Aires de Libertad

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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 8 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Dom 24 Nov 2024, 07:58

    ***

    —¡Ah! —dijo Fauchelevent—. Llaman a las madres vocales. Van al capítulo. Siempre celebran
    capítulo cuando muere alguien. Ha muerto al amanecer: es la hora a que se suele morir. Pero ¿no podríais
    salir por donde habéis entrado?
    Jean Valjean se puso pálido. Sólo la idea de volver a aquella temible calle le hacía temblar. Salid de
    una selva de tigres, y estando ya fuera, pensad en el efecto que os hará el consejo de un amigo que os
    invitara a entrar otra vez en ella. Jean Valjean se imaginaba a toda la policía registrando el barrio, a los
    agentes en observación, centinelas en todas partes, horribles garras extendidas hacia su cuello, y al
    mismo Javert en el extremo de la encrucijada.
    —¡Imposible! —dijo—. Fauchelevent, suponed que he caído del cielo.
    —Sí, yo lo creo, lo creo —respondió Fauchelevent—. No tenéis necesidad de decírmelo. Dios os
    habrá cogido de la mano, para miraros de cerca, y luego os habrá soltado. Sólo que sin duda quería
    llevaros a un convento de hombres y se ha equivocado. Vamos, otro toque. Éste es para decir al portero
    que vaya a avisar a la municipalidad, para que vaya a avisar al médico de los muertos, para que venga a
    ver el cadáver. Todo esto es una ceremonia necesaria; pero a estas damas no les gustan mucho tales
    visitas. Un médico no cree en nada. Viene, levanta el velo y a veces otra cosa. ¡Qué prisa han tenido esta
    vez para avisar al médico! ¿Qué será esto? Vuestra niña sigue durmiendo. ¿Cómo se llama?
    —Cossette.
    —¿Es vuestra nieta?
    —Sí.
    —A ella le resultará fácil salir de aquí. Mi puerta de servicio da al patio. Llamo: el portero abre; yo
    llevo mi cesta al hombro; la niña va dentro, y salgo. Fauchelevent sale con su cesto, lo cual es muy
    sencillo. Diréis a la niña que se esté quieta debajo de la tapa. Después la dejo durante el tiempo que sea
    preciso en casa de una vieja amiga frutera, sorda, que vive en la calle Chemin-Vert, donde tiene una
    camita. Gritaré a su oído que es una sobrina mía, que la tenga allí hasta mañana, y después la niña entrará
    con vos; porque yo os facilitaré la entrada. Será preciso. Pero ¿cómo saldréis?
    Jean Valjean movió la cabeza.
    —Que nadie me vea; todo consiste en esto, Fauchelevent. Encontradme un medio de hacerme salir
    como Cosette, dentro de un cesto.
    Fauchelevent se rascó la punta de la oreja con el dedo medio de la mano izquierda, señal evidente de
    un grave apuro.
    Se oyó un tercer toque.
    —El médico de los muertos ya se va —dijo Fauchelevent—. Ha mirado y ha dicho: está muerta. Así
    que el muerto ha visado el pasaporte para el paraíso, la administración de pompas fúnebres envía un
    ataúd. Si el muerto es una madre, la amortajan las madres. Si es una hermana, lo amortajan las hermanas,
    y después yo clavo la caja.
    Esto forma parte de mis obligaciones de jardinero. Un jardinero es un poco sepulturero. Se deposita
    el cadáver en una sala baja de la iglesia que da a la calle, y donde no puede entrar ningún hombre más
    que el médico de los muertos; porque no cuento como hombres a los sepultureros ni a mí. En esa sala es
    donde clavo la caja. Los sepultureros vienen por ella, y ¡arrea, cochero! Traen una caja vacía, y aquí se
    llena. Ya veis lo que es un entierro. De profanáis.
    Un rayo de sol horizontal iluminaba el rostro de Cosette dormida, que abría vagamente la boca, y
    parecía un ángel bebiendo la luz. Jean Valjean la contempló. Ya no escuchaba a Fauchelevent.
    El no ser escuchado no es una razón para callarse. El buen jardinero continuó pacíficamente su
    charla.
    —Hacen el hoyo en el cementerio Vaugirard, que según dicen va a ser suprimido. Es un cementerio
    muy antiguo, que está fuera de los reglamentos y va a tomar el retiro, y es una lástima, porque es muy
    cómodo. Tengo allí un amigo, el tío Mestienne, el enterrador. Las monjas de este convento tienen el
    privilegio de ser enterradas al caer la noche. Hay un decreto de la Prefectura expresamente para ellas.
    ¡Pero qué acontecimientos han sucedido desde ayer! Ha muerto la madre Crucifixión. El señor Madeleine
    ha…
    —Está enterrado —dijo Jean Valjean, sonriendo tristemente.
    Fauchelevent dio un salto al oír esta palabra.
    —¡Diablo!, realmente, si os quedáis aquí es como si os enterrasen.
    Oyóse en esto un nuevo toque. Fauchelevent cogió precipitadamente del clavo la rodillera con el
    cencerro y se la puso en la pierna.
    —Esta vez es para mí. Me llama la madre priora. Bueno, me he pinchado con la punta de la hebilla.
    Señor Madeleine, no os mováis y esperadme. Hay alguna novedad. Si tenéis hambre, allí encontraréis
    vino, pan y queso.
    Y salió de la choza diciendo:
    —¡Ya voy, ya voy!
    Jean Valjean le vio atravesar el jardín tan de prisa como su pierna torcida le permitía, mirando de
    paso sus melones.
    Unos minutos después, Fauchelevent, cuyo cencerro ponía en fuga a las religiosas, llamaba
    suavemente a una puerta; una dulce voz respondió: «Por siempre, por siempre», es decir: entrad.
    Esta puerta era la del locutorio reservado al jardinero para las necesidades del servicio. Estaba
    contiguo a la sala del capítulo. La priora, sentada sobre la única silla del locutorio, esperaba a
    Fauchelevent




    II



    FAUCHELEVENT EN PRESENCIA DE LA DIFICULTAD



    El aire agitado y grave en las ocasiones criticas es muy propio de ciertos caracteres y de ciertas
    profesiones, y especialmente de curas y frailes. En el momento en que Fauchelevent entró, esta doble
    forma de la preocupación estaba impresa en la fisonomía de la priora, que era la encantadora e ilustrada
    señorita de Blemeur, madre Inocente, generalmente alegre.
    El jardinero hizo un saludo tímido, y quedóse en el umbral de la celda. La priora, que desgranaba su
    rosario, levantó los ojos y dijo:
    —¡Ah! Sois vos, Fauvent.
    Tal era la abreviación adoptada en el convento.
    Fauchelevent repitió su saludo.
    —Fauvent, os he llamado.
    —Aquí estoy, reverenda madre.
    —Tengo que hablaros.
    —Y yo, por mi parte —dijo Fauchelevent con una audacia que le asustaba interiormente—, tengo
    también que decir alguna cosa a la muy reverenda madre.
    La priora le contempló.
    —¡Ah!, debéis comunicarme algo.
    —Un ruego.
    —Bien, hablad.
    El buen Fauchelevent, ex curial, pertenecía a la categoría de los campesinos que tienen mucho
    aplomo. Una cierta ignorancia hábil es una fuerza; no se desconfía de ella, y engaña. En los dos anos que
    llevaba en el convento, Fauchelevent se había granjeado el afecto de la comunidad. Siempre solitario, y
    siempre dedicado a su jardín, no le quedaba más que ser curioso. A la distancia que estaba de todas
    aquellas mujeres que iban y venían cubiertas con el velo, no veía delante de sí más que una agitación de
    sombras. A fuerza de atención y de penetración, había conseguido suponer carne en todos aquellos
    fantasmas, y aquellas muertas vivían para él. Era como un sordo cuya vista se aguza, y como un ciego
    cuyo oído se aguza. Se había dedicado a comprender el significado de algunos toques, y lo había
    conseguido; de modo que aquel claustro enigmático y taciturno no tenía nada oculto para él; aquella
    esfinge le decía al oído todos sus secretos. Fauchelevent, sabiéndolo todo, lo ocultaba todo. Éste era su
    arte. Todo el convento le creía estúpido. Gran mérito en religión. Las madres vocales hacían caso de
    Fauchelevent. Era un curioso mudo. Inspiraba confianza. Además, era regular, y no salía más que por las
    necesidades demostradas de la huerta y el jardín. Esta discreción de salidas se le tenía muy en cuenta. No
    por esto había dejado de hacer hablar a dos hombres; en el convento al portero, por quien sabia las
    particularidades del locutorio; y en el cementerio al enterrador, por quien sabía las particularidades de la
    sepultura; de modo que tenia, respecto de las religiosas, una doble luz, una sobre la vida y otra sobre la
    muerte. Pero no abusaba de nada. La congregación le quería. Viejo y cojo, casi ciego, probablemente un
    poco sordo, ¡qué cualidades! Difícilmente hubieran podido reemplazarle.
    El buen hombre, con la seguridad del que se sabe apreciado, empezó ante la reverenda priora una
    arenga de campesino, bastante difusa y muy profunda. Habló largamente de su edad, de sus enfermedades,
    del peso de los años, contándolos dobles, de las exigencias crecientes del trabajo, de la extensión del
    jardín, de las noches que pasaba, como la última por ejemplo, en la que había tenido que cubrir con
    esteras los melones, para evitar el efecto de la luna, y llegó a lo que le interesaba: que tenía un hermano
    (la priora hizo un movimiento); un hermano no joven (segundo movimiento de la priora, pero esta vez
    movimiento de tranquilidad); que si se lo permitían podría ir a vivir con él y ayudarle; que era un
    excelente jardinero; que la comunidad podría aprovecharse de sus buenos servicios, mas útiles que los
    suyos; que de otra manera, si no se admitía a su hermano, él que era el mayor, y se sentía cascado e inútil
    para el trabajo, se vería obligado a irse; y que su hermano tenía una niña que llevaría consigo, y que
    educaría en Dios, en la casa, y podría, ¿quién sabe?, ser religiosa un día.
    Cuando hubo acabado de hablar, la priora interrumpió el paso de las cuentas del rosario entre sus
    dedos, y le dijo:
    ¿Podríais procuraros, de aquí a la noche, una fuerte barra de hierro?
    —¿Para qué?
    —Para que sirva de palanca.
    —Sí, reverenda madre —respondió Fauchelevent.
    La priora, sin añadir una palabra, se levantó y entró en la habitación vecina, que era la sala del
    capítulo, y donde las madres vocales estaban probablemente reunidas. Fauchelevent se quedó solo.





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    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 8 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Dom 24 Nov 2024, 08:00

    ***
    III




    LA MADRE INOCENTE




    Transcurrió alrededor de un cuarto de hora. La priora regresó y volvió a sentarse en la silla.
    Los dos interlocutores parecían preocupados. Vamos a trascribir del mejor modo posible el diálogo
    que se entabló:
    —Fauvent.
    —Reverenda madre.
    —¿Conocéis bien la capilla?
    —Tengo en ella un pequeño nicho, para oír misa y asistir a los oficios.
    —¿Habéis entrado en el coro alguna vez?
    —Dos o tres veces.
    —Se trata de levantar una piedra.
    —¿Pesada?
    —La losa del suelo que está junto al altar.
    —¿La piedra que cierra la bóveda?
    —Sí.
    —Es una obra para lo cual serían necesarios dos hombres.
    —La madre Ascensión, que es fuerte como un hombre, os ayudará.
    —Una mujer nunca es un hombre.
    —No tenemos más que una mujer para ayudaros. Cada uno hace lo que puede. Porque Mobillon trae
    cuatrocientas diecisiete epístolas de san Bernardo y Merlonius Horstius no trae más que trescientas
    sesenta y siete, yo no desprecio a Merlonius Horstius.
    —Ni yo tampoco.
    —El mérito consiste en trabajar según las fuerzas. El claustro no es un taller.
    —Y una mujer no es un hombre. ¡Mi hermano sí que es fuerte!
    —Además, tendréis una palanca.
    —Es la única llave que abre tales puertas.
    —La piedra tiene un anillo.
    —Pasaré por él la palanca.
    —La piedra está colocada de modo que puede girar.
    —Está bien, reverenda madre. Abriré la fosa.
    —Las cuatro madres cantoras os ayudarán.
    —¿Y cuando la fosa esté abierta?
    —Será preciso volverla a cerrar.
    —¿Nada más?
    —Sí.
    —Dadme vuestras órdenes, reverenda madre.
    —Fauvent, tenemos confianza en vos.
    —Estoy aquí para obedecer.
    —Y para callar.
    —Sí, reverenda madre.
    —Cuando la fosa esté abierta…
    —La cerraré.
    —Pero antes…
    —¿Qué, reverenda madre?
    —Será preciso bajar algo. —Hubo un silencio. La priora, después de hacer un movimiento con el
    labio inferior que parecía indicar la duda, dijo—: Fauvent.
    —¿Reverenda madre?
    —¿Sabéis que esta mañana ha muerto una madre?
    —No.
    —¿No habéis oído la campana?
    —No se oye nada desde el fondo del jardín.
    —¿De verdad?
    —Apenas distingo yo mi toque.
    —Ha muerto al amanecer.
    —Además, esta mañana el viento era contrario.
    —Ha sido la madre Crucifixión, una bendita.
    La priora se calló. Movió un instante los labios como si orara, y luego continuó:
    —Hace tres años que sólo por haber visto rezar a la madre Crucifixión, una jansenista, la señora de
    Béthume, se hizo ortodoxa.
    —¡Ah! Sí, ahora oigo el clamor, reverenda madre.
    —Las madres la han llevado al depósito de los muertos que da a la iglesia.
    —Ya lo sé.
    —Ningún hombre más que vos puede y debe entrar en el depósito. Vigilad bien. ¡Sería bueno ver
    entrar a un hombre en el depósito de los muertos!
    —¡Con más frecuencia!
    —¿Eh?
    —¡Con más frecuencia!
    —¿Qué decís?
    —¡Digo que con más frecuencia!
    —¿Con más frecuencia que qué?
    —Reverenda madre, no digo con más frecuencia que, sino con más frecuencia.
    —No os comprendo. ¿Por qué decís con más frecuencia?
    —Para decir lo que vos, reverenda madre.
    —Pero yo no he dicho con más frecuencia.
    —No lo habéis dicho, pero lo he dicho yo para decir lo que vos.
    En ese momento dieron las nueve.
    —A las nueve de la mañana, y a toda hora, alabado y adorado sea el Santísimo Sacramento del altar
    —dijo la priora.
    —Amén —dijo Fauchelevent.
    La hora sonó muy oportunamente. Cortó el «con más frecuencia». Es muy probable que sin esta
    interrupción, la priora y Fauchelevent no hubiesen desenredado nunca esa madeja.
    Fauchelevent se enjugó la frente.
    La priora murmuró de nuevo, como si rezara, y después dijo, alzando la voz:
    —La madre Crucifixión en vida hacía muchas conversiones; después de muerta hará milagros.
    —Los hará! —respondió Fauchelevent haciéndose firme en el terreno, y esforzándose en no volver a
    tropezar.
    —Fauvent, la comunidad ha sido bendecida con la madre Crucifixión. Sin duda no es dado a todo el
    mundo morir como el cardenal Bérulle, celebrando la santa misa, y exhalar el alma hacia Dios
    pronunciando estas palabras: «Hanc igitur oblationem»
    [269]
    . Pero sin esperar tanta felicidad, la madre
    Crucifixión ha tenido una buena muerte. Ha conservado el conocimiento hasta el último instante. Nos
    hablaba a nosotras, y luego hablaba a los ángeles; nos ha dado sus últimas órdenes. Si tuvierais más fe, y
    hubierais podido entrar en su celda, os habría curado vuestra pierna con sólo tocarla. No hacía más que
    sonreír: sabía que iba a resucitar en Dios. Su muerte ha sido una gloria.
    Fauchelevent creyó que concluía una oración, y dijo:
    —Amén.
    —Fauvent, es preciso hacer la voluntad de los muertos.
    La priora pasó algunas cuentas de su rosario. Fauchelevent callaba.
    Ella prosiguió:
    —He consultado sobre esta cuestión con muchos eclesiásticos que trabajan en Nuestro Señor, que se
    ocupan en el ejercicio de la vida clerical, y que recogen admirables frutos.
    —Reverenda madre, desde aquí se oye mejor el clamor que desde el jardín.
    —Además, es más que una muerta, es una santa.
    —Como vos, reverenda madre.
    —Dormía en su ataúd desde hacía veinte años, por permiso expreso de nuestro santo padre Pío VII
    —El que coronó al em… a Bonaparte.
    En un hombre astuto como Fauchelevent, este recuerdo era inoportuno. Felizmente, la priora,
    entregada a sus pensamientos, no le oyó. Continuó:
    —Fauvent.
    —¿Reverenda madre?
    —San Diodoro, arzobispo de Capadocia, quiso que sobre su sepultura se escribiera esta única
    palabra: Acarus
    [270]
    , que significa lombriz; y así se hizo. ¿No es verdad?
    —Sí, reverenda madre.
    —El bienaventurado Mezzocane, obispo de Aquila, quiso ser inhumado bajo la horca; así se hizo.
    —Es verdad.
    —San Terencio, obispo de Porto, en la desembocadura del Tíber, pidió que se le grabase en el
    sepulcro el signo que se ponía sobre la sepultura de los parricidas, con el deseo de que los transeúntes
    escupiesen sobre su tumba. Y así se hizo. Es necesario obedecer a los muertos.
    —Así sea.
    —El cuerpo de Bernard Guidonis, nacido en Francia, cerca de Roche-Abeille, fue trasladado a la
    iglesia de los dominicos de Limoges, según había dejado dispuesto y a pesar de la oposición del rey de
    Castilla, porque Bernard Guidonis había sido obispo de Tuy en España. ¿Puede decirse lo contrario?
    —No, reverenda madre.
    —El hecho está atestiguado por Plantavit de la Fosse.
    Volvieron a desgranarse algunas cuentas del rosario silenciosamente. La priora continuó:
    —Fauvent, la madre Crucifixión será sepultada en el ataúd en el que ha dormido durante veinte años.
    —Es justo.
    —Es una continuación del sueño.
    —¿La encerraré en ese ataúd?
    —Sí.
    —¿Y dejaremos a un lado la caja de las pompas fúnebres?
    —Precisamente.
    —Estoy a las órdenes de la muy reverenda comunidad.
    —Las cuatro madres cantoras os ayudarán.
    —¿A clavar el ataúd? No las necesito.
    —No. A bajarla.
    —¿Adónde?
    —A la cripta.
    —¿Qué cripta?
    —Debajo del altar.
    Fauchelevent se sobresaltó.
    —¡La cripta, debajo del altar!
    —Debajo del altar.
    —Pero…
    —Tendréis una barra de hierro.
    —Sí, pero…
    —Levantaréis la piedra con la barra, por medio del anillo.
    —Pero…
    —Es preciso obedecer a los muertos. El deseo supremo de la madre Crucifixión era ser enterrada en
    la cripta, debajo del altar de la capilla, no ir a tierra profana; morar muerta en el mismo sitio en que
    había rezado en vida. Así nos lo ha pedido, es decir, nos lo ha mandado.
    —Pero está prohibido.
    —Prohibido por los hombres, ordenado por Dios.
    —¿Y si se llega a saber?
    —Tenemos confianza en vos.
    —¡Oh!, yo soy una piedra de esta pared.
    —El capítulo se ha reunido. Las madres vocales, que acabo de consultar, y que están aún
    deliberando, han decidido que la madre Crucifixión, conforme a sus deseos, sea enterrada en su ataúd y
    debajo del altar. ¡Figuraos, Fauvent, si se llegasen a hacer milagros aquí! ¡Qué gloria en Dios para la
    comunidad! Los milagros salen de las tumbas.






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    Mensaje por Maria Lua Dom 24 Nov 2024, 08:01

    ***

    —Pero, reverenda madre, si el agente de la comisión de salubridad…
    —San Benedicto II, en materia de sepulturas, se opuso a Constantino Pongonatos.
    —Sin embargo, el comisario de policía…
    —Chonodemaire, uno de los siete reyes alemanes que entraron en las Galias bajo el imperio de
    Constancio, reconoce expresamente el derecho de los religiosos a ser inhumados en religión, es decir,
    debajo del altar.
    —Pero el inspector de la prefectura…
    —El mundo no es nada ante la cruz. Martín, undécimo general de los cartujos, dio esta divisa a su
    orden: Stat crux dum volvitur orbit
    [271]
    .
    —Amén —dijo Fauchelevent, imperturbable en su costumbre de esquivar la cuestión siempre que oía
    hablar en latín.
    El que ha estado sin hablar mucho tiempo necesita un auditorio cualquiera. Cuando el retórico
    Gymnastoras salió de la cárcel, llevando en el cuerpo millares de dilemas y silogismos trasnochados, se
    paró ante el primer árbol que encontró, arengándole, y haciendo grandes esfuerzos para convencerle. La
    priora, sujeta siempre al tributo del silencio, tenía demasiado lleno el cuerpo, y se levantó y exclamó con
    una locuacidad propia de una compuerta que se abre:
    —A mi derecha tengo a Benito, y a mi izquierda a Bernardo. ¿Quién es Bernardo? El primer abad de
    Claraval. Fontaines en Bor-goña es un país bendito por haberle visto nacer. Su padre se llamaba Técelin,
    y su madre Aléthe. Principió en el Cister para llegar a Claraval; fue ordenado abad por el obispo de
    Chálons-sur-Saóne, Guillaume de Champeaux, tuvo setecientos novicios, y fundó ciento sesenta
    monasterios; hundió a Abelardo en el Concilio de Sens en 1140, lo mismo que a Pedro de Bruys y
    Enrique su discípulo, y a otra secta de extraviados que se llamaban los apostólicos; confundió a Arnaldo
    de Brescia; hizo sucumbir al monje Raúl, matador de judíos; dominó en 1148 el Concilio de Reims; hizo
    condenar a Gil-bert de la Porée, obispo de Poitiers; a Éon de TÉtoile; arregló las diferencias de los
    príncipes; iluminó al rey Luis el Joven: aconsejó al papa Eugenio III; reguló el Temple; predicó la
    cruzada; hizo doscientos cincuenta milagros en vida, y treinta y nueve en un solo día. ¿Quién es Benito?
    El patriarca de Monte Cassino; el segundo fundador de la santidad claustrad el Basilio del Occidente. De
    su orden, han salido cuarenta papas, doscientos cardenales, cincuenta patriarcas, mil seiscientos
    arzobispos, cuatro mil seiscientos obispos, cuatro emperadores, doce emperatrices, cuarenta y seis reyes,
    cuarenta y una reinas, tres mil seiscientos santos canonizados, y subsiste aún después de mil cuatrocientos
    años.
    »¡De un lado san Bernardo; del otro el agente de la salubridad! ¡De un lado san Benito; del otro el
    inspector de las calles! El Estado, la policía urbana, las pompas fúnebres, los reglamentos, las
    administraciones, ¿qué tenemos que ver con eso? Cualquiera se indignaría al ver cómo se nos trata. Ni
    siquiera tenemos el derecho de dar nuestras cenizas a Jesucristo. Vuestra salubridad es una invención
    revolucionaria. Dios subordinado al comisario de policía; tal es este siglo. ¡Silencio, Fauvent!
    Fauchelevent, bajo esta ducha, no estaba muy a gusto. La priora continuó:
    —El derecho del monasterio a la sepultura no es dudoso para nadie. No pueden negarlo más que los
    fanáticos y los extraviados.
    »Vivimos en unos tiempos de horrible confusión. Ignoramos lo que es preciso saber, y sabemos lo que
    es preciso ignorar. Dominan la ignorancia y la impiedad. Y en esta época las gentes no distinguen entre el
    grandísimo san Bernardo y el Bernardo llamado de las pobres católicas, infeliz eclesiástico que vivía en
    el siglo XIII. Otros blasfeman hasta el punto de comparar el cadalso de Luis XVI con la cruz de Jesucristo.
    Luis XVI no era más que un rey. Tengamos cuidado con Dios. No hay ya nada justo ni injusto. Se sabe el
    nombre de Voltaire, y no se sabe el de César de Bus. No obstante, Cesar de Bus es un bienaventurado, y
    Voltaire es un desgraciado. El último arzobispo, el cardenal de Périgord, ni siquiera sabia que Charles de
    Gondren sucedió a Bérulle, y François de Bourgoin a Gon-dren, y Jean François Senault a Bourgoin, y el
    padre de santa Marta a Jean François Senault. Se sabe el nombre del padre Coton, no porque fue uno de
    los tres que contribuyeron a la fundación del Oratorio, sino porque fue motivo de juramentos para el rey
    hugonote Enrique IV. La causa de que san Francisco de Sales pareciese amable a la gente del siglo es que
    sabía hacer juegos de manos. Además se ataca a la religión, y ¿por qué? Porque ha habido malos
    sacerdotes; porque Sagittaire, obispo de Gap, era hermano de Salone obispo de Embrun, y ambos
    siguieron a Mommol. ¿Y qué importa esto? ¿Acaso impide que Martin de Tours fuese un santo y diese la
    mitad de su capa a un pobre? Se persigue a los santos; se cierran los ojos a la verdad; se hace de las
    tinieblas una costumbre. Los animales mas feroces son los que no ven. Nadie piensa en el infierno para
    nada bueno. ¡Oh, pícaro pueblo! Por el rey significa hoy por la Revolución. No se sabe lo que se debe ni
    a los vivos ni a los muertos. Esta prohibido morir santamente. El sepulcro es un asunto civil. Esto causa
    horror. San León X escribió dos cartas: una a Pierre Notaire, otra al rey de los visigodos, para combatir
    y rechazar, en las cuestiones que tocan a los muertos, la autoridad del exarca y la supremacía del
    emperador. Gautier, obispo de Chálons, se opuso en la cuestión a Othon, duque de Borgoña. La antigua
    magistratura estaba conforme con esto. En otro tiempo, teníamos voz en el capitulo, aun en las cosas del
    siglo. El abad del Cister, general de la orden, era consejero nato del parlamento de Borgoña. Hacíamos
    de nuestros muertos lo que queríamos. ¿Es que el cuerpo del mismo san Benito no está en Francia, en la
    abadía de Fleury, llamada de san Benito del Loire, aunque murió en Italia, en Monte Cassino, el sabado
    21 de marzo del año 543?
    [272] Todo esto es incontestable. Aborrezco a los herejes, pero odiaría más aún
    a quien sostuviese lo contrario. Basta con leer a Arnoul Wion, Gabriel Bucelin, Tritemio, Maurolico y a
    Luc d’Achey.
    La priora respiró, y luego se volvió hacia Fauchelevent.
    —Fauvent, ¿está dicho?
    —Dicho está, reverenda madre.
    —¿Puedo contar con vos?
    —Obedeceré.
    —Está bien.
    —Estoy enteramente consagrado al convento.
    —Pues bien, cerraréis el ataúd. Las hermanas lo llevarán a la capilla. Se dirá el oficio de los
    muertos. Luego volverán al claustro. Entre las once y medianoche, vendréis con vuestra barra de hierro.
    Todo sucederá en el mayor secreto. En la capilla sólo estarán las cuatro madres cantoras, la madre
    Ascensión y vos.
    —Y la hermana que está en el poste.
    —No se volverá.
    —Pero oirá.
    —No escuchará. Además, lo que sabe el claustro, lo ignora el mundo.
    Hubo una nueva pausa. La priora prosiguió:
    —Os quitaréis la campanilla. No es necesario que la monja que esté sepa que estáis allí.
    —¿Reverenda madre?
    —¿Qué, Fauvent?
    —¿Ha hecho ya su visita el médico de los muertos?
    —La hará hoy a las cuatro. Se ha dado el toque que manda llamarlo. ¿Pero no oís ningún toque?
    —No presto atención más que al mío.
    —Bien hecho, Fauvent.
    —Reverenda madre, será precisa una palanca de al menos seis pies.
    —¿De dónde la sacaréis?
    —Donde hay rejas no faltan barras de hierro. Tengo un montón de hierros en un rincón del jardín.
    —Tres cuartos de hora antes de medianoche; no lo olvidéis.
    —¿Reverenda madre?
    —¿Qué?
    —Si alguna vez tuvieseis que hacer cosas como ésta, mi hermano es muy fuerte. ¡Es un atleta!
    —Lo haréis lo más pronto posible.
    —Yo no puedo ir muy de prisa. Estoy delicado; por esto me vendría bien una ayuda. Cojeo.
    —El ser cojo no es una desgracia; tal vez sea una bendición. El emperador Enrique II, que combatió
    al antipapa Gregorio, y restableció a Benedicto VIII, tiene dos sobrenombres: El Santo y El Cojo.
    —Es muy bueno esto de tener dos sobretodos —murmuró Fauchelevent, que en realidad, tenía el oído
    un poco duro.
    —Fauvent, estoy pensando en que debemos tomarnos una hora entera; y no será demasiado. Estaréis
    al lado del altar mayor con la barra de hierro a las once. El oficio empezará a medianoche. Es preciso
    que todo haya terminado un cuarto de hora antes.
    —Todo lo haré para probar mi celo a la comunidad. Está dicho. Clavaré el ataúd. A las once en punto
    estaré en la capilla. Las madres cantoras estarán ya allí, así como la madre Ascensión. Dos hombres
    valdrían mucho más. Pero, en fin, no importa; llevaré mi palanca. Abriremos la cripta, bajaremos el
    féretro, y volveremos a cerrar la cripta. Después de ello, no quedará rastro alguno. El Gobierno ni lo
    sospechará. Reverenda madre, ¿todo está arreglado así?
    —No.
    —¿Qué falta, pues?
    —Falta la caja vacía.
    Esto produjo una pausa. Fauchelevent meditaba; la priora meditaba.
    —Fauvent, ¿qué haremos del ataúd?
    —Lo enterraremos.
    —¿Vacío?
    Otro silencio. Fauchelevent hizo con la mano izquierda esa especie de movimiento que parece dar
    por terminada una cuestión enfadosa.
    —Reverenda madre, yo soy el que ha de clavar la caja en el depósito de la iglesia; nadie puede
    entrar allí más que yo, y cubriré el ataúd con el paño mortuorio.
    —Sí, pero los mozos, al llevarlo al carro y bajarlo a la fosa, comprenderán en seguida que no tiene
    nada dentro.
    —¡Ah! ¡día…! —exclamó Fauchelevent.
    La priora se santiguó y miró fijamente al jardinero.
    Se apresuró a improvisar una salida, para hacer olvidar el juramento.
    —Reverenda madre, echaré tierra en la caja, y hará el mismo efecto que si dentro llevara un cuerpo.
    —Tenéis razón. La tierra y el hombre son una misma cosa. ¿De modo que arreglaréis el ataúd vacío?
    —Lo haré.
    El rostro de la priora, hasta entonces turbado y sombrío, se sereno. Hizo al jardinero la señal del
    superior que despide al inferior, y Fauchelevent se dirigió hacia la puerta. Cuando iba a salir, la priora
    elevó dulcemente la voz.
    —Fauvent, estoy contenta de vos; mañana, después del entierro, traedme a vuestro hermano, y decidle
    que traiga a la niña.







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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 8 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Dom 24 Nov 2024, 08:02

    ***
    IV
    DONDE PARECE QUE JEAN VALJEAN HA LEÍDO A AGUSTÍN CASTILLEJO[273]
    Los pasos de un cojo son como las miradas de un tuerto, no llegan pronto al punto a que se dirigen.
    Además, Fauchelevent estaba perplejo. Empleó cerca de un cuarto de hora en regresar a la barraca del
    jardín. Cosette se había despertado. Jean Valjean la había sentado cerca del fuego. En el momento en que
    Fauchelevent entró, Jean Valjean le mostraba la cesta del jardinero que pendía de la pared, y le decía:
    —Escúchame bien, mi pequeña Cosette. Es preciso que salgamos de esta casa, pero volveremos y
    estaremos muy bien aquí. Este buen hombre te llevará sobre su espalda, ahí dentro. Tú me esperarás en
    casa de una señora. Iré a buscarte allí. ¡Sobre todo, si no quieres que la Thénardier te atrape, obedece y
    no repliques nada!
    Cosette hizo un grave movimiento de cabeza.
    Cuando Fauchelevent empujó la puerta, Jean Valjean se volvió.
    —¿Y qué?
    —Todo está arreglado, y nada lo está —dijo Fauchelevent—. Tengo ya permiso para haceros entrar;
    pero antes de esto es preciso haceros salir. Ahí está el atasco de la carreta. En cuanto a la niña, es fácil.
    —¿La llevaréis?
    —¿Se callará?
    —Respondo de ello.
    —Pero ¿y vos, Madeleine? —Y tras un silencio lleno de ansiedad, Fauchelevent exclamó—: ¡Salid
    por donde habéis entrado!
    Jean Valjean, como la primera vez, se limitó a responder:
    —Imposible.
    Fauchelevent, hablando más bien consigo mismo que con Jean Valjean, murmuró:
    —Hay otra cosa que me atormenta. He dicho que pondría tierra dentro de la caja; y ahora pienso que
    llevando tierra en vez de un cuerpo se moverá, se correrá; los hombres se darán cuenta. Y ya
    comprenderéis, señor Madeleine, que los agentes del Gobierno lo sabrán.
    Jean Valjean le miró atentamente, creyendo que deliraba.
    Fauchelevent, continuó:
    —¿Cómo diantres vais a salir? ¡Y es preciso que todo quede hecho mañana! Porque mañana os he de
    presentar. La priora os espera.
    Entonces explicó a Jean Valjean que era una recompensa por un servicio que él, Fauchelevent, hacía a
    la comunidad. Que en sus atribuciones entraba algo de sepulturero; que clavaba el ataúd y ayudaba al
    enterrador del cementerio; que la religiosa que había muerto al amanecer había solicitado ser enterrada
    en el féretro que le servía de lecho, y sepultada en la cripta debajo del altar de la capilla. Que esto estaba
    prohibido por los reglamentos de la policía, pero que era una de aquellas personas a quienes nada puede
    negarse. Que la priora y las madres vocales creían que debían cumplir los deseos de la difunta. Que tanto
    peor para el Gobierno. Que clavaría el ataúd en la celda, levantaría la losa de la capilla y bajaría el
    cuerpo a la cripta. Y que para agradecérselo, la priora admitía en su casa a su hermano en calidad de
    jardinero, y a su sobrina como pensionista. Que su hermano era el señor Madeleine, y que su sobrina era
    Cosette. Que la priora le había dicho que llevase a su hermano al día siguiente por la tarde, después del
    falso entierro en el cementerio. Pero no podía traer de fuera al señor Madeleine si el señor Madeleine no
    estaba antes fuera. Aquí estaba la primera dificultad.
    Y luego quedaba aún otra: el ataúd vacío.
    —¿Qué es eso del ataúd vacío? —preguntó Jean Valjean.
    Fauchelevent respondió:
    —El ataúd de la administración.
    —¿Qué ataúd? ¿Y qué administración?
    —Una religiosa muere. El médico de la municipalidad viene y dice: hay una religiosa muerta. El
    Gobierno envía un ataúd. Al día siguiente envía un carro fúnebre, y los sepultureros cogen el ataúd y lo
    llevan al cementerio. Vendrán los sepultureros, levantarán la caja y no habrá nada dentro.
    —Pues meted cualquier cosa.
    —¿Un muerto? No lo tengo.
    —No.
    —¿Pues qué?
    —Un vivo.
    —¿Qué vivo?
    —Yo —dijo Jean Valjean.
    Fauchelevent, que estaba sentado, se levantó como si hubiese estallado un petardo debajo de su silla.
    —¡Vos!
    —¿Por qué no?
    Jean Valjean se sonrió con una sonrisa que parecía un relámpago en un cielo de invierno.
    —Fauchelevent, habéis dicho: la madre Crucifixión ha muerto, y yo he añadido: el señor Madeleine
    está enterrado. Pues eso es.
    —¡Ah, os reís! No habláis seriamente.
    —Muy seriamente. ¿Es preciso salir de aquí?
    —Sin duda alguna.
    —Os he dicho que busquéis también para mí una cesta.
    —¿Y qué?
    —La cesta será de abeto, y la tapa será un paño negro.
    —Un paño blanco; a las religiosas se las entierra de blanco.
    —Bien, un paño blanco.
    —No sois un hombre como los demás, Madeleine.
    Fauchelevent, ante esta ocurrencia, que era uno de los salvajes y temerarios proyectos del presidio,
    surgiendo de las cosas pacíficas que le rodeaban, y mezclándose con lo que él llamaba «la monotonía de
    la vida del convento», sentía un estupor comparable al de un transeúnte que viera una gaviota metiendo el
    pico para pescar en el arroyo de la calle Saint-Denis.
    Jean Valjean prosiguió:
    —Se trata de salir de aquí sin ser visto. Es un medio. Pero antes, informadme. ¿Cómo se hace todo?
    ¿Dónde está ése ataúd?
    —¿El que está vacío?
    —Sí.
    —Abajo, en lo que se llama la sala de las muertas. Está sobre dos caballetes, y debajo del paño
    mortuorio.
    —¿Qué longitud tiene la caja?
    —Seis pies.
    —¿Y qué es la sala de las muertas?
    —Es una sala de la planta baja que tiene una ventana con reja que da al jardín, y que se cierra por
    dentro con un postigo, y dos puertas, una de ellas da al convento, la otra a la iglesia.
    —¿Qué iglesia?
    —La iglesia de la calle, la iglesia de todo el mundo.
    —¿Tenéis llaves de esas dos puertas?
    —No. Tengo la llave de la puerta que comunica con el convento; el portero tiene la de la puerta que
    comunica con la iglesia.
    —¿Y cuándo abre esa puerta el portero?
    —Unicamente para dejar entrar a los sepultureros que vienen a buscar el ataúd. Una vez que ha
    salido, la puerta vuelve a cerrarse.
    —¿Quién clava el ataúd?
    —Yo.
    —¿Quién pone el paño encima?
    —Yo.
    —¿Estáis solo?
    —Ningún otro hombre, excepto el médico de la policía, puede entrar en la sala de las muertas. Así
    está escrito en la pared.
    —¿Podríais esta noche, cuando todos duermen en el convento, ocultarme en esa sala?
    —No. Pero puedo ocultaros en un cuartito oscuro que da a la sala de las muertas, donde yo tengo mis
    herramientas de enterrar, y cuya llave tengo.
    —¿A qué hora vendrá el carro fúnebre a buscar el ataúd, mañana?
    —Hacia las tres de la tarde. El entierro se efectúa en el cementerio Vaugirard, un poco antes de la
    noche. No está cerca.
    —Estaré escondido en vuestro cuartito de herramientas toda la noche, y toda la mañana. ¿Y comer?
    Tendré hambre.
    —Os traeré algo.
    —Podéis ir a encerrarme en el ataúd a las dos.
    Fauchelevent retrocedió chascando los dedos.
    —¡Eso es imposible!
    —¡Bah! Coger un martillo y clavar unos clavos en una tabla.
    Lo que parecía extraordinariamente inaudito a Fauchelevent era muy sencillo para Jean Valjean, que
    había atravesado peores escollos. El que ha estado en presidio sabe el arte de encogerse según el
    diámetro que permite la evasión. El prisionero está sujeto a la fuga como el enfermo a la crisis que le
    salva o le pierde. Una evasión es una curación. ¿Y qué es lo que no se hace para curarse? Hacerse
    encerrar y llevar en un cajón como un fardo, vivir en una caja, encontrar aire donde no lo hay, economizar
    la respiración horas enteras, saber asfixiarse sin morir; todo esto era uno de los sombríos talentos de
    Jean Valjean.
    Por lo demás, un ataúd con un hombre vivo es una estratagema de presidiario, y también un
    expediente de emperador. Si hay que dar crédito al monje Agustín Castillejo, éste fue el medio de que se
    valió Carlos V para ver por última vez a la Plombes después de su abdicación, para hacerla entrar y salir
    del monasterio de Yuste.
    Fauchelevent, un poco tranquilizado, preguntó:
    —¿Cómo os las arreglaréis para respirar?
    —Ya respiraré.
    —¡En aquella caja! Sólo con pensar en ello, me ahogo.
    —Buscaréis un pequeño barreno, haréis algunos agujeritos alrededor de la boca y clavaréis sin
    apretar la tabla de encima.
    —¡Bien! ¿Y si se os ocurre toser o estornudar?
    —El que se evade no tose ni estornuda. —Y añadió—: Fauchelevent, es preciso decidirse: o ser
    descubierto aquí, o salir en el carro fúnebre.
    Todo el mundo ha observado la afición de los gatos a detenerse al pasar por entre las hojas de una
    puerta entreabierta. ¿Quién no ha dicho a un gato: «¡Pero entra, animal!»? Hay hombres que cuando tienen
    un dilema abierto ante sí tienen también inclinación a permanecer indecisos entre dos resoluciones,
    temiendo que los aplaste el destino si cierran bruscamente la aventura. Los más prudentes, por más gatos
    que sean, y precisamente porque son gatos, corren alguna vez más peligro que los audaces. Fauchelevent
    era de esta naturaleza indecisa. Sin embargo, la serenidad de Jean Valjean le dominó a pesar suyo, y
    murmuró:
    —La verdad es que no hay otro medio.
    Jean Valjean continuó:
    —Lo único que me inquieta es lo que sucederá en el cementerio.
    —Pues eso es justamente lo que a mí no me preocupa —afirmó Fauchelevent—. Si tenéis la
    seguridad de poder salir de la caja, yo tengo la seguridad de poder sacaros de la fosa. El enterrador es un
    borracho amigo mío, Mestienne. Un viejo de cepa vieja. El enterrador mete a los muertos en la fosa, y yo
    meto al enterrador en mi bolsillo. Voy a deciros lo que sucederá. Llegamos un poco antes de la noche:
    tres cuartos de hora antes de que cierren la verja del cementerio. El carro llega hasta la sepultura, y yo le
    sigo porque es mi obligación. En mi bolsillo llevaré un martillo, unas tijeras y unas tenazas. Se detiene el
    carro, los sepultureros atan una cuerda al ataúd y os bajan a la sepultura. El cura reza las oraciones, hace
    la señal de la cruz, echa agua bendita y se va. Me quedo yo solo con Mestienne, que como os he dicho es
    mi amigo. Entonces suceden dos cosas, o está borracho o no está borracho. Si no lo está le digo: «Ven a
    echar un trago mientras está aún abierto el Buen Membrillo». Me lo llevo, y lo emborracho; no es difícil
    emborrachar a Mestienne, porque siempre tiene principios de borrachera; le dejo debajo de la mesa, le
    cojo su cédula para volver a entrar en el cementerio y me vuelvo solo. Entonces, ya no tenéis que ver más
    que conmigo. Si está borracho, le digo: «Anda, yo haré tu trabajo». Se va, y yo os saco del agujero.
    Jean Valjean le tendió la mano, y Fauchelevent se precipitó hacia ella con tierna efusión.
    —Está convenido, Fauchelevent. Todo saldrá bien.
    «Con tal de que nada salga mal —pensó Fauchelevent—. ¡Qué horrible sería!»






