Aires de Libertad

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    Mensaje por Maria Lua Jue 14 Nov 2024, 10:15

    ***
    III



    VINO A LOS HOMBRES Y AGUA A LOS CABALLOS



    Habían llegado cuatro viajeros.
    Cosette meditaba tristemente; porque, aun cuando no tuviera más que ocho años, había sufrido tanto
    que pensaba con el aire lúgubre de una mujer de edad.
    Tenía un párpado negro, de un puñetazo que le había dado la Thénardier, por lo cual de vez en cuando
    decía ésta: «¡Qué fea está con su cardenal en el ojo!»
    Cosette pensaba, pues, que estaba todo oscuro, muy oscuro, que había sido preciso llenar de pronto
    los jarros y las botellas en las habitaciones de los viajeros recién llegados, y que no había ya agua en la
    fuente.
    Lo que la tranquilizaba un poco era que en casa de los Thénardier no se bebía mucha agua. No
    faltaban personas que tenían sed, pero era esa sed que se aplaca mejor con el vino que con el agua. Quien
    hubiese pedido un vaso de agua, entre los vasos de vino, habría parecido un salvaje a todos aquellos
    hombres. Hubo, sin embargo, un momento en que la pobre niña tembló; la mujer de Thénardier levantó la
    tapadera de una cacerola que hervía al fuego, después tomó un vaso y se acercó con presteza a la fuente.
    Dio la vuelta al grifo; la niña había levantado la cabeza y seguía todos sus movimientos. Un delgado hilo
    de agua brotó del grifo y llenó el vaso hasta la mitad.
    —¡Vaya! —dijo—. ¡Ya no queda agua!
    Luego hubo un momento de silencio. La niña no respiraba.
    —¡Bah! —continuó la Thénardier examinando el vaso lleno solamente hasta la mitad—. Bastante
    habrá con esto.
    Cosette volvió a su trabajo, pero durante un cuarto de hora sintió latirle el corazón hasta saltársele
    fuera del pecho.
    Contaba los minutos que pasaban así, y hubiera deseado que llegase el día siguiente.
    De vez en cuando, uno de los bebedores miraba la calle y exclamaba:
    —¡Está oscuro como boca de lobo!
    Y otro:
    —¡Hay que ser un gato para ir por la calle a estas horas!
    Y Cosette se estremecía.
    De repente, uno de los mercaderes ambulantes hospedados en la posada entró y dijo con voz dura:
    —¡A mi caballo no le han dado de beber!
    —Sí, por cierto —dijo la Thénardier.
    —Os digo que no, mujer —contestó el mercader.
    Cosette había salido de debajo de la mesa.
    —¡Oh! ¡Sí, señor! —exclamó—. El caballo ha bebido, y ha bebido en el cubo que estaba lleno, yo
    misma le he llevado de beber y le he hablado.
    Aquello no era verdad, Cosette mentía.
    —Vaya, una niña que no levanta tanto como un codo y dice mentiras como una casa —dijo el
    mercader—. Te digo que no ha bebido, tunantuela. Cuando no bebe, tiene un modo de resoplar que
    conozco perfectamente.
    Cosette insistió, añadiendo con voz enronquecida por la angustia, y que apenas se oía:
    —¡Vaya si ha bebido!
    —Entonces —replicó el mercader colérico—, que den de beber a mi caballo y concluyamos.
    Cosette volvió a esconderse debajo de la mesa.
    —Tiene razón —dijo la Thénardier—, si esa bestia no ha bebido, es preciso que beba.
    Después añadió, mirando a su alrededor:
    —Y bien, ¿dónde está?
    Se inclinó y descubrió a Cosette acurrucada al otro extremo de la mesa, casi bajo los pies de los
    bebedores.
    —¡Quieres venir! —gritó la Thénardier.
    Cosette salió de la especie de agujero en que se hallaba metida.
    La Thénardier continuó:
    —Señorita Perro-sin-nombre, vaya a dar de deber a ese caballo.
    —Pero, señora —dijo Cosette, débilmente—, si no hay agua.
    —¡Pues bien, ve a buscarla!
    Cosette bajó la cabeza y fue a buscar un cubo vacío que estaba al extremo de la chimenea.
    Aquel cubo era mayor que ella, y la niña hubiera podido sentarse dentro cómodamente.
    La Thénardier volvió a sus hornillos, y probó con una cuchara de palo el contenido de la cacerola,
    mientras gruñía:
    —En la fuente la hay: buen remedio.
    Luego púsose a buscar en un cajón, donde había monedas, pimienta y escalonia.
    —Toma, señorita Sapo —añadió—, al volver comprarás un pan al panadero. Aquí tienes una moneda
    de quince sueldos.
    Cosette tenía un bolsillo en uno de los lados del delantal; tomó la moneda, sin decir palabra, y la
    guardó en aquel bolsillo.
    Después permaneció inmóvil, con el cubo en la mano, y delante de la puerta abierta de par en par.
    Parecía esperar que fuesen a socorrerla.
    —¡No oyes, te digo que vayas! —gritó la Thénardier.
    Cosette salió. La puerta volvió a cerrarse.





    V



    ENTRADA DE UNA MUÑECA EN ESCENA



    La hilera de tiendas al aire libre que partía de la iglesia llegaba, según se recordará, hasta el bodegón
    Thénardier. Estas tiendas, a causa del próximo paso de la mucha gente que debía ir a la misa del gallo,
    estaban todas iluminadas con velas brillando en cucuruchos de papel, lo cual, como decía el maestro de
    escuela de Montfermeil, sentado ante una mesa en casa de Thénardier, hacía un «efecto mágico». En
    cambio, no se veía ni una estrella en el cielo.
    La última de estas barracas, situada precisamente frente a la puerta de los Thénardier, era una tienda
    de juguetes, reluciente de oropeles, de abalorios y de cosas magníficas de hojalata. En primera línea, y
    delante de todo, el mercader había colocado sobre un fondo de servilletas blancas una inmensa muñeca
    de cerca de dos pies de altura, vestida con un traje de crespón rosa, adornada con espigas de oro en la
    cabeza, y con pelo verdadero y ojos de esmalte. Durante todo el día, esta maravilla había sido objeto de
    admiración para los menores de diez años, sin que hubiese hallado en Montfermeil una madre bastante
    rica o bastante pródiga para comprársela a su hija. Éponine y Azelma habían pasado horas enteras
    contemplándola, y hasta la misma Cosette, aunque es cierto, furtivamente, se había atrevido a mirarla.
    En el momento en que Cosette salió, con su cubo en la mano, por sombría y abrumada que estuviera,
    no pudo menos que alzar la vista hacia aquella prodigiosa muñeca, hacia la dama, como ella la llamaba.
    La pobre niña se detuvo petrificada. No había visto aún a la muñeca de cerca. Toda aquella tienda le
    parecía un palacio; la muñeca no era una muñeca, era una visión. Era la alegría, el esplendor, la riqueza,
    la felicidad, lo que aparecía en una especie de brillo quimérico ante aquel pequeño y desgraciado ser,
    relegado tan profundamente a una miseria fúnebre y fría. Cosette medía, con la sagacidad candorosa y
    triste de la infancia, el abismo que la separaba de aquella muñeca. Se decía que era preciso ser reina, o
    al menos princesa, para tener una «cosa» como aquella. Consideraba aquel hermoso vestido rosa y
    aquellos hermosos cabellos lisos, y pensaba: ¡Qué feliz debe ser esta muñeca! Sus ojos no podían
    separarse de aquella tienda fantástica. Cuanto más miraba, más se deslumbraba. Creía estar viendo el
    paraíso. Había otras muñecas detrás de la grande, que le parecían hadas y genios. El mercader que iba y
    venía en el fondo de la barraca le producía en cierto modo el efecto de un Padre Eterno.
    En esta adoración, lo olvidó todo, incluso la misión que le habían encargado. De repente, la voz ruda
    de la Thénardier la hizo volver a la realidad:
    —¿Cómo, bribonzuela, no te has ido todavía? ¡Espera! ¡Allá voy! ¿Qué tienes tú que hacer allí? ¡Vete,
    pequeño monstruo!
    La Thénardier había echado una mirada a la calle y había visto a Cosette en éxtasis.
    Cosette echó a correr con su cubo tan velozmente como le era posible.







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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 7 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Vie 15 Nov 2024, 09:26

    ***
    V



    LA PEQUEÑA ENTERAMENTE SOLA



    Como el bodegón Thénardier estaba en la parte del pueblo cercana a la iglesia, Cosette tenía que ir
    por el agua a la fuente del bosque que estaba por el lado de Chelles.
    Ya no miró ni una sola tienda de juguetes. Mientras estuvo en la callejuela del Boulanger, y en los
    alrededores de la iglesia, las tiendas iluminadas alumbraban el camino; pero pronto desapareció la
    última luz de la última barraca. La pobre niña se encontró sola en la oscuridad. Penetró en ella, pero
    como cierta emoción iba apoderándose de su ánimo, al mismo tiempo que andaba agitaba todo lo que
    podía el asa del cubo, y este ruido le servía de compañía.
    Cuanto más andaba, más espesas se hacían las tinieblas. Ya no había nadie en las calles. No obstante,
    encontró a una mujer que se volvió al verla pasar, y que permaneció inmóvil, murmurando para sí:
    «¿Pero adónde puede ir esta pobre niña? ¿Es algún duende?». Luego la mujer reconoció a Cosette: «¡Vaya
    —exclamó—, si es la Alondra!»
    Así anduvo Cosette por el laberinto de calles tortuosas y desiertas en que termina por la parte de
    Chelles la aldea de Montfermeil. Mientras vio casas y paredes por los dos lados del camino, fue bastante
    animada. De vez en cuando, veía brillar una vela a través de las rendijas de una ventana, era la luz y la
    vida, allí había gente y esto la tranquilizaba. No obstante, a medida que avanzaba, iba aminorando el
    paso maquinalmente. Cuando hubo pasado la esquina de la última casa, Cosette se detuvo. Ir más allá de
    la última tienda le había resultado difícil; ir más allá de la última casa era imposible. Dejó el cubo en el
    suelo, metió la mano entre sus cabellos y empezó a rascarse lentamente la cabeza, gesto propio de los
    niños aterrorizados e indecisos. No era ya Montfermeil lo que tenía delante, eran los campos. El espacio
    negro y desierto ante ella. Miró con desespero aquella oscuridad donde ya no había nadie, donde no
    había más que animales, donde había tal vez aparecidos que se movían entre los árboles. Entonces volvió
    a coger el cubo; el miedo le dio la audacia necesaria:
    —¡Bah! —exclamó—. ¡Le diré que ya no había agua!
    Y regresó resueltamente a Montfermeil.
    Apenas hubo dado cien pasos cuando se detuvo una vez más, y volvió a rascarse la cabeza. Ahora era
    la Thénardier la que se le aparecía; la odiosa Thénardier con su boca de hiena y la cólera llameante en
    los ojos. La niña lanzó una triste mirada hacia delante y hacia atrás. ¿Qué hacer? ¿Adónde ir? Ante ella,
    el espectro de la Thénardier; tras ella, todos los fantasmas de la noche y de los bosques. Retrocedió ante
    la Thénardier. Volvió a tomar el camino de la fuente y echó a correr. Salió de la aldea corriendo y entró
    en el bosque corriendo, sin mirar nada más, sin escuchar nada más. No detuvo su carrera hasta que le
    faltó la respiración. Marchaba hacia delante como enloquecida.
    Mientras corría, sentía deseos de llorar.
    El estremecimiento nocturno del bosque la rodeaba enteramente. Ya no pensaba, ya no veía. La
    inmensa oscuridad de la noche se enfrentaba a aquel pequeño ser. De un lado estaban las tinieblas todas;
    del otro, un átomo.
    De la orilla del bosque a la fuente no había más que siete u ocho minutos. Cosette conocía el camino,
    por haberlo recorrido a menudo durante el día. Cosa extraña, no se perdió. Un resto de instinto la
    conducía vagamente. Sin embargo, no dirigía la vista ni a derecha ni a izquierda, por temor a ver cosas
    horribles en las ramas y entre la maleza. Así llegó a la fuente.
    Era un estrecho pozo natural abierto por el agua en un suelo arcilloso, de unos dos pies de
    profundidad, rodeado de musgos y de esa hierba llamada gorgueras de Enrique IV, y empedrado
    groseramente. De allí partía un arroyuelo con un ruido suave y tranquilo.
    Cosette no se tomó tiempo ni siquiera para respirar. Estaba muy oscuro, pero ella tenía costumbre de
    ir a aquella fuente. Buscó en la oscuridad con la mano izquierda, una encina joven, inclinada hacia el
    manantial, que ordinariamente le servía de punto de apoyo, encontró una rama, se agarró a ella, inclinóse
    y metió el cubo en el agua. Estaba en una situación de ánimo tan violenta que sus fuerzas se habían
    triplicado. Mientras que inclinada así, no se dio cuenta de que el bolsillo de su delantal se vaciaba en la
    fuente. La moneda de quince sueldos cayó al agua. Cosette no la vio ni la oyó caer. Retiró el cubo casi
    lleno y lo dejó en el suelo.
    Hecho esto, se encontró abrumada de cansancio. Hubiera querido partir inmediatamente, pero el
    esfuerzo para llenar el cubo había sido tal que le resultó imposible dar un paso. Viose, pues, obligada a
    sentarse. Se dejó caer en la hierba, y allí se acurrucó.
    Cerró los ojos, y luego volvió a abrirlos, sin saber por qué, pero no podía obrar de otro modo.
    A su lado tenía el cubo, cuya agua agitada formaba círculos que parecían serpientes de fuego blanco.
    Encima de su cabeza, el cielo estaba cubierto de espesas nubes negras, que eran como penachos de
    humo. La trágica máscara de la sombra parecía inclinarse vagamente sobre aquella niña.
    Júpiter llegaba a su ocaso en la profundidad del horizonte.
    La niña contemplaba con mirada extraviada aquel gran planeta que no conocía y que le daba miedo.
    Júpiter, en efecto, se hallaba en aquel momento muy cerca del extremo del horizonte, y atravesaba una
    espesa capa de bruma que le confería un horrible tinte rojizo. La bruma, lúgubremente teñida de púrpura,
    dilataba el astro, dándole el aspecto de una herida luminosa.
    Un viento frío soplaba procedente de la llanura. El bosque estaba tenebroso, sin ningún
    estremecimiento de hojas, sin ninguno de esos vagos y frescos resplandores del verano. Grandes ramas se
    erguían terriblemente. Matorrales miserables y retorcidos silbaban al viento entre los claros. Las altas
    hierbas hormigueaban a impulsos del viento frío, moviéndose como culebras. Las zarzas se torcían como
    brazos enormes armados de garras, buscando una presa; algunas hojas secas, impelidas por el viento,
    pasaban rápidamente y parecían huir con espanto de algo que las persiguiese. Por todas partes reinaba la
    lobreguez.
    La oscuridad era vertiginosa. El hombre precisa de la claridad; el que se interna en las tinieblas se
    siente con el corazón oprimido. Cuando la mirada ve la oscuridad, el espíritu ve la turbación. En el
    eclipse, en la noche, en la opacidad fuliginosa, hay ansiedad incluso para los más fuertes. Nadie anda
    solo de noche por el bosque sin una especie de temblor. Sombras y árboles, dos espesuras temibles…Una realidad quimérica aparece en la profundidad indistinta. A algunos pasos de nosotros se bosqueja lo
    inconcebible con una nitidez espectral. Se ve flotar en el espacio, o en nuestro propio cerebro, algo vago
    e impalpable como los sueños de flores dormidas. En el horizonte hay actitudes feroces. Se aspiran los
    efluvios del gran vacío tenebroso. Se siente miedo y deseos de mirar hacia atrás. Las cavidades de la
    noche, las cosas que se hacen pavorosas, los perfiles taciturnos que se disipan a medida que se avanza,
    las imágenes oscuras y erizadas, espectros irritados y lívidos, lo lúgubre reflejado en lo fúnebre, la
    inmensidad sepulcral del silencio, los seres desconocidos, la inclinación misteriosa de las ramas, la
    espantosa torcedura de algunos árboles, el estremecimiento de la hierba, no hay defensa alguna contra
    todo esto. No hay audacia que no se convierta en terror y no presienta la proximidad de la angustia. Se
    experimenta una cosa horrible, como si el alma se amalgamase con la sombra. Esta penetración de las
    tinieblas es inexplicablemente siniestra para un niño.
    Los bosques y selvas son apocalipsis; y el batir de alas de un alma de niña hace un ruido de agonía
    bajo su bóveda monstruosa.
    Sin darse cuenta de lo que experimentaba, Cosette sentía que se apoderaba de ella esa inmensidad
    oscura de la Naturaleza. No era sólo el terror lo que la ganaba, era algo más terrible aún que el terror. Se
    estremecía. Faltan expresiones para decir lo que había de extraño en el estremecimiento que la helaba
    hasta el fondo del corazón. Su mirada se extraviaba. Se decía que a la noche siguiente la harían ir allí de
    nuevo



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    Mensaje por Maria Lua Vie 15 Nov 2024, 09:27

    ***

    Entonces, por una especie de instinto, pudo salir de aquel estado singular que no comprendía, pero
    que la aterraba, se puso a contar en voz alta, uno, dos, tres, cuatro, hasta diez, y cuando hubo terminado,
    volvió a empezar. Aquello le devolvió la verdadera percepción de las cosas que la rodeaban. Sintió frío
    en las manos, que se le habían mojado al sacar el agua, y se levantó. El miedo se apoderó de ella otra
    vez, un miedo natural e insuperable. No tuvo más que una idea: huir; huir a todo correr a través del
    bosque, a través de los campos, hasta las casas, hasta las ventanas, hasta las luces encendidas. Su mirada
    se fijó en el cubo que tenía delante. Tal era el terror que le inspiraba la Thénardier que no se atrevió a
    huir sin el cubo de agua. Cogió el asa con las dos manos, y le costó trabajo levantarlo.
    Anduvo así unos doce pasos, pero el cubo estaba lleno, pesaba mucho, y tuvo que dejarlo en el suelo.
    Respiró un instante, luego cogió de nuevo el asa y empezó otra vez a andar, esta vez unos pocos pasos
    más. Pero se vio obligada a detenerse nuevamente. Después de algunos segundos de descanso, continuó
    su camino. Andaba inclinada hacia delante, y con la cabeza baja como una vieja; el peso del cubo ponía
    tirantes sus delgados brazos; el asa de hierro acababa de entorpecer y helar sus manitas mojadas; de vez
    en cuando se veía obligada a detenerse, y cada vez que se detenía, el agua fría que se desbordaba del
    cubo caía sobre sus piernas desnudas. Esto sucedía en el fondo de un bosque, de noche, en invierno, lejos
    de toda humana mirada, a una niña de ocho años. En aquel momento, sólo Dios veía esta escena tan triste.
    ¡Ay! ¡Y sin duda su madre también!
    Porque hay cosas capaces de hacer abrir los ojos a los muertos en sus tumbas.
    Respiraba con dolorosa dificultad; los sollozos le oprimían la garganta, pero no se atrevía a llorar,
    tanto era el miedo que tenía a la Thénardier, aun de lejos. Era su costumbre creer siempre que la
    Thénardier estaba a su lado.
    No obstante, no podía andar mucho camino de este modo, y andaba muy lentamente. Quería acortar la
    duración de las paradas, andando entre cada una el mayor tiempo posible pensaba con angustia que
    precisaría de más de una hora para llegar a Montfermeil, y que la Thénardier le pegaría. Esta angustia se
    mezclaba con su terror por estar sola en el bosque, de noche. Estaba abrumada de fatiga, y no había
    salido aún de la selva. Al llegar cerca de un viejo castaño que conocía, hizo una última parada más larga
    que las otras para descansar, luego reunió todas sus fuerzas, cogió de nuevo el cubo y echó a andar
    valerosamente. Sin embargo, la pobre niña estaba desesperada, y no pudo menos que exclamar: «¡Oh,
    Dios mío, Dios mío!»
    En aquel momento, sintió de repente que el cubo ya no pesaba nada. Una mano que le pareció enorme
    acababa de coger el asa, y la levantaba vigorosamente. La niña levantó la cabeza. Una gran forma negra,
    derecha y alta, caminaba a su lado en la oscuridad. Era un hombre que se había acercado sin que ella lo
    viera. Aquel hombre, sin decir una palabra, había cogido el asa del cubo que llevaba Cosette.
    Hay instintos para todos los encuentros de la vida.
    La niña no tuvo miedo.




    VI


    CAPÍTULO QUE PRUEBA TAL VEZ LA INTELIGENCIA DE BOULATRUELLE



    En la tarde del mismo día de Navidad de 1823, un hombre estuvo paseando durante mucho tiempo por
    la parte más desierta del bulevar del Hospital, en París. Aquel hombre parecía alguien que busca
    habitación, y se detenía con preferencia en las casas modestas de la deteriorada orilla del barrio de
    Saint-Marceau.
    Después se verá que este hombre había alquilado, en efecto, una habitación en aquel barrio.
    Este hombre, así en sus vestidos como en toda su persona, presentaba el aspecto de lo que se podría
    llamar un mendigo de buena sociedad, es decir, la extrema miseria combinada con la extrema limpieza.
    Es una mezcla bastante rara, que inspira a los corazones inteligentes el doble respeto que se siente por el
    que es muy pobre y el que es muy digno. Llevaba un sombrero redondo muy viejo y muy cepillado; una
    levita raída hasta el hilo, de paño grueso color ocre, color que en aquella época no tenía nada de
    extravagante, un gran chaleco de bolsillos de forma secular, unos calzones negros vueltos grises en las
    rodillas; medias de lana negra y zapatos gruesos con hebillas de cobre. Se hubiera dicho que era un
    preceptor antiguo de buena casa, recién llegado de la emigración. A juzgar por sus cabellos blancos, su
    frente surcada de arrugas, sus labios lívidos, su rostro, en el cual todo respiraba el peso y el cansancio de
    la vida, se le hubiera supuesto mucho mayor de sesenta años. Por su andar firme, aunque lento, por el
    singular vigor de todos sus movimientos, se le hubiera supuesto no mayor de cincuenta años. Las arrugas
    de su frente estaban bien colocadas, y habrían predispuesto en su favor a cualquiera que le hubiese
    observado con atención. Sus labios se contraían en un pliegue extraño, que parecía severo, pero era
    humilde. En el fondo de su mirada tenía una especie de lúgubre serenidad. En la mano izquierda, llevaba
    un pequeño paquete anudado con un pañuelo; con la derecha se apoyaba en una especie de bastón cortado
    de un seto. Este bastón había sido labrado con cierto cuidado, y no tenía mal aspecto; el artífice había
    sacado partido de los nudos, y le había formado un puño de coral con cera roja; era un palo y parecía un
    bastón.
    Poca gente pasea por este bulevar, especialmente en invierno. Aquel hombre, aunque sin afectación,
    parecía que en vez de buscarla huía de ella.
    En la época de que hablamos, el rey Luis XVIII iba casi todos los días a Choisy-le-Roi. Era uno de
    sus paseos favoritos. Casi invariablemente, a eso de las dos, se veían el carruaje y la escolta real pasar a
    todo escape por el bulevar del Hospital.
    Esto servía de reloj a los pobres del barrio, que decían: «Ya son las dos, puesto que vuelve a las
    Tullerías».
    Y unos corrían, y otros se ponían en fila a esperarle, pues el paso de un rey es siempre causa de
    tumulto. Por lo demás, la aparición y desaparición del rey Luis XVIII producía cierto efecto en las calles
    de París. La escena era rápida, pero majestuosa. Este rey impedido, gustaba mucho de ir al galope; no
    pudiendo andar, quería correr; no pudiendo usar sus piernas, de buena gana habría hecho, de ser posible,
    que los relámpagos tirasen de su carruaje. Pasaba, pacífico y tranquilo, en medio de las espadas
    desenvainadas. Su maciza berlina, toda dorada, con gruesas ramas de flor de lis pintadas en sus costados,
    rodaba estrepitosamente. Apenas se podía echar una ojeada al interior. En el ángulo del fondo, a la
    derecha, sobre almohadones forrados de satén blanco, una faz ancha, firme y colorada, una frente recién
    empolvada a lo pájaro real; una mirada fiera, dura y fría, una sonrisa de letrado, dos gruesas charreteras
    de trenzas torcidas y flotantes sobre un traje burgués, el Toisón de Oro, la cruz de la Legión de Honor, la
    placa de plata del Espíritu Santo, un grueso vientre y un ancho cordón azul; era el rey. Fuera de París,
    llevaba su sombrero de plumas blancas sobre las rodillas enfundadas en altas polainas inglesas; cuando
    regresaba a la ciudad, se ponía el sombrero en la cabeza, saludando poco, y mirando fríamente al pueblo,
    que le pagaba con la misma moneda. Cuando apareció por primera vez en el barrio de Saint-Marceau,
    todo su triunfo fue esta frase de un vecino a su compañero: «Ese gordo es el gobierno».
    El paso invariable del rey a la misma hora era, pues, el acontecimiento cotidiano del bulevar del
    Hospital.
    El paseante de la levita amarilla no era, evidentemente, del barrio, ni tampoco de París, pues
    ignoraba este detalle; y así, cuando el carruaje real, rodeado de un escuadrón de guardias de corps
    galoneados de plata, desembocó en el bulevar después de haber doblado la esquina de la Salpétriére,
    pareció sorprendido y casi asustado. Estaba solo en la calle, lo que no impidió que le viese el duque de
    Havre. El duque de Havre, como capitán de los guardias de servicio de aquel día, estaba sentado en el
    coche, enfrente del rey. Dijo a Su Majestad:
    —Ese hombre tiene malas trazas.
    Los agentes de policía que vigilaban el camino que iba a recorrer el rey le observaron igualmente, y
    uño de ellos recibió la orden de seguirle. Pero el hombre se internó en las callejuelas solitarias del
    arrabal, y como el día empezaba a declinar, el agente perdió sus huellas, según consta en un parte
    dirigido aquella misma noche al conde Anglés, ministro de Estado, por el prefecto de policía.
    Cuando el hombre de la levita amarilla hubo despistado al agente, aceleró el paso, no sin haberse
    vuelto muchas veces para asegurarse de que no era seguido. A las cuatro y cuarto pasaba por delante del
    teatro de la Puerta de Saint-Martin, donde aquel día se representaba el drama Los dos presidiarios. El
    cartel, alumbrado por los reverberos del teatro, le llamó la atención indudablemente, porque aun cuando
    iba de prisa se detuvo a leerlo. Un instante después, se hallaba en el callejón sin salida de la Planchette,
    y entró en el Plat d’étain, donde estaba entonces la oficina del coche de Lagny. Este coche partía a las
    cuatro y media. Los caballos estaban enganchados, y los viajeros llamados por el cochero subían
    apresuradamente la escalera de hierro del cupé.





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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 7 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Vie 15 Nov 2024, 09:29

    ***
    El hombre preguntó:
    —¿Tenéis un asiento?
    —Uno solo a mi lado, en el pescante —dijo el cochero.
    —Lo tomo.
    Sin embargo, antes de partir, el cochero lanzó una mirada al mediocre traje del viajero, a su pequeño
    paquete, e hizo que pagase.
    —¿Vais hasta Lagny?
    —Sí —dijo el hombre.
    El viajero pagó hasta Lagny.
    Partieron. Cuando hubieron pasado la barrera, el cochero trató de entablar conversación, pero el
    viajero respondía sólo con monosílabos. El cochero optó por ponerse a silbar y dirigir juramentos a sus
    caballos.
    El cochero se envolvió en su capa. Hacía frío. El hombre no parecía pensar en ello. Así atravesaron
    Gournay y Neully-sur-Marne.
    Hacia las seis de la tarde, estaban en Chelles. El cochero se detuvo, para dejar descansar a los
    caballos, ante el albergue de carreteros instalado en los viejos edificios de la abadía real.
    —Bajo aquí —dijo el hombre.
    Cogió su paquete y su bastón y saltó al suelo.
    Un instante después, había desaparecido.
    No había entrado en la posada.
    Cuando al cabo de algunos minutos el coche reanudó su marcha hacia Lagny, no lo encontró en la
    calle Mayor de Chelles.
    El cochero se volvió hacia los viajeros del interior.
    —El hombre no es de aquí —dijo—, porque no le conozco. Parece que no tiene un sueldo y, sin
    embargo, no le importa perder dinero; paga hasta Lagny y sólo viene hasta Chelles. Es de noche, todas las
    casas están cerradas, no entra en la posada, y no se le vuelve a ver. Se lo ha tragado la tierra.
    La tierra no se lo había tragado; nuestro hombre había apresurado el paso en la oscuridad de la calle
    Mayor de Chelles; y luego había tomado a la izquierda, antes de llegar a la iglesia, el camino vecinal que
    va a Montfermeil, como quien conoce el país y ha estado ya en él.
    Siguió ese camino con rapidez. En el lugar donde lo corta el antiguo camino bordeado de árboles que
    va de Gagny a Lagny, vio que venía gente; ocultóse precipitadamente en un foso, y esperó a que se
    alejasen los que pasaban. La precaución era casi superflua, porque, como ya hemos dicho, era una noche
    muy oscura de diciembre, y apenas se veían dos o tres estrellas en el cielo.
    Es en ese lugar donde empieza la subida de la colina. El hombre no volvió a entrar en el camino de
    Montfermeil, tomó a la derecha, a través del campo, y se internó en el bosque apresuradamente.
    Cuando estuvo en él, acortó el paso y se detuvo a mirar cuidadosamente todos los árboles, avanzando
    poco a poco, como si buscase algo y siguiendo una dirección misteriosa, sólo de él conocida. Hubo un
    momento en que pareció que iba a perderse, y se detuvo indeciso. Al fin llegó, a tientas, a un claro donde
    había un montón de piedras grandes y blancuzcas. Se dirigió vivamente hacia aquellas piedras, y las
    examinó con atención a través de la bruma de la noche, como si les fuera pasando revista. A algunos
    pasos de las piedras, había un árbol cubierto de esas excrecencias que son las verrugas de la vegetación.
    Llegóse a él y puso la mano sobre la corteza del tronco, como si procurase reconocer y contar todas las
    verrugas,
    Frente a este árbol, que era un fresno, había un castaño enfermo a causa de una herida en la corteza, al
    cual se le había puesto a modo de vendaje una banda de cinc clavada. Alzóse sobre las puntas de los pies
    y tocó la placa de cinc.
    Después anduvo tentando en el suelo con los pies, durante algún tiempo, en el espacio comprendido
    entre el árbol y las piedras, como quien se asegura de que la tierra no ha sido recientemente movida.
    Cuando hubo hecho esto, se orientó y reanudó su marcha a través del bosque.
    Era el hombre que acababa de encontrar a Cosette.
    Caminando por la espesura en dirección a Montfermeil, había descubierto aquella pequeña sombra
    que se movía dando gemidos, que dejaba su carga en el suelo, luego la volvía a coger y continuaba
    andando. Se había acercado y había visto que se trataba de una niña muy pequeña, cargada con un enorme
    cubo de agua. Entonces se había acercado a la niña y había tomado silenciosamente el asa del cubo.






    VII




    COSETTE EN LA OSCURIDAD AL LADO DEL DESCONOCIDO





    Ya lo hemos dicho, Cosette no había tenido miedo.
    El hombre le dirigió la palabra. Hablaba con voz grave y casi baja.
    —Hija mía, lo que llevas es muy pesado para ti.
    Cosette levantó la cabeza, y respondió:
    —Sí, señor.
    —Dame —continuó el hombre—. Yo lo llevaré.
    Cosette soltó el cubo. El hombre se puso a andar junto a ella.
    —En efecto, es muy pesado —dijo entre dientes. Luego añadió—: ¿Cuántos años tienes, pequeña?
    —Ocho años, señor.
    —¿Y vienes de muy lejos así?
    —De la fuente que está en el bosque.
    —¿Y vas muy lejos?
    —A un cuarto de hora largo de aquí.
    El hombre permaneció un instante sin hablar, y luego dijo bruscamente:
    —¿No tienes madre?
    —No lo sé —repuso la niña.
    Antes de que el hombre hubiera tenido tiempo de tomar la palabra, añadió:
    —No lo creo. Las otras sí; pero yo no la tengo. —Y tras un silencio, añadió—: Creo que no la he
    tenido nunca.
    El hombre se detuvo, dejó el cubo en tierra, se inclinó y puso sus dos manos sobre los hombros de la
    niña, haciendo esfuerzos para mirar y ver su rostro en la oscuridad.
    La figura blanca y macilenta de Cosette se dibujaba vagamente a la lívida luz del cielo.
    —¿Cómo te llamas? —dijo el hombre.
    —Cosette.
    El hombre sintió como una sacudida eléctrica. Volvió a mirarla, quitóle las manos de los hombros,
    cogió el cubo y echó a andar.
    Al cabo de un instante, preguntó:
    —¿Dónde vives, pequeña?
    —En Montfermeil. ¿Sabéis dónde es?
    —¿Es allí adonde vamos?
    —Sí, señor.
    —¿Quién te ha enviado a esta hora a buscar agua al bosque?
    —La señora Thénardier.
    El hombre replicó con un sonido de voz que quería esforzarse en ser indiferente, pero en el que había
    un temblor singular:
    —¿Quién es esa señora Thénardier?
    —Es mi ama —dijo la niña—. Tiene la posada.
    —¿La posada? Pues bien, voy a alojarme allí esta noche. Llévame.
    —Vamos allá —dijo la niña.
    El hombre andaba bastante de prisa. Cosette le seguía sin trabajo. Ya no se sentía fatigada. De vez en
    cuando, levantaba los ojos hacia aquel hombre con una especie de tranquilidad y de abandono
    inexplicables. Jamás le habían enseñado a dirigirse a la providencia y a rezar; sin embargo, sentía en sí
    una cosa parecida a la esperanza y a la alegría, y que se dirigía hacia el cielo.
    Transcurrieron algunos minutos. El hombre dijo:
    —¿No hay criada en casa de la señora Thénardier?
    —No, señor.
    —¿Eres tú sola?
    —Sí, señor. —Después de una pausa, Cosette levantó la voz—: Es decir, hay dos niñas.
    —¿Qué niñas?
    —Ponine y Zelma.
    La niña simplificaba así los nombres novelescos, tan del gusto de la Thénardier.
    —¿Quiénes son Ponine y Zelma? .
    —Son las señoritas de la señora Thénardier. Como quien dice sus hijas.
    —¿Y qué hacen?
    —¡Oh! —dijo la niña—, tienen bonitas muñecas, cosas en las que hay oro y muchos juguetes. Juegan,
    y se divierten.
    —¿Todo el día?
    —Sí, señor.
    —¿Y tú?
    —Yo trabajo.
    —¿Todo el día?
    La niña alzó sus grandes ojos, en los que había una lágrima que no se veía a causa de la oscuridad, y
    respondió resignadamente:
    —Sí, señor. —Y prosiguió tras un intervalo de silencio—: A veces, cuando he terminado el trabajo, y
    me lo permiten, me divierto también.
    —¿Cómo te diviertes?
    —Como puedo. Me dejan; pero no tengo muchos juguetes. Ponine y Zelma no quieren que juegue con
    sus muñecas. Yo no tengo más que un pequeño sable de plomo, así de largo.
    La niña señalaba su dedo meñique.
    —¿Y que no corta?
    —Sí, señor —dijo la niña—. Corta la ensalada y las cabezas de moscas.
    Llegaron a la aldea; Cosette guió al desconocido por las calles. Pasaron por delante de la panadería;
    pero Cosette no se acordó del pan que debía llevar. El hombre había cesado de preguntarle, y guardaba
    ahora un silencio sombrío. Cuando hubieron dejado atrás la iglesia, el hombre, viendo todas aquellas
    tiendas al aire libre, preguntó a Cosette:
    —¿Hay feria aquí?
    —No, señor, es Navidad.
    Cuando ya se acercaban a la posada, Cosette le tocó el brazo tímidamente.
    —Señor…
    —¿Qué, hija mía?
    —Ya estamos cerca de la casa.
    —¿Y bien?
    —¿Me dejáis tomar el cubo ahora?
    —¿Por qué?
    —Porque si la señora ve que me lo han traído, me pegará.
    El hombre le devolvió el cubo. Un instante después, estaban a la puerta del bodegón.












