Aires de Libertad

¿Quieres reaccionar a este mensaje? Regístrate en el foro con unos pocos clics o inicia sesión para continuar.

https://www.airesdelibertad.com

Leer, responder, comentar, asegura la integridad del espacio que compartes, gracias por elegirnos y participar

Estadísticas

Nuestros miembros han publicado un total de 1073375 mensajes en 48595 argumentos.

Tenemos 1590 miembros registrados

El último usuario registrado es Ana No Duerme

¿Quién está en línea?

En total hay 59 usuarios en línea: 5 Registrados, 0 Ocultos y 54 Invitados :: 3 Motores de búsqueda

clara_fuente, Maria Lua, Pascual Lopez Sanchez, Ramón Carballal, Simon Abadia


El record de usuarios en línea fue de 1156 durante el Mar 05 Dic 2023, 16:39

Últimos temas

» Poetas murcianos
Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832) - Página 6 EmptyHoy a las 14:53 por Pascual Lopez Sanchez

» Marianne Moore (1887-1972)
Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832) - Página 6 EmptyHoy a las 14:44 por Pedro Casas Serra

» H.D. (Hilda Doolittle) (1886-1961)
Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832) - Página 6 EmptyHoy a las 14:15 por Pedro Casas Serra

» ELINOR WYLIE (1885 -1928)
Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832) - Página 6 EmptyHoy a las 14:05 por Pedro Casas Serra

» NO A LA GUERRA 3
Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832) - Página 6 EmptyHoy a las 14:00 por Pascual Lopez Sanchez

» AMY LOWEL (1874 - 1925)
Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832) - Página 6 EmptyHoy a las 13:55 por Pedro Casas Serra

» EMILY DICKINSON (1830-1886)
Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832) - Página 6 EmptyHoy a las 13:46 por Pedro Casas Serra

» Poetas ucranianos muertos
Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832) - Página 6 EmptyHoy a las 13:33 por Pedro Casas Serra

» Metáfora. Poemas de poetas vivos. 2059, de Raquel Lanseros
Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832) - Página 6 EmptyHoy a las 13:09 por Pedro Casas Serra

» ANTOLOGÍA DE GRANDES POETAS HISPANOAMÉRICANAS
Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832) - Página 6 EmptyHoy a las 12:45 por cecilia gargantini

Enero 2025

LunMarMiérJueVieSábDom
  12345
6789101112
13141516171819
20212223242526
2728293031  

Calendario Calendario

Conectarse

Recuperar mi contraseña

Galería


Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832) - Página 6 Empty

2 participantes

    Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832)

    Maria Lua
    Maria Lua
    Administrador-Moderador
    Administrador-Moderador


    Cantidad de envíos : 79737
    Fecha de inscripción : 12/04/2009
    Localización : Nova Friburgo / RJ / Brasil

    Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832) - Página 6 Empty Re: Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832)

    Mensaje por Maria Lua Lun 30 Dic 2024, 10:00

    ***


    1 DE JULIO




    «Mi corazón, que sufre más que el que se consume en el lecho del dolor, comprende
    lo útil que debe de ser Carlota para un enfermo. Ésta va a pasar ahora algunos días en la
    ciudad, cuidando a una excelente señora, que, al decir de los médicos, está cerca de su fin, y
    desea llegar al amargo trance en brazos de mi amiga. La semana pasada hicimos una visita
    al cura de ***, aldehuela situada en la montaña, a una legua de aquí, Carlota llevaba
    consigo a la mayor de sus hermanas, cuando entramos en el patio de la casa, al que daban
    sombra dos grandes nogales; el buen anciano estaba sentado en un escaño, delante de la
    puerta. Pareció reanimarse a la vista de Carlota; olvidó su nudoso bastón, y se arriesgó a
    salir a recibirla. Carlota corrió hacia él le obligó a sentarse, haciéndolo ella a su lado: le dio
    mil recuerdos de parte de su padre y besó al hijo del cura, que es un mequetrefe muy
    mimado y muy sucio. Si tú la hubieses visto cómo entretenía al pobre viejo, cómo alzaba la
    voz para hacerla penetrar en sus oídos casi embotados; cómo le hablaba de jóvenes robustos
    que habían muerto de repente, y de la excelencia de las aguas de Carlsbad, aprobando la
    intención que tenía el cura de ir a tomarlas el verano del año siguiente; cómo le manifestaba
    que tenía mejor semblante y un aire más animado que la última vez que se habían visto…
    Mientras tanto, yo ofrecí mis respetos a la mujer del sacerdote. Éste se había puesto más
    contento que unas pascuas, y no pudiendo yo resistir el deseo de alabar los hermosos
    nogales que nos daban agradabilísima sombra, emprendió, no sin algún trabajo, la tarea de
    contarnos su historia.
    »“No sabemos —dijo— quién ha plantado el más viejo; unos dicen que fue tal cura,
    otros, que tal otro. El más joven tendrá cincuenta años cuando llegue octubre: es de la edad
    de mi mujer. Su padre, que me precedió en este curato, lo plantó una mañana, y ella vino al
    mundo la noche del mismo día. No podré deciros cuánto quería él este árbol; pero os diré
    que no lo quiero yo menos. Siendo un pobre estudiante, vine aquí por primera vez hace
    veintisiete años; la que hoy es mi mujer estaba haciendo media debajo del nogal, sentada
    sobre una viga.”
    »Habiéndole preguntado Carlota por su hija, dijo que había ido con el señor
    Schmidt al llano a ver a los trabajadores; luego continuó su discurso, refiriéndonos cómo le
    habían tomado cariño en aquella casa, cómo llegó a ser vicario de su antecesor y cómo, por
    último, lo había reemplazado. Apenas dio punto a su relato, cuando vimos llegar por el
    jardín a su hija, acompañada del señor Schmidt. Saludó a Carlota con la mayor cordialidad,
    y debo confesar que me fue muy simpática. Es una morenita vivaracha y esbelta, capaz de
    hacer pasar a cualquiera en el campo una deliciosa temporada. Su novio (pues el señor
    Schmidt se presentó desde luego como tal) es un joven de buen aspecto, pero taciturno; en
    vano le incitó varias veces Carlota a que tomase parte en nuestra conversación. Lo que más
    me enfadó fue que creí notar en su tono que aquella tenacidad con que se oponía a
    comunicarse, no era hija de la falta de talento, sino del capricho y el mal humor. Por
    desgracia, tuve bien pronto ocasión para convencerme de ello; pues mientras Federica
    paseaba y charlaba con mi amiga, e incidentalmente conmigo, la cara del señor Schmidt,
    que era de suyo algo morena tomó un tinte sombrío, tan pronunciado, que Carlota se vio en
    el caso de llamarme la atención y hacerme comprender que no debía mostrarme tan galante
    con aquella joven. No hay nada que me disguste tanto como ver a los hombres martirizarse
    unos a otros, sobre todo cuando en la flor de la edad, pudiendo abrirse fácilmente los
    corazones a todos los deleites del contento, pierden por tonterías aquellos días hermosos,
    sin percatarse hasta muy tarde de que semejante prodigalidad no tiene reparación posible.
    Esta idea me atormentaba, y cuando al anochecer volvimos al presbiterio y nos sentamos a
    una mesa, donde nos sirvieron lacticinios, aprovechando la circunstancia de estar hablando
    sobre los placeres y penas de la vida, troné con todas mis fuerzas contra el mal humor.
    »“Los hombres —dije— nos quejamos con frecuencia de que son muchos más los
    días malos que los buenos, y me parece que casi nunca nos quejamos con razón. Si nuestro
    corazón estuviera siempre dispuesto para gozar de los bienes que Dios nos dispensa cada
    día, tendríamos bastante fuerza para soportar los males cuando se presentan.”
    »“El buen o mal humor no obedece a nuestra voluntad —exclamó la mujer del
    cura—. ¡Cuántas cosas hay que dependen del cuerpo!… Todo nos fastidia cuando no
    estamos bien.”
    »Manifesté que pensaba lo mismo, y añadí:
    »“Consideremos ese fastidio como una enfermedad, y veamos si hay manera de
    curarla.”
    »“Eso es hablar razonablemente —dijo Carlota— y por mi parte, creo que podemos
    hacer mucho: hablo por experiencia. Cuando alguna cosa me mortifica y comienzo a
    ponerme triste, corro a mi jardín, me paseo tarareando algunas contradanzas, y se acabó la
    pena.”
    »“Eso quería yo decir —repuse al instante—. Sucede con el mal humor lo que con
    la pereza. Hay una especie de pereza a la cual propende nuestro cuerpo, lo que no impide
    que trabajemos con ardor y encontremos un verdadero placer en la actividad, si
    conseguimos una vez hacernos superiores a esa propensión”.
    »Federica estaba muy contenta: su novio me replicó que no siempre es el hombre
    dueño de sí mismo, y sobre todo, que no hay remedio conocido para manejar los
    sentimientos.
    »“Aquí se trata —respondí— de una sensación desagradable, que ninguno querría
    experimentar, y mal podemos conocer la extensión de nuestras fuerzas si no las ponemos a
    prueba. Todo el que está enfermo consulta con los médicos, y nunca rechaza el tratamiento
    más penoso ni las medicinas más amargas, si cree recobrar la salud que desea.”
    »Adivirtiendo que el buen anciano aplicaba el oído para participar en la
    conversación, levanté la voz, y le dirigí estas palabras:
    »“Se predica contra muchos vicios; pero no sé que nadie haya predicado contra el
    mal humor.”5
    »“Esto toca a los párrocos de las ciudades —dijo el padre de Federica—; los
    aldeanos no tienen ni noticia de tal achaque. Sin embargo, no vendría mal alguna que otra
    vez un sermoncito: a lo mejor, seria una lección para el juez y para nuestras mujeres.”
    »Todos nos reímos de este final; él mismo hizo lo propio, y tanto que rompió a
    toser, con lo cual quedó interrumpida la conversación por algunos minutos. Después tomó
    la palabra el señor Schmidt, y me dijo:
    »“Habéis dado el nombre de vicio al mal humor, y me parece que eso es exagerar.”
    »“De ningún modo —repliqué—, ¿cómo he de calificar una cosa que daña a nuestro
    prójimo y a nosotros mismos? ¿No basta con que no podamos hacernos felices los unos a
    los otros? ¿Es también preciso que acabáremos al placer que cada uno puede procurarse aún
    a sí propio? Citadme un atrabiliario que sepa disimular su mal humor y soportarlo sólo para
    no turbar la alegría de los que le rodean, ¿no es más bien un despecho oculto, hijo de
    nuestra pequeñez, un descontento de nosotros mismos loca vanidad? Vemos gente feliz que
    no nos debe su felicidad, y esto nos es insoportable.”
    »Carlota me miró, riéndose de la vehemencia conque yo hablaba y una lágrima que
    sorprendí en los ojos de Federica me animó a continuar:
    »“¡Mal hayan —dije— aquellos que utilizan el imperio que tienen sobre un
    corazón, para arrancarle las alegrías inocentes que brotan en él! Todos los dones, todos los
    agasajos posibles, no bastan para pagar un instante de placer espontáneo que suele convertir
    en amargura la envidiosa suspicacia de nuestro verdugo.”
    »Mi corazón estaba lleno de pasión en este momento, mil recuerdos acudieron a mi
    alma, y el llanto se agolpó en mis ojos.
    »Continué: “¿Por qué no hemos de decirnos cada día: todo lo que puedes hacer por
    tus amigos es respetar sus placeres y aumentarlos tomando parte en ellos? ¿Puedes acaso
    ofrecerles una gota de bálsamo consolador, cuando sus almas se hallan atormentadas por
    una pasión que aflige, despedazadas por el dolor?… ¡Y cuando la última, la más espantosa
    enfermedad sorprenda a quien hayas atormentado en sus horas de dicha cuando en el lecho,
    en el más triste abatimiento levante al cielo sus apagados ojos, y el sudor de la muerte se
    apodere de su frente lívida, y tú, de pie junto a la cama como un condenado, veas que nada
    puedes con todo tu poder y sientas filtrarse la angustia hasta el fondo de tu alma, pensando
    que lo darías todo por depositar en el seno del moribundo un átomo de alivio, una chispa de
    valor!…”
    »Estas palabras me hicieron recordar de una manera vigorosa un suceso parecido
    que yo había presenciado. Me alejé del grupo, llevándome el pañuelo a los ojos, y sólo
    volví en mí cuando la voz de Carlota me gritó: “¡Vámonos!”
    »¡Cómo me ha regañado durante el camino, por dedicar a todo un entusiasmo
    vehemente!… Dice que esto me matará si no consigo dominarme. ¡Oh, no, ángel mío! Yo
    quiero vivir para ti.»




    cont
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]


    _________________



    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]


    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]
    Maria Lua
    Maria Lua
    Administrador-Moderador
    Administrador-Moderador


    Cantidad de envíos : 79737
    Fecha de inscripción : 12/04/2009
    Localización : Nova Friburgo / RJ / Brasil

    Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832) - Página 6 Empty Re: Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832)

    Mensaje por Maria Lua Lun 30 Dic 2024, 10:03

    ***

    6 DE JULIO



    «Carlota está siempre al lado de su moribunda amiga, y siempre es la misma;
    siempre esta criatura afable y benéfica, cuya mirada, dondequiera que se fija, dulcifica el
    dolor y hace felices a las personas. Ayer tarde fue a pasearse con Mariana y la pequeña
    Amelia. Yo lo sabía, me reuní con ellas y caminamos juntos. Después de haber andado
    como una legua y media, volvimos hacia la ciudad, y llegamos a la fuente, que ya me
    gustaba mucho y que ahora me gusta mil veces más.
    »Sentóse Carlota sobre el pequeño muro, los demás estábamos de pie delante de
    ella. Miré alrededor, y me acordé del tiempo en que mi corazón estaba solitario. “¡Fuente
    querida! —me dije a mí mismo—; ¡cuánto tiempo hace que no he gozado de tu frescura, y
    cuántas veces, pasando de prisa junto a ti ni siquiera te he mirado!” Bajé los ojos y vi que
    subía la pequeña Amelia con un vaso de agua, cuidando de no verterlo.
    »Miré a Carlota y comprendí todo lo que ella es para mí. En esto, llegó Amelia con
    su vaso; Mariana quiso quitárselo.
    »“¡No! —exclamó la niña con la más dulce expresión—, ¡No! Lota, tú has de beber
    antes que nadie.”
    »La verdad, la bondad con que aquella muñeca pronunció estas palabras, me
    arrebataron hasta el punto de que, para expresar mis sentimientos, no supe hacer otra cosa
    que tomarla en mis brazos y besarla con tanta efusión, que empezó a gritar y a llorar.
    »“Eso no está bien hecho”, me dijo Carlota.
    »Quedéme confuso.
    »“Ven, Amelia —prosiguió, cogiéndola de la mano y haciéndole bajar los
    escalones—. Lávate en seguida en esa agua fresca, y no te sucederá nada.” Fijé mi atención
    en la niña, que afanosa se frotaba las mejillas con sus manos mojadas, convencida de que la
    fuente milagrosa la limpiaría de toda mancha, quitándole la afrenta de haber sido tocada por
    una barba impura. Carlota le decía: “¡Basta ya!” Y ella continuaba frotándose con nuevo
    brío, como si mientras más lo hiciese, fuera mejor. Guillermo, te aseguro que no he asistido
    a ninguna ceremonia con más respeto… Y cuando Carlota subió, de buena gana me hubiera
    prosternado a sus pies, como ante los de un profeta redentor de los pecados de un pueblo.
    No pude resistirme al deseo de contar por la noche lo sucedido, con toda la alegría de mi
    corazón, a uno que yo creía sensible, porque tiene agudeza. ¡Cómo me equivocaba!
    Censuró la conducta de Carlota, dijo que no se debía hacer creer nada a los niños; que estos
    abusos eran origen de errores y supersticiones sin número, que hay necesidad de evitar
    desde muy temprano… Entonces recordé que ocho días antes había hecho este charlatán
    bautizar a un niño, por lo cual, oyéndole como el que oye llover, seguí siendo fiel con todo
    mi corazón a esta verdad: preciso obrar con los niños como obra con nosotros el Señor, que
    nunca nos hace más felices que cuando nos deja embriagarnos con una ilusión agradable.»




    8 DE JULIO



    «¡Qué niños somos! ¡Con qué vehemencia suspiramos por una mirada! Habíamos
    ido a pie a Wahlheim, las señoras salieron en coche, y durante nuestro paseo creí ver en los
    ojos negros de Carlota… Soy un loco: perdóname. Sería preciso que vieras estos ojos.
    Abreviaré, porque el sueño cierra los míos.
    »Las señoras subieron en el coche, y al lado estábamos el joven W., Selstadt,
    Audran y yo. Charlaban por la portezuela con estos jóvenes aturdidos que son, por cierto,
    locos y superficiales. Yo buscaba los ojos de Carlota. ¡Ay!, sus miradas vagaban ya a un
    lado, ya a otro, sin dirigirse a mí, que sólo de ella me ocupaba. Mi corazón le dijo adiós mil
    veces; pero ella no me veía. Pasó el coche, y una lágrima humedeció mis párpados. Lo
    seguí con la vista. Carlota sacó la cabeza por la portezuela y se volvió a mirar… ¡Ah!…,
    ¿era a mí? Amigo mío, floto en esta incertidumbre; esto me consuela. Acaso volvió para
    verme; acaso… Buenas noches. ¡Oh, qué niño soy!»




    10 DE JULIO



    «Quisiera que vieses la cara estúpida que pongo cuando la gente habla de Carlota, y,
    sobre todo cuando me preguntan si me gusta. ¡Gustarme! Odio de muerte esta palabra.
    ¿Qué hombre habrá a quien no le guste, a quien no le robe el pensamiento, todo el
    corazón?… ¡Gustar! El otro día me preguntaron si Ossián me gustaba.»




    11 DE JULIO





    «La señora M… está muy mala. Ruego a Dios por su vida, porque sufro viendo que
    Carlota sufre. No la veo sino alguna vez en casa de una de sus amigas donde hoy me ha
    contado una historia singular. El señor M… es un viejo avaro, perverso y repugnante, que
    ha tenido atormentada y muy sujeta a su mujer toda la vida; ella, sin embargo, ha sabido
    sacar fruto de su situación. Habiéndola desahuciado el médico hace algunos días, mandó a
    llamar a su marido, y, en presencia de Carlota, le habló en estos términos: “Debo confesarte
    una cosa que, después de mi muerte, podría ser motivo de inquietud y pesares. Hasta hoy he
    gobernado la casa con todo el orden y economía posible; pero debo pedirte perdón porque
    te he engañado durante treinta años. Desde nuestro casamiento fijaste una cantidad muy
    pequeña para los gastos de comida y demás de la casa. Cuando ésta ha prosperado, y
    nuestros negocios han levantado el vuelo, no he podido lograr que aumentes la suma
    destinada para cada semana; tú sabes que en el tiempo de nuestros mayores gastos me
    obligabas a atender a todo con un florín diario. He obedecido sin replicar, y cada semana he
    tomado del cofre del dinero lo indispensable para cubrir mis atenciones, segura de que
    jamás se sospecharía que una mujer robase a su marido. Nada he malgastado, y sin hacer
    esta confesión hubiera entrado tranquila en la eternidad; pero sé que la que me suceda en el
    gobierno de la casa no podrá manejarse con lo poco que tú das, y no quiero que llegues a
    echarle en cara que tu mujer se contentaba con ello.”
    »He hablado con Carlota sobre la increíble ceguera que hace que un hombre no
    sospeche manejo alguno en una mujer que con siete florines cubre de domingo a domingo
    todos los gastos cuando se ve que éstos pasan del doble. Sin embargo, conozco gente que
    hubiera recibido en su casa, sin asombrarse, la inagotable cántara de aceite del profeta.»



    13 DE JULIO



    «No, no me engaño: leo en sus ojos negros el verdadero interés que le inspiran mi
    persona y mi suerte. Conozco, y en esto debo creer en mi corazón, que ella… ¡Oh! ¿Podré y
    me atreveré a expresar en estas palabras la dicha que siento? Conozco que me ama.
    »¡Soy amado!… ¡Si vieras cómo me ofreció ahora; si vieras…, te lo diré, porque tú
    sabrás comprenderme: si vieras lo mucho más que valgo a mis propios ojos desde que soy
    dueño de su amor! ¿Somos realmente el uno del otro por sentimiento o sólo por vanidad?
    No conozco hombre alguno capaz de robarme el corazón de Carlota, y, a pesar de ello
    cuando ésta habla de su futuro esposo, con todo el calor, con todo el amor posible, me hallo
    como el desgraciado a quien despojan de todos sus títulos y honores, y le obligan a entregar
    su espada.»







    cont
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]


    _________________



    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]


    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]
    Maria Lua
    Maria Lua
    Administrador-Moderador
    Administrador-Moderador


    Cantidad de envíos : 79737
    Fecha de inscripción : 12/04/2009
    Localización : Nova Friburgo / RJ / Brasil

    Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832) - Página 6 Empty Re: Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832)

    Mensaje por Maria Lua Lun 30 Dic 2024, 10:05

    ***

    16 DE JULIO



    «¡Ah qué sensación tan grata inunda todas mis venas cuando por casualidad mis
    dedos tocan los suyos, o nuestros pies se tropiezan debajo de la mesa! Los aparto como de
    un fuego, y una fuerza secreta me acerca de nuevo a pesar mío. El vértigo se apodera de
    todos mis sentidos, y su inocencia su alma cándida, no le permiten siquiera imaginar cuánto
    me hacen sufrir esta insignificantes familiaridades. Si pone su mano sobre la mía cuando
    hablamos, y si en el calor de la conversación se aproxima tanto a mí que su divino aliento
    se confunde con el mío, creo morir herido por el rayo, Guillermo y este cielo, esta
    confianza, si llego a atreverme… Tú me entiendes. No, mi corazón no está tan corrompido.
    Es débil, demasiado débil… Pero, en esto, ¿no hay corrupción?
    »Carlota es sagrada para mí. Todos los deseos se desvanecen en su presencia.
    Nunca sé lo que experimento cuando estoy a su lado: creo que mi alma se dilata por todos
    mis nervios.
    »Hay una sonata que ella ejecuta en el clavicémbalo con la expresión de un ángel:
    ¡tiene tal sencillez y tal encanto! Es su música favorita y le basta tocar su primera nota para
    alejar mi zozobra cuidados y aflicciones.
    »No me parece inverosímil nada de lo que se cuenta sobre la antigua magia de la
    música ¡Cómo me esclaviza este canto sencillo! ¡Y cómo sabe ella ejecutarlo en aquellos
    instantes en que yo sepultaría contento una bala en mi cabeza! Entonces, disipándose la
    turbación y las tinieblas de mi alma, respiro con más libertad.»



    18 DE JULIO



    «Guillermo, sin el amor, ¿qué sería el mundo para nuestro corazón? Lo que una
    linterna mágica sin luz. Apenas se introduce la lamparilla, cuando las imágenes más
    variadas aparecen en el lienzo diáfano. Y aunque el amor no sea otra cosa que fantasmas
    pasajeros, esto basta para labrar nuestra dicha cuando, deteniéndonos a contemplarlos como
    niños alegres, nos extasiamos con tan maravillosas ilusiones. Hoy no he podido ir a casa de
    Carlota; una visita inevitable lo ha impedido.
    »¿Qué hacer? He enviado a mi criado, sin más objeto que el de tener cerca de mi a
    alguno que la haya visto hoy. ¡Con cuánta impaciencia le he esperado! ¡Con qué alegría he
    vuelto a verle! Le hubiera besado, a no ser el colmo de la locura.
    »Cuentan que la piedra de Bolonia, cuando se pone al sol absorbe los rayos y puede
    luego alumbrar parte de la noche: en este caso se hallaba mi criado para mí. La idea de que
    los ojos de Carlota se habían fijado en su cara, en sus mejillas, en los botones de su casaca
    y en el cuello de su abrigo, hacía todo esto tan sagrado y tan precioso para mí, que en aquel
    momento no hubiera yo dado a mi sirviente por mil escudos. Su presencia me llenaba de
    gozo. ¡Dios te libre de reírte! Guillermo, ¿se puede llamar ilusiones a lo que nos hace
    felices?»



    19 DE JULIO



    «¡La veré!, exclamo con júbilo por la mañana cuando, al despertarme lleno de
    alegría, dirijo mis miradas hacia el naciente sol; ¡la veré!, y no tengo otro deseo en todo el
    día. Lo demás desaparece ante esta esperanza.»



    20 DE JULIO



    «Vuestra idea de que me vaya con el embajador de… no es aún la mía. No me gusta
    depender de nadie, y, además, sabemos que ese hombre es áspero en su trato. Dices que mi
    madre se alegrará de verme ocupado. Deja que me ría. ¿No tengo ya bastante que hacer? Y,
    en el fondo, ¿no es lo mismo que yo cuente guisantes que lentejas? Todas las cosas de este
    mundo vienen a parar en bagatelas, y el que por complacer a los demás, contra su gusto y
    sin necesidad, se fatiga corriendo tras la fortuna, los honores u otra cosa cualquiera, es
    siempre un loco.»




    24 DE JULIO



    «Dado el interés que manifiestas en que no descuide el dibujo, casi preferiría
    callarme a decirte que desde hace mucho tiempo apenas me he ocupado de tal cosa.
    »Jamás he sido tan feliz; jamás me ha impresionado la naturaleza tan
    profundamente: hasta una piedrecilla, un tallo de hierba…, y, sin embargo, no sé cómo
    expresarme. ¡Mi imaginación está tan débil! Todo vaga y oscila ante mí de tal modo, que ni
    siquiera puedo captar un contorno. A pesar de ello, me figuro que, si tuviese barro o cera,
    modelaría perfectamente cuanto concibo. Si esto dura, me entretendré con barro común,
    aunque no haga más que bolitas.
    »Tres veces he comenzado el retrato de Carlota, y las tres me ha salido mal. Esto me
    es tanto más sensible cuanto que hace poco tiempo tenía yo gran facilidad para sacar el
    parecido. Últimamente he hecho su retrato de perfil; preciso será que me contente con él.»



    25 DE JULIO



    «Sí, Carlota, yo cuidaré de todo y lo arreglaré todo; sólo os pido que me deis más
    encargos y con más frecuencia. También tengo que haceros una súplica: no uséis la
    salvadera cuando me escribáis. He besado con efusión la carta de hoy, y todavía rechina la
    arenilla entre mis dientes.»



    26 DE JULIO



    «Más de una vez me he propuesto no verla tan a menudo, pero ¿quién podría
    cumplirlo? Todos los días me vence la tentación, y todos también me digo a mí mismo
    solemnemente: “Mañana no iré”; pero, cuando mañana se vuelve hoy, hallo un nuevo y
    poderoso motivo que me conduce a su casa antes de haberme dado cuenta de ello. Ya
    porque me ha preguntado por la noche si nos veremos al día siguiente, y sería una grosería
    no ir; ya porque me ha hecho algún encargo y quiero yo mismo decirle el resultado; ya
    porque, estando la mañana deliciosa, me voy a Wahlheim, desde donde sólo falta media
    legua para llegar a su casa, y su atmósfera me atrae…, ¡zas!, me planto allí de un brinco.
    Sabía mi abuela un cuento de una montaña de imán: los bajeles que se acercaban
    demasiado perdían de pronto todo el herraje; los clavos volaban hacia la montaña, y los
    pobres marineros perecían entre las tablas, que se iban sumergiendo unas tras otras.»




