Aires de Libertad

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    VICTOR HUGO (1802-1885)

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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 9 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Lun 02 Dic 2024, 15:38

    ***
    IV


    EL SEÑOR MABEUF


    El día en que el señor Mabeuf decía a Marius: «Ciertamente, apruebo las opiniones políticas»,
    expresaba el verdadero estado de su espíritu. Todas las opiniones políticas le resultaban indiferentes y
    las aprobaba sin distinción para que le dejaran tranquilo, del mismo modo que los griegos llamaban a las
    Furias «las bellas, las buenas, las encantadoras», las Euménides. La opinión política del señor Mabeuf
    consistía en amar apasionadamente las plantas y, sobre todo, los libros. Tenía, como todo el mundo, su
    terminación en «ista», sin la cual no hubiera podido vivir en aquel tiempo, pero no era ni realista ni
    bonapartista, ni cartista, ni orleanista, ni anarquista; era librista.
    No comprendía que los hombres no tuviesen otra ocupación que odiarse por necedades como la carta,
    la democracia, la legitimidad, la monarquía, la república, etc., cuando había en el mundo tantas clases de
    musgos, de hierbas y de arbustos que podían contemplar y montones de libros infolio y aun en treinta y
    dos que podían hojear. Se cuidaba mucho de no ser inútil; el tener libros no le impedía leer, y el ser
    botánico no le impedía ser jardinero. Cuando conoció a Pontmercy, nació entre el coronel y él una
    curiosa simpatía: lo que el coronel hacía por las flores, lo hacía él por los frutos. El señor Mabeuf había
    llegado a conseguir peras de semillero tan sabrosas como las peras de Saint-Germain; de una de estas
    combinaciones ha nacido, a lo que parece, la mirabel de octubre, tan célebre hoy, y no menos perfumada
    que la mirabel de verano. Iba a misa más bien por dulzura que por devoción y además porque amando el
    rostro de los hombres, pero odiando su ruido, los encontraba reunidos y silenciosos sólo en la iglesia.
    Sintiendo que era preciso ser alguna cosa en el Estado, había escogido la carrera de mayordomo. Por lo
    demás, no había conseguido nunca amar a una mujer tanto como a una cebolla de tulipán, ni a ningún
    hombre tanto como a un elzevir. Hacía ya tiempo que había cumplido sesenta años cuando un día alguien
    le preguntó: «¿Es que no os habéis casado?» «Lo he olvidado», dijo. Cuando se le ocurría alguna vez —porque ¿a quién no se le ocurre?— decir: «¡Oh, si fuese rico!», no lo decía nunca poniendo los ojos en
    una joven bonita, como el señor Gillenormand, sino contemplando un libro. Vivía solo con una vieja ama.
    Padecía de gota en las manos, y cuando dormía, sus viejos dedos, entorpecidos por el reumatismo, se
    agarrotaban en los pliegues de la sábana. Había escrito y publicado Flora de los alrededores de
    Cauteretz, con láminas iluminadas, obra bastante apreciada, cuyas planchas poseía y vendía por su
    cuenta. Dos o tres veces al día llamaban a su puerta en la calle Méziéres con este objeto. Sacaba sus
    buenos dos mil francos por año; ésta era poco más o menos toda su fortuna. Aunque pobre, había tenido
    habilidad para reunir, a fuerza de paciencia, de privaciones y de tiempo, una preciosa colección de
    ejemplares raros de todo género. No salía nunca sin un libro debajo del brazo, y a menudo regresaba con
    dos. La única decoración de las cuatro habitaciones de la planta baja, que con un pequeño jardín
    constituían su morada, eran unos herbarios enmarcados, y grabados de viejos maestros. La visión de un
    sable o un fusil le helaba. En su vida se había aproximado a un cañón, ni aun al de los Inválidos. Tenía un
    estómago pasable, un hermano cura, los cabellos completamente blancos, ningún diente ni en la boca ni
    en el espíritu, un temblor en todo el cuerpo, un acento pícaro, una risa infantil, el miedo fácil y el aire de
    un carnero viejo. No tenía más lazos de amistad ni trato con los vivos que los que le unían a un viejo
    librero de la puerta de Saint-Jacques, llamado Royol. Su sueño dorado era aclimatar el añil en Francia.
    Su sirvienta era, también ella, una variedad de la inocencia. La pobre mujer era virgen. Sultán, su
    gato, que hubiera podido maullar el Miserere de Allegri en la capilla Sixtina, había llenado su corazón, y
    bastaba a la cantidad de pasión que había en ella. Ninguno de sus pensamientos había llegado al hombre.
    No había podido ir nunca más allá de su gato. Como éste, tenía bigotes. Su gloria estaba en sus cofias,
    siempre blancas. Empleaba el tiempo, los domingos, después de misa, en contar la ropa blanca de su baúl
    y en extender sobre su cama vestidos en pieza que compraba y nunca se hacía. Sabía leer. El señor
    Mabeuf la llamaba la señora Plutarco.
    El señor Mabeuf había simpatizado con Marius porque Marius era joven, afable y templaba su
    ancianidad sin asustar su timidez. La juventud con la afabilidad produce a los viejos el efecto del sol sin
    viento. Cuando Marius estaba saturado de gloria militar, de pólvora de cañón, de marchas y
    contramarchas, y de todas aquellas prodigiosas batallas donde su padre había dado y recibido tantos
    sablazos, se iba a ver al señor Mabeuf, y éste le hablaba de los héroes desde el punto de vista de las
    flores.
    Hacia 1830, su hermano el cura había muerto, y casi inmediatamente, como cuando llega la noche,
    todo el horizonte del señor Mabeuf se había oscurecido. Una quiebra —de notario— le hizo perder una
    suma de diez mil francos, que era todo lo que poseía de su hermano y de su patrimonio. La Revolución de
    julio produjo una crisis en el comercio de los libros. En tiempos revueltos, lo que menos se vende es una
    Flora, la Flora de los alrededores de Cauteretz se quedó sin venta. Transcurrieron semanas enteras sin
    que se presentara ningún comprador. Algunas veces el señor Mabeuf se estremecía al oír llamar. «Señor
    —le decía tristemente la Plutarco—, es el aguador». De pronto, un día, el señor Mabeuf dejó la calle
    Mé-ziéres, abdicó de sus funciones de mayordomo, renunció a Saint-Sulpice, vendió una parte, no de sus
    libros, sino de sus estampas —que apreciaba menos—, y fue a instalarse en una casita del bulevar
    Montparnasse, donde no permaneció más que un trimestre, por dos razones: primeramente, la planta y el
    jardín costaban trescientos francos y no se atrevía a pagar más de doscientos de alquiler; y segunda,
    porque la casa estaba cerca del campo de tiro Fatou, y oía durante todo el día pistoletazos, lo cual le
    resultaba insoportable.
    Llevó consigo su Flora, sus planchas, sus herbarios y sus libros, y se estableció cerca de la
    Salpétriére, en una especie de cabaña del barrio de Austerlitz
    [343]
    , donde por cincuenta escudos al año
    disponía de tres piezas, un jardín cerrado por un seto y pozo. Aprovechóse de esta mudanza para vender
    casi todos sus muebles. El día que entró en esta nueva vivienda estuvo muy contento, y clavó él mismo
    los clavos para colgar los grabados y los herbarios, cavó en el jardín durante el resto del día, y por la
    noche, al ver que la Plutarco tenía el aspecto triste y pensativo, le dio un golpecito en el hombro y le dijo,
    sonriendo: «¡Ya tenemos añil!»
    Sólo dos visitantes, el librero de la puerta Saint-Jacques y Marius, eran admitidos en su cabaña de
    Austerlitz, nombre guerrero que, no hay por qué ocultarlo, le resultaba bastante desagradable.
    Por lo demás, como acabamos de indicar, los cerebros absortos en una sabia meditación, o en una
    locura o, lo que sucede más frecuentemente, en las dos cosas a la vez, sólo son sensibles con mucha
    lentitud a las realidades de la vida. Su mismo destino les resulta lejano. De estas concentraciones resulta
    una pasividad que si fuese racional se asemejaría a la filosofía. Estos hombres declinan, descienden, se
    deslizan y aun se desploman sin notarlo. Concluyen, es verdad, por despertar, pero tardíamente. Mientras
    tanto, parece que son extraños a la partida entablada entre su felicidad y su desgracia. Son la apuesta, y
    miran la partida con indiferencia.
    Así es que en esta oscuridad que se formaba a su alrededor todas sus esperanzas se apagaban una tras
    otra, y, sin embargo, el señor Mabeuf permanecía sereno, un poco puerilmente, pero muy profundamente.
    Sus hábitos intelectuales tenían la oscilación de un péndulo. Una vez impulsado por una ilusión, seguía
    andando por mucho tiempo, aun cuando la ilusión hubiese desaparecido. Un reloj no se detiene en el
    momento mismo en que se pierde la llave.
    El señor Mabeuf tenía inocentes placeres. Estos placeres eran poco costosos e inesperados; la menor
    casualidad se los proporcionaba. Un día, la Plutarco leía una novela en un rincón de la habitación. Leía
    en voz alta, pues creía que así comprendía mejor. Leer en voz alta es afirmarse a sí mismo en la lectura.
    Hay gentes que leen muy alto y que parecen así dar su palabra de honor de que leen.
    La señora Plutarco leía con esa energía la novela que tenía en la mano. El señor Mabeuf la oía sin
    escuchar.
    La mujer llegó a esta frase, tratábase de un oficial de dragones y de una bella joven: «La beldad se
    incomodó, y el dragón…»
    [344]
    Aquí se interrumpió para limpiar sus anteojos.
    —Buda y el dragón —repitió a media voz el señor Mabeuf—. Sí, es verdad, había un dragón que
    desde el fondo de su caverna arrojaba llamas por la boca y quemaba el cielo. Ya habían sido incendiadas
    muchas estrellas por ese monstruo, el cual, además, tenía garras de tigre. Buda fue a la caverna y pudo
    convertir al dragón. Es un buen libro el que leéis, señora Plutarco. No hay leyenda más bonita.
    Y el señor Mabeuf se sumergió en una deliciosa meditación.




    V



    LA POBREZA BUENA VECINA DE LA MISERIA



    Marius sentía simpatía por aquel cándido anciano que se veía cogido lentamente por la indigencia y
    que se iba asombrando poco a poco, sin entristecerse aún. Marius encontraba a Courfeyrac y buscaba al
    señor Mabeuf. No obstante, lo hacía muy raramente; a lo sumo una o dos veces por mes.
    El mayor placer de Marius era dar largos paseos solo por los bulevares exteriores, o por el Campo
    de Marte, o también por las avenidas menos frecuentadas del Luxemburgo. Algunas veces pasaba medio
    día contemplando el jardín de un hortelano, los cuadros de lechugas, las gallinas en el estiércol, o un
    caballo dando vueltas a una noria. Los paseantes le miraban con sorpresa y algunos hallaban en él un
    aspecto siniestro y una fisonomía sospechosa. Empero, no era más que un joven pobre, meditando sin
    objeto.
    En uno de estos paseos había descubierto la casa Gorbeau, y su aislamiento y bajo precio le tentaron,
    por lo que se instaló en ella. No se le conocía allí por otro nombre que por el de señor Marius.
    Algunos de los antiguos generales o compañeros de su padre le invitaron, cuando le conocieron, a que
    fuese a visitarlos; y Marius no había rehusado. Eran ocasiones de hablar de su padre. Así, pues, de vez en
    cuando iba a casa del conde Pajol, a casa del general Bellavesne, del general Fririon, en los Inválidos.
    Había música y baile. En aquellas noches, Marius se ponía su traje nuevo. Pero no iba nunca a aquellas
    reuniones ni bailes más que los días en que helaba mucho, porque no podía pagar un coche, y no quería
    llevar las botas sino como un espejo.
    Decía algunas veces, pero sin amargura: «Los hombres están constituidos de tal modo que en un salón
    pueden entrar cubiertos de lodo por todas partes, excepto en las botas. Para entrar allí, no os piden más
    que una cosa irreprochable: ¿la conciencia?, no, las botas».
    Todas las pasiones, excepto las del corazón, se disipan con la meditación. La fiebre política de
    Marius se había desvanecido. La Revolución de 1830, satisfaciéndole y calmándole, había ayudado a
    este fin. Seguía teniendo las mismas opiniones, pero se habían dulcificado. Propiamente hablando, no
    tenía ya opiniones, tenía simpatías. ¿De qué parte estaba? De parte de la humanidad. En la humanidad
    escogía a Francia; en la nación escogía al pueblo; en el pueblo escogía a la mujer. A ésta dirigía
    especialmente su piedad. Ahora prefería una idea a un hecho, un poeta a un héroe, y admiraba más un
    libro como el de Job que un suceso como Marengo. Y luego, cuando tras un día de meditación se iba por
    las noches a los bulevares, y a través de las ramas de los árboles descubría el espacio sin fondo, los
    resplandores sin nombre, el abismo, la sombra, el misterio, todo lo que es humano le resultaba pequeño.
    Creía, y tal vez con razón, haber llegado a la verdad de la vida y de la filosofía humana, y había
    terminado por no mirar casi más que al cielo, única cosa que la verdad puede ver desde el fondo de su
    pozo.
    Esto no le impedía multiplicar los planes, las combinaciones, los castillos en el aire, los proyectos
    para el porvenir. En este estado de meditación, si un ojo humano hubiera mirado el interior de Marius, se
    habría quedado deslumbrado por la pureza de su alma. En efecto, si hubiese sido dado a nuestros ojos de
    carne ver en la conciencia del prójimo, se juzgaría con más acierto a un hombre por lo que suena en su
    imaginación que por lo que piensa. En el pensamiento hay voluntad, pero no la hay en el sueño. El sueño,
    cuando es espontáneo, adopta y conserva, aun en lo gigantesco e ideal, la figura de nuestro espíritu: nada
    sale más directa y más sinceramente del fondo mismo de nuestra alma que nuestras aspiraciones
    irreflexivas y desmesuradas hacia los esplendores del destino. En estas aspiraciones, más que en las
    ideas compuestas, razonadas y coordinadas, es posible encontrar el verdadero carácter del hombre.
    Nuestras quimeras son los objetos que más se nos parecen. Cada uno sueña con lo desconocido y lo
    imposible según su naturaleza.
    Hacia mediados de aquel año de 1831, la vieja que servía a Marius le contó que iban a despedir a sus
    vecinos, a la miserable familia Jondrette. Marius, que pasaba casi todo el día fuera de casa, apenas
    conocía a sus vecinos.
    —¿Y por qué los despiden? —preguntó.
    —Porque no pagan el alquiler. Deben dos trimestres.
    —¿Cuánto es?
    —Veinte francos —contestó la vieja.
    —Tomad —dijo a la vieja—, aquí tenéis veinticinco francos. Pagad por esa pobre gente, dadles
    cinco francos y no digáis que lo hago y









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    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





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    Mensaje por Maria Lua Lun 02 Dic 2024, 15:40

    ***

    VI


    EL SUSTITUTO



    La casualidad hizo que el regimiento de que era teniente Théodule fuese de guarnición a París. Esto
    dio ocasión a que se le ocurriese una segunda idea a la tía Gillenormand. La primera vez había ideado
    hacer vigilar a Marius por Théodule y ahora organizó un complot para hacer a Théodule sucesor de
    Marius.
    A todo evento, y para el caso de que el abuelo experimentase la vaga necesidad de ver una fisonomía
    joven en la casa, porque estos rayos de aurora son algunas veces gratos a las ruinas, era útil buscar otro
    Marius. «Pues sea —dijo ella— esto es una simple fe de erratas como las que veo en los libros; Marius,
    léase Théodule».
    Un sobrino segundo es casi lo mismo que un nieto; a falta de un abogado, se toma a un lancero.
    Una mañana que el señor Gillenormand estaba leyendo alguna cosa como La Quotidienne, su hija
    entró y le dijo con su voz más cariñosa, pues se trataba de su favorito:
    —Padre mío, Théodule vendrá esta mañana a presentaros sus respetos.
    —¿Qué Théodule?
    —Vuestro sobrino.
    —¡Ah! —dijo el abuelo.
    Luego tornó a su lectura y no volvió a pensar en el sobrino, que no era más que un Théodule
    cualquiera, y no tardó en ponerse de muy mal humor, como le sucedía casi siempre cuando leía. La
    «hoja» que tenía, realista como era de esperar, anunciaba para el día siguiente, sin amenidad alguna, uno
    de los sucesos diarios de escasa importancia del París de entonces: los alumnos de las Escuelas de
    Derecho y de Medicina debían reunirse en la plaza del Panteón al mediodía «para deliberar». Se trataba
    de una de las cuestiones del momento: de la artillería de la guardia nacional, y de un conflicto entre el
    ministro de la Guerra y la «milicia ciudadana», con motivo de los cañones depositados en el patio del
    Loúvre. Los estudiantes debían «deliberar» sobre ello. Esto era suficiente para enfurecer al señor
    Gillenormand.
    Pensó en Marius, que era estudiante, y que, probablemente, iría con los demás «a deliberar a
    mediodía en la plaza del Panteón».
    Cuando estaba pensando en esto penosamente, entró el teniente Théodule, vestido de burgués, lo que
    era astuto, discretamente introducido por la señorita Gillenormand. El lancero se había hecho este
    razonamiento: «El viejo druida no lo ha colocado todo a renta vitalicia. Bien vale la cosa que uno se
    disfrace de paisano de vez en cuando».
    La señorita Gillenormand dijo en voz alta a su padre:
    —Théodule, vuestro sobrino.
    Y muy bajito dijo al teniente:
    —Aprueba todo lo que diga.
    Y se retiró.
    El teniente, poco acostumbrado a encuentros tan venerables, balbuceó con timidez:
    —Buenos días, tío.
    Hizo un saludo mixto, compuesto de un bosquejo involuntario y maquinal del saludo militar
    completado por un saludo de paisano.
    —¡Ah! Sentaos —dijo el abuelo.
    Dicho esto, olvidó completamente al lancero.
    Théodule se sentó, y el señor Gillenormand se levantó.
    El señor Gillenormand empezó a andar de un lado a otro de la sala con las manos en los bolsillos, y
    hablando en voz alta, atormentando con sus viejos dedos irritados los dos relojes que llevaba en los
    bolsillos.
    —¡Ese montón de mocosos! ¡Y esto se convoca en la plaza del Panteón! ¡Tiene bemoles! ¡Galopines
    que ayer estaban mamando! ¡Si les apretaran las narices aún saldría leche! ¡Y «esto» va a deliberar
    mañana a mediodía! ¿Adónde vamos? ¿Adónde vamos? Está claro que vamos a un abismo; ¡esto nos lleva
    a los descamisados!
    [345]
    ¡La artillería ciudadana! ¡Deliberar sobre la artillería ciudadana! ¡Ir a charlar a
    mediodía acerca de las pedorreras de la guardia nacional! ¿Y con quién van a encontrarse allí? Véase
    adonde conduce el jacobismo. Apuesto todo lo que se quiera, un millón contra cualquier cosa, a que no
    habrá allí más que perseguidos por la justicia y presidiarios liberados. Los republicanos y los
    presidiarios no son más que una nariz y un pañuelo. Carnot decía: «¿Adonde quieres que vaya, traidor?».
    Y Fouché respondía: «Adonde quieras, imbécil». Estos son los republicanos.
    —Es verdad —asintió Théodule.
    El señor Gillenormand volvió la cabeza a medias, vio a Théodule y continuó:
    —Cuando pienso que ese tunante ha cometido la canallada de hacerse carbonario… ¿Por qué has
    abandonado la casa? Para hacerte republicano. ¡Psst! En primer lugar, el pueblo no quiere la República,
    no la quiere, porque tiene buen juicio y sabe muy bien que siempre ha habido reyes, que los habrá
    siempre; sabe muy bien que el pueblo, al fin y al cabo, no es más que el pueblo, y se burla de tu
    República, ¿lo oyes, estúpido? ¿No es bastante horrible semejante capricho? ¿Enamorarse del Pere
    Duchesne, poner buena cara a la guillotina, cantar romances y tocar la guitarra debajo del balcón del 93?
    ¡Merecen que se les escupa por tontos! Todos son lo mismo. Ni uno se exceptúa. Basta respirar el aire
    que viene de la calle para ser insensato. El siglo XIX es un veneno. Cualquier perdido se deja crecer la
    barba de chivo, se cree un verdadero personaje y deja plantados a sus ancianos padres. Esto es lo
    republicano, esto es lo romántico. ¿Qué significa ser romántico, queréis hacer el favor de decírmelo?
    Todas las locuras posibles. Hace un año, el ser romántico era ir a Hernani. Ahora pregunto yo,
    ¿Hernani? ¡Antítesis, abominaciones que ni siquiera están escritas en francés! Y luego se ponen cañones
    en el patio del Louvre. ¡Tales son las violencias de este tiempo!
    —Tenéis razón, tío —dijo Théodule.
    El señor Gillenormand prosiguió:
    —¡Cañones en la plaza del Museo! ¿Y para qué? Cañón, ¿qué me quieres? ¿Queréis ametrallar el
    Apolo de Belvedere? ¿Qué tienen que hacer vuestros cartuchos con la Venus de Médicis? ¡Oh, estos
    jóvenes de ahora son todos unos perdidos! ¡Qué gran cosa es su Benjamin Constant! ¡Y los que no son
    malvados son necios! Hacen todo lo que pueden para ser feos; van mal vestidos, tienen miedo de las
    mujeres, están alrededor de las faldas con un aire de mendigos que hace reír a las piedras; palabra de
    honor, se los podría llamar los pobres vergonzantes del amor. Son deformes, y además, estúpidos; repiten
    los retruécanos de Tiercelin y de Potier, gastan levitas-sacos, chalecos de palafrenero, camisas gruesas,
    pantalones de paño burdo, botas de grueso cuero y el ramaje se parece a su plumaje. Podría uno servirse
    de su jerga para remendar sus zapatos. Y toda esta inepta gentecilla tiene opiniones políticas. Vamos,
    debería prohibirse severamente tener opiniones políticas. Fabrican sistemas, refunden la sociedad,
    demuelen la monarquía, echan por tierra todas las leyes, ponen el granero en el lugar del sótano, y a mi
    portero en lugar del rey; trastornan a Europa de arriba abajo, reedifican el mundo y tienen por gran
    fortuna el mirar socarronamente las piernas de las lavanderas que montan en sus carros. ¡Ah, Marius!
    ¡Ah! ¡Vagabundo! ¡Ir a vociferar a la plaza pública! ¡Discutir, debatir, tomar medidas! ¡Porque a esto
    llaman medidas, santo Dios! El desorden se empequeñece y se hace estúpido. He visto el caos y ahora
    veo el lodazal. ¡Unos escolares deliberar sobre la guardia nacional! Esto no se vería ni aun en el país de
    los Cadodaches. ¡Los salvajes que andan desnudos, con la cabezota adornada con un volante de jugar a
    pelota, y con una maza en la mano, son menos brutos que esos bachilleres! ¡Monigotes de cuatro sueldos!
    ¡Hacerse los entendidos y graves! ¡Deliberar y raciocinar! Esto es el fin del mundo. Esto es,
    evidentemente, el fin de este miserable globo terráqueo. Era precisa una convulsión final y la tiene
    Francia. ¡Deliberad, pillos! Todas estas cosas sucederán mientras se vaya a leer los periódicos a las
    galerías del Odeón, lo cual cuesta un sueldo, y el sentido común y la inteligencia, y el corazón y el alma,
    y el talento. Salen de allí y se separan de su familia. Todos los periódicos son una peste; todos, hasta el
    Bandera blanca, porque, en el fondo, Martainville era un jacobino. ¡Ah, justo cielo! ¡Tú podrás
    envanecerte de haber desesperado a tu abuelo!
    —Es evidente —dijo Théodule.
    Y aprovechando un momento en que el señor Gillenormand tomaba aliento, el lancero añadió
    magistralmente:
    —No debería haber otro periódico que el Moniteur, ni otro libro que el Anuario militar.
    El señor Gillenormand prosiguió:
    —¡Lo mismo que Sieyés! ¡Un regicida que llegó a senador! Porque siempre terminan así. Se hieren el
    rostro con su tuteo ciudadano para llegar a hacerse llamar señor conde. Señor conde, así, en letras de
    molde, gordas como el brazo de los camorristas de septiembre. ¡El filósofo Sieyés! Me hago la justicia
    de que nunca he hecho caso de las filosofías de esos filósofos más que de los anteojos del pagano de
    Tivoli. Vi un día a los senadores pasar por el muelle Malaquais con mantos de terciopelo violeta
    sembrados de abejas y con sombreros a lo Enrique IV. Eran odiosos. Hubiéranse dicho los monos de la
    corte del tigre. Ciudadanos, os declaro que vuestro progreso es una locura, que vuestra humanidad es un
    sueño, que vuestra Revolución es un crimen, que vuestra joven Francia virgen sale de un lupanar y os
    sostiene a todos, quienquiera que seáis, aunque fueseis publicistas, o economistas, o legistas, o más
    conocedores en materia de libertad, igualdad y fraternidad que la cuchilla de la guillotina. ¡Os lo declaro,
    amigos!
    —¡Pardiez! —gritó el teniente—, todo eso es admirablemente cierto.
    El señor Gillenormand interrumpió un gesto que había esbozado, se volvió, miró fijamente al lancero
    frunciendo el ceño y sentenció:
    —Sois un imbécil




    604
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    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
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    y tren de tus ilusiones."
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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 9 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Mar 03 Dic 2024, 16:06

    ***


    LIBRO SEXTO



    LA CONJUNCIÓN DE DOS ESTRELLAS


    I
    EL APODO: MANERA DE FORMAR NOMBRES DE FAMILIA
    En aquella época, Marius era un guapo joven de mediana estatura, con espesos cabellos muy negros,
    una frente alta e inteligente, las ventanas de la nariz abiertas y apasionadas, el aspecto sincero y
    tranquilo, y un no sé qué en el rostro que denotaba a la par altivez, reflexión e inocencia. Su perfil, cuyas
    líneas eran todas redondeadas, sin cesar de ser firmes, poseía esa dulzura germánica que ha penetrado en
    la fisonomía francesa por Alsacia y Lorena, y esa ausencia completa de ángulos que hacía distinguir tan
    fácilmente a los sicambros entre los romanos, y que distingue a la raza leonina de la raza aquilina.
    Hallábase en esa época de la vida en que la imaginación de los hombres que piensan se compone casi en
    iguales proporciones de reflexión y sencillez. Dada su grave situación, tenía cuanto necesitaba para ser
    estúpido; un paso más, y podía ser sublime. Sus maneras eran reservadas, frías, corteses, poco abiertas.
    Como su boca era encantadora, sus labios de lo más encarnado y sus dientes los más blancos del mundo,
    su sonrisa corregía lo que había de severo en su fisonomía. En ciertos momentos formaban singular
    contraste aquella casta frente y aquella voluptuosa sonrisa.
    En el tiempo de su mayor miseria observaba que las jóvenes se volvían cuando pasaba, y él huía o se
    ocultaba, con la muerte en el alma. Pensaba que le miraban a causa de sus viejas ropas, riéndose de ellas;
    el hecho es que le miraban por su gracia, y se complacían con ella.
    Este mudo malentendido entre él y las bonitas paseantes le había hecho huraño. No eligió ninguna por
    la sencilla razón de que huía de todas. Vivió así indefinidamente; bestialmente, según decía Courfeyrac.
    Courfeyrac le decía también: «No aspires a ser venerable [pues ellos se tuteaban: deslizarse al tuteo
    es la pendiente de las amistades jóvenes]. Querido amigo, un consejo. No leas tanto en los libros y mira
    un poco más las faldas. Siempre hay algo bueno en ellas, ¡oh, Marius! A fuerza de huir y de ruborizarte, te
    embrutecerás».
    En otras ocasiones, Courfeyrac le encontraba y le decía:
    —Buenos días, señor cura.
    Cuando Courfeyrac le encajaba alguna frase de este tipo, Marius esquivaba durante ocho días más
    que nunca a las mujeres, jóvenes y viejas, y evitaba a todo trance encontrarse con Courfeyrac.
    Había, sin embargo, en toda la inmensidad de la Creación dos mujeres de quienes Marius no huía y
    contra las cuales no tomaba precaución alguna. Una era la vieja barbuda que barría su cuarto, y de la cual
    decía Courfeyrac: «Viendo que su criada se deja la barba, Marius no se deja la suya». La otra era una
    jovencita a la cual veía frecuentemente, pero sin mirarla nunca.
    Desde hacía más de un año, Marius observaba en una avenida desierta del Luxemburgo, la avenida
    que costea el parapeto de la Pépiniére, a un hombre y una niña, casi siempre sentados uno al lado del otro
    en el mismo banco, en el extremo más solitario del paseo, por el lado de la calle Ouest
    [346]
    . Cada vez que
    esa casualidad, que se entromete en los paseos de las personas meditabundas, llevaba a Marius por
    aquella avenida, y esto sucedía casi todos los días, hallaba allí a la misma pareja. El hombre podría tener
    unos sesenta años, y parecía triste y serio; toda su persona ofrecía ese aspecto robusto y fatigado de las
    gentes de guerra retiradas del servicio. Si hubiera llevado una condecoración, Marius habría dicho: «Es
    un antiguo oficial». Tenía buen aspecto pero inabordable, y nunca fijaba su mirada en la mirada de nadie.
    Llevaba un pantalón azul, una levita azul y un sombrero de ala ancha que parecía siempre nuevo, una
    corbata negra y una camisa de cuáquero, es decir, deslumbrante por su blancura, pero de tela gruesa. Al
    pasar un día una griseta junto a él, exclamó: «¡Vaya un viudo bien aseado!» Tenía el pelo muy blanco.
    La joven que le acompañaba y se sentaba con él en el banco que parecían haber adoptado era una
    muchacha de trece a catorce años, delgada hasta el punto de resultar casi fea, encogida, insignificante, y
    que tal vez poseía unos hermosos ojos. Sólo que los tenía siempre levantados con una especie de
    desagradable seguridad. Tenía ese aspecto a la vez aviejado e infantil de las pensionistas de un convento;
    y vestía un traje mal cortado de merino negro. Parecían ser padre e hija.
    Marius examinó durante dos o tres días a aquel hombre viejo que no era aún un anciano, y a aquella
    niña que no era aún una joven; luego dejó de prestarles atención. Ellos, por su parte, parecían no haberle
    visto siquiera. Charlaban entre sí con aire apacible e indiferente. La joven charlaba sin cesar y
    alegremente; el viejo hablaba poco, pero a cada instante, fijaba en ella sus ojos llenos de una inefable
    ternura paternal.
    Marius había adquirido la maquinal costumbre de pasearse por aquella avenida. En ella los
    encontraba invariablemente.
    He aquí cómo sucedía.
    Marius llegaba generalmente por el extremo de la avenida opuesta a su banco. Andaba a lo largo de
    la avenida, pasaba ante ellos y luego se volvía y recorría de nuevo el paseo hasta el extremo por donde
    había entrado, y volvía a comenzar. Repetía esto, cinco o seis veces cada día, y el paseo otras cinco
    veces por semana, sin que, a pesar de tanto encuentro, aquellas personas hubiesen llegado a cambiar un
    saludo.
    Aquel hombre y aquella niña, aunque parecían evitar las miradas, naturalmente habían despertado la
    atención de cinco o seis estudiantes que, de vez en cuando, se paseaban por la Pépiniére; los estudiantes
    estudiosos, después de sus clases, y los otros, después de su partida de billar. Courfeyrac, que pertenecía
    a los últimos, los había observado durante algún tiempo, pero pareciéndole fea la muchacha, tuvo buen
    cuidado de alejarse pronto. Había huido como un parto, lanzándoles en vez de un dardo un apodo.
    Sorprendido únicamente por el traje de la pequeña y por los cabellos del viejo, había llamado a la chica
    la señorita Lanoir, y al padre el señor Leblanc, y con tal suerte que, no conociéndolos nadie, e ignorando
    su verdadero nombre, el apodo ocupó el lugar, e hizo las veces de aquél. Los estudiantes decían: «¡Ah!,
    ya está el señor Leblanc en su puesto»; y Marius, como los demás, halló muy cómodo llamar a aquel
    desconocido Leblanc.
    Los imitaremos, y le llamaremos señor Leblanc, para mayor facilidad de este relato.
    Marius continuó así, viéndolos casi todos los días a la misma hora durante el primer año. El hombre
    le agradaba, pero la chica le parecía un poco tosca y sin gracia.




    II


    LUX FACTA EST



    [347]
    El segundo año, precisamente en el punto de esta historia a que ha llegado el lector, sucedió que la
    costumbre de pasear por el Luxemburgo se interrumpió, sin que el mismo Marius supiera por qué, y
    estuvo cerca de seis meses sin poner los pies en aquel paseo. Por fin, un día volvió allá. Era una serena
    mañana de verano, y Marius estaba alegre como se suele estar cuando hace buen tiempo. Parecíale que
    llevaba en el corazón todos los cantos de los pájaros que oía, y todo el cielo azul que veía a través del
    ramaje de los árboles.
    Fuese en derechura hacia «su avenida», y cuando estuvo en su extremo, divisó, siempre en el mismo
    banco, a la conocida pareja. Solamente que cuando se acercó vio que el hombre seguía siendo el mismo
    pero le pareció que la joven no era la misma. La persona que veía ahora era una hermosa y alta criatura,
    con las formas más encantadoras de la mujer, en ese momento preciso en que se combinan todavía con las
    gracias más cándidas de la niña; momento fugaz y puro, que sólo pueden traducir estas dos palabras:
    quince años. Tenía admirables cabellos castaños, matizados con reflejos de oro; una frente que parecía
    hecha de mármol; mejillas que parecían formadas de hojas de rosa, de un sonrosado pálido, una blancura
    que revelaba cierta emoción interior, una boca de forma exquisita de la que la sonrisa brotaba como una
    claridad y la palabra como una música, una cabeza que Rafael hubiera dado a María, colocada sobre un
    cuello que Jean Goujon hubiera dado a Venus. Y para que nada faltase a aquella encantadora figura, la
    nariz no era hermosa, era bonita; ni recta, ni aguileña, ni italiana ni griega; era la nariz parisiense, es
    decir, algo espiritual, fino, irregular y puro que desespera a los pintores y que encanta a los poetas.
    Cuando Marius pasó cerca de ella, no pudo ver sus ojos, que tenía constantemente bajos. No vio más
    que sus largas pestañas castañas, penetradas de sombra y de pudor.
    Esto no impedía a la hermosa joven que sonriese escuchando al hombre de cabellos blancos que le
    hablaba, y nada resultaba tan encantador como aquella fresca sonrisa y aquellos ojos bajos.
    En el primer instante, Marius creyó que era otra hija del mismo hombre, una hermana sin duda de la
    primera. Pero cuando la costumbre invariable le condujo por segunda vez cerca del banco, y la hubo
    examinado con atención, reconoció que era la misma joven. En seis meses, la pequeña se había
    convertido en una jovencita; esto era todo. Nada tan frecuente como este fenómeno. Hay un momento en
    que las niñas, en un abrir y cerrar de ojos, pasan de capullo a rosa. Ayer se las dejó niñas y hoy se las
    encuentra seductoras.
    Ésta no sólo había crecido, sino que se había idealizado. Así como bastan tres días de abril para que
    ciertos árboles se cubran de flores, seis meses habían bastado para cubrirla de belleza. Su abril había
    llegado.
    Se ven algunas veces personas pobres y mezquinas que parecen despertarse, pasan súbitamente de la
    indigencia al fausto, hacen gastos de todo género y se convierten de pronto en deslumbradoras, pródigas y
    magníficas. Consiste esto en una fortuna improvisada, en un plazo vencido. La joven había cobrado su
    semestre.
    Y además, no era ya la colegiala con su sombrero de peluche, su traje de merino, sus zapatos de
    colegiala y sus manos encarnadas; el buen gusto se había desarrollado en ella junto con la belleza. Era
    una persona bien puesta, con cierta elegancia sencilla y rica sin pretensión. Llevaba un vestido de
    damasco negro, un abrigo de la misma tela y un sombrero de crespón blanco. Sus guantes blancos
    mostraban la finura de su mano, la cual jugaba con el mango de una sombrilla de marfil chino, y su bonita
    botita de seda dibujaba la pequeñez de su pie. Cuando se pasaba cerca de ella, se percibía un perfume
    joven y penetrante que brotaba de toda su persona.
    Por lo que respecta al hombre, seguía siendo el mismo.
    La segunda vez que Marius llegó cerca de ella, la joven alzó los párpados; sus ojos eran de un azul
    celeste y profundo; pero en aquel azul velado no había más que la mirada de una niña. Miró a Marius con
    indiferencia, como hubiera mirado al niño que corría debajo de los sicomoros, o el jarrón de mármol que
    proyectaba su sombra sobre el banco; y Marius, por su parte, continuó el paseo pensando en otra cosa.
    Pasó todavía cuatro o cinco veces cerca del banco donde estaba la joven, pero sin dirigir la mirada
    hacia ella.
    Los días siguientes volvió como de costumbre al Luxemburgo y encontró «al padre y a la hija», sin
    prestarles atención. No pensó más en aquella hermosa joven de lo que había pensado cuando era fea.
    Pasaba, sí, cerca del banco donde ella se encontraba, pero sólo por costumbre.




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    Mensaje por Maria Lua Mar 03 Dic 2024, 16:08

    ***
    III



    EFECTO DE PRIMAVERA



    Un día en que el aire era tibio, el Luxemburgo estaba inundado de sombra y de sol, el cielo era puro
    como si los ángeles lo hubieran lavado por la mañana, los pajarillos cantaban alegremente, posados en
    las profundidades de los castaños, Marius había abierto su alma a la naturaleza: en nada pensaba; vivía y
    respiraba. Pasó cerca del banco, la joven alzó los ojos y sus miradas se encontraron.
    ¿Qué había esta vez en la mirada de la joven? Marius no hubiera podido decirlo. No había nada y lo
    había todo. Fue un relámpago.
    Ella bajó los ojos y él continuó su camino.
    Lo que acababa de ver no era la mirada ingenua y sencilla de un niño, era una sima misteriosa que se
    había entreabierto, y luego cerrado bruscamente.
    Hay un día en que toda joven mira así. ¡Desgraciado del que se encuentra cerca!
    Esa primera mirada de un alma que no se conoce todavía es como el alba en el cielo. Es el despertar
    de alguna cosa radiante y desconocida. Nada puede pintar el encanto peligroso de esa luz que ilumina
    vagámente, de pronto, adorables tinieblas, y que se compone de toda la inocencia del presente y de toda
    la pasión del futuro. Es una especie de ternura indecisa que se revela por casualidad y que espera. Es una
    trampa que el inocente tiende a su pesar y en la cual aprisiona a los corazones sin saberlo y sin quererlo.
    Es una virgen que mira como una mujer.
    Es raro que no nazca una profunda meditación dondequiera que caiga esa mirada. Todas las purezas y
    todos los ardores se concentran en ese rayo celeste y fatal que, más que las miradas mejor elaboradas de
    las coquetas, tiene el mágico poder de hacer brotar súbitamente en el fondo de un alma esa flor sombría,
    llena de perfumes y de venenos, que se llama amor.
    Por la noche, al regresar a su buhardilla, Marius fijó la vista en sus vestidos, y se percató por primera
    vez de la inconveniencia y la estupidez inaudita de irse a pasear por el Luxemburgo con su vestido «de
    todos los días», es decir, con un sombrero roto hacia el ala, botas gruesas como un carretero, un pantalón
    negro, que estaba blanco por las rodillas, y una chaqueta negra que palidecía en los codos.





    IV



    PRINCIPIO DE UNA GRAN ENFERMEDAD



    Al día siguiente, a la hora acostumbrada, Marius sacó de su armario el traje nuevo, el pantalón nuevo,
    el sombrero nuevo y sus botas nuevas, revistióse de esta panoplia completa, se puso guantes, lujo
    prodigioso, y se fue al Luxemburgo.
    En el camino se encontró con Courfeyrac y fingió no verle. Courfeyrac, al volver a casa, dijo a sus
    amigos: «Acabo de encontrarme con el sombrero nuevo y la chaqueta nueva de Marius, y a Marius
    dentro. Sin duda iba a pasar un examen. Tenía un aspecto completamente estúpido».
    Al llegar al Luxemburgo dio la vuelta al estanque, contempló los cisnes, luego permaneció largo rato
    contemplando una estatua que tenía la cabeza completamente negra de moho, y a la que le faltaba una
    cadera. Cerca del estanque había un caballero como de cuarenta años, y ventrudo, que llevaba de la mano
    a un niño de cinco años, y le decía: «Evita los excesos. Mantente, hijo mío, a igual distancia del
    despotismo y de la anarquía». Marius escuchó a aquel burgués. Luego dio una vez más la vuelta al
    estanque. Por fin se dirigió hacia «su avenida», lentamente, y como si fuera a pesar suyo. Hubiérase
    dicho que se veía obligado a ir y retenido a la vez por un impulso contrario. Él, por su parte, no analizaba
    sus sensaciones y creía obrar como los demás días.
    Al desembocar en la avenida descubrió al otro extremo, «en su banco», al señor Leblanc y a la joven.
    Abotonóse hasta arriba la chaqueta, la estiró sobre su torso y espalda para que no hiciese arrugas,
    examinó con cierta complacencia los lustrosos reflejos de su pantalón y se dirigió hacia el banco. Había
    algo de ataque en aquella marcha, y hasta humos de conquista. Digo que se fue derecho hacia el banco
    como diría: «Aníbal marchó sobre Roma».
    Por lo demás, todos sus movimientos eran maquinales, y no había interrumpido en absoluto las
    preocupaciones habituales de su espíritu o de sus trabajos. En aquel momento estaba pensando que el
    Manual del bachillerato era un libro estúpido, y que era preciso que lo hubiesen compuesto personas de
    una sandez extremada para que en él se analizasen como obras maestras del ingenio humano tres tragedias
    de Racine y únicamente una comedia de Moliere; sentía un agudo zumbido en los oídos. Al acercarse al
    banco volvió a estirar las arrugas de su ropa, y sus ojos se fijaron en la joven. Le parecía que ella
    llenaba todo el extremo del paseo con una vaga luz azulada.
    A medida que se acercaba, sus pasos hacíanse cada vez más lentos. Al llegar a una cierta distancia
    del banco, mucho antes de llegar al final de la avenida, se detuvo, y no pudo saber cómo sucedió, pero lo
    cierto es que se volvió en dirección opuesta a la que llevaba. Ni aún se dijo que no pensaba recorrer todo
    el paseo. La joven apenas pudo verle de lejos y notar el buen aspecto que tenía con su traje nuevo. Sin
    embargo, él caminaba muy erguido, a fin de mostrar una buena estampa en el caso de que le mirara
    alguien que estuviese detrás.
    Llegó al extremo opuesto; después volvió, y esta vez se acercó un poco más al banco. Aproximóse
    hasta la distancia de tres intervalos de árboles, pero allí sintió no sé qué imposibilidad de ir más lejos, y
    dudó. Había creído ver el rostro de la joven volviéndose hacia él; empero, hizo un esfuerzo viril y
    violento, dominó su vacilación y continuó avanzando. Algunos segundos más tarde pasaba ante el banco,
    tieso y firme, encarnado hasta las orejas, sin atreverse a mirar ni hacia la derecha ni hacia la izquierda,
    con la mano metida entre los botones de la chaqueta, como un hombre de Estado. En el momento que pasó
    bajo el cañón de la plaza, experimentó un fuerte latido del corazón. Ella llevaba, como el día anterior, su
    traje de damasco y su sombrero de crespón. Oyó una voz inefable, que debía ser «su voz». Ella hablaba
    tranquilamente. Estaba muy bonita. Se daba cuenta de ello, aunque no trataba de verla. «No podría menos
    de estimarme —pensaba Marius— y de tenerme en consideración si supiese que soy yo el verdadero
    autor de la disertación sobre Marcos Obregón de la Ronda, que el señor François de Neufcháteau ha
    puesto como de su cosecha propia al frente de su edición de Gil Blas».
    Pasó el banco, llegó hasta el extremo de la calle que estaba muy cercana, luego volvió sobre sus
    pasos y tornó a pasar delante de la hermosa joven; y como creía que a su espalda la joven le miraba, esto
    le hacía tropezar.
    No volvió a intentar acercarse al banco, se detuvo hacia la mitad del paseo, y allí, cosa que nunca
    hacía, se sentó, mirando de reojo a un lado y a otro, pensando en las recónditas profundidades de su
    espíritu que, al fin y al cabo, era difícil que las personas cuyo sombrero blanco y vestido negro admiraba
    fueran absolutamente insensibles a su pantalón lustroso y su chaqueta nueva.
    Al cabo de un cuarto de hora se levantó, como si fuera a comenzar de nuevo su paseo en dirección al
    banco que aparecía rodeado de una aureola. Sin embargo, quedóse en pie, inmóvil. Por vez primera
    después de quince meses, se dijo que aquel señor que se sentaba allí todos los días con aquella joven
    habría reparado sin duda en él,, y que le habría parecido extraña su asiduidad.
    También por vez primera sintió que era irreverente designar a aquel desconocido, aun en el secreto
    de su pensamiento, con el sobrenombre de Leblanc.
    Permaneció así durante algunos minutos, con la cabeza baja, haciendo dibujos en la arena con una
    varita que tenía en la mano.
    Luego, volvióse bruscamente hacia el lado opuesto al banco, al señor Leblanc y a su hija, y regresó a
    su casa.
    Aquel día se olvidó de ir a comer. Se dio cuenta a las ocho de la noche, y como ya era tarde para
    bajar a la calle Saint-Jacques, lanzó un ¡bah! y comió un pedazo de pan.
    No se acostó hasta después de haber cepillado su traje y haberlo doblado cuidadosamente.