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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 8 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Dom 24 Nov 2024, 08:03

    ***
    V
    NO BASTA CON SER BORRACHO PARA SER INMORTAL
    Al día siguiente, cuando declinaba el sol, los pocos paseantes del bulevar del Maine se quitaban el
    sombrero al paso de un coche fúnebre antiguo, adornado con calaveras, tibias y lágrimas. En el coche
    fúnebre había un ataúd cubierto de un manto blanco en el que brillaba una gran cruz negra, semejante a un
    esqueleto con los brazos colgando. Un coche enlutado en el que iba un cura con sobrepelliz y un
    monaguillo con sotana roja seguía al coche fúnebre, a cuyos lados marchaban dos sepultureros en traje
    gris con adornos negros. Detrás iba un viejo con traje de pueblo y cojeando. El entierro se dirigía al
    cementerio de Vaugirard.
    Del bolsillo del hombre se veía salir el mango de un martillo, un escoplo y las puntas de unas tenazas.
    El cementerio Vaugirard era una excepción entre los demás cementerios de París. Tenía, por decirlo
    así, sus costumbres particulares, lo mismo que tenía su puerta cochera, y puerta pequeña, llamadas en el
    barrio, por los viejos siempre apegados a las palabras viejas, la puerta noble y la puerta plebeya.
    Las bernardinas-benedictinas de Petit-Picpus habían conseguido, según hemos dicho, ser enterradas
    en un rincón aparte, y al atardecer, en un terreno que había pertenecido antiguamente a su comunidad. Los
    sepultureros tenían una disciplina también particular para hacer sus servicios en el cementerio, por la
    tarde en verano y de noche en el invierno. Los cementerios de París se cerraban en aquella época al
    ponerse el sol; y siendo ésta una medida de orden municipal, el cementerio Vaugirard estaba sometida a
    ella lo mismo que otro cualquiera. La puerta noble y la puerta plebeya eran dos verjas contiguas, situadas
    al lado de un pabellón construido por el arquitecto Perronet, donde vivía el guarda del cementerio. Estas
    verjas giraban inexorablemente sobre sus goznes en el momento en que el sol desaparecía tras la cúpula
    de los Inválidos. Si se había quedado dentro un sepulturero, no tenía más que un medio para salir, y era
    entregar su cédula de enterrador, expedida por el administrador de pompas fúnebres. En un postigo de la
    casa del guarda había una especie de buzón como los de las estafetas; el sepulturero echaba en él su
    cédula; el guarda la oía caer, tiraba de una cuerda y abría la puerta plebeya. Si el sepulturero no tenía
    cédula, decía su nombre y el guarda, que solía hallarse acostado o dormido, se levantaba, examinaba al
    sepulturero, le abría la puerta con su llave y el sepulturero salía, pero pagaba quince francos de multa.
    Este cementerio, que con sus privilegios rompía la uniformidad administrativa, fue suprimido poco
    después de 1830. El cementerio de Montparnasse, llamado cementerio del Este, le sucedió, y heredó la
    famosa taberna medianera que tenía una muestra con un membrillo pintado, y formaba ángulo por un lado
    con las mesas de los bebedores, y por otro con las tumbas, ostentando esta inscripción: «Al Buen
    Membrillo».
    El cementerio Vaugirard era lo que podía llamarse un cementerio gastado. Había caído en desuso. Lo
    invadía la hierba y lo abandonaban las flores; las personas de la clase media se guardaban muy bien de
    ser enterradas en Vaugirard: olía a pobre. El cementerio Pére-Lachaise ¡ya era otra cosa! Ser enterrado
    en el cementerio Pére-Lachaise era como tener muebles de caoba. En esto se conocía la elegancia. El
    cementerio de Vaugirard era un recinto venerable, plantado como los antiguos jardines franceses. Había
    avenidas rectas, bojes, tuyas, acebos, sepulcros a la sombra de algunos tejos, y la hierba muy alta. La
    noche era trágica en aquel lugar, que tenía muchos aspectos lúgubres.
    Aún no se había puesto el sol cuando el coche fúnebre con el paño blanco y con la cruz negra entró en
    la avenida del cementerio Vaugirard. El hombre cojo que le seguía no era otro que Fauchelevent.
    El entierro de la madre Crucifixión en la cripta, la salida de Cossette y la introducción de Jean
    Valjean en la sala de las muertas se habían llevado a cabo sin contratiempos.
    El entierro de la madre Crucifixión en la cripta bajo el altar del convento es para nosotros una cosa
    muy venial. Es una de esas faltas que se parecen mucho a un deber. Las religiosas lo habían cumplido, no
    solamente sin turbación, sino con el aplauso de su conciencia. En el claustro, lo que se llama «el
    gobierno» no es más que una intrusión de la autoridad; intrusión siempre discutible.
    Lo primero es la regla; en cuanto al código, ya se verá. ¡Hombres, haced cuantas leyes queráis, pero
    guardáoslas para vosotros! El tributo que se paga al César no es más que el resto de lo que se paga a
    Dios. Un príncipe no es nada ante un principio.
    Fauchelevent iba cojeando muy contento detrás del carro. Sus dos misterios, sus dos complots
    gemelos, uno con las religiosas y el otro con el señor Madeleine, uno en pro del convento y otro en
    contra, habían sido igualmente felices. La serenidad de Jean Valjean era poderosa tranquilidad que se
    comunicaba a los demás. Fauchelevent no dudaba del triunfo, porque lo que quedaba por hacer no era ya
    nada. En dos años había emborrachado diez veces al sepulturero, al bueno de Mestienne, que era un
    pobre hombre. Hacia de él lo que quería. Le adornaba la cabeza a su gusto; y la cabeza de Mestienne se
    ajustaba al gorro de Fauchelevent. Su confianza era, pues, completa.
    Cuando el convoy fúnebre entraba en la avenida que conducía directamente al cementerio,
    Fauchelevent, lleno de satisfacción, contempló el coche fúnebre y dijo a media voz, frotando sus gruesas
    manos:
    —¡Vaya una farsa!
    Paróse el carro; había llegado a la verja. Era preciso exhibir la licencia de entierro. El hombre de las
    pompas fúnebres se adelantó a hablar con el portero del cementerio. Durante este coloquio, que produjo
    una pausa de dos o tres minutos, alguien, un desconocido, fue a colocarse detrás del carro, al lado de
    Fauchelevent. Era una especie de obrero; llevaba una blusa con grandes bolsillos y un azadón bajo el
    brazo.
    Fauchelevent fijó en él la vista.
    —¿Quién sois?
    El hombre respondió:
    —¡El enterrador!
    Fauchelevent hizo el mismo gesto que si una bala de cañón le hubiera dado en el pecho.
    —¡El enterrador!
    —Sí.
    —¡Vos!
    —Yo.
    —El enterrador es Mestienne.
    —Era.
    —¿Cómo era?
    —Ha muerto.
    Fauchelevent lo había previsto todo excepto que pudiese morir un enterrador. Pero los enterradores
    también mueren; a fuerza de cavar fosas para otros, cavan la suya.
    Fauchelevent se quedó estupefacto. Apenas tuvo fuerzas para tartamudear:
    —¡Pero esto no es posible!
    —Lo es.
    —Pero —dijo débilmente— el enterrador es Mestienne.
    —Después de Napoleón, Luis XVIII. Después de Mestienne, Gribier; compañero, yo me llamo
    Gribier.
    Fauchelevent, muy pálido, contempló a Gribier.
    Era un hombre alto, delgado, lívido, perfectamente fúnebre. Tenía el aire de un médico desacreditado,
    convertido en enterrador.
    Fauchelevent se echó a reír.
    —¡Ah! ¡Qué cosas tan graciosas suceden! Mestienne ha muerto. ¡El tío Mestienne ha muerto, pero el
    pequeño Lenoir vive! ¿Sabéis quién es el pequeño Lenoir? ¡Es el vaso de tinto sobre el mostrador! ¡El
    vaso de Suresne, caramba! Del verdadero Suresne de París. ¡Vaya, conque el pobre Mestienne ha muerto!
    ¡Lo siento! Era un buen sujeto. ¿No es verdad, camarada? Iremos juntos a echar un trago en seguida.
    El hombre respondió:
    —Yo he estudiado cuatro años. No bebo nunca.
    El carro fúnebre había vuelto a ponerse en marcha, y rodaba por la gran avenida del cementerio.
    Fauchelevent había acortado el paso; cojeaba más bien por ansiedad que por necesidad.
    El enterrador andaba delante de él.
    Fauchelevent examinó de nuevo al inesperado Gribier.
    Era uno de esos hombres que siendo jóvenes parecen viejos, y que son muy fuertes, a pesar de su
    delgadez.
    —¡Camarada! —gritó Fauchelevent.
    El hombre se volvió.
    —Yo soy el sepulturero del convento.
    —Mi colega —dijo el hombre.
    Fauchelevent, iletrado pero muy perspicaz, comprendió que tenía que habérselas con un hombre
    temible, con un hombre hábil en la conversación.
    Gruñó:
    —Así que Mestienne ha muerto.
    —Completamente. El buen Dios consultó su cuaderno de vencimientos y vio que le había llegado el
    turno a Mestienne. Mestienne ha muerto.
    Fauchelevent respondió maquinalmente:
    —El buen Dios…
    —El buen Dios —dijo el hombre con autoridad—. Para los filósofos, el Padre Eterno; para los
    jacobinos, el Ser Supremo.
    —¿Seremos amigos? —balbució Fauchelevent.
    —Ya lo somos. Vos sois campesino, y yo parisiense.
    —Dos no son amigos hasta que no beben juntos. El que vacía su vaso, vacía su corazón. Vais a venir
    a beber conmigo. A esto nadie se niega.
    —Primero es la obligación.
    Fauchelevent pensó: «Estoy perdido».
    Sólo faltaban algunos pasos para llegar a la calle que conducía al rincón de las monjas.
    El sepulturero dijo:
    —Campesino, tengo siete bocas que alimentar. Como es preciso que ellas coman, yo no puedo beber.
    —Y añadió, con la satisfacción del que inventa una máxima—: Su hambre es enemiga de mi sed.
    El coche dio la vuelta a un grupo de cipreses y dejó la avenida ancha; atravesó otra más estrecha,
    entró en el terreno inculto y después en la maleza. Esto indicaba la inmediata proximidad de la sepultura.
    Fauchelevent acortaba su paso, pero no podía retener al carro. Felizmente, la tierra removida y mojada
    por las lluvias de invierno se pegaba a las ruedas y retardaba la marcha.
    Se acercó al enterrador.
    —Hay muy buen vino de Argenteuil —murmuró Fauchelevent.
    —Campesino —dijo el hombre—, yo no debería ser enterrador. Mi padre era portero en el Prytanée.
    Me destinaba a la literatura. Pero tuvimos desgracias: mi padre tuvo algunas pérdidas en la Bolsa. He
    debido renunciar a ser autor. Sin embargo, soy todavía escribiente público.
    —¿Luego no sois enterrador? —inquirió Fauchelevent, agarrándose a esta rama demasiado débil.
    —Lo uno no impide lo otro. Acumulo las dos profesiones.
    Fauchelevent no comprendió estas últimas palabras.
    —Vamos a beber —dijo.
    Aquí es preciso hacer una observación. Fauchelevent, por más inquieto que estuviese, invitaba a
    beber; pero no se había fijado en un punto: ¿quién había de pagar? Ordinariamente, era Fauchelevent el
    que invitaba y Mestienne el que pagaba. Una invitación a beber era el resultado evidente de la nueva
    situación creada por el nuevo enterrador, era preciso hacer esta invitación, pero el viejo jardinero dejaba
    en la sombra, no sin intención, el proverbial cuarto de hora de Rabelais. Fauchelevent, a pesar de su
    emoción, no pensaba pagar.
    El enterrador prosiguió, con una sonrisa de superioridad:
    —Es preciso comer. He aceptado el cargo de sucesor de Mestienne. Cuando uno ha concluido casi
    sus estudios, es filósofo. He agregado al trabajo de la mano el del brazo, y tengo un puesto de
    memorialista en el mercado de la calle de Sévres. ¿Sabéis dónde? En el mercado de los Paraguas. Todas
    las cocineras de la Cruz Roja se dirigen a mí. Yo les escribo sus declaraciones a sus novios. Por la
    mañana escribo cartas amorosas, y por la tarde, abro sepulturas. Tal es la vida, campesino.
    El coche avanzaba. Fauchelevent, en el colmo de la inquietud, miraba a todos lados. Gruesas gotas de
    sudor le caían de la frente.
    —Pero —continuó el enterrador— no se puede servir a dos señores. Es preciso que escoja entre la
    pluma y el azadón. El azadón me destroza las manos.
    El coche fúnebre se detuvo.
    El monaguillo bajó del coche del acompañamiento, y detrás de él el sacerdote.
    Una de las ruedas delanteras subía un poco sobre un montón de tierra; un poco más allá, se veía una
    fosa abierta.
    —¡Vaya una broma! —dijo Fauchelevent, consternado.












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    y en ese vuelo y en ese sueño
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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 8 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Dom 24 Nov 2024, 08:06

    ***

    VI



    ENTRE CUATRO TABLAS



    Ya sabemos que en el ataúd estaba Jean Valjean.
    Jean Valjean se había arreglado para vivir allí dentro, y apenas respiraba.
    Es ciertamente extraño considerar hasta qué punto nos da la seguridad de todo la seguridad de la
    conciencia. Toda la combinación ideada por Jean Valjean marchaba perfectamente desde la víspera. Jean
    Valjean contaba, como Fauchelevent, con Mestienne. No tenía duda alguna acerca del final de la aventura.
    Imposible hallar situación más crítica y tranquilidad más completa.
    Las cuatro tablas del ataúd desprendían una especie de paz terrible. Parecía que la tranquilidad de
    Jean Valjean tenía algo de la tranquilidad de la muerte.
    Desde el fondo del ataúd había seguido y seguía todas las fases del terrible drama que estaba
    representando con la muerte.
    Poco después de que Fauchelevent terminara de clavar la tapa del ataúd, Jean Valjean percibió que le
    llevaban. Después advirtió también, por la suavidad del movimiento, que pasaba del empedrado a la
    arena, es decir, que salía de las calles y entraba en el camino; al oír un ruido sordo, adivinó que
    atravesaba el puente de Austerlitz; en la primera parada, supo que entraba en el cementerio; en la
    segunda, se dijo que ahí estaba el hoyo.
    Sintió que cogían bruscamente la caja y oyó un áspero rozamiento en las tablas; se dio cuenta de que
    era una cuerda que anudaban alrededor del féretro, para bajarlo a la fosa. Después sintió una especie de
    vértigo.
    Probablemente los sepultureros y el enterrador habían dejado bascular el ataúd y habían bajado la
    cabeza antes que los pies. Pronto se recobró y notó que estaba en posición horizontal e inmóvil. Acababa
    de tocar el fondo.
    Sintió una especie de frío.
    Oyóse sobre su cabeza una voz glacial y solemne que pronunciaba lentamente unas palabras en latín
    que no comprendió.
    —Qui dormiunt in terrae pulvere, evigilabunt; allii in vitam aeternam, et allii in opprobium, ut
    videant semper
    [274]
    .
    Una voz de niño dijo:
    —De profundis.
    La voz gravé continuó:
    —Requiem aeternam dona ei, Domine
    [275]
    .
    La voz del niño respondió:
    —Et lux perpetua luceat ei
    [276]
    .
    Oyó sobre la tabla que le cubría algo como el roce suave de algunas gotas de lluvia. Probablemente
    era el agua bendita.
    Pensó: «Ya va a acabar esto. Un poco más de paciencia. Ahora se irá el cura. Fauchelevent se llevará
    a Mestienne a beber. Me dejarán solo. Luego regresará Fauchelevent, y saldré. Será cosa de una hora».
    La voz grave dijo:
    —Requiescat in pace
    [277]
    .
    Y la voz del niño dijo:
    —Amen.
    Jean Valjean, con el oído atento, oyó un ruido como de pasos que se alejaban.
    «Ya se van —pensó—. Estoy solo».
    De repente, oyó sobre su cabeza un ruido que le pareció como un trueno.
    Era una paletada de tierra que caía sobre el ataúd. Cayó una segunda paletada de tierra.
    Uno de los agujeros por donde respiraba quedó obstruido. Cayó una tercera paletada de tierra.
    Luego una cuarta.
    Hay cosas más fuertes que el hombre más fuerte. Jean Valjean perdió el conocimiento.




    VII



    DONDE SE VERÁ EL ORIGEN DE LA FRASE: «NO PIERDAS LA CÉDULA»



    Veamos qué era lo que pasaba encima del ataúd en que yacía Jean Valjean.
    Cuando el carro fúnebre se alejó, cuando el sacerdote y el monaguillo hubieron subido al coche y
    partieron, Fauchelevent, que no quitaba los ojos del enterrador, le vio inclinarse y empuñar la pala que
    estaba clavada verticalmente en el montón de tierra.
    Entonces tomó una resolución suprema.
    Se colocó entre la fosa y el enterrador, cruzó los brazos y dijo:
    —¡Yo pago!
    El enterrador le miró asombrado y respondió:
    —¿El qué, campesino?
    Fauchelevent repitió:
    —¡Yo pago!
    —¿El qué?
    —El vino.
    —¿Qué vino?
    —El de Argénteuil.
    —¿Dónde está ese Argén teuil?
    —En el Buen Membrillo.
    —¡Vete al diablo! —dijo el enterrador.
    Y arrojó una paletada de tierra sobre el ataúd, que resonó con ruido sordo. Fauchelevent se sintió
    tambalear y a punto de caer en el hoyo, y gritó con una voz en la que empezaba a manifestarse la opresión
    de la agonía:
    —¡Camarada, antes de que cierren el Buen Membrillo!
    El enterrador cogió una nueva paletada de tierra. Fauchelevent continuó:
    —¡Yo pago!
    Y cogió por el brazo al enterrador.
    —Escúchame, camarada. Soy el enterrador del convento. Vengo para ayudaros. Empecemos por
    beber un trago. La tarea podemos dejarla para más tarde.
    Y mientras hablaba, y se agarraba a esta insistencia desesperada, hacía esta lúgubre reflexión: «Y
    cuando haya bebido, ¿se emborrachará?»
    —Campesino —dijo el enterrador—, si lo queréis absolutamente, consiento en ello. Beberemos.
    Pero después del trabajo; antes, de ninguna manera.
    Y levantó la pala. Fauchelevent le detuvo.
    —¡Argenteuil!
    —¡Ah! —dijo el enterrador—. Sois campanero. Din don, din don; no sabéis más que decir esto.
    Andad, id a tocar.
    Y arrojó a la fosa la segunda paletada.
    Fauchelevent llegó al extremo en que un hombre ya no sabe lo que dice.
    —¡Vamos a beber! —gritó—. ¡Yo soy el que paga!
    —Cuando hayamos enterrado a la joven —dijo el enterrador.
    Y echó la tercera paletada.
    Después clavó la pala en la tierra y añadió:
    —Mirad; va a hacer frío esta noche, y la muerta nos lo recordaría si la dejáramos sin tapar.
    En ese momento se encorvó para dar una palada y el bolsillo de su blusa se abrió.
    La mirada extraviada de Fauchelevent cayó maquinalmente sobre ese bolsillo y se detuvo.
    El sol aún no se había escondido en el horizonte; había aún la suficiente luz como para poder
    distinguir una cosa blanca en el fondo de aquel bolsillo abierto.
    La pupila de Fauchelevent despidió todo el fuego que pueden despedir unos ojos llameantes.
    Acababa de ocurrírsele una idea.
    Sin que el enterrador, ocupado sólo en su trabajo, lo notara, le metió la mano en el bolsillo por detrás
    y sacó la cosa blanca que contenía.
    El enterrador arrojó a la fosa la cuarta paletada.
    En el momento en que se volvía para tomar la quinta, Fauchelevent le contempló tranquilamente y
    dijo:
    —¿A propósito, novato, tenéis vuestra cédula?
    El enterrador se detuvo.
    —¿Qué cédula?
    —El sol se va a poner.
    —¿Está bien, qué importa? Es bueno que se ponga su gorro de dormir.
    —La verja del cementerio se cerrará.
    —¿Y qué?
    —¿Tenéis la cédula?
    —¡Ah, la cédula! —dijo el enterrador.
    Y buscó en su bolsillo.
    Después de registrar un bolsillo, registró el otro; después pasó a los del chaleco, miró el primero y
    luego el segundo.
    —No —dijo—, no tengo la cédula. La habré olvidado.
    —Quince francos de multa —dijo Fauchelevent.
    El enterrador se puso verde; el verde es la palidez de las fisonomías lívidas.
    —¡Ay, Jesús Dios mío! —exclamó—. ¡Quince francos de multa!
    —Tres napoleones —dijo Fauchelevent.
    El enterrador dejó caer la pala.
    Llególe el turno a Fauchelevent.
    ¡Ah! —dijo—. No hay que desesperarse. No se trata de suicidarse, sino de cubrir esta fosa. Quince
    francos son quince francos, y aun podéis evitar pagarlos. Yo soy viejo en el oficio, y vos sois nuevo;
    conozco donde las dan y dónde las toman. Voy a daros un consejo de amigo. Hay sobre todo una cosa
    evidente: el sol se pone, roza ya la cúpula, y el cementerio va a cerrarse dentro de cinco minutos.
    —Es verdad —repuso el enterrador.
    En cinco minutos, no tenéis tiempo de cubrir la fosa, que es profunda como un demonio, y llegar a
    tiempo antes de que cierren la verja.
    —Es verdad.
    —En este caso, pagaréis quince francos de multa.
    —¡Quince francos!
    —Pero tenéis tiempo para… ¿Dónde vivís?
    —A dos pasos de la barrera. A un cuarto de hora de aquí; en la calle Vaugirard, número 87.
    —Pues tenéis tiempo si os dais prisa.
    —Es verdad.
    Corréis a vuestra casa, cogéis la cédula y volvéis; el guarda os abrira; y como traéis la cédula, no hay
    multa. Enterraréis a la muerta. Yo me quedaré guardándola para que no se escape.
    —Os debo la vida, campesino.
    —Hala, levantad el campo —dijo Fauchelevent.
    El enterrador, lleno de agradecimiento, le estrechó la mano y salió corriendo.
    Así que hubo desaparecido en la maleza, Fauchelevent escuchó hasta que los pasos se perdieron, y
    luego se inclinó hacia la fosa y dijo a media voz:
    —¡Madeleine!
    Nadie respondió.
    Fauchelevent se estremeció. Saltó a la fosa y se echó sobre el ataúd, gritando:
    —¿Estáis ahí?
    Continuó el silencio en el ataúd.
    Fauchelevent, privado casi de respiración a causa de su temblor, sacó el escoplo y el martillo e hizo
    saltar la tapa de la caja. Jean Valjean apareció en el crepúsculo, pálido y con los ojos cerrados.
    Los cabellos de Fauchelevent se erizaron, se puso en pie, y se apoyó de espaldas en la pared de la
    fosa, tembloroso. Miró a Jean Valjean.
    Jean Valjean yacía pálido e inmóvil.
    Fauchelevent murmuró en voz tan baja que parecía un soplo:
    —¡Está muerto!
    Y cruzó los brazos tan violentamente que se golpeó los hombros con ambos puños.
    —¡Buen modo he tenido de salvarle! —dijo.
    Entonces, el pobre hombre se puso a sollozar y a hablar. El monólogo existe en la naturaleza, y es un
    error creer lo contrario. Las grandes emociones nos hacen a menudo hablar en voz alta.
    —Mestienne, tiene la culpa. ¿Por qué se habrá muerto el imbécil? ¿Qué necesidad tenía de reventar
    cuando tanta falta hacía? Es él quien ha hecho que Madeleine muera. ¡Señor Madeleine! Está en el ataúd;
    todo ha concluido. ¡Ah! ¿Es esto tener sentido común? ¡Ay, Dios mío! ¡Está muerto! ¿Y qué voy a hacer yo
    ahora de su niña? ¿Qué va a decir la frutera? Pero ¿es posible, Dios mío, que un hombre como éste muera
    así? ¡Cuando pienso que se puso debajo de mi carreta! ¡Madeleine! ¡Madeleine! Se ha asfixiado, bien
    decía yo, pero no quiso creerme. ¡Vaya una picardía que he hecho! ¡Ha muerto este buen hombre, el mejor
    hombre que había entre los buenos de Dios! ¡Y su niña! ¡Yo no vuelvo allá! Me quedo aquí. ¡Haber hecho
    una cosa como ésta! ¡Haber llegado a esta edad para ser dos viejos locos! Pero ¿cómo entró en el
    convento? Por ahí empezó. No se deben hacer estas cosas. ¡Madeleine! ¡Madeleine! ¡Señor Madeleine!
    ¡Señor alcalde! No me oye. ¡Cómo saldremos ahora de ésta!
    Y se mesaba los cabellos.
    Oyóse entonces a lo lejos, entre los árboles, un rechinar agudo. Era la verja del cementerio que se
    cerraba.
    Fauchelevent se inclinó sobre Jean Valjean, y de repente retrocedió con brusquedad, todo lo que era
    posible en una sepultura. Jean Valjean tenía los ojos abiertos, y le miraba.
    Ver una muerte es horrible, ver una resurrección no lo es menos. Fauchelevent se quedó petrificado,
    pálido, confuso, rendido por el exceso de emociones, no sabiendo si tenía que habérselas con un vivo o
    con un muerto, y mirando a Jean Valjean, que a su vez le miraba.








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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 8 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Dom 24 Nov 2024, 08:08

    ***


    —Me he dormido —dijo Jean Valjean.
    Y se sentó.
    Fauchelevent cayó de rodillas.
    —¡Santa Virgen! —exclamó—. ¡Me habíais asustado!
    Luego se incorporó y gritó:
    —¡Gracias, señor Madeleine!
    Jean Valjean estaba sólo desvanecido. El aire le había despertado.
    La alegría es el reflujo del terror. Fauchelevent tuvo que hacer casi tanto como Jean Valjean para
    recobrarse.
    —¡No habéis muerto! ¡Oh, cuánto ánimo tenéis! Os he llamado tanto que habéis despertado. Cuando
    os vi con los ojos cerrados, me dije: bien, se ha asfixiado. Me hubiera vuelto loco furioso, loco de atar;
    me hubieran llevado a Bicétre. ¿Qué queríais que hiciera si hubierais estado muerto? ¡Y vuestra niña! ¡La
    frutera no hubiera comprendido nada! ¡Se le deja a la niña en los brazos y el abuelo muere! ¡Qué historia!
    ¡Santos del paraíso, qué historia! Ah, pero vivís. Todo se acabó.
    —Tengo frío —dijo Jean Valjean.
    Esta palabra recordó a Fauchelevent la realidad, que era urgente. Aquellos dos hombres, aun vueltos
    en sí, tenían, sin saber por qué, turbado el espíritu; sentían una cosa extraña, que era el reflejo del
    siniestro lugar en el que se hallaban.
    —¡Salgamos pronto de aquí! —exclamó Fauchelevent.
    Buscó en su bolsillo, y sacó una calabacita de la que se había provisto.
    —Primero un trago —dijo.
    El trago acabó lo que la brisa había empezado. Jean Valjean bebió un sorbo de aguardiente y entró en
    plena posesión de sí mismo.
    Salió del ataúd y ayudó a Fauchelevent a clavar la tapa.
    Tres minutos después estaban fuera del hoyo.
    Fauchelevent, por lo demás, estaba tranquilo. Había calculado bien el tiempo. El cementerio estaba
    cerrado, y no había que temer la llegada del enterrador Gribier. Estaría en su casa buscando la cédula sin
    encontrarla, porque la tenía Fauchelevent en el bolsillo. Y sin cédula no podía entrar en el cementerio.
    Fauchelevent cogió la pala y Jean Valjean el azadón, y enterraron el ataúd vacío.
    Cuando la fosa estuvo llena, dijo Fauchelevent a Jean Valjean:
    —Vámonos. Yo llevo la pala, llevad el azadón.
    Cerraba ya la noche.
    Jean Valjean encontró alguna dificultad en moverse y andar; en el ataúd se había enfriado y se había
    convertido un poco en cadáver. La anquilosis de la muerte había hecho presa en él entre sus cuatro tablas.
    Le fue necesario, por decirlo así, deshelarse del sepulcro.
    —Estáis yerto —dijo Fauchelevent—. Es una lástima que yo sea cojo; podríamos correr un poco.
    —¡Bah! —respondió Jean Valjean—. Cuatro pasos me bastan para dar fuerza a las piernas.
    Se fueron por las mismas avenidas que antes había recorrido el carro fúnebre. Al llegar ante la verja
    cerrada y el pabellón del portero, Fauchelevent, que tenía en la mano la cédula del enterrador, la arrojó a
    la caja, el portero tiró del cordón, la puerta se abrió y salieron.
    —¡Qué bien va todo! ¡Habéis tenido una idea magnífica, Madeleine! —exclamó Fauchelevent.
    Franquearon la barrera Vaugirard del modo más sencillo del mundo. En los alrededores de un
    cementerio, una pala y un azadón son un pasaporte.
    La calle Vaugirard estaba desierta.
    —Madeleine —dijo Fauchelevent—, tenéis mejor vista que yo. Enseñadme el número 87.
    —Aquí está, precisamente.
    —No hay nadie en la calle —respondió Fauchelevent—. Dadme el azadón y esperadme dos minutos.
    Fauchelevent entró en el número 87, subió guiado por el instinto que siempre conduce al pobre al
    granero, y llamó en la sombra a la puerta de una buhardilla.
    Una voz respondió:
    —Entrad.
    Era la voz de Gribier.
    Fauchelevent empujó la puerta. El cuarto del enterrador era, como todas esas desdichadas moradas,
    un desván sin amueblar, y lleno de trastos. Una caja de embalaje —quizás un ataúd— servía de cómoda;
    una orza de manteca hacía de fuente; una estera, de cama; el suelo hacía las veces de silla y de mesa. En
    un rincón, sobre un harapo que era un retazo viejo de alfombra, estaba una mujer delgada, rodeada de
    niños que formaban un grupo confuso. Toda la habitación indicaba un gran desorden. Parecía que había
    habido un temblor de tierra. Las tapas estaban abiertas, los harapos esparcidos, el cántaro roto, la madre
    había llorado, los hijos habían recibido probablemente algún golpe; huellas todas de un registro riguroso
    y extraordinario. Conocíase que el enterrador había buscado en vano su cédula, y hecho responsable de
    esta pérdida a todo el mundo en la casa, desde el cántaro hasta su mujer. Gribier parecía desesperado.
    Pero Fauchelevent estaba demasiado cerca del final de la aventura para notar el lado triste de su
    triunfo.
    Entró pues, y dijo:
    —Os traigo la pala y el azadón.
    Gribier le miró estupefacto.
    —¡Campesino!.
    —Y mañana, en casa del guarda del cementerio, encontraréis la cédula.
    Y dejó la pala y el azadón en el suelo.
    —¿Qué significa esto? —preguntó Gribier.
    —Significa que habéis dejado caer la cédula del bolsillo, que yo la he encontrado en el suelo
    después de que os marcharais, que he enterrado a la muerta y cubierto la fosa; que he hecho vuestro
    trabajo, que el guarda os dará la cédula y no pagaréis quince francos. Esto es todo, recluta.
    —¡Gracias, campesino! —exclamó Gribier, deslumbrado—. La próxima vez, seré yo quien invite a
    beber.



    VIII


    INTERROGATORIO LOGRADO



    Una hora más tarde, en la oscuridad de la noche, dos hombres y una niña se presentaban en el número
    62 de la callejuela Picpus. El más viejo de aquellos hombres cogió el llamador y llamó.
    Eran Fauchelevent, Jean Valjean y Cosette.
    Los dos hombres habían ido a buscar a Cosette a casa de la frutera de la calle Chemin-Vert, donde
    Fauchelevent la había dejado la víspera. Cosette había pasado aquellas veinticuatro horas sin
    comprender nada, y temblando silenciosamente. Temblaba tanto que no había llorado. No había comido
    ni dormido. La digna frutera le había hecho cien preguntas sin obtener otra respuesta que una mirada
    triste, siempre la misma. Cosette no había dejado traslucir nada de lo que había visto y oído los dos
    últimos días. Adivinaba que estaba atravesando una crisis, y dábase cuenta de que era preciso «ser
    prudente». ¿Quién no ha experimentado el terrible poder de estas tres palabras pronunciadas con un
    acento especial al oído de un niño asustado: No digas nada? El miedo es mudo. Además, nadie es capaz
    de guardar mejor un secreto que un niño.
    Cuando después de esas veinticuatro horas volvió a ver a Jean Valjean, lanzó tal grito de alegría que
    cualquier hombre perspicaz habría adivinado en él la salida de un abismo.
    Fauchelevent era del convento y sabía la contraseña. Todas las puertas se abrieron.
    Así quedó resuelto el doble y terrible problema: salir y entrar.
    El portero, que tenía ya sus instrucciones, abrió la puertecilla de servicio que comunicaba el patio y
    el jardín, y que hace veinte años se veía aún desde la calle, en la pared del fondo del patio, enfrente de la
    puerta cochera. El portero introdujo a los tres por esa puerta, y desde allí pasaron al locutorio interior
    reservado, donde Fauchelevent, el día anterior, había recibido las órdenes de la priora.
    La priora, con su rosario en la mano, los esperaba. Una madre vocal, con el velo bajo, estaba en pie a
    su lado. Una discreta vela iluminaba o, por mejor decir, hacía como que alumbraba el locutorio.
    La priora examinó a Jean Valjean. Nada escudriña tanto como unos ojos bajos.
    Luego preguntó:
    —¿Sois el hermano?
    —Sí, reverenda madre —respondió Fauchelevent.
    —¿Cómo os llamáis?
    Fauchelevent respondió:
    —Ultime Fauchelevent.
    Había tenido, en efecto, un hermano llamado Ultime, que había muerto.
    —¿De dónde sois?
    Fauchelevent respondió:
    —De Picquigny, cerca de Amiens.
    —¿Qué edad tenéis?
    Fauchelevent respondió:
    —Cincuenta años.
    —¿Qué oficio?
    Fauchelevent respondió:
    —Jardinero.
    —¿Sois buen cristiano?
    Fauchelevent respondió:
    —Todos los son en nuestra familia.
    —¿Es vuestra niña?
    Fauchelevent respondió:
    —Sí, reverenda madre.
    —¿Sois su padre?
    Fauchelevent respondió:
    —Su abuelo.
    La madre vocal dijo a la priora a media voz:
    —Responde bien.
    Jean Valjean no había pronunciado ni una palabra.
    La priora miró a Cosette con atención, y dijo a media voz a la madre vocal:
    —Será fea.
    Las dos madres hablaron algunos minutos en voz muy baja, en el ángulo del locutorio, luego la priora
    se volvió y dijo:
    —Fauvent, buscaréis otra rodillera con campanilla. Ahora serán necesarias dos.
    Al día siguiente, efectivamente, se oían dos campanillas en el jardín, y las religiosas no podían
    resistir el deseo de levantar una punta del velo. En el fondo del jardín, y bajo los árboles, se veía cavar a
    dos hombres, Fauchelevent y otro: acontecimiento extraordinario. El silencio fue roto, y llegaron a decir
    en voz baja: «Es un ayudante del jardinero».
    La madres vocales añadían: «Es hermano de Fauvent».
    Jean Valjean se había ya instalado formalmente: tenía su rodillera de cuero y su campanilla; era ya
    una cosa oficial; se llamaba Ultime Fauchelevent.
    La causa más eficaz de su admisión había sido esa observación de la priora sobre Cosette: «Será
    fea».
    Así que la priora pronunció este pronóstico, se hizo inmediatamente amiga de Cosette, y la admitió en
    el colegio como alumna de caridad.
    Todo esto es muy lógico.
    Por más que no haya espejos en el convento, las mujeres tienen conciencia de su fisonomía; y las
    jóvenes que se creen bonitas no se dejan hacer monjas fácilmente; la vocación es proporcionalmente
    inversa a la belleza, y por esto se espera más de las feas que de las hermosas. De aquí proviene una viva
    afición a las fealdades.
    Toda esta aventura engrandeció al buen viejo Fauchelevent, que consiguió un triple triunfo: con Jean
    Valjean, a quien salvó y dio asilo; con el enterrador Gribier, que se decía: me ha librado de pagar una
    multa; con el convento, que gracias a él, al enterrar el féretro de la madre Crucifixión bajo el altar, eludió
    al César y satisfizo a Dios. Hubo un ataúd con cadáver en Petit-Picpus, y un ataúd sin cadáver en el
    cementerio de Vaugirard; el orden público fue sin duda profundamente vulnerado, pero nadie lo notó. En
    cuanto al convento, su gratitud a Fauchelevent fue grande. Fauchelevent se convirtió en el mejor de los
    servidores, y el más precioso de los jardineros. En la siguiente visita del arzobispo, la priora contó todo
    a Su Ilustrísima, confesándose un poco, y envaneciéndose también. El arzobispo, al salir del convento,
    habló de ello con elogio y en secreto al señor de Latil, confesor del hermano del rey, más tarde arzobispo
    de Reims, y cardenal. La admiración por Fauchelevent se abrió camino, y llegó hasta Roma. Hemos visto
    una carta dirigida por el Papa entonces reinante, León XII, a uno de sus parientes, monseñor en la
    nunciatura de París, y llamado Della-Genga, como él, en la cual se lee lo siguiente: «Parece ser que hay
    en un convento de París un jardinero excelente, que es un santo varón, llamado Fauvan». Pero ninguna
    noticia de este triunfo llegó hasta la barraca de Fauchelevent; continuó injertando, escardando, cubriendo
    sus melones, sin tener noticia de su excelencia y de su santidad. No tenía de su gloria más noticias que las
    que pudieran tener de la suya el buey de Durham o de Surrey, cuyo retrato fue publicado en el Illustrated
    London News con esta inscripción: «Buey que ha ganado el premio en la exposición de animales de
    cuernos».










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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 8 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Lun 25 Nov 2024, 15:08

    ***
    IX


    CLAUSURA



    Cosette, en el convento, continuó guardando silencio.
    Cosette se creía sencillamente la hija de Jean Valjean. Por lo demás, nada sabía y nada podía decir, y
    en todo caso, no hubiera dicho nada. Acabamos de observarlo, nada enseña tanto el silencio a los niños
    como la desgracia. Cosette había sufrido tanto que lo temía todo, incluso temía hablar y respirar. ¡Cuántas
    veces una palabra había hecho caer sobre ella una avalancha! Pero había empezado a tranquilizarse
    desde que estaba con Jean Valjean. Se acostumbró pronto al convento. Únicamente echaba de menos a
    Catherine, pero no se atrevía a decirlo. Sin embargo, una vez dijo a Jean Valjean:
    —Padre, si lo hubiera sabido, la hubiera traído conmigo.
    Cosette, al convertirse en pensionista del convento, tuvo que llevar el traje de las colegialas de la
    casa. Jean Valjean consiguió que le devolviesen los vestidos que dejó, es decir, el mismo traje de luto
    con que la vistió cuando la sacó de las garras de los Thénardier. No estaba muy usado. Jean Valjean
    guardó el vestido, las medias de lana y los zapatos con mucho alcanfor, y otras sustancias aromáticas que
    abundan en los conventos, en un baulito que pudo procurarse. Puso este pequeño baúl sobre una silla,
    cerca de su cama, y llevaba siempre la llave consigo.
    —Padre —le dijo un día Cosette—, ¿qué tiene esa caja que huele tan bien?
    Fauchelevent, además de la gloria que acabamos de contar y que ignoró, fue recompensado por su
    buena acción. En primer lugar, tuvo la satisfacción de su conciencia, y además, tuvo menos trabajo, al
    compartirlo con Jean Valjean. Como le gustaba mucho el tabaco, al estar al lado Madeleine, tomaba
    mucho más que antes, el triple, y con mucho más placer, porque era el señor Madeleine quien pagaba.
    Las religiosas no adoptaron el nombre de Ultime; llamaron a Jean Valjean «el otro Fauvent».
    Si aquellas santas mujeres hubieran tenido la perspicacia de Javert, habrían notado que, cuando había
    que salir fuera para las necesidades del jardín, era siempre el mayor de los Fauchelevent, el viejo, el
    delicado, el que salía, y nunca el otro; pero, ya sea porque los ojos siempre fijos en Dios no saben espiar,
    ya sea porque estuviesen ocupadas preferentemente en espiarse unas a otras, no prestaron la menor
    atención a nada.
    Jean Valjean, por lo demás, hizo muy bien en estarse quieto y no moverse. Javert estuvo vigilando el
    barrio por espacio de mucho más de un mes.
    El convento era para Jean Valjean como una isla rodeada de abismos, aquellos cuatro muros eran el
    mundo para él. Tenía bastante cielo para estar tranquilo, y tenía a Cosette para ser feliz.
    Empezó pues para él una vida muy tranquila.
    Vivía en casa de Fauchelevent, en la barraca del jardín, choza de argamasa que existía aún en 1845, y
    se componía, como hemos dicho, de tres piezas completamente desamuebladas, que sólo tenían las
    paredes. Fauchelevent había cedido la principal al señor Madeleine, por mas que Jean Valjean se había
    opuesto a ello. La pared de este cuarto, ademas del clavo destinado a colgar la rodillera y la cesta que
    usaba Fauchelevent, estaba adornada con un billete de papel moneda realista de 1793, pegado a la pared
    por encima de la chimenea.
    Véase el facsímile exacto.
    Este asignado vendeano había sido puesto allí por el jardinero precedente, antiguo chouan
    [278] que
    había muerto en el convento, y a quien había sucedido Fauchelevent.
    Jean Valjean trabajaba todos los días en el jardín, y era muy útil. En su juventud, había sido podador,
    y ahora volvía con placer a la jardinería. El lector recordará que conocía todo género de recetas y de
    secretos de cultivo, y sacó partido de ellos. Casi todos los árboles del huerto eran silvestres; los injertó y
    les hizo dar excelentes frutos.
    Cosette tenía permiso para estar todos los días una hora a su lado. Como las hermanas eran tristes, y
    Jean Valjean era tan amable, la niña comparaba, y le adoraba. A la hora fija, acudía a la barraca. Cuando
    entraba en la casucha se llenaba de alegría. Jean Valjean se explayaba y sentía crecer su dicha con la
    dicha de Cosette. La alegría que inspiramos tiene el doble encanto de que lejos de debilitarse con el
    reflejo vuelve a nosotros más intensa. En las horas de recreo, Jean Valjean miraba desde lejos cómo
    Cosette jugaba y reía, y distinguía su risa entre las otras.
    Porque ahora Cosette ya reía.
    La figura de la niña en cierto modo había cambiado. Había desaparecido lo sombrío. La risa es el
    sol; expulsa el invierno del rostro humano.
    Cosette, aunque seguía sin ser bonita, era encantadora. Decía cosas razonables con su dulce voz
    infantil.
    Cuando concluía el recreo y volvía al convento, Jean Valjean miraba las ventanas de la clase; y por la
    noche se levantaba para mirar las ventanas del dormitorio.
    Por lo demás, Dios tiene sus caminos; el convento contribuía, como Cosette, a mantener y completar
    en Jean Valjean la obra del obispo. Es cierto que uno de los lados de la virtud desemboca en el orgullo;
    sólo está separada de él por un puentecillo hecho por el diablo. Jean Valjean estaba quizá cerca de este
    puente cuando la providencia lo llevó al convento de Petit-Picpus. Mientras no se había comparado más
    que con el obispo, se había creído indigno, y había sido humilde; pero desde que, hacía algún tiempo, se
    comparaba con los hombres, había comenzado a nacer en él el orgullo. ¿Quién sabe? Tal vez poco a poco
    habría concluido por volver al odio.
    El convento le detuvo en esta pendiente.
    Era aquél el segundo lugar de cautividad que veía. En su juventud, en lo que había sido para él el
    comienzo de la vida, y más tarde, muy recientemente aún, había visto otro, un lugar terrible, y cuyas
    severidades le habían parecido siempre como la iniquidad de la justicia, y el crimen de la ley. Hoy,
    después del presidio, veía el claustro; y pensando que había estado en el presidio y que era espectador
    del claustro, los confrontaba con ansiedad en su imaginación.
    Algunas veces, se apoyaba en la pala y descendía lentamente por la espiral sin fondo de la
    meditación.
    Recordaba a sus antiguos compañeros, y su gran miseria; se levantaban al amanecer y trabajaban
    hasta la noche; apenas les permitían dormir; se acostaban en camas de campaña, y sólo se les toleraba un
    colchón de dos pulgadas de grueso; en las salas que no tenían lumbre más que en los meses más crudos
    del año vestían una horrible chaqueta roja, y se les permitía por gracia usar un pantalón de tela en los
    grandes calores, y una manta de lana en los fríos excesivos no bebían vino ni comían carne, salvo cuando
    iban «al trabajo». Vivían sin nombre: sólo eran conocidos por números y estaban casi convertidos en
    cifras; vivían con los ojos bajos, la voz baja, los cabellos cortados, bajo la vara y la vergüenza.
    Después, su espíritu se dirigía hacia los seres que tenía ante la vista.
    Estos seres vivían también con los cabellos cortados, los ojos bajos, la voz baja, pero no en la
    vergüenza, sino en medio de las burlas del mundo, no con la espalda herida por el látigo, pero sí
    destrozada por las disciplinas. También estos seres habían perdido su nombre entre los hombres; no
    existían más que bajo apelaciones austeras. No comían nunca carne, ni bebían vino; permanecían muchos
    días en ayunas hasta la noche; iban vestidos, no con chaquetas rojas, sino con negros sudarios de lana,
    pesados en verano, y ligeros en invierno, sin poder quitar ni añadir nada, sin tener ni siquiera el recurso
    de la tela y de la lana, y durante seis meses al año, llevaban camisa de sarga que les producía fiebre.
    Vivían, no en salas calentadas únicamente en los fríos rigurosos, sino en celdas en las que nunca se
    encendía el fuego; se acostaban, no sobre colchones de dos pulgadas de espesor, sino sobre paja. Por
    último, ni tan siquiera se les permitía dormir; todas las noches, tras una jornada de trabajo, debían
    despertar en el cansancio del primer sueño; cuando empezaban a dormir y a calentarse debían levantarse
    y rezar en una capilla helada y sombría, de rodillas sobre la piedra.