    19
    cont
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]


    _________________



    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]


    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]
    Maria Lua
    Maria Lua
    Administrador-Moderador
    Administrador-Moderador


    Cantidad de envíos : 79737
    Fecha de inscripción : 12/04/2009
    Localización : Nova Friburgo / RJ / Brasil

    Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832) - Página 6 Empty Re: Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832)

    Mensaje por Maria Lua Mar 31 Dic 2024, 15:45

    ***

    30 DE JULIO




    «Alberto ha llegado y yo me marcharé. Aunque él fuese el mejor y más noble de los
    hombres, y yo me reconociera inferior bajo todos conceptos, me sería insoportable que a mi
    vista poseyese tantas perfecciones. ¡Poseer!… Basta, Guillermo; el novio está aquí. Es
    joven bueno y honrado a quien nadie puede dejar de querer. Felizmente, yo no he
    presenciado la llegada: me hubiera desgarrado el corazón. Es tan generoso, que ni una sola
    vez se ha atrevido aún a abrazar a Carlota en mi presencia. ¡Dios se lo pague! La respeta
    tanto, que debo quererle. Se muestra muy afectuoso conmigo, y supongo que esto es más
    obra de Carlota que efecto de su propia inclinación; las mujeres son muy mañosas en este
    punto y están en lo firme; cuando pueden hacer que dos adoradores vivan en buena
    inteligencia, lo que sucede pocas veces, lo hacen, y el provecho, indudablemente, es para
    ellas.
    »Sin embargo, no puedo rehusar mi estimación a Alberto. Su exterior tranquilo
    forma marcadísimo contraste con mi carácter turbulento, que en vano desearía ocultar.
    Tiene una sensibilidad exquisita y no desconoce el tesoro que posee con Carlota. Parece
    poco dado al mal humor, que, como sabes es el vicio que más detesto.
    »Me juzga hombre de talento, y mi amistad con Carlota, unida al vivo interés que
    pone en todas sus cosas, da más valor a su triunfo y la quiere cada vez más. No me meteré
    en averiguar si suele atormentarla a solas con tal o cual chispazo de celos; pero confieso
    que si yo estuviese en su lugar, no dejaría de sentirlos.
    »Sea lo que quiera, la alegría que yo experimentaba al lado de Carlota se ha
    desvanecido. ¿Diré que esto es locura o ceguera? Pero ¿qué importa el nombre? La cosa no
    puede ser más clara. No sé hoy nada que no supiera antes de la llegada de Alberto; no
    ignoraba que no debía formar ninguna pretensión respecto a Carlota y tampoco la había
    formado…, quiero decir que únicamente sentía lo que es inevitable sentir al contemplar
    tantos hechizos, y así y todo, no sé qué me pasa al ver que el otro llega y se alza con la
    dama.
    »Estoy que bramo, y mandaré a paseo a todo el que diga que debo resignarme, y que
    esto no podía suceder de otro modo… ¡Vayan al diablo los razonadores! Vago por los
    bosques, y cuando llego a casa de Carlota y veo a Alberto sentado junto a ella entre el
    follaje del jardinillo, y tengo precisión de detenerme, me vuelvo loco de atar y hago mil
    necedades. “En nombre del cielo —me ha dicho hoy Carlota—, os ruego que no repitáis la
    escena de anoche: estáis espantoso cuando os ponéis tan contento.” Te diré, para entre
    nosotros, que acecho todos los instantes en que él interviene; de un salto me meto entonces
    en su casa, y me vuelvo loco de alegría siempre que ella está sola.»




    8 DE AGOSTO




    «Te ruego, querido Guillermo, que te persuadas de que no pensaba en ti cuando
    calificaba de insoportables a los que recomiendan resignación, siempre que sucede lo que
    es lógico que suceda. Verdaderamente, no se me ocurría entonces que tú fueses del mismo
    parecer. Tienes razón en el fondo; pero escucha una palabra, amigo mío. En el mundo se
    sale pocas veces de un apuro con un dilema. Los sentimientos y las acciones tienen tantos
    matices como gradaciones hay entre una nariz aguileña y otra chata.
    »No creo que te enojes si, admitiendo tu argumento en todas sus partes, procuro
    salvarme entre dos supuestos. “O tienes alguna esperanza respecto a Carlota —me dices—
    o no tienes ninguna. En el primer caso, trata de realizarla, esfuérzate para ver cumplidos tus
    deseos; en el segundo caso, ármate de valor y haz por librarte de una pasión funesta que te
    aniquilará.” Amigo mío, esto está muy bien… y se dice pronto.
    »¿Puedes exigir al desdichado cuya vida se extingue poco a poco por irresistible
    influjo de una enfermedad lenta, puedes exigir, digo, que en un instante ponga fin a sus
    dolores con una puñalada? El mal que debilita sus fuerzas, ¿no le quita al mismo tiempo el
    valor necesario para librarse de él? Es verdad que puedes contestarme con una comparación
    análoga. ¿Habrá quien no prefiera cortarse un brazo a arriesgarse a perder la vida por
    indecisión y cobardía? No lo sé; y como no hemos de entablar una lucha de comparaciones,
    hago punto. Sí. Guillermo, tengo algunas veces momentos de un valor súbito y vehemente,
    y cuando esto sucede, me bastaría saber adónde he de ir…, para irme sin vacilar.
    »POR LA TARDE. Me he encontrado hoy con mi diario entre las manos, del que
    apenas me ocupo hace tiempo, y noto con estupefacción el modo que he tenido de avanzar
    a sabiendas paso a paso, en este asunto, conduciéndome como un muchacho, a pesar de
    haber visto siempre con claridad mi situación. Hoy mismo la veo tan clara como la luz, y,
    sin embargo, no hay un solo síntoma de alivio.»






    10 DE AGOSTO




    «Si yo no fuese uno loco, podría pasarme la vida más feliz y sosegada. Pocas veces
    se reúnen para alegrar un corazón circunstancias tan favorables como las que me rodean.
    Esto afirma mi creencia de que nuestra felicidad depende de nosotros mismos. Formar parte
    de esta amable familia ser querido de los padres como un hijo, de los niños como un padre,
    y de Carlota… y de este excelente Alberto que no turba mi dicha con celos ni mal humor,
    que me profesa verdadera amistad y que ve en mí a la persona que más estima en el mundo
    después de Carlota… Guillermo, es un placer oírnos cuando vamos de paseo y hablamos de
    ella; nunca se ha imaginado nada tan dichoso como nuestra situación, y, sin embargo, las
    lágrimas algunas veces humedecen mis ojos.
    »Cuando me habla de la virtuosa madre de Carlota, y me refiere que poco antes de
    morir dejó al cuidado de ella la casa y los niños, y al de él a Carlota; que desde entonces la
    joven ha revelado dotes inusitadas; que se ha vuelto una verdadera madre para la dirección
    de los asuntos domésticos, que todos los momentos de su vida están esmaltados por la
    ternura y el trabajo, sin que jamás hayan sufrido alteración su buen humor y su alegría…
    Yo camino junto a él, cogiendo las flores que encuentro al paso, con las cuales hago un
    bonito ramillete y lo arrojo al cercano río, siguiéndolo con la mirada mientras se aleja sobre
    las ondas mansamente. No sé si te he dicho que Alberto permanecerá en esta ciudad, y que
    espera de la corte, donde es muy querido, un buen empleo. Conozco pocas personas que le
    igualen en el orden y el apego a los negocios.»








    cont
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]


    _________________



    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]


    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]
    Maria Lua
    Maria Lua
    Administrador-Moderador
    Administrador-Moderador


    Cantidad de envíos : 79737
    Fecha de inscripción : 12/04/2009
    Localización : Nova Friburgo / RJ / Brasil

    Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832) - Página 6 Empty Re: Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832)

    Mensaje por Maria Lua Mar 31 Dic 2024, 15:46

    ***

    12 DE AGOSTO




    «Alberto es indudablemente, el mejor de los hombres que cobija el cielo. Ayer me
    pasó con él un lance peregrino. Había ido a su casa a despedirme, porque se me antojó dar
    un paseo a caballo por las montañas, desde donde te escribo ahora. Yendo y viniendo por su
    cuarto, vi sus pistolas. “Préstamelas para el viaje”, le dije. “Con mucho gusto
    —respondió—, si quieres tomarte el trabajo de cargarlas, aquí sólo están como un mueble
    de adorno.” Tomé una; él continuó: “Desde el chasco que me ha ocurrido por mi exceso de
    precaución, no quiero cuentas con esas armas”. Tuve curiosidad de saber esta historia, y él
    dijo: “Habiendo ido a pasar tres meses en el campo con un amigo, llevé un par de pistolas;
    estaban descargadas, yo dormía tranquilo. Una tarde lluviosa, en que no tenía nada que
    hacer, se me ocurrió la idea, no sé por qué, de que podían sorprendernos, hacer falta las
    pistolas, y… tú sabes lo que son apreciaciones. Di mis armas al criado para que las limpiase
    22
    y las cargara. Jugando éste con las criadas, quiso asustarlas, y al tirar del gatillo, la
    chimenea, Dios sabe cómo, dio fuego, y despidiendo la baqueta que estaba en el cañón,
    hirió en un dedo a una pobre muchacha. Sobre consolarla tuve que pagar la cura, y desde
    entonces dejo siempre las pistolas vacías. ¿De qué sirve la previsión, querido amigo? El
    peligro no se deja ver por completo. Sin embargo…” Ya sabes cuánto quiero a este hombre;
    me encocoran sus sin embargo. ¿Qué regla general no tiene excepciones? Este Alberto es
    tan meticuloso, que, cuando cree haber dicho una cosa atrevida absoluta, casi un axioma no
    cesa de limitar, modificar, quitar y poner hasta que desaparece cuanto ha dicho. No fue en
    esta ocasión infiel a su sistema; yo acabé por no escucharle, meciéndome en un mar de
    sueños, con súbito movimiento, apoyé el cañón de una pistola sobre mi frente, más arriba
    del ojo derecho. “Aparta eso —dijo Alberto, echando mano a la pistola—. ¿Qué quieres
    hacer?” “No está cargada”, contesté. “¿Y qué importa? ¿Qué quieres hacer? —repitió con
    impaciencia—. No comprendo que haya quien pueda levantarse la tapa de los sesos. Sólo
    pensarlo me horroriza.” “¡Oh hombres! —exclamé— no sabréis hablar de nada sin decir:
    esto es una locura, eso es razonable, tal cosa es buena, tal otra es mala. ¿Qué significan
    todos estos juicios? Para emitirlos, ¿habéis profundizado los resortes secretos de una
    acción? ¿Sabéis distinguir con seguridad las causas que la producen y que lógicamente
    debían producirla? Si tal ocurriese, no juzgaríais con tanta ligereza.” “Tú me concederás
    —dijo Alberto— que ciertas acciones serán siempre crímenes sea el que quiera el motivo
    que las produzca.” “Concedido —respondí yo, encogiéndome de hombros—. Sin embargo,
    advierte, amigo mío que ni eso es verdad en absoluto. Indudablemente, el robo es un
    crimen; pero si un hombre está a punto de morir de hambre, y con él su familia, y ese
    hombre por salvarla, se atreve a robar, ¿merece compasión o merece castigo? ¿Quién se
    atrevería a tirar la primera piedra contra el marido que en el arrebato de una cólera justa
    mata a su infiel esposa y al infame seductor? ¿Quién puede acusar a la sensible doncella
    que en un momento de voluptuoso delirio se abandona a las irresistibles delicias del amor?
    Hasta nuestras leyes, que son pedantes e insensibles, se dejan conmover y detienen la
    espada de la justicia.” “Eso es distinto —respondió Alberto—, el que sigue los impulsos de
    una pasión pierde la facultad de reflexionar, y se le mira como a un ebrio o un demente.”
    “¡Oh hombres de juicio! —exclamé sonriéndome—. ¡Pasión! ¡Embriaguez! ¡Demencia!
    ¡Todo esto es letra muerta para vosotros, impasibles moralistas! Condenáis al borracho y
    detestáis al loco con la frialdad del que sacrifica, y dais a Dios, como el fariseo, porque no
    sois ni locos ni borrachos. Más de una vez he estado ebrio, más de una vez me han puesto
    mis pasiones al borde de la locura, y no lo siento, porque he aprendido que siempre se ha
    dado el nombre de beodo o insensato a todos los hombres extraordinarios que han hecho
    algo grande, algo que parecía imposible. Hasta en la vida privada es insoportable ver que de
    quien piensa dar cima a cualquier acción noble generosa, inesperada, se dice con
    frecuencia: ‘¡Está borracho! ¡Está loco!’ ¡Vergüenza para vosotros los que sois sobrios,
    vergüenza para vosotros los que sois sabios!”
    »“¡Siempre extravagante! —dijo Alberto—. Todo lo exageras, y esta vez llevas la
    humorada hasta el extremo de comparar con grandes acciones el suicidio, que es de lo que
    se trata, y que sólo debe mirarse como una debilidad del hombre; porque, indudablemente
    es más fácil morir que soportar sin tregua una vida llena de amarguras.”
    »Estuve a punto de cortar la conversación: no hay nada que me ponga más fuera de
    mí que razonar con quien sólo responde trivialidades, cuando yo hablo con todo mi
    corazón. Sin embargo, me contuve porque no era la primera vez que le oía decir
    vulgaridades y que me sacaba de mis casillas. Le repliqué con alguna viveza: “¿A eso
    23
    llamas debilidad? Te suplico que no te dejes seducir por las apariencias. ¿Te atreverías a
    llamar débil a un pueblo que gime bajo el insoportable yugo de un tirano, si al fin estalla y
    rompe sus cadenas? Un hombre que al ver con espanto arder su casa, siente que se
    multiplican sus fuerzas, y carga fácilmente con un peso que sin la excitación apenas podría
    levantar del suelo, un hombre que, furioso de verse insultado, acomete a sus contrarios y los
    vence: a estos dos hombres, ¿se los puede llamar débiles? Créeme, amigo mío: si los
    esfuerzos son la medida de la fuerza, ¿por qué un esfuerzo supremo ha de ser otra cosa?”











    cont
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]


    _________________



    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]


    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]
    Maria Lua
    Maria Lua
    Administrador-Moderador
    Administrador-Moderador


    Cantidad de envíos : 79737
    Fecha de inscripción : 12/04/2009
    Localización : Nova Friburgo / RJ / Brasil

    Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832) - Página 6 Empty Re: Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832)

    Mensaje por Maria Lua Mar 31 Dic 2024, 15:48

    ***
    »Alberto me miró, y dijo: “No te enojes; pero esos ejemplos que citas no tienen aquí
    verdadera aplicación.” “Puede ser —le contesté—; no es la primera vez que califican mi
    lógica de palabrería. Veamos si podemos representarnos de otro modo lo que debe
    experimentar el hombre que se resuelve a deshacerse del peso, tan ligero para otros, de la
    vida, porque no raciocinaremos bien sobre ello mientras nos andemos por las ramas. La
    naturaleza —proseguí— tiene sus límites; puede soportar, hasta cierto punto, la alegría, la
    pena, el dolor; si pasa más allá, sucumbe. No se trata, pues, de saber si un hombre es débil o
    fuerte, sino de si puede soportar la extensión de su desgracia, sea moral, sea física; y me
    parece tan ridículo decir que un hombre que se suicida es cobarde como absurdo sería dar el
    mismo nombre al que muere de una fiebre maligna.” “¡Paradoja! ¡Rara paradoja!” dijo
    Alberto. “No tanto como crees —respondí—. Convendrás conmigo en que llamamos
    enfermedad mortal a la que ataca a la naturaleza de tal modo, que sus fuerzas destruidas en
    parte, paralizadas, se incapacitan para reponerse y restablecer por una evolución favorable
    el curso ordinario de la vida… Pues bien querido amigo: apliquemos esto al espíritu. Mira
    al hombre en su limitada esfera, y verás cómo le aturden ciertas impresiones, cómo le
    esclavizan ciertas ideas, hasta que arrebatándole una pasión todo su juicio y toda su fuerza
    de voluntad, le arrastra a su perdición. En vano un hombre razonable y de sangre fría se
    compadecerá de la situación del infeliz; en vano le exhortará; es semejante al hombre sano
    que está junto al lecho de un enfermo, sin poderle dar la más pequeña parte de sus fuerzas.”
    Estas ideas parecieron a Alberto poco concretas. Le hice recordar a una joven que había
    encontrado ahogada hacía poco tiempo, y le conté su historia.
    »“Era una criatura bondadosa, encerrada desde su infancia en el estrecho círculo de
    las ocupaciones domésticas, de un trabajo siempre igual, que no conocía otros placeres que
    los de ir algunas veces a pasearse los domingos por los contornos de la ciudad con sus
    compañeras, engalanada con la ropa que poco a poco había podido adquirir, o bailar una
    sola vez en las grandes fiestas, y charlar algunas horas con una vecina, con toda la
    vehemencia del más sincero interés, sobre un chisme o una disputa. El ardor de su juventud
    le hace experimentar deseos desconocidos, que aumentan con las lisonjas de los hombres;
    sus antiguos placeres llegan paso a paso a serle insípidos; al cabo encuentra a un hombre
    hacia el cual le empuja con incontrastable fuerza un sentimiento nuevo para ella, y fija en él
    todas sus esperanzas; se olvida del mundo entero, nada oye nada ve, nada ama sino a él,
    sólo a él; no suspira más que por él, sólo por él. No está corrompida por los frívolos
    placeres de una inconstante vanidad, y su deseo va derecho a su objeto: quiere ser de él;
    quiere, en una unión eterna, encontrar toda la dicha que le falta, gozar de todas las alegrías
    juntas al lado del que adora. Promesas repetidas ponen el sello a todas sus esperanzas;
    atrevidas caricias aumentan sus deseos y sojuzgan su alma por entero; flota en un
    sentimiento vago, en una idea anticipada de todas las alegrías; ha llegado al colmo de la
    exaltación. En fin, tiende los brazos apara abrazar todos sus deseos… y su amante la
    abandona. Mírala delante de un abismo, inmóvil, demente: una noche profunda le rodea; no
    hay horizonte, no hay consuelo, no hay esperanza: la abandona el que era su vida. No ve el
    inmenso mundo que tiene delante ni los numerosos amigos que podrían hacerle olvidar lo
    que ha perdido; se siente aislada, abandonada de todo el universo, y ciega, acongojada por
    el horrible martirio de su corazón, para huir de sus angustias se entrega a la muerte, que
    todo lo devora. Alberto, ésta es la historia de muchos. ¡Ah!…, ¿no es éste el mismo caso de
    una enfermedad? La naturaleza no encuentra ningún medio para salir del laberinto de
    fuerzas revueltas y contrarias que la agitan, y entonces es preciso morir. Infeliz del que lo
    sepa y diga: ‘¡Insensata!, si hubiera esperado, si hubiera dejado obrar al tiempo, la
    desesperación, trocada en calma, hubiera encontrado otro hombre que la consolase.’ Esto es
    lo mismo que decir: ‘¡Loca! ¡Morir de una fiebre! Si hubiera esperado a recobrar sus
    fuerzas, a que se purificasen los malos humores, a que cediera el arrebato de su sangre, todo
    se hubiera arreglado y todavía viviría.’”
    »No Juzgando Alberto muy exacta esta comparación, hizo nuevas observaciones;
    entre otras cosas, que yo no había hablado más que de una joven inocente, y que no debe
    juzgarse del mismo modo a un hombre de talento, cuya inteligencia menos limitada le
    permite ver el anverso y el reverso de las cosas. “Amigo mío —exclamé—, el hombre
    siempre es hombre, y el talento que tengan éste o el otro sirve de poco, o más bien de nada,
    cuando al fermentar una pasión, la naturaleza se arroja a los límites de sus fuerzas. Más
    aún… Pero ya volveremos a hablar de esto”, añadí tomando mi sombrero.
    »Mi corazón estaba a punto de estallar, y nos separamos sin haber llegado a
    entendernos. Es verdad que en este mundo pocas veces sucede lo contrario.»





    15 DE AGOSTO




    «Es muy cierto que sólo el amor hace que el hombre necesite a sus semejantes.
    Conozco que contraría a Carlota perderme, y los niños no piensan en otra cosa sino en que
    siempre volveré al siguiente día. Hoy he ido a su casa para afinar el clavicémbalo, lo cual
    no he conseguido, porque los pequeños me perseguían para que les contase un cuento, y
    Carlota misma se empeñó en que debía darles gusto. Les he repartido el pan de la merienda,
    que ahora reciben de mis manos tan contentos como de las de Carlota, y les he referido la
    historia de la princesa servida por encantamiento. Te aseguro que con esto aprendo mucho,
    y me asombra la impresión que el relato les produce. Como algunas veces me veo obligado
    a inventar algún incidente que no recuerdo al repetir el cuento, en seguida me dicen que
    antes pasaba de distinto modo, por lo cual me dedico ahora a referir siempre lo mismo, sin
    variante de ningún género. De esto he deducido que el autor que al hacer una segunda
    edición de una obra la modifica, daña necesariamente a su libro aunque gane desde el punto
    de vista literario. Recibimos con docilidad toda primera impresión, porque el hombre está
    hecho de tal modo, que llega a persuadirse de que son verdad las cosas más absurdas, pero
    desde luego se graban en él tan profundamente, que infeliz del que pretenda destruirlas o
    borrarlas.»




    cont
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]


    _________________



    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]


    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]
    Maria Lua
    Maria Lua
    Administrador-Moderador
    Administrador-Moderador


    Cantidad de envíos : 79737
    Fecha de inscripción : 12/04/2009
    Localización : Nova Friburgo / RJ / Brasil

    Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832) - Página 6 Empty Re: Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832)

    Mensaje por Maria Lua Mar 31 Dic 2024, 15:49

    ***
    18 DE AGOSTO



    «¿Es preciso que lo que constituye la felicidad del hombre sea también la fuente de
    su miseria? Este sentimiento, que llena y rejuvenece mi corazón ante la vivaz naturaleza,
    que vierte sobre mi seno torrentes de deliciosas dulzuras y convierte en un paraíso el
    mundo que me rodea, ha llegado a ser para mí un insoportable verdugo, un espíritu que me
    atormenta y que me persigue por todas partes. Cuando contemplaba otras veces desde las
    crestas de las rocas, más allá del río, hasta las lejanas colinas, el fértil valle, y que todo
    germinaba con lozanía en torno mío, cuando veía esas montañas bordadas, desde la falda
    hasta la cima, de espesos y corpulentos árboles, estos valles salpicados de risueña floresta
    en todos sus contornos: el arroyo apacible que se deslizaba adormecido con el murmullo de
    25
    los cañaverales, reflejando las matizadas nubes que la brisa suave de la tarde mecía en el
    cielo; cuando escuchaba a los pájaros animando con sus gorjeos la enramada, mientras
    copiosísimos enjambres de insectillos jugueteaban alegremente en los últimos rayos de sol,
    a cuyo destello el escarabajo oculto antes debajo de la hierba abandonaba, zumbando su
    prisión; cuando el ruido y la vida llamaban mi atención hacia la tierra, y el musgo que
    arranca su alimento a la dura roca, y las retamas que crecen en la pendiente de la árida
    colina arenosa, me descubría la íntima, ardiente y santa vida de la naturaleza, ¡con qué
    jubilo abrazaba todos estos objetos mi encendido corazón! Yo estaba como un dios en este
    mar de riquezas, en este inmenso universo, cuyas formas sublimes parecían moverse,
    animando toda mi creación en el fondo de mi alma. Me rodeaban enormes montañas; tenía
    delante de mí profundos abismos, donde se precipitaban torrentes tempestuosos, los ríos se
    deslizaban bajo mis pies; oía algo como un rugido en los bosques y los montes agitándose y
    confundiéndose todas estas fuerzas misteriosas en las profundidades de la tierra, mientras
    sobre ésta y bajo el cielo revoloteaban las razas infinitas de los seres que lo pueblan todo de
    mil diversas formas, mientras los hombres se juzgan reyes de este vasto universo,
    agazapándose juntos en el nido de sus reducidas moradas. ¡Pobre loco, que todo te parece
    mezquino, porque tú eres muy pequeño! Desde la inaccesible montaña y el desierto que
    ningún pie ha pisado aún, hasta la última orilla de los océanos desconocidos, lo anima todo
    tu espíritu del eterno creador, gozándose en estos átomos de polvo que viven y le
    comprenden. ¡Ay cuántas veces deseaba entonces, con las alas de la garza que pasaba sobre
    mi cabeza, trasladarme a las costas de ese inmenso mar para beber en la espumosa copa de
    lo infinito dulcísimas delicias y sentir, aunque sólo fuera por un momento, en el espacio
    estrecho de mi seno una gota de la felicidad del ser que todo lo engendra en él y por él!
    Hermano mío, el recuerdo de tales horas basta para fortalecerme. Más aún: los esfuerzos
    que hago para recordar estos sentimientos inefables, para poder expresarlos, elevan mi alma
    sobre ella misma, y me obligan a sentir doblemente lo angustioso de mi estado actual.
    »Parece que se ha levantado un velo delante de mi alma, y el inmenso espectáculo
    de la vida no es a mis ojos otra cosa que el abismo de la tumba, eternamente abierto.
    ¿Podrás decir “esto existe” cuando todo pasa, cuando todo se precipita con la rapidez del
    rayo, sin conservar casi nunca todas sus fuerzas, y se ve, ¡ay!, encadenado, tragado por el
    torrente y despedazado contra las rocas? No hay momento que no te consuma, que no
    consuman los tuyos; no hay un momento en que no seas, en que no debas ser destructor: tu
    paseo más inocente cuesta la vida a millares de pobres insectos; uno solo de tus pasos
    destruye los laboriosos edificios de las hormigas y sumerge todo un pequeño mundo en un
    sepulcro.
    »¡Ah!, no son las grandes y poco frecuentes catástrofes del mundo, no son esas
    inundaciones, esos temblores de tierra, que se tragan a vuestras ciudades, lo que me
    conmueve, lo que me roe el corazón es la fuerza devoradora que se oculta en toda la
    naturaleza, y que no ha producido nada que no destruya cuanto le rodea y no se destruya a
    sí mismo.
    »De este modo avanzo yo con angustia por mi inseguro camino, rodeado del cielo,
    de la tierra, y de sus fuerzas activas: no veo más que un monstruo ocupado eternamente en
    mascar y tragar.»





    21 DE AGOSTO




    «Al sacudir por las montañas el yugo de una pesadilla, es en vano que extienda los
    brazos hacia ella, en vano que la busque por la noche en mi lecho, cuando un sueño feliz y
    sencillo me hace creer que estoy en el campo, sentado a su lado, estrechando su mano y
    26
    llenándola de besos. ¡Ah!, cuando todavía embriagado por el sueño busco esa mano y me
    despierto, un torrente de lágrimas brota de mi corazón oprimido y lloro sin consuelo en las
    tinieblas de lo porvenir.»





    25
    cont
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]


    _________________



    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]


    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]
    Maria Lua
    Maria Lua
    Administrador-Moderador
    Administrador-Moderador


    Cantidad de envíos : 79737
    Fecha de inscripción : 12/04/2009
    Localización : Nova Friburgo / RJ / Brasil

    Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832) - Página 6 Empty Re: Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832)

    Mensaje por Maria Lua Miér 01 Ene 2025, 09:50

    ***
    22 DE AGOSTO





    «Es cosa fatal, Guillermo. Mi actividad se consume en una inquieta indolencia; no
    puedo estar ocioso, y, sin embargo, no puedo hacer nada. Mi imaginación y mi sensibilidad
    no se conmueven ante la naturaleza, los libros me causan tedio. Cuando el hombre no se
    encuentra a sí mismo, no encuentra nada. Te juro que muchas veces me alegraría de ser un
    jornalero para tener, al menos, al despertarme por la mañana, la perspectiva de un día
    ocupado, un móvil, una esperanza. Envidio con frecuencia a Alberto cuando le veo
    enterrado en papeles hasta los ojos, y creo que sería feliz hallándome en su lugar. Más de
    una vez he estado a punto de escribirte y de escribir al ministro solicitando ese destino en la
    embajada que, según me aseguras, me concederían al instante. Así lo creo. Hace tiempo que
    me estima el ministro, y antes de ahora me ha instado mucho para que acepte un empleo.
    Suele preocuparme esto durante una hora; pero cuando lo reflexiono y recuerdo la fábula
    del caballo que, cansado de su libertad, se deja poner la silla y la brida para estar poco
    después rendido de fatiga…, no sé lo que debo hacer. Por otra parte, querido Guillermo,
    este deseo de cambiar de estado que me subyuga, ¿no será acaso una oculta insoportable
    impaciencia que me perseguirá por todas partes?»






    28 DE AGOSTO




    «Es indudable que, si mi mal tuviera cura, esta gente lo curaría. Hoy es mi
    cumpleaños, y muy de mañana he recibido un paquetito de Alberto. Lo primero que ha
    herido mis ojos al abrirlo ha sido uno de los dos lazos de color de rosa que llevaba Carlota
    la primera vez que la vi, lazo que después le había pedido varias veces; lo segundo, dos
    tomitos en dozavo, las obras de Homero, de Wetstein edición que tanto he deseado para no
    ir a mis paseos cargado con la Ernesti. Ya ves cómo previenen mis deseos; cómo buscan
    medios para darme estas pequeñas pruebas de amistad, mil veces más preciosas que esos
    presentes magníficos conque nos humilla la vanidad del que nos obsequia. Beso el lazo
    infinitas veces al día, y en cada aspiración saboreo el recuerdo de las felicidades con que
    me embriagaron esos pocos días felices que han pasado para siempre. Guillermo, es lo que
    debe ser, y no me quejo: las flores de la tierra sólo son vanas apariencias. ¡Cuántas se
    marchitan sin dejar ni el más leve rastro! ¡Qué pocas fructifican y qué pocos de estos frutos
    llegan a la madurez! Y, sin embargo…, ¡oh hermano mío!…, ¿podemos no hacer caso de
    los frutos maduros, despreciarlos y dejar que se pudran sin gozar de ellos?
    »Adiós. El verano es magnífico. Trepo algunas veces a los árboles del jardín de
    Carlota, y con una pértiga larga cojo las peras de las ramas más altas. Carlota está debajo
    del árbol y recoge los frutos que yo echo a sus pies.»





