Aires de Libertad

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    Mensaje por Maria Lua Jue 07 Nov 2024, 09:20

    ***
    Y, al decir estas palabras, dio a su hija un apasionado beso que la despertó. La niña abrió los ojos,
    unos grandes ojos azules como los de su madre, y miró. ¿Qué? Nada, todo, con ese aire serio y algunas
    veces severo de los niños, que es un misterio de su luminosa inocencia ante nuestros crepúsculos de
    virtudes. Se diría que se sienten ángeles y nos saben humanos. Luego, la niña se puso a reír y, aunque la
    madre trató de detenerla, saltó al suelo con la indomable energía de un pequeño ser que quiere correr. De
    repente, descubrió a las otras dos sobre el columpio, se detuvo súbitamente, y sacó la lengua en señal de
    admiración.
    La Thénardier desató a sus hijas, las hizo bajar del columpio y dijo:
    —Jugad las tres juntas.
    Estas edades se familiarizan prontamente y, al cabo de un minuto, las pequeñas Thénardier jugaban
    con la recién llegada, haciendo agujeros en el suelo, placer inmenso.
    La recién llegada era muy alegre; la bondad de la madre se halla escrita en la alegría del crío; había
    cogido un palito de madera, que le servía de pala, y cavaba enérgicamente una fosa grande como para una
    mosca. Lo que hace un enterrador viene a ser cosa de risa hecho por un niño.
    Las dos mujeres seguían charlando.
    —¿Cómo se llama vuestra pequeña?
    —Cosette.
    Léase Euphrasie, no Cosette. La pequeña se llamaba Euphrasie. Pero de Euphrasie la madre había
    hecho Cosette, con ese dulce instinto de las madres y del pueblo, que cambia Josefa en Pepita, y
    Françoise en Sillette. Es este un género de derivados que confunde y desconcierta toda la ciencia de los
    etimologistas. Hemos conocido a una abuela que, del nombre de Théodore, llegó a formar el de Gnon.
    —¿Qué edad tiene?
    —Va para tres años.
    —Lo mismo que mi niña mayor.
    Mientras tanto, las tres criaturas se habían agrupado, en una actitud de profunda ansiedad y de
    beatitud; habíase verificado un acontecimiento: un gran gusano acababa de salir de la tierra, y estaban en
    éxtasis.
    Sus frentes radiantes se tocaban; parecían tres cabezas en una aureola.
    —¡Lo que son los niños —exclamó la Thénardier—, cualquiera que las viera, diría que son tres
    hermanas!
    Esta palabra fue la chispa que probablemente estaba esperando la otra madre. Cogió la mano de la
    Thénardier, miró fijamente a ésta y le dijo:
    —¿Queréis tenerme a mi niña?
    La Thénardier tuvo uno de estos movimientos de sorpresa que no son ni asentimiento ni negativa.
    La madre de Cosette prosiguió:
    —Mirad, yo no puedo llevarme a mi hija a mi tierra. El trabajo no lo pérmite. Con una criatura no hay
    donde colocarse. ¡Son tan ridículos allí! El buen Dios es quien me ha hecho pasar por vuestra hostería.
    Cuando he visto a vuestras niñas, tan bonitas, tan limpias y tan contentas, he quedado admirada. Me he
    dicho a mí misma: ésta es una buena madre. Sí, podrían ser tres hermanas. Además, yo no tardaré mucho
    en volver. ¿Queréis guardarme a mi niña?
    —Veremos —dijo la Thénardier.
    —Pagaré seis francos al mes.
    Entonces, una voz de hombre gritó, desde el interior del figón:
    —No puede ser menos de siete francos. Y con seis meses pagados por adelantado.
    —Seis veces siete, cuarenta y dos —añadió la Thénardier.
    —Los daré —respondió la madre.
    —Y, además, quince francos para los primeros gastos —añadió la voz de hombre.
    —Total, cincuenta y siete francos —dijo la señora Thénardier. Y, entre cifras y cifras, canturreaba
    vagamente:
    Preciso es, decía un guerrero…
    —Los daré —dijo la madre—, tengo ochenta francos. Yendo a pie, me quedará con qué llegar a mi
    tierra. Allí ganaré dinero y, tan pronto como logre reunir un poco, volveré a buscar a mi amor.
    La voz de hombre, repuso:
    —¿Y la niña, tiene equipo?
    —Es mi marido —aclaró la Thénardier.
    —¡Vaya si tiene equipo, mi pobre tesoro! Suponía que era vuestro marido. ¡Y un hermoso equipo!, un
    equipo desmedido. Todo por docenas; y trajes de seda, como una dama. Ahí lo tengo, en mi saco de
    noche.
    —Tendrá que dejárselo —continuó la voz del hombre.
    —¡Claro que lo dejaré! —dijo la madre—. ¡Sería gracioso que dejase a mi hija desnuda!
    Entonces apareció el rostro del amo.
    —Está bien —dijo.
    El trato quedó cerrado. La madre pasó la noche en la hostería, entregó el dinero y dejó a su hija; ató
    de nuevo su saco de noche, desprovisto ya del equipo, y partió a la mañana siguiente, calculando regresar
    pronto. Se disponen tranquilamente estas separaciones, pero causan desesperación.
    Una vecina de los Thénardier vio a esa madre, cuando se marchaba, y dijo luego:
    —Acabo de ver a una mujer que va llorando por la calle, y destroza el corazón.
    Cuando la madre de Cosette hubo marchado, el hombre dijo a la mujer:
    —Con esto satisfaré mi pagaré de ciento diez francos que vence mañana. Me faltaban cincuenta
    francos. ¿Sabes que, de lo contrario, hubiese tenido aquí al escribano con un protesto? Has montado una
    buena ratonera, con tus hijas.
    —Sin sospecharlo siquiera —dijo la mujer.






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    Mensaje por Maria Lua Jue 07 Nov 2024, 09:21

    ***

    II



    PRIMER ESBOZO DE DOS FIGURAS AMBIGUAS



    Bien pobre era el ratón cogido; pero el gato se alegra aun por el ratón más flaco.
    ¿Quiénes eran los Thénardier?
    Digámoslo en una palabra, ahora. Más tarde completaremos el croquis.
    Estos seres pertenecían a esa clase bastarda, compuesta de gentes groseras que se han elevado y de
    gentes inteligentes que han decaído, que está entre la clase llamada media y la llamada inferior, y que
    combina algunos de los defectos de la segunda con casi todos los vicios de la primera, sin tener el
    generoso impulso del obrero ni el honesto orden del burgués.
    Eran de esas naturalezas enanas que, si por azar las caldea un fuego sombrío, llegan con facilidad a
    hacerse monstruosas. En la mujer había el fondo de un bruto, y en el hombre la estofa de un bribón.
    Ambos eran, en el más alto grado, capaces de cierta especie de repugnante progreso que se hace en el
    sentido del mal. Existen almas como el cangrejo, que retroceden continuamente hacia las tinieblas,
    retrogradan más que adelantan en la vida, empleando su experiencia en aumentar su deformidad,
    impregnándose cada vez más de una negrura creciente. Aquel hombre y aquella mujer eran de esta clase
    de almas.
    Thénardier, particularmente, era repugnante para el fisonomista. A ciertos hombres, no hay más que
    mirarlos para desconfiar de ellos, porque se los ve tenebrosos por sus dos lados. Inquietan por detrás y
    son amenazadores por delante. Hay en ellos algo desconocido. No se puede responder de lo que han
    hecho ni de lo que harán. La sombra que tienen en la mirada los denuncia. Con oírlos pronunciar una
    palabra, o con verlos hacer un gesto, se entreven sombríos secretos en su pasado y sombríos misterios en
    su porvenir.
    El tal Thénardier, de creer lo que decía, había sido soldado; sargento según afirmaba; probablemente,
    había hecho la campaña de 1815, e incluso se había comportado bastante valientemente, según parece.
    Después veremos lo que en esto había de cierto. La enseña de su figón era una alusión a uno de sus
    hechos de armas. La había pintado él mismo, porque sabía hacer un poco de todo; por supuesto, mal.
    Era la época en que la antigua novela clásica, que después de haber sido Clelia, no era más que
    Lodoiska
    [157]
    , siempre noble, pero cada vez más vulgar, después de caer de Scudéry a BarthélemyHadot
    [158]
    , y de madame de Lafayette a madame Bournon-Malarme
    [159]
    , incendiaba el alma amante de las
    porteras de París, y tal vez arrastraba un poco a los arrabales. La Thénardier era justo lo suficientemente
    inteligente como para leer tal especie de libros. Se alimentaba de ellos. Ahogaba en ellos el poco seso
    que tenía. Aquello le había dado, mientras fue joven, e incluso un poco más tarde, una especie de aire
    pensativo respecto a su marido, pícaro de cierta profundidad, rufián letrado, menos en gramática, grosero
    y fino al mismo tiempo, pero que, en punto a sentimentalismo, leía a Pigault-Lebrun, y para «todo lo que
    toca al sexo», como decía en su jerga, era un alcaraván perfecto y sin mezcla. Su mujer tenía como doce o
    quince años menos que él. Más tarde, cuando los cabellos novelescamente llorones comenzaron a
    blanquear, cuando la Mégera se desprendió de la Pamela, la Thénardier no fue más que una gruesa y mala
    mujer que había saboreado estúpidas novelas. Pero no se leen necedades impunemente, y de aquella
    lectura resultó que su hija mayor se llamó Éponine. En cuanto a la menor, la pobre niña estuvo a punto de
    llamarse Guiñare; aunque gracias a no sé qué feliz diversión producida por una novela de DucrayDuminil
    [160]
    , no llegó a llamarse más que Azelma.
    Por lo demás, dicho sea de paso, todo no es ridículo y superficial en esta curiosa época a la cual
    aludimos aquí, y a la que podríamos llamar la de la anarquía de los nombres de pila. Al lado del
    elemento novelesco, que acabamos de indicar, se halla el síntoma social. No es nada raro, hoy, que un
    zagal boyero se llame Arthur, Alfred o Alphonse, y que un vizconde —si aún existen vizcondes— se
    llame Thomas, Pierre o Jacques. Esta dislocación, que pone el nombre «elegante» al plebeyo, y el
    nombre campesino al aristócrata, no es otra cosa que un remolino de igualdad. La irresistible penetración
    del soplo nuevo se ve en esto, como en todo. Bajo esta discordancia aparente, hay una cosa grande y
    profunda: la Revolución francesa.






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    Mensaje por Maria Lua Jue 07 Nov 2024, 09:22

    ***
    III


    LA ALONDRA


    No basta con ser malo para prosperar. El bodegón iba mal.
    Gracias a los cincuenta y siete francos de la viajera, Thénardier pudo evitar un protesto y mantener la
    reputación de su firma. Al mes siguiente, volvieron a tener necesidad de dinero, y la mujer llevó a París y
    empeñó en el Monte de Piedad el equipo de Cosette, por sesenta francos. Cuando hubieron gastado
    aquella cantidad, los Thénardier se acostumbraron a no ver en la niña más que a una criatura que tenían
    en su casa por caridad, tratándola como a tal. Como ya no tenía equipo propio, la vistieron con las viejas
    sayas y las camisas desechas de sus hijas; es decir, con harapos. La alimentaban con las sobras de los
    demás; esto es, un poco mejor que al perro y un poco peor que al gato. En efecto, el perro y el gato eran
    sus habituales comensales; Cosette comía con ellos bajo la mesa, en una escudilla de madera igual a la
    suya.
    La madre, que se había establecido, como se verá más tarde, en Montreuil-sur-Mer, escribía o, mejor
    dicho, hacía escribir todos los meses, con el fin de tener noticias de su hija. Los Thénardier respondían
    invariablemente. «Cosette está a las mil maravillas».
    Transcurridos los seis primeros meses, la madre remitió siete francos para el séptimo mes, y
    continuó, con bastante exactitud, haciendo sus envíos de mes en mes. Aún no había concluido el año,
    cuando Thénardier dijo:
    —¡Vaya un gran favor que nos hace! ¿Qué quiere que hagamos con siete francos?
    Y escribió para exigir doce francos. La madre, a quien convencieron de que su hija era feliz y «que se
    criaba bien», se sometió y envió los doce francos.
    Ciertas naturalezas no pueden amar por un lado sin odiar por otro. La Thénardier amaba
    apasionadamente a sus dos hijas, lo que hizo que detestara a la forastera. Es triste pensar que el amor de
    una madre puede tener algún lado malo. El poco lugar que Cosette ocupaba en su casa le parecía que lo
    usurpaba a los suyos, y que aquella pequeña disminuía el aire que sus hijas respiraban. Aquella mujer,
    como muchas mujeres de su clase, tenía una cantidad de caricias y una cantidad de golpes e injurias para
    prodigar cada día. Si no hubiera tenido a Cosette, ciertamente sus hijas, aunque idolatradas, lo hubieran
    recibido todo; pero la forastera les hizo el favor de atraer los golpes. A sus hijas no les tocaron más que
    las caricias. Cosette no hacía un movimiento sin que cayese sobre su cabeza una granizada de castigos
    violentos e inmerecidos. ¡Dulce y débil ser, que nada debía comprender de este mundo ni de Dios, sin
    cesar de ser castigada, reñida, maltratada, golpeada, y que veía a su lado a dos pequeñas criaturas como
    ella que vivían como en un rayo de aurora!
    La Thénardier era mala con Cosette, y Éponine y Azelma lo fueron también. Los niños, en esta edad,
    no son más que copias de su madre. El formato es más pequeño, esto es todo.
    Transcurrió un año, y luego otro.
    En el pueblo decían:
    —Estos Thénardier son buena gente. No son ricos y educan a una pobre niña que dejaron abandonada
    en su casa.
    Creían que Cosette había sido olvidada por su madre.
    Mientras tanto, Thénardier, enterado, por no se sabe qué oscuros caminos, de que la niña era
    probablemente bastarda, y que su madre no podía confesarlo, exigió quince francos al mes, diciendo que
    «la criatura» crecía y «comía», y amenazaba con devolvérsela. «¡Que no me fastidie! —exclamaba—.
    Porque le arrojo su rapaza en medio de sus tapujos. Necesito un aumento».
    La madre pagó los quince francos.
    De año en año, la niña crecía, y su miseria también.
    Mientras Cosette era pequeñita, fue la víctima de las otras dos niñas; pero, desde que empezó a
    desarrollarse un poco, es decir, aun antes de cumplir los cinco años, se convirtió en la criada de la casa.
    A los cinco años, se dirá, esto es inverosímil. Pero ¡ay!, es cierto. El sufrimiento social, empieza a
    cualquier edad. ¿No hemos visto, hace poco, el proceso de un tal Dumolard, huérfano convertido en
    bandido que, desde la edad de cinco años, dicen los documentos oficiales, encontrándose solo en el
    mundo, «trabajaba para vivir y robaba»?
    Obligaron a Cosette a hacer los recados, a barrer las habitaciones, el patio, la calle, a fregar la
    vajilla, y hasta a llevar fardos. Los Thénardier se creyeron tanto más autorizados para proceder de este
    modo cuanto que la madre de la niña, que estaba todavía en Mon-treuil-sur-Mer, empezó a pagar mal,
    dejando pasar algunos meses al descubierto.
    Si aquella madre hubiese vuelto a Montfermeil al cabo de estos tres años, no hubiera reconocido a su
    hija. Cosette, tan bonita y tan fresca cuando llegó a aquella casa, estaba entonces flaca y pálida. Tenía,
    además, cierto aire de desconfianza. «¡Cazurra!», decían los Thénardier.
    La injusticia la había hecho arisca, y la miseria, fea. No le quedaban más que sus hermosos ojos, que
    causaban lástima, porque, siendo muy grandes, parecía que en ellos se veía mayor cantidad de tristeza.
    Lástima daba ver, en invierno, a aquella pobre niña, que no tenía aún seis años, tiritando bajo los
    viejos harapos de percal agujereados, barrer la calle antes de que despuntara el día, con una enorme
    escoba en sus pequeñas manos amoratadas, y una lágrima en sus grandes ojos.







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    Mensaje por Maria Lua Jue 07 Nov 2024, 09:26

    ***

    En el lugar la llamaban la Alondra. El pueblo, que gusta de las imágenes, se complacía en dar este
    nombre a aquel pequeño ser, no mayor que un pájaro, que temblaba, se asustaba y tiritaba, despierto el
    primero cada mañana en la casa y en la aldea, siempre en la calle y en los campos antes del alba.
    Sólo que la pobre Alondra no cantaba nunca.





    LIBRO QUINTO


    EL DESCENSO



    I


    HISTORIA DE UN PROGRESO EN LOS ABALORIOS NEGROS


    ¿Qué era, dónde estaba, qué hacía mientras tanto esa madre que, al decir de las gentes de
    Montfermeil, parecía haber abandonado a su hija?
    Después de haber dejado a su pequeña Cosette con los Thénardier, había continuado su camino y
    había llegado a Montreuil-sur-Mer.
    Recordemos que era en 1818.
    Hacía unos diez años que Fantine había abandonado su provincia. Montreuil-sur-Mer había cambiado
    de aspecto. Mientras Fantine descendía lentamente de miseria en miseria, su villa natal había prosperado.
    Hacía dos años, aproximadamente, que se había producido en ella uno de esos hechos industriales
    que son los grandes acontecimientos de las comarcas
    [161]
    .
    Este detalle importa y creemos útil desarrollarlo; casi diríamos subrayarlo.
    De tiempo inmemorial, Montreuil-sur-Mer tenía como industria especial la imitación del azabache
    inglés y de las cuentas de vidrio negras de Alemania. Esta industria no había hecho más que vegetar, a
    causa de la carestía de las materias primas, que redundaba en perjuicio de la mano de obra. En el
    momento en que Fantine llegó a Montreuil-sur-Mer, habíase operado una transformación inaudita en la
    producción de «artículos negros». Hacia el final de 1815, un hombre, un desconocido, había ido a
    establecerse en la ciudad y había tenido la idea de sustituir, en esta fabricación, la goma laca por la
    resina, y para los brazaletes había introducido la soldadura. Estos pequeños cambios habían sido una
    revolución.
    Tan pequeños cambios, efectivamente, habían reducido prodigiosamente el precio de la materia
    prima, lo cual había permitido, primeramente, elevar el precio de la mano de obra, beneficio para la
    región; en segundo lugar, mejorar la fabricación, beneficio para el comprador; en tercer lugar, vender más
    barato, triplicando la ganancia, beneficio para el fabricante.
    De modo que, con una sola idea, se obtenían tres resultados.
    En menos de tres años, el autor de este procedimiento se había hecho rico, lo cual está muy bien, y
    todo lo había enriquecido a su alrededor, lo cual es mejor. Era forastero en el departamento. De su origen
    nada se sabía; de sus principios, poca cosa.
    Se sabía que había llegado a la ciudad con muy poco dinero, todo lo más algunos centenares de
    francos.
    De tan pequeño capital, puesto al servicio de una idea ingeniosa, fecundada por el orden y el
    pensamiento, había sacado su fortuna y la de toda la comarca.
    A su llegada a Montreuil-sur-Mer, no tenía más que las ropas, el aspecto y el lenguaje de un obrero.
    Parece ser que la misma tarde en que hacía su entrada en Montreuil-sur-Mer, a la caída de una tarde
    de diciembre, con el morral a la espalda y el bastón de espino en la mano, acababa de estallar un
    violento incendio en la casa municipal. Aquel hombre se había arrojado al fuego y había salvado, con
    peligro de su vida, a dos niños, que después resultaron ser los hijos del capitán de la gendarmería.







    II


    MADELEINE



    Era un hombre de unos cincuenta años, que tenía un aire preocupado y que era bondadoso. Esto es
    todo lo que de él podía decirse.
    Gracias a los rápidos progresos de esta industria, que él había restaurado tan admirablemente,
    Montreuil-sur-Mer se había convertido en un considerable centro de negocios. España, que consumía
    mucho azabache, encargaba cada año pedidos inmensos. Montreuil-sur-Mer, por su comercio, casi hacía
    competencia a Londres y Berlín. Los beneficios de Madeleine eran tales que, al segundo año, pudo ya
    edificar una gran fábrica, en la cual habían dos vastos talleres, uno para los hombres y otro para las
    mujeres. Quien tuviese hambre, podía presentarse allí y estar seguro de obtener pan y trabajo. Madeleine
    pedía buena voluntad a los hombres, costumbres puras a las mujeres y probidad a todos. Había dividido
    los talleres con el fin de separar los sexos, y que las muchachas y las mujeres pudieran mantenerse
    prudentes. Sobre este punto era inflexible. Era el único en el que mostraba cierta intolerancia. Y su
    severidad estaba tanto más fundada cuanto que Montreuil-sur-Mer era una ciudad de guarnición y las
    ocasiones de corrupción abundaban. Por lo demás, su llegada había sido un beneficio y su presencia era
    una providencia. Antes de la llegada de Madeleine, todo languidecía. Ahora, todo vivía con la vida sana
    del trabajo. Una fuerte circulación reanimaba todo y penetraba en todas partes. La holganza y la miseria
    eran desconocidas. No había bolsillo tan escaso que no tuviese un poco de dinero; ni vivienda tan pobre
    que no tuviese un poco de alegría.
    Madeleine empleaba a todo el mundo. No exigía más que una cosa: ser hombre honrado, ser mujer
    honrada.
    Según hemos dicho, en medio de aquella actividad de la cual él era la causa y el eje, Madeleine hacía
    su fortuna; pero, cosa no poco singular en un hombre dedicado tan sólo al comercio, no mostraba que
    fuera aquel su principal cuidado. Parecía que pensaba mucho en los demás y poco en sí mismo. En 1820,
    se le conocía una suma de seiscientos treinta mil francos, colocada a su nombre en casa Laffitte; pero
    antes de ahorrar estos seiscientos mil francos, había gastado más de un millón, para el pueblo y para los
    pobres.
    El hospital estaba mal dotado; había costeado diez camas. Montreuil-sur-Mer estaba dividida en
    ciudad alta y ciudad baja. La baja, donde él vivía, no tenía más que una escuela, mala casucha que se caía
    a pedazos; él construyó dos escuelas, una para niños y otra para niñas. Pagaba de su bolsillo a los dos
    maestros una gratificación que doblaba el mezquino sueldo oficial y, al admirarse algunos de esto, les
    respondió: «Los dos primeros funcionarios del Estado son la nodriza y el maestro de escuela». Había
    creado a sus expensas una sala de asilo, cosa casi desconocida entonces en Francia, y una caja de
    socorro para los obreros ancianos e inválidos. Como su fábrica era un centro, un nuevo barrio, en el que
    habitaban un buen número de familias indigentes, había surgido rápidamente a su alrededor; en él había
    establecido una farmacia gratuita.
    En los primeros tiempos, cuando le vieron empezar, las buenas almas decían: es un atrevido que
    quiere enriquecerse. Cuando le vieron enriquecer al país, antes de enriquecerse a sí mismo, las mismas
    buenas almas dijeron: es un ambicioso. Aquello parecía tanto más probable cuanto que aquel hombre era
    religioso, y hasta en cierta medida, cosa muy bien vista en aquella época. Todos los domingos,
    regularmente, iba a oír misa rezada. El diputado del distrito, que por todas partes olfateaba
    competencias, no tardó en inquietarse por aquella religión. Este diputado, que había sido miembro del
    cuerpo legislativo del Imperio, compartía las ideas religiosas de un padre del Oratorio, conocido con el
    nombre de Fouché, duque de Otrante, de quien era protegido y amigo. A puerta cerrada, se reía
    quedamente de Dios. Pero, cuando vio al rico fabricante Madeleine ir a la misa rezada de las siete,
    vislumbró un posible competidor, y resolvió superarle; tomó un confesor jesuita, y fue a misa mayor y a
    vísperas. La ambición en aquel tiempo era, en la acepción directa de la palabra, una carrera al
    campanario. Los pobres se aprovecharon también de aquel terror, tanto como el buen Dios, pues el
    honorable diputado fundó dos camas en el hospital, con lo cual se juntaron doce.



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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 5 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Jue 07 Nov 2024, 09:27

    ***

    Sin embargo, en 1819, una mañana corrió la voz por el lugar de que, a propuesta del prefecto y en
    consideración a los servicios prestados al país, Madeleine iba a ser nombrado por el rey alcalde de
    Montreuil-sur-Mer. Los que habían declarado «ambicioso» al recién llegado aprovecharon con
    satisfacción la oportunidad que todos los hombres esperan para exclamar: «¡Vaya! ¿No es lo que
    habíamos dicho?». Esta exclamación se repitió por todo Montreuil-sur-Mer. El rumor era fundado.
    Algunos días después, apareció el nombramiento en el «Moniteur». Al día siguiente, Madeleine renunció.
    En este mismo año de 1819, los productos del nuevo procedimiento inventado por Madeleine
    figuraron en la exposición de la industria
    [162]
    . Después del informe del jurado, el rey nombró al inventor
    caballero de la Legión de Honor. Nuevo rumor en la pequeña ciudad. «¡Vaya! ¡Es la cruz lo que quería!».
    Madeleine renunció a la cruz.
    Decididamente, aquel hombre era un enigma. Las buenas almas salieron del paso diciendo: «Después
    de todo, no es más que un aventurero».
    Como hemos visto, la comarca le debía mucho; los pobres se lo debían todo; era tan útil que no se
    podía menos que llegar a estimarle, y tan afable que no se podía menos que llegar a amarle; sus
    trabajadores, en particular, le adoraban, y él admitía esta adoración con una especie de gravedad
    melancólica. Cuando fue considerado rico, «las personas de la buena sociedad» le saludaron y en la
    ciudad se le llamó señor Madeleine; sus trabajadores y los niños continuaron llamándole Madeleine, y
    era lo que más le hacía sonreír. A medida que iba subiendo, las invitaciones llovían sobre él. «La
    sociedad» le reclamaba. Los pequeños salones encopetados de Montreuil-sur-Mer que, por supuesto,
    durante los primeros tiempos estuvieron cerrados para el artesano, se abrieron de par en par al
    millonario. Se le hicieron mil invitaciones. A todas se negó.
    Esta vez, incluso, las buenas almas no tuvieron empacho en exclamar: «Es un hombre ignorante y de
    baja condición. No se sabe de dónde ha salido. No sabría comportarse entre personas de mundo. Ni
    siquiera está probado que sepa leer».
    Cuando se le vio ganar dinero, se dijo: es un negociante. Cuando se le vio renunciar a los honores, se
    dijo: es un aventurero. Cuando se le vio renunciar al mundo, se dijo: es un bruto.
    En 1820, cinco años después de su llegada a Montreuil-sur-Mer, los servicios que había prestado al
    país eran tan notables, y tan unánime fue el voto de toda la comarca, que el rey le nombró nuevamente
    alcalde de la ciudad. Renunció una vez más, pero el prefecto no admitió su renuncia; rogáronle los
    notables, suplicóle el pueblo en plena calle, y la insistencia fue tan viva que al fin tuvo que aceptar.
    Observóse que lo que más pareció determinarle fue un apostrofe casi irritado de una vieja mujer del
    pueblo, que le gritó desde el umbral de su puerta: «Un buen alcalde es útil. ¿Quién retrocede cuando
    puede hacer el bien?»
    Fue la tercera fase de su ascensión. Madeleine se había convertido en el señor Madeleine, y el señor
    Madeleine se convirtió en el señor alcalde.






