Toda la tripulación regresó a bordo y se cerró la doble puerta de comunicación.
El Nautilus reposaba sobre la capa de hielo, que no tenía ni un metro de espesor y
que las sondas habían perforado por mil sitios.
Se abrieron al máximo las válvulas de los depósitos y cien metros cúbicos de
agua se precipitaron en su interior, aumentando en cien mil kilos el peso del
Nautilus.
Olvidando nuestros sufrimientos, todavía esperanzados, aguardábamos y
escuchábamos. Nos jugábamos nuestra salvación a una última baza.
Pese a los zumbidos que llenaban mi cabeza, pronto oí los temblores bajo el
casco del Nautilus. Se produjo un desnivel, el hielo crujió con un ruido singular,
parecido al del papel al rasgarse, y el Nautilus descendió.
—¡Pasamos! —me dijo Conseil al oído.
Incapaz de responderle, cogí su mano y la apreté en una convulsión
involuntaria.
De repente el Nautilus, llevado por su tremenda sobrecarga, se hundió como
una bala en las profundidades, precipitándose como lo hubiera hecho en el vacío.
Toda la fuerza eléctrica se aplicó a las bombas, que enseguida comenzaron a
expulsar el agua de los depósitos. Pasados unos minutos, se frenó la caída. Muy
pronto el manómetro indicó un movimiento ascensional. La hélice, accionada a
toda velocidad, sacudió hasta los pernos del casco de acero y nos impulsó hacia el
norte.
Pero ¿cuánto duraría la navegación bajo la banquisa hasta el mar libre? ¿Un día
más? Para entonces ya me habría muerto.
Medio tumbado en un diván de la biblioteca, sentía que me ahogaba. Tenía la
cara lívida, los labios azules y los sentidos embotados. Ni oía ni veía nada, había
perdido la noción del tiempo y no podía contraer los músculos. Así transcurrieron
las horas, no sabría decir cuántas, pero tuve conciencia de que comenzaba mi
agonía y comprendí que iba a morir.
Súbitamente volví en mí, al sentir unas bocanadas de aire penetrando en mis
pulmones. ¿Habíamos subido a la superficie? ¿Habíamos atravesado la banquisa?
¡No! Eran Ned y Conseil, mis dos grandes amigos, que se sacrificaban para
salvarme. Aún quedaban unos átomos de aire en el fondo de un aparato y, en vez de
respirarlo, lo habían reservado para mí. Mientras ellos se ahogaban, me insuflaban
la vida gota a gota. Intenté rechazar el aparato, pero me sujetaron las manos y
durante unos instantes respiré con fruición.
cont.
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