de su débil y
    estrecho pecho.
    Luego prosiguió:
    —No tengo que hacer más que gritar y vienen. Vosotros sois seis. Yo soy todo el mundo.
    Thénardier hizo un movimiento hacia ella.
    —¡No os acerquéis! —dijo ella.
    Thénardier se detuvo, y le dijo con dulzura:
    —Pues bien, no, no me acercaré, pero no hables tan alto. Hija, ¿quieres impedirnos trabajar? Es
    preciso que nos ganemos la vida. ¿Es que no tienes ya cariño a tu padre?
    —Me fastidiáis —dijo Éponine.
    —Pero es preciso que vivamos, que comamos…
    —Reventad.
    Y diciendo esto, se sentó en el estribo de la verja, canturreando:

    Mi brazo fornido,
    mi pierna bien hecha,
    y el tiempo perdido
    [438]

    Se puso el codo en la barbilla, y la barbilla en la mano, y empezó a mover el pie con indiferencia. Su
    vestido agujereado dejaba ver sus clavículas flacas. El farol próximo iluminaba su perfil y su actitud. No
    podía verse a nadie tan resuelto y tan sorprendente.
    Los seis bandidos, admirados y disgustados de verse detenidos por una muchacha, se retiraron a la
    sombra, y celebraron consejo alzando los hombros, humillados y furiosos.
    Ella mientras tanto los miraba con aire pacífico y esquivo.
    —Algo le pasa —dijo Babet—. Debe haber una razón. ¿Estará enamorada del cab? Es una lástima
    que lo dejemos. Dos mujeres, un viejo que vive en un patio trasero, cortinas buenas en las viviendas. El
    viejo debe ser un guinal
    [439]
    . Creo que es un buen asunto.
    —Pues bien, entrad vosotros —dijo Montparnasse—. Haced el negocio. Yo me quedaré con la
    muchacha, y si chista…
    E hizo relucir a la luz del farol la navaja que tenía abierta en la manga.
    Thénardier no decía una palabra, y parecía dispuesto a todo.
    Brujon, que tenía algo de oráculo, y que como ya hemos dicho era el que había preparado «el golpe»,
    no había hablado aún. Parecía pensativo. Pasaba por no retroceder ante nada, y se sabía que había
    robado, sólo por una bravata, un cuerpo de guardia de la policía. Además, hacía versos y canciones, lo
    que le daba una gran autoridad.
    Babet le preguntó:
    —¿No dices nada, Brujon?
    Este permaneció un instante silencioso, luego movió la cabeza de varios modos distintos, y por fin se
    decidió a alzar la voz:
    —Veamos: he encontrado esta mañana dos gorriones dándose picotazos; esta noche tropiezo con una
    mujer que riñe. Todo esto es mal presagio. Vámonos.
    Y se fueron.
    Al marcharse, Montparnasse murmuró:
    —Si hubiesen querido, yo le hubiera dado el golpe de gracia.
    Babet le respondió:
    —Yo no, porque no zurro a las señoras.
    Al llegar a la esquina, se detuvieron, y cambiaron entre sí con voz sorda este diálogo enigmático:
    —¿Adónde iremos a dormir esta noche?
    —Bajo Pantin
    [440]
    .
    —¿Tienes la llave de la verja, Thénardier?
    —¡Vaya!
    Éponine, que no apartaba de ellos los ojos, los vio tomar el camino por donde habían venido. Se
    levantó y se arrastró detrás de ellos arrimada a las paredes y a las casas. Los siguió de este modo hasta
    el bulevar. Allí se separaron, y vio a aquellos seis hombres perderse en la oscuridad, como si se
    fundieran en ella.