    III


    SUMAS DEPOSITADAS EN LA CASA LAFFITTE


    Por lo demás, continuó viviendo tan sencillamente como el primer día. Tenía los cabellos grises, la
    mirada seria, la tez tostada de un obrero, el rostro pensativo de un filósofo. Llevaba habitualmente un
    sombrero de anchos bordes, y un amplio gabán de paño grueso, abotonado hasta la barbilla. Cumplía con
    sus funciones de alcalde, pero, fuera de ellas, vivía solitario. Hablaba a poca gente. Se sustraía a los
    cumplidos, saludaba de paso, se escabullía pronto, sonreía para ahorrarse el hablar, y daba para
    ahorrarse el sonreír. Las mujeres decían de él: «¡Qué buen oso!». Su distracción era pasear por el campo.
    Comía siempre solo, con un libro abierto ante él, el cual leía. Tenía una pequeña y escogida
    biblioteca. Le gustaban los libros; los libros son unos amigos fríos y seguros. A medida que, con la
    riqueza, aumentaban sus ratos de ocio, parecía que aprovechábase de ellos para cultivar su espíritu.
    Desde que estaba en Montreuil-sur-Mer, se observaba que, de año en año, su lenguaje se hacía más
    cortés, más escogido y más suave.
    Frecuentemente, llevaba consigo un fusil en sus paseos, pero rara vez se servía de él. Cuando así
    sucedía, por casualidad, tenía un tiro tan infalible que espantaba. Nunca mataba a un animal inofensivo.
    Nunca tiraba a un pajarillo.
    Aunque ya no era joven, decíase de él que tenía una fuerza prodigiosa. Ofrecía echar una mano a
    quien lo necesitaba; levantaba un caballo, empujaba una rueda atascada, detenía por los cuernos a un toro
    escapado. Llevaba los bolsillos siempre llenos de monedas al salir, y vacíos al regresar. Cuando pasaba
    por alguna aldea, los chiquillos desharrapados corrían alegremente detrás de él, y le rodeaban como una
    nube de mosquitos.
    Sospechábase que había debido vivir en otro tiempo la vida del campo, porque tenía toda suerte de
    secretos útiles que enseñaba a los campesinos. Les enseñaba a destruir la cizaña de los trigos, rociando
    los graneros e inundando las hendiduras del suelo con una disolución de sal común, y a ahuyentar el
    gorgojo, suspendiendo en todas partes, en las paredes y techos, en los pajares y en las casas, romero en
    flor. Tenía «recetas» para extirpar la neguilla de un campo, y también el tizón, la algarroba silvestre, la
    cola de zorro y demás plantas parásitas que consumen el trigo. Defendía una conejera contra los ratones
    solamente con el olor de un pequeño cerdo de Barbarie que ponía en ella.
    Un día, viendo a la gente muy ocupada en arrancar ortigas, miró aquel montón de plantas
    desarraigadas y ya secas y dijo:
    —Están muertas. Sin embargo, serían buenas si se supieran utilizar. Cuando la ortiga es nueva, su
    hoja es una excelente legumbre; cuando envejece, tiene filamentos y fibras como el cáñamo y el lino. La
    tela de ortiga sería tan buena como la tela de cáñamo. Picada, la ortiga es buena para las aves; molida, es
    buena para los animales de cuernos. La semilla de la ortiga, mezclada con el forraje, da lustre al pelo de
    los animales; su raíz, mezclada con sal, produce un hermoso color amarillo. Por lo demás, es un
    excelente heno que se puede segar dos veces. ¿Y qué necesita la ortiga? Poca tierra, ningún cuidado, ni
    cultivo alguno. La semilla cae conforme va madurando, y es difícil de recoger, pero no más. Con poco
    trabajo, la ortiga sería útil; se la desprecia, y es dañina. Entonces se la mata. ¡Cuántos hombres se
    asemejan a la ortiga! —Tras un silencio añadió—: Amigos míos, recordad esto: no hay ni malas hierbas
    ni malos hombres. No hay más que malos cultivadores.
    Los niños le amaban, además, porque sabía hacer lindos juguetes con paja y nueces de coco.
    Cuando veía la puerta de una iglesia con crespones negros, entraba; buscaba un entierro, como otros
    buscan un bautismo. La viudez y la desgracia del prójimo le atraían, debido a su gran bondad; se
    mezclaba con los amigos afligidos, con las familias enlutadas, con los sacerdotes gimiendo alrededor de
    un féretro. Parecía que daba gustoso por texto a sus pensamientos aquellas salmodias fúnebres, llenas de
    la visión de otro mundo. Con la mirada elevada al cielo, escuchaba, con una especie de aspiración hacia
    todos los misterios del infinito, aquellas voces tristes que cantan al borde del abismo oscuro de la
    muerte.
    Ejecutaba multitud de buenas acciones, escondiéndose como si fueran malas. Penetraba a escondidas
    por las tardes en las casas, y subía furtivamente las escaleras. Un pobre diablo, al volver a su cuchitril,
    encontraba que su puerta había sido abierta, y algunas veces incluso forzada, en su ausencia. El pobre
    hombre exclamaba: «¡Algún malhechor habrá entrado aquí!». Entraba, y lo primero que veía era una
    moneda de oro olvidada sobre un mueble. «El malhechor» que había entrado era Madeleine.
    Era afable y triste. El pueblo decía: «He aquí un hombre rico que no tiene el aire envanecido. He aquí
    un hombre feliz que no tiene aire de contento».
    Algunos pretendían que era un personaje misterioso, y afirmaban que jamás entraba nadie en su
    habitación, la cual era una verdadera celda de anacoreta, amueblada con relojes de arena alados y
    adornados con tibias en cruz y calaveras. Repetíase tanto esto que algunas jóvenes elegantes y maliciosas
    de Montreuil-sur-Mer fueron un día a su casa y le pidieron:
    —Señor alcalde, mostradnos vuestra habitación. Dicen que es una gruta.
    Sonrió y las introdujo inmediatamente en aquella gruta. Quedaron castigadas por su curiosidad. Era
    una habitación adornada sencillamente con muebles de caoba bastante feos, como todos los muebles de
    este género, y tapizada con papel de doce sueldos. Nada pudo chocarles allí, como no fuesen dos
    candelabros de forma antigua que estaban sobre la chimenea, y que parecían ser de plata, «porque
    estaban contrastados». Observación llena del ingenio de las pequeñas ciudades.
    No por ello se dejó de decir que nadie penetraba en su habitación, y que ésta era una caverna de
    ermitaño, un cubil, un agujero, un sepulcro.
    Murmurábase, también, que poseía sumas «inmensas», colocadas en casa Laffitte, con la
    particularidad de que estaban siempre a su disposición inmediata, de tal suerte, añadían, que el señor
    Madeleine podría llegar una mañana a casa Laffitte, firmar un recibo, y llevarse sus dos o tres millones
    en diez minutos. En la realidad, estos «dos o tres millones» se reducían, como hemos dicho, a seiscientos
    treinta o cuarenta mil francos.



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    Mensaje por Maria Lua Jue 07 Nov 2024, 09:30

    ***

    IV


    EL SEÑOR MADELEINE DE LUTO


    A principios de 1821, los periódicos anunciaron la muerte de monseñor Myriel, obispo de Digne,
    apodado «monseñor Bienvenu», y fallecido en olor de santidad a la edad de ochenta y dos años.
    El obispo de Digne, para añadir aquí un detalle que los periódicos omitieron, estaba, cuando murió,
    ciego desde hacía muchos años, y contento de hallarse ciego porque su hermana estaba a su lado.
    Digámoslo de paso; ser ciego y ser amado es, en efecto, en este mundo en que nada hay completo, una
    de las formas más extrañamente perfectas de la felicidad. Tener continuamente a vuestro lado a una mujer,
    una hija, una hermana, un ser encantador que está ahí porque tenéis necesidad de ella y porque ella no
    puede pasar sin vosotros, saberse indispensable a quien nos es necesario, poder medir incesantemente su
    afecto con la cantidad de presencia que nos da, y decirse: puesto que me consagra todo su tiempo, es que
    tengo todo su corazón; ver el pensamiento, a falta de la fisonomía, constatar la fidelidad de un ser en el
    eclipse del mundo, percibir el crujido de un vestido como un ruido de alas, oírlo y venir, salir, entrar,
    hablar, cantar, y pensar que uno es el centro de esos pasos, de esas palabras, de ese canto, manifestar a
    cada minuto su propia atracción, sentirse tanto más poderoso cuanto más impedido, llegar a ser en la
    oscuridad, y por la oscuridad, el astro alrededor del cual gravita este ángel, pocas felicidades igualan a
    ésta. La suprema dicha de la vida es la convicción de que se es amado; amado por sí mismo, digamos
    mejor, amado a pesar de sí mismo; esta convicción la tiene el ciego. En esa desgracia, ser servido es ser
    acariciado. ¿Le falta algo? No. Tener amor no es perder la luz. ¡Y qué amor! Un amor enteramente
    formado de virtud. No hay ceguera donde hay certidumbre. El alma busca a tientas el alma y la encuentra.
    Y esta alma encontrada y probada es una mujer. Una mano os sostiene, es la suya; una boca roza vuestra
    frente, es su boca: oís una respiración cerca de vosotros, es la suya. Poseerlo todo de ella, desde su culto
    hasta su piedad, no ser abandonado jamás, tener esa dulce debilidad que os socorre, apoyarse sobre esa
    caña inquebrantable, tocar con su mano la providencia, y poder tomarla en los brazos, como un Dios
    palpable, ¡que arrobamiento! El corazón, esa celeste flor oscura, cae en una expansión misteriosa. No se
    cambiaría esta sombra por toda la claridad. El alma ángel está allí, sin cesar; si se aleja, es para
    regresar, se borra como el sueño y reaparece como la realidad. Se siente su calor que se acerca. Hay en
    ella una efusión de serenidad, de alegría, de éxtasis; es un rayo de luz en la noche. Y mil pequeños
    cuidados. Naderías que son enormes en este vacío. Los más inefables acentos femeninos empleados para
    arrullaros, y supliendo para vosotros al Universo desvanecido. Se es acariciado por el alma. No se ve
    nada, pero se siente la adoración. Es un paraíso en tinieblas.
    Desde aquel paraíso, monseñor Bienvenu había pasado al otro.
    El anuncio de su muerte fue reproducido por el periódico local de Montreuil-sur-Mer. El señor
    Madeleine apareció, al día siguiente, vestido de negro, con gasa en su sombrero.
    Observóse su luto en el pueblo, y se comentó. Aquello dio una luz sobre el origen del señor
    Madeleine. Concluyeron que tenía algún parentesco con el venerable obispo. «Lleva luto por el obispo
    de Digne», decían en los salones; aquello realzó mucho al señor Madeleine y le dio súbitamente cierta
    consideración entre la gente noble de Montreuil-sur-Mer. El microscópico arrabal de Saint-Germain de
    la localidad decidió hacer cesar la cuarentena del señor Madeleine, probable pariente de un obispo. El
    señor Madeleine se dio cuenta del avance obtenido, porque aumentaron las reverencias que le hacían las
    señoras viejas y las sonrisas que le dirigían las jóvenes.
    Una tarde, cierta decana de aquel pequeño gran mundo, curiosa por derecho de ancianidad, se
    aventuró a preguntarle:
    —¿Era, acaso, el señor alcalde primo del difunto obispo de Digne?
    Él dijo:
    —No, señora.
    —Pues —repuso la viuda—, ¿no lleváis luto por él?
    —Es que, en mi juventud, fui lacayo de su familia —respondió.
    Observaron otra cosa: cada vez que pasaba por la ciudad un pequeño saboyano en busca de
    chimeneas que limpiar, el señor alcalde le hacía llamar, le preguntaba su nombre y le daba dinero. Los
    pequeños saboyanos se lo decían unos a otros, y por allí pasaban muchos.






    151
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    Mensaje por Maria Lua Vie 08 Nov 2024, 08:58

    ***

    V


    VAGOS RELÁMPAGOS EN EL HORIZONTE


    Poco a poco y con el tiempo, fueron disipándose todas las oposiciones. Habíanse propalado en un
    principio contra el señor Madeleine, por esa ley que sufren los que se elevan, injurias y calumnias que
    después no fueron sino murmuraciones, luego malicias, que por último desvaneciéronse del todo; el
    respeto llegó a ser cumplido, unánime, cordial, y hubo un momento, en 1821, en que estas palabras: «el
    señor alcalde», fueron pronunciadas en Montreuil-sur-Mer, casi con el mismo acento que las de «el señor
    obispo» eran pronunciadas en Digne, en 1815. Desde diez leguas a la redonda, iban a consultar al señor
    Madeleine. Terminaba con las diferencias, suspendía los pleitos y reconciliaba a los enemigos. Todos le
    tomaban por juez de sus derechos. Parecía como que tenía por alma el libro de la ley natural. Aquello fue
    como un contagio de veneración que, en seis o siete años y de más en más, se extendió por todo el país.
    Un hombre solo, en la población y en el distrito, se libró absolutamente de aquel contagio hiciese lo
    que hiciese el tío Madeleine, y permanecía rebelde, como si una especie de instinto incorruptible e
    imperturbable le desvelase e inquietase. Diríase, en efecto, que existe en ciertos hombres un verdadero
    instinto bestial, puro e íntegro como todo instinto, que crea las simpatías y las antipatías, que separa
    fatalmente una naturaleza de otra naturaleza, que no vacila, que no se turba, que se calla y no se desmiente
    nunca, claro en su oscuridad, infalible, imperioso, refractario a todos los consejos de la inteligencia y a
    todos los disolventes de la razón, y que, cualquiera que sea la manera en que se formen los destinos,
    advierte secretamente al hombre-perro de la presencia del hombre-gato, y al hombre-zorro de la
    presencia del hombre-león.
    A menudo, cuando el señor Madeleine pasaba por una calle, tranquilo, afectuoso, rodeado de las
    bendiciones de todos, acontecía que un hombre de alta estatura, vestido con un gabán color gris hierro,
    armado con un grueso bastón y tocado con un sombrero calado, se volvía bruscamente detrás de él y le
    seguía con los ojos hasta que desaparecía, cruzando los brazos, moviendo levemente la cabeza y
    levantando los labios hasta la nariz, especie de gesto significativo que podría traducirse por: «¿Pero
    quién es este hombre? Estoy seguro de haberle visto en alguna parte. De todos modos, a mí no me
    engaña».
    Este personaje grave, de una gravedad casi amenazadora, era de los que, por rápidamente que se les
    vea, llaman la atención del observador.
    Llamábase Javert y era policía.
    Desempeñaba, en Montreuil-sur-Mer, el cargo penoso, pero útil, de inspector. No había visto los
    principios de Madeleine. Javert debía el cargo que ocupaba a la protección del señor Chabouillet, el
    secretario del ministro de Estado, conde de Anglés, entonces prefecto de policía en París. Cuando Javert
    llegó a Montreuil-sur-Mer, la fortuna del gran fabricante estaba ya hecha, y Madeleine era ya el señor
    Madeleine.
    Algunos oficiales de policía tienen una fisonomía particular, que se complica con un aspecto de
    bajeza mezclado con cierto aire de autoridad; Javert tenía esta fisonomía, menos la bajeza.
    Tenemos la convicción de que si las almas fueran visibles a los ojos, se vería distintamente esa cosa
    extraña que en cada uno de los individuos de la especie humana corresponde a alguna de las especies de
    la creación animal; y podría entonces conocerse fácilmente esa verdad, apenas entrevista por el
    pensador: desde la ostra hasta el águila, desde el puerco hasta el tigre, todos los animales están en el
    hombre, y cada uno de ellos está en un hombre. Algunas veces, incluso muchos de ellos a la vez.
    Los animales no son sino las figuras de nuestras virtudes y de nuestros vicios, errantes ante nuestros
    ojos, los fantasmas visibles de nuestras almas. Dios nos los muestra para hacernos reflexionar. Como los
    animales no son más que sombras, Dios los ha hecho educables en el sentido completo de la palabra;
    ¿para qué? Por el contrario, teniendo nuestras almas un fin que les es propio y siendo realidades, les ha
    dado Dios inteligencia, es decir, que las ha hecho susceptibles de educación. La educación social bien
    entendida puede sacar siempre de un alma, cualquiera que sea, toda la utilidad que contenga.
    Dicho esto desde el punto de vista concreto de la vida terrestre aparente, y sin prejuzgar la cuestión
    profunda de la personalidad anterior y ulterior de los seres que no son el hombre. El yo visible no
    autoriza en modo alguno al pensador a negar el yo latente. Una vez hecha esta reserva, continuemos.
    Ahora, si por un momento se admite con nosotros que en todo hombre hay una de las especies
    animales de la Creación, nos será fácil decir lo que era el inspector de policía Javert.
    Los campesinos asturianos están convencidos de que en cada camada de loba nace un perro, al cual
    mata su madre, porque si no, tan pronto como llegara a hacerse mayor, devoraría a los otros pequeños.
    Dótese de un rostro humano a este perro, hijo de una loba, y tendremos a Javert.
    Javert había nacido en una prisión, de una echadora de cartas cuyo marido estaba en las galeras.
    Cuando hubo crecido, pensó que se hallaba fuera de la sociedad, y desesperó de no poder entrar nunca en
    ella. Observó que la sociedad mantiene irremisiblemente fuera de ella a dos clases de hombres, los que
    la atacan y los que la guardan; no tenía elección sino entre una de estas dos clases; al mismo tiempo,
    sentía dentro de sí cierto fondo de rigidez, de regularidad y de probidad, complicado con un odio
    indecible hacia esta raza de bohemios de que descendía. Entró en la policía.
    Prosperó. A los cuarenta años era inspector.
    En su juventud, había estado empleado en los presidios del Mediodía. Antes de seguir, entendámonos
    sobre la expresión «rostro humano», que antes hemos utilizado a propósito de Javert.
    El rostro humano de Javert consistía en una nariz chata, con dos profundas ventanas hacia las cuales
    bajaban, campeando en sus dos carrillos, dos enormes patillas. Impresionaba desagradablemente la
    primera vez que se veían estas dos selvas y estas dos cavernas. Cuando Javert sonreía, lo cual era raro y
    terrible, sus delgados labios se separaban y dejaban ver no solamente sus dientes, sino también sus
    encías, y alrededor de su nariz se formaba un pliegue abultado y salvaje, como el hocico de una fiera.
    Javert serio era un dogo; cuando reía, era un tigre. Por lo demás, poco cráneo, mucha mandíbula, los
    cabellos escondiendo la frente y cayendo sobre las cejas, entre los dos ojos un frunce central permanente,
    como una estrella de cólera, la mirada sombría, la boca recogida y temible, el aire de mando feroz.
    Este hombre estaba compuesto de dos sentimientos muy simples y relativamente muy buenos, pero
    que hacía casi malos a fuerza de exagerarlos: el respeto de la autoridad, el odio a la rebelión; y a sus
    ojos, el robo, el asesinato, todos los crímenes, no eran más que formas de rebelión. Envolvía en una
    especie de fe ciega y profunda todo lo que tiene una función en el Estado, desde el primer ministro hasta
    el guardia campestre. Cubría de desprecio, de aversión y de asco todo lo que había franqueado alguna
    vez el umbral legal del mal. Era absoluto y no admitía excepciones. Por una parte, decía:






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    Mensaje por Maria Lua Vie 08 Nov 2024, 09:00

    ***
    «El funcionario no puede engañarse; el magistrado no se equivoca nunca». Por otra parte decía:
    «Éstos están irremediablemente perdidos. Nada bueno puede salir de ellos». Compartía plenamente la
    opinión de los espíritus extremos, que atribuyen a la ley humana el poder de hacer, o, si se quiere, de
    descubrir diablos, y que ponen un Estigio en lo más bajo de la sociedad. Era estoico, serio, austero,
    soñador triste; humilde y altivo, como los fanáticos. Su mirada era una barrena; era fría y atravesada.
    Toda su vida se compendiaba en estas dos palabras: ver y vigilar. Había introducido la línea recta en lo
    más tortuoso que hay en el mundo; tenía conciencia de su utilidad, la religión de sus funciones, y era
    espía como se es sacerdote. ¡Desgraciado el que caía en sus manos! Hubiera detenido a su padre al
    escaparse del presidio, y denunciado a su madre al huir de la prisión. Lo hubiera hecho con esa especie
    de satisfacción interior que da la virtud. Añadamos a esto que llevaba una vida de privaciones, de
    aislamiento, de abnegación, de castidad; jamás una distracción. Era el deber implacable, la policía
    comprendida como los espartanos comprendían a Esparta, una vigilancia inexorable, una honestidad
    feroz, un espía marmóreo, Bruto injertado en Vidocq
    [163]
    .
    Toda la persona de Javert expresaba al hombre que espía y que se oculta. La escuela mística de
    Joseph de Maistre, que en aquella época sazonaba con una alta cosmogonía los periódicos llamados
    ultras, hubiera dicho indudablemente que Javert era un símbolo. No se divisaba su frente, que
    desaparecía bajo su sombrero; no se divisaban sus ojos, que se perdían bajo las cejas; no se divisaba su
    mentón, que se introducía en la corbata; no se divisaban sus manos, que se quedaban en las mangas; no se
    divisaba su bastón, que llevaba bajo su gabán. Pero, cuando llegaba la ocasión, veíase de pronto salir de
    aquella sombra, como de una emboscada, una frente angulosa y estrecha, una mirada funesta, un mentón
    amenazador, unas manos enormes y un garrote monstruoso.
    En sus momentos de ocio, que eran poco frecuentes, aunque odiaba los libros, leía; lo cual hacía que
    no fuera completamente iletrado. Aquello se reconocía en cierto énfasis que había en sus palabras.
    No tenía vicio alguno, lo hemos dicho ya. Cuando estaba contento de sí mismo, se concedía un polvo
    de tabaco. Tal era el lazo que le unía a la Humanidad.
    Se comprenderá sin dificultad que Javert era el espanto de toda esa clase que la estadística anual del
    Ministerio de Justicia designa: «Personas sin oficio conocido». El nombre de Javert los ponía en fuga
    con sólo ser pronunciado; la aparición del rostro de Javert los petrificaba.
    Tal era este hombre formidable.
    Javert era como un ojo siempre fijo en el señor Madeleine. Ojo lleno de sospechas y de conjeturas.
    El señor Madeleine llegó al fin a advertirlo, pero pareció que aquello era insignificante para él. No hizo
    ni una sola pregunta a Javert, ni le buscaba ni le evitaba; soportaba, sin aparentar enterarse, aquella
    mirada incómoda y casi pesada. Trataba a Javert como a todo el mundo, con bondad y soltura.
    Por algunas palabras sueltas, escapadas a Javert, se adivinaba que había buscado secretamente, con
    esa curiosidad propia de la raza y en donde entra tanto instinto como voluntad, todas las huellas y
    antecedentes que Madeleine hubiera podido dejar lejos. Parecía saber, y a veces decía, con palabras
    embozadas, que alguien había recogido informes determinados en cierta región, sobre cierta familia que
    había desaparecido. Una vez dijo, hablando consigo mismo: «Creo que le he cogido». Luego, se quedó
    pensativo durante tres días, sin pronunciar palabra. Parecía que el hilo que había creído coger se había
    roto.
    Por lo demás, y éste es el correctivo necesario al sentido demasiado absoluto que algunas palabras
    pudiesen presentar, nada puede haber verdaderamente infalible en una criatura humana, y es propio del
    instinto precisamente el confundirse, andar descaminado, desorientado. Sin esto, sería superior a la
    inteligencia, y la bestia poseería mejor luz que el hombre.
    Javert estaba evidentemente desconcertado, en algún modo, por el aspecto natural y la tranquilidad de
    Madeleine.
    No obstante, un día su extraña manera de ser pareció impresionar a Madeleine. Veamos en qué
    ocasión.




    VI


    FAUCHELEVENT



    El señor Madeleine pasaba una mañana por una callejuela sin empedrar de Montreuil-sur-Mer. Oyó
    un ruido y vio un grupo a poca distancia. Se acercó. Un viejo, llamado Fauchelevent, acababa de caer
    bajo su carreta, cuyo caballo se había desplomado.
    Este Fauchelevent era uno de los raros enemigos que aún tenía el señor Madeleine en aquella época.
    Cuando Madeleine llegó a la ciudad, Fauchelevent, antiguo tabelión, campesino casi letrado, tenía un
    comercio que empezaba a decaer. Fauchelevent había visto cómo aquel sencillo obrero se enriquecía,
    mientras él, se arruinaba. Aquello le había llenado de envidia, y había hecho cuanto había podido, en
    toda ocasión, para perjudicar a Madeleine. Luego, había llegado a la ruina y, viejo, no quedándole más
    que un carro y un caballo, y estando además sin familia y sin hijos, habíase hecho carrero para poder
    vivir.
    ivir.
    El caballo tenía rotas las dos patas, y no se podía levantar. El anciano estaba apresado entre las
    ruedas. La caída había sido tan desgraciada, que todo el peso del carruaje, que iba muy cargado,
    gravitaba sobre su pecho. Fauchelevent lanzaba lastimeros ayes. Habían tratado de sacarle de allí, pero
    en vano. Un esfuerzo desordenado, una ayuda mal entendida, un movimiento en falso, podía acabar con
    él. Era imposible liberarle de otro modo que no fuera levantando el carruaje. Javert, que había llegado en
    el momento del accidente, había enviado a buscar un gato.
    Llegó el señor Madeleine. Se apartaron con respeto.
    —¡Socorro! —gritaba el viejo Fauchelevent—. ¿No habrá alguien tan bueno que quiera salvar a este
    viejo?
    El señor Madeleine se volvió hacia los asistentes:
    —¿No hay un cric?
    —Han ido a buscar uno —respondió un campesino.
    —¿Cuánto tiempo tardarán en traerlo?
    —Han ido a Flachot, donde hay un herrador, pero tardarán un buen cuarto de hora.
    —¡Un cuarto de hora! —exclamó Madeleine.
    Había llovido la víspera, el suelo estaba húmedo y la carreta se hundía en la tierra a cada instante y
    comprimía cada vez más el pecho del viejo carretero. Era evidente que antes de cinco minutos tendría las
    costillas rotas.
    —Es imposible esperar un cuarto de hora —dijo Madeleine a los campesinos que miraban.
    —No hay más remedio.
    —Pero entonces ya será demasiado tarde. ¿No veis que la carreta se hunde?
    —¡Gran Dios!
    —Escuchad —continuó Madeleine—, hay aún bastante sitio debajo de la carreta para que un hombre
    se deslice y la levante con su espalda. Bastará medio minuto para que se saque a este hombre. ¿Hay
    alguien que tenga riñones y corazón? ¡Hay cinco luises de oro a ganar!


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    Mensaje por Maria Lua Vie 08 Nov 2024, 09:02

    ***
    En el grupo nadie se movió.
    —Diez luises —dijo Madeleine.
    Los asistentes bajaron los ojos. Uno de ellos murmuró:
    —Muy fuerte habría de ser. Y, además, se corre el peligro de quedar aplastado.
    —¡Vamos! —dijo nuevamente Madeleine—. ¡Veinte luises!
    El mismo silencio.
    —No es buena voluntad lo que les falta —dijo una voz.
    El señor Madeleine se volvió y reconoció a Javert. No le había visto, al llegar.
    Javert continuó:
    —Sería preciso ser un hombre terrible para hacer la proeza de levantar una carreta como ésta con la
    espalda.
    Luego, mirando fijamente al señor Madeleine, prosiguió, recalcando cada una de las palabras que
    pronunciaba:
    —Señor Madeleine, no he conocido más que a un hombre capaz de hacer lo que pedís.
    Madeleine se estremeció.
    Javert añadió, con aire de indiferencia, pero sin apartar los ojos de Madeleine.
    —Era un forzado.
    —¡Ah! —dijo Madeleine.
    —Del presidio de Tolón.
    Madeleine se puso pálido.
    No obstante, la carreta continuaba hundiéndose lentamente. Fauchelevent gritaba y aullaba:
    —¡Me ahogo! ¡Se me rompen las costillas! ¡Un cric! ¡Cualquier cosa! ¡Ah!
    Madeleine miró a su alrededor.
    —¿No hay nadie que quiera ganarse veinte luises y salvar la vida a este pobre viejo?
    Ninguno de los asistentes se movió. Javert, continuó:
    —No he conocido más que a un hombre que pudiera reemplazar a un cric. Era ese forzado.
    —¡Ah!, que me aplasta —gritó el viejo.
    Madeleine levantó la cabeza, encontró la mirada de halcón de Javert fija aún sobre él, miró a los
    aldeanos y sonrió tristemente. Luego, sin pronunciar una palabra, cayó de rodillas y, antes de que la
    multitud hubiera lanzado un grito, estaba debajo de la carreta.
    Hubo un momento pavoroso de expectación y de silencio.
    Vieron a Madeleine pegado a la tierra bajo aquel peso espantoso, tratando dos veces, en vano, de
    acercar sus codos a sus rodillas. Le gritaban:
    —¡Madeleine, retiraos de allí!
    El mismo Fauchelevent le dijo:
    —¡Señor Madeleine, marchad! ¡Es preciso que muera, ya lo veis! ¡Dejadme! ¡Vais a ser aplastado
    vos también!
    Madeleine no respondió.
    Los asistentes jadeaban. Las ruedas habían continuado hundiéndose y era ya casi imposible que
    Madeleine saliese de debajo del carro.
    De pronto, vieron conmoverse la enorme masa, la carreta se levantaba lentamente y las ruedas
    salieron casi de los surcos. Oyeron una voz ahogada que gritaba:
    —¡Pronto, ayudad!
    Era Madeleine que acababa de hacer el último esfuerzo.
    Todos se precipitaron. La abnegación de uno solo había dado la fuerza y el valor a veinte. La carreta
    fue levantada por veinte brazos. El viejo Fauchelevent estaba salvado.
    Madeleine se levantó. Estaba lívido, aunque chorreando sudor. Sus ropas estaban destrozadas y
    cubiertas de barro. Todos lloraban. El anciano le besaba las rodillas y le llamaba el buen Dios. Él tenía
    sobre el rostro una extraña expresión de sufrimiento feliz y celeste, y fijaba su mirada tranquila sobre
    Javert, quien seguía mirándole.






    VII


    FAUCHELEVENT SE HACE JARDINERO EN PARÍS



    Fauchelevent se había dislocado la rótula en su caída. Madeleine le hizo transportar a una enfermería
    que había establecido para los obreros, en el mismo edificio de su fábrica, y que estaba atendida por dos
    hermanas de la caridad. Al día siguiente, el viejo encontró un billete de mil francos sobre la mesita de
    noche, con una nota escrita por Madeleine: «Os compro vuestra carreta y vuestro caballo». La carreta
    estaba rota y el caballo muerto. Fauchelevent se curó, pero su rodilla quedó anquilosada. El señor
    Madeleine, con la recomendación de las hermanas y del párroco, hizo colocar al buen hombre, como
    jardinero, en un convento de mujeres del barrio Saint-Antoine, en París.

