Aires de Libertad

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    JULIO VERNE (1828-1905) - Página 28 Empty Re: JULIO VERNE (1828-1905)

    Mensaje por Maria Lua Sáb 23 Nov 2024, 09:45

    ***

    Al asomar el día, la tempestad se desencadenaba todavía con extraordinario furor. Sin
    embargo, el viento volvió al Sureste. Era una modificación favorable, y la "Tankadera"
    hizo rumbo de nuevo en aquel mar bravío, cuyas olas se estrellaban entonces con las
    producidas por la nueva dirección del viento. De aquí el choque de marejadas
    encontradas, que hubiera desmantelado una embarcación construída con menos solidez.
    De vez en cuando, se divisaba la costa, por entre las rasgadas brumas, pero ni un
    solo buque a la vista. La "Tankadera" era la única que se aguantaba a la mar.
    A mediodía, hubo algunos síntomas de calma, que, con el descenso del sol en el
    horizonte, se pronunciaron con más decisión.
    La corta duración de la tempestad se debió a su misma violencia. Los pasajeros,
    completamente quebrantados, pudieron comer algo y tomarse algún descanso.
    La noche fue relativamente apacible. El piloto hizo restablecer sus velas en bajos
    rizos. La velocidad de la embarcación era considerable. Al amanecer del 11, reconocida
    la costa, aseguró John Bunsby que Shangai no distaba cien millas.
    No quedaba más que aquella jornada para andar esas cien millas. Aquella misma tarde
    debía llegar mister Fogg a Shangai, si no quería faltar a la salida del vapor de
    Yokohama. A no estallar la tempestad, durante la cual perdió muchas horas, hubiera
    estado en aquel momento a treinta millas del puerto.
    La brisa amainaba sensiblemente, y la mar se calmaba al propio tiempo. La goleta se
    cubrió de trapo. Cuchillos, velas de estay, contrafoque, en todo hacía presa el viento,
    levantando espuma en el mar la roda.
    A mediodía, la "Tankadera" no estaba a más de cuarenta y cinco millas de Shangai.
    Le faltaban seis horas para llegar al puerto, antes de la salida del vapor de Yokohama.
    Los temores se despertaron con viveza. Se quería llegar a toda costa. Todos, excepto
    Phileas Fogg, sentían latir su corazón de impaciencia. ¡Era necesario que la goleta se
    mantuviese en un promedio de nueve millas por hora, y el viento seguia calmándose!
    Era una brisa irregular que soplaba de la costa a rachas, después de cuyo paso
    desaparecía el oleaje.
    Sin embargo, la embarcación era tan ligera, sus velas, de tejido fino, recogían tan bien
    los movimientos sueltos de la brisa que, con ayuda de la corriente, a las seis, John
    Bunsby no contaba ya más que diez millas hasta la ría de Shangai, porque esta ciudad
    esta situada a doce millas de la embocadura.
    A las siete todavía faltaban tres millas hasta Shangai. De los labios del piloto se
    escapó una formidable imprecación. 1,a prima de doscientas libras iba a escapársele.
    Miró a mister Fogg, quien estaba impasible, a pesar de que se jugaba en aquel
    momento la fortuna entera.
    Entonces apareció sobre el agua un largo huso negro, coronado por un penacho de
    humo. Era el vapor americano, que salía a la hora reglamentaria.
    -¡Maldición! -exclamó John Bunshy, que rechazó la barca con desesperado brazo.

    -¡Señales! --dijo simplemente Phileas Fogg.
    En la proa de la ‘Tankadera” había un cañoncito de bronce, que servía para señales en
    tiempo de bruma.
    El cañón se cargó hasta la boca; pero, en el momento en que el piloto iba a aplicar la
    mecha, dijo mister Fogg:
    -¡La bandera!
    La bandera se arrió a medio mástil, en demanda de auxilio, esperando que, al verla, el
    vapor americano modificaría su rumbo para acudir a la embarcación.
    -¡Fuego! - dijo mister Fogg.
    Y la detonación estalló por los aires.




    XXII




    El "Carnatic", salido de Hong-Kong el 7 de noviembre, a las seis y media de la tarde,
    se dirigía a todo vapor hacia las tierras del Japón. Llevaba cargamento completo de
    mercancias y pasajeros. Dos cámaras de popa estaban desocupadas; eran las que se
    habían tomado para Phileas Fogg.
    Al día siguiente por la mañana, los hombres de proa pudieron ver, no sin sorpresa, a
    un pasajero que, con la vista medio embobada, el andar vacilante, la cabeza espantada,
    salía de la carroza de segundas y venía a sentarse, vacilante, sobre una pieza de
    respeto.
    Ese pasajero era Picaporte en persona. He aquí lo acontecido:
    Algunos instantes después que Fix salió del fumadero, dos mozos habían recogido a
    Picaporte, profundamente dormido, y lo habían acostado sobre la tarima reservada a
    los fumadores. Pero, tres horas más tarde, Picaporte, perseguido hasta en sus
    pesadillas por una idea fija, se despertaba y luchaba contra la acción enervante del
    narcótico. El pensamiento de su deber no cumplido sacudía su entorpecimiento. Bajaba
    de aquella tarima de ebrios, y apoyándose, vacilante, en las paredes, cayendo y
    levantándose, pero siempre impelido por una especie de instinto, salía del fumadero
    gritando como en suefíos: ¡el "Carnatic", el "Carnatic"!
    El vapor estaba ya humeando y dispuesto a marchar. Picaporte no tenía más que dar
    algunos pasos. Se lanzó sobre el puente volante, salvó el espacio y cayó sin aliento a
    proa, en el momento en que el "Carnatic" largaba sus amarras.
    Algunos marineros, como gente acostumbrada a esta clase de escenas, descendieron
    al pobre mozo a una cámara de segunda, y Picaporte no se despertó hasta la mañana
    siguiente, a ciento cincuenta millas de las tierras de China.
    Por eso, pues, se hallaba Picaporte aquel día sobre la cubierta del "Carnatic",
    viniendo a aspirar, a todo pulmón las brisas del mar. Este aire puro lo serenó.
    Comenzó a reunir sus ideas, y no lo consiguió sin esfuerzos. Pero, al fin, recordó las
    escenas de la víspera, las confidencias de Fix, el fumadero, ete.
    -¡Es evidente --decía para sí-, que he estado abominablemente ebrio! ¿Qué dirá
    mister Fogg? En todo caso, no he faltado a la salida del buque, que es lo principal.
    Y después, acordándose de Fix, añ ' adía:
    -En cuanto a ése, espero que ya nos habremos desembarazado de él, y que después
    de lo que me ha propuesto, no se atreverá a seguirnos sobre el "Carnatic". ¡Un
    inspector de policía, un "detective", en seguimiento de mi amo, acusado del robo
    cometido en el Banco de Inglaterra! ¡Quite allá! ¡Mister Fogg es ladrón como yo
    asesino!
    ¿Debía Picaporte referir todo eso a su amo? ¿Convenía enterarlo del papel que
    desempeñaba Fix en este asunto? ¿No sería mejor aguardar su llegada a Londres, para
    decirle que un agente de policía metropolitana le había seguido alrededor del mundo, y
    para reírse juntos? Indudablemente que sí, y en todo caso, había tiempo de resolver
    esta cuestión. Lo mas urgente era presentarse a mister Fogg, y darle excusas por lo
    sucedido.


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    JULIO VERNE (1828-1905) - Página 28 Empty Re: JULIO VERNE (1828-1905)

    Mensaje por Maria Lua Sáb 23 Nov 2024, 09:47

    ***

    Sobre cubierta no vio a nadie que se pareciese a mister Fogg, ni a mistress Aouida.

    -Bueno --dijo para sí-, mistress Aouida estará todavía acostada, y en cuanto a mister
    Fogg, habrá tropezado con algún jugador de "whist, y, según su costumbre...
    Diciendo esto, Picaporte bajó al salón. Allí no estaba su amo. Picaporte preguntó al
    "purser" cuál era el camarote que ocupaba mister Fogg. El "purser" le contestó que no
    conocía a nadie que se llamara así.
    -Dispensad --dijo Picaporte, insistiendo-. Se trata de un caballero alto, frío, poco
    comunicativo, acompañado de una joven seíiora...
    -No tenemos señoras jóvenes a bordo ----respondió el "purser"-. Por lo demás, he
    aquí la lista de los pasajeros, y podéis consultarla.
    Picaporte la leyó, y allí no figuraba el nombre de su amo.
    Tuvo una especie de desvanecimiento. Ni una sola idea cruzó por su cerebro.
    -Pero, ¿estoy en el "Carnatic"? -preguntó.
    -Sí -respondió el "purser".
    -¿En rumbo para Yokohama?
    -Perfectamente.
    Picaporte habia tenido, de pronto, el temor de haberse equivocado de buque. Pero, si
    él estaba en el "Carnatic", era bien seguro que su amo no.
    Picaporte se dejó caer sobre su sillón como herido del rayo. Acababa de ocurrírsele,
    súbitamente, una idea clara. Recordó que la hora de salida del "Camatic" se había
    adelantado, y que no se lo había avisado a su amo. ¡Era culpa suya, por consiguiente,
    que mister Fogg y mistress Aouida hubiesen perdido el viaje!
    ¡Culpa suya, sí, pero más todavía del traidor que, para separarlo de su amo, y
    detener a éste en Hong-Kong, lo había embriagado! Porque, al fin, comprendió el ardid
    del inspector de policía. ¡Y ahora mister Fogg, seguramente arruinado, perdida la
    apuesta, detenido, preso tal vez!... Picaporte se arrancaba los pelos. ¡Ah, si Fix cayese
    alguna vez entre sus manos, qué ajuste de cuentas!
    En fin, después de los primeros momentos de postración, Picaporte recobró su
    sangre fría, y estudió la situación, que era poco envidiable. El francés estaba en rumbo
    para el Japón. Cierto de su llegada allí ¿cómo se marcharía? Tenía los bolsillos vacíos.
    ¡Ni un chelín, ni un penique! Sin embargo, su pasaje y manutención estaban pagados
    de antemano. Contaba, pues, con cinco o seis días para pensar la resolución que debía
    tomar. Comió y bebió durante la travesía, cual no puede describirse. Comio por su
    amo, por mistress Aouida y por sí mismo. Comió como si el Japón, adonde iba a
    desembarcar, hubiera sido país desierto, desprovisto de toda substancia comestible.
    El 13, a la primera marea, el "Camatic" entraba en el puerto de Yokohama.
    Este punto es una importante escala del Pacífico, donde paran todos los vapores
    empleados en el servicio de correos y viajeros entre la América del Norte, la China, el
    Japón y las islas de la Malasia. Yokohama está situado en la misma bahía de Yedo, a
    corta distancia de esta inmensa ciudad, segunda capital del imperio japonés, antigua
    residencia del taikun, cuando existía este emperador civil, y rival de Meako, la gran
    ciudad habitada por el mikado, emperador eclesiástico descendiente de los dioses.
    El "Carnatic" se arrimó al muelle de Yokohama, cerca de las escolieras y de la aduana,
    en medio de numerosos buques de todas las naciones.
    Picaporte puso el pie, sin entusiasmo ninguno, en aquella tierra tan curiosa de los
    Hijos del Sol. No tuvo mejor cosa que hacer que tomar el azar por guía, andar errante, a
    la ventura, por las calles de la población.
    Picaporte se vio, al pronto, en una ciudad absolutamente europea, con casas de
    fachadas bajas, adornadas de cancelas, bajo las cuales se desarrollaban elegante
    peristilos, y que cubría con sus calles, sus plazas, sus docks, sus depósitos, todo el
    espacio comprendido desde el promontorio del tratado hasta el río. Allí, como en
    Hong-Kong, como en Calcuta, hormigueaba una mezcla de gentes de toda casta,
    americanos, ingleses, chinos, holandeses, mercaderes dispuestos a comprarlo y a
    venderlo todo, y entre los cuales el francés era tan extranjero como si hubiese nacido en
    el país de los hotentotes.

    Picaporte tenía un recurso, que era el de recomendarse cerca de los agentes
    consulares franceses o ingleses, establecidos en Yokohama; pero le repugnaba referir su
    historia, tan íntimamente relacionada con su amo, y antes de esto, quería apurar todos
    los demás medios.
    Después de haber recorrido la parte europea de la ciudad, sin que el azar le hubiese
    servido, entró en la parte japonesa, decidido, en caso necesario, a llegar hasta Yedo.
    Esta porción indígena de Yokohama se llama Benten, nombre de una diosa del mar,
    adorada en las islas vecinas. Allí se veían admirables alamedas de pinos y cedros;
    puertas sagradas, de extraña arquitectura; puentes envueltos entre cañas y bambúes;
    templos abrigados por una muralla, inmensa y melancólica, de cedros seculares;
    conventos de bonzos, donde vegetaban los sacerdotes del budismo y los sectarios de la
    religión de Confucio; calles interminables, donde había abundante cosecha de
    chiquillos, con tez sonrosada y mejillas coloradas, figuritas que parecían recortadas de
    algún biombo indígena, y que jugaban en medio de unos perrillos de piernas cortas y de
    unos gatos amarillentos, sin rabo, muy perezosos y cariñosos.
    En las calles, todo era movimiento y agitación incesante; bonzos que pasaban en
    procesión, tocando sus monótonos tamboriles; yakuninos, oficiales de la aduana o de
    la policía; con sombreros puntiagudos incrustados de laca y dos sables en el cinto;
    soldados vestidos de percalina azul con rayas blancas y armados con fusiles de
    percusión, hombres de armas del mikado, metidos en su justillo de seda, con loriga y
    cota de malla, y otros muchos militares de diversas condiciones, porque en el Japón la
    profesión de soldado es tan distinguida como despreciada en China. Y después,
    hermanos postulares, peregrinos de larga vestidura, simples paisanos de cabellera
    suelta, negra como el ébano, cabeza abultada, busto largo, piernas delgadas, estatura
    baja, tez teñida, desde los sombríos matices cobrizos hasta el blanco mate, pero nunca
    amarillo como los chinos, de quienes se diferenciaban los japoneses esencialmente. Y,
    por último, entre carruajes, palanquines, mozos de cuerda, carretillas de velamen,
    "norimones" con caja maqueada, "cangos" (suaves y verdaderas literas de bambú), se
    veía circular a cortos pasos y con pie hiquito, calzado con zapatos de lienzo, sandalias
    de paja o zuecos de madera labrada, algunas mujeres poco bonitas, de ojos encogidos,

    pecho deprimido, dientes ennegrecidos a usanza del día, pero que llevaban con elegan-
    cia el traje nacional, llamado "kimono", especie de bata cruzada con una banda de seda,

    cuya ancha cintura formaba atrás un extravagante lazo, que las modernas parisienges
    han copiado, al parecer, de las japonesas.
    Picaporte se detuvo paseando durante algunas horas entre aquella muchedumbre
    abigarrada, mirando también las curiosas y opulentas tiendas, los bazares en que se
    aglomeraba todo el oropel de la platería japonesa, los restaurantes, adornados con
    banderolas y banderas, en los cuales estaba prohibido entrar y esas casas de té, donde
    se bebe, a tazas llenas, el agua odorífera con el sakí, licor sacado del arroz fermentado,
    y esos confortables fumaderos, donde se aspira un tabaco muy fino, y no por el opio,
    cuyo uso es casi desconocido en el Japón.


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    JULIO VERNE (1828-1905) - Página 28 Empty Re: JULIO VERNE (1828-1905)

    Mensaje por Maria Lua Sáb 23 Nov 2024, 09:48

    ***

    Despues, Picaporte se encontró en la campiña, en medio de inmensos arrozales. Allí
    ostentaban sus últimos colores y sus últimos perfumes las brillantes camelias, nacidas,

    no ya en arbustos, sino en árboles; y dentro de las cercas de los bambúes, se veían cere-
    zos, ciruelos, manzanos, que los indígenas cultivan más bien por sus flores que por sus

    frutos,y que están defendidos contra los pájaros, palomas, cuervos, y otras aves, por
    medio de maniquíes haciendo muecas o con torniquetes, chillones. No había cedro
    majestuoso que no abrigase alguna águila, ni sauce bajo el cual no se encontrase alguna
    garza, melancólicamente posada sobre un poie; en fin, por todas partes había cornejas,
    patos, gavilanes, gansos silvestres y muchas de esas grullas, a las cuales tratan los
    japoneses de señorías, porque simbolizan, para ellos, la longevidad y la dicha.
    Al andar así vagando, Picaporte descubrió algunas violetas entre las hierbas.
    -¡Bueno! --dijo~. Ya tengo cena.
    Pero las olió, y no tenían perfume alguno.
    -¡No tengo suerte! -pensó para sus adentros.

    Cierto es que el buen muchacho había almorzado, por previsión, todo lo
    copiosamente que pudo, antes de salir del "Carnatic", pero después de un día de
    paseo, se sintió muy hueco el estómago. Bien había observado que en la muestra de los
    camiceros faltaba el camero, la cabra o el cerdo, y como sabía que es un sacrilegio matar
    bueyes, únicamente reservados a las necesidades de la agricultura, había deducido que
    la carne andaba escasa en el japón. No se engañaba; pero, a falta de todo eso, su
    estómago se hubiera arreglado con jabalí, gamo, perdices o codornices, ave o pescado
    con que se alimentan exclusivamente los japoneses, juntamente con el producto de los
    arrozales. Pero debió hacer de tripas corazón, y dejar para el día siguiente el cuidado de
    proveer a su manutención.
    Llegó la noche, y Picaporte regresó a la ciudad indígena, vagando por las calles, en
    medio de faroles multicolores, viendo a los farsantes ejecutar sus maravillosos
    ejercicios, y a los astrólogos que, al aire libre, reunían a la gente alrededor de su
    telescopio. Después, volvió al puerto, esmaltado con las luces de los pescadores, que
    atraían los peces por medio de antorchas encendidas.
    Por último, las calles se despoblaron. A la multitud sucedieron las rondas de
    yakuninos, oficiales que, con sus magníficos trajes y en medio de un séquito, parecían
    embajadores, y Picaporte repetía alegremente, cada vez que encontraba alguna vistosa
    patrulla:
    -¡Bueno va! ¡Otra embajada japonesa que sale para Europa!





    XXIII




    Al día siguiente, Picaporte, derrengado y hambriento, dijo para sí que era necesario
    comer a toda costa, y que lo más pronto sería mejor. Bien tenía el recurso de vender el
    reloj, pero antes hubiera muerto de hambre. Entonces o nunca, era ocasión para aquel
    buen muchacho de utilizar la voz fuerte, si no melodiosa, de que le había dotado la
    naturaleza.
    Sabía algunas copias de Francia y de Inglaterra, y resolvió ensayarlas. Los japoneses
    debían, seguramente, ser aficionados a la música, puesto que todo se hace entre ellos a
    son de timbales, tamtams y tambores, no pudiendo menos de apreciar, por
    consiguiente, el talento de un cantor europeo.
    Pero era, quizá, temprano, para organizar un concierto, y los difetanti, súbitamente
    despertados, no hubieran quizá pagado al cantante en moneda con la efigie del mikado.
    Picaporte se decidió, en su consecuencia, a esperar algunas horas; pero mientras iba
    caminando, se le ocurrió que parecía demasiado bien vestido para un artista ambulante,
    y concibió entonces la idea de trocar su traje por unos guiñapos que estuviesen más en
    armonia con su posición. Este cambio debía producirle, además, un saldo, que podía
    aplicar, inmediatamente, a satisfacer su apetito.
    Una vez tomada esta resolución, faltaba ejecutarla, y sólo después de muchas
    investigaciones descubrió Picaporte a un vendedor indígena, a quien expuso su
    petición. El traje europeo gustó al ropavejero, y no tardó Picaporte en salir ataviado

    con un viejo ropaje japonés y cubierto con una especie de turbante de estrías, deste-
    ñido por la acción del tiempo. Pero, en compensación, sonaron en su bolsillo algunas

    monedas de plata.
    -Bueno -pensó--, ¡me figuraré que estamos en Carnaval!
    El primer cuidado de Picaporte, así japonizado, fue el de entrar en una casa de té, de
    modesta apariencia, y allí almorzó un resto de ave y algunos puñados de arroz, cual
    hombre para quien la comida era todavía problemática.
    -Ahora --dijo entre sí, después de restaurarse copiosamente- se trata de no perder la
    cabeza. Ya no tengo el recurso de vender esta vestidura por otra parte que sea todavía
    más japonesa. ¡Es necesario, pues, discurrir el medio de, dejar lo más pronto posible,
    este país del Sol, del cual no guardaré más que un lamentable recuerdo!
    Ocurrióle entonces visitar los vapores que estaban dispuestos a salir para América.
    Contaba con ofrecerse en calidad de cocinero o de criado, no pidiendo, por toda

    retribución, más que el pasaje y el sustento. Una vez en San Francisco, trataría de salir
    de apuros. Lo importante era salvar las cuatro mil setecientas millas del Pacífico que se
    extienden entre el Japón y el Nuevo Mundo.
    No siendo Picaporte hombre que dejase dormir una idea, se dirigió al puerto de
    Yokohama; pero, a medida de que se acercaba a los muelles, su proyecto, que tan
    sencillo te había parecido al concebirlo, lo iba considerando impracticable. ¿Por qué
    habían de necesitar cocinero a bordo de un vapor americano, y qué confianza debía
    inspirar del modo que iba ataviado? ¿Qué recomendaciones podía ofrecer? ¿Qué
    personas podrían ayudarle?
    Estando así, reflexionando, cayó su vista sobre un inmenso cartel, que una especie de
    clown paseaba por las calles de Yokohama. Ese cartel decía, en inglés, lo siguiente:



    Compañía Japonesa Acrobática
    HONORABLE WILLIAN
    BATULCAR
    -------------------
    (últimas representaciones)
    antes de su salida para los Estados
    Unidos de los
    NARIGUDOS-NARIGUDOS
    (bajo la invocación directa
    del dios Tingú)
    ¡GRAN ATRACCIóN!



    -¡Los Estados Unidos! ---exclamó Picaporte-. ¡Ya di con mi negocio!






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    Mensaje por Maria Lua Sáb 23 Nov 2024, 09:49

    ***

    Siguió al del cartel y entró en la ciudad japonesa. Un cuarto de hora más tarde, se
    detenía delante de una gran barraca coronada con varios haces de banderolas, y cuyas
    paredes exteriores representaban, sin perspectiva, pero con exagerados colores, toda
    una banda de juglares.
    Era el establecimiento del honorable Batulcar, especie de Barnum americano, director
    de una compaiíía de saltimbanquis, juglares, clowns, acróbatas, equilibristas,
    gimnastas, que, según el cartel, daban sus últimas representaciones antes de dejar el
    Imperio del Sol, para irse a los Estados Unidos.
    Picaporte entró bajo un peristilo que precedía al barracon, y preguntó por el señor
    Batuicar, quien se presentó en persona.
    -¿Qué queréis? --dijo a Picaporte, a quien creyó indigena.
    -¿Tenéis necesidad de criado? -preguntó Picaporte.
    -¡Criado! --exclamó el Barnum, acariciando su poblada perilla gris, que adomaba su
    barba-. Tengo dos, obedientes, fieles, que nunca me han dejado y que me sirven de
    balde, y sólo por la comida... Y son éstos -añadió, enseñando sus robustos brazos,
    surcados de venas gruesas como las cuerdas de un contrabajo.
    -¿Es decir, que no puedo servir para algo?
    -Para nada.
    -¡Diantre! Es que me hubiera convenido mucho niarcharme con vos.
    -¡Hola! --dijo el honorable Batulcar-. ¡Lo mismo sois japonés que yo mico! ¿Por qué
    vais así vestido?
    --Cada uno se viste como puede.
    --Cierto. ¿Sois francés?
    -Sí, parisiense.
    -Entonces, ¿sabréis hacer muecas?
    -¡A fe mía -respondió Picaporte, incomodado por la pregunta-, nosotros, los
    franceses, sabemos hacer muecas, es verdad, pero no mejor que los americanos!
    -Es verdad. Pues bien; si no os tomo como criado, puedo tomaros como clown. Ya
    comprenderéis, bravo mozo. ¡En Francia se exhiben farsantes extranjeros, y en el
    extranjero farsantes franceses!