    V



    CAEN VARIOS RAYOS SOBRE LA TÍA BOUGON




    Al día siguiente, la tía Bougon, pues así llamaba Courfeyrac a la vieja portera-inquilina principalcriada del caserón Gorbeau (el tarambana de Courfeyrac a nadie respetaba), observó estupefacta que el
    señor Marius salía otra vez con su traje nuevo.
    Volvió al Luxemburgo, pero no pasó del banco que estaba a la mitad del paseo. Sentóse allí, como la
    víspera, considerando de lejos y viendo distintamente el sombrero blanco, el traje negro y, sobre todo, el
    resplandor azul. No se movió de allí, y no volvió a retirarse hasta que se cerraron las puertas del
    Luxemburgo. No vio marcharse al señor Leblanc y a su hija. Llegó a la conclusión de que habían salido
    de los jardines por la verja de la calle Ouest. Más tarde, algunas semanas después, al pensar en ello, no
    pudo recordar dónde había cenado aquella noche.
    Al día siguiente, era el tercero, la tía Bougon quedó también estupefacta. Marius salió con su traje
    nuevo.
    —¡Tres días seguidos! —exclamó.
    Intentó seguirle, pero Marius andaba muy deprisa, a grandes pasos, de modo que seguirle era para
    ella como si un hipopótamo siguiera a un corzo. Le perdió de vista a los dos minutos, y volvióse
    sofocada, casi asfixiada por su asma, y furiosa.
    —¡Como si fuera de sentido común —gruñó— ponerse el traje nuevo todos los días y hacer correr a
    las personas de este modo!
    Marius se había encaminado al Luxemburgo.
    La joven estaba allí, con el señor Leblanc. Marius se acercó cuanto pudo, aparentando leer un libro,
    pero quedóse aún bastante lejos, y luego volvió a sentarse en su banco, donde pasó cuatro horas
    contemplando el salto de los bulliciosos gorriones, que le parecía que se burlaban de él.
    Así transcurrieron quince días. Marius iba al Luxemburgo, no ya para pasearse, sino para sentarse
    siempre en el mismo lugar, sin saber la razón. Al llegar allí, no se movía. Cada mañana se ponía su traje
    nuevo para no dejarse ver, y al día siguiente hacía lo mismo.
    Decididamente, ella era de una hermosura maravillosa. La única observación que pudiera hacerse
    parecida a una crítica es que la contradicción entre su mirada, que era triste, y su sonrisa, que era alegre,
    daba a su rostro un aspecto como extraviado, lo cual hacía que, en ciertos instantes, aquel dulce rostro se
    volviera extraño, sin dejar de ser encantador.






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    Mensaje por Maria Lua Mar 03 Dic 2024, 16:10

    ***
    VI



    PRISIONERO



    Uno de los últimos días de la segunda semana, Marius estaba como de costumbre sentado en su
    banco, teniendo en la mano un libro abierto del cual hacía dos horas no había vuelto una hoja. De repente,
    se estremeció. Algo ocurría al final del paseo. El señor Leblanc y su hija acababan de levantarse; la hija
    había tomado el brazo de su padre, y ambos se dirigían lentamente hacia el centro del paseo, donde se
    hallaba Marius. Marius cerró su libro, luego lo volvió a abrir y procuró leer. Temblaba; la aureola venía
    recta a él.
    «¡Ah, Dios mío! —pensaba—. No me darán tiempo para tomar una postura conveniente».
    Sin embargo, el hombre de cabellos blancos y la joven continuaban avanzando. Le parecía que
    aquello duraba un siglo, y era tan sólo un segundo.
    «¿Qué es lo que vienen a hacer aquí? —se preguntó—. ¡Cómo! ¿Va a pasar por aquí? ¡Sus pies van a
    pisar esta arena, en este paseo, a dos pasos de mí!»
    Estaba completamente trastornado; hubiera querido en aquel instante ser hermoso, tener una
    condecoración. Oía aproximarse el ruido dulce y mesurado de sus pasos. Se imaginaba que el señor
    Leblanc le dirigía miradas irritadas. «¿Irá a hablarme este caballero?», pensó. Bajó la cabeza; cuando la
    levantó estaban muy cerca de él. La joven pasó, y ú pasar le miró, Le miró fijamente, con una dulzura
    pensativa que hizo estremecer a Marius de pies a cabeza. Le pareció que ella le reprochaba el haber
    estado durante tanto tiempo sin acercársele, y que ella le decía: «Soy yo quien vengo». Marius quedóse
    deslumbrado ante aquellas pupilas llenas de rayos y de abismos.
    Sentía arder una hoguera en su cerebro. ¡Ella se había acercado a él, qué alegría! Y luego ¡cómo le
    había mirado! Le pareció aún más hermosa que nunca. Hermosa, con una belleza a la vez femenina y
    angélica, con una belleza completa que hubiera hecho cantar a Petrarca y arrodillarse a Dante. Le parecía
    estar nadando en pleno cielo azul. Al mismo tiempo, se sentía horriblemente contrariado, porque tenía
    polvo en las botas.
    Creía estar seguro de que ella había mirado también sus botas.
    La siguió con los ojos hasta que desapareció. Luego se puso a andar por el Luxemburgo como un
    loco. Es probable que a ratos se riera solo y hablara en alta voz. Pasaba tan pensativo junto a las niñeras
    que cada una de ellas creía ser la causa de su actitud.
    Salió del Luxemburgo, esperando encontrarla de nuevo en alguna calle.
    Se cruzó con Courfeyrac bajo las arcadas del Odeón y le dijo: «Ven a comer conmigo». Se fueron a
    Rousseau y gastaron seis francos. Marius comió como un ogro. Dio seis sueldos al camarero. A los
    postres, dijo a Courfeyrac: «¿Tienes el periódico? ¡Qué buen discurso ha hecho Audry de
    Puyraveau!»
    [348]
    .
    Estaba perdidamente enamorado.
    Después de la cena, dijo a Courfeyrac: «Te pago el espectáculo». Se dirigieron a la Porte-SaintMartin, a ver a Frédérick en El albergue de los Adrets. Marius se divirtió enormemente.
    Al mismo tiempo su esquivez se redobló. Al salir del teatro rehusó mirar la liga de una modistilla que
    saltaba un arroyo. Y Courfeyrac le causó casi horror por haber dicho: «De buena gana aumentaría mi
    colección con esta mujer».
    Courfeyrac le había invitado a almorzar al día siguiente al Café Voltaire. Marius acudió y comió aún
    más que la víspera. Estaba muy pensativo y alegre. Hubiera dicho que aprovechaba todas las ocasiones
    para reír a carcajadas, y abrazó tiernamente a un provinciano cualquiera que le fue presentado. En torno
    de la mesa habíase formado un círculo de estudiantes; se había hablado de las tonterías pagadas por el
    Estado, que se administran desde la cátedra de la Sorbona; luego la conversación recayó sobre las faltas
    y lagunas de los diccionarios y de las prosodias Quicherat. Marius interrumpió la discusión para
    exclamar:
    —¡Sin embargo, debe de ser muy agradable tener una condecoración!
    —¡Esto es gracioso! —dijo Courfeyrac por lo bajo a Jean Prouvaire.
    —¡No —respondió Jean Prouvaire—, es serio!
    Y era serio, en efecto. Marius se hallaba en esa primera hora violenta y llena de encanto en que
    comienzan las grandes pasiones.
    Una mirada había hecho todo esto.
    Cuando la mina está cargada, cuando el incendio está pronto, nada es tan sencillo. Una mirada es una
    chispa.
    Estaba hecho. Marius amaba a una mujer. Su destino entraba en lo desconocido.
    La mirada de las mujeres se parece a ciertas maquinarias tranquilas en apariencia, pero formidables.
    Pasamos a su lado todos los días quieta e impunemente, sin sospechar nada. Llega un momento en que
    incluso olvidamos aquello que está allí. Se va, se viene, se sueña, se habla, se ríe. De pronto, nos
    sentimos presos. Todo acabó. La rueda nos detiene, la mirada nos ha apresado. Nos ha apresado, no
    importa por dónde, ni cómo, por una parte cualquiera de nuestro pensamiento que vagaba sin objeto, por
    una distracción que hemos tenido. Estamos perdidos. Un encadenamiento de fuerzas misteriosas se
    apodera de nosotros. En vano nos debatimos. No hay socorro humano posible. Vamos a caer de engranaje
    en engranaje, de angustia en angustia, de tortura en tortura, nosotros, nuestro espíritu, nuestra fortuna,
    nuestro porvenir, nuestra alma; y según nos hallemos en poder de una criatura malvada o de un noble
    corazón, no saldremos de esta espantosa máquina sino desfigurados por la vergüenza o transfigurados por
    la pasión.



    VII



    AVENTURAS DE LA LETRA «U» EN EL TERRENO DE LAS SUPOSICIONES



    El aislamiento, el despego de todo, el orgullo, la independencia, la inclinación a la naturaleza, la
    ausencia de actividad cotidiana y material, la vida en sí, las luchas secretas de la castidad y el éxtasis
    benévolo ante toda creación habían preparado a Marius para esta posesión que se llama pasión. El culto
    a su padre se había convertido poco a poco en una religión, y como toda religión se había retirado al
    fondo del alma. Era preciso algo en primer término, y vino el amor.
    Transcurrió un mes entero, durante el cual Marius fue todos los días al Luxemburgo. Llegada la hora,
    nada podía retenerle. «Está de servicio», decía Courfeyrac. Marius vivía en continuo éxtasis. Cierto es
    que la joven le miraba.
    Había terminado por atreverse, y se acercaba al banco. Empero, no pasaba más adelante,
    obedeciendo a la vez al instinto de timidez y al instinto de prudencia de los enamorados. Juzgaba útil no
    «llamar la atención del padre». Combinaba sus paradas detrás de los árboles y los pedestales de las
    estatuas con un maquiavelismo profundo, de manera de mostrarse lo más posible a la joven, y dejarse ver
    lo menos posible del viejo señor. Algunas veces, permanecía inmóvil más de media hora, a la sombra de
    un Leónidas o un Espartaco cualquiera, llevando en la mano un libro por encima del cual sus ojos,
    suavemente levantados, iban a buscar a la hermosa joven, y ella, por su parte, volvía hacia él con una
    vaga sonrisa su encantador perfil. Mientras hablaba natural y tranquilamente con el hombre de los
    cabellos blancos, posaba en Marius todos los ensueños de una mirada virginal y apasionada. Antigua e
    inmemorial habilidad, que Eva dominaba desde el primer día del mundo, y que toda mujer sabe desde el
    principio de su vida. Su boca contestaba a uno y su mirada respondía a otro.
    Preciso es creer que el señor Leblanc, sin embargo, había llegado al fin a notar algo, pues a menudo,
    cuando Marius llegaba, se levantaba y se ponía a pasear. Había abandonado su lugar habitual y había
    adoptado, al otro extremo del paseo, el banco vecino al Gladiador, como para ver si Marius le seguiría
    hasta allí. Marius no comprendió el juego, y cometió esta falta. El «padre» comenzó a no ser tan puntual
    como antes, y a no llevar todos los días a su «hija». Algunas veces iba solo; entonces Marius se
    marchaba. Otra equivocación.
    Marius no se preocupaba de estos síntomas. De la fase de la timidez había pasado, progreso natural y
    fatal, a la fase de ceguera. Su amor crecía. Soñaba con él todas las noches. Y además había tenido una
    dicha inesperada, que fue como aceite sobre fuego, y redobló las tinieblas en derredor de sus ojos.
    Una tarde, al anochecer, había hallado en el banco que «el señor Leblanc y su hija» acababan de
    abandonar un pañuelo. Un pañuelo muy sencillo, sin bordados, pero blanco, fino, y que le pareció que
    exhalaba inefables perfumes. Se apoderó de él transportado. Aquel pañuelo estaba marcado con las letras
    «U. F».; Marius no sabía nada de aquella hermosa joven, ni de su familia, ni su nombre, ni su casa.
    Aquellas dos letras eran la primera noticia que tenía de ella, adorables iniciales sobre las que comenzó
    inmediatamente a formar conjeturas. U era evidente el nombre. «¡Ursule! —pensó—. ¡Qué delicioso
    nombre!» Besó el pañuelo, lo aspiró, se lo puso sobre el corazón, sobre su carne durante el día, y por la
    noche junto a sus labios para dormirse.
    —¡Aspiro en él toda su alma! —exclamaba.
    Aquel pañuelo era sencillamente del anciano, que lo había dejado caer de su bolsillo.
    Los días que siguieron al hallazgo, no se mostró ya en el Luxemburgo sino besando el pañuelo, y
    apoyándolo sobre su corazón. La hermosa joven no comprendía nada, y así lo daba a entender por medio
    de señas imperceptibles.
    —¡Oh, pudor! —decía Marius.





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    Mensaje por Maria Lua Mar 03 Dic 2024, 16:12

    ***

    VIII



    HASTA LOS INVÁLIDOS PUEDEN SER DICHOSOS



    Puesto que hemos pronunciado la palabra pudor, y puesto que nada ocultamos, debemos decir que una
    vez, sin embargo, a través de su éxtasis «su Ursule» le infirió un agravio muy serio. Era uno de esos días
    en que la joven hacía levantarse y pasear por la avenida al señor Leblanc. Una fresca brisa de mayo
    agitaba las hojas de los plátanos. El padre y la hija, enlazados del brazo, acababan de pasar delante del
    banco de Marius. Marius se había levantado al momento, y los seguía con la mirada, como conviene a la
    situación en que se encontraba su ánimo.
    De repente, una ráfaga de viento, un poco más alegre que las demás, y encargada probablemente de
    llevar a cabo los asuntos de la primavera, voló desde el vivero, se abatió sobre la avenida, envolvió a la
    joven en un encantador estremecimiento digno de las ninfas de Virgilio y de los faunos de Teócrito y
    levantó su vestido, aquel vestido más sagrado que la túnica de Isis, casi hasta la altura de la liga,
    mostrando una pierna de forma exquisita. Marius la vio, y aquel espectáculo le exasperó y le puso
    furioso.
    La joven se había bajado rápidamente el vestido, con un movimiento de susto delicioso, pero no por
    ello indignó menos a Marius. Estaba solo en el paseo, es cierto. Pero podía haber habido alguien. ¿Y si
    hubiera habido alguien? ¿Se comprende una cosa semejante? ¡Es horrible lo que la joven acababa de
    hacer! ¡Ay!, la pobre niña nada había hecho; sólo había un culpable: el viento; pero Marius, en quien
    rugía confusamente el Bartolo que hay en el Querubín, estaba determinado a enfadarse, y estaba celoso
    hasta de su sombra. Así, en efecto, se despiertan en el corazón humano, y se imponen, aun sin derecho,
    los acres y extraños celos de la carne. Por lo demás, e incluso prescindiendo de los celos, la visión de
    aquella pierna encantadora no había resultado para él nada agradable; la media blanca de la primera
    mujer que hubiera encontrado le habría resultado más hermosa.
    Cuando «su Ursule», después de haber alcanzado el extremo de la alameda, volvió sobre sus pasos
    con el señor Leblanc, y pasó delante del banco donde Marius había vuelto a sentarse, éste le dirigió una
    mirada furtiva y feroz. La joven hizo ese movimiento de hombros y ese arqueo de cejas que significa:
    «¿Qué le pasa a usted?»
    Fue ésta su «primera riña».
    Apenas acababa Marius de hacerle esta escena con los ojos cuando alguien atravesó la avenida. Era
    un inválido encorvado, arrugado en extremo, con uniforme de tiempos de Luis XV, que llevaba sobre el
    pecho la pequeña placa ovalada de paño encarnado, con espadas cruzadas, cruz de San Luis del soldado,
    y adornado además de una manga del uniforme sin brazo dentro, una barbilla de plata y una pierna de
    palo. Marius creyó observar que aquel ente tenía el aire extremadamente satisfecho. Incluso le pareció
    que el viejo cínico, al pasar cojeando por su lado, le había dirigido un guiño fraternal y alegre, como si
    una casualidad cualquiera hubiese hecho que estuviesen en inteligencia y que hubieran saboreado en
    común alguna buena fortuna. ¿Qué tenía para estar tan contento aquel resto de Marte? ¿Qué había pasado
    entre aquella pierna de palo y la otra? Marius llegó hasta el paroxismo de los celos. «¡Tal vez estaba…!
    ¡Tal vez habrá visto…!», pensó. Y tuvo deseos de exterminar al inválido.
    Con ayuda del tiempo, todo se olvida. Esa cólera de Marius contra «Ursule», por justa y legítima que
    fuera, pasó. Acabó por perdonar; pero tuvo que realizar un gran esfuerzo; se mostró enfadado con ella
    durante tres días.
    Sin embargo, a través de todo esto, y a causa de todo esto, su pasión aumentaba y llegaba hasta la
    locura.



    IX



    ECLIPSE



    Acabamos de ver de qué modo Marius había descubierto o creído descubrir que Ella se llamaba
    Ursule.
    Amando, viene el apetito. Saber que ella se llamaba Ursule era mucho y era poco. Marius, al cabo de
    tres o cuatro semanas había devorado esta felicidad. Deseó otra. Deseó saber dónde vivía.
    Había cometido una primera falta: caer en la emboscada del banco del Gladiador. Había cometido la
    segunda: no quedarse en el Luxemburgo cuando el señor Leblanc iba solo. Cometió una tercera que fue
    inmensa: siguió a «Ursule».
    Vivía en la calle Ouest, en el sitio menos frecuentado de la calle, en una casa nueva de tres pisos, de
    apariencia modesta.
    A partir de aquel instante, Marius añadió a la felicidad de verla en el Luxemburgo la felicidad de
    seguirla hasta su casa.
    Su hambre aumentaba. Sabía cómo se llamaba, al menos su nombre de pila, nombre encantador, el
    verdadero nombre de una mujer; ya sabía dónde vivía, y quiso saber quién era ella.
    Una noche, después de seguir al padre y a la hija hasta su casa, luego que los vio desaparecer tras la
    puerta cochera, entró detrás de ellos, y preguntó valientemente al portero:
    —¿Es el señor del primero quien acaba de entrar?
    —No —respondió el portero—. Es el inquilino del tercero.
    Había dado un paso más; ese triunfo alentó a Marius.
    —¿Interior o exterior? —preguntó.
    —¡Pardiez! —dijo el portero—, la casa no tiene más que pisos a la calle.
    —¿Y cuál es la profesión de ese caballero? —continuó Marius.
    —Es rentista, señor. Un hombre muy bueno, y que hace el bien a los desgraciados, aunque no es rico.
    —¿Cómo se llama? —preguntó Marius.
    El portero levantó la cabeza e inquirió:
    —¿Acaso sois polizonte?
    Marius se fue un poco mohíno, pero encantado. Progresaba.
    «¡Bien! —pensó—. Sé que se llama Ursule, que es hija de un rentista y que vive en la calle Ouest, en
    el tercer piso».
    Al día siguiente, el señor Leblanc y su hija fueron al Luxemburgo y sólo dieron un pequeño paseo; se
    marchaban cuando todavía era muy de día. Marius los siguió hasta la calle Ouest, como acostumbraba. Al
    llegar a la puerta cochera, el señor Leblanc hizo entrar a su hija, luego se detuvo antes de franquear el
    umbral, se volvió y miró fijamente a Marius.
    Al día siguiente no fueron al Luxemburgo. Marius esperó en vano durante todo el día.
    Al caer la noche se dirigió a la calle Ouest y vio luz en las ventanas del tercer piso. Se paseó ante
    aquellas ventanas hasta que la luz se apagó.
    Al día siguiente tampoco fueron al Luxemburgo.
    Marius esperó durante todo el día, y luego fue a ponerse de centinela bajo las ventanas. Esto le
    entretenía hasta las diez de la noche. Ya no comía. La fiebre alimenta al enfermo y el amor al enamorado.
    Transcurrieron de esta suerte ocho días. El señor Leblanc y su hija ya no aparecían por el
    Luxemburgo. Marius hacía tristes conjeturas; no se atrevía a espiar la puerta cochera durante el día. Se
    contentaba con ir allí por la noche, a contemplar la claridad rojiza de los cristales. De vez en cuando
    veía algunas sombras, y el corazón le latía.
    Al octavo día, cuando llegó bajo las ventanas, no había luz en ellas. «¡Vaya! —dijo—. Aún no han
    encendido la lámpara. Sin embargo, es ya de noche. ¿Habrán salido?» Esperó. Hasta las diez. Hasta
    medianoche. Hasta la una de la madrugada. Ninguna luz se encendió en las ventanas del tercer piso, y
    nadie regresó a la casa. Se marchó muy sombrío.
    Al día siguiente —pues no vivía sino de día siguiente en día siguiente, ni existía hoy para él,
    digámoslo así—, no vio a nadie en el Luxemburgo; lo esperaba; al anochecer, se dirigió a la casa.
    Ninguna luz en las ventanas; las persianas estaban cerradas; el piso tercero estaba oscuro.
    Marius llamó a la puerta cochera y preguntó al portero:
    —¿El señor del tercero?
    —Se ha mudado —respondió el portero.
    Marius vaciló y dijo débilmente:
    —¿Desde cuándo?
    —Desde ayer.
    —¿Dónde vive ahora?
    —No lo sé.
    —¿No ha dejado su nueva dirección?
    —No. —Y el portero levantó la nariz y reconoció a Marius—. ¡Vaya!, sois vos. ¿Conque,
    decididamente, sois de la policía?






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    Mensaje por Maria Lua Mar 03 Dic 2024, 16:15

    ***

    LIBRO SÉPTIMO



    EL PATRÓN MINETT




    I



    LAS MINAS Y LOS MINEROS




    Las sociedades humanas tienen todas lo que se llama en los teatros el foso. El suelo social está
    minado por todas partes, ya en favor del bien, ya en favor del mal. Estos trabajos se superponen. Hay las
    minas superiores y las minas inferiores. Hay un alto y un bajo en este oscuro subsuelo que se abre a veces
    bajo la civilización, y que nuestra indiferencia y nuestra dejadez hollan a cada momento. La Enciclopedia
    del siglo pasado era una mina casi a cielo abierto. Las tinieblas, esas sombras encubridoras del
    cristianismo primitivo, sólo esperan la ocasión propicia para hacer explosión bajo los Césares y para
    inundar el género humano de luz. Porque en las tinieblas sagradas hay luz latente. Los volcanes están
    llenos de una sombra capaz de arrojar llamas. Toda lava empieza por ser noche. Las catacumbas donde
    se dijo la primera misa no eran solamente la cueva de Roma, sino que eran también el subterráneo del
    mundo.
    Hay bajo el edificio social, esta maravilla complicada de los sótanos de todo edificio grande,
    excavaciones de todas clases. Allí están la mina religiosa, la mina política, la mina económica, la mina
    revolucionaria. Unos cavan con el pico de la idea, otros con el número, otros con la cólera. Se llaman y
    se responden de una catacumba a otra. Las utopías caminan bajo tierra en las galerías y se ramifican en
    todos los sentidos. A veces se encuentran y fraternizan entre ellas. Jean-Jacques presta su pico a
    Diógenes, quien a su vez le presta su linterna. Algunas veces luchan. Calvino anda a la greña con
    Socini
    [349]
    . Pero nada detiene ni interrumpe la tensión de todas estas energías hacia el fin, ni la vasta
    actividad simultánea que va y viene, sube y baja y vuelve a subir en aquellas oscuridades, y que
    transforma lentamente lo superior con lo inferior, el exterior con el interior; inmenso hormigueo
    desconocido. La sociedad apenas sospecha estas excavaciones, que al dejarle la superficie, le cambia las
    entrañas. Tantos pisos subterráneos suponen otros tantos trabajos diferentes y extracciones diversas. ¿Qué
    sale de todas estas profundas simas? El porvenir.
    Cuanto más se ahonda, más misteriosos son los trabajadores. Hasta un grado que la filosofía social
    sabe reconocer, el trabajo es bueno; más allá de ese grado, es dudoso y mixto; más abajo, se convierte en
    terrible. A una cierta profundidad, las excavaciones ya no son penetrables para el espíritu de
    civilización, pues ha sido traspasado el límite respirable del hombre; un principio de monstruos es
    posible.
    La escala descendente es extraña; cada uno de sus peldaños corresponde a un piso donde la filosofía
    puede asentar el pie, y donde se encuentra a uno de esos obreros algunas veces divinos otras veces
    deformes. Por debajo de Jean Huss
    [350] está Lutero; por debajo de Lutero, está Descartes; por debajo de
    Descartes, está Voltaire; por debajo de Voltaire, está Condorcet; por debajo de Condorcet, está
    Robespierre; por debajo de Robespierre, está Marat; por debajo de Marat, está Babeuf. Y así se
    continúa. Más abajo, confusamente, en el límite que separa lo indistinto de lo invisible, se descubren
    otras sombras, que tal vez no existen aún. Los de ayer son espectros; los de mañana son larvas. La mirada
    del espíritu los distingue confusamente. El trabajo embrionario del porvenir es una de las visiones del
    filósofo.
    ¡Inaudito espectáculo! ¡Un mundo en el limbo, en estado de feto!
    Saint-Simon, Owen
    [351]
    , Fourier están también allí, en las simas laterales.
    Realmente, aunque cierto encadenamiento divino, invisible, une entre sí, y sin saberlo ellos mismos, a
    todos estos pioneros subterráneos, que casi siempre se creen aislados y que no lo están, sus trabajos son
    muy diversos, y la luz de los unos contrasta con las llamaradas de los otros. Unos son paradisíacos, otros
    son trágicos. Empero, cualquiera que sea el contraste, todos estos trabajadores, desde el más alto al más
    nocturno, desde el más sabio hasta el más loco, tienen una similitud, y es ésta: el desinterés. Marat se
    olvida de sí mismo, como Jesús. Se dejan de lado a sí mismos, se omiten, no piensan ya en ellos. Ven
    algo más que ellos mismos. Tienen una mirada y esta mirada busca el absoluto. El primero tiene todo el
    cielo en sus ojos; el último, por enigmático que sea, tiene aún bajo el párpado la pálida claridad del
    infinito. Venerad de todos modos al que tiene por signo la pupila estrella.
    La pupila sombra es otro signo.
    En ella principia el mal. Delante del que no tiene mirada, meditad y temblad. El orden social tiene
    también sus mineros negros.
    Hay un punto en que el ahondamiento es el enterramiento, y donde se apaga la luz.
    Por debajo de todas estas minas que acabamos de indicar, por debajo de estas galerías, por debajo de
    todo este sistema venoso subterráneo del progreso y de la utopía, mucho más adentro en la tierra, aún más
    bajo que Marat y que Babeuf, más abajo, muchísimo más abajo y sin relación alguna con los pisos
    superiores, existe la última sima. Lugar formidable. Es lo que hemos denominado con el nombre de foso.
    Es la fosa de las tinieblas. Es la bodega de los ciegos. Inferi
    [352]
    .
    Este foso se comunica con los abis




    II




    EL BAJO FONDO



    Allí, el desinterés desaparece. El demonio se bosqueja vagamente; cada cual para sí. El yo sin ojos
    aúlla, busca, tantea y roe. El Ugolin social se halla en este abismo.
    Las siluetas feroces que vagan por estas profundidades, casi bestias, casi fantasmas, no se ocupan del
    progreso universal, ignoran la idea y la palabra, no tienen otra preocupación que la satisfacción del
    apetito individual. Son casi inconscientes, y hay en su interior una especie de tabla rasa aterradora.
    Tienen dos madres, las dos madrastras, la ignorancia y la miseria. Tienen una guía: la necesidad; y por
    toda forma de satisfacción, el apetito. Son brutalmente voraces, es decir, feroces, no a la manera del
    tirano, sino a la manera del tigre. Del sufrimiento, estas larvas pasan al crimen; filiación fatal, engendro
    vertiginoso, lógica de la sombra. Lo que se arrastra en el foso social no es la reclamación ahogada de lo
    absoluto, es la protesta de la materia. El hombre se convierte allí en dragón. Tener hambre y sed es el
    punto de partida; ser Satanás es el punto de llegada. De esta cueva sale Lacenaire.
    Acabamos de ver hace poco, en el libro cuarto, uno de los compartimientos de la mina superior, de la
    gran sima política, revolucionaria y filosófica. Allí, acabamos de decirlo, todo es noble, puro, digno,
    honesto. Allí, ciertamente es posible engañarse, y se engaña; pero el error es venerable porque lleva en sí
    el heroísmo. El conjunto del trabajo que allí se ejecuta tiene un nombre: el progreso.
    Ha llegado el momento de entrever otras profundidades, las profundidades repugnantes.
    Hay bajo la sociedad, insistamos en ello, y hasta el día en que la ignorancia sea destruida existirá, la
    gran caverna del mal.
    Esta caverna está por debajo de todas, y es la enemiga de todas. Es el odio sin excepción. Esta
    caverna no conoce filosofías; su puñal nunca ha servido para aguzar una pluma. Su negrura no tiene
    ninguna relación con la sublime negrura de la tinta. Nunca los dedos de la noche que se crispan bajo ese
    techo asfixiante han hojeado un libro ni desplegado un periódico. ¡Babeuf es un explotador para
    Cartouche! Marat es un aristócrata para Schinderhannes
    [353]
    . Esta caverna tiene por objeto el hundimiento
    de todo.
    De todo. Comprendidas las simas superiores, a las que execra. No mina solamente en su horrible
    hormiguero el orden social actual; mina la filosofía, mina la ciencia, mina el derecho, mina el
    pensamiento humano, mina la civilización, mina la revolución, mina el progreso. Se llama simplemente
    robo, prostitución, homicidio y asesinato. Es tinieblas y quiere el caos. Su bóveda está hecha de
    ignorancia.
    Todas las demás, las de arriba, tienen un solo objeto: suprimirla. A esto tienden todos sus órganos a
    la vez, tanto para el mejoramiento de lo real como por la contemplación de lo absoluto, la filosofía y el
    progreso. Destruid la caverna Ignorancia y habréis destruido la sima Crimen.
    Condensemos en algunas palabras una parte de lo que acabamos de escribir. El único peligro social
    es la oscuridad.
    Humanidad es identidad. Todos los hombres son de la misma arcilla. No hay diferencia alguna, al
    menos aquí abajo, en la predestinación. La misma sombra antes, la misma carne mientras, la misma
    ceniza después. Pero la ignorancia mezclada con la pasta humana, la ennegrece. Esta negrura incurable se
    apodera del interior del hombre y se convierte allí en M






    III



    BABET, GUEULEMER, CLAQUESOUS Y MONTPARNASE




    Una pandilla de bandidos, Claquesous, Gueulemer, Babet y Montparnasse, gobernaba desde 1830 a
    1835 el foso de París.
    Gueulemer era un hércules decaído. Tenía por antro la alcantarilla de Arche-Marion
    [354]
    . Tenía seis
    pies de alto, pectorales de mármol, bíceps de acero, una respiración de caverna, el torso de un coloso y
    el cráneo de un pájaro. Creíase ver al hércules Farnesio, vestido con un pantalón de cutí y una chaqueta
    de terciopelo de algodón. Gueulemer, formado de esta manera escultural, hubiera podido domar a los
    monstruos; le había parecido mejor ser uno de ellos. Frente baja, sienes anchas, menos de cuarenta años,
    y la pata de gallo, el pelo áspero y corto, las mejillas como cepillos y barba de jabalí, tal era el hombre.
    Sus músculos solicitaban el trabajo, su estupidez lo rechazaba. Era una gran fuerza perezosa. Era asesino
    por dejadez; se le suponía criollo. Probablemente había estado en contacto con el mariscal Bruñe, puesto
    que en 1815 había sido mozo de cuerda en Avignon
    [355]
    . Después de esto, se había hecho bandido.
    La diafanidad de Babet contrastaba con la corpulencia de Gueulemer. Babet era delgado y sabio. Era
    transparente pero impenetrable. Se veía la luz a través de sus huesos, mas nada en su pupila. Se
    declaraba químico. Había sido bufón en Bobéche y payaso en Bobino
    [356]
    . Había interpretado el vodevil
    en Saint-Mihiel. Era un hombre de intenciones, gran charlatán que subrayaba sus sonrisas y
    entrecomillaba sus gestos. Su industria era vender en la calle bustos de yeso y retratos del «jefe del
    Estado». Además, era sacamuelas. Había mostrado fenómenos en las ferias y poseído una barraca con
    trompeta, y este anuncio: «Babet, artista, dentista, miembro de las academias, extirpa dientes y saca los
    raigones dejados por sus colegas. Precio: un diente, un franco cincuenta céntimos; dos dientes, dos
    francos; tres dientes, dos francos cincuenta. Aprovechad la ocasión». (Este «aprovechad la ocasión»
    significaba: haceos arrancar todas las muelas posibles.) Había estado casado y había tenido hijos. No
    sabía lo que había sido de su mujer e hijos. Los había perdido, como se pierde un pañuelo. Rarísima
    excepción en el mundo en que vivía, Babet leía los periódicos. Un día, cuando aún vivía con él su familia
    en su barraca rodante, leyó en el Messager
    [357] que una mujer acababa de dar a luz un niño que tenía el
    hocico de ternera, y exclamó: «¡Oh, qué fortuna! ¡No será mi mujer la que tenga el talento de darme un
    hijo como éste!»
    Después lo había abandonado todo para «trabajar en París». Expresión suya.
    ¿Quién era Claquesous? Era la noche. Para salir, esperaba que el cielo se hubiese cubierto de negro.
    Al anochecer, salía de un agujero adonde volvía al amanecer. ¿Dónde estaba tal agujero? Nadie lo sabía.
    Siempre en la más completa oscuridad, nunca hablaba a sus cómplices sino volviendo la espalda. ¿Se
    llamaba Claquesous? No. Decía: «Yo me llamo Nadie». Si aparecía una luz, se ponía una careta. Era
    ventrílocuo. Babet decía: «Claquesous es un nocturno a dos voces». Claquesous era vago, errante,
    terrible. No había seguridad de que tuviese un nombre, puesto que el de Claquesous era un apodo; no
    había seguridad de que tuviese voz, pues su vientre hablaba más a menudo que su boca; no había
    seguridad de que tuviera un rostro, pues nadie había visto más que su máscara. Desaparecía como un
    fantasma y aparecía como si saliera de la tierra.
    Un ser lúgubre era Montparnasse. Montparnasse era un niño. Tenía menos de veinte años, un bonito
    rostro, labios que semejaban cerezas, encantadores cabellos negros y la luz de la primavera en sus ojos;
    tenía todos los vicios y aspiraba a todos los crímenes. La digestión del mal le producía apetito de lo
    peor. Era el pilluelo convertido en ladrón y el ladrón convertido en bandido. Era gentil, afeminado,
    garboso, robusto, blanco, feroz. Llevaba el ala del sombrero levantada hacia la izquierda para dejar sitio
    al mechón de pelo rizado, según la moda de 1829. Vivía de robar violentamente. Su levita tenía el mejor
    corte, pero estaba siempre raída. Montparnasse era una especie de figurín entregado a la miseria y
    cometiendo asesinatos. La causa de todos los atentados de este adolescente era el deseo de ir bien
    vestido. La primera griseta que le había dicho: «Eres guapo», le había arrojado la mancha de tinieblas en
    el corazón y había hecho un Caín de este Abel. Sabiéndose guapo, había querido ser elegante; ahora bien,
    la primera elegancia es la ociosidad; la ociosidad de un pobre es el crimen. Pocos ladrones eran tan
    temidos como Montparnasse. A los dieciocho años tenía ya varios cadáveres tras de sí. Más de un
    transeúnte con los brazos extendidos yacía en la sombra de aquel miserable, con el rostro en un mar de
    sangre. Rizado, perfumado, ajustada la cintura, con caderas de mujer y busto de oficial prusiano, oyendo
    el murmullo de admiración que alzaban a su alrededor las muchachas del bulevar, sabiamente atada la
    corbata, con un rompecabezas en el bolsillo y una flor en el ojal; tal era este petimetre del sepulcro.




    629

    CONT
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    Mensaje por Maria Lua Miér 04 Dic 2024, 15:25

    ***]


    IV



    COMPOSICIÓN DE LA COMPAÑÍA



    Estos cuatro bandidos formaban una especie de Proteo, que serpenteaba a través de la policía y se
    esforzaba en librarse de las miradas indiscretas de Vidocq «bajo distinta forma, árbol, llama, fuente»,
    prestándose mutuamente sus nombres y sus guaridas, ocultándose en su propia sombra; teniendo casas y
    secretos asilos, unos para los otros; deshaciendo sus personalidades como se despoja uno de una nariz
    postiza en un baile de máscaras; simplificándose a veces hasta el punto de no ser más que uno;
    multiplicándose en otras ocasiones hasta el grado de que el mismo Coco-Lacour los tomaba por una
    turba.
    Estos cuatro hombres no eran cuatro hombres, eran una especie de ladrón misterioso de cuatro
    cabezas que trabajaba en grande en París; era el pólipo monstruoso del mal que vivía en la cripta de la
    sociedad.
    Gracias a sus ramificaciones y a la red subyacente de sus relaciones, Babet, Gueulemer, Claquesous y
    Montparnasse tenían la empresa general de los crímenes del departamento del Sena. Ejercían una especie
    de soberanía inferior, cuyos golpes de estado se descargaban sobre el pobre transeúnte.
    Los que concebían una idea de este género, los hombres de imaginación nocturna, se dirigían a ellos
    para la ejecución. Se suministraba a estos cuatro bribones el argumento, y ellos se encargaban de la
    representación. Trabajaban como en un escenario. Estaban siempre en situación de presentar un personal
    proporcionado y conveniente para todos los atentados en que se pudiera arrimar el hombro, y que fuesen
    suficientemente lucrativos. Cuando un crimen andaba en busca de brazos, se subarrendaban cómplices.
    Tenían una compañía de actores de tinieblas a disposición de todas las tragedias de las cavernas.
    Reuníanse habitualmente al caer la noche, hora de su despertar, en las llanuras vecinas a la
    Salpétriére. Allí conferenciaban. Tenían ante sí las doce horas negras, y arreglaban su empleo.
    Patron-Minette, tal era el nombre que en la circulación subterránea se daba a la asociación de estos
    cuatro hombres. En la vieja lengua popular y antojadiza que diariamente desaparece, Patron-Minette
    significa la mañana, del mismo modo que entre perro y lobo significa la noche. Este apelativo, PatronMinette, procedía probablemente de la hora en que concluían su trabajo, ya que el alba es el momento en
    que se desvanecen los fantasmas, y también el de la separación de los bandidos. Los cuatro hombres eran
    conocidos bajo esta rúbrica. Cuando el presidente del tribunal visitó a Lacenaire en su prisión, le
    interrogó acerca de un delito que éste negaba. «¿Quién ha hecho esto?», preguntó el presidente. Lacenaire
    dio esta respuesta enigmática para el magistrado, pero clara para la policía: «Tal vez sea PatronMinette».
    A veces se adivina el carácter de una pieza teatral al leer su reparto; del mismo modo se puede
    calibrar una banda en la lista de sus componentes. He aquí —sus nombres sobrenadan en los informes
    judiciales— los apelativos de los principales afiliados de Patron-Minette:
    Panchaud, alias Printanier, alias Bigrenaille.
    Brujon (había una dinastía Brujon; de la cual tal vez tendremos ocasión de hablar).
    Boulatruelle, el caminero que ya conocemos.
    Laveuve.
    Finistére.
    Homére Hogu, negro.
    Mardisoir.
    Dépéche.
    Fauntleroy, alias Bouquetiére.
    Glorieux, forzado liberado.
    Barrecarrosse, alias señor Dupont.
    Lesplanade-du-Sud.
    Poussagrive.
    Carmagnolet.
    Kruideniers, alias Bizarro.
    Mangedentelle.
    Les-pieds-en-l’air.
    Demi-liard, alias Deux-milliards.
    Etcétera, etcétera.
    Silenciemos los de otros, y no de los peores. Estos nombres tienen rostros. No expresan solamente
    seres, sino especies. Cada uno de estos nombres responde a una variedad de esos deformes hongos de las
    capas inferiores de la civilización.
    Estos seres, poco pródigos de sus rostros, no eran de esos que se ven pasar por las calles. Durante el
    día, cansados de las noches feroces que vivían, se iban a dormir, ya a los hornos de yeso, ya a las
    canteras abandonadas de Montmartre o de Montrouge, y a veces a las alcantarillas. Se agazapaban en la
    huronera.
    ¿Qué ha sido de esos hombres? Aún existen. Han existido siempre. Horacio habla de ellos:
    Ambubaiarum collegia, pharmacopolae, mendici mimae
    [358] y mientras la sociedad sea lo que es, ellos
    serán lo que son. Bajo el oscuro techo de su caverna renacen continuamente de las filtraciones sociales.
    Vuelven a aparecer como espectros, siempre idénticos; solamente que no llevan los mismos nombres, ni
    se ocultan bajo las mismas pieles.
    Extirpados los individuos, subsiste la tribu.
    Poseen siempre las mismas facultades. Del truhán al vago, la raza se mantiene pura. Adivinan el
    dinero en los bolsillos y huelen los relojes en los chalecos. El oro y la plata tienen para ellos olor. Hay
    hacendados crédulos, de quienes se puede decir que están predestinados a ser robados. Estos hombres
    siguen pacientemente a esas gentes. Al paso de un extranjero o de un provinciano se estremecen como
    arañas.
    Es espantoso divisar o encontrar a éstos hombres en medio de la noche en un bulevar desierto. No
    parecen hombres, sino formas de niebla viva; se diría que habitualmente se confunden con las tinieblas,
    que no son distintos de ellas, que no tienen más alma que la sombra,, y que sólo ocasionalmente, y para
    vivir durante unos momentos una vida monstruosa, se desprenden de la noche.
    ¿Qué es preciso hacer para que estos espectros se desvanezcan? Iluminar. Luz a raudales. Porque los
    murciélagos no soportan el alba. Iluminad las profundidades de la sociedad.