    Algún tiempo después, el señor Madeleine fue nombrado alcalde. La primera vez que Javert vio al
    señor Madeleine revestido con la banda que le daba completa autoridad en la población, experimentó esa
    especie de estremecimiento que sentiría un mastín que olfatease un lobo bajo los vestidos de su amo. A
    partir de aquel momento, le evitó todo cuanto pudo. Cuando las necesidades del servicio lo exigían
    imperiosamente, y no podía menos que encontrarse con el señor alcalde, le hablaba con un respeto
    profundo.
    La prosperidad creada por Madeleine en Montreuil-sur-Mer tenía, además de los signos visibles, de
    los que ya hemos hablado, otro síntoma que, aun no siendo visible, no era menos significativo. Síntoma
    que no engaña nunca. Cuando la población sufre, cuando falta el trabajo, cuando el comercio es nulo, el
    contribuyente se resiste al impuesto por penuria, agota y deja pasar los plazos, y el Estado gasta mucho
    dinero en apremios. Cuando el trabajo abunda, cuando el país es feliz y rico, el impuesto se paga
    cómodamente, y le cuesta poco al Estado. Puede decirse que la miseria y la riqueza públicas tienen un
    termómetro infalible: los gastos de percepción del impuesto. En siete años, los gastos de percepción del
    impuesto se habían reducido las tres cuartas partes en el distrito de Montreuil-sur-Mer, lo cual era causa
    de que el señor de Villéle, entonces ministro de Finanzas
    [164]
    , citase frecuentemente este distrito.
    Tal era la situación cuando regresó Fantine. Nadie se acordaba ya de ella, pero afortunadamente la
    puerta de la fábrica del señor Madeleine era como un rostro amigo. Allí se presentó y fue admitida en el
    taller de mujeres. El oficio era completamente nuevo para Fantine y no podía ser muy experta en él; por
    lo tanto, sacaba poca cosa como producto de su jornada, pero al fin aquello bastaba, el problema estaba
    resuelto y ganaba su vida









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    Mensaje por Maria Lua Vie 08 Nov 2024, 09:03

    ***

    VIII





    LA SEÑORA VICTURNIEN GASTA TREINTA Y CINCO FRANCOS EN FAVOR DE LA
    MORAL



    Cuando Fantine vio que se ganaba la vida, tuvo un momento de júbilo. ¡Vivir honradamente de su
    trabajo, qué favor del cielo! Recobró verdaderamente el gusto por el trabajo. Se compró un espejo, se
    alegró de ver en él su juventud, sus hermosos cabellos y sus bonitos dientes, olvidó muchas cosas, no
    pensó ya más que en su Cosette y en el porvenir, y fue casi feliz. Alquiló una pequeña habitación y la
    amuebló a crédito sobre su trabajo futuro, resto de sus hábitos de desorden.
    No pudiendo decir que estaba casada, se guardó mucho, como ya lo hemos dejado entrever, de hablar
    de su hijita.
    En un principio, como se ha visto, pagaba a los Thénardier con puntualidad. Como no sabía más que
    firmar, para escribirles se veía obligada a valerse de un amanuense.
    Escribía con frecuencia. Esto fue observado. Empezóse a murmurar en el taller de mujeres que
    Fantine «escribía cartas» y que tenía «ciertas maneras».
    Nadie mejor para espiar las acciones de los demás que aquellos a quienes nada puedan importarle.
    ¿Por qué este señor no viene sino al oscurecer?; ¿por qué este otro no cuelga la llave en su respectivo
    clavo de la portería, el jueves?; ¿por qué va siempre por callejuelas?; ¿por qué la señora desciende
    siempre del coche de alquiler antes de llegar a la casa?; ¿por qué envía a buscar un cuadernillo de papel
    de cartas, cuando tiene llena la papelera?, etc., etc. Existen seres que, por saber el secreto de tales
    enigmas, que les son por lo demás perfectamente indiferentes, gastan más dinero, prodigan más tiempo y
    se toman más trabajo de lo que sería necesario para ejecutar diez buenas acciones; y lo hacen
    gratuitamente, por placer, sin que su curiosidad reciba más recompensa que la propia curiosidad.
    Seguirán a éste o aquél durante días enteros, emplearán largas horas como centinelas en las esquinas,
    bajo los portales, de noche, con frío y con lluvia, corromperán a criados, emborracharán a cocheros y a
    lacayos, comprarán a la doncella, sobornarán a un portero… ¿Para que? Para nada. Por encarnizamiento
    de ver, de saber y de penetrar en vidas ajenas. Puro comezón de murmurar. Y, a menudo, una vez
    conocidos estos secretos, publicados estos misterios, descubiertos estos enigmas, producen catástrofes,
    duelos, quiebras, ruinas de familias, existencias amargadas, con gran gozo de aquellos que lo han
    «descubierto todo», sin interés, por puro instinto. Cosa triste, en verdad.
    Ciertas personas son malas únicamente por necesidad de hablar. Su conversación, charla en el salón,
    habladuría en la antecámara, es como esas chimeneas que consumen rápidamente la leña, necesitan mucho
    combustible, y el combustible es el prójimo.
    Observaron, pues, a Fantine. Más de una tenía envidia de sus cabellos rubios y de sus blancos
    dientes.
    Advirtióse que, en el taller, entre las demás, se volvía frecuentemente para enjugar una lágrima. Eran
    los momentos en que pensaba en su hija; quizá también en el hombre que había amado.
    Es doloroso romper los sombríos lazos con el pasado.
    Observóse que escribía, al menos, dos veces al mes, siempre a la misma dirección, y que franqueaba
    las cartas. Consiguieron la dirección: «Al señor Thénardier, mesonero, en Montfermeil». Hicieron hablar,
    en la taberna, al amanuense, viejo que no podía llenar su estómago de vino tinto sin vaciar su bolsillo de
    secretos. En una palabra, supieron que Fantine tenía un hijo. Debía ser «una especie de mujerzuela».
    Hubo una comadre que hizo el viaje a Montfermeil, habló con los Thénardier, y dijo a su vuelta:
    —Mis treinta y cinco francos me ha costado, pero lo sé todo. ¡He visto a la niña!
    La comadre que hizo aquello era una gorgona llamada señora Victurnien, guardiana y portera de la
    virtud de todo el mundo. La señora Victurnien tenía cincuenta y seis años y forraba la máscara de la
    fealdad con la máscara de la vejez. Voz temblorosa y espíritu irregular. Aquella mujer había sido joven,
    cosa sorprendente. En su juventud, en pleno 93, se casó con un monje escapado del claustro, con gorro
    colorado, y que pasó de los bernardinos
    [165] a los jacobinos. Era flaca, seca, áspera, puntiaguda,
    espinosa, casi ponzoñosa; siempre acordándose de su fraile, del que había enviudado, y que la había
    domado y plegado mucho. Era una ortiga en que se advertía el roce del hábito frailuno. En la
    Restauración se hizo devota, pero tan enérgicamente que los clérigos le perdonaron su boda con el fraile.
    Poseía un pequeño patrimonio, que había legado ruidosamente a una comunidad religiosa. Estaba muy
    bien vista en el obispado de Arras. Esta señora Victurnien fue, pues, a Montfermeil y volvió diciendo:
    —¡He visto a la niña!
    Tantos pasos requirieron su tiempo. Fantine llevaba ya un año en la fábrica cuando una mañana la
    encargada del obrador le entregó, de parte del señor alcalde, cincuenta francos, diciéndole que ella no
    formaba ya parte del taller, e invitándola, de parte del señor alcalde, a que abandonara la ciudad.
    Esto ocurrió precisamente el mismo mes en que los Thénardier, después de haber pedido doce
    francos en lugar de seis, le exigían quince francos en lugar de doce.
    Fantine quedó aterrada. No podía irse, debía el alquiler y los muebles. Cincuenta francos no bastaban
    para liquidar aquella deuda. Balbució algunas palabras de súplica. La encargada le dio a entender que
    tenía que salir inmediatamente dél obrador. Por otra parte, Fantine no era más que una trabajadora
    mediocre. Oprimida por la vergüenza, más que por la desesperación, abandonó el taller y volvió a su
    habitación. ¡Su falta era, pues, conocida por todos!
    No se sentía con fuerzas para decir una palabra. Le aconsejaron que fuera a visitar al señor alcalde;
    no se atrevió. El señor alcalde le daba cincuenta francos porque era bueno, y la arrojaba de allí porque
    era justo. Se sometió, pues, a este decreto.






    X



    CONTINUACIÓN DEL TRIUNFO



    Fantine fue despedida hacia fines de invierno; pasó el verano, pero el invierno volvió. Días cortos,
    menos trabajo. En invierno no hay calor, no hay luz, no hay mediodía, la tarde se une con la mañana, todo
    es bruma, crepúsculo, la ventana es gris, no se ve claro. El cielo es un tragaluz; todo el día una cueva. El
    sol tiene el aspecto de un pobre. ¡Terrible estación! El invierno cambia en piedra el agua del cielo y el
    corazón del hombre. Sus acreedores la acosaban.
    Fantine ganaba muy poco. Sus deudas habían aumentado. Los Thénardier, mal pagados, le escribían a
    cada instante cartas cuyo contenido la desolaba, y cuyo porte la arruinaba. Un día le escribieron que su
    pequeña Cosette estaba enteramente desnuda, con el frío que hacía, y que tenía necesidad de una saya de
    lana, y que era preciso que su madre enviara, al menos, diez francos para ello. Recibió la carta y la
    estrujó entre sus manos todo el día. Por la noche, entró en casa de un peluquero que habitaba en el
    extremo de la calle y deshizo su peinado. Sus admirables cabellos rubios le cayeron hasta las caderas.
    —¡Qué hermosos cabellos! —exclamó el barbero.
    —¿Cuánto me daríais por ellos?
    —Diez francos.
    —Cortadlos.
    Compró una falda de punto y la envió a los Thénardier.
    Aquella falda puso furiosos a los Thénardier. Era el dinero lo que ellos querían. Dieron la falda a
    Éponine. La pobre Alondra continuo temblando.
    Fantine pensó: «Mi niña ya no tiene frío. La he vestido con mis cabellos». Se ponía pequeños gorros
    redondos que escondían su cabeza rapada y con los cuales estaba aún bonita.
    Una lucubración tenebrosa verificábase en el corazón de Fantine. Cuando vio que ya no podía
    peinarse, empezó a odiar todo lo que la rodeaba. Había participado durante mucho tiempo en la
    veneración de todos a Madeleine; no obstante, a fuerza de repetirse que era él quien la había echado, y
    que era él la causa de su desgracia, acabó por odiarle también. Cuando pasaba por delante de la fábrica,
    en las horas en que los obreros estaban en la puerta, se esforzaba en reír y cantar.




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    Mensaje por Maria Lua Vie 08 Nov 2024, 09:04

    ***


    Una vieja obrera, que la vio una vez cantar y reír de aquel modo, dijo:
    —He ahí a una joven que acabará mal.
    Tomó un amante, el primero que se le presentó, un hombre a quien no amaba, por despecho, con rabia
    en el corazón. Era un miserable, una especie de músico mendigo, un ocioso indigente, que le pegaba, y
    que la dejó como ella le había tomado: con repugnancia.
    Fantine adoraba a su hija.
    Cuanto más descendía, cuanto más sombrío se iba haciendo todo a su alrededor, más irradiaba en el
    fondo de su alma aquel dulce angelito. Decía:
    —Cuando sea rica, tendré a mi Cosette conmigo.
    Y se reía. La tos no la abandonaba, y sentía sudores en la espalda. Un día, recibió de los Thénardier
    una carta concebida en estos términos:
    Cosette está enferma de una enfermedad que hay en el pueblo. Tiene lo que llaman una fiebre
    miliar
    [166]
    . Son precisas medicinas muy caras. Esto nos arruina y ya no podemos pagar. Si no nos enviáis
    cuarenta francos antes de ocho días, la pequeña morirá.
    Echóse a reír a carcajadas y dijo a su anciana vecina:
    —¡Vaya! ¡Están buenos! ¡Cuarenta francos! ¡Nada más que eso! ¡Son dos napoleones! ¿De dónde
    quieren que los saque? ¡Qué estúpidos son estos aldeanos!
    No obstante, se dirigió a la escalera cerca de una ventanilla, y leyó de nuevo la carta.
    Luego, bajó la escalera y salió corriendo y saltando, riendo aún. Alguien la encontró y le dijo:
    —¿Qué os pasa que estáis tan alegre?
    Ella respondió:
    —Una gran tontería que acaban de escribirme unos aldeanos. Me piden cuarenta francos. ¡Lugareños
    al fin!
    Cuando cruzaba la plaza, vio a un grupo de gente que rodeaba un coche de forma extraña, sobre el
    cual, en pie, peroraba un hombre vestido de rojo. Era un charlatán, dentista ambulante, que ofrecía al
    público dentaduras completas, opiatas, polvos y elixires.
    Fantine se mezcló con el grupo y se puso a reír, como todos los demás, de aquella arenga en la que
    había argot para la canalla y jerga para la gente fina.
    El charlatán vio a aquella hermosa muchacha que reía y exclamó de repente:
    —Tenéis bonitos dientes, joven risueña. Si queréis venderme los incisivos, os daré, por cada uno de
    ellos, un napoleón de oro.
    —¿Qué son los incisivos? —preguntó Fantine.
    —Los incisivos —repuso el profesor dentista— son los dientes de delante, los dos de arriba.
    —¡Qué horror! —exclamó Fantine.
    —¡Dos napoleones! —gruñó una vieja desdentada que estaba allí—. ¡Vaya una mujer afortunada!
    Fantine huyó y se tapó las orejas para no oír la voz ronca de aquel hombre que le gritaba:
    —¡Reflexionad, hermosa! ¡Dos napoleones son algo! Si el corazón os lo aconseja, id a verme, esta
    tarde, a la posada de la Cubierta de plata; allí me encontraréis.
    Fantine regresó a su casa; iba indignada y contó el caso a su buena vecina Margueritte:
    —¿Comprendéis esto?, ¿no es un hombre abominable?, ¿cómo se deja que esta gente ande por el
    pueblo? ¡Arrancarme mis dientes de delante! ¡Esto sería horrible! Los cabellos vuelven a crecer, pero
    ¡los dientes! ¡Ah, monstruo! ¡Antes preferiría arrojarme desde un quinto piso de cabeza a la calle! Me ha
    dicho que estaría esta tarde en la Cubierta de plata.
    —¿Y cuánto te ofrecía? —preguntó Margueritte.
    —Dos napoleones.
    —Eso son cuarenta francos.
    —Sí —asintió Fantine—, son cuarenta francos.
    Quedó pensativa y se puso a su labor. Al cabo de un cuarto de hora, abandonó su costura y volvió a
    releer la carta de los Thénardier en la escalera.
    Al volver, dijo a Margueritte, que trabajaba cerca de ella:
    —¿Qué es una fiebre miliar? ¿Lo sabéis?
    —Sí —repuso la vieja—, es una enfermedad.
    —¿Y se necesitan muchas medicinas?
    —¡Oh!, medicinas terribles.
    —¿Y en qué consiste?
    —Es una enfermedad como otras.
    —¿Ataca a los niños?
    —Sí, especialmente a los niños.
    —¿Y mueren muchos?
    —Muchos —afirmó Margueritte.
    Fantine salió y fue a leer una vez más la carta.
    Por la tarde, bajó y la vieron dirigirse hacia la calle de París, donde se hallan las posadas.
    A la mañana siguiente, como Margueritte entrase en la habitación de Fantine antes del amanecer, pues
    trabajaban siempre juntas y, de este modo, no encendían más que una vela para las dos, encontró a
    Fantine sentada en la cama, pálida, helada. No se había acostado. Su gorro le había caído sobre las
    rodillas. La vela había ardido toda la noche y estaba casi enteramente consumida.
    Margueritte se detuvo en el umbral, petrificada por tan enorme desorden, y exclamó:
    —¡Señor, la vela se ha consumido toda! ¿Qué ocurre?
    Después miró a Fantine, que volvía hacia ella su cabeza sin cabellos.
    Fantine, desde la víspera, había envejecido diez años.
    —Jesús! —exclamó Margueritte—. ¿Qué tenéis, Fantine?
    —No tengo nada —respondió Fantine—, al contrario. Mi niña no morirá de esa terrible enfermedad,
    por falta de socorro. Estoy contenta.
    Al hablar así, mostraba a la vieja dos napoleones de oro, que brillaban sobre la mesa.
    —Jesús, Dios mío! —dijo Margueritte—. ¡Pero si es una fortuna! ¿De dónde habéis sacado estos
    luises de oro?
    —Los he ganado —respondió Fantine.
    Al mismo tiempo, sonrió. La vela alumbraba su rostro. Era una sonrisa sangrienta. Una saliva rojiza
    surcaba las comisuras de los labios, y en la boca tenía un agujero negro.
    Los dos dientes habían sido arrancados.
    Envió los cuarenta francos a Montfermeil.
    Pero aquello había sido un ardid de los Thénardier para obtener el dinero. Cosette no estaba enferma.
    Fantine arrojó su espejo por la ventana. Desde hacía mucho tiempo había abandonado su celda del
    segundo piso por un tabuco cerrado con un picaporte, debajo del tejado; una de esas buhardillas en que el
    techo forma ángulo con el suelo, y en que a cada instante tropieza la cabeza. La pobre no podía ir al
    fondo de su habitación, como al fondo de su destino, sino encorvándose, más y más. Ya no tenía cama, le
    quedaba sólo un pingo al que llamaba cobertor, un colchón en el suelo y una silla desvencijada. Un
    pequeño rosal que tenía se había secado, olvidado en un rincón. En el otro rincón se veía un bote de
    manteca, que servía para poner agua, que se helaba en invierno, y en la cual quedaban marcados, por
    círculos de hielo, los diferentes niveles del líquido. Había perdido la vergüenza, y perdió la coquetería.
    Último indicio, salía con gorros sucios. Ya por falta de tiempo, ya por indiferencia, no recosía su ropa. A
    medida que se rompían los talones, iba metiendo las medias en los zapatos. Ello se descubría por ciertos
    pliegues perpendiculares. Remendaba su corpiño, viejo y gastado, con pedazos de tela de algodón, que se
    desgarraban al menor movimiento. Las personas a quienes debía le hacían «escenas», y no le dejaban
    reposo alguno. Las encontraba en la calle y las volvía a encontrar en la escalera. Pasaba noches enteras
    llorando y pensando; tenía los ojos muy brillantes y sentía un dolor fijo en el hombro, hacia lo alto del
    omóplato izquierdo. Tosía mucho. Odiaba profundamente a Madeleine, y no se quejaba. Cosía diecisiete
    horas diarias, pero una contratista del trabajo de las cárceles, que hacía trabajar más barato a las presas,
    hizo de pronto bajar los precios, con lo cual se redujo a nueve sueldos el jornal de las trabajadoras
    libres. ¡Diecisiete horas de trabajo y nueve sueldos diarios! Sus acreedores eran más implacables que
    nunca. El prendero, que había recuperado casi todos los muebles, le decía sin cesar:





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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 5 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Vie 08 Nov 2024, 09:06

    ***


    —¿Cuándo pagarás, pícara?
    ¿Qué más quería ella, buen Dios? Se sentía acorralada y se iba desarrollando en ella algo de fiera.
    Por aquel entonces, los Thénardier le escribieron diciendo que, decididamente, habían esperado con
    demasiada bondad, pero que eran precisos cien francos inmediatamente; de lo contrario, pondrían en la
    calle a la pequeña Cosette, aún convaleciente de su grave enfermedad, en el frío, en los caminos, y que
    fuese de ella lo que pudiese, y que reventaría, si tal era su deseo.
    «¡Cien francos!», pensó Fantine. Pero ¿donde hay una ocupación para ganar cien sueldos diarios?
    —¡Vaya! —se dijo—. Venderemos el resto.
    La infortunada se hizo mujer pública.




    XI


    CHRISTUS NOS LIBERAVI


    [167]
    ¿Qué es esta historia de Fantine? Es la sociedad comprando una esclava.
    ¿A quién? A la miseria.
    Al hambre, al frío, al aislamiento, al abandono, a la desnudez. ¡Pacto doloroso! Un alma por un
    pedazo de pan. La miseria ofrece, la sociedad acepta.
    La santa ley de Jesucristo gobierna nuestra civilización, pero no la penetra todavía. Se dice que la
    esclavitud ha desaparecido de la civilización europea. Es un error. Existe aún, pero no pesa mas que
    sobre la mujer, y se llama prostitución.
    Pesa sobre la mujer, es decir, sobre la gracia, sobre la debilidad, sobre la belleza, sobre la
    maternidad. Ésta no es una de las menores vergüenzas del hombre.
    Al punto al que hemos llegado de este doloroso drama, nada queda ya a Fantine de lo que era en otro
    tiempo. Se ha convertido en mármol al hacerse lodo. Quien la toca siente frío. Pasa, os soporta, y os
    ignora; es la figura deshonrada y severa. La vida y el orden social le han dicho su última palabra. Le ha
    acontecido todo lo que podía acontecerle. Lo ha sentido todo, soportado todo, experimentado todo,
    sufrido todo, perdido todo, llorado todo. Se ha resignado, con esa resignación que se parece a la
    indiferencia, como la muerte se parece al sueño. Ya no evita nada. Ya no teme a nada. ¡Que caiga sobre
    ella todo el nubarrón, y que pase sobre ella todo el océano! ¡Qué le importa! Es una esponja empapada.
    Al menos, esto cree ella. Pero es un error creer que la desgracia se agota, y que se toca el fondo de
    una situación, cualquiera que ésta sea.
    ¡Ah!, ¿qué son estas vidas que se precipitan desordenadamente?, ¿adónde van?, ¿por qué son así?
    El que esto sabe ve en toda oscuridad.
    Está solo, se llama Dios.





    XII


    LOS OCIOS DEL SEÑOR BAMATABOIS


    Hay en todas las poblaciones pequeñas, y en particular había en Montreuil-sur-Mer, una clase de
    jóvenes que consumen quinientas libras de renta en provincias con el mismo aire con que sus iguales
    devoran en París doscientos mil francos por año. Son seres de la gran especie ambigua; impotentes,
    parásitos, nulos, que tienen un poco de tierra, un poco de tontería, un poco de ingenio, que serían rústicos
    en un salón y se creen caballeros en una taberna, que dicen: mis prados, mis bosques, mis colonos, que
    silban a las actrices de teatro para probar que son personas de gusto, que se querellan con los oficiales
    de la guarnición para probar que son gentes de guerra, que cazan, fuman, bostezan, huelen a tabaco,
    juegan al billar, contemplan a los viajeros descender de la diligencia, viven en el café, cenan en la
    posada, tienen un perro que come los huesos debajo de la mesa y una amante que pone los platos encima;
    que escatiman los cuartos, exageran las modas, admiran la tragedia, desprecian a las mujeres, gastan las
    botas viejas, copian a Londres a través de París y a París a través de Pont-á-Musson, envejecen, no
    trabajan, no sirven para nada y tampoco dañan gran cosa.
    El señor Félix Tholomyés, si se hubiese quedado en provincias y no hubiera visto nunca París, habría
    sido uno de estos hombres


    Si fuesen mas ricos, se diría de ellos: son elegantes; si fuesen más pobres, se diría: son holgazanes.
    Son únicamente desocupados. Entre estos desocupados, los hay fastidiosos, fastidiados, extravagantes y,
    unos pocos, algo chuscos.
    Por aquel tiempo, un elegante se componía de un gran cuello, una gran corbata, un reloj con dijes, tres
    chalecos sobrepuestos, de colores distintos, el azul y el rojo interiores, un frac de color de aceituna, de
    talle corto y cola de bacalao, con doble hilera de botones de plata juntos unos a otros y subiendo hasta el
    hombro, y con un pantalón color de aceituna más claro, adornado en sus dos costuras por un número de
    bandas indeterminado, pero siempre impar, variando de uno a once, límite que nunca era franqueado.
    Añadid a esto, unos zapatos-botas con pequeñas herraduras en el talón, un sombrero de copa alta y de
    alas estrechas, unos cabellos formando tupé, un enorme bastón, una conversación realzada por los
    retruécanos de Poder. Sobre todo, espuelas y bigotes. En aquella época, los bigotes querían decir
    burgués, y las espuelas querían decir peatón.
    El elegante de provincias llevaba las espuelas más largas y los bigotes más pronunciados.
    Era el tiempo de la lucha de las repúblicas de América meridional contra el rey de España, de
    Bolívar contra Morillo
    [168]
    . Los sombreros de alas estrechas eran realistas, y se llamaban morillos; los
    liberales llevaban sombreros de alas anchas, que se llamaban bolívares.
    Ocho o diez meses después de lo que hemos referido en las páginas precedentes, en los primeros días
    de enero de 1823, una tarde que había nevado, uno de estos elegantes, uno de estos despreocupados, uno
    de «buenas ideas», pues llevaba un morillo, cálidamente embozado en una de esas amplias capas que
    completaban en los tiempos fríos el traje de moda, se divertía en hostigar a una mujer que pasaba, en
    traje de baile, muy escotada y con flores en la cabeza, por delante de la puerta del café de los oficiales.
    Este elegante fumaba, pues ello estaba decididamente de moda.
    Cada vez que aquella mujer pasaba por delante de él, le arrojaba, con una bocanada de humo de su
    cigarro, algún apostrofe que él creía ingenioso y alegre, como: «¡Qué fea eres!», «¡Escóndete!», «¡No
    tienes dientes!», etc. Este señor se llamaba señor Bamatabois. La mujer, triste espectro disfrazado que iba
    y venía sobre la nieve, no le respondía, ni siquiera le miraba, y no por esto realizaba con menos
    regularidad su paseo, que la llevaba cada cinco minutos bajo el sarcasmo, como el soldado condenado
    que va y vuelve bajo los vergajazos. El poco efecto que causaba picó sin duda al ocioso, que,
    aprovechando un momento en que ella se volvía, se fue detrás de ella, con paso de lobo, y ahogando la
    risa se agachó, cogió un puñado de nieve y se lo hundió bruscamente en la espalda, entre los hombros
    desnudos. La joven dio un rugido, se volvió, saltó como una pantera y se arrojó sobre el hombre
    clavándole las uñas en el rostro, con las más espantosas palabras que puedan oírse en un cuerpo de
    guardia. Aquellas injurias, vomitadas con una voz enronquecida por el aguardiente, salían
    asquerosamente de la boca de una mujer a la cual le faltaban, en efecto, los dos dientes delanteros. Era
    Fantine.
    Al ruido que esto produjo, los oficiales salieron en tropel del café, los transeúntes se agruparon y se
    formó un gran corro alegre, silbando y aplaudiendo alrededor de aquel torbellino compuesto de dos seres
    en los cuales apenas se podía reconocer a un hombre y a una mujer, el hombre debatiéndose con el
    sombrero en el suelo, y la mujer golpeando con pies y puños, despeinada, rugiendo, sin dientes y sin
    cabellos, lívida de cólera, horrible.
    De repente, un hombre de alta estatura salió vivamente de la multitud, agarró a la mujer por el
    corpiño de satén, cubierto de barro, y le dijo:
    —¡Sígueme!
    La mujer levantó la cabeza; su voz furiosa se apagó súbitamente. Sus ojos estaban vidriosos; de
    lívida, se había puesto pálida y temblaba con un estremecimiento de terror. Había reconocido a Javert.
    El elegante había aprovechado la ocasión para escapar.

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    Mensaje por Maria Lua Vie 08 Nov 2024, 09:08

    ***


    XIII



    SOLUCIÓN DE ALGUNAS CUESTIONES DE POLICÍA MUNICIPAL



    Javert apartó a los concurrentes, deshizo el corro y echó a andar, a grandes pasos, hacia la oficina de
    policía, que estaba al extremo de la plaza, arrastrando a la miserable tras de sí. Ella se dejó llevar
    maquinalmente. Ni él ni ella decían una sola palabra. La nube de espectadores, en el paroxismo de la
    alegría, los seguía con sus pupilas. La suprema miseria es siempre, ocasión de obscenidades.
    Al llegar a la oficina de policía, que era una sala baja, caldeada por una estufa y custodiada por un
    guardia, con un puerta vidriera enrejada que daba a la calle, Javert abrió la puerta, entró con Fantine y
    cerró la puerta tras él, con gran descontento de los curiosos, que se empinaron sobre la punta de los pies
    y alargaron el cuello tratando de ver. La curiosidad es una glotonería. Ver es devorar.
    Al entrar, Fantine fue a caer en un rincón, inmóvil y muda, acurrucada como una perra que tiene
    miedo.
    El sargento de guardia trajo una vela encendida y la dejó sobre una mesa. Javert se sentó y de su
    bolsillo sacó una hoja de papel timbrado, poniéndose a escribir.
    Esta clase de mujeres están enteramente abandonadas por nuestras leyes a la discreción de la policía.
    Hace de ellas lo que quiere, las castiga como le parece, y confisca, según su talante, esas dos tristes
    cosas que se llaman su industria y su libertad. Javert estaba impasible; su rostro serio no traicionaba
    emoción alguna. No obstante, estaba grave y profundamente preocupado. Era aquél uno de esos momentos
    en que ejercía sin sujeción de nadie, pero con todos los escrúpulos de una conciencia severa, su temible
    poder discrecional. En aquel instante comprendía que su cargo de jefe de policía era un tribunal. Juzgaba
    y además condenaba. Llamaba en su auxilio a cuantas ideas tenía en su espíritu para el buen desempeño
    de la gran cosa que estaba haciendo. Cuanto más examinaba el hecho de aquella mujer, más indignado se
    sentía. Era evidente que acababa de ver cometer un crimen. Acababa de ver, allá en la calle, a la
    sociedad, representada por un propietario-elector, insultada y atacada por una criatura excluida de todo
    derecho. Una prostituta había atentado contra un ciudadano. Él, Javert, lo había visto. Escribía en
    silencio.
    Cuando hubo terminado, firmó, dobló el papel y dijo al sargento de guardia, al entregárselo:
    —Tomad tres hombres y conducid a esta mujer a la cárcel. —Luego, volviéndose hacia Fantine—: Ya
    tienes para seis meses.
    La desgraciada se estremeció.
    —¡Seis meses! ¡Seis meses de prisión! —exclamó—. ¡Seis meses ganando siete sueldos diarios!
    ¿Qué será de mi Cosette? ¡Mi hija! ¡Mi hija! Debo aún más de cien francos a los Thénardier, señor
    inspector, ¿no lo sabéis?
    Se arrastró por las baldosas mojadas por las botas fangosas de todos aquellos hombres, sin
    levantarse, de rodillas, uniendo las manos.
    —Señor Javert —dijo—, os pido gracia. Os aseguro que yo no he tenido la culpa. ¡Si hubierais visto
    el principio! Os juro por Dios que yo no he tenido la culpa. Es el señor, a quien no conozco, quien me ha
    echado nieve en la espalda. ¿Es que tiene derecho a echarme nieve en la espalda, cuando yo pasaba
    tranquilamente, sin hacer daño a nadie? Por esto me exalté. Estoy algo enferma, ¡miradlo! Y, además, ya
    hacía un rato que me estaba insultando: «¡Eres fea! ¡No tienes dientes!». Ya sé yo que no tengo dientes.
    Yo no hacía nada; me decía a mí misma: «Es un caballero que se divierte». Fui prudente con él, no le
    hablé. Fue entonces cuando me echó la nieve en la espalda. ¡Señor Javert, mi buen señor inspector! ¿Es
    que no hay nadie que lo haya visto para poderos decir que es verdad? Quizás he hecho mal enfadándome.
    Ya sabéis, en el primer instante nadie es dueño de sí. Hay prontos. ¡Además, es cruel sentir sobre sí una
    cosa tan fría, cuando menos se espera! He hecho mal estropeando el sombrero de aquel caballero. ¿Por
    qué se ha marchado? Le pediría perdón. ¡Oh, Dios mío!, no me importa tener que pedirle perdón.
    Dispensadme por esta vez, señor Javert. Mirad, no sabéis esto, en las prisiones se ganan sólo siete
    sueldos, esto no es culpa del Gobierno, pero no se gana más que esto; y figuraos que yo tengo que pagar
    cien francos, pues de otro modo echarán a la pequeña. ¡Oh, Dios mío! Yo no puedo tenerla conmigo. ¡Es
    vergonzoso lo que yo hago! ¡Oh, mi Cosette, mi angelito de la buena Virgen! ¿Qué será de ella? Mirad,
    los
    Thénardier, los posaderos, los campesinos, no entienden de razones. Necesitan dinero. ¡No me metáis
    en la cárcel! Mirad, tengo una niña, a quien pondrán en medio del camino, a la ventura, en pleno invierno;
    hay que tener piedad de estas criaturas, mi buen señor Javert. Si fuera mayor, podría ganarse la vida, pero
    no es posible a esta edad. En el fondo no soy una mala mujer. No es la cobardía ni el vicio los que han
    hecho de mí lo que veis. Si bebo aguardiente, es por miseria. No me gusta, pero me aturde. Cuando era
    más feliz, si se hubieran examinado mis armarios, se habría visto que yo no era una mujer coqueta y
    desordenada. Yo tenía ropa blanca, mucha ropa blanca. ¡Tened piedad de mí, señor Javert!
    Ella hablaba así, arrodillada, sacudida por los sollozos, cegada por las lágrimas, desnuda la
    garganta, retorciéndose las manos, tosiendo con una tos seca, balbuceando en voz baja, con la voz de la
    agonía. El gran dolor es un rayo divino y terrible que transfigura a los miserables. En aquel momento,
    Fantine había vuelto a ser hermosa. En ciertos instantes, se detenía y besaba tiernamente el bajo del
    levitón del polizonte. Hubiera enternecido un corazón de granito, pero no se estremece un corazón de
    madera.
    —¡Vamos! —dijo Javert—. Ya te he escuchado. ¿Has acabado ya? Ahora ya tienes para seis meses;
    ni el Padre eterno en persona podría hacer nada en esto.
    Cuando oyó estas palabras solemnes, «Ni el Padre eterno en persona podría hacer nada», comprendió
    que la sentencia se había dictado. Cayó abatida, murmurando:
    —¡Perdón!
    Javert volvió la espalda.
    Los guardias la cogieron por el brazo.
    Algunos minutos antes, había entrado en la sala un hombre, sin que reparasen en él. Había cerrado la
    puerta y se había aproximado, al oír las súplicas desesperadas de Fantine.
    En el momento en que los guardias echaron mano a la desgraciada, que no quería levantarse, dio un
    paso, salió de la sombra y dijo:
    —¡Un momento, por favor!
    Javert levantó los ojos y reconoció al señor Madeleine. Se quitó el sombrero y, saludando con cierta
    especie de torpeza y enfado, dijo:
    —Perdón, señor alcalde…
    Aquellas palabras, «señor alcalde», produjeron en Fantine un efecto extraño. Se levantó rápidamente,
    como un espectro que surge de la tierra, rechazó a los guardias con los dos brazos, se dirigió al señor
    Madeleine, antes de que pudieran contenerla y, mirándole fijamente, con gesto extraviado, exclamó:
    —¡Ah! ¡Eres tú el señor alcalde!
    Luego, estalló en carcajadas y le escupió en el rostro.
    El señor Madeleine se limpió la cara y dijo:
    —Inspector Javert, poned a esta mujer en libertad
    Javert creyó que iba a volverse loco. Experimentaba, en aquel instante, una después de otra y casi
    mezcladas, las emociones más fuertes que había sentido en su vida. Que una mujer pública escupiera al
    rostro de un alcalde era algo tan monstruoso que, en sus suposiciones más terribles, hubiera considerado
    un sacrilegio creer en su posibilidad. Por otro lado, en el fondo de su pensamiento, hacía una
    comparación horrible entre lo que era aquella mujer y lo que podía ser aquel alcalde, y entonces
    entreveía con horror que nada había de extraño en aquel prodigioso atentado. Pero, cuando vio a aquel
    alcalde, a aquel magistrado, limpiarse tranquilamente el rostro y decir: «Poned en libertad a esta mujer»,
    sintió como un deslumbramiento de estupor; le faltaron el pensamiento y la palabra; su asombro había
    pasado los límites de lo posible. Quedó mudo