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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 7 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Vie 15 Nov 2024, 09:31

    ***
    VIII




    INCONVENIENTES DE RECIBIR EN CASA A UN POBRE, QUE TAL VEZ ES UN
    RICO




    Cosette no pudo menos que echar una mirada hacia la muñeca grande que seguía expuesta en la tienda
    de juguetes. Luego llamó. La puerta se abrió. La Thénardier apareció con una vela en la mano,
    —¡Ah! ¿Eres tú, bribonzuela? ¡Gracias a Dios! ¡No has estado poco tiempo! ¡Se habrá estado
    divirtiendo, la holgazana!
    —Señora —dijo Cosette temblorosa—, aquí hay un señor que busca habitación.
    La Thénardier reemplazó al momento su aire gruñón con un gesto amable, cambio muy propio de los
    posaderos, y buscó con la vista al recién llegado.
    —¿Es el señor? —preguntó.
    —Sí, señora —respondió el hombre, llevándose una mano al sombrero.
    Los viajeros ricos no son tan atentos. Este ademán y la inspección del traje y equipaje del extranjero,
    a quien la Thénardier pasó revista de una ojeada, desvanecieron la amable mueca, y reapareció el gesto
    avinagrado. Replicó secamente:
    —Entrad, buen hombre.
    El «buen hombre» entró. La Thénardier le lanzó una segunda ojeada, examinó detenidamente su
    levita, que no podía estar más raída, y su sombrero algo abollado, y consultó con un movimiento de
    cabeza, un fruncimiento de nariz y un guiño de ojos a su marido, el cual seguía bebiendo con los
    trajineros. El marido respondió con esa imperceptible agitación del índice que, acompañada de la
    dilatación de los labios, significa en semejante caso: «No tiene un chavo». Recibida esta contestación, la
    Thénardier exclamó:
    —¡Ah, lo siento, buen hombre, pero no hay habitación!
    —Ponedme donde queráis —dijo el hombre—, en el granero, en el establo. Pagaré como si tuviera
    una habitación.
    —Cuarenta sueldos.
    —Cuarenta sueldos, sea.
    —Bien.
    —¡Cuarenta sueldos! —dijo un trajinero por lo bajo a la Thénardier—. Si no son más que veinte.
    —Son cuarenta sueldos —replicó la Thénardier con el mismo tono—. No alojo a los pobres por
    menos.
    —Es verdad —dijo el marido suavemente—. Siempre es un perjuicio para una casa tener gente de
    esa clase.
    Sin embargo, el hombre, después de haber dejado sobre un banco su paquete y su bastón, se había
    sentado a una mesa, en la que Cosette se había apresurado a colocar una botella de vino y un vaso. El
    mercader que había pedido el cubo de agua había ido él mismo a llevárselo a su caballo. Cosette había
    vuelto a ocupar su sitio debajo de la mesa de la cocina, y se puso a hacer media.
    El hombre, que apenas había mojado sus labios en el vaso de vino, contemplaba a la niña con extraña
    atención.
    Cosette era fea, aunque si hubiese sido feliz habría podido ser linda. Ya hemos esbozado esta sombría
    figurita. Cosette era delgada y pálida. Tenía cerca de ocho años y apenas representaba seis. Sus grandes
    ojos hundidos en una especie de oscuridad estaban casi apagados a fuerza de llorar. Las comisuras de sus
    labios tenían el pliegue de la angustia habitual, que se observa en los condenados y en los enfermos
    desesperados. Sus manos estaban como había adivinado su madre, «perdidas de sabañones». El fuego
    que la iluminaba en aquel momento mostraba los ángulos de sus huesos, y hacía su delgadez
    horriblemente visible. Como siempre, estaba tiritando, había cogido la costumbre de apretar las dos
    rodillas una contra otra. Todo su vestido consistía en un harapo que hubiera inspirado piedad en verano y
    horror en invierno. La tela que vestía estaba llena de agujeros; no tenía ni un mal pañuelo de lana. Se le
    veía la piel por varias partes, y por doquier se distinguían manchas azules o negras, que indicaban el sitio
    donde la Thénardier la había golpeado. Sus piernas desnudas estaban rojas y descarnadas; el hundimiento
    de sus clavículas hacía saltar las lágrimas. Toda la persona de aquella niña, su aire, su actitud, el sonido
    de su voz, sus intervalos entre una y otra frase, su mirada, su silencio, el menor gesto suyo, expresaban y
    traducían una sola idea: el temor.
    El temor se había apoderado de ella; estaba cubierta de él, por así decirlo; el temor le hacía recoger
    los codos hacia las caderas, esconder los pies bajo los vestidos y ocupar el menor sitio posible; el temor
    no le dejaba respirar más que lo preciso, y había llegado a constituir lo que podría llamarse su hábito
    exterior, sin variación posible más que para aumentar. En el fondo de sus pupilas, había un lugar
    asombrado, donde reinaba el terror.
    Este temor era tal que al llegar, mojada y todo como estaba, no se había atrevido a ir a secarse al
    fuego, y se había puesto otra vez a trabajar silenciosamente.
    La expresión de la mirada de aquella niña de ocho años era habitualmente tan triste, y a veces tan
    trágica, que en ciertos momentos parecía que iba a convertirse en una idiota o en un demonio.
    Ya hemos dicho que jamás había sabido lo que era rezar, y jamás había puesto los pies en una iglesia.
    «¿Acaso tengo tiempo?», decía la Thénardier.
    El hombre de la levita amarilla no apartaba la vista de Cosette
    De repente la Thénardier exclamó:
    —¡A propósito! ¿Y el pan?
    Cosette, según su costumbre, cada vez que la Thénardier levantaba la voz, salió rápidamente de
    debajo de la mesa.
    Había olvidado completamente el pan. Recurrió pues al expediente de los niños siempre asustados.
    Mintió.
    —Señora, la panadería estaba cerrada.
    —¿Por qué no llamaste?
    —Llamé, señora.
    —¿Y qué?
    —No abrió.
    —Mañana sabré si es verdad —dijo la Thénardier—, y si mientes, verás la que te espera. Entretanto,
    devuélveme la moneda de quince sueldos.
    Cosette metió la mano en el bolsillo de su delantal, y se puso lívida. La moneda de quince sueldos no
    estaba allí.
    —Vamos —dijo la Thénardier—, ¿no me has oído?
    Cosette volvió el bolsillo del revés, no había nada. ¿Qué había sido del dinero? La desgraciada niña
    no halló una palabra para explicarlo. Estaba petrificada,
    —¿Has perdido acaso los quince sueldos? —aulló la Thénardier—. ¿O es que quieres robarme?
    Al mismo tiempo alargó el brazo hacia el látigo colgado en el rincón de la chimenea.
    Aquel ademán temible dio a Cosette fuerzas para gritar:
    —¡Perdón, señora! ¡Señora, no volveré a hacerlo!
    La Thénardier descolgó el látigo.
    Entretanto el hombre de la levita amarilla había introducido la mano en el bolsillo de su chaleco, sin
    que este movimiento hubiese sido observado. Por lo demás, los otros viajeros bebían o jugaban a las
    cartas sin prestar atención a nada.
    Cosette se revolvía con angustia en el ángulo de la chimenea, procurando recoger sus harapos y tapar
    sus miembros semidesnudos. La Thénardier levantó el brazo.
    —Perdonad, señora —dijo el hombre—; pero hace poco he visto caer alguna cosa del bolsillo del
    delantal de esta pequeña, y ha venido rodando hasta aquí. Quizá será la moneda.
    Al mismo tiempo se inclinó y pareció buscar en el suelo un instante.
    —Precisamente. Aquí está —dijo mientras se levantaba.
    Y tendió una moneda de plata a la Thénardier.
    —Sí, ésta es —dijo ella.
    No era aquella, sino una moneda de veinte sueldos; pero la Thénardier salía ganando. Guardóla en el
    bolsillo y se limitó a echar una mirada feroz a la niña, diciendo:
    —¡Que no vuelva a sucederte otra vez!
    Cosette volvió a meterse en lo que la Thénardier llamaba su «nicho», y su mirada, fija en el viajero
    desconocido, empezó a tomar una expresión que jamás había tenido. No era aún sino una ingenua
    sorpresa, pero mezclada con una especie de asombrada confianza.
    —A propósito, ¿queréis cenar? —preguntó la Thénardier al viajero.
    Este no respondió. Parecía que meditaba profundamente.
    «¿Quién será este hombre? —dijo para sí la Thénardier—. Algún asqueroso pobre. No tiene un
    sueldo para cenar. ¿Me pagará siquiera el alojamiento? Con todo, suerte ha sido que no se le haya
    ocurrido robar el dinero que estaba en el suelo».
    Entretanto, habíase abierto una puerta, y entraron Éponine y Azelma.
    Realmente eran dos niñas muy bonitas, vestidas como si pertenecieran a la clase media, y no como
    aldeanas, muy encantadoras, una con sus trenzas color castaño muy brillantes, y otra con sus largos
    cabellos negros cayéndole por la espalda, ambas vivaces, limpias, gruesas, frescas y sanas que daba
    gusto verlas. Iban bien vestidas, pero con tal arte maternal que lo grueso de las telas no disminuía en nada
    la coquetería con que habían sido hechos los trajes. El invierno estaba previsto, sin que desapareciese la
    primavera. Aquellas dos pequeñas desprendían luz. Además, eran reinas. En su traje, en su alegría, en el
    ruido que hacían, había cierta soberanía. Cuando entraron, la Thénardier les dijo con un tono de mal
    humor lleno de adoración:
    —¡Ah! ¡Sois vosotras!
    Luego, sentando a ambas sobre sus rodillas, alisándoles sus cabellos, atando sus lazos y soltándolas
    en seguida con ese modo tan propio de las madres, exclamó:
    —¡Qué mal vestidas están!
    Fuéronse a sentar al lado del fuego. Tenían una muñeca, a la que daban vueltas sobre sus rodillas,
    acariciándola y jugando. De vez en cuando, Cosette levantaba la mirada de su labor y las miraba jugar
    con aire lúgubre.
    Éponine y Azelma no miraban a Cosette. Para ellas era como un perro. Aquellas niñas no tenían aún
    veinticuatro años entre las tres, y representaban ya toda la sociedad de los hombres; por un lado la
    envidia, por el otro el desdén.
    La muñeca de las hermanas Thénardier estaba ya muy estropeada, muy sucia y toda rota, pero no por
    ello le parecía menos admirable a Cosette, que en su vida había tenido una muñeca, una verdadera
    muñeca, para emplear una expresión que todos los niños comprenderán.
    De pronto, la Thénardier, que continuaba yendo y viniendo por la habitación, advirtió que Cosette se
    distraía, y que en vez de trabajar miraba a las niñas que estaban jugando.
    —¡Ah, ya te he cogido! —gritó—. ¡Así es cómo trabajas! Voy a hacerte trabajar con unos azotes.
    El desconocido, sin dejar su silla, se volvió hacia la Thénardier.
    —Señora —dijo sonriendo con aire humilde—. ¡Dejadla jugar!
    En boca de cualquier otro viajero, que hubiera comido un buen pedazo de carne y tomado dos
    botellas de vino en su cena, y no hubiese parecido un asqueroso pobre, tal deseo hubiera sido una orden.
    Pero que un hombre que llevaba aquel sombrero se atreviese a tener un deseo, y que un hombre que
    llevaba aquella levita se permitiese expresar su voluntad era algo que la Thénardier creyó que no debía
    tolerar.
    —Es preciso que trabaje, puesto que come. Yo no la alimento por nada.
    —Pero ¿qué es lo que hace? —continuó el desconocido, con una dulce voz que contrastaba
    extrañamente con su traje de mendigo y sus hombros de ganapán.
    La Thénardier se dignó responder:
    —Está haciendo media. Medias para mis niñas que no las tienen, y que ahora mismo van con las
    piernas desnudas.
    El hombre miró los pobres pies enrojecidos de Cosette.
    —¿Y cuándo habrá terminado ese par de medias?
    —La perezosa tiene al menos para tres o cuatro días.
    —¿Y cuánto puede valer ese par de medias después de hecho?
    La Thénardier le lanzó una mirada despreciativa.
    —Al menos treinta sueldos.
    —¿Lo daríais por cinco francos? —continuó el hombre.
    —¡Cáspita! —exclamó soltando una risotada uno de los trajine-ros que escuchaban—. ¡Cinco
    francos…!
    Thénardier se creyó obligado a tomar la palabra.
    —Sí, señor; si es un capricho, se os dará ese par de medias por cinco francos. No sabemos negar
    nada a los viajeros.
    —Será preciso que paguéis ahora mismo —añadió la Thénardier con voz breve y perentoria.
    —Compro ese par de medias —respondió el hombre, y añadió, sacando de su bolsillo una moneda de
    cinco francos—: Lo pago.
    Luego se volvió hacia Cosette:
    —Ahora tu trabajo me pertenece. Juega, hija mía



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    y en ese vuelo y en ese sueño
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    y tren de tus ilusiones."
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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 7 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Vie 15 Nov 2024, 09:32

    ***
    El trajinero se conmovió tanto al ver la moneda de cinco francos que dejó su vaso y se acercó.
    —¡Conque es verdad! —exclamó examinándola—. ¡Una verdadera rueda trasera! ¡Y no es falsa!
    Thénardier se acercó y guardó silenciosamente la moneda en su bolsillo.
    La Thénardier no tenía nada que objetar. Se mordió los labios y su rostro tomó una expresión de odio.
    Entretanto Cosette temblaba. Arriesgóse a preguntar:
    —¿Es verdad, señora? ¿Puedo jugar?
    —Juega! —dijo la Thénardier con terrible voz.
    —Gracias, señora —dijo Cosette.
    Y mientras sus labios daban gracias a la Thénardier, toda su alma las daba al viajero.
    Thénardier había vuelto a su mesa. Su mujer le dijo al oído:
    —¿Quién podrá ser este hombre vestido de amarillo?
    —He visto —respondió en tono soberano Thénardier— millonarios que llevan levitas como ésa.
    Cosette había dejado su media, pero no había salido de su sitio. La pobre niña se movía siempre lo
    menos posible. Había tomado de una caja que tenía detrás algunos trapos viejos y su pequeño sable de
    plomo.
    Éponine y Azelma no prestaban atención alguna a lo que sucedía. Acababan de ejecutar una operación
    muy importante; se habían apoderado del gato. Habían arrojado al suelo la muñeca, y Éponine, que era la
    mayor, ataba al gato, a pesar de sus aullidos y sus contorsiones, con trapos y unas cintas encarnadas y
    azules. Mientras hacía este trabajo difícil y grave, decía a su hermana con el dulce y adorable lenguaje de
    los niños, cuya gracia, parecida al esplendor del ala de las mariposas, desaparece cuando se quiere fijar:
    —Ves, hermana mía, esta muñeca es más divertida que la otra. Se mueve, grita y está caliente. Ven,
    hermana, juguemos. Será mi hija. Yo seré una dama. Vendré a visitarte y tú la mirarás. Poco a poco verás
    sus bigotes y eso te sorprenderá. Y luego verás sus orejas, y su cola, y eso te sorprenderá. Y me dirás:
    «¡Ah, Dios mío!», y yo te diré: «Sí, señora, es una niña que tengo así. Las niñas son así ahora».
    Azelma escuchaba a Éponine con admiración.
    Entretanto los bebedores se habían puesto a entonar una canción obscena, de la que se reían hasta
    hacer temblar el techo. Thénardier los animaba y los acompañaba.
    Mientras Éponine y Azelma envolvían el gato, Cosette envolvía el sable. Así como los pájaros hacen
    un nido con todo, las niñas hacen una muñeca con cualquier cosa. Una vez envuelto lo había acunado en
    sus brazos, y cantaba dulcemente para dormirlo.
    La muñeca es una de las más imperiosas necesidades y al mismo tiempo uno de los más encantadores
    instintos de la infancia femenina. Cuidar, vestir, adornar, volver a desnudar, volver a vestir, enseñar,
    gruñir un poco, acunar, mirar, adormecer, imaginar que cualquier cosa es alguien; todo el porvenir de la
    mujer está ahí. Al mismo tiempo que piensa, charla, al mismo tiempo que hace envoltorios pequeños y
    pequeñas mantillas, camisitas y pañales, la niña se convierte en joven, y la joven en adulta, entonces se
    hace mujer. El primer niño es la continuación de la última muñeca.
    Una niña sin muñeca es casi tan desgraciada y enteramente tan imposible como una mujer sin hijos…
    Cosette se había hecho, pues, una muñeca con el sable.
    La Thénardier se había acercado al hombre de amarillo.
    «Mi marido tiene razón —pensaba—. ¡Tal vez es el señor Laffitte! ¡Hay ricos tan caprichosos!»
    Se acercó y acodóse en su mesa.
    —Señor… —dijo.
    Al oír esta palabra, el hombre se volvió. La Thénardier no lo había llamado hasta entonces sino buen
    hombre.
    —Ya veis, señor —prosiguió tomando su aire agridulce, que resultaba aún más repugnante que su aire
    feroz—; yo bien quiero que la niña juegue, no me opongo a ello; pero esto es bueno para una vez, porque
    sois generoso. Ella no tiene nada y es preciso que trabaje.
    —¿No es vuestra esta niña?
    —¡Oh, Dios mío!, no señor; es una pobrecita que hemos recogido por caridad. Una especie de
    imbécil. Debe tener agua en la cabeza. La tiene muy abultada, como veis. Nosotros hacemos por ella lo
    que podemos, pues no somos ricos. Por más que hemos escrito a su madre, hace seis meses que no nos
    responden. Será preciso creer que su madre ha muerto.
    —¡Ah! —dijo el hombre, y volvió a quedarse pensativo.
    —¡Buena pieza! —dijo la Thénardier—. Abandonó a su hija.
    Durante toda esta conversación, Cosette, como si un instinto le hubiera advertido que hablaban de
    ella, no había apartado los ojos de la Thénardier. Escuchaba vagamente. Oía de cuando en cuando
    algunas palabras.
    Entretanto, los bebedores, borrachos en su mayor parte, repetían su inmundo estribillo con redoblada
    alegría. Era un estribillo licencioso en el que se mezclaba la Virgen y el niño Jesús. La Thénardier había
    ido a sumarse a las risotadas. Cosette, debajo de la mesa, miraba el fuego, que reverberaba en su mirada
    fija; se había puesto de nuevo a mecer la especie de muñeco que había hecho, y cantaba en voz baja: «¡Mi
    madre ha muerto! ¡Mi madre ha muerto! ¡Mi madre ha muerto!»
    A fuerza de nuevas insistencias de la patrona, el hombre de amarillo consintió al fin en cenar.
    —¿Qué quiere el señor?
    —Pan y queso —dijo el hombre.
    «Decididamente es un mendigo», pensó la Thénardier.
    Los borrachos seguían cantando su canción, y la niña, bajo la mesa, cantaba la suya.
    De repente, Cosette se interrumpió. Acababa de volverse y descubrir a la muñeca de las niñas
    abandonada a causa del gato, a algunos pasos de la mesa de la cocina.
    Entonces dejó caer su sable que sólo le satisfacía a medias, y luego paseó lentamente su mirada
    alrededor de la sala. La Thénardier hablaba a su marido en voz baja, y contaba dinero. Éponine y Azelma
    jugaban con el gato, los viajeros comían, bebían o cantaban, ninguna mirada estaba fija en ella. No tenía
    un momento que perder. Salió de debajo de la mesa, arrastrándose sobre las rodillas y las manos, se
    aseguró una vez más de que no la vigilaban, luego se deslizó vivamente hacia la muñeca y la cogió. Un
    instante más tarde estaba en su sitio, sentada, inmóvil, vuelta para dar sombra a la muñeca que tenía en
    los brazos. La dicha de jugar con una muñeca era tan rara para ella que tenía toda la violencia de un
    deleite.
    Nadie la había visto, a excepción del viajero, que comía lentamente su frugal cena.
    Esta alegría duró cerca de un cuarto de hora.
    Pero por muchas precauciones que tomó Cosette, no se dio cuenta de que uno de los pies sobresalía, y
    que el fuego de la chimenea lo iluminaba vivamente. Aquel pie rosado y luminoso que salía de la sombra
    llamó súbitamente la atención de Azelma, que dijo a Éponine:
    —¡Mira, hermana!
    Las dos niñas estaban estupefactas. ¡Cosette se había atrevido a coger la muñeca!
    Éponine se levantó, y sin soltar el gato, se acercó a su madre y se puso a tirarle de la falda.
    —¡Déjame! —dijo la madre—. ¿Qué me quieres?
    —Madre —dijo la niña—, ¡mira!
    Y con el dedo señalaba a Cosette.
    Cosette, entregada ál éxtasis de la posesión, no veía ni oía nada.
    El rostro de la Thénardier era el de una fiera. Esta vez, el orgullo herido exasperaba más su cólera.
    Cosette había traspasado todos los límites, Cosette había atentado contra la muñeca de «aquellas
    señoritas».
    Una zarina que viera a un mujik probarse el gran cordón azul de su imperial hijo no hubiera tenido
    otra expresión.
    Gritó con una voz enronquecida por la indignación:
    —¡Cosette!
    Cosette se estremeció como si la tierra hubiera temblado bajo sus pies. Se volvió.
    —¡Cosette! —repitió la Thénardier.
    Cosette cogió la muñeca y la dejó dulcemente en el suelo con una especie de veneración mezclada
    con desesperación. Entonces, sin dejar de mirarla, juntó las manos, y lo que es horrible de decir
    tratándose de una niña de su edad, se las retorció; luego, las lágrimas que no habían podido arrancarle
    ninguna de las emociones del día, ni la carrera en los bosques, ni la pesadez del cubo de agua, ni la
    pérdida del dinero, ni la vista del látigo, ni incluso las sombrías palabras que había oído decir a la
    Thénardier, acudieron a sus ojos; lloró. Estalló en sollozos.
    Entretanto, el viajero se había levantado.
    —¿Qué es esto? —dijo a la Thénardier.
    —¿No lo veis? —dijo la Thénardier, señalando con el dedo el cuerpo del delito que yacía a los pies
    de Cosette.
    —Bien, ¿y qué? —repuso el hombre.
    —¡Esta miserable se ha atrevido a tocar la muñeca de las niñas!
    —¡Todo este ruido para tan poco! —dijo el hombre—. ¿Y qué importaba que jugase con la muñeca?
    —¡La ha tocado con sus sucias manos! —prosiguió la Thénardier—. ¡Con sus horribles manos!
    Aquí, Cosette redobló sus sollozos.
    —¡Vas a callarte! —gritó la Thénardier.
    El hombre se dirigió a la puerta de la calle, la abrió y salió.
    Cuando hubo salido, la Thénardier aprovechóse de su ausencia para dar a Cosette un puntapié por
    debajo de la mesa, que hizo que la niña lanzara grandes gritos.
    La puerta volvió a abrirse y el hombre reapareció; en sus manos llevaba la muñeca fabulosa de la que
    hemos hablado, y que todos los chiquillos de la aldea habían contemplado desde la mañana, y la dejó de
    pie delante de Cosette, diciendo:
    —Toma, es para ti.





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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 7 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Vie 15 Nov 2024, 09:36

    ***
    Será preciso creer que en la hora y media que hacía que estaba allí, en medio de su meditación, había
    observado confusamente esa tienda de juguetes alumbrada tan espléndidamente con lamparillas y velas
    de sebo, que se veía a través de los cristales de la taberna como una iluminación.
    Cosette levantó los ojos; vio venir al hombre hacia ella con la muñeca como si hubiera sido el sol y
    le oyó decir esas palabras inauditas: «Es para ti». Le miró, miró a la muñeca, y luego retrocedió
    lentamente y fue a esconderse debajo de la mesa, junto al rincón de la pared.
    Ya no lloraba, ya no gritaba, parecía que no se atrevía a respirar.
    La Thénardier, Éponine y Azelma eran otras tantas estatuas. Los mismos bebedores se habían callado.
    Se había hecho un silencio solemne en toda la taberna.
    La Thénardier, petrificada y muda, volvía a empezar sus conjeturas.
    «¿Quién es este viejo? ¿Es un pobre? ¿Es un millonario? Tal vez sea las dos cosas, es decir, un
    ladrón».
    Sobre el rostro de Thénardier se dibujó la arruga expresiva que acentúa la frente humana cada vez
    que el instinto de dominio aparece en ella con toda su potencia bestial. El tabernero consideraba
    alternativamente a la muñeca y al viajero; parecía olfatear a aquel hombre, como hubiese olfateado un
    saco de plata. Aquello no duró más que el tiempo de un relámpago. Se acercó a su mujer y le dijo en voz
    baja:
    —Esta muñeca cuesta al menos treinta francos. No hagas estupideces: de rodillas delante de este
    hombre.
    Las naturalezas groseras tienen esto en común con las naturalezas ingenuas: para ellas no hay
    transiciones.
    —Bien, Cosette —dijo la Thénardier con una voz que quería ser dulce y que estaba compuesta de la
    miel agria de las malas mujeres—, ¿es que no vas a coger tu muñeca?
    Cosette se aventuró a salir de su agujero.
    —Mi pequeña Cosette —continuó la Thénardier con voz acariciadora—, el señor te regala una
    muñeca. Tómala. Es tuya.
    Cosette miraba aquella maravillosa muñeca con una especie de terror. Su rostro estaba aún inundado
    de lágrimas, pero sus ojos empezaban a llenarse, como el cielo en el crepúsculo matutino, con las
    extrañas iluminaciones de la alegría. Lo que experimentaba en aquel momento era semejante a lo que
    hubiera sentido si le hubieran dicho: «Pequeña, eres la reina de Francia».
    Le parecía que si tocaba aquella muñeca, saldría de ella un trueno.
    Lo cual era hasta cierto punto verdad, porque creía que la Thénardier la reñiría y le pegaría.
    Sin embargo, triunfó la atracción. Terminó por acercarse, y murmuró tímidamente volviéndose hacia
    la Thénardier:
    —¿Puedo, señora?
    Ninguna expresión podría explicar esta voz, a la vez desesperada, alegre y llena de espanto.
    —¡Pardiez! —dijo la Thénardier—. Es tuya, puesto que el señor te la regala.
    —¿De verdad, señor? —continuó Cosette—. ¿Es verdad? ¿Es mía «la dama»?
    El desconocido parecía tener los ojos llenos de lágrimas. Parecía haber llegado al extremo de
    emoción en que no se habla para no llorar. Hizo una señal con la cabeza a Cosette, y puso la mano de la
    «dama» en su pequeña mano.
    Cosette retiró vivamente su mano, como si la de la «dama» quemara, y se puso a mirar al cielo.
    Fuerza es añadir que en aquel instante sacaba la lengua de un modo desmesurado. De repente se volvió y
    cogió la muñeca con violencia
    —La llamaré Catherine —dijo.
    Fue un momento extraño aquel en que los harapos de Cosette encontraron y estrecharon los lazos y las
    frescas muselinas rosas de la muñeca.
    —Señora —dijo—, ¿puedo ponerla sobre una silla?
    —Sí, mi pequeña —respondió la Thénardier.
    Ahora eran Éponine y Azelma las que miraban a Cosette con envidia. Cosette dejó a Catherine en una
    silla, luego se sentó en el suelo delante de ella y permaneció inmóvil sin decir una palabra, en actitud de
    contemplación.
    —Juega, pues, Cosette —dijo el desconocido.
    —¡Oh, ya juego! —respondió la niña.
    Este extraño, este desconocido que parecía una visita que la Providencia hacía a Cosette, era en aquel
    instante lo que la Thénardier más odiaba en el mundo. No obstante era preciso contenerse. Las emociones
    que sentía eran más de las que podía soportar, por acostumbrada que estuviera al disimulo por el modo
    en que trataba de imitar a su marido en todas sus acciones; sin embargo, era necesario contenerse.
    Apresuróse pues a enviar a sus hijas a acostarse, y luego pidió permiso al hombre de amarillo para
    enviar también a Cosette, «que hoy se ha cansado mucho», añadió con aire maternal. Cosette fue a
    acostarse, llevándose a Catherine en brazos.
    La Thénardier iba de vez en cuando al otro extremo de la sala donde estaba su hombre, para
    ensanchar un poco el corazón, según decía. Cambiaba con su marido algunas palabras, tanto más furiosas
    cuanto que no se atrevía a decirlas en voz alta:
    —¡Vieja bestia! ¿Qué capricho le habrá picado? ¡Venir aquí a incomodarnos! ¡Querer que este
    pequeño monstruo juegue! ¡Regalarle muñecas! ¡Regalar muñecas de cuarenta francos a una perra que yo
    daría por cuarenta sueldos! ¡Y si le apurasen, puede que la llame Vuestra Majestad, como a la duquesa de
    Berry! ¿Tiene esto sentido común? ¿Está loco o rabioso este misterioso viejo?
    —¿Por qué? Es muy sencillo —replicaba el marido—. ¡Si esto le divierte! A ti te divierte que la
    pequeña trabaje, a él le divierte que juegue. Está en su derecho. Un viajero hace lo que quiere cuando
    paga. Si este viejo es un filántropo, ¿qué te importa? Si es un imbécil, no te concierne. ¿Por qué te
    mezclas en esto, puesto que tiene dinero?
    Lenguaje de dueño, y razonamiento de posadero, que no admitían réplica.
    El hombre se había acodado sobre la mesa y había recobrado su actitud de meditación. Los demás
    viajeros, mercaderes, trajineros, se habían alejado un poco, y ya no cantaban. Le miraban con una especie
    de temor respetuoso. Aquel hombre tan pobremente vestido, que sacaba de su bolsillo «ruedas traseras»
    con tanta facilidad, y que prodigaba muñecas gigantescas a muchachas harapientas, era ciertamente un
    «buen hombre» magnífico y temible.
    Transcurrieron varias horas. La misa de medianoche había terminado, la Nochebuena había pasado,
    los bebedores se habían ido, la taberna estaba cerrada, la sala baja estaba desierta, el fuego se había
    apagado y el desconocido permanecía en el mismo lugar y en la misma postura. De tanto en tanto
    cambiaba el codo sobre el cual se apoyaba. Esto era todo. Pero no había pronunciado una palabra más
    desde que Cosette ya no estaba allí.
    Sólo los Thénardier permanecían en la sala, por conveniencia y por curiosidad. «¿Es que piensa
    pasarse así la noche?», gruñía la Thénardier. Cuando sonaban las dos de la mañana, se declaró vencida y
    dijo a su marido:
    —Voy a acostarme. Haz lo que quieras.
    El marido se sentó en una mesa del rincón, encendió una vela y se dispuso a leer El correo
    francés
    [223]
    .
    Transcurrió así otra hora. El digno posadero había leído al menos tres veces el periódico, desde la
    fecha hasta el nombre del impresor. El extranjero no se movía. Thénardier se movió, tosió, escupió, se
    sonó, hizo ruido con su silla; el forastero continuó inmóvil.
    «¿Estará dormido?», pensó Thénardier. El hombre no dormía, pero nada podía despertarle. Por fin
    Thénardier sacóse su gorro y se acercó suavemente, aventurándose a decir:
    —¿El señor no va a descansar?
    No va a acostarse, le hubiera parecido excesivo y familiar. Descansar olía a lujo y era más
    respetuoso. Estas palabras tienen la propiedad misteriosa y admirable de aumentar al día siguiente por la
    mañana el total de la cuenta. Un cuarto para acostarse cuesta veinte sueldos; un cuarto para descansar
    cuesta veinte francos.
    —¡Vaya! —dijo el desconocido—, tenéis razón. ¿Dónde está vuestra cuadra?
    —Señor —dijo Thénardier con una sonrisa—, voy a conduciros.
    Tomó la luz, el hombre tomó su paquete y su bastón, y Thénardier lo llevó a una habitación del primer
    piso que era de un extraño esplendor, amueblada de caoba con una cama en forma de barco, con
    colgaduras de percal encarnado.
    —¿Qué significa esto? —dijo el viajero.
    —Es nuestra propia habitación nupcial —dijo el posadero—. Mi esposa y yo dormimos ahora en
    otra. Aquí no se entra sino tres o cuatro veces al año.
    —Lo mismo me habría importado que me dieseis la cuadra —dijo el hombre bruscamente.
    Thénardier hizo como que no oía esta reflexión poco halagüeña.
    Encendió dos velas de cera nuevas que estaban sobre la chimenea, en la que ardía un fuego bastante
    bueno.
    Sobre la chimenea, y cubierto con una tapa de cristal, había un sombrero de mujer con adornos de
    hilos de plata y flores de azahar.
    —¿Y esto qué es? —preguntó el extranjero.
    —Señor —dijo Thénardier—, es el sombrero de novia de mi mujer.







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    Mensaje por Maria Lua Vie 15 Nov 2024, 09:38

    ***
    El viajero miró el objeto con una mirada que parecía decir: «¡Ha habido pues un momento en que ese
    monstruo ha sido una virgen!»
    Por lo demás, Thénardier mentía. Cuando tomó en arriendo aquella casucha para convertirla en
    bodegón, halló aquel cuarto amueblado de aquella manera, y compró los muebles y las flores de azahar,
    juzgando que aquello haría una sombra graciosa sobre «su esposa», y daría a su casa lo que los ingleses
    llaman respetabilidad.
    Cuando el viajero se volvió, el posadero había desaparecido. Thénardier se había eclipsado
    discretamente, sin atreverse a decir buenas noches, no queriendo irritar con una cordialidad irrespetuosa
    a un hombre al que se proponía desollar regiamente a la mañana siguiente.
    El posadero se retiró a su habitación. Su mujer estaba acostada, pero no dormía. Cuando oyó los
    pasos de su marido, se volvió y le dijo:
    —¿Sabes que mañana pongo a Cosette en la calle?
    Thénardier respondió fríamente:
    —¡Cómo te lo has tomado!
    No cambiaron otras palabras, y algunos minutos más tarde su vela estaba apagada.
    Por su parte, el viajero había dejado en un rincón su bastón y su paquete. Una vez que el posadero
    hubo salido, se sentó en un sillón y permaneció pensativo por algunos instantes. Luego se sacó los
    zapatos, tomó una de las dos velas, sopló la otra, empujó la puerta y salió de la habitación, mirando a su
    alrededor como si buscara algo. Atravesó el corredor y alcanzó la escalera. Allí oyó un ruido muy dulce,
    parecido a una respiración infantil. Se dejó conducir por aquel rumor y llegó a una especie de hueco
    triangular practicado debajo de la escalera, o por mejor decir, formado por la escalera misma. Aquel
    hueco no era otra cosa sino el que quedaba naturalmente debajo de los peldaños. Allí, entre toda clase de
    viejos cestos y trastos, entre polvo y telas de araña, había una cama; si se puede llamar cama a un jergón
    de paja agujereado, y un cobertor agujereado hasta dejar ver el jergón. No tenía sábanas. Estaba
    colocado en el suelo, sobre los ladrillos. En esta cama, dormía Cosette.
    El hombre se acercó y la contempló. Cosette dormía profundamente. Estaba vestida. En invierno no
    se desnudaba para tener menos frío.
    Apretaba contra ella la muñeca, cuyos grandes ojos abiertos brillaban en la oscuridad. De vez en
    cuando, exhalaba un hondo suspiro, como si fuera a despertarse, y estrechaba la muñeca entre sus brazos
    casi convulsivamente. Al lado de su cama no había más que uno de sus zuecos.
    Una puerta abierta cerca del desván de Cosette dejaba ver un cuarto oscuro bastante grande. El
    extranjero penetró en él. Al fondo, a través de una puerta vidriera, se descubrían dos lechos gemelos muy
    blancos. Eran los de Azelma y Éponine. Detrás de aquellas camas, desaparecía a medias una cuna de
    mimbre donde dormía el pequeño que había estado gritando durante toda la velada.
    El extranjero conjeturó que aquella habitación comunicaba con la de los Thénardier. Iba a retirarse
    cuando su mirada encontró la chimenea; una de estas vastas chimeneas de posada, donde siempre hay
    poco fuego, cuando lo hay, y que da frío verlas. En ésta no había fuego, tampoco cenizas; lo que había allí
    atrajo la atención del viajero. Eran dos zapatitos de niña de forma bonita, y longitud desigual; el viajero
    recordó la graciosa e inmemorial costumbre de los niños, que ponen su calzado en la chimenea la noche
    de Navidad esperando allí en las tinieblas algún brillante regalo de un hada buena. Éponine y Azelma, no
    habían faltado a esta costumbre y habían puesto cada una su zapato en la chimenea.
    El viajero se inclinó.
    El hada, es decir, la madre, había hecho su visita, y en cada zapato veíase brillar una hermosa
    moneda de diez sueldos nuevecita.
    El hombre iba a irse cuando descubrió en un rincón del fondo, el más oscuro de la chimenea, otro
    objeto. Lo miró y reconoció un zueco, un terrible zueco de madera un poco grosero, medio roto, y todo
    cubierto de ceniza y barro seco. Era el zueco de Cosette. Cosette, con la tierna confianza de los niños que
    puede ser engañada siempre, pero nunca desanimada, había puesto ella también su zueco en la chimenea.
    La esperanza es una cosa sublime y dulce en una niña que sólo conoce la desesperación. No había
    nada en aquel zueco.
    El extranjero buscó en su chaleco, se inclinó, y puso en el zueco de Cosette un luis de oro. Luego
    volvióse a su habitación con paso de lobo.





    IX



    THÉNARDIER MANIOBRANDO



    Al día siguiente, al menos dos horas antes de que amaneciera, Thénardier, sentado junto a una mesa
    en la sala baja de la bodega, con una pluma en la mano y alumbrado por la luz de la vela, componía la
    cuenta del viajero de la levita amarilla. La mujer, de pie, medio inclinada hacia él, le seguía con la vista.
    No decía una palabra. Había por un lado una meditación profunda, y por el otro la meditación religiosa
    con la cual se mira nacer y desarrollarse una maravilla del espíritu humano. Se oía un ruido en la casa;
    era la Alondra que barría la escalera.
    Después de un buen cuarto de hora, y de haber hecho algunas raspaduras, Thénardier produjo esta
    obra maestra:
    Nota del señor del nº 1
    Cena ---- 3 francos
    Habitación ---- 10 francos
    Bujías ---- 5 francos
    Fuego ---- 4 francos
    Servicio ---- 1 francos
    Total ---- 23 francos
    Servicio, estaba escrito «servisio».
    —¡Veintitrés francos! —exclamó la mujer con un entusiasmo unido a cierta vacilación.
    Como todos los grandes artistas, Thénardier no estaba contento.
    —¡Chiss! —dijo.
    Era la actitud de Castlereagh redactando en el Congreso de Viena la nota que Francia tenía que
    pagar
    [224]
    .
    —Señor Thénardier, tienes razón, debe esto —murmuró la mujer, que pensaba en la muñeca dada a
    Cosette en presencia de sus hijas—. Es justo, pero es demasiado. No querrá pagar.
    Thénardier sonrió fríamente, y dijo:
    —Pagará.
    Esta sonrisa era la expresión suprema de la certeza y de la autoridad. Lo que así se decía, debía
    suceder infaliblemente. La mujer no insistió. Se puso a preparar las mesas; el marido empezó a dar
    paseos por la sala. Un momento más tarde, dijo:
    —¡Yo, sin embargo, debo mil quinientos francos!
    Fue a sentarse junto a la chimenea, meditando con los pies metidos en las cenizas calientes.
    —¡Ah! —continuó la mujer—; no olvides que hoy pongo a Cosette de patas en la calle: ¡monstruo!
    ¡Me come el corazón con su muñeca! ¡Preferiría casarme con Luis XVIII a tenerla en casa un día más!



