IV
EL SEÑOR MABEUF
El día en que el señor Mabeuf decía a Marius: «Ciertamente, apruebo las opiniones políticas»,
expresaba el verdadero estado de su espíritu. Todas las opiniones políticas le resultaban indiferentes y
las aprobaba sin distinción para que le dejaran tranquilo, del mismo modo que los griegos llamaban a las
Furias «las bellas, las buenas, las encantadoras», las Euménides. La opinión política del señor Mabeuf
consistía en amar apasionadamente las plantas y, sobre todo, los libros. Tenía, como todo el mundo, su
terminación en «ista», sin la cual no hubiera podido vivir en aquel tiempo, pero no era ni realista ni
bonapartista, ni cartista, ni orleanista, ni anarquista; era librista.
No comprendía que los hombres no tuviesen otra ocupación que odiarse por necedades como la carta,
la democracia, la legitimidad, la monarquía, la república, etc., cuando había en el mundo tantas clases de
musgos, de hierbas y de arbustos que podían contemplar y montones de libros infolio y aun en treinta y
dos que podían hojear. Se cuidaba mucho de no ser inútil; el tener libros no le impedía leer, y el ser
botánico no le impedía ser jardinero. Cuando conoció a Pontmercy, nació entre el coronel y él una
curiosa simpatía: lo que el coronel hacía por las flores, lo hacía él por los frutos. El señor Mabeuf había
llegado a conseguir peras de semillero tan sabrosas como las peras de Saint-Germain; de una de estas
combinaciones ha nacido, a lo que parece, la mirabel de octubre, tan célebre hoy, y no menos perfumada
que la mirabel de verano. Iba a misa más bien por dulzura que por devoción y además porque amando el
rostro de los hombres, pero odiando su ruido, los encontraba reunidos y silenciosos sólo en la iglesia.
Sintiendo que era preciso ser alguna cosa en el Estado, había escogido la carrera de mayordomo. Por lo
demás, no había conseguido nunca amar a una mujer tanto como a una cebolla de tulipán, ni a ningún
hombre tanto como a un elzevir. Hacía ya tiempo que había cumplido sesenta años cuando un día alguien
le preguntó: «¿Es que no os habéis casado?» «Lo he olvidado», dijo. Cuando se le ocurría alguna vez —porque ¿a quién no se le ocurre?— decir: «¡Oh, si fuese rico!», no lo decía nunca poniendo los ojos en
una joven bonita, como el señor Gillenormand, sino contemplando un libro. Vivía solo con una vieja ama.
Padecía de gota en las manos, y cuando dormía, sus viejos dedos, entorpecidos por el reumatismo, se
agarrotaban en los pliegues de la sábana. Había escrito y publicado Flora de los alrededores de
Cauteretz, con láminas iluminadas, obra bastante apreciada, cuyas planchas poseía y vendía por su
cuenta. Dos o tres veces al día llamaban a su puerta en la calle Méziéres con este objeto. Sacaba sus
buenos dos mil francos por año; ésta era poco más o menos toda su fortuna. Aunque pobre, había tenido
habilidad para reunir, a fuerza de paciencia, de privaciones y de tiempo, una preciosa colección de
ejemplares raros de todo género. No salía nunca sin un libro debajo del brazo, y a menudo regresaba con
dos. La única decoración de las cuatro habitaciones de la planta baja, que con un pequeño jardín
constituían su morada, eran unos herbarios enmarcados, y grabados de viejos maestros. La visión de un
sable o un fusil le helaba. En su vida se había aproximado a un cañón, ni aun al de los Inválidos. Tenía un
estómago pasable, un hermano cura, los cabellos completamente blancos, ningún diente ni en la boca ni
en el espíritu, un temblor en todo el cuerpo, un acento pícaro, una risa infantil, el miedo fácil y el aire de
un carnero viejo. No tenía más lazos de amistad ni trato con los vivos que los que le unían a un viejo
librero de la puerta de Saint-Jacques, llamado Royol. Su sueño dorado era aclimatar el añil en Francia.
Su sirvienta era, también ella, una variedad de la inocencia. La pobre mujer era virgen. Sultán, su
gato, que hubiera podido maullar el Miserere de Allegri en la capilla Sixtina, había llenado su corazón, y
bastaba a la cantidad de pasión que había en ella. Ninguno de sus pensamientos había llegado al hombre.
No había podido ir nunca más allá de su gato. Como éste, tenía bigotes. Su gloria estaba en sus cofias,
siempre blancas. Empleaba el tiempo, los domingos, después de misa, en contar la ropa blanca de su baúl
y en extender sobre su cama vestidos en pieza que compraba y nunca se hacía. Sabía leer. El señor
Mabeuf la llamaba la señora Plutarco.