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    Mensaje por Maria Lua Vie 08 Nov 2024, 09:09

    ***
    Las palabras del alcalde no habían causado menor efecto en Fantine. Levantó su brazo desnudo y se
    asió a la llave de la estufa, como una persona que vacila. Miró vagamente a su alrededor, y se puso a
    hablar en voz baja, como si hablara consigo misma:
    —¡En libertad! ¡Que me dejen marchar! ¡Que no vaya a la cárcel por seis meses! ¿Quién ha dicho
    esto? No es posible que alguien haya dicho esto. He oído mal. ¡No será el monstruo del alcalde! ¿Es
    usted, mi buen señor Javert, quien ha dicho que me pongan en libertad? ¡Oh! ¡Yo os contaré y me dejaréis
    marchar! Este monstruo de alcalde, este pícaro viejo es la causa de todo. ¡Figuraos, señor Javert, que me
    ha despedido a causa de las habladurías de una porción de pícaras que hay en el taller! ¡Si esto no es
    horroroso! ¡Despedir a una pobre muchacha que cumple honestamente con su deber en el trabajo!
    Entonces no pude ganar lo suficiente, y de ahí provino mi desgracia. Es necesaria una reforma, que estos
    señores de la policía podrían hacer; y es impedir a los contratistas de las cárceles que causen perjuicio a
    las trabajadoras pobres. Voy a explicaros esto. Ganáis, por ejemplo, doce sueldos con las camisas y baja
    el precio a nueve sueldos; ya no es posible vivir. Entonces, es preciso ir a donde se pueda. Yo tenía mi
    pequeña Cosette y me he visto obligada a hacerme una mala mujer. Ahora comprenderéis cómo tiene la
    culpa de todo el pícaro alcalde. Yo he pisoteado el sombrero de aquel caballero, frente al café de los
    oficiales, pero antes él me había echado a perder un vestido con la nieve. Nosotras no tenemos más que
    un vestido de seda para salir por la noche. Ya veis que yo no he hecho daño intencionadamente, Je
    verdad, señor Javert, y por todas partes veo mujeres mucho peores que yo y que son mucho más felices.
    Oh, señor Javert, vos sois quien habéis dicho que me pongan en libertad, ¿no es cierto? Informaos, hablad
    a mi casero, pago mi alquiler, y os dirá que soy honrada. ¡Ah! Dios mío, os pido perdón; sin darme
    cuenta, he tocado la llave de la estufa y ha salido el humo.
    El señor Madeleine escuchaba con atención profunda. Mientras ella hablaba, había buscado en el
    bolsillo de su chaleco, había sacado su bolsa y la había abierto. Estaba vacía. Lo había guardado de
    nuevo en el bolsillo. Dijo a Fantine:
    —¿Cuánto habéis dicho que debéis?
    Fantine, que sólo miraba a Javert, se volvió hacia él y dijo:
    —¿Te hablo yo a ti? —Luego, dirigiéndose a los guardias—: ¿Habéis visto cómo le he escupido a la
    cara? ¡Ah!, bribón de alcalde, vienes aquí para meterme miedo, pero yo no tengo miedo de ti. Tengo
    miedo del señor Javert. ¡Tengo miedo de mi buen señor Javert!
    Y mientras así hablaba, se volvió hacia el inspector:
    —Es preciso, señor inspector, ser justo. Yo comprendo que vos sois justo, señor inspector. De hecho,
    todo es muy sencillo; un hombre que juega a echar un poco de nieve en la espalda de una mujer; esto hace
    reír a los oficiales, que tienen ganas de broma, y allí estamos nosotras que sólo servimos para que estos
    señores se diviertan. Os presentáis, tenéis que restablecer el orden, os lleváis a la mujer que ha faltado;
    pero luego, al reflexionar, como sois bueno, decís que me pongan en libertad; es por la pequeña, porque
    seis meses de cárcel me impedirían alimentar a mi niña. Solamente decís: «¡No reincidas, bribona!»
    ¡Oh!, no reincidiré, señor Javert; aunque hagan conmigo todo lo que quieran; yo no me moveré. Hoy he
    gritado, porque me hicieron daño; me sorprendió la frialdad de la nieve y, como os he dicho, yo no estoy
    muy bien, toso, tengo en el estómago como una bola que me quema, el médico me dice que me cuide.
    Tened, tocad, dadme vuestra mano, no tengáis miedo, es aquí.
    Ya no lloraba, su voz era acariciadora; apoyaba en su garganta, blanca y delicada, la gruesa mano
    ruda de Javert, y le miraba sonriendo.
    De repente, arregló el desorden de sus vestidos, dejó caer los pliegues de su traje que, al arrastrarse,
    se habían levantado casi hasta la altura de las rodillas, y se dirigió hacia la puerta, diciendo a media voz
    a los guardias, con un amistoso signo de cabeza:
    —Vamos, muchachos, el inspector ha dicho que me soltéis, y me voy.
    Puso la mano en el picaporte. Un paso más y estaba en la calle.
    Javert, hasta aquel momento, había permanecido inmóvil, con la mirada fija en el suelo, en medio de
    esta escena como una estatua fuera de lugar, que espera que la pongan en alguna parte.
    El ruido que hizo el picaporte le hizo despertar. Levantó la cabeza, con una expresión de soberana
    autoridad, expresión siempre tanto más pavorosa cuanto más baja es la autoridad, feroz en la bestia
    salvaje, atroz en el hombre que no es nada.
    —¡Sargento —gritó—, no veis que esa pícara se va! ¿Quién os ha dicho que la dejéis marchar?
    —Yo —dijo Madeleine.
    Fantine, al oír la voz de Javert, había temblado y soltado el picaporte, como un ladrón sorprendido
    suelta el objeto robado. Al oír la voz de Madeleine, se volvió y, sin pronunciar una palabra, sin respirar
    siquiera, su mirada pasó de Madeleine a Javert y de Javert a Madeleine, según hablaba uno u otro.
    Evidentemente era preciso que Javert estuviese, como suele decirse, «fuera de juicio» para que se
    atreviera a apostrofar al sargento como lo había hecho, después de la invitación del alcalde a poner a
    Fantine en libertad. ¿Había olvidado que estaba delante del alcalde? ¿Había concluido por decirse a sí
    mismo que era imposible que una «autoridad» hubiese dado semejante orden, y que ciertamente el señor
    alcalde había dicho, sin querer, una cosa por otra? ¿O bien, después de haber oído tantas cosas
    incomprensibles en dos horas, se decía que debía tomar una resolución suprema, que el pequeño debía
    hacerse grande, el polizonte transformarse en magistrado, el hombre de policía convertirse en hombre de
    justicia, y que, en aquella situación extrema, el orden, la ley y la moral, el Gobierno y la sociedad entera
    se personificaban en él, Javert?
    Sea lo que fuere, cuando el señor Madeleine pronunció ese «yo», se vio al inspector de policía
    volverse hacia el señor alcalde, pálido, frío, con los labios lívidos, la mirada desesperada, todo el
    cuerpo agitado por un temblor imperceptible, y, cosa inaudita, decirle con la vista baja, pero firme:
    —Señor alcalde, esto no puede ser.
    —¿Cómo? —dijo el señor Madeleine.
    —Esta desgraciada ha insultado a un ciudadano.
    —Inspector Javert —dijo el señor Madeleine, con un acento conciliador y tranquilo—, escuchad.
    Sois un hombre honesto y no tengo inconveniente en explicarme con vos. Vais a oír la verdad. Pasaba yo
    por la plaza cuando os llevabais a esta mujer; había aún algunos grupos, me he informado y lo he sabido
    todo; el ciudadano es el que ha faltado, y quien hubiera debido ser detenido.
    Javert respondió:
    —Esta miserable acaba de insultaros, señor alcalde.
    —Bien; eso es cuestión mía —dijo el señor Madeleine—. Mi injuria me pertenece, creo yo. Puedo
    hacer de ella lo que me plazca.
    —Perdonad, señor alcalde. Su injuria no os pertenece a vos, sino a la Justicia.
    —Inspector Javert —replicó el señor Madeleine—, la primera justicia es la conciencia. He oído a
    esta mujer. Sé lo que hago.
    —Y yo, señor alcalde, no comprendo lo que estoy viendo.
    —Entonces, contentaos con obedecer.
    —Obedezco a mi deber. Mi deber quiere que esta mujer sea condenada a seis meses de cárcel.
    El señor Madeleine repuso con dulzura:
    —Escuchad esto. No estará en la cárcel ni un solo día.
    Al oír estas palabras decisivas, Javert osó mirar fijamente al alcalde, y le dijo, con un sonido de voz
    siempre profundamente respetuoso:
    —Siento muchísimo tener que oponerme al señor alcalde, es la primera vez en mi vida, pero él se
    dignará permitirme hacerle observar que estoy dentro de los límites de mis atribuciones. Quedo, puesto
    que el señor alcalde lo quiere, dentro del derecho del ciudadano. Yo lo presencié. Esta mujer se arrojó
    sobre el señor Bamatabois, que es elector
    [170] y propietario de esa hermosa casá con balcón que hace
    esquina a la explanada, con tres pisos, y toda ella de piedra labrada. Porque… en fin, ¡hay cosas en este
    mundo! Pero, sea lo que sea, señor alcalde, éste es un hecho de policía, sucedido en la calle, que me
    corresponde; y por lo tanto retengo a Fantine.





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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 5 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Vie 08 Nov 2024, 09:10

    ***
    Entonces, el señor Madeleine se cruzó de brazos y dijo, con una voz severa que nadie en la ciudad
    había oído aún:
    —El hecho de que habláis es un hecho de policía municipal. En los términos de los artículos nueve,
    once, quince y setenta, yo soy el juez. Ordeno que esta mujer sea puesta en libertad.
    Javert quiso intentar un último esfuerzo:
    —Pero, señor alcalde…
    —Os recuerdo, a vos, el artículo ochenta y uno de la ley del 13 de diciembre de 1799, sobre la
    detención arbitraria.
    —Señor alcalde, permitid…
    —Ni una palabra más.
    —No obstante…
    —Salid —ordenó el señor Madeleine.
    Javert recibió el golpe en pie, de frente, en medio del pecho, como un soldado ruso. Saludó
    profundamente al señor alcalde y salió.
    Fantine se separó un poco de la puerta y le vio, con estupor, pasar a su lado.
    No obstante, también ella era presa de una extraña emoción. Se acababa de ver, en cierta manera,
    disputada entre dos potencias opuestas. Había visto luchar ante sus ojos a dos hombres, teniendo en sus
    manos su libertad, su vida, su alma, su hija; uno de estos hombres la arrastraba hacia la sombra, el otro
    hacia la luz. En esta lucha, a la que su temor prestaba grandes dimensiones, estos dos hombres se le
    presentaban como dos gigantes; uno hablaba como su demonio, el otro como su buen ángel. El ángel había
    vencido al demonio y, cosa que la hacía temblar de pies a cabeza, este ángel, este libertador, era
    precisamente el hombre a quien ella aborrecía, el alcalde que ella había considerado durante tanto
    tiempo como responsable de todos sus males, ¡Madeleine!, y en el momento mismo en que ella acababa
    de insultarle de modo terrible, ¡la salvaba! ¿Se habría equivocado? ¿Debía cambiar todos sus
    sentimientos…? No lo sabía, temblaba. Escuchaba aturdida, miraba atónita, y a cada palabra que decía el
    señor Madeleine, sentía deshacerse en su interior las horribles tinieblas del odio, y nacer en su corazón
    algo consolador, inefable, algo que era la alegría, la confianza y el amor.
    Cuando Javert hubo salido, el señor Madeleine se volvió hacia ella y le dijo con una voz lenta,
    hablando con trabajo, como un hombre grave que no quiere llorar:
    —Os he oído. No sabía nada de lo que habéis contado. Creo que es verdad, y siento que es verdad.
    Ignoraba incluso que hubierais abandonado mis talleres. ¿Por qué no os dirigisteis a mí? Pero yo pagaré
    ahora vuestras deudas, haré venir a vuestra hija, o que vayáis a buscarla. Viviréis aquí, en París o donde
    queráis. Yo me encargo de vuestra hija y de vos. No trabajaréis más, si no queréis. Os daré todo el dinero
    que sea preciso. Volveréis a ser honrada, volviendo a ser feliz. E incluso, escuchad, si todo es como
    decís, y no lo dudo, no habéis dejado nunca de ser virtuosa y santa a los ojos de Dios. ¡Oh, pobre mujer!
    Aquello era mucho más de lo que la pobre Fantine podía soportar. ¡Tener a Cosette! ¡Salir de esa
    vida infame! ¡Vivir libre, rica, honesta y feliz con Cosette! ¡Ver bruscamente desplegarse, en medio de su
    miseria, todas estas realidades del paraíso! Miró como atontada al hombre que le hablaba y no pudo más
    que lanzar dos o tres sollozos.
    Dobláronse sus piernas, se puso de rodillas ante el señor Madeleine y, sin que él pudiese impedirlo,
    le cogió la mano y posó en ella los labios.
    Luego, Fantine se desmayó.





    LIBRO SEXTO


    JAVERT



    I
    PRINCIPIO DEL REPOSO
    El señor Madeleine hizo transportar a Fantine a la enfermería que tenía en su propia casa. La confió a
    las hermanas, que la acostaron. Había aparecido una fiebre ardiente. Pasó parte de la noche delirando y
    hablando en voz alta. No obstante, por fin se durmió.
    Al día siguiente, al mediodía, Fantine se despertó, oyó una respiración cerca de su cama, separó las
    cortinas y vio al señor Madeleine en pie y mirando algo por encima de su cabeza. Aquella mirada estaba
    llena de piedad y de angustia, y suplicaba. Ella siguió su dirección, y vio que se dirigía a un crucifijo
    clavado en el muro.
    El señor Madeleine estaba ahora transfigurado a los ojos de Fantine. Le parecía rodeado de luz.
    Estaba absorto en una especie de oración. Ella le contempló largo tiempo, sin atreverse a interrumpirle.
    Por fin, le preguntó tímidamente:
    —¿Qué hacéis aquí?
    El señor Madeleine estaba en aquel lugar desde hacía una hora. Esperaba que Fantine se despertase.
    Le cogió la mano, tomó el pulso y dijo:
    —¿Cómo estáis?
    —Bien, he dormido, creo que estoy mejor. No será nada.
    El respondió, entonces, a la pregunta que ella le había formulado al principio, como si la acabase de
    oír:
    —Oraba al mártir que está allá arriba.
    Y añadió, en su pensamiento: «Por la mártir que está aquí abajo».
    El señor Madeleine había pasado la noche y la mañana informándose. Ahora lo sabía todo. Conocía,
    en todos sus dolorosos pormenores, la historia de Fantine. Continuó:
    —Habéis sufrido mucho, pobre madre. ¡Oh!, no os quejéis; ahora tenéis la dote de los elegidos. De
    este modo es como los hombres hacen ángeles. No es por su culpa; no saben obrar de otro modo. Ya veis,
    el infierno del que salís es la primera forma del cielo. Era preciso empezar por allí.
    Suspiró profundamente; pero ella le sonreía con aquella sublime sonrisa que mostraba la falta de los
    dos dientes.
    Javert había escrito aquella misma noche una carta. La entrego el mismo, por la mañana, en la oficina
    de Correos de Montreuil-sur-Mer. Era para París, y en el sobre decía: «Al señor Chabouillet, secretario
    del señor prefecto de policía». Como la noticia de lo sucedido entre Javert y Madeleine había corrido
    por la población, la mujer encargada de la estafeta, y otras personas que vieron la carta antes de salir y
    que conocieron la letra de Javert en el sobre, creyeron que enviaba su dimisión.
    Madeleine se apresuró a escribir a los Thenardier. Fantine les debía ciento veinte francos. Él les
    envió trescientos, diciéndoles que se cobraran de aquella cantidad y que enviaran inmediatamente a la
    niña a Montreuil-sur-Mer, en donde su madre enferma la reclamaba.
    Aquello deslumbró a Thénardier.
    —¡Diablos! —dijo a su mujer—. No soltemos a la chiquilla. Este pajarillo se va a convertir en la
    gallina de los huevos de oro. Lo adivino. Algún inocente se habrá enamoriscado de la madre.
    Contestó enviando una cuenta de quinientos y pico de francos, muy bien hecha. En aquella cuenta
    figuraban, por más de trescientos francos, dos documentos incontestables, uno de un medico y otro del
    boticario, los cuales habían cuidado y medicado, en dos largas enfermedades, a Éponine y Azelma.
    Cosette, como hemos dicho, no había estado enferma. Todo se redujo a una pequeña sustitución de
    nombres. Thénardier puso al pie de la cuenta: «Recibido a cuenta, trescientos francos».





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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 5 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Vie 08 Nov 2024, 09:12

    ***
    Cosette».
    —¡Por Cristo! —dijo Thénardier—. No soltemos a la chiquilla.
    No obstante, Fantine no se restablecía. Seguía en la enfermería.
    Las hermanas, al principio, habían recibido y cuidado a «aquella mujer» con repugnancia. Quien haya
    visto los bajorrelieves de Reims, se acordará de la expresión con que sacan el labio inferior las vírgenes
    prudentes, al contemplar a las vírgenes fatuas. Este antiguo desprecio de las vestales por las cortesanas
    es uno de los más profundos instintos de la dignidad femenina. Las hermanas lo habían experimentado
    con el redoblamiento que le añade la religión. Pero, en pocos días, Fantine las había desarmado. Tenía
    toda suerte de palabras humildes y dulces, y la madre que había en ella enternecía. Un día, las hermanas
    la oyeron decir presa de la fiebre:
    —He sido una pecadora; pero, cuando tenga a mi hija cerca de mí, querrá decir que Dios me ha
    perdonado. Mientras he sido mala, no he querido tener a Cosette a mi lado, no hubiera podido soportar
    sus ojos sorprendidos y tristes. No obstante, era por ella por quien yo obraba mal, y por lo cual Dios me
    perdona. Sentiré la bendición de Dios cuando Cosette esté aquí. La miraré, y me hará bien contemplar a
    esta inocente. Ella no sabe nada de nada. Es un ángel; ya veis, hermanas. A esa edad, las alas aún no han
    caído.
    El señor Madeleine iba a verla dos veces diarias y, cada vez, ella le preguntaba:
    —¿Veré pronto a mi Cosette?
    El le respondía:
    —Quizá mañana por la mañana. Espero que llegue de un momento a otro.
    Y el rostro pálido de la madre brillaba por un instante.
    —¡Oh —decía—, qué feliz voy a ser!
    Acabamos de decir que no se restablecía. Al contrario, su estado parecía agravarse de semana en
    semana. La nieve que le habían puesto entre los omóplatos había determinado una supresión súbita de la
    transpiración y, consecuentemente, se había manifestado violentamente la enfermedad que estaba latente
    desde hacía tantos años. Principiábase, entonces, a seguir en las enfermedades del pecho el tratamiento
    de Laénnec
    [171]
    . El médico auscultó a Fantine y movió tristemente la cabeza.
    El señor Madeleine preguntó al doctor:
    —¿Y qué?
    —¿No tiene un hijo a quien desea ver? —respondió el médico.
    —Sí.
    —Pues haced que venga pronto.
    Madeleine tuvo un estremecimiento.
    Fantine le preguntó:
    —¿Qué ha dicho el médico?
    —Dice que hay que traer pronto a vuestra hija; que esto os devolverá la salud.
    —¡Oh —dijo ella—, tiene razón! ¡Pero qué hacen estos Thénardier que no me envían a mi Cosette!
    ¡Oh, ella va a venir! ¡Por fin veré la felicidad a mi lado!
    No obstante, los Thénardier no «soltaron a la niña», y daban para ello mil razones. Cosette estaba
    delicada para ponerse en camino en invierno; y, además, tenía una porción de pequeñas deudas de
    alimentos y otras cosas de primera necesidad, cuyas facturas estaban reuniendo, etcétera, etcétera.
    —Enviaré a alguien a buscar a Cosette —dijo Madeleine—. Si es preciso, iré yo mismo.
    Y escribió, dictándole Fantine, esta carta que le hizo firmar:
    Señor Thénardier:
    Entregaréis a Cosette al dador. Se os pagarán todas las pequeñas deudas.
    Tengo el honor de saludaros con consideración,
    Fantine
    Poco después, sucedió un grave incidente. En vano cortamos y labramos lo mejor posible el bloque
    misterioso de que está hecha nuestra vida; la vena negra del destino reaparecerá siempre en él.





    II



    DE CÓMO JEAN PUEDE CONVERTIRSE EN CHAMP



    Una mañana, el señor Madeleine estaba en su despacho, ocupado en arreglar, con tiempo, algunos
    asuntos urgentes de la alcaldía, para el caso de que decidiese hacer el viaje a Montfermeil, cuando fueron
    a decirle que el inspector de policía, Javert, deseaba hablarle. Al oír pronunciar aquel nombre, el señor
    Madeleine no pudo evitar una impresión desagradable. Desde la aventura de la oficina de policía, Javert
    le había evitado más que nunca, y el señor Madeleine no había vuelto a verle.
    —Háganle pasar —dijo.
    Javert entró.
    El señor Madeleine permaneció sentado cerca de la chimenea, con una pluma en la mano y la vista
    sobre un legajo que estaba hojeando y anotando, y que contenía procesos verbales de varias
    contravenciones a la inspección de caminos. No se movió cuando entró Javert. No podía menos que
    pensar en la pobre Fantine y le pareció que debía mostrarse glacial con el inspector.
    Javert saludó respetuosamente al alcalde. Éste le volvía la espalda y, sin mirarle, continuaba leyendo
    su legajo.
    Javert dio dos o tres pasos en el gabinete y se detuvo sin romper el silencio.
    Un fisonomista familiarizado con el carácter de Javert, que hubiera estudiado durante largo tiempo a
    aquel salvaje al servicio de la civilización, aquella extraña combinación de romano, espartano, fraile y
    cabo, aquel espía incapaz de una mentira, aquel polizonte virgen, un fisonomista que hubiera sabido su
    secreta y antigua aversión al señor Madeleine, su conflicto con el alcalde por motivo de Fantine, y que
    hubiera observado a Javert en aquel instante, se hubiera preguntado: ¿qué ha pasado? Era evidente, para
    quien conociera aquella conciencia recta, clara, sincera, proba, austera y feroz, que Javert acababa de
    experimentar una gran conmoción interior. Javert no tenía nada en el alma que no estuviera pintado en su
    rostro: Estaba sujeto, como las personas violentas, a bruscas variaciones. Nunca su fisonomía había sido
    tan extraña e inopinada. Al entrar, se había inclinado ante el señor Madeleine con una mirada en la que no
    había ni rencor, ni cólera, ni desconfianza; se había detenido a algunos pasos, detrás del sillón del
    alcalde; y ahora estaba en pie, en una actitud casi disciplinaria, con la rudeza fría y sencilla de un hombre
    que no conoce la dulzura y que siempre ha sido paciente; esperaba sin decir una palabra, sin hacer un
    movimiento, con una verdadera humildad y una resignación tranquila, a que el señor alcalde se volviera;
    sereno, grave, con el sombrero en la mano, los ojos bajos, con una expresión que era un término medio
    entre el soldado delante de un oficial y el culpable delante de su juez. Todos los sentimientos, todos los
    recuerdos que hubiera podido creerse que tenía, habían desaparecido. En su rostro, impenetrable y
    uniforme como el granito, sólo se descubría una lúgubre tristeza. Su actitud respiraba humildad y firmeza,
    y algo así como una opresión sufrida con valor.