    30 DE AGOSTO





    «Desgraciado, ¿no está loco? ¿No te engañas a ti mismo? ¿Adónde te conducirá esta
    pasión indómita y sin objeto? No pienso más en ella; ya no cabe en mi imaginación otra
    figura que la suya, y todo lo que me rodea no lo veo sino con relación a ella.
    »Esto me procura algunas horas de felicidad que deben concluir tan pronto como
    sea preciso que nos separemos. ¡Ah, Guillermo, adónde me arrastra con frecuencia mi
    corazón! Siempre que paso dos o tres horas a su lado, absorto en la contemplación de su
    hermosura, de sus movimientos, de su celestial lenguaje, todos mis sentidos se excitan
    insensiblemente, una sombra se extiende ante mi vista, y mis oídos se embotan, siento que
    oprime mi corazón una mano homicida; mi corazón, con sus latidos precipitados, busca
    consuelo a mis sentidos oprimidos y no hace más que aumentar el desorden…
    »Guillermo, muchas veces no sé si estoy en el mundo y si la tristeza me agobia o si
    Carlota no me concede el triste consuelo de aliviar mi martirio, dejándome bañar su mano
    con mi llanto. Necesito salir, necesito huir, y corro a ocultarme muy lejos en los campos.
    Entonces gozo trepando por una montaña escarpada, abriéndome paso entre un bosque
    impenetrable, entre las breñas que me hieren y los zarzales que me despedazan. Entonces
    me encuentro un poco mejor, ¡un poco!, y cuando, extenuado de sed y de cansancio,
    sucumbo y me detengo en el camino; cuando en la profunda noche, brillando sobre mi
    cabeza la luna llena, me siento en el bosque solitario sobre un tronco torcido, para dar algún
    descanso a mis pies desgarrados, o me entrego a un sueño tranquilo durante la claridad
    crepuscular…, ¡oh Guillermo!, el silencio albergue de una celda, un sayal y el cicilio son
    los únicos consuelos a que aspira mi alma. Adiós. No veo para esta cuita otro fin que el
    sepulcro.»





    3 DE SEPTIEMBRE




    «Mi marcha es precisa, Guillermo: te agradezco que hayas fijado mi resolución
    vacilante. Quince días hace que acaricio la idea de dejarla. Mi marcha es precisa. Está de
    nuevo en la ciudad, en casa de una amiga, y Alberto…, y… Mi marcha es precisa.»





    10 DE SEPTIEMBRE




    «¡Qué noche, Guillermo, qué noche tan horrible he pasado! Ahora tengo valor para
    todo. No volveré a verla. ¡Oh!, que no pueda ir volando a arrojarme en tus brazos; que no
    pueda, amigo mío, expresarte con el mayor transporte y derramando un raudal de llanto los
    sentimientos que oprimen mi corazón. Heme aquí, delante de mi pupitre, casi sin aliento,
    procurando sosegarme y aguardando a que amanezca, porque los caballos estarán ensillados
    al despuntar el sol.
    »¡Ah! Carlota duerme descuidada sin sospechar que no volverá a verme. He tenido
    bastante valor para separarme de ella sin descubrir mi secreto durante una conversación de
    dos horas. ¡Y qué conversación, Dios mío!
    »Alberto me había ofrecido que iría al jardín con Carlota después de cenar. Yo
    estaba en la explanada, bajo los corpulentos castaños, viendo por última vez el sol que se
    oculta más allá del risueño valle, y el río que se desliza mansamente. ¡Había estado tantas
    veces con ella en aquel paraje! ¡Había contemplado tantas veces el mismo magnífico
    espectáculo! Y ahora… Empecé a ir y venir por aquella alameda, para mí tan querida,
    donde un atractivo secreto y simpático me había retenido frecuentemente antes de conocer
    a Carlota. ¡Con qué placer, al alborear nuestra amistad, nos dimos mutuamente cuenta de la
    preferencia que nos inspiraba este sitio, que es, sin duda, uno de los más seductores que
    conozco entre las creaciones del arte!
    »A través de los castaños se descubre una vasta perspectiva… ¡Ah! Recuerdo que te
    he hablado bastante en mis cartas de estos altos muros de haya y de esta alameda en que
    insensiblemente va desapareciendo la luz cuanto más próximo está un bosquecillo donde
    termina y donde todo se confunde en una plazoleta que parece impregnada de todas las
    melancolías de la soledad. Aún me dura la indefinible sensación que experimenté cuando
    entré en ella por primera vez. En el instante en que el sol se hallaba en lo más alto de su
    carrera; ya entonces tuve un vago presentimiento de que aquel alto paraje sería para mí
    teatro de infinito dolor y grandes alegrías.
    »Hacía media hora que estaba entregado a los dulces y crueles pensamientos de la
    despedida y de volvernos a ver, cuando los vi subir por la explanada. Corrí hacia ellos, cogí
    con el mayor entusiasmo la mano de Carlota y se la besé. Llegábamos a lo más alto cuando
    apareció la luna por detrás de los zarzales que cubrían la colina. Hablamos de cosas
    distintas y nos aproximamos a la sombría plazoleta. Carlota entró y se sentó, Alberto se
    puso a uno de sus lados, y yo, al otro, pero mi inquietud no me permitía permanecer mucho
    tiempo sentado. Me levanté me coloqué delante de ella; di algunos pasos y volví a
    sentarme. Yo sentía algo parecido a la agonía. Carlota nos hizo observar el bello efecto de
    la luna, que por encima de las hayas alumbraba toda la explanada. El cuadro era soberbio y
    tanto más sublime para nosotros cuanto que nos rodeaba una profunda oscuridad. Después
    de un breve rato en que todos guardamos silencio, Carlota tomó la palabra: “Nunca
    —dijo—, nunca me paseo a la claridad de la luna sin acordarme de mis queridos amigos
    difuntos, sin sentirme conmovida por la idea de la muerte y de lo porvenir. ¡Nada muere!
    —añadió con un acento, que revelaba la sensación más viva—: pero Werther ¿volveremos
    a encontrarnos? ¿Nos reconoceremos? ¿Qué pensáis de esto? ¿Qué decís?”
    »“Carlota —exclamé, presentándole mi mano y con los ojos cuajados de
    lágrimas—, ¡sí, volveremos a vernos! En esta vida y en la otra volveremos a vernos.”
    »No pude decir más, Guillermo. ¿Era preciso que ella me hiciese esta pregunta
    cuando toda mi alma se ocupaba de tan cruel separación?
    »“Y nuestros queridos muertos —continuó Carlota—, ¿saben algo de nosotros?
    ¿Tienen idea de que los traemos a la memoria con indecible cariño en nuestros momentos
    de felicidad? ¡Oh! La imagen de mi padre vaga siempre en torno mío, cuando estoy por la
    noche sentada tranquilamente en medio de sus hijos, de mis hijos, que se agrupan en mi
    derredor como se agrupan al suyo. Sí, entonces dirijo al cielo mis ojos, bañados por una
    lágrima de deseo, anhelando que vea cómo cumplo la palabra que en su lecho de muerte le
    di de ser la madre de sus hijos —exclamó llena de emoción—. Perdóname, madre querida,
    si no soy para ellos lo que tú fuiste. ¡Ah!, yo hago cuanto puedo: están vestidos y
    alimentados y, sobre todo, se los cuida y se los quiere. Si pudieras ver nuestra unión, ¡oh
    alma queridísima!, elevarías las más vivas acciones de gracias a ese Dios a quien pedías
    con las más amargas lágrimas, con las últimas que brotaron de tus ojos, que hiciera felices a
    tus hijos.”
    »Esto decía Carlota. ¡Oh Guillermo, quién pudiera repetir lo que decía! ¿Cómo la
    letra, fría e insensible, podría reproducir sus palabras, que eran flores celestiales de su
    alma? Alberto la interrumpió, diciendo con dureza: “Carlota, eso te afecta demasiado.
    Comprendo que esas ideas te son queridísimas, pero te ruego…”
    »“Alberto —dijo Carlota—, ya sé que no has olvidado aquellas noches en que nos
    sentábamos alrededor del velador, cuando papá estaba fuera y habíamos hecho acostarse a
    los niños. Tú tenías casi siempre un buen libro, y casi nunca leías en él. La conversación de
    aquella criatura sublime, ¿no era preferible a todo? ¡Qué mujer! Amable, bella, siempre
    alegre y siempre trabajadora… ¡Dios sabe las veces que, arrodillada sobre mi lecho y
    derramando lágrimas, le he pedido que me haga semejante a mi madre!”
    »“Carlota —exclamé, arrojándome a sus plantas y estrechando su mano, que bañaba
    con mi llanto—; Carlota, siempre os acompañen la bendición de Dios y el espíritu de
    vuestra madre.”
    »“¡Si la hubierais conocido! —dijo, apretándome la mano—. Era digna de que la
    conocierais.” Creí que me anonadaba: nunca se había pronunciado en mi elogio una frase
    más grande, más gloriosa. Carlota prosiguió: “¡Y esa mujer ha muerto en la flor de su edad,
    cuando su último hijo no había cumplido seis meses! Su enfermedad no fue larga: estaba
    resignada y tranquila; su única pena era tener que abandonar a sus hijos, sobre todo al más
    pequeñito. Cuando entraba en la agonía me dijo: ‘¡Tráemelos!’ Yo los llevé, los menores no
    comprendían su desgracia; los mayorcitos estaban profundamente afectados. Cuando
    rodearon su lecho, levantó las manos al cielo y rogó por ellos; luego, uno después de otro,
    los besó; después, les dio el último adiós, y me dijo: ‘Tú serás su madre.’ Por toda
    respuesta estreché su mano. ‘Mucho me prometes, hija mía —me dijo—. Frecuentemente
    he visto en tus lágrimas de reconocimiento que comprendes lo que hay en las miradas y el
    corazón de una madre. Ten lo uno y lo otro para tus hermanos, y para tu padre, la fidelidad
    y la obediencia de la esposa. Serás su consuelo.’ Pidió que entrase mi padre, que había
    salido para ocultarnos el inmenso dolor que le abrumaba; tenía el corazón despedazado. Tú
    Alberto, estabas en la alcoba; oyó ella que alguno paseaba, preguntó quién era, y dijo que te
    acercases. Nos miró a los dos fijamente, y su mirada tranquila revelaba la idea de que
    juntos habíamos de ser felices.” Alberto se arrojó en sus brazos, exclamando: “¡Lo somos!
    ¡Lo seremos!” El flemático Alberto estaba fuera de sí: yo no me conocía a mí mismo.
    »“Werther —prosiguió Carlota—, ¿y esta mujer debía morir? ¡Oh Dios! Cuando
    algunas veces pienso cómo nos dejamos robar lo que más queremos en el mundo. Y nadie
    lo siente con tanta fuerza como los niños; los míos, mucho después se quejaban de que los
    hombres negros se habían llevado a mamá.”»






    cont
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]


    _________________



    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]


    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]
    Maria Lua
    Maria Lua
    Administrador-Moderador
    Administrador-Moderador


    Cantidad de envíos : 79737
    Fecha de inscripción : 12/04/2009
    Localización : Nova Friburgo / RJ / Brasil

    Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832) - Página 6 Empty Re: Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832)

    Mensaje por Maria Lua Miér 01 Ene 2025, 09:52

    ***

    LIBRO II




    22 DE SEPTIEMBRE DE 1771




    «LLEGAMOS ayer. El embajador está indispuesto y guardará cama algunos días,
    si, al menos, fuera un hombre de buen trato, todo marcharía bien. Lo veo, lo veo, la suerte
    me ha reservado rudas pruebas; pero, ¡ánimo! Un carácter ligero lo soporta todo. ¡Un
    carácter ligero! Risa me da al ver que esta frase se ha escapado de mi pluma. ¡Ah! si yo
    fuera algo más superficial, sería el hombre más feliz de la tierra. Pero, ¡quía! Otros, pobres
    de fuerza y de talento, se pavonean delante de mí con aire de suficiencia, y yo me aburro
    con mi superioridad y mis conocimientos. Tú, Señor, que me has dado estos bienes, ¿por
    qué no me negaste la mitad de ellos concediéndome, en cambio, la confianza y satisfacción
    de mí mismo?
    »¡Paciencia, paciencia!, esto cambiará. Sí, amigo mío, confieso que tienes razón:
    desde que paso todos los días mezclado con la multitud y veo lo que son los demás y cómo
    proceden estoy mucho más contento de ser como soy. Indudablemente, puesto que nos han
    hecho así y todo lo comparamos con nosotros mismos, y a nosotros mismos con todo, el
    bien o el mal está en el objeto que nos sirven para el paralelo, y, por tanto, nada me parece
    más pernicioso que la soledad.
    »Nuestra imaginación, propensa por su naturaleza a exaltarse, alimentada por las
    fantásticas imágenes de la poesía, se forja una serie de seres, entre los cuales ocupamos el
    último lugar, y todo nos parece más grande fuera de nosotros, y todas las personas, más
    perfectas que la nuestra.
    »Sin duda, esto es natural; a cada paso vemos que nos faltan muchas cosas, y
    precisamente lo que nos falta nos parece que otro lo posee; le atribuimos todo cuanto
    nosotros tenemos, y le encontramos, además, cierto atractivo ideal. Así, pues, este hombre
    es perfectamente feliz, tal como nosotros le soñamos.
    »Al contrario, cuando con toda nuestra debilidad y nuestros esfuerzos proseguimos
    nuestro trabajo sin distraernos, vemos con frecuencia que, caminando reposadamente y
    costeando, avanzamos más que otros a fuerza de vela y remo… Y, sin embargo, siempre
    está contento de sí mismo el que marcha al lado de los demás o logra adelantarse.»






    26 DE SEPTIEMBRE DE 1771




    «A decir verdad, comienzo a estar aquí bastante bien. Lo mejor de todo es que no
    me falte trabajo y que esta gente y estas fisonomías de todas clases, nuevas para mí, me
    entretienen de un modo agradable. He hecho conocimiento con el conde de C., a quien
    estimo más cada día. Persona de superior inteligencia, revela un alma formada por la
    amistad y la ternura. Se ha encariñado conmigo con motivo de un asunto cuyo arreglo me
    encargaron. Desde las primeras frases observó que nos entendíamos y que podía hablarme
    de diferente modo que a los demás. No encuentro palabras para alabar la franqueza con que
    me honra, ni hay nada en el mundo que produzca una alegría tan grande y tan verdadera
    como el hallazgo de un alma privilegiada que nos abre sus puertas.»




    24 DE DICIEMBRE DE 1771




    «El embajador me hace pasar muy malos ratos, cosa que ya tenía yo prevista. Es el
    tonto más insoportable de la tierra; caminando paso a paso y siendo meticuloso como una
    solterona, nunca está satisfecho de sí mismo, ni hay medio de contentarle. Me gusta trabajar
    de prisa y no retocar lo que escribo: él es capaz de devolverme una minuta diciéndome:
    “Está bien, pero repasadla; siempre se encuentra alguna expresión mejor, alguna palabra
    más propia.” Cuando esto pasa, me daría a todos los demonios. No ha de faltar una
    conjunción; es enemigo mortal de las inversiones gramaticales que a veces se me escapan;
    no comprende más periodo que el que escribe con la cadencia del ritmo tradicional. Es un
    suplicio tener que entenderse con semejante hombre.
    »Lo único que me consuela es la amistad con el conde de C. Hace algunos días me
    manifestó con la mayor franqueza que le fastidian soberanamente la lentitud y nimiedad
    característica de mi embajador. “Esta gente es una polilla para sí misma y para los demás
    —me decía—; pero hay que sufrirla, como sufre cualquier viajero el estorbo de una
    montaña. Si ésta no existiera, el camino, indudablemente, sería más fácil y más corto; pero
    la montaña existe y hay que pasarla.”
    »El viejo conoce bien la preferencia que sobre él me da el conde; esto le quema, y
    aprovecha las ocasiones que se presentan para hablar mal de él en presencia mía. Como es
    natural, yo le contradigo, y ya tenemos altercado. Ayer, por ejemplo, me cogió por su
    cuenta, y me sacó por completo de mis casillas. “El conde —decía— conoce bastante bien
    las cosas del mundo, tiene facilidad para el trabajo y escribe bien; pero, como la mayor
    parte de los hombres de ingenio, carece de conocimientos profundos.” Después hizo una
    mueca que podría traducirse por “¿Te alcanza a ti este dardo?”, pero no me produjo ningún
    efecto. Desprecio a quien piensa y se conduce de este modo, y le respondí con bastante
    viveza, que el conde merece el mayor respeto, tanto por su carácter como por su
    instrucción. “No conozco a nadie —añadí— que haya logrado desarrollar mejor talento y
    aplicarlo a multitud de objetos, conservando, sin embargo, toda la actividad necesaria para
    la vida común.” Hablar así a este imbécil era hablarle en griego, y me despedí de él para
    evitar que me revolviese más la bilis diciendo majaderías. Y toda la culpa es de los que me
    habéis amarrado a este yugo, contándome maravillas de la actividad. ¡Actividad! Remaría
    voluntariamente diez años más en la galera donde ahora estoy sujeto, si el que no tiene otra
    ocupación que la de plantar patatas y el que va a vender sus granos a la ciudad no hiciera
    más que yo. ¿Y la miseria brillante que veo, el fastidio que reina entre esta gente tosca, esta
    manía de clases en la cual estriba el que acechen y espíen la ocasión de elevarse unos sobre
    otros, fútiles y menguadas pasiones que se presentan al desnudo? Aquí, por ejemplo, hay
    una mujer que no habla a nadie de otra cosa que de su nobleza y de sus fincas; de modo que
    los forasteros dirán para sus adentros: “Ésta es una sandia a quien un poco de nobleza y
    31
    cuatro terrones le han vuelto el juicio.” Pero no es esto lo peor: la susodicha es simplemente
    hija de un escribano de estas cercanías. No puedo comprender a la especie humana, cuyas
    pretensiones orgullosas suelen estar destituidas de todo fundamento. Es verdad, mi querido
    Guillermo, que cada día me convenzo más de lo estúpido que es querer juzgar a los demás.
    ¡Tengo tanto que hacer conmigo mismo y con mi corazón, que es tan turbulento! ¡Ah!
    Dejaría de buen grado seguir a todos su camino, si ellos quisieran también dejarme andar
    por el mío.
    »Lo que más me irrita son las miserables distinciones sociales. Sé, cómo cualquiera,
    cuán necesaria es la diferencia de clases y conozco sus ventajas, de las que yo mismo me
    aprovecho; pero no quisiera que viniesen a estorbarme el paso, precisamente cuando podría
    gozar aún alguna pequeña alegría, alguna apariencia de felicidad. He hecho conocimientos
    últimamente en el paseo con la señorita B., criatura amable, que, en medio del mundo
    infatuado en que vive, conserva bastante naturalidad. Nuestra conversación nos fue grata a
    los dos, y cuando nos separamos le pedí permiso para visitarla. Me lo concedió con tanta
    franqueza, que apenas pude aguardar la hora conveniente para ir a verla. No es de aquí, y
    vive con una tía suya. La fisonomía de la vieja me desagradó; yo me mostraba deferente
    con ella, le dirigía casi siempre la palabra, y en menos de media hora adiviné lo que la
    sobrina me ha confesado después; esto es, que su querida tía carece, a su edad, de todo: de
    fortuna y de talento. No tiene más recursos que una larga lista de abuelos, en la que se
    atrinchera como detrás de un muro, ni más diversiones que la de mirar con altanería a la
    plebe que pasa por debajo de su balcón. Debe de haber sido hermosa en su juventud y ha
    pasado su vida en bagatelas: ha sido por sus caprichos el tormento de algunos jóvenes
    infelices, y después, en su edad madura, aceptó humildemente el yugo de un oficial ya
    anciano que, por un mediano pasar, sufrió con ella la edad de bronce y murió; pero ahora
    ella se ve sola en la edad de hierro, y nadie la miraría si su sobrina fuese menos amable.»



    30
    cont
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]


    _________________



    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]


    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]
    Maria Lua
    Maria Lua
    Administrador-Moderador
    Administrador-Moderador


    Cantidad de envíos : 79737
    Fecha de inscripción : 12/04/2009
    Localización : Nova Friburgo / RJ / Brasil

    Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832) - Página 6 Empty Re: Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832)

    Mensaje por Maria Lua Jue 02 Ene 2025, 09:26

    ***
    8 DE ENERO DE 1772



    «¡Qué pobres hombres son los que dedican toda su alma a los cumplimientos y cuya
    única ambición es ocupar la silla más visible de la mesa! Se entregan con tanto ahínco a
    estas tonterías que no tienen tiempo para pensar en los asuntos verdaderamente
    importantes. Una de tantas sandeces me aguó, la semana última, toda una fiesta.
    »¡Necios!, no ven que el lugar no significa nada y que el que ocupa el primer puesto
    hace muy pocas veces el primer papel. ¡Cuántos reyes gobernados por sus ministros!
    ¿Cuántos ministros por sus secretarios! ¿Y quién es el primero? Yo creo que aquel cuyo
    ingenio domina al de los demás, de que por su carácter y destreza convierte las fuerzas y las
    pasiones ajenas en instrumentos de sus deseos.»



    20 DE ENERO



    «Necesito escribiros, mi querida Carlota, aquí en un rincón de una pobre posada de
    aldea donde me he refugiado huyendo de una tempestad. Desde que me encuentro en este
    triste albergue de D., entre personas extrañas, completamente extrañas a mi corazón, ni un
    instante, ni uno siquiera, he dejado de sentir la imperiosa necesidad de escribiros. Vuestro
    ha sido mi primer pensamiento en esta cabaña, en esta soledad, en esta prisión, en tanto que
    la nieve y el granizo golpean contra mi ventana. Desde que entré aquí, ¡oh Carlota!, vuestra
    imagen y vuestro recuerdo, este recuerdo tan vivo y tan santo, se han apoderado de mí y he
    creído, ¡Dios mío!, sentir todas las alegrías de nuestra primera entrevista.
    »¡Si pudierais verme querida Carlota, en medio del torrente de distracciones que me
    asedian! Todas mis sensaciones se enervan y se embotan. Ni un solo momento de regocijo
    para mi corazón, ni el más insignificante solaz para mi alma. Nada, nada: estoy aquí comosi asistiera a una función de sombras chinescas. Veo pasar y repasar delante de mí
    hombrezuelos y caballitos y me pregunto muchas veces si no es esto una ilusión óptica. Yo
    formo parte de los personajes y desempeño también mi papel: mejor dicho, se me obliga
    desempeñarlo, se me hace maniobrar como a un autómata. Si cojo la mano del que tengo
    más cerca, retrocedo con espanto, creyendo que es de madera.
    »Por la noche hago proyecto de ir a ver la alborada del siguiente día: amanece y me
    quedo en la cama. De día acaricio la idea de ver después la luna, y cuando llega la noche,
    me olvido de ello en mi alcoba. Apenas me explico por qué me levanto y por qué me
    acuesto.
    »El resorte que daba movimiento a mi vida, se ha roto; el encanto que me tenía
    despierto en las tinieblas de la noche y me desvelaba por las mañanas se ha desvanecido.
    »Sólo una criatura he encontrado aquí digna del nombre de mujer: la señorita B. Se
    parece a mi querida Carlota, si es que alguien puede parecerse a vos. “¡Y qué! —diréis—,
    ¿ahora venís con galanterías?” Sí, no es esto del todo falso: desde hace algún tiempo soy
    muy lisonjero… porque no puedo ser otra cosa. Me doy aires de ingenioso, y dicen las
    damas que nadie podrá hacer un elogio con más delicadeza que yo. Añadid: ni mentir,
    porque lo uno va siempre unido a lo otro. Os estaba hablando de la señorita B. En el fuego
    de sus ojos azules se adivina desde luego la energía de su alma. Su posición la mortifica,
    porque no basta a satisfacer ninguno de los deseos de su corazón. Aspira a alejarse del
    torbellino social, y soñamos horas enteras con una felicidad pura, en medio del campo. ¡Ah,
    cuántas veces, Carlota, la he obligado a que os admire!
    »¿Obligado? No, su admiración es espontánea. ¡Tiene tanto gusto en oír hablar de
    Carlota! ¡La quiere tanto! ¡Oh si yo estuviese sentado a vuestros pies en aquel gabinetito
    seductor y tranquilo, con los niños retozando a nuestro derredor! Cuando os molestase el
    ruido que hicieran, yo los agruparía y obligaría a guardar silencio, refiriéndoles algún
    cuento pavoroso. El sol declina majestuosamente detrás de las colinas cubiertas de
    deslumbradora nieve; la tempestad ha pasado, y yo… es preciso que me vuelva a mi jaula.
    ¡Adiós! ¿Está Alberto a vuestro lado? ¿Qué digo? Dios me perdone esta pregunta.»



    8 DE FEBRERO



    «Hace una semana que el tiempo no puede ser peor, y me alegro de ello, porque
    desde que estoy aquí no he logrado ver un día bueno sin que algún cócora me lo estropee o
    me lo robe. Al menos, cuando llueve de firme, cuando nieva, cuando hiela o deshiela, me
    digo a mí mismo: “Mejor estoy en casa, que fuera.” Pero si amanece con sol, si todo
    pronostica un buen día, nunca dejo de exclamar: “He aquí un favor del cielo, que podemos
    usurparnos unos a otros.” No hay nada que los hombres no se quiten sin escrúpulos: salud,
    reputación, alegría, reposo. Por supuesto, casi siempre con la sonrisa en la boca, y, según
    ellos dicen, con las mejores intenciones. Algunas veces quisiera suplicarles que no se
    desgarrasen tan despiadadamente las entrañas.»



    17 DE FEBRERO



    «Sospecho que no podré continuar mucho tiempo al lado del embajador.
    »Este hombre es completamente insoportable. Tiene una manera tan ridícula de
    trabajar, que no puedo menos de altercar con él y de obrar con frecuencia a mi capricho y a
    mi modo, cosa que, como es natural, jamás le deja contento. Últimamente se ha quejado a
    la corte, y el ministro me ha reprendido; con mucha blandura, por cierto, pero ello es que
    me ha reprendido, y ya tenía propósito de presentar mi dimisión, cuando ha llegado a mis
    manos una carta particular que me envía…6
    , la carta que me ha hecho arrodillarme para
    adorar su espíritu noble, sabio y elevado. ¡Cómo elogia el espontáneo y juvenil ardor de
    mis exaltadas ideas de actividad, de influir en los demás y de energía en los negocios;
    buscando, sin destruir esas ideas, el medio de moderarlas y conducirlas al punto en que
    pueden encontrar su verdadero desarrollo y producir su efecto! Ya me tienes animado por
    ocho días y reconciliado conmigo mismo. ¡Qué hermosa es la paz del alma, y qué triste,
    amigo mío, que semejante joya tenga tanto de frágil como de bello y singular!»




    cont
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]


    _________________



    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]


    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]
    Maria Lua
    Maria Lua
    Administrador-Moderador
    Administrador-Moderador


    Cantidad de envíos : 79737
    Fecha de inscripción : 12/04/2009
    Localización : Nova Friburgo / RJ / Brasil

    Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832) - Página 6 Empty Re: Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832)

    Mensaje por Maria Lua Jue 02 Ene 2025, 09:29

    ***

    20 DE FEBRERO



    «Dios os bendiga, amigos míos, y os dé todos los días felices que a mí me niega.
    Alberto, te agradezco que me hayas engañado. Aguardaba la noticia del día de vuestra
    boda, porque ese día tenía resuelto descolgar solemnemente de la pared el retrato de
    Carlota, y enterrarlo entre mis papeles. ¡Ya estáis casados y todavía tengo aquí su retrato!
    Aquí permanecerá. ¿Por qué no? Sé que también estoy con vosotros: sé que, sin perjuicio
    tuyo, tengo un lugar en el corazón de Carlota. Sí; ocupo en él el segundo puesto, y quiero y
    debo conservarlo. ¡Oh! Me volvería loco si ella pudiese olvidar… Alberto, dentro de esta
    idea se encierra el infierno, adiós. Adiós, Carlota; adiós ángel del cielo.»