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    Mensaje por Maria Lua Miér 04 Dic 2024, 15:28

    ***

    LIBRO OCTAVO



    EL MAL POBRE




    I



    MARIUS, BUSCANDO A UNA JOVEN CON SOMBRERO, ENCUENTRA A UN
    HOMBRE CON GORRA




    Transcurrió el verano, después el otoño, y vino el invierno. Ni el señor Leblanc ni su hija habían
    vuelto a poner los pies en el Luxemburgo. Marius no tenía más que un pensamiento: volver a ver aquel
    dulce y adorable rostro. Lo buscaba sin cesar, y por todas partes; pero no hallaba nada. Ya no era Marius
    el soñador entusiasta, el hombre resuelto, ardiente y firme, el arriesgado provocador del destino, el
    cerebro que engendraba porvenir sobre porvenir, el espíritu joven colmado de planes, de proyectos, de
    altivez, de ideas y de voluntad; era un perro perdido. Cayó en una negra tristeza. Era el fin. El trabajo le
    repugnaba, el paseo le fatigaba, la soledad le aburría; la vasta naturaleza, tan llena en otros tiempos de
    formas, de claridades, de voces, de consejos, de perspectivas, de horizontes y de enseñanzas, estaba
    ahora vacía ante él. Le parecía que todo había desaparecido.
    Continuaba pensando, porque no podía hacer otra cosa; pero ya no encontraba placer en sus
    pensamientos. A todo lo que éstos le proponían en voz baja, sin cesar, respondía en la sombra: «¿Para
    qué me sirve?»
    Se hacía cien reproches: «¿Por qué la he seguido? ¡Era tan feliz sólo con verla! Me miraba; ¿es que
    esto no es inmenso? Parecía que me amaba. ¿No era esto lo que yo podía desear? He querido algo más,
    ¿qué? Nada hay después de esto. He cometido un absurdo; mía es la culpa, etcétera».
    Courfeyrac, a quien no confiaba nada, porque así era su carácter, pero que adivinaba un poco, siendo
    esto también propio de su naturaleza, había empezado felicitándole por su amor, pero asombrándose por
    otra parte, y después, viendo a Marius sumido en aquella melancolía, había acabado por decirle: «Veo
    que has sido simplemente un animal. Anda, ven a la Chaumiére»
    [359]
    .
    Una vez, confiando en un hermoso sol de septiembre, Marius se había dejado llevar al baile de
    Sceaux por Courfeyrac, Bossuet y Grantaire, esperando, ¡qué delirio!, que tal vez la encontraría allí. Bien
    entendido, no vio a la que buscaba. «Y sin embargo es aquí donde se encuentran todas las mujeres
    perdidas», decía Grantaire aparte. Marius dejó a sus amigos en el baile y regresó a pie, solo, cansado,
    febril, con los ojos turbados y tristes en la noche, aturdido por el ruido y el polvo producido por los
    alegres carruajes de personas que volvían cantando de la fiesta y pasaban por su lado, mientras él,
    desanimado, aspiraba para refrescarse la cabeza el acre olor de los nogales del camino.
    Desde entonces, volvió a vivir cada vez más solitario, extraviado, humillado, entregado sólo a su
    angustia interior, yendo y viniendo por el dolor como el lobo en la trampa, buscando por todas partes a la
    ausente, perdido de amor.
    Otra vez tuvo un encuentro que le produjo un efecto singular. Había visto en las callejuelas vecinas al
    bulevar de los Inválidos a un hombre vestido como un obrero y tocado con una gorra de ancha visera, que
    dejaba entrever mechones de cabello muy blanco. Marius quedóse sorprendido por la belleza de aquellos
    cabellos blancos y contempló a aquel hombre que andaba con lentitud y como absorbido en una dolorosa
    meditación. Cosa extraña, le pareció reconocer en él al señor Leblanc. Eran los mismos cabellos, el
    mismo perfil, por cuanto dejaba ver la gorra, el mismo aspecto, sólo que más triste. ¿Pero por qué
    aquellas ropas de obrero? ¿Que significaba aquello? ¿Qué significaba aquel disfraz? Marius quedó muy
    sorç prendido. Cuando volvió en sí, su primer movimiento fue seguir al hombre; ¿quién sabe si tenía ya la
    huella que buscaba? En todo caso, era preciso ver al hombre de cerca y aclarar el enigma. Pero esta idea
    se le ocurrió demasiado tarde, pues el hombre había desaparecido ya. Había tomado alguna callejuela
    lateral, y Marius no pudo encontrarle. Este encuentro le preocupó durante algunos días, y luego se borró.
    «Pese a todo —se dijo—, probablemente se trata de un parecido»




    II



    HALLAZGO



    Marius seguía viviendo en la casa Gorbeau. No prestaba atención a nadie.
    En aquella época, en verdad, no había en la casa otros habitantes que él y aquellos Jondrette por
    quienes había pagado una vez el alquiler, sin que nunca hubiese hablado al padre, a la madre ni a las
    hijas. Los demás inquilinos se habían mudado, habían muerto o habían sido expulsados por falta de pago.
    Un día de aquel invierno el sol se había mostrado un poco después de mediodía, pero el 2 de febrero,
    es decir, el día de la Candelaria, en que el sol es traidor, precursor de un frío de seis semanas, y que ha
    inspirado a Mathieu Laensberg
    [360]
    , estos dos versos, que se han hecho justamente clásicos:
    Que llueva o que no llueva,
    el oso vuelve a su caverna.
    Marius acababa de salir de la suya. La noche caía. Era la hora de ir a cenar, porque había tenido
    necesidad de volver a comer, ¡oh, debilidad de las pasiones ideales!
    Acababa de cruzar el umbral de su puerta, que la señora Bougon estaba barriendo, mientras
    murmuraba este monólogo, digno de ser reproducido:
    —¿Qué es lo que ahora se encuentra barato? Todo es caro. Sólo andan baratos los trabajos del
    mundo; ¡eso sí que no cuesta nada, las penas!
    Marius subía lentamente el bulevar hacia la barrera con objeto de llegar a la calle Saint-Jacques.
    Andaba pensativo y con la cabeza baja.
    De repente, sintióse empujado en la bruma; se volvió y vio a dos jóvenes vestidas de harapos, una
    alta y delgada, la otra un poco menos alta, que pasaban rápidamente, sofocadas, asustadas, y como si
    huyeran; no le habían visto y, al pasar, habían tropezado con él. Marius distinguía en el crepúsculo sus
    figuras lívidas, sus cabezas despeinadas, sus cabellos esparcidos, sus horribles gorros, sus faldas de
    harapos y sus pies desnudos. Sin dejar de correr, iban hablando. La mayor decía a la más pequeña en voz
    baja:
    —Los corchetes han venido; no han podido trincarme.
    La otra respondió:
    —Los he visto, y ¡me las he pirado, me las he pirado!
    Marius comprendió, a través de aquel siniestro argot, que los gendarmes o los agentes de la policía
    habían tratado de prender a aquellas muchachas, y ellas habían podido escaparse.
    Se metieron por entre los árboles del bulevar, que estaban detrás de Marius, y formaron durante algún
    tiempo en la oscuridad como una sombra blanquecina que desapareció al fin.
    Marius se detuvo un momento.
    Iba a continuar su camino cuando descubrió un pequeño paquete gris en el suelo, a sus pies. Se
    inclinó y lo recogió. Era una especie de sobre que parecía contener papeles.
    —Bueno —dijo—, ¡estas desgraciadas lo habrán dejado caer!
    Volvió sobre sus pasos, llamó, pero no pudo encontrarlas; pensó que estarían ya lejos, se metió el
    paquete en el bolsillo y se fue a cenar.
    Por el camino vio, en un pasillo de la calle Mouffetard, un ataúd de niño, cubierto con un paño negro,
    colocado sobre tres sillas e iluminado por una vela.
    Las dos jóvenes que había visto en el crepúsculo acudieron a su imaginación.
    «¡Pobres madres! —pensó—. Hay algo más triste que ver morir a los hijos, es verlos con mala vida».
    Después, esas sombras que distraían su tristeza abandonaron su pensamiento y cayó en sus habituales
    meditaciones. Volvió a pensar en los seis meses de amor y felicidad que había pasado al aire libre y en
    plena luz bajo los árboles del Luxemburgo.
    —¡Qué sombría se ha hecho mi vida! —se decía—. Las jóvenes se me presentan sin cesar. Pero antes
    eran ángeles, y ahora son abismos.






    III



    QUADRIJRONS



    [361]
    Por la noche, cuando se desnudaba para acostarse, su mano encontró en el bolsillo el paquete que
    había recogido en el bulevar. Lo había olvidado.
    Pensó que resultaría útil abrirlo, porque tal vez el paquete contendría las señas de aquellas jóvenes,
    si en realidad les pertenecía, y, en cualquier caso, los indicios necesarios para restituirlo a la persona
    que lo había perdido.
    Deshizo el envoltorio.
    No estaba lacrado, y contenía cuatro cartas también sin lacrar. Todas tenían direcciones.
    Las cuatro exhalaban un repugnante olor a tabaco.
    La primera estaba dirigida a: «La señora marquesa de Grucheray, plaza en frente de la Cámara de los
    Diputados, n.°…»
    Marius se dijo que encontraría probablemente las indicaciones que buscaba en ella, y que, además,
    no estando cerrada la carta, era probable que pudiese ser leída sin inconveniente.
    Estaba concebida en estos términos:
    Señora marquesa:
    La virtud de la clemencia y de la piedad es la que une más estrechamente a la sociedad. Dad salida a
    vuestros cristianos sentimientos y dirigid una mirada de compasión a este infortunado español víctima de
    la lealtad y fidelidad a la causa sagrada de la legitimidad, que ha pagado con su sangre, consagrado su
    fortuna, todo por defender tal causa, y hoy se encuentra en la mayor miseria. No duda de que vuestra
    honorable persona le concederá un socorro para aliviar una existencia extremadamente penosa para un
    militar de educación y de honor, cubierto de heridas. Cuenta de antemano con la humanidad que os anima,
    y con el interés que la señora marquesa tiene por una nación tan desgraciada. Su súplica no será vana, y
    su reconocimiento conservará su encantador recuerdo.
    Tengo el honor de ofreceros mis respetuosos sentimientos.
    Don Álvarez, capitán español de caballería realista, refugiado en Francia
    [362]
    , que se encuentra en
    viaje para su patria y carece de recursos para continuar su viaje.
    La firma no llevaba dirección alguna. Marius esperó encontrarla en la segunda carta, cuyo sobre
    decía: «A la señora condesa de Montvernet, calle Cassette, n.° 9».
    Marius leyó lo siguiente:
    Señora condesa:
    Os escribe una desgraciada madre de familia, con seis hijos, de los cuales el menor no tiene más que
    ocho meses. Yo estoy enferma desde mi último alumbramiento, abandonada por mi marido desde hace
    cinco meses, no contando con ningún recurso en el mundo, en la más terrible indigencia.
    Confiando en la señora condesa, tiene el honor de ser, señora, con un profundo respeto, vuestra
    servidora.
    Señora Balizard
    Marius pasó a la tercera carta, que, como las precedentes, era una súplica, y leyó:
    Señor Pabourgeot, elector, negociante en artículos de punto al por mayor, calle Saint-Denis, esquina
    calle Fers.










    CONT
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    Mensaje por Maria Lua Miér 04 Dic 2024, 15:30

    ***

    Me permito dirigiros esta carta para rogaros que me concedáis el precioso favor de vuestras
    simpatías y de interesaros por un hombre de letras que acaba de enviar un drama al Teatro Francés. El
    argumento es histórico y la acción transcurre en Auvergne en tiempos del Imperio. El estilo, según creo,
    es natural, lacónico y puede tener algún mérito. Tiene algunos versos cantables en cuatro escenas. Lo
    cómico y lo serio, y también lo imprevisto, se mezclan en él con la variedad de los caracteres y con un
    tinte de romanticismo, extendido ligeramente en toda la intriga, que se desliza misteriosamente entre
    peripecias sorprendentes y varias escenas notables.
    Mi principal objeto es satisfacer el deseo que anima progresivamente al hombre de nuestro siglo, es
    decir, a la moda, esa caprichosa y extraña veleta que cambia con cada nuevo viento.
    A pesar de estas cualidades, tengo mis temores de que los celos y el egoísmo de los autores
    privilegiados consigan mi exclusión del teatro, porque no ignoro los disgustos que tienen que pasar los
    autores nuevos.
    Señor Pabourgeot, vuestra justa reputación de protector ilustrado de los letrados, me da valor para
    enviaros a mi hija, quien os expondrá nuestra indigente situación; sin pan, sin lumbre, en esta estación de
    inbierno. Deciros que os ruego admitáis el homenaje que deseo haceros de mi drama y de todos los que
    haga, es probaros cuánto ambiciono el honor de colocarme bajo vuestra égida y honrar mis escritos con
    vuestro nombre. Si os dignáis honrarme con la más modesta ofrenda, me ocuparé pronto en hacer una
    pieza en verso, a fin de pagaros mi tributo de reconocimiento. Esta pieza, que trataré de hacer tan
    perfecta como me sea posible, os la mandaré antes de insertarse en el principio del drama y ponerse en
    escena.
    Al señor y señora Pabourgeot, mis homenajes más respetuosos,
    Genflot, hombre de letras.
    P. S.: Aunque no sean más que cuarenta sueldos.
    Perdonadme que os envíe a mi hija y que no me presente yo mismo; pero tristes razones de tocador no
    me permiten, ¡ay de mí!, salir de casa…
    Marius abrió la cuarta carta. El sobre llevaba esta dirección: «Al señor benefactor de la iglesia de
    Saint-Jacques-du-Haut-Pas». Contenía estas líneas:
    Hombre bienhechor:
    Si os dignáis acompañar a mi hija, veréis una calamidad miserable, y os enseñaré mis certificados.
    Al ver estos escritos, vuestra generosa alma se conmoverá con un sentimiento de sensible
    benevolencia, porque los verdaderos filósofos experimentan siempre vivas emociones.
    Convenid, hombre compasivo, en que es preciso experimentar la más cruel necesidad, y que es muy
    doloroso para conseguir algún consuelo, atestiguarlo con la autoridad, como si uno no fuese libre para
    padecer o para morir de inanición, esperando que sea socorrida nuestra miseria. El destino es muy fatal
    para unos y demasiado pródigo para otros.
    Espero vuestra visita o vuestro socorro, si os dignáis darlo, y os ruego que recibáis los sentimientos
    respetuosos con que se honra ser, hombre verdaderamente magnánimo, vuestro humilde y muy obediente
    servidor.
    P. Fabantou, artista dramático.
    Tras haber leído estas cuatro cartas, Marius no se encontró mucho más enterado que antes.
    En primer lugar, ninguno de los firmantes ponía su dirección.
    Luego, parecían proceder de cuatro individuos distintos, don Álvarez, la señora Balizard, el poeta
    Genflot y el artista dramático Fabantou, pero tales cartas tenían la particularidad de que estaban todas
    escritas por la misma mano.
    ¿Cómo no deducir que procedían de la misma persona?
    Por otra parte, y esto hacía más verosímil la sospecha, el papel, grosero y amarillento, era el mismo
    para las cuatro, así como el olor de tabaco, y aunque en ellas se había tratado evidentemente de variar el
    sentido, las mismas faltas de ortografía se repetían con profunda tranquilidad, y el literato Genflot no
    cometía menos que el capitán español.
    Esforzarse en adivinar este misterio poco importante, resultaba un trabajo inútil. Si no se hubiese
    tratado de un hallazgo, habría parecido una burla, y Marius estaba demasiado triste para recibir bien una
    broma de la casualidad y prestarse a un juego que parecía querer jugar con él el pavimento de la calle.
    Le parecía que estaba jugando a la gallina ciega entre aquellas cuatro cartas que se burlaban de él.
    Nada indicaba, por otra parte, que aquellas cartas perteneciesen a las jóvenes con quienes se había
    tropezado en el bulevar. Al fin y al cabo, no eran más que papelotes sin valor.
    Marius los puso en su envoltorio, los tiró en un rincón y se acostó.
    Hacia las siete de la mañana, después de desayunar, iba a ponerse al trabajo cuando llamaron
    suavemente a la puerta.
    Como no poseía nada, nunca quitaba la llave, salvo alguna vez, muy rara, cuando estaba ocupado en
    algún trabajo que corría prisa. Aun cuando se ausentaba, dejaba la llave en la cerradura. «Os robarán»,
    decía la Bougon. «¿El qué?», preguntaba Marius. Sin embargo, el hecho es que un día le robaron un par
    de botas viejas, con gran satisfacción de la Bougon.
    Dieron un segundo golpe, tan suave como el primero.
    —Adelante —dijo Marius.
    La puerta se abrió.
    —¿Qué queréis, Bougon? —preguntó Marius, sin levantar los ojos de los libros y manuscritos que
    tenía encima de la mesa.
    Una voz que no era la de la Bougon, respondió:
    —Perdón, señor…
    Era una voz sorda, rota, ahogada, áspera; una voz de viejo enronquecido por el aguardiente y los
    licores.
    Marius se volvió con presteza y vio a una joven.






    V



    UNA ROSA EN LA MISERIA



    En efecto, una jovencita estaba en pie en la puerta entreabierta. La claraboya de la buhardilla por
    donde entraba la luz estaba precisamente en frente de la puerta e iluminaba aquella figura con un
    resplandor lívido. Era una criatura flaca, descolorida, descarnada; no llevaba más que una camisa y una
    falda sobre su helada y temblorosa desnudez. Por cinturón llevaba un pedazo de cuerda, y otro le servía
    de cinta para el cuello. Los puntiagudos hombros le salían de la camisa; una palidez rubia y linfática,
    clavículas terrosas, maños rojas, la boca entreabierta y desfigurada, con algunos dientes de menos, la
    vista apagada, audaz y baja, las formas de una joven abortada, y la mirada de una vieja corrompida;
    cincuenta años mezclados con quince años; uno de esos seres que son a la vez, débiles y horribles y que
    hacen estremecer a aquellos a quienes no hacen llorar.
    Marius se había levantado, considerando con una especie de estupor a aquel ser, casi semejante a las
    formas de la visión que atraviesa la imaginación en los sueños.
    Lo que era sobre todo doloroso es que aquella joven no había venido al mundo para ser fea. En su
    primera infancia, hasta debía de haber sido bonita.
    La gracia de la edad luchaba todavía contra la horrible vejez anticipada de la disolución y la
    pobreza. Un resto de belleza moría en aquel rostro de dieciséis años, como el pálido sol que se apaga
    detrás de horribles nubes en el amanacer de un día de invierno.
    Aquel rostro no le resultaba absolutamente desconocido a Marius. Creía recordar haberlo visto en
    alguna parte.
    —¿Qué queréis, señorita? —preguntó.
    La joven respondió con su voz de presidiario borracho:
    —Traigo una carta para vos, señor Marius.
    Llamaba a Marius por su nombre; no podía dudar de que era a él a quien se dirigía; pero ¿quién era
    aquella muchacha? ¿Cómo sabía su nombre?
    Sin aguardar que él le dijera que pasara, la joven entró. Entró resueltamente, mirando con cierta
    especie de seguridad que oprimía el corazón todo el cuarto y la deshecha cama. Llevaba los pies
    desnudos. Grandes agujeros en su vestido dejaban ver sus largas piernas y sus flacas rodillas. Estaba
    tiritando.
    Efectivamente, llevaba una carta en la mano, que tendió a Marius.
    Al abrir la carta, Marius observó que el enorme sello estaba aún blando. El mensaje, pues, no podía
    venir de muy lejos. Leyó:
    Mi amable y joven vecino:
    Me he enterado de vuestras bondades para conmigo, que habéis pagado mi alquiler hace seis meses.
    Os bendigo, joven. Mi hija mayor os dirá que estamos sin un pedazo de pan desde hace dos días, cuatro
    personas, mi esposa enferma. Si mi corazón no me engaña, creo deber esperar de la generosidad del
    vuestro, que se humanizará a la vista de este espectáculo, y os subyugará el deseo de serme propicio,
    dignándoos prodigarme algún socorro.
    Con la distinguida consideración que se debe a los bienhechores de la humanidad,
    Jondrette
    P. S.: Mi hija esperará vuestras órdenes, querido señor Marius.
    Esta carta, en medio de la oscura aventura que ocupaba a Marius desde la víspera, era una vela en
    una caverna. Todo quedó para él aclarado de repente.
    Aquella carta procedía de donde procedían las otras cuatro. Era la misma letra, el mismo estilo, la
    misma ortografía, el mismo papel, el mismo olor a tabaco.
    Había cinco misivas, cinco historias, cinco nombres, cinco firmas y un solo firmante. El capitán
    español don Álvarez, la desgraciada mujer de Balizard, el poeta dramático Genflot, el viejo comediante
    Fabantou se llamaban los cuatro Jondrette, si es que el mismo Jondrette se llamaba efectivamente de este
    modo.
    Hacía ya mucho tiempo que Marius vivía en el caserón, pero, como ya hemos dicho, muy pocas, muy
    raras eran las ocasiones que había tenido de ver, más bien de entrever, su ínfima vecindad. Tenía la
    imaginación lejos, y allí donde se halla el espíritu, se halla la mirada. Más de una vez había debido
    cruzarse con los Jondrette en el corredor, o en la escalera, mas para él no eran sino siluetas; habíales
    prestado tan poca atención que la víspera, al anochecer, se había tropezado en el bulevar, sin
    reconocerlas, con las hijas de Jondrette, pues evidentemente eran ellas, y por cierto que, con gran trabajo,
    la que acababa de entrar en su cuarto había despertado en él, al través del disgusto y la piedad, un vago
    recuerdo de haberla visto en otra parte.
    Ahora lo veía todo claramente. Comprendía que su vecino Jondrette tenía por industria, en su miseria,
    explotar la caridad de las personas bienhechoras, que se procuraba direcciones, y que escribía con
    nombres supuestos a gentes que juzgaba ricas y piadosas, cartas que sus hijas llevaban por su cuenta y
    riesgo; jugaba una partida con el destino y las ponía a ellas en juego. Marius comprendía que,
    probablemente, a juzgar por su huida de la víspera, por su precipitación, por su terror y por las palabras
    en argot que había oído, aquellas infortunadas ejercían además otros sombríos oficios, y que todo esto
    había dado por resultado, en medio de la sociedad humana, tal como está formada, dos miserables seres,
    que no eran niñas ni doncellas, ni mujeres, sino una especie de monstruos impuros e inocentes producidos
    por la miseria.
    Tristes criaturas sin nombre, sin edad, sin sexo, para las que ya no son posibles ni el bien ni el mal, y
    que al salir de la infancia no poseen ya nada en este mundo, ni la libertad, ni la virtud, ni la
    responsabilidad. Almas abiertas ayer, cerradas hoy, semejantes a esas flores caídas en la calle,
    manchadas por toda clase de lodos, mientras llega una rueda que las aplasta.
    Sin embargo, mientras Marius fijaba en ella una mirada sorprendida y dolorosa, la joven iba y venía
    por la buhardilla con una audacia de espectro. Movíase en todos los sentidos, sin cuidarse para nada de
    su desnudez. A veces, su camisa rota y desgarrada le caía casi hasta la cintura. Movía las sillas,
    desarreglaba los objetos de tocador colocados sobre la cómoda, tocaba las ropas de Marius y rebuscaba
    lo que había por los rincones.
    —¡Vaya —exclamó—, tenéis un espejo!
    Y tarareaba, como si estuviese sola, coplillas de vodevil, estribillos ligeros, que cantados con su voz
    gutural y ronca parecían lúgubres. Bajo aquel velo de osadía asomaba a veces cierto encogimiento, cierta
    inquietud-y humillación. El descaro es una vergüenza.
    Nada resultaba tan triste como verla andar, o, por mejor decir, revolotear en la habitación, con
    movimientos de pájaro a quien la luz asusta, o que tiene un ala rota. Comprendíase que en otras
    condiciones de educación y de destino, el aire alegre y libre de aquella joven hubiera podido tener más
    dulzura y encanto. Nunca entre los animales, la criatura nacida para ser una paloma se convierte en un
    halcón. Esto sólo se ve entre los hombres.
    Marius estaba pensativo y la dejaba hacer.
    —¡Ah —exclamó—, tenéis libros!
    Un resplandor atravesó su vidriosa mirada. Volvió a hablar y su acento experimentaba el placer de
    poder envanecerse de algo, a lo cual ninguna criatura humana permanece insensible.
    —Yo también sé leer.
    Y cogiendo vivamente el libro abierto sobre la mesa, leyó con bastante soltura:
    «… El general Bauduin recibió la orden de apoderarse con los cinco batallones de su brigada del
    castillo de Hougomont, que está en medio de la llanura de Waterloo…» ¡Ah! ¡Waterloo! Lo conozco. Es
    una batalla de hace tiempo. Mi padre estuvo allí. Mi padre ha servido en el ejército. Nosotros somos muy
    bonapartistas en casa. Waterloo fue contra los ingleses.
    Dejó el libro, cogió una pluma y exclamó:
    —¡Y también sé escribir!
    Sumergió la pluma en el tintero, y volviéndose hacia Marius, dijo:
    —¿Queréis verlo? Mirad, voy a escribir una palabra para que veáis.
    Y antes de que Marius hubiera tenido tiempo de responder, escribió en una hoja de papel blanco que
    estaba encima de la mesa: «Los corchetes están ahí».
    Luego, arrojando la pluma, añadió:
    —No hay faltas de ortografía, podéis verlo. Mi hermana y yo hemos recibido educación. No siempre
    hemos sido lo que somos. No estábamos criadas para…
    Aquí se detuvo, y fijó su apagada mirada en Marius; luego estalló en carcajadas, diciendo con una
    entonación que contenía todas las angustias ahogadas por todos los cinismos:
    —¡Bah!
    Y se puso a canturrear con aire alegre:
    Tengo hambre padre,
    y ningún guisado.
    Tengo frío, madre,
    y ningún abrigo.
    Tirita.
    Lolita.
    Luego exclamó:
    —¿Vais alguna vez al teatro, señor Marius? Yo sí que voy. Tengo un hermanito que es amigo de los
    artistas, y algunas veces me da billetes. Pero no me gustan los asientos de galería. Se está allí incómodo,
    se está mal. A veces hay mucha gente; y a veces hay gente que no huele bien.
    Luego contempló a Marius con un aire extraño, y le dijo:
    —¿Sabéis, señor Marius, que sois un guapo mozo?
    Y al mismo tiempo se les ocurrió a ambos la misma idea, que a ella le hizo sonreír, y a él ruborizarse.
    Aproximóse a él, púsole una mano sobre el hombro y añadió:
    —Vos no habéis reparado en mí, pero yo os conozco, señor Marius. Os suelo encontrar aquí en la
    escalera, y os veo entrar algunas veces en casa del señor Mabeuf, que vive hacia el lado de Austerlitz,
    cuando me paseo por allí. Os sienta muy bien vuestro pelo rizado.
    Su voz trataba de ser dulce, y no conseguía más que ser muy baja. Una parte de sus palabras se perdía
    en el trayecto de la laringe a los labios, como sobre un teclado donde faltan notas.
    Marius había retrocedido suavemente.
    —Señorita —dijo con su fría gravedad—, tengo un paquete que creo os pertenece. Permitidme que os
    lo devuelva.
    Y le tendió el sobre que contenía las cuatro cartas.
    Palmoteo de contento, y exclamó:
    —¡Lo hemos buscado por todas partes!
    Después lo cogió vivamente, y mientras abría el sobre continuó diciendo:
    —¡Dios de Dios! ¡Cuánto lo hemos buscado mi hermana y yo! ¡Y vos lo habíais encontrado! En el
    bulevar, ¿verdad? Debió ser en el bulevar. Se nos cayó cuando íbamos corriendo. La tonta de mi hermana
    es la que cometió la torpeza. Al regresar no lo encontramos. Como no queríamos que nos pegasen, porque
    eso es inútil, completamente inútil, absolutamente inútil, dijimos que habíamos llevado las cartas y que
    nos habían dicho: «¡Nanay!» ¡Aquí están las pobres cartas! ¿Y cómo habéis sabido que eran mías? ¡Ah,
    sí, por la escritura! ¿Luego erais vos con quien nos tropezamos anoche? ¡No se veía nada! Le pregunté a
    mi hermana: «¿Es un señor?» Y mi hermana me dijo: «Creo que sí».
    Mientras tanto, había desplegado la súplica dirigida «al señor benefactor de la iglesia de SaintJacques-du-Haut-Pas».
    —¡Vaya!, ésta es para ese viejo que va a misa. Y es la hora. Voy a llevársela. Tal vez nos dará algo,
    con lo cual podremos almorzar.
    Luego se echó a reír de nuevo, y añadió:
    —¿Sabéis de lo que servirá si almorzamos hoy? Nos servirá para el almuerzo de anteayer, la cena de
    anteayer, el almuerzo de ayer y la cena de ayer, todo de una vez, esta mañana. ¡Pardiez! ¡Si no estáis
    contentos, reventad, perros!
    Esto hizo recordar a Marius lo que aquella desgraciada había ido a buscar a su casa.
    Buscó en su chaleco y no encontró nada.
    La joven continuaba, y parecía hablar como si no tuviera conciencia de la presencia de Marius.
    —A veces salgo por la noche. A veces no regreso. Antes de vivir aquí, el otro invierno, vivíamos
    bajo los arcos de los puentes. Nos estrechábamos unos contra otros para no helarnos. Mi hermanita
    lloraba. ¡Qué triste es el agua! Cuando pensaba en ahogarme decía: «No, está demasiado fría». Salgo
    sola cuando quiero y duermo a veces en los fosos. Por la noche, cuando voy por el bulevar, veo los
    árboles como horquillas y las casas negras y grandes como las torres de Notre-Dame, y me figuro que las
    paredes blancas son el río y me digo: «¡Vaya, hay agua allí!» Las estrellas me parecen lámparas
    encendidas, diríase que humean y que el viento las apaga; me siento aturdida, como si unos caballos me
    resoplasen en los oídos; aunque sea de noche, me parece oír organillos y las máquinas de las hilaturas, y
    qué sé yo qué más. Creo que me arrojan piedras, huyo sin saberlo y todo da vueltas, todo. Cuando no se
    ha comido es gracioso lo que pasa.
    Y miró a Marius con aire espantado.
    Marius, a fuerza de buscar y rebuscar en sus bolsillos, había conseguido reunir cinco francos y
    dieciséis sueldos. Era todo cuanto poseía en el mundo. «Mi comida de hoy —pensó—, hela aquí;
    mañana, ya veremos». Tomó los dieciséis sueldos y dio los cinco francos a la joven.
    Esta cogió la moneda.
    —¡Bueno, ya salió el sol!
    Y como si este sol hubiera tenido la propiedad de hacer fundir en su cerebro aludes de argot,
    prosiguió:
    —¡Cinco francos! ¡Trigo largo! ¡Un monarca! Sois un buen chaval. ¡Salud! ¡Adelante los piñones!
    ¡Dos días de bureo! Habrá chiscón tinto, y peñascaró, y brisna, y jamaremos y tragelaremos.
    Se subió la camisa por los hombros, hizo un profundo saludo a Marius, luego un ademán familiar con
    la mano, y se dirigió hacia la puerta riendo.
    —Buenos días, señor, voy a buscar a mi viejo.
    Al pasar, vio sobre la cómoda una corteza de pan seco, que se enmohecía allí con el polvo; arrojóse
    sobre ella y la mordió.
    —¡Bien durilla está! ¡Casi me rompo los dientes! —Se lamentó.
    Luego salió.




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    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 9 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Miér 04 Dic 2024, 15:33

    ***

    V



    LA MIRILLA DE LA PROVIDENCIA




    Hacía cinco años que Marius vivía en la pobreza, en la desnudez, en la misma indigencia, pero
    advirtió que aún no había conocido la verdadera miseria. La verdadera miseria era la que acababa de
    ver. Era aquel espectro que acababa de pasar ante sus ojos. Y, en efecto, quien no ha visto más que la
    miseria del hombre, no ha visto nada. Es menester ver la miseria de la mujer. Quien no ha visto más que
    la miseria de la mujer, no ha visto tampoco nada. Es preciso ver la miseria de la infancia.
    Cuando el hombre ha llegado al último extremo, llega también a los últimos recursos. ¡Desgraciados
    los seres sin defensa que le rodean! El trabajo, el pan, el fuego, el valor, la buena voluntad, todo le falta a
    la vez. La claridad del día parece apagarse en el exterior, y la luz moral se apaga en el interior; en estas
    sombras, el hombre encuentra la debilidad de la mujer y del niño, y los lleva violentamente a la
    ignominia.
    Entonces todos los horrores son posibles. La desesperación está rodeada de los frágiles tabiques que
    dan todos sobre el vicio o sobre el crimen.
    La salud, la juventud, el honor, las santas y pudorosas delicadezas de la carne aún nueva, el corazón,
    la virginidad, el pudor, esa epidermis del alma, son siniestramente manoseadas por ese tiento incierto que
    busca los recursos, que encuentra el oprobio y se acomoda con él. Padres, madres, hijos, hermanos,
    hermanas, hombres, mujeres, jóvenes, se agregan y se adhieren casi como una formación mineral en esa
    brumosa promiscuidad de sexos, de parentescos, de edades, de infamias, de inocencias. Se acurrucan,
    adosados los unos a los otros, en una especie de chiribitil predestinado. Se miran lamentablemente entre
    sí. ¡Oh, los infortunados!, ¡qué pálidos están!, ¡qué frío tienen! Parecen hallarse en un planeta mucho más
    alejado del sol que el nuestro.
    Aquella joven fue para Marius como una especie de enviada de las tinieblas.
    Le reveló todo un lado odioso de la noche.
    Marius reprochóse casi de los sueños de delirio y de pasión que le habían impedido hasta entonces
    lanzar una mirada hacia sus vecinos. Haber pagado su alquiler era un movimiento maquinal, todo el
    mundo hubiera tenido este gesto, pero él, Marius, hubiera debido hacer algo más. ¡Cómo! Un muro
    solamente le separaba de aquellos seres abandonados, que vivían a tientas en la noche, apartados de los
    demás vivientes, codeábase con ellos; era, en cierto modo, el último eslabón del género humano que
    tocaban, los oía vivir, o mejor dicho, suspirar a su lado, y no les había prestado atención. Todos los días,
    a cada instante, a través de la pared los oía andar, ir, venir, hablar, y no prestaba oídos; y en aquellas
    palabras había gemidos, y él no los escuchaba. Su pensamiento estaba en otra parte, soñando, ocupado
    con visiones imposibles, con amores en el aire, con locuras; y, sin embargo, criaturas humanas, sus
    hermanos en Jesucristo, sus hermanos del pueblo, agonizaban a su lado, ¡agonizaban inútilmente!
    Formaba incluso parte de su desgracia, la agravaba. Pues si hubiesen tenido otro vecino, un vecino menos
    quimérico y más atento, un hombre ordinario y caritativo, evidentemente su indigencia hubiera sido
    notada, sus señales de angustia hubieran sido vistas, y tal vez desde largo tiempo antes hubiesen sido
    recogidos y salvados. Parecían sin duda muy depravados, muy corrompidos, muy envilecidos, hasta muy
    odiosos; pero son raros aquellos que han caído y no se han degradado. Además, hay un punto en el que
    los infortunados y los infames se mezclan y se confunden en una sola palabra, palabra fatal: los
    miserables. ¿De quién es la culpa? Además, cuando la caída es más profunda, ¿no es cuando la caridad
    debe ser mayor?
    Mientras se daba esta lección de moral, pues había ocasiones en que Marius, como todos los
    corazones verdaderamente honrados, se erigía en su propio pedagogo y se reprendía más de que lo que
    merecía, consideraba la pared que le separaba de los Jondrette como si a través de aquel muro hubiera
    querido hacer pasar su mirada llena de piedad para con ello reanimar a aquellos desgraciados. La pared
    era una delgada lámina de yeso sostenida por listones que, como acabamos de decir, dejaba percibir
    perfectamente las voces. Era preciso ser el soñador Marius para no haberlo notado todavía. No había
    pegado papel alguno, ni por el lado de los Jondrette, ni por el de Marius; veíase completamente desnuda
    la grosera fábrica.
    Marius, sin saber casi lo que hacía, examinaba la pared; algunas veces la meditación examina,
    escudriña y observa, como lo haría el pensamiento. De pronto, se levantó: acababa de observar en lo
    alto, cerca del techo, un agujero triangular resultante de tres listones que dejaban un vacío entre sí. La
    mezcla que debía llenar aquel hueco estaba ausente, y si trepaba a la cómoda podría ver a través de aquel
    agujero la buhardilla de los Jondrette. La conmiseración debe tener también su curiosidad. Aquel agujero
    formaba una especie de mirilla. Permitido es mirar el infortunio a traición para socorrerlo. «Veamos,
    pues, lo que son esta gente —pensó Marius— y lo que hacen».
    Escaló la cómoda, aproximó su pupila a la abertura y miró.





    VI




    LA FIERA EN SU CUEVA




    Las ciudades, como las selvas, tienen sus antros donde se oculta todo lo que aquéllas tienen de más
    malo y más temible. Solamente que en las ciudades lo que se oculta así es feroz, inmundo y pequeño, es
    decir, feo; en las selvas, lo que se oculta es feroz, salvaje y grande, es decir, hermoso. Madrigueras por
    madrigueras, las de las bestias son preferibles a las de los hombres. Las cavernas valen más que las
    zahúrdas.
    Lo que Marius veía era una zahúrda.
    Marius era pobre, y su habitación era indigente; pero así como su pobreza era noble, su granero
    estaba limpio. El tugurio en que su mirada se sumergía en aquel instante era abyecto, sucio, fétido,
    infecto, tenebroso, sórdido. Por todo mueblaje, una silla de paja, una mesa coja, algunos viejos tiestos, y
    en dos rincones dos tarimas indescriptibles; por toda claridad, una ventana-buhardilla con cuatro vidrios
    adornados de telas de araña. Por aquel agujero entraba suficiente luz para que un rostro de hombre
    pareciese un rostro de fantasma. Las paredes tenían un aspecto leproso y estaban cubiertas de costuras y
    cicatrices como un rostro desfigurado por alguna horrible enfermedad. A través de ellas, se destilaba una
    humedad legañosa y se distinguían algunos dibujos obscenos, groseramente trazados con carbón.
    La habitación que Marius ocupaba estaba embaldosada de ladrillos ya destrozados; esta otra no
    estaba ni embaldosada ni enyesada: los inquilinos andaban sobre el antiguo yeso de la fábrica, que se
    había convertido en negro con el roce de los pies. Sobre su suelo desigual, donde el polvo se hallaba
    como incrustado, y que no tenía más que una virginidad, la de la escoba, se agrupaban caprichosamente
    constelaciones de viejos calzones, zapatos y pingajos horribles; por lo demás, aquella habitación tenía
    una chimenea; por esta razón su alquiler valía cuarenta francos al año. De todo había en aquella
    chimenea, una estufilla, una ramita, planchas rotas, harapos colgados de clavos, una jaula de pájaro,
    ceniza e incluso un poco de fuego. Dos tizones humeaban tristemente.
    Lo que aumentaba aún el horror de aquel desván era su enormidad. Tenía cabos, ángulos, agujeros
    negros, camaranchones, bahías y promontorios. Allí se veían horribles rincones insondables, donde
    parecía que debían guarecerse arañas gruesas como puños, correderas largas como un pie, y tal vez no sé
    qué seres humanos monstruosos.
    Uno de los jergones estaba cerca de la puerta, y el otro cerca de la ventana. Ambos tocaban por sus
    extremos la chimenea.
    En un ángulo próximo a la abertura por donde Marius miraba, colgaba de la pared un marco de
    madera negra con un grabado iluminado, debajo del cual se leía, en letras gruesas: el sueño.
    Representaba una mujer dormida y un niño dormido, el niño en el regazo de la madre; un águila en una
    nube con una corona en el pico, y la madre apartando la corona de la cabeza del niño, por supuesto sin
    despertarle; en el fondo, Napoleón en una gloria, apoyándose sobre una columna azul oscuro, de capitel
    amarillo, adornada con esta inscripción:
    Maringo
    Austerlits
    lena
    Wagramme
    Elot
    Por debajo de este cuadro, una especie de panel de madera rectangular estaba colocado en el suelo, y
    apoyado en plano inclinado contra la pared. Tenía el aspecto de un cuadro vuelto del revés, de un cuadro
    descolgado de la pared y olvidado allí en espera de que lo volvieran a colgar.
    Cerca de la mesa, sobre la cual Marius divisaba una pluma, tinta y papel, hallábase sentado un
    hombre de unos sesenta años, pequeño, flaco, lívido, huraño, de aire astuto, cruel e inquieto; un bribón
    horrible.
    Si Lavater
    [363] hubiera contemplado aquel rostro, habría descubierto en él al buitre mezclado con el
    procurador; al ave de rapiña y al hombre curial afeándose y completándose mutuamente, el curial
    haciendo innoble al ave de rapiña, y ésta haciendo horrible al leguleyo.
    Aquel hombre tenía una larga barba gris. Iba vestido con una camisa de mujer que dejaba ver su torso
    velludo y sus brazos desnudos erizados de pelos grises. Bajo aquella camisa veíase un pantalón enlodado
    y botas, por las cuales asomaban los dedos de los pies.
    Llevaba una pipa en la boca y fumaba. En aquella casa no había pan, pero quedaba aún tabaco.
    Probablemente estaba escribiendo alguna carta como las que Marius había leído.
    En una esquina de la mesa veíase un viejo volumen rojizo, desencuadernado, y el formato, que era el
    antiguo in-12 de los gabinetes de lectura, revelaba que era una novela. Sobre la cubierta, campeaba este
    título, impreso en gruesas mayúsculas: DIOS, EL REY, EL HONOR Y LAS DAMAS, por DUCRAY-DUMINIL. 1814.
    Mientras escribía, el hombre hablaba en voz alta, y Marius oía sus palabras:
    —¡Decir que no hay igualdad, ni tan siquiera en la muerte! ¡Véase el Pére-Lachaise! Los grandes, los
    que son ricos, están en lo alto, en el paseo de las acacias que está pavimentado. Pueden llegar allí en
    coche. Los pequeños, los pobres, los desgraciados, ¡qué!, se los mete abajo, donde hay barro hasta las
    rodillas, en los agujeros, en la humedad. ¡Los ponen allí para que se descompongan más pronto! No se
    puede ir a verlos sin hundirse en la tierra.
    Detúvose ahí, golpeó la mesa con el puño y añadió rechinando los dientes:
    —¡Oh! ¡Me comería el mundo!
    Una mujer gorda, que podía tener lo mismo cuarenta años que ciento, estaba acurrucada cerca de la
    chimenea, sobre sus talones desnudos.
    Tampoco llevaba más traje que una camisa y una falda de punto remendada con pedazos de paño
    viejo. Un delantal de gruesa tela escondía la mitad de su falda. Aunque aquella mujer estaba doblada y
    replegada sobre sí misma, se apreciaba que era de alta estatura. Era una especie de gigante al lado de su
    marido. Tenía terribles cabellos de un rubio rojizo, entrecanos, que removía de vez en cuando con sus
    enormes y relucientes manos de uñas chatas.
    A su lado yacía en el suelo, abierto de par en par, un volumen del mismo formato que el anterior, y
    probablemente de la misma novela.
    En uno de los jergones, Marius entreveía a una muchacha larguirucha, sentada casi desnuda, con los
    pies colgando, que parecía no ver ni escuchar nada. Era la hermana menor, sin duda, de la que había
    estado en su cuarto.
    Aparentaba unos once o doce años. Examinándola con atención, se descubría que tenía más bien
    quince. Era la muchacha que la víspera decía en el bulevar: «Me las he pirado, me las he pirado».
    Era de esa especie enfermiza que está atrasada largo tiempo, y luego crece de repente. Es la
    indigencia la que produce esas tristes plantas humánas. Esas criaturas no tienen ni infancia ni
    adolescencia. A los quince años aparentan doce, y a los dieciséis aparentan veinte. Hoy niñas, mañana
    mujeres. Diríase que saltan la vida para concluir más pronto.
    En ese momento, aquel ser tenía el aire de un niño.
    Por lo demás, nada revelaba en aquella habitación la presencia de ningún trabajo; ni un aparato, ni
    una rueda, ni instrumento de especie alguna. En un rincón había algunos objetos de hierro de aspecto
    dudoso. Era esa triste y sombría pereza que sigue a la desesperación y que precede a la agonía.
    Marius consideró durante algún tiempo aquel fúnebre interior, más terrible que el interior de una
    tumba, pues sentíase remover en él el alma humana y palpitar la vida.
    El desván, la cueva o el foso, por donde ciertos indigentes se arrastran hacia lo más bajo del edificio
    social, no es del todo el sepulcro: es su antesala; pero como esos ricos que ponen de manifiesto sus
    mayores magnificencias a la entrada de sus palacios, parece que la muerte, que está al lado, ostenta sus
    más grandes miserias en estos vestíbulos.
    El hombre se había callado, la mujer no hablaba y la joven parecía no respirar. Oíase rechinar la
    pluma sobre el papel.
    El hombre masculló sin dejar de escribir:
    —¡Canalla! ¡Canalla! ¡Todo es canalla!
    Esta variante del epifonema de Salomón arrancó un suspiro a la mujer.
    —Cálmate, amiguito —dijo—. No te alteres, querido. Tienes demasiada bondad al escribir a esa
    gente, marido mío.
    Con la miseria, los cuerpos se aprietan unos contra otros como en el frío, pero los corazones se
    alejan. Aquella mujer, según todas las apariencias, había debido amar a aquel hombre con la cantidad de
    amor que había en ella; pero, probablemente, con los cotidianos y recíprocos reproches de la espantosa
    miseria que gravitaba sobre todo el grupo, aquel amor se había apagado. Ya no había en ella para su
    marido más que las cenizas de un afecto. Sin embargo, los apelativos cariñosos, como sucede a menudo,
    habían sobrevivido. Le decía: querido, amiguito marido mío, con la boca, mientras el corazón guardaba
    silencio.
    El hombre se había puesto nuevamente a escribir









    652
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    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 9 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Jue 05 Dic 2024, 14:02