    V



    COSAS DE LA NOCHE



    Después de la partida de los bandidos, la calle Plumet recobró su tranquilo aspecto nocturno.
    Lo que acababa de suceder en esta calle no hubiera asombrado a nadie en una selva. El arbolado, los
    setos, los brezos, las ramas entrecruzadas ásperamente, las altas hierbas existen de una manera sombría;
    el hormigueo salvaje descubre allí las súbitas apariciones de lo invisible; lo que está por debajo del
    hombre distingue a través de la bruma lo que está por encima del hombre, y las cosas ignoradas de
    nosotros, los vivos, se enfrentan en la noche. La naturaleza erizada y salvaje se asusta con la
    aproximación de ciertas cosas, en las que cree sentir lo sobrenatural. Las fuerzas de la sombra se
    conocen, y tienen entre sí misteriosos equilibrios. Los dientes y las garras temen lo inasible. La
    bestialidad bebedora de sangre, los voraces apetitos hambrientos en busca de presa, los instintos
    armados de uñas y mandíbulas que tienen el vientre por principio y por fin, miran y olfatean con inquietud
    el impasible perfil del espectro, vagando bajo un sudario, de pie, envuelto en su tembloroso vestido, que
    les parece vivir con una vida muerta y terrible. Estas brutalidades, que no son más que materia, temen
    confusamente la inmensa oscuridad condensada en un ser desconocido. Una figura negra, que le impide el
    paso, detiene a una bestia feroz. Lo que sale del cementerio intimida y desconcierta a lo que sale del
    antro; lo feroz tiene miedo de lo siniestro; los lobos retroceden ante un vampiro.
    .



    VI




    MARIUS VUELVE A LA REALIDAD HASTA EL PUNTO DE DAR SUS SEÑAS A
    COSETTE




    Mientras aquella perra con figura humana guardaba la verja, y los seis bandidos retrocedían ante una
    muchacha, Marius estaba al lado de Cosette.
    Nunca el cielo había estado tan estrellado y tan hermoso, los árboles tan temblorosos, ni las hierbas
    tan embalsamadas; jamás los pájaros se habían dormido entre las hojas con más suave arrullo; nunca las
    armonías de la serenidad universal habían respondido mejor a las músicas interiores del amor; ni nunca
    Marius había estado tan prendado, tan feliz, tan extasiado. Pero había encontrado triste a Cosette. Cosette
    había llorado. Tenía los ojos enrojecidos.
    Aquélla era la primera nube en tan admirable sueño.
    Las primeras palabras de Marius habían sido:
    —¿Qué tienes?
    Ella respondió:
    —¡Ya verás!
    Después se sentó en el banco cerca de la escalinata, y mientras él se sentaba a su lado, tembloroso,
    continuó:
    —Mi padre me ha dicho esta mañana que estuviese dispuesta, porque tiene negocios, y tal vez
    debamos partir.
    Marius se estremeció desde los pies a la cabeza.
    Al final de la vida, morir es partir; pero al principio, partir es morir.
    Desde hacía seis semanas, Marius, poco a poco, lentamente, por grados, tomaba cada día posesión de
    Cosette. Posesión enteramente ideal, pero profunda. Como ya hemos explicado, en el primer amor se
    toma el alma mucho antes que el cuerpo; más tarde, se toma el cuerpo mucho antes que el alma, y algunas
    veces no se toma el alma en absoluto; los Faublas
    [441]
    , y los Prudhomme añaden: «Porque no existe»;
    pero este sarcasmo es por fortuna una blasfemia. Marius, pues, poseía a Cosette, como poseen los
    espíritus; pero la envolvía con toda su alma y la poseía celosamente con una increíble convicción. Poseía
    su sonrisa, su aliento, su perfume, el brillo profundo de sus pupilas azules, la suavidad de su piel cuando
    le tocaba la mano, la encantadora señal que tenía en el cuello, todos sus pensamientos. Se habían
    prometido no dormir nunca sin soñar cada uno con el otro, y habían mantenido su palabra. Así pues, él
    poseía todos los sueños de Cosette. La miraba sin cesar; movía algunas veces con su aliento los cabellos
    cortos que Cosette tenía en la nuca, y se decía que no había ni uno solo de aquellos cabellos que no le
    perteneciese. Contemplaba y adoraba todo lo que ella se ponía, su cinta de seda, sus guantes, sus
    manguitos, sus botitas, como objetos sagrados que eran suyos. Pensaba que era el señor de aquellos
    bonitos peines de concha que se ponía en la cabeza, y aun se decía, sordo y confuso murmullo del deleite
    que sentía, que no había ni un solo hilo de su vestido, ni un punto de sus medias, ni un pliegue de su
    corpiño que no fuera suyo. Al lado de Cosette, se sentía cerca de su bien, cerca de su déspota y de su
    esclava. Parecía que habían mezclado sus almas de tal modo que si hubiesen querido volver a tomar cada
    uno la suya les habría sido imposible reconocerlas. «Ésta es la mía». «No, es la mía». «Te aseguro que te
    equivocas. Ése soy yo». «Lo que tomas por tuyo, es mío». Marius era algo que formaba parte de Cosette,
    y Cosette era algo que formaba parte de Marius. Marius sentía que Cosette vivía en él. Tener a Cosette,
    poseerla, no era para él distinto de respirar.