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    Mensaje por Maria Lua Vie 08 Nov 2024, 09:14

    ***

    Por fin, Madeleine dejó la pluma, y se volvió un poco:
    —¿Y bien? ¿Qué hay, Javert?
    Javert permaneció un instante silencioso, como si estuviera absorto; después, levantó la voz con una
    especie de triste solemnidad, que no excluía la sencillez:
    —Hay, señor alcalde, que se ha cometido un delito.
    —¿Cuál?
    —Un agente inferior de la autoridad ha faltado al respeto a un magistrado de la forma más grave.
    Vengo, cumpliendo mi deber, a ponerlo en vuestro conocimiento.
    —¿Quién es el agente? —preguntó Madeleine.
    —Yo —respondió Javert.
    —¿Vos?
    —Yo.
    —¿Y quién es el magistrado agraviado por el agente?
    —Vos, señor alcalde.
    El señor Madeleine se enderezó en su sillón. Javert continuó con gravedad y siempre con los ojos
    bajos:
    —Señor alcalde, vengo a pediros que propongáis a la autoridad mi destitución.
    El señor Madeleine, estupefacto, abrió la boca. Javert le interrumpió:
    —Diréis que yo puedo presentar mi dimisión, pero no es suficiente. Presentar la dimisión es un hecho
    honroso. He faltado, merezco un castigo y debo ser destituido.
    Después de una pausa, añadió:
    —Señor alcalde, el otro día fuisteis muy severo conmigo, injustamente. Sedlo hoy justamente.
    —Pero ¿por qué? —exclamó el señor Madeleine—. ¿Qué es este galimatías? ¿Qué queréis decir?
    ¿Dónde hay un acto culpable cometido por vos contra mí? ¿Qué es lo que me habéis hecho? ¿Qué falta
    habéis cometido respecto a mí? Os acusáis, queréis ser reemplazado…
    —Destituido —rectificó Javert.
    —Destituido, sea. Pero no lo entiendo.
    —Vais a comprenderlo, señor alcalde.
    Javert suspiró profundamente, y continuó con la misma gravedad y tristeza:
    —Señor alcalde, hace seis semanas y a consecuencia de la cuestión que tuvimos por aquella joven,
    estaba furioso y os denuncié.
    —¡Denunciado!
    —A la prefectura de policía de París.
    El señor Madeleine, que no reía mucho más a menudo que Javert, se echó a reír.
    —¿Como alcalde que ha usurpado las atribuciones de la policía?
    —Como antiguo presidiario —respondió Javert.
    El alcalde se puso lívido.
    Javert, que no había levantado los ojos, continuó:
    —Así lo creía. Hacía algún tiempo que tenía esa idea. Vuestra semejanza, las indagaciones que
    habéis practicado en Faverolles, vuestra fuerza, la aventura del viejo Fauchelevent, vuestra pericia en el
    tiro, vuestra pierna que arrastra un poco… ¿qué sé yo?, ¡estupideces!, pero, en fin, os tomé por un tal
    Jean Valjean.
    —¿Quién?
    —Jean Valjean. Un presidiario a quien yo había visto hace veinte años, cuando era ayudante de
    cómitre en Tolón. Al salir del presidio, este Jean Valjean robó, según parece, a un obispo; luego, cometió
    otro robo, a mano armada y en despoblado, contra un pobre saboyano. Desde hace ocho años, se ha
    ocultado no sé cómo, y se le perseguía. Yo me había figurado… En fin, lo he hecho. La cólera me impulsó
    y os denuncié a la prefectura.
    El señor Madeleine, que había vuelto a coger el legajo hacía algunos instantes, continuó, con un
    acento de perfecta indiferencia:
    —¿Y qué os han respondido?
    —Que estaba loco.
    —¿Y vos qué decís?
    —Que tienen razón.
    —¡Bueno es que lo reconozcáis!
    —No había más remedio, porque el verdadero Jean Valjean ha sido encontrado.
    La hoja de papel que sostenía el señor Madeleine se le escapó de las manos, levantó la cabeza y miró
    fijamente a Javert, diciendo, con un acento inexpresivo:
    —¡Ah!
    Javert prosiguió:
    —Voy a referiros lo que ha pasado, señor alcalde. Parece ser que había, en las cercanías de Ailly-leHaut-Clocher, un hombre a quien llamaban Champmathieu. Era muy miserable. Nadie le prestaba
    atención. Nadie sabe cómo vive esta gente. Ultimamente, este otoño, Champmathieu fue detenido por el
    robo de manzanas de sidra, cometido en… ¡en fin, no importa! El hecho es que hubo robo, con el
    escalamiento de una pared y rotura de algunas ramas de árbol. Fue detenido cuando tenía aún las ramas
    del manzano en las manos, y le llevaron a la cárcel. Hasta aquí no había más que un asunto correccional;
    pero ahora veréis lo que hay de providencial en esto. Puesto que la prisión no estaba en condiciones, el
    juez dispuso que Champmathieu fuese trasladado a la cárcel departamental de Arras
    [172]
    . En esta cárcel
    había un presidiario llamado Brevet, que estaba preso no sé por qué razón, y que desempeñaba el cargo
    de guardián del calabozo, porque se portaba bien. Apenas hubo entrado Champmathieu, Brevet exclamó:
    «¡Caramba! Yo conozco a este hombre: hemos sido compañeros, es un antiguo forzado. Miradme, buen
    hombre; sois Jean Valjean». «¡Jean Valjean! ¿Qué Jean Valjean?». Champmathieu se hacía el
    desentendido. «¡No te hagas el tonto! —replicó Brevet—. ¡Tú eres Jean Valjean! ¡Tú has estado en la
    prisión de Tolón! Hace veinte años. Estábamos juntos». Champmathieu niega; pero ya podéis comprender
    lo que pasó. Se hacen indagaciones, se escudriña el asunto y, al fin, se descubre que, hace unos treinta
    años, Champmathieu fue podador en Faverolles y en otros puntos. Allí se pierde su rastro. Más tarde,
    aparece en Auvergne; luego se le vio en París, donde dice haber sido carretero y haber tenido una hija
    lavandera, pero esto no está probado; y, por último, vino a esta región. Ahora bien, antes de ir a presidio,
    por robo consumado, ¿quién era Jean Valjean?
    Podador. ¿Dónde? En Faverolles. Otro hecho: el nombre de pila de Valjean era Jean, su madre se
    apellidaba Mathieu. Nada más natural que, al salir del presidio, tratase de tomar el apellido de la madre,
    para ocultarse, y se hiciese llamar Jean Mathieu. Pasa después a Au-vergne. La pronunciación del país
    cambia el Jean en Chan, y se le llama Chan Mathieu. Nuestro hombre adopta esta modificación, y hele
    aquí transformado en Champmathieu. Me comprendéis, ¿no es verdad? Se hacen indagaciones en
    Faverolles. La familia de Jean Valjean ha desaparecido; no se sabe qué ha sido de ella. Ya sabéis que en
    estas clases de la sociedad hay muchas familias que desaparecen Por más que se indaga, nada se
    descubre; esta gente, cuando no son lodo, son polvo. Y, además, como el principio de esta historia se
    remonta a treinta años atrás, no hay nadie en Faverolles que haya conocido a Jean Valjean. Se piden
    informes a Tolón, donde sólo quedan, con Brevet, dos presidiarios que hayan conocido a Jean Valjean.
    Son los condenados a cadena perpetua Cochepaille y Chenildieu Se les saca del presidio y se les hace
    comparecer; se les pone delante del supuesto Champmathieu. No dudan. Para ellos, como para Brevet, se
    trata de Jean Valjean. La misma edad, tiene cincuenta y cuatro años, la misma estatura, el mismo aire, el
    mismo hombre; en una palabra, es él. Precisamente entonces envié yo mi denuncia a la prefectura de
    París, y me respondieron que había perdido el juicio, pues Jean Valjean está en Arras en poder de la
    justicia. ¡Ya comprenderéis si esto me asombraría, a mí que creía tener aquí mismo a Jean Valjean!
    Escribí al juez de instrucción; me llamó y me presentó a Champmathieu…
    —¿Y qué? —interrumpió el señor Madeleine.
    Javert respondió con su rostro incorruptible y triste:
    —Señor alcalde, la verdad es la verdad. Lo siento, pero aquel hombre es Jean Valjean. También yo le
    he reconocido.
    El señor Madeleine preguntó, en voz muy baja:
    —¿Estáis seguro?
    Javert se echó a reír, con esa risa dolorosa que surge de una convicción profunda.
    —¡Oh, seguro!.
    Permaneció pensativo durante un instante, tomando maquinal-mente, con los dedos, pequeñas
    cantidades de polvo de la salvadera de secar tinta que estaba sobre la mesa, y añadió:
    —E incluso ahora, después que he visto al verdadero Jean Valjean, no comprendo cómo he podido
    creer otra cosa. Os pido perdón, señor alcalde.
    Al dirigir Javert esta frase suplicante al mismo que hacía seis semanas le había humillado en el
    cuerpo de guardia y le había dicho «¡Salid de aquí!», Javert, aquel hombre altivo, hablaba con sencillez y
    dignidad. El señor Madeleine no respondió a su ruego más que con esta brusca pregunta:
    —¿Y qué dice ese hombre?
    —¡Ah, señor! Mal negocio es ése. Si efectivamente es Jean Valjean, hay reincidencia. Trepar a un
    muro, romper una rama, robar manzanas, para un niño es una falta; para un hombre es un delito; para un
    forzado es un crimen. Escalada y robo. El asunto no pertenece ya a la policía correccional, sino a la
    audiencia; no se penará con unos días de cárcel, sino con cadena perpetua. Y, además, tiene sobre sí el
    robo del pequeño saboyano, que ya saldrá a la luz. ¡Diablo! Tela hay cortada, ¿verdad? Sí, para otro que
    no fuera Jean Valjean. Pero Jean Valjean es un ladino. También en esto le he reconocido. Otro sentiría
    cerca el fuego, se agitaría, gritaría como grita el puchero cerca de la lumbre, no querría ser Jean Valjean,
    etcétera. Pero él parece que no comprende. Dice: «Yo soy Champmathieu, no salgo de ahí». Está como
    aturdido, embrutecido. ¡Oh!, el papel que representa es bueno, pero no importa, hay pruebas. Ha sido
    reconocido por cuatro personas; el viejo bribón será condenado. Está ahora en el tribunal de Arras. Debo
    ir para prestar testimonio. He sido citado.




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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 5 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Vie 08 Nov 2024, 09:16

    ***
    El señor Madeleine se había vuelto hacia la mesa, había cogido otra vez el legajo y lo hojeaba
    tranquilamente, leyendo y escribiendo alternativamente, como hombre muy ocupado. Se volvió hacia
    Javert.
    —Basta, Javert. De hecho, todos estos detalles me interesan muy poco. Estamos perdiendo tiempo y
    tenemos asuntos urgentes. Vais a ir en seguida a casa de la Buseaupied, que vende hierbas allá abajo, en
    la esquina de la calle Saint-Saulve. Le diréis que presente su demanda contra el carretero Pierre
    Chesnelong. Es un hombre brutal que ha estado a punto de atropellar a esa mujer y a su hijo. Es preciso
    que sea castigado. Iréis luego a casa del señor Charcellay, en la calle Montre-de-Champigny. Se queja de
    que hay otra gotera en la casa vecina, que vierte agua de lluvia en la suya y socava los cimientos.
    Después, os informaréis de las infracciones de policía que me han denunciado en la calle Guibourg, en
    casa de la viuda Doris, y en la calle de Garraud-Blanc, en casa de la señora Renée Le Bossé, e instruiréis
    proceso verbal. Pero os doy mucho que hacer. ¿No ibais a ausentaros? ¿No me habíais dicho que ibais a
    Arras, para ese asunto, dentro de ocho o diez días…?
    —Mucho más pronto, señor alcalde.
    —¿Cuándo, pues?
    —Creo haberos dicho que mañana se vería esta causa, y que parto en la diligencia de esta noche.
    El señor Madeleine hizo un movimiento imperceptible.
    —¿Y cuánto tiempo durará ese asunto?
    —Un día, todo lo más. La sentencia se pronunciará, a más tardar, mañana por la noche. Pero yo no
    esperaré la sentencia. Una vez que haya declarado, volveré aquí.
    —Está bien —dijo el señor Madeleine.
    Y despidió a Javert con un movimiento de la mano.
    Javert no se movió.
    —Perdón, señor alcalde.
    —¿Qué queréis?
    —Señor alcalde, tengo aún que recordaros una cosa.
    —¿Cuál?
    —Que debo ser destituido.
    El señor Madeleine se levantó.
    —Javert, vos sois un hombre de honor y yo os estimo. Exageráis vuestra falta. Por otra parte, ésta es
    una ofensa que me concierne a mí sólo. Javert, sois digno de ascender, no de descender. Os aconsejo que
    conservéis vuestro cargo.
    Javert contempló al señor Madeleine con su cándida mirada, a través de la cual parecía descubrirse
    su conciencia poco iluminada, pero rígida y casta, y dijo con voz tranquila:
    —Señor alcalde, no puedo acceder.
    —Os repito que este asunto me concierne —replicó el señor Madeleine.
    Pero Javert, atento a su propósito, continuó:
    —En cuanto a exagerar, no exagero. Oíd cómo yo razono. He sospechado de vos injustamente. En
    esto no hay nada de particular. Nuestro deber es, precisamente, sospechar, aunque haya abuso en la
    sospecha, respecto de un superior. Pero, sin pruebas, en un acceso de cólera, con el único objeto de
    vengarme, os he denunciado como un forzado a vos, un hombre respetable, un alcalde, un magistrado.
    Esto sí es grave. Muy grave. He ofendido a la autoridad en vuestra persona, ¡yo agente de la autoridad! Si
    uno de mis subordinados hubiera hecho lo que yo he hecho, le habría declarado indigno del servicio y le
    habría expulsado. Pues bien, esperad un poco, señor alcalde, he sido severo muchas veces en mi vida.
    Con los demás. Era justo. Hacía bien. Si ahora no fuese severo conmigo, todo lo justo que he hecho se
    convertiría en injusto. ¿Debo yo ser distinto de los demás? No. ¿Por qué he de ser bueno para castigar a
    otros y no para castigarme a mí mismo? Sería un miserable, y los que me llaman el bribón de Javert
    tendrían razón. Señor alcalde, yo no deseo que me tratéis con bondad; vuestra bondad me ha hecho pasar
    muy malos ratos, cuando se dirigía a los otros; no la quería para mí. La bondad que consiste en dar razón
    a la mujer pública contra el ciudadano, al agente de policía contra el alcalde, al inferior contra el
    superior, es lo que yo llamo mala bondad. Con esta bondad, la sociedad se desorganiza. ¡Dios mío! ¡Cuán
    fácil es ser bueno; pero cuán difícil es ser justo! Si hubierais sido lo que creía, no habría sido bueno para
    vos. Ya lo hubierais visto. Señor alcalde, debo tratarme como yo trato a otro cualquiera. Cuando reprimía
    a los malhechores, cuando castigaba a los miserables, me decía a mí mismo: si tropiezas, si alguna vez
    caes en falta, no habrá compasión para ti. He tropezado, he caído en falta, ¡tanto peor! Vamos, estoy
    perdido, despedido, expulsado. Está bien, tengo brazos y trabajaré la tierra, poco me importa. Señor
    alcalde, la conveniencia del servicio exige un ejemplo. Pido, simplemente, la destitución del inspector
    Javert.
    Estas razones fueron pronunciadas con un acento humilde, firme, desesperado, de convicción, que
    daba cierta grandeza a aquel hombre extraño.
    —Ya veremos —dijo el señor Madeleine.
    Y le tendió la mano.
    Javert retrocedió y dijo, en tono resuelto:
    —Perdón, señor alcalde, pero esto no debe hacerse. Un alcalde no tiende la mano a un espía. —Y
    añadió entre dientes—: Espía, sí; desde el momento en que he abusado de la policía, no soy más que un
    espía.
    Luego, saludó profundamente y se dirigió hacia la puerta.
    Allí se volvió y, con la vista siempre baja, dijo:
    —Señor alcalde, continuaré en mi cargo hasta que sea reemplazado.
    Salió. El señor Madeleine quedó pensativo, escuchando aquellos pasos firmes y seguros que se
    alejaban por el corredor.





    LIBRO SÉPTIMO



    LA CAUSA DE CHAMPMATHIEU




    I



    SOR SIMPLICE




    Los incidentes que van a leerse no fueron todos conocidos en Montreuil-sur-Mer, pero lo poco que
    salió a la luz ha dejado en la población tan hondos recuerdos que quedaría una gran laguna en este libro
    si no los refiriésemos en sus menores detalles.
    En estos pormenores, el lector encontrará dos o tres circunstancias inverosímiles, que conservamos
    por respeto a la verdad.
    En la tarde que siguió a la visita de Javert, el señor Madeleine fue a ver a Fantine, como de
    costumbre.
    Antes de entrar a verla, hizo llamar a la hermana Simplice. Las dos religiosas que se ocupaban de la
    enfermería, lazaristas como todas las hermanas de la caridad, eran sor Perpetúe y sor Simplice.
    Sor Perpétue era una beata de aldea, una tosca hermana de la caridad que había entrado en la casa de
    Dios como se entra en cualquier empleo. Era religiosa como hubiera podido ser cocinera. Este tipo no es
    nada raro. Las órdenes monásticas aceptan de buen grado este tosco barro provinciano, que se modela
    fácilmente, tomando la forma de capuchina o de ursulina. Esta rusticidad se utiliza en las necesidades
    materiales de la devoción. La transformación de un boyero en un carmelita no es nada sorprendente; se
    pasa de una profesión a otra sin trabajo; el fondo común de ignorancia de la aldea y del claustro es una
    preparación adecuada, y pone a un mismo nivel al campesino y al fraile. Un poco más de amplitud al
    capote de monte, y resulta ya un hábito. Sor Perpétue era un robusta religiosa, de Marines, cerca de
    Pontoise, que hablaba en dialecto, salmodiaba, refunfuñaba, azucaraba la tisana más o menos, según era
    mayor o menor la devoción o la hipocresía de los enfermos; los trataba bruscamente, gruñía a los
    moribundos, dándoles casi con el Cristo en la cara, y atormentaba a los agonizantes con oraciones
    iracundas; una beata, en fin, atrevida, honrada, rubicunda.
    Sor Simplice era blanca, de una blancura de cera. Al lado de sor Perpétue, era la vela de cera al lado
    de la vela de sebo. Vicente de Paul ha descrito divinamente la figura de la hermana de la caridad, con
    estas admirables palabras, donde mezcla tanta libertad con tanta esclavitud: «No tendrán por monasterio
    más que la casa del enfermo; por celda, un cuarto alquilado; por capilla, la iglesia de su parroquia; por
    claustro, las calles de la ciudad o las salas de los hospitales; por reclusión, la obediencia; por celosías y
    rejas, el temor de Dios; por velo, la modestia». Sor Simplice era la realización viva de este ideal. Nadie
    hubiera podido decir la edad de sor Simplice; no había sido nunca joven y parecía que nunca sería vieja.
    Era una persona —no nos atrevemos a decir una mujer— tranquila, austera, bien educada, fría, y que
    nunca había mentido. Era tan dulce que parecía frágil; y por otra parte era más sólida que el granito.
    Tocaba a los desgraciados con sus dedos delgados y perfectos. Había, por decirlo así, algo silencioso en
    su voz, hablaba solamente lo necesario y tenía un sonido de voz que podría edificar en un confesionario y
    encantar en un salón. Esta delicadeza se encerraba en un sayal de estameña, encontrando en este rudo
    contacto un recuerdo continuo de Dios y del cielo. Insistamos sobre un detalle. Jamás había mentido, no
    había dicho nunca, por interés alguno ni aun indiferentemente, una cosa que no fuese verdad, la santa
    verdad; éste era el rasgo que definía a sor Simplice, el sello especial de su virtud. Era casi célebre en la
    congregación por esta veracidad imperturbable. El abad Sicard
    [173] habla de sor Simplice en una carta al
    sordomudo Mas-sieu. Por más sinceros, leales y puros que seamos, tenemos todos sobre nuestro candor
    la mancha de alguna pequeña mentira inocente. Ella no la tenía. ¿Pequeña mentira? ¿Mentira inocente?
    ¿Existe acaso? Mentir es lo absoluto del mal. Mentir poco no es posible; el que miente, miente en toda la
    extensión de la mentira; mentir es el rostro mismo del demonio; Satán tiene dos nombres, se llama Satán y
    se llama Mentira. Esto es lo que ella pensaba. Y tal como pensaba, obraba. De ello resultaba la blancura
    de que hemos hablado, blancura que cubría con su irradiación incluso sus labios y sus ojos. Su sonrisa
    era blanca, su mirada era blanca. No había ni una tela de araña, ni una mota de polvo en el cristal de esta
    conciencia. Al entrar en la obediencia de San Vicente de Paul, había tomado el nombre de Simplice por
    propia elección. Simplice de Sicilia
    [174]
    , como es sabido, fue aquella santa nacida en Siracusa que
    prefirió dejarse cortar los dos senos antes que decir que había nacido en Segesta, mentira que la hubiera
    salvado. Aquel modelo correspondía a esta alma.
    Sor Simplice, al entrar en la orden, tenía dos defectos, de los cuales se había corregido poco a poco;
    era golosa y le gustaba recibir cartas. No leía nunca más que un libro de oraciones, en gruesos caracteres
    y en latín. No comprendía el latín, pero comprendía el libro.
    La piadosa mujer le había tomado cariño a Fantine, descubriendo en ella una virtud latente, y se había
    dedicado casi exclusivamente a cuidarla.
    El señor Madeleine habló a solas con sor Simplice y le recomendó a Fantine, con un acento singular
    del cual la hermana se acordó después.
    Luego, Madeleine se acercó a Fantine.
    Fantine esperaba cada día la aparición del señor Madeleine como se espera un rayo de calor y de
    alegría. Decía a las hermanas:
    —No vivo sino cuando el señor alcalde está aquí.
    Aquel día tenía mucha fiebre. Tan pronto como vio a Madeleine, le preguntó:
    —¿Y Cosette?
    El respondió, sonriendo:
    —Pronto.
    El señor Madeleine estuvo con Fantine como de costumbre. Pero permaneció una hora, en lugar de
    media hora, con gran placer de Fantine. Hizo mil súplicas a todo el mundo, para que nada faltase a la
    enferma, y pudo notarse que hubo un momento en que su rostro se ensombreció. Pero aquello se explico
    cuando se supo que el médico se había inclinado y le había dicho al oído: «Empeora».
    Luego, regresó a la alcaldía, y el escribiente le vio examinar con atención un mapa de carreteras de
    Francia, que estaba colgado en su gabinete. Escribió algunas cifras a lápiz en un papel.



















    190

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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 5 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Sáb 09 Nov 2024, 08:41

    ***

    II


    PERSPICACIA DE MAESE SCAUFFLAIRE



    Desde su oficina, fue al extremo de la poblacion, a casa de un flamenco, maese Scaufflaér, o
    Scaufflaire, como lo escribían en francés, el cual alquilaba caballos y «carruajes a voluntad».
    Para ir a la casa de Scaufflaire, el camino más corto era una calle poco frecuentada, en la cual estaba
    la rectoría de la parroquia donde habitaba Madeleine. El párroco era, según se decía, un hombre digno y
    respetable, y de buen consejo. En el momento en que Madeleine llegó frente a la rectoría, no había en la
    calle mas que un transeúnte, y éste observó lo siguiente: el señor Madeleine, despues de haber pasado
    por la casa del párroco, se detuvo, permaneció inmóvil; seguidamente, volvió sobre sus pasos, hasta la
    puerta de la rectoría, que era una puerta tosca con un aldabón de hierro. Puso vivamente la mano en el
    aldabón y lo levanto; luego, se detuvo nuevamente y permaneció quieto y como pensativo; tras algunos
    segundos, en lugar de dejar caer el aldabón con fuerza, lo bajo suavemente y volvió a emprender la
    marcha, con una precipitación que no llevaba antes.
    El señor Madeleine encontró a maese Scaufflaire en su casa, ocupado en arreglar un arnés.
    —Maese Scaufflaire —le preguntó—, ¿tenéis un buen caballo?
    —Señor alcalde —respondió el flamenco—, todos mis caballos son buenos. ¿Qué entendéis vos por
    un buen caballo?
    —Quiero decir un caballo que pueda hacer veinte leguas en un día.
    —¡Diablo! —exclamó el flamenco—. ¡Veinte leguas!
    —Sí.
    —¿Con un cabriolé?
    —Sí.
    —¿Y cuánto tiempo ha de descansar, después del viaje?
    —Es preciso que vuelva a partir al día siguiente.
    —¿Para hacer el mismo trayecto?
    —Sí.
    —¡Diablo! ¡Diablo! ¿Veinte leguas?
    El señor Madeleine sacó de su bolsillo el papel en el cual había anotado unas cifras. Las mostró al
    flamenco. Eran las cifras 5, 6, 8 1 /2 .
    —¿Veis? —dijo—. Total, diecinueve leguas y media, o sea, veinte leguas.
    —Señor alcalde —continuó el flamenco—, puedo complaceros. Mi pequeño caballo blanco, que
    debéis haber visto pasar alguna vez, es un caballito del bajo Boloñés. Es un rayo; quisieron hacerle
    caballo de silla. ¡Bah! Saltaba y tiraba a todo el mundo al suelo. Creíase que era mañoso, y no se sabía
    qué hacer por él. Yo lo compré. Y le puse un cabriolé. Precisamente era esto lo que él quería; es dócil
    como una muchachita, y corre como el viento. Sería imposible montarlo, porque no quiere ser caballo de
    silla. Cada cual tiene sus ambiciones. Tirar, sí; llevar un jinete, no: esto es lo que, al parecer, piensa este
    caballo.
    El señor Madeleine sacó tres napoleones de su bolsa y los puso sobre la mesa.
    —Aquí tenéis dos días adelantados.
    —En cuarto lugar, para este viaje sería muy pesado un cabriolé y cansaría demasiado al caballo. Es
    preciso que os avengáis a ir en mi tílburi.
    —Consiento.
    —Es ligero, pero es descubierto.
    —Me es igual.
    —Señor alcalde, estamos en invierno.
    El señor Madeleine no respondió. El flamenco continuó:
    —Hace mucho frío.
    El señor Madeleine guardó silencio.
    Maese Scaufflaire continuó diciendo:
    —Puede llover.
    El señor Madeleine levantó la cabeza y dijo:
    —El tílburi y el caballo estarán mañana delante de mi puerta, a las cuatro y media de la madrugada.
    —Está bien, señor alcalde —dijo Scaufflaire; luego, rascando con la uña del dedo pulgar una mancha
    que había en la mesa, dijo, con ese aire de indiferencia que los flamencos saben mezclar tan bien con su
    finura:
    —No me habéis dicho adónde vais. ¿Adónde se dirige el señor alcalde?
    No pensaba en otra cosa desde el principio de la conversación; pero, sin saber por qué, no se había
    atrevido a hacer esta pregunta.
    —¿Tiene vuestro caballo buenas patas delanteras? —preguntó el señor Madeleine.
    —Sí, señor alcalde. Es menester contenerlo un poco en las pendientes. ¿Hay muchas pendientes desde
    aquí hasta donde os dirigís?
    —No olvidéis que ha de estar en mi casa a las cuatro y media en punto —respondió el señor
    Madeleine; y salió.
    El flamenco se quedó inmóvil, «atarugado», según dijo después él mismo.
    El señor alcalde había salido hacía dos o tres minutos cuando la puerta se abrió; era de nuevo el
    señor alcalde.
    Tenía el mismo aire impasible y grave.
    —Señor Scaufflaire —dijo—, ¿cuánto creéis que valen el caballo y el tílburi que me alquilaréis, uno
    llevando al otro?
    —El tílburi y el caballo que ha de tirar de él, diréis —respondió el flamenco, riendo.
    —Bien. Lo mismo da.
    —¿Queréis comprarlos?
    —No, pero quiero dejar una garantía. A mi vuelta me devolveréis la suma. ¿En cuánto estimáis el
    tílburi y el caballo?
    —En quinientos francos, señor alcalde.
    —Aquí los tenéis.
    El señor Madeleine dejó un billete de banco sobre la mesa; luego salió y, esta vez, no volvió a entrar.
    Maese Scaufflaire sintió entonces no haber dicho mil francos. El caballo y el tílburi, juntos, valían
    cien escudos.
    El flamenco llamó a su mujer, y le explicó lo que había pasado. ¿Adónde diablos podía ir el señor
    alcalde? Celebraron consejo.
    —Va a París —dijo la mujer.
    —No lo creo —dijo el marido.
    El señor alcalde había dejado sobre la chimenea el papel en donde había trazado algunas cifras. El
    flamenco lo cogió y lo estudió.




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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 5 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Sáb 09 Nov 2024, 08:42

    ***


    —Cinco, seis, ocho y medio, éstos deben ser los relevos de posta. —Se volvió hacia su mujer—: Ya
    lo tengo.
    —¿Cómo?
    —Hay cinco leguas de aquí a Hesdin, seis de Hesdin a Saint-Pol, ocho y media de Saint-Pol a Arras.
    Va a Arras.
    Mientras tanto, Madeleine había regresado a su casa, siguiendo el camino más largo, como si la
    puerta de la rectoría hubiera sido una tentación para él y hubiera querido evitarla. Había subido a su
    habitación y se había encerrado allí, lo que no tenía nada de extraño, porque solía acostarse muy
    temprano. No obstante, la portera de la fábrica, que era al mismo tiempo la única sirvienta del señor
    Madeleine, observó que su luz se apagó a las ocho y media y se lo dijo al cajero cuando entró,
    añadiendo:
    —¿Está enfermo el señor alcalde? He notado en él algo extraño.
    El cajero vivía precisamente en una habitación situada debajo de la del señor Madeleine. No hizo
    caso alguno de las palabras de la portera, se acostó y se durmió. Hacia medianoche, se despertó
    bruscamente; había oído un ruido por encima de su cabeza. Escuchó. Eran unos pasos que iban y venían,
    como si alguien andara en la habitación de encima. Escuchó más atentamente y reconoció los pasos del
    señor Madeleine. Aquello le pareció extraño; habitualmente, no se oía ruido alguno en la habitación del
    señor Madeleine antes de la hora en que acostumbraba a levantarse. Un momento más tarde, el cajero oyó
    un ruido como el que se hace al abrir y cerrar un armario. Luego, arrastraron un mueble, hubo un silencio,
    y después se reanu daron los pasos.
    El cajero se sentó en la cama, despertó completamente, miró y, a través de los vidrios de su ventana,
    vio la pared de enfrente, iluminada por el reflejo rojizo de una luz encendida. Por la dirección de los
    rayos, no podía ser otra que la ventana del señor Madeleine. La reverberación temblaba, como si
    proviniese más bien de una llama que de una luz. La sombra del bastidor de las vidrieras no se dibujaba,
    lo que indicaba que la ventana estaba abierta de par en par. A causa del frío que hacía, resultaba
    sorprendente que aquella ventana estuviese abierta.
    El cajero volvió a dormirse. Una hora o dos más tarde, se despertó de nuevo. El mismo paso, lento y
    regular, iba y venía por encima de su cabeza.
    La reverberación seguía iluminando la pared, pero ahora era pálida y quieta, como el reflejo de una
    lámpara o de una vela. La ventana seguía abierta.
    Veamos ahora lo que sucedía en la habitación del señor Madeleine





    III



    UNA TEMPESTAD BAJO UN CRÁNEO



    El lector habrá adivinado, si duda, que el señor Madeleine no es otro que Jean Valjean.
    Hemos sondeado ya las profundidades de aquella conciencia; ha llegado el momento de sondearlas
    de nuevo. No lo haremos sin emoción y sin sentir escalofríos. No existe nada más terrible que esta
    especie de contemplación. El ojo del espíritu no puede encontrar, en ninguna parte, más resplandores ni
    más tinieblas que en el hombre; no puede fijarse en nada que sea más temible, más complicado, más
    misterioso y más infinito. Hay un espectáculo más grande que el mar, es el cielo; hay un espectáculo más
    grande que el cielo, es el interior del alma.
    Escribir el poema de la conciencia humana, aunque no fuese más que a propósito de un solo hombre,
    aunque no fuese más que a propósito del más insignificante de los hombres, sería fundir todas las
    epopeyas en una epopeya mayor y definitiva. La conciencia es el caos de las quimeras, de las
    ambiciones, de las tentaciones, el horno de los delirios, el antro de las ideas vergonzosas; es el
    pandemónium de los sofismas, es el campo de batalla de las pasiones. En ciertos momentos, si se penetra
    a través de la faz lívida de un ser humano que reflexiona, si se mira detrás de aquella faz, dentro de
    aquella alma, dentro de aquella oscuridad, se ven allí, bajo el silencio exterior, combates de gigantes
    como en Homero, peleas de dragones y de hidras y nubes de fantasmas como en Milton, espirales
    visionarias como en Dante. ¡No hay nada más sombrío que este infinito que el hombre lleva dentro de sí,
    y con el cual trata desesperadamente de regular las voluntades de su cerebro y las acciones de su vida!
    Alighieri encontró un día una puerta siniestra
    [175]
    , ante la cual vaciló. Nosotros estamos ahora
    también en el umbral de una puerta ante la cual vacilamos. Entremos, sin embargo.
    Poco tenemos que añadir a lo que el lector ya conoce de lo que le sucedió a Jean Valjean después de
    la aventura con el pequeño Gervais. A partir de aquel momento fue otro hombre, como ya hemos visto. El
    deseo del obispo se vio realizado en él. Fue más que una transformación, fue una transfiguración.