El señor Mabeuf había simpatizado con Marius porque Marius era joven, afable y templaba su
ancianidad sin asustar su timidez. La juventud con la afabilidad produce a los viejos el efecto del sol sin
viento. Cuando Marius estaba saturado de gloria militar, de pólvora de cañón, de marchas y
contramarchas, y de todas aquellas prodigiosas batallas donde su padre había dado y recibido tantos
sablazos, se iba a ver al señor Mabeuf, y éste le hablaba de los héroes desde el punto de vista de las
flores.
Hacia 1830, su hermano el cura había muerto, y casi inmediatamente, como cuando llega la noche,
todo el horizonte del señor Mabeuf se había oscurecido. Una quiebra —de notario— le hizo perder una
suma de diez mil francos, que era todo lo que poseía de su hermano y de su patrimonio. La Revolución de
julio produjo una crisis en el comercio de los libros. En tiempos revueltos, lo que menos se vende es una
Flora, la Flora de los alrededores de Cauteretz se quedó sin venta. Transcurrieron semanas enteras sin
que se presentara ningún comprador. Algunas veces el señor Mabeuf se estremecía al oír llamar. «Señor
—le decía tristemente la Plutarco—, es el aguador». De pronto, un día, el señor Mabeuf dejó la calle
Mé-ziéres, abdicó de sus funciones de mayordomo, renunció a Saint-Sulpice, vendió una parte, no de sus
libros, sino de sus estampas —que apreciaba menos—, y fue a instalarse en una casita del bulevar
Montparnasse, donde no permaneció más que un trimestre, por dos razones: primeramente, la planta y el
jardín costaban trescientos francos y no se atrevía a pagar más de doscientos de alquiler; y segunda,
porque la casa estaba cerca del campo de tiro Fatou, y oía durante todo el día pistoletazos, lo cual le
resultaba insoportable.
Llevó consigo su Flora, sus planchas, sus herbarios y sus libros, y se estableció cerca de la
Salpétriére, en una especie de cabaña del barrio de Austerlitz
[343]
, donde por cincuenta escudos al año
disponía de tres piezas, un jardín cerrado por un seto y pozo. Aprovechóse de esta mudanza para vender
casi todos sus muebles. El día que entró en esta nueva vivienda estuvo muy contento, y clavó él mismo
los clavos para colgar los grabados y los herbarios, cavó en el jardín durante el resto del día, y por la
noche, al ver que la Plutarco tenía el aspecto triste y pensativo, le dio un golpecito en el hombro y le dijo,
sonriendo: «¡Ya tenemos añil!»
Sólo dos visitantes, el librero de la puerta Saint-Jacques y Marius, eran admitidos en su cabaña de
Austerlitz, nombre guerrero que, no hay por qué ocultarlo, le resultaba bastante desagradable.
Por lo demás, como acabamos de indicar, los cerebros absortos en una sabia meditación, o en una
locura o, lo que sucede más frecuentemente, en las dos cosas a la vez, sólo son sensibles con mucha
lentitud a las realidades de la vida. Su mismo destino les resulta lejano. De estas concentraciones resulta
una pasividad que si fuese racional se asemejaría a la filosofía. Estos hombres declinan, descienden, se
deslizan y aun se desploman sin notarlo. Concluyen, es verdad, por despertar, pero tardíamente. Mientras
tanto, parece que son extraños a la partida entablada entre su felicidad y su desgracia. Son la apuesta, y
miran la partida con indiferencia.
Así es que en esta oscuridad que se formaba a su alrededor todas sus esperanzas se apagaban una tras
otra, y, sin embargo, el señor Mabeuf permanecía sereno, un poco puerilmente, pero muy profundamente.
Sus hábitos intelectuales tenían la oscilación de un péndulo. Una vez impulsado por una ilusión, seguía
andando por mucho tiempo, aun cuando la ilusión hubiese desaparecido. Un reloj no se detiene en el
momento mismo en que se pierde la llave.
El señor Mabeuf tenía inocentes placeres. Estos placeres eran poco costosos e inesperados; la menor
casualidad se los proporcionaba. Un día, la Plutarco leía una novela en un rincón de la habitación. Leía
en voz alta, pues creía que así comprendía mejor. Leer en voz alta es afirmarse a sí mismo en la lectura.
Hay gentes que leen muy alto y que parecen así dar su palabra de honor de que leen.
La señora Plutarco leía con esa energía la novela que tenía en la mano. El señor Mabeuf la oía sin
escuchar.
La mujer llegó a esta frase, tratábase de un oficial de dragones y de una bella joven: «La beldad se
incomodó, y el dragón…»
[344]
Aquí se interrumpió para limpiar sus anteojos.
—Buda y el dragón —repitió a media voz el señor Mabeuf—. Sí, es verdad, había un dragón que
desde el fondo de su caverna arrojaba llamas por la boca y quemaba el cielo. Ya habían sido incendiadas
muchas estrellas por ese monstruo, el cual, además, tenía garras de tigre. Buda fue a la caverna y pudo
convertir al dragón. Es un buen libro el que leéis, señora Plutarco. No hay leyenda más bonita.