    ***
    VII



    ESTRATEGIA Y TÁCTICA



    Marius, con el corazón oprimido, iba a bajar de la especie de observatorio que había improvisado
    cuando un ruido atrajo su atención y le obligó a permanecer en aquel sitio.
    La puerta del desván acababa de abrirse bruscamente.
    La hija mayor apareció en el umbral.
    Llevaba los pies calzados con gruesos zapatos de hombre manchados de barro, que le había
    salpicado sus rojos tobillos, y se cubría con una vieja manta hecha jirones que Marius no le había visto
    una hora antes, pero que seguramente había dejado en la puerta con el fin de inspirar más piedad, y que
    sin duda había cogido al salir. Entró, cerró la puerta tras de sí, se detuvo para tomar aliento, pues estaba
    ahogada, y gritó con una expresión de triunfo y de alegría:
    —¡Viene!
    El padre volvió los ojos, la madre volvió la cabeza; la chica no se movió.
    —¿Quién? —preguntó el padre.
    —¡El señor!
    —¿El filántropo?
    —Sí.
    —¿De la iglesia de Saint-Jacques?
    —Sí.
    —¿Ese viejo?
    —Sí.
    —¿Y va a venir?
    —Me sigue.
    —¿Estás segura?
    —Estoy segura.
    —¿De verdad viene?
    —Viene en coche de alquiler.
    —En coche. ¡Es Rothschild!
    El padre se levantó.
    —¿Cómo estás segura? Pero si viene en coche, ¿cómo es que has llegado tú antes que él? ¿Le has
    dado bien la dirección al menos? ¿Le has dicho claramente que era la puerta al fondo del corredor a la
    derecha? ¡Que no se equivoque! ¿Lo has encontrado en la iglesia?, ¿ha leído mi carta?, ¿qué te ha dicho?
    —¡Ta, ta, ta! —dijo la hija—. ¡Cómo galopas, buen hombre! Mira: he entrado en la iglesia, él estaba
    en su lugar de costumbre, le he hecho una reverencia, le he dado tu carta, la ha leído y me ha preguntado:
    «¿Dónde vives, hija mía?». Yo le he dicho: «Señor, yo os llevaré». Él me ha replicado: «No, dadme
    vuestra dirección; mi hija tiene que hacer algunas compras, tomaré un coche y llegaré a vuestra casa al
    mismo tiempo que tú». Yo le he dado las señas. Cuando le he indicado la casa, pareció sorprendido, y
    como si dudara un instante luego ha dicho: «Es igual, iré». Concluida la misa, le vi salir de la iglesia con
    su hija y montaron los dos en un coche. Le he indicado bien la última puerta, al fondo del corredor a la
    derecha.
    —¿Y qué te hace suponer que vendrá?
    —Acabo de ver el coche que llegaba por la calle del Petit-Banquier. Por esto es por lo que he
    corrido.
    —¿Cómo sabes que es el mismo coche?
    —¡Pues porque había mirado el número!
    —¿Qué número?
    —El 440.
    —Bien, eres una chica de talento.
    La muchacha miró atrevidamente a su padre y, mostrando los zapatos que llevaba en los pies, añadió:
    —Una chica de talento, es posible. Pero te digo que no volveré a ponerme estos zapatos, que no los
    quiero, primero por la salud, y luego por la limpieza; no conozco nada más fastidioso que las suelas que
    rechinan, y que hacen ri, ri, ri a lo largo del camino. Prefiero ir con los pies descalzos.
    —Tienes razón —contestó el padre con un tono de dulzura que contrastaba con la rudeza de la joven
    —, pero como no te dejarían entrar en las iglesias, es preciso que los pobres tengan zapatos. No se va
    con los pies descalzos a la casa de Dios —añadió amargamente. Luego, volviendo al objeto que le
    preocupaba, añadió—: ¿Y estás segura de que viene?
    —Viene pisándome los talones —dijo la chica.
    El hombre se enderezó. Había una especie de iluminación en su rostro.
    —¡Mujer! —gritó—. Ya ves. Ahora viene el filántropo. Apaga el fuego.
    La madre, estupefacta, no se movió.
    El padre, con la agilidad de un saltimbanqui, cogió un puchero desportillado que había sobre la
    chimenea y echó agua sobre los tizones.
    Luego, dirigiéndose hacia su hija mayor, ordenó:
    —¡Tú! ¡Quítale el asiento a la silla!
    Su hija no comprendía en absoluto.
    Cogió él la silla y de un talonazo le quitó el asiento. Su pierna pasó a través del agujero que había
    hecho.
    Al retirar la pierna, preguntó a su hija:
    —¿Hace frío?
    —Mucho frío. Está nevando.
    El padre se volvió hacia la pequeña que estaba sobre el jergón cerca de la ventana y le gritó con
    atronadora voz:
    —¡Pronto! ¡Fuera de la cama, perezosa! ¡Nunca servirás para nada! ¡Rompe un cristal!
    La pequeña saltó de la tarima tiritando.
    —¡Rompe un cristal! —repitió.
    La chica permaneció como absorta.
    —¿No me oyes? —le repitió el padre—. ¡Te digo que rompas un cristal!
    La niña, con una especie de obediencia aterrada, se alzó sobre la punta de los pies y pegó un puñetazo
    a un cristal. El vidrio se rompió y cayó con estrépito.
    —Bien —dijo el padre.
    Estaba grave y brusco. Su mirada recorría rápidamente todos los recovecos del desván.
    Hubiérase dicho que era un general que hace los últimos preparativos en el momento en que va a
    empezar la batalla.
    La madre, que aún no había pronunciado palabra, se levantó y preguntó con voz lenta y sorda, con
    palabras que parecían salir como coaguladas:
    —Querido, ¿qué pretendes hacer?
    —Echate en la cama —respondió el padre.
    La entonación no admitía deliberación alguna. La madre obedeció, y se arrojó pesadamente sobre uno
    de los jergones.
    Mientras tanto, oíanse sollozos en un rincón.
    —¿Qué es esto? —preguntó el padre.
    La hija pequeña, sin salir de la sombra donde se había acurrucado, mostró su puño ensangrentado. Al
    romper el vidrio se había herido; había ido a colocarse cerca del jergón de su madre y allí lloraba
    silenciosamente.
    Tocóle ahora a la madre levantarse y gritar:
    —¡Ya lo ves! ¡No haces más que tonterías! ¡Al romper el vidrio se ha cortado!
    —¡Tanto mejor! —repuso el hombre—. Estaba previsto.
    —¿Cómo, tanto mejor? —inquirió la mujer.
    —¡Calma! —replicó el padre—. Suprimo la libertad de prensa.
    Luego, rasgando la camisa de mujer que le cubría el cuerpo, arrancó un jirón de tela con el que
    envolvió el puño ensangrentado de la niña.
    Hecho esto, su mirada se fijó con satisfacción en la desgarrada camisa.
    —¡Y la camisa también! Todo esto tiene un aspecto magnífico.
    Un viento helado silbaba al pasar a través del vidrio y entraba en la habitación. La bruma del exterior
    penetraba en ella y se dilataba como algodón blanquecino vagamente deshecho por dedos invisibles. A
    través del vidrio roto, veíase caer la nieve. El frío prometido la víspera por el sol de la Candelaria había
    llegado.
    El padre paseó la mirada a su alrededor, como para asegurarse de que no había olvidado nada. Tomó
    una vieja pala y echó con ella ceniza sobre los tizones mojados, hasta ocultarlos por completo.
    Luego, enderezándose y apoyándose en la chimenea, dijo:
    —Ahora, podemos recibir al filántrop




    VIII



    EL RAYO DE SOL EN LA CUEVA



    La hija mayor se acercó y colocó una mano sobre la de su padre.
    —Mira qué frío tengo —dijo.
    —¡Bah! —respondió el padre—. Más tengo yo.
    La madre gritó impetuosamente:
    —Siempre lo tuyo es mejor que lo de los demás, ¡hasta lo malo!
    —¡Silencio! —dijo el hombre.
    La madre, mirada de cierto modo, se calló.
    Hubo en la cueva un momento de silencio. La hija mayor deshilaba con aire indiferente el extremo
    inferior de su manta, y la hermana pequeña continuaba sollozando; la madre le había cogido la cabeza
    entre las manos y la cubría de besos, diciéndole en voz baja:
    —Tesoro mío, no llores, te lo suplico; esto no será nada; mira que vas a hacer enfadar a tu padre.
    —¡No! —gritó el padre—. ¡Al contrario, llora, llora! Eso está muy bien.
    Luego, volviéndose hacia la mayor, exclamó:
    —¡Ah, no llega! ¡Y si no viniera!, habría apagado el fuego, desfondado la silla, desgarrado mi camisa
    y roto el cristal para nada.
    —¡Y herido a la pequeña! —murmuró la madre.
    —¿Sabéis —prosiguió el padre— que hace un frío de perros en este desván del diablo? ¡Si ese
    hombre no viniera! ¡Oh, cómo se hace esperar! Él dirá: «Me esperarán, ¡allí están para eso!». ¡Oh, cómo
    los aborrezco! ¡Y con qué júbilo, con qué alegría, con qué entusiasmo y con qué satisfacción estrangularía
    a esos ricos! ¡A todos esos ricos! ¡A esos pretendidos hombres caritativos que se hacen los santos, que
    van a misa, que predican por aquí y por allá, que se creen por encima de nosotros y que vienen a
    humillarnos y a traernos vestidos, como ellos dicen! ¡Trapos que no valen más de cuatro sueldos, y pan!
    ¡No es eso lo que yo quiero, atajo de canallas! ¡Es dinero! ¡Ah, dinero, nunca, porque dicen que nos lo
    gastaríamos en bebida y que no somos más que unos borrachos y holgazanes! ¡Y ellos! ¿Qué es lo que son
    y lo que fueron en sus tiempos? ¡Ladrones! ¡No se habrían enriquecido! ¡Oh, debiera cogerse a la
    sociedad entre los cuatro extremos de una manta y arrojarlo todo al aire! ¡Todo se rompería, es posible,
    pero al menos nadie tendría nada, y esto habríamos ganado! ¿Pero qué es lo que está haciendo el cerdo de
    tu benéfico señor? ¡Vendrá! ¡El animal tal vez ha olvidado la dirección! Apostemos a que ese viejo
    bestia…
    En aquel instante dieron un ligero golpe en la puerta; el hombre se precipitó hacia ella y la abrió,
    gritando con profundos saludos y sonrisas de adoración:
    —¡Entrad, señor! Dignaos entrar, mi respetable bienhechor, y también vuestra encantadora hija.
    Un hombre de edad madura y una joven aparecieron en el umbral del desván.
    Marius no había abandonado su puesto. Lo que experimentó en aquel instante escapa a las
    posibilidades descriptivas de la lengua humana.
    Era Ella.
    Todo el mundo que ha amado sabe el resplandeciente sentido que contienen las cuatro letras de esta
    palabra: Ella.
    Era ella, efectivamente. Apenas Marius podía distinguirla a través del luminoso vapor que
    súbitamente se había esparcido ante sus ojos. Era aquel dulce ser ausente, aquel astro que había brillado
    para él durante seis meses, era aquella pupila, aquella frente, aquella boca, aquel hermoso rostro
    evanescente, que le había dejado sumido en la oscuridad al marcharse. La visión se había eclipsado, ¡ella
    reaparecía!
    Reaparecía en aquella sombra, en aquel desván, en aquella cueva deforme, en aquel horror.
    Marius se estremeció. ¡Cómo! ¡Era ella! Las palpitaciones de su corazón le turbaban la vista.
    Sentíase a punto de prorrumpir en llanto. ¡La volvía a ver, después de haberla buscado durante tanto
    tiempo! Le parecía que había perdido su alma y volvía a encontrarla.
    Seguía siendo la misma, solamente un poco más pálida; su delicado rostro se encuadraba en su
    sombrero de terciopelo violeta, y su talle se ocultaba en una manteleta de satén negro. Bájo su largo
    vestido, se entreveía su pequeño pie, aprisionado en una botita de seda.
    Iba acompañada como siempre por el señor Leblanc.
    Había dado algunos pasos por el cuarto, dejando un gran paquete sobre la mesa.
    La Jondrette mayor se había retirado detrás de la puerta y miraba con tristes ojos aquel sombrero de
    terciopelo, el abrigo de seda y el encantador rostro feli




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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 9 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Jue 05 Dic 2024, 14:04

    ***


    IX



    JONDRETTE CASI LLORA



    Hasta tal punto estaba oscuro el desván que las personas que venían de fuera experimentaban al entrar
    en él lo mismo que hubieran sentido al entrar en una caverna. Los dos recién llegados avanzaron con
    cierta vacilación, distinguiendo apenas unas formas vagas a su alrededor, mientras eran perfectamente
    vistos y examinados por los ojos que habitaban aquel desván, acostumbrados a aquel crepúsculo.
    El señor Leblanc se aproximó con su mirada buena y triste, y dijo al padre Jondrette:
    —Señor, encontraréis en este paquete algunas prendas nuevas, medias y cobertores de lana.
    —Nuestro angelical bienhechor nos abruma —respondió Jondrette inclinándose hasta el suelo.
    Luego, acercándose al oído de su hija mayor, en tanto que los visitantes examinaban aquel lamentable
    interior, añadió en voz baja y rápidamente:
    —¿Eh?, ¿no lo decía yo? ¡Trapos, pero no dinero! ¡Son todos los mismos! A propósito, ¿cómo estaba
    firmada la carta para este viejo babieca?
    —Fabantou —respondió la hija.
    —El artista dramático, ¡bien!
    A tiempo se acordó Jondrette, porque en aquel momento el señor Leblanc se volvió hacia él y le dijo
    con el aire de quien quiere recordar un nombre:
    —Ya veo que sois muy digno de lástima, señor…
    —Fabantou —respondió vivamente Jondrette.
    —Señor Fabantou, sí, eso es, ya me acuerdo.
    —Artista dramático, señor, que ha obtenido algunos triunfos.
    Aquí Jondrette creyó evidentemente llegado el momento de «apoderarse» del filántropo. Exclamó con
    un sonido de voz que participaba a la vez de la charla del titiritero en las ferias y de la humildad del
    mendigo en las carreteras:
    —Discípulo de Taima, señor. ¡Soy discípulo de Taima! La fortuna me sonrió en otro tiempo. ¡Ah!,
    ahora le ha llegado su turno a la desgracia; ya lo veis, no tengo ni pan ni fuego. ¡Mis pobres hijas no
    tienen fuego! ¡Mi única silla sin asiento! ¡Un cristal roto, con el tiempo que hace! ¡Mi esposa en la cama,
    enferma!
    —¡Pobre mujer! —se dolió el señor Leblanc.
    —¡Mi hija herida! —añadió Jondrette.
    La niña, distraída a causa de la llegada de los visitantes, se había puesto a contemplar a la «señorita»
    y había cesado de sollozar.
    —¡Llora, chiquilla! —le dijo Jondrette por lo bajo.
    Al mismo tiempo le pellizcó la mano herida; todo esto con un verdadero talento de escamoteador.
    La pequeña lanzó grandes gritos.
    La adorable joven que Marius llamaba en su corazón, «su Ursule», se acercó prestamente:
    —¡Pobre niña! —exclamó.
    —Ya veis, hermosa señorita —prosiguió Jondrette—, ¡su puño ensangrentado! Es un accidente que le
    ha sucedido trabajando en una máquina para ganar seis sueldos por día. ¡Tal vez habrá necesidad de
    cortarle el brazo!
    —¿De veras? —dijo el anciano señor, alarmado.
    La pequeña, tomando estas palabras en serio, comenzó a llorar con más fuerza.
    —¡Ah, sí, mi bienhechor! —respondió el padre.
    Desde hacía algunos instantes, Jondrette contemplaba al «filántropo» de un modo extraño. Mientras
    hablaba, parecía escudriñar con atención, como si tratase de buscar algo en sus recuerdos. De repente,
    aprovechando un instante en que los dos recién llegados preguntaban con interés a la pequeña por su
    mano herida, se acercó a su mujer, que yacía en la cama con aire estúpido, y le dijo vivamente y en voz
    baja:
    —¡Mira bien a este hombre!
    Luego, volviéndose al señor Leblanc, continuó lamentándose:
    —¡Ya lo veis, señor, tengo por todo vestido una camisa de mi mujer, y desgarrada, en el rigor del
    invierno! No puedo salir porque no tengo ropa. Si tuviera algún vestido, iría a ver a la señorita Mars que
    me conoce y me quiere mucho. ¿No vive aún en la calle de la Tour-des-Dames? ¿Sabéis, señor?,
    trabajamos juntos en provincias. He compartido sus laureles. ¡Celimene vendrá en mi socorro, caballero!
    ¡Elmire daría limosna a Belisario! Pero no, ¡nada! ¡Ni un sueldo en casa! ¡Mi mujer enferma, y ni un
    sueldo! ¡Mi hija herida, y ni un sueldo! Mi esposa tiene ahogos. Efectos de la edad, complicados con el
    sistema nervioso. ¡Necesita cuidados, y mi hija también! ¡Pero el médico, el boticario!… ¿Cómo pagar?
    ¡Ni un cuarto! ¡Me arrodillaría ante un décimo, señor! ¡Mirad a lo que están reducidas las artes! ¿Y
    sabéis, hermosa señorita, y vos, mi generoso protector, vos que respiráis la virtud y la bondad, y que
    perfumáis esa iglesia donde mi pobre hija, al ir a rezar, os ve todos los días… sabéis por qué yo educo a
    mis hijas en la religión, señor? No he querido que se dedicasen al teatro. ¡Ah, las picaruelas, que yo las
    vea torcerse! ¡Yo no gasto bromas! Les echo largos sermones sobre el honor, sobre la moral y la virtud.
    Preguntadles. Es menester que anden derechas. Tienen un padre. No son unas desgraciadas que comienzan
    por no tener familia, y acaban con emparentar con el público, que al principio son la señorita Nadie y
    luego se convierten en la señora Todo-el-Mundo. ¡Pardiez! ¡Esto no sucederá en la familia Fabantou!
    Trato de educarlas virtuosamente, y que sean honradas y buenas, y que crean en Dios. Y bien, señor, mi
    digno señor, ¿sabéis lo que va a pasar mañana? Mañana es cuatro de febrero, el día fatal, el último plazo
    que me ha dado mi casero; si esta noche no le he pagado, mañana mi hija mayor, mi esposa con fiebre, mi
    niña con su herida, y yo, los cuatro, seremos arrojados de aquí, y abandonados en la calle, en el bulevar,
    sin abrigo, bajo la lluvia y la nieve. Mirad, señor; debo cuatro trimestres, ¡un año!, es decir: sesenta
    francos.
    Jondrette mentía. Cuatro trimestres no hubieran sumado más que cuarenta francos, y no podía deber
    cuatro, puesto que aún no hacía seis meses que Marius había pagado dos.
    El señor Leblanc sacó cinco francos de su bolsillo y los dejó sobre la mesa.
    Jondrette tuvo tiempo de murmurar al oído de su hija mayor:
    —¡Tacaño! ¿Qué quiere que haga con sus cinco francos? ¡Con esto no me paga ni la silla ni el vidrio!
    ¡Haga usted gastos!
    Entretanto, el señor Leblanc se había quitado un gran sobretodo oscuro que llevaba por encima de su
    levita azul y lo había dejado sobre el respaldo de la silla.
    —Señor Fabantou —dijo—, no tengo más que estos cinco francos, pero voy a llevar a mi hija a casa,
    y volveré esta noche. ¿No es esta noche cuando debéis pagar…?
    El rostro de Jondrette se iluminó con una extraña expresión. Respondió con viveza.
    —Sí, mi respetable señor. A las ocho debo estar en casa del propietario.
    —Estaré aquí a las seis, y os traeré los sesenta francos.
    —¡Mi bienhechor! —exclamó Jondrette, delirante.
    Y añadió por lo bajo:
    —Míralo bien, mujer.
    El señor Leblanc había cogido del brazo a la hermosa joven, y volvióse hacia la puerta:
    —Hasta la noche, amigos míos —dijo.
    —¿A las seis? —preguntó Jondrette.
    —A las seis en punto.
    En aquel instante, el sobretodo dejado sobre la silla captó la atención de la Jondrette mayor.
    —Señor —dijo—, olvidáis vuestro sobretodo.
    Jondrette dirigió a su hija una mirada furibunda, acompañada de un encogimiento de hombros
    formidable.
    El señor Leblanc se volvió y respondió con una sonrisa:
    —No lo olvido, lo dejo.
    —¡Oh, mi protector —exclamó Jondrette—, mi augusto protector, voy a llorar! ¡Permitid que os
    acompañe hasta vuestro coche!
    —Si salís —aconsejó el señor Leblanc—, poneos este abrigo. Verdaderamente hace mucho frío.
    Jondrette no se lo hizo repetir dos veces. Se endosó rápidamente el sobretodo.
    Y salieron los tres, Jondrette precedía a los dos visitantes.







    X



    TARIFA DE LOS CARRUAJES DE ALQUILER: DOS FRANCOS POR HORA



    Marius no había perdido nada de toda la anterior escena, pero, en realidad, nada había visto. Sus ojos
    habían estado constantemente fijos en la joven, su corazón se había, por decirlo así, apoderado de ella, y
    la había rodeado toda entera desde su primer paso en el desván. Durante todo el tiempo que había estado
    allí, Marius había vivido con esa vida de éxtasis que suspende las percepciones materiales y precipita el
    alma entera hacia un solo punto. Contemplaba, no a aquella joven, sino aquella luz que llevaba una
    manteleta de raso y un sombrero de terciopelo. La estrella Sirio, si hubiera entrado en la habitación, no le
    habría deslumbrado tanto.
    En tanto que la joven abría el paquete, desplegaba las prendas y los cobertores, preguntaba a la
    madre enferma con bondad y a la muchacha herida con ternura, él espiaba todos sus movimientos y
    trataba de oír sus palabras. Conocía sus ojos, su frente, su belleza, su talle, su andar, pero no conocía el
    sonido de su voz. Había creído captar algunas palabras una vez en el Luxemburgo, pero no estaba del
    todo seguro. Hubiera dado diez años de su vida por oírla, para poder llevar en su alma un poco de
    aquella música. Pero todo se perdía en las declamaciones lastimeras y los estallidos de trompeta de
    Jondrette, lo cual irritaba verdaderamente a Marius, aun en medio de su éxtasis. No apartaba de ella los
    ojos. No podía imaginarse que fuese realmente aquella criatura divina la que veía en medio de seres tan
    inmundos en aquel monstruoso tugurio. Parecíale ver un colibrí entre sapos.
    Cuando ella salió, sólo tuvo un pensamiento, seguirla, no perder sus huellas, no dejarla hasta saber
    dónde vivía, no volverla a perder, al menos después de haberla recobrado tan milagrosamente. Saltó de
    la cómoda y cogió su sombrero. Al poner la mano en el picaporte, cuando ya iba a salir, le detuvo una
    reflexión. El corredor era largo, la escalera estrecha y empinada, Jondrette muy charlatán, el señor
    Leblanc no habría aún subido a su coche, y si volviéndose en el corredor, en la escalera o en la puerta, le
    veía en aquella casa, evidentemente se alarmaría y hallaría medio de escapar de nuevo, y otra vez habría
    acabado todo. ¿Qué hacer? ¿Esperar un poco?; pero mientras esperaba, el coche podría partir. Marius se
    hallaba perplejo. Por fin se arriesgó y salió de la habitación.
    No había nadie en la escalera. Bajó apresuradamente y llegó al bulevar a tiempo de ver un coche de
    alquiler volver la esquina de la calle del Petit-Banquier y dirigirse a París.
    Marius se precipitó en aquella dirección. AI llegar a la esquina volvió a ver el coche que bajaba
    rápidamente por la calle Mouffetard; el coche estaba ya muy lejos y no había medio de alcanzarlo; ¿qué
    hacer?, ¿correr tras él?, imposible. Además, desde el coche podrían observar que un individuo corría a
    todo escape en su persecución, y el padre le reconocería. En aquel momento, casualidad inaudita y
    maravillosa, Marius descubrió un coche de alquiler que pasaba vacío por el bulevar. No tenía que tomar
    más que un partido: subir en el cabriolé y seguir al coche. Esto era seguro y eficaz.
    Marius hizo señas al cochero para que parara y le gritó:
    —¡Por horas!
    Marius iba sin corbata, llevaba el traje viejo de los días de trabajo, al que le faltaban algunos
    botones, y su camisa estaba rota por uno de los pliegues de la pechera.
    El coche se detuvo, el cochero guiñó el ojo y extendió hacia Marius su mano izquierda, frotando
    suavemente el índice contra el pulgar.
    —¿Qué? —inquirió Marius.
    —Pagad por anticipado —dijo el cochero.
    Marius recordó que no llevaba encima más que dieciséis sueldos.
    —¿Cuánto? —preguntó.
    —Cuarenta sueldos.
    —Pagaré al volver.
    El cochero, por toda respuesta, silbó la canción de La Palisse y dio un latigazo al caballo.
    Marius vio alejarse al cabriolé con aire consternado. Por veinticuatro sueldos que le faltaban se
    desvanecía su alegría, su felicidad, su amor, y volvía a caer en las tinieblas. Había visto y quedaba
    nuevamente ciego. Pensó amargamente, y preciso es decirlo, con una profunda pena, en los cinco francos
    que aquella misma mañana había dado a la miserable muchacha. Si hubiera tenido aquellos cinco francos,
    se habría salvado; habría renacido, salido del limbo y de las tinieblas, del aislamiento, del spleen, de la
    viudez; reanudaba el negro hilo de su destino a aquel hermoso hilo de oro que acababa de flotar ante sus
    ojos y de romperse otra vez. Volvió, pues, a su buhardilla, desesperado.
    Habría podido reflexionar que el señor Leblanc había prometido regresar a la noche, y que no tenía
    sino que ingeniárselas mejor para seguirle; mas en su éxtasis, apenas lo había oído.
    En el momento de subir la escalera vio al otro lado del bulevar, junto a la desierta pared de la calle
    de la Barriere des Gobelins, a Jondrette envuelto en el sobretodo del «filántropo», que hablaba con uno
    de esos hombres de figura sospechosa que se ha convenido en llamar vagos de las barreras, gentes de
    aspecto equivoco, de monólogos sospechosos, que tienen aire de llevar malos pensamientos y que
    duermen generalmente de día, lo que hace suponer que trabajan de noche.
    Aquellos dos hombres, hablando inmóviles bajo la nieve que caía a grandes copos, formaban un
    grupo que a un agente de policía hubiera llamado seguramente la atención, pero en el que Marius apenas
    reparó.
    Sin embargo, por dolorosa que fuese su meditación, no pudo menos que decirse que aquel vago de las
    barreras con quien Jondrette hablaba se parecía a un tal Panchaud, alias Printanier, alias Bigrenaille, que
    Courfeyrac le había señalado una vez, y que pasaba en el barrio por un noctámbulo bastante peligroso. Ya
    hemos hallado en el libro precedente el nombre de este mozo. Este Panchaud, alias Printanier, alias
    Bigrenaille, figuró posteriormente en varios procesos criminales y llegó a ser un bribón celebre.
    Entonces no era aún más que un bribón notable. Hoy forma parte de la tradición entre los bandidos y los
    ladrones. A fines del último reinado, hacia escuela. Y por la tarde, al anochecer, a la hora en que se
    forman grupos y se habla en voz baja, hablaban de él en la Forcé, y en la Fosse-aux-Lions. En aquella
    prisión, precisamente en el sitio donde pasaba bajo el camino de ronda el canal de la alcantarilla que
    sirvió para la inaudita fuga en pleno día de treinta presos en 1843, se podía leer su nombre, Panchaud,
    encima de la alcantarilla, audazmente grabado por él en la pared, en una de sus tentativas de evasión. En
    1832, la policía le vigilaba ya, pero no había aún debutado seriamente.


    CONT
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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 9 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Jue 05 Dic 2024, 14:06

    XI



    OFERTAS DE SERVICIO DE LA MISERIA AL DOLOR



    Marius subió la escalera del caserón a pasos lentos; en el instante en que iba a penetrar en su celda
    descubrió detrás de sí, en el corredor, a la Jondrette mayor, que le seguía. Aquella muchacha le resultó
    odiosa a la vista, pues era ella la que tenía sus cinco francos; era demasiado tarde para pedírselos, y
    además el cabriolé ya no estaba allí, y el coche de alquiler se hallaba ya lejos. Por otra parte, ella no se
    los devolvería. En cuanto a interrogarla sobre la dirección de los que habían estado allí, aquello
    resultaba inútil, era evidente que no lo sabía, puesto que la carta firmada por Fabantou estaba dirigida al
    bienhechor de la iglesia de Saint-Jacques-du-Haut-Pas.
    Marius entró en su habitación y empujó la puerta tras de sí.
    La puerta no se cerró; se volvió y vio una mano que retenía la puerta entreabierta.
    —¿Qué hay? —preguntó—. ¿Quién está ahí?
    Era la hija de Jondrette.
    —¿Otra vez vos? —dijo Marius casi duramente—. ¿Qué queréis?
    Ella parecía pensativa y no respondía. No tenía la seguridad de la mañana. No había entrado y se
    mantenía en la sombra del corredor, donde Marius la veía a través de la puerta entreabierta.
    —¿Contestáis o no? —inquirió Marius—. ¿Qué queréis?
    Ella levantó hacia él su mirada apagada, donde una especie de claridad parecía haberse encendido
    vagamente, y le dijo:
    —Señor Marius, parecéis triste. ¿Qué tenéis?
    —¿Yo? —dijo Marius.
    —Sí, vos.
    —No tengo nada.
    —¡Sí!
    —No.
    —¡Os digo que sí!
    —¡Dejadme tranquilo!
    Marius empujó nuevamente la puerta, pero ella continuó reteniéndola abierta.
    —Mirad —dijo—, hacéis mal. Aun cuando no seáis rico, habéis sido bueno esta mañana. Sedlo
    también ahora. Me habéis dado de comer, decidme ahora qué tenéis. Estáis apesadumbrado, esto se ve.
    No quisiera que tuvierais pena alguna. ¿Qué es preciso hacer para esto? ¿Puedo serviros en algo?
    Empleadme. No os pregunto vuestros secretos, no necesito que me los digáis, pero, en fin, quiero seros
    útil. Quiero ayudaros, puesto que ayudo a mi padre. Cuando es preciso llevar cartas, ir a las casas, pedir
    de puerta en puerta, encontrar una dirección, seguir a alguien, yo sirvo para eso. Pues, bien, podéis
    decirme lo que tenéis, iré a hablar a las personas; algunas veces basta con que se sepan las cosas para
    que todo se arregle. Servios de mí.
    Una idea atravesó la mente de Marius. ¿Quién desdeña una rama cuando está a punto de caer?
    Se aproximó a la Jondrette.
    —Escucha… —le dijo.
    Ella le interrumpió con un relámpago de alegría en los ojos.
    —¡Oh, sí, tuteadme! Lo prefiero.
    —Pues bien, ¿tú has traído aquí a ese anciano con su hija…? —Sí.
    —¿Sabes su dirección?
    —No.
    —Averíguamelo.
    La mirada de la Jondrette de triste se había vuelto alegre, y de alegre se había vuelto sombría.
    —¿Es eso lo que queréis? —preguntó.
    —Sí.
    —¿Los conocéis, acaso?
    —No.
    —Es decir, no la conocéis, pero queréis conocerla.
    El «los» que se había convertido en «la» tenía un no sé qué de significativo y amargo.
    —¿Puedes o no? —preguntó Marius.
    —¿Conseguir la dirección de esa hermosa señorita?
    Había en las palabras hermosa señorita, un acento que importunó a Marius.
    —¡En fin, no importa! Las señas del padre y de la hija.
    La Jondrette le miró fijamente.
    —¿Qué me daréis?
    —¡Todo lo que quieras!
    —¿Todo lo que quiera?
    —Sí.
    —Tendréis la dirección.
    Bajó la cabeza; luego, con un movimiento brusco, cerró la puerta.
    Marius se encontró solo.
    Se dejó caer sobre una silla, con la cabeza y los codos apoyados en la cama, abismado en
    pensamientos que no podía retener, y como presa del vértigo. Todo lo que había sucedido desde la
    mañana, la aparición del ángel, su desaparición, lo que aquella criatura acababa de decirle, una luz de
    esperanza flotando en una desesperación inmensa, Todo esto llenaba confusamente su cerebro.
    De pronto, vio interrumpida violentamente su meditación.
    Oyó la voz alta y dura de Jondrette pronunciar estas palabras llenas del más extraño interés para él.
    —Te digo que estoy seguro de ello, y que le he reconocido.
    ¿De quién hablaba Jondrette? ¿A quién había reconocido? ¿Al señor Leblanc? ¿Al padre de «su
    Ursule»? ¿Acaso Jondrette le conocía? ¿Iba Marius a tener, de aquel modo brusco e inesperado, todas las
    noticias sin las cuales su vida era oscura para él mismo? ¿Iba a saber, por fin, a quién amaba? ¿Quién era
    aquella joven? ¿Quién era su padre? ¿Estaba a punto de iluminarse la espesa sombra que los cubría? ¿Iba
    a rasgarse el velo? ¡Ah, cielos!
    Saltó más que subió a la cómoda, y tornó a su puesto cerca del pequeño agujero del tabique.
    Desde allí, volvió a ver el interior de la cueva de Jondrette.




    XII



    EMPLEO DE LA MONEDA DE CINCO FRANCOS DEL SEÑOR LEBLANC



    Nada había cambiado en el aspecto de la familia, excepto que la mujer y las hijas habían buscado en
    el paquete y se habían puesto medias y camisas de lana. Dos cobertores nuevos estaban tendidos sobre
    las dos camas.
    Jondrette acababa evidentemente de entrar. Se le oía aún jadear a causa del cansancio. Sus hijas
    estaban cerca de la chimenea, sentadas en el suelo, la mayor vendando la mano de la más pequeña. Su
    mujer estaba como acurrucada en el jergón contiguo a la chimenea, con rostro estupefacto. Jondrette se
    paseaba de un extremo a otro del desván, a grandes pasos. Su mirada era extraordinaria.
    La mujer, que parecía intimidada, y como herida de estupor ante su marido, se aventuró a decirle:
    —Pero ¿de veras? ¿Estás seguro?
    —¡Seguro! ¡Hace ocho años! ¡Pero le reconozco! ¡Oh, sí, le reconozco! Le he reconocido
    inmediatamente. ¡Cómo! ¿No te ha saltado a la vista?
    —No.
    —¡Y, sin embargo, te dije que prestaras atención! Es su estatura, es su rostro apenas más viejo; hay
    personas que no envejecen, no sé cómo lo hacen; es el mismo sonido de voz. Mejor vestido, ¡eso es todo!
    ¡Ah! ¡Viejo misterioso del diablo, ya te tengo!
    Se detuvo, y ordenó a sus hijas:
    —¡Vosotras, marchaos!
    Las hijas se levantaron para obedecer.
    La madre balbució:
    —¿Con su mano enferma?
    —El aire le hará bien —dijo Jondrette—. Marchaos.
    Evidentemente, aquel hombre era de esos a los que no se replica. Las dos muchachas salieron.
    En el momento en que iban a cruzar el umbral, el padre retuvo a la mayor por el brazo, y le dijo con
    un acento particular:
    —Estaréis aquí a las cinco en punto. Las dos. Tendré necesidad de vosotras.
    Marius redobló su atención.
    Al quedarse solo con su mujer, Jondrette se puso a pasear nuevamente por la habitación y dio dos o
    tres vueltas en silencio. Después empleó algunos minutos en hacer pasar por detrás del cinturón de su
    pantalón la parte inferior de la camisa de mujer que llevaba puesta.
    De repente se volvió hacia la Jondrette, cruzó los brazos y exclamó:
    —¿Quieres que te diga una cosa? La señorita…
    —Y bien, ¿qué? —preguntó la mujer—. ¿La señorita…?
    Marius no podía dudar; era de ella de quien hablaban. Escuchaba con ardiente ansiedad. Toda su vida
    estaba en sus oídos.
    Pero Jondrette se había inclinado, y hablaba bajo a su mujer. Luego se incorporó y terminó en voz
    alta:
    —¡Es ella!
    —¿Ésa? —exclamó la mujer.
    —Ésa —contestó el marido.
    No hay palabras que puedan expresar lo que había en el «ésa» de la madre. Era la sorpresa, la rabia,
    el odio, la cólera, mezclados y combinados en un enconamiento monstruoso. Habían bastado algunas
    palabras, el nombre sin duda que su marido le había dicho al oído, para que aquella gruesa mujer
    adormecida se despertase, y de repugnante se volviese espantosa.
    —¡No es posible! —exclamó—. ¡Cuando pienso que mis hijas van con los pies desnudos y no tienen
    ni un vestido que ponerse! ¡Cómo! ¡Una manteleta de raso, un sombrero de terciopelo y hasta botas y
    todo! ¡Más de doscientos francos en trapos! ¡Cualquiera creería que es una dama! ¡No, te engañas!
    ¡Además, la otra era horrible, y ésta no está mal! ¡No, de verdad que no está del todo mal! ¡No puede ser
    ella!
    —Te digo que es ella. Ya verás.
    Ante aquella afirmación tan absoluta, la Jondrette levantó su ancha cara roja y contempló el techo con
    una expresión deforme. En aquel momento la pareció a Marius más temible aún que su marido. Era una
    cerda con la mirada de una tigresa.
    —¡Cómo! —replicó—. ¡Esa hermosa señorita horrible que miraba a mis hijas con aire de piedad es
    aquella pelona! ¡Oh, quisiera reventarle el vientre a zapatazos!
    Saltó de la cama, y permaneció un instante en pie, despeinada, con las ventanas de la nariz hinchadas,
    la boca entreabierta, los puños crispados y echados hacia atrás. Luego se dejó caer de nuevo sobre el
    jergón. El hombre iba y venía sin prestar atención a su mujer.
    Tras algunos instantes de silencio, acercóse a la Jondrette y se detuvo ante ella con los brazos
    cruzados como un momento antes.
    —¿Y quieres que te diga otra cosa?
    —¿Qué?
    El respondió con una voz breve y baja:
    —Que mi fortuna está hecha.
    La Jondrette le consideró con esa mirada que significa: ¿acaso el que me habla se ha vuelto loco?
    Él prosiguió:
    —¡Mil truenos! Ya hace bastante tiempo que soy feligrés de la parroquia-muero-de-hambre-si-tienesfuego-muero-de-frío-si-tie-nes-pan. ¡Ya tengo bastante de miseria! ¡Mi carga y la carga de los demás! No
    bromeo, esto ya no me divierte. ¡Basta de bromas, buen Dios! ¡Basta de farsa, Padre Eterno! ¡Quiero que
    mi hambre coma! ¡Quiero que mi sed beba! ¡Quiero devorar, dormir y no hacer nada! ¡Quiero que me
    llegue mi vez antes de reventar! ¡Quiero ser un poco millonario!
    Dio la vuelta a la cueva y añadió:
    —Como los demás.
    —¿Qué quieres decir? —preguntó la mujer.
    Él sacudió la cabeza, guiñó un ojo y alzó la voz como un charlatán de feria que va a hacer una
    demostración.
    —¿Lo que quiero decir? ¡Escucha!





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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 9 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Jue 05 Dic 2024, 14:07

    ***

    —¡Chist! —murmuró la Jondrette—. ¡No tan alto! Si vas a hablar de negocios, es preciso que no nos
    oigan.
    —¡Bah! ¿Quién puede oírnos? ¿El vecino? Le he visto salir hace poco. ¿Además, es que oye algo ese
    idiota? De todos modos, le he visto salir.
    Empero, por una especie de instinto, Jondrette bajó la voz, aunque no lo bastante para que sus
    palabras escapasen a Marius. Una circunstancia favorable, y que había permitido a Marius no perder
    nada de esta conservación, es que la nieve caída amortiguaba el ruido de los carruajes en el bulevar.
    He aquí lo que Marius oyó:
    —Escucha bien. El Creso está bien cogido. O como si lo estuviera. Es cosa hecha; todo está
    arreglado. He visto a algunos amigos. Él vendrá a las seis. Traerá los sesenta francos, ¡canalla! ¿Has
    visto cómo le he enredado para que suelte los sesenta francos, con mi casero y con el cuatro de febrero,
    que no puede ser final de trimestre? ¡Qué bestia! Vendrá, pues, a las seis. A esa hora el vecino se habrá
    ido a cenar y la Bougon estará lavando los platos en la ciudad. No habrá nadie en la casa. El vecino no
    vuelve nunca antes de las once. Las pequeñas estarán de vigilancia. Tú nos ayudarás, y él se ejecutará.
    —¿Y si no se ejecuta? —preguntó la mujer.
    Jondrette hizo un gesto siniestro y dijo:
    —Le ejecutamos nosotros.
    Y soltó una carcajada.
    Era la primera vez que Marius le veía reír. Su risa era fría y suave, y hacía estremecer.
    Jondrette abrió un armario cerca de la chimenea y sacó un viejo casquete que se puso en la cabeza
    después de haberlo cepillado con la manga.
    —Ahora —dijo—, voy a salir. Tengo que ver a alguien de los buenos. Ya verás cómo esto marcha.
    Estaré fuera el menor tiempo posible. Es un buen golpe el que vamos a dar. Guarda la casa.
    Y con las manos metidas en los bolsillos del pantalón, permaneció un momento pensativo; luego
    exclamó:
    —¿Sabes que es una feliz casualidad el que no me haya reconocido? ¡Si me hubiese reconocido, no
    habría vuelto! ¡Se nos escapaba! ¡Mi barba es la que nos ha salvado! ¡Mi perilla romántica! ¡Mi linda
    perilla romántica!
    Y se echó a reír de nuevo.
    Después se acercó a la ventana. Continuaba nevando y el cielo estaba gris.
    —¡Qué tiempo tan perro! —exclamó.
    Luego, abrochándose el sobretodo, comentó:
    —Tiene el pelo demasiado largo. ¡Es igual —añadió—, ha hecho endiabladamente bien en dejármelo
    el viejo tunante! ¡Sin esto no habría podido salir y todo se lo habría llevado el diablo! ¡Qué casualidades
    se dan en el mundo!
    Y hundiéndose el casquete hasta los ojos, salió.
    A los pocos segundos la puerta volvió a abrirse y su fiero e inteligente perfil reapareció en la
    abertura.
    —Me olvidaba de decirte que tengas preparado un brasero de carbón.
    Y echó en el delantal de su mujer la pieza de cinco francos que le había dejado «el filántropo».
    —¿Un brasero de carbón? —preguntó la mujer.
    —Sí.
    —¿Cuánto compro?
    —Una arroba.
    —Eso costará treinta sueldos. Con el resto compraré algo para cenar.
    —¡Diablos, no!
    —¿Por qué?
    —Porque yo, por mi parte, tendré que comprar algo.
    —¿El qué?
    —Algo.
    —¿Cuánto necesitarás?
    —¿Dónde hay un quincallero por aquí?
    —En la calle Mouffetard.
    —¡Ah, sí!, en una esquina; ya recuerdo la tienda.
    —Pero dime, ¿cuánto te hace falta para eso que necesitas comprar?
    —Cincuenta sueldos o tres francos.
    —No quedará mucho para la comida.
    —Hoy no se trata de comer, hay algo mejor que hacer.
    —Basta, hermoso.
    Oído aquel mimo de su mujer, Jondrette cerró la puerta y esta vez Marius oyó sus pasos que se
    alejaban por el corredor del caserón y descendían rápidamente la escalera. En aquel momento daba la
    una en Saint-Mé






    XIII


    SOLUS CUM SOLO, IN LOCO REMOTO, NON COGITABUNTUR ORARE PATER
    NOSTER



    [364]
    Marius, por más soñador que fuese, era, lo hemos dicho ya, una naturaleza firme y enérgica. Los
    hábitos de recogimiento solitario, desarrollando en él la simpatía y la compasión, habían disminuido tal
    vez la facultad de irritarse, pero habían dejado intacta la facultad de indignarse; tenía la benevolencia de
    un brahmán y la severidad de un juez; tenía piedad de un sapo, pero aplastaba a una víbora. Ahora bien,
    su mirada había penetrado en un nido de víboras; era un nido de monstruos el que tenía ante sus ojos.
    —Es preciso aplastar a estos miserables —dijo.
    Ninguno de los enigmas que él esperaba verse disipar se había esclarecido; por el contrario, tal vez
    se habían oscurecido más; no sabía nada más acerca de la bella niña del Luxemburgo y del hombre a
    quien llamaba el señor Leblanc, sino que Jondrette los conocía. A través de las tenebrosas palabras que
    había oído, sólo entreveía distintamente una cosa, y era que se preparaba una emboscada, una emboscada
    oscura pero terrible, que los dos corrían un gran peligro; la joven probablemente, el padre de seguro; que
    era preciso salvarlos; que era preciso deshacer las horribles combinaciones de los Jondrette y rasgar la
    tela de aquellas arañas.
    Observó un momento a la Jondrette. Había sacado de un rincón un antiguo hornillo de hierro y andaba
    rebuscando entre sus bártulos.
    Marius bajó de la cómoda lo más suavemente que pudo, procurando no hacer el menor ruido.
    En su espanto por lo que se preparaba, y en el horror que los Jondrette le habían causado, sentía una
    especie de alegría ante la idea de que le sería dado prestar un gran servicio a la que amaba.
    Pero ¿qué hacer? ¿Advertir a las personas amenazadas? ¿Dónde encontrarlas? Ignoraba su dirección.
    Habían reaparecido ante sus ojos un instante, y luego habíanse vuelto a hundir en las inmensas
    profundidades de París. ¿Esperar al señor Leblanc en la puerta por la tarde a las seis, en el momento en
    que llegara, y prevenirle de la trampa? Pero Jondrette y su gente le verían espiar, el lugar se hallaba
    desierto, serían más fuertes que él, encontrarían medio de cogerle o de alejarle, y aquel a quien Marius
    quería salvar estaría perdido. Acababa de dar la una, la emboscada no debía tener lugar hasta las seis.
    Marius tenía ante sí cinco horas.
    No le quedaba más que una cosa que hacer.
    Púsose su chaqueta presentable, atóse un pañuelo al cuello, cogió su sombrero y salió sin hacer más
    ruido que si hubiese caminado sobre musgo con los pies desnudos.
    Mientras tanto, la Jondrette continuaba revolviendo sus chismes.
    Una vez fuera de la casa, ganó la calle del Petit-Banquier.
    Iba como a mitad de esta calle, cerca de una tapia muy baja, que se podía saltar en ciertos sitios y que
    daba a un solar; caminaba lentamente, pensativo; la nieve amortiguaba el ruido de sus pasos; de repente
    oyó voces que hablaban muy cerca de él. Volvió la cabeza; la calle estaba desierta, no había nadie en
    ella; se encontraba en pleno día, y no obstante se oían distintamente dos voces.
    Se le ocurrió la idea de mirar por encima de la pared.
    Había allí, en efecto, dos hombres adosados a la muralla, sentados en la nieve y hablando bajo.
    Aquellas dos figuras le resultaban desconocidas. Uno era un hombre barbudo con blusa, y el otro un
    hombre melenudo y harapiento. El de la barba llevaba un gorro griego, el otro la cabeza desnuda, y nieve
    en los cabellos.
    Avanzando la cabeza, Marius podía oír.
    El melenudo empujaba al otro con el codo y decía:
    —Con Patrón-Minette, la cosa no puede fallar.
    —¿Tú crees? —preguntó el barbudo.
    Y el otro dijo:
    —Siempre dará para cada uno una cuenta de quinientos machos, y lo peor que puede suceder son
    cinco años, seis, diez a lo más.
    El otro respondió con cierta vacilación, y rascándose bajo su gorro griego:
    —Esto es algo positivo, y no se debe ir en busca de esas cosas.
    —Te digo que el asunto no puede fallar —prosiguió el melenudo—, desataremos la culebra.
    Luego se pusieron a hablar de un melodrama que habían visto la víspera en la Gaité.
    Marius continuó su camino.
    Le parecía que las oscuras palabras de aquellos dos hombres, tan extrañamente ocultos detrás de
    aquel muro y agachados en la nieve, no dejaban tal vez de tener alguna relación con los abominables
    proyectos de Jondrette. Este debía ser el asunto.
    Se dirigió hacia el arrabal de Saint-Marceau y en la primera tienda que encontró preguntó dónde
    había una comisaría de policía.
    Le indicaron la calle Pontoise y el número 14.
    Marius se dirigió allí.
    Al pasar ante una panadería, compró un pan de dos sueldos y se lo comió, previendo que no comería
    más aquel día.
    Mientras andaba, hizo justicia a la Providencia. Pensó que si no hubiera dado por la mañana los cinco
    francos a la chica Jondrette, habría seguido el coche del señor Leblanc y, en consecuencia, lo habría
    ignorado todo, nada habría obstaculizado la celada de los Jondrette, y el señor Leblanc estaría perdido, y
    sin duda alguna su hija con él