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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 8 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Lun 25 Nov 2024, 15:12

    ***

    En ciertos días, estos seres, permanecían doce horas consecutivas arrodillados sobre el mármol, o
    prosternados con la cara en el suelo y los brazos en cruz.
    Los otros eran hombres; éstos eran mujeres.
    ¿Qué habían hecho aquellos hombres? Habían robado, violado, saqueado, matado, asesinado. Eran
    bandidos, falsarios, envenenadores, incendiarios, asesinos, parricidas. ¿Qué habían hecho estas mujeres?
    No habían hecho nada.
    De un lado, el pillaje, el fraude, el dolor, la violencia, la lubricidad, el homicidio, todas las especies
    del sacrilegio, todas las variedades del atentado. De otro lado, sólo una cosa: la inocencia.
    La inocencia perfecta, casi llevada hasta una misteriosa asunción, unida a la tierra por la virtud y al
    cielo por la santidad.
    De un lado, confidencias de crímenes que se hacen en voz baja. De otro, la confesión de faltas hecha
    en voz alta. ¡Y qué crímenes! ¡Y qué faltas!
    Por un lado las miasmas, por el otro, un inefable perfume. Por un lado, una peste moral, vigilada por
    centinelas, cercada por el cañón, y devorando lentamente a los apestados; por otro, una casta unión de
    todas las almas en el mismo hogar. Allí, las tinieblas; aquí, la sombra; pero una sombra llena de
    claridades, y unas claridades llenas de fulgores.
    Dos lugares de esclavitud; pero en el primero es posible la libertad, un límite legal siempre
    vislumbrado, y luego la evasión. En el segundo, la perpetuidad; por toda esperanza, en el extremo lejano
    del porvenir, este resplandor de libertad que los hombres llaman muerte.
    En el primero, el hombre está sólo encadenado por una cadena; en el segundo, por la fe.
    ¿Qué salía del primero? Una inmensa maldición, el rechinar de dientes, el odio, la perversidad
    desesperada, un grito de rabia contra la asociación humana, un sarcasmo hacia cielo.
    ¿Qué salía del segundo? La bendición y el amor.
    Y en estos dos lugares tan semejantes y tan distintos, estas dos especies de seres tan diferentes
    cumplen una misma cosa: la expiación.
    Jean Valjean comprendía muy bien la expiación de los primeros; la expiación personal, la expiación
    por sí mismo. Pero no comprendía la de los otros, la de estas criaturas sin reproche y sin mancha, y se
    preguntaba con un temblor: Expiación ¿de qué? ¿Qué expiación?
    Una voz respondía en su conciencia: La más divina de las generosidades humanas, la expiación por el
    prójimo.
    Aquí nos reservamos toda teoría personal; no somos más que narradores; adoptamos el punto de vista
    de Jean Valjean, y traducimos sus impresiones.
    Tenía ante su vista el vértice sublime de la abnegación, la cumbre más alta de la virtud; la inocencia
    que perdona a los hombres sus faltas y que las expía en su lugar; la servidumbre aceptada, la tortura
    aceptada, el suplicio reclamado por las almas que no han pecado, para librar de él a las almas que lo han
    cometido; el amor de la Humanidad abismándose en el amor de Dios, pero permaneciendo distinto y
    suplicante, débiles seres que unen la miseria de los condenados a la sonrisa de los escogidos.
    ¡Y entonces recordaba que se había atrevido a quejarse!
    Muchas veces, en medio de la noche, se levantaba para escuchar el canto de agradecimiento de
    aquellas criaturas inocentes y abrumadas de rigor, y sentía frío en las venas al pensar que los que eran
    castigados con justicia no elevaban la voz hacia el cielo más que para blasfemar, y que él, miserable,
    había amenazado a Dios.
    Y cosa extraña, y que le hacía meditar profundamente como una advertencia en voz baja de la
    providencia misma: todos los esfuerzos que había hecho para salir del otro lugar de expiación, el
    escalamiento, la ruptura de la prisión, la aventura aceptada hasta la muerte, la ascensión difícil y dura,
    todos esos esfuerzos, había tenido que hacerlos igualmente para entrar en este segundo lugar. ¿Era acaso
    éste el símbolo de su destino?
    Aquella casa era también una prisión, y se parecía lúgubremente a la otra casa de la que había huido;
    y, sin embargo, nunca se le había ocurrido esta semejanza. Veía allí rejas, cerrojos, barras de hierro,
    ¿para guardar a quién? A unos ángeles. Estos altos muros, que había visto alrededor de tigres, los volvía
    a ver alrededor de corderos.
    Era un lugar de expiación y no de castigo; y no obstante, era más austero aún, más triste y más
    implacable que el otro. Estas vírgenes estaban más oprimidas que los presidiarios. Un viento frío y rudo,
    el viento que había helado su juventud, atravesaba la fosa enrejada y encadenada de los buitres; una brisa
    más áspera y más dolorosa soplaba en la jaula de las palomas.
    ¿Por qué? Cuando pensaba en estas cosas, su espíritu se abismaba en el misterio de la sublimidad.
    En estas meditaciones, desaparecía el orgullo. Dio toda clase de vueltas sobre sí mismo, y sintió que
    era malo y lloró muchas veces. Todo lo que había sentido en su alma en seis meses, le llevaba de nuevo a
    las santas máximas del obispo. Cosette, por el amor; el convento, por la humildad.
    Algunas veces, a la caída de la tarde, en el crepúsculo, en la hora en que el jardín estaba desierto, se
    le veía de rodillas en medio de la avenida que bordeaba la capilla, delante de la ventana por donde había
    mirado la primera noche de su llegada, vuelto hacia el lugar donde sabía que la hermana que hacía la
    reparación estaba prosternada en actitud de oración. Oraba así, arrodillado ante esa hermana.
    Parecía que no se atrevía a arrodillarse directamente ante Dios.
    Todo lo que le rodeaba, ese jardín apacible, las flores perfumadas, las niñas lanzando gritos de
    alegría, esas mujeres graves y sencillas, el claustro silencioso, le penetraban lentamente, y poco a poco
    su alma iba adquiriendo el silencio del claustro, el perfume de las flores, la paz de aquel jardín, la
    ingenuidad de las monjas y la alegría de las niñas. Y luego pensaba que eran dos casas de Dios las que le
    habían acogido en los momentos críticos de su vida; la primera, cuando todas las puertas se le cerraban y
    la sociedad volvía a perseguirle; la segunda, cuando la sociedad volvía a perseguirle y el presidio volvía
    a solicitarle; sin la primera, hubiera caído en el crimen; sin la segunda, en el suplicio.
    Su corazón se deshacía en agradecimiento, y amaba cada día más. Muchos años t
    Su corazón se deshacía en agradecimiento, y amaba cada día más. Muchos años transcurrieron así;
    Cosette iba creciendo.


    [FIN DE LA SEGUNDA PARTE]






    TERCERA PARTE



    MARIUS



    LIBRO PRIMERO


    PARÍS ESTUDIADO EN SU ÁTOMO



    I

    PARVULUS


    [279]
    París tiene un hijo, y la selva un pájaro. El pájaro se llama gorrión; el hijo se llama pilluelo.
    Asociad estas dos ideas, que contienen, una todo el foco de luz, la otra toda la aurora; haced que
    choquen estas dos chispas, París y la infancia; brota un pequeño ser. Homuncio
    [280]
    , diría Plauto.
    Este pequeño ser es alegre. No come todos los días y va a los espectáculos, si le parece bien, todas
    las noches. No tiene camisa sobre su cuerpo, ni zapatos en los pies, ni techo sobre la cabeza; es como las
    moscas del cielo que no tienen nada de todo esto. Tiene de siete a trece años, vive en bandadas, callejea,
    habita al aire libre, lleva un viejo pantalón de su padre que le llega más allá de los talones, un viejo
    sombrero de cualquier otro padre, que se le mete hasta las orejas, un solo tirante de orillo amarillo;
    corre, espía, pregunta, pierde el tiempo, fuma pipas, jura como un condenado, frecuenta la taberna,
    conoce a los ladrones, tutea a las mujeres públicas, habla el argot, canta canciones obscenas y no tiene
    mal corazón. Es que tiene en el alma una perla, la inocencia, y las perlas no se disuelven en el barro.
    Mientras el hombre es niño, Dios quiere que sea inocente.
    Si se preguntase a la enorme ciudad: «¿Quién es éste?», respondería: «Es mi hijo».






    II


    ALGUNOS DE SUS RASGOS PARTICULARES



    El pilluelo de París es el hijo enano de la giganta.
    No exageramos; este querubín del arroyo tiene algunas veces camisa, pero aun entonces no tiene más
    que una; a veces tiene zapatos, pero entonces no tienen suelas; a veces tiene casa, y la ama, porque en ella
    encuentra a su madre; pero prefiere la calle, porque en ella encuentra la libertad. Tiene sus juegos, su
    malicia, cuyo fondo está hecho del odio de los burgueses; sus metáforas propias; morir, en su lenguaje, es
    «comer amargones por la raíz»; sus ocupaciones son proporcionar coches de alquiler, bajar el estribo de
    los carruajes, establecer peaje de una acera a otra en los días de lluvia, lo que llama «hacer puentes de
    las artes», pregonar los discursos de la autoridad en favor del pueblo francés, ahondar las junturas del
    empedrado. Tiene su moneda, que se compone de todos los pedazos de cobre que encuentra en la calle.
    Esta curiosa moneda que toma el nombre de «pingajo», tiene un curso inevitable y muy bien regulado en
    aquella pequeña bohemia de niños.
    En fin, tiene su fauna propia, si se observa cuidadosamente los rincones; la bestia de Dios, el pulgón
    cabeza de muerto, la zancuda, el «diablo», insecto negro que amenaza, retorciendo su cola armada de dos
    cuernos. Tiene su monstruo fabuloso que posee escamas en el vientre sin ser un lagarto, que tiene pústulas
    en el dorso, y no es un sapo, que habita los agujeros de los hornos viejos de cal y de los pozos secos,
    negro, velludo, viscoso, que se arrastra ya lenta ya rápidamente, que no grita, pero que mira, y es tan
    terrible, que nadie lo ha visto jamás; a este monstruo le da el nombre de «el sordo». Buscar sordos en las
    piedras es un placer terrible. Otro placer es levantar el empedrado y ver las cochinillas. Cada región de
    París es célebre por los descubrimientos interesantes que en ella pueden hacerse. Hay tijeretas en los
    almacenes de las Ursulinas, hay ciempiés en el Panteón, renacuajos en el Campo de Marte.
    En cuanto a los dichos, los de este niño son como los de Talleyrand. No es menos cínico que éste,
    pero es más honesto. Está dotado de cierta jovialidad imprevista; desconcierta a los tenderos con su loca
    risa. Su diapasón recorre todos los tonos, desde el elevado drama, hasta el sainete.
    Pasa un entierro; entre los que acompañaban al muerto, va un médico.
    —¡Vaya! —grita un pilluelo—. ¿Desde cuándo los médicos llevan sus obras?
    Otras veces, está en medio de la multitud. Un hombre grave adornado de anteojos se vuelve
    indignado.
    —Bribón, acabas de coger la cintura de mi mujer.
    —¡Yo, señor, registradme!






    III



    ES AGRADABLE



    Por la noche, gracias a algunos sueldos que halla siempre medio de proporcionarse, el homuncio
    entra en un teatro. Al franquear el mágico umbral, se transfigura; era el pilluelo y se convierte en el tití.
    Los teatros son una especie de navío vuelto, con la cala en lo alto. En esta cala es donde se amontonan
    los titíes. El tití es al pilluelo lo que la mariposa a la oruga; el mismo ser, pero volando y cerniéndose.
    Basta que esté allí derramando alegría, con su poderoso entusiasmo, con su palmoteo parecido a un batir
    de alas, para que aquella cala estrecha, fétida, oscura, fea, malsana, repugnante, abominable, se llame el
    Paraíso.
    Dad a un ser lo inútil y quitadle lo necesario y tendréis al pilluelo.
    El pilluelo no carece de cierta intuición literaria. Su tendencia, lo decimos con todo el debido dolor,
    no sería del gusto clásico; es, por naturaleza, poco académico. Puede verse un ejemplo de ello en la
    popularidad de la señorita Mars, popularidad que entre este pequeño público de niños turbulentos estaba
    sazonada con algo de ironía. El pilluelo la llamaba la señorita Muche.
    Este ser vocea, se burla, se mueve, lucha, lleva retazos como un niño pequeño, harapos como un
    filósofo; pesca en los albañales, caza en las cloacas, saca alegría de la inmundicia, azota las calles con
    su locuacidad, husmea, muerde, silba y canta, aclama y vocea, entona el Aleluya con el Matanturlurette,
    salmodia todos los ritmos, desde el De Profundis hasta la Mascarada; encuentra sin buscar, sabe lo que
    ignora, es espartano hasta la ratería, loco hasta la sabiduría, lírico hasta la obscenidad, se acurrucaría en
    el Olimpo, se revuelve en el estiércol, y sale cubierto de estrellas. El pilluelo de París es Rabelais en
    pequeño.
    No está contento con sus pantalones si no tienen bolsillo de reloj.
    Se sorprende muy poco, se asusta menos aún, convierte en cantares las supersticiones, deshincha las
    exageraciones, pregona los misterios, saca la lengua a los aparecidos, despoetiza los fantasmas,
    introduce la caricatura en las hipérboles épicas. Y esto no quiere decir que el pilluelo sea prosaico, muy
    lejos de esto, sino que reemplaza la visión solemne por la fantasmagoría de la farsa. Si Adamastor
    [281] se
    le presentase, el pilluelo diría: «¡Vaya! ¡Espantajo!»














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    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 8 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Lun 25 Nov 2024, 15:14

    ***

    IV



    PUEDE SER ÚTIL



    París empieza en el papanatas y termina en el pilluelo, dos seres que no puede tener ninguna otra
    ciudad; la aceptación pasiva que se satisface con mirar y la iniciativa inagotable; Prudhomme y Fouillou.
    Sólo París tiene estos tipos en su historia natural. El papanatas representa a la monarquía. El pilluelo a la
    anarquía.
    Este pálido hijo de los arrabales de París vive y se desarrolla, se enrosca y se desenrosca en el
    sufrimiento, en presencia de las realidades sociales y de las cosas humanas, como testigo pensativo. Se
    cree a sí mismo indiferente; no lo es. Mira, dispuesto siempre a reír; dispuesto también a otras cosas.
    Preocupaciones, Abuso, Ignominia, Tiranía, Opresión, Fanatismo, Iniquidad, Despotismo, Injusticia,
    ¡guardaos del pilluelo indiferente!
    Este pequeño crecerá.
    ¿De qué arcilla está formado? Del primer fango que se ha encontrado. Un puñado de barro, un soplo y
    tenéis a Adán. Basta que pase Dios. Y un dios ha pasado siempre por el pilluelo. La fortuna trabaja para
    este pequeño ser. Por esta palabra entendemos la aventura. Este pigmeo, amasado con la grosera tierra
    común, ignorante, iletrado, aturdido, vulgar, populachero, ¿será un jonio o un beocio? Esperad, currit
    rota
    [282]
    , el espíritu de París, este demonio que crea a los niños del azar y de los hombres del destino, al
    revés del alfarero latino, hace del cántaro un ánfora.




    V


    SUS FRONTERAS



    El pilluelo ama la ciudad, y ama también la soledad, pues tiene en sí mucho de sabio. Urbis amator,
    como Fuscus ruris amator, como Flaco.
    Andar errante soñando, es decir, deambular, es un buen empleo del tiempo para el filósofo,
    particularmente en esa especie de campiña bastarda, bastante fea, pero extraña y compuesta de dos
    naturalezas que rodea algunas grandes ciudades, especialmente París. Observar sus alrededores es
    contemplar un anfibio. Fin de los árboles, principio de los tejados, fin de la hierba, principio del
    empedrado, fin de los surcos, principio de las tiendas, fin de los baches, principio de las pasiones, fin
    del murmullo divino y principio del rumor humano; de este contraste se extrae un interés extraordinario.
    De aquí los paseos sin objetivo, en apariencia, del soñador por estos lugares de poco atractivo y
    designados siempre por el transeúnte con el epíteto de tristes.
    El que escribe estas líneas ha sido mucho tiempo merodeador de las barreras de París, y para él son
    una fuente de recuerdos profundos. El césped cortado, los senderos pedregosos, aquella greda, aquellas
    margas, aquellos yesos, aquella áspera monotonía de eriales y barbechos, los plantíos de frutas
    tempranas de los hortelanos, descubiertos de repente en el fondo, aquella mezcla de lo campestre y lo
    urbano, los vastos rincones desiertos, donde los tambores de la guarnición dan constantemente ruidosas
    lecciones, haciendo una especie de simulacro incompleto de una batalla, aquellos desiertos de día, y
    ladroneras de noche, el molino suelto que gira a impulsos del viento, las ruedas de extracción de las
    canteras, las tabernas en las esquinas de los cementerios, el encanto misterioso de las grandes tapias
    sombrías que cortan a escuadra inmensos terrenos vagos inundados de sol y llenos de mariposas; todo
    esto le atraía.
    Casi nadie conoce aquellos lugares singulares, la Glaciére, la Cunette, los tristes muros de Grenelle
    acribillados de balazos, el Montparnasse, el Barranco de los Lobos, los Aubiers, sobre la orilla del
    Marne, Montsouris, la Tombe-Issoire, la Pierre-Plate de Chatillon
    [283]
    , donde hay una vieja cantera
    agotada que ya no sirve más que para criar setas, y que forma a flor de tierra una trampa de tapas
    podridas. El campo de Roma es una idea, los alrededores de París, otra; no ver en lo que nos ofrece el
    horizonte más que campos, casas o árboles, es permanecer en la superficie; los aspectos de las cosas son
    pensamientos de Dios. El lugar en que una llanura se une a una población, tiene siempre cierta melancolía
    penetrante. La naturaleza y la humanidad hablarán a la vez, y aparecen las originalidades locales.
    El que ha andado errante como nosotros, en esas soledades contiguas a los arrabales, que podrían
    llamarse los limbos de París, ha descubierto aquí y allá, en el rincón más abandonado, en el momento
    más inesperado, detrás de un seto poco poblado, o en el ángulo de una lúgubre pared, niños agrupados
    confusamente, lívidos, llenos de lodo y de polvo, harapientos, espeluznantes, que juegan al chito,
    coronados de florecillas. Son los niños de familias pobres, escapados. El bulevar exterior es su medio
    respirable; los alrededores les pertenecen. Hacen de ellos el escenario de sus novillos. Allí cantan
    ingenuamente su repertorio de canciones sucias. Allí están, o por mejor decir, allí existen lejos de toda
    mirada, en la suave claridad de mayo o de junio, arrodillados alrededor de un agujero en la tierra,
    jugando a las chinas, disputando por un ochavo, irresponsables, huidos, sueltos, felices; y cuando os
    descubren, se acuerdan de que tienen una industria, de que les hace falta ganarse la vida, y os ofrecen en
    venta una vieja media de lana llena de abejorros, o un manojo de lilas. Estos encuentros de niños
    extraños son una de las más encantadoras y más dolorosas gracias de los alrededores de París.
    Algunas veces, en aquel montón de muchachos, hay algunas niñas —¿son sus hermanas?—, ya casi
    mozas, delgadas, nerviosas, atezadas, llenas de pecas, coronadas de centeno y amapolas, alegres,
    esquivas, descalzas. Algunas comen cerezas entre los trigos. Por la noche, se las oye reír. Estos grupos,
    vivamente iluminados por la luz del mediodía, o entrevistos en el crepúsculo, ocupan largo tiempo al
    pensador, y estas visiones se mezclan con sus pensamientos.
    París, centro, sus alrededores, la circunferencia; para estos niños, éste es todo su mundo. Nunca se
    aventuran más allá. No pueden ya salir de la atmósfera parisiense, como los peces no pueden salir de!
    agua. Para ellos, a dos leguas de las barreras, no hay nada más. Ivry, Gentilly, Arcueil, Belleville,
    Aubervilliers, Ménilmontant, Choisy-le-Roi, Billancourt, Meudon, Issy, Vanvres, Sévres, Puteaux, Neully,
    Gennevilliers, Colombes, Romaiville, Chatou, Asniéres, Bougival, Nanterre, Enghien, Noisy-le-Sec,
    Nogent, Gournay, Drancy, Gonesse; ahí está el fin del universo.




    VI


    UN POCO DE HISTORIA



    En la época casi contemporánea en que transcurre la acción de este libro, no había, como hoy, un
    agente de policía en cada esquina (beneficio que no es ocasión de discutir); los niños errantes abundaban
    en París. Las estadísticas dan una media de doscientos sesenta niños sin asilo, recogidos entonces
    anualmente por las rondas de policía en los terrenos abiertos, en las casas en construcción y bajo los
    arcos de los puentes. Uno de estos nidos, que se hizo famoso, ha producido «las golondrinas del puente
    de Arcóle». Pero éste es el más desastroso de los síntomas sociales; porque todos los crímenes del
    hombre empiezan por el vagabundeo del niño.
    Sin embargo, exceptuamos a París. En una medida relativa, y a pesar del recuerdo que acabamos de
    mencionar, la excepción es justa. Mientras que en todas las demás grandes ciudades un niño vagabundo es
    un hombre perdido, mientras que en casi todas partes el niño entregado a sí mismo está abandonado, en
    algún modo, a una especie de inmersión fatal en los vicios públicos que devoran en él la honestidad y la
    conciencia, el pilluelo de París, insistamos en ello, tan frustrado y tan corrompido en la superficie, se
    halla interiormente casi intacto. Cosa magnífica que debemos hacer constar aquí, y que brilla en la
    espléndida probidad de nuestras revoluciones populares, en la incorruptibilidad que resulta de la idea
    que está en el aire de París como la sal en el agua del océano. Respirar el aire de París conserva el alma.
    Lo que decimos aquí no se opone en manera alguna al encogimiento del corazón que se siente cada
    vez que se encuentra a uno de estos niños alrededor de los cuales parece que se ven flotar los hilos rotos
    de la familia. En la civilización actual, aún tan incompleta, no es muy extraña esta ruptura de la familia,
    perdiéndose en la sombra, ignorando qué se ha hecho de los hijos, y dejando caer sus entrañas en la vía
    pública. De ahí provienen los destinos oscuros. Esto se llama, porque este hecho triste tiene su nombre,
    «ser arrojado a las calles de París».
    Dicho sea de paso, estos abandonos de niños no encontraban oposición en la antigua monarquía. Un
    poco de Egipto y de Bohemia en las bajas regiones era cosa que convenía a las altas esferas, y a los
    poderosos. El odio a la enseñanza de los hijos del pueblo era un dogma. ¿De qué sirven las medias
    luces? Tal era la consigna. El niño vagabundo era el corolario del niño ignorante.
    Por otra parte, la monarquía tenía repetidas veces necesidad de niños, y entonces espumaba las
    calles.
    En tiempos de Luis XIV, para no ir más lejos, el rey quería, con razón, crear una flota. La idea era
    buena. Pero veamos el medio. No podía haber escuadra si al lado del navío de vela, juguete del viento, y
    para remolcarle según conviniera, no se tenía el barco que va a donde se quiera a fuerza de remo o de
    vapor; las galeras eran entonces a la marina lo que hoy son los vapores. Hacían falta, pues, galeras, y
    como las galeras no se mueven sin galeotes, hacían falta también galeotes; y la magistratura se prestaba a
    ello con el mayor gusto. Colbert, por medio de los intendentes de provincias y de los tribunales, hacía
    que hubiera el mayor número posible de galeotes. Un hombre mantenía su sombrero puesto durante una
    procesión, actitud hugonote; se le enviaba a las galeras. Se encontraba un niño en la calle, con tal que
    tuviese quince años y no supiese dónde acostarse, se le enviaba a las galeras. Gran reinado, gran siglo.
    En tiempos de Luis XV, desaparecían los niños de París; la policía los arrebataba, no se sabe para
    qué misterioso destino. Cuchicheábase con espanto acerca de monstruosas suposiciones sobre los baños
    purpúreos del rey. Barbier
    [284] habla cándidamente de estas cosas. Sucedía alguna vez que los policías
    que perseguían a los niños cogían algunos que tenían padres. Los padres, desesperados, atacaban a los
    policías. Intervenía entonces el tribunal, y mandaba ahorcar, ¿a quién? ¿A los policías? No, a los padres.




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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 8 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Lun 25 Nov 2024, 15:16

    ***

    VII



    EL PILLUELO OCUPARÍA UN LUGAR EN LAS CLASIFICACIONES DE LA INDIA



    La pillería parisiense es casi una casta. Podría decirse: no lo es quien quiere.
    Esta palabra, «pilluelo»
    [285]
    , fue impresa por primera vez y pasó del lenguaje popular al lenguaje
    literario en 1834. Apareció en un opúsculo titulado Claude Gueux
    [286]
    . El escándalo fue grande, pero la
    palabra pasó.
    Los elementos que constituyen la consideración de los pilluelos entre sí son muy diversos. Hemos
    conocido y tratado a uno que era muy respetado y muy admirado por haber visto caer a un hombre desde
    lo alto de la torre de Notre-Dame; otro, por haber logrado penetrar en el patio interior donde estaban
    momentáneamente depositadas las estatuas de la cúpula de los Inválidos y haber «afanado» un poco de
    plomo; un tercero, por haber visto volcar una diligencia; otro más, porque conocía a un soldado que por
    poco deja tuerto a un ciudadano.
    Con esto se explica la siguiente exclamación de un pilluelo parisiense, epifonema profundo del que se
    ríe el vulgo sin comprenderlo: «¡Dios de Dios! ¡Tengo yo desgracia! ¡Decir que todavía no he visto caer
    a nadie de un quinto piso!»
    También es notable esta respuesta de un campesino:
    —Vuestra mujer ha muerto de su enfermedad, ¿por qué no habéis llamado a un médico?
    —Qué queréis, nosotros, los pobres, nos morimos nosotros mismos.
    Pero si toda la pasividad del campesino se halla en esta frase, toda la anarquía librepensadora del
    pilluelo de arrabal se descubre en la siguiente. Un condenado a muerte escucha a su confesor en el
    camino del suplicio. El niño de París exclama: «Le habla al clerizonte. ¡Vaya con el capón!»
    Una cierta audacia en materia religiosa da importancia al pilluelo. Ser ingenioso es importante.
    Asistir a las ejecuciones constituye un deber. Señala la guillotina y se ríe. La llama de varios modos:
    «Fin de la sopa», «Soplamocos», «La tía azul» (el cielo), «El último bocado», etc. etc. Para no perderse
    nada del espectáculo, escala los muros, se iza a los balcones, trepa a los árboles, se cuelga de las verjas,
    se abraza a las chimeneas. El pilluelo nace pizarrero así como nace marino. Un tejado no le asusta más
    que un mástil. No hay fiesta que iguale a la de la Gréve. Samsón
    [287] y el abate Montes son dos
    verdaderos nombres populares.
    Se azuza al paciente para animarle. A veces, se le admira. Lacenaire
    [288]
    , pilluelo, viendo morir con
    valor al terrible Dautun, dijo esta frase que encierra un porvenir: «Le tengo envidia». En pillería, no se
    conoce a Voltaire, pero se conoce a Papavoine
    [289]
    . Se mezcla en la misma leyenda a los «políticos» y a
    los asesinos. Se conserva por tradición el recuerdo de los últimos vestidos de todos. Saben que Tolleron
    tenía un gorro de chófer. Avril, un casquete de nutria. Louvel
    [290]
    , un sombrero redondo, que el viejo
    Delaporte era calvo y fue con la cabeza desnuda, que Castaing
    [291] era sonrosado y muy guapo, que
    Bories llevaba una perilla romántica, que Jean Martin conservaba los tirantes y que Lecouffé y su madre
    iban peleándose. «No os echéis en cara el cesto», les gritó un pilluelo. Otro, por ver pasar a Debacker,
    siendo muy pequeño, se subió a la farola del muelle. Un gendarme que estaba allí, frunce el entrecejo.
    «Dejadme subir, señor gendarme —dice el pilluelo. Y para enternecer a la autoridad, añade—: No me
    caeré». «Me importa muy poco que caigas», responde el gendarme.
    Entre la pillería, una desgracia memorable se aprecia mucho. Se llega a la cúspide de la
    consideración si sucede que uno se corta profundamente «hasta el hueso».
    El puño no es un mediocre elemento de respeto. Una de las cosas que el pilluelo dice con más gusto
    es: «Soy muy fuerte». Ser zurdo es envidiable. Ser bizco es cosa estimada.





    VIII



    DONDE SE LEERÁ UNA BUENA OCURRENCIA DEL ÚLTIMO REY



    En verano, se metamorfosea en rana; y por la tarde, cuando cae la noche, delante del puente de
    Austerlitz y de lena, desde lo alto de los montones de carbón y de las barcas de las lavanderas, se arroja
    de cabeza al Sena, infringiendo asombrosamente todas las leyes del pudor y de la policía. Sin embargo,
    los agentes están vigilando, y resulta de ahí una situación muy dramática, que dio lugar una vez a un grito
    fraternal memorable; grito que fue célebre en 1830, y es un aviso estratégico de un pilluelo a otro; se
    mide como un verso de Homero, con una notación casi tan inexplicable como la melopea eleusiaca de los
    panatenaicos. Es éste: Ohé, Titi, ohééé! y adela grippe, y a de la cogne, prends tes zar des et vat'en;
    pásse par Végoüt!
    Algunas veces, este mosquito: —así se califica a sí mismo— sabe leer; algunas veces, sabe escribir,
    y siempre sabe pintarrajear. No duda en adquirir, por medio de una misteriosa enseñanza mutua, todas las
    habilidades que pueden ser útiles a la cosa pública: de 1815 a 1839 imitaba el graznido del pavo; de
    1830 a 1848 pintarrajeaba una pera en las paredes. Una tarde de verano, Luis Felipe, que volvía al
    palacio a pie, vio a uno de estos pequeñuelos, que sudaba y se empinaba para pintar con un carbón una
    gigantesca pera en uno de los pilares de la verja de Neully; el rey, con aquella bondad que heredó de
    Enrique IV, ayudó al pilluelo, acabó la pera, y dio un luis al niño, diciendo: «Ahí también hay una pera».
    Al pilludo le gusta mucho la gresca. Le complace un cierto estado de violencia. Detesta a los «curas». Un
    día, en la calle de la Universidad, uno de estos picarillos hacía muecas burlonas a la puerta cochera del
    número 69.
    —¿Por qué haces esto en esta puerta? —le preguntó alguien que pasaba.
    El niño respondió:
    —Aquí hay un cura.
    Y, en efecto, allí vivía el nuncio del Papa. Sin embargo, cualquiera que sea el volterianismo del
    pilluelo, si se le presenta la ocasión de hacerse monaguillo, tal vez la acepta, y entonces ayuda a misa
    con todo esmero. Hay dos cosas en las que se parece a Tántalo, y que siempre desea sin alcanzar jamás:
    derribar al Gobierno y que le cosan el pantalón.
    El pilluelo perfecto conoce a todos los agentes de policía de París, y sabe, siempre que encuentra a
    alguno, darle su nombre, porque tiene los nombres en la punta de la lengua. Estudia sus costumbres, y
    tiene notas particulares sobre cada uno; lee como en un libro abierto, en las almas de la policía; así os
    podrá decir inmediatamente, y sin tropezar: «Fulano es un traidor»; «Zutano es muy malo»; «Éste es
    grande»; «Aquel otro es ridículo» (todas estas palabras, traidor, malo, grande, ridículo, tienen en su boca
    una acepción particular); «Aquél se imagina que el Pont-Neuf es suyo, y prohíbe a la gente pasearse por
    la cornisa fuera del parapeto»; «Aquél tiene la manía de tirar de las orejas a las personas»; etc., etc.




    IX


    EL VIEJO ESPÍRITU DE LOS GALOS



    Este muchacho existía en Poquelin, hijo de los mercados; existe también en Beaumarchais. La pillería
    es un matiz del espíritu galo. Asociada al buen sentido, le da a veces fuerza como el alcohol al vino.
    Algunas veces, es un defecto. Homero repite en muchas ocasiones lo que ha dicho, es verdad, y puede
    decirse que Voltaire pillea. Camille Desmoulins era de los arrabales. Championnet, que brutalizaba los
    milagros, había salido de las calles de París; de pequeño, había inundado los pórticos de Saint-Jean de
    Beauvais y de Saint-Étienne-du-Mont; había tuteado a la urna de Santa Genoveva para después dar
    órdenes a la redoma de San Genaro.
    El pilluelo de París es respetuoso, irónico e insolente. Tiene feos dientes, porque está mal
    alimentado, y porque su estómago sufre; y buenos ojos, porque tiene ingenio. Delante de Jehová, saltaría
    a pies juntillas las gradas del paraíso. Es fuerte para la lucha a zapatazos. Todos los crecimientos le son
    posibles. Juega en el arroyo, y se levanta en los motines; su descaro persiste ante la metralla; era un
    polizón, y es un héroe; como el tebano, sacude la piel del león; el tambor Bara era un pilluelo de París;
    grita: «¡Adelante!», como el caballo de la Escritura dice: «¡Va!», y en un minuto pasa de rapazuelo a
    gigante.
    Este hijo del cieno es también el hijo de lo ideal. Medid esta envergadura que va de Moliére a Bara.
    En suma, y para resumir, el pilluelo es un ser que se divierte, porque es desgraciado










    511
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    Mensaje por Maria Lua Miér 27 Nov 2024, 18:22

    ***

    X


    ECCE PARÍS, ECCE HOMO[292]


    Para resumir aún, diremos que el pilluelo de París es hoy, como en otro tiempo, el greculus
    [293] de
    Roma, el pueblo niño que tiene en la frente las arrugas del mundo viejo.
    El pilluelo es una gracia para la nación, y al mismo tiempo una enfermedad. Enfermedad que es
    preciso curar. ¿Cómo? Con la luz.
    La luz sana.
    La luz alumbra.
    Todas las generosas irradiaciones sociales salen de la ciencia, de las letras, de las artes, de la
    educación. Formad hombres, formad hombres. Iluminadlos para que os calienten. Pronto o tarde, la
    espléndida cuestión de la educación universal se planteará con la irresistible autoridad de la verdad
    absoluta; y entonces aquellos que gobiernen bajo la vigilancia de la idea francesa tendrán que elegir: los
    hijos de Francia o los pilludos de París; llamas en la luz o fuegos fatuos en las tinieblas.
    El pilluelo representa a París, y París representa al mundo.
    Porque París es un todo. París es el techo del género humano. Esta prodigiosa ciudad es un resumen
    de todas las costumbres vivas y muertas. Quien ve París cree ver lo profundo de toda la historia, con el
    cielo y las constelaciones en los intervalos. París tiene un Capitolio, el Ayuntamiento, un Partenón, NotreDame, un Monte Aventino, el barrio de Saint-Antoine, un Asinarium, la Sorbona, un Panteón, el Panteón,
    una Vía Sagrada, el bulevar de los Italianos, una Torre de los Vientos, la opinión; y reemplaza las
    Gemonías con el ridículo. Su majo se llama faraud, su transtiberino se llama arrabalero, su hammal se
    llama el fuerte del mercado; su lazzarone se llama pegre, y su cockney se llama gandin. Todo lo que está
    en cualquier parte está en París. La verdulera de Dumarsais puede dar la réplica a la vendedora de
    hierbas de Eurípides; el discóbolo Vejanus revive en el bailarín de cuerda Forioso; Terapontigonus Miles
    estaría muy bien del brazo del granadero Vadeboncoeur; Damasippe, el chalán, viviría feliz entre los
    vendedores de trapo y hierro viejo; Vincennes cogería a Sócrates, lo mismo que el Ágora enjaularía a
    Diderot; Grimod de la Reyniére ha descubierto el modo de hacer roastbeef con sebo, como Curtilus
    inventó el erizo asado; vemos reaparecer bajo el globo del Arco de la Estrella el trapecio de Plauto; el
    tragaespadas de Pecilo, inventado por Apuleyo, es tragasables en el Pont-Neuf; el sobrino de Rameau y
    Curculion el parásito corren parejos, Ergaliso podría ser presentado en casa de Cambacérés, por
    Aigrefeuille; los cuatro elegantes de Roma, Alcesimarco, Podromus, Diabolo y Ar-giripo descienden de
    la Curtille a la silla de posta de Labatut; Aulo Gelio no se detuvo más tiempo ante Congrio que Charles
    Nodier ante Polichinela; Marton no es una tigresa, pero Pardalisca no era un dragón; Pantolabio el bufón
    recuerda en el café inglés a Nome-tano el vividor; Hermógenes es tenor en los Campos Elíseos, a su
    alrededor, Trasius, el viejo mendigo vestido de Bobeche, pide limosna; el inoportuno que os detiene en
    las Tullerías por el botón de vuestro traje os hace repetir después de dos mil años el apostrofe de
    Tesprion: «Quis properantem meprehenditpallio»
    [294]
    ; el vino de Suresnes parodia al vino de Alba; el
    vaso lleno de tinto de Désaugiers se equilibra con la gran copa de Balatron; el Pére-Lachaise exhala con
    las lluvias nocturnas los mismos fuegos fatuos que las Esquilias, y la fosa del pobre comprada por cinco
    años equivale al ataúd alquilado del esclavo.
    Buscad cualquier cosa que París no tenga. La cubeta de Trofonio no contiene nada que no esté en la
    de Mesmer; Ergafilas resucita en Cagliostro; el brahmán Vashaphanta se encarna en el conde de SaintGermain; el cementerio de Saint-Médard hace tan buenos milagros como la mezquita Oumoumié de
    Damasco.
    París tiene un Esopo, que es Mayeux, y una Canidia, que es la señorita Lenormand. Se agita como
    Delfos en las realidades fulgurantes de la visión; hace girar las tablas como Dodona los trípodes. Pone a
    la griseta en el trono, como Roma pone a la cortesana; y, en suma, si Luis XV es peor que Claudio, la
    señora Du Barry vale más que Mesalina. París combina en un tipo inaudito que ha vivido, y a cuyo lado
    hemos pasado, la desnudez griega, la úlcera hebraica y la gracia gascona. Mezcla a Diógenes, a Job y a
    Paillase; viste un espectro con números del Constitucional y crea a Chodruc Duelos.
    Aunque Plutarco diga que el tirano no envejece, Roma, en tiempos de Sila y también de Domiciano,
    se resignaba y echaba agua en el vino. El Tíber era un Leteo, si hay que creer el elogio un poco
    doctrinario que de él hacía Varus Vibiscus: «Contra Gracchos Tiberim habemus. Bibere Tiberimy id est
    seditionem oblivisci»
    [295]
    . París bebe un millón de litros de agua diarios, pero esto no le impide, en
    ocasiones, tocar a rebato.
    Por lo demás, París es un buen muchacho. Lo acepta realmente todo; no es escrupuloso en la elección
    de su Venus; su calipigia es hotentote; con tal de reírse, todo lo perdona; la fealdad le divierte; la
    deformidad le alegra, el vicio le distrae; sed divertido y podréis ser divertido; la misma hipocresía, este
    cinismo supremo, le incomoda; es tan literaria que no se tapa la nariz ante Basilio, y no se escandaliza ya
    de las palabras de Tartufo, más que Horacio del «hipo» de Príapo.
    Ningún rasgo de la faz universal le falta al perfil de París. El baile de Mabille, no es la danza
    Janículo; pero en él, la revendedora de trajes atrae con sus miradas a la loreta, exactamente como la
    encubridora Estafila acechaba a la virgen Planesio. La barrera del Com-bat no es un coliseo; pero hay
    allí tanta ferocidad como si mirase César. La hostelera Siriaca tiene más gracia que la tía Saguet, pero si
    Virgilio frecuentaba la taberna romana, David de Angers, Balzac y Charlet se han sentado en el figón
    parisiense. París reina. Los genios brillan en su recinto, los diablos prosperan en él. Adonai pasa por él
    en su carro de doce ruedas de truenos y relámpagos; Sileno hace su entrada en un borrico. Sileno, es
    decir Ramponneau.
    París es sinónimo de Cosmos. París es Atenas, Roma, Síbaris, Jerusalén, Pantin. Todas las
    civilizaciones están albergadas allí, y también todas las barbaries. París sentiría no poseer una guillotina.
    Algo de guillotina es bueno. ¿Qué sería esta fiesta eterna sin esta salsa? Nuestras leyes han provisto
    sabiamente a tal necesidad, y gracias a ellas la cuchilla gotea en este continuo carnaval.