    15 DE MARZO



    «He sufrido una mortificación que me echará de aquí: estoy furioso. Lo dicho: esto
    es un hecho, y vosotros tenéis la culpa de todo; vosotros, que me habéis soliviantado,
    atormentado, obligado a tomar un destino que yo no quería. Nos hemos lucido. Y con el fin
    de que no me digas que lo echo todo a perder con mis ideas exageradas, voy, mi querido
    amigo, a exponerte lo sucedido, con la sencillez y exactitud de un cronista.
    »El conde de C. me aprecia y me distingue, ya lo sabes, porque te lo he dicho cien
    veces. Ayer comí en su casa. Justamente era uno de los días en por las tardes tiene tertulia,
    a la que concurren las damas y caballeros más distinguidos. Yo no había pensado semejante
    cosa, y jamás pude figurarme que nosotros, los menos encopetados, sobrábamos allí.
    Adelante. Comí, y después de comer estuve paseándome y charlando con el conde en el
    gran salón. Llegó el coronel B. que terció en nuestras pláticas, y por fin, insensiblemente
    sonó la hora de la tertulia. ¡Bien sabe Dios que no pensaba en ello! Entró la nobilísima
    señora de S. con su marido y la pava de su hija, que tiene el pecho como una tabla y un talle
    que no es talle. Pasaron por delante de mí con el aire desdeñoso que los caracteriza. No
    inspirándome la gente de este linaje otra cosa que una antipatía profunda, resolví retirarme,
    y aguardaba sólo a que el conde se viese libre de su fastidiosa palabrería, cuando entró la
    señorita B. Como siempre que la veo se impresiona un poco mi corazón, me quedé, y fui a
    colocarme detrás de su asiento. Llegué a observar que me hablaba con menos franqueza
    que la acostumbrada y con algún embarazo. Esto me sorprendió. “¿Es ella como todas estas
    gentes?”, me pregunté a mí mismo. Estaba picado y quería retirarme; sin embargo, me
    quedaba, esperando con alguna frase que me dirigiera llegaría a convencerme de que mi
    pregunta era injusta. Entre tanto, el salón se llenó. El barón F., que llevaba encima todo un
    guardarropa del tiempo en que se coronó a Francisco I7
    ; el consejero áulico R., que se
    anuncia haciéndose llamar su excelencia con su mujer, que es sorda, etcétera. No debo
    pasar por alto a J., el desaliñado, que tapa los agujeros de su traje gótico con retales del día.
    Estas y otras personas fueron entrando, mientras yo hablaba con algunas conocidas mías,
    que me parecieron muy lacónicas. Pensando y ocupándome exclusivamente de B., no
    advertí que las señoras cuchicheaban en un extremo del salón, y que algo extraordinario
    sucedía entre los caballeros; no advertí que la señora de S. hablaba aparte con el conde
    (Todo esto me lo ha dicho después la señorita B.) Por último, el conde se acercó a mí, y me
    llevó al hueco de una ventana. “Ya conocéis —me dijo— nuestras costumbres
    extravagantes. He observado que la tertulia en masa está descontenta de veros aquí, y
    aunque yo no querría por todo el mundo…” “Dispensadme, señor —exclamé,
    interrumpiéndole—. Debía haber caído en ello, lo sé, y sé también que me perdonaréis esta
    irreflexión —dije al mismo tiempo que le hacía una reverencia—. Yo ya había pensado
    retirarme, y no sé qué espíritu me lo ha detenido.”
    »El conde me apretó la mano de un modo que daba a entender cuanto podía decir.
    Me escurrí pausadamente y, fuera ya de la augusta asamblea, subí a mi birlocho y fui a M.,
    para ver desde la colina la puesta del sol, leyendo el magnífico canto en que refiere Homero
    cómo Ulises fue hospedado por uno que guardaba puercos. Hasta aquí todo iba bien.
    »Ya de noche, volví a mi posada para cenar. Sólo encontré algunas personas que
    jugaban a los dados en el comedor, en un ángulo de la mesa, para lo cual habían levantado
    un poco los manteles. Entró el apreciable A. y dejó su sombrero, mirándome al mismo
    tiempo; se vino hacia mí y me dijo en voz baja:
    »“¿Conque has tenido un disgusto?” “¿Yo?” “El conde te ha echado de su tertulia.”
    “¡Cargue el diablo con ella! Me salí para respirar un aire más puro.” “Me alegro de que no
    des importancia a lo que no la tiene; solamente siento que la cosa se haya hecho pública.”
    Esto dio margen a que se desertase en mí el enojo. Conforme iba llegando la gente para
    sentarse a la mesa, me miraban, y yo decía para mi sayo: “Te miran por lo de la reunión.” Y
    esto me quemaba la sangre.
    »Y como ahora, donde quiera que me presento, oigo decir que los que me envidian
    baten palmas, que me citan como un ejemplo de lo que sucede a los presuntuosos que se
    creen autorizados para prescindir de todas las consideraciones porque están dotados de
    algún ingenio, y oigo, además, otras majaderías semejantes, de buena gana me clavaría un
    cuchillo en el corazón. Digan lo que digan de los caracteres despreocupados, yo querría
    saber quién es el que puede sufrir que tanto bellaco murmure de él de este modo. Sólo
    cuando carece de fundamento la murmuración es fácil depreciar a los murmuradores.»



    16 DE MARZO




    «Todo conspira contra mí. Hoy he encontrado en el paseo a la señorita B. Me he
    visto obligado a acercarme y, apenas nos hemos alejado un poco de los demás, le he dado
    mil quejas por lo que anteayer me ocurrió con ella. “¡Oh Werther! —me dijo con la mayor
    ternura—. ¿Cómo interpretáis tan mal aquella turbación mía, vos que me conocéis tan bien?
    ¡Cuánto he sufrido por vos, desde el instante en que os vi en el salón! Todo lo adiviné; cien
    veces estuve a punto de decíroslo. Sabía que las señoras de S. y de T. se alejarían con sus
    maridos antes que permanecer en vuestra compañía; sabía que el conde no se atrevería
    romper con ellos…, ¡y ahora vos me pedís cuenta!” “¡Cómo, señorita!”, dije, ocultando mi
    turbación y sintiendo que algo como agua hirviendo corría por mis venas, a la par que
    recordaba todo lo que me había dicho A. al entrar en casa. “¡Cuánto me ha costado ya todo
    esto!”, exclamó aquella hermosa criatura con los ojos llenos de lágrimas. Dejé de ser dueño
    de mí mismo, y faltó poco para que me arrojase a sus pies. “Explicaos”, le dije. Sus
    lágrimas rodaron; yo estaba fuera de mí. Se enjugó el llanto sin cuidarse de ocultármelo.
    »“Mi tía —prosiguió—, a quien ya conocéis, se hallaba presente. ¡Contenta se puso
    de veros a mi lado! Werther, ayer tarde y esta mañana he tenido que sufrir un sermón por
    ser amiga vuestra, y me he visto obligada a oír que os insultaban, que os humillaban, sin
    poder defenderos y sin atreverme a defenderos más que a medias.”
    »Cada palabra que profería era una espada que atravesaba mi corazón. Sin
    comprender el bien que me hubiera hecho ocultándome todas estas cosas continuó
    refiriendo lo que aún dirían de mí, y quiénes se gozarían en el triunfo, celebrándolo y
    haciendo saber que se ha castigado mi orgullo y mi desprecio hacia los demás, cosas que
    hace tiempo vienen echándome en cara.
    »¡Y oír todo esto de su boca, Guillermo; oírselo a ella, cuyo afecto para mí es
    verdadero y profundo! Quedé anonadado, y todavía fermenta la cólera en mi pecho.
    Quisiera que alguno de ellos tuviera el valor de pronunciar una sola palabra delante de mí,
    para atravesarle de parte a parte con mi espada. Me sosegaría si viese correr la sangre. ¡Ah!
    más de cien veces he cogido un cuchillo para acabar con la asfixia que me ahoga. Se habla
    de una noble raza de caballos que, cuando están enardecidos y cansados con exceso, se
    abren por instinto una vena para respirar con más libertad. Muchas veces me encuentro en
    este caso; querría abrirme una vena que me proporcionase la libertad eterna.»



    34
    cont
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]


    _________________



    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]


    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]
    Maria Lua
    Maria Lua
    Administrador-Moderador
    Administrador-Moderador


    Cantidad de envíos : 79737
    Fecha de inscripción : 12/04/2009
    Localización : Nova Friburgo / RJ / Brasil

    Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832) - Página 6 Empty Re: Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832)

    Mensaje por Maria Lua Vie 03 Ene 2025, 10:30

    24 DE MARZO



    «He pedido mi cesantía con esperanzas de obtenerla y sé que me perdonarás el que
    lo haya hecho sin consultarte. Necesito salir de aquí, y sé todo lo que pudieras decirme para
    evitarlo; así, pues, di a mi madre lo que ocurre, de modo que no ponga el grito en el cielo.
    Es preciso que lleve con paciencia el que no la satisfaga quien ni a sí mismo logro
    satisfacerse.
    »No dudo que esto le causará mucha pena. ¡Ver que su hijo se detiene de pronto en
    la brillante carrera que le llevaba en línea recta a los puestos de consejero y embajador!
    ¡Ver que se desvía del camino!… Haz todas las objeciones que se te ocurran y cuantas
    combinaciones conduzcan a demostrar en qué casos podía y debía continuar aquí; he
    decidido irme, y me voy. Para que sepas adónde te diré que mi compañía es muy grata al
    príncipe de…, y que, cuando ha tenido noticia de mi determinación, me ha pedido que le
    acompañe a sus estados para pasar con él la primavera. Me ha prometido que tendré
    libertad absoluta; y como estamos de acuerdo casi en todo, voy a correr el albur y
    marcharme con él.»




    POST SCRIPTUM, 19 DE ABRIL



    «Te agradezco tus cartas. No las he contestado porque para enviarte ésta esperaba a
    recibir el cese de la corte, temía que mi madre influyera con el ministro y diese al traste con
    mis planes; pero ya está todo arreglado puesto que ha sido aceptada mi dimisión. No te diré
    la repugnancia con que han accedido a mis deseos ni lo que me escribe el ministro, porque
    aumentarían vuestras lamentaciones. El príncipe heredero me ha dado una gratificación,
    veinticuatro ducados, diciéndome palabras que me han enternecido hasta el punto de
    hacerme llorar. No necesito, pues, el dinero que últimamente había pedido a mi madre.»



    5 DE MAYO



    «Salgo mañana, y como sólo dista seis millas del camino el lugar donde nací, quiero
    volver a verlo y recordar los antiguos días de mi infancia, que pasaron como un sueño.
    »Quiero entrar por la misma puerta por donde salí con mi madre cuando, después de
    quedarse viuda, abandonó esta querida y sosegada aldea para encerrarse en esa horrible
    ciudad. Adiós, Guillermo; ya tendrás noticias de mi viaje.»



    9 DE MAYO



    «He visitado el pueblo donde nací, con toda la devoción de un peregrino,
    impresionándome una porción de sentimientos inesperados. Hice detener el coche cerca del
    gran tilo que hay a un cuarto de legua de la población, a la parte sur; me apeé y mandé al
    cochero que fuese delante, con objeto de seguir yo a pie y saborear todos los recuerdos con
    toda viveza y plenitud de la novedad. Me detuve bajo el tilo que en mi infancia había sido
    objeto y término de mis paseos. ¡Qué diferencia! Entonces con una dichosa ignorancia me
    lanzaba impetuosamente hacia ese mundo desconocido en que esperaba hallar para mi
    corazón todo el alimento, todas las venturas que debían colmar y satisfacer la efervescencia
    de mis deseos. Ahora vuelvo ya de ese vasto mundo, y ¡oh amigo mío, cuántas esperanzas
    perdidas, cuántos planes destruidos! Aquí están delante de mí las montañas que mil veces
    contemplé como el único muro que se oponía a mis deseos. Entonces podía quedarme en
    estos sitios horas enteras, pensando en escalar esas alturas, llevando mi pensamiento al
    fondo de los valles y de las alamedas que divisaba entre las tintas suaves del crepúsculo; y
    cuando llegaba el momento de volver a mi casa, yo abandonaba este paraje querido con
    indecible pena. Al acercarme al pueblo, he saludado todos los viejos pabellones de los
    jardines. Los nuevos me desagradan, como todos los cambios que he observado. Pasé la
    puerta que da entrada a la población, y entonces sí que me encontré dentro de mis
    recuerdos. Amigo mío, no quiero detenerme en detalles, la relación sería tan pesada como
    grande ha sido el placer que he experimentado. Pensaba alojarme en la plaza, precisamente
    al lado de nuestra antigua casa. Observé al paso que la escuela, donde una buena vieja nos
    reunía cuando niños, se había convertido en una abacería. Me acordé de la inquietud, de los
    temores, los apuros y las aflicciones que yo había sufrido en aquella especie de agujero. No
    daba un paso que no me obligara a entusiasmarme. No encuentra un peregrino en tierra
    santa tantos lugares consagrados por religiosos recuerdos, y dudo que su alma experimente
    tan puras emociones. Bajé por la orilla del río adelante hasta una alquería adonde iba yo en
    otro tiempo muy a menudo: es un paraje reducido, donde los muchachos nos divertíamos en
    tirar piedras a la superficie del agua para ver quién las hacia singlar mejor. Recordé
    vivamente que me detenía algunas veces a ver correr el agua, formándome las ideas más
    maravillosas de su curso; recordé las caprichosas pinturas que me hacía de los países
    adonde aquella corriente debía ir a parar; recordé que pronto encontraba mi imaginación los
    límites de esos países, y que, sin embargo, yo iba más lejos, y acababa por perderme en la
    contemplación de un paisaje lejano y vagoroso. Amigo mío, de este modo con esta
    felicidad, vivieron los venerables padres del género humano; tan infantiles fueron sus
    impresiones y su poesía. Cuando Ulises habla de la mar inmensa y de la tierra, su lenguaje
    es verdadero, humano, íntimo, sorprendente y misterioso. ¿De qué me sirve poder repetir
    con todos los colegas que la Tierra es redonda? ¡La Tierra! Sólo necesita el hombre algunas
    palabras para tener ocupación toda su vida, y menos todavía para volver a esta tierra de
    donde salió.
    »Estoy ahora en la casa de campo del príncipe. Se vive muy bien con este hombre:
    es la verdad y la sencillez personificada, pero está rodeado de gente singular que no acabo
    de comprender. Sin tener el aspecto de unos bribones, les falta el talento de los hombres de
    bien. Algunas veces me parecen muy respetables, y, sin embargo, no llego a fiarme de
    ellos. Me molesta que el príncipe hable con frecuencia de cosas que ha oído decir o que ha
    leído, copiando siempre servilmente lo que lee y lo oye. Añade a esto, que tiene en más mi
    talento que mi corazón, este corazón, única cosa de que estoy orgulloso, única fuente de
    toda fuerza, de toda felicidad y de todo infortunio. ¡Ah! Lo que yo sé, cualquiera lo puede
    saber; pero mi corazón lo tengo yo sólo.»






    cont
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]


    _________________



    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]


    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]
    Maria Lua
    Maria Lua
    Administrador-Moderador
    Administrador-Moderador


    Cantidad de envíos : 79737
    Fecha de inscripción : 12/04/2009
    Localización : Nova Friburgo / RJ / Brasil

    Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832) - Página 6 Empty Re: Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832)

    Mensaje por Maria Lua Vie 03 Ene 2025, 10:32

    ***

    25 DE MAYO



    «Tenía un proyecto del que pensaba hablarte cuando se hubiera realizado; ahora veo
    que no resultará nada, y voy a darte cuenta de mi secreto: quería entrar en el ejército.
    Mucho tiempo he acariciado esta idea, causa la más poderosa de cuantas me movieron a
    seguir al príncipe, que es general de las fuerzas de… Paseando juntos le he descubierto mi
    designio; pero me ha disuadido, y sólo hubiera dejado de ceder a sus razones si fuera en mí
    una verdadera vocación lo que no pasa de simple capricho.»



    11 DE JUNIO




    «Di lo que quieras; pero necesito irme de aquí, donde no hago otra cosa que
    fastidiarme. El príncipe no puede ser para mi mejor de lo que es; sin embargo, no estoy
    contento a su lado, y consiste en que en el fondo no hay nada semejante entre los dos. Es un
    hombre de talento, pero de talento vulgar. Su conversación no me causa mayor placer que
    una obra bien escrita. Permaneceré aún ocho días aquí: cuando hayan pasado volveré a
    vagabundear. Lo mejor que he hecho desde que vine, ha sido dedicarme al dibujo. El
    príncipe no es extraño al arte y aún lo sería menos si no estuviese forrado de fastidiosas
    fórmulas científicas y de una hueca terminología. Más de una vez, arrastrándome mi loca
    imaginación por los caminos del arte y de la naturaleza, me muerdo los labios al ver que,
    convencido de que pone una pica en Flandes, me interrumpe a tontas y a locas para encajar
    en la conversación algún término técnico.»



    16 DE JULIO



    «Sí; yo no soy otra cosa que un viajero, un peregrino en el mundo. ¿Y tú? ¿Eres
    algo más?»



    18 DE JULIO



    «¿Adónde quiero ir? Te lo diré en confianza. Tengo precisión de permanecer aquí
    otros quince días. Después, me he dicho a mí mismo que deseo visitar las minas de…; pero,
    en el fondo, no hay nada de esto: lo que quiero únicamente es aproximarme a Carlota. Esto
    es todo. Me río de mi corazón, y hago todo lo que me manda.»



    29 DE JULIO



    «¡Bien! ¡Muy bien! Todo marcha a maravilla. ¡Yo! ¡Su marido! ¡Oh Dios! Si tú,
    que me has dado la vida, me hubieses reservado semejante felicidad, mi existencia hubiera
    sido una adoración continua. No quiero quejarme contra ti; perdóname estas lágrimas,
    perdona mis inútiles deseos. ¡Ella, mi mujer! ¿Si hubiera estrechado entre mis brazos a la
    criatura más amable que hay bajo el cielo! Guillermo, cuando Alberto abraza su talle
    esbelto, tiemblo de pies a cabeza.
    »¿Me atreveré a decirlo? ¿Y por qué no? Carlota hubiera sido conmigo más feliz
    que con él. No; no es éste el hombre que puede satisfacer todos los deseos de este ángel.
    Cierta falta de sensibilidad, cierta falta de… (traduce esto como te parezca). Yo veo que sus
    almas no simpatizan; lo veo cuando, leyendo uno de nuestros libros favoritos, laten al
    unísono el corazón de Carlota y el mío, y lo veo en otras mil ocasiones en que revelamos
    los sentimientos que nos producen las acciones ajenas. ¡Oh Guillermo! ¿Es verdad que él la
    ama con toda su alma…, y que, así y todo, no merece el amor de ella?
    »Un importuno ha venido a interrumpirme. Mis lágrimas se han secado, mi
    melancolía ha desaparecido. Adiós, querido amigo.»




    4 DE AGOSTO




    «No soy el único que se queja. Todos los hombres ven burladas sus esperanzas y
    son engañados en lo que desean. Acabo de visitar a la buena mujer de los tilos: el mayor de
    los muchachos ha corrido a mi encuentro. Sus gritos de alegría han anunciado mi llegada a
    la madre, que está muy abatida. Sus primeras palabras han sido: “¡Ay, mi buen señor! Mi
    Juan ha muerto”. Juan era el menor de los niños. Yo guardé silencio. “Mi marido
    —añadió— ha vuelto de Suiza con las manos en la cabeza a no ser por algunas buenas
    almas, se hubiera visto obligado a venir pidiendo limosna.” No se me ocurrió decirle nada;
    pero hice un regalillo a su hijo. Ella me rogó que aceptase unas manzanas, las tomé y me
    alejé de aquel sitio de tan triste memoria.»



    21 DE AGOSTO



    «He cambiado por completo en un abrir y cerrar de ojos. Aunque todavía algunas
    veces se ilumina mi vida con la claridad de una luz suave, no es, ¡ay!, más que por un solo
    instante. Cuando me entrego a mis ensueños, no consigo desechar este pensamiento. “Pues
    qué, si Alberto muriese, ¿no podrías tú ser…, no podría ser ella…?” Y así continúo
    corriendo tras esta vaga sombra, hasta que me conduce al borde del abismo, donde me
    detengo con espanto.
    »¡Qué diferente me parece todo, cuando salgo de la ciudad por el camino que
    recorrí en coche el día que, para llevarla al baile, fui por Carlota la primera vez! Todo ha
    cambiado, todo ha desaparecido. Ni una señal en la naturaleza, ni un latido en mi corazón
    que recuerde aquel día. Soy como la sombra de un príncipe opulento que volviese al palacio
    edificado y decorado con todo lujo y magnificencia por él en otra época, para encontrar
    arruinadas las espléndidas maravillas que legó a un hijo queridísimo.»




    cont
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]


    _________________



    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]


    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]
    Maria Lua
    Maria Lua
    Administrador-Moderador
    Administrador-Moderador


    Cantidad de envíos : 79737
    Fecha de inscripción : 12/04/2009
    Localización : Nova Friburgo / RJ / Brasil

    Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832) - Página 6 Empty Re: Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832)

    Mensaje por Maria Lua Vie 03 Ene 2025, 10:35

    ***

    3 DE SEPTIEMBRE



    «Hay ocasiones en que no comprendo cómo puede amar a otro hombre, cómo se
    atreve a amar a otro hombre, cuando yo la amo con un amor tan perfecto, tan profundo, tan
    inmenso; cuando no conozco más que a ella, ni veo más que a ella, ni pienso más que en
    ella.»




    4 DE SEPTIEMBRE




    «Sí, así es. Al mismo tiempo que la naturaleza anuncia la proximidad del otoño,
    siento el otoño dentro de mí y en torno mío. Mis hojas amarillean, y las de los árboles
    vecinos se han caído ya. ¿He vuelto a hablarte de un joven aldeano que conocí cuando vino
    por primera vez a estos parajes? He pedido en Wahlheim noticias suyas, y me han dicho
    que, habiéndole echado de la casa donde servía, nadie ha vuelto a saber de él. Ayer le
    encontré, por casualidad, camino de otra aldea; le dirigí la palabra, y me ha contado su
    historia, que me ha impresionado mucho como comprenderás fácilmente cuando a mi vez te
    la refiera. Pero ¿a qué conducen estos pormenores? ¿No debía yo guardar para mí lo que
    me aflige y me angustia? ¿Por qué he de afligirte también? ¿Por qué he de darte sin cesar
    ocasión para que te quejes y me riñas? ¡Bah!, acaso no es mía la culpa, sino de mi estrella.
    »Este hombre respondió a mis primeras preguntas con sombría tristeza, en la que
    me pareció ver alguna confusión; pero en breve, como si cayera en la cuenta de con quién
    hablaba, y me reconociese, me confesó con franqueza sus faltas y deploró su desdicha.
    ¡Que no pueda yo, amigo mío, recordar una por una sus palabras! Confesaba, refería
    (experimentando, al hacer memoria de ello, una especie de alegría y de placer) que su amor
    hacia su ama fue aumentando cada vez más hasta el punto de no saber lo que hacía ni,
    hablándote en su lenguaje, dónde tenía la cabeza. No podía beber, comer ni dormir; esto le
    martirizaba, y hacía lo que no debía hacer y olvidaba lo que le habían mandado, parecía que
    tenía los demonios en el cuerpo, y por último, un día que ella estaba en una habitación de
    un piso alto, lo supo él y la siguió, o más bien se sintió arrastrado en pos de ella. Rogó
    inútilmente y pretendió hacer uso de la fuerza. Ignoraba cómo pudo llegar a tal extremo y
    ponía a Dios por testigo de que siempre había pensado en ella con toda pureza y de que su
    más vehemente deseo había sido casarse para pasar la vida a su lado. Después de platicar
    un rato de este modo, titubeó, como aquel a quien aún le falta algo que decir y que no se
    atreve a continuar. Al cabo me confesó tímidamente que ella le solía tolerar ciertas
    confianzas y le había concedido algunos ligeros favores. Cortó dos o tres veces el relato
    para repetirme que no decía esto “por despreciarla”; que la quería tanto como antes; que
    jamás había hablado con nadie de estas cosas, y que sólo me las refería para que me
    convenciese de que él no era un malvado ni un insensato. Y ahora, amigo mío, vuelvo a mi
    eterno estribillo: ¡si yo pudiera pintarte a este muchacho tal como estaba, tal como todavía
    le ven mis ojos; si yo pudiera decirte perfectamente todo para que comprendieses cómo me
    interesa, cómo debo interesarme por él! Basta; conoces lo que me pasa, me conoces y sabes
    demasiado bien cuánto me interesan todos los desdichados, y, sobre todos, este de que te
    hablo.
    »Leo lo escrito, y observo que se me olvidaba referirte el fin de la historia, que se
    adivina fácilmente. La viuda se defendió, llegó su hermano, que hacía mucho tiempo
    odiaba al criado y deseaba echarle de la casa, por temor de que un nuevo matrimonio de la
    hermana privase a sus hijos de una herencia que esperaban fundadamente, puesto que
    aquélla no tenía sucesión directa; este hermano plantó al criado en la calle, y armó tan
    completo escándalo sobre lo ocurrido, que aunque la viuda hubiera deseado recibir de
    nuevo al muchacho, no se hubiera atrevido a ello. Dicen que también ahora está que trina el
    hermano con otro criado que tiene la consabida, respecto al cual aseguran que se casará con
    ella, cosa que el antiguo está firmemente resuelto a no sufrir mientras aliente.
    »No he exagerado ni embellecido esta historia; hasta puedo decir que la he contado
    débil, debilísimamente, y que ha perdido mucho de su sencillez, porque la he encerrado en
    el molde de nuestro lenguaje usual y circunspecto.
    »Esta pasión, que encarna tanto amor y tanta fidelidad, no es una ficción poética;
    vive, centellea con toda su pureza en estos hombres que apellidamos incultos y groseros
    nosotros, gente civilizada hasta el punto de no ser ya nada.
    »Lee esta historia con recogimiento, te lo suplico. Yo, escribiéndote hoy estas cosas
    estoy sosegado, ya lo ves: ni me precipito ni me embrollo, como acostumbro. Lee, querido
    Guillermo, y piensa bien que ésta es, además, la historia de tu amigo. Sí, esto es lo que me
    ha sucedido, esto es lo que me sucederá a mí, que no tengo la mitad del valor y la
    resolución de este pobre diablo, con el cual apenas me atrevo a compararme.»




    5 DE SEPTIEMBRE



    «Carlota escribió una nota a su marido, que estaba en el campo, donde le retenían
    los negocios. La esquela comenzaba así: “Querido, queridísimo amigo: vuelve lo más
    pronto que puedas; te espero impaciente…” Uno que llegó trajo la noticia de que algunas
    ocupaciones impedirían a Alberto regresar tan pronto. La carta quedó sin concluir sobre la
    mesa, y por la noche vino a dar en mis manos. La leí y sonreí: Carlota me preguntó la
    causa. “La imaginación es una cosa divina —exclamé—, por un momento me había
    figurado que este escrito era para mí.” No contestó nada; creo que le disgustó mi
    ocurrencia. Yo guardé silencio.»



    6 DE SEPTIEMBRE



    «Mucho me ha costado resolverme a dejar el frac azul que llevaba cuando bailé con
    Carlota por primera vez; pero ya estaba inservible.
    »Me he encargado otro idéntico, con cuello y vuelos iguales, y una chupa y unos
    calzones amarillos como los que tenía. Bien conozco que no es lo mismo llevar uno que
    otro; sin embargo…, ¿quién sabe? Me figuro que, con el tiempo, le tocará al nuevo su
    turno, y será el preferido.»




    38
    cont
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]


    _________________



    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]


    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]
    Maria Lua
    Maria Lua
    Administrador-Moderador
    Administrador-Moderador


    Cantidad de envíos : 79737
    Fecha de inscripción : 12/04/2009
    Localización : Nova Friburgo / RJ / Brasil

    Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832) - Página 6 Empty Re: Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832)

    Mensaje por Maria Lua Sáb 04 Ene 2025, 09:49

    ***

    12 DE SEPTIEMBRE



    «Habiendo ido Carlota a ver a Alberto, ha estado ausente algunos días. Hoy, al
    entrar en su habitación, salió a mi encuentro y le besé la mano con indecible júbilo.
    »Sobre un espejo había un canario que voló a sus hombros. Cogiéndole entre sus
    dedos, me dijo: “Es un nuevo amigo que destino a mis niños. Es muy bonito; miradle.
    Cuando le doy pan, divierte ver cómo agita las alas y picotea. También me besa; vedlo:”
    acercó su boca al pajarillo, y éste se plegó tan amorosamente contra sus dulces labios, como
    si comprendiese la felicidad que gozaba.
    »“Quiero que también os dé un beso”, dijo ella, acercando el pájaro a mi boca. Este
    trasladó su piquito desde los labios de Carlota a los míos, y sus picotazos eran como un
    soplo de celestial felicidad.
    »“Sus besos —dijo— no son completamente desinteresados; busca comida, y
    cuando no la encuentra en las caricias que le hacen, se retira descontento” “También come
    en mi boca.”, exclamó Carlota, presentándole algunas migajas de pan en sus labios
    entreabiertos, sobre los cuales sonreían con voluptuosidad el placer y el éxtasis de un amor
    correspondiente.
    »Volví la cabeza. Ella no debía hacer lo que hacía, ella no debía inflamar mi
    imaginación con estos transportes candorosos de alegría purísima, ni despertar mi corazón
    del sueño en que le arrulla la indiferencia que siento por la vida. ¿Y por qué no? Es que se
    fía de mí, es que sabe de qué modo la amo.»