    -¡Ah!
    -Por lo demás, ¿sois vigoroso?
    -Sobre todo cuando acabo de comer.
    -¿Y sabéis cantar?
    -Sí -respondió Picaporte, que en halagüeño, le permitiría estar en algunos conciertos
    de calle.
    -Pero, ¿sabéis cantar cabeza abajo, con una peonza girando sobre la planta del pie
    izquierdo y un sable en equilibrio sobre la planta del pie derecho?
    -¡Pardiez! -respondió Picaporte, que recordaba los primeros ejercicios de su edad
    juvenil.
    -¡Es que todo consiste en eso! -dijo el honorable Batulcar.
    La contrata quedó terminada "hic et nunc".
    En fin, Picaporte había encontrado una posición. Estaba contratado para hacerlo
    todo en la célebre compañía japonesa, lo cual, si era poco halagüeño, le permitiría estar
    en San Francisco antes de ocho días.
    La representación, con tanto aparato anunciada por el honorable Batuicar, debía
    comenzar a las tres de la tarde, y bien pronto resonaban en la puerta los formidables
    instrumentos de una orquesta japonesa. Bien se comprende que Picaporte no había
    podido estudiar su papel, pero debía prestar el apoyo de sus robustos hombros en el
    gran ejercicio del racimo humano, ejecutado por los narigudos del dios Tingú. Este
    "gran atractivo" de la representación, debía cerrar la serie de ejercicios.
    Antes de las tres, los espectadores habían invadido el vasto barracón. Europeos e
    indígenas, chinos y japoneses, hombres, mujeres y niños, se apiñaban sobre las
    estrechas banquetas y en los palcos que daban frente al escenario. Los músicos habían
    entrado, y la orquesta completa, gongos, tam-tams, castañuelas, flautas, tamboriles y
    bombos, estaban operando con todo furor.
    Fue aquella función lo que son todas las representaciones de acróbatas, pero es
    preciso confesar que los japoneses son los primeros equilibristas del mundo. An-nado
    el uno con un abanico y con trocitos de papel, ejecutaba el ejercicio de las mariposas y
    las flores. Otro trazaba, con el perfumado ~umo de su pipa, una serie de palabras
    azuladas, que formaban en el aire un letrero de cumplido para la concurrencia. Este
    jugaba con bujías encendidas, que apagaba sucesivamente, al pasar delante de sus
    labios, y encendía una con otra, sin interrumpir el juego. Aquél reproducía, por medio
    de peones giratorios., las combinaciones más inverosímiles bajo su mano; aquellas
    zumbantes maquinillas parecían animarlo con vida propia en sus interminables giros,
    corrían sobre tubos de pipa, sobre los filos de los sables, sobre alambres, verdaderos
    cabellos tendidos de uno a otro lado del escenario; daban vuelta sobre el borde de vasos
    de cristal; trepaban por escaleras de bambú, se dispersaban por todos los rincones,
    produciendo efectos armónicos de extraño carácter y combinando las diversas
    tonalidades. Los juglares jugueteaban con ellos y los hacían girar hasta en el aire; los
    despedían como volantes, con paletillas de madera, y seguían girando siempre; se los
    metían en el bolsillo, y cuando los sacaban, todavía daban vueltas, hasta el momento en
    que la distensión de un muelle los hacía desplegar en haces de fuegos artificiales.
    Inútil es describir los prodigiosos ejercicios de los acróbatas y gimnastas de la
    compañía. Los juegos de la escalera, de la percha, de la bola, de los toneles, etc., fueron
    ejecutados con admirable precisión; pero el principal atractivo de la función era la
    exhibición de los narigudos, asombrosos equilibristas que Europa no conoce todavía.
    Esos narigudos forman una corporación particular, colocada bajo la advocación
    directa del dios Tingú. Vestidos cual héroes de la Edad Media, llevaban un espléndido
    par de alas en sus espaldas. Pero lo que especialmente los distinguía, era una nariz
    larga con que llevaban adornado el rostro, y, sobre todo, el uso que de ella hacían. Esas
    narices no eran otra cosa más que unos bambúes, de cinco, seis y aun diez pies de
    longitud, rectos unos, encorvados otros, lisos éstos, verrugosos aquellos. Sobre estos
    apéndices, fijados con solidez, se verificaban los ejercicios de equilibrio. Una docena de
    los sectarios del dios Tingú se echaron de espaldas, y sus compañeros se pusieron a

    jugar sobre sus narices enhiestas cual pararrayos, saltando, volteando de una a otra y
    ejecutando suertes inverosímiles.
    Para terminar, se había anunciado especialmente al público la pirámide humana, en la
    cual unos cincuenta narigudos debían figurar la carroza de Jaggemaut. Pero en vez de
    formar esta pirámide tomando los hombros como punto de apoyo, los artistas del
    honorable Batuicar debían sustentarse narices con narices. Se había marchado de la
    compañía uno de los que formaban la base de la carroza, y como bastaba para ello ser
    vigoroso y hábil, Picaporte había sido elegido para reemplazarlo.






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    JULIO VERNE (1828-1905) - Página 28 Empty Re: JULIO VERNE (1828-1905)

    Mensaje por Maria Lua Sáb 23 Nov 2024, 09:50

    ***
    ¡Ciertamente que el pobre' mozo se sintió muy compungido -triste recuerdo de la
    juventud-, cuando endosó su traje de la Edad Media, adomado de alas multicolores, y
    se vio aplicar sobre la cara una nariz de seis pies! Pero, al fin, esa nariz era su pan, y
    tuvo que resignarse p dejársela poner.
    Picaporte entró en escena y fue a colocarse con aquellos de sus compañeros que
    debían figurar la base de la carroza de Jaggernaut. Todos se tendieron por tierra, con la
    nariz elevada hacia el cielo. Una segunda sección de equilibristas se colocó sobre los
    largos apéndices, una tercera después, y luego una cuarta, y sobre aquellas narices, que
    sólo se tocaban por la punta, se levantó un monumento humano hasta la cornisa del
    teatro.
    Los aplausos redoblaban, y los instrumentos de la orquesta resonaban como otros
    tantos truenos, cuando, conmoviéndose la pirámide, el equilibrio se rompió, y,
    saliéndose de quicio una de las narices de la base, el monumento se desmoronó cual
    castillo de naipes...
    Tuvo de esto la culpa Picaporte, quien, abandonando su puesto, saltando del
    escenario sin el auxilio de las alas, y trepando por la galería de la derecha, caía a los
    pies de un espectador, exclamando:
    -¡Amo mío! ¡Amo mío!
    -¿Vos?
    -¡Yo!
    -¡Pues bien! ¡Entonces, al vapor, muchacho!
    Mister Fogg, mistress Aouida, que le acompañaba, y Picaporte, salieron
    precipitados por los pasillos, pero tropezaron fuera del barracón con el honorable
    Batulcar, furioso, que reclamaba indemnización por la "rotura". Phileas Fogg apaciguó
    su furor echándole un puñado de billetes de banco, y a las seis y media, en el momento
    en que iba a partir, mister Fogg y mistress Aouida ponían el pie en el vapor americano,
    seguidos de Picaporte, con las alas a la espalda y llevando en el rostro la nariz de seis
    pies, que todavía no había podido quitarse.




    XXIV



    Fácil es comprender lo acontecido a la vista de Shangai. Las señales hechas por la
    "Tankadera" habían sido observadas por el vapor de Yokohama. Viendo el capitán la
    bandera de auxilio, se dirigió a la goleta, y algunos instantes después, Phileas Fogg,
    pagando su pasaje según lo convenido, metía en el bolsillo del patrón John Bunsby

    ciento cincuenta libras. Después, el honorable gentleman, mistresss Aouida y Fix, subí-
    an a bordo del vapor, que siguió su rumbo a Nagasaki y Yokohama.

    Llegado el 14 de noviembre,a la hora reglamentaria, Phileas Fogg, dejando que Fix
    fuera a sus negocios, se dirigió a bordo del "Carnatic", y allí supo, con satisfacción de
    mistress Aouida, y tal vez con la suya, pero al menos lo disimuló, que el francés
    Picaporte había llegado, efectivamente, la víspera a Yokohama.
    Phileas Fogg, que debía marcharse aquella misma noche para San Francisco, se
    decidió inmediatamente a buscar a su criado. Se dirigió en vano a los agentes consulares
    inglés y francés, y, después de haber recorrido inutilmente las calles de Yokohama,
    desesperaba ya de encontrar a Picaporte, cuando la casualidad, o tal vez una especie de
    presentimiento, lo hizo entrar en el barracón del honorable Batulcar. Seguramente que
    no hubiera reconocido a su criado bajo aquel excéntrico atavío de heraldo; pero éste, en

    su posición invertida, vio a su amo en la galería. No pudo contener un movimiento de
    su nariz, y de aquí el rompimiento del equilibrio y lo que se siguió.
    Esto es lo que supo Picaporte de boca de la misma mistress Aouida, que le refirió
    entonces cómo se había efectuado la travesía de Hong-Kong a Yokohama, en compañía
    de un tal Fix.
    Al oír nombrar a Fix, Picaporte no pestañeó. Creía que no había llegado el momento
    de decir a su amo lo ocurrido; así es que, en la relación que hizo de sus aventuras, se
    culpó a sí propio, excusándose con haber sido sorprendido por la embriaguez del opio
    de un fumadero de Hong-Kong.
    Mister Fogg escuchó esta relación con frialdad y sin responder, y después abrió a su
    criado un crédito suficiente para procurarse a bordo un traje más conveniente. Menos
    de una hora después, el honrado mozo, después de quitarse las alas y la nariz, y de
    mudar de ropa, no conservaba ya nada que recordase al sectario del dios Tingú.
    El vapor que hacía la travesía de Yokohama a San Francisco pertenecía a la compañía
    del "Pacific Mail Steam", y se llamaba "General Grant". Era un gran buque de ruedas,
    de dos mil quinientas toneladas, bien acondicionado y dotado de mucha velocidad.
    Sobre cubierta se elevaba y bajaba, alternativamente, un enorme balancín, en una de
    cuyas extremidades se articulaba la barra de un pistón y en la otra la de una biela, que,
    transfon-nando el movimiento rectilíneo en circular, se aplicaba directamente al árbol
    de las ruedas. El "General Grant" estaba aparejado en corbeta de tres palos, y poseía
    gran superficie de velamen, que ayudaba poderosamente al vapor. Largando doce
    millas por hora, el vapor no debía emplear menos de veintiún días en atravesar el
    Pacífico. Phileas Fogg estaba, por consiguiente, autorizado para creer que, llegando el 2
    de diciembre a San Francisco, estaría el 11 en Nueva York y el 20 en Londres, ganando
    algunas horas sobre la fécha fatal del 21 de diciembre.
    Los pasajeros eran bastante numerosos a bordo del vapor. Había ingleses,
    americanos, una verdadera emigración de coolíes para América, y cierto número de
    oficiales del ejército de Indias, que utilizaban su licencia dando la vuelta al mundo.
    Durante la travesía no hubo ningún incidente náutico. El vapor, sostenido sobre sus
    anchas ruedas, y apoyado por su fuerte velamen, cabeceaba poco, y el Océano Pacífico
    justificaba bastante bien su nombre. Mister Fogg estaba tan tranquilo y tan poco
    comunicativo como siempre. Su joven compañera se sentía cada vez más inclinada a
    este hombre, por otra atracción diferente de la del reconocimiento. Aquel silencioso
    carácter, tan generoso en suma, le impresionaba más de lo que creía, y, casi sin
    percatarse de ello, se dejaba llevar por sentimientos cuya influencia no parecía hacer
    mella sobre el enigmático Fogg.
    Además, mistress Aouida se interesaba muchísimo en los proyectos del gentleman.
    Le inquietaban las contrariedades que pudieran comprometer el éxito del viaje, y a
    veces hablaba con Picaporte, que no dejaba de leer entre renglones en el corazón de
    mistress Aouida. Este buen muchacho tenía ahora en su amo una fe ciega; no agotaba
    los elogios sobre su honradez, la generosidad, la abnegación de Phileas Fogg, y después
    tranquilizaba a mistress Aouiuda sobre el éxito del viaje, repitiendo que lo más difícil
    estaba hecho, que ya quedaban atrás los fantásticos países de la China y del Japón,
    que ya marchaban hacia las naciones civilizadas, y, por último, que un tren de San
    Francisco a Nueva York, y un transatlántico de Nueva York a Londres, bastarían
    indudablemente para terminar esa dificultosa vuelta al mundo en los plazos
    convenidos.
    Nueve días después de haber salido de Yokohama, Phileas Fogg había recorrido
    exactamente la mitad del globo terrestre.
    En efecto: el "General Grant"pasaba el 23 de noviembre por el meridiano 180, bajo el
    cual se encuentran, en el hemisferio austral, los antípodas de Londres. De ochenta días
    disponibles, mister Fogg había empleado ya ciertamente cincuenta y dos, y no le
    quedaban ya más que veintiocho; pero si el gentleman se encontraba a medio camino en
    cuanto a los meridianos, había recorrido en realidad más de los dos tercios del trayecto
    total, a consecuencia de los rodeos de Londres a Adén, de Adén a Bombay, de Calcuta

    a Singapore y de Singapore a Yokohama. Siguiendo circularmente el paralelo 50, que es
    el de Londres, la distancia no hubiera sido más que unas doce mil millas, mientras que

    por los caprichosos medios de locomo-
    ión, había que recorrer veintieséis mil, de las cuales el se habían andado ya diecisite

    mil quinientas el 23 de noviembre. En lo sucesivo, el camino era directo, y Fix ya no
    estaba allí para acumular obstáculos.
    Aconteció también que, en esa misma fecha, 23 de noviembre, Picaporte experimentó
    suma alegría. Recuérdese que se había obstinado en conservar la hora de Londres, en su
    famoso reloj de familia, teniendo por equivocadas todas las horas de los países que
    atravesaban. Pues bien, aquel día, sin haber tocado a su reloj, se encontró confon-ne

    con los cronómetros de a bordo. Fácil es comprender el triunfo de Picaporte, que hubie-
    ra querido tener delante a Fix para saber lo que diría.

    -¡Ese tunante, que me refería un montón de historias sobre los meridianos, el sol y la
    luna! -repetía Picaporte-. ¡Vaya una gente! ¡Si la escuchasen, buena relojería habría! Ya
    estaba yo seguro que algún día se decidiría el sol a arreglarse por mi reloj.



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    Mensaje por Maria Lua Sáb 23 Nov 2024, 09:51

    ***

    Picaporte ignoraba que, si la muestra de su reloj hubiese estado dividida en
    veinticuatro horas, en vez de doce, como los relojes italianos, no hubiera tenido motivo
    ninguno de triunfo, porque las manecillas de su instrumento, cuando fuesen las nueve
    de la mañana, señalarían las de la noche; es decir, la hora vigésima primera después de
    medianoche, diferencia precisamente igual a la que existe entre Londres y el meridiano,
    que está a 180 grados.
    Pero si Fix hubiera sido capaz de explicar ese efecto, puramente físico, Picaporte no
    lo habría comprendido ni admitido; además de que si en aquel momento, el inspector
    de policía se hubiese presentado a bordo, es probable que Picaporte le ajustara
    cuentas, y de un modo muy diferente.
    ¿Y dónde estaba Fix entonces?
    Precisamente a bordo del "General Grant".
    En efecto, al llegar a Yokohama, el agente, separándose de mister Fogg, a quien
    esperaba encontrar en el resto del día, se había dirigido inmediatamente al despacho del
    cónsul inglés. Allí encontró el mandamiento que, corriendo detrás de él desde Bombay,
    tenía ya cuarenta días de fecha, mandamiento que le había sido enviado de Hong-Kong
    por el mismo "Carnatíc", a cuyo bordo se le creía. Júzguese del despecho que
    experimentó el "detective". El mandamiento ya era inútil. ¡Mister Fogg no estaba en
    las posesiones inglesas, y era necesaria una carta de extradición para prenderlo!
    -¡Corriente! --dijo para sí, después de pasado el primer momento de ira-. El
    mandamiento no sirve para aquí, pero me servirá en Inglaterra. Ese bribón tiene trazas
    de volver a su patria, creyendo haber desorientado a la policía. Bien. Le seguiré hasta
    allí. En cuanto al dinero, Dios quiera que le quede algo, porque en viajes, primas,
    procesos, multas, elefantes y gastos de toda clase, mi hombre ha dejado ya más de
    cinco mil libras por el camino. En fin de cuentas, el banco es rico.
    Tomada su resolución, Fix se embarcó en el "General Grant". Estaba a brodo cuando
    mister Fogg y mistress Aouida llegaron. Con sorpresa suya, reconoció a Picaporte bajo

    su traje de heraldo. Se ocultó al instante en su camarote, a fin de ahorrar una explica-
    cion que podía comprometerlo todo, y gracias al número de pasajeros, contaba con no

    ser visto de su enemigo, cuando aquel día se encontró precisamente con él a proa.
    Picaporte se arrojó al cuello de Fix sin otra explicación, y, con gran satisfacción de
    algunos americanos, que apostaron a su favor, administró al desventurado inspector
    una soberbia tunda, que demostró la alta superioridad del pugilato francés sobre el
    inglés.
    Cuando Picaporte acabó, se encontró más tranquilo y como aliviado, Fix se levantó
    en bastante mal estado, y mirando a su adversario, le dijo con frialdad:
    -¿Habéis concluido?
    -Sí, por ahora.
    -Entonces, vamos a hablar.
    -Que yo...

    -En interés de vuestro amo.
    Picaporte, como subyugado por esta sangre fría, siguió al inspector de policía, y se
    sentaron aparte.
    -Me habéis zurrado --dijo Fix-. Bien lo esperaba. Ahora, escuchadme. Hasta ahora,
    he sido adversario de mister Fogg; pero, en adelante, voy a ayudarlo.
    -¡Al fin! --exclamó Picaporte-. ¿Lo creéis hombre honrado?
    -No -respondió con frialdad Fix-; lo creo un bribón... ¡Chist! No os mováis, y
    dejadme acabar. Mientras mister Fogg ha estado en las posesiones inglesas, he tenido
    interés en detenerlo, aguardando un mandamiento de prisión. Todo lo he intentado con
    ese objeto. He echado detrás de él a los sacerdotes de Bombay, os he embriagado en
    Hong-Kong, os he separado de vuestro amo, le he hecho perder el vapor de
    Yokohama...
    Picaporte seguía escuchando con los puños separados.
    -Ahora -prosiguió Fix-, mister Fogg regresa, según parece, a Inglaterra. Lo seguiré
    hasta allí, pero aplicando, para apartar los obstáculos, tanto celo como he empleado
    hasta ahora para acumularlos. ¡Ya lo véis, mi juego ha cambiado, porque así lo quiere
    mi interés! Añado que vuestro interés es igual al mío, porque sólo en Inglaterra es
    donde sabréis si estáis al servicio de un criminal o de un hombre de bien.
    Picaporte había escuchado a Fix con mucha atención, y se convenció de su buena fe.
    -¿Somos amigos? -preguntó Fix.
    -Amigos, no -respondió Picaporte-. Seremos aliados, y a beneficio de inventario,
    porque, a la menor apariencia de traición, os retuerzo el pescuezo.
    -Convenido --~dijo tranquilamente el inspector de policía.
    Once días después, el 3 de noviembre, el "General Grant" entraba en la bahía de la
    Puerta de Oro y llegaba a San Francisco.
    Mister Fogg no había ganado todavía, ni perdido, un solo día.



    69
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    Mensaje por Maria Lua Dom 24 Nov 2024, 07:48

    ***

    XXV



    Eran las siete de la mañana, cuando Phileas Fogg, mistress Aouida y Picaporte
    pusieron el pie en continente americano, si es que puede darse ese nombre al muelle
    flotante en que desembarcaron. Esos muelles, que suben y bajan con la marea, facilitan
    la carga y descarga de los buques. Allí se arriman los clippers de todas dimensiones,

    los vapores de todas las nacionalidades, y esos barcos de varios pisos, que hacen el ser-
    vicio del Sacramento y de sus afluentes. Allí se amontonan también los productos de

    un comercio que se extiende a Méjico, al Perú, a Chile, al Brasil, Europa, Asia y a
    todas las islas del Océano Pacífico.
    Picaporte, en su alegría de tocar, por fin, tierra americana, creyó que debía
    desembarcar dando un salto mortal del mejor estilo; pero, al dar en el suelo, que era de
    tablas carcomidas, por poco lo atravesó. Desconcertado del modo con que se había
    apeado, dio un grito formidable, que hizo volar una bandada de cuervos marinos y
    pelícanos, huéspedes habituales de los muelles movedizos.
    Tan luego como mister Fogg desembarcó, preguntó a qué hora salía el primer tren
    para Nueva York. Le dijeron que a las seis de la tarde, y, por consiguiente, podía
    emplear un día entero en la capital de Califomia. Hizo traer un coche para mistress
    Aouida y para él. Picaporte montó en el pescante, y el vehículo a tres dólares por hora
    se dirigió al hotel Internacional.
    Desde el sitio elevado que ocupaba, Picaporte observaba con curiosidad la gran
    ciudad americana: anchas calles; casas bajas bien alineadas; iglesias y templos de estilo
    gótico anglo-sajón; docks inmensos; depósitos como palacios, unos de madera, otros
    de ladrillo; en las calles muchos coches, ómnibus, tranvías y las aceras atestadas, no
    sólo de americanos y europeos, sino de chinos e indianos con que componer una
    población de doscientos mil habitantes.
    Picaporte quedó bastante sorprendido de lo que veía, porque no tenía idea más que
    de la antigua ciudad de 1849, población de bandidos, incendiarios y asesinos, que

    acudían a la rebusca de pepitas, inmenso tropel de todos los miserables, donde se
    jugaba el polvo de oro con revólver en una mano y navaja en la otra. Pero aquellos
    tiempos habían pasado, y San Francisco ofrecía el aspecto de una gran ciudad
    comercial. La elevada torre del Ayuntamiento, donde vigilaban los guardias, dominaba
    todo aquel conjunto de calles y avenidas cortadas a escuadra, y entre las cuales había
    plazas con jardines verdosos, y después una ciudad china, que parecía haber sido
    importada del Celeste Imperio en un joyero. Ya no había sombreros hongos, ni camisas
    coloradas a usanza de los buscadores de oro, ni indios con plumas; sino sombreros de
    seda y levitas negras llevadas por una multitud de caballeros, dotados de actividad
    devoradora. Ciertas calles, entre otras, Montgommery Street, similar a la Regent Street
    de Londres, al boulevard de los italianos de París, al Broadway en Nueva York
    estaban llenas de espléndidas tiendas que ofrecían en sus escaparates los productos del
    mundo entero.
    Cuando Picaporte llegó al hotel Internacional, no le parecía haber salido de Inglaterra.
    El piso bajo del hotel estaba ocupado por un inmenso bar especie de "buffet",
    abierto "gratis" para todo transeunte. Cecina, sopa de ostras, galletas y Chester, todo
    esto se despachaba allí, sin que el consumídor tuviese que aflojar el bolsillo. Sólo
    pagaba la bebida, ale, oporto o jerez, si tenía el capricho de beber; esto pareció muy
    americano a Picaporte.
    El restaurante del hotel era confortable. Mister Fogg y mistress Aouida se instalaron
    en una mesa, y fueron abundantemente servidos en platos liliputienses, por unos
    negros del más puro color de azabache.
    Después de almorzar, Phileas Fogg, acompañado de mistress Aouida, salió del hotel
    para ir a visar su pasaporte en el consulado inglés. Encontró en la acera a su criado, que
    le preguntó si sería prudente, antes de tomar el ferrocarril del Pacífico, comprar algunas
    carabinas Enfleld o revólveres Colt. Picaporte había oído hablar de los sioux y de los
    pawnies, que paran los ferrocarriles como simples ladrones españoles. Mister Fogg
    respondió que era precaución inútil; pero lo dejó en libertad de obrar como pluguiese,
    y después se dirigió a la oficina del agente consular.
    Phileas Fogg no había andado doscientos pasos, cuando, "por una de las más raras
    casualidades", encontró a Fix. El inspector se manifestó extraordinariamente
    sorprendido. ¡Cómo! ¡Habían hecho la travesía juntos, sin verse a bordo! En todo
    caso, Fix no podía menos de considerarse honrado con la vista del caballero a quien
    tanto debía, y llamándolo sus negocios a Europa, se alegraba mucho de proseguir su
    viaje en tan amable compañía.
    Mister Fogg respondió que la honra era suya, y Fix, que no lo quería perder de vista,
    le pidió permiso de visitar con él esa curiosa ciudad de San Francisco, lo cual fue
    concedido.
    Mistress Aouida, Phileas Fogg y Fix, echaron, pues, a pasear por las calles, y no
    tardaron en hallarse en Montgommery Street, donde la afluencia de la muchedumbre
    era enorme. En las aceras, en medio de la calle, en las vías del tranvía, a pesar del paso
    incesante de coches y ómnibus, en el umbral de las tiendas, en las ventanas de las

