—¡Ah! —dijo Fauchelevent—. Llaman a las madres vocales. Van al capítulo. Siempre celebran
capítulo cuando muere alguien. Ha muerto al amanecer: es la hora a que se suele morir. Pero ¿no podríais
salir por donde habéis entrado?
Jean Valjean se puso pálido. Sólo la idea de volver a aquella temible calle le hacía temblar. Salid de
una selva de tigres, y estando ya fuera, pensad en el efecto que os hará el consejo de un amigo que os
invitara a entrar otra vez en ella. Jean Valjean se imaginaba a toda la policía registrando el barrio, a los
agentes en observación, centinelas en todas partes, horribles garras extendidas hacia su cuello, y al
mismo Javert en el extremo de la encrucijada.
—¡Imposible! —dijo—. Fauchelevent, suponed que he caído del cielo.
—Sí, yo lo creo, lo creo —respondió Fauchelevent—. No tenéis necesidad de decírmelo. Dios os
habrá cogido de la mano, para miraros de cerca, y luego os habrá soltado. Sólo que sin duda quería
llevaros a un convento de hombres y se ha equivocado. Vamos, otro toque. Éste es para decir al portero
que vaya a avisar a la municipalidad, para que vaya a avisar al médico de los muertos, para que venga a
ver el cadáver. Todo esto es una ceremonia necesaria; pero a estas damas no les gustan mucho tales
visitas. Un médico no cree en nada. Viene, levanta el velo y a veces otra cosa. ¡Qué prisa han tenido esta
vez para avisar al médico! ¿Qué será esto? Vuestra niña sigue durmiendo. ¿Cómo se llama?
—Cossette.
—¿Es vuestra nieta?
—Sí.
—A ella le resultará fácil salir de aquí. Mi puerta de servicio da al patio. Llamo: el portero abre; yo
llevo mi cesta al hombro; la niña va dentro, y salgo. Fauchelevent sale con su cesto, lo cual es muy
sencillo. Diréis a la niña que se esté quieta debajo de la tapa. Después la dejo durante el tiempo que sea
preciso en casa de una vieja amiga frutera, sorda, que vive en la calle Chemin-Vert, donde tiene una
camita. Gritaré a su oído que es una sobrina mía, que la tenga allí hasta mañana, y después la niña entrará
con vos; porque yo os facilitaré la entrada. Será preciso. Pero ¿cómo saldréis?
Jean Valjean movió la cabeza.
—Que nadie me vea; todo consiste en esto, Fauchelevent. Encontradme un medio de hacerme salir
como Cosette, dentro de un cesto.
Fauchelevent se rascó la punta de la oreja con el dedo medio de la mano izquierda, señal evidente de
un grave apuro.
Se oyó un tercer toque.
—El médico de los muertos ya se va —dijo Fauchelevent—. Ha mirado y ha dicho: está muerta. Así
que el muerto ha visado el pasaporte para el paraíso, la administración de pompas fúnebres envía un
ataúd. Si el muerto es una madre, la amortajan las madres. Si es una hermana, lo amortajan las hermanas,
y después yo clavo la caja.
Esto forma parte de mis obligaciones de jardinero. Un jardinero es un poco sepulturero. Se deposita
el cadáver en una sala baja de la iglesia que da a la calle, y donde no puede entrar ningún hombre más
que el médico de los muertos; porque no cuento como hombres a los sepultureros ni a mí. En esa sala es
donde clavo la caja. Los sepultureros vienen por ella, y ¡arrea, cochero! Traen una caja vacía, y aquí se
llena. Ya veis lo que es un entierro. De profanáis.
Un rayo de sol horizontal iluminaba el rostro de Cosette dormida, que abría vagamente la boca, y
parecía un ángel bebiendo la luz. Jean Valjean la contempló. Ya no escuchaba a Fauchelevent.
El no ser escuchado no es una razón para callarse. El buen jardinero continuó pacíficamente su
charla.
—Hacen el hoyo en el cementerio Vaugirard, que según dicen va a ser suprimido. Es un cementerio
muy antiguo, que está fuera de los reglamentos y va a tomar el retiro, y es una lástima, porque es muy
cómodo. Tengo allí un amigo, el tío Mestienne, el enterrador. Las monjas de este convento tienen el
privilegio de ser enterradas al caer la noche. Hay un decreto de la Prefectura expresamente para ellas.
¡Pero qué acontecimientos han sucedido desde ayer! Ha muerto la madre Crucifixión. El señor Madeleine
ha…
—Está enterrado —dijo Jean Valjean, sonriendo tristemente.
Fauchelevent dio un salto al oír esta palabra.
—¡Diablo!, realmente, si os quedáis aquí es como si os enterrasen.
Oyóse en esto un nuevo toque. Fauchelevent cogió precipitadamente del clavo la rodillera con el
cencerro y se la puso en la pierna.
—Esta vez es para mí. Me llama la madre priora. Bueno, me he pinchado con la punta de la hebilla.
Señor Madeleine, no os mováis y esperadme. Hay alguna novedad. Si tenéis hambre, allí encontraréis
vino, pan y queso.
Y salió de la choza diciendo:
—¡Ya voy, ya voy!