    XI



    BURLARSE ES REINAR



    París no tiene límites. Ninguna otra ciudad posee esta dominación que escarnece alguna vez a los que
    subyuga. «¡Agradaros, oh, atenienses!», gritaba Alejandro. París hace algo más que la ley, hace la moda;
    hace algo más que la moda, hace la rutina. París puede ser estúpido si le place; algunas veces se concede
    este lujo; entonces el universo hace el estúpido con él; luego París se despierta, se frota los ojos, dice:
    «¡Qué estúpido soy!», y estalla en carcajadas a la faz del género humano. ¡Qué maravilla es esta ciudad!
    ¡Qué cosa tan extraña el considerar que lo grandioso y lo burlesco hagan buena amistad; que lo
    majestuoso no se vea empañado por la parodia, y que la misma boca pueda soplar hoy en la trompeta del
    Juicio Final y mañana en una flauta de tallo de cebolla!
    París tiene una jovialidad soberana. Su alegría es el rayo, y su farsa lleva un cetro. Su huracán sale a
    veces de una mueca. Sus explosiones, sus jornadas, sus obras maestras, sus prodigios, sus epopeyas,
    llegan al final del universo, y lo mismo sus tonterías. Su risa es una boca de volcán que salpica toda la
    tierra. Sus lazzi son chispas. Impone a los pueblos sus caricaturas lo mismo que su ideal; los más grandes
    momentos de la civilización humana aceptan sus ironías y prestan su eternidad a sus truhanerías. Es
    soberbio; tiene un prodigioso 14 de julio que libera al globo; obliga a repetir el juramento del Juego de
    Pelota a todas las naciones; su noche del 4 de agosto disuelve en tres horas mil años de feudalismo; hace
    de su lógica el músculo de la voluntad unánime; se multiplica bajo todas las formas de lo sublime; llena
    con su resplandor a Washington, Kosciusko, Bolívar, Botzaris, Riego, Bem, Manin, López, John Brown,
    Garibaldi; está en todas partes donde resplandece el porvenir, en Boston en 1779, en la isla de León en
    1820, en Pesth en 1848, en Palermo en 1860; murmura la poderosa consigna «Libertad» al oído de los
    abolicionistas americanos agrupados en la barca de Harpers Ferry, y al oído de los patriotas de Ancona
    reunidos a la sombra de los Arcos, ante el albergue Gozzi, al borde del mar; crea a Canadis; crea a
    Quiroga; crea a Pisacane; irradia todo lo grande sobre la tierra; yendo al punto donde su soplo los
    empuja, mueren Byron en Missolonghi, y Mazet en Barcelona; es tribuno con Mirabeau y cráter con
    Robespierre; sus libros, su teatro, su arte, su ciencia, su literatura, su filosofía, son los manuales del
    género humano, tiene a Pascal, a Régnier, a Corneille, a Descartes, a Jean-Jacques, a Voltaire, para cada
    minuto, a Moliere para todos los siglos; hace hablar su lengua a la boca universal, y esta lengua se
    convierte en Verbo; construye en todos los espíritus la idea del progreso; los dogmas libertadores que
    forja son, para las generaciones, espadas flameantes, y con la inspiración de sus pensadores y poetas se
    han formado, desde 1789, todos los héroes de todos los pueblos. Pero esto no le impide tener pilluelos; y
    este genio enorme que se llama París, aun transfigurando el mundo con su luz, pinta con carbón la nariz de
    Bougi-nier en la pared del templo de Teseo, y escribe «Crédeville ladrón» sobre las pirámides.
    París muestra siempre sus dientes; cuando no ruge, ríe.
    Así es París. Los humos de sus tejados son las ideas del Universo. Un montón de barro y piedras, si
    se quiere, pero por encima de todo ser moral. Mas que grande, es inmenso. ¿Por qué? Porque se atreve.
    Atreverse; el progreso se obtiene a este precio.
    Todas las conquistas sublimes son, más o menos, premios al atrevimiento. Para que la Revolución se
    verifique, no basta con que Montesquieu la presienta, ni con que Diderot la predique, ni con que
    Beaumarchais la anuncie, ni con que Condorcet la calcule, ni con que Arouet la prepare, ni con que
    Rousseau la premedite; es preciso que Danton se atreva.
    El grito «Audacia», es un fiat lux. Para la marcha hacia delante del género humano es preciso que
    encuentre en las cumbres de la sociedad lecciones permanentes y altivas de valor. La temeridad
    deslumbra a la historia, y es una gran luz para el hombré. La aurora es audaz cuando aparece. Intentar,
    desafiar, persistir, perseverar, ser fiel a sí mismo, hacer frente al destino, asombrar a la catástrofe con el
    poco miedo que nos cause, ora enfrentándose a los poderes injustos ora insultando a la victoria ebria,
    resistir y persistir; he aquí el ejemplo que necesitan los pueblos y la luz que los electriza. El mismo
    formidable relámpago enciende la antorcha de Prometeo que el botafuego de Cambronne.



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    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 8 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Miér 27 Nov 2024, 18:23

    ***


    XII



    EL PORVENIR LATENTE EN EL PUEBLO



    En cuanto al pueblo parisiense, aun cuando sea un hombre hecho, es siempre el pilluelo; pintar al niño
    es pintar la ciudad; y por esto hemos estudiado esta águila en el libre pajarillo.
    En los arrabales es donde principalmente se manifiesta la raza parisiense; allí conserva su pureza;
    allí está su verdadera fisonomía; allí este pueblo trabaja y sufre, y el sufrimiento y el trabajo son los dos
    rostros del hombre. Hay allí cantidades enormes de seres desconocidos donde hormiguean los tipos más
    extraños, desde el descargador de la Rapée, hasta el desollador de Montfaucon. Fex urbis
    [296]
    , exclama
    Cicerón; mob
    [297]
    , añade Burke, indignado; turba, multitud, populacho. Estas palabras se pronuncian muy
    fácilmente. Pero sea. ¿Qué importa?, ¿qué importa que anden con los pies descalzos? No saben leer; tanto
    peor. ¿Los abandonaríais por esto?, ¿haríais de su desgracia una maldición? ¿Acaso la luz no puede
    penetrar en estas masas? Volvamos a este grito: ¡Luz!; obstinémonos en él: ¡luz!, ¡luz! ¿Quién sabe si estos
    seres opacos se harán transparentes? ¿No son transfiguraciones las revoluciones? Andad, filósofos,
    enseñad, ilustrad, iluminad, pensad en voz alta, corred alegres hacia el vivo sol, fraternizad con las
    plazas públicas, anunciad las buenas nuevas, prodigad los alfabetos, proclamad los derechos, cantad las
    marsellesas, sembrad el entusiasmo, arrancad verdes ramas de la encina, haced de la idea un torbellino.
    Esta multitud puede llegar a ser sublime. Sepamos utilizar esta vasta hoguera de principios y de virtudes
    que chisporrotea, estalla y se conmueve a ciertas horas. Esos pies descalzos, esos brazos desnudos, esos
    harapos, esa ignorancia, esa abyección, esas tinieblas, pueden emplearse en conquistar el ideal. Mirad a
    través del pueblo y descubriréis la verdad. Esta vil arena que oprimís bajo los pies, echadla en el horno,
    que se convertirá en espléndido cristal; y gracias a él, Galileo y Newton descubrirán astros.



    XIII


    EL PEQUEÑO GAVROCHE


    Unos ocho o nueve años después de los acontecimientos relatados en la segunda parte de esta
    historia, se observaba en el bulevar del Temple y en las regiones del Cháteau-d’Eau, a un muchachito de
    once a doce años, que habría realizado perfectamente el ideal del pilluelo que hemos bosquejado más
    arriba si, con la sonrisa propia de su edad en los labios, no hubiera tenido el corazón absolutamente
    vacío y sombrío. Este niño llevaba un pantalón de hombre, que no era de su padre, y una camisa de mujer,
    que tampoco era de su madre. Algunas personas lo habían vestido de harapos, por caridad. Sin embargo,
    tenía un padre y una madre. Pero su padre no pensaba en él, y su madre no le quería. Era uno de esos
    niños dignos de piedad entre todos los que tienen padre y madre y son huérfanos.
    Unos ocho o nueve años después de los acontecimientos relatados en la segunda parte de esta
    historia, se observaba en el bulevar del Temple y en las regiones del Cháteau-d’Eau, a un muchachito de
    once a doce años, que habría realizado perfectamente el ideal del pilluelo que hemos bosquejado más
    arriba si, con la sonrisa propia de su edad en los labios, no hubiera tenido el corazón absolutamente
    vacío y sombrío. Este niño llevaba un pantalón de hombre, que no era de su padre, y una camisa de mujer,
    que tampoco era de su madre. Algunas personas lo habían vestido de harapos, por caridad. Sin embargo,
    tenía un padre y una madre. Pero su padre no pensaba en él, y su madre no le quería. Era uno de esos
    niños dignos de piedad entre todos los que tienen padre y madre y son huérfanos.
    Este niño no se sentía en parte alguna tan bien como en la calle. El empedrado le resultaba menos
    duro que el corazón de su madre.
    Sus padres le habían arrojado a la vida de un puntapié, y él había empezado a volar por sí mismo.
    Era un muchacho ruidoso, descolorido, listo, despierto, truhán, de aire vivo y enfermizo. Iba, venía,
    cantaba, jugaba al chito, escarbaba en los arroyos, robaba un poco, pero como los gatos y los pájaros, lo
    hacía alegremente; se reía cuando le llamaban galopín, y se enfadaba cuando lo llamaban granuja. No
    tenía casa, ni pan, ni lumbre, ni amor; pero estaba contento porque era libre.
    Cuando estos pobres seres son ya hombres, casi siempre la rueda del orden social los encuentra y los
    tritura, pero mientras son niños, se escapan porque son pequeños. El más pequeño agujero los salva.
    Sin embargo, por más abandonado que estuviese, sucedía a veces, cada dos o tres meses, que decía:
    «Vaya, voy a ver a mamá». Entonces abandonaba el bulevar, el Circo, la puerta Saint-Martin, y descendía
    a los muelles, cruzaba los puentes, alcanzaba los arrabales, alcanzaba a la Salpétriére y llegaba, ¿dónde?
    Precisamente ante el número 50-52, que el lector ya conoce, el tugurio Gorbeau.
    En esta época, el número 50-52, habitualmente desierto, y adornado eternamente con el cartel
    «Habitaciones por alquilar», se encontraba, cosa rara, habitado por varios individuos, que como sucede
    siempre en París, no tenían ningún vínculo ni relación entre sí.
    Todos pertenecían a esa clase indigente que empieza a partir del último burgués entrampado, y que se
    sumerge, de miseria en miseria, en los bajos fondos de la sociedad, hasta esos seres a los que van a parar
    todas las materias de la civilización; el pocero que limpia el barro, y el trapero que recoge los harapos.
    La «inquilina principal» del tiempo de Jean Valjean había muerto y había sido reemplazada por otra
    similar. No sé qué filósofo dijo: «Nunca faltan viejas».
    Esta nueva vieja se llamaba la señora Burgon, y no tenía nada notable en su vida más que una dinastía
    de tres papagayos, los cuales habían reinado en su alma sucesivamente.
    Los más miserables entre los que vivían en la casa eran una familia de cuatro personas, el padre, la
    madre y dos hijas ya mayores; los cuatro vivían en la misma buhardilla, una de aquellas celdas de las que
    ya hemos hablado.
    Esta familia no ofrecía nada de particular más que su extrema desnudez; el padre, al alquilar la
    habitación, dijo llamarse Jondrette. Algún tiempo después de la mudanza, que se había parecido, usando
    una expresión memorable de la inquilina principal, a la entrada de la nada, este Jondrette había dicho a la
    vieja, que como su antecesora era portera y barría la escalera:
    —Señora Fulana, si alguien viniese por casualidad a preguntar por un polaco, un italiano o un
    español, éste soy yo.
    Esta familia era la familia del alegre pilluelo. Llegaba allí, y encontraba la pobreza, la miseria, y lo
    que es más triste aún, no veía ni una sonrisa; el frío en el hogar, el frío en los corazones. Cuando entraba,
    le preguntaban:
    —¿De dónde vienes?
    Y respondía:
    —De la calle.
    Cuando se iba, le preguntaban:
    —¿Adónde vas?
    Y respondía:
    —A la calle.
    Su madre le decía:
    —Pues, ¿a qué vienes aquí?
    Este niño vivía con la falta de afectos de esas hierbas pálidas que viven en las cuevas. No sufría
    siendo así, y no culpaba de ello a nadie. No sabía exactamente lo que debía ser un padre y una madre.
    Su madre amaba a sus hermanas.
    Hemos olvidado decir que en el bulevar del Temple llamaban a aquel niño Gavroche. ¿Por qué se
    llamaba Gavroche? Probablemente porque su padre se llamaba Jondrette.
    Romper el hilo parece ser el instinto de algunas familias miserables.
    La habitación que ocupaban los Jondrette en el tugurio Gorbeau era la última, al extremo del
    corredor. La celda contigua estaba ocupada por un joven muy pobre, llamado Marius.



    Digamos ahora quien era este señor Marius






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    Mensaje por Maria Lua Miér 27 Nov 2024, 18:26

    ***


    LIBRO SEGUNDO



    EL GRAN BURGUÉS



    I



    NOVENTA AÑOS Y TREINTA Y DOS DIENTES



    En las calles de Boucherat



    [298]
    , de Normandie y de Saintonge, existen aún algunos vecinos antiguos
    que guardan el recuerdo de un buen hombre llamado Gillenormand, y que hablan de él con placer. Este
    buen hombre era un viejo cuando ellos eran jóvenes. Su silueta, contemplada por los que miran
    melancólicamente el vago movimiento de las sombras que se llama pasado, no ha desaparecido aún del
    laberinto de las calles próximas al Temple, a las cuales se dieron en tiempo de Luis XIV los nombres de
    todas las provincias de Francia, así como se dan en nuestros días a las calles del nuevo barrio de
    Tívoli
    [299]
    los nombres de todas las capitales de Europa; en lo que, digámoslo de paso, se hace visible el
    progreso.
    El señor Gillenormand, que vivía aún en 1831, era uno de esos hombres a quienes es curioso ver,
    porque han vivido mucho tiempo, y que son raros, porque antes fueron como todo el mundo y después no
    se parecen a nadie. Era un viejo particular, realmente un hombre de otra edad, el verdadero burgués
    completo y un poco altivo del siglo XVIII, que lleva su burguesía con la misma altivez con que el marqués
    lleva su marquesado. Había sobrepasado los noventa años, andaba derecho, hablaba en voz alta, veía
    claro, bebía seco, comía, dormía y roncaba. Conservaba sus treinta y dos dientes. No se ponía gafas más
    que para leer. Era muy aficionado a las aventuras amorosas, pero afirmaba que hacía ya una docena de
    años que había renunciado decididamente a las mujeres. «Ya no podía gustar», decía; no añadía: «Soy
    demasiado viejo», sino: «Soy demasiado pobre». Decía: «Si no estuviera arruinado… ¿eh?». No le
    quedaba, en efecto, más que una renta de unas quince mil libras. Su sueño era haber heredado, y poseer
    cien mil francos de renta para tener queridas. No pertenecía en absoluto, tal como se ve, a esa variedad
    enfermiza de octogenarios que, como Voltaire, han estado moribundos durante toda su vida; no era la suya
    una longevidad cascada; aquel gallardo viejo estaba siempre fuerte. Era superficial, rápido, iracundo.
    Enfurecíase por cualquier cosa, y muchas veces sin tener razón. Cuando se le contradecía, levantaba su
    bastón; golpeaba a las gentes como en el gran siglo. Tenía una hija de más de cincuenta años, soltera, a
    quien golpeaba a su placer cuando se encolerizaba, y a quien de buena gana hubiera dado azotes. La
    trataba como si tuviera ocho años. Abofeteaba enérgicamente a sus criadas, y decía: «¡Ah, perdida!».
    Uno de sus juramentos era: «¡Por la pantufla de la pantuflada!». Tenía otras costumbres tranquilas muy
    singulares; se hacía afeitar todos los días por un barbero que había estado loco, y que le detestaba,
    porque tenía celos del señor Gillenormand, a causa de su mujer, bonita y coqueta barbera. El señor
    Gillenormand admiraba su propio discernimiento en todo, y se declaraba muy sagaz; he aquí una de sus
    frases: «En verdad, tengo penetración; puedo decir en cuanto me pica una pulga de qué mujer me viene».
    Las palabras que pronunciaba con mayor frecuencia eran: el hombre sensible y la naturaleza. No daba a
    esta última palabra la gran acepción que le ha dado nuestra época. Pero la hacía entrar a su manera en las
    sátiras del hogar: «La naturaleza —decía—, para que la civilización tenga un poco de todo, le da hasta el
    espécimen de una barbarie divertida. Europa tiene muestras de Asia y de África, en miniatura. El gato es
    un tigre de salón, el lagarto es un cocodrilo de bolsillo. Las bailarinas de la Ópera son salvajes de color
    de rosa. No comen a los hombres, pero los chupan; o bien con sus artes los convierten en ostras, y se los
    tragan. Los caribes no dejan más que los huesos, ellas no dejan más que la concha. Tales son nuestras
    costumbres. No devoramos, pero roemos; no exterminamos, pero arañamos».




    II



    A TAL AMO, TAL CASA



    Vivía en el Marais, en la calle de Filles-du-Calvaire, n.° 6. La casa le pertenecía. Esta casa ha sido
    demolida y vuelta a construir luego, y la cifra probablemente ha sido cambiada en la revolución de
    números que experimentaban las calles de París. Ocupaba un antiguo y vasto apartamento del primer
    piso, entre la calle y los jardines, amueblado hasta los techos con grandes tapices de Gobelinos y de
    Beauvais que representaban motivos pastoriles; los temas de los techos y de los paneles se repetían en
    pequeño en los sillones. Envolvía su cama con un vasto biombo de nueve hojas pintadas lacadas de
    Coromandel. Anchas y largas cortinas colgaban de las ventanas y puertas, formando al caer grandes
    pliegues. El jardín, situado inmediatamente bajo sus ventanas, comunicaba con la ventana que estaba en
    la esquina por medio de una escalera de doce o quince peldaños que el buen hombre subía y bajaba
    alegremente. Además de una biblioteca contigua a su habitación, tenía un gabinete que le gustaba mucho;
    retiro galante tapizado con una magnífica alfombra de color paja flordelisada y florida, hecha en las
    galeras de Luis XIV, y encargada por el señor de Vivone a sus presidiarios, para su querida. El señor
    Gillenormand lo había heredado de una hermana de su abuelo materno, mujer de genio áspero, que había
    muerto centenaria. Había tenido dos mujeres. Sus maneras eran un término medio entre las del hombre de
    corte, que jamás había sido, y el hombre de toga, que hubiese podido ser. Era alegre y cariñoso, cuando
    quería. En su juventud había sido de esos hombres a quienes su mujer engaña siempre, y no engaña nunca
    su querida, porque son, a la vez, los maridos más bruscos y los amantes más finos. Era también entendido
    en pintura. En su habitación tenía un magnífico retrato, que no sabía de quién era, pintado por Jordaens,
    hecho a brochazos, con un millón de detalles, como escogidos al azar.
    El traje del señor Gillenormand no era el de Luis XV, ni el de Luis XVI, era el traje de los petimetres
    del Directorio. Se había creído joven hasta entonces, y seguía todavía las modas de aquella época. Era un
    frac de paño fino con grandes solapas, larga cola y grandes botones de acero; calzón corto y zapatos de
    hebilla. Siempre llevaba las manos metidas en el bolsillo. Decía con autoridad: «La Revolución francesa
    es una gavilla de forajidos».



    III


    LUC-INGENIO


    A la edad de dieciséis años, una noche, en la Ópera, había tenido el honor de que le dirigiesen sus
    anteojos dos bellezas a un tiempo, entonces ya maduras, célebres y cantadas por Voltaire: la Camargo y la
    Sallé. Cogido entre dos fuegos, había hecho una retirada heroica hacia una bailarina jovencita llamada
    Nahenry, que tenía, como él, dieciséis años, oscura como un gato, y de quien estaba enamorado. Tenía
    muchos recuerdos, y decía: «¡Qué bonita era aquella Guimard-Guimardini-Guimardinette
    [300]
    , la última
    vez que la vi en Longchamps, con el pelo rizado a lo sentimental, con sus ven-a-verme turquesas, vestido
    de color de recién venida y manguito de agitación!». En su adolescencia había llevado una chaqueta de
    Nain-Londrin de la cual hablaba con gusto y efusión. «Iba vestido como un turco del Levante levantino»,
    decía. La señora de Boufflers, que le había visto por casualidad cuando tenía veinte años, le había
    calificado de «un loco encantador». Se escandalizaba de todos los nombres que oía sonar en política y en
    el poder, creyéndolos bajos y vulgares. Leía los periódicos, las hojas de noticias, las gacetas, como él
    decía, y se ahogaba de risa. «¡Oh! —decía—. ¡Qué gentes son éstas! ¡Corbiére! ¡Humann! ¡Casimir!
    ¡Périer!
    [301]
    , y esto es ministro. Me figuro leer en un periódico: “¡El señor Gillenormand, ministro!”
    ¡Vaya una farsa! Y serían tan tontos que esto no los sorprendería». Llamaba alegremente a todas las cosas
    por su nombre, bueno o malo, y no se cuidaba de que hubieran damas delante. Decía groserías,
    obscenidades y porquerías con tanta tranquilidad e indiferencia que eran casi elegantes. Así se hacía en
    su siglo. Hagamos notar que el tiempo de las perífrasis en verso ha sido el tiempo del lenguaje más crudo
    en prosa. Su padrino había predicho que sería un hombre de genio, y le había dado estos dos nombres
    significativos: Luc-Ingenio



    524
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    y en ese vuelo y en ese sueño
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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 8 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Vie 29 Nov 2024, 09:23

    ***


    IV



    ASPIRANTE A CENTENARIO



    En su infancia, había ganado premios en el colegio de Moulins, donde había nacido, y había sido
    coronado por mano del duque de Nivernais, a quien él llamaba duque de Nevers. Ni la Convención, ni la
    muerte de Luis XVI, ni Napoleón, ni la vuelta de los Borbones, nada había podido borrar el recuerdo de
    esta coronación. El duque de Nevers era para él la gran figura del siglo. «¡Qué gran señor, qué amable —decía—, qué bien le sentaba el cordón azul!». A los ojos del señor Gillenormand, Catalina II había
    reparado el crimen de la repartición de Polonia, comprando por tres mil rublos el secreto del elixir de
    oro a Bestuchef
    [302]
    . Esto le entusiasmaba. «El elixir de oro —exclamaba—, la tintura amarilla de
    Bestuchef, las gotas del general Lamotte, valían en el siglo XVIII a un luis el frasco de media onza, el gran
    remedio contra las catástrofes del amor, la panacea contra Venus. Luis XV enviaba doscientos frascos al
    Papá». Le hubieran exasperado y puesto fuera de sí si le hubieran dicho que el elixir de oro no era otra
    cosa que percloruro de hierro. El señor Gillenormand adoraba a los Borbones, y tenía horror a 1789;
    relataba sin cesar de qué modo se había salvado en el Terror, y cuánto ingenio y humor había necesitado
    para que no le cortasen la cabeza. Si algún joven se atrevía a hacer ante él un elogio de la República, se
    ponía azul y se irritaba hasta el desvanecimiento. Algunas veces, aludiendo a su edad de noventa años,
    decía: «Creo que no veré dos veces el noventa y tres». En otras ocasiones, decía que pensaba vivir cien
    años.





    V


    BASQUE Y NICOLETTE



    Tenía sus teorías. He aquí una de ellas: «Cuando un hombre ama apasionadamente a las mujeres, y
    tiene una mujer propia de quien se cuida poco, fea, de mal genio, legítima, llena de derechos, que cita en
    seguida el Código, y es celosa, no hay más que un medio de librarse de ella, y de vivir en paz, y es dejar
    a la mujer el bolsillo a su disposición. Esta abdicación le hace libre. La mujer se ocupa entonces, hasta
    con pasión, en el manejo de todo, se mancha los dedos de cardenillo, emprende la educación de sus
    criados y la dirección de los colonos, convoca a los procuradores, preside a los notarios, arenga a los
    curiales, visita a los golillas, sigue los procesos, repasa las escrituras, dicta los contratos, se siente
    soberana, vende, compra, arregla, ordena, promete y compromete, ata y desata, cede, concede y
    retrocede, ordena y desordena, atesora y prodiga, hace tonterías, felicidad magistral y personal, y esto la
    consuela. Mientras su marido la desprecia, ella tiene la satisfacción de arruinar a su marido». El señor
    Gillenormand se había aplicado a sí mismo esta teoría, que había concluido por ser, en la práctica, su
    historia. Su mujer, la segunda, había administrado su fortuna de tal modo que el día feliz en que quedó
    viudo sólo tenía lo justamente necesario para vivir, colocándolo todo a renta vitalicia; es decir, unos
    quince mil francos de renta, cuyas tres cuartas partes debían extinguirse con él. No dudó, pues,
    importándole muy poco el cuidado de dejar una herencia. Por otra parte, había visto que los patrimonios
    estaban sujetos a ciertas vicisitudes, y que podían convertirse, por ejemplo, en bienes nacionales; había
    asistido a las conversaciones del tercio consolidado, y creía muy poco en el gran libro
    [303]
    . «Todo esto
    va a parar a la calle Quincampoix»
    [304]
    , decía. Su casa de la calle de Filles-du-Calvarie, lo hemos dicho
    ya, le pertenecía. Tenía dos criadas, «un macho y una hembra». Cuando un criado entraba en su casa, el
    señor Gillenormand le bautizaba de nuevo. Daba a los hombres el nombre de su provincia: Nímois,
    Comtois, Poitevin, Picard. Su último lacayo era un hombre grueso, cansino, de cincuenta y cinco años,
    incapaz de correr veinte pasos, pero como había nacido en Bayona, el señor Gillenormand le llamaba
    Basque. En cuanto a las sirvientas, todas, en su casa, se llamaban Nicolette (incluso la Magnon, de la
    cual se hablará más tarde). Un día, se presentó una altiva cocinera, cordón azul, de la elevada raza de los
    porteros.
    —¿Cuánto queréis al mes? —le preguntó el señor Gillenormand.
    —Treinta francos.
    —¿Cómo os llamáis?
    —Olimpia.
    —Te daré cincuenta francos y te llamarás Nicolette





    VI



    DONDE SE VISLUMBRA A LA MAGNON Y A SUS DOS HIJOS



    En el señor Gillenormand, el dolor se traducía en cólera; estaba furioso por estar desesperado. Tenía
    todos los prejuicios, y se tomaba todas las licencias. Una de las cosas de que se componía su relieve
    exterior y su satisfacción íntima era, como acabamos de indicar, el haberse quedado hecho un viejo
    verde, y pasar decididamente por tal. A esto le llamaba él tener «real fama». La fama real le hacía alguna
    vez objeto de raras aventuras. Un día le llevaron a su casa en una borrica, lo mismo que se lleva un cesto
    de ostras, a un robusto niño recién nacido, que gritaba como un diablo, y estaba muy bien envuelto en
    mantillas, que una sirvienta, arrojada de casa seis meses antes, le atribuía como suyo. El señor
    Gillenormand, tenía entonces sus buenos ochenta y cuatro años. Indignación y clamor en el vecindario. ¿A
    quién quería hacer creer aquello la pícara criada? ¡Qué audacia! ¡Qué abominable calumnia! Pero el
    señor Gillenormand, no sintió cólera alguna. Miró al chiquillo con la amable sonrisa de un hombre
    halagado por la calumnia, y dijo para que todos lo oyeran: «¿Y qué? ¿Qué es esto? ¿Qué hay? ¿Qué
    sucede? Os sorprendéis como unos ignorantes. El señor duque de Angulema, bastardo de Su Majestad
    Carlos IX, se casó a los ochenta y cinco años con una jovencita de quince; el señor Virginal, marqués de
    Alluye, hermano del cardenal de Sourdis, arzobispo de Bordeaux, tuvo a los ochenta y tres años, de una
    doncella de la señora presidenta Jacquin, un hijo, un verdadero hijo de amor, que fue caballero de Malta
    y consejero de Estado de espada; uno de los grandes hombres de este siglo, el abate Tarabaud, es hijo de
    un hombre de ochenta y siete años. Estas cosas no tienen nada de extraordinario. Pues, ¡y la Biblia! Pero
    declaro, a pesar de todo, que este caballerito no es mío. Que lo cuiden, porque él no tiene la culpa». El
    procedimiento era caritativo. La criada, la que se llamaba Magnon, le hizo otro envío al año siguiente.
    Era otro niño. Ante este golpe, el señor Gillenormand capituló. Devolvió a la madre las dos criaturas,
    comprometiéndose a pagar ochenta francos por mes para su manutención, con la condición de que la
    mencionada madre no volviera a las andadas. Añadió: «Quiero que su madre los trate bien. Yo los iré a
    ver de vez en cuando», y así lo hizo. Había tenido un hermano sacerdote, el cual había sido durante
    treinta años rector de la academia de Poitiers, y había muerto a los setenta y nueve años. «Le he perdido
    joven», decía. Este hermano, de quien apenas queda memoria, era un pacífico avaro, que por ser
    sacerdote se creía obligado a dar limosna a los pobres que encontraba, pero no les daba jamás más que
    monedas falsas, o sueldos que no pasaban, encontrando así los medios de ir al infierno por el camino del
    paraíso. En cuanto el señor Gillenormand, el mayor, no comerciaba con la limosna, y la daba con gusto y
    noblemente. Era benevolente, brusco, caritativo, y si hubiera sido rico, su inclinación le habría inducido
    a ser magnífico. Quería que todo lo que le concernía estuviera hecho con grandeza, incluso las
    bribonadas. Un día fue robado en una herencia por un agente de negocios, de una manera grosera y
    visible, y dijo estas palabras solemnes: «¡Oh, qué hecho más sucio! ¡Me avergüenzan esas manos
    puercas!». Todo ha degenerado en este siglo, incluso los pillos. ¡Caramba!, no es de este modo como
    debe robarse a un hombre como yo. Me han robado como en un bosque, pero mal robado. Sylvae sint
    consule dignae
    [305]
    . Había tenido, tal como hemos dicho ya, dos mujeres; de la primera, recibió una hija
    que se quedó soltera, y de la segunda, otra hija, muerta a la edad de treinta años, la cual se había casado,
    por amor o por otra causa, con un soldado de fortuna que había servido en los ejércitos de la República y
    del Imperio, ganando la cruz en Austerlitz y recibiendo el grado de coronel en Waterloo. «Es la
    vergüenza de mi familia», decía el viejo burgués. Tomaba mucho tabaco, y tenía una gracia particular
    para sacudirse la chorrera de encaje con el revés de la ma






    VII



    REGLA: NO RECIBIR A NADIE MÁS QUE POR LA NOCHE


    Tal era el señor Luc-Ingenio Gillenormand, que aún no había perdido sus cabellos, más grises que
    blancos, y estaban siempre peinados en forma de orejas de perro. En suma, y por todo ello, era
    venerable.
    Tenía algo del siglo XVII, era frívolo y grande.
    En los primeros años de la Restauración, el señor Gillenormand, que era aún joven —no tenía más
    que setenta y cuatro años en 1814—, había vivido en el barrio de Saint-Germain, en la calle Servadoni,
    cerca de Saint-Sulpice, y no se había retirado al Marais sino al salir del mundo, ya a los ochenta años
    cumplidos.
    Y al salir del mundo, se había fortificado en sus costumbres. La principal y más invariable era tener
    la puerta absolutamente cerrada durante el día, y no abrirla a nadie más que por la noche. Comía a las
    cinco, y abría después la puerta. Era la moda de su siglo, y no quería oponerse a ella. «El día es la
    canalla —decía—, y no merece más que las puertas cerradas. Las gentes de posición encienden su
    espíritu cuando el cénit enciende sus estrellas». Y se cerraba para todo el mundo, aunque fuese para el
    rey. Vieja elegancia de su tiempo.








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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 8 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Vie 29 Nov 2024, 09:25

    ***

    VIII



    LAS DOS NO FORMAN PAREJA



    En cuanto a las hijas del señor Gillenormand, acabamos de hablar de ellas. Habían nacido con diez
    años de intervalo. En su juventud, se habían parecido muy poco, y tanto por el carácter como por su
    fisonomía, habían sido lo menos hermanas que pudieran ser. La menor, era un alma bellísima, amante de
    todo lo que fuera luz, pensando siempre en las flores, en los versos y en la música, sumida en los
    espacios gloriosos, entusiasta, etérea, unida desde la infancia ideológicamente a una vaga figura heroica.
    La mayor tenía también su quimera; veía en el azul a un asentista, algún gran contratista muy rico, un
    marido espléndidamente tonto, un millón hecho hombre, o bien un prefecto; las recepciones de la
    Prefectura, un ujier de antecámara con la cadena al cuello, los bailes oficiales, las arengas de la alcaldía,
    ser «la señora prefecta», todo ello bullía en su imaginación. Las dos hermanas se extraviaban de este
    modo, cada una en su respectivo sueño, cuando eran jóvenes. Ambas tenían alas; la una como un ángel, la
    otra como un ganso.
    Ninguna ambición llega a realizarse plenamente, al menos aquí en la tierra. Ningún paraíso se
    convierte en terrestre en la época en que nos hallamos. La menor se había casado con el hombre de sus
    sueños, pero había muerto. La mayor no se había casado.
    En el momento en que hace su entrada en la historia que relatamos, era una virtud vieja, una mojigata
    incombustible, una de las narices más agudas y uno de los ingenios más obtusos que pueden encontrarse.
    Detalle característico: fuera del estrecho círculo de su familia, nadie había sabido nunca su nombre de
    pila. Se la conocía por la señorita Gillenormand la mayor.
    En materia de hipocresía, la señorita Gillenormand la mayor hubiese ganado punto a una miss. Era el
    pudor llevado al extremo. Tenía un recuerdo horrible en su vida; un día, un hombre le había visto la liga.
    La edad no había hecho más que aumentar este pudor intransigente. Su pechera no era nunca lo
    bastante opaca, ni subía demasiado. Multiplicaba los broches y los alfileres, allí donde a nadie podía
    ocurrírsele mirar. Lo propio de la mojigatería es poner tantos más centinelas cuanto menos amenazada
    está la fortaleza.
    Sin embargo, y el que pueda explicará estos misterios de la inocencia, se dejaba abrazar sin
    repugnancia por un oficial de lanceros que era sobrino segundo suyo y se llamaba Théodule.
    Prescindiendo de este favorecido lancero, el epíteto «mojigata», bajo el cual la hemos clasificado, le
    era absolutamente propio. La señorita Gillenormand era una especie de alma crepuscular. La mojigatería
    es mitad virtud y mitad vicio.
    Unía a la mojigatería la falsa devoción que es el forro que le conviene. Era de la Cofradía de la
    Virgen, y llevaba un velo blanco en ciertas fiestas, mascullaba oraciones especiales, adoraba la «sagrada
    sangre», veneraba «el sagrado corazón» y permanecía horas enteras en contemplación, ante un altar
    rococó-jesuita en una capilla cerrada a la mayoría de los fieles, y allí dejaba elevarse el alma entre
    pequeñas nubes de mármol y grandes rayos de madera dorada.
    Tenía una amiga de capilla, vieja virgen como ella, la señorita Vaubois, enteramente boba, a cuyo
    lado la señorita Gillenormand tenía el placer de sentirse un águila. Fuera de los Agnus Dei y de los Ave
    María, la señorita Vaubois no sabía más que los diversos modos de hacer confituras. La señorita Vaubois,
    perfecta en su género, era el armiño de la estupidez, sin una sola mancha de inteligencia.
    Digámoslo, la señorita Gillenormand, al envejecer, había ganado más que perdido, como sucede
    siempre con las naturalezas pasivas. No había sido nunca mala, lo cual es una bondad relativa; además,
    los años desgastan los ángulos, y había adquirido la suavidad que da la duración. Era triste, con una
    tristeza oscura cuyo secreto ni ella misma poseía. En toda su persona había el estupor de una vida
    terminada que no había empezado.
    Dirigía la casa de su padre, el señor Gillenormand, quien tenía a la hija a su lado del mismo modo
    que monseñor Bienvenu tenía a su hermana. Estas uniones de un viejo y una vieja soltera no son raras,
    tienen el aspecto siempre tierno de dos debilidades que se sostienen mutuamente.
    Había además en la casa, entre esta vieja soltera y aquel anciano, un niño, un muchacho siempre
    tembloroso y mudo ante el señor Gillenormand, el cual no le hablaba nunca sino con voz severa, y
    algunas veces con el bastón levantado: «¡Aquí, caballero!», «¡Bergante, pillo, acercaos!», «¡Responded,
    tunante!», «¡Que os vea, galopín!», etc., etc.
    Le idolatraba.
    Era su nieto. Ya volveremos a encontrarnos con este niño.




    LIBRO TERCERO



    EL ABUELO Y EL NIETO



    I


    UNA TERTULIA ANTIGUA


    Cuando el señor Gillenormand vivía en la calle Servandoni, frecuentaba varias reuniones muy buenas
    y muy nobles. Aunque era burgués, era muy bien recibido. Como tenía dos clases de ingenio, el que
    poseía realmente y el que se le atribuía, incluso se le buscaba y se le agasajaba. No iba a ninguna parte
    sino con la condición de dominar. Algunas gentes quieren a cualquier precio tener influencia, y que se
    hable de ellos; allí donde no pueden ser oráculos, son bufones. El señor Gillenormand, no era de esta
    naturaleza; su dominación en los salones realistas que frecuentaba no costaba nada a su amor propio. Era
    en todas partes oráculo. A veces rivalizaba con el señor de Bonald, e incluso con el señor Bengy-PuyVallée
    [306]
    .
    Hacia 1817, pasaba invariablemente dos tardes por semana en una casa próxima, en la calle de
    Férou, en casa de la señora baronesa de T., persona digna y muy respetable, cuyo marido había sido en
    tiempos de Luis XVI embajador de Francia en Berlín. El barón de T., que en su vida era sumamente
    inclinado a los éxtasis y a las visiones magnéticas, había muerto arruinado en el destierro, dejando por
    toda fortuna diez volúmenes manuscritos, encuadernados en tafilete encarnado con cantos dorados, que
    contenían memorias muy curiosas sobre Mesmer y su varilla. La señora de T. no había publicado las
    memorias por dignidad, y se sostenía con una pequeña renta, que había salvado no se sabía cómo. La
    señora de T. vivía lejos de la corte, de la sociedad muy mezclada, como ella decía, en un aislamiento
    noble, altivo y pobre. Algunos amigos se reunían dos veces por semana alrededor de su chimenea de
    viuda, y aquello constituía una tertulia realista pura. Tomaban el té y lanzaban, según el impulso del
    viento se dirigiera a la elegía o al ditirambo, gemidos o gritos de horror sobre el siglo, sobre la Carta,
    sobre los bonapartistas, sobre el descenso del cordón azul hasta los plebeyos, sobre el jacobinismo de
    Luis XVIII, y se hablaba en voz baja de las esperanzas que dejaba concebir el hermano del rey, después
    Carlos X.
    Acogíanse allí con arrebatos de alegría las canciones picarescas donde Napoleón era llamado
    Nicolás. Las duquesas más delicadas y las mujeres más encantadoras del mundo se extasiaban oyendo
    coplas como ésta, dirigidas «a los federados»:
    Meteos en los calzones la camisa, que se escapa, no digan que los patriotas levantan
    bandera blanca.
    Divertíanse con juegos de palabras que creían terribles equívocos, que aun siendo inocentes los
    suponían llenos de veneno, con cuartetas e incluso dísticos, como éstos, contra el ministerio moderado de
    Dessolles
    [307]
    , del que formaban parte los señores Decazes y Deserre:
    Para afirmar el trono, conmovido en su base, hay que cambiar de suelos, de sierras y de
    casa.
    O arreglaban la lista de la cámara de los pares, «cámara abominablemente jacobina», y combinaban
    en esta lista las alianzas de nombres con el fin de formar frases como éstas, por ejemplo: «Damas,
    Sabran, Gouvion Saint-Cyr»; todo ello en un tono alegre.
    En aquella tertulia, parodiaban la Revolución. Tenían cierta veleidad para aguzar la misma cólera en
    sentido inverso. Cantaban su Ga ira:
    Ah, ga ira!, ga ira!, ga ira!
    Les buonapartistes a la lanterne.
    Las canciones son como la guillotina, cortan indistintamente, hoy esta cabeza, mañana aquélla. No hay
    más que una variación.
    En el proceso de Fualdés, que ocurrió en aquella época, en 1816, se tomaba partido por Bastide o
    por Jausion, porque Fualdés era bonapartista. Llamábase a los liberales, «los hermanos y amigos», lo que
    equivalía a la mayor injuria.
    Como algunos campanarios de iglesia, el salón de la señora baronesa de T. tenía dos gallos. Uno era
    el señor Gillenormand, y el otro era el conde de Lamothe-Valois del cual se decía al oído con cierto
    respeto: «¿No sabéis? Es el Lamothe del asunto del collar». Los partidos tienen estas amnistías
    singulares.
    Añadamos esto: en la burguesía, las situaciones honorables pierden importancia cuando mantienen
    relaciones con gente de poca valía; es preciso mirar bien con quién se trata, porque así como hay pérdida
    de calórico en la proximidad de un cuerpo frío, también se pierde consideración con el trato de gente
    menos preciada. Pero la parte alta de la sociedad antigua saltaba por encima de esta ley, como por
    encima de los demás. Marigny, hermano de la Pompadour, entraba en casa del príncipe de Soubise. ¿A
    pesar de ser lo que era? No, sino precisamente por ser lo que era. Du Barry, padrino de la Vaubernier,
    era muy bien recibido en casa del señor mariscal de Richelieu. Esa sociedad es el Olimpo. Mercurio y el
    príncipe de Guéménée están ahí como en su casa; se admite al ladrón con tal de que sea Dios.
    El conde de Lamothe, que en 1815 era un anciano de setenta y cinco años, no tenía de notable más que
    su aspecto silencioso y sentencioso, su rostro anguloso y frío, sus maneras perfectamente educadas, su
    traje abotonado hasta la barba y sus largas piernas siempre cruzadas, y metidas en un largo pantalón sin
    gracia alguna, de color tierra de Siena cocida. El color del rostro era el mismo del pantalón.
    Este señor de Lamothe era «muy considerado» en el salón a causa de su celebridad; y cosa extraña,
    pero cierta, a causa también del nombre Valois.
    En cuanto al señor Gillenormand, la consideración de que gozaba era absolutamente de buena clase.
    Había adquirido autoridad. A pesar de su ligereza, y sin que le perjudicase en lo más mínimo su
    galantería, tenía un modo de ser imponente, digno, noble y modestamente altivo que hacía más respetable
    su edad. Nadie llega a ser un siglo andando impunemente. Los años concluyen por rodear la cabeza de
    una aureola venerable.
    Tenía, además, esos dichos que son completamente propios de la escuela clásica. Así, cuando el rey
    de Prusia, después de haber restaurado a Luis XVIII, fue a visitarle con el nombre de conde de Ruppin,
    fue recibido por el descendiente de Luis XIV un poco como marqués de Brandeburgo y con la
    impertinencia más delicada. El señor Gillenormand lo aprobó, diciendo: «Todos los reyes que no son el
    rey de Francia son reyes de provincia». Un día, oyó esta pregunta y esta respuesta: «¿A qué ha sido
    condenado el redactor del Courrier Frangaisb?». «A ser suspendido». «El sus está de más», observó el
    señor Gillenormand. Dichos como éste crean una posición.
    En un Te Deum de aniversario del retorno de los Borbones, al ver pasar a Talleyrand, dijo: «He aquí
    a Su Excelencia el Mal».
    El señor Gillenormand iba casi siempre acompañado de su hija, aquella alta señorita que entonces
    había pasado ya de los cuarenta años y parecía tener cincuenta, y de un guapo niño de siete años, blanco,
    sonrosado, fresco, de alegres e inocentes ojos, el cual, al entrar en el salón, oía murmurar a su alrededor:
    «¡Qué hermoso! ¡Qué lástima! ¡Pobre niño!». Este niño es el mismo de quien hemos hablado hace poco.
    Le llamaban pobre niño porque tenía por padre a «un bandido del Loire»
    [308]
    .
    Este bandido del Loire, del cual hemos hecho ya mención, y al que el señor Gillenormand calificaba
    como la deshonra de la familia, era su yerno.