    358
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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 7 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Sáb 16 Nov 2024, 08:30

    ***




    Thénardier encendió su pipa, y respondió entre dos bocanadas:
    —Entregarás esta cuenta al hombre.
    Luego salió.
    Apenas había puesto el pie fuera de la sala cuando entró el viajero.
    Thénardier volvió a aparecer al momento detrás de él, y permaneció inmóvil en la puerta
    entreabierta, visible sólo para su mujer.
    El hombre de amarillo llevaba en la mano su bastón y su paquete.
    —¿Tan pronto levantado? —dijo la Thénardier—. ¿Es que el señor nos deja ya?
    Mientras hablaba así, daba vueltas a la nota que tenía en las manos, haciéndole pliegues con las uñas.
    Su rostro duro ofrecía un matiz que no le era habitual, la timidez y el escrúpulo.
    Presentar una nota semejante a un hombre que tenía todo el aspecto de un «pobre» le parecía una cosa
    impropia.
    El viajero parecía preocupado y distraído. Respondió:
    —Sí, señora, me voy.
    —El señor, ¿no tenía negocios en Montfermeil?
    —No; estoy de paso por aquí. Esto es todo. Señora —añadió—, ¿qué es lo que debo?
    La Thénardier, sin responder, le tendió la nota doblada.
    El hombre desplegó el papel, lo miró, pero su atención estaba visiblemente en otra parte.
    —Señora —continuó—, ¿hacéis buenos negocios en Montfermeil?
    —Así, señor —respondió la Thénardier estupefacta al no observar otra clase de explosión. Y
    prosiguió con un acento elegiaco y lastimero—: ¡Oh, señor, los tiempos son muy duros! ¡Y tenemos tan
    pocos burgueses por aquí! Ya lo habéis visto, es toda gente sencilla. ¡Si no tuviéramos de vez en cuando
    algún viajero generoso y rico como el señor! Tenemos muchas cargas. Mirad, esta chiquilla nos cuesta un
    ojo de la cara.
    —¿Qué chiquilla?
    —Ya sabéis, Cosette, la Alondra, como la llaman aquí.
    —¡Ah! —dijo el hombre.
    Ella continuó:
    —¡Qué estúpidos son estos aldeanos con sus sobrenombres! Más bien parece un murciélago que una
    alondra. Ya lo veis, señor, nosotros no pedimos limosna, pero tampoco podemos darla. No ganamos nada,
    y tenemos mucho que pagar. La patente, los impuestos, la contribución de puertas y ventanas. Ya sabéis
    que el Gobierno pide mucho dinero. Y luego están mis hijas. No necesito alimentar a los hijos de los
    demás.
    El hombre continuó con una voz que se esforzaba en parecer indiferente, y en la cual había un
    estremecimiento:
    —¿Y si os desembarazaseis de ella?
    —¿De quién? ¿De Cosette?
    —Sí.
    La faz rojiza y violenta de la tabernera se iluminó con una expresión odiosa.
    —¡Ah, señor! ¡Mi buen señor! Tomadla, quedaos con ella, lleváosla, conservadla en azúcar;
    bebéosla, coméosla, y seáis bendito de la Virgen Santísima y de todos los santos del paraíso.
    —Está dicho.
    —¿De veras? ¿Os la lleváis?
    —Me la llevo.
    —¿Ahora?
    —Ahora mismo. Llamad a la niña.
    —¡Cosette! —gritó la Thénardier.
    —Mientras espero —prosiguió el hombre—, voy a pagaros mi cuenta. ¿Cuánto es?
    Echó una ojeada a la cuenta y no pudo reprimir un movimiento de sorpresa.
    —¡Veintitrés francos! —Miró a la tabernera, y repitió—: ¿Veintitrés francos?
    En la pronunciación de estas palabras repetidas así había el acento que separa la admiración de la
    interrogación.
    La Thénardier había tenido tiempo de prepararse para el choque. Respondió pues con seguridad:
    —¡Caramba! ¡Sí, señor! Veintitrés francos.
    El viajero dejó cinco piezas de cinco francos sobre la mesa.
    —Id a buscar a la pequeña —dijo.
    En aquel momento, Thénardier se adelantó en medio de la sala, y dijo:
    —El señor no debe más que veintiséis sueldos.
    —¡Veintiséis sueldos! —exclamó la mujer.
    —Veintiséis sueldos por la habitación y seis sueldos por la cena. En cuanto a la pequeña, tengo
    necesidad de hablar un poco con el señor. Déjanos solos, mujer.
    La Thénardier experimentó uno de esos deslumbramientos que producen los rasgos imprevistos del
    talento. Diose cuenta de que el gran actor entraba en escena, no replicó una sola palabra y salió.
    Cuando se quedaron solos, Thénardier ofreció una silla al viajero. El viajero se sentó; Thénardier se
    quedó de pie, y su rostro tomó una singular expresión de bondad y sencillez.
    —Señor —dijo—, mirad, yo adoro a esa niña.
    El viajero le miró fijamente.
    —¿Qué niña?
    Thénardier continuó:
    —¡Es cosa singular!, pero no puede uno remediarlo; cuando se apasiona uno por una persona… ¿Qué
    es todo este dinero? Guardaos vuestras monedas de cien sueldos. Es una niña a la que adoro.
    —¿A quién adoráis? —preguntó el extranjero.
    —¡Ya lo oís, a nuestra pequeña Cosette! ¿No queríais llevárosla? Pues bien, hablo francamente; tan
    cierto como que sois un hombre honrado, no puedo consentir en ello. La echaría de menos. La he visto
    desde muy pequeña. Es verdad que nos cuesta dinero, es verdad que tiene defectos, es verdad que no
    somos ricos, es verdad que yo he pagado más de cuatrocientos francos en medicinas por sus
    enfermedades. Pero es preciso hacer algo por Dios. No tiene ni padre ni madre, yo la he educado. Tengo
    pan para ella y para mí. En fin, yo quiero a esta niña. Ya comprendéis: uno toma afecto a las personas; yo
    tengo más corazón que cabeza, la quiero; mi mujer tiene el genio vivo, pero también la quiere. Ya veis, la
    tenemos como a una hija. No podemos dejar de oír su charla infantil en nuestra casa.
    El viajero, seguía mirándole fijamente. Thénardier continuó:
    —Perdonad, señor, pero no se da a un hijo así como así, en un instante, al primero que llega. ¿No es
    verdad que tengo razón? Además, no digo que no, sois rico, parecéis bueno, y si fuera por su felicidad…pero yo necesitaría saber… ¿me entendéis? Supongamos que yo la dejara ir, y me sacrificase; quisiera
    saber adónde la lleváis; quisiera no perderla de vista, saber a casa de quién va, para ir a verla de vez en
    cuando, y que supiese que su buen padre que la ha criado vela por ella. En fin, hay cosas que no son
    posibles. Yo no sé siquiera vuestro nombre. Si os la lleváis, pensaría: «¿Y la Alondra? ¿Adónde ha
    ido?». Por lo menos necesitaría ver algún pedazo de papel, una muestra de vuestro pasaporte…
    El desconocido, sin dejar de mirarle, con esa mirada que penetra por decirlo así hasta el fondo de la
    conciencia, le respondió con acento grave y firme:
    —Señor Thénardier, para ir a cinco leguas de París, no se lleva pasaporte. Si me llevo a Cosette, me
    la llevaré, y nada más. Vos no sabréis mi nombre, no sabréis mi dirección, ni dónde estará ella, y mi
    intención es que no vuelva a veros en su vida. Rompo el grillete que tiene en el pie, y se va. Os conviene,
    ¿sí o no?
    Del mismo modo que los demonios y los genios reconocen por ciertas señales la presencia de un
    Dios superior, Thénardier comprendió que tenía que habérselas con alguien muy fuerte. Fue como una
    intuición; lo comprendió con su prontitud neta y sagaz. La víspera, mientras bebía con los trajineros,
    mientras fumaba, mientras cantaba coplas obscenas, había pasado la velada observando al viajero,
    vigilándole como un gato, y estudiándole como un matemático. Había espiado al hombre, a la vez, por
    propia cuenta, por el placer y por el instinto, y como si le hubieran pagado para ello. Ni un gesto, ni un
    movimiento del hombre de la levita amarilla se le había escapado. Incluso antes de que el desconocido
    manifestara tan claramente su interés por Cosette, Thénardier lo había adivinado. Había sorprendido las
    miradas profundas de aquel viejo convergiendo siempre en la niña. ¿Por qué este interés? ¿Quién era este
    hombre? ¿Por qué, teniendo tanto dinero en el bolsillo, llevaba un traje tan miserable? Preguntas que se
    planteaba sin poder resolverlas y se irritaba. Había pensado en ello toda la noche. No podía ser el padre
    de Cosette. ¿Era algún abuelo? ¿Entonces por qué no darse a conocer inmediatamente? Cuando se tiene un
    derecho, se muestra. Este hombre, evidentemente, no tenía derecho a llevarse a Cosette. Entonces, ¿quién
    era? Thénardier se perdía en suposiciones. Lo entreveía todo, y no veía nada. Como quiera que fuese,
    entablando conversación con aquel hombre, seguro como estaba de que había un secreto en todo esto,
    seguro de que el hombre estaba interesado en permanecer en el anonimato, sentíase fuerte; pero ante la
    respuesta clara y firme del viajero, cuando vio que el misterioso personaje era realmente misterioso, se
    sintió débil. No se esperaba una cosa igual. Fue la derrota de sus conjeturas. Reunió sus ideas, pesó todo
    en un segundo. Thénardier era uno de esos hombres que juzgan una situación de una ojeada. Calculó que
    era el momento de ir derecho y pronto al asunto. Hizo como los grandes capitanes en el instante decisivo
    que sólo ellos reconocen; descubrió bruscamente su batería.
    —Señor —dijo—, necesito mil quinientos francos.
    El extranjero tomó de su bolsillo una cartera vieja de cuero negro, la abrió y sacó tres billetes de
    banco que dejó sobre la mesa. Luego apoyó su largo pulgar sobre esos billetes y dijo al tabernero:
    —Haced venir a Cosette.
    Mientras sucedía esto, ¿qué hacía Cosette?
    Cosette, al despertarse, había corrido a su zueco. Había encontrado allí la moneda de oro. No era un
    napoleón, era una de las monedas de veinte francos completamente nuevas de la Restauración, sobre cuya
    cara, la pequeña cola prusiana había reemplazado a la corona de laurel. Cosette quedó deslumbrada. Su
    destino empezaba a embriagarla. No sabía lo que era una moneda de oro, no la había visto jamás; la
    escondió rápidamente en el bolsillo como si la hubiera robado. Sin embargo, sentía que aquello era
    completamente suyo, adivinaba de dónde procedía el regalo, pero sentía una especie de alegría llena de
    miedo. Estaba contenta; pero estaba sobre todo estupefacta. Aquellas cosas tan magníficas no le parecían
    reales. La muñeca le daba miedo, la moneda le daba miedo. Temblaba vagamente ante estas
    magnificencias. Sólo el desconocido no le asustaba; al contrario, la tranquilizaba. Desde la víspera, a
    través de su admiración, a través de su sorpresa, pensaba en su espíritu de niña en aquel hombre que
    parecía viejo, y tan pobre y tan triste, y que era tan rico y tan bueno. Desde que había encontrado a aquel
    hombre en los bosques, todo había cambiado para ella. Cosette, menos feliz que la más pequeña
    golondrina del cielo, no había sabido nunca lo que era refugiarse a la sombra de una madre y bajo sus
    alas. Hacía cinco años, es decir, tan remotamente como podían remontarse sus recuerdos, la pobre niña
    no hacía más que temblar y estremecerse. Había estado siempre desnuda, bajo el rudo cierzo de la
    desgracia; ahora le parecía que estaba vestida. En otro tiempo, su alma tenía frío; ahora sentía calor.
    Cosette no tenía ya tanto miedo a la Thénardier; ya no estaba sola, había alguien que velaba por ella.
    Se había puesto en seguida a trabajar como todas las mañanas. Aquel luis que tenía consigo, en el
    mismo bolsillo de su delantal, de donde el día anterior se le había caído la moneda de quince sueldos, la
    tenía distraída. No se atrevía a tocarlo, pero cada cinco minutos lo contemplaba, y es preciso decirlo,
    con la lengua fuera. Mientras barría la escalera, se paraba de cuando en cuando y permanecía inmóvil,
    olvidando su escoba y el universo entero, ocupada en ver brillar aquel astro en el fondo de su bolsillo.
    Fue en una de estas contemplaciones, cuando la Thénardier se acercó a ella. Había ido a buscarla por
    orden de su marido. Cosa inaudita, no le dio ningún golpe, ni le dijo una sola injuria.
    —Cosette —le dijo casi con dulzura—, ven ahora mismo.
    Un instante después, entraba Cosette en la sala.
    El extranjero tomó el paquete que había traído y lo desató. Aquel paquete contenía un vestidito de
    lana, un delantal, una almilla de fustán, un jubón, un chal, medias de lana, zapatos… un vestido completo
    para una niña de ocho años. Todo de color negro.
    —Hija mía —dijo el hombre—, toma esto y ve a vestirte.
    Amanecía cuando los habitantes de Montfermeil que empezaban a abrir sus puertas vieron pasar por
    el camino de París un buen hombre pobremente vestido, llevando de la mano a una niña vestida de luto,
    que llevaba una gran muñeca rosa en sus brazos. Se dirigían hacia Livry.
    Eran nuestro hombre y Cosette.
    Nadie conocía al hombre; como Cosette ya no iba vestida con harapos, muchos tampoco la
    reconocieron.
    Cosette se marchaba. ¿Con quién? Lo ignoraba. ¿Adónde? No lo sabía. Todo lo que sabía era que
    dejaba tras ella la taberna Thénardier. Nadie había pensado en decirle adiós, ni ella en decir adiós a
    nadie. Salía de aquella casa odiada, y odiando. ¡Pobre ser cuyo corazón hasta entonces no había
    experimentado sino los dolores de la opresión!
    Cosette andaba gravemente, abriendo sus grandes ojos y mirando al cielo. Había puesto su luis en el
    bolsillo de su delantal nuevo. De vez en cuando, se inclinaba y le echaba una mirada, luego miraba al
    buen hombre. Sentía algo así como si se encontrase cerca de Dios.




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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 7 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Sáb 16 Nov 2024, 08:31

    ***

    X


    EL QUE BUSCA LO MEJOR PUEDE HALLAR LO PEOR


    La Thénardier, según su costumbre, había dejado obrar a su marido. Esperaba grandes
    acontecimientos. Cuando el hombre y Cosette se hubieron marchado, Thénardier dejó transcurrir un
    cuarto de hora, luego la llamó aparte, y le mostró los mil quinientos francos.
    —¡Nada más que esto! —dijo la mujer.
    Era la primera vez, desde el principio de su unión, que se atrevía a criticar la acción del dueño. El
    golpe fue certero.
    —Tienes razón —dijo—, soy un imbécil. Dame mi sombrero.
    Dobló los tres billetes de banco, los metió en su bolsillo y salió apresuradamente, pero se equivocó,
    y tomó primero el camino de la derecha. Algunos coches con los que se informó le llevaron a reparar su
    error; habían visto a la Alondra y al hombre dirigiéndose hacia Livry. Siguió estas indicaciones, andando
    a grandes pasos y hablando consigo mismo.
    «Este hombre es, evidentemente, un millonario vestido de amarillo, y yo soy un animal. Primero ha
    dado veinte sueldos, luego veinte francos, luego cincuenta, y luego mil quinientos, y siempre con la
    misma facilidad. Hubiera dado hasta quince mil francos. Pero lo atraparé.
    »Y luego ese paquete de ropas preparadas de antemano para la pequeña, es muy extraño; hay muchos
    misterios aquí. No se suelta a los misterios cuando se tienen al alcance de la mano. Los secretos de los
    ricos son como esponjas empapadas de oro; es preciso saber exprimirlas».
    Todos estos pensamientos bullían en su cerebro. «Soy un animal», se decía.
    Cuando se sale de Montfermeil y se alcanza el recodo que lleva al camino de Livry, se ve este camino
    alejarse por la llanura. Al llegar allí, calculó que debía descubrir al hombre y a la pequeña. Miró hasta
    tan lejos como su vista pudo alcanzar, y no vio nada. Volvió a informarse. Sin embargo, perdía tiempo.
    Algunos le dijeron que el hombre y la niña que buscaba se habían dirigido hacia el bosque de Gagny.
    Apresuró el paso en esa dirección. Le llevaban la delantera, pero un niño anda lentamente, y él iba de
    prisa. Además, la región le era conocida.
    «Hubiera debido coger mi fusil», se dijo.
    Thénardier era una de esas naturalezas dobles que a veces pasan cerca de nosotros sin que lo
    sepamos y desaparecen sin que se les haya conocido, porque el destino nos muestra sólo un lado. La
    suerte de algunos hombres consiste en vivir así, medio sumergidos. En una situación tranquila y llana,
    Thénardier tenía todo lo que se necesitaba para representar, no digamos para ser, lo que se ha convertido
    en llamar un comerciante honrado, un buen ciudadano. Al mismo tiempo, dadas ciertas circunstancias, y
    viniendo acontecimientos a sacudir las capas inferiores de su naturaleza, tenía todo lo necesario para ser
    un criminal. Era un posadero en el cual había algo de monstruo. Satanás debía acurrucarse en ciertos
    momentos en algún rincón del tabuco donde vivía Thénardier, y reflexionar ante aquella obra maestra de
    perversidad. Tras un instante de duda, se dijo que si iba a coger su fusil tendrían tiempo de escapar.
    Y continuó su camino, andando apresuradamente, y casi con aire de certeza, con la sagacidad de la
    zorra olfateando una bandada de perdices.
    En efecto, cuando pasó los estanques y atravesó oblicuamente el gran claro que está a la derecha de
    la avenida de Bellevue al llegar a la avenida de césped que rodea casi toda la colina y que cubre la
    bóveda del antiguo canal de las aguas de la abadía de Chelles, descubrió por encima de un matorral un
    sombrero sobre el cual había hecho ya muchas conjeturas. Era el sombrero del hombre. El matorral era
    bajo. Thénardier comprendió que el hombre y Cosette estaban allí sentados. No se veía a la niña a causa
    de su pequeñez, pero se descubría la cabeza de la muñeca.
    Thénardier no se engañaba. El hombre se había sentado allí para dejar a Cosette que descansase un
    poco. El tabernero dio vuelta al matorral, y apareció ante los que buscaba.
    —Perdonad, señor —dijo casi sin aliento—, pero aquí tenéis los mil quinientos francos. —Y
    mientras hablaba así, tendía al viajero los tres billetes. El hombre levantó la mirada.
    —¿Qué significa esto?
    Thénardier respondió respetuosamente:
    —Señor, esto significa que vuelvo a quedarme con Cosette.
    Cosette se estremeció, y se apretó contra el hombre.
    Este respondió mirando a Thénardier al fondo de sus ojos y espaciando las sílabas:
    —¿Volvéis a quedaros con Cosette?
    —Sí, señor, la vuelvo a tomar. He reflexionado. Yo, francamente, no tengo derecho a dárosla. Soy un
    hombre honrado como veis. Esta pequeña no me pertenece, pertenece a su madre. Es su madre quien me
    la ha confiado, y no puedo devolverla más que a su madre. Me diréis: pero su madre ha muerto. Bien. En
    este caso no puedo devolver a la niña más que a una persona que me trajera un escrito firmado por la
    madre según el cual debo entregar a la niña a esa persona. Está claro.
    El hombre, sin responder, buscó en su bolsillo y Thénardier vio reaparecer la cartera. El tabernero se
    estremeció de alegría.
    «¡Bien! —pensó—. Tengámonos firmes. ¡Va a sobornarme!»
    Antes de abrir la cartera, el viajero echó una mirada a su alrededor. El lugar estaba desierto. No
    había un alma ni en el bosque ni en el valle. El hombre abrió la cartera y sacó de ella, no el puñado de
    billetes de banco que esperaba Thénardier, sino un simple papel que desplegó y presentó al tabernero
    diciendo:
    —Tenéis razón. Leed.
    Thénardier cogió el papel y leyó:
    Montreuil-sur-Mer, 25 de marzo de 1823
    Señor Thénardier:
    Entregaréis a Cosette al dador. Se os pagarán todas las pequeñas deudas.
    Tengo el honor de saludaros con mi consideración.
    Fantine
    —¿Conocéis esta firma? —dijo el hombre.
    Era la firma de Fantine. Thénardier la reconoció.
    No tenía nada que replicar. Sentía dos violentos despechos, el despecho de renunciar al soborno que
    esperaba y el despecho de ser vencido. El hombre añadió:
    —Podéis quedaros con este papel, para vuestro descargo.
    Thénardier se replegó en buen orden.
    —Esta firma está bastante bien imitada —murmuró entre dientes—. En fin, ¡sea!
    Luego intentó un esfuerzo desesperado.
    —Señor, está bien, puesto que sois la persona enviada por la madre. Pero es preciso que me paguéis
    todo lo que se me debe, que no es poco.
    El hombre se puso en pie y dijo, quitándose al mismo tiempo con los dedos el polvo de sus raídas
    mangas:
    —Señor Thénardier, en enero, la madre contaba que os debía ciento veinte francos; en febrero le
    enviasteis una nota de quinientos francos; en febrero recibisteis trescientos francos, y trescientos francos
    a principios de marzo. Desde entonces han transcurrido nueve meses a quince francos, según precio
    convenido son en total ciento treinta y cinco francos. Habéis recibido cien francos de más. Se os quedaba
    a deber, por consiguiente, treinta y cinco francos. Y os acabo de dar mil quinientos.
    Thénardier experimentó lo que experimenta el lobo cuando se ve mordido y cogido en los dientes de
    acero del cepo.
    «¿Quién es este diablo de hombre?», dijo para sí.
    Hizo lo que el lobo, dio una sacudida. La audacia le había salido bien ya una vez.
    —Señor Fulano —dijo resueltamente, y dejando esta vez a un lado todo respeto—, me volveré a
    quedar con Cosette o me daréis mil escudos.
    El extranjero dijo tranquilamente:
    —Ven, Cosette.
    Tomó a la niña de la mano izquierda y con la derecha recogió su bastón que estaba en el suelo.
    Thénardier observó la enormidad del garrote y la soledad del sitio.
    El hombre se internó en el bosque con la niña, dejando al tabernero inmóvil y sin saber qué hacer.
    Mientras se alejaban, Thénardier examinaba los anchos hombros un poco encorvados, y los gruesos
    puños.
    Luego, mirándose a sí mismo, vio sus delgados brazos y sus manos mezquinas. «Vamos, soy
    verdaderamente una bestia —pensó— por no haber tomado mi fusil, ¡puesto que iba de caza!»
    Sin embargo, no se dio por vencido.
    Quería saber adonde iban y se puso a seguirlos a cierta distancia. Le quedaban dos cosas en su poder;
    una ironía: el pedazo de papel firmado por Fantine, y un consuelo: los mil quinientos francos.
    El hombre se llevaba a Cosette en dirección a Livry y Bondy. Andaba lentamente, con la cabeza baja,
    en una actitud de reflexión y de tristeza. El invierno había dejado el bosque tan despojado de hojas, que
    Thénardier no los perdía de vista ni un instante, a pesar de ir a bastante distancia. De vez en cuando, el
    hombre se volvía y miraba si le seguían. De pronto vio a Thénardier y entró bruscamente con Cosette en
    una espesura donde los dos podían ocultarse.
    —¡Diantre! —exclamó Thénardier. Y redobló el paso.
    La espesura de la maleza le había obligado a acercarse a ellos. Cuando el hombre estuvo en lo más
    espeso, se volvió. Thénardier procuró ocultarse entre las ramas, pero no pudo impedir que el hombre le
    viera. Este le dirigió una mirada inquieta, después se encogió de hombros y continuó su camino. El
    posadero se puso a seguirle. Así anduvieron doscientos o trescientos pasos. De pronto el hombre volvió
    la cabeza, y vio al posadero. Pero esta vez le miró con aire tan amenazador que Thénardier juzgó inútil ir
    más adelante, y volvió sobre sus pasos.










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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 7 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Sáb 16 Nov 2024, 08:34

    ***

    XI



    REAPARECE EL NÚMERO 9430 Y COSETTE GANA A LA LOTERÍA



    Jean Valjean no había muerto.
    Al caer al mar, o mejor dicho, al arrojarse a él, estaba, como se ha visto, sin cadena ni grilletes.
    Nadó entre dos aguas hasta que llegó a un navío anclado, al cual estaba amarrada una embarcación.
    Encontró medios de esconderse en esta embarcación hasta la noche. Entonces, se echó otra vez al agua y
    alcanzó la costa a poca distancia del cabo Brun. Allí, como no era dinero lo que le faltaba, pudo
    procurarse vestidos. Una modistilla de los alrededores de Balaguier era entonces la encargada de
    proporcionar el vestuario a los forzados evadidos, especialidad lucrativa. Luego, Jean Valjean, como
    todos los tristes fugitivos que tratan de despistar la vigilancia de la ley y la fatalidad social, siguió un
    itinerario oscuro y ondulante. Encontró un primer asilo en Pradeaux, cerca de Beausset. Luego se dirigió
    hacia Grand-Villard, cerca de Briançon, en los Hautes-Alpes. Huida oscura y llena de zozobra, camino
    de topos, y cuyos ramales son desconocidos. Más tarde ha sido posible encontrar huellas de su paso en el
    Ain, en el territorio de Civrieux, en los Pirineos, en Accons, en el lugar llamado Granja de Doumecq,
    cerca de la aldea de Chavailles, y en los alrededores de Périgueux, en Brunies, cantón de la ChapelleGonaguet. Llegó a París. Acabamos de verle en Montfermeil.
    Su primer cuidado al llegar a París había sido comprar los vestidos de luto para una niña de siete a
    ocho años, y luego procurarse un alojamiento. Una vez hecho esto, se había dirigido a Montfermeil.
    Se recordará que ya en su precedente evasión había hecho por allí o por las inmediaciones un viaje
    misterioso del cual la justicia tuvo algún indicio.
    Por lo demás, se le creía muerto, y aquello espesaba aún más la oscuridad que se había hecho sobre
    él. En París, llegó a su poder uno de los periódicos en los que se consignaba el hecho, con lo cual se
    sintió más tranquilo, y casi en paz, como si hubiese muerto realmente.
    La noche misma del día en que sacó a Cosette de las garras de los Thénardier, regresó a París, donde
    llegó a la caída de la noche con la niña, por la barrera de Monceaux. Allí subió a un coche de alquiler
    que le condujo a la explanada del Observatoire. Descendió, pagó al cochero, tomó a Cosette de la mano y
    los dos, en medio de la oscuridad de la noche, por las desiertas calles inmediatas al Our-cine y la
    Glaciére, se dirigieron hacia el bulevar del Hospital.
    El día había sido extraño y lleno de emociones para Cosette; habían comido tras los matorrales pan y
    queso comprados en las tabernas aisladas, habían cambiado a menudo de coche y hecho a pie algunos
    trechos de camino; ella no se quejaba, pero estaba fatigada, y Jean Valjean se dio cuenta, porque la mano
    de la pobre niña tiraba de él al andar. La tomó en sus brazos; Cosette, sin soltar a Catherine, apoyó la
    cabeza en el hombro de Jean Valjean y se durmió.






    LIBRO CUARTO


    EL TUGURIO GORBEAU





    I



    MAESE GORBEAU




    Hace cuarenta años, el paseante que se aventuraba a ir por los barrios perdidos de la Salpétriére, y
    que subía por el bulevar
    [225]
    , hasta la barrera de Italia, llegaba a lugares donde se hubiese podido decir
    que desaparecía París.
    No estaban desiertos, pues había transeúntes; no era el campo, porque había calles y casas; no era una
    ciudad, porque las calles tenían baches como las carreteras y la hierba crecía en ellos; no era tampoco un
    pueblo, porque las casas eran demasiado altas. ¿Qué era, pues? Era un lugar desierto donde había gente;
    era un bulevar de la gran ciudad, una calle de París, más pavorosa de noche que una selva, y más triste de
    día que un cementerio.
    Era el viejo barrio del Mercado de Caballos.
    Si el viajero se arriesgaba a ir más allá de las cuatro paredes ruinosas de este Mercado de Caballos,
    si consentía siquiera en pasar la calle del Petit-Banquier
    [226]
    , después de haber dejado a su derecha un
    corral cercado por altas tapias, luego un prado donde se elevaban montones de materias para curtidos
    parecidos a barracas de castores gigantescos, luego un cercado lleno de madera de construcción, con
    montones de troncos, virutas, sobre las cuales ladraba un enorme perro, luego una larga pared baja en
    ruinas, con una puertecita negra y enlutada, cargada de musgo, que se llenaba de flores en primavera; por
    fin, en lo más desierto, un horrible y decrépito edificio sobre el cual podía leerse en gruesos caracteres:
    «Prohibido fijar carteles», este paseante aventurero llegaba a la esquina de la calle de las Vignes-SaintMarcel, latitudes poco conocidas
    [227]
    . Allí, cerca de una fábrica, y entre dos tapias de jardín, se veía en
    aquel tiempo una casa que, a la primera ojeada, parecía pequeña como una choza, y que, en realidad, era
    grande como una catedral. La fachada que daba a la vía pública correspondía a la parte lateral del
    edificio, y de ahí su exigüidad aparente. Casi toda la casa estaba oculta. Sólo se veía de ella la puerta y
    una ventana.
    Esta casa, no tenía más que un piso.
    Al examinarla, lo que ante todo llamaba la atención era que aquella puerta no había podido ser nunca
    más que la puerta de un tabuco, mientras que la ventana, si hubiese estado abierta en la misma piedra en
    vez de estarlo en el ripio, habría podido ser la ventana de un palacio.
    La puerta no era sino un conjunto de tablas carcomidas, groseramente unidas por medio de travesaños
    parecidos a pedazos de leño mal cuadrados. Esta puerta daba a una escalera raída de altos escalones
    llenos de barro, yeso y polvo, y de la misma anchura que la puerta, escalera que desde la calle se veía
    subir recta como una escala y desaparecer en la sombra, entre dos paredes. El dintel informe de esta
    puerta estaba cubierto de una estrecha tabla en medio de la cual había sido abierto un agujero triangular
    que servía a la vez de tragaluz y ventanillo cuando la puerta estaba cerrada. En él se había escrito con
    tinta, y en dos brochazos, el número 52, y por encima del ventanillo, el mismo pincel había pintarrajeado
    el número 50; de modo que el transeúnte no sabía a punto fijo dónde se encontraba. Si miraba sobre la
    puerta, creía hallarse en el número 50; si miraba la puerta veía el número 52. Varios trapos indefinibles
    del color del polvo pendían como colgaduras del agujero triangular.
    La ventana era ancha, bastante elevada, adornada de persianas y vidrieras de grandes cristales; sólo
    que estos cristales tenían varias heridas, a la vez escondidas y denunciadas, gracias a un vendaje
    ingenioso de papel; y las persianas, dislocadas y desunidas, más amenazaban a los transeúntes que
    resguardaban a los inquilinos. Las pantallas horizontales faltaban aquí y allá, y estaban cándidamente
    reemplazadas por planchas clavadas perpendicularmente; de modo que aquello empezaba en persiana y
    terminaba en postigo.
    Aquella puerta que tenía un aspecto inmundo, y aquella ventana que tenía un aspecto decente, aunque
    deteriorada, vistas así, en la misma casa, hacían el efecto de dos mendigos desiguales que marchasen uno
    al lado del otro, con dos trazas distintas bajo iguales harapos, habiendo sido uno siempre mendigo y el
    otro, en sus tiempos, caballero.
    La escalera conducía a un cuerpo de edificio bastante vasto, que se parecía a un cobertizo del cual
    hubieran hecho una casa. Este edificio tenía por tubo intestinal un largo corredor, en el que se abrían, a
    derecha y a izquierda, especies de compartimientos de dimensiones variadas, habitables, si no quedaba
    más remedio, y más bien parecidos a tiendas que a celdas. Estas habitaciones recibían luz de los solares
    de las inmediaciones. Todo aquello era oscuro, pálido, triste, melancólico, sepulcral, y todas las
    habitaciones recibían rayos de luz o brisas heladas, según que las hendiduras estuvieran en el techo o en
    la puerta. Una particularidad interesante y pintoresca de este tipo de alojamiento es la enorme magnitud
    de las arañas.
    A la izquierda de la puerta de entrada, que daba al bulevar, y a la altura de un hombre, una buhardilla
    que había sido tapada formaba un nicho cuadrado lleno de las piedras que los chiquillos arrojaban al
    pasar por allí.
    Una parte de este edificio ha sido demolido últimamente. Lo que queda de él puede aún dar fe de lo
    que había sido. Todo ello, en su conjunto, sólo tendrá un centenar de años. Cien años son la juventud de
    una iglesia y la vejez de una casa. Parece que el alojamiento del hombre participa de su brevedad, y el
    alojamiento de Dios, de su eternidad.
    Los empleados de Correos llamaban a esta covacha el número 50-52; pero en el barrio era conocida
    con el nombre de casa Gorbeau.
    Digamos de dónde procedía este apelativo.
    Los compiladores de sucesos menudos, que se que se convierten en herbolarios de anécdotas, y que
    fijan con un alfiler en su memoria las fechas fugaces, saben que en París había en el último siglo, hacia
    1770, dos procuradores del Chátelet, llamados el uno Corbeau, y el otro Renard, dos nombres previstos
    en las fábulas de La Fontaine
    [228]
    . La ocasión era demasiado buena para no dar lugar a burlas y chacotas.
    La parodia corrió en seguida por las galerías del Palacio de Justicia:


    De un proceso en la rama,
    muy ufano y contento,
    ejecutoria en pico
    estaba el señor Cuervo.
    De olor atraído
    un Zorro muy maestro…






    cont.
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    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 7 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Sáb 16 Nov 2024, 08:36

    ***
    Los dos honrados agentes, incomodados por los epigramas, y contrariados en su vanidad por las
    risotadas que los seguían, resolvieron desembarazarse de sus apellidos, y tomaron el partido de dirigirse
    al rey. La súplica fue presentada a Luis XV, en ocasión en que dos altos personajes, devotamente
    arrodillados, calzaban cada uno con una chinela, en presencia de Su Majestad, los pies desnudos de la
    Dubarry al salir del lecho. El rey, que estaba risueño, continuó riendo; pasó naturalmente de los dos
    obispos a los dos procuradores, y los dispensó de sus nombres o poco menos. Su Majestad permitió a
    maese Corbeau que añadiese una cola a su inicial, y se llamara Gorbeau; en cuanto a maese Renard, fue
    menos feliz; no pudo obtener sino la licencia de poner una P delante de su R, y llamarse Prenard; de
    suerte que este segundo nombre no se prestaba menos al epigrama que el primero.
    Ahora bien, según la tradición local, maese Gorbeau había sido propietario del edificio número 50-
    52 del bulevar del Hospital, e incluso era el autor de la ventana monumental.
    De ahí el haberle puesto el nombre de casa Gorbeau.
    Frente al número 50-52 se levanta, entre las plantaciones del bulevar, un gran olmo, muerto en sus
    tres cuartas partes casi enfrente, empezaba la calle de los Gobelins
    [229]
    , calle entonces desprovista de
    casas, sin pavimentar, plantada con árboles mezquinos, verde o fangosa según la estación, y que
    desemboca precisamente junto al muro que rodeaba París. De los tejados de una fábrica inmediata, salían
    bocanadas de humo que despedían un olor de caparrosa.
    La barrera estaba muy cerca. En 1823, el muro que cerraba el recinto de París existía aún.
    La barrera misma suscitaba en el ánimo ideas funestas: era el camino de Bicétre. Por allí, en tiempos
    del Imperio y de la Restauración, regresaban a París los condenados a muerte el día de su ejecución. Fue
    allí donde se cometió en 1829 aquel misterioso asesinato llamado «de la barrera de Fontainebleau»,
    cuyos autores no pudo descubrir la justicia, problema fúnebre que ha permanecido envuelto en las
    sombras del misterio, enigma horrible que no ha sido descifrado. Algunos pasos más allá se encuentra la
    calle fatal de Croulebarbe, donde Ulbach apuñaló a la cabrera de Ivry, en medio del ruido del trueno,
    como en un melodrama. Algunos pasos más lejos, se llega a los abominables olmos descabezados de la
    barrera de Saint-Jacques
    [230]
    , este expediente de los filántropos para ocultar el cadalso, esta mezquina y
    vergonzosa plaza de Gréve, compuesta de una sociedad tenderil y burguesa que ha retrocedido ante la
    pena de muerte, no atreviéndose ni a aboliría con grandeza ni a conservarla con autoridad.
    Hace treinta y siete años, prescindiendo de esta plaza de Saint-Jacques, que estaba como
    predestinada y que ha sido siempre horrible, el punto tal vez más triste de todo este bulevar, era el sitio,
    tan poco atractivo hoy, donde se encontraba la casa número 50-52.
    Las casas de la clase burguesa no empezaron a edificarse allí hasta veinticinco años más tarde. El
    lugar era lúgubre: por las ideas fúnebres que despertaba, el transeúnte conocía que se hallaba entre la
    Salpétriére, cuya cúpula veía, y Bicétre, cuya barrera casi tocaba; es decir, entre la locura de la mujer y
    la locura del hombre. Por lejos que la vista se extendiese, no se veían más que los mataderos, el muro de
    circunvalación y algunas raras fachadas de fábricas parecidas a cuarteles o monasterios; por todas partes
    barracas y casuchas de yeso, paredes negras como mortajas, o nuevas y blancas como sudarios; por todas
    partes hileras de árboles paralelos, edificios tirados a cordel, construcciones uniformes, largas filas frías
    y la tristeza lúgubre de los ángulos rectos. Ni un accidente del terreno, ni un capricho de arquitectura, ni
    un pliegue. Era un conjunto glacial, regular, odioso. Nada oprime tanto el corazón como la simetría. Es
    porque la simetría es el aburrimiento, y el aburrimiento es el fondo mismo del pesar. El desespero
    bosteza. Se puede soñar con una cosa aun más terrible que un infierno donde se padezca, y es un infierno
    donde el condenado se aburriera. Si existiera este infierno, este pedazo de bulevar del Hospital hubiera
    podido ser el camino por donde se entrase en él.
    Sobre todo al caer la noche, en el momento en que la claridad se va, en la hora en que el cierzo
    crepuscular arranca a los olmos sus últimas hojas amarillas, cuando la sombra es profunda y no hay
    estrellas, o cuando la luna y el viento hacen agujeros en las nubes, este bulevar se convertía en algo
    espantoso. Las líneas negras se internaban y se perdían en las tinieblas como si fueran infinitas. El que
    pasaba no podía menos que pensar en las innumerables tradiciones patibularias del lugar. La soledad de
    este sitio donde se habían cometido tantos crímenes tenía algo de terrible. Se creía presentir trampas en
    aquella oscuridad, todas las formas confusas de la sombra parecían sospechosas, y las largas zanjas
    cuadradas que se veían entre cada árbol parecían fosas. De día, el conjunto era feo; por la noche era
    lúgubre; la noche era siniestra.
    En verano, a la hora del crepúsculo, veíanse acá y allá algunas ancianas sentadas al pie de los olmos
    sobre bancos enmohecidos por las lluvias. Aquellas buenas viejas mendigaban cuando podían.
    Por lo demás, este barrio, que parecía más avejentado que antiguo, propendía ya desde aquella época
    a transformarse, y era preciso que se apresurase a verlo el que quisiera examinar su estado, porque cada
    día desaparecía algún detalle del conjunto. Hoy, y desde hace veinte años, la estación del ferrocarril de
    Orléans está al lado de este arrabal y da nacimiento a una ciudad. Parece que alrededor de esos grandes
    centros del movimiento de los pueblos, al rodar de estas poderosas máquinas, al soplo de estos
    monstruosos caballos de la civilización, que comen carbón y vomitan fuego, la tierra, llena de gérmenes,
    tiembla y se abre para absorber las antiguas moradas de los hombres y dejar salir las modernas. Se
    hunden las casas viejas y surgen las nuevas.
    Desde que la estación de ferrocarril de Orléans invadió los terrenos de la Salpétriére, las antiguas
    calles estrechas e inmediatas a los fosos Saint-Víctor y el Jardín Botánico se bambolean, atravesadas
    violentamente tres o cuatro veces al día por esas corrientes de diligencias, de coches y de ómnibus, que
    al cabo de cierto tiempo hacen retroceder a las casas a derecha e izquierda; porque hay cosas extrañas
    que parecen paradójicas, y que son rigurosamente exactas; y así como puede decirse con exactitud que en
    las grandes ciudades el sol hace vegetar y crecer las fachadas de las casas del Mediodía, puede
    afirmarse que el paso frecuente de los carruajes ensancha las calles. Los síntomas de una vida nueva son
    allí evidentes. En este viejo barrio provinciano y anticuado, y en sus más desiertas sinuosidades, empieza
    a verse el empedrado, y las aceras comienzan a asomar y a alargarse, hasta en sitios por donde no pasa
    nadie todavía. Una mañana, mañana memorable de julio de 1845, viéronse humear allí, de pronto, las
    negras calderas del asfalto, aquel día pudo decirse que la civilización había llegado a la calle de
    Lourcine
    [231]
    , y que París había entrado en el arrabal de Saint-Marceau.






