III
VINO A LOS HOMBRES Y AGUA A LOS CABALLOS
Habían llegado cuatro viajeros.
Cosette meditaba tristemente; porque, aun cuando no tuviera más que ocho años, había sufrido tanto
que pensaba con el aire lúgubre de una mujer de edad.
Tenía un párpado negro, de un puñetazo que le había dado la Thénardier, por lo cual de vez en cuando
decía ésta: «¡Qué fea está con su cardenal en el ojo!»
Cosette pensaba, pues, que estaba todo oscuro, muy oscuro, que había sido preciso llenar de pronto
los jarros y las botellas en las habitaciones de los viajeros recién llegados, y que no había ya agua en la
fuente.
Lo que la tranquilizaba un poco era que en casa de los Thénardier no se bebía mucha agua. No
faltaban personas que tenían sed, pero era esa sed que se aplaca mejor con el vino que con el agua. Quien
hubiese pedido un vaso de agua, entre los vasos de vino, habría parecido un salvaje a todos aquellos
hombres. Hubo, sin embargo, un momento en que la pobre niña tembló; la mujer de Thénardier levantó la
tapadera de una cacerola que hervía al fuego, después tomó un vaso y se acercó con presteza a la fuente.
Dio la vuelta al grifo; la niña había levantado la cabeza y seguía todos sus movimientos. Un delgado hilo
de agua brotó del grifo y llenó el vaso hasta la mitad.
—¡Vaya! —dijo—. ¡Ya no queda agua!
Luego hubo un momento de silencio. La niña no respiraba.
—¡Bah! —continuó la Thénardier examinando el vaso lleno solamente hasta la mitad—. Bastante
habrá con esto.
Cosette volvió a su trabajo, pero durante un cuarto de hora sintió latirle el corazón hasta saltársele
fuera del pecho.
Contaba los minutos que pasaban así, y hubiera deseado que llegase el día siguiente.
De vez en cuando, uno de los bebedores miraba la calle y exclamaba:
—¡Está oscuro como boca de lobo!
Y otro:
—¡Hay que ser un gato para ir por la calle a estas horas!
Y Cosette se estremecía.
De repente, uno de los mercaderes ambulantes hospedados en la posada entró y dijo con voz dura:
—¡A mi caballo no le han dado de beber!
—Sí, por cierto —dijo la Thénardier.
—Os digo que no, mujer —contestó el mercader.
Cosette había salido de debajo de la mesa.
—¡Oh! ¡Sí, señor! —exclamó—. El caballo ha bebido, y ha bebido en el cubo que estaba lleno, yo
misma le he llevado de beber y le he hablado.
Aquello no era verdad, Cosette mentía.
—Vaya, una niña que no levanta tanto como un codo y dice mentiras como una casa —dijo el
mercader—. Te digo que no ha bebido, tunantuela. Cuando no bebe, tiene un modo de resoplar que
conozco perfectamente.
Cosette insistió, añadiendo con voz enronquecida por la angustia, y que apenas se oía:
—¡Vaya si ha bebido!
—Entonces —replicó el mercader colérico—, que den de beber a mi caballo y concluyamos.
Cosette volvió a esconderse debajo de la mesa.
—Tiene razón —dijo la Thénardier—, si esa bestia no ha bebido, es preciso que beba.
Después añadió, mirando a su alrededor:
—Y bien, ¿dónde está?
Se inclinó y descubrió a Cosette acurrucada al otro extremo de la mesa, casi bajo los pies de los
bebedores.
—¡Quieres venir! —gritó la Thénardier.
Cosette salió de la especie de agujero en que se hallaba metida.
La Thénardier continuó:
—Señorita Perro-sin-nombre, vaya a dar de deber a ese caballo.
—Pero, señora —dijo Cosette, débilmente—, si no hay agua.
—¡Pues bien, ve a buscarla!
Cosette bajó la cabeza y fue a buscar un cubo vacío que estaba al extremo de la chimenea.
Aquel cubo era mayor que ella, y la niña hubiera podido sentarse dentro cómodamente.