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    Mensaje por Maria Lua Vie 29 Nov 2024, 09:27

    ***

    II



    UN ESPECTRO ROJO DE AQUEL TIEMPO



    Todo el que hubiera pasado en aquella época, por la pequeña aldea de Vernon y se hubiera detenido
    un momento en aquel hermoso puente monumental, que será sustituido en breve probablemente por algún
    feo puente de hierro, habría podido observar, dirigiendo su vista desde lo alto del parapeto, a un hombre
    de unos cincuenta años, con gorra de badana, vestido con un pantalón y una chaqueta de paño grueso de
    color gris, en la cual llevaba cosida una cosa amarilla que en su tiempo había sido una cinta roja, calzado
    con zuecos y tostado por el sol; de modo que tenía la cara casi negra, y el pelo casi blanco, con una gran
    cicatriz que corría desde la frente hasta la mejilla; encorvado, doblado, envejecido antes de tiempo, se
    paseaba casi todos los días con una azadilla y una podadera en la mano, en uno de esos compartimientos
    rodeados de muros, inmediatos al puente, que bordean como una cadena de terrazas la orilla izquierda
    del Sena, encantadores cercados llenos de flores, de los cuales podría decirse si fueran mucho mayores:
    son jardines, y si fueran un poco más pequeños: son ramilletes. Todos estos cercados terminan, por un
    lado, en el río, y por el otro, en una casa.
    El hombre de la chaqueta y zuecos del que acabamos de hablar, habitaba en 1817 en el más pequeño
    de estos cercados, y en la más humilde de estas casas. Vivía allí solo, silencioso y pobremente con una
    criada, ni joven ni vieja, ni guapa ni fea, ni campesina ni burguesa, que le servía. El cuadrado de tierra
    que él llamaba su jardín era célebre en la ciudad por la hermosura de las flores que en él cultivaba. Las
    flores constituían su ocupación.
    A fuerza de trabajo, de perseverancia, de atención y de cubos de agua, había conseguido crear
    después del creador, y había inventado algunos tulipanes y ciertas dalias que parecían haber sido
    olvidadas por la naturaleza. Era ingenioso; había utilizado antes que Soulange Bodin
    [309]
    la formación de
    montecillos de tierra de brezo para ocultar los raros y preciosos arbustos de América y de la China.
    Desde que asomaba el día, en verano, estaba en las avenidas cavando, cortando, rastrillando, regando,
    paseándose por entre las flores con un aire de bondad, de tristeza y de dulzura, algunas veces soñador, e
    inmóvil durante horas enteras, escuchando el canto de un pájaro en algún árbol, el ruido de un niño en una
    casa, o bien con los ojos fijos en el extremo de una brizna de hierba, en alguna gota de rocío convertida
    por los rayos del sol en un rubí. Comía muy frugalmente, y bebía más leche que vino. Cedía ante un niño,
    y le regañaba su criada. Era tímido hasta parecer arisco, salía raramente, y no veía más que a los pobres
    que llamaban a su ventana, y a su párroco, el cura Mabeuf, un buen hombre anciano. Sin embargo, si los
    habitantes de la ciudad, o algún forastero, curioso por ver sus tulipanes y sus rosas, llamaba a su puerta,
    la abría y sonreía. Este era el «bandido del Loire».
    El que hubiera leído por aquel tiempo las memorias militares, las biografías, el Monitor, y los
    boletines del Gran Ejército, habría quedado sorprendido al ver un nombre repetido con frecuencia, el de
    Georges Pontmercy. Muy joven aún, este Georges Pontmercy había sido soldado del regimiento de
    Saintonge. La Revolución estalló. El regimiento de Saintonge formó parte del ejército del Rin. Los
    antiguos regimientos de la monarquía conservaron los nombres de las provincias aún después de la caída
    del trono, y no fueron reformados hasta 1794. Pontmercy peleó en Spire, en Worms, en Neustadt, en
    Turkheim, en Alzey, en Mayence, donde fue uno de los doscientos que formaban la retaguardia de
    Houchard. Peleó contra el ejército del príncipe de Hesse, detrás de la vieja muralla de Andernach, y no
    se replegó sobre el grueso del ejército sino cuando el cañón enemigo abrió la brecha desde el cordón del
    parapeto hasta la misma escarpa. Estuvo con Kléber en Marchiennes, y en el combate de Mont-Palissel,
    donde le rompió el brazo una bala de cañón. Luego cruzó la frontera de Italia, y fue uno de los treinta
    granaderos que defendieron el desfiladero de Tende con Joubert. Joubert fue nombrado entonces ayudante
    general y Pontmercy subteniente. Pontmercy estuvo al lado de Berthier, en medio de la metralla, en
    aquella jornada de Lodi que hizo decir a Bonaparte: «Berthier ha sido artillero, soldado de caballería y
    granadero». Vio caer a su antiguo general Joubert, en Novi, en el momento en que alzando el sable,
    gritaba: «¡Adelante!». Embarcóse después con su compañía para un asunto del servicio, en un barquillo
    que iba de Génova a otro pequeño puerto de la costa, y cayó en una emboscada de siete u ocho velas
    inglesas. El comandante genovés quería arrojar los cañones al mar, ocultar a los soldados en el
    entrepuente y pasar oculto como un buque mercan te; pero Pontmercy hizo brillar los colores nacionales
    en el mástil del pabellón, y pasó orgullosamente bajo los cañones de las fragatas británicas. Veinte leguas
    más allá, creciendo siempre su audacia, con su barquichuelo atacó y apresó un gran transporte inglés que
    llevaba tropas a Sicilia, tan cargado de hombres y caballos que iba atestado hasta las velas. En 1805,
    pertenecía a la división Malher, que se apoderó de Gunzburgo contra el archiduque Fernando. En
    Wettingen recibió en sus brazos, en medio de una lluvia de balas, al coronel Maupetit herido mortalmente
    en la cabeza, como jefe del 90.° regimiento de dragones; y se distinguió en Austerlitz en aquella
    admirable marcha escalonada hecha bajo el fuego enemigo.
    Cuando la caballería de la guardia imperial rusa destruyó un batallón del 40.° regimiento de línea,
    Pontmercy fue de los que lo vengaron, arrollando a esta tropa. El emperador le concedió la cruz.
    Pontmercy vio caer prisioneros sucesivamente a Wurmser en Mantua, a Mélas en Alejandría, a Mack en
    Ulm. Formó parte del octavo cuerpo del gran ejército, mandado por Morder, y conquistador de
    Hamburgo. Después pasó al regimiento 55.° de línea, que llevaba antes el nombre de Flandes. En Eylau
    estuvo en el cementerio en que el heroico capitán Louis Hugo, tío del autor de este libro, sostuvo sólo
    con su compañía, compuesta de ochenta y tres hombres, durante dos horas, todo el embate del ejército
    enemigo. Pontmercy fue uno de los tres que salieron vivos de aquel cementerio. Estuvo también en
    Friedland. Luego vio Moscú, y luego Beresina, luego Lutzen, y Dresde, y Wachau, y Leipzig, y los
    desfiladeros de Gelenhausen; más tarde, Montmirail, Cháteau-Thierry, Craon, los bordes del Marne, los
    bordes del Aisne, y la temible posición de Laon. En Arnay-le-Duc, siendo capitán, acuchilló a diez
    cosacos, y salvó, no a un general, sino a su cabo. En esta ocasión, fue acuchillado, y le extrajeron
    veintisiete esquirlas del brazo izquierdo. Ocho días antes de la capitulación de París, acababa de
    permutar con un compañero, y de entrar en la caballería, pues tenía lo que en el antiguo régimen se
    llamaba doble mano, es decir, igual aptitud para manejar como soldado el sable o el fusil, y como oficial,
    un escuadrón o un batallón. De esta aptitud, perfeccionada por la educación militar, han nacido ciertos
    cuerpos especiales, los dragones, por ejemplo, que son al mismo tiempo soldados de a pie y de a
    caballo. Acompañó a Napoleón a la isla de Elba. En Waterloo, era jefe de escuadrón de coraceros en la
    brigada Dubois. Fue él quien tomó la bandera del batallón de Lunebourg, y fue a ponerla a los pies del
    emperador. Estaba cubierto de sangre. Al arrancar la bandera, había recibido un sablazo en la cara. El
    emperador, contento, le gritó: «Eres coronel, barón y oficial de la Legión de Honor». Pontmercy
    respondió: «Señor, os lo agradezco por mi viuda». Una hora más tarde, caía en el barranco de Ohain.
    ¿Quién era este Georges Pontmercy? Era el bandido del Loire.
    Ya hemos conocido algo de su historia. Después de Waterloo, Pontmercy, sacado como hemos dicho
    del barranco de Ohain, había conseguido unirse al ejército, y se había arrastrado de ambulancia en
    ambulancia hasta los acantonamientos del Loire.

    La Restauración le dejó a media paga, y luego lo había enviado al cuartel, es decir, sujeto a
    vigilancia, en Vernon. El rey Luis XVIII, considerando como no sucedido todo lo que se había hecho en
    los Cien Días, no le reconoció ni la condición de oficial de la Legión de Honor ni su grado de coronel, ni
    su título de barón; pero él no perdía ocasión de firmar «el coronel barón Pontmercy». No tenía más que
    un viejo traje azul, y no salía nunca sin poner en él la roseta de oficial de la Legión de Honor. El
    procurador del rey le previno que le perseguiría por uso «ilegal» de esta condecoración. Cuando le fue
    transmitido este aviso por un intermediario oficioso, Pontmercy respondió con una amarga sonrisa: «No
    sé ya si soy yo quien no entiende el francés o si sois vos que no lo sabéis hablar, pero el hecho es que no
    comprendo». Luego salió ocho días seguidos con su roseta; nadie se atrevió a molestarle. Dos o tres
    veces el ministro de la Guerra y el general que mandaba el Departamento le escribieron con este sobre:
    «Al señor comandante Pontmercy». Devolvió las cartas sin abrirlas. En ese mismo momento, Napoleón,
    en Santa Elena, trataba del mismo modo las misivas de sir Hudson Lowe, dirigidas al general Bonapárte.
    Pontmercy había terminado, permítasenos la frase, por tener en la boca la misma saliva que el emperador.
    En Roma hubo también soldados cartagineses, prisioneros, que se negaron a saludar a Flaminius, y
    mostraban tener algo del alma de Aníbal.
    Una mañana, encontró al procurador del rey en una calle de Vernon, se dirigió a él y le dijo: «Señor
    procurador del rey, ¿me está permitido llevar mi cicatriz?»
    No tenía más que su mezquina media paga de jefe de escuadrón. Había alquilado en Vernon la casa
    más pequeña que había podido encontrar. Vivía solo, ya acabamos de ver de qué modo. En la época del
    Imperio, y entre dos guerras, tuvo tiempo para casarse con la señorita Gillenormand. El viejo burgués,
    indignado en el fondo, consintió, suspirando y diciendo: «Las familias más importantes se ven obligadas
    a hacer lo mismo». En 1815, la señora Pontmercy, mujer por lo demás de todo punto digna de admiración,
    educada, y digna de su marido, murió, dejándole un niño. Este niño hubiera sido la alegría del coronel en
    su soledad; pero el abuelo había reclamado imperiosamente a su nieto, declarando que si no se le
    entregaba, lo desheredaría. El padre había cedido, en beneficio del pequeño, y al no poder tener a su
    hijo, se dedicó a amar las flores.
    Por lo demás, había renunciado a todo. No se movía ni conspiraba. Repartía su pensamiento entre las
    cosas inocentes que hacía y las cosas grandes que había hecho. Pasaba el tiempo esperando un clavel o
    acordándose de Austerlitz.
    El señor Gillenormand no mantenía relación alguna con su yerno. El coronel era para él un
    «bandido», y él era para el coronel un «necio». El señor Gillenormand sólo hablaba del coronel en raras
    ocasiones, y para hacer alusiones burlonas a su «baronía». Había convenido expresamente que Pontmercy
    no trataría jamás de ver a su hijo ni de hablarle, so pena de que le fuera devuelto desheredado. Para los
    Gillenormand, Pontmercy era un apestado. Querían educar al niño a su manera. El coronel obró mal,
    quizás, al aceptar estas condiciones, pero pasó por ellas, creyendo obrar bien, sacrificándose sólo a sí
    mismo.
    La herencia del tío Gillenormand era poca cosa, pero la herencia de la señorita Gillenormand, la
    mayor, era considerable. Esta tía soltera, era muy rica, por parte materna, y el hijo de su hermana era su
    heredero natural.
    El niño, que se llamaba Marius, sabía que tenía un padre, pero nada más. Nadie abría la boca para
    hablarle de él. Sin embargo, en el mundo en que se desenvolvía su abuelo, los murmullos, las medias
    palabras, los guiños de ojos, con el tiempo, habían llamado la atención del niño, y éste había concluido
    por comprender alguna cosa, y como tomaba naturalmente, por una especie de infiltración y de
    penetración lenta, las ideas y las opiniones que formaban a su alrededor, por decirlo así, una atmósfera,
    llegó, poco a poco, a no pensar en su padre sino lleno de vergüenza, y con el corazón oprimido.
    Mientras iba creciendo en esta atmósfera, cada dos o tres meses el coronel se escapaba, iba
    furtivamente a París como un perseguido por la justicia que ha roto sus cadenas, y se apostaba en SaintSulpice, a la hora en que la Guillenormand llevaba a Marius a misa. Allí, temeroso de que ella se
    volviese, escondido detrás de un pilar, inmóvil y sin atreverse a respirar, miraba a su hijo. Aquel
    hombre, lleno de cicatrices, tenía miedo de una vieja soltera.
    De aquí había provenido su relación con el párroco de Vernon, el abate Mabeuf.
    Este digno sacerdote era hermano de un mayordomo de fábrica de Saint-Sulpice, que había observado
    varias veces a aquel hombre contemplando al niño, y la cicatriz que tenía en la mejilla, y la gruesa
    lágrima que caía de sus ojos. Aquel hombre, de aspecto tan varonil, que lloraba como una mujer, había
    sorprendido al mayordomo, su rostro le había impresionado. Un día que fue a Vernon a ver a su hermano,
    se encontró en el puente con el coronel Pontmercy, y reconoció en él al hombre de Saint-Sulpice. El
    mayordomo habló de ello al cura, y ambos, bajo un pretexto cualquiera, hicieron una visita al coronel,
    visita que fue seguida de otras muchas. El coronel, muy reservado al principio, concluyó por abrir su
    corazón, y el cura y el mayordomo llegaron a saber toda la historia, y cómo Pontmercy sacrificaba su
    felicidad por el porvenir del niño. Aquello hizo que el cura le mirase con veneración y ternura, y el
    coronel, a su vez, tomó afecto al cura. Por otra parte, cuando por casualidad se encuentran un anciano
    sacerdote y un viejo militar, si ambos son sinceros y buenos, nadie se comprende y se amalgama con más
    facilidad que un viejo sacerdote y un viejo soldado. En el fondo, son el mismo hombre. Uno se sacrifica
    por la patria de aquí abajo, y el otro por la patria de lo alto; no hay otra diferencia.
    Dos veces al año, el 1.° de enero, y el día de San Jorge, escribía Marius a su padre cartas obligadas
    que su tía le dictaba, y que hubiéranse dicho copiadas de cualquier formulario; esto era todo lo que
    toleraba el señor Gillenormand; y el padre respondía con cartas llenas de ternura, que el abuelo se
    guardaba en el bolsillo sin leerlas.






    539
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    y en ese vuelo y en ese sueño
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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 8 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Sáb 30 Nov 2024, 08:23

    ***

    III


    REQUIESCANT



    [310]
    El salón de la señora de T. era todo lo que Marius Pontmercy conocía del mundo. Era la única
    abertura por donde podía mirar la vida. Esta abertura era oscura, y recibía por ella más frío que calor,
    más niebla que luz.
    Este niño, que era la alegría y la luz, al entrar en este mundo extraño, adquirió en poco tiempo una
    gran tristeza, y lo que es aún más contrario a su edad, gravedad. Rodeado de todas aquellas personas
    importantes y singulares, miraba a su alrededor con una sorpresa seria. Todo contribuía a aumentar en él
    aquel estupor. En el salón de la señora de T. había nobles y ancianas damas muy venerables, que se
    llamaban Mothan, Noé, Lévis, que se pronunciaba Levi, Cambis, que se pronunciaba Cambyse. Aquellas
    caras antiguas y aquellos nombres bíblicos se mezclaban en la cabeza del niño con el Antiguo
    Testamento, que se aprendía de memoria, y cuando estaban todas sentadas en círculo, alrededor de una
    lumbre moribunda, iluminadas apenas por una lámpara de pantalla verde, con sus severos perfiles, sus
    cabellos grises o blancos, sus largos vestidos de otra época, en los que no se distinguían más que colores
    lúgubrés, dejando caer a intervalos palabras majestuosas y graves a la vez, el niño Marius las
    contemplaba con ojos azorados, creyendo ver en ellas, no mujeres, sino patriarcas y magos, no seres
    reales, sino fantasmas.
    Con estos fantasmas se mezclaban varios curas, que frecuentaban aquel viejo salón, y algunos
    gentilhombres; el marqués de Sassenay, secretario de órdenes de la señora de Berry, el vizconde de
    Valory, que publicaba, bajo el seudónimo de Charles-Antoine, odas monorrimas, el príncipe de
    Beauffremont, que, aun siendo bastante joven, tenía ya cabellos grises, y una mujer bonita y de talento,
    cuyos trajes de terciopelo escarlata con trencilla de oro, muy escotados, escandalizaban aquellas
    tinieblas; el marqués de Coriolis d’Espinouse, el hombre de Francia, que sabía mejor que nadie «la
    urbanidad proporcionada», el conde de Amendre, buen hombre de semblante benévolo, y el caballero de
    Port-de-Guy, pilar de la Biblioteca del Louvre, llamada el gabinete del rey. El señor Port-de-Guy, calvo
    y más bien envejecido que viejo, contaba que en 1793, a la edad de dieciséis años, había sido condenado
    a presidio por refractario, y atado a la misma cadena que un octogenario, el obispo de Mirepoix,
    refractario a su vez, pero como sacerdote, mientras que él lo era como soldado. Era en Tolón. Su trabajo
    era ir a recoger por la noche, del cadalso, las cabezas y los cuerpos de los guillotinados durante el día;
    llevaban a cuestas aquellos troncos destilando sangre, y sus capas rojas de presidiarios tenían detrás de
    la nuca una costra de sangre, seca por la mañana y húmeda por la noche. Estos relatos trágicos abundaban
    en el salón de la señora de T.; y a fuerza de maldecir a Marat, se aplaudía a Trestaillon. Algunos
    diputados de los llamados «introuvables», hacían su partida de whist; eran el señor Thibord du Chalard,
    el señor Lemarchant de Gomicourt y el señor Cornet-Dincourt. El bailío de Ferrette, con sus calzones
    cortos y sus piernas delgadas, entraba de paso alguna vez en el salón, al ir a casa del señor Talleyrand.
    Había sido compañero de locuras del señor conde de Artois, y a la inversa de Aristóteles, acurrucado
    bajo Campaspe, había hecho andar a la Guimard a cuatro patas, y por consiguiente había demostrado ante
    la historia cómo puede quedar vengado un filósofo por un bailío.
    En cuanto a los sacerdotes, eran el abate Halma, el mismo a quien el señor Larose, su colaborador en
    El rayo, decía: «¡Bah! ¿Quién no tiene cincuenta años? Solamente algún boquirrubio»; el abate Letouneur,
    predicador del rey, el abate Frayssinous, que no era aún conde ni obispo, ni ministro, ni par, y que
    llevaba una vieja sotana, donde faltaban algunos botones, y el abate Keravenant, párroco de SaintGermain-des-Prés; además, el nuncio del Papa, entonces monseñor Macchi, arzobispo de Nisibis, y más
    tarde cardenal, notable por su larga nariz pensativa, y otro monseñor llamado abate Palmierí, prelado
    doméstico, uno de los siete protonotarios de la Santa Sede, canónigo de la insigne basílica liberiana,
    abogado de los santos, postulatore di santi, lo cual atañe a los asuntos de canonización y significa, poco
    más o menos, postulador o receptor de las solicitudes de la sección del paraíso; finalmente, dos
    cardenales, el señor de la Luzerne y el señor de Clermont-Tonnerre. El señor cardenal de la Luzerne era
    escritor y tendría, algunos años más tarde, el honor de firmar algunos artículos en el Conservateur, al
    lado de Chateaubriand. El señor de Clermont-Tonnerre era arzobispo de Toulouse, y solía ir con
    frecuencia a París a pasar una temporada a casa de su sobrino el marqués de Tonnerre, que ha sido
    ministro de Marina y de Guerra. El cardenal de Clermont-Tonnerre era un viejo alegre, que enseñaba sus
    medias rojas levantando su sotana; su especialidad era odiar la Enciclopedia y jugar locamente al billar,
    y la gente que por entonces pasaba en las noches de verano por la calle de Madame, donde entonces se
    hallaba la mansión de Clermont-Tonnerre, se detenía para oír el choque de las bolas y la voz aguda del
    cardenal gritando a su conclavista, monseñor Cottret, obispo in partibus de Caryste: «Apunta, abate, que
    he hecho carambola». El cardenal de Clermont-Tonnerre había sido presentado en casa de la señora de T.
    por su más íntimo amigo, el señor de Roquelaure, antiguo obispo de Senlis, y uno de los cuarenta. El
    señor de Roquelaure era notable por su alta estatura y su asiduidad a la Academia; a través de la puerta
    vidriera de la sala contigua a la biblioteca, donde la Academia francesa celebraba entonces sus sesiones,
    los curiosos podían contemplar todos los jueves al antiguo obispo de Senlis, habitualmente en pie, recién
    empolvado, con medias violeta, y vuelto de espaldas a la puerta, aparentemente para dejar ver mejor su
    alzacuello. Todos los eclesiásticos, que eran tan cortesanos como hombres de iglesia, aumentaban la
    gravedad de la tertulia de T., en la cual cinco pares de Francia, el marqués de Vibraye, el marqués de
    Talaru, el marqués de Herbouville, el vizconde de Dambray y el duque de Valentinois, acentuaban el
    aspecto señorial.
    Este duque de Valentinois, aunque era príncipe de Monaco, es decir, príncipe soberano extranjero,
    tenía formada tan alta idea de Francia y de la dignidad de par que todo lo veía a través de ambas cosas, y
    solía decir: «Los cardenales son los pares de Francia de Roma, los lores son los pares de Francia de
    Inglaterra». Por lo demás, como la Revolución en este siglo debe entrar en todas partes, aquel salón
    feudal estaba, según hemos dicho, dominado por un hombre de la clase media. El señor Gillenormand
    reinaba allí.
    Aquélla era la esencia y la quintaesencia de la sociedad parisiense blanca. Allí se ponían en
    cuarentena los nombres más conocidos, aunque fueran realistas. En la fama hay siempre algo de anarquía.
    Si Chateaubriand hubiera entrado allí, habría producido el efecto del Pére Duchesne. Sin embargo,
    algunos arrepentidos entraban por tolerancia en este mundo ortodoxo. El conde Beugnot, alto funcionario,
    fue admitido a título de corrección.
    Los salones «nobles» de hoy no se parecen en nada a aquellos salones de entonces. El barrio Saint-
    Germain de hoy huele a hereje. Los realistas de ahora son demagogos, digámoslo en elogio suyo.
    En casa de la señora T., el mundo era superior, el gusto era exquisito y altivo, bajo una gran cortesía.
    Las costumbres llevaban consigo toda clase de refinamientos involuntarios, que eran el antiguo régimen
    enterrado pero vivo. Algunas de estas costumbres, especialmente en el lenguaje, eran muy caprichosas.
    Los observadores superficiales hubieran tomado por provincialismos lo que no eran más que antiguallas.
    Llamar a una dama la señora generala y la señora coronela no era del todo inusitado. La encantadora
    señora de Léon, en recuerdo sin duda de las duquesas de Longueville y de Chevreuse, prefería este
    apelativo a su título de princesa. La marquesa de Créquy, a su vez, se hacía llamar la señora coronela.
    Fue en este pequeño círculo aristocrático donde se inventó el refinamiento de decir siempre, al hablar
    del rey en la intimidad, «el rey», en tercera persona, y no decir nunca «Vuestra Majestad», porque esta
    calificación había sido profanada por el «usurpador».
    Allí se juzgaban los hechos y a los hombres. Se burlaban de la época, lo cual los dispensaba de
    comprenderla. Auxiliábanse en el asombro. Se comunicaban la cantidad de luz que cada uno poseía.
    Matusalén enseñaba a Epiménides
    [311]
    . El sordo ponía al corriente al ciego. Declaraban como no pasado
    el tiempo transcurrido desde Coblenza. Así como Luis XVIII estaba, por la gracia de Dios, en el
    vigésimo quinto año de su reinado, los exiliados estaban, de derecho, en el vigésimo quinto año de su
    adolescencia.

    Todo era armonioso; nada había vivido demasiado; la palabra era apenas un soplo; el periódico, de
    acuerdo con el salón, parecía un papiro. Había algunos jóvenes, pero estaban casi muertos. En la
    antecámara, las libreas estaban muy gastadas. Estos personajes, completamente pasados, tenían criados
    del mismo estilo. Todos tenían el aire de haber vivido hacía largo tiempo, y de obstinarse contra el
    sepulcro. Conservar, Conservación, Conservador, era éste, poco más o menos, todo su diccionario.
    «Estar en buen olor» era lo que les importaba. Y, en efecto, las opiniones de aquellos grupos venerables
    estaban embalsamadas, y las ideas olían a nardo. Era un mundo momificado. Los dueños estaban
    embalsamados, los criados empajados.
    Una digna marquesa vieja, exiliada y arruinada, no tenía más que una criada, y seguía diciendo: «Mis
    criados».
    ¿Qué se hacía en el salón de la señora T.? Eran ultras.
    Ser ultra; esta palabra, sea cual fuese su significado, y aunque tal vez no haya desaparecido, ya no
    tiene sentido hoy en día. Expliquémosla.











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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 8 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Sáb 30 Nov 2024, 08:25

    ***
    Ser ultra es ir más allá; es hacer la guerra al centro en nombre del trono y a la mitra en nombre del
    altar; es maltratar lo que se arrastra; es arrojarse en el tiro de caballos para que vayan más de prisa; es
    censurar la hoguera porque quema poco a los herejes; es reprender al idólatra por su poca idolatría; es
    insultar por exceso de respeto; es no encontrar bastante papismo en el Papa, ni bastante realeza en el rey,
    y demasiada luz en la noche; es estar descontento del alabastro, de la nieve, del cisne y de la azucena, en
    nombre de la blancura; es ser partidario de las cosas hasta el punto de ser su enemigo; es llevar el pro
    hasta el contra.
    El espíritu ultra caracteriza especialmente la primera fase de la Restauración.
    No hay nada en la historia semejante al cuarto de hora que empieza en 1814 y termina en 1820, con el
    advenimiento del señor de Villéle, el hombre práctico de la derecha. Estos seis años fueron un momento
    extraordinario, ruidoso y triste a la vez, risueño y sombrío, iluminado como por la claridad del alba, y al
    mismo tiempo cubierto por las tinieblas de las grandes catástrofes que llenaban aún el horizonte y se
    sumergían lentamente en el pasado. Hubo en aquella luz y en aquella sombra todo un pequeño mundo
    nuevo y viejo, bufón y triste, juvenil y senil, frotándose los ojos; nada se parece tanto al despertar como
    el retorno; era un grupo que contemplaba a Francia con humor y al que Francia miraba con ironía; viejos
    búhos, marqueses finchados, los que desaparecen y los aparecidos, los «ex» sorprendidos de todo,
    buenos y nobles aristócratas, sonriendo por estar en Francia, y llorando al mismo tiempo, sorprendidos
    de volver a ver a su patria, y desesperados por no encontrar su monarquía; la nobleza de las cruzadas
    despreciando a la nobleza del Imperio, es decir, la nobleza de la espada; las razas históricas que habían
    perdido el significado de la historia; los hijos de los compañeros de Carlomagno desdeñando a los
    compañeros de Napoleón. Las espadas, como acabamos de decir, se enviaban recíprocamente insultos; la
    espada de Marengo era odiosa y no era más que un sable. Antiguo desconocía a Ayer. No se tenía el
    sentimiento de lo grande, ni el sentimiento de lo ridículo, y hubo quien llamó Scapin a Bonaparte. Este
    mundo ya no existe. Nada queda hoy de él, repitámoslo. Cuando sacamos de él por casualidad alguna
    figura, y tratamos de hacerla revivir por medio del pensamiento, nos parece extraño, como un mundo
    antediluviano. Y es que, en efecto, ha sido sumergido también por un diluvio. Ha desaparecido bajo dos
    revoluciones. ¡Qué olas tan poderosas las ideas! ¡Cómo cubren rápidamente todo lo que deben destruir y
    sepultar, en cumplimiento de su misión, y cuán pronto excavan terribles profundidades!
    Tal era la fisonomía de los salones en aquellos tiempos lejanos y cándidos, en los que el señor
    Martainville tenía más agudeza que Voltaire
    [312]
    .
    Estos salones tenían una política y una literatura propias. Creían en Fiévée. El señor Agier dictaba
    ley; comentábase al señor Colnet, el publicista que vendía libros viejos en los muelles Malaquais.
    Napoleón era conocido solamente con el nombre de Ogro de Córcega. Más tarde, la entrada en la historia
    del señor marqués de Buonaparte, lugarteniente general de los ejércitos del rey, fue una concesión al
    espíritu del siglo.
    Estos salones no se conservaron puros durante mucho tiempo. Desde 1818, empezaron a germinar en
    ellos algunos doctrinarios de matiz sospechoso, que tenían por sistema ser realistas, disculpándose de
    serlo. Allí donde los ultras estaban orgullosos, los doctrinarios estaban un poco avergonzados. Tenían
    ingenio, y guardaban silencio. Su dogma político estaba convenientemente aderezado de gravedad;
    debían, pues, triunfar. Lucían, muy útilmente por los demás, excesos de corbata blanca y de traje
    abotonado. El error o la desgracia del partido doctrinario ha sido crear una juventud envejecida.
    Adoptaban posturas de sabios; soñaban en injertar en el principio absoluto y excesivo un poder templado.
    Se oponían, y alguna vez con rara inteligencia, al liberalismo conservador; y se les oía decir: «Gracia
    para el realismo; nos ha prestado más de un servicio. Nos ha traído la tradición, el culto, la religión, el
    respeto. Es fiel, valiente, caballeresco, amante, leal. Viene a mezclar, aunque con pesar, las nuevas
    grandezas de la nación con las grandezas seculares de la monarquía. Tiene la desgracia de no comprender
    la revolución, el imperio, la gloria, la libertad, las nuevas ideas, las nuevas generaciones, el siglo. Pero
    este defecto que tiene, respecto a nosotros, ¿no lo tenemos nosotros algunas veces también respecto a él?
    La revolución de la que todos somos herederos debe tener la inteligencia de todos. El contrasentido del
    liberalismo es atacar al realismo. ¡Qué falta, y qué ceguera! La Francia revolucionaria no tiene respeto
    por la Francia histórica, es decir, por su madre, es decir, por sí misma. Después del 5 de septiembre, se
    trata a la nobleza de la monarquía como después del 8 de julio
    [313] se trataba a la nobleza del imperio.
    Ellos han sido injustos con el águila, nosotros somos injustos con la flor de lis. ¡Siempre se desea tener
    algo que proscribir! ¿Es útil desdorar la corona de Luis XIV, raspar el escudo de Enrique IV? ¡Nos
    burlamos del señor de Vaublanc, que borraba las N del puente de Léna! ¿Y qué hacía? Lo que hacemos
    nosotros. Bouvines nos pertenece lo mismo que Marengo. Las flores de lis son nuestras, lo mismo que las
    N. Este es nuestro patrimonio. ¿Por qué disminuirlo? No debemos renegar de la patria, ni de lo pasado, ni
    de lo presente. ¿Por qué no hemos de admitir toda la historia? ¿Por qué no hemos de amar a toda
    Francia?»
    De este modo los doctrinarios criticaban y protegían al realismo, descontento de ser criticado y
    furioso por ser protegido.
    Los ultras caracterizaron la primera época del realismo; la congregación caracterizó a la segunda. A
    la pasión, sucedió la habilidad. Terminemos aquí este bosquejo.
    En el curso de esta narración, el autor de este libro ha encontrado en su camino este momento curioso
    de la historia contemporánea; al pasar ha debido dirigir una mirada y trazar alguno de los perfiles
    singulares de esta sociedad hoy desconocida. Pero lo hace rápidamente, y sin ninguna idea amarga o
    burlesca. Algunos recuerdos, afectuosos y respetuosos, pues se refieren a su madre, le unen a este
    pasado. Por otra parte, digámoslo, aquel pequeño mundo tenía su grandeza. Podemos sonreímos, pero no
    despreciarle ni odiarle. Era la Francia de otro tiempo.
    Marius Pontmercy hizo, como todos los niños, algunos estudios. Cuando salió de las manos de la tía
    Gillenormand, su abuelo lo confió a un digno profesor de la más pura inocencia clásica. Aquella joven
    alma que empezaba a abrirse pasó de una mojigata a un pedante. Marius tuvo sus años de colegio, y luego
    entró en la escuela de derecho. Era realista, fanático y austero. Amaba muy poco a su abuelo, cuya
    alegría y cinismo le incomodaban, y era sombrío en lo que se refiere a su padre.
    Por lo demás, era un joven entusiasta y frío, noble, generoso, orgulloso, religioso, exaltado; digno
    hasta la dureza, puro hasta ser insociable.




    IV


    FIN DEL BANDIDO



    La terminación de los estudios clásicos de Marius coincidió con la salida del mundo del señor
    Gillenormand. El anciano dijo adiós al barrio de Saint-Germain y a las reuniones de la señora T. y fue a
    establecerse en el Marais, en su casa de la calle Filles-du-Calvaire. Tenía por criados, además del
    portero, a la doncella Nicolette, que había sucedido a la Magnon, y al vasco sin aliento y cansino del cual
    hemos hablado algunas páginas antes.
    Marius acababa de cumplir diecisiete años en 1827 cuando un día, al volver a su casa, vio a su
    abuelo con una carta en la mano.
    —Marius —le dijo el señor Gillenormand—, mañana partirás para Vernon.
    —¿Para qué? —preguntó Marius.
    —Para ver a tu padre.
    Marius se estremeció. Había pensado en todo excepto en aquello, en que podría llegar un día en que
    tuviese que ver a su padre. No podía encontrar nada más inesperado, más sorprendente, y digámoslo, más
    desagradable. Era la antipatía obligada a convertirse en simpatía. No era un disgusto, sino un trabajo
    fatigoso.
    Marius, además de sus motivos de antipatía política, estaba convencido de que su padre, el
    militarote, como le llamaba el señor Gillenormand en los días de mayor amabilidad, no le amaba; esto
    era evidente, puesto que lo había entregado a otros. Creyendo que no era amado, no amaba. No hay nada
    tan normal, se decía.
    Se quedó tan estupefacto que no preguntó nada al señor Gillenormand.
    El abuelo añadió:
    —Parece que está enfermo. Te llama.
    Y tras un silencio, dijo:
    —Partirás mañana por la mañana. Creo que hay en la plaza de Fontaines
    [314]
    , un coche que parte a las
    seis y llega por la noche. Tómalo; dice que corre prisa.
    Luego arrugó la carta y se la metió en el bolsillo.
    Marius hubiera podido partir aquella misma noche, y estar al lado de su padre al día siguiente por la
    mañana. Una diligencia de la calle Bouloi hacía, en aquella época, el viaje a Rouen, de noche, y pasaba
    por Vernon. Pero ni el señor Gillenormand ni Marius pensaron en informarse.
    Al día siguiente al anochecer, llegaba Marius a Vernon. Empezaban a encenderse las luces. Preguntó
    al primer transeúnte: «¿La casa del señor Pontmercy?». Porque, en su fuero interno, era de las mismas
    ideas que la Restauración, y no reconocía a su padre como barón ni como coronel.
    Le indicaron la casa. Llamó; una mujer fue a abrirle, con una lamparilla en la mano.
    —¿El señor Pontmercy? —preguntó Marius.
    La mujer quedóse inmóvil.
    —¿Es aquí? —preguntó Marius.
    La mujer hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
    —¿Podría hablarle?
    La mujer hizo un signo negativo.
    —Es que soy su hijo —dijo Marius—. Me está esperando.
    —Ya no os espera —dijo la mujer.
    Entonces, él se dio cuenta de que lloraba.
    La mujer le señaló con el dedo la puerta de una sala baja, donde entró.
    En esta sala, iluminada por una vela de sebo colocada encima de la chimenea, había tres hombres;
    uno de pie, uno de rodillas y el tercero en el suelo, echado cuan largo era sobre los ladrillos. El que
    estaba en el suelo era el coronel.
    Los otros dos eran el médico y un sacerdote que oraba.
    El coronel había sido atacado hacía tres días por una fiebre cerebral. Al principio de la enfermedad,
    teniendo un mal presentimiento, había escrito al señor Gillenormand para llamar a su hijo. La enfermedad
    se había agravado. La tarde misma de la llegada de Marius a Vernon, el coronel había tenido un acceso
    de delirio; se había levantado de la cama, a pesar de la oposición de la criada, gritando: «¡Mi hijo no
    llega! ¡Voy a buscarle!». Luego había salido de su habitación y había caído sobre las losas de la
    antecámara. Acababa de expirar.
    Habían llamado al médico y al párroco. El médico había llegado demasiado tarde, y también el
    párroco. El hijo también había llegado demasiado tarde.
    A la luz crepuscular de la vela, se distinguía sobre la mejilla del coronel yacente una gruesa lágrima
    que había caído de su ojo muerto. El ojo se había apagado, pero la lágrima no se había secado. Aquella
    lágrima era la tardanza de su hijo.
    Marius contempló a aquel hombre a quien veía por vez primera y última, aquel rostro venerable y
    varonil, aquellos ojos abiertos que ya no veían, aquellos cabellos blancos, aquellos miembros robustos
    sobre los que se distinguían, aquí y allá, manchas oscuras que eran sablazos, y una especie de estrellas
    rojas que eran balazos. Contempló aquella gigantesca cicatriz que imprimía un sello de heroísmo sobre
    aquel rostro en el que Dios había impreso la bondad. Pensó que aquel hombre era su padre, y que había
    muerto, y permaneció inmóvi





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    y en ese vuelo y en ese sueño
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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 8 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Sáb 30 Nov 2024, 08:28

    ***


    La tristeza que sentía era la que hubiera sentido ante cualquier otro hombre al que hubiera visto
    tendido y muerto.
    El duelo, un duelo punzante, estaba en aquella habitación. La sirvienta se lamentaba en un rincón, el
    párroco oraba, y se le oía sollozar, el médico se secaba los ojos; el propio cadáver lloraba.
    El médico, el cura y la mujer miraban a Marius a través de su aflicción, sin pronunciar una sola
    palabra; él era allí el extraño. Marius, poco emocionado, se sentía avergonzado en una situación
    embarazosa; tenía el sombrero en la mano, y lo dejó caer al suelo para hacer creer que el dolor le quitaba
    la fuerza necesaria para sostenerlo.
    Al mismo tiempo experimentaba como un remordimiento, y se despreciaba por obrar así. Pero ¿era
    culpa suya? ¡No, amaba a su padre! ¿Y qué?
    El coronel no dejaba nada. La venta del mobiliario pagó apenas el entierro. La sirvienta encontró un
    pedazo de papel que entregó a Marius. En él estaba escrito esto, por la mano del coronel:
    Para mi hijo. El emperador me hizo barón en el campó de batalla de Waterloo. Puesto que la
    Restauración me niega este título, que he pagado con mi sangre, mi hijo lo tomará y lo llevará. No
    hay que decir que será digno de él.
    Detrás, el coronel había añadido:
    En esa misma batalla de Waterloo, un hombre me salvó la vida. Este hombre se llama
    Thénardier. En los últimos tiempos, creo que tenía una posada en una aldea de los alrededores de
    París, en Chelles o en Montfermeil. Si mi hijo le encuentra, hará a Thénardier todo el bien que
    pueda.
    No por amor a su padre, sino a causa de ese yago respeto que inspira la muerte y que es siempre tan
    imperioso en el corazón del hombre, Marius tomó aquel papel y lo guardó.
    Nada quedó del coronel. Gillenormand hizo vender a un trapero su espada y su uniforme. Los vecinos
    desvalijaron el jardín y cogieron las flores más raras. Las otras plantas se convirtieron en malezas, o
    murieron.
    Marius se había quedado sólo cuarenta y ocho horas en Vernon. Después del entierro de su padre,
    había regresado a París y se había entregado de nuevo a su Derecho, sin pensar más en su padre, como si
    no hubiera existido. El coronel había sido enterrado al cabo de dos días, y olvidado al cabo de tres.
    Marius llevaba una cinta en su sombrero. Esto fue to




    V



    UTILIDAD DE IR A MISA PARA HACERSE REVOLUCIONARIO


    Marius había conservado las costumbres religiosas de su infancia. Un domingo que había ido a oír
    misa a Saint-Sulpice, a la misma capilla de la Virgen adonde le llevaba su tía cuando era pequeño, estaba
    distraído y más pensativo que de ordinario, y se había colocado detrás de un pilar y arrodillado, sin
    advertirlo, sobre una silla de terciopelo de Utrech, en cuyo respaldo estaba escrito: «Señor Mabeuf,
    mayordomo». Apenas empezó la misa, se presentó un anciano y le dijo:
    —Caballero, éste es mi sitio.
    Marius se apartó apresuradamente, y el viejo ocupó su silla.
    Cuando acabó la misa, Marius permaneció pensativo; el viejo se acercó, y le dijo:
    —Os pido perdón por haberos distraído antes, y por distraeros aún un momento; pero tal vez me
    habréis creído impertinente, y debo daros una explicación.
    —Es innecesaria, caballero —dijo Marius.
    —¡No! —dijo el anciano—. No quiero que os forméis una mala idea de mí. Ya veis, éste es mi sitio.
    Me parece que desde él es mejor la misa. Y ¿por qué? Voy a decíroslo. A este mismo sitio, he visto venir
    regularmente por espacio de diez años, cada dos o tres meses, a un pobre padre que no tenía otro medio
    ni otra ocasión de ver a su hijo, porque se lo impedían cuestiones de familia. Venía a la hora en que sabía
    que traían a su hijo a misa. El niño no sabía que su padre estaba allí. ¡Tal vez ni sabía, el inocente, que
    tenía un padre! El padre se ponía detrás de una columna, para que no le viesen; miraba a su hijo y
    lloraba. ¡Cuánto le quería el pobre hombre! Yo lo he visto. Este lugar está como santificado para mí, y he
    tomado la costumbre de venir a él para oír misa. Lo prefiero al sillón de mayordomo que debería ocupar.
    He tratado un poco a este caballero de quien os hablo. Tenía un suegro y una tía rica, y parientes que
    amenazaban con desheredar a su hijo si le veía. Se había sacrificado para que su hijo fuera rico y feliz
    algún día. Los separaban por diferencias políticas. Ciertamente, yo apruebo las opiniones políticas, pero
    hay personas que no saben tenerlas con prudencia. ¡Dios mío! Porque un hombre haya estado en Waterloo
    no es un monstruo; ¿sólo por esto se debe separar a un padre de su hijo? Era un coronel de Bonaparte. Ha
    muerto, según creo. Vivía en Vernon, donde yo tengo un hermano sacerdote, y se llamaba algo así como
    Pontma-rie, o Montpercy… Tenía una gran cicatriz de un sablazo.
    —¡Pontmercy! —dijo Marius, palideciendo.
    —Precisamente, Pontmercy. ¿Es que le habéis conocido?
    —Caballero —dijo Marius—, era mi padre.
    El viejo mayordomo juntó las manos y exclamó:
    —¡Ah! ¡Vos sois el niño! Sí, ahora sois ya un hombre. ¡Pues bien, podéis decir que habéis tenido un
    padre que os ha querido mucho!
    Marius ofreció su brazo al anciano, y lo acompañó hasta su casa. Al día siguiente, le dijo al señor
    Gillenormand:
    —Hemos preparado una partida de caza entre algunos amigos. ¿Me permitís ausentarme por tres
    días?
    —¡Y cuatro! —respondió el abuelo—. Anda, diviértete.
    Y guiñando un ojo, dijo en voz baja a su hija:
    —¡Algún amorío!