    II



    NIDO PARA BÚHO Y CURRUCA



    Delante del tugurio Gorbeau, fue donde Jean Valjean se detuvo. Como los pájaros salvajes, había
    elegido el lugar más desierto para hacer su nido.
    Buscó en el bolsillo de su chaleco y sacó una especie de llave maestra, abrió la puerta, entró y luego
    volvió a cerrarla con cuidado, y subió la escalera llevando a Cosette a cuestas.
    En lo alto de la escalera sacó de su bolsillo otra llave, con la que abrió otra puerta. La habitación
    donde entró y que volvió a cerrar en seguida era una especie de desván bastante espacioso, amueblado
    con un colchón en el suelo, una mesa y algunas sillas. En un rincón había una estufa encendida, cuyas
    ascuas resplandecían. El reverbero del bulevar iluminaba vagamente aquella pobre habitación. En el
    fondo había un gabinete con una cama de tijera. Jean Valjean dejó a la niña en aquel lecho, sin que se
    despertara.
    Cogió un yesquero y encendió una vela; todo esto estaba sobre la mesa preparado de antemano; y
    como había hecho la víspera, se puso a contemplar a Cosette con una mirada de éxtasis, en la que la
    expresión de la bondad y de la ternura llegaban casi hasta el paroxismo. La pequeña, con la confianza
    tranquila que pertenece sólo a la fuerza extrema y a la extrema debilidad, se había dormido sin saber con
    quién estaba, y continuaba durmiendo sin saber dónde estaba.
    Jean Valjean se inclinó y besó la mano de la niña.
    Nueve meses antes, besaba la mano de la madre, que también acababa de dprmirse.
    El mismo sentimiento doloroso, religioso, punzante, invadía su corazón.
    Se arrodilló junto a la cama de Cosette.
    Era ya muy de día, y la niña dormía aún. Un pálido rayo de sol de diciembre atravesaba la ventana
    del desván, esparciendo por el techo rayos de sombra y de luz. De pronto, una carreta de cantero, cargada
    pesadamente, que pasaba por la calzada del bulevar, hizo temblar el caserón como si fuera un trueno, y lo
    estremeció de arriba abajo.
    —¡Sí, señora! —gritó Cosette, despertándose sobresaltada—. ¡Ya voy, ya voy!
    Y saltó de la cama, con los párpados medio cerrados aún por la pesadez del sueño, extendiendo los
    brazos hacia el ángulo de la pared.
    —¡Ah, Dios mío! ¡Mi escoba! —exclamó.
    Abrió del todo los ojos, y vio el rostro sonriente de Jean Valjean.
    —¡Ah! ¡Vaya! ¡Es verdad! —exclamó la niña—. Buenos días, señor.
    Los niños aceptan en seguida y familiarmente la alegría y la felicidad, siendo ellos mismos por
    naturaleza felicidad y alegría.
    Cosette descubrió a Catherine a los pies de su cama y se apoderó de ella; jugó e hizo preguntas a Jean
    Valjean. ¿Dónde estaba? ¿París era muy grande? ¿La señora Thénardier estaba muy lejos? ¿No volvería
    allí?, etc., etc.
    De repente, exclamó:
    —¡Qué bonito es esto!
    Era un horrible caserón, pero ella se sentía libre.
    —¿Tengo que barrer? —preguntó, al fin.
    —Juega —dijo Jean Valjean.
    El día transcurrió así. Cosette, sin inquietarse por el hecho de no comprender nada, era
    inexplicablemente feliz entre aquella muñeca y aquel buen hombr






    III




    DOS DESGRACIAS ENTRELAZADAS PRODUCEN FELICIDAD




    Al día siguiente, al amanecer, Jean Valjean se hallaba aún junto a la cama de Cosette. Esperó allí,
    inmóvil a que despertara.
    Algo nuevo entraba en su alma.
    Jean Valjean no había amado nunca. Desde hacía veinticinco años, estaba solo en el mundo. No había
    sido nunca padre, amante, marido ni amigo. En la prisión era malo, sombrío, casto, ignorante y feroz. Su
    hermana y los hijos de su hermana no le habían dejado más que un vago recuerdo, y tan lejano que había
    terminado por desvanecerse casi enteramente. Había hecho todo lo posible para encontrarlos, y luego los
    había olvidado. La naturaleza humana es así. Las demás emociones tiernas de su juventud, si es que las
    tuvo, habían caído en un abismo.
    Cuando vio a Cosette, cuando la hubo cogido y liberado, sintió que sus entrañas se estremecían. Todo
    lo que en él había de apasionado y de afectuoso se despertó y se precipitó sobre aquella niña. Iba junto a
    la cama donde la pequeña dormía y temblaba de alegría; sentía arranques de madre, y no sabía lo que
    eran; porque es una cosa muy oscura y muy dulce ese grande y extraño movimiento de un corazón que
    empieza a amar.
    ¡Pobre viejo corazón, enteramente nuevo al mismo tiempo!
    Sólo que como tenía cincuenta y cinco años y Cosette no tenía más que ocho, todo el amor que
    hubiese podido tener en su vida se fundió en una especie de resplandor inefable.
    Era la segunda aparición cándida que encontraba. El obispo había hecho levantarse en su horizonte el
    alba de la virtud; Cosette hacía levantarse en él el alba del amor.
    Los primeros días transcurrieron en este deslumbramiento.
    Cosette, por su parte, se volvía también otra, ¡aunque sin saberlo, pobre pequeño ser! Era tan pequeña
    cuando la dejó su madre que ya no se acordaba de ella. Como todos los niños, semejantes al retoño nuevo
    de la vid que se agarra a todo, había intentado amar. Pero no había podido conseguirlo. Todos la habían
    rechazado, los Thénardier, sus hijas, los otros niños. Había querido al perro y el perro había muerto.
    Cosa lúgubre de decir, y que ya hemos indicado, a los ocho años tenía el corazón frío. No era por su
    culpa, pues no era la facultad de amar lo que le faltaba; ¡ay!, era la posibilidad. Así, desde el primer día
    se puso a querer a aquel hombre con todas las facultades de su alma. Sentía lo que jamás había sentido,
    una sensación de expansión.
    El buen hombre, no le parecía ya viejo ni pobre. Creía a Jean Valjean hermoso, así como le había
    parecido bonito el desván.
    Éstos son efectos de la aurora, de la infancia, de la juventud, de la alegría. La novedad de la tierra y
    de la vida contribuye también a ellos en cierto modo. Nada es tan encantador como el reflejo coloreante
    de la dicha en un desván. Todos nosotros tenemos también en nuestro pasado un desván azul.
    La naturaleza, y cincuenta años de intervalo, habían puesto una separación profunda entre Jean
    Valjean y Cosette; el destino colmó esta separación. El destino unió bruscamente con su irresistible poder
    aquellas dos existencias desenraizadas, diferentes por la edad, semejantes por la desgracia. En efecto,
    una completaba a la otra. El instinto de Cosette buscaba un padre, del mismo modo que el instinto de Jean
    Valjean buscaba un hijo. Ponerse en contactó, fue hallarse mutuamente. En el momento misterioso en que
    las dos manos se tocaron, quedaron soldadas. Cuando estas dos almas se descubrieron, se reconocieron
    como necesarias una para otra, y se abrazaron estrechamente.
    Tomando las palabras en un sentido más asequible y absoluto, podríamos decir que separados de
    todo por muros de tumba, Jean Valjean era el viudo como Cosette era la huérfana. Esta situación hizo que
    Jean Valjean viniese a ser de un modo celeste el padre de Cosette.
    Y en verdad, la impresión misteriosa producida a Cosette, en el fondo del bosque de Chelles, por la
    mano de Jean Valjean cogiendo la suya en la oscuridad, no era una ilusión, sino una realidad. La entrada
    de aquel hombre en el destino de aquella niña había sido la llegada de Dios.
    Por lo demás, Jean Valjean había escogido bien su asilo. Estaba allí en una seguridad que podía
    parecer completa.




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    Mensaje por Maria Lua Sáb 16 Nov 2024, 08:38

    ***
    La habitación con gabinete que ocupaba con Cosette era aquella cuya ventana daba al bulevar. Como
    en la casa no había más que esta ventana, no era de temer que los vecinos mirasen ni por un lado ni por
    otro.
    El piso bajo del número 50-52, especie de tejadillo derruido, servía de cuadra a hortelanos, y no
    tenía comunicación alguna con el primer piso. Estaba separado de él por el techo, que no tenía ni trampa
    ni escalera, y era como el diafragma de la casa. El primer piso estaba compuesto, tal como hemos dicho,
    de diversas habitaciones y algunos graneros, de los cuales sólo uno estaba ocupado por una mujer que
    cuidaba de la habitación de Jean Valjean. Todo lo demás estaba deshabitado.
    Esta vieja, adornada con el nombre de inquilina principal, y en realidad encargada de las funciones
    de portera, era quien le había alquilado la habitación en aquel edificio en el día de Navidad. Habíase
    dado a conocer como un rentista, arruinado por los bonos de España, que iba a vivir allí con su nieta.
    Había pagado anticipadamente seis meses y encargado a la vieja que amueblase el cuarto y el gabinete
    como hemos visto. Esta buena mujer fue la que le encendió la estufa y lo preparó todo la noche de su
    llegada.
    Las semanas se sucedieron. Aquellos dos seres llevaban en la miserable vivienda una existencia
    feliz.
    Desde el alba, Cosette reía, charlaba y cantaba. Los niños tienen su canto matinal como los pájaros.
    Sucedía algunas veces que Jean Valjean le tomaba sus pequeñas manos rojas y acribilladas de
    sabañones y las besaba. La pobre niña, acostumbrada a los golpes, no sabía lo que aquello significaba, e
    íbase toda avergonzada.
    Algunos momentos, quedábase seria y pensativa, y contemplaba su vestido negro. Cosette no vestía ya
    de harapos, vestía de luto. Salía de la miseria y entraba en la vida.
    Jean Valjean se había puesto a enseñarle a leer. A veces, sin dejar de hacer deletrear a la niña,
    pensaba que era con la idea de hacer el mal que había aprendido a leer en presidio. Esta idea,
    actualmente, se había convertido en la de enseñar a leer a una niña. Entonces el viejo presidiario sonreía
    con la sonrisa pensativa de los ángeles.
    Veía en esto una premeditación del cielo, una voluntad de alguien que no es el hombre, y se perdía en
    la meditación. Los buenos pensamientos, como los malos, tienen sus abismos.
    Enseñar a leer a Cosette y dejarla jugar, tal era o poco menos, toda la vida de Jean Valjean. Y luego,
    le hablaba de su madre y la hacía rezar.
    Ella le llamaba padre, y no sabía llamarle con otro nombre.
    Pasaba las horas mirándola vestir y desnudar a su muñeca y oyéndola gorjear. A la sazón, la vida se
    le presentaba llena de interés, los hombres le parecían buenos y justos, en su pensamiento ya no
    reprochaba nada a nadie y no veía ninguna razón para no envejecer hasta una edad muy avanzada, ahora
    que la niña le amaba. Veía todo su porvenir iluminado por Cosette como por una luz encantadora. Los
    mejores no están exentos de un pensamiento egoísta. A veces pensaba con una especie de alegría que
    Cosette sería fea.
    Ésta no es más que una opinión personal, pero para expresar nuestro pensamiento por entero, en la
    situación a que había llegado Valjean cuando empezó a amar a Cosette, no está probado que no tuviera
    necesidad de ese amor para perseverar en el bien. Acababa de ver bajo nuevos aspectos la maldad de los
    hombres y la miseria de la sociedad, aspectos incompletos y que no muestran sino fatalmente un lado de
    la verdad, la suerte de la mujer resumida en Fantine, la autoridad pública personificada en Javert. Había
    regresado a la prisión, esta vez por haber obrado bien; nuevas amarguras le habían abrumado; la
    repugnancia y el cansancio se apoderaban de él; el recuerdo mismo del obispo llegaba a eclipsarse, si
    bien luego volvía a aparecer más luminoso y triunfante; pero, en fin, este recuerdo sagrado se debilitaba.
    ¿Quién sabe si Jean Valjean no estaba en vísperas de debilitarse y volver a caer? Amó y recobró las
    fuerzas. ¡Ay!, no era menos débil que Cosette. La protegió y ella le fortaleció. Gracias a él, ella pudo
    andar en la vida; gracias a ella, él pudo continuar en la virtud. El fue el sostén de esta niña, y ella fue el
    punto de apoyo de aquel hombre. ¡Oh, misterio insondable y divino de los equilibrios del destino!





    IV




    LAS OBSERVACIONES DE LA INQUILINA PRINCIPAL




    Jean Valjean tenía la prudente costumbre de no salir nunca de día. Todas las tardes, al oscurecer, se
    paseaba durante una hora o dos, unas veces solo, a menudo con Cosette, buscando los lugares más
    apartados del bulevar, o entrando en las iglesias a la caída de la noche. Iba con mucho gusto a SaintMédard, que es la iglesia más próxima. Cuando no llevaba a Cosette consigo, ella se quedaba con la
    vieja; pero era la alegría de la niña el salir con el hombre. Incluso prefería una hora junto a él a todas las
    conversaciones con Catherine. Jean Valjean la llevaba de la mano, y diciéndole cosas amables.
    Así es que Cosette estaba muy alegre.
    La vieja cuidaba de la casa y de la cocina, e iba a la compra.
    Vivían sobriamente, disponiendo siempre de un poco de fuego, pero como personas muy necesitadas.
    Jean Valjean no había cambiado en nada el mobiliario de los primeros días; únicamente había hecho
    reemplazar la puerta vidriera del gabinete de Cosette por otra de madera.
    Continuaba llevando su levita amarilla, su calzón negro y su viejo sombrero. En la calle le tomaban
    por un pobre. Sucedía a veces que algunas mujeres caritativas se volvían y le daban un sueldo. Jean
    Valjean tomaba el sueldo y saludaba profundamente. A veces sucedía también que encontraba a algún
    mendigo pidiendo limosna, entonces miraba hacia atrás para no ser visto y acercándose furtivamente al
    desgraciado le ponía en la mano una moneda, a menudo de plata, y se alejaba rápidamente. Esto tenía sus
    inconvenientes.
    En el barrio se le empezaba a conocer por «el mendigo que da limosna».
    La inquilina principal, vieja ceñuda, y que miraba al prójimo con la atención de los envidiosos,
    examinaba mucho a Jean Valjean sin que él lo sospechara. Era un poco sorda, lo cual la hacía habladora.
    De su pasado le quedaban dos dientes, uno arriba y otro abajo, los cuales golpeaban uno contra otro.
    Había hecho preguntas a Cosette, la cual no sabiendo nada, no había podido decir nada, sino que venía de
    Montfermeil Una mañana la vieja, que estaba acechando, descubrió a Jean Valjean entrando en una de las
    habitaciones deshabitadas de la casa, con un aire que a ella le pareció singular. Le siguió con pasos de
    gata vieja, y pudo observarle sin ser vista, por las rendijas de la puerta. Jean Valjean, sin duda para
    mayor precaución, estaba vuelto de espaldas a esta puerta. La vieja le vio buscar en el bolsillo y coger un
    estuche, unas tijeras e hilo, luego se puso a descoser el forro de uno de los faldones de su levita y sacó de
    allí un pedazo de papel amarillento que desplegó. La vieja observó con asombro que era un billete de mil
    francos. Era el segundo o el tercero que veía desde que estaba en el mundo. Echó a correr asustada.
    Un momento más tarde, Jean Valjean la abordó y le rogó que fuera a cambiar el billete de mil francos,
    añadiendo que era el semestre de su renta que había cobrado la víspera. «¿Dónde?», pensó la vieja. No
    salió hasta las seis de la tarde, y la caja del Gobierno no estaba abierta a esa hora. La vieja fue a cambiar
    el billete e hizo sus conjeturas. Ese billete de mil francos, comentado y multiplicado, produjo una gran
    cantidad de conversaciones y de exclamaciones entre las comadres de la calle de Vignes-Saint-Marcel.
    En uno de los días siguientes, sucedió que Jean Valjean, en mangas de camisa, se puso a serrar
    madera en el corredor. La vieja estaba arreglando su habitación. Estaba sola, pues Cosette estaba
    ocupada en admirar la madera que aserraba Jean Valjean; la vieja vio la levita colgada en un clavo, y la
    escudriñó: el forro había sido recosido. La buena mujer palpó atentamente, y creyó notar entre el forro y
    el paño, como papeles doblados. ¡Sin duda, otros billetes de mil francos!
    Notó, además, que había otras clases de cosas en los bolsillos, no solamente las agujas, las tijeras y
    el hilo que había visto, sino una gran cartera, un cuchillo y, detalle sospechoso, muchas pelucas de
    colores variados. Cada bolsillo de aquella levita parecía contener distintos objetos para acontecimientos
    imprevistos.
    Los habitantes de la casa llegaron así a los últimos días del invierno.





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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 7 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Sáb 16 Nov 2024, 08:39

    ***
    X




    UNA MONEDA DE CINCO FRANCOS QUE CAE AL SUELO Y HACE RUIDO




    Cerca de Saint-Médard, había un pobre que se sentaba sobre el brocal de un pozo de vecindad
    cegado, y al cual Jean Valjean daba limosna con frecuencia. No había vez que pasara delante de este
    hombre sin que le diera algunos sueldos. A veces le hablaba. Los envidiosos de aquel mendigo decían
    que era de la policía. Era un viejo de setenta y cinco años que estaba siempre murmurando oraciones.
    Una noche en que Jean Valjean pasaba por allí, y no llevaba consigo a Cosette, descubrió al mendigo
    en su lugar habitual, debajo del farol que acababan de encender. Según su costumbre, aquel hombre
    parecía rezar y estaba inclinado. Jean Valjean se dirigió a él y le puso en la mano su limosna
    acostumbrada. El mendigo levantó bruscamente los ojos y miró fijamente a Jean Valjean, luego bajó la
    cabeza con rapidez. Este movimiento fue como un relámpago. Jean Valjean se estremeció. Parecióle que
    acababa de entrever a la luz del farol no el rostro pálido y beato del viejo pordiosero, sino un semblante
    espantoso y conocido. Tuvo una impresión semejante a la que habría tenido al hallarse de pronto en la
    oscuridad frente a frente con un tigre. Retrocedió petrificado, no atreviéndose a respirar ni hablar, ni a
    quedarse quieto, ni a huir, mirando al mendigo que había bajado la cabeza cubierta con un harapo y
    parecía ignorar que el otro estuviese allí. En ese momento extraño, un instinto, quizás el misterioso
    instinto de conservación, hizo que Jean Valjean no pronunciara ni una palabra. El mendigo tenía la misma
    estatura, los mismos harapos, la misma apariencia de todos los días.
    «¡Bah!… —se dijo Jean Valjean—. ¡Estoy loco! ¡Sueño! ¡Es imposible!», y regresó, profundamente
    turbado.
    Apenas se atrevía a confesarse a sí mismo que el rostro que había creído ver era el rostro de Javert.
    Por la noche, reflexionando sobre ello, arrepintióse de no haber interrogado al hombre, para
    obligarle a levantar la cabeza por segunda vez.
    Al día siguiente, al caer la noche, volvió allí. El mendigo estaba en su lugar.
    —Buenos días, buen hombre —dijo resueltamente Jean Valjean, dándole un sueldo.
    El mendigo levantó la cabeza y respondió con voz doliente:
    —Gracias, mi buen señor.
    Era realmente el viejo pordiosero.
    Jean Valjean se tranquilizó del todo. Se puso a reír.
    «¿De dónde diablos he sacado yo que este hombre podía haber sido Javert? —pensó—. Vaya, vaya,
    ¿voy a ver visiones ahora?»
    Y no volvió a pensar en ello.
    Algunos días más tarde, serían las ocho de la noche, estaba en su habitación y hacía deletrear a
    Cosette en voz alta; oyó que la puerta de la casa se abría y cerraba. Aquello le pareció extraño. La vieja,
    que era la única que vivía con él en la casa, se acostaba siempre al oscurecer, para no tener que encender
    la vela. Jean Valjean hizo a Cosette una señal para que se callara. Oyó que subían la escalera. En rigor,
    podía ser la vieja que quizá se había sentido indispuesta y había ido a la botica. Jean Valjean escuchó. El
    paso era pesado, y sonaba como el paso de un hombre; no obstante, la vieja usaba gruesos zapatos, y no
    hay nada que se parezca tanto al paso de un hombre como el paso de una mujer vieja. Sin embargo, Jean
    Valjean apagó la vela.
    Había enviado a Cosette a la cama, diciéndole muy bajo:
    —Acuéstate sin hacer ruido.
    Y mientras la besaba en la frente, los pasos se habían detenido.
    Jean Valjean permaneció en silencio, inmóvil, vuelto de espaldas a la puerta, sentado en la silla de la
    que no se había movido, conteniendo su aliento en la oscuridad. Al cabo de bastante rato, al no oír nada
    más, se volvió sin hacer ruido, y al alzar la vista hacia la puerta de su cuarto, vio una luz por el ojo de la
    llave. La luz formaba una especie de estrella siniestra en la parte oscura de la puerta y la pared.
    Evidentemente, allí había alguien que sostenía una vela en la mano y escuchaba.
    Transcurrieron algunos minutos, y la luz desapareció. Pero no oyó ruido alguno de pasos, lo que
    parecía indicar que el que se había acercado a escuchar se había sacado los zapatos.
    Jean Valjean se echó vestido en la cama, y no pudo cerrar los ojos durante toda la noche.
    Al amanecer, cuando estaba aletargado por la fatiga, fue despertado por el rechinar de una puerta que
    se abría en alguna buhardilla al fondo del corredor, y luego oyó los mismos pasos de hombre que la
    víspera había subido la escalera. El paso se acercaba. Saltó de la cama y aplicó su ojo al agujero de la
    cerradura, que era bastante grande, como para ver el paso del desconocido que la noche anterior se había
    introducido en la casa y había estado escuchando tras la puerta. En efecto, era un hombre quien pasó, esta
    vez sin detenerse, ante la habitación de Jean Valjean. El corredor estaba aún demasiado oscuro para que
    fuera posible distinguir su rostro; pero cuando el hombre alcanzó la escalera, un rayo de luz exterior hizo
    resaltar su perfil, y Jean Valjean le vio de espaldas completamente. El hombre era de alta estatura,
    vestido con un largo levitón, y llevaba un palo debajo del brazo. Era la facha formidable de Javert.
    Jean Valjean hubiese podido tratar de volverle a ver en el bulevar, a través de su ventana. Pero
    hubiera sido preciso abrirla y no se atrevió.
    Era evidente que aquel hombre había entrado con una llave como quien entra en su casa. ¿Quién le
    había dado la llave? ¿Qué significaba todo aquello?
    A las siete de la mañana, cuando la vieja llegó para hacer la limpieza, Jean Valjean le dirigió una
    mirada penetrante, pero no le preguntó nada. La buena mujer estuvo como siempre.
    Mientras barría, ella le dijo:
    —¿Habéis oído tal vez que alguien entraba en casa esta noche?
    En aquella época, y en el bulevar, a las ocho era ya noche cerrada.
    —Por cierto, es verdad —respondió él con el acento más natural del mundo—. ¿Quién era?
    —Es el nuevo inquilino que hay en la casa —dijo la vieja.
    —¿Y cómo se llama?
    —No lo sé a punto fijo. Señor Dumont, o Daumont. Un nombre así.
    —¿Y qué hace ese tal Dumont?
    —Es un rentista como vos.
    Quizá sus palabras no encerraban una segunda intención, mas Jean Valjean creyó que la había.
    Cuando la vieja se hubo marchado, hizo un rollo con unos cien francos que tenía en un armario y se
    los guardó en el bolsillo. Por más precaución que tomó para hacer esta operación sin que se le oyera
    remover el dinero, una pieza de cien sueldos se le escapó de las manos y rodó ruidosamente por el suelo.
    Al anochecer bajó y miró con atención el bulevar por todos los lados. No vio a nadie. El bulevar
    parecía absolutamente desierto. Es verdad que detrás de los árboles podía ocultarse cualquiera.
    Volvió a subir.
    —Ven —le dijo a Cosette.
    La cogió de la mano y salieron los dos juntos.



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    Mensaje por Maria Lua Sáb 16 Nov 2024, 08:41

    ***
    LIBRO QUINTO


    A CAZA QUE ESPERA, JAURÍA MUDA





    I




    LOS RODEOS DE LA ESTRATEGIA




    Aquí, para comprender las páginas que siguen inmediatamente, y otras más lejanas, debemos hacer
    una observación necesaria.
    Hace ya muchos años que el autor de este libro, obligado hoy a hablar de París, está ausente de esta
    ciudad. Desde que la abandonó, París se ha transformado
    [232]
    . Ha surgido una nueva ciudad que, en cierto
    modo, le es desconocida. No es preciso decir que ama a París, París es la ciudad natal de su espíritu. A
    consecuencia de las demoliciones y las construcciones, París, el París de su juventud, ese París que ha
    guardado religiosamente en su memoria, es ahora el París de otro tiempo. Permítasele hablar de él como
    si existiera aún. Es posible que allí donde el autor va a llevar a sus lectores diciendo «tal calle en la cual
    hay tal casa» no exista hoy ni la calle ni la casa. Los lectores lo verificarán si quieren tomarse semejante
    trabajo. En cuanto al autor, ignora el París nuevo, y escribe con el París antiguo ante los ojos, en una
    ilusión que le es preciosa. Es para él un consuelo creer que existe tras él algo de lo que veía cuando
    estaba allí, y que no todo se ha desvanecido. Mientras uno vive en su ciudad natal, cree que las calles le
    son indiferentes, que las ventanas, los techos y las puertas nada significan, que esas paredes le son
    extrañas, que los árboles son como otros cualesquiera; que las casas cuyo umbral no pisa, son inútiles;
    que el suelo que pisa es solamente piedra. Pero después, cuando se ha abandonado la patria, se constata
    que aquellas calles son objeto de cariño; se siente la falta de aquellas ventanas, tejados y puertas, se echa
    de ver que aquellas paredes son necesarias; que aquellos árboles son queridos; que en aquellas casas
    cuyo umbral no se pisaba, se entraba todos los días, y que el desterrado ha dejado su sangre y su corazón
    en aquel suelo. Todos esos sitios que no se ven ya, que no se verán tal vez nunca y cuya imagen se ha
    conservado viva, adquieren un encanto doloroso, se presentan con la melancolía de una aparición, hacen
    visible la tierra sagrada, y son, por decirlo así, la forma misma de la patria, se los ama; se los evoca
    tales como son, tales como eran; se recuerdan obstinadamente, y no se nota que nada haya cambiado,
    porque en ellos se ve el rostro de la madre.
    Séanos, pues, permitido hablar de lo pasado en el presente. Dicho esto, suplicamos al lector que lo
    tenga en cuenta, y continuamos.
    Jean Valjean había dejado en seguida el bulevar, y se había adentrado en las calles, trazando las
    líneas más quebradas que podía, regresando bruscamente sobre sus pasos, para asegurarse de que nadie
    le seguía.
    Esta maniobra es propia del ciervo acorralado. En los terrenos en que se marca bien la huella, esta
    maniobra tiene, entre otras ventajas, la de engañar a los cazadores y a los perros, con las huellas en
    sentido contrario. Esto es lo que en montería se llama falsa persecución.
    Era una noche de luna llena. Jean Valjean no se percataba de ello. La luna, aún muy cerca del
    horizonte, marcaba en las calles grandes espacios de sombra y de luz. Jean Valjean podía deslizarse a lo
    largo de las casas y las paredes por el lado oscuro, y observar el lado iluminado. Quizá no pensaba en
    observar el lado oscuro. No obstante, en las callejuelas desiertas que desembocan en la calle de
    Poliveau, creyó estar seguro de que nadie le seguía.
    Cosette andaba sin preguntar nada. Los sufrimientos de los seis primeros años de su vida habían
    conferido cierta pasividad a su naturaleza. Además, y ya tendremos otras ocasiones para volver a hacer
    esta observación, se había acostumbrado, sin saber cómo, a las rarezas del buen hombre y a los caprichos
    del destino. Y por otra parte, estando a su lado, se sentía segura.
    Jean Valjean no sabía más que Cosette adonde iba. Se confiaba a Dios, igual que ella se confiaba a él.
    Le parecía que llevaba de la mano algo más grande que una niña; creía sentir un ser invisible que le
    guiaba. No llevaba ninguna idea meditada, ningún plan, ningún proyecto. Ni siquiera estaba
    absolutamente seguro de que fuese Javert quien le perseguía, y aún podía ser que Javert no supiera que se
    trataba de Jean Valjean. ¿No iba disfrazado? ¿No se le creía muerto? Sin embargo, hacía algunos días que
    le sucedían cosas muy raras. No necesitaba más. Había decidido no regresar a la casa Gorbeau. Como el
    animal arrojado de su caverna, buscaba un agujero donde esconderse, esperando encontrar donde
    alojarse.
    Jean Valjean describió varios laberintos distintos en el barrio de Mouffetard, ya dormido, como si
    existiera aún la disciplina de la Edad Media y el yugo del toque de queda; combinó de diversas maneras,
    en sabias líneas estratégicas, la calle Censier y la calle Copeau
    [233]
    , la calle del Battoir-Saint-Víctor
    [234]
    y la calle del Puits-l’Ermite. Había allí posadas, pero no entraba en ellas por no hallar lo que le
    convenía.
    Cuando daban las once en Saint-Étienne du Mont, atravesaba la calle de Pontoise ante la comisaría de
    policía que estaba en el número 14. Algunos instantes más tarde, el instinto del que hablábamos más
    arriba hizo que se volviera. En aquel instante, vio claramente gracias al farol de la comisaría, a tres
    hombres, que le seguían bastante cerca, pasar sucesivamente debajo del farol, por el lado oscuro de la
    calle. Uno de los tres hombres entró en el portal de la comisaría. El que andaba a la cabeza le pareció
    decididamente sospechoso.
    —Ven, hija —díjole a Cosette, y se apresuró a abandonar la calle de Pontoise.
    Dio otra vuelta, rodeó el pasaje de los Patriarches, que estaba cerrado a causa de la hora, midió con
    sus pasos la calle de l’Épée-de-Bois y la calle de Arbaléte, y se sumergió en la calle Postes.
    Hay allí una encrucijada
    [235]
    , donde hoy se halla el colegio Rollin, en la cual desemboca la calle
    Neuve-Sainte-Geneviéve.
    Digamos de paso que la calle Neuve-Sainte-Geneviéve era una calle muy vieja, y que hacía diez años
    que no pasaba una silla de posta por la calle de Postes. Esta calle estaba habitada en el siglo XII por
    alfareros, y su verdadero nombre es calle de Posts.
    La luna arrojaba viva luz sobre aquella encrucijada. Jean Valjean se emboscó bajo una puerta,
    calculando que si aquellos hombres le seguían aún, no podría dejar de verlos cuando atravesaran aquella
    claridad.
    En efecto, no habían transcurrido aún tres minutos cuando los hombres aparecieron. Ahora eran
    cuatro; todos de elevada estatura, vestidos con largas levitas oscuras, con sombreros redondos y gruesos
    bastones en la mano. No eran menos sospechosos por su elevada estatura y sus grandes puños que por su
    marcha siniestra en las tinieblas. Parecían cuatro espectros disfrazados de burgueses.
    Se detuvieron en medio de la encrucijada y se agruparon como si se consultaran. Tenían un aire
    indeciso. El que parecía guiarlos se volvió y señaló vivamente con la mano derecha el punto donde
    estaba escondido Jean Valjean; otro parecía indicar con obstinación la dirección contraria. En el instante
    en que el primero se volvió, la luna iluminó plenamente su rostro. Jean Valjean reconoció plenamente a
    Javert.





    II



    ES MUY ÚTIL QUE PASEN CARRUAJES POR EL PUENTE DE AUSTERLITZ





    La incertidumbre cesó para Jean Valjean, pero afortunadamente duraba para aquellos hombres.
    Aprovechóse de su vacilación, que fue tiempo perdido para ellos y ganado para él. Salió de la puerta
    donde se había ocultado y entró en la calle de Postes hacia la zona del Jardín Botánico. Cosette
    empezaba a cansarse; la cogió en brazos. No había ni un alma por allí, y no se habían encendido los
    faroles a causa de la luna.
    Redobló el paso.
    En algunas zancadas, alcanzó la alfarería Goblet, en cuya fachada la luna dejaba ver muy claramente
    la antigua inscripción:
    Aquí se halla la fábrica
    de Goblet, hijo,
    donde hay floreros, cántaros,
    tubos y ladrillos.
    Todo se vende,
    desde ladrillos bastos
    a finas copas.
    Dejó detrás de sí la calle de la Clef, luego la fuente Saint-Víctor; bordeó el Jardín Botánico por las
    calles bajas y llegó al muelle. Allí se volvió. El muelle estaba desierto. Las calles estaban desiertas. No
    había nadie tras él. Respiró.
    Alcanzó el puente de Austerlitz
    [236]
    .
    En aquella época aún se pagaba peaje.
    Se presentó a la oficina del guarda y pagó un sueldo.
    —Son dos sueldos —dijo el inválido del puente—. Lleváis a un niño que puede andar. Pagad por
    dos.
    Pagó, contrariado por haber dado lugar a una observación. Toda huida debe deslizarse inadvertida.
    Al mismo tiempo que él, pasaba el Sena, en la misma dirección, una voluminosa carreta. Aquello le
    resultó útil. Pudo atravesar el puente a su sombra.
    Hacia la mitad del puente, Cosette, que tenía los pies hinchados, quiso andar. La bajó y la cogió de la
    mano.
    Una vez franqueado el puente, descubrió un poco a la derecha los almacenes de madera, y se dirigió
    allí. Para llegar tenía que aventurarse por un espacio bastante grande, descubierto e iluminado. No dudó;
    los que le habían seguido, habrían seguramente perdido su pista, y Jean Valjean se creyó fuera de peligro.
    Buscado sí, pero seguido, no.
    Entre dos almacenes cercados de tapias, se abría una callejuela, la del Chemin-Vert-SaintAntoine
    [237]
    . Esta calle era estrecha y oscura, y como hecha a propósito para él. Antes de adentrarse en
    ella, miró hacia atrás.
    Desde donde se hallaba, se divisaba el puente de Austerlitz en toda su longitud.
    Cuatro sombras acababan de entrar en el puente.
    Esas sombras daban la espalda al Jardín Botánico, y se dirigían hacia la orilla derecha.
    Esas cuatro sombras eran los cuatro hombres.
    Jean Valjean sintió el estremecimiento de la fiera descubierta.
    Le quedaba una esperanza; aquellos hombres quizá no habían entrado aún en el puente, ni le habían
    visto cuando había atravesado el gran espacio iluminado, llevando a Cosette de la mano.
    En este caso, entrando en la callejuela que tenía delante, si conseguía alcanzar los almacenes, las
    huertas, los sembrados y los terrenos sin edificar, podría escapar.
    Le pareció, pues, que podía confiarse a aquella pequeña calle silenciosa. Y entró en ella.




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    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 7 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Sáb 16 Nov 2024, 08:42

    ***
    III




    VER EL PLANO DE PARÍS DE 1727




    Al cabo de trescientos pasos, llegó a un punto en el que la calle se bifurcaba. Se dividía en dos
    calles, una hacia la izquierda y otra hacia la derecha. Jean Valjean tenía ante sí como las dos ramas de
    una Y. ¿Cuál de ellas escoger?
    No dudó: tomó a la derecha.
    ¿Por qué?
    Porque la izquierda conducía hacia el arrabal, es decir, hacia los lugares habitados, y la derecha al
    campo, es decir, hacia los lugares desiertos.
    Pero no andaban con mucha rapidez. El paso de Cosette acortaba el paso de Jean Valjean.
    Volvió a tomarla en brazos. Cosette apoyaba su cabeza sobre el hombro del buen hombre y no decía
    ni una palabra.
    De vez en cuando, se volvía y miraba. Tenía cuidado de permanecer continuamente en el lado oscuro
    de la calle. La calle seguía recta detrás de él. Las dos o tres primeras veces que se volvió no vio nada, el
    silencio era profundo, y continuó su marcha un poco tranquilizado. De repente, en cierto momento creyó
    ver en la parte de la calle por donde acababa de pasar, a lo lejos, en la oscuridad, algo que se movía.
    Se apresuró, esperando encontrar alguna callejuela lateral, para escapar por allí y despistarlos.
    Llegó a una pared.
    Ésta, sin embargo, no era la imposibilidad de seguir adelante; era una pared que bordeaba una calleja
    transversal en la cual concluía la que había seguido.
    Una vez más era preciso decidirse; tomar hacia la derecha o hacia la izquierda.
    Miró hacia la derecha. La callejuela se prolongaba cortada por dos construcciones que eran unos
    cobertizos o unas granjas, y luego terminaba en un callejón sin salida. Se veía claramente al fondo del
    callejón una alta pared blanca.
    Miró hacia la izquierda. La callejuela de este lado estaba abierta, y al cabo de unos doscientos pasos,
    llegaba a una calle de la que era afluente. Por aquel lado estaba la salvación.
    Pero precisamente cuando Jean Valjean iba a volver hacia la izquierda, para conseguir alcanzar la
    calle que estaba al final de la callejuela, vio en la esquina a la que se dirigía una especie de estatua negra
    e inmóvil.
    Indudablemente era un hombre que acababa de apostarse allí, y que le esperaba.
    Jean Valjean retrocedió.
    El punto de París en el que se encontraba, situado entre el arrabal de Saint-Antoine y la Rapée, es uno
    de los que han sido transformados completamente, afeándolos, según unos, y hermoseándolos, según
    otros. Los sembrados, los almacenes y los edificios antiguos han desaparecido. Hoy hay allí grandes
    calles nuevas, bailes, circos, hipódromos, estaciones de ferrocarril, una prisión, la de Mazas; es decir, el
    progreso con su correctivo.
    Hace medio siglo, en aquella lengua popular formada por la tradición, que aún se obstina en llamar al
    instituto Las Cuatro Naciones y a la ópera cómica Feydeau, el lugar preciso adonde había llegado Jean
    Valjean se llamaba Petit-Picpus. La puerta de Saint-Jacques, la puerta París, la barrera de los Sargentos,
    los Porcherons, la Galiote, los Célestins, les Capucins, le Mail, la Bourbe, el Arbre-de-Cracovie, la
    Petite-Pologne, el Petit-Picpus, son los nombres del viejo París que surgen de nuevo. La memoria del
    pueblo flota sobre los despojos del pasado.
    Petit-Picpus, que por lo demás apenas ha existido, y no fue nunca más que una sombra de barrio, tenía
    casi el aspecto monacal de una ciudad española. Los caminos estaban mal pavimentados y las calles casi
    sin edificar. Excepto las dos o tres calles de las cuales vamos a hablar, todo eran murallas y soledad. Ni
    una tienda, ni un carruaje; apenas aquí y allá alguna vela encendida junto a una ventana; y todas las luces
    apagadas después de las diez. Jardines, conventos, almacenes, huertas; raras casas bajas, y grandes
    paredes tan altas como las casas.
    Tal era el estado de este barrio en el último siglo. La Revolución lo maltrató. La República lo
    demolió, lo atravesó, lo agujereó. Se establecieron allí depósitos de yeso. Hace treinta años, este barrio
    empezó a desaparecer bajo el trazado de las nuevas construcciones. Hoy ha desaparecido por completo.
    Petit-Picpus, que ningún plano actual señala, está indicado con bastante claridad en el plano de 1727,
    publicado en París por Denis Thierry, calle de Saint-Jacques, enfrente de la calle del Plátre, y en Lyon,
    por Jean Girin, en la rué Merciére, en la Frudence. Petit-Picpus tenía lo que acabamos de mencionar
    como una Y, formada por la calle del Chemin-Vert-Saint-Antoine, al separarse en dos ramas, y tomar a la
    izquierda el nombre de la callejuela de Picpus, y a la derecha el de calle Polonceau. Las dos ramas de la
    Y estaban unidas en su vértice como por una barra. Esta barra era la calle Droit-Mur. La rué Polonceau
    desembocaba allí; la callejuela de Picpus seguía más allá, y subía hacia el mercado Lenoir. El que
    viniendo del Sena llegaba al extremo de la calle Polonceau, tenía a su izquierda la calle Droit-Mur,
    girando bruscamente en ángulo recto, enfrente la pared de esta calle y a la derecha una prolongación
    torcida de la calle Droit-Mur, sin salida, llamada el callejón Genrot.
    Allí era donde se hallaba Jean Valjean.
    Como acabamos de decir, al descubrir la silueta negra situada en la esquina de la calle Droit-Mur y
    de la callejuela Picpus, retrocedió. Ya no dudaba. Estaba vigilado por aquel fantasma.
    ¿Qué hacer?
    No era ya tiempo de retroceder. Lo que había visto moverse en la sombra, a alguna distancia detrás
    de él, era sin duda Javert con su escolta. Javert estaría probablemente al principio de la calle en la cual
    se hallaba Jean Valjean. Javert, según todas las apariencias, conocía aquel dédalo, y había tomado sus
    precauciones, enviando uno de sus hombres a guardar la salida.
    Estas conjeturas, tan parecidas a la evidencia, giraron como un puñado de polvo que arrastra un soplo
    de viento en el dolorido cerebro de Jean Valjean. Examinó el callejón Genrot, allí estaba la pared.
    Examinó la callejuela Picpus; allí había un centinela. Veía destacarse su figura sombría sobre la claridad
    con que la luna iluminaba el suelo. Avanzar era caer en manos de este hombre. Retroceder era echarse en
    brazos de Javert. Jean Valjean se sentía cogido en una red cuyas mallas se apretaban lentamente. Miró al
    cielo con desesperación.