Jean Valjean le vio atravesar el jardín tan de prisa como su pierna torcida le permitía, mirando de
paso sus melones.
Unos minutos después, Fauchelevent, cuyo cencerro ponía en fuga a las religiosas, llamaba
suavemente a una puerta; una dulce voz respondió: «Por siempre, por siempre», es decir: entrad.
Esta puerta era la del locutorio reservado al jardinero para las necesidades del servicio. Estaba
contiguo a la sala del capítulo. La priora, sentada sobre la única silla del locutorio, esperaba a
Fauchelevent
II
FAUCHELEVENT EN PRESENCIA DE LA DIFICULTAD
El aire agitado y grave en las ocasiones criticas es muy propio de ciertos caracteres y de ciertas
profesiones, y especialmente de curas y frailes. En el momento en que Fauchelevent entró, esta doble
forma de la preocupación estaba impresa en la fisonomía de la priora, que era la encantadora e ilustrada
señorita de Blemeur, madre Inocente, generalmente alegre.
El jardinero hizo un saludo tímido, y quedóse en el umbral de la celda. La priora, que desgranaba su
rosario, levantó los ojos y dijo:
—¡Ah! Sois vos, Fauvent.
Tal era la abreviación adoptada en el convento.
Fauchelevent repitió su saludo.
—Fauvent, os he llamado.
—Aquí estoy, reverenda madre.
—Tengo que hablaros.
—Y yo, por mi parte —dijo Fauchelevent con una audacia que le asustaba interiormente—, tengo
también que decir alguna cosa a la muy reverenda madre.
La priora le contempló.
—¡Ah!, debéis comunicarme algo.
—Un ruego.
—Bien, hablad.
El buen Fauchelevent, ex curial, pertenecía a la categoría de los campesinos que tienen mucho
aplomo. Una cierta ignorancia hábil es una fuerza; no se desconfía de ella, y engaña. En los dos anos que
llevaba en el convento, Fauchelevent se había granjeado el afecto de la comunidad. Siempre solitario, y
siempre dedicado a su jardín, no le quedaba más que ser curioso. A la distancia que estaba de todas
aquellas mujeres que iban y venían cubiertas con el velo, no veía delante de sí más que una agitación de
sombras. A fuerza de atención y de penetración, había conseguido suponer carne en todos aquellos
fantasmas, y aquellas muertas vivían para él. Era como un sordo cuya vista se aguza, y como un ciego
cuyo oído se aguza. Se había dedicado a comprender el significado de algunos toques, y lo había
conseguido; de modo que aquel claustro enigmático y taciturno no tenía nada oculto para él; aquella
esfinge le decía al oído todos sus secretos. Fauchelevent, sabiéndolo todo, lo ocultaba todo. Éste era su
arte. Todo el convento le creía estúpido. Gran mérito en religión. Las madres vocales hacían caso de
Fauchelevent. Era un curioso mudo. Inspiraba confianza. Además, era regular, y no salía más que por las
necesidades demostradas de la huerta y el jardín. Esta discreción de salidas se le tenía muy en cuenta. No
por esto había dejado de hacer hablar a dos hombres; en el convento al portero, por quien sabia las
particularidades del locutorio; y en el cementerio al enterrador, por quien sabía las particularidades de la
sepultura; de modo que tenia, respecto de las religiosas, una doble luz, una sobre la vida y otra sobre la
muerte. Pero no abusaba de nada. La congregación le quería. Viejo y cojo, casi ciego, probablemente un
poco sordo, ¡qué cualidades! Difícilmente hubieran podido reemplazarle.
El buen hombre, con la seguridad del que se sabe apreciado, empezó ante la reverenda priora una
arenga de campesino, bastante difusa y muy profunda. Habló largamente de su edad, de sus enfermedades,
del peso de los años, contándolos dobles, de las exigencias crecientes del trabajo, de la extensión del
jardín, de las noches que pasaba, como la última por ejemplo, en la que había tenido que cubrir con
esteras los melones, para evitar el efecto de la luna, y llegó a lo que le interesaba: que tenía un hermano
(la priora hizo un movimiento); un hermano no joven (segundo movimiento de la priora, pero esta vez
movimiento de tranquilidad); que si se lo permitían podría ir a vivir con él y ayudarle; que era un
excelente jardinero; que la comunidad podría aprovecharse de sus buenos servicios, mas útiles que los
suyos; que de otra manera, si no se admitía a su hermano, él que era el mayor, y se sentía cascado e inútil
para el trabajo, se vería obligado a irse; y que su hermano tenía una niña que llevaría consigo, y que
educaría en Dios, en la casa, y podría, ¿quién sabe?, ser religiosa un día.
Cuando hubo acabado de hablar, la priora interrumpió el paso de las cuentas del rosario entre sus
dedos, y le dijo:
¿Podríais procuraros, de aquí a la noche, una fuerte barra de hierro?
—¿Para qué?
—Para que sirva de palanca.
—Sí, reverenda madre —respondió Fauchelevent.
La priora, sin añadir una palabra, se levantó y entró en la habitación vecina, que era la sala del
capítulo, y donde las madres vocales estaban probablemente reunidas. Fauchelevent se quedó solo.
cont.
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