    VI



    LO QUE RESULTA DE HABER ENCONTRADO AL MAYORDOMO




    Más adelante veremos adonde fue Marius.
    El joven estuvo tres días ausente, luego volvió a París, se fue directamente a la biblioteca de la
    escuela de Derecho y pidió la colección del Moniteur.
    Leyó el Moniteur, leyó la historia de la República y del Imperio, el Memorial de Santa Elena, todas
    las memorias, todos los periódicos, todos los boletines, todas las proclamas, todo lo devoró. La primera
    vez que encontró el nombre de su padre en los boletines del gran ejército tuvo fiebre toda una semana.
    Fue a ver a los generales a cuyas órdenes había servido Georges Pontmercy, y entre otros al conde H. El
    mayordomo Mabeuf, a quien había vuelto a ver, le contó la vida de Vernon, el retiro del coronel, sus
    flores, su soledad. Marius llegó a conocer plenamente a ese hombre raro, sublime y dulce, a esa especie
    de león-cordero que había sido su padre. Mientras tanto, ocupado en este estudio que ocupaba todo su
    tiempo y todos sus pensamientos, casi no veía al señor Gillenormand. Presentábase a las horas de comer;
    buscábanle después, mas ya no estaba en casa. La tía murmuraba, Gillenormand sonreía.
    —¡Bah! ¡Bah! ¡Está en la edad de los amores!
    Y alguna vez añadía:
    —¡Demonio! Creía que esto era una distracción, pero voy viendo que es una pasión.
    Era una pasión, en efecto: Marius empezaba a adorar a su padre.
    Al mismo tiempo, un cambio extraordinario se estaba verificando en sus ideas. Las fases de este
    cambio fueron numerosas y sucesivas; y como ésta es la historia de muchos espíritus de nuestra época,
    creemos útil seguir estas fases paso a paso, e indicarlas todas.
    La historia en la que había fijado su vista le turbaba.
    El primer efecto fue un deslumbramiento.
    La República y el Imperio no habían sido para él hasta entonces más que palabras monstruosas. La
    República: una guillotina en el crepúsculo, el Imperio: un sable en la noche. Pero acababa de mirar
    ambas cosas, y allí donde no esperaba encontrar más que un caos de tinieblas había visto, con una
    especie de sorpresa inaudita mezclada con temor y alegría, brillar astros como Mirabeau, Vergniaud,
    Saint-Just, Robespierre, Camille Desmoulins, Danton, y levantarse un sol: Napoleón. No sabía dónde
    estaba. Retrocedía, cegado por rayos de luz. Poco a poco, una vez pasada la sorpresa, se acostumbró a
    aquel esplendor, consideró las acciones sin vértigo, examinó a los personajes sin temor; la Revolución y
    el Imperio se pusieron luminosamente en perspectiva ante su pupila visionaria; vio a esos dos grupos de
    acontecimientos y de hombres resumirse en dos hechos enormes: la República en la soberanía del
    derecho cívico restituido a las masas, el Imperio en la soberanía de la idea francesa impuesta en Europa;
    vio salir de la Revolución la gran figura del pueblo, y del Imperio, la gran figura de Francia. Se declaró
    en su conciencia que todo aquello había sido bueno.
    No creemos necesario indicar aquí lo que pasó por alto su deslumbramiento en esta primera
    apreciación demasiado sintética. Lo que retratamos, es el estado de una mente en marcha. Los progresos
    no se hacen en una etapa. Dicho esto de una vez por todas, tanto para lo que precede como para lo que va
    a seguir, continuemos.
    Entonces supo que hasta aquel instante no había comprendido a su país, ni a su padre. No había
    conocido ni a uno ni a otro, y había tenido una especie de venda voluntaria ante los ojos. Ahora veía; y
    por un lado admiraba, y por otro adoraba.
    Estaba lleno de pesares y remordimientos, y pensaba con desesperación que todo lo que tenía en el
    alma no podía decirlo más que a una tumba. Oh, si su padre hubiera vivido, si le tuviera aún, si Dios, en
    su compasión y en su bondad hubiera permitido que este padre estuviera vivo, cómo habría corrido,
    cómo se habría precipitado hacia él, cómo le habría gritado:
    —¡Padre! ¡Aquí me tienes! ¡Soy yo! ¡Tengo el mismo corazón que tú! ¡Soy tu hijo!
    ¡Cómo habría abrazado su encanecida cabeza, inundado sus cabellos de lágrimas, contemplado su
    cicatriz, estrechado sus manos, adorado sus ropas, besado sus pies! ¡Oh!, ¿por qué este padre había
    muerto tan pronto, antes de tiempo, antes de la justificación, antes del amor de su hijo? Marius tenía un
    llanto continuo en el alma. Y al mismo tiempo se volvía más formal, más grave, más seguro de su fe y de
    su pensamiento. A cada instante, el rayo de luz de la verdad venía a completar su razón. Se verificaba en
    él un verdadero crecimiento interior. Sentía una especie de engrandecimiento natural, producido por dos
    cosas nuevas para él: su padre y su patria.
    Como sucede cuando se posee una llave, todo se abría; se explicaba lo que había odiado, penetraba
    en lo que había aborrecido; veía entonces claramente el sentido providencial, divino y humano, las
    grandes cosas que le habían enseñado a detestar y los grandes hombres que le habían enseñado a
    maldecir. Cuando pensaba en sus precedentes opiniones, que eran de ayer y, sin embargo, le parecían muy
    viejas, se indignaba y sonreía.
    De la rehabilitación de su padre había pasado con naturalidad a la rehabilitación de Napoleón.
    Sin embargo, esto no se había verificado sin trabajo.
    Desde la infancia le habían inculcado los juicios partidistas de 1814 sobre Bonaparte. Ahora bien,
    todas las preocupaciones de la Restauración, sus intereses y sus instintos, tendían a desfigurar a
    Napoleón. Le execraban aún más que a Robespierre. La Restauración había explotado hábilmente el
    cansancio de la nación y el odio de las madres. Bonaparte se había convertido en una especie de
    monstruo casi fabuloso, y para presentarlo a la imaginación del pueblo, que como hemos indicado antes,
    se parece a la imaginación de los niños, el partido de 1814 hacía aparecer sucesivamente las máscaras
    más horribles, desde lo que es terrible sin dejar de ser grandioso hasta lo terrible grotesco, desde Tiberio
    hasta el Coco. Así, hablando de Bonaparte, cada uno podía reír o sollozar libremente, con tal de que le
    odiase. Marius no había tenido nunca —sobre aquel hombre, como se le llamaba— más ideas que éstas
    en el espíritu. Se habían combinado en su mente con la tenacidad propia de su carácter. En él existía un
    hombrecillo testarudo que odiaba a Napoleón.
    Leyendo la historia, estudiándola en los documentos y en los materiales, el velo que cubría a
    Napoleón, a los ojos de Marius, se fue rasgando poco a poco. Entrevio algo inmenso y sospechó que
    hasta entonces había estado equivocado respecto de Napoleón, como en lo demás; cada día veía mejor; y
    se puso a subir lentamente, paso a paso, al principio casi a pesar suyo, luego con entusiasmo, y como
    atraído por una fascinación irresistible, primero los escalones sombríos y, por fin, los escalones
    luminosos y espléndidos del entusiasmo.



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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 8 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Sáb 30 Nov 2024, 08:30

    ***

    Una noche, estaba solo en su pequeña habitación situada bajo el tejado. Su vela estaba encendida;
    leía, apoyado con los codos sobre la mesa, al lado de la ventana abierta. Toda suerte de pensamientos le
    llegaban procedentes del espacio, y se mezclaban en su mente. ¡Qué espectáculo es la noche! Se oyen
    ruidos sordos, sin saber de dónde proceden, se ve centellear como una chispa a Júpiter, que es mil
    doscientas veces mayor que la Tierra, el azul es negro, las estrellas brillan. Esto es sublime.
    Leía los boletines del gran ejército, las estrofas homéricas escritas en el campo de batalla; a veces,
    encontraba el nombre de su padre y siempre el nombre del emperador; todo el gran imperio se le
    aparecía; sentía como una marea que se elevase en su interior; a veces le parecía que su padre pasaba
    cerca de él, como un soplo, y le hablaba al oído; iba abstrayéndose poco a poco; creía oír los tambores,
    el cañón, las trompetas, el paso cadencioso de los batallones, el galope sordo y lejano de la caballería;
    de vez en cuando, sus ojos se levantaban hacia el cielo y contemplaban el brillo de las colosales
    constelaciones en los abismos sin fondo, y luego volvían a caer sobre el libro, y veían otras cosas
    colosales removerse confusamente. Tenía el corazón oprimido. Estaba transportado, tembloroso,
    anhelante; de repente, sin saber él mismo qué sentía y a qué obedecía, se levantó, extendió los brazos
    fuera de la ventana, contempló fijamente las sombras, el silencio, el infinito tenebroso, la inmensidad
    eterna, y gritó: «¡Viva el emperador!»
    A partir de aquel instante, todo quedó dicho. El Ogro de Córcega, el usurpador, el tirano, el monstruo
    que era el amante de sus hermanas, el histrión que tomaba lecciones de Taima, el envenenador de Jaffa, el
    tigre, Buonaparté, todo esto se desvaneció, y dejó sitio en su espíritu a un vago y brillante esplendor, en
    el que resplandecía a una altura inaccesible el pálido fantasma de mármol del César. El emperador sólo
    había sido para su padre el querido capitán a quien se admira y por quien se sacrifica el soldado; para
    Marius, fue algo más; fue el constructor predestinado del pueblo francés, sucesor del pueblo romano en la
    dominación del Universo; fue el prodigioso arquitecto de un cataclismo, el continuador de Carlomagno,
    de Luis XI, de Enrique IV, de Richelieu, de Luis XIV, y del Comité de Salvación Pública, que tenía sin
    duda sus defectos, sus faltas, su crimen, es decir, que era hombre, pero grandioso en sus faltas, brillante
    en sus manchas, poderoso en su crimen. Fue el hombre predestinado que había forzado a todas las
    naciones a decir: «La gran nación». Fue mejor aún; fue la encarnación misma de Francia, conquistando a
    Europa por la espada y al mundo por la luz que despedía. Marius vio en Bonaparte el espectro
    deslumbrante que se elevará siempre en la frontera y guardará el porvenir. Déspota pero dictador;
    déspota como resultado de una república y como resumen de una revolución. Napoleón fue para Marius
    el hombre-pueblo, como Jesús el hombre-Dios.
    Véase aquí que, como sucede a todos los recién convertidos a una religión, su conversión le
    embriagaba, le precipitaba y le llevaba demasiado lejos. Su temperamento era así; puesto que estaba en
    una pendiente, le era casi imposible detenerse. El fanatismo por el sable le arrebataba, y se complicaba
    en su espíritu con el entusiasmo por la idea. No se daba cuenta de que con el genio admiraba también la
    fuerza, es decir, que instalaba en los recintos de su idolatría lo divino y lo brutal. Bajo varios puntos de
    vista se había vuelto a engañar otra vez. Todo lo admitía. Hay un modo de encontrarse con el error en el
    camino de la verdad. Tenía una especie de buena fe violenta que todo lo abrazaba conjuntamente. En la
    nueva vía en que había entrado, al juzgar los errores del antiguo régimen, lo mismo que al medir la gloria
    de Napoleón, despreciaba las circunstancias atenuantes.
    Sea como fuese, se había dado un paso prodigioso. Donde había visto antes la caída de la monarquía,
    veía ahora el porvenir de Francia. Su orientación había cambiado. Lo que había sido un crepúsculo era
    ahora un amanecer. Había dado una vuelta completa.
    Todas estas revoluciones se verificaban en él sin que su familia lo sospechase.
    Cuando en esta misteriosa metamorfosis hubo perdido completamente su antigua piel de borbónico,
    de ultra, cuando se hubo despojado del aristócrata y el realista, cuando fue plenamente revolucionario,
    profundamente demócrata y casi republicano, se dirigió a casa de un grabador del muelle de los Orfebres
    y encargó cien tarjetas con esta inscripción: «Barón Marius Pontmercy».
    [315]
    Lo cual no era más que una consecuencia muy lógica del cambio que se había operado en él, cambio
    en el cual todo gravitaba alrededor de su padre. Sólo que como no conocía a nadie, y no podía dejar
    estas tarjetas en ninguna portería, se las guardó en el bolsillo.
    Por otra consecuencia natural, a medida que se aproximaba a su padre, a su memoria, a las cosas por
    las que el coronel había luchado durante veinticinco años, se alejaba de su abuelo. Ya hemos dicho que
    desde hacía algún tiempo no le agradaba en absoluto el carácter del señor Gillenormand. Entre ellos
    había ya todas las disonancias que pueden existir entre un joven grave y un anciano frívolo. La alegría de
    Geronte repugna y exaspera a la melancolía de Werther. Mientras que las mismas opiniones políticas, y
    las mismas ideas, habían sido comunes en ellos, Marius se encontraba con el señor Gillenormand como
    sobre un puente. Cuando el puente cayó, se hizo el abismo. Y luego, por encima de todo, Marius sentía
    inexplicables impulsos de rebelión, cuando recordaba que era el señor Gillenormand quien, por motivos
    estúpidos, le había separado sin piedad del coronel, privando así al padre del hijo, y al hijo del padre.
    A fuerza de compasión hacia su padre, Marius había llegado casi a sentir aversión por su abuelo.
    Pero nada de esto, como hemos dicho, se manifestaba al exterior. Solamente cada día se mostraba
    más frío, lacónico en las comidas y con más frecuencia ausente de la casa. Cuando su tía le reprendía, era
    muy respetuoso, y daba por pretexto sus estudios, el curso, los exámenes, las conferencias… El abuelo no
    salía infaliblemente de su diagnóstico:
    —¡Enamorado! Yo sé lo que me digo.
    Marius hacía de cuando en cuando algunas escapatorias.
    —Pero ¿adonde vas? —preguntaba la tía.
    En uno de estos viajes, siempre muy cortos, había ido a Montfermeil para obedecer la voluntad de su
    padre, y había buscado al antiguo sargento de Waterloo, al posadero Thénardier. Thénardier había
    quebrado, la posada estaba cerrada y nadie sabía lo que había sido de él. Para esta investigación, Marius
    estuvo cuatro días ausente de la casa.
    —Decididamente —dijo el abuelo—, se está extraviando.
    Habían creído notar que llevaba sobre su pecho, bajo su camisa, algo que estaba atado a su cuello
    por una cinta negra.



    VII


    ALGÚN AMORÍO


    Hemos hablado de un lancero. Era un sobrino tercero que tenía el señor Gillenormand, por parte del
    padre, y que llevaba, lejos de la familia y del hogar doméstico, la vida de guarnición. El teniente
    Théodule Gillenormand tenía todas las condiciones necesarias para ser lo que se llama un hermoso
    oficial. Tenía una silueta de «señorita», cierto modo triunfal de arrastrar el sable victorioso y el bigote
    retorcido. Iba raras veces a París, tan raras veces que Marius no lo había visto jamás. Théodule era,
    según creemos haber dicho, el favorito de la tía Gillenormand, que lo prefería porque no le veía. No ver
    a las personas es una cosa que permite suponerles todas las perfecciones.
    Una mañana, la señorita Gillenormand la mayor había regresado a casa tan conmovida como podía
    permitírselo su placidez. Marius acababa de pedir una vez más permiso a su abuelo para hacer un
    pequeño viaje, añadiendo que pensaba partir aquella misma noche.
    —¡Anda! —exclamó el abuelo.
    Luego enarcó las cejas y se dijo: «¡Reincide en dormir fuera!»
    La señorita Gillenormand había subido a su habitación muy intrigada, y había dejado escapar en la
    escalera esta exclamación: «¡Es demasiado!», y esta interrogación: «Pero ¿adónde va?». Entreveía
    alguna aventura de corazón más o menos ilícita, una mujer en la penumbra, una cita, un misterio y no le
    hubiera disgustado haberle podido echar el lente. El saboreo de un misterio es como el principio de un
    escándalo; las almas santurronas no lo detestan. Hay en los secretos receptáculos de la mojigatería una
    cierta curiosidad por el escándalo.
    Estaba, pues, dominada por el vago apetito de enterarse de una historia.
    Para distraerse de esta curiosidad que la agitaba un poco más que de costumbre, se había refugiado
    en sus habilidades, y se había puesto a festonear con algodón y sobre algodón uno de esos bordados del
    Imperio y la Restauración en los que hay muchas ruedas de cabriolé. Obra tosca, obrera brusca. Estaba
    desde hacía varias horas en su silla cuando la puerta se abrió. La señorita Gillenormand levantó la nariz;
    el teniente Théodule estaba ante ella, y le hacía el saludo reglamentario. Ella lanzó un grito de alegría.
    Una mujer puede ser vieja, mojigata, devota, tía, pero siempre le resulta agradable ver entrar en su
    habitación a un lancero.
    —¡Tú aquí, Théodule! —exclamó.
    —De paso, tía.
    —Pero ¡abrázame!
    —¡Ya está! —dijo Théodule.
    Y la abrazó. La tía Gillenormand, se dirigió a su tocador y lo abrió.
    —¡Te quedarás con nosotros al menos toda la semana!
    —Me marcho esta tarde, tía.
    —¡No es posible!
    —Matemáticamente.
    —Quédate, mi pequeño Théodule, te lo ruego.
    —El corazón dice sí, pero la consigna dice no. La historia es bien sencilla. Cambiamos de
    guarnición; estábamos en Melun y nos llevan a Gaillon. Para ir de la antigua guarnición a la nueva, es
    preciso pasar por París. Me he dicho: voy a ver a mi tía.
    —Pues aquí tienes, por la molestia.
    Y le puso diez luises en la mano.
    —Por el placer, querida tía.
    Théodule la abrazó por segunda vez, y ella tuvo el placer de que le rozara un poco el cuello con los
    cordones del uniforme.
    —¿Haces el viaje a caballo con tu regimiento? —le preguntó.
    —No, tía. He querido veros. Tengo un permiso especial. Mi asistente lleva mi caballo, y yo voy en la
    diligencia. Y a propósito, tengo que preguntaros una cosa.
    —¿El qué?
    —¿Está de viaje también mi primo Marius Pontmercy?
    —¿Cómo lo sabes? —inquirió la tía, súbitamente excitada en lo más vivo de la curiosidad.
    —Al llegar he ido a la diligencia a reservar mi plaza en el cupé.
    —¿Y qué?
    —Que había ido ya un viajero a tomar un asiento en el imperial. He visto su nombre en la hoja.
    —¿Qué nombre?
    —Marius Pontmercy.
    —¡Ah, pícaro! —exclamó la tía—. ¡Ah! Tu primo no es un muchacho de juicio como tú. ¡Decir que va
    a pasar la noche en la diligencia!
    —Como yo.
    —Pero tú lo haces por deber, y él por capricho.
    —¡Ah! —dijo Théodule.
    En esto, le sucedió una cosa notable a la señorita Gillenormand la mayor; tuvo una idea. Si hubiera
    sido hombre, se habría dado una palmada. Dijo a Théodule:
    —¿Sabes que tu primo no te conoce?
    —No. Yo le he visto, pero él jamás se ha dignado mirarme.
    —¿Y vais a viajar juntos así?
    —Él en la imperial y yo en el cupé.
    —¿Adónde va esa diligencia?
    —A los Andelys.
    —¿Es allí, pues, adonde va Marius?
    —A menos que, como yo, baje antes. Yo bajo en Vernon para tomar la correspondencia de Gaillon.
    No sé nada del itinerario de Marius.
    —¡Marius! ¡Qué nombre tan vulgar! ¡Qué ocurrencia tuvieron al llamarle Marius! ¡Pero tú, al menos,
    te llamas Théodule!
    —Preferiría llamarme Alfred —dijo el oficial.
    —Escucha, Théodule.
    —Escucho, tía
    —Presta atención.
    —Presto atención.
    —¿Estás?
    —Sí.
    —Pues bien, Marius se ausenta a menudo.
    —¡Eh!
    —Viaja.
    —¡Ah!
    —Duerme fuera de casa.
    —¡Oh!
    —Quisiéramos saber qué hay en esto.
    Théodule respondió con la calma de un hombre curtido:
    —Algún amorío. —Y con esa risa entre piel y carne que pone de manifiesto la certidumbre, añadió
    —: Alguna chiquilla.
    —Es evidente —dijo la tía, que creyó oír hablar al señor Gillenormand, y que sintió salir
    irresistiblemente de su convicción esa palabra, «chiquilla», acentuada casi de la misma forma por el tío y
    el sobrino.
    —Haznos un favor. Sigue un poco a Marius; te será fácil, porque no te conoce. Y puesto que hay una
    chica, haz por verla. Nos escribirás la aventura, y se divertirá el abuelo.
    No le gustaba a Théodule este espionaje, pero los diez luises le habían conmovido, y creía que
    podían traer otros detrás. Aceptó, pues, la comisión y dijo:
    —Como queráis, tía.
    Y añadió para sí: «Ya estoy convertido en dueña».
    La señorita Gillenormand le abrazó.
    —No harías tú nunca eso, Théodule. Tú obedeces a la disciplina, eres esclavo de la consigna, eres un
    hombre de escrúpulos y de deber, y no abandonarías a tu familia para ir a ver a una criatura.
    El lancero hizo la mueca de satisfacción que habría hecho Cartouche elogiado por su probidad.
    Marius, al anochecer que siguió a este diálogo, subió a la diligencia sin sospechar que iba vigilado.
    En cuanto al vigilante, la primera cosa que hizo fue dormirse con un sueño completo y concienzudo.
    Argos roncó durante toda la noche.
    Al despuntar el día, el mayoral de la diligencia gritó:
    —¡Vernon! ¡Relevo de Vernon! ¡Los viajeros de Vernon!
    Y el teniente Théodule se despertó.
    —Bien —gruñó, medio dormido aún—, aquí es donde bajo.
    Después empezó a despejarse su memoria poco a poco, y se acordó de su tía, de los diez luises, y de
    la promesa que le había hecho de contar los hechos y los gestos de Marius. Esto le hizo reír.
    «Ya no estará tal vez en el coche —pensó, mientras se abotonaba la chaqueta de su uniforme—. Ha
    podido descender en Poissy; o en Triel; si no ha bajado en Meulan, ha podido hacerlo en Mantés, a
    menos que lo haya hecho en Rolleboise, o que haya llegado hasta Pacy, pudiendo allí torcer a la
    izquierda, hacia Evreux, o a la derecha, hacia Laroche-Guyón. Echadle un galgo, tía. ¿Qué diablos voy a
    escribir ahora a esa pobre vieja?»
    En aquel momento, apareció en la ventanilla del cupé un pantalón negro que descendía de la imperial.
    «¿Será Marius?», se preguntó el teniente.
    Era Marius.
    Al pie del coche, mezclada entre los caballos y los postillones, una jovencita ofrecía flores a los
    viajeros.
    —¡Compradme flores, para las damas! —gritaba.
    Marius se acercó a ella y le compró las más hermosas de las flores que llevaba en la cesta.
    «Por de pronto —se dijo Théodule saltando del cupé—, esto ya me interesa. ¿A quién diantres va a
    llevar esas flores? Es preciso que sea una mujer muy bonita para merecer tan hermoso ramo. Quiero
    conocerla».
    Y ya no por mandato, sino por curiosidad personal, como los perros que cazan por cuenta propia,
    siguió a Marius.
    Marius no prestaba atención alguna a Théodule. De la diligencia bajaron algunas mujeres elegantes;
    no las miró. Parecía que no veía nada a su alrededor.
    «¡Está enamorado!», pensó Théodule.
    Marius se dirigió hacia la iglesia.
    —¡Magnífico! —murmuró para sí Théodule—. ¡La iglesia! Eso es. Las citas sazonadas con un poco
    de misa son las mejores. No hay nada tan exquisito como una ojeada que pasa por encima de Dios.
    Al llegar a la iglesia, Marius no entró en ella, sino que dio la vuelta por detrás de la cabecera del
    templo. Desapareció detrás del ángulo de uno de los estribos del ábside.
    —La cita es fuera —dijo Théodule—. Veamos a la chica.
    Y se adelantó de puntillas hacia el ángulo por donde Marius había desaparecido.
    Al llegar allí, se detuvo estupefacto.
    Marius, con la frente en las manos, estaba arrodillado en la hierba junto a una tumba. Había
    deshojado el ramo. Al extremo de la fosa, en un pequeño promontorio que indicaba la cabecera, había
    una cruz de madera negra, con este nombre en letras blancas: «Coronel Barón Pontmercy». Oíase sollozar
    a Marius.
    La muchacha era una tumba.





    558
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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 8 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Dom 01 Dic 2024, 13:02

    ***

    VIII



    MÁRMOL CONTRA GRANITO



    Allí era adonde había ido Marius la primera vez que se ausentó de París. Era allí adonde iba cada
    vez que el señor Gillenormand decía: «Duerme fuera de casa».
    El teniente Théodule se quedó desconcertado a consecuencia de este encuentro inesperado con un
    sepulcro; experimentando una sensación desagradable y singular, que era incapaz de analizar, y que se
    componía del respeto a una tumba y del respeto a un coronel retrocedió, dejando a Marius solo en el
    cementerio; y en esta retirada hubo algo de disciplina. La muerte se le apareció con grandes charreteras,
    y él le hizo casi el saludo militar. No sabiendo qué escribir a su tía, tomó el partido de no escribirle; y
    probablemente no habría tenido resultado alguno el descubrimiento hecho por Théodule sobre los amores
    de Marius, si por una de estas coincidencias misteriosas, tan frecuentes en la vida, la escena de Vernon
    no hubiese tenido, por decirlo así, una especie de eco en París.
    Marius llegó de Vernon tres días después, muy temprano; fue a casa de su abuelo, y cansado de las
    dos noches que había pasado en la diligencia, sintiendo la necesidad de reparar su insomnio con una hora
    de escuela de natación, subió rápidamente a su cuarto, y sin emplear más tiempo que el necesario para
    quitarse la levita de viaje y el cordón negro que llevaba al cuello, se fue al baño.
    El señor Gillenormand se levantó de madrugada, como todos los ancianos fuertes, le oyó entrar y se
    apresuró a subir lo más pronto que le permitieron sus viejas piernas, para ver si conseguía, al mismo
    tiempo que le abrazaba, averiguar de dónde venía.
    Pero el adolescente había empleado menos tiempo en bajar que el octogenario en subir, y cuando
    entró en la buhardilla, Marius había salido ya.
    La cama estaba hecha, y sobre ella estaban extendidos el redingote y el cordón negro.
    —Prefiero esto —dijo el señor Gillenormand.
    Y un momento después hizo su entrada en el salón, donde estaba ya sentada la señorita Gillenormand
    la mayor, bordando sus ruedas de cabriolé.
    La entrada fue triunfal.
    El señor Gillenormand llevaba en una mano el redingote y en la otra el cordón negro del cuello,
    gritando:
    —¡Victoria! ¡Vamos a penetrar en el misterio! ¡Vamos a enterarnos al fin del fin! ¡Vamos a palpar los
    libertinajes de nuestro hombre! Ya tenemos aquí la novela misma. ¡Tengo el retrato!
    En efecto, del cordón pendía una cajita de tafilete negro, muy semejante a un medallón.
    El anciano la contempló durante algunos instantes sin abrirla, con ese aire de voluptuosidad, de
    placer y de cólera de un pobre diablo famélico que viese pasar ante sus narices una magnífica comida
    que no fuese para él.
    —Porque esto es evidentemente un retrato. Yo no me engaño. Esto se lleva tiernamente junto al
    corazón. ¡Qué estúpidos son! ¡Una abominable damisela que hará temblar, probablemente! ¡Los jóvenes
    tienen hoy tan mal gusto!
    —Veamos, padre —dijo la vieja solterona.
    La caja se abría apretando un resorte. No encontraron más que un papel doblado cuidadosamente.
    —De la misma al mismo —dijo el señor Gillenormand estallando en carcajadas—. Ya sé lo que es.
    ¡Una carta amorosa!
    —¡Ah! ¡Leámosla! —dijo la tía.
    Se puso los anteojos, desdoblaron el papel, y leyeron esto:
    Para mi hijo. El emperador me hizo barón en el campo de batalla de Waterloo. Puesto que la
    Restauración me niega este título, que he pagado con mi sangre, mi hijo lo tomará y lo llevará. No
    hay que decir que será digno de él.
    Lo que el padre y la hija experimentaron no puede decirse. Se quedaron helados como por el soplo de
    una calavera. No cambiaron una sola palabra. Solamente el señor Gillenormand dijo en voz baja, y como
    para sí:
    —Es la letra del militarote.
    La tía examinó el papel, le dio vueltas en todos sentidos y luego volvió a meterlo en la caja.
    En aquel mismo instante, un pequeño paquete rectangular envuelto en papel azul cayó de uno de los
    bolsillos del redingote. La señorita Gillenormand lo recogió, y desdobló el papel azul. Eran las cien
    tarjetas de Marius. Cogió una y se la dio al señor Gillenormand, quien leyó: «Barón Marius Pontmercy».
    El anciano llamó, y acudió Nicolette. El señor Gillenormand tomó el cordón, la caja y el redingote*
    lo arrojó todo a! suelo, en medio del salón, y dijo:
    —Llévate estos guiñapos.
    Transcurrió una hora larga, en el más profundo silencio. El viejo y la solterona se habían sentado,
    vueltos de espaldas el uno al otro, y pensaban cada uno por su lado probablemente las mismas cosas. Al
    cabo de esta hora, la tía Gillenormand dijo:
    —¡Qué bonito!
    Algunos instantes después, apareció Marius. Regresaba. Antes incluso de haber franqueado el umbral
    del salón, vio que su abuelo tenía en la mano una de sus tarjetas. Al verle, Gillenormand exclamó con su
    aire de superioridad plebeya y burlona, que tenía algo de fulminante:
    —¡Vaya, vaya, vaya! Ahora eres barón. Te felicito. ¿Qué quiere decir esto?
    Marius enrojeció ligeramente, y repuso:
    —Esto quiere decir que soy hijo de mi padre.
    El señor Gillenormand cesó de reír, y dijo duramente:
    —Tu padre soy yo.
    —Mi padre —dijo Marius con los ojos bajos y el aire grave— era un hombre humilde y heroico que
    ha servido gloriosamente a la República y a Francia, que ha sido grande en la historia más grande que los
    hombres hayan hecho jamás, que ha vivido un cuarto de siglo en el campo de batalla, de día bajo la
    metralla y las balas, de noche entre la nieve y el lodo, bajo la lluvia; que tomó dos banderas, que recibió
    veinte heridas y que ha muerto en el olvido y el abandono, y que no ha cometido en su vida más que dos
    faltas, amar demasiado a dos ingratos: ¡a su patria y a mí!
    Era más de lo que el señor Gillenormand podía oír. Al escuchar esta palabra República, se había
    levantado, o por mejor decir, se había enderezado repentinamente. Cada una de las palabras que Marius
    acababa de pronunciar había hecho sobre el rostro del viejo realista el efecto del soplo de un fuelle de
    fragua sobre un tizón ardiendo. De oscuro había pasado a rojo, de rojo a púrpura, y de púrpura a color de
    llama.
    —¡Marius! —exclamó—. ¡Abominable criatura! ¡No sé lo que era tu padre! ¡No quiero saberlo! ¡No
    sé nada! ¡No lo sé! ¡Pero lo que sé es que entre esas gentes no ha habido más que miserables! ¡Que todos
    ellos eran unos perdidos, unos asesinos, unos gorros rojos, unos ladrones! ¡Digo que todos! ¡Digo que
    todos! ¡Yo no conozco a ninguno! ¡Digo que todos! ¿Lo oyes, Marius? Ya lo ves, eres tan barón como mi
    zapatilla. ¡Todos eran bandidos que han servido a Robespierre! ¡Todos forajidos, los que han servido a
    Buonaparté! ¡Todos traidores que han traicionado! ¡Traicionado! ¡Traicionado a su rey legítimo! ¡Todos
    cobardes, que han huido ante los prusianos y los ingleses en Waterloo! Esto es lo que sé. ¡Si vuestro
    padre es de ellos, lo ignoro, lo siento, tanto peor, soy vuestro servidor!
    A su vez, Marius era el tizón y el señor Gillenormand el fuelle. Marius temblaba de pies a cabeza; no
    sabía qué hacer; le ardía la frente. Era el sacerdote que ve arrojar al viento todas sus hostias, el faquir
    que ve a un pasajero escupir a su ídolo. Era imposible que tales cosas se hubiesen dicho delante de él
    impunemente. Pero ¿qué había de hacer? Su padre acababa de ser pisoteado y humillado en su presencia,
    pero ¿por quién? Por su abuelo. ¿Cómo vengar al uno sin ultrajar al otro?
    Era imposible insultar a su abuelo, y era igualmente imposible vengar a su padre. Por un lado, una
    tumba sagrada, y por otro, unos cabellos blancos. Permaneció algunos instantes aturdido y vacilante, con
    aquel torbellino dentro de la cabeza; luego levantó los ojos, miró fijamente a su abuelo y gritó con voz de
    trueno:
    —¡Abajo los Borbones y ese cerdo de Luis XVIII!
    Luis XVIII había muerto hacía cuatro años, pero a Marius esto no le importaba.
    El anciano pasó del color escarlata a una blancura mayor que la de sus cabellos. Se volvió hacia un
    busto del duque de Berry, que estaba encima de la chimenea, y le saludó respetuosamente con cierta
    majestad singular. Luego fue dos veces, lentamente y en silencio, desde la chimenea a la ventana, y desde
    la ventana a la chimenea, atravesando toda la sala, y haciendo crujir el pavimento como si anduviese por
    él alguna figura de piedra. A la segunda vez se inclinó hacia su hija, que asistía a esta escena con el
    estupor de una oveja, y le dijo sonriéndose, con una sonrisa casi tranquila:
    —Un barón como este caballero y un burgués como yo no pueden permanecer bajo el mismo techo.
    Y de repente, enderezándose pálido, tembloroso, imponente, con la frente ensanchada por la terrible
    irradiación de la cólera, extendió el brazo hacia Marius y le gritó:
    —¡Vete!
    Marius salió de la casa.
    Al día siguiente, el señor Gillenormand dijo a su hija:
    —Enviaréis cada seis meses sesenta doblones a ese bebedor de sangre, y no me volveréis a hablar de
    él.
    Y como tenía aún una inmensa cantidad de furor que no sabía en qué emplear, continuó llamando de
    vos a su hija por espacio de más de tres meses.
    Marius, por su parte, había salido indignado. Una circunstancia que es preciso mencionar había
    agravado aún más su exasperación. Hay siempre pequeñas fatalidades que se complican en los dramas
    domésticos, y aumentan los motivos de queja, aunque no aumenten, en el fondo, los verdaderos agravios.
    Al llevar precipitadamente, por orden del abuelo, los «guiñapos» de Marius a su cuarto, Nicolette
    había dejado caer, sin saberlo, y probablemente en la escalera de la buhardilla, que era oscura, el
    medallón de tafilete negro que contenía el papel escrito por el coronel. Ni este papel ni este medallón
    pudieron ser encontrados; y Marius quedó convencido de que «el señor Gillenormand» (a partir de aquel
    día no le llamó de otro modo) había arrojado al fuego «el testamento de su padre». Se sabía de memoriá
    las líneas escritas por el coronel, y por consiguiente no había perdido nada. Pero el papel, la escritura,
    aquella reliquia sagrada, todo eso era su mismo corazón. ¿Qué habían hecho de ello?
    Marius se había ido sin decir adonde, y sin saberlo él mismo, con treinta francos, su reloj y algunas
    ropas en un saco de noche. Había subido a un cabriolé de punto, y se había dirigido a la ventura hacia el
    barrio latino.
    ¿Qué iba a ser de Marius?







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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 8 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Dom 01 Dic 2024, 13:05

    ***
    LIBRO CUARTO



    LOS AMIGOS DEL A B C



    I



    UN GRUPO QUE HA ESTADO A PUNTO DE SER HISTÓRICO




    En esta época, indiferente en apariencia, corría vagamente cierto estremecimiento revolucionario. El
    soplo que salía de las profundidades de 1789 y 1792 estaba en el aire. La juventud estaba, permítasenos
    la expresión, mudando de piel. Se transformaba, casi sin sospecharlo, en el mismo movimiento del
    tiempo. La aguja que se mueve en el cuadrante marcha también en las almas. Cada uno daba el paso hacia
    delante que debía dar. Los realistas se hacían liberales, los liberales se hacían demócratas.
    Era como una marea creciente, complicada con mil reflujos; lo propio de los reflujos es hacer las
    mezclas; de ahí las combinaciones de ideas tan singulares; se adoraba a la vez a Napoleón y a la libertad.
    Ahora escribimos la historia, y aquéllos eran los espejismos de aquellos tiempos. Las opiniones
    atraviesan sus fases. El realismo volteriano, variedad singular, ha tenido un contrapeso no menos extraño,
    el liberalismo bonapartista.
    Otros grupos políticos eran más serios. En ellos se sondeaba el principio; se buscaba un fundamento
    en el derecho; se apasionaban por lo absoluto; se vislumbraban las realizaciones infinitas; lo absoluto,
    por su misma rigidez, impulsa el ánimo hacia el cielo, y le hace flotar en el espacio ilimitado. No hay
    nada mejor que el dogma para crear la medida; y nada es más propio que la meditación para engendrar el
    porvenir. Utopía hoy, carne y hueso mañana.
    Las opiniones avanzadas tenían dobles fondos. Un principio de misterio amenazaba el «orden
    establecido», el cual era sospechoso y receloso. Signo del más alto grado revolucionario. La intención
    secreta del poder se encuentra en la zapa con la intención secreta del pueblo. La incubación de las
    insurrecciones responde a la premeditación de los golpes de estado.
    No había entonces todavía en Francia esas vastas organizaciones ocultas, como el tugenbund alemán
    y el carbonarismo italiano, pero se iban ya ramificando algunas oscuras excavaciones. La Cougourde
    [316]
    se esboza en Aix; existía en París, entre otras afiliaciones de este tipo, la sociedad de Amigos del A B C.
    ¿Qué eran los Amigos del A B C? Una sociedad que tenía por objeto, en apariencia, la educación de
    los niños, y, en realidad, el mejoramiento de los hombres.
    Declarábanse Amigos del A B C. El humillado era el pueblo
    [317]
    . Querían elevarle. Retruécano del
    que haríamos mal en reírnos, porque estos retruécanos son muchas veces cosa grave en política: díganlo
    sino el Castratus ad castra, que hizo de Narses un general del ejército; el Barbari et Barberin
    [318] el
    Fueros y Fuegos
    [319]
    ; el Tu es Petrus, et super hancpetran
    [320]
    , etc., etc.
    Los Amigos del A B C eran poco numerosos. Era una sociedad secreta en estado de embrión; casi
    diríamos una pandilla, si las pandillas pudiesen producir héroes. Se reunían en París en dos puntos, cerca
    de Halles, en una taberna llamada Corinto, de la que trataremos después, y cerca del Panteón, en un
    cafetucho de la plaza de Saint-Michel
    [321]
    , llamado Café Musain, hoy desaparecido. El primero de estos
    sitios de reunión estaba cerca de los obreros, y el segundo cerca de los estudiantes.
    Los conciliábulos habituales de los Amigos del A B C se celebraban en una sala interior del Café
    Musain. Esta sala, bastante apartada del café, con el cual se comunicaba por un largo corredor, tenía dos
    ventanas y una puerta con escalera secreta, que daba a la callejuela de Gres
    [322]
    . Allí se fumaba, se bebía,
    se jugaba y se reía. Se hablaba de todo a gritos, y de una cosa en voz baja. En la pared estaba clavado un
    antiguo mapa de Francia en tiempo de la República, indicación suficiente para excitar el olfato de un
    agente de policía.
    La mayoría de los Amigos del A B C eran estudiantes, en cordial inteligencia con algunos obreros.
    Véanse algunos nombres de entre los principales, que pertenecen en algún modo a la historia: Enjolras,
    Combeferre, Jean Prouvaire, Feuilly, Courfeyrac, Bahorel, Lesgle o Laigle, Joly, Gran taire.
    Estos jóvenes formaban una especie de familia a fuerza de amistad. Todos, excepto Laigle, eran del
    Mediodía.
    Este grupo, que era muy notable, ya se ha desvanecido en las profundidades invisibles que están
    detrás de nosotros. En el punto del drama al que hemos llegado, no será tal vez inútil hacer penetrar un
    rayo de claridad en aquella reunión de jóvenes antes de que el lector los vea sumergirse en la sombra de
    una aventura trágica.
    Enjolras, al que hemos mencionado el primero, más tarde se verá por qué, era hijo único y rico.
    Enjolras era un joven encantador, capaz de ser terrible. Era angélicamente hermoso. Era Antinoo
    encolerizado. Hubiérase dicho, al ver el pensativo fulgor de su mirada, que en alguna época precedente
    había ya atravesado el apocalipsis revolucionario. Conservaba su tradición como un testigo. Sabía todos
    los pequeños detalles de la gran cosa. Naturaleza pontifical y guerrera, extraña en un adolescente. Era
    oficiante y militante; bajo el punto de vista inmediato, soldado de la democracia; por encima del
    movimiento contemporáneo, sacerdote del ideal. Tenía la pupila profunda, los párpados un poco
    enrojecidos, el labio inferior grueso y fácilmente desdeñoso, la frente alta. Mucha frente en un rostro es
    como mucho cielo en un horizonte. Así como algunos jóvenes de principio de este siglo y del fin del siglo
    pasado, que han sido ilustrados muy temprano, tenía una juventud excesiva, fresca como en las jóvenes,
    aunque con sus horas de palidez. Siendo ya hombre, parecía aún un niño. Sus veintidós años parecían
    diecisiete. Era grave, no parecía saber que en la tierra había un ser llamado mujer. No tenía más que una
    pasión: el Derecho, y un pensamiento: franquear los obstáculos. Sobre el monte Aventino, hubiera sido
    Graco
    [323]
    ; en la convención hubiera sido Saint-Just. Apenas veía las rosas, ignoraba la primavera, no oía
    el canto de los pájaros; la garganta desnuda de Evadne no le hubiera conmovido más que a Aristogitón;
    para él, como para Harmodio, las flores sólo eran buenas para esconder la espada
    [324]
    . Era severo en las
    alegrías. Ante todo lo que no era la República, bajaba castamente los ojos. Era el enamorado de mármol
    de la Libertad. Su frase estaba ásperamente inspirada, y tenía la vibración del himno. A veces desplegaba
    sus alas, inesperadamente. ¡Desgraciado el amor si se hubiera atrevido a pasar por su lado! Si alguna
    griseta de la plaza de Cambrai o de la calle Saint-Jean-de-Beauvais, al ver aquel rostro que parecía
    escapado del colegio, aquella figura de paje, aquellas largas cejas rubias, aquellos ojos azules, aquella
    cabellera tumultuosa al viento, aquellas mejillas rosadas, aquellos labios vírgenes, aquellos dientes
    exquisitos, hubiera s, una mirada sorprendente y temible le habría mostrado bruscamente el abismo, y
    le hubiera enseñado a no confundir con el querubín galante de Beaumarchais el formidable querubín de
    Ezequiel.
    Al lado de Enjolras, que representaba la lógica de la revolución, Combeferre representaba su
    filosofía. Entre la lógica de la revolución y su filosofía hay esta diferencia: que la lógica puede ir a parar
    a la guerra, mientras que la filosofía no puede tener por última consecuencia más que la paz. Combeferre
    completaba y rectificaba a Enjolras. Era menos alto y más grueso. Quería que se inculcasen en los ánimos
    los principios extensos de ideas generales; revolución, decía, pero también civilización; y en derredor de
    la montaña se abría el vasto horizonte azul. De ahí que hubiese en todas las teorías de Combeferre algo
    accesible y practicable. La revolución con Combeferre era más respirable que con Enjolras. Enjolras
    expresaba el derecho divino y Combeferre el derecho natural. El primero se vinculaba a Robespierre; el
    segundo confinaba con Condorcet. Combeferre vivía más que Enjolras la vida de todo el mundo. Si les
    hubiera sido dado a estos dos hombres llegar a la historia, uno hubiera sido el justo, el otro el sabio.
    Enjolras era más viril, Combeferre era más humano. Homo et Vir, estas palabras los calificaban
    exactamente. Combeferre era tan afable como severo era Enjolras, por su inocencia natural. Amaba la
    palabra ciudadano, pero prefería la palabra hombre. Todo lo leía, iba a los teatros, seguía los cursos
    públicos, aprendía de Arago
    [325]
    , la polarización de la luz, le apasionó una lección en la que Geoffroy
    Saint-Hilaire
    [326] había explicado la doble función de la arteria carótida externa y de la arteria carótida
    interna, la una que constituye el rostro, y la otra que constituye el cerebro; estaba al corriente, seguía a la
    ciencia paso a paso, confrontaba a Saint-Simon con Fourier, descifraba los jeroglíficos, rompía los
    guijarros que encontraba y hablaba de geología, dibujaba de memoria una mariposa bombix, señalaba las
    faltas de francés en el Diccionario de la Academia, estudiaba a Puységur y a Deleuze
    [327]
    , no afirmaba
    nada, ni tan siquiera los milagros, no negaba nada, ni tan siquiera los aparecidos, hojeaba la colección
    del Moniteur, y meditaba. Decía que el porvenir está en manos del maestro de escuela y se preocupaba
    de las cuestiones de educación. Quería que la sociedad trabajara sin descanso en pro de la elevación del
    nivel intelectual y moral, en el fomento de la ciencia, en la puesta en circulación de las ideas, en el
    crecimiento intelectual de la juventud, y temía que la pobreza actual de los métodos, la miseria del punto
    de vista literario limitado a dos o tres siglos llamados clásicos, el dogmatismo tiránico de los pedantes
    oficiales, los prejuicios escolásticos y las rutinas, terminaran por hacer de nuestros colegios bancos de
    ostras artificiales. Era sabio, purista, preciso, politécnico, trabajador, y al mismo tiempo pensativo
    «hasta la quimera», decían sus amigos. Creía en todos estos sueños: los ferrocarriles, la supresión del
    sufrimiento en las operaciones quirúrgicas, la fijación de la imagen en la cámara oscura, el telégrafo
    eléctrico, la dirección de los globos. Por lo demás, se asustaba poco de las ciudadelas que edificaban en
    todas partes contra el género humano las supersticiones, los despotismos y los prejuicios. Era de los que
    piensan que la ciencia acabará por volver por sus fueros. Enjolras era un jefe. Combeferre era un guía.
    Habríase deseado pelear junto al primero y andar con el otro. No es que Combeferre no fuera capaz de
    combatir, ni se negase a luchar cuerpo a cuerpo con el obstáculo, atacándolo con fuerza y haciéndolo
    explotar, sino que prefería, poco a poco, por medio de la enseñanza de axiomas y de la promulgación de
    las leyes positivas, poner al género humano de acuerdo con sus destinos; entre dos claridades, se
    inclinaba más a la iluminación que al incendio. Un incendio puede producir una aurora, sin duda, pero
    ¿por qué no esperar la salida del sol? Un volcán alumbra, pero el alba alumbra aún más. Combeferre
    prefería tal vez la blancura de lo hermoso al resplandor de lo sublime. Una claridad turbada por el humo,
    un progreso comprado por la violencia, satisfacían a medias a aquel tierno espíritu. Una precipitación
    violenta de un pueblo con razón, un noventa y tres, le aterraba; sin embargo, el estancamiento le
    repugnaba más, porque olía a putrefacción y a muerte; y en último caso, prefería la espuma a la miasma,
    el torrente a la cloaca, la catarata del Niágara al lago de Montfaucon. En suma, no quería ni pararse ni
    correr. Mientras que sus tumultuosos amigos, prendados caballerescamente de lo absoluto, adoraban e
    invocaban las espléndidas aventuras revolucionarias, Combeferre se inclinaba a dejar obrar al progreso,
    al buen progreso, frío tal vez, pero puro; metódico pero irreprochable; flemático pero imperturbable.
    Combeferre se hubiera arrodillado juntando las manos para que el porvenir llegara con todo su candor, y
    para que nada turbara la inmensa evolución virtuosa de los pueblos. Es preciso que el bien sea inocente,
    repetía sin cesar. Y en efecto, la grandeza de la revolución es contemplar fijamente el deslumbrante ideal,
    y volar hacia él a través de los rayos, llevando en las manos sangre y fuego; la belleza del progreso
    consiste en no tener mácula alguna. Entre Washington, que representa a uno, y Danton, que encarna al
    otro, existe la diferencia que separa al ángel de las alas de cisne del ángel de las alas de águila.
    Jehan Provuaire era un tipo más suavizado aún que Combeferre. Se llamaba Jehan por esa pequeña
    fantasía momentánea que se mezclaba con el poderoso y profundo movimiento de donde ha salido el
    estudio tan necesario de la Edad Media. Jean Provuaire era un enamorado, cultivaba un tiesto de flores,
    tocaba la flauta, hacía versos, amaba al pueblo, se compadecía de la mujer, lloraba por los niños,
    confundía en la misma esperanza el porvenir y Dios, y censuraba a la Revolución por haber cortado una
    cabeza real, la de André Chénier. Tenía la voz habitualmente delicada, pero en ocasiones viril. Era
    letrado hasta la erudición, y casi orientalista. Era bueno por encima de todo; y, cosa sencilla para quien
    sabe combinar la bondad con la grandeza, en cuestión de poesía, prefería lo inmenso. Sabía italiano,
    latín, griego y hebreo; lo cual le servía para no leer más que a cuatro poetas: Dante, Juvenal, Esquilo e
    Isaías. En francés, prefería Corneille a Racine, y Agrippa de Aubigné a Corneille. Le gustaba vagar por
    los campos cubiertos de avena silvestre y de campanillas, y se ocupaba de las nubes casi tanto como de
    los acontecimientos. Su espíritu tenía dos actitudes, una del lado del hombre, y otra del lado de Dios;
    estudiaba o contemplaba. Durante todo el día, profundizaba en las cuestiones sociales: el salario, el
    capital, el crédito, el matrimonio, la religión, la libertad de pensamiento, la libertad de amar, la
    educación, las penalidades, la miseria, la asociación, la propiedad, la producción y la repartición, el
    enigma de aquí abajo que cubre de sombra el hormiguero humano; y durante la noche, contemplaba los
    astros, esos seres enormes. Como Enjolras, era rico e hijo único. Hablaba dulcemente, inclinaba la
    cabeza, bajaba los ojos, sonreía con embarazo. Se cuidaba poco, tenía mala facha, se ruborizaba por
    nada, y era muy tímido. Por lo demás, era intrépida.