    IV




    TENTATIVAS DE EVASIÓN




    Para comprender lo que sigue, es preciso formarse una idea exacta de la callejuela Droit-Mur, y en
    particular del ángulo que se deja a la izquierda, cuando se sale de la calle Polonceau para entrar en esta
    callejuela. Droit-Mur estaba casi enteramente bordeada, a la derecha, hasta la pequeña calle Picpus, por
    casas de pobre apariencia; y a la izquierda por una única construcción de línea severa compuesta de
    varios cuerpos que iban teniendo gradualmente un piso o dos más, a medida que se aproximaban a la
    callejuela Picpus, de manera que este edificio, bastante elevado por el lado de Picpus, era bastante bajo
    por el lado de Polonceau. Allí, en el ángulo del cual acabamos de hablar, descendía hasta el punto de no
    ser más que una tapia. Esta tapia no llegaba rectamente a la calle, dibujaba un plano rebajado que
    ocultaba sus dos ángulos a dos observadores que estuviesen uno en la calle Polonceau y otro en la calle
    Droit-Mur.
    A partir de estos dos ángulos, la pared se prolongaba por la calle Polonceau hasta una casa que
    llevaba el número 49, y por la calle Droit-Mur, donde su extensión era mucho más corta, hasta un edificio
    sombrío del que hemos hablado, y cuya fachada cortaba, formando en la calle un nuevo ángulo entrante.
    Esta fachada era de triste aspecto, no se veía en ella más que una ventana o, por mejor decir, dos postigos
    revestidos de una chapa de cinc, y siempre cerrados.
    El estado de estos lugares, que aquí explicamos, es de una rigurosa exactitud, y despertará
    ciertamente un recuerdo muy preciso en la mente de los antiguos habitantes del barrio.
    El muro cortado estaba cubierto enteramente de una cosa parecida a una puerta colosal y miserable.
    Era una vasta reunión informe de planchas perpendiculares, las de arriba más anchas que las de abajo,
    unidas por largas abrazaderas transversales de hierro. Al lado, había una puerta cochera de dimensión
    ordinaria, y cuya construcción no se remontaba de seguro a más de cincuenta años.
    Un tilo extendía su ramaje por encima del ángulo rebajado, y la pared estaba cubierta de hiedra por el
    lado de la calle Polonceau.
    En el inminente peligro en que se hallaba Jean Valjean, este edificio sombrío tenía algo de solitario y
    deshabitado que le atraía. Lo recorrió ávidamente con los ojos. Se decía que si lograba penetrar en él, tal
    vez estaría salvado. Concibió pues una idea y una esperanza.
    En la parte media de la fachada de este edificio, que daba a la calle Droit-Mur, había en todas las
    ventanas de los diversos pisos viejos canalones en forma de embudos de plomo. Las variadas
    ramificaciones de estos conductos, que iban de un conducto central a estos embudos, dibujaban sobre la
    pared una especie de árbol. Estas ramificaciones de los tubos con sus cien codos imitaban las parras
    deshojadas que se elevan torcidas ante la fachada de una casa de campo.
    Esta caprichosa espaldera de ramas de plomo y de hierro fue el primer objeto que captó la atención
    de Jean Valjean. Sentó a Cosette con la espalda apoyada en un guardacantón, recomendándole silencio, y
    corrió al sitio donde el conducto llegaba al suelo. Tal vez por allí era posible escalar la tapia y entrar en
    la casa. Pero el conducto estaba destrozado e inútil, y apenas si tenía soldaduras. Además, todas las
    ventanas de aquel silencioso edificio estaban cerradas por espesas barras de hierro, incluso las
    buhardillas del techo. Además la luna iluminaba plenamente esta fachada, y el hombre que observaba al
    extremo de la calle hubiera visto a Jean Valjean realizar la escalada. ¿Qué hacer de Cosette? ¿Cómo
    había de subirla a una casa de tres pisos?
    Renunció a trepar por el conducto, y siguió la pared para regresar a la calle Polonceau.
    Cuando llegó adonde había dejado a Cosette, observó que nadie podía verle. Se ocultaba, como
    acabamos de decir, a todas las miradas, de cualquier lado que viniesen. Además, se hallaba en la sombra.
    Había también allí dos puertas, y podría forzarlas. La pared por encima de la cual divisaba el tilo y la
    hiedra daba evidentemente a un jardín, donde al menos podría esconderse, aunque no había hojas en el
    árbol, y pasar allí el resto de la noche.
    El tiempo corría entretanto. Era preciso obrar rápidamente.
    Tanteó la puerta cochera y descubrió en seguida que estaba trabada por dentro y por fuera.
    Se acercó a la otra puerta con más esperanzas. Estaba terriblemente decrépita, y su misma inmensidad
    la hacía poco sólida; las tablas estaban podridas, no había más que tres abrazaderas de hierro y estaban
    oxidadas. Le pareció posible agujerear aquella barrera carcomida.
    Pero examinándola vio que aquella puerta no era tal. No tenía ni goznes, ni bisagras, ni cerradura, ni
    hojas. Las barras de hierro la atravesaban de parte a parte sin solución de continuidad. A través de las
    grietas de las tablas, entrevió cascotes y piedras groseramente cimentadas, que los transeúntes podían ver
    aún hace diez años. Se vio, pues, obligado a conocer, aunque lleno de consternación, que aquella
    apariencia de puerta era únicamente el adorno de madera de la pared a la cual estaba adosada. Era fácil
    arrancar una tabla, pero tras ella había una pared





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    Mensaje por Maria Lua Dom 17 Nov 2024, 12:49

    ***

    V


    AVENTURA QUE SERÍA IMPOSIBLE CON EL ALUMBRADO DE GAS




    En ese momento un ruido sordo y cadencioso empezó a oírse a alguna distancia. Jean Valjean
    aventuró una mirada por fuera de la esquina de la calle. Siete u ocho soldados dispuestos en pelotón
    acababan de desembocar en la calle Polonceau. Veía brillar sus bayonetas que se dirigían hacia él.
    Estos soldados, a cuya cabeza se distinguía la elevada estatura de Javert, avanzaban lentamente y con
    precaución. Se detenían frecuentemente. Era visible que exploraban todos los recodos de los muros y los
    huecos de las puertas y entradas.
    Era, y aquí la conjetura no podía equivocarse, alguna patrulla que Javert había encontrado, y a la que
    había pedido auxilio.
    Los dos acólitos de Javert iban a su lado.
    Al paso que llevaban, y con las paradas que hacían, tenían que emplear un cuarto de hora antes de
    llegar al sitio donde se hallaba Jean Valjean. Fue aquel un momento terrible. Sólo algunos minutos
    separaban a Jean Valjean de aquel espantoso precipicio que se abría bajo sus pies por tercera vez. Y la
    prisión, ahora, significaría además perder a Cosette para siempre, es decir, una vida semejante al interior
    de una tumba.
    No quedaba más que una posibilidad.
    Jean Valjean tenía una particularidad: podía decirse que llevaba alforjas de dos capachos; en uno
    llevaba el pensamiento de un santo, en el otro la temible astucia de un presidiario; y buscaba en uno o en
    otro, según la ocasión.
    Entre otros recursos, y gracias a sus repetidas evasiones del presidio de Tolón, poseía, según hemos
    dicho ya, el de ser un maestro consumado en el arte de elevarse sin escala, sin garfios, sólo con la fuerza
    muscular, apoyándose en la nuca, en los hombros, en las caderas y en las rodillas, y ayudándose con las
    más pequeñas desigualdades de la piedra, por el ángulo recto de una pared, hasta un sexto piso si hubiera
    necesidad; arte que ha hecho tan temible y tan célebre el ángulo del patio de la Conserjería de París, por
    donde hace una veintena de años escapó el condenado Battemolle.
    Jean Valjean midió con la mirada la pared, por encima de la cual se veía el tilo. Tenía unos dieciocho
    pies de altura. El ángulo que formaba con la fachada del gran edificio estaba relleno, en la parte inferior,
    de una manipostería maciza de forma triangular, destinada probablemente a preservar aquel cómodo
    rincón de las paradas que en él pudieran hacer esos estercadores llamados transeúntes. Esta protección es
    muy usada en los rincones de París.
    Este macizo tenía unos cinco pies de altura. Desde la cima del macizo, el espacio a franquear para
    llegar a lo alto del muro era de unos catorce pies.
    El muro estaba coronado de una piedra lisa sin tejadillo.
    La dificultad era Cosette. Cosette no sabía escalar una pared. ¿Abandonarla? Jean Valjean no pensaba
    siquiera en ello. Subir con ella era imposible. Todas las fuerzas de un hombre le son necesarias para
    estas extrañas ascensiones. El menor fardo desplazaría su centro de gravedad y lo precipitaría.
    Necesitaba una cuerda. Jean Valjean no la tenía. ¿Dónde encontrar una cuerda, a medianoche, en la
    calle Polonceau? Ciertamente si en aquel instante Jean Valjean hubiera poseído un reino lo habría dado
    por una cuerda.
    Todas las situaciones extremas tienen sus relámpagos, que tan pronto nos ciegan como nos iluminan.
    La mirada desesperada de Jean Valjean encontró el brazo del farol del callejón Genrot.
    En aquella época no había aún alumbrado de gas en las calles de París. Al caer la noche se encendían
    faroles colocados de trecho en trecho, que se subían y bajaban por medio de una cuerda que atravesaba la
    calle de parte a parte, y que se ajustaba a la ranura de una palomilla. El torniquete en que se arrollaba
    esta cuerda estaba sujeto a la pared, debajo del farol, en un hueco con tapa de hierro, cuya llave tenía el
    farolero, y la cuerda estaba también protegida por un tubo de metal.
    Jean Valjean, con la energía de una lucha suprema, atravesó la calle de un salto, hizo saltar la
    cerradura del cajoncito con la punta de la navaja y volvió en seguida adonde estaba Cosette. Ya tenía
    cuerda. Estos sombríos buscadores de expedientes hacen de prisa su tarea cuando luchan con la fatalidad.
    Hemos explicado ya que los faroles no habían sido encendidos aquella noche. La linterna del callejón
    Genrot estaba pues apagada como las demás, y podía pasarse a su lado sin notar que no estaba en su
    lugar.
    Pero la hora, el sitio, la oscuridad, el estado de Jean Valjean, sus gestos singulares, sus idas y
    venidas, todo esto empezaba a inquietar a Cosette. Otro niño habría lanzado ya grandes gritos. Ella se
    limito a tirar a Jean Valjean de la falda de la levita. Oíase cada vez más claramente el ruido de la patrulla
    que se aproximaba.
    —Padre —dijo en voz muy baja—, tengo miedo. ¿Quién viene?
    —¡Chist! —respondió el desgraciado—. Es la Thénardier.
    Cosette se estremeció.
    El añadió:
    Entonces, sin precipitación, pero sin perder tiempo, con una precisión firme y breve, notable en
    semejante circunstancia, cuando la patrulla y Javert podían llegar de un momento a otro, se quitó la
    corbata, la pasó alrededor del cuerpo de Cosette por debajo de los brazos, teniendo cuidado de no
    lastimar a la pobre niña, ató la corbata a un extremo de la cuerda, haciendo el nudo que los marineros
    llaman nudo de golondrina, cogió el otro extremo con los dientes, se quitó los zapatos y las medias y los
    arrojó por encima de la tapia, subió al prisma de manipostería y empezó a elevarse por el ángulo de la
    tapia y de la fachada con la misma seguridad que si apoyase los pies en escalones. Aún no había
    transcurrido medio minuto cuando se hallaba de rodillas sobre la tapia.
    Cosette le miraba con estupor, sin pronunciar una palabra. La orden de Jean Valjean y el nombre de la
    Thénardier la habían dejado helada.
    De repente, oyó la voz de Jean Valjean que le decía:
    —Arrímate a la pared.
    Ella obedeció.
    —No hables ni una palabra y no tengas miedo —continuó Jean Valjean.
    Y ella sintió que se elevaba sobre el suelo.
    Antes de que hubiera tenido tiempo de comprender lo que ocurría, estaba en lo alto de la fachada.
    Jean Valjean la cogió, se la puso a cuestas, asiéndole sus dos manos con la izquierda, se echó boca
    abajo y se arrastró por lo alto de la pared hasta el ángulo rebajado. Como había adivinado, había allí un
    cobertizo cuyo tejado partía de lo alto del remate de madera y bajaba hasta cerca del suelo, por un plano
    suavemente inclinado, rozando el tilo.
    Circunstancia feliz, pues la pared era mucho más alta del lado interior. Jean Valjean veía el suelo
    debajo de sí muy alejado.
    Acababa de llegar al plano inclinado del techo, y aún no había abandonado lo alto de la pared,
    cuando un ruido violento le anunció la llegada de Javert y la patrulla. Oyóse la voz de trueno de Javert:
    —¡Registrad el callejón! La calle Droit-Mur está guardada y la calle Picpus también. ¡Respondo de
    que está en este callejón!
    Los soldados se precipitaron en el callejón Genrot.
    Jean Valjean se dejó resbalar a lo largo del tejado, y sosteniendo a Cosette, alcanzó el tilo y saltó al
    suelo. Cosette no había chistado, ya fuese por valor o por miedo. Tenía las manos un poco desolladas.








    VI



    PRINCIPIO DE UN ENIGMA



    Jean Valjean se encontraba en una especie de jardín muy grande y de aspecto singular; uno de esos
    jardines tristes que parecen hechos para ser contemplados en las noches de invierno. Tenía una forma
    oblonga, con una avenida de grandes álamos al fondo, arboleda bastante alta en los ángulos, un espacio
    sin sombra en medio, donde se distinguía un gran árbol aislado, y después algunos árboles frutales
    torcidos y erizados como gruesos matorrales, cuadros de legumbres, un melonar cuyas campanas
    brillaban a la luna y un viejo pozo. Aquí y allá había algunos bancos de piedra, que parecían negros de
    musgo. Las avenidas estaban bordeadas de pequeños arbustos oscuros y rectos. La hierba había invadido
    la mitad, y una especie de moho verde cubría el resto.
    Jean Valjean tenía a su lado el cobertizo, cuyo tejado le había permitido bajar, un montón de haces de
    leña y detrás de los haces, junto a la pared, una estatua de piedra, cuyo rostro mutilado no era más que
    una máscara informe que aparecía vagamente en la oscuridad.
    El cobertizo era una especie de ruina en la que se distinguían cuartos desmantelados, uno de los
    cuales parecía servir de verdadero cobertizo.
    El gran edificio de la calle Droit-Mur, que daba vuelta a la callejuela Picpus, daba a este jardín dos
    fachadas a escuadra. Estas fachadas interiores eran mucho más lúgubres que las exteriores. Todas las
    ventanas tenían reja. No se descubría luz alguna. En los pisos superiores había tragaluces como en las
    cárceles. Una de las fachadas proyectaba su sombra sobre la otra, y caía en el jardín como un inmenso
    paño negro.
    No se veía ninguna otra casa. El fondo del jardín se perdía en la bruma de la noche. No obstante, se
    distinguían confusamente tapias que se cortaban, como si más allá hubiesen otros jardines, y los tejados
    bajos de la calle Polonceau.
    Era imposible imaginar nada más salvaje y más solitario que este jardín. No había nadie, lo cual era
    de esperar, a causa de la hora.
    Pero no parecía que aquel lugar estuviera hecho para que nadie se paseara por él, ni siquiera en pleno
    día.
    El primer cuidado de Jean Valjean fue buscar los zapatos y calzarse, y después entrar en el cobertizo
    con Cosette. El que huye no se cree nunca bastante oculto. La niña continuaba pensando en la Thénardier
    y participaba de este deseo de ocultarse lo más posible.
    Cosette temblaba y se pegaba a él. Oíase el ruido tumultuoso de la patrulla que registraba el callejón
    y la calle, los golpes de las culatas contra las piedras, las llamadas de Javert a los espías que había
    apostado, y sus imprecaciones mezcladas con palabras que no se entendían.
    Al cabo de un cuarto de hora, pareció que aquella especie de ruido tumultuoso empezaba a alejarse.
    Jean Valjean no respiraba.
    Había colocado suavemente la mano sobre la boca de Cosette.
    La soledad en que se hallaba era tan extrañamente profunda que aquel horrible ruido, tan próximo,
    apenas llegaba a él como la sombra de un ruido. Parecía que aquellos muros estaban construidos con las
    piedras sordas de las cuales hablan las Escrituras.
    De pronto, en medio de aquella calma profunda, un nuevo ruido se dejó oír. Un ruido celeste,
    inefable, tan dulce como horrible era el otro. Era un himno que procedía de las tinieblas, un ruido de
    oración y de armonía en el oscuro y terrible silencio de la noche. Voces de mujeres, pero voces
    compuestas a la vez del acento puro de las vírgenes y del acento sencillo de los niños, de esas voces que
    no son de la tierra, y se parecen a las que los recién nacidos oyen aún, y las que oyen ya los moribundos.
    Este canto procedía del sombrío edificio que dominaba el jardín. En el momento en que se alejaba el
    ruido de los demonios, hubiérase dicho que se aproximaba un coro de ángeles en la sombra.
    Cosette y Jean Valjean cayeron de rodillas.
    No sabían de qué se trataba, no sabían dónde se hallaban, pero sentían ambos, el hombre y la niña, el
    penitente y el inocente, que era preciso hincarse de rodillas.
    Lo extraño de esas voces era que no impedían que el edificio pareciera desierto. Era como un canto
    sobrenatural en una morada deshabitada.
    Mientras aquellas voces cantaban, Jean Valjean no pensaba en nada más. Ya no veía la oscuridad,
    veía un cielo azul. Le pareció que se abrían las alas que todos tenemos dentro de nosotros.
    El canto se extinguió. Tal vez había durado poco tiempo. Jean Valjean no hubiera sido capaz de
    decirlo. Las horas del éxtasis son siempre un minuto.
    Todo había vuelto a caer en el silencio. Nada se oía en la calle y nada se oía en el jardín. Lo que
    amenazaba y lo que tranquilizaba se habían desvanecido. El viento rozaba en lo alto del muro algunas
    hierbas secas que hacían un ruido suave y lúgubre.






    399
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    Mensaje por Maria Lua Mar 19 Nov 2024, 10:37

    ***
    VII



    CONTINÚA EL ENIGMA




    Habíase levantado ya la brisa de la noche, lo que indicaba que debían ser entre la una y las dos de la
    madrugada. La pobre Cosette no decía nada. Se había sentado en el suelo, al lado de Jean Valjean, y
    había inclinado la cabeza sobre él. Jean Valjean creía que se había dormido. Se inclinó y la miró. Cosette
    tenía los ojos abiertos y un aire pensativo que apenó a Jean Valjean.
    Seguía temblando.
    —¿Tienes ganas de dormir? —preguntó Jean Valjean.
    —Tengo mucho frío —respondió Cosette.
    Un momento más tarde, dijo:
    —¿Está ahí todavía?
    —¿Quién?
    —La señora Thénardier.
    Jean Valjean había ya olvidado el medio de que se había valido para hacer guardar silencio a
    Cosette.
    —¡Ah! —dijo—. Ya se ha ido. No temas nada más.
    La niña suspiró como si le quitaran un peso del pecho.
    La tierra estaba húmeda, el cobertizo abierto de par en par, la brisa era más fría a cada instante. El
    buen hombre quitóse la levita y envolvió con ella a Cosette.
    —¿Tienes menos frío así? —dijo.
    —¡Sí, padre!
    —Bien, espérate un instante, en seguida vuelvo.
    Salió de las ruinas y empezó a recorrer el gran edificio buscando un abrigo mejor.
    Encontró varias puertas, pero estaban cerradas. En todas las ventanas había rejas.
    Cuando acababa de pasar el ángulo interior del edificio, observó que las ventanas estaban
    entornadas, y descubrió alguna claridad. Se alzó sobre la punta de los pies y miró por una de las
    ventanas. Daban todas a una sala bastante amplia, pavimentada con anchas losas, cortada por arcos y
    pilares, y donde se distinguía sólo un débil resplandor y muchas sombras. El resplandor procedía de una
    lámpara encendida en un rincón. La sala estaba desierta y nada se movía en ella. No obstante, a fuerza de
    mirar creyó ver en el suelo, sobre la piedra, una cosa que parecía cubierta con una mortaja, y semejante a
    una forma humana. Estaba echada, tendida boca abajo, con los brazos en cruz en la inmovilidad de la
    muerte. Hubiérase dicho, una especie de serpiente que se arrastraba por el suelo, y que aquella figura
    siniestra parecía condenada.
    Toda la sala estaba bañada por la bruma propia de los lugares apenas iluminados, que aumenta el
    horror.
    Jean Valjean ha dicho varias veces que aunque había presenciado en su vida muchos espectáculos
    lúgubres, jamás había visto nada tan glacial y terrible como aquella figura enigmática realizando un
    misterio desconocido en aquel lugar sombrío. Era horrible suponer que aquello estaba muerto, y más
    terrible aún pensar que estaba vivo.
    Tuvo valor para pegar la frente al cristal y observar si se movía. Así permaneció un rato que le
    pareció muy largo: la figura no hizo ningún movimiento. De repente, se sintió sobrecogido de un terror
    inexplicable, y huyó. Echó a correr hacia el cobertizo sin echar una sola mirada atrás. Le parecía que si
    volvía la cabeza vería aquella figura andar detrás de él a grandes pasos y agitando los brazos.
    Llegó a las ruinas, anhelante. Sus rodillas se doblaban. El sudor le corría por todo el cuerpo.
    ¿Dónde se hallaba? ¿Quién hubiera podido suponer algo semejante a esta especie de sepulcro en
    medio de París? ¿Qué era esa extraña casa? Edificio lleno de misterios nocturnos, llamando a las almas
    en la sombra con voces de ángeles para ofrecerles luego bruscamente esa terrible visión, prometiendo
    abrir la puerta radiante del cielo y abriendo la puerta horrible de la tumba. ¡Y aquello era efectivamente
    un edificio, una casa que tenía su número en una calle! ¡No era un sueño! Tenía necesidad de tocar las
    piedras para creerlo.
    El frío, la ansiedad, la inquietud, las emociones de la noche, le daban una verdadera fiebre, y todas
    aquellas ideas se entrechocaban en su cerebro.
    Se acercó a Cosette, la niña dormía.





    VIII


    CRECE EL ENIGMA



    La niña había recostado la cabeza en una piedra y se había dormido. Se sentó a su lado y se puso a
    contemplarla. Poco a poco, a medida que la miraba, iba tranquilizándose, y recobraba la plena posesión
    de su libertad de espíritu.
    Percibía claramente una verdad, el fondo de su vida: mientras ella viviese, mientras estuviese con él,
    no experimentaría ninguna necesidad ni ningún temor más que por ella. Ni siquiera sentía frío después de
    haberse despojado de su levita para abrigarla.
    Sin embargo, a pesar de las reflexiones, oía desde hacía rato un extraño ruido. Era como una
    campanilla o cencerro agitándose. Este ruido procedía del jardín, y se lo oía clara aunque débilmente. Se
    parecía a la musiquilla vaga que producen los cencerros del ganado, por la noche, en los pastoreos.
    Hizo volverse a Jean Valjean.
    Miró, y vio que había alguien en el jardín.
    Un ser semejante a un hombre andaba por entre las campanas del melonar, agachándose,
    levantándose, deteniéndose, con movimientos regulares, como si arrastrase o extendiese alguna cosa en el
    suelo. Este ser parecía cojear.
    Jean Valjean se estremeció con el temblor continuo de los desgraciados. Todo les resulta hostil y
    sospechoso. Desconfían de la luz porque ayuda a descubrirlos, y de las sombras porque ayudan a
    sorprenderle. Hacía un momento, temblaba porque el jardín estaba desierto, y ahora se estremecía porque
    había alguien en él.
    De los temores quiméricos pasó a la realidad del temor. Se dijo que Javert y sus espías quizá no se
    habían marchado, que tal vez habrían dejado en la calle gente en observación, y que si aquel hombre le
    descubría en el jardín gritaría creyéndole un ladrón y le entregaría. Tomó suavemente en brazos a Cosette
    dormida y la llevó detrás de un montón de viejos muebles en desuso, en el rincón más escondido del
    cobertizo. Cosette no se movió.
    Desde allí observó las trazas del ser que andaba por el melonar, y extrañóse sobre todo de que el
    ruido del cencerro seguía todos los movimientos del hombre. Cuando el hombre se acercaba, el ruido se
    acercaba; cuando el hombre se alejaba, el ruido se alejaba también. Si hacía algún gesto precipitado, un
    trémolo acompañaba ese gesto. Cuando se detenía, el ruido cesaba. Parecía evidente que el cencerro
    estaba unido a aquel hombre, pero entonces ¿qué podía significar aquello? ¿Quién era ese hombre al cual
    habían colgado una campanilla lo mismo que a un buey o a un borrego?
    Mientras se hacía estas preguntas, tocó las manos de Cosette. Estaban heladas.
    —¡Ah, Dios mío! —dijo—. ¡Cosette! —llamó en voz baja.
    Ella no abrió los ojos.
    La sacudió vivamente.
    La niña no se despertó.
    —¡Está muerta! —dijo, y se puso en pie, temblando de pies a cabeza.
    Las más terribles ideas le atravesaron la mente de un modo confuso. Hay momentos en que las
    suposiciones más horrendas nos acosan como una cohorte de furias y fuerzan violentamente los nervios
    de nuestro cerebro. Cuando se trata de las personas que amamos, nuestra prudencia inventa los temores
    más locos. Jean Valjean recordó que el sueño puede ser mortal en una noche fría al aire libre.
    Cosette, pálida, había caído al suelo, a sus pies, sin movimiento.
    Escuchó su respiración. Respiraba, pero de un modo que le parecía débil y próximo a extinguirse.
    ¿Cómo devolverle el calor? ¿Cómo despertarla? Todo lo que no era aquello se había borrado de su
    cerebro. Se lanzó fuera del cobertizo.
    Era absolutamente preciso que antes de un cuarto de hora Cosette tuviera fuego y cama











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    y en ese vuelo y en ese sueño
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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 7 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Mar 19 Nov 2024, 10:39

    ***
    IX




    EL HOMBRE DEL CENCERRO





    Jean Valjean se dirigió al hombre que estaba en el jardín. Había sacado el rollo de dinero que estaba
    en su chaleco.
    El hombre tenía la cabeza inclinada y no le vio acercarse. Jean Valjean se puso a su lado en cuatro
    pasos.
    Le abordó gritando:
    —¡Cien francos!
    El hombre se sobresaltó y levantó los ojos.
    —¡Cien francos si me dais asilo por esta noche!
    La luna iluminaba de lleno el rostro asustado de Jean Valjean.
    —¡Vaya! ¡Madeleine!
    Este nombre pronunciado a aquella hora oscura, en aquel lugar desconocido por aquel hombre
    desconocido, hizo retroceder a Jean Valjean.
    Lo esperaba todo, excepto aquello. El que hablaba era un anciano encorvado y cojo, vestido poco
    más o menos como un campesino, que en la rodilla izquierda llevaba una rodillera de cuero, de donde
    pendía un cencerro. No se distinguía su rostro, que se hallaba en la sombra.
    Sin embargo, aquel buen hombre se había sacado el sombrero y gritaba tembloroso:
    —¡Ah, Dios mío! ¿Cómo estáis aquí, Madeleine? ¿Por dónde habéis entrado, Jesús? ¡Caéis del cielo!
    Pero no es extraño, si alguna vez caéis será de allí. ¡Cómo es esto! ¡No lleváis corbata, ni sombrero, ni
    traje! ¿Sabéis que me hubierais dado miedo si no os hubiera reconocido? ¡Dios mío!, ¿es que los santos
    se han vuelto locos ahora? Pero ¿cómo habéis entrado aquí?
    Una palabra seguía a la otra. El anciano hablaba con una volubilidad campesina, en la que no se
    descubría nada de inquietante. Todas estas frases estaban dichas con un acento mezcla de asombro y de
    sencilla honradez.
    —¿Quién sois? ¿Qué casa es ésta? —preguntó Jean Valjean.
    —¡Ah! ¡Pardiez! ¡Esto sí que es grande! —exclamó el anciano—. Soy el que vos habéis colocado
    aquí, y esta casa es la casa en la que me habéis colocado. ¡Cómo! ¿No me reconocéis?
    —No —dijo Jean Valjean—. ¿Cómo es que vos me conocéis a mí?
    —Porque me habéis salvado la vida —dijo el hombre.
    Se volvió, un rayo de luna le iluminó el perfil y Jean Valjean reconoció al viejo Fauchelevent.
    —¡Ah! —dijo Jean Valjean—. ¿Sois vos? Sí, os reconozco.
    —Me alegro mucho —dijo el viejo con un tono de reproche.
    —¿Y qué hacéis aquí? —continuó Jean Valjean.
    —¡Vaya!, estoy cubriendo mis melones.
    El viejo Fauchelevent tenía en efecto en la mano, en el momento en que Jean Valjean lo había
    abordado, la punta de una estera que iba extendiendo sobre el melonar, y había ya colocado otras muchas
    en la hora que llevaba en el jardín. Esta operación era la que determinaba los movimientos tan extraños
    observados por Jean Valjean desde el cobertizo.
    Continuó:
    —Me he dicho: la luna está muy clara, va a helar. ¿Y si les pusiera a mis melones sus abrigos? —Y
    añadió mirando a Jean Valjean y riéndose—: ¡Habríais hecho muy bien en hacer lo mismo con vuestra
    persona! Pero ¿cómo estáis aquí?
    Jean Valjean, viéndose reconocido por aquel hombre, al menos como el señor Madeleine, sólo
    avanzaba con precaución. Multiplicaba las preguntas. ¡Cosa extraña! ¡Los papeles estaban trocados! Era
    el intruso quien preguntaba.
    —¿Y qué es este cencerro que lleváis en la rodilla?
    —¿Esto? —respondió Fauchelevent—. Es para que eviten mi presencia.
    —¿Cómo? ¿Para que eviten vuestra presencia?
    El viejo Fauchelevent guiñó el ojo de un modo inexplicable.
    —¡Ah!, en esta casa no hay más que mujeres, muchas jovencitas. Parece que sería peligroso
    encontrarlas. La campanilla las advierte. Cuando yo llego, ellas se marchan.
    —¿Qué casa es ésta?
    —¡Vaya!, bien lo sabéis.
    —No, no lo sé.
    —¿Pues no me habéis colocado aquí de jardinero?
    —Respondedme como si yo no supiera nada.
    —¡Pues bien, este es el convento de Petit-Picpus!
    [238]
    Los recuerdos volvían a Jean Valjean. El azar, es decir la providencia, le había arrojado
    precisamente al convento del barrio de Saint-Antoine, donde el viejo Fauchelevent, inválido a medias a
    causa de la caída de su carreta, había sido admitido a instancias suyas dos años antes.
    —¡El convento de Petit-Picpus!
    —¡Claro! Pero volvamos al caso —continuó Fauchelevent—. ¿Cómo os las habéis arreglado para
    entrar, Madeleine? Por más santo que seáis, sois hombre, y aquí no entran hombres.
    —Pues vos estáis.
    —No hay nadie más que yo.
    —Sin embargo —continuó Jean Valjean—, es preciso que me quede aquí
    —¡Ah, Dios mío! —exclamó Fauchelevent.
    Jean Valjean se acercó al anciano y le dijo con voz grave:
    —Fauchelevent, os salvé la vida.
    —Soy yo quien se ha acordado primero —respondió Fauchelevent.
    —Pues bien, hoy podéis hacer por mí lo que yo hice en otra ocasión por vos.
    Fauchelevent tomó entre sus viejas manos arrugadas y temblorosas las dos robustas manos de Jean
    Valjean, y permaneció algunos segundos como si fuera incapaz de hablar. Por fin exclamó:
    —¡Oh, sería una bendición de Dios si yo pudiera hacer esto por vos! ¡Salvaros la vida! ¡Señor
    alcalde, disponed de este viejo!
    Una alegría admirable había transfigurado a aquel anciano. Su rostro parecía irradiar luz.
    —¿Qué queréis que haga? —continuó.
    —Ya os lo explicaré. ¿Tenéis una habitación?
    —Tengo una barraca aislada, allí, detrás de la ruina del viejo convento, en un rincón que nadie ve.
    Hay tres habitaciones.
    La barraca estaba en efecto tan oculta detrás de las ruinas, y tan bien dispuesta para que nadie la
    viese, que Jean Valjean no había reparado en ella.
    —Bien —dijo Jean Valjean—. Ahora os pido dos cosas.
    —¿Cuáles, señor alcalde?
    —En primer lugar, no diréis a nadie lo que sabéis de mí. Luego, no trataréis de saber más de lo que
    sabéis.
    —Como queráis. Sé que no podéis hacer nada que no sea honesto, y que siempre habéis sido un
    hombre de bien. Además, sois vos quien me ha empleado aquí. Soy vuestro, estoy a vuestras órdenes.
    —Está bien. Ahora venid conmigo. Vamos a buscar a la niña.
    —¿Hay una niña? —dijo Fauchelevent.
    No añadió una palabra más y siguió a Jean Valjean, como un perro sigue a su amo.
    Media hora después, Cosette, iluminada por la llama de una buena lumbre, dormía en la cama del
    jardinero. Jean Valjean se había vuelto a poner la corbata y la levita, y había encontrado el sombrero
    arrojado por encima de la tapia. Mientras Jean Valjean se ponía su levita, Fauchelevent se había quitado
    la rodillera con el cencerro, que colgada de un clavo cerca de un canasto, constituía un adorno de la
    pared. Los dos hombres se calentaban, apoyados los codos sobre una mesa, en la que Fauchelevent había
    colocado un pedazo de queso, pan de cebada, una botella de vino y dos vasos, y el viejo decía a Jean
    Valjean, poniéndole una mano sobre la rodilla:
    —¡Ay, señor Madeleine! ¡No me habéis reconocido en seguida! ¡Salváis a la gente y después la
    olvidáis! ¡Oh!, eso está mal. ¡Ellos se acuerdan de vos! ¡Sois un ingrato!





    X



    DONDE JAVERT REGISTRA EN VANO




    Los acontecimientos que acabamos de relatar, en orden inverso, por decirlo así, tenían que haber
    ocurrido en las condiciones más sencillas.
    Cuando Jean Valjean, la misma noche del día en que Javert le prendió al lado del lecho mortuorio de
    Fantine, se escapó de la cárcel municipal de Montreuil-sur-Mer, la policía supuso que el prisionero se
    habría dirigido a París. París es un malstrom donde todo se pierde, y todo desaparece en ese ombligo del
    mundo, como en el ombligo del mar. No hay espesura que oculte a un hombre como la multitud. Los
    fugitivos de toda especie lo saben. Van a París como a un abismo: hay abismos que salvan. La policía lo
    sabe también, y es en París donde busca lo que ha perdido en cualquier otra parte. Allí buscó al alcalde
    de Montreuil-sur-Mer. Javert fue llamado a París con el fin de auxiliar en las pesquisas. Javert, en efecto,
    ayudó poderosamente a capturar de nuevo a Jean Valjean. El celo y la inteligencia de Javert en esta
    ocasión fueron observados por Chabouillet, secretario de la prefectura en tiempos del conde de Anglés.
    Cha-bouillet, que además había protegido ya al inspector en otras ocasiones, hizo incorporar a Javert a la
    policía de París. Allí Javert se sintió varias veces, digámoslo, aunque la palabra parezca extraña,
    honrosamente útil.
    No pensó ya en Jean Valjean —a los perros que siempre están de caza, el lobo de hoy les hace
    olvidar el lobo de ayer— después de leer, en diciembre de 1823
    [239]
    , un periódico, él, que jamás leía
    periódicos. Pero como hombre monárquico quiso saber los pormenores de la entrada triunfal del
    «príncipe generalísimo» en Bayona. Cuando acababa el artículo que le interesaba, un nombre, el nombre
    de Jean Valjean, al pie de una página le llamó la atención. El periódico anunciaba que el presidiario Jean
    Valjean había muerto, y publicaba el hecho en términos tan formales que Javert no tuvo la menor duda. Se
    limitó a decir: «Ése es el mejor registro». Luego dejó el periódico, y no volvió a pensar en ello.
    Algún tiempo más tarde, sucedió que una nota de la policía fue transmitida por la prefectura de Seineet-Oise a la prefectura de policía de París, sobre el rapto de un niño, que había tenido lugar, según se
    decía, en circunstancias particulares, en la comuna de Montfermeil. Una niña de siete a ocho años, decía
    la nota, que había sido confiada por su madre a un posadero de la región, había sido robada por un
    desconocido. Esta pequeña respondía al nombre de Cosette, y era la hija de una mujer llamada Fantine,
    muerta en el hospital, no se sabía cuándo ni dónde. Esta nota, pasó ante los ojos de Javert y le hizo
    reflexionar.
    El nombre de Fantine le era conocido. Recordaba que Jean Valjean le había hecho reír pidiéndole un
    plazo de tres días para ir a buscar a la hija de la enferma. Recordó que Jean Valjean había sido detenido
    en París en el momento en que subía a la diligencia de Montfermeil. Algunas indicaciones habían hecho
    creer que era la segunda vez que subía a aquella diligencia, y que el día antes había hecho una excursión
    por los alrededores de Montfermeil, porque no le habían visto en el pueblo. ¿Qué tenía que hacer él en
    Montfermeil? No se había podido averiguar. Javert lo comprendía ahora. La hija de Fantine estaba allí.
    Jean Valjean iba a buscarla. Esa niña acababa de ser robada por un desconocido. ¿Quién podía ser este
    desconocido? ¿Sería Jean Valjean? Pero Jean Valjean había muerto. Javert, sin decir ni una palabra a
    nadie, tomó el carruaje del Plat d’Étain, callejón de la Planchette, e hizo un viaje a Montfermeil.
    Suponía que encontraría allí una gran claridad. Encontró una gran oscuridad.
    En los primeros días, los Thénardier, desesperados, habían charlado





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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 7 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Mar 19 Nov 2024, 10:40