La Thénardier volvió a sus hornillos, y probó con una cuchara de palo el contenido de la cacerola,
mientras gruñía:
—En la fuente la hay: buen remedio.
Luego púsose a buscar en un cajón, donde había monedas, pimienta y escalonia.
—Toma, señorita Sapo —añadió—, al volver comprarás un pan al panadero. Aquí tienes una moneda
de quince sueldos.
Cosette tenía un bolsillo en uno de los lados del delantal; tomó la moneda, sin decir palabra, y la
guardó en aquel bolsillo.
Después permaneció inmóvil, con el cubo en la mano, y delante de la puerta abierta de par en par.
Parecía esperar que fuesen a socorrerla.
—¡No oyes, te digo que vayas! —gritó la Thénardier.
Cosette salió. La puerta volvió a cerrarse.
V
ENTRADA DE UNA MUÑECA EN ESCENA
La hilera de tiendas al aire libre que partía de la iglesia llegaba, según se recordará, hasta el bodegón
Thénardier. Estas tiendas, a causa del próximo paso de la mucha gente que debía ir a la misa del gallo,
estaban todas iluminadas con velas brillando en cucuruchos de papel, lo cual, como decía el maestro de
escuela de Montfermeil, sentado ante una mesa en casa de Thénardier, hacía un «efecto mágico». En
cambio, no se veía ni una estrella en el cielo.
La última de estas barracas, situada precisamente frente a la puerta de los Thénardier, era una tienda
de juguetes, reluciente de oropeles, de abalorios y de cosas magníficas de hojalata. En primera línea, y
delante de todo, el mercader había colocado sobre un fondo de servilletas blancas una inmensa muñeca
de cerca de dos pies de altura, vestida con un traje de crespón rosa, adornada con espigas de oro en la
cabeza, y con pelo verdadero y ojos de esmalte. Durante todo el día, esta maravilla había sido objeto de
admiración para los menores de diez años, sin que hubiese hallado en Montfermeil una madre bastante
rica o bastante pródiga para comprársela a su hija. Éponine y Azelma habían pasado horas enteras
contemplándola, y hasta la misma Cosette, aunque es cierto, furtivamente, se había atrevido a mirarla.
En el momento en que Cosette salió, con su cubo en la mano, por sombría y abrumada que estuviera,
no pudo menos que alzar la vista hacia aquella prodigiosa muñeca, hacia la dama, como ella la llamaba.
La pobre niña se detuvo petrificada. No había visto aún a la muñeca de cerca. Toda aquella tienda le
parecía un palacio; la muñeca no era una muñeca, era una visión. Era la alegría, el esplendor, la riqueza,
la felicidad, lo que aparecía en una especie de brillo quimérico ante aquel pequeño y desgraciado ser,
relegado tan profundamente a una miseria fúnebre y fría. Cosette medía, con la sagacidad candorosa y
triste de la infancia, el abismo que la separaba de aquella muñeca. Se decía que era preciso ser reina, o
al menos princesa, para tener una «cosa» como aquella. Consideraba aquel hermoso vestido rosa y
aquellos hermosos cabellos lisos, y pensaba: ¡Qué feliz debe ser esta muñeca! Sus ojos no podían
separarse de aquella tienda fantástica. Cuanto más miraba, más se deslumbraba. Creía estar viendo el
paraíso. Había otras muñecas detrás de la grande, que le parecían hadas y genios. El mercader que iba y
venía en el fondo de la barraca le producía en cierto modo el efecto de un Padre Eterno.
En esta adoración, lo olvidó todo, incluso la misión que le habían encargado. De repente, la voz ruda
de la Thénardier la hizo volver a la realidad:
—¿Cómo, bribonzuela, no te has ido todavía? ¡Espera! ¡Allá voy! ¿Qué tienes tú que hacer allí? ¡Vete,
pequeño monstruo!
La Thénardier había echado una mirada a la calle y había visto a Cosette en éxtasis.
Cosette echó a correr con su cubo tan velozmente como le era posible.
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