    casas, y aun en los tejados, había una multitud innumerable. En medio de los grupos cir-
    culaban hombres-carteles, y por el aire ondeaban banderas y banderolas, oyéndose una

    gritería inmensa por todoslados.
    -¡Hurra por Kamerfield!
    -¡Hurra por Madiboy!
    Era un mitin-, al menos, así lo pensó Fix, que transmitió su creencia a mister Fogg,
    añadiendo:
    -Quizá haremos bien en no meternos entre esa batahola, porque sólo se reparten
    golpes.
    -En efecto -respondió Phileas Fogg-; y los puñetazos, porque tengan el carácter de
    politicos, no dejan de ser puñetazos.
    Fix creyó conveniente sonreír al oír esta observación, y a fin de ver sin ser
    atropellados, mistress Aouida, Phileas Fogg y él tomaron sitio en el descanso superior

    de unas gradas que dominaban la calle. Delante de ellos, y en la acera de enfrente, entre
    la tienda de un carbonero y un almacén de petróleo, se extendía un ancho mostrador al
    aire libre, hacia el cual convergían las diversas corrientes de la multitud.
    ¿Y por qué aquel mitin? ¿Con qué motivo se celebraba? Phileas Fogg lo ignoraba
    absolutamente. ¿Se trataba del nombramiento de un alto funcionario militar o civil, de
    un gobernador de Estado o de un miembro del Congreso? Pen-nitido era conjeturarlo, al
    ver la animación extraordinaria que tenía agitada a la población entera.
    En aquel momento, hubo entre la multitud un movimiento considerable. Todas las
    manos estaban al aire. Algunas de ellas, sólidamente cerradas, se elevaban y bajaban, al
    parecer, entre vociferaciones, maneras enérgicas, sin duda de formular un voto. Aquella
    masa de gente estaba agitada por remolinos que semejaban las olas del mar. Las
    banderas oscilaban, desaparecían un momento y reaparecían hechas jirones Las
    ondulaciones de la marejada se propagaban hasta la escalera, mientras que todas las
    cabezas cabrilleaban en la superficie como la mar movida súbitamente por un chuasco.
    El número de sombreros bajaba a la vista, y casi todos parecían haber perdido su
    natural normal.
    -Esto es evidentemente un mitin --dijo Fix-, y la cuestión que lo ha provocado debe
    ser palpitante No me extrañaría que se tratase nuevamente la cuestión del "Alabamá",
    aunque está resuelta.
    -Tal vez -repitió sencillamente mister Fog.
    -En todo caso --repuso Fix-, hay dos campeones en la liza: el honorable Kamerfield
    y el honorable Madiboy.
    Mistress Aouida, asida del brazo de Phileas Fogg, miraba con sorpresa aquella
    escena tumultuosa y Fix iba a preguntar a uno de sus vecinos la razón de aquella
    efervescencia popular, cuando se pronunció un movimiento más decidido. Redoblaron
    los vítores sazonados con injurias. Los mastiles de las banderas se transformaron en
    armas ofensivas. Ya no había manos, sino puños, en todas partes. Desde lo alto de los
    coches detenidos y de los ómnibus interceptados en su marcha, se repartían sendos
    porrazos. Todo servía de proyectil. Botas y zapatos describían por el aire largas
    trayectorias, y hasta pareció que algunos revólveres mezclaban con las vociferaciones
    sus detonaciones nacionales.
    Aquella barahúnda se acercó a la escalera y afluyó sobre las primeras gradas. Uno de
    los partidarios era evidentemente rechazado, sin que los simples espectadores
    pudieran reconocer si la ventaja estaba de parte de Madiboy o de Kamerfield.
    --Creo prudente retirarnos --dijo Fix, que no tenía empeño en que su hombre
    recibiese un mal golpe o se mezclase en un mal negocio-. Si se trata en todo esto de
    Inglaterra, y nos llegan a conocer, nos veremos muy comprometidos en el tumulto.
    -Un ciudadano inglés... -respondió Phileas Fogg.
    Pero el gentleman no terminó su frase. Detrás de él, desde aquella terraza precedida
    de las gradas, salieron espantosos alaridos. Se gritaba: "¡Hurra! ¡Hip! ¡Hip! Por
    Madiboy". Era un tropel de electores que llegaba a la pelea tomando en flanco a los
    partidarios de Kamerfield.
    Mister Fogg, mistress Aouida y Fix se hallaron entre dos fuegos. Era demasiado
    tarde para huir.. Aquel torrente de hombres armados de bastones con puño de plomo y

    de rompe-cabezas, era irresistible. Phileas Fogg y Fix se vieron horriblemente atropella-
    dos al preservar a la joven Aouida. Mister Fogg, no menos flemático que de

    costumbre, quiso defender con esas armas naturales que la naturaleza ha puesto en el

    extremo de los brazos de todo inglés, pero inutil-
    mente. Un enorme mocetón de perilla roja, tez encendida, ancho de espalda, que

    parecía ser el jefe de la cuadrilla, levantó su formidable puño sobre mister Fogg, y
    hubiera lastimado mucho al gentleman si Fix, por salvarlo, no hubiese recibido el golpe
    en su lugar. Un enorme chichón se desarrolló instantáneamente bajo el sombrero del
    "detective" transformado en simple capucha.
    -¡Yankee! --dijo mister Fogg, echando sobre su adversario una mirada de profundo
    desprecio.

    -¡English! -respondió el otro.
    --Cuando gustéis.
    -¿Vuestro nombre?
    -Phileas Fogg. ¿Y el vuestro?
    -El coronel Stamp Proctor.
    Y dicho esto la marejada pasó. Fix había quedado por el suelo, y se levantó con la
    ropa destrozada, pero sin daño de cuidado. Su paletot de viaje se había rasgado en dos
    trozos desiguales, y su pantalón se parecía a esos calzones que ciertos indios --cosas
    de moda- no se ponen sino después de haberles quitado el fondo. Pero, en suma,
    mistress Aouida se había librado y Fix era el único que había salido con su puñetazo.
    --Gracias --dijo mister Fogg al inspector tan luego como estuvieron fuera de las
    turbas.
    -No hay de qué -respondió Fix-, pero venid.
    -¿Adónde?
    -A una sastrería.
    En efecto, esta visita era oportuna. Los trajes de Phileas Fogg y de Fix estaban
    hechos jirones, como si esos dos caballeros se hubieran batido por cuenta de los
    honorables Kamerfield y Modiboy.
    Una hora después, estaban convenientemente vestidos y cubiertos. Y luego,
    regresaron al hotel Internacional.
    Allí Picaporte esperaba a su amo, armado con media docena de revólveres puñales de
    seis tiros y de inflamación central. Cuando vio a Fix, su frente se oscureció. Pero
    mistress Aouida le hizo una relación de lo acaecido, y Picaporte se tranquilizó. A
    todas luces, Fix no era ya enemigo, sino aliado, y cumplía su palabra.
    Terminada la comida, trajeron un coche para conducir los via « eros y el equipaje a la
    estación. Al moni
    tar, mister Fogg dijo a Fix:
    -¿No habéis vuelto a ver a ese coronel Proctor?
    -No -respondió Fix.
    -Volveré a América para buscarlo ---dijo con frialdad Phileas Fogg-. No sería
    conveniente que un ciudadano inglés se dejase tratar de esta suerte.
    El inspector sonrió y no respondió. Pero, como se ve, mister Fogg pertenecía a esa
    raza de ingleses que, si no toleran el duelo en su país, se baten en el extranjero cuando
    se trata de defender su honra.
    A las seis menos cuarto los viajeros llegaron a la estación, donde estaba el tren
    dispuesto a marchar.
    En el momento en que mister Fogg iba a entrar en el vagón, se dirigió a un empleado,
    diciéndole:
    -Amigo mío ¿no ha habido algunos disturbios hoy en San Francisco?
    -Era un mitin, caballero -respondió el empleado.
    Sin embargo, he creído observar alguna animación en las calles.
    Se trttaba solamente de un mitin organizado para una elección.
    -¿La elección de algún general en jefe, sin duda? -preguntó mister Fogg.
    -No, señor; de un juez de paz.
    Después de oír esta espuesta, Phileas Fogg montó en el vagón, y el tren partió a todo
    vapor.









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    JULIO VERNE (1828-1905) - Página 28 Empty Re: JULIO VERNE (1828-1905)

    Mensaje por Maria Lua Dom 24 Nov 2024, 07:50

    ***
    XXVI

    "Ocean to Ocean" (de Océano a Océano) -así dicen los amencanos- y esas tres
    palabras debían ser la denominación general de la gran línea que atraviesa los Estados
    Unidos de América en su mayor anchura. Pero, en realidad, el "Pacific Railroad" se
    divide en dos partes distintas: "Central Pacific", entre San Francisco y Odgen, y
    "Union Pacific", entre Odgen y Omaha. Allí enlazan cinco líneas diferentes, que ponen
    a Omaha en comunicación frecuente con Nueva York.

    Nueva York y San Francisco están, por consiguiente, unidas por una cinta no
    interrumpida de metal, que no mide menos de tres mil setecientas ochenta y seis
    millas. Entre Omaha y el Pacífico, el ferrocarril cruza una región frecuentada todavía
    por los indios y las fieras, vasta extensión de territorio que los mormones comenzaron
    a colonizar en 1845, después de haber sido expulsados de lilinois.
    Anteriormente se empleaban, en las circunstancias más favorables, seis meses para ir
    de Nueva York a San Francisco. Ahora se hace el viaje en siete días.
    En 1862 fue cuando, a pesar de la oposición de los diputados del Sur, que querían
    una línea más meridional, se fijó el trazado del ferrocarril entre los 41 y 42 grados de
    latitud. El presidente Lincoin, de tan sentida memoria, fijó, por sí mismo, en el Estado
    de Nebraska, la ciudad de Omaha, como cabeza de línea del nuevo camino. Los trabajos
    comenzaron en seguida, y se prosiguieron con esa actividad americana, que no es
    papelera ni oficinesca. La rapidez de la mano de obra no debía, en modo alguno,
    perjudicar la buena ejecución del camino. En el llano se avanzaba a razón de milla y
    media por día. Una locomotora, rodando sobre los raíles de la víspera, traía los del día
    siguiente y corría sobre ellos a medida que se iban colocando.
    El "Pacific Railroad" tiene muchas ramificaciones en su trayecto por los estados de
    Iowa, Kansas, Colorado y Oregón. Al salir de Omaha, marcha por la orilla izquierda
    del río "Platter" atraviesa los terrenos de Laramie y las montañas Wahsatch, da vuelta
    al lago Salado, llega a "Lake-Salt-City", capital de los mormones, penetra en el valle de
    la Tuilla, recoite el desierto americano, los montes de Cedar y Humboldt, el río
    Humboldt, la Sierra Nevada, y baja por Sacramento hasta el Pacífico, sin que este
    trazado tenga pendientes mayores de doce pies por mil aun en el trayecto de las
    montañas Rocosas.
    Tal era esa larga arteria que los trenes recorren en siete días, y que iba a permitir al
    honorable Phileas Fogg -así al menos lo esperaba-, tomar el 11, en Nueva York, el
    vapor de Liverpool.
    El vagón ocupado por Phileas Fogg era una especie de ómnibus largo, que descansaba
    sobre dos juegos de cuatro ruedas cada uno, cuya movilidad permite salvar las curvas
    de pequeño radio. En el interior no había compartimentos, sino dos filas de asientos
    dispuestos a cada lado, perpendicularmente al eje, y entre los cuales estaba reservado
    un paso que conducía a los gabinetes de tocador y otros, con que cada vagón va
    provisto. En toda la longitud del tren, los coches comunicaban entre sí por unos
    puentecillos, y los viajeros podían circular de uno a otro extremo del convoy, que
    ponía a su disposición vagones-cafés. No faltaban mas que vagonesteatros, pero algún
    día los habrá.
    Por los puentecillos circulaban, sin cesar, vendedores de libros y periódicos,
    ofreciendo su mercancía, y vendedores de licores, comestibles y cigarros, que no
    carecían de compradores.
    Los viajeros habían salido de la estación de Oakland a las seis de la tarde. Ya era de
    noche, noche fría, sombría, con el cielo encapotado, cuyas nubes amagaban resolverse
    en nieve. El tren no andaba con mucha rapidez. Teniendo en cuenta las paradas, no
    recorría más de veinte millas por hora, velocidad que, sin embargo, permitía atravesar
    los estados Unidos en el tiempo reglamentario.
    Se hablaba poco en el vagón, y, por otra parte, el sueño iba a apoderarse pronto de
    los viajeros. Picaporte se encontraba colocado cerca del inspector de policía, pero no le
    hablaba. Desde los últimos acontecimientos, sus relaciones se habían enfriado
    notablemente. Ya no había simpatía ni intimidad. Fix no había cambiado nada de su
    modo de ser; pero Picaporte, por el contrario, estaba muy reservado y dispuesto a
    estrangular a su antiguo amigo, a la menor sospecha.
    Una hora después de la salida del tren, comenzó a caer nieve, que no podía,
    afortunadamente, entorpecer la marcha del tren. Por las ventanillas ya no se veía más
    que una inmensa alfombra blanca, sobre la cual, desarrollando sus espirales, se
    destacaba el ceniciento vapor de la locomotora.

    A las ocho, un camarero entró en el vagón y anunció a los pasajeros que había llegado
    la hora de acostarse. Ese vagón era un coche dormitorio, que en algunos minutos queda

    transformado en dormitorio. Los respaldos de los bancos se doblaron; unos colchonci-
    tos, curiosamente empaquetados, se desarrollaron por un sistema ingenioso; quedaron

    improvisados, en pocos instantes, unos camarotes y cada viajero pudo tener a su
    disposición una cama confortable, defendida por recias cortinas contra toda indiscreta
    mirada. Las sábanas eran blancas, las almohadas blandas, y no había más que acostarse
    y dormir, lo que cada cual hizo como si se hubiese encontrado en el cómodo camarote
    de un vapor, mientras que el tren corría a todo vapor el estado de Califomia.
    En esa porción de territorio que se extiende entre San Francisco y Sacramento, el
    suelo es poco accidentado. Esa parte del ferrocarril, llamada "Central Pacific", tomaba
    a Sacramento como punto de partida y avanzaba al Este, al encuentro del que partía de
    Omaha. De San Francisco a la capital de California la línea corría directamente al
    Nordeste, siguiendo el río "American", que desagua en la bahía de San Pablo. Las
    ciento veinte millas comprendidas entre estas dos importantes ciudades se recorrieron
    en seis horas, y a cosa de medianoche, mientras que los viajeros se hallaban entregados
    a su primer sueño, pasaron por Sacramento, no pudiendo, por consiguiente, ver nada
    de esta gran ciudad, residencia de la legislatura del estado de California, ni sus bellos
    muelles, ni sus anchas calles, ni sus espléndidos palacios, ni sus plazas, ni sus
    templos.
    Más allá de Sacramento, el tren, después de pasar las estaciones de Junction, Roclin,
    Aubum y Colfax, penetró en el macizo de Sierra Nevada. Eran las siete de la mañana
    cuando pasó por la estación de Cisco. Una hora después, el dormitorio era de nuevo un
    vagón ordinario, y los viajeros podían ver por los cristales los pintorescos puntos de
    vista de aquel montafíoso país. El trazado del ferrocarril obedecía los caprichos de la
    sierra, yendo unas veces adherido a las faldas de la montaña, otras suspendido sobre
    los precipicios, evitando los ángulos bruscos por medio de curvas atrevidas,
    penetrando en gargantas estrechas, que parecían sin salida. La locomotora, brillante
    como unas andas, con su gran fanal, que despedía rojizos fulgores, su campana

    plateada, mezclaba sus silbidos y bramidos con los de los torrentes y cascadas, retor-
    ciendo su humo por las ennegrecidas ramas de los pinos.

    Había pocos túneles o ninguno, y no existían puentes. El ferrocarril seguía los
    contornos de las montañas no buscando en la línea recta el camino más corto de uno a
    otro punto, y no violentando a la naturaleza.
    Hacia las nueve, por el valle de Corson, el tren penetraba en el estado de Nevada,
    siguiendo siempre las dirección del Nordeste. A las doce pasaba por Reno, donde los
    viajeros tuvieron veinte minutos para almorzar.
    Desde este punto, la vía férrea, costeando el río "Humboldt", se elevó durante
    algunas millas hacia el Norte, siguiendo su curso; después torció al Este, no debiendo
    ya separarse de ese río, antes de llegar a los montes Humboldt, donde nace casi en la
    extremidad oriental del estado de Nevada.
    Después de haber almorzado, mister Fogg, mistress Aouida y sus compañeros
    volvieron a sus asientos. Phileas Fogg, la joven Aouida y sus compañeros,
    confortablemente instalados, miraban el paisaje variado que se presentaba a la vista;
    vastas praderas, montañas que se perfilaban en el horizonte, torrentes que rodaban sus
    aguas espumosas. De vez en cuando aparecía, en masa dilatada, un gran rebaño de
    bisontes, cual dique movedizo. Esos innumerables ejércitos de rumiantes oponen a

    veces un obstáculo insuperable al paso de los trenes. Se han visto millares de ellos des-
    filar, durante muchas horas, en apiñadas hileras cruzando los rieles. La locomotora

    tiene entoces que detenerse y aguardar que la vía esté libre.
    Y eso fue lo,que en aquella ocasión aconteció. A las tres de la tarde, la vía quedó
    interrumpida por un rebaño de diez o doce mil cabezas. La máquina, después de haber
    amortiguado la velocidad, intentó introducir su espolón en tan inmensa columna, pero
    tuvo que detenerse ante la impenetrable masa.

    Aquellos rumiantes, búfalos, como impropiamente los llaman los americanos,
    marchaban con tranquilo paso, dando a veces formidables mugidos. Tenían una
    estatura superior a los de Europa, piernas y cola cortas; con una joroba muscular; las
    astas separadas en la base; la cabeza, el cuello y espalda cubiertos con una melena de
    largo pelo. No podía pensarse en detener esta emigración. Cuando los bisontes
    adoptan una marcha, nada hay que pueda modificarla; es un torrente de carne viva que
    no puede ser detenido por dique alguno.
    Los viajeros, dispersados en los pasadizos, estaban mirando tan curioso espectáculo;
    pero el que debía tener más prisa que todos, Phileas Fogg, había permanecido en su
    puesto, aguardando filosóficamente que a los búfalos les pluguiese dejarle paso.
    Picaporte estaba enfurecido por la tardanza que ocasionaba esa aglomeración de
    animales. De buena gana hubiera descargado sobre ellos su arsenal de revólveres.
    -¡Qué país! -Exclamó-. ¡Unos simples bueyes que detienen los trenes y que van así
    en procesión, sin prisa ninguna, como si no estorbasen la circulación! ¡Pardiez!
    ¡Quisiera yo saber si mister Fogg había previsto este contratiempo en su programa! ¡Y
    ese maquinista no se atreve a lanzar su máquina al través de ese obstruidor ganado!
    El maquinista no había intentado forzar el obstáculo, obrando con sana prudencia,
    porque hubiera aplastado, indudablemente, a los primeros búfalos atacados por el
    espolón de la locomotora; pero, por poderosa que fuera la máquina, se habría parado
    en seguida, dando lugar a un descarrilamiento y a una indefinida detención del tren.
    Lo mejor era, pues, esperar con paciencia, y ganar después el tiempo perdido
    acelerando la marcha del tren. El desfile de los bisontes duró tres horas largas, y la vía
    no estuvo expedita sino al caer la noche. En este momento, las últimas filas del rebaño
    atravesaban el ferrocarril, mientras que las primeras desaparecían por el horizonte
    meridional.
    Eran, pues, las ocho, cuando el tren cruzó los desfiladeros de los montes Humboldt,
    y las nueve y media cuando penetró en el territorio de Utah, la región del Gran Lago
    Salado, el curioso país de los mormones.



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    JULIO VERNE (1828-1905) - Página 28 Empty Re: JULIO VERNE (1828-1905)

    Mensaje por Maria Lua Lun 25 Nov 2024, 15:00

    ***

    XXVII

    Durante la noche del 5 al 6 de noviembre, el tren corrió al Sureste sobre un espacio
    de unas cincuen millas, y luego subió otro tanto hacia el Nordeste, acercándose al Gran
    Lago Salado.
    Picaporte, hacia las nueve de la mañana, salió a tomar aire a los pasadizos. El tiempo
    estaba frío y el cielo cubierto, pero no nevaba. El disco del sol, abultado por las
    brumas, parecía como una enorme pieza de oro, y Picaporte se ocupaba en calcular su
    valor en piezas esterlinas, cuando le distrajo de tan útil trabajo la aparición de un
    personaje bastante extraño.
    Este personaje, que había tomado el tren en la estación de Elko, era hombre de
    elevada estatura, muy moreno, de bigote negro, pantalón negro, corbata blanca, guantes
    de piel de perro. Parecía un reverendo. Iba de un extremo al otro del tren, y en la
    portezuela de cada vagón pegaba con obleas una noticia manuscrita.
    Picaporte se acercó y leyó en una de esas notas que el honorable Willam Hitsch,
    misionero mormón, aprovechando su presencia en el tren número 48, daría de once a
    doce, en el coche número 117, una conferencia sobre el mormonismo, invitando a oírla
    a todos los caballeros deseosos de instruirse en los misterios de la religión de los
    "Santos de los últimos días".
    Picaporte, que sólo sabía del mormonismo sus costumbres polígamas, base de la
    sociedad mormónica, se propuso concurrir.
    La noticia se esparció rápidamente por el tren, que llevaba un centenar de pasajeros.
    Entre ellos, treinta lo más, atraídos por el cebo de la conferencia, ocupaban a las once
    las banquetas del coche número 117, figurando Picaporte en la primera fila de los
    fieles. Ni su amo ni Fix habían creído conveniente molestarse.

    A la hora fijada, el hermano mayor William Hitch, se levantó, y con voz bastante
    irritada, como si de antemano le hubieran contradicho, exclamó:
    -¡Os digo yo que Joe Smith es un mártir, que su hermano Hyrames es un mártir, y
    que las persecuciones del gobierno de la Unión contra los profetas van a hacer también
    un mártir de Brigham Young! ¿Quién se atrevería a sostener lo contrario al misionero,
    cuya exaltación era un contraste con su fisionomía, de natural sereno? Pero su cólera se
    explicaba, sin duda, por estar actualmente sometido el mormonismo a trances muy
    duros. El gobierno de los Estados Unidos acababa de reducir, no sin trabajo, a estos
    fanáticos independientes. Se había hecho dueño de Utah, sometiéndolo a las leyes de la
    Unión, después de haber encarcelado a Brigham Young, acusado de rebelión y de
    poligamia. Desde aquella época los discípulos del profeta redoblaron sus esfuerzos, y
    aguardando los actos, resistían con la palabra las pretensiones del Congreso.
    Como se ve, el hermano mayor William Hitch hacía prosélitos hasta en el ferrocarril.
    Y entonces refirió, apasionando su relación con los raudales de su voz y la violencia
    de sus ademanes, la historia del mormonismo, desde los tiempos bíblicos: "Cómo en
    Israel, un profeta mormón, de la tribu de José, publicó los anales de la nueva religión y
    los legó a su hijo mormón; cómo, muchos siglos más tarde, una traducción de ese
    precioso libro, escrito en caracteres egipcios, fue hecha por José Smith junior, colono
    del estado de Vermont, que se reveló como profeta místico en 1825; cómo, por último,
    le apareció un mensajero celeste, en una selva luminosa, y le entregó los anales del
    Señor".
    En aquel momento, algunos oyentes, poco interesados por la relación retrospectiva
    del misionero, abandonaron el vagón; pero William Hitch, prosiguiendo, refirió "cómo
    Smith junior, reuniendo a su padre, a sus dos hermanos y algunos discípulos, fundó la
    religión de los Santos de los últimos días, religión que, adoptada no tan sólo en
    América, sino en Inglateffa, Escandinavia y Alemania, cuenta entre sus fieles, no sólo
    artesanos, sino muchas personas que ejercen profesiones liberales; cómo una colonia
    fue fundada en el Ohio; cómo se edificó un templo, gastando doscientos mil dólares, y
    cómo se construyó una ciudad en Kirkand; cómo Smith llegó a ser un audaz banquero
    y recibió de un simple exhibidor de momias un papyrus, que contenía la narración
    escrita de mano de Abrdhán y otros célebres egipcios.
    Como esta historia se iba haciendo un poco larga, las filas de oyentes se fueron
    aclarando, y el público ya no quedaba reducido más que a unas veinte personas.
    Pero el hermano mayor, sin dársele cuidado por esta deserción, refirió con detalles
    "cómo Joe Smith quebró en 1837; cómo los arruinados accionistas le embrearon y
    emplumaron; cómo se le volvió a ver, más honorable y más honrado que nunca,
    algunos años después, en Independencia en el Missouri, y jefe de una comunidad
    floreciente, y que no contaba menos de tres mil discípulos, y entonces perseguido por
    el odio de los gentiles, tuvo que huir al "Far West americano".
    Todavia quedaban diez oyentes, y entre ellos el buen Picaporte, que era todo oídos.
    Así supo "cómo, después de muchas persecuciones, Smith apareció en lilinois y
    fundó, en 1839, a orillas del Mississippi, Nauvoo-la Bella, cuya población se elevó
    hasta veinticinco mil almas; cómo Smith fue su alcalde, juez supremo y general en jefe;
    cómo en 1843 se presentó a candidato a la presidencia de los Estados Unidos, y cómo,
    por último, atraído a una emboscada en Cartago, fue encarcelado y asesinado por una
    banda de hombres enmascarados".
    Entonces ya no había quedado más que Picaporte en el vagón, y el hermano mayor,
    mirándole de hito en hito, fascinándole con sus palabras, le recordó que dos años
    después del asesinato de Smith, su sucesor el profeta inspirado, Brigham Young,
    abandonando a Nauvoo, fue a establecerse a las orillas del Lago Salado, y allí, en aquel
    admirable territorio, en medio de una región fértil, en el camino que los emigrantes
    atraviesan para ir a Califomia, la nueva colonia, gracias a los principios de la poligamia
    del mormonismo, tomó enorme extensión.
    -¡Y por eso -añadió William Hitch-, por eso la envidia del Congreso se ha ejercitado
    contra nosotros! ¡Por eso los soldados de la Unión han pisoteado el suelo de Utah!