    da, y era muy tímido. Por lo demás, era intrépido.
    Feuilly era un obrero abaniquero, huérfano de padre y madre, que ganaba penosamente tres francos
    diarios, y que no tenía más que una idea: libertar al mundo. Tenía aún otra preocupación: instruirse; lo
    que él llamaba también libertarse. Había aprendido por sí solo a leer y a escribir; todo lo que sabía lo
    había aprendido por sí solo. Feuilly tenía el corazón generoso, y quería abrazar lo inmenso. Este huérfano
    había adoptado a los pueblos. Al faltarle su madre, había meditado sobre la patria. No quería que hubiera
    en la tierra un solo hombre que no tuviera patria. Alimentaba en sí mismo, con la adivinación profunda
    del hombre del pueblo, lo que llamamos hoy la idea de las nacionalidades. Había aprendido la historia
    sólo para indignarse con conocimiento de causa. En aquel joven cenáculo de utopistas, preocupados
    especialmente por Francia, él representaba el exterior; su manía era Grecia, Polonia, Hungría, Rumania e
    Italia. Pronunciaba estos nombres sin cesar, viniera o no a cuento, con la tenacidad del derecho. Turquía
    sobre Creta y Tesalia, Rusia sobre Varsovia, Austria sobre Venecia: todas estas violaciones le
    exasperaban. Entre todas, la gran, violencia de 1772
    [328]
    le sublevaba. No hay elocuencia más soberana
    que la verdad de la indignación; y él era elocuente con esta elocuencia. No se agotaba nunca su tema al
    tratar de la fecha infame de 1772, y del noble y valiente pueblo suprimido por traición, de aquel crimen
    de tres criminales, de aquella monstruosa acechanza, prototipo y patrón de todas las horribles
    supresiones de estados que, desde entonces, han venido a caer sobre nobles naciones, y que han raspado,
    por decirlo así, su partida de bautismo. Todos los atentados sociales contemporáneos derivan de la
    repartición de Polonia. La repartición de Polonia es un teorema cuyos corolarios son los actuales
    crímenes políticos. No hay un déspota ni un traidor, desde hace un siglo, que no haya visado, aprobado,
    firmado y rubricado, ne varietur, la repartición de Polonia. Cuando se examina el legajo de las traiciones
    modernas, ésta es la primera que aparece. El Congreso de Viena ha consultado este crimen antes de
    consumar el suyo. 1772 es el grito del cazador, y 1815 es la comida que se da a los perros. Tal era el
    texto habitual de Feuilly. Este pobre obrero se había erigido en tutor de la justicia, y ella le
    recompensaba haciéndole grande. Porque hay, efectivamente, algo de eternidad en el derecho. Varsovia
    no puede ser tártara, así como Venecia no puede ser tudesca. Los reyes pierden el tiempo y el honor en
    esta empresa. Tarde o temprano, la patria sumergida flota en la superficie, y reaparece. Grecia vuelve a
    ser Grecia, Italia vuelve a ser Italia. La protesta del derecho contra el hecho persiste siempre. El robo de
    un pueblo no se prescribe. Estas grandes estafas no tienen porvenir. No se borra la marca de una nación
    como la de un pañuelo






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    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 8 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Dom 01 Dic 2024, 13:06

    ***

    Courfeyrac tenía un padre al que llamaban señor de Courfeyrac. Una de las falsas ideas de la
    burguesía de la Restauración en hecho de aristocracia y de nobleza era creer en la partícula «de». Sabido
    es que esta partícula no tiene significación alguna. Pero el burgués del tiempo de La Minerve estimaba en
    tan alto grado este pobre «de» que se creía obligado a renunciar a él. El señor de Chauvelin, se hacía
    llamar señor Chauvelin
    [329]
    ; el señor de Caumartin, señor Caumartin el señor de Constant de Rebecque,
    Benjamín Constant; el señor de Lafayette, señor Lafayette. Courfeyrac no había querido, quedarse atrás, y
    se llamaba Courfeyrac, a secas.
    Podríamos detenernos aquí en lo que se refiere a Courfeyrac, y limitarnos a decir: Courfeyrac, véase
    Tholomyés.
    Courfeyrac tenía, en efecto, ese verbo de juventud que podría llamarse la belleza del diablo del
    espíritu. Más tarde, esta gracia se pierde como la gracia del gatito, es decir, concluye en el ciudadano
    cuando tiene dos pies, y en el gato cuando tiene cuatro patas.
    Las generaciones que pasan por las escuelas, y las promociones sucesivas de la juventud, se
    transmiten ese espíritu, quasi cursores, casi siempre el mismo; de modo que, como acabamos de indicar,
    cualquiera que hubiera oído a Courfeyrac en 1828 habría creído oír a Tholomyés en 1817. Pero
    Courfeyrac era un buen muchacho. Bajo estas aparentes semejanzas exteriores, la diferencia entre
    Tholomyés y él era grande. El hombre latente que existía en ellos era distinto. En Tholomyés había un
    procurador, y en Courfeyrac un paladín.
    Enjolras era el jefe. Combeferre era el guía. Courfeyrac era el centro. Los demás daban más luz, él
    daba más calor; el hecho es que tenía todas las cualidades de un centro, la redondez y la irradiación.
    Bahorel había figurado en el sangriento tumulto de junio de 1822, con motivo del entierro del joven
    Lallemand
    [330]
    .
    Bahorel era un ser de buen humor y de difícil trato; bravo, gastador, generoso hasta llegar a la
    prodigalidad, hablador hasta llegar a la elocuencia, atrevido hasta llegar al descaro; la mejor pasta de
    diablo que es posible encontrar; tenía chalecos temerarios y opiniones color escarlata; camorrista, es
    decir, nada le gustaba tanto como una riña, a no ser un motín, y nada más que un motín a no ser una
    revolución; siempre dispuesto a romper una vidriera, a desempedrar una calle, o a derribar un Gobierno,
    para ver el efecto; estudiante de undécimo año de Leyes. Huía del estudio del Derecho, pero lo
    practicaba. Había tomado por divisa: «abogado nunca», y por armarios, una mesita de noche en la que se
    divisaba un bonete cuadrado. Cada vez que pasaba por delante de la escuela de Derecho, lo cual sucedía
    raras veces, se abrochaba su levita, porque aún no se había inventado el gabán, y tomaba precauciones
    higiénicas. Decía del pórtico de la escuela: ¡qué hermoso viejo!, y del decano, el señor Delvincourt: ¡qué
    monumento! Veía en los cursos motivos de canciones y en los profesores, motivos de caricaturas.
    Gastaba, en no hacer nada, una gruesa renta como de tres mil francos. Tenía padres campesinos, a quienes
    había sabido inculcar el respeto a su hijo.
    Decía de ellos: «Son campesinos y no burgueses; por esto no carecen de inteligencia».
    Bahorel, hombre caprichoso, vivía esparcido entre varios cafés; los demás tenían sus hábitos, él no
    tenía ninguno. Andaba ocioso. Errar es humano, pero andar ociosamente es parisiense. En el fondo, tenía
    un espíritu penetrante, y era más pensador de lo que parecía.
    Servía de unión entre los Amigos del A B C y otros grupos aún informes, pero que debían dibujarse
    más tarde.
    En este cónclave de jóvenes cabezas, había un miembro calvo.
    El marqués de Avaray, a quien Luis XVIII hizo duque por haberle ayudado a subir a un coche de punto
    el día en que emigró, contaba que en 1814, a su vuelta a Francia, cuando el rey desembarcó en Calais, le
    presentó un hombre un memorial.
    —¿Qué pedís? —preguntó el rey.
    —Señor, una administración de Correos.
    —¿Cómo os llamáis?
    —L’Aigle.
    El rey frunció el entrecejo, miró la firma del memorial y vio el nombre escrito así: Lesgle. Esta
    ortografía poco bonapartista conmovió al rey, y empezó a sonreír.
    —Señor —continuó el hombre del memorial—, tengo entre mis antepasados, un perrero, a quien
    llamaban Lesgueules. Este mote me ha dado mi nombre. Me llamo Lesgueules, por contracción Lesgle, y
    por corrupción, L’Aigle.
    Esto hizo que el rey acabara por reírse, y por fin, le dio la administración de Correos de Meaux, no
    sabemos si inocente o intencionadamente.
    El miembro calvo era hijo de este Lesgle o Légle, y firmaba Lé-gle (de Meaux). Sus camaradas, para
    abreviar, le llamaban Bossuet
    [331]
    Bossuet era un muchacho alegre y desgraciado. Su especialidad consistía en que todo le salía mal.
    Por el contrario, se reía de todo. A los veinticinco años, era calvo. Su padre había terminado por tener
    una casa y un campo; pero él, el hijo, por nada había tenido tanta prisa como por perder en una falsa
    especulación el campo y la casa. No le había quedado nada. Tenía ciencia e ingenio, pero abortaba. Todo
    lo perdía, todo le engañaba; lo que construía se desplomaba sobre él. Si partía leña, se cortaba un dedo.
    Si tenía una amante, descubría inmediatamente que ésta tenía también un amigo. En todo momento, le
    sucedía una desgracia; de ahí su jovialidad. Decía: «Vivo bajo un techo de tejas que caen». Poco
    sorprendido, pues para él el accidente estaba previsto, tomaba la mala suerte con serenidad, y sonreíase
    de los reveses del destino como quien oye una broma. Era pobre, pero tenía un bolsillo inagotable de
    buen humor. Llegaba con rapidez a su último sueldo, y nunca a su último estallido de risa. Cuando la
    adversidad entraba en su casa, saludaba cordialmente a este antiguo amigo; daba cariñosas palmadas en
    el vientre de la catástrofe; estaba familiarizado con la fatalidad hasta el punto de llamarla por su
    apelativo. «Buenos días, Mala Suerte», le decía.
    Estas persecuciones de la suerte le habían hecho inventivo. Tenía abundancia de recursos. No tenía
    dinero pero encontraba medio de hacer, cuando le parecía bien, «gastos desenfrenados». Una noche, se
    comió «cien francos» en una cena con una muchachuela que le inspiró, en medio de la orgía, esta frase
    memorable: «Filie de cinq louisy tire-moi mes bottes»
    Bossuet se dirigía lentamente hacia la profesión de abogado; estudiaba Derecho del mismo modo que
    Bahorel. Bossuet tenía poca casa, y a veces ninguna. Vivía ya en casa de uno, ya en casa de otro; y con
    más frecuencia con Joly, que estudiaba Medicina y tenía dos años menos que Bossuet
    [332]
    .
    Joly era el joven enfermo imaginario. Lo único que había conseguido al estudiar Medicina era
    hacerse más enfermo que médico. A los veintitrés años, se creía valetudinario, y se pasaba la vida
    mirándose la lengua en el espejo. Afirmaba que el hombre se imanta como una aguja, y en su habitación,
    ponía la cama con la cabecera al mediodía y los pies al norte, con el fin de que por la noche la
    circulación de su sangre no estuviera contrariada por la gran corriente magnética del globo. En las
    tormentas, se tomaba el pulso. Por lo demás, era el más alegre de todos. Todas estas incoherencias,
    joven, maníaco, aprensivo, alegre, se avenían perfectamente, y resultaba de su unión un ser excéntrico y
    agradable, a quien sus camaradas, pródigos en consonantes aladas, llamaban Jolllly. «Puedes volar con
    cuatro eles», le decía Jean Provuaire.
    Joly tenía la costumbre de tocarse la nariz con el puño de su bastón, lo que indicaba un espíritu sagaz.
    Todos estos jóvenes, tan distintos, y de los cuales no puede hablarse más que muy seriamente, tenían
    una misma religión: el Progreso.
    Todos eran hijos directos de la Revolución francesa. Los más frívolos llegaban a ser solemnes
    cuando pronunciaban esta fecha: 89. Sus padres, según la carne, eran o habían sido fuldenses, realistas,
    doctrinarios; poco importaba; esta mezcla anterior a ellos, que eran jóvenes, no les concernía en
    absoluto; la pura sangre de los principios corría por sus venas. Se consagraban de una manera total al
    derecho incorruptible y al deber absoluto.
    Afiliados e iniciados bosquejaban subterráneamente el ideal.
    Entre todos estos corazones apasionados, y estos espíritus convencidos, había un escéptico. ¿Cómo se
    encontraba allí? Por yuxtaposición. Este escéptico se llamaba Grantaire, y firmaba habitualmente con este
    jeroglífico: R. Era un hombre que se guardaba muy bien de creer en algo. Por lo demás, era uno de los
    estudiantes que habían aprendido más durante sus cursos en París; sabía que el mejor café era el del café
    Lemblin, y el mejor billar, el del Voltaire
    [333]
    , que se encontraban buenas galletas y buenas chicas en el
    Ermitage, cerca del boulevar del Maine
    [334]
    , excelentes pollos con salsa picante en casa de la tía Saguet,
    exquisitos pescados a la marinera en la barrera de la Cunette y un cierto vinillo en la del Combat. Sabía
    los buenos sitios para todo; manejaba la chancla y el zapato, en algunos bailes, y sabía usar el bastón.
    Era, además, gran bebedor. Era inconmensurablemente feo. La pespunteadora de botines más bonita en
    aquel tiempo, Irma Boissy, indignada por su fealdad, había dicho esta sentencia: «Grantaire es
    imposible»; pero la fatuidad de Grantaire no se desconcertaba. Miraba tierna y fijamente a todas las
    mujeres, como diciéndoles: «¡Si yo quisiera!», y trataba de hacer creer a sus camaradas que se veía muy
    solicitado.
    Todas estas palabras: derecho del pueblo, derechos de los hombres, contrato social, revolución
    francesa, república, democracia, humanidad, civilización, religión, progreso, eran para Grantaire
    palabras que casi carecían por completo de significado. Se reía de ellas. El esceptismo, esa caries seca
    de la inteligencia, no le había dejado una idea entera en el espíritu. Vivía con ironía. Éste era su axioma:
    «No hay más que una certidumbre, mi vaso lleno». Se burlaba de todos los sacrificios en todos los
    partidos, lo mismo del hermano que del padre, lo mismo de Robespierre, que de Loizerolles. «Bastante
    han avanzado con estar muertos», exclamaba. Decía del crucifijo: «Éste es un suplicio que ha triunfado».
    Corretón, jugador, libertino, a menudo ebrio, disgustaba a aquellos jóvenes esperanzados cuando cantaba
    sin cesar: «Viva Enrique IV. Me gustan las muchachas, y me gusta el buen vino»
    Por lo demás, este escéptico tenía un fanatismo. Este fanatismo no era ni una idea ni un dogma, ni un
    arte ni una ciencia; era un hombre: Enjolras. Grantaire amaba, admiraba y veneraba a Enjolras. ¿A quién
    se unía aquel incrédulo anarquista en aquella falange de espíritus absolutos? Al más absoluto. ¿De qué
    modo le subyugaba Enjolras? ¿Por sus ideas? No. Por el carácter. Fenómeno que se observa a menudo.
    Un escéptico que se une a un creyente es una cosa tan normal como la ley de los colores
    complementarios; siempre nos atrae lo que nos falta; nadie ama tanto la luz como el ciego; los enanos
    adoran al tambor mayor. El sapo tiene siempre los ojos en el cielo; ¿para qué?, para ver volar a los
    pájaros. Grantaire, en el cual se arrastraba la duda, se complacía en ver cernirse la fe en Enjolras. Tenía
    necesidad de Enjolras. Sin que se diera claramente cuenta, y sin tratar de explicárselo, esa naturaleza
    casta, sana, firme, recta, dura, cándida, le encantaba. Admiraba instintivamente a su contrario. Sus ideas
    flexibles, dislocadas, enfermas, deformes, se unían a Enjolras como a una espina dorsal. Su raquitismo
    moral se apoyaba en aquella firmeza. Grantaire al lado de Enjolras era alguien. Además, estaba
    compuesto de dos elementos en apariencia incompatibles. Era irónico y cordial. Su indiferencia amaba.
    Su espíritu podía pasarse sin creencias y su corazón no podía pasarse sin amistad. Contradicción
    profunda, pues un afecto es una convicción. Su naturaleza era así. Hay hombres que parecen nacidos para
    ser el anverso y el reverso. Son Pollux, Patroclo, Niso, Eudamidas, Efestion, Pechméja. No viven más
    que a condición de estar adosados a otro: su nombre es una continuación, y sólo se escribe precedido de
    la conjunción «y»; su existencia no les pertenece; es el otro lado de un destino que no es el suyo.
    Grantaire era uno de estos hombres. Era el reverso de Enjolras.
    Casi podría decirse que las afinidades empiezan con las letras del alfabeto. En la serie, O y P son
    inseparables. Podéis pronunciar indistintamente O y P, o sea, Orestes y Pílades.
    Grantaire, verdadero satélite de Enjolras, frecuentaba este círculo de jóvenes; sólo allí vivía; sólo
    allí gozaba, y los seguía a todas partes. Todo su placer era ver ir y venir aquellos perfiles en los vapores
    del vino. Se le toleraba por su buen humor.
    Enjolras, creyente y sobrio, desdeñaba a este escéptico y borracho. Le dispensaba cierta piedad
    humana. Grantaire era un Pílades no aceptado. Tratado con dureza por Enjolras, rechazado y alejado
    bruscamente, volvía sin cesar a él, y decía de Enjolras: «¡Qué hermoso mármol!»











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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 8 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Dom 01 Dic 2024, 13:08

    ***

    II



    ORACIÓN FÚNEBRE DE BLONDEAU POR BOSSUET



    Cierta tarde, que tenía, como vamos a ver, alguna coincidencia con los acontecimientos que hemos
    relatado más arriba, Laigle de Meaux estaba sensualmente adosado a las jambas de la puerta del Café
    Musain. Tenía el aire de una cariátide en vacaciones; no llevaba consigo más que sus ensueños. Estaba
    mirando la plaza de Saint-Michel. Apoyarse es un modo de estar acostado de pie, que no es impropio de
    los soñadores. Laigle de Meaux pensaba, sin melancolía, en un percance que le había sucedido el día
    anterior en la escuela de Derecho, y que modificaba sus proyectos personales para el porvenir,
    proyectos, por otra parte, bastante vagos.
    La meditación no se opone a que pase un cabriolé, ni a que el que medita se fije en él. Laigle de
    Meaux, cuyos ojos erraban en una especie de ociosidad difusa, descubrió a través de este sonambulismo
    un vehículo de dos ruedas que pasaba por la plaza al paso, como indeciso. ¿Qué iba a hacer este
    cabriolé? ¿Por qué iba al paso? Laigle lo observó. Iba dentro, al lado del cochero, un joven, y delante del
    joven, un grueso saco de noche. El saco mostraba a los paseantes este nombre escrito en gruesas letras
    negras en un papel cosido a la tela: «Marius Pontmercy».
    Este nombre hizo cambiar de actitud a Laigle. Se enderezó y gritó al joven del cabriolé:
    —¡Señor Marius Pontmercy!
    El cabriolé interpelado se detuvo.
    El joven, que también parecía meditar profundamente, levantó los ojos.
    —¿Eh? —dijo.
    —¿Sois el señor Marius Pontmercy?
    —Efectivamente.
    —Os buscaba —continuó Laigle de Meaux.
    —¿Cómo es posible? —le preguntó Marius; pues era él, en efecto, quien salía de casa de su abuelo, y
    tenía delante de sí un rostro que no había visto nunca—. No os conozco.
    —Ni yo tampoco a vos —dijo Laigle.
    Marius creyó haberse encontrado con un burlón, y tener que aceptar una broma en plena calle. No
    estaba del mejor humor, y frunció el entrecejo. Laigle de Meaux, imperturbable, prosiguió:
    —¿No fuisteis anteayer a la escuela?
    —Es posible.
    —Es cierto.
    —¿Sois estudiante? —preguntó Marius.
    —Sí, señor, como vos. Anteayer entré en la escuela por casualidad. A veces se tienen tales ideas. El
    profesor estaba pasando lista. No ignoráis que en estos momentos los profesores resultan ridículos. A las
    tres faltas, os borran de la inscripción. Sesenta francos perdidos.
    Marius empezaba a escuchar. Laigle continuó:
    —Era Blondeau quien pasaba lista. Ya le conocéis, tiene una nariz muy puntiaguda y maliciosa, y
    olfatea con delirio a los ausentes. Empezó socarronamente por la letra P. Yo no le escuchaba, porque no
    estaba incluido en esa lista. La lista no iba mal, no había ni una falta, porque todo el mundo estaba
    presente. Blondeau estaba triste. Yo me decía: «Blondeau, amor mío, hoy no harás ninguna ejecución».
    De repente, Blondeau dice: «Marius Pontmercy». Nadie responde. Blondeau, esperanzado, repite más
    fuerte: «Marius Pontmercy». Y coge su pluma. Señor, yo tengo sentimientos. Me he dicho rápidamente:
    «Éste es un buen muchacho a quien van a borrar de la lista. Atención. Éste es un verdadero vividor, no es
    un buen discípulo. No es un gastador de bancos, un estudiante que estudia, un barbilampiño pedante,
    fuerte en letras, ciencias, teología y sapiencia, uno de esos espíritus rudos, prendidos con cuatro agujas,
    una por cada facultad. Es un honorable perezoso que anda vagando, que practica el veraneo, que cultiva
    la griseta, que hace la corte a las bellas, que tal vez en este instante está en casa de mi amante.
    Salvémosle. ¡Muerte a Blondeau!». En ese momento, Blondeau moja la pluma, pasea su fiera pupila por
    el auditorio y repite por tercera vez: «Marius Pontmercy». Yo he respondido: «¡Presente!» Y esto hizo
    que no os borraran.
    —¡Señor…! —dijo Marius.
    —Y que el borrado haya sido yo —añadió Laigle de Meaux.
    —No os comprendo —dijo Marius.
    Laigle continuó:
    —Nada tan sencillo. Yo estaba cerca de la cátedra para responder, y cerca de la puerta para
    marcharme. El profesor me miraba con cierta fijeza. De repente, Blondeau, que debe ser la nariz maligna
    de la que habla Boileau, salta a la letra L. Les mi letra. Soy de Meaux, y me llamo Lesgle.
    —¡Laigle —interrumpió Marius—, qué nombre tan hermoso!
    —Caballero, Blondeau llegó a este hermoso nombre y gritó: «¡Laigle!». Yo respondí: «¡Presente!».
    Entonces, Blondeau me miró con la dulzura del tigre, sonrió y me dijo: «Si sois Pontmercy, no sois
    Laigle». Frase que parece poco cortés para vos, pero que era muy lúgubre para mí. Dicho esto, me borró.
    Marius exclamó:
    —Caballero, cuánto lo siento…
    —Ante todo —interrumpió Laigle—, quiero embalsamar a Blondeau con algunas frases de sentido
    elogio. Le supongo muerto; para lo cual no habría de cambiar mucho en su delgadez, en su palidez, en su
    rigidez, en su fetidez. Y digo: Erudimini quijudicatis terram[335]
    . Aquí yace Blondeau, el Blondeaunariz, el Blondeau-Nasica, el buey de la disciplina, bos disciplinae, el moloso de la consigna, el ángel de
    la lista, que fue recto, cuadrado, exacto, rígido, honrado, repugnante. Dios le borró, como él a mí.
    —Siento tanto…
    —Joven —dijo Laigle de Meaux—, que esto os sirva de lección. En adelante, sed puntual.
    —Os pido mil perdones.
    —No volváis a exponeros a que borren a vuestro prójimo.
    —Estoy desesperado…
    Laigle estalló en carcajadas.
    —Y yo muy alegre. Estaba yo a punto de ser abogado. Esta tachadura me salva. Renuncio a los
    triunfos del foro. No defenderé a la viuda, ni atacaré al huérfano. Nada de toga, nada de estrados. Mi
    decisión está tomada; y a vos os lo debo, señor Pontmercy. Debo haceros solemnemente una visita de
    agradecimiento. ¿Dónde vivís?
    —En este cabriolé —dijo Marius.
    —Signo de opulencia —respondió Laigle con tranquilidad—. Os felicito. Tenéis un alojamiento de
    nueve mil francos anuales.
    En ese momento, Courfeyrac salía del café.
    Marius sonrió tristemente.
    —Estoy en este alojamiento desde hace dos horas, y aspiro a salir de él; pero ésta es una larga
    historia; no sé adonde ir.
    —Caballero —dijo Courfeyrac—, venid a mi casa.
    —Tengo la prioridad —observó Laigle—, pero no tengo casa
    —Cállate, Bossuet —dijo Courfeyrac.
    —Bossuet —dijo Marius—, creí que os llamabais Laigle.
    —De Meaux —respondió Laigle—; por metáfora, Bossuet.
    Courfeyrac subió al cabriolé.
    —Cochero —dijo—, hotel de la puerta de Saint-Jacques.
    Y aquella misma tarde, Marius estaba instalado en una habitación del hotel de la puerta de SaintJacques, al lado de Courfeyrac.




    III



    LAS SORPRESAS DE MARIUS



    En pocos días, Marius se hizo amigo de Courfeyrac. La juventud es la estación de las soldaduras
    prontas y de las cicatrizaciones rápidas. Marius, cerca de Courfeyrac, respiraba libremente, cosa
    bastante nueva para él. Courfeyrac no le hizo preguntas. Ni pensaba hacérselas. A esa edad, los rostros lo
    expresaban todo inmediatamente. La palabra es inútil. Hay jóvenes de quienes podría decirse que tienen
    una fisonomía parlante. Se miran y se conocen.
    Sin embargo, una mañana, Courfeyrac le hizo bruscamente esta pregunta:
    —A propósito, ¿tenéis alguna opinión política?
    —¡Vaya! —dijo Marius, casi ofendido por la pregunta.
    —¿Qué sois?
    —Demócrata-bonapartista.
    —Matiz gris de ratón confiado —dijo Courfeyrac.
    Al día siguiente, Courfeyrac introdujo a Marius en el Café Musain. Luego le murmuró al oído, con
    una sonrisa: «Es preciso que os dé entrada en la revolución». Y lo llevó a la sala de los Amigos del A B
    C. Luego le presentó a los demás compañeros, diciendo a media voz estas sencillas palabras que Marius
    no comprendió: «Un alumno».
    Marius, hasta entonces solitario e inclinado al monólogo y al aparte, por costumbre y por gusto, se
    quedó como asustado ante aquella bandada de pájaros. Todas aquellas variadas iniciativas le solicitaban
    y le atraían en diversos sentidos a la vez. El vaivén tumultuoso de todos aquellos ingenios libres y
    laboriosos embarullaba sus ideas en revuelto torbellino, y alguna vez, en su turbación, se iban tan lejos
    de él que le costaba trabajo recogerlas. Oía hablar de filosofía, de literatura, de arte, de historia y de
    religión, de una manera inaudita. Vislumbraba aspectos extraños, y como no los ponía bajo un ángulo, no
    estaba seguro de no ver el caos. Al abandonar las opiniones de su abuelo por las de su padre, había
    adquirido ideas fijas; pero ahora sospechaba con inquietud, y sin atreverse a afirmarlo, que no las tenía.
    El prisma a través del cual lo veía todo, empezaba de nuevo a moverse. Cierta oscilación conmovía
    todos los horizontes de su cerebro, produciendo en él una extraña y casi dolo rosa confusión.
    Parecía que para aquellos jóvenes no había cosas «sagradas». Marius oía, sobre todo, un idioma
    nuevo y singular que dañaba su alma, aún muy tímida.
    Veíase un cartel de teatro, adornado con un título de tragedia del antiguo repertorio, llamado clásico,
    y gritaba Bahorel:
    —¡Abajo la tragedia preferida por los tenderos!
    Y Marius oía que Combeferre contestaba:
    —Haces mal, Bahorel; los tenderos prefieren la tragedia, y debemos en este punto dejarlos
    tranquilos. La tragedia con peluca tiene su razón de ser, y yo no soy de esos que a Esquilo le disputan el
    derecho de existir. En la naturaleza hay bosquejos; en la creación hay parodias hechas. Un pico que no es
    pico, alas que no son alas, aletas que no son aletas, patas que no son patas, y un grito doloroso que mueve
    a risa; tal es el pato. Puesto que las aves de corral existen tanto como el pájaro, no veo razón para que la
    tragedia clásica no viva frente a la tragedia antigua.
    O bien la casualidad hacía que Marius pasase por la calle Jean-Jacques Rousseau, entre Enjolras y
    Courfeyrac.
    Courfeyrac le cogía del brazo.
    —Presta atención. Ésta es la calle Plátiére, que hoy se llama Jean-Jacques Rousseau, a causa de una
    familia especial que vivía en ella hace cosa de unos sesenta años. Esta familia la componían JeanJacques-Rousseau y Thérése. De vez en cuando, nacían algunos pequeñuelos. Thérése los traía al mundo
    y Jean-Jacques los daba a la inclusa
    [336]
    .
    Y Enjolras reprendía a Courfeyrac:
    —¡Silencio ante Jean-Jacques! Admiro a este hombre. Renegaba de sus hijos, es verdad, pero adoptó
    al pueblo.
    Ninguno de aquellos jóvenes pronunciaba jamás la palabra «emperador». Sólo Jean Prouvaire decía
    algunas veces Napoleón; los demás decían Bonaparte. Enjolras pronunciaba Buonaparte.
    Marius se asombraba vagamente. Initium sapientiae









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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 8 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Lun 02 Dic 2024, 15:28

    ***



    IV



    LA SALA INTERIOR DEL CAFÉ MUSAIN



    Una de las conversaciones que tuvieron estos jóvenes, a las cuales asistía Marius, quien tomaba parte
    en ellas algunas veces, había producido una verdadera sacudida en su ánimo.
    Esto sucedía en la sala interior del Café Musain. Casi todos los Amigos del A B C estaban reunidos
    aquella noche. El quinqué estaba encendido solemnemente. Hablaban de varias cosas, sin pasión y con
    ruido. Excepto Enjolras y Marius, que permanecían callados, los demás arengaban todos un poco al azar.
    Las conversaciones entre camaradas tienen a veces estos tumultos apacibles. Era un juego y una
    confusión tanto como una conversación. Echábanse unos a otros palabras que eran recogidas. Se hablaba
    por los cuatro costados.
    Ninguna mujer era admitida en aquella sala, a excepción de Louison, la que fregaba la vajilla, que la
    atravesaba de vez en cuando para ir del fregadero al «laboratorio».
    Grantaire, completamente ebrio, ensordecía el rincón del que se había apoderado. Razonaba y
    desrazonaba a grito pelado:
    —Tengo sed. Mortales, he tenido un sueño: que el tonel de Heidelberg tenía un ataque de apoplejía, y
    que yo era una sanguijuela de la docena de ellas que le aplicaban. Quisiera beber. Deseo olvidarme de la
    vida. La vida es una invención odiosa de no sé quién. No dura nada, no vale nada. Se cansa uno viviendo.
    La vida es un decorado en el que hay muy poco practicable. La felicidad es un viejo chasis pintado por
    un solo lado. El Eclesiastés dice: todo es vanidad; yo pienso como ese hombre que tal vez nunca ha
    existido. El cero, no queriendo ir desnudo, se ha vestido de vanidad. ¡Oh vanidad, que todo lo revistes
    con grandes palabras! Una cocina es un laboratorio, un bailarín es un profesor, un saltimbanqui es un
    gimnasta, un boxeador es un pugilista, un boticario es un químico, un peluquero es un artista, un albañil es
    un arquitecto, un jockey es un deportista, un escarabajo es un pterigibranquio. La vanidad tiene un reverso
    y un anverso; el anverso es tonto, es el negro con sus cuentas de cristal; el reverso es necio, es el filósofo
    con sus andrajos. Lloro sobre el uno y río sobre el otro. Esto que se llama honores y dignidades, e
    incluso el honor y la dignidad mismos, son generalmente oropeles. Los reyes juegan con el orgullo
    humano. Calígula hizo cónsul a un caballo; Carlos II hizo caballero a un solomillo de vaca. Pavoneaos
    ahora entre el cónsul Incitatus y el barón Roastbeef. En cuanto al valor intrínseco de las gentes, no es
    mucho más digno de respeto. Escuchad el panegírico que el vecino hace del vecino. Lo blanco sobre lo
    blanco es feroz; si la flor de lis hablara, ¡cómo pondría a la paloma! Una hipócrita que habla de una
    devota es más venenosa que el áspid y que el búngaro azul. Es una pena que yo sea un ignorante, pues os
    citaría una multitud de cosas; pero no sé nada. Por ejemplo, siempre he tenido ingenio; cuando era
    alumno en casa de Gros, en lugar de embadurnar cuadraditos, pasaba el tiempo en afanar manzanas; rapaz
    es el masculino de rapiña. Esto en cuanto a mí; en cuanto a vosotros, valéis otro tanto. Me río de vuestras
    perfecciones, excelencias y cualidades. Toda cualidad se pierde en un defecto; la economía linda con la
    avaricia, la generosidad con la prodigalidad, la bravura con la fanfarronería; mucha piedad, es decir,
    fanatismo; hay tantos vicios en la virtud como agujeros en el manto de Diógenes. ¿A quién admiráis, al
    muerto o al matador? ¿A César o a Bruto? Generalmente, al matador. ¡Viva Bruto!, porque mató. Esto es
    la virtud. Virtud, sí, pero locura también. Estos grandes hombres tienen faltas muy curiosas. El Bruto que
    mató a César estaba enamorado de la estatua de un niño. Esta estatua era del escultor griego Estrongilion,
    quien había esculpido también esa figura de amazona llamada Bella-Pierna, Eucnemos, que Nerón
    llevaba consigo en sus viajes. Este Estrongilion no ha dejado más que dos estatuas, que han puesto de
    acuerdo a Bruto y a Nerón; Bruto estuvo enamorado de una, Nerón de la otra. Toda la historia no es más
    que una continua repetición. Un siglo es plagiario de otro. La batalla de Marengo está copiada de la
    batalla de Pydna; el Tolbiac de Clodoveo y el Austerlitz de Napoleón se parecen como dos gotas de
    sangre. Hago poco caso de la victoria. Nada resulta tan estúpido como vencer; la verdadera gloria es
    convencer. ¡Pero tratad de probarme algo! Os contentáis con el éxito, ¡qué medianías!, y con conquistar,
    ¡qué miseria! ¡Ay!, vanidad y vileza en todo. Todo obedece al éxito, incluso la gramática. Si volet
    usus
    [338]
    , dijo Horacio. Por lo tanto, desdeño al genero humano. ¿Descenderé ahora del todo a la parte?
    ¿Queréis que me ponga a admirar a los pueblos? ¿Qué pueblo, por favor? ¿Grecia? Los atenienses, es
    decir, los parisienses de entonces, mataban a Foción, como quien dice a Coligny, y adulaban a los tiranos,
    hasta el punto que Anacéforo decía de Pisístrato: «Su orina atrae a las abejas». El hombre más
    considerado de Grecia durante cincuenta años ha sido el gramático Filetas, el cual era tan pequeño y tan
    menudo que estaba obligado a poner plomo en sus zapatos, para que el viento no se lo llevase. En la
    plaza más grande de Corinto, había una estatua esculpida por Silanion, y catalogada por Plinio; esta
    estatua representaba a Epistato. ¿Y qué había hecho Epistato? Inventó la zancadilla. Esto resume a Grecia
    y su gloria. Pasemos a otros pueblos. ¿Admiro a Inglaterra? ¿Admiraré a Francia? ¿Francia?, ¿por qué?
    ¿Por París? Acabo de deciros mi opinión sobre Atenas. ¿Inglaterra?, ¿por qué? ¿Por Londres? Odio a
    Cartago. Además, Londres, metrópoli de lujo, es capital de la miseria. Sólo en la parroquia de Charing
    Cross mueren de hambre cien personas al año. Tal es Albión. Añado, para colmo, que he visto a una
    inglesa bailar con una corona de flores y anteojos azules. Así, pues, ¡una higa para Inglaterra! Si no
    admiro a John Bull, ¿iba a admirar a Jonathan? Me gusta muy poco este hermano que tiene esclavos.
    Quitad el «time is money», y ¿qué queda de Inglaterra? Quitad el «cotton is king» y ¿qué queda de
    América? Alemania es la linfa; Italia es la bilis. ¿Nos extasiaremos ante Rusia? Voltaire la admiraba.
    También admiraba a China. Convengo en que Rusia tiene sus bellezas, entre otras un gran despotismo;
    pero compadezco a los déspotas. Tienen una salud delicada. Un Alexis decapitado, un Pedro
    estrangulado, otro Pablo hundido a taconazos, diversos Ivanes degollados, varios Nicolases y Basilios
    envenenados, todo esto indica que el palacio de los emperadores de Rusia se halla en una condición
    flagrante de insalubridad. Todos los pueblos civilizados ofrecen a la admiración del pensador este
    detalle: la guerra; pero la guerra, la guerra civilizada, agota y totaliza todas las formas del bandidismo,
    desde el salteamiento de los trabuqueros, en las gargantas del monte Jaxa hasta el merodeo de los indios
    comanches en el Paso Dudoso. ¡Bah!, me diréis: Europa vale más que Asia. Convengo en que Asia es una
    farsa, pero no sé por qué os reís del gran Lama, vosotros pueblos de Occidente, que habéis mezclado con
    vuestras modas y vuestras elegancias todas las inmundicias complicadas de majestad, desde la camisa
    sucia de la reina Isabel hasta la silla agujereada del Delfín. Señores humanos, os digo: ¡Narices!
    Bruselas es la ciudad que consume más cerveza, Estocolmo más aguardiente, Madrid más chocolate,
    Amsterdam más ginebra, Londres más vino, Constantinopla más café, y París más ajenjo. A esto están
    reducidas todas las nociones útiles. París sobresale, en suma. En París, incluso los traperos son sibaritas;
    esto: las tabernas de los traperos se llaman bibines; las más célebres son la Casserole y el Abahoir. Pero
    ¡oh!, figones, bodegones, tapones, tabernas; chiscones, bibines de traperos, caravanserrallos de los
    califas, yo os tomo por testigos, yo soy un voluptuoso; como en casa de Richard, un cubierto de cuarenta
    sueldos, y quiero tapices de Persia, tales que pueda rodar por ellos Cleopatra desnuda. ¿Dónde está
    Cleopatra? ¡Ah!, eres tú, Louison. Buenos días.
    De este modo, Grantaire, más que borracho, se deshacía en palabras, abrazando a la fregona, en su
    rincón de la sala.
    Bossuet, extendiendo la mano hacia él, trataba de imponerle silencio, pero Grantaire continuó más
    entusiasmado:
    —Águila de Meaux, ¡abajo las patas! No me causas ningún efecto con tu gesto de Hipócrates,
    rechazando los presentes de Artajerjes. Te dispenso de calmarme. Además, estoy triste. ¿Qué queréis que
    os diga? El hombre es malo, el hombre es deforme; la mariposa es un ser completo, el hombre es un ser
    fracasado. Dios se equivocó al hacer este animal. Una multitud es una colección de fealdades. Cualquiera
    es un miserable. Mujer rima con mal ser. Sí, tengo spleen, complicado con melancolía, con nostalgia, con
    hipocondría. Me desespero, rabio, bostezo, me aburro, me fastidio, me embrutezco. ¡Que Dios se vaya al
    diablo!
    —¡Silencio, R mayúscula! —continuó Bossuet, que discutía un punto de Derecho con los demás, y
    que estaba metido hasta medio cuerpo en una frase de argot judicial, cuyo final era éste—: … En cuanto a
    mí, aunque apenas soy leguleyo, y todo lo más puedo pasar por procurador aficionado, sostengo esto: que
    conforme a las costumbres de Normandía, el día de San Miguel, y cada año, debería pagarse un
    equivalente al señor, salvo los demás derechos, por todos y cada uno, tanto propietarios como herederos,
    por todas las enfiteusis, arrendamientos, alodios, contratos periciales, hipotecarios e hipotecables…
    —Ecos, ninfas lastimeras —murmuró Grantaire.
    Cerca de Grantaire, y en una mesa casi silenciosa, una hoja de papel, un tintero y una pluma entre dos
    copas, anunciaban que se estaba bosquejando un vaudeville. Este gran negocio se trataba en voz muy
    baja, y las dos cabezas que trabajaban se rozaban:
    —Empecemos por buscar los nombres. Cuando se tienen los nombres, se tiene el tema.
    —Es cierto. Dicta. Yo escribo.
    —¿Señor Dorimon?
    —¿Rentista?
    —Sin duda.
    —Su hija, Célestine.
    —… tiñe. ¿Y luego?
    —El coronel Sainval.
    —Sainval está muy usado. Yo diría Valsin.
    Al lado de estos aspirantes vaudevillistas, había otro grupo que se aprovechaba también del ruido
    para hablar bajo, discutiendo un duelo. Un viejo de treinta años aconsejaba a un joven de dieciocho, y le
    explicaba con qué adversario tenía que habérselas.
    —¡Diablo!, desconfiad. Es una magnífica espada. Su juego es preciso. Conoce el ataque, no pierde
    golpe. Tiene puño, impetuosidad, viveza, el quite justo, y respuestas matemáticas. ¡Caramba!, es zurdo.
    En el rincón opuesto a Grantaire, Joly y Bahorel jugaban al dominó y hablaban de amor.
    —Eres feliz —decía Joly—. Tienes una amante que siempre está riendo.
    —Pues es un defecto —respondió Bahorel—. Las amantes hacen muy mal en reír. Esto nos anima a
    engañarlas. Verla alegre quita el remordimiento; si se la ve triste, le parece a uno un cargo de conciencia
    el dejarla.
    —¡Ingrato!, ¡es tan bueno una mujer que ríe! ¿Y nunca os peleáis?
    —Esto depende del convenio que hemos hecho. Al hacer nuestra pequeña santa-alianza, nos hemos
    asignado a cada uno nuestra frontera que nunca traspasamos. Lo que está al norte, pertenece al cantón de
    Vaud, lo del sur a Gex. De ahí proviene la paz.
    —La paz es la felicidad en el acto de la digestión.
    —Y tú, Jolllly, ¿cómo vas en tu desavenencia con la señorita…? Ya sabes quién quiero decir.
    —Sigue desdeñándome con una paciencia cruel.
    —Y sin embargo, eres un tierno enamorado.
    —¡Ah!
    —Yo, en tu lugar, la plantaría.
    —Es muy fácil decirlo.
    —Y hacerlo. ¿No es Musichetta, o cómo se llama?
    —Sí. ¡Ah!, pobre Bahorel, es una chica soberbia, muy literaria, con pequeños pies y manos, bien
    compuesta, blanca, torneada, con ojos de echadora de cartas. Estoy loco por ella.
    —Pues, querido, entonces es preciso agradarle, ser elegante, y hacer juegos de rótula. Compra en
    casa Staub un buen pantalón de cuero de lana. Eso da cierto tono.
    —¿A cuánto? —preguntó Grantaire.