    15 DE SEPTIEMBRE



    «En verdad, Guillermo, que hay para darse al diablo cuando se ven personas tan
    desprovistas de razón y de sentimientos, que desconocen cuanto tiene valor en este mundo.
    Tú recordarás aquellos nogales del presbiterio, a cuya sombra me sentaba yo con Carlota.
    ¡Cuánto me alegraba el corazón la vista de tan magníficos árboles y cómo embellecían el
    patio! ¡Cuánta frescura había en su sombra y cuánta majestad en su follaje! Eran recuerdos
    vivos de los respectivos párrocos que, en un tiempo ya remoto, los habían plantado. El
    maestro de escuela nos ha citado muchas veces el nombre de uno de éstos, llevaba el
    mismo de su abuelo, y parece que era una persona dignísima. Por eso, cuando me sentaba
    debajo de aquellos nogales, en este recuerdo había algo querido y sagrado para mí. Ayer
    deplorábamos que los hayan cortado: el maestro de escuela lloraba. ¡Cortado! Tengo tal
    indignación que sería capaz de matar al miserable que les dio el primer hachazo.
    »Si yo fuera dueño de dos árboles semejantes, me bastaría ver a uno secarse de viejo
    para desesperarme. Juzga por esto lo que me afecta el sacrilegio cometido. ¿De qué sirve la
    conciencia a los hombres? Todo el pueblo murmura, y la mujer del cura actual
    comprenderá la herida que ha abierto en los instintos de los buenos aldeanos, cuando recoja
    la manteca, los huevos y los demás tributos voluntarios. Porque ella, la esposa del nuevo
    párroco (el que yo conocí ha muerto también) es la autora; ella, criatura flacucha y
    enclenque, que hace muy bien en no interesarse por nadie en el mundo, porque nadie
    comete la sandez de interesarse por ella, marisabidilla que se atreve a disertar sobre los
    cánones de la iglesia y a trabajar para la reforma crítico-moral del cristianismo,
    encogiéndose de hombros ante las ideas de Lavater, mujer, en fin, cuya salud raquítica no
    resiste la más inocente diversión. Sólo un bicho así hubiera sido capaz de cortar los
    nogales. ¿Comprendes que las hojas que se caían, sobre ensuciar el patio de esta señora, lo
    llenasen de humedad? Además, las ramas quitaban la luz, y cuando maduraban las nueces
    los chiquillos se entretenían en derribarlas a pedradas, lo cual alborotaba los nervios de la
    pobrecita, robándole el sosiego en sus profundas meditaciones, cuando acaso comparaba y
    pesaba juntos a Kennikot, Semler y Michaelis. Al avistarme con la gente de la aldea,
    después de tan importante descubrimiento, pregunté, sobre todo a los viejos, por qué lo
    habían consentido.
    »“¿Y qué creéis? —me respondieron—, cuando el alcalde manda una cosa, ¿quién
    ha de oponerse?” Hay, sin embargo, en este asunto un lado cómico. El alcalde y el cura
    (porque éste pensaba sacar algún provecho del disparate cometido por su mujer, que con
    frecuencia le quema la sangre) el alcalde y el cura, digo, pensaban repartirse el fruto de los
    árboles cortados; pero el administrador de rentas lo supo y dio con el plan en tierra,
    haciendo valer antiguos derechos sobre el patio del presbiterio donde habían estado los
    nogales, que fueron vendidos en pública subasta. En resumen, ya no hay nogales… ¡Oh, si
    yo fuera príncipe, ya les diría a la mujer del cura, al alcalde y al administrador…!
    ¡Príncipe!… ¡Ah!, si yo fuera príncipe ¿qué me importarían los árboles de mi país?»



    10 DE OCTUBRE



    «Me basta ver sus ojos negros para ser feliz. Lo que me apena es que Alberto no
    parece tan dichoso como él esperaba y como él mismo creía. ¡Ah! si yo… No me gusta
    emplear reticencias; pero no puedo expresarme de otro modo…, y me parece que me
    explico con bastante claridad.»



    12 DE OCTUBRE



    «Ossián ha desbancado a Homero en mi espíritu. ¡A qué mundo nos transportan los
    sublimes cantos de aquel poeta! ¡Vagar por los matorrales, aspirar el aire de fuego que
    columpia en las nubes las sombras del firmamento a los pálidos rayos de la luna, oír
    quejarse en la montaña la voz de trueno del torrente de la selva, y los gemidos de las
    plantas medio abrasadas por el viento, confundiéndose quejas y gemidos con los suspiros
    de la joven que agoniza al pie de cuatro piedras cubiertas de musgo, bajo las cuales reposa
    el héroe glorioso que fue su amante! ¡Oh!, cuando en aquel desierto contemplo al bardo
    encanecido por los años, que busca las huellas de sus padres y sólo encuentra sus sepulcros,
    mientras, sollozando, vuelve la vista hacia la estrella de la tarde, medio escondida entre el
    oleaje de una mar tempestuosa; cuando veo que renace el pasado en el alma del héroe, que
    como en los tiempos en que la misma estrella irradiaba sobre los bravos guerreros
    exploradores, o la luna ayudaba con su propia claridad al regreso de sus naves victoriosas,
    cuando leo en su frente un profundo dolor, y le veo solo en el mundo caminando trémulo
    hacia la tumba, saboreando una suprema y dolorosa alegría en la aparición de los fantasmas
    inmóviles de sus padres; cuando le oigo gritar, fijos los ojos en la tierra seca y en la hierba
    doblada por el viento: “El viajero vendrá; vendrá el que me ha conocido en mi esplendor, y
    preguntará dónde está el bardo, preguntará qué ha sido del hijo de Finga. ¡Y su pie hollará
    mi tumba mientras su voz llamará en vano!…” Entonces, amigo mío, quisiera, como leal
    escudero, sacar la espada, y con ella librar a mi príncipe de las angustias de una vida que es
    una muerte lenta, hiriéndome después a mí mismo para enviar mi alma en pos de la del
    héroe libertado.»






    39
    cont
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]


    _________________



    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]


    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]
    Maria Lua
    Maria Lua
    Administrador-Moderador
    Administrador-Moderador


    Cantidad de envíos : 79737
    Fecha de inscripción : 12/04/2009
    Localización : Nova Friburgo / RJ / Brasil

    Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832) - Página 6 Empty Re: Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832)

    Mensaje por Maria Lua Dom 05 Ene 2025, 13:27

    ***

    19 DE OCTUBRE



    «¡Ay de mí! Este vacío, este horrible vacío que siente mi alma… Muchas veces me
    digo: “Si pudiera un momento, uno solo estrecharla contra mi corazón, todo este vacío se
    llenaría.”»



    26 DE OCTUBRE



    «Sí, amigo mío, cada día estoy más convencido de que la vida de una criatura vale
    bien poco. Ayer estuvo a ver a Carlota una amiga suya. Entré en una pieza inmediata y cogí
    un libro para distraerme; pero no tenía la cabeza bastante despejada para fijarme en la
    lectura. Oí que hablaban en voz baja. Charlaron de cosas indiferentes, de las novedades que
    ocurrían en el pueblo, de que tal persona se había casado y tal otra se hallaba enferma, muy
    enferma. “Tiene una tos seca —dijo la amiga—, las mejillas hundidas, la cara más larga.
    No daría yo un ochavo por su vida.” “M. N. —dijo Carlota— está también bastante echado
    a perder.” “Es verdad —repitió la otra—; tiene el cuerpo hinchado de una manera que
    asusta.”
    »Así platicaban tranquilamente, mientras yo me transportaba con la imaginación al
    42
    lado de estos desdichados y veía con cuánta ansiedad sentían escapárseles la vida, y cómo
    se asían a la más débil esperanza. Después de todo, Guillermo, estas jóvenes hablaban del
    asunto como habla todo el mundo cuando se trata de la muerte de un extraño. Yo paseando
    mi vista en torno mío, viendo echados acá y allá los vestidos de Carlota, y los papeles de
    Alberto sobre estos muebles que han llegado a serme familiares hasta el punto de notar la
    menor alteración, me decía a mí mismo: “Puede asegurarse que en esta casa eres todo para
    todos; tus amigos te honran, tú contribuyes a su alegría, y parece que no podríais vivir los
    unos sin los otros. No obstante, si tú te alejases de su lado, sentirían… ¿cuánto tiempo
    sentirían el vacío que tu pérdida dejaría en sus existencias?” ¡Ah!, el hombre es tan versátil
    por naturaleza, que, aun donde tenga seguridad de ser apreciado en algo, aun allí donde
    pueda dejar un recuerdo profundo de su existencia o de su paso en la memoria y en el alma
    de los que le son queridos, aun allí debe extinguirse y desaparecer; y esto, ¡ay!, demasiado
    pronto.»



    27 DE OCTUBRE



    «Es cosa de arañarse y romperse la cabeza considerar lo poco que valemos unos
    para otros. ¡Ay de mí! Nadie me dará el amor, la alegría, el goce de las felicidades que no
    siento dentro de mí. Y aunque no tuviera el alma llena de las más dulces sensaciones, no
    sabría hacer dichoso a quien en la suya careciese de todo.»



    27 DE OCTUBRE POR LA NOCHE



    «¡Siento tantas cosas…, y mi pasión por ella lo devora todo! ¡Tantas cosas!… ¡Y
    sin ella todo se reduce a nada!»



    30 DE OCTUBRE



    «Más de cien veces he estado a punto de arrojarme a su cuello. Sólo Dios sabe
    cuánto me cuesta mirar y remirar tantos encantos, sin atreverme a extender mis manos
    hacia ella. Apoderarse de lo que se ofrece a nuestra vista y nos embelesa, ¿no es un instinto
    propio de la humanidad? ¿No se esfuerza el niño por coger cuanto le gusta? Y yo…»
    3 DE NOVIEMBRE
    «Sólo Dios sabe cuántas veces me he dormido con el deseo y la esperanza de no
    despertar jamás. Y al día siguiente abro los ojos, vuelvo a ver la luz del sol y siento de
    nuevo el peso de mi existencia.
    »¡Ah! ¿Por qué no soy uno de esos maniquíes que se amoldan a todo, a todo, menos
    a sí mismos? Entonces, al menos, el insoportable fondo de mi desolación no pesaría sobre
    mí más que a medias. Por desgracia, comprendo que la culpa es únicamente mía. ¡La culpa!
    No. Bastante es ya que lleve en mí la fuente de todos los dolores, como hace poco llevaba
    el manantial de todos mis placeres. ¿No soy siempre aquel hombre que otras veces se
    deleitaba con los más puros goces de una exquisita sensibilidad que a cada paso creía
    descubrir un paraíso, y cuyo corazón abierto a un amor sin límites, era capaz de abrazar el
    mundo entero? Este corazón está ahora muerto, cerrado a todas las sensaciones; mis ojos
    están secos, y mis acerbos dolores, que no tienen desahogo, llenan de prematuras arrugas
    mi frente. ¡Cuánto sufro! He perdido ese don del cielo, que por sí solo embellece mi vida,
    esa fuerza vivificante que hacía crear mundos a mi dolor. Cuando desde mi ventana
    contemplo el horizonte y tras la cumbre de las colinas el sol disipa las brumas matinales y
    desliza sus primeros rayos hasta el fondo de los valles, mientras el sosegado río corre
    mansamente hacia mí, serpenteando entre los viejos troncos de los sauces desnudos; este
    admirable cuadro, ahora inanimado y frío como una estampa de color, este espléndido
    espectáculo que otras veces ha hecho desbordarse mi corazón, no derrama ahora en él ni
    una sola gota de entusiasmo o de contento. Allí está el hombre, inmóvil, árido, frente a su
    43
    Dios, siendo un pozo vacío, una cisterna cuyas piedras se han roto con la sequía. Muchas
    veces me he arrodillado para pedir lágrimas al Señor, como el labrador implora la lluvia
    cuando ve sobre su cabeza un cielo cobrizo y a sus pies la tierra muriéndose de sed. Pero,
    ¡ay!, Dios no concede la lluvia ni el sol a nuestros ruegos importunos. ¿Por qué aquel
    tiempo, cuyo recuerdo me mata, era para mí tan dichoso? Porque entonces yo esperaba,
    confiado en que el cielo no me olvidaría, y recogía las delicias con que me embriagaba un
    corazón lleno de reconocimiento.»



    8 DE NOVIEMBRE



    «Carlota ha censurado mis excesos… ¡pero con qué tierno interés! ¡Mis excesos!
    Porque después de apurar un vaso de vino, sigo algunas veces bebiendo hasta consumir una
    botella.
    »“No volváis a hacer eso —me dijo—; pensad en Carlota.”
    »“¡Pensar! —exclamé—. ¿Qué necesidad tenéis de recordármelo, puesto que,
    piense o no piense, siempre estáis presente en mi alma? Hoy me senté en el mismo sitio
    donde en otro tiempo os bajasteis del coche.”
    »Cambió la conversación para impedirme que hablase del asunto.
    »Amigo mío, aquí me tienes en un estado tal, que esta mujer hace de mí cuanto
    quiere.»



    15 DE NOVIEMBRE



    «Te doy las gracias, Guillermo, por el tierno interés que me manifiestas y por los
    buenos consejos que me das; pero te ruego que no te alarmes, que me dejes arrostrar la
    crisis. A pesar de mi abatimiento, me siento aún con bastantes fuerzas para llegar hasta el
    fin. Respeto la religión, bien lo sabes: para el que desmaya es un apoyo; para el que se
    siente devorado por la sed es un bálsamo vivificante. Pero ¿puede ni debe dar a todos la
    salud? ¿A cuántos ha dejado de dársela, y a cuántos no se la dará jamás, conózcanla o no la
    conozcan? Y a mí, ¿me salvará? ¿El mismo hijo de Dios no ha dicho que sólo estarán con
    él los que su padre le dé? ¿Y si su padre quiere reservarme para sí, como presiente mi
    corazón…?
    »No interpretes mal mis palabras ni veas, en lo que es una idea sencilla, la menor
    intención de mofarse, te lo suplico. Te hablo con el corazón en la mano. A no ser así,
    preferiría callarme, porque no me gusta perder el tiempo diciendo palabras vanas sobre
    materias de que los demás entienden tan poco como yo. ¿Qué otra misión puede tener el
    hombre más que la de llenar todo el camino con sus dolores, y apurar su cáliz hasta las
    heces? Y puesto que este cáliz fue amargo al mismo Dios del cielo cuando lo acercó a sus
    labios de hombre, ¿por qué he de fingir yo una fuerza sobrehumana haciendo creer que lo
    encuentro dulce y agradable? ¿Por qué no he de confesar mi angustia en este momento en
    que mi ser tiembla y fluctúa entre la vida y la muerte, en que el pasado se proyecta como un
    relámpago en el sombrío abismo del porvenir, en que todo lo que me rodea se desploma y
    en que el mundo parece acabarse conmigo? ¿No reconoces la voz de la criatura extenuada,
    desfallecida, que se hunde sin remedio, y a pesar de su inútil lucha, gritando con amargura:
    “¡Dios mío, Dios mio! ¿Por qué me has abandonado?” ¿Y ha de darme vergüenza esta
    exclamación, y he de temer que llegue el momento en que se escape de mi boca, cuando se
    escapó de la vida de Aquel que, hijo de los cielos, se ha envuelto en ellos como un
    sudario?»




    cont
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]


    _________________



    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]


    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]
    Maria Lua
    Maria Lua
    Administrador-Moderador
    Administrador-Moderador


    Cantidad de envíos : 79737
    Fecha de inscripción : 12/04/2009
    Localización : Nova Friburgo / RJ / Brasil

    Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832) - Página 6 Empty Re: Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832)

    Mensaje por Maria Lua Dom 05 Ene 2025, 13:28

    ***


    21 DE NOVIEMBRE




    «Carlota no ve ni conoce que prepara por sí misma un veneno mortal para los dos, y
    yo llevo con voluptuosidad la copa fatal que ella me presenta. ¿Qué significa el aire de
    44
    bondad con que frecuentemente me mira? ¡Frecuentemente! No, algunas veces. ¿Por qué
    muestra complacencia al notar el efecto que su vista me produce a despecho mío? ¿Qué
    causa reconoce la compasión que revela en sus ojos?
    »Ayer, cuando me retiraba, me dio la mano diciéndome: “Buenas noches, querido
    Werther.” ¡Querido Werther! Es la primera vez que me ha llamado así, y hasta en lo más
    hondo de mi alma he sentido una dicha inefable. Más de cien veces he repetido estas
    palabras, y por la noche, al acostarme, hablando conmigo mismo, exclamé, sin darme
    cuenta de ello: “¡Buenas noches, querido Werther!” No he podido menos de reírme de
    semejante puerilidad.»





    22 DE NOVIEMBRE




    «Al dirigir mis ruegos a Dios, no puedo decir: “¡Conservádmela!” Y, sin embargo,
    hay momentos en que creo que me pertenece. Tampoco puedo decir: “¡Dádmela!”, porque
    pertenece a otro. Así es como me agito sin cesar sobre mi lecho de dolores. Basta; no sé
    adónde iría a parar si continuase.»




    24 DE NOVIEMBRE



    «No ignora Carlota lo que sufro. Su mirada ha penetrado hoy hasta lo más profundo
    de mi corazón. La encontré sola: yo no despegaba mis labios, y ella me miraba fijamente.
    Absorto ante aquella mirada sublime, llena de afectuoso interés y dulce compasión, no veía
    en aquel momento su seductora belleza ni la aureola de inteligencia que ilumina su frente.
    ¿Por qué no me arrojé a sus pies o la estreché en mis brazos cubriéndola de besos? Se puso
    al piano: a sus armoniosos acordes unió su dulce y melodiosa voz. No he visto nunca más
    adorables sus labios; parecía que se entreabrían lánguidamente para aspirar los dulces
    sonidos del instrumento, y exhalarlos de nuevo, suavizados por su hálito. ¡Ah, si yo pudiera
    hacer que compartieses conmigo lo que entonces sentí! Incliné la cabeza, desfallecido, y me
    juré no atreverme jamás a imprimir un beso en aquella boca…, en aquella boca donde
    revoloteaban los celestiales serafines. Y, sin embargo, yo quiero… No; hay una barrera
    inaccesible que la separa de mi alma. ¡Destruir esta pureza!… Y luego, el castigo siguiendo
    al pecado… ¡Un pecado!…»




    26 DE NOVIEMBRE




    «Suelo decirme a mí mismo: “Tu destino no tiene igual: comparados contigo, los
    demás hombres son felices; porque jamás mortal alguno se vio atormentado como tú.”
    Entonces leo a cualquier poeta antiguo y me parece que es el libro mi propio corazón.
    ¡Qué! ¿Aún me queda tanto que sufrir? ¿Y antes que yo ha habido hombres tan
    desgraciados?»




    30 DE NOVIEMBRE




    «Nunca, nunca podrá tranquilizarse mi espíritu. Por dondequiera que voy encuentro
    algo que me pone fuera de mí. Hoy mismo…, ¡Oh destino!, ¡oh pobre humanidad…! Me
    había ido a pasear a la orilla del río, a la hora de comer, porque no tenía ningún apetito. No
    había nadie. El oeste frío y húmedo soplaba de la montaña; algunas nubes grises rodeaban
    el valle. A larga distancia distinguí un hombre mal vestido que andaba encorvado entre las
    rocas, como si buscase algo. Me acerqué a él, y al ruido de mis pasos se volvió. Tenía una
    fisonomía interesante, con cierta expresión de tristeza que revelaba un corazón honrado.
    Sus negros cabellos le caían en bucles sobre la frente, y los de atrás descendían hasta la
    espalda, formando una apretada trenza. Como su traje indicaba que era un hombre del
    pueblo, creí que no se disgustaría porque me ocupase de él, y le pregunté qué hacía.
    »Dando un profundo suspiro, me contestó: “Busco flores y no las encuentro.” “Lo
    creo —repuse sonriendo—; ahora no es tiempo de flores.” “Hay muchas —añadió,
    acercándose a mí—. En mi jardín tengo rosas y dos especies de madreselvas… Una me la
    regaló mi padre; ésta crece con la rapidez que los hierbajos, y, sin embargo, hace dos días
    que busco una y no la encuentro. También aquí hay flores en todo tiempo: las hay
    amarillas, azules, rojas… y hay centenares que son unas florecillas muy lindas. Pues en
    vano las busco, no encuentro una siquiera.”
    »Yo notaba en sus palabras y en su aire un no sé qué zahareño y feroz, y
    mañosamente le pregunté para qué quería las flores. Una sonrisa extraña y convulsiva
    contrajo su semblante. “Si me prometéis no hacerme traición —dijo, poniéndose un dedo
    sobre la boca—, os diré que he ofrecido un ramo a mi novia.” “Bien, muy bien”, repliqué.
    “¡Oh!, ella tiene muchas cosas buenas…; es rica.” “Y, aun así, hace caso de vuestro ramo.”
    “Tiene diamantes… y una corona…” “Pues ¿quién es? ¿Cómo se llama?” Sin responder a
    esta pregunta, añadió: “Si el gobierno quisiera pagarme, yo sería otro hombre. Sí; hubo un
    tiempo en que yo estaba bien; pero hoy… todo ha concluido. Ya no soy nada…” Sus ojos,
    preñados de lágrimas, se fijaron en el cielo con viva expresión. “¿Eras feliz entonces?”, le
    pregunté. “¡Ah ojalá lo fuera ahora lo mismo! Sí; contento, alegre, dichoso, vivía en un
    verdadero paraíso.” “¡Enrique!”, exclamó en aquel instante una anciana que se aproximaba
    a nosotros, “¿dónde te metes? Ando buscándote por todas partes. Vamos, ven a comer.”
    “¿Es hijo vuestro?”, le pregunté adelantándome hacia ella. “Sí, señor, es mi pobre hijo.
    Dios me ha dado una cruz bastante pesada.” “¿Hace mucho tiempo que está así?” “A Dios
    gracias, hace ya seis meses que ha recobrado la tranquilidad. Pero antes durante un año, ha
    estado furioso y fue preciso encerrarle en una casa de salud. Ahora no hace mal a nadie;
    pero siempre está soñando con reyes y emperadores. ¡Era tan bueno y tan cariñoso! Me
    ayudaba a vivir con el producto de su trabajo, porque tenía una letra preciosa… De repente
    dio en estar caviloso; cayó enfermo con una fiebre devoradora, y ahora… ya veis el estado
    en que se encuentra. Si el señor quiere que le cuente…” Interrumpí este flujo de palabras
    para preguntarle a qué época se refería su hijo, cuando decía que había sido muy dichoso.
    “¡Ah, señor! El pobre alude al tiempo en que estaba completamente loco: al que pasó en el
    hospital, cuando no tenía conciencia de sí mismo. No cesa de recordar aquellos días…”
    Estas palabras me hirieron como un rayo. Puse una moneda de plata en las manos de la
    anciana y me alejé casi corriendo.




    cont
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]


    _________________



    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]


    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]
    Maria Lua
    Maria Lua
    Administrador-Moderador
    Administrador-Moderador


    Cantidad de envíos : 79737
    Fecha de inscripción : 12/04/2009
    Localización : Nova Friburgo / RJ / Brasil

    Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832) - Página 6 Empty Re: Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832)

    Mensaje por Maria Lua Dom 05 Ene 2025, 13:31

    ***

    »Entonces eras feliz —pensaba yo, caminando rápidamente hacia el pueblo—.
    ¡Entonces vivías alegre en un verdadero paraíso! Pero, señor, ¿estará escrito en el destino
    del hombre que sólo puede ser feliz antes de tener razón o después de haberla perdido?
    ¡Pobre insensato! Envidio tu locura, envidio el laberinto mental en que te pierdes. Tú sales
    lleno de esperanza a coger flores para tu reina en medio del invierno, y te desesperas
    porque no les encuentras, y no comprendes la causa de que no las encuentres… Pero yo…,
    yo salgo sin esperanza, sin objeto, y vuelvo a entrar en mi casa como salgo. Tú sueñas en lo
    que serías si el gobierno te pagase ¡feliz criatura que sólo en un obstáculo material hallas tu
    desgracia, que no sabes que en el extravío de tu cerebro, en el desorden de tu espíritu
    estriba tu daño, del que todos los reyes de la tierra no podrían librarte! ¿Puede morir
    desesperado el que se ríe de los enfermos que, en su opinión, agravan sus enfermedades y
    aceleran su fin yendo lejos a buscar la salud en aguas minerales maravillosas? ¿Puede morir
    desesperado el que insulta a la pobre criatura, cuya alma oprimida hace voto de visitar el
    santo sepulcro, para librarse de sus remordimientos y calmar sus escrúpulos y cuitas? Cada
    paso que dé sobre la tierra dura e inculta por ásperos senderos que desgarran los pies, es
    una gota de bálsamo echado sobre la herida de su alma, y después de la jornada de cada día,
    se acuesta con el corazón aliviado de una parte del fondo que le agobiaba. ¿Y os atrevéis a
    llamar esto necia preocupación, vosotros, charlatanes felices?… ¡Preocupación!… Dios
    mío, tú ves mis lágrimas. ¿Cómo al crear el hombre tan pequeño, le das hermanos que hasta
    le despojan en sus amarguras, robándole la confianza que ha puesto en ti, en ti, que nos
    amas infinitamente? Porque la fe en la virtud de una planta medicinal, o en el agua que
    destila la vid después de podada, ¿qué es si no es fe en ti, que al lado del mal has puesto el
    remedio y el consuelo que tanto necesitamos?
    »¡Oh padre que no conozco! ¡Padre que otras veces has llenado toda mi alma, y que
    ahora te apartas de mí, llámame pronto a tu lado! No guardes silencio más tiempo, porque
    tu silencio no detendrá a mi alma impaciente. Y si entre los hombres no podría enojarse un
    padre porque su hijo volviese a su lado antes de la hora marcada, y se arrojase en sus brazos
    exclamando: “Héme aquí de regreso, padre mío; no os incomodéis porque haya
    interrumpido el viaje que me habéis mandado terminar; el mundo es igual por todas partes;
    tras el dolor y el trabajo, la recompensa y el placer… ¿Qué me importa? Yo no estaré bien
    más que donde vos estéis; en vuestra presencia es donde yo quiero gozar y padecer… Tú,
    padre celestial y misericordioso, ¿podrías rechazarme?”»





    1 DE DICIEMBRE




    «¡Oh Guillermo! Ese hombre de que te he hablado, ese desdichado feliz, tenía un
    empleo en casa del padre de Carlota, y una desgraciada pasión que concibió por ella…, ¡por
    ella!, pasión que ocultó largo tiempo y que al fin descubrió, le hizo perder su destino. Éste
    ha sido el origen de su locura. Estas pocas palabras, llenas de sequedad, pueden hacerte
    comprender lo que esta historia me habrá trastornado, cuando Alberto me la refirió con
    tanta frialdad como acaso vas tú a leerla.»




    4 DE DICIEMBRE




    «Te suplico que tengas piedad de mí, porque es un hecho que no podré soportar más
    tiempo mi situación.
    »Hoy estaba sentado cerca de ella, que tocaba diferentes melodías en su
    clavicémbalo, con una expresión… ¡con una expresión!… ¿Cómo podría pintártela? La
    más pequeña de sus hermanas jugaba con sus muñecas sobre mis rodillas. De pronto se me
    saltaron las lágrimas y bajé la cabeza; vi entonces en su dedo el anillo de boda, y mi llanto
    corrió con más abundancia. En aquel mismo instante comenzaba a tocar aquella antigua
    melodía que tanto me impresionaba, y mi corazón sintió una especie de consuelo,
    recordando el tiempo en que aquella música había herido agradablemente mis oídos; tiempo
    de felicidad en que las penas eran pocas, horas de esperanza que pronto huyeron. Me
    levanté y empecé a pasearme por la habitación sin orden ni concierto. Me ahogaba.
    »“¡Basta —exclamé—, basta, por Dios!” Carlota se detuvo y clavó en mí una
    mirada investigadora.
    »“Werther —dijo—, muy malo debéis estar, cuando vuestra música favorita os
    desagrada de ese modo. Retiraos, y haced por recobrar la calma.”
    »Me separé de ella y… ¡Dios mío!, tú que ves mis sufrimientos, debes ponerles
    fin.»