    ¡Por eso nuestro jefe, el profeta Brigham Young, ha sido preso con menosprecio de
    toda justicia! ¿Cederemos a la fuerza? ¡Jamás! Arrojados de Vermont, arrojados de

    Illinois, arrojados de Obio, arrojados de Missouri, arrojados de Utah, ya encontra-
    remos algún territorio independiente, donde plantar nuestra tienda... Y vos, adicto mío

    -añadió el hermano mayor, fijando sobre su único oyente su enojada mirada-,
    ¿plantaréis la vuestra a la sombra de nuestra bandera?
    No -respondió con valentía Picaporte, que huyó a su vez, dejando al energúmeno
    predicar en el desierto.
    Pero, durante esta conferencia, el tren había marchado con rapidez, y a cosa de
    mediodía tocaba en la punta Noroeste del Gran Lago Salado. De aquí podía abrazarse,
    en un vasto perímetro, el aspecto de ese mar interior que lleva también el nombre de
    Mar Muerto, y en el cual desagua un Jordán de América. Lago admirable, rodeado de

    bellas peñas agrestes, con anchas capas incrustadas de sal blanca, soberbia sábana blan-
    ca de agua, que antiguamente cubría un espacio más considerable; pero, con el tiempo,

    sus orillas, elevándose poco a poco, han reducido su superficie, aumentando su
    profundidad.
    El Lago Salado, con unas setenta millas de longitud y treinta y cinco de altura, está
    situado a tres mil ochocientos pies sobre el nivel del mar. Muy diferente del lago
    Asfaltites, cuya depresión acusa mil doscientos pies menos, su salobrez es
    considerablo, y sus aguas tienen en disolución la cuarta parte de materia sólida. Su
    peso específico es de 1,179, siendo 1,000 la del agua destilada. Por eso allí no pueden
    existir peces. Los que vienen del Jordán, del Weber y de otros ríos, perecen en seguida;
    pero no es verdad que la densidad de las aguas es tal, que un hombre no pueda
    sumergirse.
    Alrededor del lago, la campiña estaba admirablemente cultivada, porque los
    mormones entienden bien los trabajos de la tierra; ranchos y corrales para los animales
    domésticos, campos de trigo, maiz sorgo; praderas de exhuberante vegetación; en todas
    partes setos de rosales silvestres, matorrales de acacias y de euforbios; tal hubiera sido
    el aspecto de esa comarca seis meses más tarde; pero entonces el suelo estaba cubierto
    por una delgada capa de nieve que lo emblanquecía ligeramente.
    A las dos, los viajeros se apeaban en la estación de Odgen. El tren no debía marchar
    hasta las seis. Mister Fogg, mistress Aouida y sus dos compañeros tenían, por
    consiguiente, tiempo para ir a la Ciudad de los Santos, por un pequeño ramal que se
    destaca de la estación de Odgen. Dos horas bastaban apenas para visitar esa ciudad
    completamente americana, y como tal, construida por el estilo de todas las ciudades de
    la Unión; vastos tableros de largas líneas monótonas, con la tristeza lúgubre de los
    ángulos rectos, según la expresión de Víctor Hugo. El fundador de la Ciudad de los
    Santos, no podía librarse de esa necesidad de simetría que distingue a los anglosajones.
    En este singular país, donde los hombres no están, ciertamente, a la altura de las
    instituciones, todo se hace cuadrándose; las ciudades, las casas y las tolderías.




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    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
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    JULIO VERNE (1828-1905) - Página 28 Empty Re: JULIO VERNE (1828-1905)

    Mensaje por Maria Lua Lun 25 Nov 2024, 15:01

    ***

    A las tres, los viajeros se paseaban, pues, por las calles de la ciudad, construida entre
    la orilla del Jordán y las primeras ondulaciones de los montes Wahshtch. Advirtieron
    pocas iglesias o ninguna, y como monumentos, la casa del Profeta, los tribunales y el
    arsenal; después, unas casas de ladrillos azulados con cancelas y galerías, rodeadas de
    jardines, adornadas con acacias, palmera y algarrobos. Un muro de arcilla y piedras,
    hecho en 1853, ceñía la ciudad; en la calle principal, donde estaba el mercado, se
    elevaban algunos palacios adornados de banderas, y entre otros, Lake-Salt-House.
    Mister Fogg y sus compañeros no encontraron la ciudad muy poblada. Las calles
    estaban casi desiertas, salvo la parte del templo, adonde no llegaron sino después de
    atravesar algunos barrios cercados de empalizadas. Las mujeres eran bastante
    numerosas, lo cual se explica por la composición singular de las familias mormonas.
    No debe creerse, sin embargo, que todos los mormones son polígamos. Cada cual es
    libre de hacer sobre este particular lo que guste; pero conviene observar lo que son las
    ciudadanas del Utah, las que tienen especial empeño en sei'¿asadas, porque, según la
    religión del país, el cielo mormón no admite a la participación de sus delicias a las

    solteras. Estas pobres criaturas no parecen tener existencia holgada ni feliz. Algunas,
    las más ricas sin duda, llevaban un jubón de seda negro, abierto en la cintura, bajo una
    capucha o chal muy modesto. Las otras no iban vestidas más que de indiana.
    Picaporte, en su cualidad de soltero por convicción, no miraba sin cierto espanto a
    esas mormonas, encargadas de hacer, entre muchas, la felicidad de un solo mormón. En
    su buen sentido, de quien se compadecía más era del marido. Le parecía terrible tener
    que guiar tantas damas a la vez por entre las vicisitudes de la vida, conduciéndolas así,
    en tropel, hasta el paraíso mormónico, con la perspectiva de encontrarlas allí, para la
    eternidad, en compañía del glorioso Smith, que debía ser ornamento de aquel lugar de
    delicias. Decididamente, no tenía vocación para eso, y le parecía, tal vez
    equivocándose, que las ciudadanas de Great-Lake-City dirigían a su persona miradas
    algo inquietantes.
    Por fortuna, su residencia en la Ciudad de los Santos, no debia prolongarse. A las
    cuatro menos algunos minutos, los viajeros se hallaban en la estación y volvían a
    ocupar su asiento en los vagones.
    Dióse el silbido; pero cuando las ruedas de la locomotora, patinando sobre las vías,
    comenzaban a imprimir alguna velocidad al tren, resonaron estos gritos: ¡Alto! ¡Alto!
    No se para un tren en marcha, y el que profería esos gritos era, sin duda, algún
    mormón rezagado. Corría desalentado, y afortunadamente para él no había en la
    estación puertas ni barreras. Se lanzó a la vía, saltó al estribo del último coche, y cayó
    sin aliento sobre una de las banquetas del vagón.
    Picaporte, que había seguido con emoción los incidentes de esta gimnástica, vino a
    contemplar al rezagado, a quien cobró vivo interés al saber que se escapaba a
    consecuencia de una reyerta de familia.
    Cuando el mormón recobró el aliento, Picaporte se aventuró a preguntarle
    cortésmente cuántas mujeres tenía para él solo, y del modo con que venía escapado le
    suponía una veintena, al menos.
    -¡Una, señor! -contestó el mormón, elevando los brazos al cielo-, ¡una y era
    bastante!






    XXVIII

    El tren, al salir de Great-Lake-City y de la estación de Odgen, se elevó durante una
    hora hacia el Norte hacia el río Veber, después de recorrer unas novecientas millas
    desde San Francisco. En esta parte de territorio, comprendida entre esos montes y las
    Montañas Rocosas, propiamente dichas, los ingenieros americanos han tenido que
    vencer las más serias dificultades. Así, pues, en ese trayecto, la subvención del
    gobierno de la Unión ha ascendido a cuarenta y ocho mil dólares por milla, al paso que
    no eran más que dieciséis en la llanura; pero los ingenieros, como hemos dicho, no han
    violentado a la naturaleza, sino que han usado con ella-la astucia, sesgando las
    dificultades, no habiendo tenido necesidad de perforar más que un túnel de catorce mil
    pies para llegar a la gran cuenca.
    En el lago Salado era donde el trazado llegaba a su más alto punto de altitud. Desde
    aquí su perfil describía una curva muy prolongada, que bajaba hacia el valle de
    Bitter--Creek, para remontarse hasta la línea divisoria de las aguas entre el Océano y el
    Pacífico. Los ríos eran numerosos en esta region montuosa. Hubo que pasar sobre
    puentes el Muddy, el Gree y otros. Picaporte se había tornado más impaciente a
    medida que se acercaba el término del viaje, y Fix, a su vez, hubiera querido haber
    salido ya de aquella región extraña. Temía las tardanzas, recelaba los accidentes, y aún
    tenía más prisa que el mismo Phileas Fogg en poner el pie sobre la tierra inglesa.
    A las diez de la noche, el tren se detenía en la estación de Fort-Bridger, de la cual se
    separó al punto, y veinte millas más allá entraba en el estado de Wyoming, el antiguo
    Dakota, siguiendo todo el valle de Bitter-Creek, de donde surgen parte de las aguas que
    forman el sistema hidrográfico del Colorado.

    Al día diguiente, 7 de diciembre, hubo un cuarto de hora de parada en la estación de
    Green-River. La nieve había caído, durante la noche, con bastante abundancia; pero,
    mezclada con lluvia, medio derretida, no podía estorbar la marcha del tren. Sin
    embargo, este mal tiempo no dejó de inquietar a Picaporte, porque la acumulación de

    las nieves, entorpeciendo las ruedas de los vagones, hubiera comprometido segura-
    mente el viaje.

    -Pero, ¿qué idea --decía para sí- habrá tenido mi amo para viajar durante el invierno?
    ¿No podía aguardar la buena estación, para tener mayores probabilidades?
    Pero en aquel momento, en que el honrado mozo no se preocupaba más que del
    estado del cielo y del descenso de la temperatura, mistress Aouida experimentaba
    recelos más vivos, que procedían de otra muy diferente causa.
    En efecto, algunos viajeros se habían apeado y se paseaban por el muelle de la
    estación de Green-River, aguardando la salida del tren. Ahora bien; a través del cristal
    reconoció entre ellos al coronel Steam Proctor, aquel americano que tan groseramente
    se había conducido con Phileas Fogg, durante el mitin de San Francisco. Mistress
    Aouida, no queriendo ser vista, se echó para atrás.
    Esta circunstancia impresionó vivamente a la joven. Esta había cobrado afecto al
    hombre que, por frío que fuera, le daba diariamente muestras de la más absoluta
    adhesión. No comprendía, sin duda, toda la profundidad del sentimiento que le
    inspiraba su salvador, y aunque no daba a este sentimiento otro nombre que el de
    agradecimiento, había más que esto, sin sospecharlo ella misma. Por eso su corazón se
    oprimió cuando reconoció al grosero personaje a quien tarde o temprano quería mister
    Fogg pedir cuenta de su conducta. Evidentemente, era la casualidad sola la que había
    traído al coronel Proctor; pero, en fin, estaba allí, y era necesario impedir a toda costa
    que Phileas Fogg percibiese a su adversario.
    Mistress Aouida, cuando el tren echó de nuevo a andar, aprovechó un momento en
    que mister Fogg dormitaba para poner a Fix y Picaporte al corriente de lo que ocurría.
    -¡Ese Proctor está en el tren! --exclamó Fix-. Pues bien: tranquilizaos, señora; antes
    de entenderse con el llamado... con mister Fogg, ajustará cuentas conmigo. Me parece
    que, en todo caso, yo soy quien ha recibido los insultos más graves.
    -Y además -añadió Picaporte-, yo me encargo de él, por más coronel que sea.
    -Señor Fix -repuso mistress Aouida-, mister Fogg no dejará a nadie el cuidado de
    vengarlo. Es hombre, lo ha dicho, capaz de volver a América para buscar a ese
    provocador. Si ve, por consiguiente, al coronel Proctor, no podremos impedir un
    encuentro que pudiera traer resultados depior-ables. Es menester, pues, que no lo vea.
    -Tenéis razón, señora -respondió Fix-, un encuentro podría perderlo todo. Vencedor
    o vencido, mister Fogg se vería atrasado, y...
    -Y -añadió Picaporte- eso haría ganar a los gentlemen del Reform-Club. ¡Dentro de
    cuatro días estaremos en Nueva York! Pues bien; si durante cuatro días mi amo no sale
    de su vagón, puede esperarse que la casualidad no lo pondrá enfrente de ese maldito
    americano que Dios confunda. Y ya sabremos impedirlo.


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    JULIO VERNE (1828-1905) - Página 28 Empty Re: JULIO VERNE (1828-1905)

    Mensaje por Maria Lua Lun 25 Nov 2024, 15:02

    ***

    La conversacion se suspendió. Mister Fogg se había despertado y miraba el campo
    por entre el vidrio manchado de nieve. Pero más tarde, y sin ser oído de su amo ni de
    mistress Aouida, Picaporte dijo al inspector de policía:
    -¿De veras os batiríais con el?
    -Todos los medios emplearé para que llegue vivo a Europa -respondió simplemente
    Fix, con tono que denotaba una implacable voluntad.
    Picaporte sintió cierto estremecimiento; pero sus convicciones respecto de la no
    culpabilidad de su amo, siguieron inalterables.
    ¿Y podía hallarse algún medio de detener a mister Fogg en el compartimento para
    evitar todo encuentro con el coronel? No podía ser esto difícil, contando con el genio
    calmoso del gentleman. En todo caso, el inspector de policía creyó haber dado con el
    medio, porque a los pocos instantes decía a Phileas Fogg:
    -Largas y lentas son estas horas que se pasan así en ferrocarril.
    -En efecto --dijo el gentleman-, pero van pasando.

    -A bordo de los buques -repuso el inspector -teníais costumbre de jugar vuestra
    partida de whist.
    -Sí, pero aquí sería difícil; no hay naipes ni jugadores.
    -¡Oh! En cuanto a los naipes, ya los hallaremos, porque se venden en todos los
    vagones americanos. En cuanto a compañeros de juego, si por casualidad la señora...
    -Ciertamente, caballero -respondió con viveza Aouida-, sé jugar al whist. Eso forma
    parte de la educación inglesa.
    -Y yo -repuso Fix-, tengo alguna pretensión de jugarlo bien. Por consiguiente,
    haremos la partida a tres.
    -Como gustéis -repuso mister Fogg, gozoso de dedicarse a su juego favorito aun en
    ferrocarril.
    Picaporte fue en busca del "steward" y volvió luego con dos barajas, fichas, tantos y
    una tablilla forrada de paño. No faltaba nada. El juego comenzó. Mistress Aouida sabía
    bastante bien el whist, aun recibió algunos cumplidos del severo Phileas Fogg. En
    cuanto al inspector, era de primera fuerza y capaz de luchar con el gentleman.
    -Ahora --dijo entre sí Picaporte-, ya es nuestro y no se moverá.
    A las once de la mañana, el tren llegó a la línea divisoria de las aguas de ambos
    Océanos. Aquel paraje, llamado Passe-Bridger, se hallaba a siete mil quinientos
    veinticuatro pies ingleses dobre el nivel del mar, y era uno de los puntos más altos del
    trazado férreo, al través de las Montañas Rocosas. Después de haber recorrido unas
    doscientas millas, los viajeros se hallaron por fin en una de esas extensas llanuras que
    llegan hasta el Atlántico, y que tan propicias son para el establecimiento de
    ferrocarriles.
    Sobre la vertiente de la cuenca atlántica se desarrollaban ya los primeros ríos,
    afluentes o subafluentes del North-Platte. Todo el horizonte del Norte y del Este
    estaba cubierto por una inmensa cortina semicircular que forma la porción
    septentrional de las Montañas Rocosas, dominada por el pico de Laramia. Entre esa
    curvatura y la línea férrea se extendían vastas llanuras, abundantemente regadas. A la
    derecha de la vía aparecían las primeras rampas de la masa montañosa que se redondea
    al Sur hasta el nacimiento del Arkansas, uno de los grandes tributarios del Missouri.
    A las doce y media, los viajeros divisaron el puente Halleck, que domina aquella
    comarca. Con algunas horas más, el trayecto de las Montañas Rocosas quedaría hecho,
    y, por consiguiente, podía esperarse que ningún incidente perturbaría el paso del tren
    por tan áspera región. Ya no nevaba y el frío era seco. A lo lejos unas aves grandes,
    espantadas por la locomotora. Ninguna fiera, ni oso, ni lobo, aparecía en la llanura. Era
    el desierto con su inmensa desnudez.
    Después de un almuerzo bastante confortable, servido en el mismo vagón, mister
    Fogg y sus compañeros acababan de tomar los naipes de nuevo, cuando se oyeron
    violentos silbidos. El tren se paró.
    Picaporte se asomó a la portezuela y no -vio nada, ni había estación alguna.
    Mistress Aouida y Fix pudieron temer por un momento que mister Fogg bajase a la
    vía, pero el gentleman se contentó con decir a su criado:
    -Id a ver lo que es eso.
    Picaporte salió, y unos cuarenta viajeros habían dejado ya sus puestos, entre ellos el
    coronel Steam Proctor.
    El tren se había parado ante una señal roja, y el maquinista, así como el conductor,
    altercaban vivamente con un guardavía que habia sido enviado al encuentro del convoy
    por el jefe de Medicine-Bow, la estación inmediata. Tomaban parte de la discusión
    algunos viajeros que se habían acercado, y entre otros, el referido coronel Proctor, con
    altaneras palabras e imperiosos ademanes.
    Picaporte oyó decir al guardavía:
    -¡No! ¡No hay medio de pasar! El puente de Medicine-Bow está resentido y no
    aguantaría el peso del tren.
    El puente de que se trataba era colgante, y cruzaba sobre el torrente, a una milla del
    sitio donde se había parado el tren. Según el guardavía, muchos alambres estaban rotos,

    y el puente amenazaba ruina, siendo imposible arriesgarse y pasarlo. El guadavía no
    exageraba al afirmarlo y es preciso tener en cuenta que, con los hábitos de los
    americanos, cuando son ellos prudentes, sería locura no serlo.
    Picaporte, que no se atrevía a contárselo a su amo, estaba oyendo lo que decían,
    quieto como una estatua y apretando los dientes.
    -¡Me parece --exclamó el coronel Proctor- que no vamos a estar aquí criando raíces
    en la nieve!
    -Coronel -respondió el conductor-, hemos telegrafiado a la estación de Omaha para
    pedir un tren, pero es probable que no llegue a Medicine-Brow antes de seis horas.
    -¡Seis horas! --dijo Picaporte.
    -Sin duda. Además, bien necesitaremos ese tiempo para llegar a pie a la estación.
    -Pero si no está más que a una milla --dijo un viajero.
    -En efecto; pero al otro lado del río.
    -Y ese río, ¿no puede pasarse con barca?
    -Imposible. El torrente viene crecido por las lluvias. Es un raudal y tendremos que
    dar un rodeo de diez millas al Norte para hallar un vado.
    El coronel echó una bordada de temos, pegándola con la compañía y con el
    conductor, mientras que Picaporte, furioso, no estaba muy lejos de hacer coro con él.
    Había un obstáculo material, contra el cual habían de estrellarse todos los billetes de
    banco de su amo.
    Además, el descontento era general entre los viajeros, quienes, sin contar con el
    atraso, se veían obligados a andar unas quince millas por la llanura nevada. Hubo, pues,
    alboroto, vociferaciones, gritería, y esto hubiera debido llamar la atención de Phileas
    Fogg, a no estar absorto en el juego.
    Sin embargo, Picaporte tenía que darle parte de lo que pasaba, y se dirigía al vagón
    con la cabeza baja cuando el maquinista, verdadero yankee llamado Foster, dijo,
    levantando la voz:
    -Señores, tal vez hay un medio de pasar.
    -¿Por el puente? --dijo un viajero.
    -Por el puente.
    -¿Con nuestro tren? -preguntó el coronel.
    -Con nuestro tren.
    Picaporte se detuvo, y devoraba las palabras del maquinista.
    -¡Pero el puente amenaza ruina! --dijo el conductor.
    -No importa -respondió Foster-. Creo, que, lanzando el tren con su máxima
    velocidad, hay probabilidad de pasar.
    -¡Diantre! --exclamó Picaporte.

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    Mensaje por Maria Lua Lun 25 Nov 2024, 15:04

    ***

    Pero cierto número de viajeros fueron inmediatamente seducidos por la proposición
    que gustaba especialmente al coronel Proctor. Este cerebro descompuesto consideraba
    la cosa como muy practicable. Se acordó de que unos ingenieros habían concebido la
    idea de pasar los ríos sin puente, con trenes rígidos lanzados a toda velocidad. Y en fin
    de cuentas, todos los interesados en la cuestión se pusieron de parte del maquinista.
    -Tenemos cincuenta probabilidades de pasar -decía otro.
    -Sesenta -decía otro.
    -Ochenta... ¡Noventa por ciento!
    Picaporte estaba asustado, si bien se hallaba dispuesto a intentarlo toda para pasar el
    Medicine-Creek; pero la tentativa le parecía demasiado americana.
    -Por otra parte -pensó-, hay otra cosa más sencilla que ni siquiera se le ocurre a esa
    gente. Caballero -dijo a uno de los viajeros-, el medio propuesto por el maquinista me
    parece algo aventurado, pero...
    -¡Ochenta probabilidades! --respondió el viajero, que le volvió la espalda.
    -Bien lo sé -respondió Picaporte, dirigiéndose a otro-, pero una simple reflexión.
    -No hay reflexión, es inútil -respondió el americano, encogiéndose de hombros-,
    puesto que el maquinista asegura que pasaremos.
    -Sin duda, pasaremos; pero sería quizá más prudente...