    Consiguió desaparecer, vendió la plata del obispo, quedándose únicamente con los candelabros,
    como recuerdo; se escurrió de pueblo en pueblo, atravesó Francia, llegó a Montreuil-sur-Mer, tuvo la
    idea que hemos explicado, realizó lo que hemos referido, consiguió hacerse desconocido e inaccesible, y
    desde entonces, establecido ya en Montreuil-sur-Mer, contento al sentir su conciencia pesarosa por lo
    pasado y por ver desmentida la primera mitad de su existencia por la segunda, vivió apacible, confiado,
    esperanzado, no teniendo más que dos ideas: ocultar su nombre y santificar su vida; escapar a los
    hombres y volver a Dios.
    Estos dos pensamientos estaban tan estrechamente mezclados en su espíritu que no formaban más que
    uno solo; eran ambos igualmente absorbentes e imperiosos, y dominaban sus más pequeñas acciones. De
    ordinario, estaban los dos de acuerdo para regir la conducta de su vida; los dos le arrastraban hacia la
    oscuridad; los dos le hacían benévolo y sencillo; los dos le aconsejaban las mismas cosas. Pero, algunas
    veces disentían. En tales casos, lo recordamos, el hombre a quien toda la región de Montreuil-sur-Mer
    llamaba señor Madeleine no dudaba en sacrificar la primera a la segunda, su seguridad a su virtud. Así, a
    despecho de toda reserva y de toda prudencia, había guardado los candelabros del obispo, había llevado
    luto por su muerte, había llamado e interrogaba a todos los saboyanos que pasaban, se había informado
    sobre las familias de Faverolles y había salvado la vida al viejo Fauchelevent, a pesar de las
    inquietantes insinuaciones de Javert. Parecía, ya lo hemos observado, que pensara, siguiendo el ejemplo
    de todos aquellos que han sido prudentes, santos y justos, que su primer deber no era para consigo
    mismo.
    Sin embargo, es preciso decirlo, hasta entonces no había pasado nada semejante a lo que le estaba
    sucediendo. Jamás las dos ideas que gobernaban al desdichado hombre, cuyos sufrimientos vamos
    relatando, se habían enzarzado en una lucha tan seria. Lo comprendió confusa pero profundamente desde
    las primeras palabras que pronunció Javert al entrar en su despacho. En el momento en que oyó
    pronunciar aquel nombre que había sepultado bajo tan espesos velos, quedó sobrecogido de estupor, y
    como trastornado ante tan siniestro e inesperado golpe de su destino, y a través de ese estupor tuvo el
    estremecimiento que precede a las grandes sacudidas; se doblegó como una encina cuando se aproxima
    una tempestad, como un soldado cuando se acerca el asalto. Sintió caer, sobre su cabeza, sombras llenas
    de rayos y de truenos. Mientras escuchaba a Javert, su primer pensamiento fue ir a Arras, denunciarse a si
    mismo, sacar a Champmathieu de la cárcel y reemplazarle; esta idea fue para él tan dolorosa y punzante
    como una incisión en la carne viva; luego pasó, y se dijo: «¡Veamos, veamos!». Reprimió ese primer
    impulso de generosidad y retrocedió ante el heroísmo.




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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 5 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Sáb 09 Nov 2024, 08:50

    ***

    Sin duda hubiera sido muy hermoso que, después de las santas palabras del obispo, después de tantos
    años de arrepentimiento y de abnegación, en medio de una penitencia tan admirablemente empezada,
    aquel hombre, en presencia de una crisis tan terrible, no hubiera vacilado un instante, y hubiera
    continuado andando, con el mismo paso, hacia aquel precipicio abierto, en el fondo del cual estaba el
    cielo; aquello hubiera sido hermoso, pero no fue así. Es preciso que demos cuenta exacta de lo que
    pasaba en aquella alma, y no podemos decir más que lo que en ella había. En el primer momento, fue el
    instinto de conservación lo que le dominó; recogió apresuradamente sus ideas, ahogó sus emociones,
    considero la presencia de Javert, conociendo la magnitud del peligro; difirió toda resolución con la
    firmeza del espanto, meditó sobre lo que debía hacer y recobró su calma, como un luchador recoge su
    broquel.
    El resto del día lo pasó en este estado, alimentando un torbellino por dentro y aparentando una
    tranquilidad profunda en el exterior; no hizo más que tomar lo que podemos llamar «medidas de
    conservación». Todo estaba aún confuso y chocaba en su cerebro; la turbación era tal que no veía
    claramente la forma de ninguna idea; no hubiera podido decir nada de sí mismo, sino que acababa de
    recibir un gran golpe. Como de costumbre, se acercó al lecho de dolor de Fantine y prolongó su visita,
    por un instinto de bondad, diciéndose que era preciso obrar así y recomendarla a las hermanas, por si
    llegaba el caso de tener que ausentarse. Sintió vagamente que iba a ser preciso, quizás, ir a Arras; y, sin
    estar decidido en manera alguna a hacer este viaje, se dijo que, estando como estaba al abrigo de toda
    sospecha, no habría inconveniente en ser testigo de lo que pasase; y mando preparar el tílburi de
    Scaufflaire, con el fin de estar preparado para cualquier contingencia.
    Cenó con bastante apetito.
    Volvió a su cuarto, y se recogió.
    Examinó la situación y la creyó inaudita; tan inaudita que, en medio de su meditación, por no sé qué
    impulso de ansiedad casi inexplicable, se levantó de su silla y cerró la puerta con cerrojo. Temía que
    entrase alguna cosa; se parapetaba contra todo lo posible.
    Un momento después, sopló la luz. Le molestaba.
    Le parecía que podían verle.
    ¿Quién?
    ¡Ay! Lo que él quería que no entrase, había entrado ya; lo que él quería cegar, le miraba. Su
    conciencia.
    Su conciencia, es decir, Dios.
    Sin embargo, en el primer momento, se hizo una ilusión; tuvo una sensación de seguridad y soledad;
    con el cerrojo echado, se creyó inaccesible; con la vela apagada, se creyó invisible. Entonces, tomó
    posesión de sí mismo; apoyó los codos en la mesa y apoyó la cabeza en las manos, y meditó en la
    oscuridad.
    «¿Dónde estoy? ¿Estaré soñando? ¿Qué me han dicho? ¿Es verdad que he visto a ese Javert y que me
    ha hablado así? ¿Quién puede ser este Champmathieu? ¿Así, pues, se parece a mí? ¿Es posible? ¡Cuando
    pienso que ayer estaba yo tan tranquilo y tan lejos de dudar de nada! ¿Qué hacía yo ayer, a estas horas?
    ¿Qué hay en este incidente? ¿Cuál será su desenlace? ¿Qué haré?»
    Éste era el tormento en que se hallaba. Su cerebro había perdido la fuerza de retener sus ideas,
    pasaban como olas, y se oprimía la frente con ambas manos para retenerlas.
    De aquel tumulto que trastornaba su voluntad y su razón, y del cual trataba de obtener una evidencia y
    una resolución, nada se desprendía más que angustia.
    Su cabeza ardía. Fue a la ventana y la abrió de par en par. No había estrellas en el cielo. Volvió a
    sentarse junto a la mesa.
    Así transcurrió la primera hora.
    Poco a poco, no obstante, vagas líneas empezaban a formarse en su mente y pudo entrever, con la
    precisión de la realidad, no el conjunto de la situación, pero sí algunos detalles.
    Empezó por reconocer que, por extraordinaria y crítica que fuera aquella situación, era dueño
    absoluto de ella.
    Con esto, lejos de disminuir su estupor, aumentó.
    Independientemente de la finalidad severa y religiosa que se proponía en sus acciones, todo lo que
    había hecho hasta entonces no era otra cosa más que un agujero, que él cavaba para enterrar allí su
    nombre. Lo que siempre había mayormente temido, en sus horas de recogimiento, en sus noches de
    insomnio, era oír pronunciar aquel nombre; decíase que aquello sería el fin de todo; que el día en que ese
    nombre reapareciera, se desvanecería su nueva vida, y quién sabe si también su nueva alma. Se
    estremecía ante la sola idea de que aquello fuese posible. Ciertamente, si alguien le hubiera dicho en
    aquellos momentos que llegaría un día en que resonaría ese nombre en sus oídos, que aquellas odiosas
    palabras, Jean Valjean, saldrían repentinamente de las tinieblas y se erguirían ante él, que aquella luz
    formidable encendida para disipar el misterio que le rodeaba, resplandecería súbitamente sobre su
    cabeza; y que, sin embargo, ese nombre no le amenazaría, semejante luz no produciría sino una oscuridad
    más espesa, ese velo roto aumentaría el misterio; aquel temblor de tierra consolidaría su edificio, ese
    prodigioso incidente no tendría otro resultado, si él lo quería así, que hacer su existencia a la vez más
    clara y más impenetrable, y de su confrontación con el fantasma de Jean Valjean, el bueno y digno
    ciudadano señor Madeleine saldría más honrado, más apacible y más respetado que nunca; si alguien le
    hubiera dicho esto, habría movido la cabeza y considerado aquellas palabras como insensatas. ¡Pues
    bien!, precisamente todo aquello acababa de suceder; todo este cúmulo de imposibles era un hecho, y
    Dios había permitido que estos absurdos se convirtieran en realidades.
    Su meditación iba aclarándose. Cada vez iba dándose cuenta de su posición.
    Le parecía que acababa de despertarse de no sé qué sueño, y que iba resbalando por una pendiente en
    medio de la noche, en pie, tembloroso, retrocediendo en vano ante la orilla de un abismo. Entreveía
    distintamente en la sombra a un desconocido, un extraño que el destino tomaba por él y empujaba hacia el
    precipicio, en lugar suyo. Era preciso, para que el abismo se cerrase, que alguien cayese allí, él o el otro.
    No tenía más que ir dejando que los acontecimientos se sucediesen.
    La claridad llegó a ser completa, y se confesó que su lugar estaba vacío en las galeras y le esperaba
    todavía; que el robo al pequeño Gervais le arrastraba, que ese lugar vacío le esperaría y le arrastraría
    inevitable pero fatalmente hasta que lo ocupase. Luego se dijo que en aquel momento había alguien que le
    reemplazaba; que parecía que un tal Champmathieu tenía aquella mala suerte, y que él, presente desde
    entonces en la cárcel, en la persona de Champmathieu, y presente en la sociedad, bajo el nombre del
    señor Madeleine, no tenía ya nada que temer, con tal de que no impidiese a los hombres sellar sobre la
    cabeza de Champmathieu esa piedra de infamia que, como la piedra del sepulcro, cae una vez para no
    volverse a levantar.
    Todo aquello resultaba tan violento y tan extraño que se verificó repentinamente en él una especie de
    movimiento indescriptible que ningún hombre experimenta más allá de dos o tres veces en su vida,
    especie de convulsión de la conciencia que remueve todo lo que de dudoso tiene el corazón, que se
    compone de ironía, de alegría y de desesperación, y que podría llamarse una explosión de «risa interior».
    Bruscamente, encendió la vela.







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    Mensaje por Maria Lua Sáb 09 Nov 2024, 08:51

    ***
    «¡Y bien, qué! —se dijo—. ¿De qué tengo miedo? ¿Qué debo pensar de esto? Estoy salvado. Todo ha
    concluido. No tenía más que una puerta entreabierta, por la cual mi pasado podía irrumpir en mi vida;
    ¡ahora esta puerta está tapiada! ¡Para siempre! Ese Javert, que me acosa desde hace tanto tiempo, ese
    terrible instinto que parecía haberme descubierto, que me había descubierto, ¡pardiez!, y que me seguía a
    todas partes, ese terrible perro de presa, siempre al acecho, quedó definitivamente despistado. Está ya
    satisfecho y, en adelante, me dejará en paz, ¡ya tiene a su Jean Valjean! ¡Quién sabe si no piensa
    abandonar la ciudad! ¡Y todo ha sucedido sin intervención mía! ¡Yo no he figurado en ello para nada!
    ¡Bah! ¿Es por ventura, éste, algún suceso desgraciado? Quienes ahora me viesen, ¡palabra de honor!,
    ¡creerían que me ha sucedido una catástrofe! Después de todo, si resulta algún daño para alguien, no es
    por culpa mía. Es la Providencia quien lo ha hecho. ¡Es esto lo quiere que suceda, al menos
    aparentemente! ¿Tengo yo derecho a desarreglar lo que ella arregla? ¿Qué es lo que yo quiero ahora? ¿En
    qué voy a mezclarme? Esto no me concierne. ¡Cómo! ¡Y no estoy contento! ¿Qué es lo que preciso,
    entonces? El fin al que aspiro desde hace tantos años, el sueño de mis noches, el objeto de mis oraciones,
    la seguridad, ¡ya lo he alcanzado! Dios lo quiere. No puedo hacer nada contra la voluntad de Dios. ¿Y
    por qué lo quiere Dios? ¡Para que yo continúe con lo que he empezado, para que practique el bien, para
    que un día sea un grande y alentador ejemplo, para que haya, en fin, un poco de felicidad en esta
    penitencia que he sufrido, en esta virtud a la cual he vuelto! Realmente, no comprendo por qué he tenido
    miedo, hace poco, de entrar en casa de ese buen cura, contárselo todo como a un confesor y pedirle
    consejo, cuando, evidentemente, es esto lo que me hubiera dicho. ¡Está decidido, dejemos correr los
    acontecimientos! ¡Dejemos obrar al buen Dios!»
    De este modo se hablaba, en las profundidades de su conciencia, inclinado sobre lo que podría
    llamarse su propio abismo. Se levantó de su silla y se puso a andar por la habitación.
    «Vamos —se dijo—, no pensemos más en ello. ¡Ya he tomado una resolución!», mas no sintió alegría
    alguna.
    Por el contrario.
    Querer prohibir a la imaginación que vuelva sobre una idea es lo mismo que querer impedir al mar
    que vuelva a la playa. Para el marinero, este fenómeno se llama marea; para el culpable, se llama
    remordimiento. Dios agita las almas lo mismo que el océano.
    Al cabo de unos instantes, por más que hizo para evitarlo, reemprendió aquel sombrío diálogo, en el
    cual era él quien hablaba y él quien escuchaba, diciendo lo que hubiera querido callar y oyendo lo que no
    hubiera querido oír, cediendo al misterioso poder que le decía: ¡piensa!, igual que le decía hace dos mil
    años a otro condenado: ¡anda!
    Antes de ir más lejos, y para que seamos plenamente comprendidos, insistamos sobre una
    observación necesaria.
    Es cierto que el hombre se habla a sí mismo; no hay ningún ser pensante que no lo haya
    experimentado. Puede decirse, incluso, que el Verbo no alcanza a ser tan magnífico misterio más que
    cuando, en el interior del hombre, va del pensamiento a la conciencia y vuelve de la conciencia al
    pensamiento. Unicamente en este sentido es preciso entender las palabras empleadas a menudo en este
    capítulo, «dijo», «exclamó». Se dice, se habla, se exclama en la interioridad, sin que sea roto el silencio
    exterior. Hay un gran tumulto; todo habla en nosotros, excepto la boca, Las realidades del alma, no por no
    ser visibles ni palpables, son menos realidades.
    Se preguntó, pues, dónde se hallaba. Se interrogó sobre la «resolución tomada». Se confesó a sí
    mismo que todo lo que acababa de arreglar en su espíritu era monstruoso, que «dejar correr los
    acontecimientos», «dejar obrar al buen Dios», era sencillamente horrible. Dejar consumarse aquel error
    del destino y de los hombres, no impedirlo, ayudarlo con el silencio, no hacer nada, en fin; ¡era hacerlo
    todo! ¡Era el último grado de la indignidad hipócrita! ¡Era un crimen bajo, miserable, solapado, abyecto,
    vil!.
    Por primera vez en ocho años, el desdichado acababa de sentir el sabor de un mal pensamiento y de
    una mala acción.
    Lo expulsó con repugnancia.
    Continuó preguntándose. Se preguntó severamente qué era lo que había entendido al decirse: «He
    alcanzado mi objetivo». Reconoció que su vida había tenido un objeto. ¿Pero cuál? ¿Esconder su
    nombre? ¿Engañar a la policía? ¿Para algo tan pequeño había hecho todo cuanto había hecho? ¿Es que no
    tenía otra finalidad, grande, la verdadera? Salvar, no su persona, sino su alma. Volver a ser honesto y
    bueno. ¡Ser un justo! ¿Es que no era esto, sobre todo, esto únicamente lo que él había querido siempre y
    lo que el obispo le había ordenado? ¿Cerrar la puerta a su pasado? Pero no la cerraba. ¡Gran Dios!, la
    volvía a abrir con una acción infame. ¡Volvía a ser un ladrón y el más odioso de los ladrones! ¡Robaba a
    otro su existencia, su paz, su lugar al sol! ¡Se convertía en un asesino! ¡Mataba, mataba moralmente a un
    pobre miserable, le infligía esa terrible muerte viviente, esa muerte a cielo abierto que se llama prisión!
    ¡Por el contrario, entregarse, salvar a ese hombre víctima de tan funesto error, recobrar su nombre,
    volver a ser por obligación el presidiario Jean Valjean, era verdaderamente acabar su resurrección y
    cerrar para siempre el infierno del cual salía! ¡Y recaer en apariencia, era salir de él, en realidad! ¡Era
    preciso hacerlo! ¡Nada habría hecho si así no lo hacía! Toda su vida habría sido inútil, toda su penitencia
    perdida, estéril. Sentía que el obispo estaba allí con él, que estaba tanto más presente cuanto que estaba
    muerto, que le miraba fijamente, que, si no cumplía con su deber, el alcalde Madeleine con todas sus
    virtudes le sería abominable y, en su comparación, el presidiario Jean Valjean sería admirable y puro.
    Que los hombres viesen su máscara, pero que el obispo viese su rostro; que los hombres viesen su vida,
    mientras el obispo vería su conciencia. Era preciso, pues, ir a Arras, liberar al falso Jean Valjean y
    denunciar al verdadero. ¡Ah! Éste era el mayor de los sacrificios, la más dolorosa de las victorias, el
    último paso a franquear; pero era preciso. ¡Doloroso destino! ¡No entraría en la santidad a los ojos de
    Dios si no entraba de nuevo en la infamia a los ojos de los hombres!
    —Pues bien —dijo—, ¡tomemos esta resolución! ¡Cumplamos con nuestro deber! ¡Salvemos a este
    hombre!
    Pronunció aquellas palabras en voz alta, sin darse cuenta de ello.
    Tomó sus libros, los verificó y los puso en orden. Echó al fuego un paquete de pagarés atrasados,
    firmados por comerciantes que le debían. Escribió una carta que selló y en cuyo sobre hubiera podido
    leer quienquiera que hubiese estado en la habitación en aquel instante: «Al señor Laffitte, banquero, calle
    d’Artois, en París».
    Sacó de un cajón una cartera que contenía algunos billetes de banco y el pasaporte de que se había
    servido aquel mismo año para ir a las elecciones.
    Quien le hubiera visto ejecutar todos estos actos, en medio de tan grave meditación, no hubiera
    sospechado lo que por él pasaba. Únicamente, a veces, se movían sus labios; en otros instantes, levantaba
    la cabeza y fijaba su mirada en un punto cualquiera de la pared, como si hubiera precisamente allí alguna
    cosa que quisiese aclarar, o interrogar.
    Una vez terminada la carta al señor Laffitte, la metió en su bolsillo, así como la cartera, y volvió a
    pasearse.






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    Mensaje por Maria Lua Sáb 09 Nov 2024, 08:53

    ***

    Sus ideas no habían cambiado. Continuó viendo claramente su deber, escrito en letras luminosas que
    resplandecían ante sus ojos, y se desplazaban con su mirada: «¡Anda! ¡Da tu nombre! ¡Denúnciate!»
    Veía también, como si se moviesen delante de él con formas sensibles, las dos ideas que hasta
    entonces habían sido la doble regla de su vida: esconder su nombre, santificar su alma. Por vez primera,
    se le aparecían absolutamente distintas y veía las diferencias que las separaban. Reconocía que una de
    estas ideas era necesariamente buena, mientras que la otra podía convertirse en mala; que aquélla era el
    sacrificio, y ésta era la personalidad; que una decía: el prójimo, y la otra decía: yo; que una procedía de
    la luz y la otra de las tinieblas.
    Ambas luchaban entre sí, él las veía luchar. A medida que reflexionaba, iban creciendo ante los ojos
    de su espíritu; tenían ya colosales dimensiones; y le parecía que veía luchar dentro de sí, en aquel infinito
    del que hablábamos antes, en medio de oscuridades y resplandores, una diosa y una gigante.
    Estaba lleno de espanto, pero le parecía que la buena idea triunfaría.
    Comprendía que había llegado al otro momento decisivo de su conciencia y de su destino; que el
    obispo había señalado la primera fase de su nueva vida, y que aquel Champmathieu le señalaba la
    segunda. Tras la gran crisis, la gran prueba.
    Entretanto, la fiebre, apaciguada un instante, le volvía a invadir poco a poco. Mil pensamientos le
    asaltaban; pero le fortificaban aún más en su resolución.
    En cierto momento se dijo que tomaba el asunto con demasiado calor; que, después de todo,
    Champmathieu no era nada importante, que en resumidas cuentas había cometido un robo.
    Se respondió: Si este hombre ha robado, en efecto, unas cuantas manzanas, tiene un mes de cárcel; lo
    cual dista mucho de las galeras. ¿Y quién sabe? ¿Ha robado? ¿Ha sido probado? El nombre de Jean
    Valjean le oprime y parece dispensarle de pruebas. ¿No obran así, habitualmente, los procuradores del
    rey? Se le cree ladrón porque se le sabe presidiario.
    En otro momento pensó que si se denunciaba a sí mismo, tal vez se consideraría el heroísmo de su
    acción; se tendrían en cuenta sus siete años de honradez y lo que había hecho por el país, y se le
    concedería gracia.
    Pero esta suposición se desvaneció bien pronto, y sonrió amargamente, recordando que el robo de los
    cuarenta sueldos al pequeño Gervais le hacía reincidente; que este crimen reaparecería y, según los
    términos precisos de la ley, sería condenado a trabajos forzados a perpetuidad.
    Se desprendió de toda ilusión, se desligó más y más de la tierra y buscó el consuelo y la fuerza en
    otra parte. Se dijo que era preciso cumplir con su deber; que tal vez no sería más desgraciado después de
    cumplirlo que después de haberlo eludido; y si «dejaba correr los acontecimientos», si se quedaba en
    Montreuil-sur-Mer, su consideración, su buen nombre, sus buenas obras, la deferencia y la veneración
    públicas, su caridad, su riqueza, su popularidad, su virtud, estarían sazonadas con un crimen; y ¡qué sabor
    tendrían todas las cosas santas, mezcladas con esta cosa horrible!, mientras que, si realizaba su
    sacrificio, al presidio, al potro, a la cadena, al gorro verde, al trabajo sin descanso, a la vergüenza sin
    piedad, se mezclaría siempre una imagen celestial.
    Finalmente, díjose que aquello era necesario, que su destino era ése, que no era dueño de torcer lo
    que viene dispuesto desde las alturas, que, en cualquier caso, era preciso escoger: o la virtud por fuera y
    la abominación por dentro, o la santidad por dentro y la infamia por fuera.
    Su valor no desfallecía ante la lucha de tan lúgubres ideas, pero su cerebro se fatigaba. A pesar suyo,
    empezaba a pensar en otras cosas, en cosas sin importancia.
    Sus arterias latían fuertemente en sus sienes. Seguía paseando. Dieron las doce en el reloj de la
    parroquia y luego en el Ayuntamiento. Contó las campanadas en los dos relojes y comparó el sonido de
    las dos campanas. En aquel momento, recordó que algunos días antes había visto a la venta, en un
    almacén de chatarra, una vieja campana que tenía grabado este nombre: «Antoine Albin de Romainville».
    Tenía frío. Encendió un poco de lumbre. No se le ocurrió cerrar la ventana.
    No obstante, había caído de nuevo en el estupor. Le fue preciso hacer un gran esfuerzo para recordar
    en qué estaba pensando cuando había sonado la medianoche. Por fin lo logró.
    «¡Ah, sí! —se dijo—. Había tomado la resolución de denunciarme».
    Entonces, de repente, recordó a Fantine.
    —¡Ay! —exclamó—. ¿Y esa pobre mujer?
    Entonces se declaró una nueva crisis.
    Fantine, al aparecer bruscamente en su meditación, fue como un rayo de una luz inesperada. Le
    pareció que todo cambiaba de aspecto a su alrededor, y exclamó:
    —¡Ah! ¡Hasta ahora, sólo me he tenido en cuenta a mí mismo! ¡No he mirado más que mi
    conveniencia! Me conviene callarme, o denunciarme; esconder mi persona, o salvar mi alma; ser un
    magistrado despreciable y respetado, o un presidiario infame y venerable; ¡no he salido de mí, yo y sólo
    yo! ¡Pero, Dios mío, todo esto no es más que egoísmo! ¡Son formas distintas del egoísmo, pero es
    egoísmo! ¿Y si pensara un poco en los demás? La primera santidad es pensar en el prójimo. Veamos,
    examinemos. Exceptuado yo, borrado yo, olvidado yo, ¿qué sucederá? Si me denuncio, me prenden,
    sueltan a Champmathieu y me envían a las galeras. ¿Y luego? ¿Qué sucede aquí? ¡Ah, aquí hay una
    comarca, una ciudad, fábricas, una industria, obreros, hombres, mujeres, ancianos, niños, desvalidos! Yo
    he creado todo esto, yo hago vivir todo esto; donde quiera que haya una chimenea que humee, soy yo
    quien ha puesto el leño en el fuego, y la carne en la marmita; yo he creado el bienestar, la circulación, el
    crédito; antes de mí no había nada; yo he levantado, vivificado, animado, fecundado, estimulado,
    enriquecido toda la comarca. Si yo desaparezco, todo muere. ¡Y esa mujer que ha sufrido tanto, que tiene
    tantos méritos en su caída, a la cual he causado, sin querer, toda la desdicha! ¡Y esa niña, que yo quería ir
    a buscar, que lo he prometido a su madre! ¿Es que no debo también algo a esa mujer, en reparación del
    daño que le he causado? Si yo desaparezco, ¿qué sucederá? La madre morirá. La niña sabe Dios qué será
    de ella. Esto es lo que sucederá si yo me denuncio. ¿Y si no me denuncio? ¿Qué sucederá si no me
    denuncio?
    Después de haberse hecho esta pregunta, se detuvo; durante un momento, le invadió una sensación de
    duda y de temblor; pero aquel momento duró poco, y se respondió con calma:
    —Pues bien, ese hombre irá a presidio, es cierto; pero ¡qué diablos! ¡Ha robado! Por más que yo me
    diga que no ha robado, ¡ha robado! Yo, yo me quedo aquí, continúo. Dentro de diez años, habré ganado
    diez millones, los repartiré en el país, no tendré nada mío, ¿qué me importa? ¡No es para mí lo que yo
    hago! La prosperidad de todos irá aumentando, las industrias se despiertan, las manufacturas y las
    fábricas se multiplican, las familias, ¡cien familias!, ¡mil familias!, son felices; la región se puebla; nacen
    pueblos donde sólo había granjas, nacen granjas donde no había nada; la miseria desaparece, y con la
    miseria desaparece el escándalo, la prostitución, el robo, el asesinato, todos los vicios, ¡todos los
    crímenes! ¡Y esa pobre madre educa a su hijo! ¡Todo un país rico y honrado! ¡Ah, estaba loco! ¿Qué es lo
    que pensaba cuando hablaba de denunciarme? Es preciso meditarlo bien, y no precipitarme. ¡Qué!
    ¿Porque me habría complacido ser grande y generoso? ¡Eso es melodrama, después de todo! ¡Porque no
    habré pensado más que en mí, sólo en mí; por salvar de un castigo quizás un poco exagerado, pero justo
    en el fondo, a no se sabe quién, a un ladrón, a un malhechor indudablemente, ha de perecer un país entero!
    ¡Ha de morir esa mujer en el hospital! ¡Ha de quedar su hija abandonada en la calle! ¡Como si fueran
    perros! ¡Ah, esto sería abominable!
    Sus arterias latían fuertemente en sus sienes. Seguía paseando. Dieron las doce en el reloj de la
    parroquia y luego en el Ayuntamiento. Contó las campanadas en los dos relojes y comparó el sonido de
    las dos campanas. En aquel momento, recordó que algunos días antes había visto a la venta, en un
    almacén de chatarra, una vieja campana que tenía grabado este nombre: «Antoine Albin de Romainville».
    Tenía frío. Encendió un poco de lumbre. No se le ocurrió cerrar la ventana.
    No obstante, había caído de nuevo en el estupor. Le fue preciso hacer un gran esfuerzo para recordar
    en qué estaba pensando cuando había sonado la medianoche. Por fin lo logró.
    «¡Ah, sí! —se dijo—. Había tomado la resolución de denunciarme».
    Entonces, de repente, recordó a Fantine.
    —¡Ay! —exclamó—. ¿Y esa pobre mujer?
    Entonces se declaró una nueva crisis.
    Fantine, al aparecer bruscamente en su meditación, fue como un rayo de una luz inesperada. Le
    pareció que todo cambiaba de aspecto a su alrededor, y exclamó:
    —¡Ah! ¡Hasta ahora, sólo me he tenido en cuenta a mí mismo! ¡No he mirado más que mi
    conveniencia! Me conviene callarme, o denunciarme; esconder mi persona, o salvar mi alma; ser un
    magistrado despreciable y respetado, o un presidiario infame y venerable; ¡no he salido de mí, yo y sólo
    yo! ¡Pero, Dios mío, todo esto no es más que egoísmo! ¡Son formas distintas del egoísmo, pero es
    egoísmo! ¿Y si pensara un poco en los demás? La primera santidad es pensar en el prójimo. Veamos,
    examinemos. Exceptuado yo, borrado yo, olvidado yo, ¿qué sucederá? Si me denuncio, me prenden,
    sueltan a Champmathieu y me envían a las galeras. ¿Y luego? ¿Qué sucede aquí? ¡Ah, aquí hay una
    comarca, una ciudad, fábricas, una industria, obreros, hombres, mujeres, ancianos, niños, desvalidos! Yo
    he creado todo esto, yo hago vivir todo esto; donde quiera que haya una chimenea que humee, soy yo
    quien ha puesto el leño en el fuego, y la carne en la marmita; yo he creado el bienestar, la circulación, el
    crédito; antes de mí no había nada; yo he levantado, vivificado, animado, fecundado, estimulado,
    enriquecido toda la comarca. Si yo desaparezco, todo muere. ¡Y esa mujer que ha sufrido tanto, que tiene
    tantos méritos en su caída, a la cual he causado, sin querer, toda la desdicha! ¡Y esa niña, que yo quería ir
    a buscar, que lo he prometido a su madre! ¿Es que no debo también algo a esa mujer, en reparación del
    daño que le he causado? Si yo desaparezco, ¿qué sucederá? La madre morirá. La niña sabe Dios qué será
    de ella. Esto es lo que sucederá si yo me denuncio. ¿Y si no me denuncio? ¿Qué sucederá si no me
    denuncio?
    Después de haberse hecho esta pregunta, se detuvo; durante un momento, le invadió una sensación de
    duda y de temblor; pero aquel momento duró poco, y se respondió con calma:
    —Pues bien, ese hombre irá a presidio, es cierto; pero ¡qué diablos! ¡Ha robado! Por más que yo me
    diga que no ha robado, ¡ha robado! Yo, yo me quedo aquí, continúo. Dentro de diez años, habré ganado
    diez millones, los repartiré en el país, no tendré nada mío, ¿qué me importa? ¡No es para mí lo que yo
    hago! La prosperidad de todos irá aumentando, las industrias se despiertan, las manufacturas y las
    fábricas se multiplican, las familias, ¡cien familias!, ¡mil familias!, son felices; la región se puebla; nacen
    pueblos donde sólo había granjas, nacen granjas donde no había nada; la miseria desaparece, y con la
    miseria desaparece el escándalo, la prostitución, el robo, el asesinato, todos los vicios, ¡todos los
    crímenes! ¡Y esa pobre madre educa a su hijo! ¡Todo un país rico y honrado! ¡Ah, estaba loco! ¿Qué es lo
    que pensaba cuando hablaba de denunciarme? Es preciso meditarlo bien, y no precipitarme. ¡Qué!
    ¿Porque me habría complacido ser grande y generoso? ¡Eso es melodrama, después de todo! ¡Porque no
    habré pensado más que en mí, sólo en mí; por salvar de un castigo quizás un poco exagerado, pero justo
    en el fondo, a no se sabe quién, a un ladrón, a un malhechor indudablemente, ha de perecer un país entero!
    ¡Ha de morir esa mujer en el hospital! ¡Ha de quedar su hija abandonada en la calle! ¡Como si fueran
    perros! ¡Ah, esto sería abominable!