    6 DE DICIEMBRE



    «Su imagen me persigue: duerma o vele, ella sola llena toda mi alma. Cuando cierro
    los párpados, en el cerebro donde se encuentra la potencia de la vista, dispongo claramente
    sus ojos negros. Es imposible que te explique esto. Me duermo, y los veo también: siempre
    están allí, siempre fascinadores como el abismo. Todo mi ser, todo, está absorbido por
    ellos. ¿Qué es pues, el hombre, ese semidios tan ensalzado? ¿No le faltan las fuerzas
    cuando más las necesita? Y cuando bate sus alas en el cielo de los placeres, lo mismo que
    cuando se sumerge en la desesperación, ¿no se ve siempre detenido y condenado a
    convencerse de que es débil y pequeño, él, que esperaba perderse en lo infinito?»



    47
    cont
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]


    _________________



    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]


    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]
    Maria Lua
    Maria Lua
    Administrador-Moderador
    Administrador-Moderador


    Cantidad de envíos : 79737
    Fecha de inscripción : 12/04/2009
    Localización : Nova Friburgo / RJ / Brasil

    Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832) - Página 6 Empty Re: Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832)

    Mensaje por Maria Lua Lun 06 Ene 2025, 10:38

    ***
    EL EDITOR AL LECTOR




    ¡CUÁNTO hubiera deseado tener, respecto a los últimos días de nuestro
    desgraciado amigo, suficientes pormenores escritos de su propia mano, para no verme en la
    necesidad de intercalar relatos en la continuación de las cartas que él nos ha dejado!
    He puesto empeño en recoger los más exactos detalles de las personas que debían
    estar mejor informadas, y estos detalles tienen todos un carácter uniforme. Las narraciones
    convienen hasta en las menores circunstancias. Únicamente en la manera de juzgar los
    sentimientos de los personajes difieren algo tanto los pareceres.
    Sólo nos resta, pues, referir con fidelidad lo que nuestras averiguaciones nos han
    hecho conocer, añadiendo a esto las cartas o fragmentos de cartas que ha dejado aquel que
    ya no existe.
    No se debe despreciar el menor documento auténtico, teniendo en cuenta lo difícil
    que es profundizar y conocer los verdaderos motivos, los móviles secretos de una acción,
    por insignificante que sea, cuando emana de un individuo que sale de la esfera vulgar.
    El desaliento y el pesar habían echado profundas raíces en el alma de Werther, y
    poco a poco habían ido apoderándose de todo su ser. La armonía de sus facultades se había
    destruido por completo. El ciego y febril arrebato que las trastornaba causó en él los más
    fuertes estragos, concluyendo por sumirse en un triste abatimiento, más penoso aún de
    soportar que los males con que había luchado hasta entonces.
    Las angustias de su corazón agotaron las fuerzas que le quedaban. Su viveza y su
    sagacidad se extinguieron. Cada vez se mostraba más sombrío e insociable, y, a medida que
    iba siendo más desgraciado, se volvía más injusto. Así, al menos, lo aseguran los amigos de
    Alberto, los cuales dicen que Werther no había sabido apreciar a aquel hombre de corazón
    recto que, gozando al fin de una dicha largo tiempo deseada, sólo pensaba en afianzar el
    porvenir de su felicidad. ¿Cómo había de comprender semejante anhelo quien disipaba y
    entregaba al azar los tesoros de su alma, sin reservarse para lo sucesivo más que
    privaciones y sufrimientos?
    Afirman también que Alberto no había podido cambiar en tan poco tiempo, que era
    siempre el mismo hombre tan ponderado y estimado por Werther cuando empezaron a
    conocerse. Amaba a Carlota sobre todo en el mundo, estaba orgulloso de ella, y deseaba
    verla admirada por cuantos se le acercaban como la más perfecta criatura. ¿Podía
    vituperársele porque tratara de alejar de ella la sombra de una sospecha o porque rehusara
    ceder en lo más mínimo la posesión de tan preciado bien? Confiesan, ciertamente, que
    Alberto abandonaba con frecuencia la habitación de su mujer cuando Werther se presentaba
    en ella; pero no era, según dicen, ni por odio ni por indiferencia hacia su amigo, sino
    únicamente porque había notado el pesar secreto que su presencia ocasionaba a Werther.
    Un día, hallándose enfermo el padre de Carlota y habiendo tenido necesidad de
    guardar cama, mandó el coche en busca de su hija. Era una hermosa mañana de invierno.
    Las primeras nieves habían caído en abundancia y el campo estaba cubierto de blanca
    alfombra.

    Werther se puso en camino al día siguiente para ir a reunirse con Carlota y
    acompañarla a su casa si Alberto no iba por ella.
    El aire fresco y puro de la mañana hizo poca impresión en su ánimo. Un peso
    enorme oprimía su pecho; su espíritu se hallaba atormentado por las más tristes imágenes, y
    de sus ideas le hacía vagar entre crueles reflexiones. Como vivía en un perpetuo hastío de sí
    mismo, la situación de los demás le parecía tan violenta y agitada como la suya. Se
    imaginaba haber turbado la buena armonía de Alberto y Carlota, y se dirigía con este
    motivo los más severos reproches, mezclados de sorda indignación contra el marido.
    Durante el camino sus pensamientos tomaron este rumbo: “¡Ah! —se decía apretando los
    dientes con furor—, ya está rota esa unión tan íntima, tan cordial, tan espontánea. ¿Qué ha
    sido de aquel tierno interés, de aquella confianza tranquila que parecía inalterable? Hoy ya
    no es sino hastío e indiferencia. El menor asunto interesa a ese hombre más que su mujer,
    ¡una mujer tan adorable! Pero ¿sabe él acaso apreciarla? ¿Sospecha ni remotamente lo que
    vale? ¡Y ella le pertenece, es suya!… ¡Oh!, bien lo sé. Debía haberme acostumbrado ya a
    esta idea, y, sin embargo, me desespera y acabará por matarme. Y la amistad que Alberto
    me había prometido, ¿qué se ha hecho de ella? ¿No ve en mi adhesión a Carlota un ataque a
    sus derechos y en mis atenciones y cuidados, una embozada censura? Lo conozco y lo
    siento; me ve con disgusto; quisiera tenerme muy lejos de aquí: mi presencia es un peso
    para él.”
    Razonando así, tan pronto aceleraba su marcha como la detenía. Algunas veces
    parecía querer volverse atrás; pero de nuevo emprendía el camino, sumido siempre en
    sombrías reflexiones que sólo se adivinaban por algunas palabras entrecortadas que salían
    de sus labios. De este modo llegó a la casa sin darse apenas cuenta de ello. Entró
    preguntando por el juez y por Carlota, y encontró a toda la gente en conmoción. El mayor
    de los hermanos de Carlota le hizo saber que había sucedido una desgracia en Wahlheim:
    un aldeano había sido asesinado. Esta noticia no hizo en él mayor impresión, y se dirigió a
    la sala inmediata, donde halló a Carlota esforzándose por retener a su padre, quien enfermo
    y todo como estaba, quería marchar en seguida al lugar del crimen, para instruir las
    primeras diligencias sobre aquel crimen, cuyo autor era aún desconocido. Se había
    encontrado el cadáver por la mañana muy temprano delante de la puerta de un cortijo y las
    sospechas recaían ya en alguno. La víctima había estado al servicio de una viuda, que poco
    antes despidió a otro criado con motivo de un grave disgusto.
    Cuando Werther supo estas circunstancias, se levantó de repente exclamando:
    —¿Es posible? Se impone que vaya yo sin perder un momento.
    Se dirigió a Walheim, convencido, luego que reunió todos sus recuerdos, de que el
    autor del crimen era aquel joven a quien él había hablado tantas veces y que le había
    inspirado grandes simpatías. Como era indispensable pasar por los tilos para llegar al figón
    donde habían depositado el cadáver, no pudo menos de experimentar cierta turbación a la
    vista de aquellos lugares que en otro tiempo le fueron tan queridos. El umbral de la puerta
    donde los chicos acudían a jugar frecuentemente estaba lleno de sangre. Así el amor y la
    fidelidad, sentimientos los más bellos del hombre, habían degenerado en violencia y
    asesinato. Parecía que para armonizar con este pensamiento, los corpulentos árboles,
    despojados de follaje, se habían cubierto de escarcha; el seto vivo que rodeaba las tapias del
    cementerio había perdido su hermoso color verde y dejaba ver, a través de anchos portillos,
    las piedras de los sepulcros llenas de nieve
    Al aparecer Werther en el figón, adonde había acudido todo el pueblo, se dejó oír un
    grave murmullo.
    A lo lejos se distinguía un pelotón de hombres armados, y todos comprendieron que
    traían al asesino.
    No bien dirigió Werther una mirada sobre el preso, se disiparon sus dudas.
    Sí, era él; era aquel criado tan enamorado de su ama, a quien pocos días antes había
    visto presa de negra melancolía y luchando contra una secreta desesperación.
    —¿Qué has hecho, desgraciado? —le preguntó al acercarse.
    El preso miró a Werther sin despegar sus labios luego dijo fríamente:
    —Ella no será de nadie, ni nadie será de ella







    48
    cont
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]


    _________________



    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]


    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]
    Maria Lua
    Maria Lua
    Administrador-Moderador
    Administrador-Moderador


    Cantidad de envíos : 79737
    Fecha de inscripción : 12/04/2009
    Localización : Nova Friburgo / RJ / Brasil

    Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832) - Página 6 Empty Re: Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832)

    Mensaje por Maria Lua Lun 06 Ene 2025, 18:22

    ***

    —Ella no será de nadie, ni nadie será de ella.
    Condujeron al asesino a presencia de su víctima y Werther se alejó
    precipitadamente. La extraña y violenta emoción que acababa de experimentar había
    trastornado su seso; se sintió arrancado de su melancólica apatía por el irresistible interés
    que le inspiraba aquel joven y por un deseo ardiente de salvarle. Comprendía tan bien la
    desesperación que le había impulsado al crimen; le encontraba tantas disculpas y se
    penetraba tan profundamente de la situación de aquel infortunado, que se creía capaz de
    hacer participar de sus sentimientos a todo el mundo.
    Ardía ya en deseos de defender a voz en grito al acusado, el discurso más elocuente
    pugnaba ya por brotar de sus labios. Corrió a casa del juez, ordenando mentalmente los
    apasionados argumentos con que pensaba inclinar su ánimo en favor del prisionero.
    Al entrar en el salón encontró a Alberto, cuya presencia le desconcertó por un
    instante; pero bien pronto se repuso, y dirigiéndose al juez, le manifestó su opinión sobre
    aquel trágico suceso, con la convicción de que se sentía animado.
    El juez movió varias veces la cabeza durante el relato y, aunque Werther hizo uso
    de toda la energía, todo el arte persuasivo que un hombre puede emplear en defensa de un
    semejante, el magistrado, como era lógico, no dio señales de sensibilidad ni vacilación. Sin
    dejar concluir a nuestro amigo, refutó con brío sus doctrinas y le censuró por mostrarse tan
    decididamente protector de un criminal. Le demostró que, con tal sistema, todas las leyes
    serian fáciles de eludir y la seguridad pública se vería comprometida constantemente.
    Añadió que, en un asunto de tal gravedad, no podía intervenir del modo que lo hacía sin
    incurrir en una gran responsabilidad, y que era preciso que el proceso siguiera su curso
    ordinario.
    Werther sin embargo, no se desanimó, y suplicó al juez que consintiese en hacer la
    vista gorda respecto a la evasión del prisionero; pero también sobre este punto fue
    inflexible el magistrado.
    Alberto, que hasta entonces había permanecido silencioso tomó parte en la
    discusión para apoyar lo dicho por el juez. Werther, en vista de esto, enmudeció y se alejó
    con el corazón traspasado de amargura mientras el juez repetía:
    —No, no; nada puede salvarle.
    No es difícil calcular la impresión que estas palabras hicieron en el ánimo de
    Werther, conociendo algunas frases escritas, sin duda, aquel mismo día que hemos
    encontrado entre sus papeles.
    “¡No es posible salvarte, desgraciado! No; bien veo que nada puede salvarnos.”
    Lo que Alberto había dicho del criminal en presencia del juez, causó a Werther
    extraordinaria extrañeza. Creyó descubrir en sus palabras una alusión a él y sus
    sentimientos, y, por más que algunas maduras reflexiones le hicieron comprender que
    aquellos dos hombres podían tener razón, se resistía a abandonar su proyecto y sus ideas.
    Entre sus papeles hemos encontrado otra nota que se refiere a esta circunstancia y
    expresa tal vez sus verdaderos sentimientos para Alberto:
    «¿De qué sirve decirme y repetirme: es bueno y honrado? ¡Ah! Cuando así se me
    desgarra el corazón, ¿puedo yo ser justo?»
    La tarde era apacible y el tiempo propendía al deshielo. Carlota y Alberto se
    volvieron a pie. De vez en cuando volvía ella la cabeza, como echando de menos la
    compañía de Werther. Alberto hizo recaer la conversación en su amigo y le censuró con
    justicia. Habló de su desgraciada pasión, y dijo que había debido alejarse por su propio
    interés.
    —Yo lo deseo también por nosotros —añadió—. Y te ruego, Carlota, que trates de
    dar otro giro a sus ideas y sus relaciones contigo, diciéndole que escasee sus visitas. La
    gente empieza ya a ocuparse de esto, y yo sé que somos objeto de juicios poco caritativos.
    Carlota guardó silencio, y Alberto creyó comprender el motivo de esta reserva.
    Desde aquel momento no volvió a hablar de Werther: si ella, por casualidad o
    intencionadamente, pronunciaba el nombre de su amigo, él mudaba o interrumpía la
    conversación. La vana tentativa de Werther para salvar al infeliz aldeano, fue como el
    último resplandor de una llama moribunda. Cayó en un abatimiento cada vez más profundo,
    y una desesperación mansa se apoderó de él cuando supo que quizá le llamarían para
    declarar contra el asesino, que procuraba defenderse negando su crimen. Todo lo que había
    sufrido hasta entonces en el transcurso de su vida activa, sus disgustos en casa del
    embajador, sus proyectos frustrados, todo, en fin, lo que le había herido o contrariado,
    acudía en tropel a su memoria y le agitaba terriblemente. Creyéndose condenado a la
    inacción por tan repetidas contrariedades, todo lo veía cerrado a su paso y se sentía incapaz
    de soportar la vida.
    Así, pues, encerrado perpetuamente en sí mismo, consagrado a la idea fija de una
    sola pasión, perdido en un laberinto sin salida por sus relaciones diarias con la mujer
    adorada cuyo reposo turbaba, agotando inútilmente sus fuerzas y debilitándose sin
    esperanza, se iba familiarizando cada vez más con el horrible proyecto que bien pronto
    debía realizar.
    Insertaremos aquí algunas cartas que dejó y que dan exacta idea de su turbación, de
    su delirio de sus crueles angustias, de sus luchas supremas y del desprecio que sentía por la
    vida:




    12 DE DICIEMBRE




    «Querido Guillermo: Me encuentro en un estado que debe parecerse al de los que
    antiguamente se creían poseídos del espíritu maligno. No es el pesar, no es tampoco un
    deseo ardiente, sino una rabia sorda y sin nombre lo que me desgarra el pecho, me anuda la
    garganta y me sofoca. Sufro, quisiera huir de mí mismo, y paso las noches vagando por los
    parajes desiertos y sombríos de que abunda esta estación enemiga.
    »Anoche salí. Sobrevino súbitamente el deshielo y supe que el río se había salido de
    madre, que todos los arroyos de Welhein corrían desbordados y que la inundación era
    completa en mi querido valle. Me dirigí a él cuando rayaba la medianoche, y presencié un
    espectáculo aterrador. Desde la cumbre de una roca vi a la claridad de la luna revolverse los
    torrentes por los campos, por las praderas y entre los vallados, devorándolo y
    sumergiéndolo todo; vi desaparecer el valle; vi en su lugar un mar rugiente y espumoso,
    azotado por el soplo de los huracanes. Después, profundas tinieblas; después la luna, que
    aparecía de nuevo para arrojar una siniestra claridad sobre aquel soberbio e imponente
    cuadro. Las olas rodaban con estrépito…, venían a estrellarse a mis pies violentamente…
    Un extraño temblor y una tentación inexplicable se apoderaron de mí. Me encontraba allí
    con los brazos extendidos hacia el abismo, acariciando la idea de arrojarme en él. Sí,
    arrojarme y sepultar conmigo en su fondo mis dolores y sufrimientos. Pero ¡ay qué
    desgraciado soy! No tuve fuerzas para concluir de una vez con mis males, mi hora no ha
    llegado todavía, lo conozco. ¡Ah, Guillermo! ¡Con qué placer hubiera dado esta pobre vida
    humana para confundirme con el huracán, rasgar con él los mares y agitar sus olas! ¡Ah!,
    ¿no alcanzaremos nunca esta dicha los que nos consumimos en nuestra prisión? ¡Qué
    tristeza se apoderó de mí cuando mis ojos se fijaron en el sitio donde había descansado con
    Carlota bajo un sauce después de un largo rato de paseo! También allí había llegado la
    inundación, y a duras penas pude distinguir la copa del sauce. Pensé entonces en la casa del
    juez en sus prados… El torrente debía de haber arrancado también nuestros pabellones y
    destruido nuestros lechos de césped. Un luminoso rayo del pasado brilló ante mi alma,
    como brilla en los sueños de un cautivo una ola de luz que le finge praderas ganado o
    grandezas de la vida. Yo estaba allí de pie… ¡Ah! ¿Es que me falta valor para morir? Yo
    debía… Y, sin embargo, heme aquí como una pobre vieja que recoge del suelo sus andrajos
    y va de puerta en puerta pidiendo pan para sostener y prolongar un instante más su
    miserable vida.»













    cont
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]


    _________________



    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]


    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]
    Maria Lua
    Maria Lua
    Administrador-Moderador
    Administrador-Moderador


    Cantidad de envíos : 79737
    Fecha de inscripción : 12/04/2009
    Localización : Nova Friburgo / RJ / Brasil

    Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832) - Página 6 Empty Re: Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832)

    Mensaje por Maria Lua Mar 07 Ene 2025, 09:55

    ***

    14 DE DICIEMBRE



    «¿Qué es esto, amigo mío? Estoy asustado de mí mismo. El amor que ella me
    inspira, ¿no es el más puro, el más santo y el más fraternal de los amores? ¿He abrigado
    nunca en lo más recóndito de mi alma un deseo culpable? ¡Ah!, no me atrevería a
    asegurarlo. ¡Si ahora mismo sueño! ¡Cuánta razón tienen los que dicen que somos juguetes
    de fuerzas misteriosas!
    »Anoche…, temo decirlo…, la tenía entre mis brazos, fuertemente estrechada
    contra mi corazón… Sus labios balbuceaban palabras de cariño, interrumpidas por un
    millón de besos, y mis ojos se embriagaban con la dicha que rebosaba de los suyos. ¿Soy
    culpable, Dios mío, por acordarme de tanta felicidad y porque deseo soñar otra vez lo
    mismo? ¡Carlota!, ¡Carlota!… Hace ocho días que mis sentidos se han turbado; ya no tengo
    fuerzas ni para pensar; mis ojos se llenan de lágrimas. No me hallo bien en ninguna parte,
    y, sin embargo, estoy bien en todas. No espero nada, nada deseo. ¿No es mejor que me
    ausente?»
    La resolución de abandonar este mundo había ido robusteciéndose y afirmándose en
    el ánimo de Werther. Desde su vuelta al lado de Carlota había considerado la muerte como
    el término de sus males y como recurso extremo de que siempre podría disponer. Pero se
    había propuesto no acudir a él de una manera brusca y violenta. No quería dar este último
    paso sino con mucha calma e impulsado por la más firme convicción. Sus incertidumbres,
    sus luchas se reflejan en algunas líneas que parecen ser el principio de una carta a su amigo.
    El papel no tiene ninguna fecha:
    «Su presencia…, su situación…, el interés que manifiesta por mi suerte, arrancan
    lágrimas de mi cerebro petrificado.
    »Levantar el vuelo y seguir adelante: esto es todo…
    »¿Por qué asustarse? ¿Por qué dudar? ¿Acaso porque se ignore lo que hay allá,
    porque no vuelve, o más bien porque es propio de nuestra naturaleza suponer que todo es
    confuso y tinieblas en lo desconocido?»
    Cada vez se acostumbraba más a estos funestos pensamientos, y llegaron a
    hacérsele en extremo familiares. Su proyecto fue, al fin, determinado de una manera
    irrevocable. La prueba se encuentra en la siguiente carta de doble sentido que escribió a su
    amigo:




    20 DE DICIEMBRE




    «Agradezco, querido Guillermo, que tu amistad haya comprendido tan bien lo que
    yo quería decir. Tienes razón; lo mejor que puedo hacer es ausentarme. Pero la invitación
    que me haces para que vuelva a vuestro lado no está muy en armonía con mi pensamiento.
    caminos que estarán en buen estado. Tu deseo de venir a buscarme me agrada mucho; pero
    te ruego me concedas un plazo de quince días, y que esperes a recibir otra carta mía en la
    que te comunique mis últimas noticias. Di a mi madre que ruegue a Dios por su hijo; dile
    también que le pido perdón por todos los pesares que le he causado. Sin duda, entraba en
    mi destino apesadumbrar a las personas a quienes hubiera querido hacer fe luces. Adiós, mi
    querido amigo; el cielo derrame sobre ti sus bendiciones.»
    No intentamos describir ahora lo que pasaba en el corazón de Carlota y los
    sentimientos que en él despertaban su esposo y su desgraciado amigo, por más que el
    conocimiento que tenemos de su carácter nos permite formar una idea aproximada.
    Toda mujer dotada de un alma noble se identificará con ella y comprenderá lo que
    ha debido sufrir. Indudablemente, estaba decidida a hacer cuanto de su parte dependiera
    para alejar a Werther. Si aún vacilaba, su vacilación era hija de afectuosa piedad: sabía bien
    cuánto había de costar a su amigo aquel paso supremo, porque conocía hasta dónde
    llegaban sus fuerzas. Y, sin embargo, no tardó en verse obligada a tomar una resolución. Su
    marido continuaba guardando silencio sobre el asunto, y ella hacía otro tanto; pero esto era
    un nuevo motivo para que demostrase con hechos que sus sentimientos encerraban la
    misma dignidad que los de Alberto.
    El día en que Werther escribió a su amigo la última carta que hemos copiado era el
    domingo anterior a la Navidad. Fue por la tarde a casa de Carlota y la encontró sola,
    entretenida en preparar algunos regalos que pensaba hacer a sus hermanos el día de
    Nochebuena. Con este motivo él habló de la alegría que iban a experimentar los niños
    cuando, abriéndose de pronto una puerta, viesen aparecer el árbol de la Navidad lleno de
    velitas, de dulces y de juguetes.
    —Vos también —dijo, ocultando con una sonrisa el embarazo que la presencia de
    Werther le causaba— tendréis vuestro aguinaldo si sois juicioso: una vela y alguna otra
    cosa.
    —¿A qué llamáis ser juicioso? —preguntó él—. ¿Cómo debo, cómo puedo yo ser,
    Carlota?
    —El jueves —repuso ella— es la víspera de la Navidad, y vendrán los niños con mi
    padre. Cada uno recibirá entonces su aguinaldo. Venid también ese día…, pero antes, no.
    Werther se quedó aterrado.
    —Os ruego —añadió Carlota— que lo hagáis así, y os lo ruego porque lo exige mi
    tranquilidad. Esto no puede continuar, Werther; no, no puede continuar.
    Él bajó los ojos y, paseándose por la habitación a grandes pasos, murmuraba entre
    dientes: “Esto no puede continuar.”
    Carlota, al ver el violento estado en que habían sumido sus palabras, trató por mil
    medios de distraerle de sus pensamientos; pero fue en vano.
    —No, Carlota —exclamó—, no volveré a veros.
    —¿Por qué, Werther? Podéis y hasta debéis venir a vernos, pero también debéis
    procurar ser más dueño de vos. ¡Ah! ¿Por qué habéis nacido con ese fuego indomable y esa
    apasionada violencia que mostráis en vuestras afecciones? Os suplico —añadió cogiéndole
    la mano— que procuréis dominaros. Vuestro talento, vuestras relaciones, vuestra
    instrucción os tienen reservados muchos goces. Sed hombre… y triunfaréis de esa fatal
    inclinación que os arrastra hacia una mujer que todo lo que puede hacer por vos es
    compadeceros.
    Werther rechinó los dientes y la miró con aire sombrío. Carlota, mientras tanto,
    retenía entre sus manos la de su amigo.
    —Tened calma —le dijo—. ¿No comprendéis que corréis voluntariamente a vuestra
    ruina? ¿Por qué he de ser yo, precisamente yo…, que pertenezco a otro hombre?… ¡Ah!,
    temo que la imposibilidad de obtener mi amor es lo que exalta vuestra pasión.
    Werther retiró su mano y miró a Carlota con disgusto.
    —Está bien —asintió—; sin duda esa observación se le ha ocurrido a Alberto. Es
    profunda…, ¡muy profunda!…
    —Cualquiera puede hacerla —repuso ella—. ¿No habrá en todo el mundo una joven
    capaz de satisfacer los deseos de vuestro corazón? Buscadla; yo os respondo de que la
    encontraréis. Hace bastante tiempo que deploro, por vos y por nosotros, el aislamiento en
    que os habéis condenado. Vamos, haced un pequeño esfuerzo; un viaje puede distraeros; si
    buscáis bien, encontraréis algún objeto digno de vuestro cariño, y entonces podéis volver
    para que disfrutemos todos de esa tranquilidad que da una amistad sincera.
    —Podrían imprimirse vuestras palabras —dijo Werther sonriendo con amargura—
    y recomendarlas a todos los que se dedican a la enseñanza. ¡Ah, querida Carlota!,
    concededme un corto plazo, y todo se arreglará.
    —Concedido; pero no volváis hasta la víspera de la Nochebuena.
    Werther iba a responder cuando entró Alberto. Se saludaron en tono seco y
    desabrido, y ambos se pusieron a pasear, uno al lado del otro, visiblemente azorados.
    Werther habló de cosas insignificantes que dejaba a medio decir; Alberto, después de hacer
    otro tanto, preguntó a su mujer por algunos encargos que le tenía encomendados.
    Al saber que no habían sido terminados, le dirigió algunas frases que Werther
    encontró no sólo frías sino duras. Éste quiso marcharse, y le faltaron las fuerzas.
    Permaneció allí hasta las ocho, aumentándose su mal humor, cuando vio que ponían la
    mesa, tomó su bastón y su sombrero. Alberto le invitó a quedarse; pero él consideró la
    invitación como un acto de obligada cortesía, y se retiró dando fríamente las gracias.
    Cuando volvió a su casa tomó la luz de mano de su criado, que quería alumbrarle, y subió
    solo a su habitación. Una vez en ella, se puso a recorrerla a grandes pasos, sollozando y
    hablando solo, pero en voz alta y con calor; acabó por arrojarse vestido sobre el lecho,
    donde el criado le halló tendido a las once, cuando entró a preguntarle si quería que le
    quitase las botas. Werther consintió que lo hiciera, prohibiéndole al mismo tiempo que
    entrara en su cuarto al día siguiente antes de que él le llamase.
    El lunes 21 de diciembre, por la mañana, escribió a Carlota la siguiente carta, que se
    encontró cerrada sobre su mesa y fue remitida a la persona a quien se dirigía. La insertamos
    aquí por fragmentos, como parece que él la escribió:









    52

    cont
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]


    _________________



    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]


    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]
    Maria Lua
    Maria Lua
    Administrador-Moderador
    Administrador-Moderador


    Cantidad de envíos : 79737
    Fecha de inscripción : 12/04/2009
    Localización : Nova Friburgo / RJ / Brasil

    Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832) - Página 6 Empty Re: Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832)