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    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
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    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 10 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Miér 18 Dic 2024, 09:29

    ***
    Fue en medio de esta fe, de esta embriaguez, de esta posesión virginal, inaudita y absoluta, de esta
    soberanía, donde cayeron estas palabras: «Tal vez debamos partir». La brusca voz de la realidad le gritó:
    «¡Cosette no es tuya!»
    Marius se despertó. Desde hacía seis semanas, Marius vivía, como hemos dicho, fuera de la vida.
    Esta palabra, ¡partir!, le hizo entrar en ella dolorosamente.
    No halló una palabra que responder. Cosette sintió solamente que su mano estaba helada, y le dijo a
    su vez:
    —¿Qué tienes?
    Él respondió tan bajo que apenas le oyó Cosette:
    —No comprendo lo que has dicho.
    Ella repitió:
    —Esta mañana mi padre me ha dicho que preparara todas mis cosas y estuviese dispuesta, que me
    daría sus ropas para ponerlas en una maleta, que se veía obligado a hacer un viaje, que íbamos a partir,
    que necesitábamos una maleta grande para mí y una pequeña para él, y que lo preparase todo en una
    semana, porque iríamos tal vez a Inglaterra.
    —¡Pero esto es monstruoso! —exclamó Marius.
    Y ciertamente, en aquel momento, en el ánimo de Marius, ningún abuso de poder, ninguna violencia,
    ninguna abominación del más atroz tirano, ninguna acción de Busiris, de Tiberio o de Enrique VIII, habría
    igualado en ferocidad a ésta. El señor Fauchelevent se llevaba a su hija a Inglaterra porque tenía allí
    negocios.
    Preguntó, pues, con voz débil:
    —¿Y cuándo partirás?
    —No me ha dicho cuándo.
    —¿Y cuándo regresarás?
    —No me ha dicho cuándo.
    Marius se levantó, y dijo fríamente:
    —Cosette, ¿iréis?
    Cosette volvió hacia él sus hermosos ojos llenos de angustia, y respondió con acento extraviado:
    —¿Adónde?
    —A Inglaterra, ¿iréis?
    —¿Por qué me tratas de vos?
    —Os pregunto si iréis.
    —¿Qué quieres que haga? —dijo, juntando las manos.
    —¿Así, pues, iréis?
    —¡Si mi padre se va!
    —¿Así, pues, iréis?
    Cosette tomó la mano de Marius, y la apretó sin responder.
    —Está bien —dijo Marius—. Entonces, yo me iré a otra parte.
    Cosette sintió, más bien que comprendió, el significado de esta frase; se puso pálida, de modo que su
    rostro apareció blanco en la oscuridad, y balbuceó:
    —¿Qué quieres decir?
    Marius la miró, luego alzó lentamente sus ojos hacia el cielo y respondió:
    —Nada.
    Cuando bajó su mirada vio que Cosette le sonreía. La sonrisa de la mujer amada tiene una claridad
    que disipa las tinieblas.
    —¡Qué estúpidos somos! Marius, tengo una idea.
    —¿Qué?
    —¡Parte si nosotros partimos! ¡Te diré adonde vamos! Ven a buscarme donde esté.
    Marius era entonces un hombre completamente despierto. Había vuelto a la realidad, y dijo a Cosette:
    —¡Partir con vosotros! ¿Estás loca? Para eso es preciso dinero, y yo no lo tengo. ¿Ir a Inglaterra?
    Ahora debo más de diez luises a Courfeyrac, uno de mis amigos a quien tú no conoces. Tengo un
    sombrero viejo que no vale tres francos, un traje sin botones por delante, mi camisa está rota; tengo los
    codos agujereados, mis botas se calan; desde hace seis semanas no pienso en eso, y no te lo he dicho.
    Cosette, soy un miserable. Tú no me ves más que de noche, y me das tu amor; si me vieras de día, me
    darías limosna. ¡Ir a Inglaterra! ¡Y no tengo con qué pagar el pasaporte!
    Se recostó contra un árbol que había allí, con los dos brazos por encima de la cabeza, con la frente en
    la corteza, sin sentir ni la aspereza que le arañaba la frente ni la fiebre que le golpeaba las sienes,
    inmóvil, y próximo a caer al suelo como la estatua de la desesperación.
    Permaneció así largo rato. En esos abismos se podría permanecer una eternidad. Por fin se volvió, y