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    y en ese vuelo y en ese sueño
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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 8 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Lun 02 Dic 2024, 15:30

    ***

    En el tercer rincón se oía una discusión poética. La mitología pagana disputaba con la mitología
    cristiana. Se trataba del Olimpo, y lo defendía Jean Prouvaire, por romanticismo. Jean Prouvaire era sólo
    tímido en los momentos de reposo. Una vez excitado, estallaba, y cierto sello de alegría marcaba su
    entusiasmo, y era a la vez risueño y lírico:
    —No insultemos a los dioses —decía—. Los dioses tal vez no se hayan ido. Júpiter ya no me hace el
    efecto de un muerto. Los dioses son sueños, decís. Pues bien, incluso en la naturaleza, tal como es hoy,
    después de la huida de los sueños, se encuentran todos los antiguos mitos paganos. Una montaña con
    perfil de ciudadela, como Vignemale, es aún para mí el tocado de Cibeles; nadie me ha demostrado que
    Pan no venga por la noche a soplar el tronco hueco de los sauces, tapando sucesivamente los agujeros
    con los dedos; siempre he creído que lo está para algo en la cascada de Pissevache.
    En el último rincón, se hablaba de política. Se maltrataba la Carta otorgada. Combeferre la defendía
    débilmente, Courfeyrac la atacaba enérgicamente. En la mesa había un ejemplar de la malhadada CartaTouquet. Courfeyrac la había cogido y la sacudía, mezclando con sus argumentos el ruido del papel.
    —Primeramente, yo no quiero reyes. Aunque no sea más que bajo el punto de vista económico, no los
    quiero; un rey es un parásito. Los reyes no se tienen gratis. Escuchad esto: Carestía de los reyes. A la
    muerte de Francisco I, la deuda pública en Francia era de treinta mil libras de renta; a la muerte de Luis
    XIV, era de dos mil millones a veintiocho libras el marco, lo que equivale en 1760, según Desmarets, a
    cuatro mil quinientos millones, y hoy a doce mil millones. En segundo lugar, con perdón de Combeferre,
    una carta otorgada es un mal expediente de civilización. Salvar la transición, dulcificar el tránsito,
    amortiguar la sacudida, hacer pasar insensiblemente la nación de la monarquía a la democracia por la
    práctica de las ficciones constitucionales, son razones muy detestables. ¡No! ¡No! No alumbremos nunca
    al pueblo con luz falsa. Los principios se debilitan y palidecen en vuestra bodega constitucional. Fuera
    bastardías. Fuera compromisos. Fuera concesiones del rey al pueblo. En estas concesiones, hay siempre
    un artículo 14
    [339]
    . Al lado de la mano que da, está la garra que quita. Rechazo vuestra carta. Una carta es
    una máscara; bajo ella está la mentira. Un pueblo que acepta una carta, abdica. El derecho debe ser
    completo; si no es derecho. ¡No! ¡Fuera la Carta!
    Era invierno, dos leños chispeaban en la chimenea. Courfeyrac, ante aquella tentación, no pudo
    resistir. Arrugó la pobre Carta-Touquet y la arrojó al fuego. El papel se encendió. Combeferre miró
    filosóficamente cómo se quemaba la obra maestra de Luis XVIII, y se contentó con decir:
    —La carta metamorfoseada en llamas.
    Y los sarcasmos, los chistes, las agudezas, esa cosa francesa que se llama entrain, esta cosa inglesa
    que se llama humour, el buen y el mal gusto, las buenas y malas razones, las locas chispas del diálogo,
    creciente a cada momento, y cruzándose por todos los puntos de la sala, formaban sobre las cabezas una
    especie de alegre bombardeo.




    V


    SE ENSANCHA EL HORIZONTE


    Los choques de los jóvenes ingenios entre sí ofrecen la particularidad admirable de que no se puede
    nunca prever la chispa ni adivinar el relámpago. ¿Qué va a brotar en un momento dado? Todos lo
    ignoran. El estallido de risa parte de la ternura; la gravedad sale de un momento de burla. Los impulsos
    provienen de la primera palabra que se oye. La vena de cada uno es soberana. Un chiste basta para abrir
    la puerta de lo inesperado. Estas conversaciones son, pues, entretenimientos de bruscos cambios, en los
    que la perspectiva varía de repente. La casualidad es el maquinista de estas discusiones.
    Una idea severa, surgida caprichosamente de un juego de palabras, atravesó de repente esta
    conversación, en que se tiroteaban confusamente Grantaire, Bahorel, Prouvaire, Bossuet, Combeferre y
    Courfeyrac.
    ¿Cómo brota una frase en un diálogo? ¿Cuál es la causa de que quede escritá en letra bastardilla en la
    imaginación de los que la oyen? Acabamos de decirlo, nadie lo sabe. En medio del ruido, Bossuet
    terminó un apostrofe dirigido a Combeferre con esta fecha:
    —18 de junio de 1815: Waterloo.
    Al oír «Waterloo», Marius que estaba con los codos apoyados en una mesa, y cerca de un vaso de
    agua, se quitó el puño de la barbilla y empezó a mirar fijamente al auditorio.
    —¡Por Dios! —exclamó Courfeyrac. (Pardiez, en aquella época, iba cayendo en desuso.)—. Esta
    cifra 18 es muy extraña, y me sorprende. Es el nombre fatal de Bonaparte. Poned a Luis delante y al
    Brumario detrás y tenéis todo el destino del hombre, con la expresiva particularidad de que el principio
    es pisoteado por el fin.
    Enjolras, hasta entonces mudo, rompió el silencio y dirigió esta frase a Courfeyrac:
    —Querrás decir el crimen por la expiación.
    Esta palabra, crimen, sobrepasaba la medida de lo que Marius podía aceptar, ya muy conmovido por
    la brusca evocación de Waterloo.
    Se levantó, se dirigió lentamente hacia el mapa de Francia extendido sobre la pared, al pie del cual
    se veía una isla en un cuadrito separado, puso el dedo sobre este cuadrito y dijo:
    —Córcega, una pequeña isla que ha hecho grande a Francia.
    Fue como un soplo de aire helado. Todos se interrumpieron. Sentían que algo iba a empezar.
    Bahorel, replicando a Bossuet, estaba dispuesto a recostarse, tomando su actitud favorita, pero
    renunció a ello para escuchar.
    Enjolras, cuyos ojos azules no se fijaban en nadie, y parecían contemplar el vacío, respondió, sin
    mirar a Marius:
    —Francia no tiene necesidad de ninguna Córcega para ser grande. Francia es grande porque es
    Francia. Quia nominor leo
    [340]
    .
    Marius no experimentó deseo alguno de retroceder; se volvió hacia Enjolras, y su voz estalló con una
    vibración que provenía del estremecimiento del corazón:
    —No permita Dios que yo disminuya a Francia, pero no es disminuirla el unirla a Napoleón.
    Discutamos esto. Yo soy nuevo entre vosotros, pero os confieso que no me asustáis. ¿Dónde estamos?
    ¿Qué somos? ¿Qué sois? ¿Qué soy yo? Expliquémonos sobre el emperador. Os oigo decir Buonaparte
    acentuando la u, como si fuerais realistas. Os prevengo que mi abuelo lo hacía aún mejor, decía:
    ¡Buonaparté! Os creía jóvenes. ¿En qué ponéis vuestro entusiasmo? ¿Qué hacéis? ¿Qué admiráis si no
    admiráis al emperador? ¿Qué más necesitáis? Si no consideráis grande a éste, ¿qué grandes hombres
    queréis? Lo tenía todo. Era un ser completo. Tenía en su cerebro el cubo de las facultades humanas.
    Hacía códigos como Justiniano, dictaba como César; su conversación tenía la brillantez de Pascal, y la
    precisión de Tácito. Hacía la historia y la escribía, sus boletines son Ilíadas, combinaba las cifras de
    Newton con las metáforas de Mahoma, dejaba tras de sí, en Oriente, palabras grandes como las
    pirámides; en Tilsit enseñaba la majestad a los emperadores, en la academia de ciencias daba la réplica a
    Laplace, en el consejo de Estado discutía con Merlin, daba un alma a la geometría de los unos y a las
    argucias de los otros, era legista con los procuradores, y sideral con los astrónomos; como Cromwell
    apagando una vela de dos, se iba al Temple a regatear una borla de cortina; lo veía todo, lo sabía todo; lo
    que no le impedía reír con la risa del hombre más bonachón al lado de la cuna de su hija; y de repente,
    Europa se asustaba y escuchaba, ejércitos se ponían en marcha, rodaban parques de artillería, puentes de
    barcas cubrían los ríos, las nubes de caballería galopaban en el huracán, gritos, trompetas, temblores de
    truenos por todas partes, las fronteras de los reinos oscilaban en el mapa, se oía el ruido de una espada
    sobrehumana que salía de la vaina; se le veía elevarse sobre el horizonte con una llama en la mano y un
    resplandor en los ojos, desplegando en la tormenta sus dos alas, el gran ejército y la vieja guardia. ¡Era
    el arcángel de la guerra!
    Todos callaban, y Enjolras bajaba la cabeza. El silencio hace siempre el efecto de la aquiescencia o
    de una especie de descanso sobre las armas. Marius, casi sin tomar aliento, prosiguió con entusiasmo
    creciente:
    —¡Seamos justos, amigos míos! ¡Qué espléndido destino ser imperio de semejante emperador,
    cuando el pueblo es Francia, y asocia su genio al genio del gran hombre! Aparecer y reinar, marchar y
    triunfar, tener por etapas todas las capitales, hacer reyes de los granaderos, decretar caídas de dinastías,
    transfigurar a Europa a paso de carga, sentir cuando amenazáis que ponéis la mano en el pomo de la
    espada de Dios, seguir en un solo hombre a Aníbal, a César y a Carlomagno, ser el pueblo de un hombre
    que mezcla con todas vuestras auroras la noticia de una brillante victoria, tener por despertador el cañón
    de los Inválidos, arrojar en abismos de luz palabras prodigiosas que resplandecen para siempre,
    Marengo, Arcóle, Austerlitz, lena, Wagram; hacer brillar a cada instante en el cénit de los siglos
    constelaciones de victorias; dar el imperio francés por contrapeso al imperio romano; ser la gran nación
    y producir el gran ejército, hacer volar las legiones por todos los pueblos, así como una montaña envía a
    todas partes sus águilas; vencer, dominar, fulminar, ser en medio de Europa un pueblo dorado a fuerza de
    gloria; tocar a través de la historia una marcha de titanes; conquistar el mundo dos veces, por conquista y
    por deslumbramiento, esto es sublime. ¿Qué hay más grande?
    —Ser libre —dijo Combeferre.
    Marius, a su vez, bajó la cabeza. Esta palabra, simple y fría, había atravesado como una lámina de
    acero su efusión épica, y sintió que se desvanecía en él. Cuando alzó los ojos, Combeferre ya no estaba
    allí. Satisfecho probablemente de su réplica a la apoteosis, acababa de partir, y todos, excepto Enjolras,
    le habían seguido. La sala estaba vacía. Enjolras se había quedado solo con Marius, y le miraba
    gravemente. Marius, sin embargo, ordenó un poco sus ideas, y no se creyó derrotado; quedaba en él un
    resto de entusiasmo, que iba a traducirse sin duda en silogismos desplegados contra Enjolras, cuando oyó
    cantar en la escalera a uno que se retiraba: era Combeferre. Véase lo qué cantaba:
    Si César me hubiera dado
    la guerra y la gloria,
    y me hubiera obligado
    a dejar el amor de mi madre,
    habría dicho al gran César:
    Recobra tu cetro y tu carro.
    Yo prefiero quedarme con mi madre.
    El acento tierno y severo con que cantaba Combeferre daba a esta canción cierta extraña grandeza.
    Marius, pensativo, mirando al techo, dijo casi maquinalmente:
    —¿Mi madre?
    En este momento sintió en el hombro la mano de Enjolras.
    —Ciudadano —le dijo Enjolras—, mi madre es la República.







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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 8 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Lun 02 Dic 2024, 15:31

    ***
    VI


    RES AUGUSTA



    Aquella noche produjo en Marius una profunda conmoción, y una oscuridad triste en su alma.
    Experimentó lo que tal vez experimenta la tierra en el momento en que abre su seno el hierro, para
    depositar en ella el grano de trigo: sólo siente la herida; el movimiento del germen y el placer del fruto
    vienen después.
    Marius se quedó sombrío. ¿Debía abandonar una fe cuando acababa de adquirirla? Se dijo que no.
    Declaróse que no debía dudar, pero a pesar suyo dudaba. Estar entre dos religiones, no habiendo dejado
    aún una, ni habiendo entrado todavía en la otra, es insoportable. El crepúsculo sólo conviene a las almas
    de los murciélagos. Marius tenía una pupila franca, y necesitaba luz verdadera. Las sombras de la duda le
    hacían daño. Por más deseo que tuviera de quedarse donde estaba, y de permanecer firme, se veía
    obligado irresistiblemente a avanzar, a examinar, a pensar, a ir más adelante. ¿Adónde debía llevarle este
    impulso? Temía, después de haber dado tantos pasos que le habían aproximado a su padre, dar otros
    nuevos que le alejasen de él. Su malestar aumentaba con todas las reflexiones que hacía. Todo lo veía
    escarpado en derredor suyo. Ya no estaba de acuerdo ni con su abuelo ni con sus amigos; era temerario
    para el uno, retrógrado para los otros; se vio, pues, doblemente aislado, por el lado de la vejez y por el
    de la juventud. Dejó de ir al Café Musain.
    En la turbación de que era presa su conciencia, apenas pensaba en algunos pormenores bastantes
    serios de la vida. Las realidades de la existencia no se dejan sin embargo olvidar, y vinieron a caer sobre
    él bruscamente.
    Una mañana, entró en su cuarto el dueño de la casa y le dijo:
    —El señor Courfeyrac ha respondido por vos.
    —Sí.
    —Pero me hace falta dinero.
    —Decid al señor Courfeyrac que venga, pues tengo que hablarle —dijo Marius.
    Cuando llegó Courfeyrac, el patrón los dejó. Marius le explicó que aún no le había dicho que estaba
    solo en el mundo y que no tenía parientes.
    —¿Y qué vais a hacer? —dijo Courfeyrac.
    —No lo sé —repuso Marius.
    —¿Tenéis dinero?
    —Quince francos.
    —¿Queréis que os preste algo?
    —No. Nunca.
    —¿Tenéis ropa?
    —Esta.
    —¿Tenéis joyas?
    —Un reloj.
    —¿De plata?
    —De oro. Aquí está.
    —Yo sé de un comerciante que os comprará vuestra levita y un pantalón.
    —Bien.
    —No tendréis ya más que un pantalón, un chaleco, un sombrero y Una chaqueta.
    —Y las botas.
    —¡Qué! ¡No iréis con los pies descalzos! ¡Qué opulencia!
    —Tendré bastante.
    —Sé de un relojero que os comprará el reloj.
    —Bien.
    —No, no está bien. ¿Qué haréis después?
    —Todo lo que sea preciso. Al menos, lo que sea honrado.
    —¿Sabéis inglés?
    —No.
    —¿Sabéis alemán?
    —No.
    —Tanto peor.
    —¿Por qué?
    —Porque uno de mis amigos, librero, está publicando una especie de enciclopedia, para la cual
    podríais traducir artículos alemanes o ingleses. Se paga mal, pero se vive.
    —Aprenderé el inglés y el alemán.
    —¿Y mientras?
    —Mientras comeré mi ropa y mi reloj.
    Llamaron al comerciante, y compró la ropa por veinte francos. Fueron a casa del relojero, y
    vendieron el reloj por cuarenta y cinco francos.
    —No está mal —dijo Marius a Courfeyrac al regresar al hotel—; con los quince francos, tengo
    ochenta.
    —¿Y la cuenta del hotel? —observó Courfeyrac.
    —¡Vaya, lo olvidaba! —dijo Marius.
    —Diablos —dijo Courfeyrac—; gastaréis cinco francos en comer, mientras aprendéis el inglés, y
    cinco francos mientras aprendéis el alemán. Esto será tragar una lengua bien pronto, o gastar unos cien
    sueldos muy lentamente.
    Mientras tanto, la tía Gillenormand, bastante buena persona en el fondo, en las ocasiones tristes,
    había terminado por descubrir la morada de Marius. Una mañana, cuando Marius volvía de la escuela,
    encontró una carta de su tía, y las «sesenta pistolas», es decir, seiscientos francos de oro en una cajita
    cerrada.
    Marius devolvió los treinta luises a su tía, con una respetuosa carta en la que aseguraba que tenía
    medios de existencia, y que podía cubrir todas sus necesidades. En aquel momento, le quedaban tres
    francos.
    La tía no informó al abuelo, por miedo a exasperarle completamente. Además, ¿no había dicho: «No
    me habléis nunca más de este bebedor de sangre»?
    Marius salió del hotel de la puerta Saint-Jacques porque no quería contraer deudas.




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    Mensaje por Maria Lua Lun 02 Dic 2024, 15:34

    ***
    LIBRO QUINTO



    EXCELENCIA DE LA DESGRACIA[341]



    I



    MARIUS INDIGENTE



    La vida empezó a ser dura para Marius. Comerse la ropa y el reloj no significaba nada. Se vio
    reducido a esa situación inexplicable que se llama comerse los codos, cosa horrible que se traduce en
    días sin pan, noches sin sueño y sin luz, hogar sin fuego, semanas sin trabajo, porvenir sin esperanza; la
    levita rota por los codos, el sombrero viejo que hace reír a las jóvenes, la puerta que se encuentra
    cerrada de noche porque no se paga a la patrona, la insolencia del portero y del bodegonero, la burla de
    los vecinos, las humillaciones, la dignidad ultrajada, el trabajo de cualquier clase aceptado, los
    disgustos, la amargura, el abatimiento. Marius aprendió a devorarlo todo, y a no tener para devorar más
    que estas cosas. En esos momentos de la existencia en que el hombre tiene necesidad de orgullo, porque
    tiene necesidad de amor, se vio despreciado porque iba mal vestido, y sintióse ridículo porque era pobre.
    A la edad en que a la juventud se le inflama el corazón con imperial altivez, posó más de una vez los ojos
    en las botas agujereadas, y conoció la injusta vergüenza, el punzante bochorno de la miseria. Admirable y
    terrible prueba, de la cual los débiles salen infames y los fuertes sublimes. Crisol donde el destino arroja
    a un hombre muchas veces cuando quiere hacer de él un ser despreciable o un semidiós.
    Porque hay muchas acciones grandes en estas pequeñas luchas. El valor terco e ignorado que se
    defiende palmo a palmo en la sombra contra la fatal invasión de las necesidades y de la ignominia.
    Nobles y misteriosos triunfos que ninguna mirada ve, que no son recompensados con ninguna clase de
    fama, ni el saludo de los aplausos. La vida, la desgracia, el aislamiento, el abandono y la pobreza son
    campos de batalla que tienen sus héroes, héroes oscuros, a veces más grandes que los héroes ilustres.
    Hay naturalezas firmes y raras que han sido creadas así; la miseria, casi siempre madrastra, es
    algunas veces madre; la desnudez engendra en ocasiones el vigor del alma y del talento; la miseria
    amamanta la altivez; la desgracia es una buena leche para los magnánimos.
    Hubo un momento en la vida de Marius en que él mismo barría su cuarto, en que él mismo compraba
    un sueldo de queso de Brie en casa de la frutera, en que esperaba que cayese el crepúsculo para ir a casa
    del panadero y comprar un pan que se llevaba furtivamente a su buhardilla, como si lo hubiera robado.
    Algunas veces veíase deslizarse en la carnicería de la esquina, en medio de las parlanchínas cocineras
    que le codeaban, a un joven de burdo aspecto, con unos libros bajo el brazo, que tenía el aire tímido y
    furioso, que al entrar se quitaba el sombrero, dejando ver su frente perlada de sudor; hacía un profundo
    saludo al carnicero, pidiendo una costilla de carnero, la pagaba dando seis o siete sueldos, la envolvía en
    un papel, la ponía debajo del brazo, entre dos libros, y se iba. Era Marius, quien con aquella chuleta, que
    freía él mismo, vivía tres días.
    El primer día comía la carne, el segundo comía la grasa y el tercer día roía el hueso.
    En varias ocasiones la tía Gillenormand volvió a enviarle las sesenta pistolas. Marius se las
    devolvió siempre, alegando que no tenía necesidad de nada.
    Aún llevaba luto por su padre cuando se verificó en él la revolución que hemos descrito. Desde
    entonces, no había abandonado las ropas negras. Sin embargo, el traje le abandonó a él. Llegó un día en
    que se quedó sin chaqueta; aún podía durarle el pantalón. ¿Qué hacer? Courfeyrac, a quien había hecho a
    su vez algunos favores, le dio un viejo traje. Por treinta sueldos, Marius hizo que se lo volvieran del
    revés, operación que realizó un portero cualquiera, y dispuso de un traje nuevo; pero era verde. Entonces
    Marius no salió sino después de caer la noche, cuando su traje parecía negro. Quería vestirse siempre de
    luto, y se vestía con la noche.
    A través de todo esto, terminó su carrera de abogado. Figuraba en el censo como si viviese en casa
    de Courfeyrac, casa decente y en la cual un cierto número de libros de Derecho sostenidos por cierto
    número de novelas descabaladas componían la biblioteca que exige el reglamento. Se hacía dirigir las
    cartas a casa de Courfeyrac.
    Cuando Marius recibió el título de abogado, informó de ello a su abuelo en una carta fría aunque
    llena de sumisión y de respeto. El señor Gillenormand cogió la carta temblando, la leyó y luego la tiró al
    cesto hecha cuatro pedazos. Dos o tres días más tarde, la señorita Gillenormand oyó a su padre, que se
    hallaba solo en su habitación, hablando en voz alta. Esto le sucedía cada vez que estaba agitado. Aguzó el
    oído, el anciano decía: «Si no fueras un imbécil, sabrías que no se puede ser a la vez barón y abogado».




    II



    MARIUS POBRE



    Con la miseria sucede lo que con todo. Llega a hacerse posible; concluye por tomar una forma y
    arreglarse. Se vegeta, es decir, se desarrolla uno de cierto modo miserable, pero suficiente para vivir.
    Véase cómo se había arreglado la existencia de Marius.
    Había salido ya de la extrema estrechez; el desfiladero se ensanchaba un poco ante él. A fuerza de
    trabajo, de valor, de perseverancia y de voluntad había conseguido obtener por su trabajo alrededor de
    setecientos francos por año. Había aprendido el alemán y el inglés; gracias a Courfeyrac, quien le había
    puesto en contacto con su amigo el editor, Marius desempeñaba en la literatura librera el modesto papel
    de subalterno. Confeccionaba prospectos, traducía periódicos, anotaba ediciones, compilaba biografías,
    etc. Producto neto, fuese bueno o malo el año, setecientos francos. Vivía de ellos. No vivía mal. ¿Cómo?
    Vamos a exponerlo.
    Marius ocupaba en el tugurio Gorbeau, al precio de treinta francos, un cuchitril sin chimenea, llamado
    gabinete, donde no había en materia de muebles más que lo indispensable. Estos muebles eran suyos.
    Daba tres francos por mes a la vieja inquilina principal para que le barriese el cuchitril y le llevara cada
    mañana un poco de agua caliente, un huevo fresco y un pan de un sueldo. Se desayunaba con ese pan y ese
    huevo. Su desayuno variaba de dos a cuatro sueldos, según los huevos fuesen caros o baratos. A las seis
    de la tarde bajaba a la calle Saint-Jacques a comer en Rousseau, en frente de Basset, el comerciante de
    estampas de la esquina de la calle Mathurins
    [342]
    . No tomaba sopa. Tomaba un plato de carne de seis
    sueldos, medio plato de legumbres de tres sueldos y un postre de tres sueldos. Por tres sueldos más, pan a
    discreción. En cuanto al vino, bebía agua. Al pagar en el mostrador, donde se sentaba majestuosamente la
    señora Rousseau, siempre gruesa y aún fresca en aquel tiempo, daba un sueldo al camarero, y la señora
    Rousseau le obsequiaba con una sonrisa. Después se iba. Por dieciséis sueldos disponía de una comida y
    una sonrisa.
    Este restaurante Rousseau, donde se vaciaban tan pocas botellas y tantas garrafas, era un calmante,
    mejor aún que un restaurante. Hoy ya no existe. El encargado tenía un buen sobrenombre; le llamaban
    Rousseau el acuático.
    Almorzando, pues, con cuatro sueldos, y cenando por dieciséis, le salía el alimento por veinte
    sueldos diarios; lo cual sumaban trescientos sesenta y cinco francos por año. Añadiendo a éstos los
    treinta francos de alquiler y los treinta y seis de la vieja, más algunos otros gastillos, resulta que por
    cuatrocientos cincuenta francos Marius estaba alimentado, alojado y servido. Sus ropas le costaban cien
    francos, la ropa blanca cincuenta, la lavandera otros cincuenta, y con todo, no pasaba de seiscientos
    cincuenta francos. Le quedaban cincuenta francos. Era rico. Incluso, si la ocasión llegaba, prestaba diez
    francos a un amigo; Courfeyrac le había pedido prestados una vez sesenta francos. En cuanto a la
    calefacción, como Marius no disponía de chimenea, había podido «simplificarla».
    Marius tenía siempre dos trajes completos; uno viejo, «para todos los días», y otro nuevo. Ambos
    eran negros. No poseía más que tres camisas, una que llevaba encima, otra en la cómoda y la tercera en
    casa de la lavandera. Casi siempre estaban rotas, lo que le obligaba a abrocharse el traje hasta la
    barbilla.
    Para que Marius llegara a esta situación floreciente había necesitado años. Años rudos; unos difíciles
    de atravesar, otros de ascender, pero no había decaído ni un solo día. Lo había sufrido todo en materia de
    desnudez; todo lo había hecho, excepto contraer deudas. Se daba testimonio de que nunca había debido un
    sueldo a nadie. Para él una deuda era como el principio de la esclavitud. Incluso se decía a sí mismo que
    un acreedor es peor que un dueño; pues un dueño sólo posee la persona, mientras que el acreedor posee
    la dignidad y puede abofetearla. Antes que pedir prestado, se abstenía de comer. Había pasado muchos
    días ayunando. Dándose cuenta de que los extremos se tocan y de que si no se presta atención, la
    disminución de la fortuna puede llevar a la bajeza, cuidaba celosamente de su altivez. Una frase o un acto
    que en otra ocasión le hubiera parecido una deferencia, se le antojaba entonces una humillación, y se
    erguía. No se aventuraba a nada, pero no retrocedía. Su fisonomía ostentaba una especie de rubor severo.
    Era tímido hasta la aspereza.
    En todas las pruebas sentíase animado y algunas veces incluso impulsado por una fuerza secreta que
    tenía dentro de sí. El alma ayuda al cuerpo y en ciertos momentos le sirve de apoyo. Es el único pájaro
    que sostiene su jaula.
    Al lado del nombre de su padre había grabado otro nombre en el corazón de Marius, el de
    Thénardier. Marius, en su naturaleza entusiasta y grave, rodeaba de una especie de aureola al hombre a
    quien en su pensamiento debía la vida de su padre, a aquel intrépido sargento que había salvado al
    coronel en medio de las bombas y las balas de Waterloo. No separaba jamás el recuerdo de aquel
    hombre del de su padre, y los asociaba en su veneración. Era una especie de culto de dos grados, el altar
    mayor para el coronel y uno pequeño para Thénardier. Lo que redoblaba la ternura de su reconocimiento
    era la idea del infortunio en que había caído Thénardier. Marius se había enterado en Montfermeil de la
    ruina y la quiebra del desgraciado posadero. Desde entonces había hecho esfuerzos inauditos para
    encontrar sus huellas, y llegar a él en el tenebroso abismo de la miseria en que había caído Thénardier.
    Marius había escudriñado toda la comarca; había ido de Chelles, a Bondy, a Gournay, a Nogent, a Lagny.
    Durante tres años se había dedicado sólo a buscarle, gastando en tales pesquisas el poco dinero que
    ahorraba. Nadie había sabido darle noticias de Thénardier; creían que se había ido al extranjero. Sus
    acreedores le habían buscado también, con menor amor que Marius, pero con tanto tesón como él, y no
    habían podido echarle mano. Marius se acusaba y se reprendía casi por no haber conseguido nada en sus
    investigaciones. Era la única deuda que le había dejado el coronel, y para Marius era una cuestión de
    honor el pagarla. «¿Cómo —pensaba—, cuando mi padre yacía moribundo en el campo de batalla,
    Thénardier consiguió encontrarle a través del humo y la metralla, y llevarlo sobre sus hombros, y no le
    debía nada, y yo, que tanto debo a Thénardier, no sé encontrarlo en esta sombra en que agoniza, y
    volverle a mi vez a la vida? ¡Ah! ¡Lo encontraré!». Para encontrar a Thénardier, en efecto, Marius
    hubiera dado uno de sus brazos, y para sacarlo de la miseria toda su sangre. Volver a ver a Thénardier,
    hacerle un favor cualquiera, decirle: «¿No me conocéis? Pues bien, ¡yo os conozco! ¡Estoy aquí!
    ¡Disponed de mí!», era el sueño más dulce y magnífico de Marius.








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    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 8 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Lun 02 Dic 2024, 15:36

    ***

    III


    MARIUS HOMBRE


    En esta época, Marius tenía veinte años. Hacía tres años que había abandonado a su abuelo. No
    habían tratado de aproximarse ni de verse. Además, ¿para qué volverse a ver? ¿Para chocar? ¿Quién
    habría persuadido al otro? Marius era el vaso de bronce, pero el señor Gillenormand era la olla de
    hierro.
    Digámoslo, Marius se había equivocado al juzgar el corazón de su abuelo. Había creído que su
    abuelo no le había amado nunca, y que aquel hombre breve, duro y risueño, que juraba, gritaba, tronaba y
    levantaba el bastón, no había tenido para él sino ese afecto ligero y grave a la vez de los Gerontes de
    comedia. Marius se engañaba. Hay padres que no aman a sus hijos, pero no hay ni un abuelo que no adore
    a su nieto. En el fondo, ya lo hemos dicho, el señor Gillenormand idolatraba a Marius. Lo idolatraba a su
    manera, con acompañamiento de sofiones y aun de golpes; mas cuando desapareció el niño, sintió un
    vacío en el corazón. Exigió que no le hablaran más de él, lamentando en su interior el ser tan bien
    obedecido. En los primeros días esperó que el bonapartista, el jacobino, el terrorista, el septembrista,
    volvería; pero transcurrieron las semanas, los meses y los años, y con gran desesperación del señor
    Gillenormand, el bebedor de sangre no volvió. «No podía hacer otra cosa que echarle de casa —se decía
    el abuelo, y se preguntaba—: Si tuviera que hacerlo otra vez, ¿volvería a obrar del mismo modo?». Su
    orgullo respondía inmediatamente que sí, pero su encanecida cabeza, que sacudía en silencio, respondía
    tristemente que no. Tenía sus horas de abatimiento. Echaba de menos a Marius. Los viejos tienen
    necesidad de afectos como tienen necesidad de sol. Es el calor. Cualquiera que fuese su naturaleza, la
    ausencia de Marius había producido un cambio en él. Por nada del mundo hubiera querido dar un paso
    hacia «aquel pícaro», pero sufría. No se informaba nunca acerca de él, pero no pensaba en otra cosa.
    Vivía en el Marais cada vez más retirado. Era aún como antes, alegre y violento, pero su alegría tenía una
    dureza convulsiva, como si contuviese dolor y cólera, y sus violencias terminaban siempre en una
    especie de abatimiento dulce y sombrío. Algunas veces decía: «¡Oh, si volviera, qué bofetón le daría!»
    En cuanto a la tía, pensaba demasiado para amar mucho; Marius ya no representaba para ella más que
    una especie de silueta negra y vaga, y había terminado por ocuparse de él mucho menos que del gato o
    del loro que probablemente tendría.
    Lo que aumentaba el sufrimiento secreto del abuelo Gillenormand era que lo guardaba íntegro, sin
    dejar adivinar nada. Su pena era como uno de esos hornillos inventados recientemente, que queman su
    propio humo. Algunas veces sucedía que algún oficioso malhadado le hablaba de Marius y le preguntaba:
    «¿Qué hace, qué ha sido de vuestro nieto?». El viejo burgués respondía suspirando si estaba demasiado
    triste, o sacudiéndose los puños, si quería parecer alegre: «El señor barón de Pontmercy pleitea en algún
    rincón».
    Mientras que el viejo sentía nostalgia, Marius se aplaudía a sí mismo. Como a todos los buenos
    corazones, la desgracia le había hecho perder la amargura. Sólo pensaba en el señor Gillenormand con
    dulzura, pero se había propuesto no aceptar nada del hombre que había sido malo con su padre. De esta
    manera quedaba mitigada su primera indignación. Además, era feliz por haber sufrido, y por sufrir aún,
    porque lo hacía por su padre. La dureza de la vida le satisfacía y le complacía. Se decía con una especie
    de alegría que aquello era lo menos; que era una expiación; que sin aquello habría sido castigado de otro
    modo más tarde por su impía indiferencia hacia su padre, y hacia tal padre; que no habría sido justo que
    su padre hubiese sobrellevado todo el padecimiento y él nada; que, por otra parte, ¿qué eran sus trabajos
    y su desnudez comparados con la vida heroica del coronel? Y que, en fin, el único medio de acercarse y
    asemejarse a su padre era ser tan valiente frente a la indigencia como el coronel lo había sido frente al
    enemigo; y que esto era sin duda lo que el coronel había querido decir con las palabras «será digno de
    él». Palabras que Marius seguía llevando, no sobre su pecho, porque había desaparecido el escrito del
    coronel, sino en su corazón.
    Además, el día en que su abuelo le había expulsado, no era más que un niño; ahora era ya un hombre.
    Se daba cuenta de ello. La miseria, repitámoslo, había sido beneficiosa para él. La pobreza en la
    juventud, cuando puede salir adelante, posee una propiedad magnífica, la propiedad de dirigir toda la
    voluntad hacia el esfuerzo, y toda el alma hacia la aspiración. La pobreza pone de manifiesto toda la vida
    material al desnudo y la hace horrible. De aquí provienen esos inexplicables impulsos hacia la vida real.
    El joven rico tiene cien distracciones brillantes y groseras: las carreras de caballos, la caza, los perros,
    el tabaco, el juego, las buenas comidas, y lo demás; ocupaciones de las regiones bajas del alma, a costa
    de las regiones más altas y delicadas. El joven pobre encuentra gran dificultad en ganarse el pan; come, y
    cuando ha comido no le queda más que el ensueño de la meditación. Asiste a los espectáculos gratis que
    Dios le presenta; contempla el cielo, el espacio, los astros, las flores, los niños, la humanidad en la cual
    sufre, la creación en la cual brilla. Mira tanto a la humanidad que ve el alma, mira tanto a la creación que
    ve a Dios. Medita y se siente grande; medita todavía más y se siente sensible. Del egoísmo del hombre
    que sufre pasa a la compasión del hombre que medita. Un admirable sentimiento brilla en él, el olvido de
    sí mismo y la piedad para todos. Al pasar de los goces sin número que la Naturaleza ofrece, da y prodiga
    a las almas abiertas y niega a las almas cerradas, el millonario de la inteligencia llega a compadecer a
    los millonarios del dinero. De su conciencia se borra todo el odio a medida que va entrando la claridad
    en su espíritu. Por otra parte, ¿es desgraciado? No. La miseria de un joven no es nunca miserable.
    Cualquier joven, por pobre que sea, con su salud, su fuerza, su paso vivo, sus ojos brillantes, su sangre
    que circula cálidamente, sus cabellos negros, sus mejillas frescas, sus labios sonrosados, sus dientes
    blancos y su aliento puro dará siempre envidia a un viejo emperador. Y luego, cada mañana, se pone a
    ganar el pan; y mientras sus manos ganan el pan, su espina dorsal adquiere gallardía, su cerebro adquiere
    ideas. Terminada su tarea, vuelve a los éxtasis inefables, a las contemplaciones, a las alegrías; vive con
    los pies asentados en las aflicciones, en los obstáculos, sobre el empedrado, en los abrojos, y a veces en
    el lodo, y con la cabeza en la luz. Es firme, sereno, dulce, apacible, atento, serio, contento con poco,
    benevolente; y bendice a Dios por haberle dado estas riquezas que faltan a muchos ricos: el trabajo que
    le hace libre y el pensamiento que le hace digno.
    Esto era lo que había pasado en Marius. Para decirlo en una palabra, se había dedicado bastante a la
    contemplación. Desde el día en que había podido ganar su vida casi con seguridad, se había estacionado,
    encontrando buena la pobreza, y quitaba al trabajo para dar al pensamiento; es decir, pasaba a veces días
    enteros pensando, sumergido y abstraído como un visionario en las mudas voluptuosidades del éxtasis y
    de la irradiación interior. Había planteado de este modo el problema de su vida: trabajar lo menos
    posible materialmente para dedicar el mayor tiempo posible al trabajo impalpable; en otros términos, dar
    algunas horas a la vida real y arrojar el resto al infinito. No advertía, creyendo no carecer de nada, que la
    contemplación comprendida así acababa por ser una de las formas de la pereza; que se había contentado
    con dominar las primeras necesidades de la vida y que descansaba demasiado pronto.
    Resultaba evidente que para esta naturaleza enérgica y generosa, éste no podía ser más que un estado
    transitorio, y que al primer choque con las inevitables complicaciones del destino, Marius se despertaría.
    Mientras tanto, y aunque fuese ya abogado y a pesar de lo que pensaba el señor Gillenormand, no
    pleiteaba, no lo hacía en absoluto. La meditación le había alejado de la abogacía. Tratar con los
    procuradores, ir a la audiencia, buscar causas, todo esto le cansaba. ¿Por qué? No veía ninguna razón
    para cambiar de modo de vivir. Aquella librería oscura había terminado por brindarle un trabajo seguro,
    un trabajo poco penoso, el cual, como acabamos de explicar, le bastaba.
    Uno de los libreros para quienes trabajaba, el señor Magimel, según creo, le había ofrecido
    emplearle en su casa, alojarle bien, darle un trabajo regular y mil quinientos francos al año. ¡Estar bien
    alojado! ¡Mil quinientos francos al año! Pero ¡renunciar a su libertad! ¡Estar asalariado! ¡Ser una especie
    de dependiente literato! En el pensamiento de Marius, aceptar tal posición era llegar a estar mejor y peor
    al mismo tiempo; ganaba en bienestar y perdía en dignidad; era una desgracia completa y hermosa que se
    trocaba en una incomodidad fea y ridícula; algo como un ciego convertido en tuerto. No aceptó el trato.
    Marius vivía solitario. A causa de la afición que tenía a permanecer extraño a todo, y también a causa
    de haberse asustado demasiado, no había entrado decididamente en el grupo presidido por Enjolras.
    Habían quedado como buenos amigos; estaban dispuestos a ayudarse, si llegaba la ocasión, de todas las
    maneras posibles; pero nada más. Marius tenía dos amigos, uno joven, Courfeyrac, y otro viejo, el señor
    Mabeuf. Se inclinaba por el viejo. Primeramente le debía la revolución que se había originado en él; le
    debía el haber conocido y amado a su padre. «Me ha operado de cataratas», decía.
    Ciertamente, la intervención del mayordomo había sido decisiva.
    Y, sin embargo, el señor Mabeuf no había sido en esta ocasión más que el agente tranquilo e
    impasible de la Providencia. Había iluminado a Marius por casualidad y sin saberlo, como hace una vela
    que trae cualquiera; había sido la vela, no el cualquiera.
    En cuanto a la revolución política de Marius, el señor Mabeuf era completamente incapaz de
    comprenderla, de quererla y de dirigirla.
    Como encontraremos más tarde al señor Mabeuf, no estará de más que digamos sobre él algunas
    palabras.










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