    -¡Cómo prudente! --exclamó el coronel Proctor, a quien hizo dar un salto esa palabra
    oída por casualidad-. ¡Os dicen que a toda velocidad! ¿Comprendéis? ¡A toda
    velocidad!
    -Ya sé, ya comprendo --repetía Picaporte, a quien nadie dejaba acabar-; pero sería, si
    no más prudente, puesto que la palabra os choca, al menos más natural...
    -¿Quién? ¿Cómo? ¿Qué? ¿Qué tiene que decir ése con su natural? -gritaron todos.
    Ya no sabía el pobre mozo de quién hacerse oír.
    -¿Tenéis acaso miedo? -le preguntó el coronel Proctor.
    ¡Yo miedo! ~-exclamó Picaporte-. Pues bien; sea. Yo les enseñaré que un francés
    puede ser tan americano como ellos.
    -¡Al tren, al tren! -gritaba el conductor.
    -¡Sí, al tren! -repetía Picaporte-: ¡Al tren! ¡Y al instante! ¡Pero nadie me impedirá
    pensar que hubiera sido más natural pasar primero el puente a pie, y luego el tren!...
    Nadie oyó tan cuerda reflexión, ni nadie hubiera querido reconocer su conveniencia.
    Los viajeros volvieron a los coches: Picaporte ocupó su asiento sin decir nada de lo
    ocurrido. Los jugadores estaban absortos en su whist.
    La locomotora silbó vigorosamente. El maquinista, invirtiendo el vapor, trajo el tren
    para atrás durante cerca de una milla, retrocediendo como un saltarin que va a tomar
    impulso.
    Después de otro silbido, comenzó la marcha hacia delante; se fue acelerando, y muy
    luego la velocidad fue espantosa. No se oía la repercusión de los relínchos de la

    locomotora, sino una aspiración seguida; los pistones daban veinte golpes por segun-
    do; los ejes humeaban entre las cajas de grasa. Se sentía, por decirlo así, que el tren

    entero, marchando con una rapidez de cien millas por hora, no gravitaba ya sobre los
    rieles. La velocidad destruía la pesantez.
    Y pasaron como un relámpago. Nadie vio el puente. El tren saltó, por decirlo así, de
    una orilla a otra, y el maquinista no pudo detener su máquina desbocada sino a cinco
    millas más allá de la estación.
    Pero apenas había pasado el tren, cuando el puente, definitivamente arruinado, se
    desplomaba con estrépito sobre el Medicine-Bow.







    XXIX

    Aquella misma tarde, el tren proseguía su marcha sin obstáculos, pasaba el fuerte
    Sanders, trasponía el paso de Cheyenvoy, llegaba al paso de Evans. En este sitio
    alcanzaba el ferrocarril el punto más alto del trayecto, o sea ocho mil noventa y un
    pies sobre el nivel del Océano. Los viajeros ya no tenían más que bajar hasta el
    Atlántico por aquellas llanuras sin límites, niveladas por la naturaleza.
    Allí empalmaba el ramal de Denver, ciudad principal de Colorado. Este territorio es
    rico en minas de oro y de plata, y más de cincuenta mil habitantes han fijado allí su
    domicilio.
    Se habían recorrido mil trescientas ochenta y dos millas desde San Francisco, en tres
    dias y tres noches, cuatro noches y cuatro días debían bastar, según toda la previsión,
    para llegar a Nueva York. Phileas Fogg se mantenía, por consiguiente, dentro del plazo
    regiamentario.
    Durante la noche se dejó a la izquierda del campamento de Walbab. El
    "Lodge-Pole-Crek" discurría paralelamente a la vía, siguiendo sus aguas la frontera
    rectilínea común a los Estados de Wyoming y de Colorado. A las once entraban en
    Nebraska, pasaban cerca de Sedgwick, y tocaban en Julesburgh, situado en el brazo
    meridional del río Platte.
    Allí fue donde se inauguró el "Union Paciflc", el 23 de octubre de 1867, cuyo
    ingeniero jefe fue el general J. M. Dodge, y donde se detuvieron las dos poderosas
    locomotoras que remolcaban los nuevos vagones de convidados, entre los cuales
    figuraba el vicepresidente Tomás C. Durant. Allí dieron el simulacro de un combate
    indio; allí brillaron los fuegos artificiales, en medio de ruidosas aclamaciones: allí, por

    último, se publicó, por medio de una imprenta portátil, el primer número del
    "Rail-way-Pioneer". Así fue celebrada la inauguración de ese gran ferrocarril,
    instrumento de progreso y de civilización, trazado a través del desierto y destinado a
    enlazar entre sí ciudades que no existían aún. El silbato de la locomotora, más
    poderoso que la lira de Anfión, iba a hacerlas surgir muy en breve del suelo americano.
    A las ocho de la mañana, el fuerte Mac Pherson quedaba atrás. Este punto dista
    trescientas cincuenta y siete millas de Omaha. La vía férrea seguía por la izquierda del
    brazo meridional del río Platte. A las nueve, se llegaba a la importante ciudad de
    North-Platte, contruida entre los dos brazos de ese gran río, que se vuelven a reunir
    alrededor de ella para no formar, en adelante ya, más que una sola arteria, afluyente
    considerable cuyas aguas se confunden con las del Missouri, un poco más allá de
    Omaha.
    Mister Fogg y sus compañeros proseguían su juego, sin que ninguno de ellos se
    quejase de la longitud del camino. Fix había empezado por ganar algunas guineas que
    estaba perdiendo, no siendo menos apasionado que mister Fogg. Durante aquella
    mañana, la suerte favoreció singularmente a éste. Los triunfos llovían, por decirlo así,
    en sus manos En cierto momento, después de haber combinado un golpe atrevido, se
    preparaba a jugar espadas, cuando detrás de la banqueta salió una voz diciendo:
    -Yo jugaría oros
    Mister Fogg, mistress Aouida y Fix, levantaron la cabeza. El coronel Proctor estaba junto a ellos.
    Steam Proctor y Phileas Fogg se reconocieron en seguida.
    -¡Ah! Sois vos, señor inglés --exclamó el coronel-; ¡sois vos quien quiere jugar
    espadas!
    -Y que las juega -respondió con frialdad Phileas Fogg, echando un diez de ese palo.
    -Pues bien; me acomoda que sean oros –replicó el coronel Proctor con irritada voz,
    haciendo ademán de tomar la carta jugada, y añadiendo:
    -No sabéis ese juego.
    -Tal vez seré más diestro en otro --dijo Phileas Fogg, levantándose.
    -¡Sólo de vos depende ensayarlo, hijo de John Bull! -replicó el grosero personaje.
    Mistress Aouida había palidecido, afluyendo toda su sangre al corazón. Se había
    asido del brazo de Phi leas Fogg, que la repelió suavemente. Picaporte iba a echarse
    sobre el americano, que miraba a su adversario con el aire más insultante posible, pero
    Fix se había levantado, y yendo hacia el coronel Proctor, le dijo:
    -Olvidáis que es conmigo con quien debéis entenderos, porque no sólo me habéis
    injuriado, sino golpeado.
    -Señor Fix --dijo Fogg-, perdonad, pero esto me concierne a mí solo. Al pretender que yo hacía
    mal en jugar espadas, el coronel me ha injuriado de nuevo, y me dará una satisfacción.
    -Cuando queráis y donde queráis -respondió el americano-, y con el arma que queráis.
    Mistress Aouida intentó en vano detener a mister Fogg. El inspector hizo inútiles
    esfuerzos para hacer suya la cuestión. Picaporte quería echar al coronel por la
    portezuela, pero una seña de su amo lo contuvo. Phileas Fogg salió del vagón, y el
    americano lo acompañó a la plataforma.
    --Caballero --dijo mister Fogg a su adversario-, tengo mucha prisa en llegar a Europa,
    y una tardanza cualquiera perjudicaría mucho mis intereses.
    -¿Y qué me importa? -respondió el coronel Proctor.
    --Caballero -dijo cortésmente mister Fogg-, después de nuestro encuentro en San Francisco, había
    formado el proyecto de volver a buscaros a América, tan fuego como hubiese terminado los negocios
    que me llaman al antiguo continente.
    -¡De veras!
    -¿Queréis señalarme sitio para dentro de seis meses?
    -¿Por qué no seis años?
    -Digo seis meses, y seré exacto.
    -Esas no son más que pamplinas o al instante, o nunca.
    --Corriente. ¿Vais a Nueva York?
    -No.
    -¿A Chicago?


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    JULIO VERNE (1828-1905) - Página 28 Empty Re: JULIO VERNE (1828-1905)

    Mensaje por Maria Lua Lun 25 Nov 2024, 15:05

    ***
    -No.
    -¿A Omaha?
    --Os importa poco. Conocéis Plum-Creek?
    -No.
    -Es la estación inmediata, y allí llegará el tren dentro de una hora; se detendrá diez
    minutos, durante los cuales se pueden disparar algunos tiros.
    -Bajaré en la estación de Plum-Creek.
    Y creo que allí os quedaréis -añadió el americano con sin igual insolencia.
    -¿Quién sabe, caballero? -respondió mister Fogg, y entró en su vagón tan calmoso
    como de costumbre.
    Allí el gentleman comenzó por tranquilizar a mistress Aouida, diciéndole que los
    fanfarrones no eran nunca de temer. Después rogó a Fix que le sirviera de testigo en el
    encuentro que se iba a verificar. Fix no podía rehusarse y Phileas Fogg prosiguió,
    tranquilo, su interrumpido juego, echando espadas con perfecta calma.
    A las once, el silbato de la locomotora, anunció la aproximación a la estación de
    Plum-Creek. Mister Fogg se levantó, y, seguido de Fix, salió a la galería. Picaporte le
    acompañaba, llevando un par de revólveres. Mistress Aouida se había quedado en el
    vagón, pálida como una muerta.
    En aquel momento, se abrió la puerta del otro vagón, y el coronel Proctor apareció
    también en la galería, seguido de su testigo, un yanqui de su temple. Pero, en el
    momento en que los dos adversarios iban a bajar a la vía, el conductor acudió gritando:
    -No se baja, señores.
    -¿Y por qué? -preguntó el coronel.
    -Llevamos veinte minutos de retraso, y el tren no se para.
    -Pero tengo que batirme con el señor.
    -Lo siento -respondió el empleado-, pero marchamos al punto. ¡Ya suena la
    campana!
    La campana sonaba, en efecto, y el tren proseguió su camino.
    -Lo siento muchísimo, señores --dijo entonces el conductor-. En cualquier otra
    circunstancia hubiera podido serviros. Pero, en definitiva, puesto que n habéis podido
    batiros en esta estación., ¿quién os impide que lo hagáis aquí?
    -Eso no convendrá tal vez al señor --dijo e coronel Proctor con aire burlón.
    -Eso me conviene perfectamente -respondió Phileas Fogg.
    -Dicididamente estamos en América -pensó para sí Picaporte-, y el conductor del
    tren es un caballero de buen mundo.
    Y pensando esto, siguió a su amo.
    Los dos adversarios y sus testigos, precedidos de conductor, se fueron al último
    vagón del tren, ocupado tan sólo por unos diez viajeros. El conductor les preguntó si
    querían dejar un momento libre sitio a dos caballeros, que tenían que arreglar un
    negocio de honor.
    ¡Cómo no! Muy gozosos se mostraron los viajeros en complacer a los
    contendientes, y se retiraron a la galería.
    El vagón, que tenía unos cincuenta pies de largo, se prestaba muy bien para el caso.
    Los adversarios podían marchar uno contra otro entre las banquetas y fusilarse a su
    gusto. Nunca hubo duelo más fácil de arreglar. Mister Fogg y el coronel Proctor,
    provistos cada uno de dos revólveres, entraron en el vagón. Sus testigos los encerraron.
    Al primer silbido de la locomotora debía comenzar el fuego. Y luego, después de un
    transcurso de dos minutos, se sacaría del coche lo que quedase de los dos caballeros.
    Nada más sencillo, a la verdad; y tan sencillo, por cierto, que Fix y Picaporte sentían
    su corazón latir hasta romperse.
    Se esperaba el silbido convenido, cuando resonaron de repente unos gritos salvajes,
    acompañados de tiros que no procedían del vagón ocupado por los duelistas. Los
    disparos se escuchaban, al contrario, por la parte delantera y sobre toda la línea del
    tren; en el interior de éste se oían gritos de furor.

    El coronel Proctor y mister Fogg, con revólver en mano, salieron al instante del
    vagón, y corrieron adelante donde eran más ruidosos los tiros y los disparos.
    Habían comprendido que el tren era atacado por una banda de sioux.
    No era la primera vez que esos atrevidos indios habían detenido los trenes. Según su
    costumbre, sin aguardar la parada del convoy, se habían arrojado sobre el estribo un
    centenar de ellos, escalando los vagones como lo hace un clown al saltar sobre un
    caballo al galope.
    Estos sioux estaban armados de fusiles. De aqui las detonaciones, a que
    correspondían los viajeros, casi todos armados. Los indios habían comenzado por
    arrojarse sobre la máquina. El maquinista y el fogonero habían sido ya casi magullados.
    Un jefe sioux, queriendo detener el tren, había abierto la introducción del vapor en
    lugar de cerrarla, y la locomotora, arrastrada, corría con una velocidad espantosa.
    Al mismo tiempo los sioux habían invadido los vagones. Corrían como monos
    enfurecidos sobre las cubiertas, echaban abajo las portezuelas y luchaban cuerpo a
    cuerpo con los viajeros. El furgón de equipajes había sido saqueado, arrojando los
    bultos a la via. La gritería y los tiros no cesaban.
    Sin embargo, los viajeros se defendían con valor. Ciertos vagones sostenían, por
    medio de barricadas, un sitio, como verdaderos fuertes ambulantes llevados con una
    velocidad de cien millas por hora.
    Desde el principio del ataque, mistress Aouida se había conducido valerosamente.
    Con revólver en mano, se defendía heroicamente; tirando por entre los cristales rotos,
    cuando asomaba algún salvaje. Unos veinte sioux, heridos de muerte, habían caído a la
    vía, y las ruedas de los vagones aplastaban a los que se caian sobre los rieles desde las
    plataformas.
    Varios viajeros, gravemente heridos de bala o de rompecabezas, yacían sobre las
    banquetas.
    Era necesario acabar. La lucha llevaba diez minutos de duración, y tenía que tenninar
    en ventaja de los sioux si el tren no se paraba. En efecto, la estación de Fuerte Kearney
    no estaba más que a dos millas de distancia, y una vez pasado el fuerte y la estación
    siguiente, los sioux serían dueños del tren.
    El conductor se batía al lado de mister Fogg, cuando una bala lo alcanzó. Al caer
    exclamó:
    -¡Estamos perdidos si el tren tarda cinco minutos en pararse!
    -¡Se parará! -dijo Phileas Fogg, que quiso echarse fuera del vagón.
    -Estad quieto, señor -le gritó Picaporte . Yo me encargo de ello.
    Phileas Fog,-, no tuvo tiempo de detener al animoso muchacho, que, abriendo una
    portezuela, consiguió deslizarse debajo del vagón. Y entonces, mientras la lucha
    continuaba y las balas se cruzaban por encima de su cabeza, recobrando su agilidad y
    flexibilidad de clown, arrastrándose colgado por debajo de los coches, y agarrándose,
    ora a las cadenas, ora a las palancas de freno, rastreándose de uno a otro vagón, con
    maravillosa destreza, llegó a la parte delantera del tren sin haber podido ser visto.
    Allí, colgado por una mano entre el furgón y el ténder, desenganchó con la otra las
    cadenas de seguridad; pero a consecuencia de la tracción, no hubiera conseguido
    desenroscar la barra de enganche, si un sacudimiento que la máquina experimentó, no la
    hubiera hecho saltar, de modo que el tren, desprendido, se fue quedando arás, mientras
    que la locomotora huía con mayor velocidad. El corrió aún durante algunos minutos;
    pero los frenos se manejaron bien, y el convoy se detuvo, al fin, a menos de cien pasos
    de la estación de Kearney.
    Allí, los soldados del fuerte, atraídos por los disparos, acudieron apresuradamente.
    Los sioux no los habían esperado, y antes de pararse completamente el tren, toda la
    banda había desaparecido.
    Pero cuando los viajeros se contaron en el andén de la estación, reconocieron que
    fantaban algunos, y entre otros el valiente francés, cuyo denuedo acababa de salvarlos.



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    JULIO VERNE (1828-1905) - Página 28 Empty Re: JULIO VERNE (1828-1905)

    Mensaje por Maria Lua Miér 27 Nov 2024, 08:18

    ***

    XXX

    Tres viajeros, incluso Picaporte, habían desaparecido. ¿Los habían muerto en la
    lucha? ¿Estarían prisioneros de los sioux? No podía saberse todavía.
    Los heridos eran bastantes numerosos, pero se reconoció que ninguno lo estaba
    mortalmente. Uno de los más graves era el coronel Proctor, que se había batido
    valerosamente, recibiendo un balazo en la ingle. Fue trasladado a la estación con otros
    viajeros, cuyo estado reclamaba cuidados inmediatos.
    Mistress Aouida estaba en salvo, Phileas Fogg, que no había sido de los menos
    ardientes en la lucha, salió sin un rasguño. Fix estaba herido en el brazo, pero
    levemente. Pero Picaporte faltaba, y los ojos de la joven Aouida vertían lágrimas.
    Entretanto, todos los viajeros habían abandonado el tren. Las ruedas de los vagones
    estaban manchadas de sangre. De los cubos y de los ejes colgaban informes despojos
    de carne. Se veían por la llanura largos rastros encarnados, hasta perderse de vista. Los
    últimos indios desaparecían entonces por el sur hacia el rio Republican.
    Mister Fogg permanecía quieto y cruzado de brazos. Tenía que adoptar una grave
    resolución. Mistress Aouida lo miraba sin pronunciar una palabra... Comprendió él
    esta mirada. Si su criado estaba prisionero, ¿no debía intentarlo todo para librarlo de
    los indios?
    -Lo encontraré vivo o muerto ---dijo sencillamente a mistress Aouida.
    -¡Ah! ¡Mister.. mister Fogg! --exclamó la joven, asiendo las manos de su compañero
    bañándolas de lágrimas.
    -¡Vivo -añadió mister Fogg-, si no perdemos un minuto!
    Con esta resolución, Phileas Fogg se sacrificaba por entero. Acababa de pronunciar
    su ruina. Un día tan sólo de atraso, le hacía faltar a la salida del vapor en Nueva York,
    y perdía la apuesta irrevocablemente; pero no vaciló ante la idea de cumplir con su
    deber.
    El capitán que mandaba el fuerte Kearney estaba allí. Sus soldados, un centenar de
    hombres, se habían puesto a la defensiva, en el caso en que los sioux hubieran dirigido
    un ataque directo contra la estación.
    -Seflor --dijo mister Fogg al capitán-, tres viajeros han desaparecido.
    -¿Muertos? -preguntó el capitán.
    -Muertos o prisioneros -respondió Phileas Fogg-. Esta es una incertidumbre que
    debemos aclarar. ¿Tenéis intención de perseguir a los sioux?
    -Esto es grave --dijo el capitán-. ¡Estos indios pueden huir hasta más allá de
    Arkansas! No puedo abandonar el fuerte que me está confiado.
    -Señor -repuso Phileas Fogg-, se trata de la vida de tres hombres.
    -Sin duda.... pero ¿puedo arriesgar la de cincuenta para salvar tres?
    -Yo no sé si podéis, pero debéis hacerlo.
    -Caballero -respondió el capitán-, nadie tiene que enseñarme cuál es mi deber.
    -Sea --dijo con frialdad Phileas Fogg-. ¡Iré solo!
    -¡Vos, seííor! ---exclamó Fix-. ¿Iréis solo en persecución de los sioux?
    -¿Queréis, entonces, que deje perecer a ese infeliz a quienes todos los que están aquí
    deben la vida? iré.
    -Pues bien; ¡no iréis solo! -exclamó el capitán, conmovido a pesar suyo-. ¡No! Sois
    un corazón valiente. ¡Treinta hombres de buena voluntad! -añadió, volvíendose hacia
    los soldados.
    Toda la compañía avanzó en masa. El capitán tuvo que elegir treinta soldados,
    poniéndolos a las órdenes de un viejo sargento.
    -¡Gracias, capitán! --dijo mister Fogg.
    -¿Me permitiréis acompañaros? -preguntó Fíx al gentleman.
    --Como gustéis, caballero -le respondió Phileas Fogg-; pero si queréis prestarme un
    servicio, os quedaréis junto a mistress Aouida; y en el caso de que me suceda algo...
    Una palidez súbita invadió el rostro del inspector de policía. ¡Separarse del hombre a
    quien había seguido paso a paso y con tanta persistencia! ¡Dejarlo, aventtirarse así en

    el desierto! Fix miró con atención al gentleman y a pesar de sus prevenciones bajó la
    vista ante aquella mirada franca y serena.
    -Me quedaré ---dijo-.
    Algunos instantes después, mister Fogg, después de estrechar la mano de la joven y
    entregarle su precioso saco de viaje, partía con el sargento y su reducida tropa,
    diciendo a los soldados:
    -¡Amigos míos, hay mil libras para vosotros, si salváis a los prisioneros!
    Eran las doce y algunos minutos.
    Mistress Aouida se había retirado a un cuarto de la estación, y allí sola aguardó,
    pensando en Phileas Fogg, en su sencilla y graciosa generosidad y en su sereno valor.
    Mister Fogg había sacrificado su fortuna, y ahora 'uaaba su vida, todo sin vacilación,
    por deber y sin alarde. Phileas era un héroe ante ella.
    El inspector Fix no pensaba del mismo modo, y no podía contener su agitación. Se
    paseaba calenturiento por el andén de la estación. Estaba arrepentido de haberse dejado
    subyu<:var en el primer momento por mister Fogg, y comprendía la necedad en que
    había incurrido dejándolo marchar. ¿Cómo había podido consentir en separarse de
    aquel hombre, a quien acababa de seguir alrededor del mundo? Se reconvenía a sí
    mismo, se acusaba, se trataba como si hubiera sido el director de la policía
    metropolitana, amonestando a un agente sorprendido en flagrante delito de candidez.
    -¡He sido inepto! --decía para sí-. ¡El otro te habrá dicho quién era yo! ¡Ha partido y
    no volverá! ¿Dónde apresarlo ahora? Pero, ¿cómo he podido dejarme fascinar así, yo,
    Fix, yo, que llevo en el bolsillo la orden de prisión? ¡Decididamente soy un animal!
    Así razonaba el inspector de policía, mientras que las horas transcurrían lentamente.
    No sabía qué hacer. Algunas veces tenía la idea de decírselo todo a mistress Aouida,
    pero comprendía de qué modo serían acogidas sus palabras por la joven. ¿Qué partido
    tomar? Estaba tentado de irse, al través de las llanuras, en busca de Fogg. No le parecía
    imposible volver a dar con él. ¡Las huellas del destacamento estaban impresas todavía
    en el nevado suelo? Pero luego todo vestigio quedaba borrado bajo una nueva capa de
    nieve.
    Entonces el desaliento se apoderó de Fix. Experirnentó un insuperable deseo de
    abandonar la partida, y precisamente se le ofreció ocasión de seguir el viaje, partiendo
    de la estación de Kearney.
    En efecto; a las dos de la tarde, mientras que la nieve caía a grandes copos, se oyeron
    unos silbidos procedentes del Este. Una sombra enorme, precedida de un resplandor
    rojizo, avanzaba con lentitud, considerablemente abultada por las brumas que le daban
    fantástico aspecto.
    Sin embargo, ningún tren de la parte del Este era esperado todavía. El auxilio pedido
    por teléfono no podía llegar tan pronto, y el tren de Omaba a San Francisco no debía
    pasar hasta el día siguiente.
    No tardó en saberse lo que era. La locomotora, que andaba a corto vapor y dando
    grandes silbidos, era la que, después de haberse separado del tren, había conlinuado su
    marcha con tan espantosa velocidad, llevando al maquinista y fogonero inanimados.
    Había corrido muchas millas, y, después, apagándose el fuego, por falta de
    combustible, la velocidad se fue amortiguando, hasta que la máquina se detuvo, veinte
    millas más allá de la estación de Kearney.
    Ni el maquinista ni el fogonero habían sucumbido, y después de un desmayo
    bastante prolongado, habían recobrado los sentidos.
    La máquina estaba entonces parada, y cuando el maquinista se vio en el desierto con
    la locomotora sola, comprendió lo ocurrido, y sin que pudiera atinar de qué modo se
    había efectuado la separación, no dudaba que el tren estaba atrás esperando auxi,tio.
    No vaciló el maquinista sobre la resolucion qtte debía adoptar. Proseguir el camino
    en dirección de Omaha, era prudente; volver hacia el tren, en cuyo saqueo estarían
    quizá ocupados los indios, era peligro. so... ¡No importa! Se rellenó la hornilla de
    combustible, el fuego se reanimó, la presión volvió a subir, y a cosa de las dos de la

    tarde, la máquina regresaba a la estación de Kearney, siendo ella la que silbaba sobre la
    bruma.
    Fue para los viajeros gran satisfacción el ver que la locomotora se ponía a la cabeza
    del tren. Iban a poder continuar su viaje, tan desgraciadamente interrumpido.
    Al llegar la máquina, mistress Aouida preguntó al conductor:
    -¿Vais a marchar?
    -Al momento, señora.
    -Pero esos prisioneros... nuestros desventurados compañeros...
    -No puedo interrumpir el servicio -respondió el conductor-. Ya llevamos tres horas
    de atraso.
    -¿Y cuándo pasará el otro tren procedente de San Francisco?
    -Mañana por la tarde, señora.
    -¡Mañana por la tarde! Pero ya no será tiempo. ¡Es preciso aguardar!
    -Imposible. Si queréis partir, al coche.
    -No marcharé -respondió la joven.
    Fix había oído la conversación. Algunos momentos antes, cuando todo medio de
    locomoción le faltaba, estaba decidido a marchar; y ahora, que- el tren estaba allí y no
    tenía más que ocupar su asiento, le retenía un irresistible impulso. El andén de la
    estación le quemaba los pies, y no podía desprenderse de allí. Volvió al embate de sus
    encontradas ideas, y la cólera del mal éxito lo ahogaba. Quería luchar hasta el fin.
    Entretanto, los viajeros y algunos heridos, entre ellos el coronel Proctor, cuyo estado
    era grave, habían tomado ubicación en los vagones. Se oía el zumbido de la caldera y el
    vapor se desprendía por las válvulas. El maquinista silbó, el tren se puso en marcha, y
    desapareció luego, mezclando su blanco humo con el torbellino de las nieves.
    El inspector Fix se quedó.
    Algunas horas transcurrieron. El tiempo era muy malo y el frío excesivo. Fix,
    sentado en un banco de la estación, permanecía inmóvil hasta el punto de parecer
    dormido. Mistress Aouida, a pesar de la nevada, salía a cada momento del cuarto que
    estaba a su disposición. Llegaba hasta lo último del andén, tratando de penetrar la
    bruma con su vista y procurando escuchar sí se percibía algún ruido. Pero nada.
    Aterida por el frío, volvía a su aposento para volver a salir algunos momentos más
    tarde, y siempre inútilmente.
    Llegó la noche, y el destacamento no había regresado. ¿Dónde estaría? ¿Había
    alcanzado a los indios? ¿Habría habido lucha, o acaso los soldados, perdidos en medio
    de la nieve, andarían errantes a la aventura? El capitán del fuerte Kearney estaba muy
    inquieto, si bien procuraba disimularlo.
    Por la noche, la nieve no cayó en tanta abundancia, pero creció la intensidad del frío.
    La mirada más intrépida no hubiera considerado sin espanto aquella oscu,-a
    inmensidad. Reinaba un absoluto silencio en la llanura, cuya infinita calma no era
    turbada ni por el vuelo de las aves ni por el paso de las fieras.
    Durante toda aquella noche, mistress Aouida, con el ánimo entregado a siniestros
    pensamientos, con el corazón lleno de angustias, anduvo errando por la linde de la
    pradera. Su imaginación la llevaba a lo lejos, mostrándole mil peligros; no es posible
    expresar lo que sufrió durante tan largas horas.
    Fix permanecía quieto en el mismo sitio, pero tampoco dormía. En cierto momento
    se le acercó un hombre, y le habló, pero el agente lo despidió, después de haberle
    respondido negativamente.
    Así transcurrió la noche. Al alba, el disco medio apagado del sol se levantó sobre un
    horizonte nublado, pudiendo, sin embargo, la vista extenderse hasta dos millas de
    distancia. Phileas Fogg y el destacamento se habían dirigido hacia el Sur, y por este
    lado no se divisaba más que el desierto. Eran entonces las siete de la mañana.