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    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 5 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Sáb 09 Nov 2024, 08:55

    ***
    Se levantó y reanudó su marcha. Esta vez le parecía que estaba contento.
    Los diamantes se encuentran sólo en las tinieblas de la tierra; las verdades se encuentran sólo en las
    profundidades del pensamiento. Le parecía que, después de haber descendido a las profundidades,
    después de haber palpado largo tiempo en lo más negro de las tinieblas, acababa por fin de encontrar uno
    de esos diamantes, una de esas verdades, y que la tenía en la mano; y se deslumbraba al mirarla.
    —Sí —pensó entonces—. ¡Esto es! Ahora estoy en lo verdadero; tengo la solución. Es preciso
    decidirme por alguna cosa. Mi decisión está tomada. ¡Dejemos correr las cosas! No vacilemos más, no
    retrocedamos más. Así conviene, en el interés de todos, no en el mío. Yo soy Madeleine, me quedo
    Madeleine. ¡Desgraciado del que es Jean Valjean! Yo ya no lo soy. No conozco a este hombre; ya no sé
    quién es; si hay alguno que sea Jean Valjean ahora, que se arregle como pueda; a mí no me concierne. ¡Es
    nombre de fatalidad que flota en la noche; si se detiene y cae sobre una cabeza, tanto peor para ella!
    Se contempló en el pequeño espejo que estaba sobre la chimenea, y dijo:
    —¡Toma! ¡Me ha aliviado el tomar una resolución! Ahora me siento otro.
    Anduvo aún algunos pasos, luego se detuvo en seco.
    «¡Vamos! —se dijo—. No hay que dudar ante ninguna de las consecuencias de la resolución tomada.
    Hay todavía algunos hilos que me unen a Jean Valjean. ¡Es preciso romperlos! Hay aquí, en esta misma
    habitación objetos que me acusarían, cosas mudas que serían testigos; es preciso que todo desaparezca».
    Metió la mano en el bolsillo, sacó su bolsa, la abrió y tomó una llavecita.
    Introdujo aquella llave en una cerradura, cuyo agujero apenas se veía por estar oculto en las sombras
    más oscuras del dibujo que cubría el papel pegado al muro. Abrióse un escondrijo, una especie de falso
    armario colocado entre el ángulo de la pared y el cañón de la chimenea. En aquel escondrijo no había
    más que unos pocos andrajos, un capote de tela azul, un viejo pantalón, un morral y un grueso palo de
    espino con contera en los dos extremos. Quienes habían visto a Jean Valjean en la época en que pasó por
    Digne, en octubre de 1815, habrían reconocido fácilmente todas las piezas de aquella miserable
    indumentaria.
    Las había conservado como había conservado los candelabros de plata, para recordar siempre su
    punto de partida. Sólo que escondía aquello que procedía del presidio y dejaba a la vista los candelabros
    que procedían del obispo.
    Lanzó una furtiva mirada hacia la puerta, como si hubiera temido que se abriera a pesar del cerrojo;
    luego, con un movimiento rápido y brusco, sin echar ni una ojeada a aquellos objetos que había guardado
    tan celosa como peligrosamente, durante tantos años, lo cogió todo, harapos, bastón, morral, y lo arrojó
    al fuego.
    Cerró el escondrijo y, redoblando sus precauciones, ya completamente inútiles puesto que estaba
    vacío, ocultó la puerta tras un gran mueble que desplazó.
    Al cabo de algunos segundos, la habitación y la pared de enfrente se iluminaron con un gran
    resplandor rojo y tembloroso. Todo ardía. El palo de espino chisporroteaba y lanzaba chispas hasta el
    centro de la habitación.
    El morral, al consumirse con los harapos que contenía, había dejado al descubierto algo que brillaba
    entre la ceniza. Examinándolo se hubiera visto fácilmente que era una moneda de plata. Sin duda la
    moneda de cuarenta sueldos robada al pequeño saboyano.
    Pero él no miraba el fuego, y continuaba andando, yendo y viniendo con el mismo paso.
    De repente, sus miradas se fijaron en los dos candelabros de plata, que la reverberación hacía brillar
    vagamente sobre la chimenea.
    «¡Ah! —pensó—. Aún está allí Jean Valjean. Es preciso destruir también eso».
    Cogió los dos candelabros.
    Había aún bastante lumbre para poder deformarlos prontamente, y hacer de ellos un lingote imposible
    de reconocer.
    Se inclinó hacia la chimenea y se calentó un instante. Sintió un agradable bienestar.
    —¡Qué buen calor! —exclamó.
    Removió la lumbre con uno de los candelabros.
    Un minuto más tarde, estaban en el fuego.
    En aquel momento, le pareció oír una voz que gritaba dentro de él: «¡Jean Valjean! Jean Valjean!»
    Sus cabellos se erizaron y quedó como alguien que oye algo terrible.
    «Sí, eso mismo, ¡acaba! —clamaba la voz—. ¡Completa lo que haces! ¡Destruye estos candelabros!
    ¡Aniquila este recuerdo! ¡Olvida al obispo! ¡Olvídalo todo! ¡Pierde a ese Champmathieu! ¡Todo va bien!
    ¡Regocíjate! Así, pues, ya está convenido, ya está resuelto, ya está dicho; he ahí a un hombre, un anciano
    que no sabe qué quieren, que tal vez no ha hecho nada, un inocente, al cual tu nombre le da toda la
    desdicha, sobre el cual tu nombre pesa como un crimen, que va a ser condenado por ti, que va a acabar
    sus días en la abyección y el horror. ¡Está bien! Sé hombre respetable tú. Quédate siendo el señor
    alcalde, ilustre y honrado, enriquece a la ciudad, alimenta a los indigentes, educa a los huérfanos, vive
    feliz, virtuoso y admirado; y mientras tanto, mientras tú estás aquí rodeado de alegría y de luz, habrá otro
    que usará tu casaca roja, que llevará tu nombre en la ignominia y que arrastrará tu cadena en el presidio.
    Sí. ¡Todo quedará bien arreglado así! ¡Ah, miserable!»
    El sudor le resbalaba por la frente. Dirigió una mirada extraviada a los candelabros. Pero lo que
    hablaba dentro de él no había concluido; la voz continuaba:
    —Jean Valjean! ¡A tu alrededor habrá muchas voces que harán gran ruido, que hablarán muy alto, y
    que te bendecirán; y no habrá más que una, que nadie oirá, que te maldecirá en las tinieblas! ¡Pues bien!
    ¡Escucha infame! ¡Todas esas bendiciones caerán antes de llegar al cielo, y sólo la maldición subirá hasta
    Dios!
    Esta voz, débil al principio y que se había elevado desde lo más profundo de su conciencia, había
    llegado gradualmente a ser ruidosa y formidable, y la oía ahora junto a su oído. Le parecía que había
    salido de sí mismo, y que le hablaba ahora desde fuera.
    Creyó oír las últimas palabras tan claramente que miró a su alrededor con una especie de terror.
    —¿Hay alguien aquí? —preguntó en voz alta, asustado.
    Luego, añadió con una risa que parecía de un idiota:
    —¡Qué estúpido soy! ¡No puede haber nadie!
    Había alguien, en efecto; pero quien allí estaba no era de los seres a quienes puede ver el ojo
    humano.
    Dejó los candelabros en la chimenea.
    Entonces, volvió a aquel paso monótono y lúgubre que turbaba su meditación, y que había despertado,
    sobresaltado, al cajero que dormía en la habitación inferior.
    Este ir y venir le aliviaba y le abrumaba al mismo tiempo. Parece que, a veces, en las ocasiones
    supremas, el hombre se mueve para pedir consejo a todo lo que encuentra al paso. Al cabo de algunos
    instantes, ya no sabía dónde estaba en su meditación.
    Retrocedía ahora con igual terror ante las dos resoluciones que alternativamente había tomado. Las
    dos ideas que le aconsejaban, le parecían tan funestas la una como la otra. ¡Qué fatalidad! ¡Qué
    coincidencia, Champmathieu tomado por él! ¡Verse precipitado justamente por el mismo medio que la
    providencia parecía haber escogido para afianzarle!
    Hubo un momento en que consideró el porvenir. Denunciarse, ¡gran Dios! ¡Entregarse! Enfrentóse,
    con una inmensa desesperación, con todo lo que sería preciso abandonar y todo lo que sería preciso
    recobrar. ¡Sería preciso, pues, decir adiós a aquella existencia tan buena, tan pura, tan radiante, a ese
    respeto de todos, al honor, a la libertad! ¡Ya no volvería a pasear por los campos, ni volvería a oír cantar
    a los pájaros en el mes de mayo, ni volvería a dar limosna a los niños! ¡Ya no volvería a sentir la dulzura
    de las miradas de reconocimiento y de amor, fijas en él! ¡Abandonaría la casa que había construido,
    aquella habitación, aquella pequeña habitación! Todo le parecía ahora encantador. ¡No volvería a leer
    aquellos libros y no escribiría más sobre aquella mesita de madera blanca! Su vieja portera, la única
    sirvienta que tuviera, ya no le subiría más el café por la mañana. ¡Gran Dios! ¡En lugar de esto, el
    presidio, el grillete, la casaca roja, la cadena al pie, la fatiga, el calabozo, la cama de tablas, todos esos
    horrores conocidos! ¡A su edad, y después de haber sido lo que era! ¡Si al menos fuese joven! ¡Pero, ya
    viejo, ser tuteado por todo el mundo, ser humillado por el carcelero, apaleado por el cabo de varas!
    ¡Llevar los pies desnudos en zapatos herrados! ¡Presentar mañana y tarde su pierna al martillo de la
    ronda, que examina los grilletes! ¡Sufrir la curiosidad de los extraños, a quienes se diría!: «¡Aquél es el
    famoso Jean Valjean, que fue alcalde de Montreuil-sur-Mer»! ¡Y por la noche, chorreando sudor,
    abrumado de cansancio, con el gorro verde sobre los ojos, subir de dos en dos, bajo el látigo del
    sargento, la, escala del pontón flotante! ¡Oh! ¡Qué miseria! ¡El destino puede ser malo como un ser
    inteligente y llegar a ser monstruoso como el corazón humano!





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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 5 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Sáb 09 Nov 2024, 08:57

    ***
    Hiciera lo que hiciera, venía a caer siempre en este punzante dilema que formaba la base de sus
    reflexiones: «¡Permanecer en el paraíso y ser un demonio! ¡Volver al infierno y ser un ángel!»
    ¿Qué hacer, gran Dios? ¿Qué hacer?
    La tormenta, de la que creía haber salido ya, volvió a desencadenarse sobre él. Sus ideas empezaron
    nuevamente a mezclarse, y se tornaron estúpidas e incongruentes, lo cual es propio de la desesperación.
    El nombre de Romainville se presentaba sin cesar a su imaginación, en dos versos de una canción que
    había oído hacía tiempo. Pensaba que Romainville era un bosquecillo cercano a París, adonde los
    jóvenes amantes van a coger lilas en el mes de abril.
    Vacilaba tanto por fuera como por dentro. Andaba como un niño que empieza a andar solo.
    En algunos momentos, luchando contra su cansancio, hacía esfuerzos para ordenar su inteligencia.
    Trataba de presentarse, definitivamente y por última vez, el problema sobre el cual, por decirlo así, había
    caído abrumado de fatiga.
    —¿Es preciso denunciarse? ¿Es preciso callar?
    No conseguía ver con claridad. Los vagos aspectos de todos los razonamientos que se sucedían en el
    delirio temblaban y se disipaban, sucesivamente, convirtiéndose en humo. Solamente presentía que,
    cualquiera que fuese la resolución que tomara, necesariamente y sin que pudiera evitarlo, algo en él iba a
    morir; que iba a entrar en un sepulcro, tanto por la derecha como por la izquierda; que iba a sufrir una
    agonía, la agonía de su felicidad o la agonía de su virtud.
    ¡Ay! Había vuelto a ser presa de sus irresoluciones. No había adelantado nada desde el principio.
    Así se debatía, en medio de la angustia, aquella alma desgraciada. Mil ochocientos años antes que
    este hombre infortunado, el ser misterioso, en quien se resumen todas las santidades y todos los
    sufrimientos de la humanidad, había también él, mientras los olivos temblaban agitados por el viento
    salvaje del infinito, apartado con la mano, durante algún tiempo, el terrible cáliz que se le aparecía lleno
    de sombras y desbordante de tinieblas en las profundidades llenas de estrellas.




    IV



    FORMAS QUE TOMA EL SUFRIMIENTO DURANTE EL SUEÑO



    Acababan de dar las tres de la madrugada, y hacía cinco horas que andaba así, casi sin interrupción,
    cuando se dejó caer sobre una silla.
    Se durmió, y tuvo un sueño.
    Este sueño, como la mayor parte de los sueños, no se relacionaba con su situación, sino por algunas
    remotas conexiones funestas y dolorosas, que le produjeron gran impresión. Aquella pesadilla le afectó
    tan vivamente que más tarde la escribió. Es uno de los papeles escritos por su mano que nos ha dejado.
    Nos creemos en el deber de transcribir aquí, textualmente, este relato.
    Cualquiera que fuese este sueño, la historia de aquella noche sería incompleta si omitiésemos esta
    sombría aventura de una alma enferma.
    Veámosla.
    En el sobre decía lo siguiente: «El sueño que tuve aquella noche».
    Estaba en el campo. Un gran campo triste, donde no había yerba.
    No podía distinguir si era de noche o de día.
    Me paseaba con mi hermano, el hermano de mis años de infancia, ese hermano del cual debo decir
    que apenas lo recuerdo y que casi nunca pienso en él.
    Hablábamos y encontrábamos algunos paseantes. Hablábamos de una vecina que habíamos tenido y
    que, desde que vivía en un cuarto bajo, trabajaba con la ventana siempre abierta. Durante nuestra
    conversación, sentíamos el frío que producía aquella ventana abierta.
    No había árboles en el campo.
    Vimos a un hombre pasar cerca de nosotros. Era un hombre desnudo, de color ceniza, montado en un
    caballo de color tierra. El hombre no tenía cabellos; se le veía el cráneo y las venas del mismo. En la
    mano tenía una varilla, flexible como un sarmiento y pesada como hierro. Pasó por nuestro lado y no nos
    dijo nada.
    Mi hermano me dijo:
    —Vamos por el camino hondo.
    Había un camino hondo, en el cual no se veía ni un matorral, ni una brizna de musgo. Todo era de
    color de tierra, incluso el cielo. Al cabo de algunos pasos, nadie me respondió cuando hablé. Me di
    cuenta de que mi hermano ya no estaba conmigo.
    Entré en un pueblo que vi. Supuse que debía ser Romainville (¿por qué Romainville?)
    [176]
    .
    La primera calle por donde entré estaba desierta. Entré en una segunda calle. Detrás de la esquina que
    formaban las dos calles, había un hombre de pie, apoyado en la pared. Dije a aquel hombre:
    —¿Qué país es éste? ¿Dónde estoy?
    El hombre no respondió. Vi la puerta de una casa abierta y entré.
    La primera habitación estaba desierta. Entré en la segunda. Detrás de la puerta de aquella habitación,
    había un hombre de pie, apoyado en la pared. Le pregunté a aquel hombre:
    —¿De quién es esta casa? ¿Dónde estoy?
    El hombre no respondió. La casa tenía un jardín.
    Salí al jardín. El jardín estaba desierto. Detrás del primer árbol, encontré a un hombre de pie. Dije a
    aquel hombre:
    —¿Qué jardín es éste? ¿Dónde estoy?
    El hombre no respondió:

    Anduve errante por el pueblo y me di cuenta de que era una ciudad. Todas las calles estaban
    desiertas. Ningún ser viviente pasaba por las calles, ni se movía en las casas, ni paseaba por los jardines.
    Pero detrás de cada esquina, de cada puerta, de cada árbol, había un hombre de pie y en silencio. No se
    veía más que uno a la vez, y todos me miraban al pasar.
    Salí de la ciudad, y me puse a andar por los campos.
    Al cabo de algunos minutos me volví y vi una gran multitud que venía detrás de mí. Reconocí a todos
    los que había visto en el pueblo. Tenían unas cabezas extrañas. Parecía que andaban muy despacio y, no
    obstante, marchaban más deprisa que yo. No hacían ruido alguno al andar. En un instante, me alcanzaron y
    me rodearon. Los rostros de aquellos hombres eran de color de tierra.
    Entonces, el primero que había visto y al entrar en la ciudad, me dijo:
    —¿Adónde vais? ¿Es que no sabéis que estáis muerto desde hace mucho tiempo?
    Abrí la boca para responder, y me di cuenta de que no había nadie a mi alrededor.
    Se despertó.
    Estaba helado. Un viento que era frío, como el viento de la mañana, hacía girar en sus goznes las
    hojas de la ventana que había quedado abierta. El fuego se había apagado. La vela tocaba a su fin. Era
    aún noche negra.
    Se levantó y se dirigió a la ventana. No se veían estrellas en el cielo.
    Desde su ventana se veía el patio de la casa y la calle. Un ruido seco y duro, que resonó de repente
    sobre el suelo, le hizo bajar la vista.
    Vio debajo de él dos estrellas rojas cuyos rayos se alargaban y acortaban extrañamente en la sombra.
    Como su pensamiento estaba aún medio sumergido en la bruma de los sueños, exclamó:
    —¡Vaya! No están ya en el cielo. Ahora están sobre la tierra.
    No obstante, se disipó pronto esta perturbación; un segundo ruido, semejante al primero acabó de
    despertarle; miró y descubrió que aquellas dos estrellas eran dos faroles de un carruaje, cuya forma pudo
    distinguir a la luz de los faroles. Era un tílburi unido a un pequeño caballo blanco. El ruido que había
    oído era el de los golpes de los cascos del caballo sobre el empedrado.
    —¿Qué carruaje es éste? —se dijo—. ¿Quién es el que viene tan temprano?
    En aquel momento, llamaron quedamente a la puerta de su habitación.
    Se estremeció de pies a cabeza, y gritó con voz terrible:
    —¿Quién está ahí?
    Alguien respondió:
    —Yo, señor alcalde.
    Reconoció la voz de la portera.
    —¿Y bien? ¿Qué ocurre?
    —Señor alcalde, van a dar las cinco de la mañana.
    —¿Y qué?
    —Que está aquí el carruaje.
    —¿Qué carruaje?
    —El tílburi.
    —¿Qué tílburi?
    —¿Es que el señor alcalde no ha encargado un tílburi?
    —No —dijo.
    —El cochero dice que viene a buscar al señor alcalde.
    —¿Qué cochero?
    —El cochero del señor Scaufflaire.
    Aquel nombre le hizo estremecer, como si un relámpago hubiera cruzado por delante de su rostro.
    —¡Ah, sí! —contestó—, el señor Scaufflaire.
    Si la vieja le hubiera podido ver en ese momento, se habría aterrorizado.
    Se hizo un largo silencio. Examinaba con aire estúpido la llama de la vela, y cogía la cera ardiente
    alrededor del pábilo, haciendo con ella bolitas con los dedos. La vieja esperaba. Se aventuró, no
    obstante, a elevar la voz:
    —Señor alcalde, ¿qué debo decir al cochero?
    —Decidle que está bien, que ahora bajo.



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    210


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    Mensaje por Maria Lua Lun 11 Nov 2024, 09:51

    V


    OBSTÁCULOS



    El servicio de postas de Arras a Montreuil-sur-Mer se hacía, aún en aquella época, en pequeños
    cabriolés de dos ruedas, como en tiempos del Imperio.
    Estos cabriolés estaban tapizados de cuero leonado, suspendidos sobre unos muelles y tenían sólo
    dos asientos, uno para el conductor y otro para el viajero. Las ruedas estaban armadas con esos largos
    cubos ofensivos que mantienen a distancia a los otros carruajes y que aún se ven por los caminos de
    Alemania. El cajón de la correspondencia, inmensa caja oblonga, estaba colocado detrás del cabriolé,
    formando con él un solo cuerpo. Este cajón estaba pintado de negro y el cabriolé de amarillo.
    Estos coches, que no tenían semejanza alguna con los de hoy, presentaban un aspecto deforme y
    giboso; cuando se los veía pasar a lo lejos, subiendo alguna rampa en el horizonte, parecían uno de esos
    insectos que se llaman termitas, creo yo, y que con un pequeño corsé arrastran un gran apéndice posterior.
    Por lo demás, se movían con rapidez.
    El correo que salía de Arras cada noche a la una, después de haber pasado el correo de París, llegaba
    a Montreuil-sur-Mer un poco antes de las cinco de la mañana.
    Aquella noche, el correo que llegaba a Montreuil-sur-Mer por el camino de Hesdin, al volver una
    calle, cuando entraba en el pueblo, chocó con un tílburi tirado por un caballo blanco, que venía en
    sentido inverso y en el cual no había más que una persona, un hombre embozado en una capa. La rueda
    del tílburi recibió un golpe bastante grande. El conductor del correo gritó para que el hombre se
    detuviese, pero el viajero no escuchó y siguió su camino al trote largo.
    —¡Vaya una prisa endiablada que lleva este hombre! —dijo el conductor.
    El hombre que así corría era precisamente el mismo a quien hace poco hemos visto debatirse en
    convulsiones verdaderamente dignas de lástima.
    ¿Adónde iba? No hubiera podido decirlo. ¿Por qué corría? No lo sabía. Iba al azar. ¿Adónde? A
    Arras, sin duda; pero podía también ir a otra parte. Dábase cuenta de ello y temblaba.
    Se hundía en aquella noche negra como en una gruta. Algo lo empujaba, algo le atraía. Lo que en él
    pasaba, nadie hubiera sido capaz de decirlo, pero todos lo comprenderían. ¿Qué hombre no habrá
    entrado, al menos una vez en la vida, en la oscura caverna de lo desconocido?
    Por lo demás, no había resuelto nada, no había decidido nada, no había hecho nada. Ninguno de los
    actos de su conciencia había sido definitivo. Estaba, más que nunca, como en el primer momento.
    ¿Por qué iba a Arras?
    Se repetía lo que se había dicho ya, al alquilar el cabriolé de Scaufflaire, que cualquiera que fuese el
    resultado, no habría inconveniente alguno en ver y juzgar las cosas por sí mismo; que, además, esto era lo
    más prudente para saber lo que sucedería; que no podía decir nada sin haber antes observado y
    escrutado; que, de lejos, los menores objetos parecen montañas; que, a fin de cuentas, cuando hubiera
    visto al tal Champmathieu, seguramente un miserable, su conciencia quedaría probablemente descargada,
    dejándole ir a presidio en su lugar; que, aunque estarían allí Javert y los presidiarios Brevet, Chenildieu
    y Cochepaille, que le habían conocido, a buen seguro ya no se acordarían de él; ¡bah, qué idea!; que
    Javert estaba muy lejos de toda sospecha; que todas las conjeturas y todas las suposiciones se centraban
    en Champmathieu, y que nada es tan obstinado como las suposiciones y las conjeturas; que no había,
    pues, peligro alguno.
    Sin duda, era un momento crítico, pero saldría de él; después de todo, tenía su destino en la mano, por
    malo que éste fuese; y él era su dueño absoluto. Se aferraba obstinadamente a esta idea.
    En el fondo, para ser sincero, hubiera preferido no ir a Arras.
    No obstante, allí iba.
    Mientras pensaba en esto, arreaba el caballo, que corría con el trote regular y seguro que hace dos
    leguas y media por hora.
    A medida que el cabriolé avanzaba, sentía algo dentro de él que retrocedía.
    Al rayar el día, estaba en campo raso. La ciudad de Montreuil-sur-Mer quedaba ya muy atrás. Miró
    cómo blanqueaba el horizonte; miró, sin ver, cómo pasaban por delante de sus ojos las frías sombras de
    una madrugada de invierno. La mañana tiene sus espectros, como la noche. No los veía; pero, por una
    especie de penetración casi física, las negras siluetas de los árboles y de las colinas aumentaban la
    tristeza y el estado violento de su alma.
    Cada vez que pasaba por delante de una de las casas aisladas que bordean a veces los caminos, se
    decía: «¡Sin embargo, ahí dentro hay personas que duermen!»
    El trote del caballo, los cascabeles de los arneses, las ruedas sobre el pavimento hacían un ruido
    lento y monótono. Estas cosas son encantadoras cuando uno está alegre y lúgubres cuando se está triste.
    Era ya de día cuando llegó a Hesdin. Se detuvo delante de una posada para que el caballo descansase
    y tomase el pienso.
    Aquel caballo era, como había dicho Scaufflaire, de esa pequeña raza boloñesa, que tiene demasiada
    cabeza, demasiado vientre y poco cuello, pero de pecho abierto, grupa ancha, pata seca y fina y pie firme;
    raza fea, pero robusta y sana. El excelente animal había corrido cinco leguas en dos horas, y no tenía una
    gota de sudor en el lomo.
    El viajero no había bajado dél tílburi. El mozo de cuadra, que traía la avena, se agachó de repente y
    examinó la rueda izquierda.
    —¿Vais muy lejos así? —preguntó.
    Él respondió, casi sin salir de sus reflexiones:
    —¿Por qué?
    —¿Venís de muy lejos?
    —Cinco leguas de aquí.
    —¡Ah!
    —¿Por qué?
    El mozo se inclinó de nuevo, permaneció un momento silencioso, con la vista fija en la rueda, y luego
    se enderezó y dijo:
    —Es que traéis una rueda que ha corrido cinco leguas, es posible, pero que seguramente no hará
    ahora más de un cuarto de legua.
    El viajero saltó del tílburi.
    —¿Qué estáis diciendo?
    —Digo que es un milagro que hayáis hecho cinco leguas sin precipitaros, vos y el caballo, en
    cualquier foso del camino. Mirad.