    670
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    y en ese vuelo y en ese sueño
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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 9 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Vie 06 Dic 2024, 09:45

    ***

    XIV



    DONDE UN AGENTE DE POLICÍA DA DOS PUÑETAZOS A UN ABOGADO



    Al llegar al número 14 de la calle Pontoise, subió al primer piso y preguntó por el comisario de
    policía.
    —El señor comisario de policía no está —dijo un empleado de oficina—, pero hay un inspector que
    le reemplaza. ¿Queréis hablarle? ¿Es cosa urgente?
    —Sí —contestó Marius.
    El ordenanza le introdujo en el gabinete del comisario. Un hombre de alta estatura estaba allí de pie,
    detrás de un enrejado, apoyado en una estufa, y levantando con sus dos manos los faldones de un amplio
    redingote de tres esclavinas. Era una cara cuadrada, de boca delgada y firme, espesas patillas grisáceas
    muy erizadas y una mirada capaz de registrar hasta el fondo de los bolsillos. Hubiérase podido decir de
    aquella mirada, no que penetraba, sino que registraba.
    Aquel hombre tenía un aire no menos feroz y temible que el de Jondrette; algunas veces causa tanta
    inquietud un perro de presa como un lobo.
    —¿Qué queréis? —preguntó a Marius, sin añadir «señor».
    —Ver al comisario de policía.
    —Está ausente. Yo le reemplazo.
    —Es para un asunto muy secreto.
    —Entonces hablad.
    —Y muy urgente.
    —Entonces hablad pronto.
    Aquel hombre, tranquilo y brusco, era a la vez terrible y tranquilizador, inspiraba temor y confianza.
    Marius le contó la aventura. Una persona, a quien no conocía más que de vista, debía ser atraída por la
    noche a una emboscada; él, Marius Pontmercy, abogado, había oído todo el complot a través del tabique;
    el malvado que había ideado el plan era un tal Jondrette; tendría cómplices, probablemente
    merodeadores de las barreras, entre otros un tal Panchaud, alias Printanier, alias Bigrenaille; las hijas de
    Jondrette estarían al acecho; no existía medio alguno de prevenir al hombre amenazado, puesto que no
    sabía siquiera su nombre; y, en fin, todo aquello debía tener lugar a las seis de la tarde, en el punto más
    desierto del bulevar del Hospital, en la casa número 50-52.
    Al oír el número, el inspector levantó la cabeza y dijo fríamente:
    —¿Es, pues, en la habitación del fondo del corredor?
    —Precisamente —afirmó Marius, y añadió—: ¿Acaso conocéis esa casa?
    El inspector permaneció un instante silencioso, y luego respondió calentándose el tacón de la bota en
    la boca de la estufa:
    —Probablemente. —Y continuó entre dientes, hablando menos a Marius que a su corbata—: Por ahí
    debe de andar Patron-Minette.
    Esta palabra llamó la atención de Marius.
    —Patron-Minette —dijo—. En efecto, he oído pronunciar esa palabra. Y relato al inspector el
    diálogo de los dos hombres en la nieve, tras el muro de la calle del Petit-Banquier.
    El inspector gruñó:
    —El melenudo debe ser Brujon, y el barbudo, Demi-Liard, alias Deux-Milliards.
    De nuevo había bajado los párpados y meditaba.
    —En cuanto a la culebra, ya comprendo lo que podrá ser. ¡Bueno!, se me ha quemado el redingote.
    Siempre ponen demasiado fuego en estas malditas estufas. El número 50-52. Antigua propiedad de
    Gorbeau. —Luego miró a Marius—. ¿No habéis visto más que a ese barbudo y a ese melenudo?
    —Y a Panchaud.
    —¿Y no habéis visto rondar por allí a una especie de petimetre del diablo?
    —No.
    —¿Ni a un grandote, macizo, que se parece al elefante del Jardín Botánico?
    —No.
    —¿Ni a un malafacha que tiene todo el aire de un viejo payaso?
    —No.
    —En cuanto al cuarto, nadie le ve, ni siquiera sus ayudantes, dependientes o empleados. Es poco
    sorprendente que no lo hayáis visto.
    —No. Pero ¿qué es esto y quiénes son todos esos personajes?
    El inspector dijo:
    —Además, que tampoco es su hora. —Volvió a guardar silencio y luego prosiguió—: El número 50-
    52. Conozco ese caserón. Es imposible que nos ocultemos en el interior sin que los artistas lo noten, y
    entonces saldrían del paso con dejar este drama para otro día. ¡Son tan modestos!, el público los
    incomoda. Nada, nada. Quiero oírlos cantar y hacerles bailar.
    Cuando hubo terminado este monólogo, se volvió hacia Marius y le preguntó mirándole fijamente:
    —¿Tenéis miedo?
    —¿De qué? —preguntó Marius.
    —De esos hombres.
    —¡No más que de vos! —replicó rudamente Marius, quien empezaba a advertir que el polizonte no le
    había llamado aún caballero.
    El inspector miró a Marius fijamente y continuó con una especie de solemnidad sentenciosa:
    —Habláis como un hombre honrado y como un hombre valiente. El valor no teme al crimen, ni la
    honradez teme a la autoridad.
    Marius le interrumpió:
    —¡Conforme! Pero ¿qué pensáis hacer?
    El inspector se limitó a responderle:
    —Los inquilinos de aquella casa tienen una llave para entrar por la noche en sus habitaciones. Vos
    debéis tener una.
    —Sí —dijo Marius.
    —¿La lleváis encima?
    —Sí.
    —Dádmela —ordenó el inspector.
    Marius sacó la llave de su chaleco, la entregó al inspector y dijo:
    —Si me queréis creer, haréis bien en ir acompañado.
    El inspector dirigió a Marius la misma mirada que habría dirigido Voltaire a un académico de
    provincias que le hubiese propuesto una rima. Hundió con un solo movimiento las manos, que eran
    enormes, en los dos inmensos bolsillos de su redingote, y sacó dos pequeñas pistolas de acero, de esas
    que llaman «puñetazos». Se las ofreció a Marius, diciendo vivamente:
    —Tomad esto. Regresad a vuestra casa. Escondeos en vuestra habitación. Que crean que habéis
    salido. Están cargadas. Cada una tiene dos balas. Observaréis. Hay un agujero en la pared, me habéis
    dicho. Esa gente irá; dejadla obrar, y cuando juzguéis la cosa a punto, y que es tiempo de prenderlos,
    tiraréis un pistoletazo. No antes. El resto es asunto mío. Un pistoletazo al aire, al techo, no importa
    dónde. Sobre todo, no demasiado pronto. Sois abogado, ya sabéis de lo que se trata.
    Marius cogió las pistolas y se las puso en el bolsillo de la chaqueta.
    —Eso hace mucho bulto, se ve —dijo el inspector—. Mejor es que las metáis en los bolsillos del
    pantalón.
    Marius escondió las pistolas donde le indicaban.
    —Ahora —prosiguió el inspector—, no hay un minuto que perder para nadie. ¿Qué hora es? Las dos
    y media. ¿Es a las seis?
    —A las seis —dijo Marius.
    Y cuando Marius ponía la mano en la cerradura de la puerta para salir, el inspector le gritó:
    —A propósito, si de aquí a entonces tenéis necesidad de mí, venid o enviad recado. Preguntaréis por
    el inspector Javert.





    XV



    JONDRETTE HACE SUS COMPRAS



    Algunos instantes más tarde, hacia las tres, Courfeyrac pasaba por casualidad por la calle
    Mouffetard, en compañía de Bossuet. La nevada recrudecía. Bossuet estaba diciendo a Courfeyrac:
    —Al ver caer todos estos copos de nieve, se diría que en el cielo hay peste de mariposas blancas.
    De repente, Bossuet divisó a Marius que subía la calle hacia la barrera, con un aire particular.
    —¡Vaya! —exclamó Bossuet—. ¡Marius!
    —Le he visto ya —dijo Courfeyrac—. No le hablemos.
    —¿Por qué?
    —Está ocupado.
    —¿En qué?
    —¿No ves la cara que tiene?
    —¿Qué cara?
    —La cara del que sigue a alguien.
    —Es cierto —convino Bossuet.
    —¿Ves qué ojos pone? —dijo Courfeyrac.
    —¿Pero a quién diablos sigue?
    —A alguna pollita de quince en adelante, está enamorado.
    —Pero —observó Bossuet— es que por aquí no veo ni pollitas ni gallinas, ni ninguna clase de
    faldas. No hay una sola mujer.
    Courfeyrac miró y exclamó:
    —Sigue a un hombre.
    Un hombre, en efecto, cubierto con una gorra, y cuya barba gris se distinguía aun de espalda,
    caminaba a unos veinte pasos delante de Marius.
    Aquel hombre iba vestido con un sobretodo nuevo, demasiado grande para él, y un espantoso
    pantalón roto y ennegrecido por el lodo.
    Bossuet rompió a reír.
    —¿Qué hombre es ése?
    —¿Ese? —continuó Courfeyrac—. Es un poeta. Los poetas suelen llevar muy a menudo pantalones de
    comerciantes de pieles de conejo y sobretodos de pares de Francia.
    —Veamos adonde va Marius —dijo Bossuet—; veamos adonde va ese hombre: Sigámoslos, ¿eh?
    —Bossuet —exclamó Courfeyrac—, águila de Meaux, sois un bruto prodigioso. ¡Seguir a un hombre
    que sigue a un hombre!
    Y volvieron sobre sus pasos.
    Marius, en efecto, había visto pasar a Jondrette por la calle Mouffetard, y le seguía.
    Jondrette caminaba delante de él sin sospechar que le iban vigilando.
    Dejó la calle Mouffetard, y Marius le vio entrar en una de las más horribles covachas de la calle
    Gracieuse, donde permaneció como un cuarto de hora, y luego volvió a la calle Mouffetard. Se detuvo en
    casa de un quincallero que en aquel tiempo había en la esquina de la calle Pierre-Lombard
    [365]
    , y algunos
    minutos más tarde, Marius le vio salir de la tienda, llevando en la mano un gran cortafrío, con mango de
    madera blanca, que escondió bajo el sobretodo. A la altura de la calle Petit-Gentilly
    [366]
    , giró a la
    izquierda y ganó rápidamente la calle del Petit-Banquier. El día iba cayendo; la nevada, que había cesado
    por unos momentos, volvía a comenzar. Marius se emboscó en la esquina misma de la calle del PetitBanquier, que se hallaba desierta como siempre, y no siguió a Jondrette. Hizo bien, porque cuando llegó
    a la tapia baja donde Marius había oído hablar al barbudo y al melenudo, Jondrette se volvió, se aseguró
    de que nadie le seguía ni le veía y luego saltó el muro y desapareció.
    El solar que cercaba aquel muro comunicaba con el patio posterior de un antiguo alquilador de
    carruajes, no muy bien afamado, que había quebrado, y que tenía aún bajo los cobertizos algunas viejas
    berlinas.
    Marius pensó que sería prudente aprovechar la ausencia de Jondrette para regresar; además, la hora
    se acercaba; todas las tardes, la Bougon, al partir para ir a fregar platos a la ciudad, tenía la costumbre
    de cerrar la puerta de la casa. Marius había dado su llave al inspector de policía; era, pues, importante
    que se apresurase.
    La noche casi había cerrado ya; no había en el horizonte y en la inmensidad más que un punto
    iluminado por el sol: era la luna.
    Se levantaba rojiza, por detrás de la cúpula baja de la Salpétriére.
    Marius llegó a grandes pasos al número 50-52. La puerta estaba aún abierta. Subió la escalera de
    puntillas y se deslizó a lo largo de la pared del corredor hasta su habitación. Este corredor, como se
    recordará, tenía a ambos lados desvanes que en aquel momento se hallaban vacíos y por alquilar. La
    Bougon dejaba habitualmente las puertas abiertas. Al pasar por delante de una de éstas, Marius creyó
    divisar en el deshabitado cuarto cuatro cabezas de hombre inmóviles, blanqueadas vagamente por un rayo
    de luz que penetraba por una claraboya. Marius no trató de ver, porque no quería ser visto. Consiguió
    entrar en su habitación sin ser notado, y sin ruido. Ya era tiempo. Pocos instantes después oyó a la señora
    Bougon que se iba y cerraba la puerta de la casa.






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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 9 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Vie 06 Dic 2024, 09:51

    ***

    XVI



    DONDE SE VOLVERÁ A HALLAR LA CANCIÓN INGLESA QUE ESTABA DE MODA
    EN 1832



    Marius se sentó en su cama. Podían ser las cinco y media. Media hora solamente le separaba de lo
    que iba a suceder. Oía latir sus arterias como se oye el latir de un monstruo en la oscuridad. Pensaba en
    aquella doble marcha que se efectuaba en aquel momento en las tinieblas: el crimen avanzando de un
    lado; la justicia avanzando por el otro. No sentía miedo; pero no podía pensar sin cierto sobresalto en lo
    que iba a suceder. Como a todo aquel a quien repentinamente se ve envuelto en una aventura
    sorprendente, aquel día le causaba el efecto de un sueño, y para no creerse juguete de una pesadilla, tenía
    necesidad de sentir en sus bolsillos el frío de las dos pistolas de acero.
    Ya no nevaba; la luna, cada vez más clara, se desprendía de las brumas, y su resplandor, mezclado
    con el reflejo blanco de la nieve caída, daba a la habitación un aspecto crepuscular.
    Había luz en el desván de los Jondrette. Marius veía brillar el agujero del tabique con una claridad
    roja que le parecía sangrienta.
    Era evidente que aquella claridad no podía ser producida por una vela. Por lo demás, ningún
    movimiento en casa de los Jondrette, nadie se movía, nadie hablaba; no se oía un soplo, el silencio era
    glacial y profundo, y sin aquella luz se hubiera creído que se estaba al lado de un sepulcro.
    Marius se quitó suavemente las botas y las dejó debajo de la cama.
    Transcurrieron algunos minutos. Marius oyó la puerta de la calle girar sobre sus goznes; un paso
    pesado y rápido subió la escalera, recorrió el corredor y levantó el pestillo de la puerta con ruido; era
    Jondrette que regresaba.
    Al momento, eleváronse varias voces. Toda la familia se hallaba en el desván. Solamente que en
    ausencia del dueño callaban todos, como callan los lobeznos en ausencia del lobo.
    —Soy yo —dijo.
    —¡Buenas noches, papaíto! —chillaron las hijas.
    —¿Y bien? —interrogó la madre.
    —Todo marcha perfectamente —respondió Jondrette—, pero tengo un frío de perros en los pies.
    Bueno, muy bien, te has vestido. Será preciso que puedas inspirar confianza.
    —Estoy pronta a salir.
    —¿No olvidarás nada de lo que te he dicho? ¿Lo harás todo?
    —Descuida…
    —Es que… —dijo Jondrette. Y no acabó la frase.
    Marius le oyó dejar algo pesado sobre la mesa, probablemente el cortafrío que había comprado.
    —¡Ah! —exclamó Jondrette—, ¿se ha comido aquí?
    —Sí —dijo la madre—, he traído tres grandes patatas y sal. He aprovechado el fuego para asarlas.
    —Bien —replicó Jondrette—. Mañana os llevaré a comer conmigo. Habrá pato y accesorios.
    Comeréis como Carlos X. ¡Todo va bien! —Luego añadió bajando la voz—: La ratonera está abierta. Los
    gatos están ahí. Pon esto al fuego —dijo bajando la voz.
    Marius oyó el ruido del carbón al ser removido con una tenaza u otro instrumento de hierro, y
    Jondrette prosiguió:
    —¿Has untado de sebo los goznes de la puerta para que no hagan ruido?
    —Sí —respondió la madre.
    —¿Qué hora es?
    —Las seis darán pronto. La media acaba de sonar en Saint-Médard.
    —¡Diablos! —exclamó Jondrette—. Es preciso que las pequeñas vayan a ponerse al acecho; venid
    aquí vosotras y escuchad.
    Hubo un cuchicheo.
    La voz de Jondrette se elevó aún:
    —¿Se ha marchado la Bougon?
    —Sí —dijo la madre.
    —¿Estás segura de que no hay nadie en casa del vecino?
    —No ha regresado en todo el día, y ya sabes que ésta es la hora de su cena.
    —¿Estás segura?
    —Segura.
    —Es igual —replicó Jondrette—, pero no estará de más comprobarlo. Chica, coge la luz y ve a ver si
    el vecino está en su cuarto.
    Marius se dejó caer a cuatro patas y se deslizó silenciosamente bajo su cama.
    Apenas se había escondido, cuando divisó la luz a través de las junturas de la puerta.
    —Papá —gritó una voz—, ha salido.
    Reconoció la voz de la hija mayor.
    —¿Has entrado? —preguntó el padre.
    —No —respondió la muchacha—, pero puesto que su llave está en la cerradura, es señal de que ha
    salido.
    El padre gritó:
    —Entra, sin embargo.
    La puerta se abrió, y Marius vio entrar a la Jondrette mayor con una vela en la mano. Estaba como
    por la mañana, sólo que más espantosa con aquella claridad.
    Se dirigió directamente hacia la cama; Marius pasó un inexplicable momento de ansiedad, pero cerca
    de la cama había un espejo colgado de la pared, y allí era adonde ella se encaminaba. Se alzó sobre la
    punta de los pies y se miró en él. En la pieza inmediata se oía un ruido de hierros.
    La chica se alisó los cabellos con la palma de la mano y dirigió varias sonrisas al espejo, mientras
    cantaba con voz ronca y sepulcral:
    Duraron mis amores una semana.
    En amores la dicha nunca fue larga.
    Adorarse ocho días es poco tiempo.
    Debieran los amores,
    ¡ay!, ser eternos.
    Marius continuaba temblando. Le parecía imposible que ella no oyera su respiración.
    Se dirigió hacia la ventana y miró al exterior, hablando alto, con aquel tono alocado que tenía.
    —¡Qué feo es París cuando se pone camisa blanca! —exclamó.
    Volvió al espejo, e hizo nuevas muecas, contemplándose sucesivamente de cara y de perfil.
    —¡Y bien! —gritó el padre—. ¿Qué es lo que haces?
    —Estoy mirando debajo de la cama y de los muebles —respondió, continuando la operación de
    alisarse el pelo—, no hay nadie.
    —¡Ea! —aulló el padre—. ¡Ven aquí inmediatamente!, y no perdamos más tiempo.
    —¡Ya voy!, ¡ya voy! —dijo la chica—. No hay tiempo para nada en esta casucha.
    Y volvió a canturrear:
    Me dejáis por marchar a la gloria.
    Mi triste corazón seguirá vuestros pasos.
    Dirigió una última mirada al espejo y salió cerrando la puerta tras de sí.
    Un momento más tarde, Marius oyó el ruido de los pies desnudos de las dos jóvenes en el corredor, y
    la voz de Jondrette que les gritaba:
    —¡Prestad atención!, una al lado de la barrera, la otra al lado de la calle del Petit-Banquier. No
    perdáis de vista un minuto la puerta de la casa, y al notar la menor cosa, inmediatamente aquí. Subid de
    cuatro en cuatro los escalones; tenéis una llave para entrar.
    La hija mayor murmuró:
    —¡Hacer de centinela con los pies descalzos sobre la nieve!
    —Mañana tendréis botas de seda color de escarabajo —dijo el padre.
    Bajaron las chicas la escalera, y algunos segundos más tarde el ruido de la puerta que se cerraba
    anunció que ya estaban fuera.
    No quedaban en la casa más que Marius y los Jondrette; probablemente también los misteriosos seres
    divisados por Marius a la luz del crepúsculo, detrás de la puerta del deshabitado desván.





    XVII



    EMPLEO DE LA MONEDA DE CINCO FRANCOS DE MARIUS



    Marius juzgó que había llegado el momento de volver a ocupar su puesto en el observatorio. En un
    abrir y cerrar de ojos, y con la agilidad de su edad, se halló junto al agujero del tabique.
    Miró.
    El interior de la habitación de los Jondrette ofrecía un aspecto singular, y Marius se explicó la
    extraña claridad que había observado. Una vela lucía en un candelero de cobre, pero no era ella la que
    iluminaba realmente la habitación. El desván entero estaba como iluminado por el reverbero de un gran
    brasero de hierro colocado en la chimenea y lleno de carbón encendido. Era el brasero que la Jondrette
    había preparado por la mañana. El carbón estaba ardiendo, y el brasero, al rojo; una llama azul vagaba
    oscilante sobre el fuego y ayudaba a distinguir la forma del cortafrío comprado por Jondrette en la calle
    de Pierre-Lombard, que se enrojecía hundido entre las ascuas. En un rincón, cerca de la puerta, y como
    dispuestos para usarse próximamente, veíanse dos montones que parecían ser el uno de hierros y el otro
    de cuerdas. Todo esto, para el que no hubiese sabido lo que se preparaba, hubiera hecho oscilar en la
    imaginación una idea muy siniestra y otra muy sencilla. La cueva, así iluminada, parecía más bien una
    fragua que una boca del infierno, pero Jondrette, con aquel resplandor, más tenía el aire de un demonio
    que de un herrero.
    El calor del brasero era tal que la vela colocada encima de la mesa se fundía por el lado del fuego,
    consumiéndose en el borde. Una antigua linterna sorda, de cobre, digna de Diógenes convertido en
    Cartouche, estaba sobre la chimenea.
    El brasero colocado en el mismo fogón, al lado de los tizones casi apagados, enviaba sus gases por el
    conducto de la chimenea, y no despedía olor alguno.
    La luna, entrando por los cuatro vidrios de la ventana, arrojaba su blanquecina luz en el purpúreo y
    llameante desván, y para el espíritu poético de Marius, soñador incluso en el momento de la acción, era
    como un pensamiento del cielo mezclado con los deformes sueños de la tierra.
    Una corriente de aire, que penetraba por el vidrio roto, contribuía a disipar el olor del carbón y a
    disimular el brasero.
    La cueva de Jondrette se hallaba, si recordamos cuanto hemos dicho acerca del caserón Gorbeau,
    admirablemente situada para servir de teatro a un hecho violento y sombrío, y de manto a un crimen. Era
    el cuarto más retirado de la casa más aislada, en el bulevar más desierto de París. Si la emboscada
    criminal no hubiera existido, se habría inventado allí.
    Todo el espesor de una casa y una porción de cuartos deshabitados separaban aquella cueva del
    bulevar, y la única ventana que tenía daba sobre vastos solares cercados de tapias y empalizadas.
    Jondrette había encendido su pipa, se había sentado en la silla desfondada y fumaba. Su mujer le
    hablaba en voz baja.








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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 9 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Vie 06 Dic 2024, 09:53

    ***
    Si Marius hubiera sido Courfeyrac, es decir, esos hombres que se ríen en todas las ocasiones de la
    vida, habría estallado en carcajadas al mirar a la Jondrette. Llevaba un sombrero negro con plumas, muy
    parecido a los sombreros de los reyes de la consagración de Carlos X, un inmenso chal de tartán sobre su
    falda de punto y los zapatos de hombre que su hija había desdeñado por la mañana. Era este tocado el que
    había arrancado a Jondrette la exclamación de: «¡Bueno, te has vestido!, has hecho bien. ¡Es preciso que
    puedas inspirar confianza!»
    En cuanto a Jondrette, no se había quitado el sobretodo nuevo y demasiado ancho para él que el señor
    Leblanc le había dado, y su indumentaria continuaba ofreciendo el contraste del sobretodo y del pantalón,
    que constituía a los ojos de Courfeyrac el rasgo de un poeta.
    De repente, Jondrette alzó la voz:
    —¡A propósito!, ahora que lo pienso. Con el tiempo que hace, vendrá en coche. Enciende la linterna,
    cógela y baja. Te quedarás detrás de la puerta. En el momento en que oigas pararse el carruaje, la
    abrirás, y le alumbrarás por la escalera y el corredor; y mientras entra aquí, bajarás a todo escape,
    pagarás al cochero y despedirás el carruaje.
    —¿Y el dinero? —preguntó la mujer.
    Jondrette buscó en los bolsillos de su pantalón y le entregó cinco francos.
    —¿Qué es esto? —exclamó la mujer.
    Jondrette respondió con dignidad:
    —Es el monarca que el vecino dio esta mañana. —Y añadió—: ¿Sabes que aquí hacen falta dos
    sillas?
    —¿Para qué?
    —Para sentarse.
    Marius sintió que un estremecimiento le corría por la espalda al oír a la Jondrette dar esta tranquila
    respuesta:
    —¡Pardiez!, voy a ir a buscar las del vecino.
    Y con un movimiento rápido abrió la puerta del desván y salió al corredor.
    Marius no tenía materialmente tiempo para bajar de la cómoda, ir hasta su cama y esconderse allí.
    —Coge la vela —gritó Jondrette.
    —No —dijo la mujer—, me estorbaría, tengo que traer las dos sillas. Hay luna.
    Marius oyó la pesada mano de la Jondrette buscando a tientas en la oscuridad la llave. La puerta se
    abrió. Marius quedó clavado en su sitio, poseído de sorpresa y estupor.
    La Jondrette entró.
    La ventana abuhardillada dejaba entrar un rayo de luna entre dos grandes planos de sombra. Uno de
    estos planos cubría por entero la pared a la que Marius se había adosado, de modo que desaparecía en la
    oscuridad.
    La Jondrette alzó los ojos, no vio a Marius, tomó las dos sillas, las únicas que Marius poseía, y se
    marchó, dejando que la puerta se cerrara ruidosamente tras ella.
    Volvió a entrar en su cueva.
    —Aquí están las dos sillas.
    —Y aquí tienes la linterna —dijo el marido—. Baja pronto.
    Ella obedeció apresuradamente, y Jondrette se quedó solo.
    Dispuso las dos sillas a ambos lados de la mesa, dio vuelta al cortafrío en el brasero, puso ante la
    chimenea un viejo biombo que ocultaba el brasero; luego fue al rincón donde estaba el montón de cuerdas
    y se agachó como para examinar alguna cosa. Marius se enteró entonces que lo que él había tomado por
    un montón informe era una escalera de cuerda muy bien hecha, con escalones de madera y dos garfios
    para colgarla.
    Esta escalera y algunas herramientas, verdaderas mazas de hierro que yacían entre un montón de
    instrumentos detrás de la puerta, no se hallaban por la mañana en la cueva de los Jondrette, y
    evidentemente habían sido llevadas allí aquella tarde, durante la ausencia de Marius.
    «Son herramientas de cerrajero», pensó Marius.
    Si Marius hubiera sido un poco más conocedor de aquel oficio, habría reconocido en lo que él
    tomaba por herramientas de cerrajero ciertos instrumentos capaces de forzar una cerradura o desencajar
    una puerta, y otros capaces de cortar o romper; las dos familias de herramientas siniestras que los
    ladrones llaman ganzúas y ruiseñores.
    La chimenea y la mesa con las dos sillas se hallaban precisamente enfrente de Marius. Oculto el
    brasero por el biombo, la habitación estaba sólo iluminada por la vela; el más pequeño objeto colocado
    sobre la mesa o sobre la chimenea proyectaba una gran sombra. Un jarro de agua desportillado
    ensombrecía la mitad de una pared. Había en aquel cuarto no sé qué calma horrible y amenazadora.
    Sentíase como la expectación de alguna cosa espantosa.
    Jondrette había dejado apagar la pipa, grave signo de preocupación, y había vuelto a sentarse. La
    vela hacía sobresalir los fieros y finos ángulos de su rostro. Grandes fruncimientos de ceño y bruscos
    movimientos de su mano derecha parecían indicar un sombrío monólogo interior. En una de estas oscuras
    réplicas que se daba a sí mismo, tiró vivamente hacia sí del cajón de la mesa, cogió de él un ancho
    cuchillo de cocina y probó el filo con una uña. Una vez hecho esto, volvió a dejar el cuchillo en el cajón
    y lo cerró.
    Marius, a su vez, cogió la pistola que llevaba en el bolsillo derecho y la armó.
    La pistola, al ser armada, produjo un pequeño ruido claro y seco.
    Jondrette se estremeció, y se enderezó en su silla.
    —¿Quién está ahí? —preguntó.
    Marius retuvo el aliento, Jondrette escuchó un instante, y luego estalló en carcajadas, diciendo:
    —¡Seré estúpido! Es el tabique que cruje.
    Marius retuvo la pistola en la mano.





    XVIII



    LAS DOS SILLAS DE MARIUS SE ENCUENTRAN FRENTE A FRENTE



    De pronto, la lejana y melancólica vibración de una campana conmovió los vidrios. Daban las seis en
    Saint-Médard.
    Jondrette marcó cada campanada con un movimiento de cabeza. Cuando sonó la sexta, despabiló la
    vela con los dedos.
    Después se puso a andar por la habitación, escuchó en el corredor, paseó, y escuchó de nuevo.
    —¡Con tal de que venga! —masculló; luego volvió a su silla.
    Apenas se había sentado cuando la puerta se abrió.
    La Jondrette la había abierto y permanecía en el corredor haciendo una horrible mueca amable,
    iluminada desde abajo por uno de los agujeros de la linterna sorda.
    —Entrad, señor —dijo.
    —Entrad, mi bienhechor —repitió Jondrette, levantándose rápidamente.
    Apareció el señor Leblanc.
    Tenía un aire de serenidad que le hacía singularmente venerable.
    Dejó sobre la mesa cuatro luises.
    —Señor Fabantou —dijo—, aquí tenéis para vuestro alquiler y vuestras primeras necesidades.
    Después ya veremos.
    —Dios os lo pague, mi generoso bienhechor —contestó Jondrette; y acercándose rápidamente a su
    mujer, le ordenó—: ¡Despide el coche!
    Ella se marchó, en tanto que su marido prodigaba los saludos y ofrecía una silla al señor Leblanc. Un
    instante más tarde, la mujer regresó y le dijo en voz baja al oído:
    —Ya está.
    La nieve, que no había cesado de caer desde la mañana, era tan espesa que no se había oído al
    carruaje llegar ni retirarse.
    Entretanto, el señor Leblanc se había sentado.
    Jondrette había tomado posesión de la otra silla en frente del señor Leblanc.
    Ahora, para hacerse una idea de la escena que va a seguir, figúrese el lector en su imaginación la
    noche helada, las soledades de la Salpétriére cubiertas de nieve y blancas a la luz de la luna como
    inmensos sudarios, la débil claridad de los reverberos aquí y allá, los trágicos bulevares y las largas
    hileras de olmos negros, ni un transeúnte tal vez en un cuarto de legua a la redonda, el caserón Gorbeau
    en su más alto punto de silencio, de horror y de oscuridad, y en medio de aquella soledad, y en medio de
    aquella sombra, el vasto desván de Jondrette iluminado por una vela y dos hombres sentados ante una
    mesa, el señor Leblanc, tranquilo, y Jondrette, sonriente y espantoso, la Jondrette, la madre, la loba, en un
    rincón, y detrás del tabique, Marius, invisible, en pie, sin perderse una palabra ni un movimiento, con la
    mirada al acecho y la pistola en la mano.
    Por lo demás, Marius no experimentaba más que una emoción de horror, pero ningún temor. Apretaba
    la culata de la pistola y se sentía tranquilo. «Detendré a ese miserable cuando quiera», pensaba.
    Sentía también que la policía andaba por allí, emboscada en alguna parte, esperando la señal
    convenida y preparada para tenderle los brazos.
    Esperaba además que de aquel violento encuentro entre Jondrette y el señor Leblanc, brotaría alguna
    luz que iluminase todo lo que tenía interés en conocer.







    683
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    y en ese vuelo y en ese sueño
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    siendo guardián en tu cielo
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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 9 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Dom 08 Dic 2024, 14:56

    ***
    XIX


    PREOCUPARSE DE LOS RINCONES OSCUROS


    Apenas se sentó, el señor Leblanc volvió la vista hacia jergones vacíos.
    —¿Cómo se encuentra la pobre niña herida? —preguntó.
    —Mal —respondió Jondrette con una sonrisa de triste reconocimiento—; muy mal, mi digno señor.
    Su hermana mayor la ha acompañado a la Bourbe
    [367] para que la curen. Pronto las veréis, pues no
    tardarán.
    —La señora Fabantou parece algo mejor que esta mañana —continuó el señor Leblanc, fijando su
    mirada en el extraño atavío de la Jondrette, que de pie entre él y la puerta, como si guardase la salida, le
    miraba con actitud de amenaza y casi de combate.
    —Está muriéndose, señor —dijo Jondrette—. Pero ¿qué queréis?, tiene tanto valor esta mujer… No
    es una mujer, es un buey.
    La Jondrette, halagada por el cumplido, exclamó con un melindre de fiera acariciada:
    —¡Ah, Jondrette, eres siempre muy bueno conmigo!
    —¡Jondrette! —exclamó el señor Leblanc—. ¿Creía que os llamabais Fabanteu?
    —Fabanteu, alias Jondrette —replicó vivamente el marido—. ¡Apodo de artista!
    Y arrojando a su mujer una mirada furibunda, que el señor Leblanc no advirtió, prosiguió con voz
    enfática y acariciadora:
    —¡Ah! Siempre hemos hecho buenas migas mi mujer y yo. ¡Qué nos quedaría si no fuera esto! ¡Somos
    tan desgraciados, mi respetable señor! ¡Tenemos brazos y no tenemos trabajo! Hay voluntad, pero falta
    obra! No sé cómo el Gobierno arregla esto, pero, palabra de honor, señor, yo no soy jacobino, ni
    bousingot
    [368]
    , yo no le quiero mal, pero si yo fuera ministro, juro por lo más sagrado que esto habría de
    marchar de otra manera. Por ejemplo, yo he querido enseñar a mis hijas a hacer cajas de cartón. Me
    diréis: ¡Cómo! ¡Un oficio! ¡Sí! ¡Un simple oficio! ¡Un medio de ganar el pan de cada día! ¡Qué
    humillación, mi bienhechor! ¡Qué degradación cuando uno ha sido lo que yo! ¡Ay, nada nos queda de
    nuestra época de prosperidad! Nada más que una cosa, un cuadro que aprecio mucho, pero del cual me
    desharía, sin embargo, porque es preciso vivir. Sí, señor, ¡es preciso vivir!
    En tanto que Jondrette hablaba con una especie de aparente desorden, que en nada debilitaba la
    expresión reflexiva y sagaz de su fisonomía, Marius alzó los ojos y vio en el fondo de la habitación algo
    que hasta entonces no había visto. Un hombre acababa de entrar, tan suavemente que no se habían oído
    sonar los goznes de la puerta. Aquel hombre vestía una chaqueta de punto violeta, vieja, usada,
    manchada, rota y con jirones en todas las arrugas, un ancho pantalón de terciopelo de algodón, chanclas
    en los pies; iba sin camisa, con el cuello desnudo, los brazos desnudos y tatuados y la cara manchada de
    negro. Se había sentado, en silencio y con los brazos cruzados, sobre la cama más próxima, y como
    estaba detrás de la Jondrette, sólo se le distinguía confusamente.
    Esa especie de instinto magnético hizo que el señor Leblanc se volviese casi al mismo tiempo que
    Marius. No pudo impedir un movimiento de sorpresa que no escapó a Jondrette.
    —¡Ah, ya comprendo! —exclamó Jondrette abotonándose con cierta complacencia—. ¿Miráis
    vuestro sobretodo? ¡Oh, me sienta muy bien! ¡Vaya si me sienta!
    —¿Quién es ese hombre? —preguntó el señor Leblanc.
    —¿Ése? Es un vecino, no hagáis caso.
    El vecino tenía un aspecto singular. Sin embargo, las fábricas de productos químicos abundan en los
    arrabales de Saint-Marceau. Muchos obreros de fábricas pueden tener el rostro ennegrecido. Toda la
    persona del señor Leblanc respiraba una confianza cándida e intrépida. Replicó:
    —Perdonad, ¿qué me decíais, señor Fabantou?
    —Os decía, mi venerable protector —contestó Jondrette apoyando los codos en la mesa y fijando en
    el señor Leblanc tiernas miradas, semejantes a las de la serpiente boa—, os decía que tengo un cuadro
    para vender.
    Un ligero ruido se oyó en la puerta. Un segundo hombre acababa de entrar y se sentaba en la cama
    detrás de la Jondrette. Como el primero, tenía los brazos desnudos y la cara tiznada con tinta u hollín.
    Aunque aquel hombre más bien que entrar se había deslizado en la habitación, no pudo impedir que el
    señor Leblanc le viese.
    —No os preocupéis —dijo Jondrette—. Son personas de la casa. Decía, pues, que me quedaba un
    cuadro, un cuadro precioso… Vedlo, caballero, vedlo.
    Se levantó, se dirigió a la pared al pie de la cual estaba colocado el bastidor del que hemos hablado
    y lo volvió, conservándolo apoyado en la misma pared. Era algo, en efecto, que se parecía a un cuadro y
    que la vela iluminaba un poco. Marius no podía distinguir nada, pues Jondrette se había colocado entre el
    cuadro y él; solamente entreveía groseros chafarriñones y una especie de personaje principal iluminado
    con la crudeza chillona de los lienzos de las ferias y de las pinturas de biombo.
    —¿Qué es eso? —preguntó el señor Leblanc.
    Jondrette dijo:
    —Una pintura de maestro, un cuadro de gran precio, mi bienhechor. Lo quiero tanto como a mis hijas,
    despierta en mí recuerdos, pero yo no me desdigo de lo dicho, soy tan desgraciado que me desharé de
    él…
    Ya sea por casualidad, ya porque experimentó un principio de inquietud al examinar el cuadro, el
    señor Leblanc volvió la vista hacia el interior de la habitación. Había ahora cuatro hombres, tres
    sentados en la cama y uno de pie cerca de la puerta, los cuatro con los brazos desnudos, inmóviles, y los
    rostros pintarrajeados de negro. Uno de los tres que estaban sobre la cama se apoyaba en la pared, con
    los ojos cerrados, y hubiérase dicho que dormía. Era viejo, sus cabellos blancos sobre su rostro negro
    resultaban horribles. Los otros dos parecían jóvenes. Uno era barbudo, el otro melenudo. Ninguno de
    ellos llevaba zapatos; los que no llevaban zuecos iban con los pies desnudos.
    Jondrette observó que la mirada del señor Leblanc se fijaba en aquellos hombres.
    —Son amigos, vecinos —dijo—. Están sucios porque son fumistas. No os ocupéis de ellos, mi
    bienhechor, pero compradme el cuadro. Tened piedad de mi miseria. No os lo venderé caro. ¿En cuánto
    lo estimáis?
    —Pero —replicó el señor Leblanc, mirando a Jondrette con ceño, y como quien se pone en guardia—esto no es más que una muestra de taberna. Valdrá unos tres francos.
    Jondrette respondió con suavidad:
    —¿Traéis la cartera? Me contentaré con mil escudos.
    El señor Leblanc se puso en pie, apoyó la espalda en la pared y paseó rápidamente su mirada por la
    habitación. Jondrette se hallaba a su izquierda, al lado de la ventana, y la Jondrette y los cuatro hombres
    a su derecha, al lado de la puerta. Los cuatro hombres no pestañeaban, ni siquiera parecían verle;
    Jondrette había comenzado de nuevo a hablar con un acento plañidero, con los ojos extraviados y una
    entonación tan lamentable que el señor Leblanc podía creer muy bien que la miseria había vuelto loco a
    aquel hombre.
    —Si no me compráis el cuadro, querido bienhechor —decía Jondrette—, estaré sin recursos, y no me
    queda más que arrojarme al río. Cuando pienso que he querido enseñar a mis hijas a hacer cajas de
    cartón entrefinas, y hacer cajas de aguinaldos… ¡Pues bien!, hace falta una mesa con una plancha en el
    fondo para que los vasos no se caigan al suelo, es preciso un hornillo hecho expresamente, un cubilete de
    tres divisiones para los diferentes grados de fuerza que debe tener la cola según se emplea para madera,
    papel o telas, una cuchilla para cortar el cartón, un molde para ajustarlo, un martillo, pinceles, demonios,
    ¿qué sé yo? ¡Y todo esto para ganar cuatro sueldos por día! ¡Y trabajando catorce horas! ¡Y cada caja
    pasa tres veces por la mano de la obrera! ¡Y mojar el papel! ¡Y no manchar nada! ¡Y tener la cola
    caliente! ¡El diablo, os digo! ¡Cuatro sueldos por día! ¿Cómo queréis que se viva?
    Mientras hablaba, Jondrette no miraba al señor Leblanc, quien le observaba. La mirada de Leblanc
    estaba fija en Jondrette, y la de Jondrette en la puerta. La atención jadeante de Marius iba de uno a otro.
    El señor Leblanc parecía preguntarse: «¿Es un idiota?» Jondrette repitió dos o tres veces, con toda clase
    de inflexiones variadas del género llorón y suplicante: «No tengo más remedio que echarme al río, ¡el
    otro día bajé ya tres escalones para hacerlo, cerca del puente de Austerlitz!»
    De repente, su pupila apagada se iluminó con un horrible fulgor; aquel hombrecillo se enderezó y
    apareció espantoso, dio un paso hacia el señor Leblanc y le gritó con voz atronadora:
    —¡No se trata de nada de esto! ¿No me reconocéis?