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    JULIO VERNE (1828-1905) - Página 28 Empty Re: JULIO VERNE (1828-1905)

    Mensaje por Maria Lua Jue 28 Nov 2024, 09:27

    ***
    El capitán, muy caviloso, no sabía qué partido tomar. ¿Debía enviar otro
    destacamento en auxilio del primero? ¿Debía sacrificar más hombres, con tan poca
    probabilidad de salvar a los que se habían sacrificado primero? Pero su vacilación no
    duró, y llamó con una señal a uno de sus tenientes, dándole orden de hacer un

    reconocimiento por el Sur, cuando sonaron unos tiros. ¿Era esto una señal? Los
    soldados salieron afuera del fuerte, y a media milla vieron una pequena partida que
    venía en buen orden.
    Mister Fogg iba a la cabeza, y junto a él estaban Picaporte y los otros dos viajeros,
    librados de entre las manos de los sioux.
    Había habido combate a diez millas al sur de Kearney. Pocos momentos antes de la
    llegada del destacamento, Picaporte y los dos compañeros estaban luchando con sus
    guardianes, y el francés había ya derribado tres a puñetazos, cuando su amo y los
    soldados se precipitaron en su auxilio.
    Todos, salvadores y salvados, fueron acogidos con gritos de alegría, y Phileas Fogg
    distribuyó a los soldados la prima que les había prometido, mientras que Picaporte
    repetía, no sin alguna razón:
    -¡Decididamente, es preciso convenir en que cuesto muy caro a mi amo!
    Fix, sin pronunciar una palabra, miraba a mister Fogg, y hubiera sido difícil analizar
    las impresiones que luchaban en su interior. En cuanto a mistress Aouida, había
    tomado la mano del gentleman y la estrechaba con las suyas sin poder pronunciar una
    palabra.
    Entretanto, Picaporte, tan luego como llegó, había buscado el tren en la estación,
    creyendo encontrarle allí dispuesto a correr hacia Omaba, y esperando que se podría
    ganar aún el tiempo perdido.
    -¡El tren, el tren! -gritaba.
    -Se marchó -respondió Fix.
    -Y el tren siguiente, ¿cuándo pasa? -preguntó mister Fogg.
    -Esta noche.
    -¡Ah! --dijo simplemente el impasible gentieman.




    XXXI




    Phileas Fogg estaba veinticuatro horas atrasado, y Picaporte, causa involuntaria de
    esta tardanza, estaba desesperado. Había arruinado indudablemente a su amo.
    En aquel momento, el inspector se acercó a mister Fogg, y mirándole bien enfrente, le
    preguntó:
    -Con formalidad, señor Fogg; ¿tenéis prisa?
    --Con mucha formalidad -respondió Phileas Fogg.
    -Insisto -repuso Fix. ¿Tenéis verdadero interés en estar en Nueva York el 11, antes
    de las nueve de la noche, hora de salida del vapor de Liverpool?
    -El mayor interés.
    -Y si el viaje no hubiera sido interrumpido por el ataque de los indios, ¿hubierais
    llegado a Nueva York el 11 por la mañana?
    -Sí, con doce horas de adelanto sobre el vapor.
    -Bien. Tenéis ahora veinte horas de atraso. Entre veinte y doce, la diferencia es de
    ocho. Luego con ganar estas ocho horas tenéis bastante. ¿Queréis intentarlo?
    -¿A pie?
    -No, en trineo de vela. Un hombre me ha propuesto este sistema de transporte.
    Era el hombre que había hablado al inspector de policía durante la noche, y cuya
    oferta había sido desechada.
    Phileas Fogg no respondió a Fix; pero éste le enseñó el hombre de que se trataba, y el
    gentleman después, Phileas Fogg y el americano, llamado Mudge, entraban en una
    covacha construida junto al fuerte Kearney.
    Allí, mister Fogg examinó un vehículo bastante singular, especie de tablero
    establecido sobre dos largueros, algo levantados por delante, como las plantas de un
    trineo, y en el cual cabían cinco o seis personas. Al tercio, por delante, se elevaba un
    mástil muy alto, donde se envergaba una inmensa cangreja. Este mástil, sólidamente
    sostenido por obenques metálicos, tendía un estay de hierro, que servía para guindar

    un foque de gran dimensión. Detrás había un timón espaldilla, que permitía dirigir el
    aparato.
    Como se ve, era un trineo aparejado en balandra. Durante el invierno, en la llanura
    helada, cuando los trenes se ven detenidos por las nieves, esos vehículos hacen
    travesías muy rápidas, de una a otra estación. Están, por lo demás, muy bien
    aparejados, quizá mejor que un balandro, que está expuesto a volcar, y con viento en
    popa corren por las praderas, con rapidez igual, si no superior a la de un expreso.
    En pocos instantes se concluyó el trato entre mister Fogg y el patrón de esa
    embarcación terrestre. El viento era bueno. Soplaba del Oeste muy frescachón. La
    nieve estaba endurecida, y Mudge tenía grandes esperanzas de llegar en pocas horas a
    la estación de Omaha, donde los trenes son frecuentes y las vías numerosas en
    dirección a Chicago y Nueva York. No era difícil que pudiera ganarse el atraso; por
    consiguiente, no debía vacitarse en intentar la aventura.
    No queriendo mister Fogg exponer a mistress Aouida a los tormentos de una travesía
    al aire libre, con el frío, que la velocidad había de hacer más insoportable, le propuso
    quedarse con Picaporte en la estación de Kearney, desde donde el buen muchacho la
    traería a Europa, por mejor camino y en mejores condiciones.
    Mistress Aouida se negó a separarse de mister Fogg, y Picaporte se alegró mucho de
    esta determinación. En efecto, por nada en el mundo hubiera querido separarse de su
    amo, puesto que Fix le acompañaba.
    En cuanto a lo que entonces pensaba el inspector de policía, sería difícil decirlo. ¿Su
    convicción estaba quebrantada por el regreso de Phileas Fogg, o bien lo consideraba
    como un bribón de gran talento, por creer que después de cumplida la vuelta al mundo,
    estaría absolutamente seguro en Inglaterra? Tal vez la opinión de Fix, respecto de
    Phileas Fogg, se había modificado; pero no por eso estaba menos decidido a cumplir
    con su deber, y, más impaciente que todos, a ayudar con todas sus fuerzas el regreso a
    Inglaterra.
    A las ocho, el trineo estaba dispuesto a marchar. Los viajeros, casi puede decirse los
    pasajeros, tomaron asiento, muy envueltos en sus mantas de viaje. Las dos inmensas
    velas estaban izadas,y al impulso del viento el vehículo corría sobre la endurecida nieve
    a razón de cuarenta millas por hora.
    La distancia que separa el fuerte Kearney de Omaba es en línea recta, a vuelo de
    abeja, como dicen los americanos, de doscientas millas lo más. Manteniendose el
    viento, esta distancia podía recorrerse en cinco horas, y no ocurriendo ningún
    incidente, el trineo debía estar en Omaha a la una de la tarde.
    ¡Qué travesía! Los viajeros, apiñados, no podían hablarse. El frío, acrecentado por la
    velocidad, les hubiera cortado la palabra. El trineo corría tan ligeramente sobre la
    superficie de la llanura, como un barco sobre las aguas, pero sin marejada. Cuando la
    brisa llegaba rasando la tierra, parecía que el trineo iba a ser levantado del suelo por sus
    espantosas velas cual alas de inmensa envergadura. Mudge se mantenía, por medio del
    timón, en la línea recta y con un golpe de espadilla rectificaba los borneos que el
    aparejo tendía a producir. Todo el velamen daba presa al viento. El foque, desviado, no
    estaba cubierto por la cangreja. Se levantó una cofa y dando al viento un cuchillo, se
    aumentó la fuerza del impulso de las demás velas. No podía calcularse la velocidad
    matemáticamente; pero era seguro que no bajaba de las cuarenta millas por hora.
    -Si nada se rompe --dijo Mudge-, llegaremos.
    Y Mudge tenía inerés en llegar dentro del plazo convenido, porque mister Fogg, fiel a
    su sistema, lo había engolosinado con una crecida oferta.




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    JULIO VERNE (1828-1905) - Página 28 Empty Re: JULIO VERNE (1828-1905)

    Mensaje por Maria Lua Jue 28 Nov 2024, 09:28

    ***

    La pradera por donde corría el trineo era tan llana, que parecía un inmenso estanque
    helado. El ferrocarril que cruzaba por esa región subía del Suroeste al Noroeste por
    Grand-lsland, Columbus, ciudad importante de Nebraska, Schuyler, Fremon y luego
    Omaha. Seguía en todo su trayecto por la orilla derecha del rio Platte. El trineo,
    atajando, recorría la cuerda del arco descrito por la vía férrea. Mudge no podía verse
    detenido por el río Platte, en el recodo que forma antes de llegar a Fremont, porque sus
    aguas estaban heladas. El camino se hallaba, pues, completamente libre de obstáculos,

    y a Phileas Fogg sólo podían darle cuidado dos circunstancias: una avería en el aparato
    o un cambio de viento.
    La brisa, sin embargo, no amainaba, y antes al contrario, soplaba hasta el punto de
    poder tumbar el palo, si bien le sostenían con firmeza los obenques de hierro. Esos
    alambres metálicos, semejantes a las cuerdas de un instrumento, resonaban como si un
    arco hubiese provocado sus vibraciones. El trineo volaba, acompañado de una armonía
    plañidera de muy particular intensidad.
    -Esas cuerdas dan la quinta y la octava -dijo mister Fogg.
    Fueron éstas las únicas palabras que pronunció durante la travesía. Mistress Aouida,
    cuidadosamente envuelta en los abrigos y mantas de viaje, estaba preservada, en lo
    posible, del alcance del frío.
    En cuanto a Picaporte, roja la cara como el disco solar cuando se pone entre brumas,
    aspiraba aquel aire penetrante, dando rienda a sus esperanzas con el fondo de
    imperturbable confianza que las distinguía. En vez de llegar por la mañana a Nueva
    York, se llegaría por la tarde, pero todavía existían probabilidades de que esto ocurriese
    antes de salir el vapor de Liverpool.
    Picaporte experimentó hasta deseos de dar un apretón de manos a su aliado Fix, no
    olvidando que era el inspector mismo quien había proporcionado el trineo de velas, y
    por consiguiente, el único medio de llegar a Omaba a tiempo; pero, obedeciendo a un
    indefinible presentimiento, se mantuvo en su acostumbrada reserva.
    En todo caso, había una cosa que Picaporte no olvidaría jamás, esto es: el sacrificio
    de mister Fogg para librarlos de los sioux arriesgando su fortuna y su vida. No; ¡jamás
    lo olvidaría su criado!
    Mientras que cada uno de los viajeros se entregaba a reflexiones diversas, el trineo
    volaba sobre la inmensa alfombra de nieve, y si atravesaba algunos ríos, afluentes o
    subafluentes del Little-Blue, no se percataba nadie de ello. Los campos y los cursos de
    agua se igualaban bajo una blancura uniforme. El llano estaba completamente desierto,
    comprendido entre el "Union Paciflc" y el ramal que ha de enlazar a Kearney con San
    José, formaba como una gran isla inhabitada. Ni una aldea, ni una estación, ni siquiera
    un fuerte. De vez en cuando, se veía pasar, cual relámpago, algún árbol raquítico, cuyo
    blanco esqueleto se retorcía bajo la brisa. A veces, se levantaban del suelo bandadas de
    aves silvestres. A veces también, algunos lobos, en tropeles numerosos, flacos,
    hambrientos, y movidos por una necesidad feroz, luchaban en velocidad con el trineo.
    Entonces Picaporte, revólver en mano, estaba preparado para hacer fuego sobre los
    más inmediatos. Si algún incidente hubiese detenido entonces el trineo, los viajeros
    atacados por esas encarnizadas fieras, hubieran corrido los mas graves peligros; pero el
    trineo seguía firme, y tomando buena delantera, no tardó en quedarse atrás aquella
    aultadora tropa.
    A las doce, Mudge, reconoció por algunos indicios, que estaba pasando el helado
    curso del Platte. No dijo nada, pero ya estaba seguro de que, veinte milla más allá, se
    hallaba la estación de Omaha.
    Y, en efecto, no era la una de la tarde cuando, abandonando la barra, el patrón recogía
    velas, mientras que el trineo, arrastrado por su irresistible vuelo, recorría aún media

    milla sin velamen. Por último, se paró, y Mudge, enseñando una aglomeración de teja-
    dos blancos decía:

    -Hemos llegado.
    Ya se hallaban, pues, en aquella estación donde numerosos trenes comunicaban con
    la parte oriental de los Estados Unidos.
    Picaporte y Fix habían saltado a tierra, y estiraban sus entumecidos miembros.
    Ayudaron a mister Fogg y a la joven a bajar del trineo. Phileas Fogg pagó genersamente
    a Mugde, a quien Picaporte estrechó amistosamente la mano, corriendo todos después
    a la estación de Omaha.
    En esta importante ciudad de Nebraska es adonde va a parar el ferrocarril, con el
    nombre de "Chicago Rock Island", que corre directamente al Este, sirviendo cincuenta
    estaciones.

    Estaba dispuesto a marchar un tren directo, de tal modo, que Phileas Fogg y sus
    compañeros sólo tuvieron tiempo de arrojarse a un vagón. No habían visto nada de
    Omaha; pero Picaporte reconocía que no era cosa de sentir, puesto que no era ver
    ciudades lo que importaba.
    Con extraordinaria rapidez, el tren pasó el estado de lowa, por el Counciai-Bluffs,
    Moines, lowa-City. Durante la noche, cruzaba el Mississippi, en Davenport, y
    entraba por Rock-lsiand en Illinois. Al día siguiente, 10, a las cuatro de la tarde, llegaba
    a Chicago, renacida ya de sus ruinas, y mas que nunca fieramente asentada a orillas de
    su hermoso lago Michigan,
    Chicago está a 900 millas de Nueva York, y alli no faltaban trenes, por lo cual pudo
    mister Fogg pasar inmediatamente de uno a otro. La elegante locomotora del
    "Pittsburg-Fort Waine-Chicago", partió a toda velocidad, como si hubiese
    comprendido que el honorable gentleman no tenía tiempo que perden Atravesó como
    un relámpago los Estados de Indiana, Ohio, Pensylvania y New Jersey, pasando por
    ciudades de nombres históricos, algunas de las cuales tenían calles y tranvías, pero no
    casas todavía. Por fin, apareció el Hudson, y el 11 de diciembre, a las once y cuarto de
    la noche, el tren se detenía en la estación, a la margen derecha del río, ante el mismo
    muelle de los vapores de la línea Cunard, llamada, por otro nombre, "British and North
    American Royal Mail Steam Packet Co."
    El "China", con destino a Liverpool, había salido cuarenta y cinco minutos antes.



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    JULIO VERNE (1828-1905) - Página 28 Empty Re: JULIO VERNE (1828-1905)

    Mensaje por Maria Lua Jue 28 Nov 2024, 09:29

    ***

    XXXII



    Al partir el "China" se llevaba, al parecer, la última esperanza de Phileas Fogg.
    En efecto, ninguno de los otros vapores que hacen el servicio directo entre América y
    Europa, ni los transatlánticos franceses, ni los buques de la "White Starline", ni los de
    la Compañía Imman, ni los de la Línea "Hamburguesa", ni otros podían responder a los
    proyectos del gentleman.
    El "Pereire", de la Compañía Transatlántica Francesa, cuyos admirables buques
    igualan en velocidad y sobrepujan en comodidades a los de las demás líneas sin
    excepción, no partía hasta tres días después, el 14 de diciembre, y además, no iba
    directamente a Liverpool o Londres, sino al Havre, y lo mismo sucedía con los de la
    Compañía "Hamburguesa~'; así es que la travesía suplementaria del Havre a
    Southampton hubiera anulado los últimos esfuerzos de Phileas Fogg.
    En cuanto a los vapores Imman, uno de los cuales, el "City of Paris", se daba a la
    mar al día siguiente, no debía pensarse en ellos, porque, estando dedicados al
    transporte de emigrantes, son de máquinas débiles, navegan lo mismo a vela que a
    vapor, y su velocidad es mediana. Empleaban en la travesía de Nueva York a Inglaterra
    más tiempo del que necesitaba mister Fogg para ganar su apuesta.
    De todo esto se informó el gentleman consultando su "Bradshaw", que le reseñaba,
    día por día, los movimientos de la navegación transoceánica.
    Picaporte estaba anonadado. Después de haber perdido la salida por cuarenta y cinco
    minutos, esto lo mataba, porque tenía la culpa él; pues, en vez de ayudar a su amo, no
    había cesado de crearle obstáculos por el camino. Y cuando repasaba en su mente
    todos los incidentes del viaje; cuando calculaba las sumas gastadas en pura pérdida y
    sólo en interés suyo; cuando pensaba que esa enorme apuesta, con los gastos
    considerables de tan inútil viaje, arruinaba a mister Fogg, se llenaba a sí mismo de
    injurias.
    Sin embargo, mister Fogg no le dirigió reconvención alguna, y al abandonar el muelle
    de los vapores transatlánticos, no dijo más que estas palabras:
    -Mañana veremos lo que se hace, venid.
    Mister Fogg, mistress Aouida, Fix y Picaporte, atravesaron el Hudson en el
    "Jersey-City-Ferry-Boat" y subieron a un coche, que los condujo al hotel San Nicolás,
    en Broadway. Tomaron unas habitaciuones, y la noche transcurrió corta para Phileas

    Fogg, que durmió con profundo sueño, pero muy larga para mistress Aouida y sus
    compañeros, a quienes la agitación no pen-nitió descansar.
    La fecha del día siguiente era el 12 de diciembre. Desde el 12, a las siete de la mañana,
    hasta el 21, a las ocho y cuarenta y cinco minutos de la noche, queda ban nueve días,
    trece horas y cuarenta y cinco minu tos. Si Phileas Fogg hubiera salido la víspera con e
    "China~' uno de los mejores andadores de la Line Cunard, habría llegado a Liverpool, y
    luego a Londres en el tiempo estipulado.
    Mister Fogg abandonó el hotel solo, después de haber recomendado a su criado que
    lo aguardase y de haber prevenido a mistress Aouida que estuviese dispuesta.
    Después se dirigió al Hudson, y entre los buques amarrados al muelle o anclados en
    el río, buscó cuidadosamente los que estaban listos para salir. Muchos tenían la señal
    de partida y se disponían a tomar la mar, aprovechando la marea de la mañana, porque
    en ese inmenso y admirable puerto de Nueva York no hay dia en que cien
    embarcaciones no salgan con rumbo a todos los puntos del orbe; pero casi todas eran
    de vela, y no podían convenir a Phileas Fogg.
    Este gentleman se estrellaba, al parecer, en su último tentativa, cuando vio a la
    distancia de un cable, lo más, un buque mercante de hélice, de formas delgadas, cuya
    chimenea, dejando escapar grandes bocanadas de humo, indicaba que se preparaba para
    aparejar.
    Phileas Fogg tomó un bote, se embarcó, y a poco se encontraba en la escala de la
    "Enriqueta~', vapor de casco de hierro con los altos de madera.
    El capitán de la "Enriqueta" estaba a bordo. Phileas Fogg subió a cubierta y preguntó
    por él. El capitán se presentó en seguida.
    Era hombre de cuarenta años, especie de lobo de mar, con trazas de regañón y poco
    tratable. Tenía ojos grandes, tez de cobre oxidado, pelo rojo, ancho cuerpo y nada del
    aspecto de hombre de mundo.
    -¿El capitán? - preguntó mister Fogg.
    -Soy yo.
    -Soy Phileas Fogg, de Londres.
    -Y yo, Andrés Speedy, de Cardiff.
    -¿Vais a salir?
    -Dentro de una hora.
    -¿Y para dónde?
    -Para Burdeos.
    -¿Y vuestro cargamento?
    -Piedras en la cala. No hay flete, y me voy en lastre.
    -¿Tenéis pasajeros?
    -No hay pasajeros. Nunca pasajeros. Es una mercancía voluminosa y razonadora.
    -¿Vuestro buque marcha bien?
    -Entre once y doce nudos. La "Enriqueta" es muy conocida.
    -¿Queréis lievarme a Liverpool, a mf y a tres personas más?
    -¡A Liverpool! ¿Por qué no a China?
    -Digo Liverpool.
    -No.
    -¿No?
    -No. Estoy en marcha para Burdeos.
    -¿No importa a qué precio?
    -No importa el precio.
    El capitán había hablado en un tono que no admitía réplica.
    -Pero los an-nadores de la "Enriqueta"... -repuso Phileas Fogg.
    -No hay más armadores que yo -respondió el capitán-. El buque me pertenece.
    -Lo fleto.
    -No.
    -Lo compro.
    -No.