    Mensaje por Maria Lua Miér 08 Ene 2025, 13:26

    ***



    EL EDITOR AL LECTOR




    ¡CUÁNTO hubiera deseado tener, respecto a los últimos días de nuestro
    desgraciado amigo, suficientes pormenores escritos de su propia mano, para no verme en la
    necesidad de intercalar relatos en la continuación de las cartas que él nos ha dejado!
    He puesto empeño en recoger los más exactos detalles de las personas que debían
    estar mejor informadas, y estos detalles tienen todos un carácter uniforme. Las narraciones
    convienen hasta en las menores circunstancias. Únicamente en la manera de juzgar los
    sentimientos de los personajes difieren algo tanto los pareceres.
    Sólo nos resta, pues, referir con fidelidad lo que nuestras averiguaciones nos han
    hecho conocer, añadiendo a esto las cartas o fragmentos de cartas que ha dejado aquel que
    ya no existe.
    No se debe despreciar el menor documento auténtico, teniendo en cuenta lo difícil
    que es profundizar y conocer los verdaderos motivos, los móviles secretos de una acción,
    por insignificante que sea, cuando emana de un individuo que sale de la esfera vulgar.
    El desaliento y el pesar habían echado profundas raíces en el alma de Werther, y
    poco a poco habían ido apoderándose de todo su ser. La armonía de sus facultades se había
    destruido por completo. El ciego y febril arrebato que las trastornaba causó en él los más
    fuertes estragos, concluyendo por sumirse en un triste abatimiento, más penoso aún de
    soportar que los males con que había luchado hasta entonces.
    Las angustias de su corazón agotaron las fuerzas que le quedaban. Su viveza y su
    sagacidad se extinguieron. Cada vez se mostraba más sombrío e insociable, y, a medida que
    iba siendo más desgraciado, se volvía más injusto. Así, al menos, lo aseguran los amigos de
    Alberto, los cuales dicen que Werther no había sabido apreciar a aquel hombre de corazón
    recto que, gozando al fin de una dicha largo tiempo deseada, sólo pensaba en afianzar el
    porvenir de su felicidad. ¿Cómo había de comprender semejante anhelo quien disipaba y
    entregaba al azar los tesoros de su alma, sin reservarse para lo sucesivo más que
    privaciones y sufrimientos?
    Afirman también que Alberto no había podido cambiar en tan poco tiempo, que era
    siempre el mismo hombre tan ponderado y estimado por Werther cuando empezaron a
    conocerse. Amaba a Carlota sobre todo en el mundo, estaba orgulloso de ella, y deseaba
    verla admirada por cuantos se le acercaban como la más perfecta criatura. ¿Podía
    vituperársele porque tratara de alejar de ella la sombra de una sospecha o porque rehusara
    ceder en lo más mínimo la posesión de tan preciado bien? Confiesan, ciertamente, que
    Alberto abandonaba con frecuencia la habitación de su mujer cuando Werther se presentaba
    en ella; pero no era, según dicen, ni por odio ni por indiferencia hacia su amigo, sino
    únicamente porque había notado el pesar secreto que su presencia ocasionaba a Werther.
    Un día, hallándose enfermo el padre de Carlota y habiendo tenido necesidad de
    guardar cama, mandó el coche en busca de su hija. Era una hermosa mañana de invierno.
    Las primeras nieves habían caído en abundancia y el campo estaba cubierto de blanca
    alfombra.
    Werther se puso en camino al día siguiente para ir a reunirse con Carlota y
    acompañarla a su casa si Alberto no iba por ella.
    El aire fresco y puro de la mañana hizo poca impresión en su ánimo. Un peso
    enorme oprimía su pecho; su espíritu se hallaba atormentado por las más tristes imágenes, y
    de sus ideas le hacía vagar entre crueles reflexiones. Como vivía en un perpetuo hastío de sí
    mismo, la situación de los demás le parecía tan violenta y agitada como la suya. Se
    imaginaba haber turbado la buena armonía de Alberto y Carlota, y se dirigía con este
    motivo los más severos reproches, mezclados de sorda indignación contra el marido.
    Durante el camino sus pensamientos tomaron este rumbo: “¡Ah! —se decía apretando los
    dientes con furor—, ya está rota esa unión tan íntima, tan cordial, tan espontánea. ¿Qué ha
    sido de aquel tierno interés, de aquella confianza tranquila que parecía inalterable? Hoy ya
    no es sino hastío e indiferencia. El menor asunto interesa a ese hombre más que su mujer,
    ¡una mujer tan adorable! Pero ¿sabe él acaso apreciarla? ¿Sospecha ni remotamente lo que
    vale? ¡Y ella le pertenece, es suya!… ¡Oh!, bien lo sé. Debía haberme acostumbrado ya a
    esta idea, y, sin embargo, me desespera y acabará por matarme. Y la amistad que Alberto
    me había prometido, ¿qué se ha hecho de ella? ¿No ve en mi adhesión a Carlota un ataque a
    sus derechos y en mis atenciones y cuidados, una embozada censura? Lo conozco y lo
    siento; me ve con disgusto; quisiera tenerme muy lejos de aquí: mi presencia es un peso
    para él.”
    Razonando así, tan pronto aceleraba su marcha como la detenía. Algunas veces
    parecía querer volverse atrás; pero de nuevo emprendía el camino, sumido siempre en
    sombrías reflexiones que sólo se adivinaban por algunas palabras entrecortadas que salían
    de sus labios. De este modo llegó a la casa sin darse apenas cuenta de ello. Entró
    preguntando por el juez y por Carlota, y encontró a toda la gente en conmoción. El mayor
    de los hermanos de Carlota le hizo saber que había sucedido una desgracia en Wahlheim:
    un aldeano había sido asesinado. Esta noticia no hizo en él mayor impresión, y se dirigió a
    la sala inmediata, donde halló a Carlota esforzándose por retener a su padre, quien enfermo
    y todo como estaba, quería marchar en seguida al lugar del crimen, para instruir las
    primeras diligencias sobre aquel crimen, cuyo autor era aún desconocido. Se había
    encontrado el cadáver por la mañana muy temprano delante de la puerta de un cortijo y las
    sospechas recaían ya en alguno. La víctima había estado al servicio de una viuda, que poco
    antes despidió a otro criado con motivo de un grave disgusto.
    Cuando Werther supo estas circunstancias, se levantó de repente exclamando:
    —¿Es posible? Se impone que vaya yo sin perder un momento.
    Se dirigió a Walheim, convencido, luego que reunió todos sus recuerdos, de que el
    autor del crimen era aquel joven a quien él había hablado tantas veces y que le había
    inspirado grandes simpatías. Como era indispensable pasar por los tilos para llegar al figón
    donde habían depositado el cadáver, no pudo menos de experimentar cierta turbación a la
    vista de aquellos lugares que en otro tiempo le fueron tan queridos. El umbral de la puerta
    donde los chicos acudían a jugar frecuentemente estaba lleno de sangre. Así el amor y la
    fidelidad, sentimientos los más bellos del hombre, habían degenerado en violencia y
    asesinato. Parecía que para armonizar con este pensamiento, los corpulentos árboles,
    despojados de follaje, se habían cubierto de escarcha; el seto vivo que rodeaba las tapias del
    cementerio había perdido su hermoso color verde y dejaba ver, a través de anchos portillos,
    las piedras de los sepulcros llenas de nieve.
    Al aparecer Werther en el figón, adonde había acudido todo el pueblo, se dejó oír un
    grave murmullo.
    A lo lejos se distinguía un pelotón de hombres armados, y todos comprendieron que
    traían al asesino.
    No bien dirigió Werther una mirada sobre el preso, se disiparon sus dudas.
    Sí, era él; era aquel criado tan enamorado de su ama, a quien pocos días antes había
    visto presa de negra melancolía y luchando contra una secreta desesperación.
    —¿Qué has hecho, desgraciado? —le preguntó al acercarse.
    El preso miró a Werther sin despegar sus labios luego dijo fríamente:
    —Ella no será de nadie, ni nadie será de ella.







    cont
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]


    _________________



    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]


    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]
    Maria Lua
    Maria Lua
    Administrador-Moderador
    Administrador-Moderador


    Cantidad de envíos : 79737
    Fecha de inscripción : 12/04/2009
    Localización : Nova Friburgo / RJ / Brasil

    Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832) - Página 6 Empty Re: Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832)

    Mensaje por Maria Lua Miér 08 Ene 2025, 13:28

    ***
    Condujeron al asesino a presencia de su víctima y Werther se alejó
    precipitadamente. La extraña y violenta emoción que acababa de experimentar había
    trastornado su seso; se sintió arrancado de su melancólica apatía por el irresistible interés
    que le inspiraba aquel joven y por un deseo ardiente de salvarle. Comprendía tan bien la
    desesperación que le había impulsado al crimen; le encontraba tantas disculpas y se
    penetraba tan profundamente de la situación de aquel infortunado, que se creía capaz de
    hacer participar de sus sentimientos a todo el mundo.
    Ardía ya en deseos de defender a voz en grito al acusado, el discurso más elocuente
    pugnaba ya por brotar de sus labios. Corrió a casa del juez, ordenando mentalmente los
    apasionados argumentos con que pensaba inclinar su ánimo en favor del prisionero.
    Al entrar en el salón encontró a Alberto, cuya presencia le desconcertó por un
    instante; pero bien pronto se repuso, y dirigiéndose al juez, le manifestó su opinión sobre
    aquel trágico suceso, con la convicción de que se sentía animado.
    El juez movió varias veces la cabeza durante el relato y, aunque Werther hizo uso
    de toda la energía, todo el arte persuasivo que un hombre puede emplear en defensa de un
    semejante, el magistrado, como era lógico, no dio señales de sensibilidad ni vacilación. Sin
    dejar concluir a nuestro amigo, refutó con brío sus doctrinas y le censuró por mostrarse tan
    decididamente protector de un criminal. Le demostró que, con tal sistema, todas las leyes
    serian fáciles de eludir y la seguridad pública se vería comprometida constantemente.
    Añadió que, en un asunto de tal gravedad, no podía intervenir del modo que lo hacía sin
    incurrir en una gran responsabilidad, y que era preciso que el proceso siguiera su curso
    ordinario.
    Werther sin embargo, no se desanimó, y suplicó al juez que consintiese en hacer la
    vista gorda respecto a la evasión del prisionero; pero también sobre este punto fue
    inflexible el magistrado.
    Alberto, que hasta entonces había permanecido silencioso tomó parte en la
    discusión para apoyar lo dicho por el juez. Werther, en vista de esto, enmudeció y se alejó
    con el corazón traspasado de amargura mientras el juez repetía:
    —No, no; nada puede salvarle.
    No es difícil calcular la impresión que estas palabras hicieron en el ánimo de
    Werther, conociendo algunas frases escritas, sin duda, aquel mismo día que hemos
    encontrado entre sus papeles.
    “¡No es posible salvarte, desgraciado! No; bien veo que nada puede salvarnos.”
    Lo que Alberto había dicho del criminal en presencia del juez, causó a Werther
    extraordinaria extrañeza. Creyó descubrir en sus palabras una alusión a él y sus
    sentimientos, y, por más que algunas maduras reflexiones le hicieron comprender que
    aquellos dos hombres podían tener razón, se resistía a abandonar su proyecto y sus ideas.
    Entre sus papeles hemos encontrado otra nota que se refiere a esta circunstancia y
    expresa tal vez sus verdaderos sentimientos para Alberto:
    «¿De qué sirve decirme y repetirme: es bueno y honrado? ¡Ah! Cuando así se me
    desgarra el corazón, ¿puedo yo ser justo?»
    La tarde era apacible y el tiempo propendía al deshielo. Carlota y Alberto se
    volvieron a pie. De vez en cuando volvía ella la cabeza, como echando de menos la
    50
    compañía de Werther. Alberto hizo recaer la conversación en su amigo y le censuró con
    justicia. Habló de su desgraciada pasión, y dijo que había debido alejarse por su propio
    interés.
    —Yo lo deseo también por nosotros —añadió—. Y te ruego, Carlota, que trates de
    dar otro giro a sus ideas y sus relaciones contigo, diciéndole que escasee sus visitas. La
    gente empieza ya a ocuparse de esto, y yo sé que somos objeto de juicios poco caritativos.
    Carlota guardó silencio, y Alberto creyó comprender el motivo de esta reserva.
    Desde aquel momento no volvió a hablar de Werther: si ella, por casualidad o
    intencionadamente, pronunciaba el nombre de su amigo, él mudaba o interrumpía la
    conversación. La vana tentativa de Werther para salvar al infeliz aldeano, fue como el
    último resplandor de una llama moribunda. Cayó en un abatimiento cada vez más profundo,
    y una desesperación mansa se apoderó de él cuando supo que quizá le llamarían para
    declarar contra el asesino, que procuraba defenderse negando su crimen. Todo lo que había
    sufrido hasta entonces en el transcurso de su vida activa, sus disgustos en casa del
    embajador, sus proyectos frustrados, todo, en fin, lo que le había herido o contrariado,
    acudía en tropel a su memoria y le agitaba terriblemente. Creyéndose condenado a la
    inacción por tan repetidas contrariedades, todo lo veía cerrado a su paso y se sentía incapaz
    de soportar la vida.
    Así, pues, encerrado perpetuamente en sí mismo, consagrado a la idea fija de una
    sola pasión, perdido en un laberinto sin salida por sus relaciones diarias con la mujer
    adorada cuyo reposo turbaba, agotando inútilmente sus fuerzas y debilitándose sin
    esperanza, se iba familiarizando cada vez más con el horrible proyecto que bien pronto
    debía realizar.
    Insertaremos aquí algunas cartas que dejó y que dan exacta idea de su turbación, de
    su delirio de sus crueles angustias, de sus luchas supremas y del desprecio que sentía por la
    vida:



    12 DE DICIEMBRE





    «Querido Guillermo: Me encuentro en un estado que debe parecerse al de los que
    antiguamente se creían poseídos del espíritu maligno. No es el pesar, no es tampoco un
    deseo ardiente, sino una rabia sorda y sin nombre lo que me desgarra el pecho, me anuda la
    garganta y me sofoca. Sufro, quisiera huir de mí mismo, y paso las noches vagando por los
    parajes desiertos y sombríos de que abunda esta estación enemiga.
    »Anoche salí. Sobrevino súbitamente el deshielo y supe que el río se había salido de
    madre, que todos los arroyos de Welhein corrían desbordados y que la inundación era
    completa en mi querido valle. Me dirigí a él cuando rayaba la medianoche, y presencié un
    espectáculo aterrador. Desde la cumbre de una roca vi a la claridad de la luna revolverse los
    torrentes por los campos, por las praderas y entre los vallados, devorándolo y
    sumergiéndolo todo; vi desaparecer el valle; vi en su lugar un mar rugiente y espumoso,
    azotado por el soplo de los huracanes. Después, profundas tinieblas; después la luna, que
    aparecía de nuevo para arrojar una siniestra claridad sobre aquel soberbio e imponente
    cuadro. Las olas rodaban con estrépito…, venían a estrellarse a mis pies violentamente…
    Un extraño temblor y una tentación inexplicable se apoderaron de mí. Me encontraba allí
    con los brazos extendidos hacia el abismo, acariciando la idea de arrojarme en él. Sí,
    arrojarme y sepultar conmigo en su fondo mis dolores y sufrimientos. Pero ¡ay qué
    desgraciado soy! No tuve fuerzas para concluir de una vez con mis males, mi hora no ha
    llegado todavía, lo conozco. ¡Ah, Guillermo! ¡Con qué placer hubiera dado esta pobre vida
    humana para confundirme con el huracán, rasgar con él los mares y agitar sus olas! ¡Ah!,
    ¿no alcanzaremos nunca esta dicha los que nos consumimos en nuestra prisión? ¡Qué
    tristeza se apoderó de mí cuando mis ojos se fijaron en el sitio donde había descansado con
    Carlota bajo un sauce después de un largo rato de paseo! También allí había llegado la
    inundación, y a duras penas pude distinguir la copa del sauce. Pensé entonces en la casa del
    juez en sus prados… El torrente debía de haber arrancado también nuestros pabellones y
    destruido nuestros lechos de césped. Un luminoso rayo del pasado brilló ante mi alma,
    como brilla en los sueños de un cautivo una ola de luz que le finge praderas ganado o
    grandezas de la vida. Yo estaba allí de pie… ¡Ah! ¿Es que me falta valor para morir? Yo
    debía… Y, sin embargo, heme aquí como una pobre vieja que recoge del suelo sus andrajos
    y va de puerta en puerta pidiendo pan para sostener y prolongar un instante más su
    miserable vida.»




    50
    cont
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]


    _________________



    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]


    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]
    Maria Lua
    Maria Lua
    Administrador-Moderador
    Administrador-Moderador


    Cantidad de envíos : 79737
    Fecha de inscripción : 12/04/2009
    Localización : Nova Friburgo / RJ / Brasil

    Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832) - Página 6 Empty Re: Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832)

    Mensaje por Maria Lua Sáb 11 Ene 2025, 19:59

    ***

    14 DE DICIEMBRE




    «¿Qué es esto, amigo mío? Estoy asustado de mí mismo. El amor que ella me
    inspira, ¿no es el más puro, el más santo y el más fraternal de los amores? ¿He abrigado
    nunca en lo más recóndito de mi alma un deseo culpable? ¡Ah!, no me atrevería a
    asegurarlo. ¡Si ahora mismo sueño! ¡Cuánta razón tienen los que dicen que somos juguetes
    de fuerzas misteriosas!
    »Anoche…, temo decirlo…, la tenía entre mis brazos, fuertemente estrechada
    contra mi corazón… Sus labios balbuceaban palabras de cariño, interrumpidas por un
    millón de besos, y mis ojos se embriagaban con la dicha que rebosaba de los suyos. ¿Soy
    culpable, Dios mío, por acordarme de tanta felicidad y porque deseo soñar otra vez lo
    mismo? ¡Carlota!, ¡Carlota!… Hace ocho días que mis sentidos se han turbado; ya no tengo
    fuerzas ni para pensar; mis ojos se llenan de lágrimas. No me hallo bien en ninguna parte,
    y, sin embargo, estoy bien en todas. No espero nada, nada deseo. ¿No es mejor que me
    ausente?»
    La resolución de abandonar este mundo había ido robusteciéndose y afirmándose en
    el ánimo de Werther. Desde su vuelta al lado de Carlota había considerado la muerte como
    el término de sus males y como recurso extremo de que siempre podría disponer. Pero se
    había propuesto no acudir a él de una manera brusca y violenta. No quería dar este último
    paso sino con mucha calma e impulsado por la más firme convicción. Sus incertidumbres,
    sus luchas se reflejan en algunas líneas que parecen ser el principio de una carta a su amigo.
    El papel no tiene ninguna fecha:
    «Su presencia…, su situación…, el interés que manifiesta por mi suerte, arrancan
    lágrimas de mi cerebro petrificado.
    »Levantar el vuelo y seguir adelante: esto es todo…
    »¿Por qué asustarse? ¿Por qué dudar? ¿Acaso porque se ignore lo que hay allá,
    porque no vuelve, o más bien porque es propio de nuestra naturaleza suponer que todo es
    confuso y tinieblas en lo desconocido?»
    Cada vez se acostumbraba más a estos funestos pensamientos, y llegaron a
    hacérsele en extremo familiares. Su proyecto fue, al fin, determinado de una manera
    irrevocable. La prueba se encuentra en la siguiente carta de doble sentido que escribió a su
    amigo:




    20 DE DICIEMBRE





    «Agradezco, querido Guillermo, que tu amistad haya comprendido tan bien lo que
    yo quería decir. Tienes razón; lo mejor que puedo hacer es ausentarme. Pero la invitación
    que me haces para que vuelva a vuestro lado no está muy en armonía con mi pensamiento.
    Antes haré una corta excursión, a la que convidan el frío continuado que es de esperar y los
    caminos que estarán en buen estado. Tu deseo de venir a buscarme me agrada mucho; pero
    te ruego me concedas un plazo de quince días, y que esperes a recibir otra carta mía en la
    que te comunique mis últimas noticias. Di a mi madre que ruegue a Dios por su hijo; dile
    también que le pido perdón por todos los pesares que le he causado. Sin duda, entraba en
    mi destino apesadumbrar a las personas a quienes hubiera querido hacer fe luces. Adiós, mi
    querido amigo; el cielo derrame sobre ti sus bendiciones.»
    No intentamos describir ahora lo que pasaba en el corazón de Carlota y los
    sentimientos que en él despertaban su esposo y su desgraciado amigo, por más que el
    conocimiento que tenemos de su carácter nos permite formar una idea aproximada.
    Toda mujer dotada de un alma noble se identificará con ella y comprenderá lo que
    ha debido sufrir. Indudablemente, estaba decidida a hacer cuanto de su parte dependiera
    para alejar a Werther. Si aún vacilaba, su vacilación era hija de afectuosa piedad: sabía bien
    cuánto había de costar a su amigo aquel paso supremo, porque conocía hasta dónde
    llegaban sus fuerzas. Y, sin embargo, no tardó en verse obligada a tomar una resolución. Su
    marido continuaba guardando silencio sobre el asunto, y ella hacía otro tanto; pero esto era
    un nuevo motivo para que demostrase con hechos que sus sentimientos encerraban la
    misma dignidad que los de Alberto.
    El día en que Werther escribió a su amigo la última carta que hemos copiado era el
    domingo anterior a la Navidad. Fue por la tarde a casa de Carlota y la encontró sola,
    entretenida en preparar algunos regalos que pensaba hacer a sus hermanos el día de
    Nochebuena. Con este motivo él habló de la alegría que iban a experimentar los niños
    cuando, abriéndose de pronto una puerta, viesen aparecer el árbol de la Navidad lleno de
    velitas, de dulces y de juguetes.
    —Vos también —dijo, ocultando con una sonrisa el embarazo que la presencia de
    Werther le causaba— tendréis vuestro aguinaldo si sois juicioso: una vela y alguna otra
    cosa.
    —¿A qué llamáis ser juicioso? —preguntó él—. ¿Cómo debo, cómo puedo yo ser,
    Carlota?
    —El jueves —repuso ella— es la víspera de la Navidad, y vendrán los niños con mi
    padre. Cada uno recibirá entonces su aguinaldo. Venid también ese día…, pero antes, no.
    Werther se quedó aterrado.
    —Os ruego —añadió Carlota— que lo hagáis así, y os lo ruego porque lo exige mi
    tranquilidad. Esto no puede continuar, Werther; no, no puede continuar.
    Él bajó los ojos y, paseándose por la habitación a grandes pasos, murmuraba entre
    dientes: “Esto no puede continuar.”
    Carlota, al ver el violento estado en que habían sumido sus palabras, trató por mil
    medios de distraerle de sus pensamientos; pero fue en vano.
    —No, Carlota —exclamó—, no volveré a veros.
    —¿Por qué, Werther? Podéis y hasta debéis venir a vernos, pero también debéis
    procurar ser más dueño de vos. ¡Ah! ¿Por qué habéis nacido con ese fuego indomable y esa
    apasionada violencia que mostráis en vuestras afecciones? Os suplico —añadió cogiéndole
    la mano— que procuréis dominaros. Vuestro talento, vuestras relaciones, vuestra
    instrucción os tienen reservados muchos goces. Sed hombre… y triunfaréis de esa fatal
    inclinación que os arrastra hacia una mujer que todo lo que puede hacer por vos es
    compadeceros.
    Werther rechinó los dientes y la miró con aire sombrío. Carlota, mientras tanto,
    retenía entre sus manos la de su amigo.
    53
    —Tened calma —le dijo—. ¿No comprendéis que corréis voluntariamente a vuestra
    ruina? ¿Por qué he de ser yo, precisamente yo…, que pertenezco a otro hombre?… ¡Ah!,
    temo que la imposibilidad de obtener mi amor es lo que exalta vuestra pasión.
    Werther retiró su mano y miró a Carlota con disgusto.
    —Está bien —asintió—; sin duda esa observación se le ha ocurrido a Alberto. Es
    profunda…, ¡muy profunda!…
    —Cualquiera puede hacerla —repuso ella—. ¿No habrá en todo el mundo una joven
    capaz de satisfacer los deseos de vuestro corazón? Buscadla; yo os respondo de que la
    encontraréis. Hace bastante tiempo que deploro, por vos y por nosotros, el aislamiento en
    que os habéis condenado. Vamos, haced un pequeño esfuerzo; un viaje puede distraeros; si
    buscáis bien, encontraréis algún objeto digno de vuestro cariño, y entonces podéis volver
    para que disfrutemos todos de esa tranquilidad que da una amistad sincera.
    —Podrían imprimirse vuestras palabras —dijo Werther sonriendo con amargura—
    y recomendarlas a todos los que se dedican a la enseñanza. ¡Ah, querida Carlota!,
    concededme un corto plazo, y todo se arreglará.
    —Concedido; pero no volváis hasta la víspera de la Nochebuena.
    Werther iba a responder cuando entró Alberto. Se saludaron en tono seco y
    desabrido, y ambos se pusieron a pasear, uno al lado del otro, visiblemente azorados.
    Werther habló de cosas insignificantes que dejaba a medio decir; Alberto, después de hacer
    otro tanto, preguntó a su mujer por algunos encargos que le tenía encomendados.
    Al saber que no habían sido terminados, le dirigió algunas frases que Werther
    encontró no sólo frías sino duras. Éste quiso marcharse, y le faltaron las fuerzas.
    Permaneció allí hasta las ocho, aumentándose su mal humor, cuando vio que ponían la
    mesa, tomó su bastón y su sombrero. Alberto le invitó a quedarse; pero él consideró la
    invitación como un acto de obligada cortesía, y se retiró dando fríamente las gracias.
    Cuando volvió a su casa tomó la luz de mano de su criado, que quería alumbrarle, y subió
    solo a su habitación. Una vez en ella, se puso a recorrerla a grandes pasos, sollozando y
    hablando solo, pero en voz alta y con calor; acabó por arrojarse vestido sobre el lecho,
    donde el criado le halló tendido a las once, cuando entró a preguntarle si quería que le
    quitase las botas. Werther consintió que lo hiciera, prohibiéndole al mismo tiempo que
    entrara en su cuarto al día siguiente antes de que él le llamase El lunes 21 de diciembre, por la mañana, escribió a Carlota la siguiente carta, que se
    encontró cerrada sobre su mesa y fue remitida a la persona a quien se dirigía. La insertamos
    aquí por fragmentos, como parece que él la escribió:
    «Es cosa resuelta, Carlota: quiero morir y te lo participo sin ninguna exaltación
    romántica, con la cabeza tranquila, el mismo día en que te veré por última vez.
    »Cuando leas estas líneas, mi adorada Carlota yacerán en la tumba los despojos del
    desgraciado que en los últimos instantes de su vida no encuentra placer más dulce que el
    placer de pensar en ti. He pasado una noche terrible: con todo, ha sido benéfica, porque ha
    fijado mi resolución. ¡Quiero morir!
    »Al separarme ayer de tu lado, un frío inexplicable se apoderó de todo mi ser;
    refluía mi sangre al corazón, y respirando con angustiosa dificultad pensaba en mi vida, que
    se consume cerca de ti, sin alegría, sin esperanza. ¡Ah!, estaba helado de espanto.
    »Apenas pude llegar a mi alcoba, donde caí de rodillas, completamente loco. ¡Oh
    Dios mío!, tú me concediste por última vez el consuelo de llorar. Pero ¡qué lágrimas tan
    amargas! Mil ideas, mil proyectos agitaron tumultuosamente mi espíritu, fundiéndose al fin
    todos en uno solo, pero firme, inquebrantable: ¡morir! Con esta resolución me acosté, con
    esta resolución, inquebrantable y firme como ayer, he despertado: ¡quiero morir! No es
    desesperación, es convencimiento: mi carrera está concluida, y me sacrifico por ti. Sí,
    Carlota, ¿por qué te lo he de ocultar? Es preciso que uno de los tres muera, y quiero ser yo.
    ¡Oh vida de mi vida! Más de una vez en mi alma desgarrada ha penetrado un horrible
    pensamiento: matar a tu marido…, a ti…, a mí. Sea yo, yo solo; así será.
    »Cuando al anochecer de algún hermoso día de verano subas a la montaña, piensa
    en mí y acuérdate de que he recorrido muchas veces el valle; mira luego hacia el
    cementerio, y a los últimos rayos del sol poniente vean tus ojos cómo el viento azota la
    hierba de mi sepultura. Estaba tranquilo al comenzar esta carta, y ahora lloro como un niño.
    ¡Tanto martirizan estas ideas mi pobre corazón!»