    ***

    La desaparición de la Alondra había hecho ruido en la población. Inmediatamente habían circulado
    varias versiones de la historia, que había terminado por ser la historia del rapto de una niña. De ahí la
    nota de la policía. Sin embargo, una vez pasada la primera impresión, Thénardier, con su admirable
    instinto, había comprendido rápidamente que no era conveniente molestar mucho al procurador del rey y
    que sus quejas a propósito del rapto de Cosette tendrían como primer resultado atraer sobre sí y sobre
    muchos negocios poco claros que tenía la penetrante pupila de la justicia. La primera cosa que los búhos
    no desean es que se les acerque la luz. ¿Y cómo se explicaría sobre los mil quinientos francos que había
    recibido? Cambió de actitud, puso una mordaza a su mujer y se hacía el asombrado cuando le hablaban
    del robo de la niña. No comprendía nada, sin duda se había quejado en el momento en que se llevaron a
    su querida niña, pues hubiera deseado tenerla consigo, siquiera dos o tres días más, pero era su abuelo
    quien había ido a buscarla, nada había más natural en el mundo. Había añadido que el abuelo, hacía bien.
    Esta fue la historia que oyó Javert en cuanto llegó a Montfermeil. El abuelo hacía desvanecer a Jean
    Valjean.
    Javert, no obstante, hizo algunas preguntas, a guisa de sondas, sobre la historia de Thénardier.
    —¿Quién era y cómo se llamaba el abuelo?
    Thénardier respondió con sencillez:
    —Es un rico labrador. He visto su pasaporte, creo que se llama Guillaume Lambert.
    Lambert es un apellido muy tranquilizador. Javert volvió a París.
    «Jean Valjean está bien muerto —se dijo—. Soy un necio».
    Empezaba a olvidar toda esta historia cuando en marzo de 1824 oyó hablar de un extraño personaje
    que vivía en la parroquia de Saint-Médard, y al que conocían con el nombre de «el mendigo que da
    limosna». Este personaje era, según se decía, un rentista cuyo nombre nadie sabía, y que vivía solo con
    una pequeña de ocho años, la cual tampoco sabía de sí otra cosa sino que venía de Montfermeil.
    ¡Montfermeil! Esta palabra, sonando de nuevo en sus oídos, llamó la atención de Javert. Un viejo
    mendigo polizonte, que había sido pertiguero, a quien el extraño personaje daba limosna, añadió algunos
    detalles más: este rentista era un hombre muy huraño, no salía jamás si no era de noche, y no dejaba que
    nadie se le acercara. Llevaba una horrible levita vieja que valía varios millones, pues estaba forrada de
    billetes de banco. Esto despertó decididamente la curiosidad de Javert. Con el fin de ver al extraño
    rentista de cerca, sin asustarle, tomó prestado un día el traje al pertiguero, y ocupó el lugar en que el
    viejo espía se acurrucaba todas las tardes, mascullando oraciones, y espiando a través del rezo.
    «El individuo sospechoso» se acercó a Javert y le dio limosna. En ese momento, Javert levantó la
    cabeza, y la misma impresión que produjo a Jean Valjean la vista de Javert, le produjo a éste la vista de
    Jean Valjean.
    Sin embargo, la oscuridad había podido engañarle. La muerte de Jean Valjean era oficial; pero Javert
    tenía sus dudas, y dudas muy graves; y en la duda, Javert, hombre escrupuloso, no prendía a nadie.
    Siguió al hombre hasta la casa Gorbeau, e hizo hablar «a la vieja», lo que no era difícil. Ésta le
    confirmó lo de la levita forrada de millones, y le contó el episodio del billete de mil francos. ¡Elia misma
    lo había visto! ¡Ella lo había tocado! Javert alquiló una habitación. La misma noche se instaló en ella. Se
    acercó a escuchar a la puerta del inquilino misterioso, esperando oír el sonido de su voz, pero Jean
    Valjean descubrió la vela a través de la cerradura y chasqueó al espía, guardando silencio.
    Al día siguiente, Jean Valjean se marchó de la casa. Pero el ruido de la moneda de cinco francos que
    dejó caer fue por la vieja y le hizo sospechar que iba a mudarse, y se apresuró a avisar a Javert. Por la
    noche, cuando Jean Valjean salió, Javert le esperaba detrás de los árboles del bulevar con dos hombres.
    Javert había pedido auxilio a la prefectura, pero no había dicho el nombre del individuo a quien
    pensaba prender. Era su secreto; lo había guardado por tres razones: primero, porque la menor
    indiscreción podía despertar las sospechas de Jean Valjean; segundo, porque echar el guante a un antiguo
    presidiario escapado, y tenido por muerto, a un condenado clasificado para siempre por la justicia entre
    los malhechores de la peor especie, era un gran servicio, que de seguro los antiguos polizontes de París
    no dejarían a un novato como Javert, y temía que le arrebatasen a su presidiario; y tercero, porque siendo
    Javert un artista, gustaba de lo imprevisto. Odiaba los resultados anunciados, que se ajan hablando de
    ellos antes de tiempo. Le gustaba elaborar sus obras maestras en la sombra, y manifestarlas después
    bruscamente.
    Javert había seguido a Jean Valjean de árbol en árbol, y luego de esquina en esquina, y no lo había
    perdido de vista ni por un instante. Incluso en los momentos en que Jean Valjean se creía más seguro, la
    mirada de Javert estaba fija en él.
    ¿Por qué Javert no detenía a Jean Valjean? Porque aún dudaba.
    Es preciso recordar que en aquella época la policía no obraba con toda libertad; la prensa libre la
    tenía a raya. Algunos arrestos arbitrarios, denunciados por los periódicos, habían resonado hasta en las
    cámaras e intimidado a la prefectura. Atentar contra la libertad individual era una falta grave. Los agentes
    temían engañarse; el prefecto les cargaba la responsabilidad; un error representaba la destitución.
    Figurémonos el efecto que hubiera hecho en París este breve párrafo reproducido por veinte periódicos:
    Ayer, un anciano de cabellos blancos, rentista respetable, que se paseaba con su nieta de ocho año§
    de edad, fue detenido y conducido al depósito de la prefectura como desertor de presidio.
    Repitamos además que Javert tenía sus propios escrúpulos; las objeciones de su conciencia se unían a
    las prevenciones del prefecto. Dudaba, realmente.
    Jean Valjean volvía la espalda y andaba en la oscuridad.
    oche para buscar a la ventura un asilo en París para Cosette y para sí, la necesidad de adaptar su paso al
    paso de una niña, todo esto había cambiado el modo de andar de Jean Valjean, y había dado a su cuerpo
    tal aspecto de senectud que la misma policía, encarnada en Javert, podía engañarse, y se engañó. La
    imposibilidad de aproximarse mucho, su traje de viejo preceptor emigrado, la declaración de Thénardier
    que le señalaba como abuelo de la niña, y por fin la creencia de su muerte en el presidio, aumentaban la
    creciente incertidumbre en el espíritu de Javert.
    Por un momento tuvo la idea de interpelarle bruscamente y pedirle sus papeles. Pero si aquel hombre
    no era Jean Valjean, y tampoco era un honrado rentista, sería probablemente algún bribón, profundamente
    versado en la oscura trama de los crímenes de París, algún jefe de una banda peligrosa, que daba limosna
    para ocultar sus mañas, costumbre ya antigua. Sin duda tendría compañeros, cómplices y refugios para
    ocultarse. Las vueltas y rodeos que daba parecían indicar que no era un buen hombre. Detenerle
    demasiado deprisa significaba «matar la gallina de los huevos de oro». Por otra parte, ¿qué
    inconveniente había en esperar? Javert estaba seguro de que no se le escaparía.
    Le seguía pues, bastante perplejo, haciéndose cien preguntas sobre aquel personaje enigmático.
    Solamente al llegar a la calle de Pontoise, y a favor de la viva luz que salía de una taberna, reconoció
    sin duda alguna a Jean Valjean.
    Hay en el mundo dos clases de seres que se estremecen profundamente: la madre que encuentra a su
    hijo y el tigre que encuentra a su presa. Javert tuvo ese estremecimiento profundo.
    Desde el momento en que hubo reconocido positivamente a Jean Valjean, al temible presidiario,
    observó que en su persecución no le acompañaban más que dos personas, y pidió un refuerzo al
    comisario de policía de la calle de Pontoise.
    Antes de empuñar un palo de espino, es preciso ponerse guantes.
    Este retraso, y un rato de alto en la encrucijada Rollin para dar instrucciones a sus agentes,
    amenazaron con hacerle perder la pista. No obstante, adivinó inmediatamente que Jean Valjean trataría de
    poner el río entre él y sus perseguidores. Inclinó la cabeza y reflexionó como un sabueso que olfatea la
    tierra para descubrir su pista. Javert, con su poderosa rectitud de instinto, se fue derecho al puente de
    Austerlitz. Con dos palabras que intercambió con el guarda se puso al corriente.
    —¿Habéis visto pasar a un hombre con una niña?
    —Le he hecho pagar dos sueldos —respondió el hombre.
    Javert entró en el puente en el momento oportuno para ver a Jean Valjean, al otro lado del río,
    atravesando con Cosette el espacio iluminado por la luna. Le vio tomar la calle del Chemin-Vert-SaintAntoine; se acordó del callejón sin salida de Genrot, dispuesto allí como una trampa, y en la única salida
    de la calle Droit-Mur sobre la callejuela Picpus. Le cogió las vueltas, como dicen los cazadores, y envió
    en seguida a uno de sus agentes para que guardase esa salida. Vio una patrulla que volvía al cuerpo de
    guardia del arsenal, le pidió ayuda, y se hizo escoltar por ella. En este juego, los soldados son triunfos;
    los soldados sirven para todo. Para cercar al jabalí es preciso ciencia de montería y muchos perros.
    Después de adoptar estas disposiciones, teniendo a Jean Valjean cogido entre el callejón Genrot a la
    derecha y su agente a la izquierda, y el propio Javert detrás de él, éste se llevó a la nariz una pulgarada
    de tabaco.
    Luego comenzó a gozar. Tuvo un instante dé alegría infernal; dejó andar a su hombre delante de él,
    sabiendo que le tenía, pero deseando retrasar cuanto fuera posible el momento de detenerle, feliz por
    saberle preso y verle libre, cubriéndole con la mirada voluptuosa de la araña que deja volar a la mosca,
    y del gato que deja correr al ratón. La uña y la garra poseen una sensualidad monstruosa, gozan con el
    movimiento confuso de la bestia aprisionada en su tenaza. ¡Qué placer encierra esta opresión!
    Javert gozaba. Las mallas de su red estaban sólidamente unidas. Estaba seguro de su éxito; ahora no
    tenía más que cerrar la mano.
    Iba de tal modo escoltado que la misma idea de la resistencia resultaba imposible, por enérgico,
    vigoroso y desesperado que estuviera Jean Valjean.


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    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
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    y tren de tus ilusiones."
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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 7 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Mar 19 Nov 2024, 10:42

    ***

    Javert avanzó lentamente, registrando a su paso todos los recodos de la calle como los bolsillos de un
    ladrón.
    Cuando llegó al centro de su tela, no halló a la mosca.
    Calcúlese su desesperación.
    Preguntó al centinela de las calles Droit-Mur y Picpus; este agente, imperturbable en su lugar de
    vigilancia, no había visto pasar a nadie.
    Sucede a veces que un ciervo se escapa, aun teniendo a la jauría sobre sí, y entonces los cazadores no
    saben qué decir; Duvivier, Ligniville y Desprez se quedan parados. En uno de estos casos, exclamó
    Artonge: «No es un ciervo, es un brujo».
    Javert hubiera exclamado de buena gana lo mismo.
    Su contrariedad le llenó por un momento de furor y desesperación.
    Es cierto que Napoleón cometió graves errores en la guerra de Rusia, y que Alejandro cometió
    errores en la guerra de la India, que César los cometió en la guerra de Africa, Ciro con los escitas, y que
    Javert los cometió en esta campaña contra Jean Valjean. Erró tal vez al no reconocer inmediatamente a
    Jean Valjean, al dudar. La primera mirada hubiera debido bastarle. Erró al no prenderle simplemente en
    la casa Gorbeau. Hizo mal en no prenderle cuando le reconoció en la calle Pontoise. Hizo mal en ponerse
    de acuerdo con su gente en la encrucijada Rollin, iluminada por la luna. Los consejos y los indicios son
    muy útiles, es muy bueno conocer los de los perros de busca; pero el cazador no tomará nunca
    demasiadas precauciones cuando ojea animales tan astutos como el lobo y el presidiario. Javert,
    empleando demasiado tiempo y cuidando en apostar sus sabuesos, espantó a la fiera, dándole viento de
    cara, y la ahuyentó. Hizo mal, sobre todo, cuando después de verle en el puente de Austerlitz, se empeñó
    en seguir ese juego extraordinario y pueril, queriendo tener a un hombre semejante sujeto con un hilo. Se
    creyó que valía mucho más, pensó poder jugar a los ratones con un león. Al mismo tiempo, se estimó
    demasiado débil cuando pidió refuerzos. Precaución fatal, pérdida de un tiempo precioso. Javert cometió
    todos estos errores, y era sin embargo uno de los espías más astutos y prudentes que han existido. Era,
    hablando con propiedad, lo que en montería se llama un perro viejo. ¿Pero quién es perfecto?
    Los grandes estrategas tienen sus eclipses.
    Las grandes necedades se hacen muchas veces con las cuerdas de muchos hilos. Tomad el cable, hilo
    a hilo, tomad separadamente los motivos determinantes, los romperéis uno tras otro, y diréis: esto no vale
    nada. Pero tejed y torced estos mismos hilos y resultará una resistencia enorme: Atila que duda entre
    Marcio en Oriente y Valen-tiniano en Occidente; Am'bal que descansa en Capua; Dantón que se duerme
    en Arcis-sur-Aube.
    Sea como fuere, en el preciso instante en que Javert se dio cuenta de que Jean Valjean se le escapaba,
    no perdió la cabeza. Estando seguro de que el presidiario escapado no podía hallarse muy lejos, puso
    vigías, organizó trampas y emboscadas, y dio una batida por el barrio durante toda la noche. Lo primero
    que vio fue la cuerda rota del farol, indicio precioso, pero que le despistó aún más, puesto que le hizo
    dirigir todas las pesquisas hacia el callejón Genrot. Había en este callejón varias tapias bastante bajas
    que daban a jardines, cuyas cercas terminaban en inmensos terrenos baldíos. Jean Valjean habría
    escapado seguramente por allí. El hecho es que si hubiera penetrado en el callejón Genrot, Jean Valjean
    se hubiera perdido, porque Javert registró aquellos jardines y terrenos como si hubiera buscado una
    aguja.
    Al despuntar el día, dejó a dos hombres inteligentes en observación, y volvió a la prefectura de
    policía, avergonzado como un polizonte a quien hubiera prendido un ladrón
    [240]








    LIBRO SEXTO


    PETIT-PICPUS





    I



    CALLEJUELA PICPUS, NÚMERO 62



    Nada había más semejante, hace medio siglo, a cualquier puerta cochera, que la puerta cochera del
    número 62 de la callejuela Picpus. Esta puerta, habitualmente entreabierta del modo más halagüeño,
    dejaba ver dos cosas nada fúnebres: un patio rodeado de paredes tapizadas de vides y la fisonomía de un
    portero ocioso. Por encima de la pared del fondo, se descubrían grandes árboles. Cuando un rayo de sol
    iluminaba el patio, cuando un vaso de vino iluminaba al portero, era difícil pasar por delante del número
    62 de la calle Picpus sin adquirir una idea alegre. Sin embargo, lo que se veía era un lugar sombrío.
    El sol sonreía, pero la casa oraba y lloraba.
    Si se conseguía pasar de la portería, lo cual no era nada fácil, y aun puede decirse que era imposible
    para casi todos, porque había un Sésamo ábrete que era preciso saber; si, pasada la portería, se entraba a
    la derecha en un pequeño vestíbulo, al que daba una escalera oprimida entre dos paredes, y tan estrecha
    que sólo podía pasar por ella una persona a la vez; si no se dejaba uno asustar por el embadurnamiento
    amarillo-canario con zócalo chocolate que cubría esta escalera; si se aventuraba uno a subir, se pasaba
    un primer descansillo, después otro, y se llegaba al primer piso y a un corredor en el que la pintura
    amarilla y el plinto chocolate, perseguían al que entraba con pacífico encarnizamiento.
    Escalera y corredor estaban alumbrados por dos hermosas ventanas; después de dar algunos pasos se
    llegaba a una puerta, tanto más misteriosa cuanto que estaba cerrada. Empujándola, se entraba en una
    pequeña habitación de unos seis pies cuadrados, embaldosada, lavada, limpia, fría, cubierta de papel
    nankín con florecitas verdes, de a quince sueldos la pieza. Una luz blanca y mate penetraba por una gran
    ventana de vidrios pequeños, que estaba a la izquierda y tenía toda la anchura del cuarto. Se miraba, no
    se veía a nadie; se escuchaba, no se oía ni un paso, ni un murmullo humano. La pared estaba desnuda de
    adornos; el cuarto no estaba amueblado; no había ni una silla.
    Mirábase de nuevo y se descubría en la pared de enfrente de la puerta un agujero cuadrangular, de un
    pie cuadrado aproximadamente, cubierto de una reja de hierro de barras cruzadas, negras, nudosas,
    fuertes, las cuales formaban cuadrados, mejor diremos mallas, de menos de pulgada y media de diagonal.
    Las florecitas verdes del papel llegaban en orden a las barras de hierro, sin que el contacto fúnebre las
    asustase ni las estremeciese. Suponiendo que un ser viviente hubiese sido tan excesivamente delgado que
    hubiese podido intentar entrar o salir por aquel agujero cuadrado, la reja se lo habría impedido. No
    dejaba pasar el cuerpo; pero dejaba pasar los ojos, es decir, el espíritu. Mas parecía que hasta en esto se
    había pensado, porque estaba forrado de una lámina de hojalata introducida en la pared, un poco más
    adentro, y atravesada por mil agujeritos más pequeños que los de una espumadera. Por debajo de esta
    lámina, había una abertura muy semejante a la de un buzón de correos. Un cordón de hilo, unido a un
    torniquete de campanilla, colgaba a la derecha de este agujero enrejado.
    Se tiraba del cordón, sonaba una campanilla y se oía muy cerca una voz que hacía temblar.
    —¿Quién está ahí? —preguntaba la voz.
    Era una voz de mujer, una voz dulce, tan dulce que resultaba lúgubre.
    Aquí también era preciso saber una palabra mágica.
    Si no se sabía, la voz callaba y la pared se quedaba de nuevo silenciosa, como si la oscuridad
    tenebrosa del sepulcro estuviese al otro lado.
    Si se sabía la palabra, la voz respondía:
    —Entrad por la derecha.
    Y entonces se descubría a la derecha, frente a la ventana, una puerta vidriera, coronada por un
    bastidor pintado de gris. Se alzaba el picaporte, se pasaba la puerta y se experimentaba la misma
    impresión que cuando se entra en un palco cerrado con celosía, antes de que ésta se haya bajado y se
    haya encendido la araña. Entrábase, en efecto, en una especie de palco de teatro, iluminado apenas por la
    luz de la puerta vidriera, estrecho, amueblado con dos sillas viejas y una estera toda rota, verdadero
    palco con su barandilla, que tenía una tablita de madera negra.
    Este palco estaba enrejado, pero no con una reja dorada como en la ópera, sino con un monstruoso
    cruzamiento de barras de hierro, horriblemente enredadas y adheridas a la pared por enormes soldaduras
    que parecían puños cerrados.
    Transcurridos algunos minutos, cuando la mirada empezaba a acostumbrarse a la media luz de aquella
    habitación, si trataba de atravesar la verja no podía pasar más allá de seis pulgadas. Allí se encontraba
    una barrera de postigos negros, asegurados y reforzados por traviesas de madera pintadas de amarillo.
    Estos postigos estaban divididos a trechos en largas planchas delgadas, y ocultaban toda la verja.
    Siempre estaban cerrados.
    Al cabo de unos instantes, se oía una voz detrás de los postigos que decía:
    —Aquí estoy. ¿Qué queréis?
    Era una voz amada, en ocasiones una voz adorada. No se veía a nadie. Apenas se oía el rumor de una
    respiración. Parecía que era una evocación que hablaba a través de la pared de la tumba.
    Si el que llegaba reunía ciertas condiciones exigidas, muy raras, se abría la estrecha hoja de un
    postigo, y la evocación se convertía en una aparición. Detrás de la reja, detrás del postigo, se descubría,
    tanto como lo permitía el enrejado, una cabeza de la cual sólo se veía la boca y la barbilla; el resto
    estaba cubierto por un velo negro. Entreveíase una toca negra, y una forma apenas visible, cubierta de un
    sudario negro.
    Aquella cabeza os hablaba, pero no os miraba ni os sonreía nunca.
    La luz que entraba por detrás estaba dispuesta de tal modo que el visitante veía blanca aquella
    aparición, y ella le veía negro. Esta luz era un símbolo.
    Sin embargo, la vista penetraba ávidamente por la abertura hecha en aquel sitio cerrado a todas las
    miradas. Una vaga penumbra rodeaba aquella figura enlutada. Los ojos escudriñaban aquella penumbra, y
    trataban de separarla de la aparición. Al cabo de poco tiempo se descubría que no se veía nada, porque
    lo que se veía era la noche, el vacío, las tinieblas, una bruma de invierno mezclada con el vapor que
    emanaba de la tumba, una especie de paz horrible, un silencio en el que no se podía oír nada, ni aun los
    suspiros, una sombra en la que no se distinguía nada, ni aun los fantasmas.
    Lo que se veía era el interior de un claustro.
    Era el interior de aquella casa triste y severa, el convento de las bernardinas de la Adoración
    Perpetua. Aquel palco era el locutorio. La voz que había hablado primero era la de la tornera, que estaba
    siempre sentada, inmóvil y silenciosa, al otro lado de la pared, cerca de la abertura cuadrada, protegida
    por la reja de hierro y por la plancha de mil agujeros como por una doble visera.
    La oscuridad era debida a que el locutorio tenía una ventana del lado del mundo, y no tenía ninguna
    otra del lado del convento. Los ojos profanos no debían ver nada de aquel lugar sagrado.
    Pero más allá de aquella sombra había algo; había una luz; una vida en aquella muerte. Aunque aquel
    convento era el más resguardado de todos, vamos a tratar de penetrar en él y hacer entrar al lector, y a
    decirle, sin olvidar la discreción, cosas que los narradores no han visto jamás, y por consiguiente nadie
    ha contado.










    con416t.
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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 7 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Miér 20 Nov 2024, 09:11

    ***


    II
    LA OBEDIENCIA DE MARTÍN VARGAS
    Este convento, que en 1824 existía desde hacía ya muchos años en la callejuela de Picpus, era una
    comunidad de bernardinas de la obediencia de Martín Verga.
    Estas bernardinas dependían por consiguiente, no de Clairvaux, como los bernardinos, sino de
    Cíteaux, como los benedictinos. En otros términos, estaban sujetas no a la regla de San Bernardo, sino a
    la de San Benito.
    Todo el que ha hojeado algunos libros antiguos, sabe que Martín Verga fundó en 1425 una
    congregación de bernardinas-benedictinas
    [241]
    , que tenían por capital de la orden a Salamanca, y por
    sucursal a Alcalá.
    Esta congregación había echado raíces en todos los países católicos de Europa.
    Estos injertos de una orden en otra no tienen nada de extraordinario en la iglesia latina. Para no
    hablar más que de la orden de San Benito, diremos que a ella pertenecían, sin contar la regla de Martín
    Verga, cuatro congregaciones: dos en Italia, la de Monte Casino y Santa Justina de Padua; dos en Francia,
    Cluny y San Mauro; y nueve órdenes, Valombrosa, Grammont, los Celestinos, los camaldulenses, los
    cartujos, los humillados, los del Olivo, los silvestrinos y por último los cistercienses; porque el Cister
    mismo, aunque tronco de otras órdenes, no era más que una rama de San Benito. El Cister fue fundado por
    San Roberto, abad de Molesme en la diócesis de Langres, en 1098. En el 529, el diablo, que se había
    retirado al desierto de Subiaco (era viejo, ¿se habría hecho ermitaño?), había sido ya arrojado del
    antiguo templo de Apolo, donde vivía, por san Benito, que tenía entonces diecisiete años.
    Después de la regla de las carmelitas, las cuales andaban con los pies descalzos, un áspero cordón de
    mimbre al cuello, y no se sentaban nunca, la más dura era la de las bernardinas-benedictinas de Martín
    Verga. Iban vestidas de negro con una pechera que, según la prescripción expresa de san Benito, llegaba
    hasta la barbilla. Una túnica de sarga de manga ancha, un gran velo de lana, la pechera que cubría hasta la
    barbilla y la toca que bajaba hasta los ojos, cortada en cuadro sobre el pecho, componían su hábito. Todo
    era negro, excepto la toca, que era blanca. Las novicias llevaban el mismo hábito, pero blanco. Las
    profesas llevaban un rosario al lado.
    Las bernardinas-benedictinas de Martín Verga practican la Adoración Perpetua, como las
    benedictinas llamadas damas del Santo Sacramento, las cuales, al principio de este siglo, tenían en París
    dos casas, una en el Temple y otra en la calle Neuve-Sainte-Geneviéve. Por lo demás, las de PetitPicpus, de las cuales hablamos, eran una orden absolutamente distinta. Había numerosas diferencias en la
    regla y en el hábito. Las bernardinas-benedictinas de Petit-Picpus llevaban la pechera negra, y las
    benedictinas del Santo Sacramento y de la calle Neuve-Sainte-Geneviéve la llevaban blanca y, además,
    en el pecho, un Santísimo Sacramento de unas tres pulgadas de alto de plata sobredorada o de cobre. Las
    religiosas de Petit-Picpus no llevaban este Santísimo Sacramento. La Adoración Perpetua, común a PetitPicpus y al Temple, permitía, sin embargo, que las dos órdenes fuesen distintas. Solamente había
    semejanza en esta práctica entre las damas del Sacramento y las de Martín Verga, lo mismo que la había
    en el estudio y glorificación de todos los misterios relativos a la infancia, a la vida y a la muerte de
    Jesucristo, y a la Virgen, entre dos órdenes separadas, y aun enemigas en ocasiones: la del Oratorio de
    Italia, establecida en Florencia por Filippo Neri, y la del Oratorio de Francia, fundada en París por
    Pierre de Bérulle. El Oratorio de París pretendía la primacía, porque Bérulle era cardenal y Filippo no
    era más que santo.
    Pero volvamos a 1a severa regla española de Martín Verga.
    Las religiosas de esta regla hacen vigilia todo el año, ayunan toda la Cuaresma y otros muchos días
    especiales, se levantan en el primer sueño, desde la una hasta las tres, para leer el breviario y cantar
    maitines, se acuestan entre sábanas de sarga en todas las estaciones, y sobre paja, no toman baños ni
    encienden jamás el fuego, se disciplinan todos los viernes, observan la regla del silencio, no se hablan
    más que en las horas de recreo, que son muy cortas, y llevan camisas de buriel seis meses, desde el 14 de
    septiembre, que es la exaltación de la Santa Cruz, hasta la Pascua. Estos seis meses, son una gracia; la
    regla dice que todo el año, pero estas camisas de buriel, insoportables en el calor del estío, producen
    fiebres y espasmos nerviosos, y fue preciso limitar su uso. Aun con estas modificaciones, el 14 de
    septiembre, cuando las monjas se ponen esta camisa, tienen fiebre durante tres o cuatro días. Obediencia,
    pobreza, castidad y perpetuidad en el claustro, éstos son sus votos.
    La priora es elegida cada tres años por las madres que se llaman vocales, porque tienen voz en el
    capítulo. Una priora solo puede ser reelegida dos veces, de modo que su mando no puede durar más de
    nueve años.
    No ven nunca al sacerdote celebrante, que permanece oculto por una cortina de nueve pies de alto. En
    los sermones, cuando el predicador está en el púlpito, bajan el velo cubriéndose el rostro. Han de hablar
    siempre en voz baja, y andar con los ojos y la cabeza bajos. Sólo un hombre puede entrar en el convento:
    el arzobispo de la diócesis.
    Otro puede entrar también, que es el jardinero, pero siempre es un viejo, y con el fin de que esté
    completamente solo en el jardín, y de que las religiosas puedan evitar su presencia, lleva una campanilla
    en la rodilla.
    Están sometidas a la priora con una sumisión absoluta y pasiva: con la sujeción canónica en toda su
    abnegación. Como a la voz de Cristo, ut voci Christi, al gesto, al primer signo, ad nutum, adprimum
    signum, la siguen con alegría, con perseverancia, con una especie de obediencia ciega, prompte y
    hilariter y perseveranter et caeca quadam obedientia, como la lima en la mano del obrero, quasi limam in manibus fabri, no pudiendo leer ni escribir nada sin expresa licencia, legere vel scribere non
    addiscerit sine expressa superioris licentia
    Todas se turnan en lo que se llama el desagravio. El desagravio es la oración por todos los pecados,
    por todas las faltas, por todos los desórdenes, por todas las violaciones, por todas las iniquidades, por
    todos los crímenes que se cometen en la superficie de la tierra. Durante doce horas consecutivas, desde
    las cuatro de la tarde hasta las cuatro de la madrugada, o de las cuatro de la madrugada hasta las cuatro
    de la tarde, la hermana que hace el desagravio, permanece de rodillas sobre la piedra, ante el Santísimo
    Sacramento, con las manos juntas y una cuerda al cuello. Cuando el cansancio se hace insoportable, se
    prosterna extendida de cara al suelo, con los brazos en cruz. Éste es todo su alivio. En esta actitud, ruega
    por todos los culpables del Universo. Esto es tan grande que raya en lo sublime.
    Como esta práctica se verifica ante un poste en cuyo extremo superior arde un cirio, se dice
    indistintamente hacer el desagravio o estar en el poste. Las religiosas prefieren incluso, por humildad,
    esta última expresión, que envuelve una idea de suplicio y humillación.
    Hacer el desagravio es una función en la que se emplea toda el alma. La hermana que la practica no
    se volvería aunque cayera un rayo a su espalda.
    Además, hay siempre otra monja de rodillas delante del Santísimo Sacramento. Esta estación dura
    una hora, y se relevan como soldados que están de guardia.
    Ésta es la Adoración Perpetua
    [242]
    .
    Las prioras y las madres usan siempre nombres de una gravedad particular, recordando por lo
    general, no a los santos y mártires, sino los momentos de la vida de Jesucristo, como la madre Natividad,
    la madre Concepción, la madre Presentación, la madre Pasión. Sin embargo, no están prohibidos los
    nombres de santos.
    Cuando se las ve, no se ve más que su boca.
    Todas tienen los dientes amarillos, porque en el convento nunca ha entrado un cepillo de dientes.
    Limpiarse los dientes es el primer escalón de una escalera que lleva la perdición del alma.
    Nunca dicen mío; porque no tienen nada suyo ni deben tener afecto a nada. Dicen siempre nuestro.
    Así, nuestro velo, nuestro rosario; y si hablasen de su camisa, dirían, nuestra camisa. Algunas veces se
    aficionan a cualquier cosilla, a un libro de rezos, a una reliquia, a una medalla bendecida. Cuando se dan
    cuenta de que empiezan a aficionarse a algo, deben darlo. Recuerdan las palabras de santa Teresa, a la
    cual decía una gran dama en el momento de entrar en su orden:
    —Permitidme, madre mía, que envíe a buscar una Santa Biblia que aprecio mucho.
    —¡Ah! ¡Apreciáis todavía algo! En este caso, no entréis en nuestra casa.
    Les está prohibido encerrarse, y tener un cuarto o una celda propia. Viven en celdas abiertas. Cuando
    se encuentran, dice una: «Bendito y alabado sea el Santísimo Sacramento del altar». La otra responde:
    «Por siempre sea». Igual ceremonia cuando una llama a la puerta de otra. Apenas ha tocado la puerta
    cuando dentro una voz dulce dice precipitadamente: «Por siempre sea». Como todas las prácticas, ésta se
    convierte en maquinal debido a la costumbre; y una dice a veces: «Por siempre sea», antes de que la otra
    haya tenido tiempo de decir, lo cual es un poco largo: «Bendito y alabado sea el Santísimo Sacramento
    del altar».
    Las monjas de la Visitación dicen al entrar: «Ave María», y la que está dentro responde:
    «Gratiaplena.» Es su saludo, que está «lleno de gracia», efectivamente.
    A cada hora del día da tres golpes supletorios la campana de la iglesia del convento. A esta señal,
    priora, madres vocales, profesas, conversas, novicias, postulantes, interrumpen lo que dicen, lo que
    hacen o lo que piensan, y dicen todas a la vez, si son las cinco, por ejemplo: «A las cinco, y a todas
    horas, bendito y alabado sea el Santísimo Sacramento del altar». Si son las ocho, dicen: «A las ocho, y a
    todas horas, bendito y alabado sea el Santísimo Sacramento del altar», y siempre así, según la hora que
    sea.
    Esta costumbre, cuyo objeto es romper el pensamiento y dirigirlo hacia Dios, existe en muchas
    comunidades; sólo varía la forma. Así, en la del Niño Jesús se dice: «A esta hora y a cualquier hora, el
    amor de Jesús inflame mi corazón».
    Las religiosas de Martín Verga, que vivían hace cincuenta años en el Petit-Picpus, cantan los oficios
    salmodiando gravemente, canto llano puro, y en voz alta durante todo el tiempo que dura el acto. Cuando
    encuentran un asterisco en el misal, hacen una pausa y dicen por lo bajo: «Jesús, María y José». En el
    oficio de difiintos cantan en un tono tan bajo que parece imposible que puedan bajar tanto la voz, de lo
    cual resulta un efecto sorprendente y trágico


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    Mensaje por Maria Lua Miér 20 Nov 2024, 09:15

    ***

    Las monjas de Petit-Picpus, habían mandado hacer una cripta bajo el altar mayor para sepultura de la
    comunidad. El Gobierno, como ellas decían, no permitía que se enterrasen allí los cuerpos. Salían, pues,
    del convento cuando morían, lo cual las afligía y consternaba como una infracción.
    Pero, en cambio, habían conseguido ser enterradas a una hora especial, y en un rincón especial del
    antiguo cementerio Vaugirard, el cual ocupaba un terreno que había pertenecido a la comunidad.
    Los jueves, asistían, como los domingos, a la misa mayor, vísperas y a todos los oficios. Observaban
    escrupulosamente todas las demás fiestas pequeñas, desconocidas de los mundanos, que la Iglesia
    prodigaba antiguamente en Francia, y prodiga aún en España y en Italia. El tiempo que pasaban en la
    capilla era interminable. En cuanto al número y duración de sus rezos, no podemos dar mejor idea que
    citando estas palabras candorosas de una de ellas: «Los rezos de las postulantes son terribles; los de las
    novicias lo son más; los de las profesas son aún más terribles».
    Una vez por semana se reúne el capítulo; preside la priora y asisten las madres vocales. Cada
    hermana va a su vez a arrodillarse en la piedra, y confiesa en voz alta, en presencia de todas, las faltas y
    pecados que ha cometido durante la semana. Las madres vocales deliberan después de cada confesión, e
    imponen también en voz alta la penitencia.
    Además de la confesión en voz alta, para la cual se reserva todas las faltas un poco graves, tienen
    para las faltas veniales lo que se llama la culpa. Hacer la culpa es prosternarse durante la misa boca
    abajo delante de la priora, hasta que ésta, a quien no llaman nunca más que nuestra madre, avisa a la
    paciente que puede levantarse por medio de un golpe en la tabla del sillón. Se hace la culpa por cosas
    muy pequeñas: por romper un vaso, por rasgar un velo, por retrasarse involuntariamente algunos
    segundos al ir a misa, por cantar mal una nota en la iglesia, etc.; esto es suficiente motivo para hacer la
    culpa. La culpa es voluntaria: la culpable (esta palabra es usada aquí etimológicamente) se juzga y
    castiga a sí misma. Los días de fiesta y los domingos hay cuatro madres cantoras que salmodian los
    oficios ante un gran facistol de cuatro pupitres. Un día, una madre cantora entonó un salmo que empezaba
    por Ecce, y en lugar de Ecce dijo en voz alta estas notas: «do, si, sol»; por esta distracción, sufrió una
    culpa que duró todo el oficio. Lo que agravó enormemente la culpa es que el capítulo se había echado a
    reír.
    Cuando una religiosa era llamada al locutorio, aunque fuera la priora, se bajaba el velo de manera
    que, según hemos dicho, sólo dejaba ver la boca.
    Sólo la priora podía hablar con los extraños; los demás no podían ver más que a su familia, y esto
    raras veces. Si pór casualidad quería alguien vera una monja a quien había conocido o amado en el
    mundo, tenía que realizar una complicada negociación. Si era una mujer, podía en algunos casos
    concederse la autorización: la monja iba al locutorio y hablaba por entre los postigos, que sólo se abrían
    para una madre o para una hermana. No es necesario decir que este permiso se negaba siempre a los
    hombres.
    Tal era la regla de San Benito, rigorizada por Martín Verga.
    Estas monjas no son alegres, rosadas, frescas, como lo son las de otras muchas órdenes. Son pálidas
    y graves. Desde 1825 a 1830, tres se volvieron locas.






    III



    SEVERIDADES




    Las jóvenes deben ser, al menos durante dos años, postulantes, a veces hasta cuatro; y cuatro años
    novicias. Es muy raro que pueda pronunciarse el voto definitivo antes de los veintitrés o veinticuatro
    años.
    Las bernardinas-benedictinas de Martín Verga no admiten viudas en su orden.
    Las monjas, en sus celdas, se entregan a muchas maceraciones desconocidas, de las cuales jamás
    deben hablar.
    El día en que la novicia profesa, se la viste con sus más hermosas galas, se le adorna la cabeza con
    blancas rosas, se cepillan y rizan sus cabellos, y después se prosterna; sobre ella se extiende un gran velo
    negro y se canta el oficio de difuntos. Entonces las religiosas se dividen en dos filas, y pasan unas tras
    otras, diciendo con acento lastimero: «Nuestra hermana ha muerto». Y la otra fila responde: «Pero vive
    en Jesucristo».
    En la época en que transcurre este relato había, anexo al convento, un colegio de niñas nobles, ricas
    en su mayor parte, entre las cuales se distinguían las señoritas de Sainte-Aulaire y de Bélissen, y una
    inglesa que llevaba el ilustre nombre católico de Talbot. Estas jóvenes, educadas por las religiosas entre
    cuatro paredes, crecían en el horror al mundo y al siglo. Una de ellas nos decía un día: «Ver el
    empedrado de la calle me hace temblar de pies a cabeza». Iban vestidas de azul, con un gorro blanco y un
    Espíritu Santo, de plata sobredorada o de cobre, fijo sobre el pecho. En ciertos días de gran festividad, y
    especialmente el día de Santa Marta, se les concedía como gracia extraordinaria y suprema felicidad
    vestirse de monjas y cumplir las prácticas de San Benito durante todo el día. En los primeros tiempos, las
    religiosas les prestaban sus vestidos negros; pero después, pareciendo una profanación, fue prohibido
    por la priora, y sólo se permitió este préstamo a las novicias. Es muy notable que estas representaciones,
    toleradas sin duda, y favorecidas en el convento por un secreto espíritu de proselitismo, fuesen un placer
    real y una diversión para las pensionistas. Simplemente se divertían. Era una cosa nueva, una variación.
    Cándidas razones de la infancia; los mundanos no pueden comprender el placer de tener en la mano un
    hisopo y estar de pie horas enteras, cantando a coro ante un facistol.
    Las alumnas, a excepción de la austeridad, se sometían a todas las prácticas del convento. Hubo
    alguna joven que, habiendo vuelto al mundo, muchos años después de casada no había conseguido aún
    perder la costumbre de decir en voz alta cada vez que llamaban a la puerta: «Por siempre sea». Las
    alumnas, lo mismo que las monjas, sólo veían a su familia en el locutorio. ¡Ni sus madres podían
    abrazarlas! Hasta este punto era llevada la severidad. Un día, una joven fue visitada por su madre
    acompañada de una hermanita de tres años. La niña lloraba porque quería abrazar a su hermana.
    Imposible. Entonces la joven suplicó que, al menos, le permitieran a la niña pasar la manita por entre los
    hierros para besársela. Esto fue negado, casi con escándalo.