    Phileas Fogg no pestañeó. Sin embargo, la situación era grave. No sucedía en Nueva
    York lo que en Hong-Kong, ni con el capitán de la "Enriqueta' lo que con el patrón de
    la "Tankadera". Hasta entonces, el dinero del gentleman había vencido todos los,
    obstáculos. Esta vez el dinero no daba resultado.
    Era necesario, sin embargo, hallar el medio de atravesar el Atlántico en barco, a no
    cruzarlo en globo, lo cual hubiera sido muy aventurado y nada realizable.
    A pesar de todo, parece que a Phileas Fogg se le ocurrió una idea, puesto que dijo al
    capitán:
    -Pues bien; ¿queréis llevarme a Burdeos?
    -No, aun cuando me dierais doscientos dólaes.
    --Os ofrezco dos mil.
    -¿Por persona?
    -Por persona.
    -¿Y sois cuatro?
    -Cuatro.
    El capitán Speedy comenzó a rascase la frente, como si hubiese querido arrancarse la
    epidermis. Ocho mil dólares que ganar, sin modificar el vitje, valían bien la pena de
    dejar a un lado sus antipatías hacia todo pasajero, pasajeros a dos mil dólares, por otra
    parte, no son ya pasajeros, sino mercancía preciosa.
    -Parto a las nueve -dijo nada más el capitán Speedy-, ¿y si vos y los vuestros no
    estáis aquí?
    -¡A las nueve estaremos a bordo! -respondió con no menos laconismo Phileas Fogg.
    Eran las ocho y media. Desembarcar de la "Enriqueta", subir a un coche, dirigirse al
    hotel de San Nicolás, traer a Aouida, Picaporte y el inseparable Fix, a quien ofreció
    pasaje "gratis" todo lo hizo el gentieinan con la calma que no le abandonaba nunca.
    En el momento en que la "Enriqueta" aparejaba, los cuatro estaban a bordo.
    Cuatido supo Picaporte lo que costaría esta última travesía, prorrumpió en un
    prolongado ¡oh! de esos que recorren todas las notas de la escala cromática
    descendente.
    En cuanto al inspector Fix, pensó que el Banco de Inglaterra no saldría indemnizado
    de este negocio. En efecto, al llegar, y admitiendo que mister Fogg echase todavía
    algunos puñados de billetes al mar, faltarían más de. siete mil libras en el saco.












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    Mensaje por Maria Lua Jue 28 Nov 2024, 09:30

    ***

    XXXIII

    Una hora después el vapor "Enriqueta" trasponía el faro, que marca la entrada del
    Hudson, doblaba la punta de Sandy-Hook y salía mar afuera. Durante el día costeó
    Long-lsland, pasó por delante del faro de Fire-lsland y corrió rápidamente hacia el
    Este.
    Al día siguiente, 13 de diciembre, a mediodía, subió un hombre al puentecillo para
    tomar la altura. ¡Pudiera creerse que era el capitán Speedy! Nada de eso. Era Phileas
    Fogg.
    En cuanto al capitán Speedy, estaba buenamente encerrado con llave en su cámara, y
    prorrumpía en alaridos que denotaban una cólera bien perdonable, llevada al
    paroxismo.
    Lo que había pasado era muy sencillo. Phileas Fogg quería ir a Liverpool, y el
    capitán había aceptado el pasaje para Burdeos, y a las treinta horas de estar a bordo, a
    golpes de billetes de banco, la tripulación, marineros y fogoneros, tripulación algo
    pirata, que~ estaba bastante disgustada con el capitán, le pertenecía. Por eso Phileas

    Fogg mandaba, en lugar del capitán Speedy, que estaba encerrado en su cámara, mien-
    tras que la "Enriqueta" se dirigía a Liverpool. Solamente que, al ver a Phileas Fogg

    maniobrar bien, se descubría que había sido marinero.
    Ahora, más tarde, se sabrá de qué modo había de terminar la aventura. Entretanto,
    mistress Aouida no dejaba de estar inquieta, y Fix quedó de pronto aturdido. En
    cuanto a Picaporte, le parecía aquello simplemente adorable.

    Entre once y doce nudos, había dicho el capitán Speedy, y efectivamente, la
    "Enriqueta" se mantenía en este promedio de velocidad.
    Por consiguiente, no alterándose el mar, ni saltando el viento al Este, ni

    sobreviniendo ninguna avería al buque, ni ningún accidente a la máquina, la "Enrique-
    ta", en los nueve días, contados desde el 12 de diciermbre al 21, podía salvar las tres

    mil quinientas millas que separan a Nueva York de Liverpool. Es verdad que, una vez
    llegados allí, lo ocurrido en la "Enriqueta", combinado con el negocio del banco, podía
    llevar al gentleman un poco más lejos de lo que quisiera, razonaba Fix.
    Durante los primeros días, la navegación se hizo en excelentes condiciones. El mar no
    estaba muy duro, y el viento parecía fijado al Nordeste; las velas se establecieron, y la
    "Enriqueta" marchaba como un verdadero transatlántico.
    Picaporte estaba encantado. La última hazaña de su amo, cuyas consecuencias no
    quería entrever, le entusiasmaba a un muchacho más alegre y más ágil. Hacía muchos
    obsequios a los marineros y los asombraba con sus juegos gimnásticos. Les prodigaba
    las mejores calificaciones y las bebidas más atractivas. Para él, maniobraban como
    caballeros, y los fogoneros se conducían como héroes. Su buen humor, muy
    comunicativo, se impregnaba en todos. Había olvidado el pasado, los disgustos, los
    peligros, y no pensaba más que en el término del viaje, tan próximo ya, hirviendo de
    impaciencia, como si lo hubiesen caldeado las hornillas de la "Enriqueta". A veces
    también el digno muchacho daba vueltas alrededor de Fix, y lo miraba con los ojos que
    decían mucho; pero no le hablaba, pues no existía ya intimidad alguna entre los dos
    antiguos amigos.

    Por otro lado, Fix, preciso es decirlo, no comprendía nada. La conquista de la "Enriqueta", la com-
    pra de su tripulación, ese Fogg maniobrando como un marino consumado, todo ese conjunto de cosas,

    lo aturdía. ¡Ya no sabía qué pensar! Pero, después de todo, un gentleman que empezaba por robar
    cincuenta y cinco mil libras, bien podía concluir robando un buque. Y Fix acabó por creer naturalmente
    que la "Enriqueta" dirigida por Fogg, no iba a Liverpool, sino a algún punto del mundo donde el
    ladrón, convertido en pirata, se pondría tranquilamente en seguridad. Preciso es confesar que esta
    hipótesis era muy posible, por cuya razón comenzaba el agente de policía a estar seriamente pesaroso de
    haberse metido en este negocio.
    En cuanto al capitán Speedy, seguía bramando en su cámara; y Picaporte, encargado de
    proveer a su sustento, no lo hacía sin tomar las mayores precauciones. Respecto de
    mister Fogg, ni aun tenía trazas de acordarse que hubiese un capitán a bordo.
    El 13 doblaron la punta del banco de Terranova, paraje muy malo en invierno, sobre
    todo cuando las brumas son frecuentes y los chubascos temibles. Desde la víspera, el
    barómetro, que bajó bruscamente, daba indicios de un próximo cambio en la atmósfera.
    Durante la noche, la temperatura se modificó y el frío fue más intenso, saltando al
    propio tiempo el viento al Sureste.
    Era un contratiempo. Mister Fogg, para no apartarse de su rumbo, recogió velas y
    forzó vapor; pero, a pesar de todo, la marcha se amortiguó a consecuencia de la
    marejada, que comunicaba al buque movimientos muy violentos de cabeceo, en
    detrimento de la velocidad. La brisa se iba convirtiendo en huracan, y ya se preveía el
    caso en que la "Enriqueta" no podría aguantar. Ahora bien; si era necesario huir, no
    quedaba otro arbitrio que lo desconocido con toda su mala suerte.
    El semblante de Picaporte se nubló al mismo tiempo que el cielo, y durante dos días
    sufrió el honrado muchacho mortales angustias; pero Phileas Fogg era audaz marino, y
    como sabía hacer frente al mar, no perdió rumbo, ni aun disminuyó la fuerza del vapor.
    La "Enriqueta", cuando no podía elevarse sobre la ola, la atravesaba, y su puente
    quedaba barrido, pero pasaba. Algunas veces la hélice también salía fuera de las aguas,
    batiendo el aire con sus enloquecidas alas, cuando alguna montaña de agua levantaba la
    popa; pero el buque iba siempre avanzando.
    El viento, sin embargo, no arreció todo lo que hubiese podido temerse. No fue uno de
    esos huracaes que pasan con velocidad de noventa millas por hora. No pasó de una
    fuerza regular; mas, por desgracia, sopló con obstinación por el Sureste, no
    permitiendo utilizar el velamen, y eso que, como vamos a verlo, hubiera sido muy
    conveniente acudir en ayuda del vapor.

    El 16 de diciembre no había todavía retraso de cuidado, porque era el día
    septuagésimo quinto desde la salida de Londres. La mitad de la travesía estaba hecha
    ya, y ya habían quedado atrás los peores parajes. En verano se hubiera podido
    responder del éxito, pero en invierno se estaba a merced de los temporales. Picaporte
    abrigaba alguna esperanza, y si el viento faltaba, al menos contaba con el vapor.
    Precisamente aquel día, el maquinista tuvo sobre cubierta alguna conversación viva
    con mister Fogg.
    Sin saber por qué, y por presentimiento, Picaporte experimentó viva inquietud.
    Hubiera dado una de sus orejas por oír con la otra lo que decían. Pudo al fin recoger
    algunas palabras, y entre otras, las siguientes, pronunciadas por su amo:
    -¿Estáis cierto de lo que aseguráis?
    -Seguro, señor. No olvidéis que, desde nuestra salida, estamos caldeando con todas
    las hornillas encendidas, y si tenemos bastante carbón para ir a poco vapor de Nueva
    York a Burdeos, no lo hay para ir a todo vapor de Nueva York a Liverpool.
    -Resolveré -respondió mister Fogg.
    Picaporte había comprendido, y se apoderó de él una inquietud mortal.
    Iba a faltar carbón.
    -¡Ah! -decía para sí-, será hombre famoso mi amo, si vence esta dificultad.
    Y habiendo encontrado a Fix, no pudo menos de ponerlo al corriente de la situación,
    pero el inspector le contestó con los dientes apretados:
    -Entonces, ¿creéis que vamos a Liverpool?
    -¡Pardiez!
    -Imbécil -respondió el agente, encogiéndose de hombros.
    Picaporte estuvo a punto de responder cual se merecía a tal calificativo, cuya
    verdadera significación no podía comprender; pero al considerar que Fix debía estar
    muy mohíno y humillado en su amor propio, por haber seguido una pista equivocada
    alrededor del mundo, no hizo caso.
    Y ahora, ¿qué partido iba a tomar Phileas Fogg? Era difícil imaginario. Parece, sin
    embargo, que el flemático gentleman había adoptado una resolución, porque aquella
    misma tarde hizo venir al maquinista y le dijo:
    -Activad los fuegos haciendo rumbo hasta agotar completamente el combustible.
    Algunos momentos después, la chimenea de la "Enriqueta" vomitaba torrenes de
    humo.
    Siguió, pues, el buque marchando a todo vapor; pero dos días después, el 18, el
    maquinista dio parte, según lo había anunciado, que faltaría aquel día el carbón.
    -Que no se amortigüen los fuegos -respondió Fogg-. Al contrario. Cárguense las
    válvulas.
    Aquel día, a cosa de las doce, después de haber tomado altura y calculado la posición
    del buque, Phileas Fogg llamó a Picaporte y le dio orden de ir a buscar al capitán
    Speedy. Era esto como mandarle soltar un tigre, y bajó por la escotilla diciendo:
    -Estará indudablemente hidrófobo.
    En efecto, algunos minutos más tarde, llegaba a la toldilla una bomba con gritos e
    imprecaciones. Esa bomba era el capitán Speedy, y era claro que iba a estallar.
    -¿Dónde estamos?
    Tales fueron las primeras palabras que pronunció, entre la sofocación de la cólera, y
    ciertamente que no lo habría contado, por poco propenso a la apoplejía que hubiera
    sido.
    -¿Donde estamos? -repitió con el rostro congestionado.
    -A setecientas setenta millas de Liverpool -respondió mister Fogg, con
    imperturbable calma.
    -¡Pirata! -exclamó Andrés Speedy.
    -Os he hecho venir para...
    -¡Filibustero!
    -Para rogaros que me vendáis vuestro buque.
    -¡No, por mil pares de demonios, no!

    -¡Es que voy a tener que quemarlo!
    -¡Quemar mi buque!
    -Sí, todo lo alto, porque estamos sin combustible.
    -¡Quemar mi buque! ¡Un buque que vale cincuenta mil dólares!
    -Aquí tenéis sesenta mil -respondió Phileas Fogg, ofreciendo al capitán un paquete
    de billetes.


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    JULIO VERNE (1828-1905) - Página 28 Empty Re: JULIO VERNE (1828-1905)

    Mensaje por Maria Lua Jue 28 Nov 2024, 09:31

    ***

    Esto hizo un efecto prodigioso sobre Andrés Speedy. No se puede ser americano sin
    que la vista de sesenta mil dólares cause alguna sensación. El capitán olvidó por un
    momento la cólera, su encierro y todas las quejas contra el pasajero. ¡Su buque tenía
    veinte años, y este negocio podía hacerlo de oro! La bomba ya no podía estallar,
    porque mister Fogg te había quitado la mecha.
    -¿Y me quedaré el casco de hierro? ---dijo el capitán con tono singularmente
    suavizado.
    -El caso de hierro y la máquina. ¿Es cosa concluida?
    -Concluida.
    Y Andrés Speedy, tomando el paquete de billetes, los contó, haciéndolos
    desaparecer en el bolsillo.
    Durante esta escena, Picaporte estaba descolorido. En cuanto a Fix, por poco le da
    un ataque se sangre. ¡Cerca de veinte mil libras gastadas, y aún dejaba Fogg al vendedor
    el casco y la máquina; es decir, casi el valor total del buque! Es verdad que la suma
    robada al Banco ascendía a cincuenta y cinco mil libras.
    Después de haberse metido el capitán el dinero en el bolsillo, le dijo mister Fogg:
    -No os asombréis de todo esto, porque habéis de saber que pierdo veinte mil libras si
    no estoy en Londres el 21 a las ocho y cuarenta y cinco minutos de la noche. No llegué
    a tiempo al vapor de Nueva York, y como os negabais a llevarme a Liverpool...
    -Y bien hecho, por los cincuenta mil diablos del infierno -exclamó Andrés Speedy-,
    porque salgo ganando lo menos cuarenta mil dólares.
    -Y luego añadió con más formalidad-: ¿sabéis una cosa, capitán ... ?
    -Fogg.
    --Capitán Fogg, hay algo de yanqui en vos.
    Y después de haber tributado a su pasajero lo que él creía una lisonja, se marchaba,
    cuando Phileas Fogg le dijo:
    -Ahora, ¿este buque me pertenece?
    -Seguramente; desde la quilla a la punta de los palos; pero todo lo que es de madera,
    se entiende.
    -Bien; que arranquen todos los aprestos interiores, y que se vayan echando a la
    hornilla.
    Júzguese la mucha leña que debió gastar para conservar el vapor con suficiente
    presión. Aquel día, la toldilla, la carroza, los camarotes, el entrepuente, todo fue a la
    hornilla.
    Al día siguiente, 19, se quemaron los palos, las piezas de respeto, las berlingas. La
    tripulación empleaba un celo increíble en hacer leña. Picaporte, rajando, cortando y
    serrando, hacía el trabajo de cien hombres. Era un furor de demolición.
    Al día siguiente, 20, los parapetos, los empavesados, las obras muertas, la mayor
    parte del puente fueron devorados. La "Enriqueta" ya no era más que un barco raso,
    como el del pontón.
    Pero aquel día se divisó la costa irlandesa y el faro de Falsenet.
    Sin embargo, a las diez de la noche, el buque no se encontraba aún más que enfrente
    de Queenstown. ¡Faltaban veinticuatro horas para el plazo, y era precisamente el
    tiempo que se necesitaba para llegar a Liverpool, aun marchando a todo vapor, el cual
    iba a faltar también!
    -Señor -le dijo entonces el capitán Speedy, que había acabado por interesarse en sus
    proyectos-, siento mucho lo que os suceue. Todo conspira contra vos. Todavía no
    estamos más que a la altura de Queenstown.
    -¡Ah! -dijo mister Fogg-, ¿es Queenstown esa población que divisamos?

    -Sí.
    -¿Podemos entrar en el puerto?
    -Antes de tres horas no. Sólo en pleamar.
    -¡Aguardemos! -respondió tranquilamente Phileas Fogg, sin dejar de ver en su
    semblante que, por una suprema inspiración, iba a procurar vencer la última
    probabilidad contraria.
    En efecto, Queenstown es un puerto de la costa irlandesa, en el cual los
    trasatlánticos de los Estados Unidos dejan pasar la valija del correo. Las cartas se
    llevan a Dublín por un expreso siempre dispuesto, y de Dublín llegan a Liverpool por
    vapores de gran velocidad, adelantando doce horas a los rápidos buques de las
    compañías marítimas.
    Phileas Fogg pretendía ganar también las doce horas que sacaba de ventaja al correo
    de América. En lugar de llegar al día siguiente por la tarde, con la "Enriqueta~', a
    Liverpool, llegaría a mediodía, y le quedaría tiempo para estar en Londres a los ocho y
    cuarenta y cinco minutos de la tarde.
    A la una de la mañana, la "Enriqueta" entraba con la pleamar en el puerto de
    Queenstown, y Phileas Fogg, después de haber recibido un apretón de manos del
    capitán Speedy, lo dejaba en el casco raso de su buque, que todavía valía la mitad de lo
    recibido.
    Los pasajeros desembarcaron al punto. Fix tuvo entonces intención decidida de
    prender a mister Fogg, y, sin embargo, no lo hizo. ¿Por qué? ¿Existían dudas en su
    ánimo? ¿Reconocía, al fin, que se había engañado?
    Sin embargo, Fix no abandonó a mister Fogg. Con él, con mistress Aouida, con
    Picaporte, que no tenía tiempo de respirar, subía al tren de Queenstown, a la una y
    media de la mañana, llegaba a Dublín al amanecer, y se embarcaba en uno de esos
    vapores fusiformes, de acero, todo máquina, que desdeñándose subir con las olas,
    pasan invariablemente al través de ellas.
    A las doce menos veinte, el 21 de diciembre, Phileas Fogg desembarcaba, por fin, en
    el muelle de Liverpool. Ya no estaba más que a seis horas de Londres.
    Pero en aquel momento, Fix se acercó, le puso la mano en el hombro, y exhibiendo su
    mandamiento, le dijo:
    -¿Sois mister Fogg?
    -Sí, señor.
    -¡En nombre de la Reina, os prendo!





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    JULIO VERNE (1828-1905) - Página 28 Empty Re: JULIO VERNE (1828-1905)

    Mensaje por Maria Lua Vie 29 Nov 2024, 09:30

    ***

    XXXIV



    Phileas Fogg estaba preso. Lo habían encerrado en la aduana de Liverpool, donde debía
    pasar la noche, aguardando su traslación a Londres.
    En el momento de la prisión, Picaporte había querido arrojarse sobre el inspector,
    pero fue detenido por unos agentes de policía. Mistress Aouida, espantada por la

    brutalidad del suceso, no comprendía nada de lo que pasaba, pero Picaporte se lo expli-
    có. Mister Fogg, ese honrado y valeroso gentleman, a quien debía la vida, estaba preso

    como ladrón. La joven protestó contra esta acusación, su corazón se indignó, las
    lágrimas corrieron por sus mejillas, cuando vio que nada podía hacer ni intentar para
    librar a su salvador.
    En cuanto a Fix, había detenido a un gentelman porque su deber se lo mandaba, fuese
    o no culpable. La justicia lo decidiría.
    Y entonces ocurrió a Picaporte una idea terrible: ¡la de que él tenía la culpa ocultando
    a mister Fogg lo que sabía! Cuando Fix había revelado su condición de inspector de
    policía y la misión de que estaba encargado, ¿por qué no se lo había revelado a su amo?
    Advertido éste, quizá hubiera dado a Fix pruebas de su inocencia, demostrándole su
    error, y en todo caso, no hubiera conducido a sus expensas y en su seguimiento a ese
    malaventurado agente, a poner pie en suelo del Reino Unido. Al pensar en sus culpas e
    imprudencias, el pobre mozo sentía irresistibles remordimientos. Daba lástima verle
    llorar y querer hasta romperse la cabeza.

    Mistress Aouída y él se habían quedado, a pesar del frío, bajo el peristilo de la
    Aduana. No querían, ni uno ni otro, abandonar aquel sitio, sin ver de nuevo a mister
    Fogg.
    En cuanto a éste, estaba bien y perfectamente arruinado, y esto en el momento en
    que iba a alcanzar su objeto. La prisión lo perdía sin remedio. Habiendo llegado a las
    doce menos veinte a Liverpool, el 21 de diciembre, tenía de tiempo hasta las ocho y
    cuarenta y cinco minutos para presentarse en el Reform-Club, o sea, nueve horas y
    quince minutos, y le bastaban seis para llegar a Londres.
    Quien hubiera entonces penetrado en el calabozo de la Aduana, habría visto a Mister
    Fogg, inmóvil y sentado en un banco de madera, imperturbable y sin cólera. No era

    fácil asegurar si estaba resignado; pero este último golpe no lo había tampoco con-
    movido, al menos en apariencia. ¿Habríase formado en él una de esas iras secretas,

    terribles, porque están contenidas, y que sólo estallan en el último momento con
    irresistible fuerza? No se sabe; pero Phileas Fogg estaba calmoso y esperando... ¿Qué?
    ¿Tendría alguna esperanza? ¿Creía aún en el triunfo cuando la puerta del calabozo se
    cerró detrás suyo?
    Como quiera que sea, mister Fogg había colocado cuidadosamente su reloj sobre la
    mesa, y miraba cómo marchaban las agujas. Ni una palabra salía de sus labios; pero su
    mirada tenía una fijeza singular.
    En todo caso, la situación ela terrible, y para quien no podía leer en su conciencia, se
    resumía así:
    En el caso de ser hombre de bien, Phileas Fogg estaba arruinado.
    En el caso de ser ladrón, estaba perdido.
    ¿Tbvo acaso la idea de escaparse? ¿Trató de averiguar si el calabozo tenía alguna
    salida practicable? ¿Pensaba en huir? Casi pudiera creerse esto último, porque, en
    cierto momento, se paseó alrededor del cuarto. Pero la puerta estaba sólidamente
    cerrada, y la ventana tenía una fuerte reja. Volvió a sentarse y sacó de la cartera el
    itinerario del viaje. En la línea que contenía estas palabras.
    -"21 de diciembre, sábado, en Liverpool", añadió: Día 80, a las once y cuarenta
    minutos de la maííana", y aguardó.
    Dio la una en el reloj de la Aduana. Mister Fogg reconoció que su reloj adelantaba
    dos minutos.
    ¡Dieron las dos! Suponiendo que tomase entonces un expreso, aun podía llegar al
    Reform-Club antes de las ocho y cuarenta y cinco minutos. Su frente se an-ugó
    ligeramente.
    A las dos y treinta y tres minutos se escuchó ruido afuera y un estrépito de puertas
    que se abrían. Se oía la voz de Picaporte y de Fix.
    La mirada de Phileas Fogg brilló un instante.
    La puerta se abrió, y vio que mistress Aouida, Picaporte y Fix corrían a su
    encuentro.
    Fix estaba desalentado, con el pelo en desorden y sin poder hablar.
    -¡Señor... --dijo tartamudeando-, señor... perdón... una semejanza deplorable...
    Ladrón preso hace tres días... vos-... libre!
    ¡Phileas Fogg estaba libre! Se fue hacia el "detective", lo miró de hito en hito, y
    ejecutando el único movimiento rápido que en toda su vida había hecho, echó sus
    brazos atrás, y luego, con la precisión de un autómata, golpeó con sus dos puños al
    desgraciado inspector.
    -¡Bien aporreado! -exclamó Picaporte.
    Fix, derribado por el suelo, no pronunció una palabra, pues no le había dado mas que
    su merecido; y entretranto, mister Fogg, mistress Aouida y Picaporte salieron de la
    aduana, se metieron en un coche y llegaron a la estación.
    Phileas Fogg preguntó si había algún tren expreso para Londres...
    Eran las dos y cuarenta y cinco minutos... El expreso había salido treinta y cinco
    minutos antes.
    Phileas Fogg pidió un tren especial.

    Había en presión varias locomotoras de gran velocidad; pero atendidas las
    circunstancias del servicio, el tren especial no pudo salir antes de las tres.
    Phileas Fogg, después de haber hablado al maquinista de una prima por ganar, corría
    en dirección a Londres, en compañía de la joven y de su fiel servidor.
    La distancia que hay entre Liverpool y Londres debía correrse en cinco horas y
    media, cosa muy fácil estando la vía libre; pero hubo atrasos forzosos, y cuando el
    gentleman llegó a la estación, todos los relojes de Londres señalaban las nueve menos
    diez.
    ¡Phileas Fogg, después de haber dado la vuelta al mundo, llegaba con un atraso de
    cinco minutos.
    Había perdido.