    oyó detrás de sí un ruido ahogado y triste.
    Era Cosette que sollozaba.
    Lloraba mientras Marius meditaba.
    Marius se acercó a ella, cayó de rodillas, se prosternó lentamente, cogió la punta del pie que aparecía
    bajo su vestido y lo besó.
    Ella le dejó hacer en silencio. Hay momentos en que la mujer acepta, como una diosa sombría y
    resignada, la religión del amor.
    —No llores —dijo él.
    Ella murmuró:
    —¡Qué he de hacer, si voy a marcharme y no puedes venir!
    Y él respondió:
    —¿Me amas?
    Cosette le contestó, sollozando, esta frase del paraíso que nunca es tan encantadora como a través de
    las lágrimas:
    —Te adoro.
    Marius continuó con una voz que era una caricia:
    —No llores. ¿Quieres hacerlo por mí?
    —¿Me amas tú? —dijo ella.
    Él le tomó la mano.
    —Cosette, nunca he dado mi palabra de honor a nadie, porque el hacerlo me da miedo. Siento que al
    darla, mi padre está a mi lado. Pues bien, te doy mi palabra de honor más sagrada de que, si te vas,
    moriré.
    Había en el acento con que pronunció estas palabras una melancolía tan solemne y tan tranquila que
    Cosette tembló. Sintió el frío que produce al pasar una cosa sombría y verdadera; la impresión le hizo
    cesar de llorar.
    —Ahora, escucha —dijo Marius—. No me esperes mañana.
    —¿Por qué?
    —No me esperes hasta pasado mañana.
    —¡Oh! ¿Por qué?
    —Ya lo verás.
    —¡Un día sin verte! ¡Pero esto es imposible!
    —Sacrifiquemos un día, para tener tal vez toda la vida.
    Luego Marius, como hablando consigo mismo, dijo:
    —Es un hombre que no cambia nunca sus hábitos, y no recibe a nadie más que por la noche.
    —¿De qué hombre hablas? —preguntó Cosette.
    —¿Yo? No he dicho nada.
    —¿Qué esperas, pues?
    —Espérame hasta pasado mañana.
    —¿Lo quieres?
    —Sí, Cosette.
    Cosette, entonces, le cogió la cabeza entre sus manos, alzándose sobre la punta de los pies para
    igualar su estatura, tratando de ver en sus ojos la esperanza.
    Marius continuó:
    —Pienso que es preciso que sepas las señas de mi casa, por lo que pueda suceder; vivo en la casa de
    un amigo llamado Courfeyrac, calle de la Verrerie, número 16.
    Metió la mano en el bolsillo, sacó de él un cuchillo y con la hoja escribió en el yeso de la pared:
    «Calle de la Verrerie, 16».
    Cosette, entretanto, había vuelto a contemplar sus ojos.
    —Dime lo que piensas, Marius; tienes una idea. Dímela. ¡Oh! ¡Dímela para que pueda pasar una
    buena noche!
    —Mi pensamiento es éste: es imposible que Dios quiera separarnos. Espérame pasado mañana.
    —¿Qué voy a hacer hasta entonces? —dijo Cosette—. Tú estás libre, vas, vienes. ¡Oh, qué felices
    son los hombres! Yo voy a quedarme sola. ¡Oh, qué triste voy a estar! ¿Qué es lo que harás mañana por la
    noche, di?
    —Voy a hacer una tentativa.
    —Entonces rogaré a Dios, y pensaré en ti hasta entonces, para que lo consigas. No te pregunto más,
    puesto que no quieres. Eres mi dueño. Pasaré la noche de mañana cantando esa música de Euriante que te
    gusta, y que un día viniste a oír detrás de mi ventana. Pero pasado mañana, ¿vendrás temprano? Te
    esperaré a las nueve en punto, te lo advierto. ¡Dios mío! ¡Qué triste es esto de que los días sean tan
    largos! ¿Lo oyes? Al dar las nueve estaré en el jardín.
    —Y yo también.
    Y sin decirse nada, movidos por el mismo pensamiento, arrastrados por esas corrientes eléctricas que
    ponen a dos amantes en comunicación continua, embriagados ambos de deleite hasta en su dolor, cayeron
    uno en brazos del otro, sin darse cuenta de que sus labios se habían unido mientras que sus ojos, llenos de
    éxtasis y de lágrimas, contemplaban las estrellas.
    Cuando Marius salió, la calle estaba desierta. Era el momento en que Éponine seguía a los bandidos
    hasta el bulevar.
    Mientras meditaba con la cabeza apoyada en el árbol, a Marius se le había ocurrido una idea, ¡ay!,
    que él mismo tenía por insensata e imposible. Había tomado una desagradable determinación