Y el señor Mabeuf se sumergió en una deliciosa meditación.
V
LA POBREZA BUENA VECINA DE LA MISERIA
Marius sentía simpatía por aquel cándido anciano que se veía cogido lentamente por la indigencia y
que se iba asombrando poco a poco, sin entristecerse aún. Marius encontraba a Courfeyrac y buscaba al
señor Mabeuf. No obstante, lo hacía muy raramente; a lo sumo una o dos veces por mes.
El mayor placer de Marius era dar largos paseos solo por los bulevares exteriores, o por el Campo
de Marte, o también por las avenidas menos frecuentadas del Luxemburgo. Algunas veces pasaba medio
día contemplando el jardín de un hortelano, los cuadros de lechugas, las gallinas en el estiércol, o un
caballo dando vueltas a una noria. Los paseantes le miraban con sorpresa y algunos hallaban en él un
aspecto siniestro y una fisonomía sospechosa. Empero, no era más que un joven pobre, meditando sin
objeto.
En uno de estos paseos había descubierto la casa Gorbeau, y su aislamiento y bajo precio le tentaron,
por lo que se instaló en ella. No se le conocía allí por otro nombre que por el de señor Marius.
Algunos de los antiguos generales o compañeros de su padre le invitaron, cuando le conocieron, a que
fuese a visitarlos; y Marius no había rehusado. Eran ocasiones de hablar de su padre. Así, pues, de vez en
cuando iba a casa del conde Pajol, a casa del general Bellavesne, del general Fririon, en los Inválidos.
Había música y baile. En aquellas noches, Marius se ponía su traje nuevo. Pero no iba nunca a aquellas
reuniones ni bailes más que los días en que helaba mucho, porque no podía pagar un coche, y no quería
llevar las botas sino como un espejo.
Decía algunas veces, pero sin amargura: «Los hombres están constituidos de tal modo que en un salón
pueden entrar cubiertos de lodo por todas partes, excepto en las botas. Para entrar allí, no os piden más
que una cosa irreprochable: ¿la conciencia?, no, las botas».
Todas las pasiones, excepto las del corazón, se disipan con la meditación. La fiebre política de
Marius se había desvanecido. La Revolución de 1830, satisfaciéndole y calmándole, había ayudado a
este fin. Seguía teniendo las mismas opiniones, pero se habían dulcificado. Propiamente hablando, no
tenía ya opiniones, tenía simpatías. ¿De qué parte estaba? De parte de la humanidad. En la humanidad
escogía a Francia; en la nación escogía al pueblo; en el pueblo escogía a la mujer. A ésta dirigía
especialmente su piedad. Ahora prefería una idea a un hecho, un poeta a un héroe, y admiraba más un
libro como el de Job que un suceso como Marengo. Y luego, cuando tras un día de meditación se iba por
las noches a los bulevares, y a través de las ramas de los árboles descubría el espacio sin fondo, los
resplandores sin nombre, el abismo, la sombra, el misterio, todo lo que es humano le resultaba pequeño.
Creía, y tal vez con razón, haber llegado a la verdad de la vida y de la filosofía humana, y había
terminado por no mirar casi más que al cielo, única cosa que la verdad puede ver desde el fondo de su
pozo.
Esto no le impedía multiplicar los planes, las combinaciones, los castillos en el aire, los proyectos
para el porvenir. En este estado de meditación, si un ojo humano hubiera mirado el interior de Marius, se
habría quedado deslumbrado por la pureza de su alma. En efecto, si hubiese sido dado a nuestros ojos de
carne ver en la conciencia del prójimo, se juzgaría con más acierto a un hombre por lo que suena en su
imaginación que por lo que piensa. En el pensamiento hay voluntad, pero no la hay en el sueño. El sueño,
cuando es espontáneo, adopta y conserva, aun en lo gigantesco e ideal, la figura de nuestro espíritu: nada
sale más directa y más sinceramente del fondo mismo de nuestra alma que nuestras aspiraciones
irreflexivas y desmesuradas hacia los esplendores del destino. En estas aspiraciones, más que en las
ideas compuestas, razonadas y coordinadas, es posible encontrar el verdadero carácter del hombre.
Nuestras quimeras son los objetos que más se nos parecen. Cada uno sueña con lo desconocido y lo
imposible según su naturaleza.
Hacia mediados de aquel año de 1831, la vieja que servía a Marius le contó que iban a despedir a sus
vecinos, a la miserable familia Jondrette. Marius, que pasaba casi todo el día fuera de casa, apenas
conocía a sus vecinos.
—¿Y por qué los despiden? —preguntó.
—Porque no pagan el alquiler. Deben dos trimestres.
—¿Cuánto es?
—Veinte francos —contestó la vieja.
—Tomad —dijo a la vieja—, aquí tenéis veinticinco francos. Pagad por esa pobre gente, dadles
cinco francos y no digáis que lo hago y
CONT
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