    XX




    LA EMBOSCADA



    La puerta del desván acababa de abrirse bruscamente, y dejó ver a tres hombres vestidos con blusa
    de tela azul, cubiertas las caras con máscaras de papel negro. El primero era delgado y llevaba un largo
    garrote claveteado, el segundo, que era una especie de coloso, llevaba cogida por el medio del mango, y
    con el filo hacia abajo, una cuchilla de las destinadas a sacrificar bueyes. El tercero, hombre de hombros
    fornidos, menos flaco que el primero, menos macizo que el segundo, empuñaba una enorme llave, robada
    en la puerta de alguna prisión.
    Jondrette esperaba la llegada de estos hombres. Un dialogo rápido se entabló entre él y el hombre del
    garrote, el flaco.
    —¿Está todo preparado? —preguntó Jondrette.
    —Sí —repuso el hombre flaco.
    —¿Dónde está Montparnasse?
    —El primer galán se ha detenido para hablar con tu hija.
    —¿Cuál?
    —La mayor.
    —¿Hay abajo un carruaje?
    —Sí.
    —¿Está enganchada la carraca?
    —Enganchada está.
    —¿Con dos buenos caballos?
    —Excelentes.
    —¿Ella espera donde le he dicho que esperase?
    —Sí.
    —Bien —dijo Jondrette.
    El señor Leblanc estaba muy pálido. Miraba todos los objetos del desván en torno suyo, como
    hombre que comprende dónde ha caído, y su cabeza, sucesivamente dirigida hacia todas las cabezas que
    le rodeaban, se movía sobre su cuello con lentitud atenta y admirada, pero su actitud no denotaba nada
    parecido al miedo. Habíase formado con la mesa un improvisado atrincheramiento, y aquel hombre, que
    un instante antes sólo tenía el aspecto de un buen anciano, se había convertido en una especie de atleta, y
    apoyaba su robusto puño en el respaldo de la silla, con un gesto temible y sorprendente.
    Aquel anciano tan firme y valiente ante tamaño peligro parecía ser de esas naturalezas que son
    valerosas igual que son buenas, fácil y sencillamente. El padre de una mujer a quien se ama no es nunca
    un extraño para nosotros. Marius sintióse orgulloso de aquel desconocido.
    Tres de los hombres de brazos desnudos, de quienes Jondrette había dicho que eran fumistas, habían
    cogido, del montón de hierro, el uno unas tijeras de cortar metales, el otro una pinza romana y el tercero
    un martillo, y se habían colocado delante de la puerta sin decir palabra. El viejo se había quedado en la
    cama, y únicamente había abierto los ojos. La Jondrette se había sentado a su lado











    687

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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 9 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Lun 09 Dic 2024, 08:20

    ***

    Marius pensó que a los pocos segundos el momento de intervenir habría llegado, y levantó la mano
    derecha hacia el techo, en dirección al corredor, presto a soltar el tiro.
    Jondrette, terminado su coloquio con el hombre del garrote, se volvió de nuevo hacia el señor
    Leblanc y repitió su pregunta, acompañándola con aquella risa baja y terrible que le era peculiar:
    —¿Así, pues, no me conocéis?
    El señor Leblanc le miró de frente, y repuso:
    —No.
    Entonces, Jondrette se acercó a la mesa. Se inclinó por encima de la vela, cruzó los brazos,
    acercando su mandíbula angulosa y feroz al tranquilo rostro de Leblanc, y avanzando cuanto podía, sin
    que el otro retrocediese, y en esta postura de fiera salvaje que va a morder, exclamó:
    —Yo no me llamo Fabantou, yo no me llamo Jondrette, ¡me llamo Thénardier! ¡Soy el posadero de
    Montfermeil! ¿Lo oís bien? ¡Thénardier! ¿Ahora me reconocéis?
    Un imperceptible rubor cruzó la frente del señor Leblanc, y respondió sin que su voz temblara ni se
    elevara, con la placidez de costumbre:
    —Tampoco.
    Marius no oyó esta respuesta. Quien le hubiera visto en aquella oscuridad, le habría encontrado
    atontado, estúpido, como herido por el rayo. En el momento en que Jondrette había dicho «Me llamo
    Thénardier» Marius se había estremecido y había tenido que apoyarse contra la pared como si hubiera
    sentido el frío de la hoja de una espada a través de su corazón. Luego su brazo derecho, preparado para
    soltar la señal, había bajado lentamente, y en el momento en que Jondrette había repetido «¿Lo oís bien?
    ¡Thénardier!», los desfallecidos dedos de Marius habían estado a punto de dejar caer la pistola.
    Jondrette, al descubrir su personalidad, no había conmovido al señor Leblanc, pero había trastornado a
    Marius. Aquel nombre de Thénardier, que el señor Leblanc no parecía reconocer, lo conocía Marius.
    ¡Recuérdese lo que este nombre representaba para él! Lo había llevado sobre su corazón, escrito en el
    testamento de su padre; lo llevaba en el fondo de su pensamiento, en el fondo de su memoria, con esta
    recomendación sagrada: «Un hombre llamado Thénardier me salvó la vida. Si mi hijo le encuentra, le
    hará todo el bien que pueda». Se recordará que este hombre era uno de los cultos de su alma, iba
    mezclado con el nombre de su padre. ¡Cómo! ¡Aquél era Thénardier, aquél era el posadero de
    Montfermeil que él había buscado vanamente durante tanto tiempo! Por fin le encontraba, y ¡cómo!; ¡aquel
    salvador de su padre era un bandido! ¡Aquel hombre por el que Marius hubiera querido sacrificarse era
    un monstruo! ¡Aquel libertador del coronel Pontmercy estaba a punto de cometer un atentado, cuya forma
    no veía aún Marius distintamente, pero que parecía un asesinato! ¡Y el asesinato de quién, gran Dios!
    ¡Qué fatalidad! ¡Qué amarga burla de la suerte! Su padre ordenándole desde el fondo de su féretro que
    hiciera todo el bien posible a Thénardier. Desde hacía cuatro años, Marius no había albergado otra idea
    que ir a pagar aquella deuda de su padre, y en el momento en que iba a hacer prender a un bribón en el
    acto de cometer un crimen, el destino le gritaba: «¡Es Thénardier!» Iba, en fin, a pagar la vida de su
    padre salvada entre una granizada de metralla en el heroico campo de Waterloo con el cadalso. Se había
    prometido, si llegaba a encontrar a Thénardier, no acercarse a él sino echándose a sus pies, y le hallaba
    para entregarle al verdugo. Su padre le decía: «¡Socorre a Thénardier!», y él respondía a esta voz
    adorada y santa, aplastando a Thénardier. ¡Dar por espectáculo a su padre en su tumba al hombre que le
    había liberado de la muerte ejecutado en la plaza de Saint-Jacques por culpa de su hijo, de aquel Marius
    a cuya protección había encomendado aquel hombre! ¡Qué irrisión! ¡Había llevado durante tanto tiempo
    en su pecho la última voluntad de su padre, escrita de su mano, para hacer horriblemente todo lo
    contrario!
    Pero, por otra parte, ¡asistir a aquel asesinato premeditado y no impedirlo! ¿Cómo? ¡Condenar a la
    víctima y salvar al asesino! ¿Es que, por ventura, podía Marius conservar la menor gratitud por semejante
    miserable? Todas las ideas que Marius tenía desde hacía cuatro años se hallaban como atravesadas de
    parte a parte por ese golpe inesperado. Se estremecía, todo dependía de él; tenía en su mano, sin que
    ellos lo supiesen, la suerte de aquellos que se agitaban ante su vista. Si disparaba, el señor Leblanc
    estaba salvado y Thénardier estaba perdido; si no disparaba, el señor Leblanc era sacrificado y tal vez
    Thénardier escaparía. Precipitar al uno o dejar caer el otro; remordimiento por ambos lados. ¿Qué hacer?
    ¿Qué camino escoger? ¡Faltar a los imperiosos recuerdos, a tantos y tantos compromisos como consigo
    mismo había contraído, al más santo deber, al texto más venerado por él! ¡Faltar al testamento de su
    padre o dejar que se consumase un crimen! Parecíale, por un lado, oír a «su Ursule» suplicándole en
    nombre de su padre, y por otro al coronel que le recomendaba a Thénardier. Le pareció que enloquecía,
    sus rodillas se doblaban; no tenía tiempo para deliberar, porque la escena que se desarrollaba ante su
    vista se precipitaba con furia hacia el desenlace. Era como un torbellino del cual se había creído dueño
    que le arrastraba consigo. Estuvo a punto de desvanecerse.
    Entretanto, Thénardier, desde ahora no le llamaremos de otro modo, se paseaba por delante de la
    mesa, en una especie de extravío y de triunfo frenético.
    Cogió el candelero y lo colocó sobre la chimenea, dando con él un golpe tan violento que la mecha
    estuvo a punto de apagarse y la pared quedó salpicada de sebo.
    Luego se volvió hacia el señor Leblanc, furioso, y escupió estas palabras:
    —¡Chamuscado! ¡Ahumado! ¡Asado! ¡Con salsa picante!
    Y volvió a pasear, en plena explosión.
    —¡Ah! —gritaba—. ¡Por fin os encuentro, señor filántropo! ¡Señor millonario raído! ¡Señor dador de
    muñecas! ¡Viejo bobo! ¡Ah, no me reconocéis! ¡No, no sois vos quien fue a Montfermeil, a mi posada,
    hace ocho años, la noche de Navidad de 1823! ¡No sois vos quien se llevó de mi casa a la hija de la
    Fantine, a la Alondra! ¡No sois vos quien llevaba un redingote amarillo, no! ¡Y un paquete lleno de trapos
    en la mano, igual que esta mañana en mi casa! ¡Mira, mujer! ¡Parece que su manía es llevar a las casas
    paquetes llenos de medias de lana! ¡El viejo caritativo! ¡Bah! ¿Es que sois tendero, señor millonario?
    ¡Dais a los pobres los géneros de vuestra tienda, santo varón! ¡Qué funámbulo! ¡Ah! ¿No me reconocéis?
    ¡Pues, bien, yo sí que os reconozco, os he reconocido en seguida, en cuanto metisteis aquí el hocico! ¡Ah!
    Al fin va a verse que no es todo rosas el ir así a casa de las personas, con el pretexto de que son posadas,
    con vestidos miserables, con el aire de un pobre a quien se le puede dar una limosna, a engañar a la
    gente, a hacerse el generoso, quitarles su modo de ganar la vida y amenazarlos en el bosque, y que
    cuando esas personas están arruinadas no queda esto pagado con un sobretodo demasiado ancho y dos
    malas mantas de hospital, viejo pelón, ladrón de niños.
    Se detuvo, y por un momento pareció que se hablaba a sí mismo. Hubiérase dicho que su furor se
    precipitaba como el Ródano en un agujero. Luego, como si acabase en voz alta las cosas que había
    empezado a decirse interiormente, dio un puñetazo en la mesa y exclamó:
    —¡Con su aire bonachón!
    Y luego siguió apostrofando al señor Leblanc:
    —¡Pardiez! En otro tiempo os burlasteis de mí. ¡Sois causa de todas mis desgracias! Por mil
    quinientos francos adquiristeis a una niña que yo tenía, y que seguramente era de gente rica, que me había
    producido ya mucho dinero, y a costa de la cual debía yo vivir durante toda mi vida. Una chica que me
    hubiera indemnizado de todo lo que he perdido en aquel abominable bodegón, donde se celebraban
    grandes orgías y donde me he comido como un imbécil toda mi hacienda. ¡Oh! Quisiera que todo el vino
    que se ha bebido en mi casa se volviera veneno para los que lo han bebido. En fin, no importa. Os debí
    parecer muy grotesco cuando os fuisteis con la Alondra. ¡En el bosque teníais vuestra estaca! ¡Erais el
    más fuerte! Desquite. ¡Ahora soy yo quien tengo los triunfos en la mano! ¡Estáis cogido, amiguito! ¡Oh,
    pero yo me río, sí, me río! ¡Cómo ha caído en el garlito! Le dije que era actor, que me llamaba Fabantou,
    que había interpretado junto a la señorita Mars y la señorita Mu-che, que mi casero quería cobrar
    mañana, el 4 de febrero y ni siquiera ha visto que es el 3 de enero y no el 4 de febrero, el fin de un
    trimestre. ¡Absurdo cretino! ¡Y me trae cuatro malos luises! ¡Canalla! ¡Ni aún ha tenido el valor para
    llegar a los cien francos! ¡Y cómo creía en todas mis simplezas! ¡Bah!, me divertía y me decía:
    «¡Majadero!» Ya te cogí. ¡Te lamía las manos esta mañana! ¡Pero esta noche te arrancaré el corazón!
    Thénardier calló. Se ahogaba. Su mezquino y angosto pecho hipaba como el fuelle de una fragua. Su
    mirada estaba llena de esa innoble dicha de una criatura débil, cruel y cobarde, que puede, por fin,
    derribar al que ha temido, e insultar al que ha halagado, de la alegría de un enano que pusiera el talón
    sobre la cabeza de Goliat, de la alegría de un chacal que empieza a desgarrar a un toro enfermo,
    suficientemente muerto para no defenderse ya y bastante vivo para sufrir todavía.
    El señor Leblanc no le interrumpió, pero le dijo cuando acabó:
    —No sé qué queréis decir. Os equivocáis. Soy un hombre pobre, y nada tan lejano de mí como ser
    millonario. No os conozco. Me tomáis por otro.
    —¡Ah —gritó Thénardier—, me gusta la tonadilla! ¡Os empeñáis en seguir esta broma! ¡Palabras en
    vano, vil viejo! ¡Ah! ¿Conque no recordáis? ¿Conque no sabéis quién soy?
    —Perdón, señor —respondió el señor Leblanc con un acento de cortesía que en semejante momento
    tenía algo de extraño y poderoso—, ya veo que sois un bandido.
    ¡Quién no habrá observado que los seres odiosos tienen su susceptibilidad, que los monstruos son
    quisquillosos! A la palabra bandido, la mujer de Thénardier se levantó de la cama, y Thénardier cogió
    una silla como si fuera a romperla entre sus manos.
    —¡No te muevas tú! —gritó a su mujer; y volviéndose hacia el señor Leblanc replicó—: ¡Bandido!
    Sí, ya sé que nos llaman así los señores ricos! ¡Calla! Es verdad, he quebrado, me oculto, no tengo pan,
    no tengo un cuarto, soy un bandido. ¡Hace tres días que no he comido, y soy un bandido! ¡Ah! Vosotros os
    calentáis los pies; vosotros tenéis escarpines de Sakoski
    [369]
    , tenéis sobretodos acolchados, como los
    arzobispos, vivís en el piso principal, en una casa con portero, coméis trufas, coméis botes de espárragos
    de cuarenta francos en el mes de enero, guisantes, os atracáis, y cuando queréis saber si hace frío, miráis
    en el periódico los grados que marca el termómetro del ingeniero Chevalier. ¡Nosotros, nosotros somos
    los termómetros! ¡Nosotros no tenemos necesidad de ir a ver a la esquina de la torre del Reloj cuántos
    grados hace de frío, sentimos la sangre helarse en nuestras venas, y el hielo llegar hasta el corazón! Y
    decimos: ¡no hay Dios! ¡Y vosotros venís a nuestras cuevas a llamarnos bandidos! ¡Os comeremos! ¡Os
    devoraremos, miserables criaturas! Señor millonario, sabed esto: yo he sido un hombre establecido, he
    pagado contribución, he sido elector, soy un ciudadano, y vos, vos acaso no lo seáis.
    Aquí Thénardier dio un paso hacia los hombres que estaban cerca de la puerta, y añadió con cierto
    estremecimiento:
    —¡Cuando pienso que se atreve a venir a hablarme como a un zapatero!
    Luego, dirigiéndose al señor Leblanc con una recrudescencia de frenesí, añadió:
    —¿Qué tienes que decir, antes de que te trinquen?
    El señor Leblanc callaba. En medio de aquel silencio, una voz cascada lanzó desde el corredor este
    lúgubre sarcasmo:
    —¡Si hace falta partir leña, aquí estoy yo!
    Era el hombre de la maza, que se divertía.





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    y en ese vuelo y en ese sueño
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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 9 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Lun 09 Dic 2024, 08:22

    ***

    Era el rostro del hombre de la maza.
    —¿Por qué te has quitado la máscara? —le gritó Thénardier, enfurecido.
    —Para reír —replicó aquel hombre.
    Desde hacía algunos instantes, el señor Leblanc parecía seguir y vigilar todos los movimientos de
    Thénardier, quien, ciego y deslumbrado por su propio furor, iba y venía por el cuarto con la confianza de
    tener la puerta guardada, de estar armado contra un hombre desarmado y de ser nueve contra uno,
    suponiendo que la Thénardier no se contase más que por un hombre. Mientras hablaba con el de la maza,
    Thénardier daba la espalda al señor Leblanc.
    Éste aprovechó el momento, empujó la silla con el pie, la mesa con el puño y, de un salto, con una
    agilidad prodigiosa, antes de que Thénardier hubiera tenido tiempo de volverse, estaba en la ventana.
    Abrirla, escalarla y meter una pierna por ella fue obra de un segundo. Estaba ya con la mitad del cuerpo
    fuera cuando seis robustos puños le cogieron y le arrastraron enérgicamente al interior del desván. Eran
    los tres «fumistas» que se habían lanzado sobre él. Al mismo tiempo, la Thénardier le había cogido por
    los cabellos.
    Al pataleo que se armó, acudieron los otros bandidos del corredor. El viejo que se hallaba en la
    cama, y que parecía ebrio, bajó y llegó, vacilante, con un martillo de picapedrero en la mano.
    Uno de los «fumistas» con el rostro tiznado, y en el que Marius reconoció a Panchaud, alias
    Printanier, alias Bigrenaille, levantaba sobre la cabeza del señor Leblanc una especie de maza formada
    por dos bolas de plomo, en los extremos de una barra de hierro.
    Marius no pudo resistir aquel espectáculo. «Padre mío —pensó—, ¡perdóname!» Y su dedo buscó el
    gatillo de la pistola. El disparo iba a salir cuando la voz de Thénardier exclamó:
    —¡No le hagáis daño!
    Aquella desesperada tentativa de la víctima, iejos de exasperar a Thénardier, le había tranquilizado.
    Había dos hombres en él, el hombre feroz y el hombre astuto. Hasta aquel instante, en el desbordamiento
    del triunfo, ante la presa abatida e inmóvil, había dominado el hombre feroz; cuando la víctima se debatió
    y pareció querer luchar, el hombre astuto volvió a reaparecer y cobrar ascendiente.
    —¡No le hagáis daño! —repitió. Y sin sospecharlo siquiera, por primer triunfo detuvo la pistola de
    Marius, pronta a dispararse, y paralizó la acción del joven, para el cual desapareció la urgencia, no
    viendo inconveniente ante aquella nueva fase, en esperar todavía. Podría surgir algún incidente que le
    liberase de la horrible alternativa de dejar perecer al padre de «Ursule» o de perder al salvador del
    coronel.
    Una lucha hercúlea se había entablado. De un puñetazo en pleno torso, el señor Leblanc había enviado
    al viejo rodando en medio de la habitación; luego, con dos reveses de la mano había tirado a otros dos
    que le asaltaban, y a otros dos los tenía sujetos bajo las rodillas; los miserables se ahogaban bajo aquella
    presión como bajo una rueda de granito; pero los otros cuatro habían cogido al temible anciano por los
    brazos y la nuca y le mantenían doblegado sobre los dos «fumistas» que yacían en el suelo. Así, dueño de
    unos y dominado por los otros, aplastando a los de abajo y ahogado por los de arriba, oponiéndose en
    vano a todos los esfuerzos de los que se echaban sobre él, desaparecía bajo el horrible grupo de
    bandidos lo mismo que un jabalí bajo la jadeante y ladradora jauría de mastines y sabuesos.
    Consiguieron echarle sobre la cama más próxima a la ventana, y contener allí sus esfuerzos. La
    Thénardier no le había soltado los cabellos.
    —Tú —díjole el marido—, no te mezcles en esto. Vas a romperte el chal.
    La Thénardier obedeció como la loba obedece al lobo, con un gruñido.
    —Vosotros —añadió Thénardier—, registradle.
    El señor Leblanc, parecía haber renunciado a la resistencia. Le registraron. No llevaban encima más
    que una bolsa de cuero que contenía seis francos, y su pañuelo.
    Thénardier se puso el pañuelo en el bolsillo.
    —¡Qué! ¿No hay cartera? —preguntó.
    —Ni reloj —respondió uno de los «fumistas».
    —Es igual —murmuró con una voz de ventrílocuo el hombre enmascarado que llevaba la gran llave
    —, ¡es un viejo duro!
    Thénardier se dirigió al rincón de la puerta, cogió un paquete de cuerdas y se las arrojó a sus
    compinches.
    —Atadlo al banquillo —ordenó. Y viendo al viejo tendido en medio del cuarto a causa del puñetazo
    que el señor Leblanc le había propinado, y notando que no se movía, preguntó:
    —¿Acaso está muerto Boulatruelle?
    —No —respondió Brigenaille—, está borracho.
    —Arrastradle a un rincón —dijo Thénardier.
    Dos de los «fumistas» arrastraron al borracho hacia un rincón, cerca del montón de hierros.
    —Babet, ¿por qué has traído tanta gente? —inquirió Thénardier en voz baja al hombre del garrote—;
    era inútil.
    —¿Qué quieres? —replicó el hombre del garrote—, todos han querido ser de la partida. La época es
    mala. No se hacen negocios.
    El jergón sobre el que el señor Leblanc había sido derribado, era una especie de cama de hospital,
    sostenida por cuatro montantes de madera toscamente trabajaba. El señor Leblanc los dejó hacer. Los
    bandidos le ataron sólidamente, en pie, al montante más distante de la ventana y más cercano a la
    chimenea.

    Cuando el último nudo quedó asegurado, Thénardier cogió una silla y fue a sentarse casi enfrente de
    Leblanc. Thénardier se había transformado; en unos instantes su fisonomía había pasado de la violencia
    desenfrenada a la dulzura tranquila y astuta. Marius apenas podía reconocer en la política sonrisa del
    hombre de oficina la boca casi bestial que echaba espuma un momento antes; consideraba, estupefacto,
    aquella metamorfosis fantástica y alarmante, y sentía lo que sentiría un hombre cualquiera que viese a un
    tigre transformarse en un abogado.
    —Caballero… —murmuró Thénardier.
    Y apartando con un gesto a los ladrones, los cuales tenían aún las manos puestas sobre el señor
    Leblanc, añadió:
    —Alejaos un poco, y dejadme charlar con el señor.
    Todos se retiraron hacia la puerta.
    —Señor, habéis hecho mal en querer saltar por la ventana. Hubierais podido romperos una pierna.
    Ahora, si lo permitís, vamos a charlar con calma. Primeramente, es preciso que os comunique una
    observación que he hecho, y es que todavía no habéis lanzado el más pequeño grito.
    Thénardier tenía razón, este detalle era cierto, aunque se le hubiera escapado a Marius en su
    turbación. El señor Leblanc había pronunciado algunas palabras sin alzar la voz, e incluso en su lucha
    cerca de la ventana, con los seis bandidos, había guardado el más profundo y extraño silencio.
    Thénardier prosiguió:
    —¡Dios mío!, aunque hubierais gritado «¡Ladrones!», yo no lo habría encontrado inconveniente. Se
    grita «¡Al asesino!» en ocasiones, y yo no lo hubiese tomado a mal. Es natural que se haga un poco de
    bulla cuando uno se encuentra con personas que no le inspiran suficiente confianza. Aun cuando hubierais
    procedido así, no nos habríamos incomodado. Ni siquiera os habríamos amordazado.
    Y os diré por qué: porque esta habitación es sorda. No tiene más que esta cualidad, pero la tiene. Es
    una cueva. Aunque aquí estallase una bomba, el ruido que se sentiría en el cuerpo de guardia más
    próximo no pasaría de ser como el ronquido de un borracho. Aquí el cañón haría ¡bum! y el trueno ¡paf!
    Es un alojamiento cómodo. Pero, en fin, no habéis gritado, es mejor; os felicito, y voy a deciros lo que
    deduzco de ello. Cuando se grita, mi buen señor, ¿quién acude? La policía. ¿Y después de la policía? La
    justicia. Pues bien, no habéis gritado, y es que deseáis muy poco que acudan la policía y la justicia. Lo
    cual se debe (hace mucho tiempo que lo sospecho) a que tenéis interés en ocultar alguna cosa. Por nuestra
    parte, tenemos el mismo interés, por lo tanto, podemos entendernos.
    Mientras hablaba así, parecía que Thénardier, con los ojos fijos en el señor Leblanc, trataba de
    hundir las puntas agudas que salían de sus ojos hasta la conciencia de su prisionero. Por lo demás, su
    lenguaje sazonado con cierta especie de insolencia suave y socarrona era reservado y casi escogido; y
    aquel miserable, que poco antes era un bandido, se revelaba ahora como «el hombre que ha estudiado
    para ser sacerdote».
    El silencio que había guardado el prisionero, esa precaución que implicaba hasta el olvido mismo del
    cuidado de su vida, esa resistencia opuesta al primer movimiento de la naturaleza que es lanzar un grito,
    preciso es decirlo, importunaba a Marius y le sorprendía penosamente.
    La fundada observación de Thénardier oscurecía aún más para Marius las misteriosas sombras bajo
    las cuales se ocultaba aquella grave y extraña figura, a la cual Courfeyrac había apodado señor Le-blanc.
    Pero fuese quien fuese aquel hombre atado, rodeado de verdugos, medio sumido en un foso que se
    ahondaba a cada instante, tanto ante el furor como ante la dulzura de Thénardier, permanecía impasible, y
    Marius no podía menos que admirar en semejante momento aquel rostro soberbiamente melancólico.
    Era con toda evidencia un alma inaccesible al espanto y que parecía ignorar lo que era la
    desesperación. Era uno de esos hombres que dominan la sorpresa de las situaciones desesperadas. Por
    extremada que fuera la crisis, por inevitable que fuera la catástrofe, no se manifestaba allí nada de la
    agonía del ahogado abriendo bajo el agua sus ojos horribles.
    Thénardier se levantó sin afectación, se dirigió hacia la chimenea, quitó el biombo, que apoyó en la
    cama inmediata, y dejó al descubierto el brasero lleno de brasas ardientes en la cual el prisionero podía
    perfectamente distinguir el cortafrío al rojo blanco salpicado de pequeñas estrellas escarlatas.
    Luego, Thénardier fue de nuevo a sentarse cerca del señor Leblanc.
    —Continúo —dijo—. Podemos entendernos. Arreglemos esto por las buenas. He hecho mal en
    incomodarme hace poco, no sé dónde tenía la cabeza; he ido demasiado lejos y he dicho extravagancias.
    Por ejemplo, porque sois millonario os he dicho que exigía dinero, mucho dinero, muchísimo dinero.
    Esto no sería razonable. Dios mío, tenéis la suerte de ser rico, tenéis vuestras obligaciones, pero ¿quién
    no las tiene? No quiero arruinaros, no soy un desollados al fin y al cabo. No soy de esas gentes que
    porque tienen la ventaja de la posición se aprovechan de ello para resultar ridículos. Ya veis, yo cedo
    algo y hago un sacrificio por mi parte. Necesito simplemente doscientos mil francos.
    El señor Leblanc no pronunció palabra. Thénardier prosiguió:
    —Ya veis que no dejo de aguar mi vino. No conozco el estado de vuestra fortuna, pero sé que no
    tenéis mucho apego al dinero, y un hombre bienhechor como vos puede muy bien dar doscientos mil
    francos a un padre de familia que no es feliz. Ciertamente, vos sois también razonable, y ya os figuraréis
    que no me habré tomado el trabajo de hoy, y organizado la cosa de esta noche, que es un trabajo muy bien
    hecho, según confesión de estos señores, para venir a pediros que me deis con qué beber tinto de a doce y
    comer ternera en casa de Desnoyers. Bien vale el caso doscientos mil francos. Una vez fuera de vuestros
    bolsillos tal bagatela, os respondo de que todo habrá concluido y de que no tenéis que temer ni lo más
    mínimo. Me diréis: ¡Pero yo no tengo aquí doscientos mil francos! ¡Oh! No soy exagerado: no exijo esto.
    Sólo os pido una cosa. Tened la bondad de escribir lo que voy a dictaros.
    Aquí, Thénardier se interrumpió, y luego añadió, marcando cada palabra y lanzando una sonrisa hacia
    el lado del brasero:
    —Os prevengo de que no admitiré la excusa de que no sabéis escribir










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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 9 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Lun 09 Dic 2024, 08:23

    ***
    Un gran inquisidor hubiera podido envidiar aquella sonrisa.
    Thénardier empujó la mesa cerca del señor Leblanc, y cogió el tintero, una pluma y una hoja de papel
    del cajón que dejo entreabierto, y en el cual relucía la ancha hoja del cuchillo.
    Puso la hoja de papel ante el señor Leblanc.
    —Escribid —dijo.
    El prisionero habló al fin:
    —¿Cómo queréis que escriba? Estoy atado.
    —¡Es cierto, perdón! —exclamó Thénardier—. Tenéis razón.
    Y volviéndose hacia Bigrenaille ordenó:
    —Desatad el brazo derecho del caballero.
    Panchaud, alias Printanier, alias Bigrenaille, ejecutó la orden de Thénardier. Cuando la mano derecha
    del prisionero quedó libre, Thénardier mojó la pluma en la tinta y se la ofreció.
    —Notad bien que estáis en nuestro poder, a nuestra discreción, absolutamente a nuestra discreción,
    que ninguna potencia humana puede sacaros de aquí, y que verdaderamente nos sentiríamos desolados si
    nos viéramos obligados a recurrir a desagradables extremos. No sé ni vuestro nombre, ni las señas de
    vuestra casa; pero os advierto que permaneceréis atado hasta que la persona encargada de llevar la carta
    que vais a escribir haya regresado. Ahora, escribid.
    —¿Qué? —preguntó el prisionero.
    —Dicto.
    El señor Leblanc tomó la pluma.
    Thénardier empezó a dictar:
    —«Hija mía…»
    El prisionero se estremeció y levantó los ojos hacia Thénardier.
    —Poned «Mi querida hija» —dijo Thénardier.
    El señor Leblanc obedeció.
    Thénardier prosiguió:
    —«Ven al momento…»
    Se interrumpió.
    —¿La tuteáis, verdad?
    —¿A quién? —preguntó el señor Leblanc.
    —¡Pardiez! —dijo Thénardier—, a la Alondra.
    El señor Leblanc respondió sin la menor emoción aparente:
    —No sé lo qué queréis decir.
    —Continuad —dijo Thénardier; y se puso de nuevo a dictar—: «Ven al momento. Tengo necesidad de
    ti. La persona que te entregará esta nota está encargada de traerte junto a mí. Te espero. Ven con
    confianza».
    El señor Leblanc lo había escrito todo. Thénardier añadió:
    —Ah, borrad el «Ven con confianza»; podría hacer suponer que la cosa no es natural y que la
    desconfianza es posible.
    El señor Leblanc borró las tres palabras.
    —Ahora —prosiguió Thénardier—, firmad. ¿Cómo os llamáis?
    El prisionero dejó la pluma y preguntó:
    —¿Para quién es esta carta?
    —Ya lo sabéis —repuso Thénardier—. Para la pequeña. Os lo acabo de decir.
    Era evidente que Thénardier evitaba nombrar a la joven de quien se trataba. Decía «Alondra», decía
    «la pequeña», pero no pronunciaba su nombre. Precaución de hombre hábil que guarda su secretos
    delante de sus cómplices. Decir el nombre hubiera sido confesar «todo el asunto», y enseñarles más de lo
    que tenían necesidad de saber.
    —Firmad. ¿Cuál es vuestro nombre?
    —Urbain Fabre —dijo el prisionero.
    Thénardier, con el movimiento de un gato, metió precipitadamente la mano en el bolsillo y sacó el
    pañuelo que le había sido arrebatado al señor Leblanc. Buscó la marca y lo acercó a la vela.
    —U. F. Esto es. Urbain Fabre. Pues bien, firmad U. F.
    El prisionero firmó.
    —Como se necesitan dos manos para doblar la carta, dádmela, voy a doblarla yo.
    Una vez hecho esto, Thénardier prosiguió:
    —Poned la dirección. Señorita Fabre, en vuestra casa. Sé que vivís no muy lejos de aquí, en los
    alrededores de Saint-Jacques-du-Haut-Pas, puesto que es ahí donde vais a misa todos los días, pero no sé
    en qué calle. Ya veo que comprendéis vuestra situación. Como no habéis mentido sobre vuestro nombre,
    tampoco mentiréis sobre la dirección. Ponedla vos mismo.
    El prisionero se quedó pensativo durante un instante, luego tomó la pluma y escribió:
    «Señorita Fabre, en casa del señor Urbain Fabre, calle de Saint-Dominique-d’Enfer
    [370]
    , número 17».
    Thénardier cogió la carta con una especie de convulsión febril.
    —¡Mujer! —gritó.
    La Thénardier acudió.
    —Aquí tienes la carta. Ya sabes lo que debes hacer. Un coche está abajo. Marcha inmediatamente y
    vuelve lo más deprisa que puedas.
    Y, dirigiéndose al hombre de la maza, añadió:
    —Tú, que te has quitado el tapabocas, acompaña a la ciudadana. Subirás en la trasera del coche. Ya
    sabes dónde he dejado la carraca.
    —Sí —dijo el hombre.
    Y dejando la maza en un rincón, siguió a la Thénardier.
    Cuando se iban, Thénardier sacó la cabeza por la puerta entreabierta y gritó en el corredor:
    —¡Cuidado con perder la carta! ¡Piensa que llevas encima doscientos mil francos!
    La ronca voz de la Thénardier respondió:
    —Descuida, me la he metido en el pecho.
    No había transcurrido aún un minuto cuando se oyó el chasquido de un látigo, que fue decreciendo y
    se extinguió rápidamente.
    —¡Bien! —gruñó Thénardier—. Van a buen paso. Con ese galope la ciudadana estará de regreso
    dentro de tres cuartos de hora.
    Acercó una silla a la ventana, y se sentó cruzando los brazos y ofreciendo sus botas enlodadas al
    brasero.
    —Tengo frío en los pies —dijo.
    En la cueva, junto con Thénardier y el prisionero no quedaban más que cinco bandidos. Estos
    hombres, con las máscaras o el tizne que les cubría el rostro, y los convertía en carboneros, negros o
    demonios, tenían un aire embotado y triste; se conocía que ejecutaban un crimen como una tarea,
    tranquilamente, sin cólera y sin piedad, con una especie de aburrimiento. Yacían amontonados en un
    rincón como brutos y permanecían callados. Thénardier se calentaba los pies. Una calma sombría había
    sucedido al feroz estrépito que llenaba antes el desván.
    La vela, que ostentaba ya un largo pábilo, iluminaba apenas el inmenso desván, el fuego había
    palidecido y todas aquellas cabezas monstruosas proyectaban deformes sombras sobre las paredes y en
    el techo.
    No se oía otro ruido que la respiración apacible del anciano ebrio que dormía.
    Marius esperaba con ansiedad siempre creciente. El enigma era más impenetrable que nunca. ¿Quién
    era aquella pequeña que Thénardier había llamado también la Alondra? ¿Era su «Ursule»? El prisionero
    no pareció conmoverse al oír el nombre de Alondra, y había respondido con la mayor naturalidad del
    mundo: «No sé lo qué queréis decir». Por otro lado, las dos letras U. F. quedaban aclaradas, eran Urbain
    Fabre, y Ursule ya no se llamaba Ursule. Esto era lo que Marius veía claramente. Una especie de terrible
    fascinación le retenía clavado en su sitio, desde donde observaba y dominaba toda la escena. Estaba allí,
    casi incapaz de reflexión y de movimiento, como aniquilado por tan abominables cosas vistas de cerca.
    Esperaba, aguardando algún incidente, no importaba cuál, no pudiendo reunir sus ideas y no sabiendo qué
    partido tomar.
    «En cualquier caso —se decía—, si la Alondra es ella, lo veré, pues la Thénardier la traerá aquí.
    Entonces todo acabará; daré mi vida y mi sangre, si es preciso, pero la liberaré. Nada me detendrá».
    Transcurrió así media hora. Thénardier parecía absorbido en una meditación tenebrosa. El prisionero
    no se movía. Sin embargo, Marius creía oír a intervalos, y desde hacía algunos instantes, un pequeño
    ruido sordo hacia el lado del prisionero.
    De repente, Thénardier apostrofó al prisionero.
    —Señor Fabre, escuchad lo que voy a deciros.
    Estas pocas palabras parecían dar principio a una declaración. Marius prestó oído. Thénardier dijo:
    —Mi mujer va a volver, no os impacientéis. Creo que la Alondra es realmente vuestra hija, y me
    parece muy natural que la conservéis. Pero oíd lo que voy a deciros. Con vuestra carta, mi mujer irá a
    buscarla. He dicho a mi mujer que se vistiera como habéis visto, para que vuestra hija consienta en
    seguirla sin dificultad. Las dos subirán al carruaje, y mi camarada irá en la trasera. Hay en cierta parte,
    fuera de las barreras, una carraca preparada con dos buenos caballos. Llevará allí a vuestra hija; se
    apeará del coche; mi camarada subirá con ella en la carraca y mi mujer regresará para decirnos: «Está
    hecho». En cuanto a vuestra hija, no se le hará ningún daño, la carraca la llevará a un sitio donde estará
    tranquila, y en cuanto me hayáis dado esos miserables doscientos mil francos, os la devolveremos. Si me
    hacéis detener, mi camarada dará el golpe de gracia a la Alondra, y todo habrá concluido.
    El prisionero no articuló una palabra. Tras una pausa, Thénardier prosiguió:
    —Es sencillo, como podéis ver. No habrá nada malo si vos no queréis que lo haya. Yo os cuento el
    asunto; os prevengo para que lo sepáis.
    Se detuvo, el prisionero no rompió el silencio, y Thénardier prosiguió:
    —Cuando mi esposa regrese y me diga que la Alondra está en camino, os soltaremos y seréis libre de
    ir a dormir a vuestra casa. Ya veis que no tenemos malas intenciones.
    Imágenes espantosas pasaron ante el pensamiento de Marius. ¡Cómo! Aquella joven a quien robaban,
    ¿no iban a llevarla allí? ¿Uno de aquellos monstruos se la llevaría? ¿Adónde? ¡Y si era ella! ¡Claro que
    era ella! Marius sentía paralizársele los latidos del corazón. ¿Qué hacer? ¿Disparar? ¿Poner en manos de
    la justicia a todos aquellos miserables? Pero no por ello dejaría de estar fuera de alcance con la joven el
    horrible hombre de la maza, y Marius pensaba en aquellas palabras de Thénardier, cuya sangrienta
    significación entreveía: «Si me hacéis prender, mi camarada dará el golpe de gracia a la Alondra».
    Ahora ya no le detenía solamente el testamento del coronel, era también por su mismo amor, el
    peligro de la que amaba, por lo que se sentía retenido.
    Aquella terrible situación, que duraba ya desde hacía más de una hora, cambiaba de aspecto a cada
    instante. Marius tuvo la fuerza de pasar revista sucesivamente a las más punzantes conjeturas, buscando
    una esperanza sin encontrarla. El tumulto de sus pensamientos contrastaba con el fúnebre silencio de la
    caverna.








    697

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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 9 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Mar 10 Dic 2024, 14:49

    ***

    En medio de este silencio se oyó el ruido de la puerta de la escalera al abrirse y cerrarse luego.
    El prisionero hizo un movimiento en sus ligaduras.
    —Aquí está la ciudadana —dijo Thénardier.
    Apenas acababa de hablar cuando, en efecto, la Thénardier se precipitó en la habitación, roja,
    sofocada, jadeante, con los ojos llameantes, y gritó golpeándose con sus gruesas manos ambos muslos a
    la vez:
    —¡Señas falsas!
    El bandido que había ido con ella, apareció detrás y se dirigió a coger su maza.
    —¿Señas falsas? —repitió Thénardier.
    La mujer dijo:
    —Nadie. En la calle Saint-Dominique, número diecisiete, no hay ningún señor Urbain Fabre! ¡Nadie
    da razón de él!
    Se detuvo sofocada; luego continuó:
    —¡Señor Thénardier! ¡Este viejo te la ha pegado! ¡Tú eres demasiado bueno! ¡Ya ves, yo en tu lugar
    le hubiera abierto en canal, eso sólo para empezar! ¡Y si no se aviniese a razones, le habría cocido vivo!
    ¡Es preciso que hable, que diga dónde está su hija y dónde tiene la mosca! ¡Así es cómo lo haría yo!
    ¡Bien, dicen que los hombres son más estúpidos que las mujeres! ¡Nadie en el número diecisiete! ¡Es una
    gran puerta cochera! ¡No hay ningún señor Fabre en la calle de Saint-Dominique! ¡Y a escape, y propina
    al cochero, y todo! ¡He hablado con el portero, y la portera, que es una buena mujer, y no le conocen!
    Marius respiró. Ella, Ursule, o la Alondra, la que no sabía cómo nombrar, estaba salvada.
    Mientras la exasperada mujer vociferaba, Thénardier se había sentado en la mesa; permaneció
    algunos instantes sin pronunciar palabra, balanceando su pierna derecha que colgaba, y contemplando el
    brasero con un aire de meditación salvaje. Por fin, dijo al prisionero con una inflexión lenta y
    singularmente feroz:
    —¿Señas falsas? ¿Qué es lo que esperas?
    —¡Ganar tiempo! —gritó el prisionero con voz tonante.
    En el mismo instante sacudió sus ataduras, estaban cortadas. El prisionero no estaba atado a la cama
    más que por una pierna.
    Antes de que los siete hombres hubieran tenido tiempo de comprender la situación, el señor Leblanc
    se había lanzado sobre la chimenea, había extendido la mano hacia el brasero y luego se había
    incorporado, y ahora todos, rechazados por el asombro al fondo de la cueva, le vieron estupefactos
    levantar por encima de la cabeza el cortafrío hecho un ascua, que desprendía un resplandor siniestro, casi
    libre, y en una actitud formidable.
    En la encuesta judicial a que más adelante dio lugar la emboscada del caserón Gorbeau, consta que
    cuando la policía hizo sus reconocimientos halló en el desván un sueldo cortado y trabajado de un modo
    particular. Aquel sueldo era una de las maravillas de la industria que la paciencia del presidio engendra
    en las tinieblas y para las tinieblas, maravillas que no son otra cosa que instrumentos de evasión. Estos
    horribles y delicados productos, de un arte prodigioso son en la bisutería lo que las metáforas del argot
    son en la poesía. Existen los Benvenuto Cellini de presidio, igual que existe Villon en el idioma. El
    desgraciado que aspira a la libertad encuentra medios, algunas veces sin herramientas, con un
    cortaplumas, con un cuchillo viejo, para aserrar un sueldo en dos hojas delgadas, de ahuecar éstas sin
    tocar la impresión monetaria y practicar un paso de rosca sobre el corte del sueldo, de modo que las dos
    hojas se pueden adherir de nuevo. Así se juntan o se separan a voluntad; es una caja. En esta caja, se
    esconde un resorte de reloj; y este resorte, bien manejado, corta los grillos y las barras de hierro. Se cree
    que un infeliz forzado no tiene más que un sueldo; nada de esto, posee la libertad. Un sueldo de esta clase
    fue el que halló la policía en sus ulteriores pesquisas, abierto en dos pedazos sobre el jergón cercano a la
    ventana. Se descubrió igualmente una pequeña sierra de acero empavonado, que podía ocultarse en el
    sueldo. Es probable que cuando los bandidos registraron al prisionero llevase con él aquel sueldo, el
    cual consiguió esconder en su mano, y que luego, teniendo la mano derecha libre lo dividió y se sirvió de
    la sierra para cortar las cuerdas que le ataban, cosa que explicaría el ligero ruido y los imperceptibles
    movimientos que Marius había observado.
    No habiendo podido inclinarse, por miedo a traicionarse, se había cortado sólo las ligaduras de su
    pierna izquierda.
    Los bandidos se habían recobrado de su primera sorpresa.
    —Descuida —dijo Bigrenaille a Thénardier—. Está atado aún por una pierna, y no se irá. Respondo
    de ello. Soy yo quien le ha atado esa pata.
    Sin embargo, el prisionero alzó la voz:
    —¡Sois unos miserables, pero mi vida no vale la pena de ser tan defendida! En cuanto a imaginarse
    que me haréis hablar, que me haréis escribir lo que yo no quiero escribir, que me haréis decir lo que yo
    no quiero decir… —Se levantó la manga de su brazo izquierdo, y añadió—: Mirad.
    Al mismo tiempo extendió el brazo y puso sobre la carne desnuda el cortafrío ardiendo que sostenía
    en la mano derecha por el mango de madera.
    Oyóse el chirrido de la carne quemada, y el olor propio de las cámaras de tortura se extendió por el
    desván. Marius se tambaleó, sobrecogido de horror, los mismos bandidos se estremecieron; el rostro del
    extraño anciano se contrajo apenas, y mientras el hierro al rojo se hundía en la herida humeante,
    impasible y casi augusto, dirigía a Thénardier su hermosa mirada sin odio, donde el sufrimiento se
    desvanecía en una majestad serena.
    En las naturalezas grandes y escogidas, la resistencia de la carne y de los sentidos, cuando son presa
    del dolor físico, hacen emerger el alma, y la hacen aparecer en la frente, como las rebeliones de la
    soldadesca hacen aparecer al capitán.
    —¡Miserables! —dijo—, no tengáis más miedo de mí que el que yo tengo de vosotros.
    Y arrancando el cortafrío de la herida, lo lanzó por la ventana, que había quedado abierta; el horrible
    instrumento encendido desapareció girando en la noche y fue a caer a lo lejos, yendo a apagarse en la
    nieve.
    El prisionero añadió:
    —Haced de mí lo que queráis. .
    Estaba desarmado.
    —¡Sujetadle! —ordenó Thénardier.
    Dos bandidos le cogieron por los hombros, y el hombre enmascarado con voz de ventrílocuo se
    colocó frente a él, pronto a saltarle el cráneo de un golpe de llave al menor movimiento.
    Al mismo tiempo Marius oyó por debajo de sí, en el extremo inferior del tabique, de tal modo que no
    podía ver a los que hablaban, este coloquio sostenido en voz baja:
    —No hay sino una cosa que hacer.
    —¡Abrirle en canal!
    —Eso.
    Eran marido y mujer, que celebraban consejo.
    Thénardier se dirigió a pasos lentos hacia la mesa, abrió el cajón y sacó el cuchillo.
    Marius atormentaba la culata de la pistola. ¡Perplejidad inaudita! Desde hacía una hora había dos
    voces en su conciencia: una le decía que respetara el testamento de su padre y la otra le gritaba que
    socorriese al prisionero. Estas dos voces continuaban su lucha sin interrupción, lucha que le ponía en la
    agonía. Había esperado vagamente hasta aquel momento hallar un medio de conciliar sus deberes, pero
    no había surgido nada. Sin embargo, el peligro aparecía, había sido sobrepasado el ultimo límite de la
    espera. Thénardier, a algunos pasos del prisionero, meditaba con el cuchillo en la mano.
    Marius, aterrado, paseaba la mirada en derredor, último y maquinal recurso de la desesperación.
    De repente, se estremeció.
    A sus pies, sobre la mesa, un rayo de luz clara iluminaba y parecía mostrarle una hoja de papel.
    Sobre esta hoja, leyó esta línea escrita en gruesas letras aquella misma mañana por la mayor de las hijas
    de Thénardier: «Los corchetes están ahí».
    Una idea, una luz atravesó el espíritu de Marius; era el medio que él buscaba, la solución de aquel
    terrible problema que le torturaba, librar al asesino y salvar a la víctima. Se arrodilló sobre la cómoda,
    extendió el brazo, cogió la hoja de papel, arrancó suavemente un trozo de yeso del tabique, lo envolvió
    con el papel y lanzó el todo por el agujero en medio de la zahúrda.
    Ya era tiempo. Thénardier había vencido sus últimos temores, o sus últimos escrúpulos, y se dirigía
    hacia el prisionero.
    —¡Algo han tirado! —gritó la Thénardier.
    —¿Qué es? —dijo el marido.
    La mujer se había precipitado a coger el yeso envuelto en el papel, que entregó a su marido.
    —¿Por dónde ha venido esto? —preguntó Thénardier.
    —¡Pardiez! —replicó la mujer—. ¿Por dónde quieres que haya entrado? Por la ventana.
    —Yo lo he visto pasar —dijo Bigrenaille.
    Thénardier desplegó rápidamente el papel y lo acercó a la vela.
    —Es la escritura de Éponine. ¡Diablos!
    Hizo una seña a su mujer, que se acercó vivamente, y le mostró la línea escrita en la hoja de papel,
    luego añadió con voz sorda:
    —¡Rápido, la escalera, dejemos al tocino en la ratonera y abandonemos el campo!
    —¿Sin cortar el cuello al hombre? —preguntó la Thénardier.
    —No tenemos tiempo.
    —¿Por dónde? —preguntó Bigrenaille.
    —Por la ventana —respondió Thénardier—. Puesto que Éponine ha arrojado la piedra por la
    ventana, es que la casa no está vigilada por este lado.
    El enmascarado de voz de ventrílocuo dejó en el suelo su llave, levantó ambos brazos y abrió y cerró
    tres veces rápidamente las manos sin decir una palabra. Fue como el zafarrancho para una tripulación.
    Los bandidos que sujetaban al prisionero le soltaron; en un abrir y cerrar de ojos, fue descolgada la
    escalera por fuera de la ventana, y sujetada sólidamente al reborde por los dos garfios de hierro.
    El prisionero no prestaba atención a lo que sucedía a su alrededor. Parecía meditar u orar.
    Una vez fijada la escala, Thénardier gritó:
    —¡Ven, mujer!
    Y se precipitó hacia la ventana.
    Pero cuando iba a saltar por ella, Bigrenaille lo cogió bruscamente por el cuello.
    —Todavía no, viejo farsante; ¡después de nosotros!
    —¡Después de nosotros! —aullaron los bandidos.
    —Sois unos chiquillos —dijo Thénardier—, estamos perdiendo el tiempo. Los podencos nos están
    pisando los talones.
    —Pues bien —dijo uno de los bandidos—, tiremos a suertes quién pasará el primero.
    Thénardier exclamó:
    —¡Estáis locos! ¡Estáis borrachos! ¡Vaya un atajo de mandrias! ¿Perder así el tiempo? Echar a
    suertes, ¿no es verdad?, ¡echaremos chinas!, ¡echaremos pajas!, ¡escribiremos nuestros nombres!, los
    pondremos en una gorra…
    —¿Queréis mi sombrero? —preguntó una voz desde el umbral de la puerta.
    Todos se volvieron. Era Javert.
    Tenía el sombrero en la mano y lo alargaba sonriendo.