    IV



    ALEGRÍAS



    Sin embargo, estas niñas habían llenado la casa de encantadores recuerdos.
    A ciertas horas, la infancia brillaba en aquella clausura. Sonaba la hora del recreo: abríase una puerta
    y los pájaros decían: «¡Bueno, ya están aquí las niñas!». Una irrupción de juventud inundaba aquel jardín
    cortado por una cruz como una mortaja. Rostros radiantes, frentes blancas, ojos ingenuos llenos de alegre
    luz, auroras de toda especie esparcíanse por aquellas tinieblas. Después de los rezos, de las campanas,
    de los toques, de los clamores, de los oficios, estallaba de repente el ruido que hacían las niñas, ruido
    más dulce que el de las abejas. Abríase la colmena de la alegría, y cada una llevaba su miel. Jugaban, se
    llamaban, se agrupaban, corrían; bonitos dientes blancos charlaban en los rincones; los velos, desde
    lejos, vigilaban las risas, las sombras vigilaban los rayos, pero ¡qué importaba! Brillaban y reían.
    Aquellas cuatro lúgubres tapias tenían su minuto de alegría; y asistían, vagamente iluminadas por el
    reflejo de tanto placer, a ese susurro de enjambre. Era aquello como una lluvia de rosas en medio del
    luto. Las niñas alborotaban bajo la vista de las religiosas; la mirada de la impecabilidad no incomodaba
    a la inocencia. Gracias a estas niñas, entre tantas horas de austeridad, había también la hora del
    desahogo. Las pequeñas saltaban y las mayores bailaban. En aquel claustro, el juego estaba mezclado con
    el cielo; y no había nada más tierno ni más sublime que aquellas almas inocentes divirtiéndose. Homero
    hubiera reído allí con Perrault; había en aquel negro jardín juventud, salud, ruido, gritos, aturdimiento,
    placer, felicidad suficiente para desarrugar la frente de todas las abuelas, tanto de la epopeya como del
    cuento, tanto del trono como de la cabaña, desde Hécuba hasta la Mere Grand.
    En esta casa se han oído, más que en ninguna otra parte quizás, esas ocurrencias infantiles que tienen
    tanta gracia y que hacen reír y pensar. Entre aquellas cuatro fúnebres paredes decía una niña de cinco
    años en una ocasión:
    —¡Madre! Una acaba de decirme que sólo tengo que quedarme aquí nueve años y diez meses. ¡Qué
    alegría!
    Allí también se oyó este diálogo memorable:
    —¿Por qué lloras, hija mía? —pregunta una madre vocal.
    —He dicho a Alix que sabía la Historia de Francia, y me ha dicho que no la sabía, y la sé —contesta
    la niña (de seis años).
    —No. No la sabe —afirma Alix (de nueve años).
    —¿Cómo es esto, hija mía? —inquiere la madre.
    Alix aclara:
    —Me ha dicho que abriera el libro al azar, que le hiciera una pregunta de esa página, y que me
    respondería.
    —¿Y qué?
    —No me ha contestado.
    —Veamos. ¿Qué le has preguntado?
    —He abierto el libro al azar, como ella decía, y le he hecho la primera pregunta que he encontrado.
    —¿Y cuál era?
    —Esta: «¿Y entonces, qué sucedió?»
    En otra ocasión se hizo allí esta observación profunda sobre una cotorra un poco golosa que
    pertenecía a una dama pensionista: «¡Es encantadora! ¡Come la mantequilla de las tostadas como una
    persona!»
    Sobre una de las losas de aquel claustro se oyó esta confesión, escrita de antemano para no olvidarla,
    de una pecadora de siete años: «Padre, me acusé de haber sido avariciosa. Padre, me acuso de haber sido
    adúltera. Padre, me acuso de haber mirado a los hombres».
    En uno de los bancos de césped de aquel jardín, improvisó una boca de rosa de seis años este cuento,
    escuchado por ojos azules de cuatro y cinco años: «Había tres pollitos que vivían en un país donde había
    muchas flores; cogieron las flores y se las metieron en el bolsillo. Y después cogieron las hojas y las
    pusieron en sus juguetes. Había un lobo en aquel país, y muchos bosques; y el lobo estaba en el bosque; y
    se comió a los pollitos».
    Y este poema: «Sucedió que Polichinela dio un palo al gato. Y no le hizo bien, sino mal. Entonces una
    señora puso a Polichinela en la cárcel».
    Allí dijo también una niña abandonada, recogida por el convento y educada por caridad, una frase
    tierna y dolorosa. Oía hablar a las demás de sus madres, y decía en un rincón: «¡Mi madre no estaba allí
    cuando yo nací!»
    Había una tornera muy gruesa, que andaba siempre precipitada por los corredores con su manojo de
    llaves, y se llamaba sor Agathe. Las niñas mayores, por encima de los diez años, la llamaban
    Agathoclés
    [243]
    .
    El refectorio era una sala grande, rectangular, que sólo recibía la luz por un claustro de archivoltas al
    nivel del jardín; era oscuro y húmedo, y como decían las niñas, «estaba lleno de animales». Todos los
    sitios contiguos le suministraban su contingente de insectos; y cada uno de los cuatro ángulos había
    recibido, en el lenguaje de las educandas, un nombre particular y expresivo. Había el rincón de las
    Arañas, el rincón de las Orugas, el rincón de las Cucarachas, el rincón de los Grillos. El rincón de los
    Grillos estaba cerca de la cocina, y era el más buscado, porque allí hacía menos frío que en los demás.
    Del refectorio habían pasado los nombres al colegio, y servían para distinguir, como en el antiguo
    colegio de Mazarino, cuatro naciones. Cada educanda era una de estas cuatro naciones, según el rincón
    del refectorio en el que se sentaba para comer. Un día, el señor arzobispo, haciendo la visita pastoral, vio
    entrar en la clase por donde pasaba a una niña muy encarnada con hermosos cabellos rubios, y preguntó a
    una educanda, morena encantadora, de frescas mejillas que estaba a su lado:
    —¿Quién es ésa?
    —Es una araña, monseñor.
    —¡Bah! ¿Y ésta?
    —Es un grillo.
    —¿Y aquélla?
    —Una oruga.
    —¿De verdad? ¿Y vos?
    —Yo soy una cucaracha, monseñor.
    Cada casa tiene este género de particularidades.
    A principios de este siglo, Écouen
    [244] era uno de esos lugares graciosos y severos en que se
    desarrolla, en una sombra casi augusta, la infancia de las niñas. En Écouen, para tomar puesto en la
    procesión del Corpus, se establecían distinciones entre las vírgenes y las floristas. Había también
    «palios» e «incensarios»; aquéllas llevaban las cintas del palio y éstas incensaban el Santísimo
    Sacramento. Las flores correspondían de derecho a las floristas. Delante iban «cuatro vírgenes». En ese
    día tan festivo, por la mañana, no era raro oír preguntar en el dormitorio:
    —¿Quién es la virgen?
    La señora Campan cita estas palabras de una «pequeña» de siete años a una «mayor» de dieciséis que
    iría a la cabeza de la profesión, mientras que ella iría a la cola:
    —Tú eres virgen; yo no lo soy



    424
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    y en ese vuelo y en ese sueño
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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 7 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Jue 21 Nov 2024, 08:43

    ***

    V



    DISTRACCIONES



    Encima de la puerta del refectorio estaba escrita en gruesas letras negras la siguiente oración, que
    llamaban el «paternóster blanco», y tenía la virtud de llevar las almas directamente al paraíso:
    Paternóster blanco, que Dios hizo, que Dios dijo, que Dios puso en el paraíso. Por la noche, al ir a
    acostarme, he encontrado tres ángeles en mi cama echados, uno a los pies y dos a la cabecera, y a la
    Santa Virgen María en medio, que me dijo que me acostase y de nada me cuidase. El buen Dios es mi
    padre; la Santa Virgen, mi madre; los tres apóstoles, mis hermanos, y las tres vírgenes, mis hermanas. La
    camisa en que Dios nació, mi cuerpo envolvió; la cruz de Santa Margarita en mi pecho tengo escrita. La
    Santa Señora Virgen por los campos se ha marchado, llorando a su hijo querido, y al señor san Juan ha
    hallado. «Señor san Juan, ¿de dónde venís?» «Vengo de Ave Salus». «¿Habéis visto si está Dios?» «Está
    en el árbol de la cruz; pendientes tiene los pies, clavadas tiene las manos, y una corona de espinas su
    cabeza ha ensangrentado». Quien rezare esta oración tres veces por la mañana y otras tantas por la noche,
    ganará el cielo a la postre.
    En 1827, esta oración característica había desaparecido de la pared bajo una triple capa de pintura
    amarilla; y acaba de borrarse de la memoria de algunas jóvenes de entonces, ya viejas hoy.
    Un gran crucifijo colgado de la pared completaba la decoración de este refectorio, cuya única puerta,
    según creemos haber dicho, daba al jardín.
    Dos mesas estrechas, con dos bancos a lo largo de cada una, formaban dos largas líneas paralelas de
    un lado a otro del refectorio. Las paredes eran blancas, las mesas eran negras; estos dos colores de luto
    son el único adorno de los conventos.
    Las comidas eran frugales y la alimentación de las mismas niñas era austera. Un único plato de carne
    y legumbres mezcladas, o de pescado salado, era todo el lujo. Este plato ordinario, reservado solamente
    a las pensionistas, era, sin embargo, una excepción. Las niñas comían y callaban bajo la mirada de la
    madre que estaba de semana, la cual de vez en cuando abría y cerraba ruidosamente un libro de madera
    cuando alguna mosca trataba de volar o de zumbar contra la regla. El silencio era sazonado con algún
    trozo de la vida de los santos, leído en voz alta desde una cátedra con atril situada debajo del crucifijo.
    La lectora era una de las educandas de más edad, y le duraba el cargo una semana. En la mesa había de
    trecho en trecho jofainas barnizadas, en las que las educandas lavaban por sí mismas el vaso y el
    cubierto, y arrojaban algunas veces los desperdicios de carne dura o de pescado podrido; esto merecía
    un castigo. Estas jofainas se llamaban «círculos de agua».
    La niña que rompía un silencio «hacía una cruz con la lengua». ¿Dónde? En el suelo. Lamía la tierra.
    El polvo, fin de todas las alegrías, se encargaba de castigar a estas pobres hojas de rosa culpadas del
    murmullo.
    Había en el convento un libro, del cual sólo había sido impreso un único ejemplar, y que estaba
    prohibido leer. Era la regla de San Benito, arcano que no debía penetrar ningún ojo profano. Nemo
    regulas, seu constitutiones riostras, externis communicabifi
    [245]
    .
    Las alumnas consiguieron un día coger el libro y se pusieron a leer ávidamente, interrumpiendo a
    menudo la lectura por el temor de ser sorprendidas, lo cual les hacía cerrar el libro precipitadamente.
    Pero de todo este gran miedo no sacaron más que un placer mediocre. «Lo más interesante» que
    encontraron fueron algunas páginas ininteligibles acerca de los pecados de las jóvenes.
    Las niñas jugaban en una avenida del jardín, bordeada de algunos raquíticos árboles frutales. A pesar
    de la vigilancia extrema, y la severidad de los castigos, cuando el viento había sacudido los árboles,
    algunas veces conseguían recoger furtivamente una manzana verde, un albaricoque podrido, o una pera
    con gusanos. Ahora dejaré hablar a una carta que tengo ante mis ojos, carta escrita hace veinticinco años
    por una antigua pensionista, hoy la duquesa de X, una de las mujeres más elegantes de París. La cito
    textualmente:
    Se oculta la pera o la manzana como se puede. Cuando subimos a dejar el velo sobre la cama, y a
    esperar la hora de cenar, la que la ha cogido la esconde debajo de la almohada, y por la noche la come en
    la cama, y cuando esto no es posible, en el excusado.
    Este era uno de los placeres más grandes.
    Una vez, estando de visita el señor arzobispo, una de las educandas, la señorita Bouchard, que tenía
    algunas relaciones de parentesco con los Montmorency, apostó a que le pediría un día de asueto, petición
    extraordinaria en una comunidad tan austera. La apuesta fue aceptada pero ninguna de las que habían
    apostado tomaba aquello en serio. Cuando el arzobispo pasaba por delante de las alumnas, la señorita
    Bouchard, con indescriptible asombro de sus compañeras, salió de la fila y dijo:
    —Monseñor, un día de asueto.
    La señorita Bouchard era fresca y alta, y tenía la cara de rosa más bonita del mundo.
    Monseñor Quélen
    [246] sonrió y dijo:
    —¡Cómo, hija mía, un día de asueto! Tres días, si quieres, te concedo tres días.
    La priora nada podía hacer: había hablado el arzobispo. Hubo escándalo en el convento, y gran
    alegría en el colegio. Júzguese el efecto.
    Este claustro tan severo no estaba, sin embargo, tan cerrado como para que la vida de las pasiones
    del mundo, el drama, la misma novela, no penetrasen en él. Para probarlo, nos limitaremos a consignar
    aquí, y brevemente, un hecho real e incontestable, que, por otra parte, nada tiene que ver con la historia
    que estamos refiriendo. Mencionamos este hecho para completar la fisonomía del convento.
    Hacia esta época, había en el convento una persona misteriosa que no era religiosa, que no era monja,
    y era tratada con gran respeto, la señora Albertine. Nadie sabía nada de ella sino que estaba loca, y que
    pasaba por muerta en el mundo. En aquella historia había, según se rumoreaba, arreglos de intereses
    necesarios para un gran casamiento.
    Esta mujer, que apenas tenía treinta años, morena, bastante hermosa, miraba vagamente con sus
    grandes ojos negros. ¿Veía? No se sabía a punto fijo. Se deslizaba, más bien que andaba; no hablaba
    nunca, y no era seguro que respirase. Su nariz estaba lívida como tras el último suspiro; tocar su mano,
    era tocar la nieve. Poseía una gracia extraña y espectral; donde entraba, se sentía frío. Cierta vez, una
    hermana, al verla pasar, le dijo a otra:
    —Pasa por muerta.
    —Quizá lo está —respondió la otra.
    Sobre la señora Albertine hacíanse mil suposiciones. Era la eterna curiosidad de las educandas.
    Había en la capilla una tribuna que llamaban «El ojo-de-buey»; en esta tribuna, que no tenía más que un
    agujero circular, un ojo de buey, era donde la señora Albertine se colocaba cuando asistía a los actos del
    culto. Allí sólo entraba ella, porque estando situada en el primer piso, podía divisarse al predicador y al
    celebrante, cosa prohibida a las religiosas. Un día, ocupaba la cátedra sagrada un joven sacerdote de
    elevada alcurnia, el duque de Rohan, par de Francia, oficial de los mosqueteros rojos en 1815, cuando
    era príncipe de León, y cardenal y arzobispo de Be-sansón a partir de 1830. Era la primera vez que ei
    duque de Rohan predicaba en Petit-Picpus. La señora Albertine asistía ordinariamente a los sermones y a
    los oficios con perfecta calma y profunda inmovilidad. Aquel día, así que vio al duque de Rohan, se
    incorporó a medias y dijo en voz alta en medio del silencio de la capilla: «¡Vaya! ¡Auguste!». Toda la
    comunidad estupefacta volvió la cabeza, el predicador levantó la vista, pero la señora Albertine había
    recobrado su inmovilidad. Por aquella figura apagada, helada, había pasado instantáneamente un soplo
    del mundo exterior, un relámpago de vida; después todo se desvaneció. La loca volvió a convertirse en
    muerta.
    No obstante, esas dos palabras hicieron charlar a todo lo que podía hablar en el convento. Ese:
    «¡Vaya! ¡Auguste!» cuántas revelaciones encerraba. El duque de Rohan se llamaba efectivamente
    Auguste. Era evidente que la señora Albertine procedía del gran mundo, puesto que conocía al duque de
    Rohan, y que era de alta posición, puesto que hablaba tan familiarmente de tan gran señor, y que tenía con
    él relaciones de parentesco quizá, pero muy íntimas seguramente, por cuanto conocía su nombre de pila.
    Dos severas duquesas, las señoras de Choiseul y de Sérent, visitaban a menudo la comunidad, donde
    penetraban, sin duda, en virtud del privilegio Magnates mulieres
    [247]
    , y producían gran temor en el
    colegio. Cuando las dos ancianas damas pasaban, todas las educandas temblaban y bajaban los ojos.
    El duque de Rohan era, por lo demás, sin él saberlo, objeto de la atención de las pensionistas.
    Acababa de ser nombrado en aquella época, con vistas al episcopado, vicario mayor del arzobispado de
    París, y tenía por costumbre ir a cantar los oficios de la capilla de Petit-Picpus. Ninguna de las reclusas
    podía verle a causa de las cortinas de sarga; pero tenía una voz dulce y un poco delgada que ya conocían
    y distinguían perfectamente. Había sido mosquetero; se decía que era muy cuidadoso, que iba muy bien
    peinado, con sus hermosos cabellos castaños formando bucles alrededor de la frente; que tenía un gran
    cinturón negro, y que su sotana estaba cortada elegantemente. Todo esto hacía que acaparara la atención
    de aquellas imaginaciones de dieciséis años.
    Ningún ruido exterior penetraba en el convento. No obstante, en una ocasión se oyó el ruido de una
    flauta; acontecimiento del que aún se acuerdan las educandas de aquel tiempo.
    Algún vecino tocaba aquella flauta, que siempre repetía el mismo aire, hoy ya olvidado: «Zétulbé
    mía, ven a reinar sobre mi alma», y se lo oía dos o tres veces durante el día.
    Las jóvenes pasaban horas enteras escuchando, las madres vocales estaban fuera de sí, las
    imaginaciones trabajaban, llovían los castigos.
    Esto duró algunos meses. Las alumnas estaban todas, unas más, otras menos, enamoradas del músico
    desconocido; cada una de ellas se creía Zétulbé. La música procedía del lado de la calle Droit-Mur; las
    educandas lo hubieran dado todo, lo hubieran comprometido todo e intentado todo por ver siquiera por un
    segundo, por entrever, por vislumbrar al «joven» que tocaba tan deliciosamente la flauta, y, sin saberlo,
    conmovía al mismo tiempo todos aquellos corazones. Hubo algunas que se escaparon por una puerta de
    servicio, y subieron al tercer piso de la calle Droit-Mur con el fin de tratar de ver por entre las celosías.
    Imposible. Un día una joven llegó hasta el extremo de pasar el brazo por encima de cabeza a través de la
    reja y agitar su pañuelo blanco. Otras dos fueron aún más atrevidas: encontraron la forma de trepar hasta
    el tejado, se arriesgaron, y consiguieron ver al «joven». Era un viejo emigrado ciego y arruinado que
    tocaba la flauta en su buhardilla para consolarse.








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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 7 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Jue 21 Nov 2024, 09:28

    ***
    VI



    EL PEQUEÑO CONVENTO




    Había en el recinto de Petit-Picpus tres edificios completamente distintos: el convento grande que
    habitaban las religiosas, el colegio, en el que estaban las educandas, y luego lo que llamaban el convento
    pequeño. Éste era un conjunto de dependencias con jardín, donde vivían en común ancianas religiosas de
    varias órdenes, procedentes de claustros destruidos por la Revolución; reunión de hábitos negros, grises
    y blancos, de todas las comunidades y de todas las variedades posibles; era lo que podría llamarse, si se
    nos permitiera una extraña combinación de palabras, un convento-arlequín.
    Desde el tiempo del Imperio, se había permitido a todas aquellas pobres desterradas acogerse bajo
    las alas de las bernardinas-benedictinas. El Gobierno les pagaba una pequeña pensión; las religiosas de
    Petit-Picpus las habían acogido muy bien. Era una mezcla extraña. Cada una seguía su regla. Algunas
    veces, se permitía a las alumnas pensionistas, como un recreo, hacerles una visita; y estas jóvenes han
    guardado entre otros recuerdos los de la madre Santa Basilia, de la madre Santa Escolástica y de la
    madre Jacob.
    Una de estas refugiadas casi podía decirse que se hallaba como en su casa. Era una religiosa de la
    orden de Santa Aura, la única que sobrevivía de su comunidad
    [248]
    . El antiguo convento de las religiosas
    de Santa Aura ocupaba desde principios del siglo XVIII precisamente la misma casa de Petit-Picpus que
    después fue a pertenecer a las benedictinas de Martín Verga. Era santa mujer, demasiado pobre para
    llevar el magnífico hábito de su orden, que era un manto blanco con escapulario escarlata; había vestido
    con él un maniquí, que enseñaba a todo el mundo con satisfacción, y que legó a la casa cuando murió. En
    1824, sólo quedaba una religiosa de esta orden; hoy sólo queda una muñeca.
    Además de estas dignas religiosas, había algunas ancianas que habían obtenido permiso de la priora,
    como la señora Albertine, para retirarse en el pequeño convento. Entre éstas estaban la señora Beauford
    d’Hautpoul y la marquesa Dufresne. Había otra que sólo era conocida en el convento por el formidable
    ruido que hacía al sonarse. Las alumnas la llamaban la señora Estrepitini.
    Hacia 1820 o 1821, la señora de Genlis
    [249]
    , que publicaba un periódico llamado El intrépido, pidió
    permiso para vivir en el convento de Petit-Picpus. El señor duque de Orléans la recomendó. Esto produjo
    un gran rumor en la colmena; las madres vocales temblaban; la señora de Genlis había escrito
    novelas
    [250]
    , pero declaró que era la primera en condenarlas. Además, había llegado a un punto en que la
    devoción se hace intransigente; en fin, con la ayuda de Dios y del príncipe, entró. Se marchó al cabo de
    seis u ocho meses, dando por razón que el jardín no tenía sombra. Las religiosas se alegraron muchísimo.
    La señora Genlis, aunque era muy vieja, tocaba el arpa bastante bien.
    Al marcharse, dejó un recuerdo en la celda. Era supersticiosa y latinista. Estas dos palabras dan una
    idea aproximada de ella. Hace algunos años, se veían aún, pegados en el interior de un armarito donde
    guardaba el dinero y las alhajas, estos cinco versos latinos, escritos por su propia mano en tinta roja
    sobre papel amarillo; versos que en su opinión tenían la virtud de intimidar a los ladrones:

    Imparibus meritis pondent tria corpora ramis:
    Dismas et Gesmas, media est divina potestas;
    Alta petit Dismas, infelix, Ínfima, Gesmas.
    Not et res nostras conservet summa potestas.
    Hos versus dicas, ne tu furto tua perdis
    [251]
    .

    Estos versos escritos en latín del siglo VI promueven la cuestión de si los ladrones del Calvario se
    llamaban Dimas y Gestas, como comúnmente se cree, o Dimas y Gesmas. Esta ortografía hubiera podido
    contrariar las pretensiones que tenía en el siglo pasado el vizconde de Gestas de descender del ladrón
    malo. Por lo demás, la virtud benéfica que se atribuye a estos versos es un artículo de fe en la orden de
    las hospitalarias.
    La iglesia de la casa, construida con el fin de separar el convento grande del colegio, era común a
    éste, al convento grande y al pequeño; y en ella se admitía también al público por una especie de entrada
    de lazareto que daba a la calle. Pero estaba todo dispuesto de manera que ninguna de las que vivían en el
    claustro pudiese ver un rostro de afuera. Figúrese el lector una iglesia cuyo coro hubiera sido cogido por
    la mano de un gigante y doblado de manera que formase, no como en las demás iglesias, una prolongación
    detrás del altar, sino una especie de sala o caverna oscura a la derecha, delante del celebrante; este
    espacio estaba cerrado por la cortina de siete pies de altura de la que ya hemos hablado; y allí
    sumergidas en la sombra de la cortina, en sitiales de madera, las religiosas del coro a la izquierda y las
    educandas a la derecha, las conversas y las novicias en el centro, asistían al culto divino. Esta caverna,
    que se llamaba el coro, se comunicaba con el claustro por un pasadizo. La iglesia recibía la luz del
    jardín. Cuando las religiosas asistían a los oficios en que su regla ordenaba el silencio, el público sólo
    notaba su presencia por el choque de las tablillas de sus sitiales, que levantaban y bajaban con ruido.






    VII



    ALGUNAS SILUETAS DE ESTA SOMBRA




    Durante los seis años que separan 1819 de 1825, la priora de Petit-Picpus era la señorita Blemeur,
    que en religión se llamaba madre Inocente. Era de la familia de Marguerite de Blemeur, autora de Vida de
    los santos de la orden de San Benito. Había sido reelegida. Era una mujer de unos sesenta años, baja,
    gruesa, «que cantaba como una olla cascada», según dice la carta que hemos citado. Por lo demás, era
    una mujer excelente, la única persona alegre que había en el convento, por lo cual era adorada por todos.
    La madre Inocente se parecía en algo a su ascendiente Marguerite, la Dacier de la orden
    [252]
    . Era
    letrada, erudita, sabia, competente, historiadora curiosa, atestada de latín, repleta de griego y llena de
    hebreo, y más bien benedictino que benedictina.
    La vicepriora era una vieja religiosa española casi ciega, la madre Ciñeres.
    Las más notables entre las vocales eran: la madre Santa Honorina, tesorera; la madre Santa Gertrudis,
    primera maestra de novicias; la madre Santo Ángel, segunda maestra; la madre Anunciación, sacristana;
    la madre San Agustín, enfermera, la única del convento que no era buena; la madre Santa Matilde
    (señorita Gauvain), muy joven, y con una voz admirable; la madre de los Ángeles (señorita Drouet)
    [253]
    ,
    que había estado en el convento de las hijas de Dios y en el del Tesoro, entre Gisors y Magny; la madre
    San José (señorita Cogolludo), la madre Santa Adelaina (señorita de Auvrney), la madre Misericordia
    (señorita de Cifuentes, que no pudo resistir tanta austeridad); la madre Compasión (señorita de la
    Miltiére, recibida a los sesenta años, a pesar de la regla, muy rica); la madre Providencia (señorita
    Laudiniére); la madre Presentación (señorita de Sigüenza), que fue priora en 1847; y, finalmente, la madre
    Santa Céligne (la hermana del escultor Ceracchi), que se volvió loca, y la madre Santa Chantal (señorita
    de Suzon), que también se volvió loca.
    Había, además, entre las más bonitas, una encantadora joven de veintitrés años, que era de la isla de
    Bourbon, y descendiente del caballero Roze, que se llamó en el mundo señorita Roze, y que en el
    convento se llamaba madre Asunción.
    La madre Santa Matilde, encargada del canto y del coro, empleaba en él a las educandas, ocupando
    diariamente una gama completa, es decir, siete, de diez a dieciséis años inclusive, voces y cuerpos a
    propósito, a las que hacía cantar de pie, alineadas en fila por edades, desde la menor a la mayor, lo cual
    ofrecía un aspecto caprichoso, como una flauta de jóvenes, una especie de flauta de Pan viva, y formada
    de ángeles.
    Las hermanas conversas a las que más querían las educandas eran sor Santa Eufrasia, sor Santa
    Margarita y sor Santa Marta, que era una niña, y sor San Miguel, cuya larga nariz era siempre motivo de
    risa.
    Todas estas mujeres eran amables con las niñas; sólo eran rígidas para consigo mismas. No se
    encendía lumbre más que en el colegio, y su comida, comparada con la del convento, era muy superior.
    Además de esto, tenían con las educandas mil cuidados. Pero cuando una niña pasaba al lado de una
    monja y le hablaba, la monja no respondía nunca.
    Esta regla del silencio había producido un efecto extraño en el convento; la palabra que se negaba a
    las criaturas humanas se concedía a los objetos inanimados. Unas veces hablaba la campana de la iglesia,
    otras la campanilla del jardinero. Un timbre muy sonoro, colocado al lado de la tornera, y que se oía en
    toda la casa, indicaba con diversos golpes, que era una especie de telégrafo acústico, todos los actos que
    debían efectuarse, y llamaba al locutorio, si era necesario, a tal o cual habitante de la casa. Cada persona
    y cada cosa tenía su toque particular. La priora uno y uno; la vicepriora, uno y dos; seis y cinco llamaban
    a clase, de tal manera que las alumnas no decían nunca entrar en clase, sino ir a seis-cinco. Cuatro-cuatro
    era el timbre de la señora Genlis; y se oía con mucha frecuencia: «Es el diablo a cuatro», decían las que
    tenían poca caridad. Diecinueve toques anunciaban un gran suceso. Era la apertura de la puerta de
    clausura, enorme puerta de hierro, erizada de cerrojos, que sólo giraba sus goznes ante el arzobispo.
    Éste y el jardinero, según hemos dicho, eran los únicos hombres que entraban en el convento. Las
    educandas veían a otros dos: al capellán, que era el abate Bañes, viejo y feo, a quien podían contemplar
    desde el coro a través de una reja; y el otro el maestro de dibujo, señor Ansiaux, llamado en la carta de la
    que hemos copiado algunas líneas señor Anciot, y calificado de horrible viejo jorobado.
    Todos los hombres eran, pues, escogidos.
    Así era esta curiosa casa.




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    y en ese vuelo y en ese sueño
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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 7 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Jue 21 Nov 2024, 09:31

    ***


    VIII




    POST CORDA LAPIDES




    [254]
    Después de haber esbozado la figura moral del convento, no es inútil describir en breves palabras su
    configuración material; el lector tiene ya una idea de ella.
    El convento de Petit-Picpus-Saint-Antoine ocupaba casi plenamente el vasto trapecio que formaban
    las intersecciones de las calles Polonceau, Droit-Mur, la pequeña Picpus y el callejón sin salida que en
    los antiguos planos se llamaba calle Aumarais. Estas cuatro calles rodeaban el trapecio como si fuesen
    un foso. El convento se componía de varios edificios y un jardín. El edificio principal, tomado completo,
    era una yuxtaposición de construcciones híbridas que, vistas a vuelo de pájaro, dibujaban con bastante
    exactitud una escuadra colocada en el suelo. El brazo mayor de esta escuadra ocupaba todo el trozo de la
    calle Droit-Mur comprendido entre la callejuela Picpus y la calle Polonceau; el brazo pequeño era una
    fachada alta, gris y severa, con rejas, que daba frente a la callejuela Picpus; la puerta cochera n.° 62
    señalaba su extremo. Hacia el medio de esta fachada, el polvo y la ceniza habían blanqueado una
    puertecita vieja, cintrada, en la que las arañas trabajaban su tela, y que sólo se abría durante unas horas
    los domingos, en las raras ocasiones en que salía del convento el ataúd de alguna religiosa; era la entrada
    pública de la iglesia. El codo de la escuadra era una sala cuadrada que servía de alacena, y que las
    monjas llamaban la despensa. En el brazo mayor, estaban las celdas de las madres y las hermanas, así
    como del noviciado. En el brazo pequeño, las cocinas, el refectorio rodeado del claustro y la iglesia.
    Entre la puerta n. 62 y el extremo del callejón Aumarais, estaba el colegio, que no era visible desde el
    exterior. El resto del trapecio formaba el jardín que estaba mucho más abajo del nivel de la calle
    Polonceau; esto hacia que los muros fuesen mucho más elevados desde el interior que desde el exterior.
    El jardín, ligeramente convexo, tenía en el centro, encima de un pequeño promontorio, un hermoso abeto
    agudo y cónico, del cual partían, como de la punta central de un escudo, cuatro grandes avenidas, y
    dispuestas dos a dos entre las primeras ocho avenidas pequeñas, de tal manera que si el recinto hubiera
    sido circular, el plano geométrico de las avenidas habría semejado una cruz colocada sobre una rueda.
    Las avenidas iban todas a terminar en las tapias irregulares del jardín y, por tanto, su longitud era
    desigual. Estaban bordeadas de groselleros. Al fondo, una avenida de grandes árboles iba de las ruinas
    del viejo convento, que estaba en el ángulo de la calle Droit-Mur, hasta la casa del convento pequeño,
    que estaba en el ángulo de la callejuela Aumarais. Delante del convento pequeño, se encontraba lo que se
    llamaba el jardincillo. Añádase a esto un patio, infinidad de ángulos desiguales que formaban los cuerpos
    de las habitaciones interiores, paredes de prisión y por toda perspectiva y vecindad la negra y extensa
    línea de los tejados que corría al otro lado de la calle Polonceau, y se podrá tener una idea exacta de lo
    que era hace cuarenta años el convento de bernardinas-benedictinas de Petit-Picpus. Esta santa casa
    había sido edificada precisamente en el emplazamiento que ocupaba un juego de pelota célebre desde el
    siglo XIV al XVI, y llamado el juego de los once mil diablos.
    Todas aquellas calles eran de las más antiguas de París. Estos nombres, Droit-Mur y Aumarais, son
    muy viejos; las calles que los llevan, son mas viejas aun. La callejuela Aumarais se llamó antes Maugout;
    la calle Droit-Mur, Énglantiers, pues Dios abría las flores antes de que el hombre labrase las piedras.






    IX



    UN SIGLO BAJO UNA TOCA




    Puesto que estamos dando pormenores de lo que era antiguamente el convento de Petit-Picpus, y
    hemos tenido el atrevimiento de abrir una ventana a este discreto asilo, el lector nos permitirá aún una
    corta digresión, ajena al fondo de este libro, pero característica y útil para demostrar que incluso el
    claustro tiene sus tipos originales.
    En este pequeño convento había una mujer centenaria que procedía de la abadía de Fontevrault. Antes
    de la Revolución, había vivido en el mundo. Hablaba mucho del señor de Miromesnil, guardasellos de
    Luis XVI, y de un tal Duplat, presidente, a quien había conocido mucho. Toda su vanidad y todo su placer
    era recordar estos nombres a cada momento. Contaba maravillas de la abadía de Fontevrault, que era
    como una ciudad, y que tenía calles dentro del monasterio.
    Hablaba con un acento pícaro, que encantaba a las educandas. Cada año renovaba solemnemente sus
    votos, y en el momento de prestar juramento, decía al sacerdote:
    —Monseñor, san Francisco lo prestó ante monseñor San Julián; monseñor San Julián lo prestó ante
    monseñor San Eusebio; monseñor San Eusebio antes vos monseñor San Procopio, etcétera, etcétera; así
    yo lo presto ante vos, padre mío.
    Y las educandas se reían bajo su velo. Encantadoras y ahogadas risas que hacían fruncir el ceño a las
    madres vocales.
    En otras ocasiones, la centenaria relataba historias. Decía que en su juventud, los bernardinos no
    tenían nada que envidiarles a los mosqueteros. Era un siglo el que hablaba, pero era el siglo XVIII.
    Describía la costumbre de los cuatro vinos en Champaña y Borgoña antes de la Revolución. Siempre que
    pasaba por las ciudades de estas regiones un mariscal de Francia, un príncipe, un duque, o un par, el
    Ayuntamiento le arengaba y le presentaba cuatro vasijas llenas de vinos distintos. En la primera se leía
    esta inscripción: «vino de mono»; en la segunda, «vino de león»; en la tercera, «vino de carnero»; en la
    cuarta, «vino de cerdo». Estas cuatro inscripciones representaban los cuatro grados por los que
    desciende el borracho: el primero, alegra; el segundo, irrita; el tercero, entorpece; el cuarto, embrutece.
    Tenía en un armario cerrado con llave un objeto misterioso al que profesaba mucho afecto. La regla
    de Fontevrault no se lo prohibía. No quería mostrar este objeto a nadie. Se encerraba, su regla lo
    permitía, y se escondía cada vez que quería contemplarlo. Si oía pasos en el corredor, cerraba el armario
    tan precipitadamente como podía con sus viejas manos. Cuando le hablaban de ello, se callaba, ella que
    era tan habladora. Las más curiosas tropezaron con este silencio, y las más tenaces con su obstinación.
    Era, pues, este objeto, motivo de comentarios para todas las que estaban desocupadas o aburridas en el
    convento. ¿Qué podía ser este objeto tan precioso y tan secreto que constituía el tesoro de la centenaria?
    ¿Algún libro santo? ¿Algún rosario único? ¿Alguna reliquia probada? Todas se perdían en suposiciones.
    A la muerte de la pobre anciana, corrieron todas al armario más deprisa tal vez de lo que convenía, y
    lo abrieron. Encontraron el objeto envuelto en un triple lienzo, como una patena bendita. Era un plato de
    porcelana, cuyas figuras representaban unos amorcillos que huían perseguidos por unos mancebos
    armados de enormes jeringas. La persecución abundaba en gestos y en cómicas posturas. Uno de los
    amorcillos estaba ya ensartado. Lucha, grita, agita sus alas y trata de volar, pero el matasanos se ríe con
    una risa satánica. Moraleja: «El amor vencido por el cólico». Este plato, muy curioso por lo demás, y
    que tiene quizás el mérito de haber dado una idea a Moliere, existía aún en septiembre de 1845; estaba en
    venta en casa de un comerciante del bulevar Beaumarchais.
    Esta buena vieja no quería recibir ninguna visita de fuera del convento porque, decía: «el locutorio es
    muy triste»




    X



    ORIGEN DE LA ADORACIÓN PERPETUA




    Por lo demás, el locutorio casi sepulcral del que acabamos de hablar es un hecho local que no se
    reproduce con la misma severidad en otros conventos. En el convento de la calle del Temple, que era de
    otra orden, es verdad, los postigos negros estaban reemplazados por cortinas oscuras, y el mismo
    locutorio era un salón bien entablado, cuyas ventanas tenían cortinillas de muselina blanca y cuyas
    paredes admitían toda clase de cuadros; un retrato de un benedictino con el rostro descubierto, floreros
    pintados y hasta una cabeza de turco.
    En el jardín del convento de la calle del Temple estaba aquel castaño de Indias que pasaba por ser el
    más hermoso y más grande de Francia, y que tenía fama entre el pueblo ingenuo del siglo XVIII de ser el
    padre de todos los castaños del reino.
    Ya hemos dicho que el convento del Temple estaba ocupado por benedictinas de la Adoración
    Perpetua, distintas de las que dependían del Cister. Esta orden de la Adoración Perpetua no es muy
    antigua, y se remonta sólo a unos doscientos años. En 1649, el Santísimo Sacramento fue profanado dos
    veces, a pocos días de distancia, en dos iglesias de París, en Saint-Sulpice, y en Saint-Jean, en Gréve,
    sacrilegio horrible y grave que conmovió a toda la ciudad. El señor prior, vicario mayor de SaintGermain-des-Prés, ordenó una procesión solemne de todo su clero, en la cual ofició el nuncio del Papa.
    Pero la expiación no bastó a dos dignas damas, la señora Courtin, marquesa de Boucs, y la condesa de
    Cháteau-vieux. Este ultraje, hecho al «muy augusto sacramento del altar», aunque pasajero, no se borraba
    del alma de aquellas dos santas mujeres, y les pareció que no podía ser reparado de otro modo que por
    una «Adoración Perpetua» en algún monasterio de monjas. Ambas, una en 1652, y otra en 1653, hicieron
    donación de elevadas sumas a la madre Catherine de Bar, llamada del Santísimo Sacramento, religiosa
    benedictina, para fundar, con este objeto piadoso, un monasterio de la orden de San Benito. El primer
    permiso para esta fundación fue dado a la madre Catherine de Bar por el señor de Metz, abad de SaintGermain, «a condición de que no pudiese ser recibida ninguna joven que no llevase trescientos francos
    de renta, que hacen seis mil francos de capital». Después del abad, el rey concedió reales cédulas, y todo
    reunido, las licencias reales y las abaciales, se registró en 1654 en la Cámara de Cuentas y en el
    Parlamento.
    Tal es el origen y la consagración legal del establecimiento de las benedictinas de la Adoración
    Perpetua del Santísimo Sacramento en París. Su primer convento fue «edificado de nuevo» en la calle
    Cassette, con las donaciones de las señoras de Boucs y Chateau-vieux.
    Esta regla era distinta de las que seguían las benedictinas llamadas del Cister, y dependía del abad de
    Saint-Germain-des-Prés, del mismo modo que las monjas del Sagrado Corazón dependen del general de
    los jesuitas, y las Hermanas de la Caridad del general de los lazaristas.
    Era también completamente distinta de la orden de las bernardinas de Petit-Picpus, cuyo interior
    acabamos de describir. En 1657, el papa Alejandro VII autorizó por breve especial a las bernardinas de
    Petit-Picpus a practicar la Adoración Perpetua, como las benedictinas del Santo Sacramento.







    438
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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 7 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Vie 22 Nov 2024, 09:21

    ***
    XI



    FIN DE PETIT-PICPUS



    Desde el principio de la Restauración, el convento de Petit-Picpus estaba agonizando, como parte de
    la muerte general de la orden, la cual, a partir del siglo XVIII, fue desapareciendo como todas las demás.
    La contemplación es, lo mismo que la oración, una necesidad humana; pero se transformará como todo lo
    que ha tocado la Revolución, y se convertirá de hostil al progreso, en favorable.
    La casa de Petit-Picpus se despoblaba rápidamente. En 1840, el pequeño convento había
    desaparecido, el pensionado también. Ya no quedaban ni viejas ni jóvenes; las primeras habían muerto, y
    las otras se habían marchado. Volaverunt
    [255]
    .
    La regla de la Adoración Perpetua es de una rigidez tal que aterra; las vocaciones retroceden, la
    orden no encuentra novicias. En 1845, había aún esparcidas algunas religiosas conversas; de coro,
    ninguna. Hace más de cuarenta años, las religiosas eran cerca de cien, hace veinte años no eran más que
    veintiocho. ¿Cuántas son hoy? En 1847, la priora era joven, señal de que el círculo de elección iba
    restringiéndose. Aún no tenía cuarenta años. A medida que disminuye el número de profesas, aumenta el
    trabajo, el servicio de cada una se hace más penoso; se esperaba desde entonces el momento en que no
    serían más que una docena de hombros doloridos y encorvados para llevar todo el peso de la regla de
    San Benito. La carga es implacable, y es la misma para pocas que para muchas. Su peso aplasta, las
    monjas mueren. Viviendo el autor de este libro en París, murieron dos. Una tenía veinticinco años, la otra
    veintitrés. Ésta puede decir, como Julia Alpinula: «Hic jaceo, vixi annos viginti et tres»
    [256]
    . A causa de
    esta decadencia, el convento renunció a la educación de las jóvenes.
    No hemos podido pasar ante esta casa extraordinaria, desconocida, oscura, sin entrar en ella y sin
    hacer entrar a los espíritus que nos acompañan y escuchan nuestro relato, para utilidad de algunos, quizá
    de la melancólica historia de Jean Valjean. Hemos echado una mirada a esta comunidad tan llena de
    viejas prácticas que parecen tan nuevas hoy. Es el jardín cerrado. Hortus conclusas
    [257]
    . Hemos hablado
    de este lugar singular con detalle, pero con respeto, al menos hasta el punto en que el detalle y el respeto
    son conciliables. No lo comprendemos todo, pero no insultamos nada. Estamos a igual distancia del
    hosanna de Joseph de Maistre, que llega hasta la consagración del verdugo, y de la burla de Voltaire, que
    llega hasta el escarnecimiento del crucifijo.
    Falta de lógica de Voltaire, digámoslo de paso; pues Voltaire hubiera defendido a Jesús como
    defendió a Calas. ¿Qué representa el crucifijo, aun para los mismos que niegan las encarnaciones
    sobrehumanas? El sabio asesinado.
    En el siglo XIX, la idea religiosa ha sufrido una crisis. Se olvidan muchas cosas, y bien hecho está con
    tal de que al olvidarlas se aprendan otras nuevas. El corazón humano rechaza el vacío. Es bueno hacer
    algunas demoliciones, pero a condición de que sigan nuevas construcciones.
    Mientras tanto, estudiemos las cosas que ya no existen. Es necesario conocerlas, aunque no sea más
    que para evitarlas. Las falsificaciones de lo pasado toman falsos nombres y se conceden a sí mismas el
    del porvenir; lo pasado es un viajero que puede falsificar el pasaporte: estemos prevenidos,
    desconfiemos. El pasado tiene un rostro: la superstición, y una máscara: la hipocresía. Denunciemos el
    rostro y arranquemos la máscara.
    En cuanto a los conventos, es una cuestión compleja. Cuestión de civilización, que los condena;
    cuestión de libertad, que los protege.