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    Mensaje por Maria Lua Sáb 30 Nov 2024, 08:20

    ***

    XXXV

    Al siguiente día, los habitantes de Saville Row se hubieran sorprendido mucho si les
    hubieran asegurado que mister Fogg había vuelto a su domicilio. Puertas y ventanas
    estaban cerradas, y ningún cambio se había notado en el exterior.
    En efecto, después de haber salido de la estación. Phileas Fogg había dado a
    Picaporte la orden de comprar algunas provisiones y había entrado en su casa.
    Este gentleman había recibido con su habitual impasibilidad el golpe que lo hería.
    ¡Arruinado! ¡Y por culpa de ese torpe inspector de policía! ¡Después de haber seguido
    con planta certera todo el viaje; después de haber destruido mil obstáculos y
    arrostrado mil peligros; después de haber tenido hasta ocasión de hacer algunos
    beneficios, venir a fracasar en el puerto mismo ante un hecho brutal, era cosa terrible!
    De la considerable suma que se había llevado, no le quedaba más que un resto
    insignificante. Su fortuna estaba reducida a las veinte mil libras depositadas en casa de
    Baring Hermanos, y las debia a sus colegas del Reform-Club. Después de tanto gasto,
    aun en el caso de ganar la apuesta, no se hubiera enriquecido, ni es probable que
    hubiese tratado de hacerlo, siendo hombre de esos que apuestan por pundonor; pero
    perdiéndola se arruinaba completamente. Además, el gentleman había tomado ya su
    resolución, y sabía lo que le restaba hacer.
    Se había destinado un cuarto para mistress Aouida en la casa de Savi lle Row. La
    joven estaba desesperada; y por ciertas palabras que mister Fogg había pronunciado,
    había comprendido que éste meditaba algún proyecto funesto.
    Sabido es, en efecto, a qué deplorables desesperaciones se entregan los ingleses
    monomaniáticos cuando les domina una idea fija. Por eso Picaporte vigilaba a su amo
    con disimulo.
    Pero, antes que todo, el buen muchacho subió a su cuarto y apagó el gas, que había
    estado ardiendo durante ochenta días. Había encontrado en el buzón una carta de la
    compañía del gas, y creyó que ya era tiempo de suprimir estos gastos, de que era
    responsable.
    Transcurrió la noche. Mister Fogg se había acostado, pero es dudoso que durmiera.
    En cuanto a mistress Aouida, no pudo descansar ni un solo instante. Picaporte había
    velado como un perro a la puerta de su amo.
    Al día siguiente, mister Fogg lo llamó y le recomendó, en breves, y concisas palabras,
    que se ocupase del almuerzo de Aouida, pues él tendría bastante con una taza de té y
    una tostada, y que la joven le dispensara por no poderla acompañar tampoco a la
    comida pues tenía que consagrar todo su tiempo a ordenar sus asuntos. Sólo por la
    noche tendría un rato de conversación con mistress Aouida.
    Enterado Picaporte del programa de aquel día, no tenía otra cosa que hacer sino
    conformarse. Contemplaba a su amo siempre impasible, y no podía decidirse a
    marcharse de allí. Su corazón estaba apesadumbrado, y su conciencia llena de
    remordimientos, porque se acusaba más que nunca de ese irreparable desastre. Si
    hubiera avisado a mister Fogg, si le hubiera descubierto los proyectos del agente Fix,
    aquél no hubiera, probablemente, llevado a éste a Liverpool, y entonces...

    Picaporte no pudo contenerse, y exclamó:
    -¡Amo mío! ¡Mister Fogg! Maldecidme. Yo tengo la culpa de...
    -A nadie culpo --exclamó Phileas Fogg, con el tono más calmoso-. Andad.
    Picaporte salió del cuarto, y se reunió con Aouida, a quien dio a conocer las
    intenciones de su amo.
    -¡Señora -añadió-, nada puedo! No tengo influencia alguna sobre mi amo. Vos,
    quizá...
    -¿Y qué influencia puedo yo tener? -respondió Aouida-. ¡Mister Fogg no se somete a
    ninguna! ¿Ha comprendido nunca que mi reconocimiento ha estado a punto de
    desbordarse? ¿Ha leído alguna vez en mi corazón? Amigo mío, es preciso no dejarle
    solo ni un momento. ¿Decís que ha manifestado intenciones de hablarme esta noche?
    -Sí, señora. Se trata, sin duda, de regularizar vuestra situación en Inglaterra.
    Así es que , durante todo el día, que era domingo, la casa de Saville Row parecía
    deshabitada, y por la vez primera, desde que vivía allí, Phileas Fogg no fue al club,
    cuando daban las once y media en la torre del Parlamento.
    ¿Y por qué se había de presentar en el Reform-Club? Sus colegas no lo esperaban,
    puesto que la víspera, sábado, fecha fatal del 21 de diciembre a las ocho y cuarenta y
    cinco minutos, Phileas Fogg no se había presentado en el salón del Reform-Club, y
    tenía la apuesta perdida. Ni era siquiera necesario ir a casa de su banquero para

    entregarla, puesto que sus adversarios tenían un simple asiento en casa de Baring Her-
    manos para transferir el crédito.

    No tenía, pues, mister Fogg necesidad de salir, y no salió. Estuvo en su cuarto
    ordenando sus asuntos. Picaporte no cesó de subir y bajar la escalera de la casa de
    Saville Row, yendo a escuchar a la puerta de su amo, en lo cual no creía ser indiscreto.
    Miraba por el ojo de la cerradura, imaginándose que tenía este derecho, pues temía a
    cada momento una catástrofe. Algunas veces se acordaba de Fix, pero sin encono,
    porque al fin, equivocado el agente, como todo el mundo, respecto de Phileas Fogg, no
    había hecho otra cosa que cumplir con su deber siguiéndolo hasta prenderlo, mientras
    que él... Esta idea lo abrumaba y se consideraba como el último de los miserables.
    Cuando estas eflexiones le hacían insoportable la soledad, llamaba a la puerta del
    cuarto de Aouida, entraba y se sentaba en un rincón, sin decir nada, mirando a la joven,
    que seguía estando pensativa.
    A cosa de las siete y media de la tarde, mister Fogg hizo preguntar a mistress
    Aouida, si lo podía recibir, y algunos instantes después, la joven y él estaban solos en
    el cuarto de ésta.
    Phileas Fogg tomó una silla y se sentó junto a la chimenea, enfrente de Aouida, sin
    descubrir por su semblante emoción alguna. El Fogg de regreso, era exactamente el
    Fogg de partida. Igual calma e idéntica impasibilidad.
    Estuvo sin hablar cinco minutos, y luego, elevando su vista hacia Aouida, le dijo:
    -Señora, ¿me perdonaréis el haberos traído a Inglaterra?
    -¡Yo, mister Fogg! -respondió Aouida, compri miendo los latidos de su corazón.
    -Pen-nitidme acabar. Cuando tuve la idea de llevaros lejos de aquella región tan
    peligrosa para vos, yo era rico, y esperaba poner una parte de mi fortuna a vuestra
    disposición. Vuestra existencia hubiera sido feliz y libre. Ahora estoy arruinado.
    -Lo sé, mister Fogg, y a mi vez os pregunto si me perdonáis el haberos seguido, y,
    ¿quién sabe? El haber contribuido, quizá, a vuestra ruina, atrasando vuestro viaje.
    -Señora, no podíais permanecer en la India, y vuestra salvación no quedaba asegurada
    sino alejándoos bastante para que aquellos fanáticos no pudieran apresaros de nuevo.
    -Así, pues, mister Fogg, no satisfecho con librarme de una muerte horrible, ¿os
    creíais obligado, además, a asegurarme una posición en el extranjero?
    -Sí, señora. Pero los sucesos me han sido contrarios. Sin embargo, os pido que me
    permitáis disponer en vuestro favor de lo poco que me queda.
    -Y vos, ¿qué vais a hacer?
    -Yo, señora, no necesito nada ---dijo con frialdad el gentleman.
    -Pero, ¿de qué modo consideráis la suerte que os aguarda?

    --Como conviene hacerlo.
    -En todo caso, la miseria no puede cebarse en un hombre como vos. Vuestros
    amigos...
    -No tengo amigos, señora.
    -Vuestros parientes...
    -No tengo parientes.
    -Entonces, os compadezco, mister Fogg, porque el aislamiento es cosa bien triste.
    ¡Cómo! No hay un solo corazón con quien desahogar vuestras pesadumbres; sin
    embargo, se dice que la miseria entre dos es soportable.
    -Así lo dicen, señora.
    -Mister Fogg --dijo entonces Aouida, levantándose y dando su mano al gentleman-;
    ¿queréis tener a un tiempo pariente y amiga? ¿Me queréis para mujer?
    Mister Fogg, al oír esto, se levantó. Había en sus ojos un reflejo insólito y una
    especie de temblor en los labios. Aouida le estaba mirando. La sinceridad, la rectitud, la
    firmeza y suavidad de esta mirada de una noble mujer que se atreve a todo para salvar
    a quien se lo ha dado todo, le admiraron primero y después lo cautivaron. Cerró un
    momento los ojos, como queriendo evitar que aquella mirada le penetrase todavía más,
    y, cuando los abrió, dijo sencillamente:
    -Os amo; en verdad, por todo lo que hay de más sagrado en el mundo, os amo y soy
    todo vuestro.
    -¡Ah! Exclamó mistress Aouida, llevando la mano al corazón.
    Llamaron a Picaporte, y cuando se presentó, mister Fogg tenía aún entre sus manos
    la de mistress Aouida, Picaporte comprendió, y su ancho rostro se tomó radiante
    como el sol en el cenit de las regiones tropicales.
    Mister Fogg le preguntó si no sería tarde para avisar al reverendo Samuel Wilson, de
    la parroquia de Mari-le-Bone.
    Picaporte, con la mejor sonrisa del mundo, dijo:
    -Nunca es tarde.
    Eran las ocho y cino minutos.
    -¿Será para mañana, lunes? -preguntó Picaporte.
    -¿Para mañana, lunes? ---dijo Fogg, mirando a la joven Aouida.
    -Para mañana, lunes -respondió la joven.
    Y Picaporte echó a correr.











    102

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    JULIO VERNE (1828-1905) - Página 28 Empty Re: JULIO VERNE (1828-1905)

    Mensaje por Maria Lua Dom 01 Dic 2024, 12:57

    ***
    XXXVI


    Ya es tiempo de decir el cambio de opinión que se había verificado en el Reino
    Unido, cuando se supo la prisión del verdadero ladrón del Banco, un tal James Strand,
    que había sido detenido el 17 de diciembre en Edimburgo.
    Tres días antes, Phileas Fogg era un criminal que la policía perseguía sin descanso, y
    ahora era el caballero más honrado, que estaba cumpliendo matemáticamente su
    excéntrico viaje alrededor del mundo.
    ¡Qué efecto, qué ruido en los periódicos! Todos los que habían apostado en pro y en
    contra y tenían este asunto olvidado, resucitaron como por magia. Todas las
    transacciones volvían a ser valederas. Todos los compromisos revivían, y debemos
    añadir que las apuestas adquirieron nueva energía. El nombre de Phileas Fogg volvió a
    ganar prima en el mercado.
    Los cinco colegas del gentleman del Reform-Club pasaron estos tres días con cierta
    inquietud ' puesto que volvía a aparecer ese Phileas Fogg, que ya estaba olvidado.
    ¿Dónde estaría entonces? El 17 de diciembre, día en que fue preso James Strand, hacía
    setenta y seis días que Phileas Fogg había partido, y no se tenían noticias suyas.
    ¿Habría perecido? ¿Habría acaso renunciado a la lucha, o prosiguió su marcha según el
    itinerario convenido? ¿Y el sábado, 21 de diciembre, aparecería a las ocho y cuarenta y
    cinco minutos de la tarde, como el dios de la exactitud, sobre el umbral del
    Reform-Club?

    Debemos renunciar a pintar la ansiedad en que vivió, durante tres días, todo ese
    mundo de la sociedad inglesa. ¿Se expidieron despachos a América, a Asia, para
    adquirir noticias de Phileas Fogg? Se envió a observar, de mañana y de tarde, la casa de
    Saville Row... Nada. La misma policía no sabía lo que había sido del "detective" Fix,
    que se había, con tan mala fortuna, lanzado tras de equivocada pista, lo cual no impidió
    que las apuestas se empeñasen de nuevo en vasta escala. Phileas Fogg llegaba, cual si
    fuera caballo de carrera, a la última vuelta. Ya no se cotizaba a uno por ciento, sino por
    veinte, por diez, por cinco, y el viejo paralítico lord Alben-nale lo tomaba a la par.
    Por eso el sábado por la noche había gran concurso en Pall-Mall y calles inmediatas.
    Parecía un inmenso agrupamiento de corredores establecidos en permanencia en las
    cercanías del Reform-Club. La circulación estaba impedida. Se discutía, se disputaba,

    se voceaba la cotización de Phileas Fogg, como la de los fondos ingleses. Los polizon-
    tes podían apenas contener al pueblo, y a medida que avanzaba la hora en que debía

    llegar Phileas Fogg, la emoción adquiría proporciones inverosímiles.
    Aquella noche, los cinco colegas del gentleman estaban reunidos, nueve horas hacía
    en el salón del Reform-Club. Los dos banqueros John Sullivan y Samuel Fallentin, el
    ingeniero Andrés Stuart, Gualterio Ralph, administrador del Banco de Inglaterra, el
    cervecero Tomás Flanagan, todos aguardaban con ansiedad.
    En el momento en que el reloj del gran salón señaló las ocho y veinticinco, Andrés
    Stuart, levantándose dijo:
    -Señores, dentro de veinte minutos, el plazo convenido con mister Fogg habrá
    expirado.
    -¿A qué hora llegó el último tren de Liverpool? -preguntó Tomás Flanagan.
    -A las siete y veintitrés -respondió Gualterio Ralph-, y el tren siguiente no llega
    hasta las doce y diez.
    -Pues bien, señores -repuso Andrés Stuart-, si Phileas Fogg hubiese llegado en el tren
    de las siete y veintitrés, ya estaría aquí. Podemos, pues, considerar la apuesta como
    ganada.
    -Aguardemos, y no decidamos -respondió Samuel Falientin-. Ya sabéis que nuestro
    colega es un excéntrico de primer orden, su exactitud en todo es bien conocida. Nunca

    llega tarde ni temprano, y no me sorprendería verlo aparecer aquí en el último mo-
    mento.

    -Pues yo --dijo Andrés Stuart, tan nervioso como siempre-, lo vería y no lo creería.
    -En efecto -repuso Tomás Fianagan-, el proyecto de Phileas Fogg era insensato.
    Cualquiera que fuese su exactitud, no podía impedir atrasos inevitables, y una pérdida
    de dos o tres días basta para comprometer su viaje.
    -Observaréis, además -añadió John Suilivanque no hemos recibido noticia ninguna de
    nuestro colega, y sin embargo, no faltan alambres telegráficos por su camino.
    -¡Ha perdido, señores -repuso Andrés Stuart-, ha perdido sin remedio! Ya sabéis que
    el "China", único vapor de Nueva York que ha podido tomar para llegar a Liverpool a
    tiempo, ha llegado ayer. Ahora bien; aquí está la lista de los pasajeros, publicada por la
    "Shipping-Gazette", y no figura entre ellos Phileas Fogg. Admitiendo las
    probabilidades más favorables, nuestro colega está apenas en América. Calculo en
    veinte días, por lo menos, el atraso que traerá sobre el plazo convenido, y el viejo lord
    Albermale perderá también sus cinco mil libras.
    -Es evidente -respondió Gualterio Ralph-, y mañana no tendremos más que
    presentar en casa de Baring Hermanos el cheque de mister Fogg.
    En aquel momento, el reloj del salón señalaba las ocho y cuarenta.
    -Aún faltan cinco minutos -dijo Andrés Stuart.
    Los cinco colegas se miraban. Hubiera podido creerse que los latidos de sus
    corazones experimentaban cierta aceleración, porque al fin la partida era fuerte. Pero lo
    quisieron disimular, porque, a propuesta de Samuel Fallentin, tomaron asiento en una
    mesa de juego.
    -¡No daría mi parte de cuatro mil libras en la apuesta --dijo Andrés Stuart
    sentándose-, aun cuando me ofrecieran tres mil novecientas noventa y nueve!

    La manecilla señalaba entonces las ocho y cuarenta y dos minutos.
    Los jugadores habían tomado las cartas, pero a cada momento su mirada se fijaba en
    el reloj. Se puede asegurar que, cualquiera que fuese su seguridad, nunca les habían
    parecido tan largos los minutos.
    -Las ocho y cuarenta y tres --dijo Tomás Flanagan, cortando la baraja que le
    presentaba Gualterio Ralph.
    Hubo un momento de silencio. El vasto salón del club estaba tranquilo; pero afuera
    se oía la algazara de la muchedumbre, dominada algunas veces por agudos gritos. El
    péndulo batía los segundos con seguridad matemática. Cada jugador podía contar con
    las divisiones sexagesimales que herían su oído.
    -¡Las ocho y cuarenta y cuatro! --dijo John Suilivan, con una voz que descubría una
    emoción involuntaria.
    Un minuto nada más, y la apuesta estaba ganada. Andrés Stuart y sus compañeros
    ya no jugaban. ¡Habían abandonado las cartas y contaban los segundos!
    A los cuarenta segundos, nada. ¡A los cincuenta nada tampoco!
    A los cincuenta y cinco se oyó fuera un estrépito atronador, aplausos, vítores, y
    hasta imprecaciones que prolongaron en redoble continuo.
    Los jugadores se levantaron.
    A los cincuenta y siete segundos, la puerta del salón se abrió, y no había batido el
    péndulo los sesenta segundos, cuando Phileas Fogg aparecía seguido de una multitud
    delirante, que había forzado.






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    JULIO VERNE (1828-1905) - Página 28 Empty Re: JULIO VERNE (1828-1905)

    Mensaje por Maria Lua Dom 01 Dic 2024, 12:59

    ***
    A los cincuenta y siete segundos, la puerta del salón se abrió, y no había batido el
    péndulo los sesenta segundos, cuando Phileas Fogg aparecía seguido de una multitud
    delirante, que había forzado la puerta del Club, y con voz calmosa, dijo:
    -Aquí estoy, señores.






    XXXVII




    ¡Sí! Phileas Fogg en persona.
    Recuérdese que, a las ocho y cinco minutos de la tarde, unas veinticuatro horas
    después de la llegada de los viajeros a Londres, Picaporte había sido encargado de
    prevenir al reverendo Samuel Wilson para cierto casamiento que debía verificarse al día
    siguiente.
    Picaporte se había marchado muy alegre, yendo con paso rápido al domicilio del
    reverendo Samuel Wilson, que no había vuelto aún a casa. Naruralmente, Picaporte
    tuvo que estar esperando unos veinte minutos.
    En suma, eran las ocho y treinta y cinco cuando salió de casa del reverendo. ¡Pero en
    qué estado! El pelo desordenado, sin sombrero, corriendo como nunca había corrido
    hombre alguno, derribando a los transeúntes y precipitándose como una tromba en las
    aceras.
    En tres minutos llegó a la casa de Saville Row, y caía sin aliento en el cuarto de
    mister Fogg.
    -Señor... -tartamudeó Picaporte-, casamiento... imposible.
    -¡Imposible!
    -Imposible... para mañana.
    -¿Por qué?
    -¡Porque mañana... es domingo!
    -Lunes -respondió mister Fogg.
    -No... hoy... sábado.
    -¿Sábado?; ¡Imposible!
    -¡Sí, sí, sí, -exclamó Picaporte-. ¡Os habéis equivocado en un día! ¡Hemos llegado
    con veinticuatro horas de adelanto... pero ya no quedan más que diez minutos!
    Picaporte había tomado a su amo por el cuello, y lo impelía con fuerza irresistible.
    Phileas Fogg, así llevado, sin tener tiempo de reflexionar, salió de su casa, saltó en un
    cab, prometió cien libras al cochero, y después de haber aplastado dos perros y
    atropellado cinco coches, llegó al Reform-Club.
    El reloj señalaba las ocho y cuarenta y cinco minutos cuando apareció en un gran
    salón.
    ¡Phileas Fogg había cumplido la vuelta al mundo en ochenta días!

    ¡Phileas Fogg había ganado la apuesta de veinte mil libras!
    ¿Y cómo, siendo tan exacto y minucioso, había podido cometer el error de un día?
    ¿Cómo se creía en sábado 21 de diciembre, cuando había llegado a Londres en viernes
    20, setenta y nueve días después de su salida?
    He aquí el motivo de este error. Es muy sencillo.
    Phileas Fogg, sin sospecharlo, había ganado un día en su itinerario; y esto porque
    había dado la vuelta al mundo yendo hacia Oriente, pues lo hubiera perdido yendo en
    sentido inverso, es decir, hacia Occidente.
    En efecto, marchando hacia Oriente, Phileas Fogg iba al encuentro del sol, y por
    consiguiente, los días disminuían para él tantas veces cuatro minutos como grados
    recorría. Hay 360 grados en la circunferencia, los cuales, multiplicados por cuatro
    minutos, dan precisamente veinticuatro horas, es decir, el día inconscientemente
    ganado. En otros términos: mientras que Phileas Fogg, marchando hacia Oriente, vio el
    sol pasar ochenta veces por el meridiano, sus colegas de Londres no lo habían visto
    más que setenta y nueve. Por eso aquel mismo día, que era sábado, y no domingo,
    como lo creía mister Fogg, lo esperaban los de la apuesta en el salón del Reform-Club.
    Y esto es lo que el famoso reloj de Picaporte, que siempre había conservado la hora de

    Londres, hubiera acusado, si al mismo tiempo que las horas y minutos hubiese marca-
    do los días.

    Phileas Fogg había ganado, pues, las veinte mil libras; pero, como había gastado en el
    camino unas diez y nueve mil, el resultado pecuniario no era gran cosa. Sin embargo,
    como se ha dicho, el excéntrico gentleman no había buscado en esta apuesta más que la
    lucha y no la fortuna. Y aun distribuyó las mil libras que le sobraban entre Picaporte y
    el desgraciado Fix, contra quien era incapaz de conservar rencor. Sólo que, para
    formalidad, descontó a su criado el precio de las mil novecientas horas de gas gastado
    por su culpa.
    Aquella misma noche, mister Fogg, tan impasible y tan flemático como siempre dijo
    a mistress Aouida:
    -¿Os conviene aún el casamiento, señora?
    -Mister Fogg -respondió mistress Aouida-, a mí es a quien toca haceros la pregunta.
    Estabais arruinado, y ya sois rico...
    -Dispensad, señora, esa fortuna os pertenece. Sin la idea de ese matrimonio, mi
    criado no habría ido a casa del reverendo Samuel Wilson, no se hubiera descubierto el
    error, y...
    -Mi querido Fogg --dijo la joven.
    -Mi querida Aouida -respondió Phileas Fogg.
    Bien se comprende que el casamiento se hizo cuarenta y ocho horas más tarde; y
    Picaporte, engreído, resplandeciente, deslumbrador, figuró en él como testigo de la
    novia. ¿No la había él salvado y no le debía esa honra?
    Al día siguiente, al amanecer Picaporte llamó con estrépito a la puerta de su amo.
    La puerta se abrió y apareció el impasible cabaltero.
    -¿Qué hay, Picaporte?
    -Lo que hay, señor, es que acabo de saber ahora mismo...
    -¿Qué?
    ~-Que podíamos haber dado la vuelta al mundo en setenta y nueve días sólo.

    -Sin duda -respondió mister Fogg-, no atravesando el Indostán; pero entonces no hu-
    biera salvado a mistress Aouida, no sería mi mujer, y...

    Y mister Fogg cerró tranquilamente la puerta.
    Así, pues, la apuesta estaba ganada, haciendo Phileas Fogg su viaje alrededor del
    mundo en ochenta días. Había empleado para ello todos los medios de transporte,
    vapores, ferrocarriles, coches, yatchs, buques mercantes, trineos, elefantes. El
    excéntrico caballero había desplegado en este negocio sus maravillosas cualidades de
    serenidad y exactitud. Pero, ¿qué había ganado con esa excursión? ¿Qué había traído de
    su viaje?

    Nada, se dirá. Nada, enhorabuena, a no ser una linda mujer, que, por inverosímil que
    parezca, le hizo el más feliz de los hombres.
    Y en verdad, ¿no se daría por menos que eso la vuelta al mundo?




    FIN






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