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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 9 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Mar 10 Dic 2024, 14:51

    ***
    XXI



    SE DEBERÍA EMPEZAR SIEMPRE POR DETENER A LAS VÍCTIMAS



    Javert, al anochecer, había apostado algunos hombres y se había emboscado él mismo detrás de los
    árboles de la calle de la Barriére-des-Gobelins frente al caserón Gorbeau al otro lado del bulevar. Había
    empezado por abrir «su bolsillo» y meter en él a las dos muchachas encargadas de vigilar las
    inmediaciones de la cueva. Pero sólo había «enjaulado» a Azelma. En cuanto a Éponine, no estaba en su
    sitio; había desaparecido y no había podido cogerla. Luego Javert se había puesto al acecho, atento el
    oído a la señal convenida. Las idas y venidas del coche le habían agitado mucho. Por fin, se había
    impacientado, y «seguro de que allí había un nido», seguro de estar «de suerte», habiendo reconocido a
    muchos de los bandidos que habían entrado, acabó por decidirse a subir, sin esperar el disparo.
    Recordaremos que tenía la llave de Marius.
    Había llegado a tiempo.
    Los bandidos, asustados, se arrojaron sobre las armas que habían abandonado en todos los rincones
    en el momento de evadirse. En menos de un segundo, aquellos siete hombres espantosos se agruparon en
    actitud de defensa, uno con su maza, otro con su llave, otro con su garrote, los otros con las tenazas, las
    pinzas y los martillos, y Thénardier con su cuchillo, La Thénardier cogió un enorme pedrusco que estaba
    en el rincón de la ventana y que servía a sus hijas de taburete.
    Javert se puso el sombrero, dio dos pasos por el cuarto con los brazos cruzados, el bastón debajo del
    brazo y la espada en su vaina.
    —¡Alto ahí! —ordenó—. No saldréis por la ventana sino por la puerta. Es menos malsano. Sois siete,
    y nosotros somos quince. No nos agarremos como ganapanes. Sed buenos, muchachos.
    Bigrenaille cogió una pistola que llevaba escondida bajo la blusa y la puso en la mano de Thénardier
    diciéndole al oído:
    —Es Javert. Yo no me atrevo a disparar contra él, ¿te atreves tú?
    —¡Pardiez! —respondió Thénardier.
    —Pues bien, dispárale.
    Thénardier cogió la pistola y apuntó a Javert.
    Javert, que se hallaba a tres pasos, le miró fijamente y se contentó con decirle:
    —No dispares, porque fallará.
    Thénardier apretó el gatillo: la bala no salió.
    —¡Cuando yo te lo decía! —exclamó Javert.
    Bigrenaille arrojó su rompecabezas a los pies de Javert.
    —¡Eres el emperador de los diablos! Me rindo.
    —¿Y vosotros? —preguntó Javert a los bandidos.
    Y respondieron:
    —Nosotros también.
    Javert repitió con calma:
    —Eso está bien; ya decía yo que seríais amables.
    —Sólo pido una cosa —dijo Bigrenaille—, y es que no se me niegue el tabaco mientras esté en
    chirona.
    —Concedido —dijo Javert. Y volviéndose, gritó—: ¡Entrad ahora!
    Una escuadra de guardias sable en mano y agentes armados de porras y garrotes se precipitó a la
    llamada de Javert. Amarraron a los bandidos. Aquella multitud de hombres, iluminados apenas por una
    vela, llenaba de sombras el antro.
    —¡Esposas a todos! —ordenó Javert.
    —¡Acercaos si podéis! —chilló una voz que no era de hombre, pero de la que nadie hubiera podido
    decir que era una voz de mujer.
    La Thénardier se había atrincherado en uno de los ángulos de la ventana, y era ella quien acababa de
    lanzar aquel rugido.
    Los guardias y los agentes retrocedieron.
    Se había quitado el chal, pero conservaba su sombrero; su marido, agachado detrás de ella,
    desaparecía casi bajo el chal, y ella le cubría con su cuerpo, levantando el pedrusco con ambas manos
    por encima de su cabeza, con el balanceo de un gigante a punto de lanzar una roca.
    —¡Cuidado! —gritó.
    Todos retrocedieron hacia el corredor. En medio del desván, quedó un trecho vacío. La Thénardier
    lanzó una mirada a los bandidos que se habían dejado amarrar y gritó con un acento gutural y ronco:
    —¡Cobardes!
    Javert sonrió y se adelantó.
    —¡No te acerques!, ¡márchate —chilló— o te aplasto!
    —¡Qué granadero! —exclamó Javert—; vaya, tú tienes barbas como un hombre, pero yo tengo uñas
    como una mujer.
    Y siguió avanzando.
    La Thénardier, desmelenada y terrible, separó las piernas, se dobló hacia atrás y lanzó el pedrusco a
    la cabeza de Javert con loca furia. Javert se inclinó. El pedrusco pasó por encima de él, dio en la pared
    del fondo, arrancando un gran pedazo de yeso, y volvió a través del desván, felizmente casi vacío, a
    morir a los pies de Javert.
    En el mismo instante, Javert llegaba junto a la pareja Thénardier. Una de sus manazas se abatió sobre
    el hombro de la mujer, y la otra sobre la cabeza del marido.
    —¡Las esposas! —bramó.
    Los hombres de la policía entraron a escape, y en unos segundos fue ejecutada la orden de Javert.
    La Thénardier, domada, miró sus manos esposadas y las de su marido, se dejó caer en el suelo y
    exclamó, llorando:
    —¡Mis hijas!
    —Están ya a la sombra —dijo Javert.
    Entretanto, los agentes habían descubierto al borracho dormido detrás de la puerta y le sacudían. Se
    despertó balbuceando:
    —¿Hemos concluido, Jondrette?
    —Sí —respondió Javert.
    Los seis bandidos atados estaban en pie; por lo demás, conservaban aún sus caras de espectros: tres
    tiznados de negro y tres enmascarados.
    —Conservad vuestras máscaras —dijo Javert. Y pasándoles revista con la mirada de un Federico II
    en la parada de Potsdam, saludó a los tres «fumistas» con un—: ¡Buenas noches, Bigrenaille; buenas
    noches, Brujon; buenas noches, Deux-Milliards! —Luego, volviéndose hacia los tres enmascarados, dijo
    al hombre de la maza—: Buenas noches, Gueulemer. —Y al hombre del garrote—: Buenas noches, Babet.
    —Y al ventrílocuo—: Buenas noches, Claquesous.
    En aquel momento vio al prisionero de los bandidos, el cual, desde la entrada de los agentes de
    policía no había pronunciado palabra y se mantenía con la cabeza baja.
    —¡Desatad al señor! —ordenó Javert—. ¡Y que nadie salga!
    Dicho esto, se sentó soberanamente ante la mesa, donde habían quedado la vela y el recado de
    escribir, sacó un papel timbrado de su bolsillo y empezó su sumario.
    Una vez que hubo escrito las primeras líneas que son las fórmulas de siempre alzó la vista:
    —Que se acerque el caballero a quien estos tipos habían atado.
    Los agentes miraron a su alrededor.
    —Y bien —preguntó Javert—, ¿dónde está?
    El prisionero de los bandidos, el señor Leblanc, el señor Urbain Fabre, el padre de Ursule o de la
    Alondra, había desaparecido.
    La puerta estaba guardada, pero no así la ventana. Tan pronto como se vio libre, y mientras Javert
    sumariaba, se había aprovechado de la confusión, del tumulto, de la oscuridad y de un momento en que la
    atención no estaba fija en él, para lanzarse por la ventana.
    Un agente corrió hacia ella y miró. No se veía nada fuera.
    La escalera de cuerda oscilaba aún.


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    Mensaje por Maria Lua Mar 10 Dic 2024, 14:53

    ***

    XXII
    EL NIÑO QUE LLORABA EN EL TOMO III
    [371]
    Al día siguiente de aquel en que tuvieron lugar estos acontecimientos en la casa del bulevar del
    Hospital, un niño, que parecía venir del lado del puente de Austerlitz, subía por la travesía de la derecha,
    en dirección a la barrera de Fontainebleau. Era noche cerrada. Aquel niño era pálido, flaco, iba vestido
    de harapos, con un pantalón de lienzo en el mes de febrero, y cantaba a grito pelado.
    En la esquina de la calle del Petit-Banquier, una vieja encorvada rebuscaba en un montón de basuras
    a la luz del reverbero; el niño la empujó al pasar y luego retrocedió exclamando:
    —¡Vaya!, ¡yo que había tomado esto por un enorme perro!
    Pronunció la palabra enorme por segunda vez con un ronquido gangoso, que sólo las letras
    mayúsculas pueden expresar: ¡un enorme, un ENORME perro!
    La vieja se enderezó furiosa.
    —¡Bribón, pillastre! —gruñó—. ¡Si no hubiera estado inclinada, ya sé yo dónde te habría aplicado la
    punta del pie!
    El chico se hallaba ya a alguna distancia.
    —¡Tuso!, ¡tuso! ¡Vaya, veo que no me había equivocado!
    La vieja, sofocada de indignación, se levantó, y el resplandor de la linterna dio de lleno en su lívido
    rostro, surcado de ángulos y arrugas, con las patas de gallo que le llegaban casi hasta las comisuras de la
    boca. El cuerpo se perdía en la sombra y sólo se veía la cabeza. Hubiérase dicho que era la máscara de
    la decrepitud, recortada por una claridad cualquiera en las tinieblas.
    El chico la miró atentamente.
    —Esta señora —dijo— no tiene el género de belleza que me conviene.
    Prosiguió su camino, y volvió a cantar:
    Mambrú se fue a la guerra,
    montado en una perra.
    Mambrú se fue a la guerra,
    no sé cuándo vendrá…
    Al acabar el cuarto verso, se detuvo. Había llegado delante del número 50-52, y al encontrar la
    puerta cerrada, comenzó a descargar taconazos sobre ella, taconazos resonantes y heroicos, que
    revelaban más bien los zapatos de hombre que llevaba que los pies de niño que tenía.
    Entretanto, aquella misma vieja que había encontrado en la esquina de la calle del Petit-Banquier
    corría detrás de él, lanzando gritos y prodigando gestos desmesurados.
    —¿Qué es esto?, ¿qué es esto? ¡Señor!, ¡echan abajo la puerta!, ¡están derribando la casa!
    Los taconazos continuaban.
    La vieja gritaba:
    —¡Así se arreglan las casas ahora! —De repente, se detuvo. Había reconocido al muchacho—.
    ¡Cómo!, ¿eres tú, Satanás?
    —¡Vaya!, es la vieja —exclamó el niño—. Buenas noches, tía Bourgonmuche. Vengo a ver a mis
    progenitores.
    La vieja respondió con una mueca del orden compuesto, admirable improvisación del odio sacando
    partido de la caducidad y la fealdad, que, desgraciadamente, se perdió en las tinieblas.
    —No hay nadie, carátula.
    —¡Bah! —dijo el niño—. ¿Dónde está mi padre?
    —En la Forcé.
    —¡Vaya! ¿Y mi madre?
    —En Saint-Lazare.
    —¿Y mis hermanas?
    —En las Madelonnettes.
    El niño se rascó detrás de la oreja, miró a la Bougon y dijo:
    —¡Ah!
    Luego giró en redondo y un momento después la vieja que había quedado en el umbral de la puerta le
    oyó que cantaba con voz clara y juvenil, perdiéndose entre los negros álamos que se estremecían al soplo
    del viento de invierno:
    Mambrú se fue a la guerra.,
    montado en una perra.
    Mambrú se fue a la guerra,
    no sé cuándo vendrá.
    Si vendrá para Pascua,
    o por la Trinidad…



    [FIN DE LA TERCERA PARTE]



    CUARTA PARTE


    EL IDILIO DE LACALLE PLUMET Y LAEPOPEYADE LACALLE
    SAINT-DENIS



    LIBRO PRIMERO


    ALGUNAS PÁGINAS DE HISTORIA




    I


    BIEN CORTADO



    1831 y 1832, los dos años que se relacionan inmediatamente con la Revolución de julio, constituyen
    uno de los momentos más particulares y sorprendentes de la historia. Estos dos años, en medio de los que
    los preceden y los siguen, son como dos montañas. Tienen la grandeza revolucionaria. En ellos se
    distinguen precipicios. Las masas sociales, las bases mismas de la civilización, el sólido grupo de los
    intereses superpuestos y adherentes, los perfiles seculares de la antigua formación francesa aparecen y
    desaparecen a cada instante, a través de las nubes tempestuosas de los sistemas, de las pasiones y de las
    teorías. Tales apariciones y desapariciones han sido llamadas la resistencia y el movimiento. A
    intervalos, se ve brillar la verdad en ellos, la luz del alma humana.
    Esa notable época, bastante circunscrita, empieza a alejarse también bastante de nosotros para que
    podamos captar en el presente las líneas principales.
    Vamos a intentarlo.
    La Restauración había sido una de las fases intermedias difíciles de definir, en la que intervienen la
    fatiga, los zumbidos, las murmuraciones, el sueño, el tumulto, y que no representa sino la llegada de una
    gran nación a una etapa. Estas épocas son singulares y engañan a los políticos que quieren explotarlas. Al
    principio, la nación no pide más que descanso, no tiene más sed que la paz, no posee otra ambición que
    ser pequeña, lo cual se traduce en el hecho de permanecer tranquila. Los grandes sucesos, las grandes
    casualidades, las grandes aventuras, los grandes hombres, a Dios gracias, ya lo hemos visto bastante, la
    nación tiene bastante de ellos. Daría a César por Prusias
    [372] y a Napoleón por el rey de Yvetot. «¡Qué
    buen reyecito era aquél!»
    [373]
    . Se ha andado desde el amanecer, y se ha llegado a la tarde de una larga y
    ruda jornada; se ha hecho el primer relevo con Mirabeau, el segundo con Robespierre, el tercero con
    Bonaparte; están todos agotados. Todos piden un lecho.
    Las abnegaciones cansadas, los heroísmos envejecidos, las ambiciones saciadas, las fortunas hechas,
    buscan, reclaman, imploran, solicitan, ¿qué? Un albergue. Lo tienen. Toman posesión de la paz, de la
    tranquilidad, del asueto; helos aquí contentos. Entretanto, al mismo tiempo, surgen ciertos hechos, se dan
    a conocer y llaman a la puerta. Tales hechos han salido de las revoluciones y de las guerras, están, viven,
    tienen derecho a instalarse en la sociedad y se instalan en ella; y la mayor parte del tiempo los hechos son
    mariscales de las moradas y aposentadores que no hacen más que preparar el alojamiento a los
    principios.
    Entonces, he aquí lo que se aparece a los filósofos políticos:
    Al mismo tiempo que los hombres fatigados solicitan el reposo, los hechos cumplidos piden
    garantías. Las garantías para los hechos o, lo que es lo mismo, el descanso para los hombres.
    Es lo que Inglaterra pedía a los Estuardo después del Protector
    [374]
    ; es lo que Francia pedía a los
    Borbones después del Imperio.
    Estas garantías son una necesidad del tiempo. Es preciso concederlas. Los príncipes las «otorgan»,
    pero en realidad es la fuerza de las cosas quien las da. Verdad profunda y útil de saber, que los Estuardo
    no sospecharon en 1660 y que los Borbones ni siquiera entrevieron en 1814.
    La familia predestinada que regresó a Francia cuando Napoleón se desplomó, tuvo la fatal
    simplicidad de creer que era ella la que daba, y que lo que había dado lo podía recobrar; que la casa de
    Borbón poseía el derecho divino, que Francia no poseía nada; y que el derecho político concedido en la
    Carta de Luis XVIII no era otra cosa que una rama del derecho divino, separada por la casa de Borbón y
    ofrecida graciosamente al pueblo hasta el día en que al rey le placiera recobrarla. Sin embargo, por el
    desagrado que le producía la donación, la casa de Borbón hubiera debido comprender que no procedía
    de ella.
    Fue agresiva para el siglo XIX. Puso mala cara a cada despliegue de la nación. Para servirnos de la
    palabra vital, es decir, popular y verdadera, mostró su disgusto y el pueblo lo vio.
    Creyó que tenía la fuerza, porque el Imperio había sido arrastrado ante ella como un bastidor de
    teatro. No se dio cuenta de que ella misma había sido arrastrada de idéntico modo. No vio que estaba en
    la misma mano que había sacado a Napoleón de allí.
    Creyó que tenía raíces porque era el pasado. Se engañaba; formaba parte del pasado, pero todo el
    pasado era Francia. Las raíces de la sociedad francesa no se hallan en los Borbones, sino en la nación.
    Estas oscuras y vivas raíces no constituyen el derecho de una familia, sino la historia de un pueblo.
    Estaban en todas partes, excepto en el trono.
    La casa de Borbón era para Francia el nudo ilustre y sangriento de su historia, pero no constituía ya el
    elemento principal de su destino y la base necesaria de su política. Se podía pasar sin Borbones; se había
    pasado sin ellos durante veintidós años; había habido una solución de continuidad; ellos no lo
    sospechaban. ¿Y cómo iban a sospecharlo si se figuraban que Luis XVII reinaba en el g termidor y que
    Luis XVIII reinaba el día de Marengo? Nunca desde los orígenes de la historia los príncipes habían
    permanecido tan ciegos en presencia de los hechos y de la porción de autoridad divina que los hechos
    contienen y promulgan. Nunca esta pretensión de aquí abajo, que se llama el derecho de los reyes, había
    negado hasta tal punto el derecho de lo alto.
    Error capital, que llevó a esta familia a echar mano de las garantías «otorgadas» en 1814, de las
    concesiones, como las calificaba. ¡Cosa triste! Lo que ella llamaba sus concesiones eran nuestras
    conquistas, lo que ella llamaba nuestras usurpaciones eran nuestros derechos.
    Cuando le pareció llegada la hora, la Restauración, suponiéndose victoriosa sobre Bonaparte, y
    enraizada en el país, es decir, creyéndose fuerte y profunda, tomó bruscamente su partido, y arriesgó su
    golpe. Una mañana, se alzó ante Francia y, levantando la voz, negó el título colectivo y el título
    individual, la soberanía a la nación, la libertad al ciudadano. En otros términos, negó a la nación lo que
    la hacía nación y al ciudadano lo que le hacía ciudadano.




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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 9 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Mar 10 Dic 2024, 14:56

    ***
    Ahí está el fondo de esos famosos actos que se llaman las Ordenanzas de Julio.
    La Restauración cayó.
    Cayó justamente. Sin embargo, digámoslo, no había sido absolutamente hostil a todas las formas del
    progreso. Se habían realizado grandes cosas estando ella al lado.
    Bajo la Restauración, la nación se acostumbró a la discusión en la calma, lo que había faltado a la
    República, y a la grandeza en la paz, lo qué le había faltado al Imperio. Francia libre y fuerte había
    constituido un espectáculo estimulante para los demás pueblos de Europa. La Revolución había tenido la
    palabra con Robespierre; el cañón había tenido la palabra con Bonaparte; fue con Luis XVIII y Carlos X
    cuando le llegó el turno a la inteligencia. El viento cesó, la antorcha volvió a encenderse. Sobre las
    cimas serenas viéronse temblar las puras luces del espíritu. Espectáculo magnífico, útil y encantador. Se
    vieron trabajar durante quince años, en plena paz, en plena plaza pública, a esos grandes principios, tan
    viejos para el pensador, tan nuevos para el hombre de Estado: la igualdad ante la ley, la libertad de la
    conciencia, la libertad de la palabra, la libertad de prensa, la accesibilidad de todas las aptitudes a todas
    las funciones. Esto sucedió hasta 1830. Los Borbones fueron un instrumento de civilización que quebró
    en manos de la providencia.
    La caída de los Borbones estuvo llena de grandeza, no por su parte, sino por parte de la nación.
    Abandonaron el trono con gravedad, pero sin autoridad; su descenso en la noche no fue una de esas
    desapariciones solemnes que dejan una sombría emoción a la historia; no fue ni la tranquilidad espectral
    de Carlos I ni el grito de águila de Napoleón. Se fueron, eso fue todo. Dejaron la corona y no
    conservaron aureola. Fueron dignos, pero no fueron augustos. Faltaron en cierta medida a la majestad de
    su desgracia. Carlos X, durante el viaje de Cherburgo
    [375]
    , al hacer cortar una mesa redonda en forma
    cuadrada, pareció más preocupado por la etiqueta en peligro que por la monarquía que se desplomaba.
    Esta disminución entristeció a los hombres devotos que amaban a sus personas y a los hombres serios
    que honraban a su raza. El pueblo fue admirable. La nación, atacada una mañana a mano armada por una
    especie de, insurrección real, se sintió con tanta fuerza que no experimentó cólera. Se defendió, se
    contuvo, volvió las cosas a su lugar, el Gobierno a la ley, los Borbones al exilio, ¡ay!, y se detuvo. Tomó
    al viejo rey Carlos X bajo aquel palio que había abrigado a Luis XIV y le dejó en el suelo suavemente.
    No tocó a las personas reales más que con tristeza y precaución. No fue un hombre, no fueron varios
    hombres, fue Francia, Francia entera, Francia victoriosa y ebria con su victoria, quien pareció recordar y
    puso en práctica a los ojos del mundo entero estas graves palabras de Guillaume du Vair después de la
    jornada de las barricadas: «Es fácil para aquellos que están acostumbrados a que les rocen los favores
    de los grandes y saltar, como un pájaro de rama en rama, de una escasa fortuna a una floreciente,
    mostrarse osados contra su príncipe y su adversidad; mas para mí la fortuna de mis reyes será siempre
    venerable, y principalmente la de los afligidos».
    Los Borbones se llevaron el respeto, pero no el sentimiento. Como acabamos de expresar, su
    desgracia fue mayor que ellos.
    La Revolución de julio contó inmediatamente con amigos y enemigos en el mundo entero. Los
    primeros se precipitaron hacia ella con entusiasmo y alegría, los demás le volvieron la espalda, cada uno
    según su propia naturaleza. Los príncipes de Europa, en el primer instante, búhos de aquel amanecer,
    cerraron los ojos, heridos y estupefactos, y no los volvieron a abrir sino para amenazar. Terror que se
    comprende, cólera que se perdona. Esta extraña revolución había sido apenas un choque; ni siquiera
    había hecho a la realeza vencida el honor de tratarla como a un enemigo y de verter su sangre. A los ojos
    de los gobiernos despóticos siempre interesados en que la libertad se calumnie a sí misma, la Revolución
    de julio tuvo la equivocación de ser formidable y a la vez tranquila. Por lo demás, nada fue intentado ni
    maquinado contra ella. Los más descontentos, los más irritados, los más trémulos, la saludaban.
    Cualesquiera que sean nuestros egoísmos y nuestros rencores, un respeto misterioso se desprende de los
    acontecimientos en los cuales se siente la colaboración de alguien que trabaja por encima del hombre.
    La Revolución de julio es el triunfo del derecho derribando el hecho. Cosa llena de esplendor.
    El derecho derribando el hecho. De ahí el estallido de la Revolución de 1830, de ahí también su
    mansedumbre. El derecho que triunfa no tiene necesidad alguna de ser violento.
    El derecho es lo justo y lo verdadero.
    Lo propio del derecho es permanecer eternamente hermoso y puro. El hecho, incluso el más necesario
    en apariencia, incluso el mejor aceptado por los contemporáneos, si no existe más que como hecho, si no
    contiene más que un poco de derecho, o no lo contiene en absoluto, está infaliblemente destinado a
    convertirse, con el tiempo, en deforme, inmundo, tal vez monstruoso. Si de una vez se quiere comprobar
    hasta qué grado de fealdad puede llegar el hecho, visto a la distancia de los siglos, que se mire a
    Maquiavelo. Maquiavelo no es un genio malvado, ni un demonio, ni un escritor cobarde y miserable; no
    es nada más que el hecho. Y no es solamente el hecho italiano, es el hecho europeo, el hecho del siglo
    XVI. Parece odioso, y lo es, en presencia de la idea moral del siglo XIX.
    Esta lucha del derecho y del hecho dura desde el origen de las sociedades. Terminar el duelo,
    amalgamar la idea pura con la realidad humana, hacer penetrar pacíficamente el derecho en el hecho, y el
    hecho en el derecho, éste es el trabajo de los sabios.






    II



    MAL COSIDO



    Pero otro es el trabajo de los sabios, otro es el trabajo de los habilidosos. La Revolución de 1830 se
    había detenido rápidamente.
    Tan pronto como una Revolución se ha desviado, los habilidosos se aprovechan del fracaso.
    Los habilidosos, en nuestro siglo, se han adjudicado a sí mismos la calificación de hombres de
    Estado; aunque tal expresión, «hombres de Estado», ha terminado por ser un poco una expresión de argot.
    En efecto, no se olvide que donde no hay más que habilidad hay necesariamente pequeñez. Decir los
    habilidosos equivale a decir los mediocres.
    Así como decir los hombres de Estado equivale algunas veces a decir los traidores.
    Si hay que creer, pues, en los habilidosos, las revoluciones, así como la Revolución de julio, son
    arterias cortadas; es preciso una pronta ligadura. El derecho, proclamado demasiado alto, conmueve.
    Así, una vez afirmado el derecho, es preciso afirmar el Estado. La libertad asegurada, es preciso pensar
    en el porvenir.
    En este punto los sabios no se separan aún de los habilidosos, pero empiezan a desafiarse. El poder,
    sea. Pero, primero, ¿qué es el poder?; segundo, ¿de dónde viene?
    Los habilidosos parecen no entender la objeción murmurada y continúan su maniobra.
    Según estos políticos, ingeniosos hasta poner a las ficciones aprovechables una máscara de
    necesidad, la primera necesidad de un pueblo después de una Revolución, cuando este pueblo forma
    parte de un continente monárquico, es procurarse una dinastía; De este modo, dicen ellos, puede haber
    paz después de la Revolución, es decir, el tiempo de vendar las heridas y de reparar las casas. La
    dinastía esconde los andamios y cubre la ambulancia.
    En rigor, el primer hombre de genio, o incluso el primer hombre de fortuna, que aparezca basta para
    hacer de él un rey. En el primer caso, tenéis a Bonaparte, y en el segundo a Iturbide
    [376]
    .
    Pero con la primera familia llegada, no basta para hacer de ella una dinastía. Hay necesariamente una
    cierta cantidad de antigüedad en una raza, y la arruga de los siglos no se improvisa.
    Si adoptamos el punto de vista de los «hombres de Estado», con todas las reservas, por supuesto, tras
    una Revolución, ¿cuáles son las cualidades del rey? Puede ser, y es útil que lo sea, revolucionario, es
    decir, participante con su persona en esta Revolución, que haya puesto la mano en ella, que esté
    comprometido o ilustrado en ella, que haya tocado su hacha o manejado su espada.
    ¿Cuáles son las cualidades de una dinastía? Debe ser nacional, es decir, revolucionaria a distancia,
    no por los actos cometidos, sino por las ideas aceptadas. Debe componerse de pasado y ser histórica,
    componerse de porvenir y ser simpática.
    Todo esto explica por qué las primeras revoluciones se contentan con encontrar un hombre, Cromwell
    o Napoleón; y por qué las segundas quieren encontrar absolutamente una familia, la casa de Brunswick o
    la casa de Orléans.
    Las casas reales se parecen a esas higueras de la India en las que cada rama, doblándose hasta la
    tierra, echa raíces en ella y se convierte en una higuera. Cada rama se puede convertir en una dinastía.
    Con la única condición de doblarse hasta el pueblo.
    Tal es la teoría de los habilidosos.
    He aquí, pues, el gran arte: hacer que un éxito suene un poco a catástrofe con el fin de que los que se
    aprovechan de él tiemblen también, sazonar de miedo un paso de hecho, aumentar la curva de la
    transición hasta la moderación del progreso, desazonar esta aurora, denunciar y suprimir las esperanzas
    del entusiasmo, cortar los ángulos y las uñas, acolchar el triunfo, arropar al derecho, envolver al gigante
    pueblo de franela y acostarlo rápidamente, imponer la dieta a tal exceso de salud, poner a Hércules en
    tratamiento de convalecencia, diluir el acontecimiento en el expediente, ofrecer a los espíritus alterados
    de ideal ese néctar añadido a la tisana, adoptar precauciones contra el exceso de éxito, dotar a la
    Revolución de una pantalla.
    En 1830 se practicó esta teoría, ya aplicada en Inglaterra en 1688.
    1830 es una revolución detenida a la mitad. Mitad de progreso; casi derecho. La lógica ignora el
    poco más o menos; igual que el sol ignora la vela.
    ¿Quién detiene las revoluciones en la mitad? La burguesía.
    ¿Por qué?
    Porque la burguesía es el interés que ha llegado a la satisfacción. Ayer era el apetito, hoy es la
    plenitud y mañana será la saciedad.
    El fenómeno de 1814, después de Napoleón, se reproduce en 1830, después de Carlos X.
    Se ha querido equivocadamente hacer de la burguesía una clase. La burguesía es simplemente la
    porción satisfecha del pueblo. El burgués es el hombre que ahora tiene derecho a sentarse. Una silla no es
    una casta.
    Pero por querer sentarse demasiado temprano se puede detener la marcha misma del género humano.
    Ésta es a menudo la equivocación de la burguesía.
    No es una clase porque se comete una equivocación. El egoísmo no es una de las divisiones del orden
    social..
    Por lo demás, es preciso ser justo, incluso con el egoísmo; el estado al cual aspiraba, tras la sacudida
    de 1830, esa parte de la nación que se denomina burguesía, no era la inercia, que se compone de
    indiferencia y de pereza y que contiene un poco de vergüenza, no era el sueño, que supone un olvido
    momentáneo accesible a los sueños, era el alto.
    Alto es una palabra formada con un doble sentido singular y casi contradictorio: grupo en marcha, es
    decir, movimiento; parada, es decir, reposo.
    El alto es la reparación de las fuerzas, es el reposo armado y despierto; es el hecho cumplido que
    pone centinelas y se mantiene en guardia. La pausa supone el combate ayer y el combate mañana.
    Es el intermedio entre 1830 y 1848.
    Lo que llamamos aquí combate puede también llamarse progreso.
    La burguesía precisaba, pues, igual que los hombres de Estado, de un hombre que expresara esta
    palabra: alto. Significando revolución y significando estabilidad; en otros términos, consolidando el
    presente con la contabilidad evidente del pasado con el porvenir.
    Este hombre había sido hallado. Se llamaba Luis Felipe de Orleans.
    Los 221 hicieron a Luis Felipe rey. Lafayette se encargó de la consagración. Le llamó la «mejor de
    las repúblicas». El Ayuntamiento de París reemplazó a la Catedral de Reims.
    Esta sustitución de un medio trono por un trono completo fue «la obra de 1830».
    Cuando los habilidosos hubieron terminado, el inmenso desacierto de aquella solución se puso de
    manifiesto. Todo esto estaba hecho fuera del derecho absoluto. El derecho absoluto gritó: ¡Protesto!;
    luego, cosa temible, volvió a sumirse en la sombra.






    CONT
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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 9 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Mar 10 Dic 2024, 14:58

    ***
    III



    LUIS FELIPE




    Las revoluciones tienen el brazo terrible y la mano feliz; golpean firme y escogen bien. Incluso
    incompletas, incluso depravadas y cruzadas, y reducidas al estado de revolución menor, como la
    Revolución de 1830, les queda siempre bastante lucidez providencial para no caer mal. Su eclipse no es
    nunca una abdicación.
    Sin embargo, no nos vanagloriemos demasiado; las revoluciones también se engañan, y se han visto
    graves equivocaciones.
    Volvamos a 1830. El año 1830, en su desviación, tuvo fortuna. En el establecimiento que se llamó el
    orden después de la revolución cortada por lo sano, el rey valía más que la realeza. Luis Felipe era un
    hombre raro.
    Hijo de un padre al cual la historia concederá ciertamente las circunstancias atenuantes, pero tan
    digno de estima como lo fuera de censura; poseía todas las virtudes privadas y algunas de las virtudes
    públicas; cuidados de su salud, de su fortuna, de su persona, de sus negocios; conocía el precio de un
    minuto y no siempre el precio de un año; sobrio, sereno, apacible, paciente; buen hombre y buen príncipe;
    se acostaba con su mujer, y tenía en su palacio lacayos encargados de mostrar el lecho conyugal a los
    burgueses, ostentación de alcoba regular, que llegó a ser útil después de las antiguas ostentaciones
    ilegítimas de la rama mayor; conocía todas las lenguas de Europa y, lo que es más extraño, todas las
    lenguas de todos los intereses, y las hablaba; admirable representante de la clase media, pero
    sobrepasándola y, de todos modos, más grande que ella; tenía la excelente actitud, aun apreciando la
    sangre de la que procedía, de estimar especialmente su valor intrínseco, y la cuestión misma de su raza,
    muy particular, declarándose Orléans y no Borbón; muy primer príncipe de sangre, en tanto no había sido
    más que Alteza Serenísima, pero franco burgués el día en que fue Majestad; difuso en público, conciso en
    la intimidad; avaro señalado, pero no probado; en el fondo, uno de esos economistas ampliamente
    pródigos con su fantasía o su deber; letrado, y poco sensible a las letras; gentilhombre, pero no caballero;
    simple, tranquilo y fuerte; adorado por su familia y su casa; conversador seductor; hombre de Estado
    desengañado, interiormente frío, dominado por el interés inmediato, gobernando siempre a corto plazo,
    incapaz de rencor y de reconocimiento, usando sin piedad de las superioridades sobre las mediocridades,
    hábil en hacer que las mayorías parlamentarias desautorizasen a esas unanimidades misteriosas que rugen
    sordamente bajo los tronos; expansivo, a veces imprudente en su expansión, pero de una maravillosa
    pericia en su imprudencia; fértil en expedientes, en rostros, en máscaras; apreciaba a su país, pero
    prefería a su familia; apreciaba más la dominación que la autoridad, y la autoridad que la dignidad,
    disposición que tiene esto de funesto: al volver la espalda a cualquier éxito, admite la trampa y no
    repudia absolutamente la bajeza, pero que también tiene esto de provechoso: preserva a la política de los
    choques violentos, al Estado de las fracturas y a la sociedad de las catástrofes; minucioso, correcto,
    vigilante, atento, sagaz, infatigable; se contradecía algunas veces, y se desmentía; audaz contra Austria en
    Ancona
    [377]
    , obstinado contra Inglaterra en España
    [378]
    , bombardeó Anvers
    [379]
    , y pagó a Pritchard; cantó
    con convicción la Marsellesa; inaccesible al abatimiento, a los cansancios, al gusto de lo hermoso y lo
    ideal, a las generosidades temerarias, a la utopía, a la quimera, a la cólera, a la vanidad, al temor; poseía
    todas las formas de la intrepidez personal; general en Valmy, soldado en Jemmapes; probado ocho veces
    por el regicida, y siempre sonriente; bravo como un granadero, valeroso como un pensador; inquieto
    únicamente ante las posibilidades de un rompimiento europeo, e impropio para las grandes aventuras
    políticas; siempre dispuesto a poner en peligro su vida, nunca su obra; disfrazando su voluntad de
    influencia, con el fin de ser más bien obedecido como inteligencia que como rey; dotado de observación
    y no de adivinación; poco atento a los espíritus, pero conocedor de hombres, es decir, tenía necesidad de
    ver para juzgar; buen sentido pronto y penetrante, sabiduría práctica, palabra fácil, memoria prodigiosa;
    poderoso sin cesar en esta memoria, su único punto de parecido con César, Alejandro y Napoleón; sabía
    los hechos, los detalles, las fechas, los nombres propios; ignoraba las tendencias, las pasiones, los
    levantamientos ocultos y oscuros de las almas, en una palabra, todo lo que podría llamarse las corrientes
    invisibles de las conciencias; aceptado por la superficie, pero poco de acuerdo con la Francia de abajo;
    salía del paso con la finura; gobernaba demasiado, y no reinaba lo suficiente; un primer ministro para sí
    mismo; excelente para hacer de la pequeñez de las realidades un obstáculo a la inmensidad de las ideas;
    mezclaba una verdadera facultad creadora de civilización, de orden y de organización, no sé qué espíritu
    de procedimiento y de embrollo; fundador y procurador de una dinastía; tenía algo de Carlomagno y algo
    de procurador; en suma, figura alta y original, príncipe que supo qué hacer con el poder, a pesar de la
    inquietud de Francia y del poderío, a pesar de los celos de Europa, Luis Felipe figurará entre los
    hombres eminentes del siglo, y estaría colocado entre los gobernadores más ilustres de la historia si
    hubiera amado un poco la gloria, y si hubiese experimentado el sentimiento de lo que es grande en el
    mismo grado que el de lo que es útil.
    Luis Felipe había sido hermoso, y envejecido, era gracioso; no siempre aceptado por la nación, lo era
    siempre por la multitud; gustaba. Poseía este don: el encanto. La majestad le faltaba; no llevaba ni la
    corona, aunque era rey, ni tenía los cabellos blancos, aunque era anciano. Sus maneras eran del viejo
    régimen y sus costumbres del nuevo, mezcla de noble y de burgués que convenía a 1830; Luis Felipe era
    la transición reinante; había conservado la antigua pronunciación y la antigua ortografía que ponía al
    servicio de las opiniones modernas; amaba a Polonia y a Hungría, pero escribía «los poloneses», y
    pronunciaba «los hungareses». Llevaba el traje de la guardia nacional como Carlos X, y el cordón de la
    Legión de Honor como Napoleón. Iba poco a la capilla, nunca de caza y jamás a la ópera. Incorruptible
    para los sacristanes, para los cuidadores de perros y para las bailarinas; esto entraba en su popularidad
    burguesa. No tenía corte. Salía con su paraguas bajo el brazo, y este paraguas formó parte de su aureola
    durante largo tiempo. Era un poco albañil, un poco jardinero y un poco médico; sangraba a un postillón
    caído del caballo; Luis Felipe no iba nunca sin su lanceta, como Enrique III no iba nunca sin puñal. Los
    realistas se burlaban de este rey ridículo, el primero que vertiera sangre para curar.
    En las quejas de la historia contra Luis Felipe hay que hacer una reducción; hay lo que acusa a la
    realeza, lo que acusa al reino, lo que acusa al rey; tres columnas que dan cada una un total distinto. El
    derecho democrático confiscado, el progreso convertido en el segundo interés, las protestas de la calle
    reprimidas violentamente, la ejecución militar de las insurrecciones, el motín pasado por las armas, la
    calle Transnonain, los consejos de guerra, la absorción del país real por el país legal, el Gobierno que
    cuenta a medias con trescientos mil privilegiados, son el hecho de la realeza; Bélgica denegada, Argelia
    conquistada con demasiada dureza y, como la India por los ingleses, con más barbarie que civilización,
    la falta de fe en Abd-el-Kader, Blaye, Deutz comprado
    [380]
    , Pritchard pagado
    [381]
    , son el hecho de su
    reinado; la política más familiar que nacional es el hecho del rey.
    Como se ve, una vez operado el descuento, la carga del rey disminuye.
    He aquí su gran culpa: fue modesto en nombre de Francia.
    ¿De dónde procede esta culpa?
    Digámoslo.
    Luis Felipe fue un rey demasiado padre; esta incubación de una familia de la que quiere hacerse una
    dinastía tiene miedo de todo y no quiere ser molestada; de ahí las timideces excesivas, que importunan al
    pueblo, que tiene el 14 de julio en su tradición civil y Austerlitz en su tradición militar.
    Por lo demás, si se hace abstracción de los deberes públicos, que quieren ser atendidos los primeros,
    esta profunda ternura de Luis Felipe por su familia su familia la merece. Este grupo doméstico era
    admirable. Las virtudes se codeaban con los talentos. Una de las hijas de Luis Felipe, María de
    Orléans
    [382]
    , ponía el nombre de su raza entre los artistas, como Carlos de Orléans lo había puesto entre
    los poetas. Ella había hecho de su alma un mármol que había llamado Juana de Aireo. Dos hijos de Luis
    Felipe habían arrancado a Metternich este elogio demagógico: «Son jóvenes como no se ven a menudo, y
    príncipes como no se ven».
    He aquí sin disimulo, pero también sin agravar nada, la verdad sobre Luis Felipe.
    Ser el príncipe igualdad, llevar en sí la contradicción de la Restauración y de la Revolución, tener
    ese lado inquietante del revolucionario que se convierte en tranquilizador en el gobernante, ésa fue la
    fortuna de Luis Felipe en 1830; nunca hubo adaptación más completa de un hombre a un acontecimiento;
    uno entró en el otro, y se realizó la encarnación. Luis Felipe es 1830 hecho hombre. Además, había para
    él esa gran designación para el trono, el exilio. Había sido proscrito, errante, pobre. Había vivido de su
    trabajo. En Suiza, este poseedor de los más ricos dominios principescos de Francia había vendido un
    viejo caballo para poder comer. En Reichenau, había dado lecciones de matemáticas mientras que su
    hermana Adelaida bordaba y cosía. Estos recuerdos mezclados con un rey entusiasmaban a la burguesía.
    Había demolido con sus propias manos la última jaula de hierro de Mont-Saint-Michel construida por
    Luis XI, y utilizada por Luis XV. Era el compañero de Dumoriez, era el amigo de Lafayette; había
    pertenecido al club de los jacobinos, Mirabeau le había dado palmaditas en la espalda; Danton le había
    dicho: «Joven!» A los veinticuatro años, en 1793, estando el señor de Chartres en el fondo de su oscuro
    aposento de la Convención, había asistido al proceso de Luis XVI, tan bien llamado «ese pobre tirano».
    La clarividencia ciega de la Revolución, rompiendo la realeza en el rey, y al rey en la realeza, sin
    observar casi al hombre en el salvaje aplastamiento de la idea, con la vasta tormenta de la asamblea
    como tribunal, y la cólera pública interrogando, Capet sin saber qué responder, la terrible y estupefacta
    vacilación de esta cabeza real bajo aquel soplo de sombra, la inocencia relativa de todos en aquella
    catástrofe, de aquellos que condenaban tanto como del que era condenado, él había contemplado todas
    estas cosas, había contemplado todos estos vértigos; había visto comparecer a los siglos ante la barra de
    la Convención; había visto, detrás de Luis XVI, a ese infortunado pasante responsable, alzándose entre
    las tinieblas, a la formidable acusada, la monarquía; y le había quedado en el alma el terror respetuoso
    de esas inmensas justicias del pueblo casi tan impersonales como la justicia de Dios.
    La huella que la Revolución había dejado en él era prodigiosa. Su recuerdo era como un sello vivo
    de esos grandes años, minuto a minuto. Un día, ante un testigo del que no podemos dudar, rectificó de
    memoria toda la letra A de la lista alfabética de la Asamblea Constituyente.
    Luis Felipe fue un rey lleno de luz. Bajo su reinado la prensa fue libre, la tribuna fue libre, la
    conciencia y la palabra fueron libres. Las leyes de septiembre
    [383] dejan pasar la luz. Aunque conocía el
    poder roedor de la luz sobre los privilegios, dejó su trono expuesto a la luz. La historia le tendrá en
    cuenta esta lealtad.
    Luis Felipe, como todos los hombres históricos que ya han salido de escena, es juzgado hoy por la
    conciencia humana. Su proceso no está aún más que en primera instancia.
    La hora en la que la historia habla con su venerable y libre acento no ha sonado aún para él; no ha
    llegado todavía el momento de pronunciar sobre este rey el juicio definitivo; el austero e ilustre
    historiador Louis Blanc ha dulcificado él mismo recientemente su primer veredicto; Luis Felipe ha sido
    el elegido por esos que se llaman los 221 y 1830; es decir, por un semiparlamento y una semirrevolución;
    y en todos los casos, desde el punto de vista superior donde debe situarse la filosofía, no podemos
    juzgarle aquí, como hemos dejado entrever más arriba, sino con ciertas reservas en nombre del principio
    democrático absoluto; a los ojos del absoluto, fuera de estos dos derechos, el derecho del hombre
    primero y el derecho del pueblo seguidamente, todo es usurpación; pero lo que podemos decir desde
    ahora, una vez hechas estas reservas, es que, en suma, y de cualquier modo que se le considere, Luis
    Felipe, aceptado como es, y desde el punto de vista de la bondad humana, permanecerá, sirviéndonos del
    viejo lenguaje de la historia antigua, como uno de los mejores príncipes que hayan pasado por un trono.
    ¿Qué hay contra él? Ese trono. Sacad al rey de Luis Felipe y queda el hombre. Y el hombre es bueno.
    Es bueno, en ocasiones hasta llegar a ser admirable. A menudo, en medio de las más graves
    preocupaciones, tras una jornada de lucha contra toda la diplomacia del continente, regresaba al
    anochecer a sus habitaciones, y allí, agotado de fatiga, abrumado de sueño, ¿qué es lo que hacía? Tomaba
    una carpeta y pasaba la noche revisando un proceso criminal, pensando que era algo resistir a Europa,
    pero que representaba mucho más arrancar un hombre al verdugo. Se obstinaba contra su guardia de
    sellos; disputaba pie a pie el terrero de la guillotina a los procuradores generales, «esos charlatanes de la
    ley», como los llamaba. Algunas veces, las carpetas llenas cubrían su mesa; las examinaba todas;
    constituía una angustia para él abandonar a aquellas miserables cabezas condenadas. Un día, manifestaba
    al mismo testigo que hemos indicado hace poco: «Esta noche, he ganado siete». Durante los primeros
    años de su reinado la pena de muerte fue como abolida, y el cadalso levantado fue como una violencia
    hecha al rey. Al haber desaparecido la Gréve, con la rama mayor, una Gréve burguesa fue instituida con
    el nombre de Barriere Saint-Jacques; los «hombres prácticos» sintieron necesidad de una guillotina casi
    legítima; y ésta fue una de las victorias de Casimir Perier, quien representaba los aspectos estrechos de la
    burguesía, sobre Luis Felipe, que representaba los aspectos liberales de la misma. Luis Felipe había
    anotado con su mano el libro de Beccaria. Después de Fieschi, exclamó: «¡Qué pena que yo no haya
    resultado, herido hubiera podido conceder gracia!» En otra ocasión, haciendo alusión a las resistencias
    de sus ministros, escribía a propósito de un condenado político
    [384]
    , que es una de las más generosas
    figuras de nuestro tiempo: «Su gracia está concedida, no me queda más que obtenerla». Luis Felipe era
    dulce como Luis IX, y bueno como Enrique IV.
    Para nosotros, en la historia en que la bondad es la perla rara, el que ha sido bueno pasa casi delante
    del que ha sido grande.
    Luis Felipe, juzgado severamente por unos y duramente tal vez por otros, es tan sencillo como un
    hombre, fantasma él mismo hoy, que ha conocido a ese rey, y viene a declarar en su nombre ante la
    historia; esta declaración, cualquiera que sea, es ante todo desinteresada; un epitafio escrito por un
    muerto es sincero; una sombra puede consolar a otra sombra; la partición de las mismas tinieblas, da
    derecho de alabanza; y es poco de temer el que se diga alguna vez de dos tumbas en el exilio: «Esta ha
    adulado a la otra».