    VII




    EL CORAZÓN JOVEN Y EL CORAZÓN VIEJO FRENTE A FRENTE



    El señor Gillenormand tenía entonces noventa y un años cumplidos. Vivía, como siempre, con la
    señorita Gillenormand, en la calle Filles-du-Calvaire, número 6, en aquella vieja casa que era suya. Era,
    como se recordará, uno de esos viejos rancios que esperan la muerte con entereza, que cargan con los
    años sin doblegarse, y no se encorvan ni aun con los pesares.
    Sin embargo, desde hacía algún tiempo, su hija se decía: «Mi padre va decayendo». Ya no abofeteaba
    a las criadas; no golpeaba con el bastón la puerta de la escalera ni gritaba cuando Basque tardaba en
    abrirle. La Revolución de julio apenas le había exasperado por espacio de seis meses. Había leído casi
    con tranquilidad en el Moniteur estas palabras: «El señor Humblot-Conté, par de Francia». El hecho es
    que el anciano estaba abatido. No se doblegaba, no se rendía, pues esto era imposible, así en su
    naturaleza física como en la moral; pero se sentía desfallecer interiormente.
    Hacía cuatro años que esperaba a Marius a pie firme, ésta es la frase, con la convicción de que aquel
    pequeño picarón extraviado llamaría un día u otro a su puerta; ahora, en algunos momentos tristes,
    llegaba a decirse que por poco que Marius tardase en venir… Y no era la muerte lo que temía, era la idea
    de que tal vez no volvería a ver a Marius. No volver a ver a Marius era un triste y nuevo temor que no se
    le había presentado nunca hasta entonces; esta idea que empezaba a aparecer en su cerebro le dejaba
    helado.
    La ausencia, como sucede siempre en los sentimientos naturales y verdaderos, sólo había conseguido
    aumentar su cariño de abuelo hacia el nieto ingrato que se había marchado con tanta indiferencia. En las
    noches de invierno, cuando el termómetro marca diez grados bajo cero, es cuando más se piensa en el
    sol. El señor Gillenormand era, o lo creía por lo menos, incapaz de dar un paso hacia su nieto. «Antes
    moriré», decía. No encontraba en sus hechos ninguna culpa, pero sólo pensaba en Marius con un
    enternecimiento profundo y el mudo desespero de un viejo que anda en las tinieblas.
    Empezó a perder los dientes, lo cual aumentó su tristeza.
    El señor Gillenormand, sin confesárselo, lo cual le hubiera enfurecido y avergonzado, no había
    amado a ninguna querida tanto como a Marius.
    Había hecho colocar en su habitación, cerca de la cabecera de la cama, como la primera cosa que
    quería ver al despertar, un antiguo retrato de su otra hija, la que había muerto, la señora Pontmercy,
    retrato hecho cuando tenía dieciocho años. Contemplaba sin cesar aquel retrato. Un día dijo mirándolo:
    —Encuentro que él se le parece.
    —¿A mi hermana? —dijo la señorita Gillenormand—. Sí, se le parece.
    Una vez, estando sentado con las rodillas juntas y los ojos casi cerrados, en una actitud de
    abatimiento, su hija se atrevió a decirle:
    —Padre, ¿seguís tan enfadado con él?
    Y se detuvo, no atreviéndose a seguir más lejos.
    —¿Con quién? —preguntó.
    —Con el pobre Marius.
    El señor Gillenormand alzó su vieja cabeza, puso su puño delgado y arrugado sobre la mesa y gritó
    con su acento más vibrante e irritado:
    —¡Pobre Marius, decís! Ese señor es un pillo, un mal pícaro, un pequeño vanidoso ingrato, sin
    corazón, sin alma, orgulloso; un mal hombre.
    Y se volvió para que su hija no viese una lágrima que tenía en los ojos.
    Tres días después, rompió un silencio que duraba desde hacía cuatro horas para decirle a su hija a
    quemarropa:
    —Le rogué a la señorita Gillenormand, que no me hablase nunca más de él.
    La tía Gillenormand renunció a toda tentativa e hizo este diagnóstico profundo: «Mi padre no ha
    querido nunca a mi hermana después de su estupidez. Es claro que detesta a Marius».
    «Desde su estupidez» significaba: desde que se había casado con el coronel.





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    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





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