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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 5 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Lun 11 Nov 2024, 09:53

    ***

    En efecto, la rueda estaba seriamente estropeada. El choque con la silla de posta había roto dos
    radios y destrozado el cubo, que había perdido la tuerca.
    —Amigo mío —dijo al mozo—, ¿hay aquí algún carretero?
    —Sí, señor.
    —Hacedme el favor de ir a buscarlo.
    —Ahí está. ¡Eh, maese Bourgaillard!
    Maese Bourgaillard, el carretero, estaba en el umbral de su puerta. Se acercó a examinar la rueda e
    hizo la mueca de un cirujano que contempla una pierna rota.
    —¿Podéis componer esta rueda al momento?
    —Sí, señor.
    —¿Cuándo podré marcharme?
    —Mañana.
    —¡Mañana!
    —Hay trabajo para un día entero. ¿Tenéis prisa?
    —Mucha prisa. Es preciso que parta dentro de una hora, todo lo más.
    —Es imposible, señor.
    —Pagaré cuanto queráis.
    —Imposible.
    —¡Pues bien! Dentro de dos horas.
    —Es imposible. Es preciso hacer dos radios y un cubo. No podréis marchar hasta mañana.
    —Mis asuntos no me permiten esperar a mañana. ¿Y, si en vez de reparar esta rueda, se la
    reemplazase?
    —¿Cómo?
    —¿No sois carretero?
    —Sí, señor.
    —¿Y no tenéis una rueda para venderme? Así podría marcharme en seguida.
    —¿Una rueda de recambio?
    —Sí.
    —No tengo ninguna rueda para vuestro cabriolé. Las ruedas tienen que ser iguales. Dos ruedas no van
    juntas por casualidad.
    —En este caso, vendedme un par de ruedas.
    —Señor, es que no todas las ruedas se ajustan a todos los ejes.
    —Probad, sin embargo.
    —Es inútil, señor. Sólo tengo para vender dos ruedas de carreta. Ésta es una región muy pequeña.
    —¿Tendríais un cabriolé para alquilarme?
    El maestro carretero, en su primera ojeada, había reconocido que el tílburi era un coche de alquiler.
    Se encogió de hombros.
    —¡Cuidáis muy bien los carruajes que os alquilan! No os alquilaré yo ninguno.
    —Pues vendédmelo.
    —No lo tengo.
    —¡Qué! ¿No tenéis un calesín? Ya veis que me contento con lo que haya.
    —Esta región es muy pobre. Yo tengo en casa una calesa vieja de un caballero que me la ha dado
    para que se la guarde, y que se sirve de ella cada final de mes. Yo os la alquilaría, ¿a mí qué más me da?,
    pero sería preciso que su dueño no la viera pasar; además, es una calesa y necesita dos caballos.
    —Tomaré dos caballos de posta.
    —¿Adónde vais?
    —A Arras.
    —¿Y queréis llegar hoy?
    —Sí.
    —¿Tomando caballos de posta?
    —¿Por qué no?
    —¿Es igual que lleguéis a las cuatro de la madrugada?
    —No, ciertamente.
    —Porque debéis saber que hay algo que hacer, antes de tomar caballos de posta… ¿Tenéis
    pasaporte?
    —Sí.
    —Pues bien, tomando caballos de posta, no llegaréis a Arras antes de mañana. Estamos en camino de
    atajo. Los relevos están mal servidos; los caballos están en el campo. Estamos, además, en la estación de
    la labranza; se necesitan muchas yuntas y se cogen los caballos de cualquier parte, aunque sean los de
    posta. Tendríais que esperar, al menos, tres o cuatro horas en cada relevo y, además, iréis al paso, porque
    hay muchas cuestas en el camino.
    —¡Vaya!, iré a caballo. Desenganchad. Me venderán una silla.
    —Sí, pero ¿acepta la silla este caballo?
    —Es verdad; me recordáis que no la acepta.
    —Entonces…
    —¿Podré encontrar, en el pueblo, un caballo de alquiler?
    —¿Un caballo para ir a Arras de una tirada?
    —Sí.
    —Sería preciso un caballo como no los hay por aquí; y, además, tendríais que comprarlo, porque no
    sois conocido. ¡Pero, ni para alquilar, ni para vender, ni por quinientos, ni por mil francos lo
    encontraríais!
    —¿Qué haré entonces?
    —Lo mejor, a fe de hombre honrado, es reparar la rueda y dejar el viaje para mañana.
    —Mañana será demasiado tarde.
    —¡Demonio!
    —¿No pasa por aquí el correo que va a Arras? ¿A qué hora pasa?
    —Por la noche. Los dos correos hacen el servicio de noche, el que va y el que viene.
    —¿Y os es necesario todo un día para componer esta rueda?
    —¡Todo un día!
    —¿Y poniendo dos hombres a trabajar?
    —Aunque se pusieran diez.
    —Si pudieran atarse los radios con cuerdas…
    —Los radios, sí; pero el cubo, no. Además, también la llanta está en muy mal estado.
    —¿Hay algún alquilador de coches en el pueblo?
    —No.
    —¿Hay otro carretero?
    El mozo de cuadra y el maestro carretero respondieron a la vez, moviendo la cabeza:
    —No.
    El viajero sintió una inmensa alegría.
    Era evidente que la providencia influía en esto. Ella había roto la rueda del tílburi y le detenía en el
    camino. Él no había querido ceder a esta especie de primera intimación, y acababa de hacer cuantos
    esfuerzos eran posibles para continuar su viaje; había agotado leal y escrupulosamente todos los medios;
    no había retrocedido ni ante la estación, ni ante la fatiga, ni ante los gastos; no tenía nada que
    reprocharse. Si no podía ir más lejos, no era culpa suya; no era un hecho de su conciencia, sino obra de
    la providencia.
    Respiró. Respiró libremente, a pleno pulmón, por vez primera desde la visita de Javert. Le parecía
    que el puño de hierro que le oprimía el corazón, desde hacía veinte horas, acababa de dejarle en libertad.
    Ahora le parecía que Dios estaba con él.
    Se dijo que había hecho todo lo que le era posible, y que ahora no tenía más que volver sobre sus
    pasos, tranquilamente.










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    Mensaje por Maria Lua Lun 11 Nov 2024, 09:54

    ***
    Si su conversación con el carretero se hubiese verificado en una habitación del albergue, no habría
    tenido testigos, nadie la habría oído, todo habría terminado allí, y es muy probable que no tuviésemos que
    referir ninguno de los acontecimientos que siguen. Pero esta conversación tuvo lugar en medio de la
    calle. Todo coloquio en la calle produce inevitablemente un corro. Hay siempre personas que sólo
    desean ser espectadoras. Mientras él interrogaba al carretero, algunos transeúntes se habían detenido a su
    alrededor. Después de haber escuchado durante algunos minutos, un muchacho, en quien nadie había
    reparado, se separó del grupo echando a correr.
    En el momento en que el viajero, después de haberse hecho la reflexión que acabamos de referir,
    tomaba la resolución de retroceder, volvió el muchacho acompañado de una anciana.
    —Señor —dijo la mujer—, mi muchacho me dice que tenéis deseos de alquilar un cabriolé.
    Estas sencillas palabras, pronunciadas por una vieja mujer a quien guiaba un niño, le hicieron sudar
    copiosamente. Creyó ver la mano que le había soltado reaparecer en la sombra tras él, dispuesta a
    cogerle de nuevo.
    Respondió:
    —Sí, buena mujer, busco un cabriolé para alquilar. —Y se apresuró a añadir—: Pero no hay ninguno
    en el pueblo.
    —Sí hay —dijo la vieja.
    —¿Dónde está? —preguntó el carretero.
    —En mi casa —contestó la vieja.
    El viajero se estremeció. La mano fatal le había cogido otra vez.
    La vieja tenía, en efecto, bajo un cobertizo, una especie de calesín de mimbre. El carretero y el mozo
    de cuadra, pesarosos de que se les escapase el viajero, intervinieron. «Es una carreta terrible… Está
    apoyada sobre el mismo eje… Es verdad que los asientos están suspendidos por correas… Llueve lo
    mismo dentro que fuera… Las ruedas están mohosas y carcomidas… Eso no iría mucho más lejos que el
    tílburi… ¡Es un carromato!… Este caballero hará muy mal en servirse de él…, etc., etc».
    Todo aquello era cierto, pero aquel carromato, aquella tartana, aquella cosa, fuese lo que fuese,
    rodaba y podía ir a Arras.
    Pagó lo que le pidieron, dejó el tílburi al carretero para que lo reparara; hizo enganchar el caballo
    blanco en el calesín, subió y reemprendió el camino.
    En el momento en que el calesín se puso en marcha, se confesó que había tenido una gran alegría al
    creer que no podría seguir adelante. Examinó esta alegría con una especie de cólera, y la encontró
    absurda. ¿Por qué se había de alegrar de volver atrás? Después de todo, hacía aquel viaje libremente.
    Nadie le forzaba a ello.
    Y, ciertamente, no sucedería sino lo que él quisiera.
    Cuando salía de Hesdin, oyó una voz que le gritaba:
    —¡Parad, parad!
    Detuvo el calesín con un movimiento vivo, en el cual había algo febril y convulso, que se asemejaba
    a la esperanza.
    Era el muchacho de la vieja.
    —Señor —dijo—, yo he sido quien os he proporcionado el calesín.
    —¿Y qué?
    —¡Que no me habéis dado nada!
    Él, que daba a todos y tan fácilmente, encontró esta pretensión exorbitante y casi odiosa.
    —¡Ah! —dijo—. ¡Pues no te daré nada!
    Arreó al caballo y partió a buen trote.
    Había perdido mucho tiempo en Hesdin, y quería recuperarlo. El caballo era animoso y tiraba como
    dos; pero era el mes de febrero, había llovido y los caminos estaban muy malos. Además, el calesín era
    mucho más pesado y duro que el tílburi. Por añadidura, muchas rampas que subir.
    Empleó cerca de cuatro horas desde Hesdin a Saint-Pol; cuatro horas para cinco leguas.
    En Saint-Pol, hizo desenganchar en la primera posada que encontró, y mandó llevar el caballo a la
    cuadra. Tal como había prometido a Scaufflaire, estuvo junto al pesebre mientras comía el caballo.
    Pensaba en cosas tristes y confusas.
    La mujer del posadero entró en la cuadra.
    —¿Vais a almorzar?
    —¡Vaya, es verdad! —dijo—. Tengo buen apetito.
    Siguió a aquella mujer, que tenía bonita y alegre figura, hasta una sala baja donde había varias mesas
    que tenían hules en lugar de manteles.
    —Despachad —le dijo—, debo marchar en seguida. Tengo mucha prisa.
    Una gruesa criada flamenca puso su cubierto apresuradamente. El hombre miró hacer a la joven, con
    una sensación de bienestar.
    «Esto es lo que yo tenía —pensó—. Que no había almorzado».
    Le sirvieron. Cogió el pan, comió un bocado, volvió a dejarlo lentamente sobre la mesa, y no lo tocó
    más.
    Un carretero estaba comiendo en otra mesa. El viajero le dijo:
    —¿Por qué es tan amargo este pan?
    El carretero era alemán y no le entendió.
    Volvió al establo, junto al caballo.
    Una hora más tarde, había salido ya de Saint-Pol y se dirigía a Tinques, que sólo dista cinco leguas
    de Arras.
    ¿Qué hacía durante este trayecto? ¿En qué pensaba? Lo mismo que por la mañana, miraba cómo
    pasaban los árboles, los tejados de las cabañas, los campos cultivados, la perspectiva del paisaje, que
    variaba a cada recodo del camino. Ésta es una contemplación que a veces satisface al alma, y que la
    dispensa casi de pensar. Ver mil objetos, por primera y última vez, ¿qué hay más melancólico y más
    profundo? Viajar es nacer y morir a cada instante. Quizás, en la región más vaga de su espíritu,
    comparaba aquellos horizontes variables con la existencia del hombre. Todas las cosas de la vida huyen
    perpetuamente delante de nosotros; se mezclan la claridad y las sombras: después de una viva luz, viene
    un eclipse; el hombre mira, corre, tiende las manos para coger lo que pasa; cada incidente es un recodo
    del camino; y, de repente, llega la vejez. Se siente como una sacudida, todo es negro; se distingue una
    puerta oscura, el sombrío caballo de la vida que nos arrastra se detiene súbitamente, y se ve a un ser,
    velado y desconocido, que lo desengancha en las tinieblas.
    El crepúsculo empezaba ya cuando los niños que salían de la escuela vieron entrar al viajero en
    Tinques. Debemos advertir que eran todavía los días más cortos del año. No se detuvo en Tinques.
    Cuando salía del pueblo, un peón caminero, que estaba echando piedra en la carretera, alzó la cabeza y
    dijo:
    —¡Qué caballo tan cansado!
    El pobre animal, efectivamente, no podía ya ir más que al paso.
    —¿Vais a Arras? —preguntó el caminero.
    —Sí.
    —Pues si seguís esta marcha, no llegaréis muy temprano.
    Detuvo el viajero su caballo y preguntó:
    —¿Cuánto hay de aquí a Arras?
    —Cerca de siete leguas largas.
    —¿Cómo es eso? La guía de postas no señala más que cinco leguas y cuarto.
    —¡Ah! —respondió el peón—. ¿Es que no sabéis que la carretera está en reparación? La encontraréis
    cortada a un cuarto de hora de aquí, y no podréis ir más lejos.
    —¿Es verdad?
    —Allí tomaréis a la izquierda, el camino que va a Carency; pasaréis el río y, al llegar a Camblin,
    giraréis a la derecha; es el camino de Mont-Saint-Éloy, que conduce a Arras.
    —Pero va a caer la noche y me perderé.
    —¿No sois de esta región?
    —No.
    —Pues todo es camino de atajo. Mirad, caballero —continuó el peón—, ¿queréis que os dé un
    consejo? Vuestro caballo está cansado, quedaos en Tinques. Hay una buena posada. Acostaos. Iréis
    mañana a Arras.
    —Es preciso que esté allí esta noche.
    —Eso es diferente. Entonces, id a la posada y tomad un caballo de refresco. El mozo del caballo os
    guiará por el camino.
    Siguió el consejo del peón caminero, volvió atrás y, media hora más tarde, volvió a pasar por el
    mismo camino, pero al trote largo de un buen caballo de refresco. Un mozo de establo, que se hacía
    llamar postillón, iba sentado en la delantera del calesín.
    No obstante, notaba que perdía tiempo.
    Ya era de noche.
    Se adentraron en la trocha. El camino era terrible. El calesín caía de un hoyo en otro. Dijo al
    postillón:
    —Siempre al trote, y doble propina.
    En un vaivén, se rompió el balancín.




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    Mensaje por Maria Lua Lun 11 Nov 2024, 09:57

    ***
    —Señor —dijo el postillón—, se ha roto el balancín y no sé cómo enganchar mi caballo; este camino
    es muy malo de noche; si quisierais volver, para dormir en Tinques, podríamos llegar mañana por la
    mañana a Arras.
    El viajero respondió:
    —¿Tienes un cabo de cuerda y un cuchillo?
    —Sí, señor.
    Cortó una rama de árbol e improvisó un balancín.
    Fue una pérdida de veinte minutos; pero partieron al galope.
    La llanura estaba tenebrosa. Una niebla baja y oscura se arrastraba por las colinas, desprendiéndose
    como humo. Las nubes despedían resplandores blanquecinos. Un fuerte viento, que venía del mar,
    producía los mismos ruidos que hacen los muebles al ser arrastrados. Todo lo que descubría la vista
    tenía una actitud de terror. ¡Cuántas cosas tiemblan al impulso de estos soplos de la noche!
    El frío le penetraba. No había comido desde la víspera. Recordaba vagamente su otro viaje nocturno
    por la gran llanura de los alrededores de Digne. Hacía ocho años, y le parecía que había sido ayer.
    Sonó una hora en algún campanario lejano. Preguntó al postillón:
    —¿Qué hora es?
    —Las siete, señor. A las ocho estaremos en Arras. No nos quedan más que tres leguas.
    En aquel momento, hizo por vez primera esta reflexión, y le extrañó que no se le hubiese ocurrido
    antes: quizás era inútil todo el trabajo que se tomaba, pues no sabía la hora de la vista, debía haberse
    informado antes; era muy ridículo seguir adelante sin saber si aquello iba a servir para algo.
    Luego se dijo que ordinariamente las sesiones del tribunal empiezan a las nueve de la mañana; que
    aquella vista no debía ser larga; que por tratarse de un robo de manzanas, sería muy corta; que, luego, no
    habría más que una cuestión de identidad; cuatro o cinco declaraciones, poca cosa a decir por parte de
    los abogados; que iba a llegar cuando todo hubiera concluido.
    El postillón arreaba los caballos. Habían cruzado el río, y dejado tras ellos Mont-Saint-Éloy.
    La noche se hacía cada vez más profunda.





    VI



    SOR SIMPLICE PUESTA A PRUEBA



    No obstante, en aquel mismo momento, Fantine estaba llena de alegría.
    Había pasado muy mala noche. Tos terrible, aumento de fiebre; había tenido delirio. Por la mañana,
    cuando la visitó el médico, deliraba. El doctor estaba alarmado y había encargado que le avisaran
    cuando volviese el señor Madeleine.
    Durante toda la mañana, Fantine estuvo triste, habló poco y se entretuvo en hacer pliegues con la
    sábana, murmurando en voz baja unos cálculos que parecían ser de distancias. Sus ojos estaban hundidos
    y fijos. Parecían casi apagados; pero, por momentos, brillaban y resplandecían como estrellas. No parece
    sino que, al aproximarse cierta hora sombría, la claridad del cielo inunda a aquellos a quienes abandona
    la claridad de la tierra.
    Cada vez que sor Simplice le preguntaba cómo estaba, respondía con las mismas palabras:
    —Bien. Quisiera ver al señor Madeleine.
    Algunos meses antes, en aquel momento en que Fantine acababa de perder el último resto de pudor, su
    última vergüenza y su última alegría, era la sombra de sí misma; ahora era su espectro. El mal físico
    había completado la obra del mal moral. Esta criatura de veinticinco años tenía la frente arrugada, las
    mejillas marchitas, la nariz afilada, los dientes descarnados, el color plomizo, el cuello huesoso, las
    clavículas salientes, los miembros demacrados, la piel terrosa, y sus cabellos rubios estaban mezclados
    con algunos grises. ¡Ay, cómo improvisa la enfermedad el aspecto de la vejez!
    A mediodía volvió el médico, recetó algunas prescripciones, se informó de si el señor Madeleine
    había llegado y movió tristemente la cabeza.
    El señor Madeleine acostumbraba ir todos los días, a las tres, a ver a la enferma. Como la exactitud
    era, en este caso, bondad, él era puntual.
    Hacia las dos y media, Fantine empezó a agitarse. En el espacio de veinte minutos, preguntó más de
    diez veces a la religiosa:
    —¿Qué hora es, hermana?
    Dieron las tres. A la tercera campanada, Fantine se incorporó, ella que de costumbre apenas podía
    moverse en su cama; juntó, en una especie de apretón convulso, sus manos descarnadas y amarillas, y la
    religiosa oyó que de su pecho brotaba uno de esos suspiros profundos que parece que levantan un gran
    peso. Luego, Fantine se volvió y miró la puerta.
    Nadie entró; la puerta no se abrió.
    Ella permaneció así por espacio de un cuarto de hora, con la mirada fija en la puerta, inmóvil y como
    reteniendo el aliento. La hermana no se atrevía a hablarle. El reloj de la iglesia dio las tres y cuarto.
    Fantine se dejó caer sobre la almohada.
    No dijo nada, y se puso a hacer nuevamente pliegues en la sábana.
    Sonó la media hora, luego la hora. Nadie vino. Cada vez que el reloj se dejaba oír, Fantine se
    incorporaba y miraba hacia la puerta; después se dejaba caer de nuevo.
    Descubríase claramente su pensamiento; pero no pronunciaba ningún nombre; no se quejaba; no
    acusaba a nadie. Solamente tosía de una manera lúgubre. Hubiérase dicho que la iba cubriendo una nube
    oscura. Estaba lívida; sus labios se habían vuelto azules. Sonreía en algunos momentos.
    ura. Estaba lívida; sus labios se habían vuelto azules. Sonreía en algunos momentos.
    Dieron las cinco. Entonces, la hermana oyó que decía muy bajo y dulcemente:
    —¡Ya que me voy mañana, hace mal en no venir hoy!
    La misma sor Simplice estaba sorprendida del retraso del señor Madeleine.
    Entretanto, Fantine miraba al techo. Parecía querer recordar alguna cosa. De repente, se puso a
    cantar, con una voz débil como un soplo. La religiosa escuchó. He aquí lo que cantaba:



    Compraremos muy bonitas cosas,
    paseando por donde hay mucha flor.
    Azul el aciano, rosadas las rosas,
    azul el aciano, amor de mi amor.
    Junto a mi hogar, la virgen María
    apareció ayer, con manto bordado.
    Me dijo: —El niño que tú me pedías
    hételo aquí, bajo el velo ocultado.
    Corred a la villa; comprad sederías,
    también hilo fino y un dedal dorado.
    Compraremos muy bonitas cosas,
    paseando por donde hay mucha flor.
    Buena santa Virgen, cerca de mi hogar
    yo he puesto mi brizo, de seda adornado.
    Aunque Dios me diera su mayor estrella,
    prefiero yo el niño que Tú me has donado.
    —Señora, ¿qué hago, con tela tan bella?
    —Haced la ropita para el recién llegado.
    Azul el aciano, rosadas las rosas,
    azul el aciano, amor de mi amor.
    —Lavad esta ropa. —¿Dónde?— En el río.
    Hacedlo sin nada romper ni ensuciar.
    Una hermosa saya con lindo corpiño
    que quiero bordar y de flores llenar.
    —Señora, ¿qué hacer? ¡Ya no está el niño!
    —Haced un sudario y venidme a amortajar.
    Compraremos muy bonitas cosas,
    paseando por donde hay mucha flor.
    Azul el aciano, rosadas las rosas,
    azul el aciano, amor de mi amor.



    Esta canción de cuna era un antiguo romance con el cual solía dormir a la pequeña Cosette, y que no
    se había presentado en su espíritu durante los cinco años que llevaba sin ver a su niña. Fantine cantó
    aquello con una voz tan triste y un aire tan dulce, que era como para hacer llorar, incluso a una religiosa.
    La hermana, habituada a las cosas austeras, sintió que le brotaba una lágrima.



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    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





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    VICTOR HUGO (1802-1885) - Página 5 Empty Re: VICTOR HUGO (1802-1885)

    Mensaje por Maria Lua Lun 11 Nov 2024, 10:02

    ***
    El reloj dio las seis. Fantine pareció no oírlo. Daba la sensación de que no prestaba ninguna atención
    a nada de lo que la rodeaba.
    Sor Simplice envió a una muchacha de servicio a preguntar a la portera de la fábrica si había vuelto
    el señor alcalde, y si subiría pronto a la enfermería. La muchacha regresó al cabo de algunos minutos.
    Fantine seguía inmóvil y parecía atender únicamente a sus ideas.
    La sirvienta explicó en voz muy baja a sor Simplice que el señor alcalde había partido aquella misma
    mañana, antes de las seis, en un pequeño tílburi con un caballo blanco, a pesar del frío que hacía; que
    había partido solo, incluso sin cochero, y que no sabían adonde iba; que algunas personas decían haberle
    visto tomar el camino de Arras, y que otras aseguraban haberle encontrado en el camino de París. Que, al
    marcharse, había estado como siempre muy amable, y que únicamente había dicho a la portera que no le
    esperaran aquella noche.
    Mientras las dos mujeres, de espaldas a la cama de Fantine, murmuraban en voz baja, la hermana
    preguntando y la sirvienta conjeturando, Fantine, con esa vivacidad febril de ciertas enfermedades
    orgánicas que mezcla los movimientos libres de la salud con la terrible delgadez de la muerte, se había
    puesto de rodillas en su cama, con sus dos puños crispados sobre la almohada y la cabeza asomando por
    entre las cortinas, y escuchaba. De repente gritó:
    —¡Estáis hablando del señor Madeleine! ¿Por qué habláis tan bajo? ¿Qué hace? ¿Por qué no viene?
    Su voz era tan brusca y tan ronca que las dos mujeres creyeron oír una voz de hombre; se volvieron
    aterradas.
    —¡Responded! —gritó Fantine.
    La sirvienta balbuceó:
    —La portera me ha dicho que no podría venir hoy.
    —Hija mía —dijo la hermana— estaos quieta y echaos.
    Fantine, sin cambiar de actitud, replicó en voz alta y con acento a la vez imperioso y desgarrado:
    —¿No podrá venir? ¿Por qué? Vosotras sabéis la razón; os la decíais en secreto. Yo quiero saberla.
    La sirvienta se apresuró a decir al oído de la religiosa:
    —Responded que está ocupado en el Consejo municipal.
    Sor Simplice enrojeció ligeramente; era una mentira lo que la sirvienta le proponía decir. Por otro
    lado, le parecía que decir la verdad a aquella enferma sería causarle sin duda un golpe terrible, y aquello
    era muy grave, dado el estado en que se hallaba Fantine. Aquel sonrojo duró poco. La hermana levantó
    hacia Fantine su mirada tranquila y triste y dijo:
    —El señor alcalde se ha marchado.
    Fantine se irguió y se sentó sobre los talones. Sus ojos brillaron. Una alegría inaudita resplandecía en
    aquella fisonomía dolorosa.
    —¡Ha marchado! —exclamó—. ¡Ha ido a buscar a Cosette!
    Luego, levantó sus dos manos hacia el cielo y en su rostro se pintó una expresión inefable Sus labios
    se movían; oraba en voz baja.
    Cuando hubo terminado la oración, dijo:
    —Hermana, voy a echarme otra vez; voy a hacer todo lo que queráis. Hace poco he sido mala; os
    pido perdón por haber hablado alto; está muy mal hablar alto, lo sé, mi buena hermana, pero ya veis que
    estoy contenta. El buen Dios es muy bueno, el señor Madeleine también es bueno, figuraos que ha ido a
    buscar a mi Cosette a Montfermeil.
    Se acostó de nuevo, ayudó a la religiosa a arreglar la almohada y besó una crucecita de plata que
    llevaba al cuello y que sor Simplice le había dado.
    —Hija mía —dijo la hermana—, procurad descansar ahora, y no habléis más

    Fantine tomó entre sus manos húmedas la mano de la hermana, que sufría sintiendo aquel sudor.
    —Ha salido esta mañana para ir a París. En verdad, no tiene necesidad de pasar por París.
    Montfermeil está un poco a la izquierda, al venir. ¿Os acordáis de cómo me decía ayer, cuando yo le
    hablaba de Cosette, «Pronto, pronto»? Quiere darme una sorpresa. ¿Sabéis? Me había hecho firmar una
    carta para recogerla en casa de los Thénardier. No tendrán nada que decir, ¿no es verdad?, y entregarán a
    Cosette. Puesto que se les paga. Las autoridades no consentirían que se quedasen con la niña, habiéndoles
    pagado. Hermana, no me hagáis señas de que es preciso que no hable. Soy muy feliz, estoy muy bien, ya
    no estoy enferma, voy a ver de nuevo a mi Cosette; hasta tengo hambre. Hace cerca de cinco años que no
    la veo. ¡Vos no podéis figuraros cómo se quiere a los hijos! ¡Estará tan hermosa! ¡Ya veréis! ¡Tiene unos
    dedos rosados tan pequeñitos! ¡Si supieseis! ¡Tendrá ahora unas manos tan bonitas! Cuando tenía un año,
    sus manos eran diminutas. ¡Así! Debe estar muy alta, ahora. Tiene siete años. Es una señorita. Yo la llamo
    Cosette, pero ella se llama Euphrasie. ¡Vaya!. Esta mañana estaba yo mirando el polvo que había sobre la
    chimenea y pensaba que la vería pronto. ¡Dios mío! ¡Qué triste es pasar muchos años sin ver a un hijo!
    Porque es preciso reconocer que la vida no es eterna. ¡Oh, qué bueno ha sido el señor alcalde al marchar!
    ¿Es verdad que hace mucho frío? ¿Ha llevado su capa, por lo menos? Vendrá mañana, ¿no es cierto?
    Mañana será un día de fiesta. Mañana por la mañana, hermana mía, me recordaréis que me ponga la cofia
    de encaje. Yo he andado el camino de Montfermeil a pie. Me pareció que estaba muy lejos, entonces.
    ¡Pero las diligencias van muy rápidas! Estará aquí mañana, con Cosette. ¿Cuánto hay de aquí a
    Montfermeil?
    La hermana no tenía idea alguna de las distancias, y respondió:
    —¡Oh! Yo creo que podrá estar de vuelta mañana.
    —¡Mañana! ¡Mañana! —exclamó Fantine—. ¡Veré a Cosette mañana! Ya veis, buena hermana del
    buen Dios, ya no estoy enferma. Estoy loca. Hasta bailaría, si quisierais.
    Alguien que la hubiera visto un cuarto de hora antes, no habría comprendido nada. Ahora estaba
    sonrosada, hablaba con una voz viva y natural, y todo su rostro no era más que una sonrisa. A veces reía,
    hablando consigo misma en voz baja. Alegría de madre, que casi es alegría de niño.
    —¡Vamos! —dijo la religiosa—. Ya sois feliz; obedecedme y no habléis más.
    Fantine apoyó la cabeza en la almohada, y dijo, a media voz:
    —Sí, acuéstate, se juiciosa, pues vas a tener a tu hija. Sor Simplice tiene razón. Todos los que están
    aquí tienen razón.
    Luego, sin moverse, sin girar la cabeza, miró a todas partes con sus grandes ojos abiertos y un aire
    alegre, y no habló más.
    La hermana corrió las cortinas, creyendo que se dormiría.
    Entre las siete y las ocho, llegó el médico. Al no oír ningún ruido, creyó que Fantine dormía, entró
    quedamente y se acercó de puntillas a la cama. Entreabrió las cortinas y, a la luz de la lamparilla,
    descubrió los grandes ojos de Fantine, que le miraban plácidamente.
    La joven le dijo:
    —¿Señor, no es verdad que dejaréis que se acueste a mi lado, en una camita?
    El médico creyó que deliraba. Ella añadió:
    —Mirad, queda sitio suficiente.
    El médico llamó aparte a sor Simplice, quien le explicó de qué se trataba, diciéndole que el señor
    Madeleine se había ausentado por uno o dos días, que, en la duda, no habían creído conveniente
    desengañar a la enferma, la cual creía que el señor alcalde había ido a Montfermeil; que, en suma,
    también aquello podía ser verdad. El médico lo aprobó.
    Se acercó al lecho de Fantine, y oyó que decía:
    —Ya veréis, cuando despierte por la mañana, daré los buenos días a mi pequeña gatita; y por la
    noche, como no duermo, la oiré dormir. Su pequeña respiración, tan dulce, me hará un gran bien.
    —Dadme la mano —dijo el médico.
    Ella extendió el brazo y exclamó, riendo:
    —¿No lo sabéis? Ya estoy bien. Cosette llega mañana.
    El médico quedó sorprendido. Estaba mejor; la opresión era menor. El pulso había recobrado su
    fuerza. Una especie de vida nueva reanimaba a aquel pobre ser agotado.
    —Señor doctor —dijo la enferma—, ¿os ha dicho ya la hermana que el señor alcalde ha ido a buscar
    a mi rapazuela?
    El médico recomendó silencio y que le fuera evitada cualquier penosa emoción. Recetó una infusión
    de quinina pura y, para el caso en que volviese la fiebre por la noche, una poción calmante. Al
    marcharse, dijo a la hermana:
    —Esto va mejor. Si la suerte quiere que mañana el señor alcalde se presente con la niña, ¿quién sabe?
    Hay crisis sorprendentes; se han visto curas por grandes alegrías y, aunque sé que ésta es una enfermedad
    orgánica muy avanzada, también sé que hay en ello mucho misterio. ¡Tal vez la salvaríamos!




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