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    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 9 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Mar 10 Dic 2024, 15:00

    ***

    IV



    GRIETAS EN LOS CIMIENTOS



    En el momento en que el drama que relatamos va a penetrar en la espesura de una de las trágicas
    nubes que cubren los principios del reinado de Luis Felipe, era preciso que no hubiera equívocos, y era
    necesario que este libro se refiriera a este rey.
    Luis Felipe había entrado en la autoridad real sin violencia, sin acción directa por su parte, por el
    hecho de un giro revolucionario, evidentemente muy distinto del objeto real de la revolución, pero en el
    cual él, duque de Orléans, no tenía ninguna iniciativa personal. Había nacido príncipe, y se creía elegido
    rey. No se había adjudicado a sí mismo este mandato; tampoco se lo había tomado; se lo ofrecieron, y él
    lo había aceptado; convencido, equivocadamente, es cierto, pero convencido de que el ofrecimiento se
    hacía según el derecho y la aceptación según el deber. De ahí una posesión de buena fe. Pero, lo
    declaramos con toda conciencia, estando Luis Felipe de buena fe en su posesión, y la democracia en su
    ataque, la cantidad de terror que se desprende de las luchas sociales no grava ni al rey ni a la
    democracia. Un choque de principios se parece a un choque de elementos. El océano defiende al agua, el
    huracán defiende al viento; el rey defiende a la realeza, y la democracia defiende al pueblo; lo relativo,
    que es la monarquía, resiste a lo absoluto que es la república; la sociedad sangra bajo este conflicto, pero
    lo que hoy es su sufrimiento será mañana su salud; y, en cualquier caso, no hay por qué censurar aquí a
    los que luchan; una de las dos partes evidentemente se engaña; el derecho no está, como el coloso de
    Rodas, en dos orillas a la vez, con un pie en la república y un pie en la realeza; es indivisible, y todo de
    un lado; pero los que se engañan, se engañan sinceramente; un ciego no es más culpable que bandido lo es
    un insurgente de la Vendée. No imputemos, pues, más que a la fatalidad de las cosas estas temibles
    colisiones. Cualesquiera que sean estas tempestades, la irresponsabilidad humana está mezclada en ellas.
    Acabemos esta exposición.
    El Gobierno de 1830 se enfrentó en seguida con una vida dura. Naciendo ayer, debió combatir hoy.
    Apenas instalado, sentía ya por todas partes vagos movimientos de tracción sobre el aparato de julio,
    tan recientemente colocado y tan poco sólido aún.
    La resistencia nació al día siguiente; tal vez incluso había nacido la víspera.
    De mes en mes la hostilidad creció, y de sorda se convirtió en hecho patente.
    La Revolución de julio, poco aceptada fuera de Francia por los reyes, lo hemos expresado ya, había
    sido en Francia interpretada diversamente.
    Dios entrega a los hombres voluntades visibles en los acontecimientos, texto oscuro, escrito en una
    lengua misteriosa. Los hombres hacen en seguida traducciones; traducciones apresuradas, incorrectas,
    llenas de faltas, de lagunas y de contrasentidos. Muy pocos espíritus comprenden la lengua divina. Los
    más sagaces, los más tranquilos, los más profundos, descifran lentamente, y cuando llegan con su texto, la
    tarea está realizada desde hace largo tiempo, hay ya veinte traducciones sobre la plaza pública. De cada
    traducción nace un partido y de cada contrasentido una facción; y cada partido cree poseer el único texto
    verdadero, y cada facción cree poseer la luz.
    A menudo el mismo poder es una facción.
    En las revoluciones hay nadadores a contracorriente; son los viejos partidos.
    Para los viejos partidos que se unen a la herencia por la gracia de Dios, y al haber salido las
    revoluciones del derecho de revuelta, tienen derecho de revuelta contra ellas. Error. Pues en las
    revoluciones el revoltoso no es el pueblo, es el rey. Revolución es precisamente lo contrario de revuelta.
    Toda revolución, al ser un cumplimiento normal, contiene en sí su legitimidad, que falsos revolucionarios
    deshonran a veces, pero que persiste, incluso manchada, que sobrevive, incluso ensangrentada. Las
    revoluciones salen, no de un accidente, sino de la necesidad. Una revolución es el regreso de lo ficticio a
    lo real. Es porque es preciso que sea.
    Los viejos partidos legitimistas no asaltan menos a la revolución de 1830 con todas las violencias
    que brotan del falso razonamiento. Los errores son excelentes proyectiles. La golpean sabiamente allí
    donde es más vulnerable, en su falta de coraza, en su falta de lógica; atacan a esta revolución en su
    realeza. Le gritan: «Revolución, ¿por qué este rey?» Las facciones son ciegos que ven justo.
    Este grito lo lanzaban igualmente los republicanos. Pero viniendo de ellos, este grito era lógico. Lo
    que era ceguera en los legitimistas, era clarividencia en los demócratas. 1830 había provocado la
    bancarrota del pueblo. La democracia indignada se lo reprochaba.
    Entre el ataque del pasado y el ataque del porvenir, el establecimiento de julio se debatía.
    Además, al convertirse la revolución en monarquía, 1830 estaba obligado a adoptar el paso de
    Europa. Guardar la paz, aumento de complicación. Una armonía querida a contrasentido es a menudo más
    onerosa que una guerra. De este sordo conflicto, siempre amordazado, pero siempre rugiente, nació la
    paz armada, ese ruinoso expediente de la civilización sospechosa a sí misma. La realeza de julio montaba
    en cólera, a pesar de que la tuvo en el atalaje de los gabinetes europeos. Metternich le hubiera puesto de
    buena gana el ronzal. Empujada en Francia por el progreso, empujaba en Europa a las monarquías
    retrógradas. Remolcada, remolcaba.
    No obstante, en el interior, pauperismo, proletariado, salario, educación, penalidad, prostitución,
    derecho de la mujer, riqueza, miseria, producción, consumo, repartición, cambio, moneda, crédito,
    derecho de capital, derecho de trabajo, todas estas cuestiones se multiplicaban por encima de la
    sociedad; peso terrible.
    Aparte los partidos políticos propiamente dichos, se manifestaba otro movimiento. A la fermentación
    democrática respondía la fermentación filosófica. La élite se sentía turbada como la multitud; de otra
    manera, pero tanto como ella.
    Los pensadores meditaban, mientras que el suelo, es decir, el pueblo, atravesado por corrientes
    revolucionarias, temblaba bajo las mismas con no sé qué vagas sacudidas epilépticas. Esos soñadores,
    aislados los unos, reunidos los otros en familias, casi en comuniones, removían las cuestiones sociales,
    pacífica pero profundamente; mineros impasibles, que abrían tranquilamente sus galerías en las
    profundidades de un volcán, molestados apenas por las conmociones sordas y los hornos entrevistos.
    Esa tranquilidad no era el espectáculo menos hermoso de esa época agitada.

    Esos hombres dejaban a los partidos políticos la cuestión de los derechos; se ocupaban de la cuestión
    de la felicidad.
    El bienestar del hombre, esto es lo que querían extraer de la sociedad.
    Elevaban las cuestiones materiales, las cuestiones de agricultura, de industria, de comercio, casi a la
    dignidad de una religión. En la civilización, tal como se hace, un poco por Dios, mucho por el hombre,
    los intereses se combinan, se agregan, se amalgaman de manera capaz de formar una verdadera roca dura,
    según una ley dinámica pacientemente estudiada por los economistas, esos geólogos de la política.
    Estos hombres que se agrupaban bajo apelaciones distintas, pero que pueden ser designados todos
    bajo el título genérico de socialistas, procuraban agujerear dicha roca y hacer brotar de ella las aguas
    vivas de la felicidad humana.
    Desde la cuestión del cadalso hasta la cuestión de la guerra, sus trabajos lo abarcaban todo. Al
    derecho del hombre, proclamado por la Revolución francesa, añadían el derecho de la mujer y el derecho
    del niño.
    No nos sorprenderemos de que, por diversas razones, no tratemos aquí a fondo, desde el punto de
    vista teórico, las cuestiones promovidas por el socialismo. Nos limitamos a señalarlas.
    Todos los problemas que se proponían los socialistas, las visiones cosmogónicas, dejados aparte el
    ensueño y el misticismo, pueden ser elevadas a dos problemas principales.
    Primer problema: producir la riqueza.
    Segundo problema: repartirla.
    El primer problema contiene la cuestión del trabajo.
    El segundo contiene la cuestión del salario.
    En el primer problema se trata del empleo de las fuerzas.
    En el segundo de la distribución de los goces.
    Del buen empleo de las fuerzas resulta la felicidad individual.
    Por buena distribución es preciso entender no distribución igual sino distribución equitativa. La
    primera igualdad es la equidad.
    De estas dos cosas combinadas, poder público por fuera, y felicidad individual por dentro, resulta la
    prosperidad social.
    Prosperidad social significa el hombre feliz, el ciudadano libre, la nación grande.
    Inglaterra resuelve el primero de estos problemas. Crea admirablemente la riqueza; la reparte mal.
    Esta solución, que no es completa más que por un lado, la lleva fatalmente a dos extremos: opulencia
    monstruosa y miseria monstruosa. Todos los goces para algunos, todas las privaciones para los otros, es
    decir, el pueblo; el privilegio, la excepción, el monopolio, el feudalismo, nacen del trabajo mismo.
    Situación falsa y peligrosa que asienta el poder público sobre la miseria privada y que enraíza la
    grandeza del Estado en los sufrimientos del individuo. Grandeza mal compuesta, en la que se combinan
    todos los elementos materiales y en la cual no entra ningún elemento moral.
    El comunismo y la ley agraria creen resolver el segundo problema. Se engañan. Su repartición mata la
    producción. La partición igual anula la emulación. Y, por consiguiente, el trabajo. Es un reparto hecho
    por el carnicero, que mata lo que reparte. Es, pues, imposible detenerse en estas pretendidas soluciones.
    Matar la riqueza no es repartirla.
    Los dos problemas requieren ser resueltos juntos para quedar bien resueltos. Las dos soluciones han
    de ser combinadas y no hacer de ellas más que una.
    No resolváis más que el primer problema y seréis Venecia, seréis Inglaterra. Tendréis como Venecia
    un poderío artificial, o como Inglaterra un poder material; seréis el mal rico. Pereceréis por la violencia,
    como ha muerto Venecia, o por una bancarrota, como caerá Inglaterra. Y el mundo os dejará morir y caer,
    porque el mundo deja caer y morir todo lo que no es más que egoísmo, todo lo que no representa para el
    género humano una virtud o una idea.
    Queda bien entendido aquí que con estas palabras, Venecia, Inglaterra, designamos, no a los pueblos,
    sino a las construcciones sociales; las oligarquías superpuestas a las naciones, y no las naciones mismas.
    Las naciones cuentan siempre con nuestro respeto y nuestra simpatía. Venecia, pueblo, renacerá;
    Inglaterra, aristocracia, caerá, pero Inglaterra, nación, es inmortal. Dicho esto, proseguimos.
    Resolved los dos problemas, estimulad al rico y proteged al pobre, suprimid la miseria, poned un
    término a la explotación injusta del débil por el fuerte, poned un freno a los celos inicuos de los que están
    en camino en contra de los que han llegado; ajustad matemática y fraternalmente el salario al trabajo,
    acompañad con la enseñanza gratuita y obligatoria el crecimiento de la infancia y haced de la ciencia la
    base de la virilidad, desarrollad las inteligencias mientras os ocupáis de los brazos, sed a la vez un
    pueblo poderoso y una familia de hombres felices, democratizad la propiedad, no aboliéndola, sino
    universalizándola, de manera que todo ciudadano, sin excepción, sea propietario, cosa más fácil de lo
    que se cree; en dos palabras, aprended a producir la riqueza y aprended a repartirla, y tendréis
    conjuntamente la grandeza material y la grandeza moral, y seréis dignos de llamaros Francia.
    Esto es, dejando de lado lo que proclamaban algunas sectas extraviadas, lo que decía el socialismo;
    esto es lo que buscaba en los hechos, esto es lo que esbozaba en los espíritus.
    ¡Esfuerzos admirables! ¡Tentativas sagradas!
    Estas doctrinas, estas teorías, estas resistencias, la necesidad inesperada para el hombre de Estado de
    contar con los filósofos, confusas evidencias entrevistas, una política nueva que crear, de acuerdo con el
    viejo mundo, sin demasiado desacuerdo con el ideal revolucionario, una situación en la cual era preciso
    emplear a Lafayette para defender a Polignac, la intuición del progreso transparente bajo la sublevación,
    las cámaras y la calle, las competiciones a equilibrar a su alrededor, su fe en la revolución, tal vez no sé
    qué resignación eventual nacida de la vaga aceptación de un derecho definitivo y superior, su voluntad de
    permanecer de su raza, su espíritu de familia, su sincero respeto al pueblo, su propia honestidad
    preocupaban a Luis Felipe casi dolorosamente, y por momentos, por fuerte y valeroso que fuese, lo
    abrumaban bajo la dificultad de ser rey.
    Sentía bajo sus pies una disgregación temible, que no era, sin embargo, una reducción a polvo, siendo
    Francia más Francia que nunca.
    Tenebrosos amontonamientos cubrían el horizonte. Una sombra extraña, avanzando gradualmente, se
    extendía poco a poco sobre los hombres, sobre las cosas, sobre las ideas; sombra que procedía de las
    cóleras y de los sistemas. Todo lo que había sido ahogado apresuradamente, se removía y fermentaba. A
    veces, la conciencia del hombre honesto recobraba su respiración; tanto malestar había en el aire, donde
    los sofismas se mezclaban a las verdades. Los espíritus temblaban en la ansiedad social como las hojas
    al acercarse una tempestad. La tensión eléctrica era tal que en algunos instantes, el primer llegado, un
    desconocido, relampagueaba. Luego la oscuridad crepuscular caía de nuevo. A intervalos, profundos y
    sordos rugidos permitían formar un juicio sobre la cantidad de rayos que había en la nube.
    Apenas habían transcurrido veinte meses desde la Revolución de julio, y el año 1832 se había abierto
    con un aspecto de inminencia y de amenaza. La miseria del pueblo, los trabajadores sin pan, el último
    príncipe de Conde desaparecido en las tinieblas, Bruselas expulsando a los Nassau, como París a los
    Borbones, Bélgica ofreciéndose a un príncipe francés, y dada a un príncipe inglés, el odio ruso de
    Nicolás, detrás de nosotros, dos demonios del Mediodía, Fernando en España, Miguel en Portugal, la
    tierra temblando en Italia, Metternich extendiendo la mano sobre Bolonia, Francia atropellando a Austria
    en Ancona, al norte, un siniestro ruido de martillo, clavando a Polonia en su féretro, en toda Europa
    miradas irritadas vigilando a Francia, Inglaterra aliada sospechosa, preparada a empujar lo que se
    inclinase y a lanzarse sobre lo que cayese, la Cámara alta abrigándose detrás de Beccaria para negar
    cuatro cabezas a la ley, las flores de lis borradas sobre la carroza del rey, la cruz arrancada de NotreDame, Lafayette disminuido, Laffitte arruinado, Benjamin Constant muerto en la indigencia, Casimir
    Perier muerto en el agotamiento del poder; la enfermedad política y la enfermedad social se declaran a la
    vez en las dos capitales del reino, la ciudad del pensamiento y la ciudad del trabajo; en París, la guerra
    civil; en Lyon, la guerra servil; en las dos ciudades el mismo resplandor de hoguera; una púrpura de
    cráter en la frente del pueblo; el Mediodía fanatizado, el oeste turbado, la duquesa de Berry en la Vendée,
    los complots, las conspiraciones, los levantamientos y el cólera añadían al sombrío rumor de las ideas el
    sombrío tumulto de los acontecimientos.





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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 9 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Miér 11 Dic 2024, 20:04

    ***
    HECHOS DE LOS QUE LA HISTORIA SURGE Y QUE LA HISTORIA IGNORA




    Hacia finales de abril todo se había agravado. La fermentación sucedía a la efervescencia. Desde
    1830 había habido aquí y allá pequeños motines parciales, comprimidos rápidamente, pero renaciendo,
    signo de una vasta conflagración subyacente. Algo terrible se incubaba. Se entreveían las alineaciones,
    aún poco distintas y mal iluminadas, de una revolución posible. Francia contemplaba París; París
    contemplaba el faubourg de Saint-Antoine.
    El barrio Saint-Antoine, calentado sordamente, entraba en ebullición.
    Las tabernas de la calle de Charonne eran, aunque la conjugación de estos dos epítetos parece
    singular aplicada a tabernas, graves y tempestuosas.
    Se discutía públicamente, para batirse o para quedar tranquilos. Había trastiendas en donde se hacía
    jurar a los obreros que «se echarían a la calle al primer grito de alarma, y que lucharían sin contar el
    número de enemigos». Una vez tomada la palabra, un hombre sentado en un rincón de la taberna, «sacaba
    una voz sonora» y decía: «¿Lo entiendes? ¡Lo has jurado!» Algunas veces subían al primer piso, a una
    habitación cerrada, y allí se desarrollaban escenas casi masónicas. Se hacía prestar juramento al
    iniciado, para más seguridad, así como a los padres de familia. Era la fórmula.
    En las salas bajas, se leían folletos «subversivos». «Despreciaban al Gobierno», según relata un
    informe secreto de la época.
    Se oían palabras como estas: «No sé los nombres de los jefes. Nosotros no sabemos el día hasta dos
    horas antes». Un obrero decía: «Somos trescientos, pongamos cada uno diez sueldos y dispondremos de
    ciento cincuenta francos para fabricar balas y pólvora». Otro decía: «No pido seis meses, ni siquiera
    dos. Antes de quince días podremos enfrentarnos al Gobierno. Con veinticinco mil hombres podemos
    plantar cara». Otro decía: «No me acuesto, porque por la noche fabrico cartuchos». De vez en cuando,
    los hombres «vestidos con trajes burgueses» venían, «dándose importancia», y con aire de «mandar»
    daban apretones de manos a los más importantes y se marchaban! No se quedaban nunca más de diez
    minutos. En voz baja, se cambiaban frases significativas: «El complot está maduro, la cosa está
    colmada». «Era zumbado por todos los que estaban allí», adoptando la propia expresión de uno de los
    asistentes. La exaltación era tal que un día, en una taberna, un obrero gritó: «¡No tenemos armas!» Uno de
    sus compañeros respondió: «¡Los soldados tienen!», parodiando así, sin sospecharlo, la proclama de
    Bonaparte al ejército de Italia. «Cuando tenían algo muy secreto —dice un informe—, no se lo
    comunicaban allí». No se comprende muy bien lo que podían ocultar, después de haber dicho lo que
    decían.
    Las reuniones eran algunas veces periódicas. En algunas de ellas no eran nunca más de ocho o diez, y
    siempre los mismos. En otras, entraba quien quería, y la sala se hallaba tan llena que se veían obligados a
    permanecer de pie. Unos se encontraban allí por entusiasmo y pasión, otros porque era su camino para ir
    al trabajo. Como en la Revolución, había en tales tabernas mujeres patriotas que abrazaban a los recién
    llegados.
    Otros hechos expresivos tenían lugar.
    Un hombre entraba en una taberna, bebía y salía diciendo: «Comerciante de vino, lo que debo será
    pagado por la Revolución».
    En casa de un tabernero, frente a la calle de Charonne, se elegían agentes revolucionarios. El
    escrutinio se hacía utilizando las gorras.
    En casa de un maestro de esgrima que daba asaltos en la calle de la Cotte, se reunían los obreros.
    Había allí un trofeo de armas formado por espadones de madera, estoques, bastones y floretes. Un día
    desenvainaron los floretes. Un obrero decía: «Somos veinticinco, pero yo valgo por una máquina». Esta
    máquina fue más tarde Quénisset.
    Las cosas diversas que se premeditaban tomaban poco a poco una extraña notoriedad. Una mujer, al
    barrer su puerta, decía a otra mujer: «Desde hace mucho tiempo están trabajando, haciendo cartuchos».
    En plena calle leíanse las proclamas dirigidas a los guardias nacionales de los departamentos. Una de
    estas proclamas estaba firmada por Burtot, comerciante de vino.
    Un día, en la puerta de un licorista del mercado Lenoir, un hombre con barba a modo de collar y el
    acento italiano subíase a un poste y leía en voz alta un escrito singular, que parecía emanar de un poder
    oculto. A su alrededor se habían formado algunos grupos y aplaudían. Los pasajes que más conmovían a
    la multitud han sido recogidos y anotados: «… Nuestras doctrinas están trabadas, nuestras proclamas
    están rotas, nuestros carteleros son vigilados y encerrados en la prisión…» «El desastre que acaba de
    tener lugar en…» «… El porvenir de los pueblos se elabora en nuestras hileras oscuras». «He aquí los
    términos planteados: acción o reacción, revolución o contrarrevolución. Pues en nuestra época, ya no se
    cree en la inercia ni en la inmovilidad. Por el pueblo o contra el pueblo es la cuestión. No hay otra». «El
    día en que no convengamos, anuladnos, pero hasta entonces, ayudadnos a andar». Todo esto en pleno día.
    Otros hechos más audaces aún eran sospechosos al pueblo a causa de su misma audacia. El 4 de abril
    de 1832, un transeúnte subió al poste que está en la esquina de la calle Sainte-Marguerite
    [385]
    , y gritó:
    «¡Yo soy babouviste!». Pero bajo Babeuf el pueblo olía Gisquet
    [386]
    .
    Entre otras cosas, este transeúnte decía:
    —¡Abajo la propiedad! La oposición de izquierdas es cobarde y traidora. Cuando quiere tener razón
    predica la revolución. Es demócrata para no ser batida, y realista para no combatir. Los republicanos son
    bestias con plumas. Desconfiad de los republicanos, ciudadanos trabajadores.
    —¡Silencio, ciudadano soplón! —gritó un obrero.
    Esto puso fin al discurso.
    Se producían incidentes misteriosos.
    A la caída del día, un obrero encontraba cerca del canal a «un hombre bien vestido», el cual le decía:
    —¿Adónde vas, ciudadano?
    —Señor —respondía el obrero—, no tengo el honor de conoceros.
    —Pero yo te conozco muy bien. —Y el hombre añadía—: No temas. Soy agente del comité.
    Sospechan que no estás muy seguro. Debes saber que si revelas alguna cosa, hay unos ojos fijos en ti.
    Luego daba al obrero un apretón de manos y se marchaba diciendo:
    —Nos veremos pronto.
    La policía, en su acechos, recogía, no solamente en las tabernas, sino también en la calle, diálogos
    singulares:
    —Hazte aceptar deprisa —decía un tejedor a un ebanista.
    —¿Por qué?
    —Hay que hacer un disparo.
    Dos transeúntes, vestidos de harapos, pronunciaban estas palabras notables, aparentemente
    revolucionarias:
    —¿Quién nos gobierna?
    —Es el señor Felipe.
    —No, es la burguesía.
    Se engañaría quien creyese que tomamos la palabra revolución por su lado malo. Los revolucionarios
    eran los pobres. Pues los que tienen hambre tienen derecho.
    En otra ocasión pudo oírse que, al pasar, un hombre decía a otro: «Tenemos un buen plan de ataque».
    De una conversación íntima entré cuatro hombres acurrucados en un foso de la barrera del Troné, no
    se pudo captar más que esto:
    —Se hará lo posible para que no se pasee ya más por París.
    ¿Quién? Oscuridad amenazadora.
    «Los jefes principales», como se decía en el barrio, se mantenían apartados. Se creía que se reunían,
    para deliberar, en una taberna cerca de la punta de Saint-Eustache. Un tal Aug…, jefe de la Sociedad de
    socorro para los sastres, en la calle Mondétour, al parecer servía de intermediario central entre los jefes
    y el barrio Saint-Antoine. Sin embargo, siempre estuvieron envueltos en sombras estos jefes, y ningún
    hecho cierto pudo invalidar el singular orgullo de esta respuesta, dada más tarde por un acusado ante el
    tribunal de los Pares:
    —¿Quién era vuestro jefe?n

    —No lo conocía, y no lo reconocía.
    Aún no eran más que palabras, transparentes pero vagas; algunas veces, propósitos en el aire. Otros
    indicios sobrevenían.
    Un carpintero, ocupado en la calle de Reuilly en clavar las planchas de una empalizada alrededor de
    un terreno en el que se levantaba una casa en construcción, encontró en este terreno un fragmento de carta,
    donde eran aún legibles estas líneas:
    «… Es preciso que el comité tome medidas para impedir el reclutamiento en las secciones, para las
    diferentes sociedades…»
    Y en una postdata:
    «Nos hemos enterado de que había fusiles en la calle del Faubourg-Poissonniére, número 5, bis, en
    cantidad de cinco o seis mil, en casa de un armero, en un patio. La sección no posee arma alguna».
    Esto hizo que el carpintero mostrara el trozo de carta a sus vecinos, porque unos pasos más lejos
    recogió otro papel igualmente rasgado, y más significativo aún, del cual reproducimos su configuración a
    causa del interés histórico de estos extraños documentos:
    Aprended esta lista de memoria. Luego la romperéis. Los hombres admitidos harán lo mismo una vez
    les hayáis trasmitido órdenes.
    Salud y fraternidad.
    L.
    U og a fe.
    Las personas que entonces estuvieron en el secreto de este hallazgo no supieron hasta más tarde el
    doble sentido de estas cuatro mayúsculas, y el sentido de estas letras: u og a fe, que era una fecha y que
    quería decir «este 15 de abril de 1832». Bajo cada mayúscula estaban inscritos los nombres seguidos de
    indicaciones muy características. Así: «Q. Bannerel. 8 fusiles. 83 cartuchos. Hombre seguro. -C.
    Boubiére. 1 pistola. 40 cartuchos. -D. Rollet. 1 florete. 1 pistola. 1 libra de pólvora. -E. Teissier. 1 sable.
    1 cartuchera. Exacto. -Terror. 8 fusiles. Valeroso», etc.
    Por fin, el carpintero encontró en el mismo cercado un tercer pedazo de papel en el cual estaba
    escrita con lápiz, pero legible, esta especie de lista enigmática:
    Unidad. Blanchard. Árbol-seco. 6.
    Barra. Soize. Salle-au-Comte.
    Kosciusko. ¿Aubry el carnicero?
    J. J. R.
    Cayo Graco.
    Derecho de revisión. Dufond. Horno.
    Caída de los Girondinos. Derbac. Maubuée.
    Washington. Pinson. 1 pist. 86 cart.
    Marsellesa.
    Recuerdo del pueblo. Michel. Quincampoix. Sable.
    Hoche.
    Marceau. Platón. Árbol-seco.
    Varsovia. Tilly, del Populaire
    [387]
    El honesto burgués en las manos del cual cayó esta lista supo su significación. Parece ser que esta
    lista era la nomenclatura completa de las secciones del barrio cuarto de la Sociedad de los Derechos del
    Hombre, con los nombres y los domicilios de los jefes de sección. Hoy, que todos estos hechos que
    yacían en la sombra, no son ya más que historia, podemos publicarlos. Es preciso añadir que la fundación
    de la Sociedad de los Derechos del Hombre parece haber sido posterior a la fecha en que fue encontrado
    este papel. Tal vez no era más que un esbozo.
    Sin embargo, tras los propósitos y las palabras, tras lo escrito, empiezan a tomar cuerpo los hechos
    materiales.
    En la calle Popincourt, en casa de un comerciante de baratillo, se encontraron en el cajón de una
    cómoda siete hojas de papel gris, dobladas en cuatro; estas hojas cubrían veintiséis cuadrados del mismo
    papel gris, doblados en forma de cartucho, y una carta en la que se leía esto:
    Pólvora….12 onzas
    Azufre…….2 onzas
    Carbón……2 onzas y media
    Agua………2 onzas
    El atestado correspondiente consignaba que el cajón exhalaba un fuerte olor a pólvora.









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    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 9 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Miér 11 Dic 2024, 20:06

    ***

    Un albañil, al regresar al final de su jornada, olvidó un paquetito en un banco cerca del puente de
    Austerlitz. Este paquete fue llevado al cuerpo de guardia. Lo abrieron y encontraron dos diálogos
    impresos, firmados por un tal Lahautiére, una canción titulada Obreros, asociaos y una caja de latón llena
    de cartuchos.
    Un obrero, bebiendo con un compañero, le hizo palpar el calor que sentía; el otro notó una pistola
    bajo su chaqueta.
    En un foso sobre el bulevar, entre el Pére-Lachaise y la barrera del Troné, en el lugar más desierto,
    unos niños, jugando, descubrieron sobre un montón de basuras un saco que contenía un molde de balas, un
    taladro de madera para hacer cartuchos, una cajita en la que había granos de pólvora de caza y una
    pequeña marmita de fundición, en cuyo interior se apreciaban rastros evidentes de plomo fundido.
    Agentes de policía que penetraron de improviso a las cinco de la madrugada en casa de un tal Pardon,
    que fue más tarde seccionado de la sección Barricade-Merry y murió en la insurrección de abril de 1834,
    le encontraron en pie, cerca de su cama, sosteniendo en la mano unos cartuchos que estaba haciendo.
    Hacia la hora en que los obreros descansan, se observó el encuentro de dos hombres en la barrera
    Picpus y la barrera Charenton, en un pequeño camino de ronda entre dos muros, cerca de un tabernero que
    tiene un juego de Siam ante su puerta. Uno sacó de la parte baja de su blusa una pistola y se la entregó al
    otro. En ese momento advirtió que la transpiración de su pecho había humedecido la pólvora, por lo cual
    añadió pólvora al depósito. Luego, los dos hombres se separaban.
    Un tal Gallais, muerto más tarde en la calle Beaubourg en el asunto de abril, se envanecía de tener en
    su casa setecientos cartuchos y veinticuatro piedras de fusil.
    El Gobierno recibió un día el aviso de que acababan de ser distribuidas armas en el barrio, así como
    doscientos mil cartuchos. La semana siguiente fueron distribuidos treinta mil cartuchos. Cosa notable, la
    policía no pudo coger ninguno. Una carta interceptada decía: «No está lejos el día en que en cuatro horas
    de reloj ochenta mil patriotas estarán bajo las armas».
    Toda esta fermentación era pública, casi podría decirse tranquila. La insurrección inminente disponía
    su tempestad con calma, en las narices del Gobierno. Ninguna singularidad faltaba a esta crisis aún
    subterránea, pero ya perceptible. Los burgueses hablaban tranquilamente a los obreros de lo que se
    preparaba. Se decía: «¿Cómo va el motín?», con el tono con que hubieran preguntado: «¿Cómo está
    vuestra mujer?»
    Un comerciante de muebles de la calle Moreau preguntaba:
    —Y bien, ¿cuándo atacáis?
    Otro tendero decía:
    —Se atacará pronto. Lo sé. Hace un mes erais quince mil, ahora sois veinticinco mil. —Ofrecía su
    fusil, y un vecino ofrecía una pequeña pistola que quería vender por siete francos.
    Por lo demás, la fiebre revolucionaria aumentaba. Ningún punto de París ni de Francia quedaba
    excluido de ella. La arteria latía por todas partes. Como esas membranas que nacen de ciertas
    inflamaciones y se forman en el cuerpo humano, la red de las sociedades secretas empezaba a extenderse
    por el país. De la asociación de los Amigos del Pueblo, pública y secreta a la vez, nacía la Sociedad de
    los Derechos del Hombre, que fechaba así una de las órdenes del día: «Pluvioso, año 40 de la era
    republicana», y que sobreviviría, incluso a las detenciones del tribunal, que pronunciaba su disolución, y
    que no dudaba en dar a sus secciones nombres significativos, como estos:
    Picas.
    Rebato.
    Cañón de alarma.
    Gorro frigio.
    21 de enero.
    Indigentes.
    Truhanes.
    Marcha hacia delante.
    Robespierre.
    Nivel.
    Esto marchará.
    La Sociedad de los Derechos del Hombre engendraba la Sociedad de Acción. Eran los impacientes
    los que se separaban y corrían hacia delante. Otras asociaciones trataban de reclutarse en las grandes
    sociedades madres. Los seccionarios se quejaban de ser importunados. Así, la sociedad Gala y el Comité
    organizador de las municipalidades. Así las asociaciones por la libertad de prensa, por la libertad
    individual, por la instrucción del pueblo, contra los impuestos indirectos. Luego, la Sociedad de los
    Obreros Igualitarios, que se dividía en tres fracciones, los Igualitarios, los Comunistas, los Reformistas.
    Luego, el Ejército de las Bastillas, una especie de cohorte organizada militarmente, cuatro hombres
    mandados por un cabo, diez por un sargento, veinte por un lugarteniente, cuarenta por un teniente; no
    había nunca más de cinco hombres que se conocieran. Creación en la que la precaución está combinada
    con la audacia y que parece llevar el sello del genio de Venecia. El comité central, que era la cabeza,
    tenía dos brazos, la Sociedad de Acción y el Ejército de las Bastillas. Una asociación legitimista, los
    Caballeros de la Fidelidad, se movía entre estas afiliaciones republicanas. Estaba denunciada y
    repudiada.
    Las sociedades parisienses se ramificaban en las principales ciudades. Lyon, Nantes, Lille y Marsella
    tenían su Sociedad de los Derechos del Hombre, la Charbonniére, los Hombres Libres. Aix tenía una
    sociedad revolucionaria a la que llamaban la Cougourde. Hemos pronunciado ya esta palabra.
    En París, el barrio Saint-Marceau no estaba mucho menos zumbador que el barrio Saint-Antoine, y
    las escuelas no menos conmovidas que los barrios. Un café de la calle Saint-Hyacinthe y el cafetín Siete
    Billares, en la calle de Mathurins-Saint-Jacques, servían de lugares de reunión de los estudiantes. La
    sociedad de los Amigos del A B C, afiliada a los mutualistas de Angers y a la Cougourde de Aix, se
    reunía, como se ha visto antes, en el Café Musain. Estos mismos jóvenes se encontraban también, lo
    hemos referido ya, en un restaurante taberna cerca de la calle Mondétour que se llamaba Corinthe. Tales
    reuniones eran secretas. Otras eran tan públicas como era posible, y es posible juzgar sobre tales
    audacias por este fragmento de un interrogatorio de los procesos ulteriores: «¿Dónde tuvo lugar esa
    reunión?» «En la calle de la Paix». «¿En casa de quién?» «En la calle». «¿Qué secciones estaban allí?»
    «Una sola». «¿Cuál?» «La sección Manuel». «¿Quién era el jefe?» «Yo». «Sois demasiado joven para
    haber tomado solo la grave decisión de atacar al Gobierno. ¿De dónde procedían las instrucciones?»
    «Del comité central».
    El ejército estaba minado al mismo tiempo que la población, como lo probaron más tarde los
    movimientos de Belfort, de Lunévi-lle y de Epinal. Se contaba con el 52.° regimiento, con el Quinto, con
    el Octavo, con el Treinta y con el Siete ligero. En Borgoña, y en las ciudades del Mediodía, se plantaba
    el árbol de la libertad, es decir, un mástil con un gorro rojo en su extremo.
    Tal era la situación.
    Esta situación, en el barrio Saint-Antoine más que en cualquier otro grupo de población, como hemos
    indicado ya al principio, estaba más acentuada. Ahí se encontraba el punto central.
    Ese viejo barrio, poblado como un hormiguero, trabajador, valeroso y colérico como una colmena, se
    estremecía en la espera y en el deseo de una conmoción. Todo se agitaba en él, sin que por ello fuera
    interrumpido el trabajo. Nada podría dar idea de esa fisonomía viva y sombría. Existen en ese barrio
    punzantes miserias escondidas bajo los techos de las buhardillas; hay en él también inteligencias
    ardientes y raras. Es especialmente en cuestión de miseria y de inteligencia cuando resulta peligroso que
    los extremos se toquen.
    El barrio Saint-Antoine tenía aún otras causas de estremecimiento; pues recibe los golpes de las
    crisis comerciales, de las quiebras, de las huelgas, de los paros forzosos, inherentes a las grandes
    conmociones políticas. En tiempo de revolución, la miseria es a la vez causa y efecto. El golpe que
    descarga lo recibe. Esta población, llena de virtud orgullosa, capaz del más alto punto calórico latente,
    siempre dispuesta a los hechos de armas, pronta a las explosiones, irritada y profunda, minada, parece no
    esperar otra cosa que la caída de una chispa. En todas las ocasiones en que ciertas chispas flotan sobre el
    horizonte, empujadas por el viento de los acontecimientos, no es posible dejar de pensar en el barrio
    Saint-Antoine y en el temible azar que ha colocado a las puertas de París este polvorín de sufrimientos y
    de ideas.
    Las tabernas del «faubourg Antoine», que se han mencionado más de una vez en el esbozo que
    acabamos de leer, tienen una notoriedad histórica. En tiempos de perturbaciones, se emborrachan en ellas
    de palabras más que de vino. Una especie de espíritu profético y un efluvio del porvenir circulan en
    ellas, hinchando los corazones y engrandeciendo las almas. Las tabernas del barrio de Saint-Antoine se
    parecen a las del Monte Aventino, construidas sobre el antro de la Sibila, y comunicando con los
    profundos alientos sagrados; tabernas cuyas mesas eran casi trípodes, y donde se bebía lo que Ennio
    [388]
    llama el vino sibilino.
    El barrio Saint-Antoine es un depósito de gente. La conmoción revolucionaria produce fisuras por las
    que discurre la soberanía popular. Esta soberanía puede obrar mal; se engaña, como cualquier otra; pero
    incluso errada es grande. Puede decirse de ella, como del cíclope ciego, Ingerís
    [389]
    .
    En el 93, tanto si la idea que flotaba era buena o mala, tanto si era el día del fanatismo o del
    entusiasmo, partían del barrio de Saint-Antoine, tan pronto legiones salvajes como bandas heroicas.
    Salvajes. Definamos esta palabra. Estos hombres erizados, que en los días genésicos del caos
    revolucionario, harapientos, feroces, con las mazas levantadas, la pica alta, se lanzaban sobre el viejo
    París trastornado, ¿qué querían? Querían el fin de las opresiones, el fin de las tiranías, el fin de las
    guerras, trabajo para el hombre, instrucción para el niño, dulzura social para la mujer, libertad, igualdad,
    fraternidad, el pan para todos, la idea para todos, la conversión del mundo en edén, el progreso; y esta
    cosa sana, buena y dulce, el progreso, la reclamaban terribles, semidesnudos, con la maza en la mano y el
    rugido en la boca. Eran los salvajes, sí, pero los salvajes de la civilización.
    Proclamaban con furia el derecho; querían, aunque fuera por medio del temblor y el terror, forzar al
    género humano al paraíso. Parecían bárbaros y eran salvadores. Reclamaban la luz con la máscara de la
    noche.
    A la vista de estos hombres, feroces, convenimos en ello, y terribles, pero feroces y terribles en pro
    del bien, hay otros hombres sonrientes, con bordados, dorados, llenos de cintas, constelados, con medias
    de seda, con plumas blancas, con guantes amarillos, con zapatos brillantes, los cuales, acodados sobre
    una mesa de terciopelo, junto a una chimenea de mármol, insisten suavemente en pro del mantenimiento y
    la conservación del pasado, de la Edad Media, del derecho divino, del fanatismo, de la ignorancia, de la
    esclavitud, de la pena de muerte, de la guerra, glorificando a media voz y con cortesía el sable y el
    cadalso. En cuanto a nosotros, si nos viéramos forzados a la opción entre los bárbaros de la civilización
    y los civilizados de la barbarie, escogeríamos a los bárbaros.
    Pero, gracias al cielo, hay otra elección posible. No es necesaria ninguna caída a pico, ni hacia
    delante ni hacia atrás. Ni despotismo ni terrorismo. Queremos el progreso en pendiente suave.
    Dios provee. La suavización en las pendientes, en esto consiste toda la política de Dios.





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