1 DE JULIO
«Mi corazón, que sufre más que el que se consume en el lecho del dolor, comprende
lo útil que debe de ser Carlota para un enfermo. Ésta va a pasar ahora algunos días en la
ciudad, cuidando a una excelente señora, que, al decir de los médicos, está cerca de su fin, y
desea llegar al amargo trance en brazos de mi amiga. La semana pasada hicimos una visita
al cura de ***, aldehuela situada en la montaña, a una legua de aquí, Carlota llevaba
consigo a la mayor de sus hermanas, cuando entramos en el patio de la casa, al que daban
sombra dos grandes nogales; el buen anciano estaba sentado en un escaño, delante de la
puerta. Pareció reanimarse a la vista de Carlota; olvidó su nudoso bastón, y se arriesgó a
salir a recibirla. Carlota corrió hacia él le obligó a sentarse, haciéndolo ella a su lado: le dio
mil recuerdos de parte de su padre y besó al hijo del cura, que es un mequetrefe muy
mimado y muy sucio. Si tú la hubieses visto cómo entretenía al pobre viejo, cómo alzaba la
voz para hacerla penetrar en sus oídos casi embotados; cómo le hablaba de jóvenes robustos
que habían muerto de repente, y de la excelencia de las aguas de Carlsbad, aprobando la
intención que tenía el cura de ir a tomarlas el verano del año siguiente; cómo le manifestaba
que tenía mejor semblante y un aire más animado que la última vez que se habían visto…
Mientras tanto, yo ofrecí mis respetos a la mujer del sacerdote. Éste se había puesto más
contento que unas pascuas, y no pudiendo yo resistir el deseo de alabar los hermosos
nogales que nos daban agradabilísima sombra, emprendió, no sin algún trabajo, la tarea de
contarnos su historia.
»“No sabemos —dijo— quién ha plantado el más viejo; unos dicen que fue tal cura,
otros, que tal otro. El más joven tendrá cincuenta años cuando llegue octubre: es de la edad
de mi mujer. Su padre, que me precedió en este curato, lo plantó una mañana, y ella vino al
mundo la noche del mismo día. No podré deciros cuánto quería él este árbol; pero os diré
que no lo quiero yo menos. Siendo un pobre estudiante, vine aquí por primera vez hace
veintisiete años; la que hoy es mi mujer estaba haciendo media debajo del nogal, sentada
sobre una viga.”
»Habiéndole preguntado Carlota por su hija, dijo que había ido con el señor
Schmidt al llano a ver a los trabajadores; luego continuó su discurso, refiriéndonos cómo le
habían tomado cariño en aquella casa, cómo llegó a ser vicario de su antecesor y cómo, por
último, lo había reemplazado. Apenas dio punto a su relato, cuando vimos llegar por el
jardín a su hija, acompañada del señor Schmidt. Saludó a Carlota con la mayor cordialidad,
y debo confesar que me fue muy simpática. Es una morenita vivaracha y esbelta, capaz de
hacer pasar a cualquiera en el campo una deliciosa temporada. Su novio (pues el señor
Schmidt se presentó desde luego como tal) es un joven de buen aspecto, pero taciturno; en
vano le incitó varias veces Carlota a que tomase parte en nuestra conversación. Lo que más
me enfadó fue que creí notar en su tono que aquella tenacidad con que se oponía a
comunicarse, no era hija de la falta de talento, sino del capricho y el mal humor. Por
desgracia, tuve bien pronto ocasión para convencerme de ello; pues mientras Federica
paseaba y charlaba con mi amiga, e incidentalmente conmigo, la cara del señor Schmidt,
que era de suyo algo morena tomó un tinte sombrío, tan pronunciado, que Carlota se vio en
el caso de llamarme la atención y hacerme comprender que no debía mostrarme tan galante
con aquella joven. No hay nada que me disguste tanto como ver a los hombres martirizarse
unos a otros, sobre todo cuando en la flor de la edad, pudiendo abrirse fácilmente los
corazones a todos los deleites del contento, pierden por tonterías aquellos días hermosos,
sin percatarse hasta muy tarde de que semejante prodigalidad no tiene reparación posible.
Esta idea me atormentaba, y cuando al anochecer volvimos al presbiterio y nos sentamos a
una mesa, donde nos sirvieron lacticinios, aprovechando la circunstancia de estar hablando
sobre los placeres y penas de la vida, troné con todas mis fuerzas contra el mal humor.
»“Los hombres —dije— nos quejamos con frecuencia de que son muchos más los
días malos que los buenos, y me parece que casi nunca nos quejamos con razón. Si nuestro
corazón estuviera siempre dispuesto para gozar de los bienes que Dios nos dispensa cada
día, tendríamos bastante fuerza para soportar los males cuando se presentan.”
»“El buen o mal humor no obedece a nuestra voluntad —exclamó la mujer del
cura—. ¡Cuántas cosas hay que dependen del cuerpo!… Todo nos fastidia cuando no
estamos bien.”