    LIBRO SÉPTIMO



    PARÉNTESIS




    I



    EL CONVENTO COMO IDEA ABSTRACTA



    Este libro es un drama cuyo primer personaje es el infinito.
    El hombre es el segundo.
    En este supuesto, habiendo encontrado un convento en nuestro camino, hemos debido penetrar en él.
    ¿Por qué? Porque el convento, tan propio del oriente como del occidente, de la antigüedad como de la
    época moderna, del paganismo, del budismo, del mahometismo como del cristianismo, es uno de los
    aparatos de óptica que el hombre dirige al infinito.
    No es éste el lugar oportuno para desarrollar extensamente ciertas ideas; sin embargo, aun
    conservando nuestra reserva, nuestras restricciones, y hasta nuestra indignación, diremos, porque
    debemos decirlo, que siempre que encontramos en el hombre el infinito, bien o mal comprendido, nos
    sentimos poseídos del respeto. Hay en la sinagoga y en la mezquita, en la pagoda y el wigwam, un lado
    horrible que execramos y un lado sublime que adoramos. ¡Qué contemplación para el espíritu! ¡Qué
    meditación sin fin! El reflejo de Dios sobre la pared humana
    [259]





    .
    II



    EL CONVENTO COMO HECHO HISTÓRICO



    Bajo el punto de vista de la historia, de la razón y de la verdad, el monaquismo está condenado.
    Los monasterios, cuando abundan en una nación, son trabas para la circulación, obstáculos, centros de
    pereza allí donde debería haber puestos de trabajo. Las comunidades monásticas son a la gran comunidad
    social lo que el muérdago a la encina, lo que la verruga al cuerpo humano. Su prosperidad y su apogeo
    significan el empobrecimiento del país. El régimen monástico, bueno en los principios de la civilización,
    útil en la obra de dominación de la brutalidad por medio de lo espiritual, es malo para la virilidad de los
    pueblos. Además, cuando se gasta y entra en el período de desarreglo, como que continúa dando el
    ejemplo, es malo por las mismas razones que le hacen saludable en su período de pureza.
    Los claustros han concluido su misión. Útiles para la primera educación de la civilización moderna,
    han sido un obstáculo para su crecimiento, y son perjudiciales para su desarrollo. Como institución, como
    modo de formación para el hombre, los monasterios, buenos en el siglo X, de discutible utilidad en el XV,
    son detestables en el XIX. La lepra monacal, ha carcomido, casi hasta el esqueleto, a dos grandes
    naciones, Italia y España, luz una y esplendor la otra de Europa durante siglos, y en la época que nos
    hallamos estos dos ilustres pueblos empiezan a curarse, gracias sólo a la sana y vigorosa higiene de
    1789
    El convento, especialmente el antiguo convento de monjas, como existía aún a principios de siglo en
    Italia, en Austria y en España, es una de las más sombrías realizaciones de la Edad Media. El claustro,
    ese claustro, es el punto de intersección de los terrores. El claustro católico propiamente dicho está lleno
    del sombrío esplendor de la muerte.
    El convento español es más fúnebre que todos los demás. Allí se elevan en la oscuridad, bajo
    bóvedas llenas de bruma, bajo cúpulas vagas a fuerza de sombra, macizos altares babélicos, altos como
    catedrales; allí penden, de cadenas en medio de las tinieblas, inmensos crucifijos blancos; allí se
    destacan desnudos sobre el ébano grandes Cristos de marfil, sangrientos más que ensangrentados,
    sombríos y magníficos, con los codos mostrando los huesos y las rótulas mostrando los tegumentos; la
    carne por las llagas, coronados de espinas de plata, clavados con clavos de oro, con gotas de sangre de
    rubíes en la frente y lágrimas de diamantes en los ojos. Los diamantes y los rubíes parecen mojados, y
    hacen llorar, abajo, en la sombra, a seres cubiertos con un velo, que tienen el cuerpo martirizado por el
    cilicio y por la disciplina de alambre, el pecho desollado por los zarzos y las rodillas desolladas por la
    oración; a mujeres que se creen esposas, a espectros que se creen serafines. ¿Piensan acaso estas
    mujeres? No. ¿Quieren? No. ¿Aman? No. ¿Viven? No. Sus nervios se han convertido en huesos, sus
    huesos se han convertido en piedras. Su velo está tejido de la noche. Su aliento, bajo el velo, parece una
    trágica respiración de la muerte. La abadesa, una larva, las santifica y aterroriza. La inmaculada está allí,
    salvaje. Tales son los viejos monasterios de España. Guaridas de la devoción terrible, antros de
    vírgenes, lugares feroces.
    La España católica era más romana que la misma Roma. El convento español era el convento católico
    por excelencia. El arzobispo, kislar-aga del cielo, encerraba y espiaba este serrallo de almas destinado a
    Dios. La monja era la odalisca
    [260]
    , el sacerdote era el eunuco. Las fervientes eran escogidas en sueños, y
    poseían a Cristo. Por la noche, el hermoso joven desnudo bajaba de la cruz y se convertía en el éxtasis de
    la celda. Elevadas murallas guardaban de toda distracción viviente a la sultana mística que tenía el
    crucifijo por sultán. Una mirada al exterior era una infidelidad. El in-pace reemplazaba al saco de cuero.
    Lo que en oriente arrojaban al mar en occidente lo arrojaban a tierra. En los dos lados, las mujeres se
    retorcían los brazos; las olas para unas, la fosa para otras; aquí las ahogadas, ahí las enterradas.
    Paralelismo monstruoso.
    Hoy los defensores de lo pasado, no pudiendo negar estas cosas, han tomado el partido de sonreír
    ante ello. Se ha puesto de moda un medio cómodo y extraño de suprimir las revelaciones de la historia,
    de debilitar los comentarios de la filosofía, de borrar todos los hechos desfavorables y todas las
    cuestiones sombrías. Materia de declamaciones, dicen los hábiles; declamaciones, repiten los necios.
    Jean-Jacques Rousseau, declamador; Diderot, declamador; Voltaire, tratándose de Calas, Labarre y
    Sirven, declamador. No sé quién ha descubierto últimamente que Tácito era un declamador, que Nerón
    era una víctima, y que, decididamente, era preciso apiadarse de «ese pobre Holofernes».
    Los hechos no obstante lo desconciertan todo, y son muy obstinados. El autor de este libro ha visto
    con sus propios ojos, a ocho leguas de Bruselas, un recuerdo de la Edad Media, que todo el mundo tiene
    a mano en la abadía de Villers
    [261]
    : el agujero de una sima, en medio del prado que fue patio del
    convento, y al borde del Dyle, cuatro calabozos de piedra, mitad bajo tierra y mitad bajo agua. Eran los
    in-pace. Cada uno de estos calabozos tiene aún rastros de una puerta de hierro, una letrina y un tragaluz
    enrejado, que por fuera está a dos pies sobre el río, y por dentro a seis pies bajo el suelo. Cuatro pies de
    agua corren exteriormente por la pared. El suelo está siempre mojado. El que vivía en el in-pace tenía
    por lecho este suelo. En uno de los calabozos, hay un pedazo de argolla colgado en el muro; en otro se ve
    una especie de caja cuadrada hecha de cuatro losas de granito, demasiado corta para echarse y
    demasiado baja para estar sentado. Allí se metía a un ser humano, con una losa encima. Así eran, aún se
    ven, aún se tocan. Esos in-pace, esos calabozos, esos goznes de hierro, las argollas, el alto tragaluz a
    cuyo nivel corre el río, esta caja de piedra cerrada con una tapa de granito como una tumba, con la
    diferencia de que el muerto era un vivo, ese suelo de fango, ese agujero de letrina, esas tapias que
    rezuman, ¡qué declamadores.



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    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 7 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Vie 22 Nov 2024, 09:23

    ***

    III


    BAJO QUÉ CONDICIONES PUEDE RESPETARSE LO PASADO



    El monaquismo tal como existía en España, y tal como existe en el Tíbet, es una especie de tisis para
    la civilización; detiene la vida.
    Despuebla, simplemente. Claustración es lo mismo que castración. Ha sido el azote de Europa. A este
    mal añádase la influencia ejercida frecuentemente sobre la conciencia, las vocaciones forzadas, el
    feudalismo apoyándose en el claustro, el mayorazgo encerrado en el claustro, el exceso de familia, las
    ferocidades de las que acabamos de hablar, los in-pace, las bocas cerradas, los cerebros tapiados y
    tantas desgraciadas inteligencias encerradas en la tumba de los votos eternos, y sometidas a la toma de
    hábito, entierro de las almas vivas. Sumad los suplicios individuales a la degradación nacional y
    temblaréis, cualesquiera que sean vuestras ideas, ante la capucha y el velo, dos sudarios de invención
    humana.
    Y sin embargo, en algunos puntos, y en ciertos lugares, a despecho de la filosofía y del progreso,
    persiste el espíritu del claustro en mitad del siglo XIX, y asombra al mundo civilizado esa extraña
    recrudescencia ascética. La terquedad que manifiestan en perpetuarse las instituciones envejecidas se
    parece a la obstinación del perfume rancio que quiere embalsamar nuestros cabellos; a la pretensión del
    pescado podrido que quiere ocupar un buen lugar en la mesa; a la insistencia de las mantillas del niño
    que quieren vestir al hombre y a la ternura de los cadáveres que vuelven para abrazar a los vivos.
    «¡Ingratos! —dicen las mantillas—; os he protegido contra el mal tiempo. ¿Por qué no os servís de
    nosotras?» «Vengo del mar», dice el pescado. «He sido una rosa», dice el perfume. «Os he amado», dice
    el cadáver. «Os he civilizado», dice el convento.
    A todo esto no hay más que una respuesta: En otros tiempos.
    Pensar en la prolongación indefinida de las cosas difuntas, y en el gobierno de los hombres por
    embalsamamiento; restaurar los principios antiguos en mal estado; dorar de nuevo las urnas; blanquear
    los claustros; volver a bendecir los relicarios; reamueblar las supersticiones; alimentar el fanatismo;
    echar mano a los hisopos y a los sables; reconstituir el monaquismo y el militarismo; creer en la
    salvación de la sociedad mediante la multiplicación de los parásitos; imponer lo pasado a lo presente,
    son cosas muy extrañas. Y hay, sin embargo, teóricos que sostienen estas teorías. Estos teóricos, hombres
    de talento por otra parte, tienen un sistema muy sencillo, aplican al pasado un barniz que llaman orden
    social, derecho divino, moral, familia, respeto a los antepasados; antigua autoridad, tradición santa,
    legitimidad, religión; y van gritando: «¡Mirad!, tomad esto, hombres honrados». Esta lógica era conocida
    ya de los antiguos. Los aráspices la practicaban. Frotaban con greda blanca una ternera negra y decían:
    «Es blanca. Eos cretatus»
    [262]
    .
    En cuanto a nosotros, respetamos ciertos puntos, y perdonamos en todo al pasado con tal de que
    consienta en estar muerto. Si quiere vivir, le atacamos, y tratamos de matarle.
    Supersticiones, hipocresías, devoción fingida, prejuicios, estas larvas, por más larvas que sean,
    quieren vivir tenazmente, tienen uñas y dientes en su sombra, y es preciso destruirlas a tiempo, cuerpo a
    cuerpo, y hacerles la guerra sin tregua, porque una de las fatalidades de la humanidad es vivir condenada
    a la lucha eterna con fantasmas. La sombra es difícil de coger por el cuello y derribarla.
    Un convento de Francia, en mitad del siglo XIX, es un colegio de búhos haciendo frente al día. Un
    claustro en flagrante delito de ascetismo en medio de la ciudad de 1789, de 1830 y de 1848; Roma
    viviendo dentro de París es un anacronismo. En tiempos normales, para disolver un anacronismo y
    desvanecerlo, no hay más que hacerle deletrear el año de una moneda. Pero no estamos en tiempos
    normales. Luchemos.
    Luchemos, pero distingamos. El carácter propio de la verdad consiste en no ser nunca extremado.
    ¿Qué necesidad hay de exagerar? Existen cosas que es preciso destruir, y hay cosas que es preciso
    simplemente eliminar y observar. El examen benevolente y grave, ¡qué fuerza tan inmensa! No
    acerquemos la llama donde sólo es preciso la luz.
    Dado, pues, el siglo XIX, nos oponemos, en tesis general, en todos los pueblos, así en Asia como en
    Europa, en la India como en Turquía, a los claustros ascéticos. Decir convento es decir pantano. Su
    putrescibilidad es evidente, su estancación malsana, su fermentación enferma a los pueblos y los
    marchita; su multiplicación llega a ser plaga de Egipto. No podemos pensar sin estremecernos, en estos
    países en que los fakires, los bonzos, los santones, los calayeros, los morabitos, los talapuinos y los
    derviches pululan como gusanos.
    Dicho esto, la cuestión religiosa subsiste. Esta cuestión tiene cierto aspecto misterioso, casi temible.
    Séanos permitido mirarlo de frente.






    IV



    EL CONVENTO BAJO EL PUNTO DE VISTA DE LOS PRINCIPIOS.



    Unos cuantos hombres se reúnen y viven en común. ¿En virtud de qué derecho? En virtud del derecho
    de asociación.
    Se encierran. ¿En virtud de qué derecho? En virtud del derecho que tiene todo hombre para abrir o
    cerrar su puerta.
    No salen nunca. ¿En virtud de qué derecho? En virtud del derecho que tiene el hombre para ir y venir
    libremente, lo que implica el derecho de quedarse en su casa.
    Y en su casa, ¿qué hacen?
    Hablan bajo; bajan los ojos; trabajan. Renuncian al mundo, a las ciudades, a las sensualidades, a los
    placeres, a las vanidades, a los orgullos, a los intereses. Van vestidos con tosco paño o tosca tela.
    Ninguno de ellos posee nada en propiedad. Al entrar allí, el que era rico se hace pobre. Lo que tiene, lo
    da a todos. El que era lo que se llama noble, gentilhombre y señor, es el igual del que era campesino. La
    celda es idéntica para todos. Todos sufren la misma tonsura, duermen sobre la misma paja, mueren sobre
    la misma ceniza. El mismo saco a la espalda, la misma cuerda alrededor de la cintura. Si determinan ir
    descalzos, todos van descalzos. Entre ellos, podrá haber un príncipe, pero este príncipe será una sombra
    como los otros. Allí no hay títulos. Los nombres de familia han desaparecido. No llevan más que
    nombres de bautismo. Han disuelto la familia carnal y constituido en su comunidad la familia espiritual.
    No tienen otros parientes que todos los hombres. Socorren a los pobres, cuidan a los enfermos. Eligen
    aquellos a quienes obedecen. Se dicen unos a otros: hermano mío.
    Aquí me interrumpiréis, diciendo: «¡Pero ése es el convento ideal!»
    Basta con que sea el convento posible para que sea el que debo considerar.
    Ésta es la causa de que en el libro anterior haya hablado de un convento con respeto. Prescindiendo
    pues de la Edad Media, de Asia, de la cuestión histórica y política que nos hemos reservado tratar,
    considerando esta cuestión desde el punto de vista estrictamente filosófico, fuera de esta esfera de la
    polémica militante, y con la condición de que la vida monástica sea absolutamente voluntaria y no
    encierre más que consentimientos, consideraré siempre la comunidad del claustro con una cierta
    gravedad atenta, con deferencia en algunos puntos. Donde hay comunidad, hay asociación; donde hay
    asociación, hay derecho. El monasterio es el producto de la fórmula: igualdad, fraternidad. ¡Oh! ¡Qué
    grande es la libertad! ¡Qué espléndidas transfiguraciones realiza! La libertad basta para convertir el
    monasterio en república.
    Continuemos.
    Pero estos hombres o estas mujeres que viven encerrados entre cuatro paredes, que se visten de tosco
    buriel, que son iguales, que se llaman hermanos, ¿hacen algo más?
    Sí.
    ¿Qué?
    Contemplan la sombra, se ponen de rodillas y juntan las manos.
    ¿Qué significa esto?



    V



    LA ORACIÓN




    Oran.
    ¿A quién?
    A Dios.
    Orar a Dios, ¿qué significa esto?
    ¿Hay un infinito fuera de nosotros? Este infinito es uno, inmanente, permanente; necesariamente
    sustancial, puesto que es infinito, y si la materia le faltase, ésa sería una limitación; necesariamente
    inteligente porque es infinito, y si le faltase algo de inteligencia, ¿sería infinito? ¿Este infinito despierta
    en nosotros la idea de esencia, mientras que nosotros no podemos atribuirnos a nosotros mismos más que
    la idea de existencia? En otros términos, ¿no es lo absoluto, frente a lo cual somos lo relativo?
    Al mismo tiempo que existe un infinito fuera de nosotros, ¿no hay otro infinito dentro de nosotros?
    Estos dos infinitos (¡asombroso plural!) ¿no se superponen el uno al otro? El segundo infinito ¿no es, por
    decirlo así, subyacente al primero? ¿No es su espejo, su reflejo, su eco, abismo concéntrico de otro
    abismo? ¿Es inteligente también este segundo infinito? ¿Piensa? ¿Ama? ¿Quiere? Si los dos infinitos son
    inteligentes, cada uno de ellos tiene un principio volitivo, en cada uno hay un yo, así en el infinito
    superior como en el inferior. El yo de este mundo es el alma; el yo de arriba es Dios.
    No quitemos nada al espíritu humano; porque suprimir es siempre malo. Lo necesario es reformar y
    transformar. Ciertas facultades del hombre se dirigen hacia lo desconocido: el pensamiento, la
    meditación, la oración. Lo desconocido es un océano. ¿Y cuál es la brújula de este océano? La
    conciencia. El pensamiento, la meditación y la oración son fulgores misteriosos. Respetémoslos.
    ¿Adónde van estas irradiaciones majestuosas del alma? A la sombra, es decir, a la luz.
    La grandeza de la democracia consiste en no negar nada, en no renegar de la humanidad. Cerca del
    derecho del Hombre, al menos a su lado, coloca el derecho del Alma.
    Destruir el fanatismo, venerar lo infinito, tal es la ley.
    No nos limitemos a prosternarnos ante el árbol de la Creación, y a contemplar sus inmensas ramas
    cuajadas de estrellas. Tenemos un deber más elevado: trabajar en pro del alma humana; defender el
    verdadero misterio contra el falso milagro; adorar lo incomprensible y rechazar lo absurdo; no admitir en
    materia de cosas inexplicables más de lo necesario; purificar la creencia; barrer las supersticiones de la
    religión; limpiar de gusanos a Dios.












    449

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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 7 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Sáb 23 Nov 2024, 10:27

    ***


    VI




    BONDAD ABSOLUTA DE LA ORACIÓN



    En cuanto al modo de orar, todos son buenos, si son sinceros. Cerrad el libro que leéis y penetrad en
    el infinito.
    Sabemos que hay una filosofía que niega el infinito; pero también hay una filosofía, clasificada
    patológicamente, que niega el sol. Esta filosofía se llama ceguera.
    Erigir un sentido del que carecemos en fuente de verdad es ciertamente un desparpajo de ciego.
    Lo curioso es el aire altivo, de superioridad y de compasión, que adopta frente de la filosofía que ve
    a Dios esta filosofía que marcha a tientas. Creemos oír a un topo gritando: ¡Me dan lástima con su sol!
    Sabemos que hay ilustres y poderosos ateos. Éstos, en el fondo, encaminados a la verdad por su
    mismo poder, no tienen seguridad de ser ateos; la cuestión viene a ser casi de nombre, y en todo caso, si
    no creen en Dios, prueban que existe siendo hombres de talento.
    Nosotros saludamos en ellos al filósofo, pero consideramos inexorablemente su filosofía.
    Continuemos.
    No es menos admirable, la facilidad con que muchos se satisfacen con palabras. Una escuela
    metafísica del norte, un poco impregnada de bruma, ha creído hacer una revolución en el entendimiento
    humano reemplazando la palabra Fuerza por la palabra Voluntad
    [263]
    .
    Decir «la planta quiere» en lugar de «la planta crece», sería una frase fecunda, en efecto, si se
    añadiese: «el Universo quiere». ¿Por qué? De ahí se deduce: la planta quiere, así pues posee un yo; el
    Universo quiere, así pues posee un Dios.
    En cuanto a nosotros, que en contraposición a esta escuela no negamos nada a priori, creemos que
    admitir en la planta una voluntad, es mucho más difícil que admitir una voluntad en el Universo.
    Negar la voluntad del infinito, es decir, negar a Dios, es cosa que sólo puede hacerse negando el
    infinito; y este infinito existe, lo hemos demostrado.
    La negación del infinito nos lleva directamente al nihilismo, y entonces todo se convierte en un puro
    «concepto del espíritu».
    Con el nihilismo no hay discusión posible; porque si el nihilista es lógico, niega que su interlocutor
    exista; y tampoco está seguro de su propia existencia.
    Aplicando su doctrina, es posible que no sea para sí mismo más que «un puro concepto del espíritu».
    Pero no cae en que todo lo que niega lo admite en conjunto con sólo pronunciar la palabra «espíritu».
    En suma, todavía no ha abierto ninguna senda al espíritu una filosofía que resume todas las cuestiones
    en el monosílabo «no».
    A este monosílabo, no hay más que una respuesta posible: «Sí».
    El nihilismo no tiene trascendencia alguna.
    Y la nada no existe; el cero no existe. Todo es algo; porque la nada es nada.
    El hombre vive de afirmación más que de pan.
    Ver y enseñar no basta. La filosofía debe ser un poder vivo, y debe tener como meta y como efecto la
    mejora del hombre. Sócrates debe entrar en Adán y producir a Marco Aurelio; en otros términos, es
    preciso convertir al hombre de la felicidad en el hombre de la sabiduría; transformar el Edén en
    Liceo
    [264]
    . La ciencia debe ser un cordial. ¡Sólo gozar! ¡Qué finalidad tan triste! ¡Que ambición tan
    pequeña! Los brutos gozan. Pero ¡pensar! Ése es el verdadero triunfo del espíritu. La misión de la
    filosofía real es poner el pensamiento al alcance de la sed de los hombres; darles a todos como elixir la
    noción de Dios; unir fraternalmente en ellos la conciencia y la ciencia, y hacerlo es justo por medio de
    esta unión misteriosa. La moral es un ramillete de verdades, y la contemplación nos lleva a la acción. Lo
    absoluto debe ser práctico, lo ideal, debe ser respirable, potable, asequible al espíritu humano. Sólo lo
    ideal puede decir: Tomad, ésta es mi carne; tomad, ésta es mi sangre. La sabiduría es una comunión
    sagrada. Sólo bajo esta condición deja de ser un amor estéril de la ciencia para convertirse en el modo
    único y soberano de la unión humana, y pasar de ser filosofía a ser religión.
    La filosofía no debe ser un edificio construido sobre el misterio para mirarlo fácilmente, sin más
    resultado que el de ser cómodo de la curiosidad.
    Aunque dejemos para otra ocasión el desarrollo de nuestro pensamiento, diremos aquí que no
    comprendemos ni al hombre como punto de partida, ni al progreso como fin, sin estas dos fuerzas que son
    los dos motores: creer y amar.
    El progreso es el fin; el ideal es el modelo.
    ¿Qué es lo ideal? Es Dios.
    Ideal, absoluto, perfección, infinito; palabras idénticas.





    VII




    PRECAUCIONES QUE DEBEN TOMARSE AL CONDENAR




    La historia y la filosofía tienen deberes eternos que son, al mismo tiempo, deberes simples; combatir
    a Caifás, pontífice; a Dracon, juez; a Trimalción
    [265]
    , legislador; a Tiberio, emperador. Esto es claro,
    directo, explícito, y no ofrece ninguna oscuridad. Pero el derecho de vivir aparte, aun con sus
    inconvenientes y sus abusos, debe ser reconocido y respetado. El cenobitismo es un problema humano.
    Cuando se habla de los conventos, de esos lugares de error pero de inocencia, de extravío pero de
    buena voluntad, de ignorancia pero de devoción, de suplicio pero de martirio, es preciso casi siempre
    decir sí y no.
    Un convento es una contradicción. Por objeto, la salvación; por medio, el sacrificio; es el supremo
    egoísmo que da por resultado la suprema abnegación.
    La divisa del monaquismo parece ser: abdicar para reinar.
    En el claustro se padece para gozar. Se gira una letra de cambio sobre la muerte. Se descuenta en la
    noche terrestre la luz celeste; se acepta el infierno de antemano, esperando la herencia del paraíso.
    La toma del velo o del hábito es un suicidio que se paga con la eternidad.
    Nos parece, pues, que esto no es cosa de burla. Todo en ello es serio, así el bien como el mal.
    El hombre justo frunce las cejas, pero no sonríe con maligna sonrisa. Comprendemos la cólera, no la
    malignidad.






    VIII




    LA FE, LA LEY




    Todavía algunas palabras.
    Culpamos a la iglesia cuando está saturada de intrigas; despreciamos lo espiritual cuando se opone a
    lo temporal; pero honramos en todas partes al hombre que medita.
    Saludamos al que se arrodilla.
    Una fe para el hombre, esto es lo necesario. ¡Desgraciado aquel que no cree en nada!
    El hombre no está desocupado cuando se extasía. Existe el trabajo visible y el trabajo invisible.
    Contemplar es trabajar; pensar es hacer. Los brazos cruzados trabajan; las manos juntas, hacen. La
    mirada al cielo es una obra.
    Tales permaneció inmóvil durante cuarenta años
    [266]
    . El fundó la filosofía.
    Para nosotros, los cenobitas no son ociosos, los solitarios no son holgazanes.
    Pensar en la sombra es una cosa grave.
    Sin debilitar nada de lo que hemos dicho, creemos que un perpetuo recuerdo de la tumba conviene a
    los vivos. Sobre este punto, el sacerdote y el filósofo están de acuerdo. Es preciso morir
    [267]
    . El abad de
    la Trapa da la réplica a Horacio.
    Mezclar con la vicia una cierta presencia del sepulcro es la ley del asceta. En este punto convergen
    ambos.
    Existe el crecimiento material; nosotros lo deseamos; pero existe también la grandeza moral; la
    respetamos.
    Los espíritus irreflexivos y precipitados dicen: «¿De qué sirven estas figuras inmóviles al lado del
    misterio? ¿Qué es lo que hacen?»
    ¡Ay!, en presencia de la oscuridad que nos rodea y que nos espera, no sabiendo lo que hará de
    nosotros la dispersión inmensa, nosotros respondemos: «No hay obra más sublime, quizá, que la que
    hacen estas almas». Y añadimos: «Tal vez no haya trabajo más útil».
    Son necesarios los que oran siempre para aquellos que no oran nunca.
    Para nosotros toda la cuestión está en la cantidad de pensamiento que se mezcla con la oración.
    Leibnitz orando es grande; Voltaire adorando es magnífico. Deo erexit Voltaire
    [268]
    .
    Somos partidarios de la religión contra las religiones.
    Somos de los que creen en la miseria de las oraciones y en lo sublime de la oración.
    Por lo demás, en esta noche que atravesamos, instante que afortunadamente no imprimirá su sello al
    siglo XIX en este momento en que tantos hombres tienen la frente humillada y el alma poco menos, entre
    tantos hombres que tienen por regla de moral el placer, y se cuidan únicamente de las cosas perecederas y
    deformes de la materia, el que se destierra del mundo nos parece venerable. El monasterio es una
    renuncia. El sacrificio que nos lleva al error no deja de ser sacrificio. Tomar por deber un error austero
    es una equivocación que respira grandeza.
    El monasterio, considerado en sí mismo idealmente, y observado bajo todos sus aspectos para hacer
    un examen imparcial, el convento de monjas sobre todo, porque en nuestra sociedad es la mujer la que
    más sufre, y hay algo de protesta en este exilio en el claustro, el convento de monjas, decimos, tiene
    incontestablemente cierta majestad.
    La vida del claustro, tan austera y tan monótona, según hemos hecho ver con algunas pinceladas, no es
    la vida, porque no es la libertad; ni es la tumba, porque no es la plenitud; es el lugar extraño desde donde
    se descubre, como desde lo alto de una montaña, a un lado el abismo en que vivimos, al otro, el abismo
    en el que caeremos; es el estrecho y brumoso límite que separa dos mundos, iluminado y oscurecido por
    los dos a la vez, el punto en que se confunden el rayo debilitado de la vida y el rayo sombrío de la
    muerte; es la penumbra de la tumba.
    En cuanto a nosotros, que no creemos lo que estas mujeres creen, pero que vivimos con ellas por la
    fe, no hemos podido pensar nunca, sin cierto terror religioso y compasivo, sin cierta piedad envidiosa, en
    estas criaturas llenas de abnegación, temblorosas y confiadas, en estas almas humildes y sublimes que se
    atreven a vivir en la orilla misma del misterio, esperando entre el mundo que les está cerrado y el cielo
    que no les está aún abierto, volviendo el rostro a la claridad invisible, consolándose con la convicción
    de saber dónde está, aspirando abismo y a lo desconocido, con la mirada fija en la oscuridad inmóvil,
    arrodilladas, extasiadas, contemplativas, temblorosas y casi arrebatadas a ciertas horas por el soplo
    profundo de la eternidad.







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    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 7 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Dom 24 Nov 2024, 07:57

    ***
    LIBRO OCTAVO


    LOS CEMENTERIOS TOMAN LO QUE SE LES DA





    DONDE SE TRATA DE CÓMO SE PUEDE ENTRAR EN UN CONVENTO




    Era en esta casa donde Jean Valjean había «caído del cielo», como había dicho Fauchelevent.
    Había franqueado el muro del jardín que formaba el ángulo de la calle Polonceau. El coro de ángeles
    que había oído en medio de la noche era el canto de maitines de las religiosas; la sala que había
    entrevisto en la oscuridad era la capilla; aquel fantasma que había visto tendido en el suelo era la
    hermana que hacía el desagravio; la campanilla cuyo ruido había oído era la campanilla del jardinero,
    sujeta a la rodilla de Fauchelevent.
    Acostada ya Cosette, Jean Valjean y Fauchelevent habían cenado, como hemos dicho, un pedazo de
    queso y una copa de vino, al amor de una buena lumbre; luego, como la única cama que había estaba
    ocupada por Cosette, se habían echado cada uno sobre un haz de paja. Antes de cerrar los ojos, Jean
    Valjean había dicho:
    —Es preciso que me quede aquí.
    Estas palabras habían estado dando vueltas durante toda la noche en la cabeza de Fauchelevent.
    A decir verdad, ni uno ni otro habían dormido.
    Jean Valjean, descubierto por Javert, comprendió que tanto él como Cosette estaban perdidos si
    regresaban a París. Puesto que el nuevo golpe de viento le había arrojado a aquel claustro, Jean Valjean
    no pensaba más que en una cosa: en quedarse allí. Para un desgraciado en su posición el convento era a
    la vez el lugar más peligroso y el más seguro; el más peligroso, porque no pudiendo entrar allí ningún
    hombre, si era descubierto, lo sería en flagrante delito, y no tendría que esperar para ir a la cárcel; el más
    seguro, porque si conseguía quedarse, ¿quién iría a buscarle allí? Vivir en un lugar descartado significaba
    la salvación.
    Por su parte, Fauchelevent se quebraba la cabeza, y concluía por reconocer que no comprendía nada
    de cuanto pasaba. ¿Cómo se encontraba allí el señor Madeleine, en ese lugar inaccesible? Una pared de
    claustro no resulta fácil de escalar. ¿Cómo es que se encontraba allí con una niña? No se escala un muro
    con un niño en brazos. ¿Quién era aquella niña? ¿De dónde venían los dos? Desde que Fauchelevent
    estaba en el convento, no había vuelto a oír hablar de Montreuil-sur-Mer, y no sabía nada de lo que había
    sucedido allí. Madeleine tenía un aspecto que evitaba todas las preguntas; y además, Fauchelevent se
    decía: «A un santo no se le pregunta». El señor Madeleine había conservado para él todo su prestigio.
    Sólo por algunas palabras que habían escapado a Jean Valjean, el jardinero creyó poder deducir que el
    señor Madeleine había quebrado, y que le perseguían sus acreedores, o que se había comprometido en
    algún asunto político y tenía que ocultarse, lo cual no repugnaba a Fauchelevent, que como casi todos los
    campesinos del norte de Francia tenía un fondo bonapartista. Ocultándose, pues, el señor Madeleine
    había tomado el convento por asilo, y era natural que quisiese permanecer en él. Pero lo inexplicable,
    aquello a lo que venía a parar siempre Fauchelevent, lo que le quebraba la cabeza, era que hubiese
    entrado allí el señor Madeleine, y que hubiese entrado con la niña. Fauchelevent los veía, los tocaba y les
    hablaba, y no daba crédito a lo que veía. Lo incomprensible acababa de hacer su entrada en la cabaña de
    Fauchelevent. Andaba a tientas en medio de suposiciones, y sólo veía claro que el señor Madeleine le
    había salvado la vida. Esta certidumbre bastaba, y le determinó. Se dijo para sí: «Ahora me toca a mí». Yañadió en su conciencia: «El señor Madeleine no deliberó tanto cuando se metió debajo de la carreta
    para salvarme». Decidió pues que salvaría al señor Madeleine.
    Esto no fue obstáculo para que se hiciese algunas preguntas: «Después de lo que hizo por mí, si fuese
    un ladrón, ¿le salvaría? Sin duda. Si fuese un asesino, ¿le salvaría? Sin duda. Pues siendo un santo, ¿le
    salvaré? Lo mismo».
    Pero hacerlo quedar en el convento, ¡qué dificultad! Ante esta tentativa casi quimérica, Fauchelevent
    no retrocedió; aquel pobre campesino picardo, sin más medios que su buena voluntad, y algo de la
    astucia campesina, puesta por aquella vez al servicio de una intención generosa, se propuso superar las
    imposibilidades del claustro y las duras asperezas de la regla de San Benito. Fauchelevent era un viejo
    que había sido egoísta durante toda su vida, y que en sus últimos días, cojo, enfermo, sin vínculo alguno
    con el mundo, encontró un placer en el agradecimiento; y viendo que podía hacer una acción virtuosa, se
    arrojó a ella como un hombre que en el momento de la muerte encontrase a su alcance un vaso de buen
    vino que no hubiera probado nunca y lo bebiese con avidez. Podemos añadir también que el aire que
    respiraba desde hacía varios años, en aquel convento, había destruido su personalidad y había concluido
    por infundirle la necesidad de una buena acción, cualquiera que fuese.
    Tomó pues su resolución: consagrarse al señor Madeleine.
    Acabamos de calificarle como «pobre campesino picardo». La calificación es justa pero incompleta.
    En el punto en que estamos de esta historia, un poco de psicología acerca de Fauchelevent nos resultará
    útil. Era campesino, pero había sido curial, lo que añadía marrullería a su sutileza y cierta penetración a
    su sencillez. Habiendo fracasado en su empleo, por diversas causas, pasó de curial a pequeño industrial,
    y luego a carretero y bracero. Sin embargo, prescindiendo de los juramentos y de los latigazos que
    necesitaban los caballos, a lo que parece, en su interior había seguido siendo curial.
    Tenía cierto talento natural; no decía haiga, ni haigamos; era capaz de sostener una conversación,
    cosa rara en el pueblo; y los demás campesinos decían de él: «Habla casi como un señor de levita». Y en
    efecto, Fauchelevent pertenecía a esa clase que el vocabulario impertinente y superficial del pasado siglo
    denominaba «entre burgués y palurdo», y que las metáforas que caían del palacio a la cabaña «medio
    rústico, medio ciudadano, sal y pimienta». Fauchelevent, aunque muy probado, y aun gastado por la
    suerte, espíritu usado que enseñaba ya la trama, era hombre capaz de un primer movimiento, y muy
    espontáneo; cualidad perniciosa que impide ser malo. Sus defectos y sus vicios, porque los tenía, eran
    superficiales; en suma, su fisonomía era de las que de cerca inspiran simpatía al observador. Su rostro no
    tenía ninguna de esas arrugas siniestras en lo alto de la frente que indican maldad o brutalidad.
    Al amanecer, después de haber meditado durante mucho tiempo, Fauchelevent abrió los ojos y vio al
    señor Madeleine, que, sentado sobre su haz de paja, miraba dormir a Cosette. Fauchelevent se incorporó
    y le dijo:
    —Y ahora que estáis aquí, ¿cómo os las vais a componer para salir?
    Estas palabras resumían la cuestión, y sacaron a Jean Valjean de su meditación.
    Los dos hombres celebraron consejo.
    —Primeramente —dijo Fauchelevent—, tenéis que procurar no poner los pies fuera de esta
    habitación. Ni la pequeña ni vos. Un paso por el jardín, nos perdería.
    —Es cierto.
    —Señor Madeleine —continuó Fauchelevent—, habéis llegado en un buen momento, quiero decir en
    un mal momento; una de las monjas está gravemente enferma. Esto hará que no paseen mucho por este
    lado. Parece que se muere; están rezando las cuarenta horas. Toda la comunidad está sobrecogida, y no se
    ocupan más que de esto. La que está a punto de morir es una santa; de hecho, todos los que estamos aquí
    somos santos. La diferencia entre ellas y yo es que ellas dicen: «nuestra celda», y yo digo: «mi choza».
    Ahora va a rezarse la oración de los agonizantes y luego la de los muertos. Por hoy podemos estar
    tranquilos; pero no respondo de lo que sucederá mañana.
    —Sin embargo —observó Jean Valjean— esta choza está escondida por las ruinas y los árboles, y no
    se ve desde el convento.
    —Y las monjas no se acercan nunca por aquí.
    —¿Pues entonces…? —dijo Jean Valjean.
    «Me parece que podemos permanecer aquí ocultos», quería decir Jean Valjean. A lo cual respondió
    Fauchelevent:
    —Quedan las niñas.
    —¿Qué niñas?
    Cuando Fauchelevent abría la boca para explicar lo que acababa de decir, se oyó una campanada.
    —La religiosa ha muerto —dijo—. Éste es el clamor.
    E hizo una señal a Jean Valjean para que escuchara. En esto sonó una nueva campanada.
    Es el clamor, señor Madeleine. La campana seguirá tocando de minuto en minuto durante veinticuatro
    horas, hasta que el cuerpo salga de la iglesia. En cuanto a las niñas, ya sabéis que juegan. En los recreos,
    basta que una pelota ruede un poco más para que lleguen hasta aquí, a pesar de las prohibiciones, para
    recorrerlo todo. Son unos diablillos esos querubines.
    —¿Quiénes? —preguntó Jean Valjean.
    —Las pequeñas. Os descubrirían en seguida, y gritarían: «¡Un hombre!». Pero hoy no hay peligro. No
    habrá recreo. Como os decía, una campanada por minuto. Es el clamor.
    —Ya entiendo, Fauchelevent. Hay colegialas.
    Y Jean Valjean pensó: «Aquí encontraré educación para Cosette»
    Fauchelevent exclamó:
    —¡Pardiez si hay colegialas! ¡Y cómo gritarían al veros! Aquí ser hombre es lo mismo que tener la
    peste. Ya veis que a mí me hacen llevar una campanilla en la pata como a una fiera.
    Jean Valjean seguía meditando cada vez más profundamente. «Este convento podrá ser nuestra
    salvación», pensó. Después dijo:
    —Sí, lo difícil es quedarse.
    —No —dijo Fauchelevent—, lo difícil es salir.
    Jean Valjean sintió que la sangre le afluía al corazón.
    —¡Salir!
    —Sí, señor, para volver a entrar, es preciso que salgáis.
    Y después de haber dejado pasar una campanada, continuó:
    —No podéis seguir aquí así. ¿De dónde venís? Para mí, habéis caído del cielo, porque os reconozco,
    pero para las religiosas es preciso que se entre por la puerta.
    Oyóse en este momento un toque bastante complicado de otra campanada.












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