»Manifesté que pensaba lo mismo, y añadí:
»“Consideremos ese fastidio como una enfermedad, y veamos si hay manera de
curarla.”
»“Eso es hablar razonablemente —dijo Carlota— y por mi parte, creo que podemos
hacer mucho: hablo por experiencia. Cuando alguna cosa me mortifica y comienzo a
ponerme triste, corro a mi jardín, me paseo tarareando algunas contradanzas, y se acabó la
pena.”
»“Eso quería yo decir —repuse al instante—. Sucede con el mal humor lo que con
la pereza. Hay una especie de pereza a la cual propende nuestro cuerpo, lo que no impide
que trabajemos con ardor y encontremos un verdadero placer en la actividad, si
conseguimos una vez hacernos superiores a esa propensión”.
»Federica estaba muy contenta: su novio me replicó que no siempre es el hombre
dueño de sí mismo, y sobre todo, que no hay remedio conocido para manejar los
sentimientos.
»“Aquí se trata —respondí— de una sensación desagradable, que ninguno querría
experimentar, y mal podemos conocer la extensión de nuestras fuerzas si no las ponemos a
prueba. Todo el que está enfermo consulta con los médicos, y nunca rechaza el tratamiento
más penoso ni las medicinas más amargas, si cree recobrar la salud que desea.”
»Adivirtiendo que el buen anciano aplicaba el oído para participar en la
conversación, levanté la voz, y le dirigí estas palabras:
»“Se predica contra muchos vicios; pero no sé que nadie haya predicado contra el
mal humor.”5
»“Esto toca a los párrocos de las ciudades —dijo el padre de Federica—; los
aldeanos no tienen ni noticia de tal achaque. Sin embargo, no vendría mal alguna que otra
vez un sermoncito: a lo mejor, seria una lección para el juez y para nuestras mujeres.”
»Todos nos reímos de este final; él mismo hizo lo propio, y tanto que rompió a
toser, con lo cual quedó interrumpida la conversación por algunos minutos. Después tomó
la palabra el señor Schmidt, y me dijo:
»“Habéis dado el nombre de vicio al mal humor, y me parece que eso es exagerar.”
»“De ningún modo —repliqué—, ¿cómo he de calificar una cosa que daña a nuestro
prójimo y a nosotros mismos? ¿No basta con que no podamos hacernos felices los unos a
los otros? ¿Es también preciso que acabáremos al placer que cada uno puede procurarse aún
a sí propio? Citadme un atrabiliario que sepa disimular su mal humor y soportarlo sólo para
no turbar la alegría de los que le rodean, ¿no es más bien un despecho oculto, hijo de
nuestra pequeñez, un descontento de nosotros mismos loca vanidad? Vemos gente feliz que
no nos debe su felicidad, y esto nos es insoportable.”
»Carlota me miró, riéndose de la vehemencia conque yo hablaba y una lágrima que
sorprendí en los ojos de Federica me animó a continuar:
»“¡Mal hayan —dije— aquellos que utilizan el imperio que tienen sobre un
corazón, para arrancarle las alegrías inocentes que brotan en él! Todos los dones, todos los
agasajos posibles, no bastan para pagar un instante de placer espontáneo que suele convertir
en amargura la envidiosa suspicacia de nuestro verdugo.”
»Mi corazón estaba lleno de pasión en este momento, mil recuerdos acudieron a mi
alma, y el llanto se agolpó en mis ojos.
»Continué: “¿Por qué no hemos de decirnos cada día: todo lo que puedes hacer por
tus amigos es respetar sus placeres y aumentarlos tomando parte en ellos? ¿Puedes acaso
ofrecerles una gota de bálsamo consolador, cuando sus almas se hallan atormentadas por
una pasión que aflige, despedazadas por el dolor?… ¡Y cuando la última, la más espantosa
enfermedad sorprenda a quien hayas atormentado en sus horas de dicha cuando en el lecho,
en el más triste abatimiento levante al cielo sus apagados ojos, y el sudor de la muerte se
apodere de su frente lívida, y tú, de pie junto a la cama como un condenado, veas que nada
puedes con todo tu poder y sientas filtrarse la angustia hasta el fondo de tu alma, pensando
que lo darías todo por depositar en el seno del moribundo un átomo de alivio, una chispa de
valor!…”
»Estas palabras me hicieron recordar de una manera vigorosa un suceso parecido
que yo había presenciado. Me alejé del grupo, llevándome el pañuelo a los ojos, y sólo
volví en mí cuando la voz de Carlota me gritó: “¡Vámonos!”
»¡Cómo me ha regañado durante el camino, por dedicar a todo un entusiasmo
vehemente!… Dice que esto me matará si no consigo dominarme. ¡Oh, no, ángel mío! Yo
quiero vivir para ti.»
cont
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