    53
    cont
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]


    _________________



    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]


    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]
    Maria Lua
    Maria Lua
    Administrador-Moderador
    Administrador-Moderador


    Cantidad de envíos : 79737
    Fecha de inscripción : 12/04/2009
    Localización : Nova Friburgo / RJ / Brasil

    Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832) - Página 6 Empty Re: Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832)

    Mensaje por Maria Lua Mar 14 Ene 2025, 13:43

    ***
    Werther llamó a su criado cerca de las diez. Mientras le vestía, le dijo que iba a
    hacer un viaje de algunos días, y que era preciso, por tanto, sacar la ropa y preparar las
    maletas; le mandó, además, arreglar las cuentas, recoger muchos libros que había prestado
    y dar a algunos pobres, a quienes socorría una vez por semana, el importe anticipado de la
    limosna de dos meses.
    Se hizo servir el almuerzo en su cuarto, y después de haber comido, se dirigió a la
    casa del juez, a quien no encontró. Se paseó por el jardín con aire pensativo que parecía
    indicar el deseo de fundir en una sola todas las ideas capaces de avivar sus amarguras. Los
    niños del juez no le dejaron solo mucho tiempo: salieron a su encuentro saltando de alegría
    y le dijeron que cuando llegase mañana y pasado mañana, y el día siguiente, Carlota les
    daría los aguinaldos: sobre esto le contaron todas las maravillas que les prometía su
    imaginación. “¡Mañana —exclamó Werther—, y pasado mañana…, y después otro día!”
    Los abrazó cariñosamente, se disponía a abandonarlos, cuando el más pequeño dio
    señales de querer decir algo al oído. El secreto se redujo a participarle que sus hermanos
    mayores habían escrito felicitaciones para el año nuevo: una para el papá, otra para Alberto
    y Carlota, y otra para Werther. Todas las entregarían por la mañana temprano el primer día
    del año. Estas palabras le enternecieron: hizo algunos regalos a todos y tras de encargarles
    que saludaran a su papá, montó a caballo y se marchó llorando.
    A las cinco volvió a su casa; recomendó a la criada que cuidase de la lumbre hasta
    la noche, y encargó al criado que empaquetase los libros y la ropa blanca y metiese en la
    maleta los trajes.
    Parece probable que después de esto debió de ser cuando escribió el siguiente
    párrafo de su última carta de Carlota:
    «Tú no me esperas; tú crees que voy a obedecerte y a no volver a tu casa hasta la
    víspera de la Navidad… ¡Oh Carlota!…, hoy o nunca. El día de la Nochebuena tendrás este
    papel en tus manos trémulas y lo humedecerás con tus preciosas lágrimas. Lo quiero…, es
    preciso. ¡Oh, qué contento estoy de mi resolución!»
    Entre tanto, Carlota se encontraba en una situación de ánimo bien extraña. En su
    última entrevista con Werther había comprendido cuán difícil le sería decidirle a que se
    alejara, y había adivinado mejor que nunca los tormentos que el infeliz iba a sufrir separado
    de ella.
    Habiendo participado a su marido, como incidentalmente, que Werther no volvería
    hasta la víspera de la Navidad. Alberto se marchó a ver al juez de un distrito inmediato para
    ventilar un asunto que debía retenerle hasta el siguiente día.
    Carlota estaba sola, ninguna de sus hermanas se encontraba a su lado.
    Aprovechando esta circunstancia, se abandonó a sus ideas y dejó vagar su espíritu entre los
    afectos de su pasado y su presente.
    Se contemplaba unida a un hombre cuyo amor y fidelidad le eran bien conocidos y a
    quien amaba con toda su alma; a un hombre que por su carácter, tan entero como apacible,
    parecía formado para asegurar la felicidad de una mujer honrada. Comprendía lo que este
    hombre era y debía ser siempre para ella y para su familia. Por otra parte, le había sido tan
    simpático Werther desde el momento en que se conocieron, y llegó a serle tan querido, era
    tan espontáneo el afecto que los unía, y había engendrado tal intimidad el largo trato que
    medió entre ambos, que el corazón de Carlota conservaba de ello impresiones indelebles.
    Se había acostumbrado a contarle todo lo que pensaba, todo lo que sentía
    Su marcha, por tanto, iba a producir en la vida de Carlota un vacío que nada podía
    llenar. ¡Ah!, si ella hubiera podido hacerle su hermano, ¡qué feliz habría sido! ¡Si hubiera
    podido casarlo con alguna de sus amigas! ¡Si hubiera podido restablecer la buena
    inteligencia que antes reinó entre Alberto y él! Pasó en su mente revista a todas sus amigas,
    y en todas encontraba defectos…; ninguna le pareció digna del amor de Werther. Después
    de mucho reflexionar concluyó por sentir confusamente, sin atreverse a confesárselo, que el
    secreto deseo de su corazón era reservárselo para ella, por más que se decía a sí misma que
    ni podía ni debía hacerlo. Su alma, tan pura y tan hermosa, y hasta entonces tan inaccesible
    a la tristeza, recibió en aquel momento una herida cruel. La perspectiva de su dicha se
    disipaba entre las nubes que cubrían el horizonte de su vida.
    A las seis y media oyó a Werther, que subía la escalera, preguntando por ella. Al
    momento reconoció sus pasos y su voz, y el corazón le latió vivamente por primera vez,
    podemos decirlo, al acercarse el joven. De buena gana habría mandado que le dijesen que
    no estaba en casa, y, cuando le vio entrar, no pudo menos que exclamar con visible
    azoramiento y llena de emoción.
    —¡Ah!, habéis faltado a vuestra palabra.
    —Yo nada os prometí —repuso él.
    —Pero debisteis haber atendido mis súplicas, teniendo en cuenta que os las hice
    para bien de amigos.
    No se daba cuenta de lo que hacía, ni de lo que decía y envió por dos amigas suyas
    para no encontrarse sola con Werther. Éste dejó algunos libros que había llevado y pidió
    otros.
    Carlota esperaba con afán que sus amigas llegasen, pero un momento después
    deseaba lo contrario. Volvió la criada y dijo que ninguna de las dos podía complacerla.
    Entonces se la ocurrió dar a la criada orden de que se quedara en la habitación
    inmediata haciendo labor; pero en seguida cambió de idea.
    Werther se paseaba por la sala con visible agitación.




    54
    cont
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]


    _________________



    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]


    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]
    Maria Lua
    Maria Lua
    Administrador-Moderador
    Administrador-Moderador


    Cantidad de envíos : 79737
    Fecha de inscripción : 12/04/2009
    Localización : Nova Friburgo / RJ / Brasil

    Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832) - Página 6 Empty Re: Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832)

    Mensaje por Maria Lua Miér 15 Ene 2025, 11:26

    ***
    Carlota esperaba con afán que sus amigas llegasen, pero un momento después
    deseaba lo contrario. Volvió la criada y dijo que ninguna de las dos podía complacerla.
    Entonces se la ocurrió dar a la criada orden de que se quedara en la habitación
    inmediata haciendo labor; pero en seguida cambió de idea.
    Werther se paseaba por la sala con visible agitación.
    Carlota se sentó al clavicémbalo y quiso tocar un minué; pero sus dedos se resistían
    a secundar su intento. Abandonó el clavicémbalo y fue a sentarse al lado de Werther, que
    ocupaba en el sofá su sitio de costumbre.
    —¿No traéis nada que leer? —dijo Carlota.
    No traía él nada.
    —Ahí, en la cómoda —prosiguió ella—, tengo la traducción que hicisteis de
    algunos cantos de Ossián. Todavía no la he visto, porque esperaba que vos me la leeríais;
    pero hasta ahora no se ha presentado ocasión.
    Werther sonrió y fue a buscar el manuscrito. Al cogerlo experimentó un
    involuntario estremecimiento; al hojearlo se llenaron de lágrimas sus ojos. Luego,
    esforzándose para que su voz pareciera segura, leyó lo que sigue:
    —«¡Estrella del crepúsculo que resplandeces soberbia en occidente, que asomas tu
    radiante faz entre las nubes y te paseas majestuosa sobre la colina!…, ¿qué miras a través
    del follaje? Los indómitos vientos se han calmado; se oye lejano el ruido del torrente; las
    espumosas olas se estrellan al pie de las rocas y el confuso rumor de los insectos nocturnos
    se cierne en los aires. ¿Qué miras, luz hermosa? Sonríes y sigues tu camino. Las ondas se
    elevan gozosas hasta ti, bañando tu brillante cabellera. ¡Adiós, rayo de luz dulce y
    tranquilo! ¡Y tú, sublime luz del alma de Ossián brilla aparece a mis ojos! Vedla; allí asoma
    en todo su esplendor. Ya distingo a mis amigos muertos; se reúnen en Lora como durante
    mejores días… Fingal avanza con una húmeda columna de bruma; en torno suyo están sus
    valientes. Ved los dulcísimos bardos: Ulino, con su cabello gris; el majestuoso Ryno;
    Alpino, el celestial cantor, y tú, quejumbrosa Minona. ¡Cuánto habéis cambiado, amigos
    míos, desde las fiestas de Selma, donde nos diputábamos el honor de cantar, como los
    céfiros de primavera columpian unas tras otras las lozanas hierbas de la montaña! Se
    adelantó Minona, en todo el esplendor de su belleza, con la vista baja y los ojos llenos de
    lágrimas. Flotaba su cabellera a merced del viento que soplaba desde la colina. El alma de
    los héroes se entristeció al oír su dulce canto, porque habían visto muchas veces la tumba
    de Salgar, y muchas también la agreste morada de la blanca Colma…, de Colma,
    abandonada en la montaña, sin más compañía que la del eco de su voz armoniosa. Salgar
    había prometido ir; pero, antes que llegase, la noche envolvió en sus tinieblas a Colma.
    Escuchad su voz; oíd lo que cantaba vagando por la montaña:

    »COLMA.—Es de noche; estoy sola, extraviada en las tempestuosas cimas de los
    montes. El viento silba en torno mío. El torrente se precipita con estruendo desde lo alto de
    las rocas. No tengo ni una cabaña que me defienda contra la lluvia, y estoy abandonada
    entre estos peñascos azotados por la tormenta. Rompe, ¡oh luna!, tu prisión de nubes.
    ¡Dejadme ver vuestros resplandores, luceros de la noche! Guíeme un rayo de luz al sitio
    donde el dueño de mi amor reposa de las fatigas de la caza, con el arco suelto a sus pies,
    con los perros jadeando en su derredor. ¿Es preciso que permanezca aquí, sola y sentada
    sobre la roca, encima de la cóncava cascada? Oigo los rugidos del torrente y del huracán,
    pero, ¡ay!, no llega a mi oído la del que amo. ¿Por qué tarda tanto mi Salgar? ¿Habrá
    olvidado su promesa? Éstos son la roca y el árbol, éstas las espumosas ondas. Tú me
    ofreciste venir aquí al anochecer… ¡Ah! ¿Dónde estás, Salgar mío? Yo quería huir contigo,
    yo quería abandonar por ti a mi orgulloso padre y a mi orgulloso hermano. Hace mucho
    tiempo que son enemigas nuestras familias; pero nosotros no somos enemigos, Salgar.
    ¡Cálmate por un momento, huracán! ¡Enmudece por un instante, potente catarata! Dejad
    que mi voz resuene por todo el valle, y que la oiga mi viajero. Salgar, yo soy quien te
    llama. Aquí están el árbol y la roca. Salgar, dueño mío, aquí me tienes; ven… ¿Por qué
    tardas? La luna aparece; las olas, en el valle, reflejan sus rayos; las rocas se esclarecen; las
    cumbres se iluminan. Sin embargo, no veo a mi amado. Sus perros, que siempre se le
    adelantan, no me anuncian su venida. ¡Ah, Salgar! ¿Por qué me dejas sola? Pero ¿quiénes
    son aquellos que se distinguen allá abajo entre los arbustos? Hablad, amigos míos… ¡Oh!,
    no contestan… ¡Qué ansiedad siente mi alma!… ¡Están muertos! Sus cuchillas se han
    enrojecido con la sangre del combate. ¡Oh, hermano mío!…, ¿por qué has matado a mi
    Salgar? Y tú mi querido Salgar, ¿por qué has matado a mi hermano? ¡Os quería tanto a los
    dos! ¡Estabas tú tan bello entre los mil guerreros de la montaña! ¡Y él era tan bravo en la
    pelea! Escuchad mi voz y respondedme, amados míos. Pero, ¡ay de mí!, se hallan mudos,
    mudos para siempre. Sus corazones permanecen helados como la tierra. ¡Oh!, desde las
    altas rocas, desde las cumbres en que se forman las tempestades, habladme vosotros,
    espíritus de los muertos. Yo os escucharé sin pavor. ¿Adónde habéis ido a reposar? ¿En qué
    gruta del monte podré encontrarlos? Ninguna voz suspira en el viento; ningún gemido
    solloza entre los de la tempestad. Aquí, abismada en mi dolor, anegada en llanto, espero la
    nueva aurora. Cavad su sepultura, amigos de los muertos; pero no la cerréis hasta que yo
    baje a ella. Mi vida se desvanece como un sueño. ¿Acaso puedo sobrevivirlos? Aquí, cerca
    del torrente que salta entre peñascos, es donde quiero quedarme con ellos. Cuando la noche
    caiga sobre la montaña y silbe el viento entre los matorrales, mi espíritu se lanzará al
    espacio lamentando la muerte de mis amigos. El cazador me oirá desde su cabaña de
    follaje; mi voz le dará miedo y, sin embargo me amará, porque será dulce mientras llore por
    ellos. ¡Los quería tanto! Así cantabas, ¡oh Minona, bella y pálida hija de Thormann!
    Nuestras lágrimas corren por Colma y nuestra alma se torna sombría como la noche. Ulino
    apareció con el arpa y nos hizo oír el canto de Alpino. Alpino fue un cantor melodioso, y el
    alma de Ryno era un rayo de fuego. Pero uno y otro yacían en la estrecha mansión de los
    muertos, y sus voces no resonaban ya en Selma. Un día, volviendo Ulino de la caza, antes
    que los dos héroes hubiesen sucumbido, los oyó cantar en la colina. Su canto era dulce,
    pero no triste. Se lamentaban de la muerte de Morar, el mayor de los héroes. El alma de
    Morar era gemela de la de Fingal; su espada, semejante a la espada de Oscar. Murió; gimió
    su padre, y los ojos de su hermana Minona se llenaron de lágrimas al oír el canto de Ulino.
    Minona retrocedió como la luna esconde su cabeza detrás de las nubes cuando presiente la
    tempestad. Yo acompañaba con el arpa el canto de las lamentaciones.

    »RYNO.— Cesaron ya el viento y la lluvia las nubes se disipan; el cielo aparece
    diáfano; el sol, caminando al ocaso dora con sus últimos rayos las crestas de los montes. El
    torrente enrojecido rueda por el valle. Dulce es el murmullo del río, pero más dulce es la
    voz de Alpino cuando canta a los muertos. Su cabeza está inclinada por el peso de los años,
    y sus ojos, escaldados por el llanto. Alpino, celestial cantor, ¿por qué vagas solitario por la
    montaña silenciosa? ¿Por qué gimes como el viento en el bosque y como la ola que se
    rompe en lejana playa?


    cont
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]


    _________________



    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]


    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]
    Maria Lua
    Maria Lua
    Administrador-Moderador
    Administrador-Moderador


    Cantidad de envíos : 79737
    Fecha de inscripción : 12/04/2009
    Localización : Nova Friburgo / RJ / Brasil

    Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832) - Página 6 Empty Re: Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832)

    Mensaje por Maria Lua Miér 15 Ene 2025, 11:28

    ***


    »ALPINO.—Mi llanto, Ryno, brota por los muertos. Mi voz va hacia los habitantes
    del sepulcro. Tú eres ágil y esbelto, Ryno, eres bello entre los hijos de la montaña; pero
    caerás como Morar, y la aflicción irá también a sentarse sobre tu ataúd. La montaña te
    olvidará, y tu arco abandonado penderá de lo alto de la muralla. ¡Oh, Morar!, tú eras ligero
    como el corzo que ama la colina, terrible como el fuego del cielo en la oscuridad de la
    noche; tu cólera era una tempestad, tu espada era un rayo en el combate, tu voz era el
    rugido del torrente después de la lluvia, el del trueno rodando sobre las montañas. Muchos
    han caído al golpe de tu brazo; la llama de tu cólera los ha consumido… Pero cuando
    volvías de la guerra, ¡qué dulce y apacible era tu encanto! Tu rostro parecía el sol después
    de la tormenta; parecía la luna iluminando una noche serena. Tu pecho era un reflejo del
    mar cuando se calma el viento que lo agita. ¡Qué pequeña y sombría es ahora tu morada!

    Con tres pasos se mide la sepultura del que no ha mucho fue tan grande. Cuatro piedras
    cubiertas de musgo son tu único monumento. Un árbol sin hojas, altas hierbas que
    columpia la brisa. Eso es todo lo que revela al experto cazador el sitio donde yace el
    poderoso Morar. Tú no tienes madre ni amante que te lloren; murió la que te dio el ser;
    murió también la hija de Morglan. ¿Quién es aquel hombre que se apoya tristemente en un
    bastón? ¿Quién es aquel hombre cuya cabeza blanquea antes de tiempo, y no cesa de llorar?
    Es tu padre, ¡oh Morar!, tu padre, que no tenía otro hijo. Muchas veces oyó hablar de tu
    valor, de los enemigos que cayeron a los golpes de tu espada: muchas veces oyó hablar de
    la gloria de Morar ¡ay!, ¿por qué le contaron también tu muerte? Llora, desgraciado padre,
    llora, que tu hijo no te oirá. El sueño de los muertos es muy profundo; su almohada de
    polvo está muy honda. No se levantará tu hijo al oír tu voz; no se despertará a tus gritos.
    ¡Ah!, ¿cuándo penetrará la luz en el sepulcro? ¿Cuándo se podrá decir al que duerme en él:
    “despierta”? ¡Adiós, noble joven; adiós, valiente guerrero! Ya no volverán a verte los
    campos de batalla; ya el bosque sombrío no se iluminará con el centelleo de tu espada. No
    has dejado hijos, pero el canto de los trovadores conservará y transmitirá tu nombre a la
    posteridad. Las edades futuras oirán hablar de tus hazañas y conocerán a Morar. La
    aflicción de los guerreros era profunda; pero los sollozos de Armino la dominaban. Este
    canto le recordó la pérdida de un hijo, muerto en la flor de su edad. Carmor estaba junto al
    héroe; Carmor, el príncipe de Galmar. “¿Por qué suspiras de este modo?” le dijo. ¿Es aquí
    donde hay que llorar? La música y el canto que se dejan oír, ¿no son para reanimar el
    espíritu, lejos de abatirle? Ligeros vapores se escapan del lago, invaden el bosque y
    humedecen las flores: el sol aparece brillante, los vapores se disipan. ¿Por qué estás triste,
    ¡oh Armino!, tú que reinas en Gorma, que tiene un cinturón de olas?

    »ARMINO.—Estoy triste, y tengo motivos poderosos para estarlo. Carmor, tú no
    has perdido un hijo ni tienes que llorar la muerte de una hija radiante de hermosura. Colgar,
    el intrépido joven, vive aún, y como él la bella Almira. Los retoños de tu raza florecen,
    Carmor, pero Armino es el último de una rama seca. Sombrío es tu lecho, Daura; sombrío
    es tu sueño en el sepulcro. ¿Cuándo despertarás? ¿Cuándo volverá a resonar tu voz
    melodiosa? Levantaos, vientos del otoño…, desencadenaos sobre la oscura maleza…
    Torrentes de la selva, desbordaos… Huracanes, arrancad a vuestro paso las encinas… Y tú,
    luna, muestra y esconde alternativamente tu pálido rostro entre las rasgadas nubes.
    Recuérdame la terrible noche en que murieron mis hijos, mi valiente Arindal y mi querida
    Daura. Daura, hija mía; tú eres tan hermosa como el astro de plata que esclarece la colina,
    blanca como la nieve y dulce, dulce como la brisa embalsamada de la de la mañana.
    Arindal, tu arco era invencible, fuerte tu lanza, poderosa tu mirada, como la nube que rueda
    sobre las olas; tu escudo parecía un meteoro en el seno de una tempestad. Armar célebre en
    los combates, solicitó el amor de Daura, y bien pronto lo obtuvo. Pero Erath, hijo de
    Odgall, temblaba de rabia porque su hermano había sido muerto por Armar. Vino
    disfrazado de batelero; su barca se columpiaba gallardamente sobre las ondas. Traía el pelo
    blanco; su semblante era grave y tranquilo. “¡Oh!, tú, la más bella de las jóvenes, amable
    hija de Armino —dijo—, allá abajo, en una roca, no lejos de la orilla, espera Armar a su
    querida Daura.” Ella le siguió y llamó a Armar; pero el eco sólo contestó a su voz. “Armar,
    dueño mío, mi bien, ¿por qué me apesadumbras de este modo? Escucha, hijo de Armath,
    oye mis ruegos… Es tu Daura quien te llama.” El traidor Erath la dejó sobre la roca, y
    volvió a tierra riéndose. Daura se deshizo en gritos, llamando a su padre y a su hermano:

    “Arindal, Armino, ¿no vendréis ninguno de los dos a salvar a vuestra Daura?” Arindal, mi
    hijo, descendió de la montaña cargado con el botín de la caza, con las flechas suspendidas
    del costado, el arco en la mano y rodeado de cinco perros negros. Distinguió en su orilla al
    imprudente Erath; se apoderó de él y le ató a un roble con fuertes ligaduras. Mientras Erath
    llenaba de gemidos el espacio, Arindal, apoderándose de su barca, se dirigió a la roca donde
    se hallaba Daura. En esto, llega Armar, prepara furioso una flecha, silba el dardo, y tú, hijo
    mío, pereces del golpe destinado al pérfido Erath. En el momento en que la barca arribó a la
    roca, Arindal dio el último suspiro. ¡Oh, Daura! La sangre de tu hermano corrió a tus pies.
    ¡Cuál sería tu desesperación! La barca deshecha contra la roca, se sumergió en el abismo.
    Armar se arrojó al agua para salvar a Daura o morir. Una ráfaga de viento baja de la
    montaña, arremolina el oleaje, y Armar desaparece y no vuelve a aparecer. Mi desgraciada
    hija quedaba sin amparo, sola, sobre un peñasco azotado por las olas. Yo, su padre, oía sus
    lamentos y nada podía intentar en su auxilio. Toda la noche permanecí en la orilla,
    contemplándola a los débiles rayos de la luna. Toda la noche estuve oyendo sus clamores.
    El viento silbaba, el agua caía a torrentes, y la voz de Daura se iba debilitando a medida que
    se acercaba el día. Pronto se extinguió por completo, como se desvanece la brisa de la tarde
    entre las hierbas de la montaña. Consumida por la desesperación, expiró, dejando a Armino
    solo en el mundo. Mi valor, mis fuerzas y mi orgullo murieron con ella. Cuando las
    tormentas bajan de la montaña, cuando el viento del norte alborota el oleaje, yo me siento
    en la ribera, y fijo mis ojos en la funesta roca. Muchas veces mientras la luna aparece en el
    cielo, veo flotar en una penumbra luminosa las almas de mis ojos, que vagan por el espacio
    unidas en abrazo fraternal.»
    Un torrente de lágrimas que brotó de los ojos de Carlota, desahogando su oprimido
    corazón, interrumpió la lectura de Werther. Éste arrojó a un lado el manuscrito y,
    apoderándose de una de las manos de la joven, vertió también amargo llanto. Carlota,
    apoyando la cabeza en la otra mano, se cubrió el rostro con su pañuelo. Víctimas él y ella
    de una terrible agitación, veían su propio infortunio en la suerte de los héroes de Ossián y
    juntos lo deploraban. Sus lágrimas se confundieron. Los ardientes labios de Werther
    tocaron el brazo de Carlota. Ella se estremeció y quiso alejarse; pero el dolor y la
    compasión la tenían clavada en su asiento, como si una masa de plomo pesase sobre su
    cabeza. Ahogándose y queriendo dominarse, suplicó, sollozante, a Werther que prosiguiese
    la lectura, su voz rogaba con un acento celestial




    58
    cont
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]


    _________________



    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]


    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]
    Maria Lua
    Maria Lua
    Administrador-Moderador
    Administrador-Moderador


    Cantidad de envíos : 79737
    Fecha de inscripción : 12/04/2009
    Localización : Nova Friburgo / RJ / Brasil

    Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832) - Página 6 Empty Re: Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832)

    Mensaje por Maria Lua Jue 16 Ene 2025, 20:24

    ***

    Werther, cuyo corazón latía con tal violencia, que parecía querer salirse del pecho,
    temblaba como un azogado, tomó el libro y leyó con insegura voz:
    —«¿Por qué me despiertas, soplo embalsamado de la primavera? Tú me acaricias y
    me dices: “Traigo conmigo el rocío del cielo; pero pronto estaré marchito, porque pronto
    vendrá la tempestad que arrebatará mis hojas. Mañana llegará el viajero; vendrá el que me
    ha conocido en toda mi belleza; su vista me buscará en torno suyo, me buscará y no me
    encontrará.”»
    Estas palabras causaron a Werther un profundo abatimiento. Se arrojó a los pies de
    Carlota, completa y espantosamente desesperado, y cogiéndole las manos, las oprimió
    contra su frente.
    Carlota sintió entonces un vago presentimiento de un siniestro propósito. Turbado
    su juicio, cogió a su vez las manos de Werther y las colocó sobre su corazón. Inclinóse
    hacia él con ternura, y sus abrasadas mejillas se tocaron. El mundo desapareció para ellos;
    él la estrechó entre sus brazos, la apretó contra su pecho y cubrió de frenéticos besos los
    temblorosos labios de su amada, que balbucía palabras entrecortadas.
    —¡Werther! —murmuraba ella con voz ahogada y desviándose—. ¡Werther!
    —repetía, y con suave movimiento trataba de alejarse—. ¡Werther! —exclamó por tercera
    vez, ya con acento digno e imponente.
    Él se sintió dominado; la soltó y se arrojó al suelo como un loco.
    Carlota se levantó y, completamente turbada, indecisa entre el amor y la cólera, le
    dijo:
    —Es la última vez, Werther; no volveréis a verme.
    Y, lanzando sobre aquel desgraciado una mirada llena de amor, corrió a la
    habitación inmediata y se encerró, afligida, en ella.
    Werther extendió las manos sin atreverse a detenerla. En el suelo, Y con la cabeza
    apoyada en el sofá, permaneció más de una hora sin dar señales de vida.
    Al cabo de este tiempo oyó ruido y volvió en sí. Era la criada qué venía a poner la
    mesa. Se levantó y empezó a pasear por la habitación. Cuando volvió a quedarse solo, se
    aproximó a la puerta por donde había desaparecido Carlota, y exclamó en voz baja:
    —¡Carlota! ¡Carlota! Una palabra sola, un adiós siquiera…
    Ella guardó silencio. Esperó él, suplicó, esperó de nuevo… Por último, se alejó de la
    puerta gritando:
    —¡Adiós, Carlota…; adiós para siempre!
    Llegó a las puertas de la ciudad; los guardias, que estaban acostumbrados a verle, le
    dejaron pasar. Caían menudos copos de nieve; él, sin embargo, no volvió a la población
    hasta una hora antes de medianoche.
    Cuando llegó a su casa, el criado notó que no llevaba sombrero; pero no se atrevió a
    decírselo. Le ayudó a desnudarse; toda la ropa estaba calada. Más tarde encontraron el
    sombrero en un peñasco que se destaca sobre todos los de la montaña y que parece querer
    desgajarse sobre el valle. No se comprende como en una noche lluviosa y oscura pudo
    llegar a aquel punto sin despeñarse.
    Se acostó y durmió largo tiempo; cuando el criado entró en el cuarto al día siguiente
    para despertarle, le halló escribiendo, y le pidió café, que le sirvió en seguida.
    Entonces Werther añadió estos párrafos a la carta que tenía empezada para Carlota:
    «Ésta es la última vez que abro los ojos; la última, ¡ay de mí! Ya no volverán a ver
    la luz del sol, que hoy se oculta detrás de una niebla densa y sombría. ¡Si, viste de luto,
    naturaleza! Tu hijo, tu amigo, tu amante se acerca a su fin. ¡Ah, Carlota!, es una cosa que
    no se parece a nada y que sólo puede compararse con las percepciones confusas de un
    sueño, el decirse: “¡Esta mañana es la última!” Carlota, apenas puedo darme cuenta del
    sentido de esta palabra: “¡La última!” Yo, que ahora tengo la plenitud de mis fuerzas,
    mañana estaré sobre la tierra rígido y sin vida. ¡Morir! ¿Qué significa esto? Ya lo ves: los
    hombres soñamos siempre que hablamos de la muerte. He visto morir a mucha gente; pero
    somos tan pobres de inteligencia, que a pesar de cuanto vemos, nunca sabemos nada del
    principio ni del fin de la vida. En este momento todavía soy mío…, todavía soy tuyo, si,
    tuyo, querida Carlota; y dentro de poco…, ¡separados…, desunidos, quizá para siempre!
    ¡No, Carlota, no! ¿Cómo puedo dejar de ser? Existimos, sí. ¡Dejar de ser! ¿Qué significa
    esto? Es una frase más, un ruido vano que mi corazón no comprende. ¡Muerto, Carlota!
    ¡Cubierto por la tierra fría en un rincón estrecho y sombrío! Tuve en mi adolescencia una
    amiga que carecía de apoyo y de consuelo. Murió y la acompañé hasta la fosa, donde estuve
    cuando bajaron el ataúd; oí el crujir de las cuerdas cuando las soltaron y cuando las
    recogieron. Luego arrojaron la primera palada de tierra, y la fúnebre caja produjo un ruido
    sordo, después más sordo, y después más sordo todavía, hasta que quedó completamente
    cubierta de tierra. Caí al lado de la fosa, delirante, oprimido, y con las entrañas hechas
    pedazos. Pues bien: yo no sé nada de lo que hay más allá del sepulcro. ¡Muerte! ¡Sepulcro!
    No comprendo estas palabras.
    »¡Oh! ¡Perdóname, perdóname! Ayer… aquél debió ser el último momento de mi
    vida. ¡Oh ángel! Fue la primera vez, si, la primera vez que una alegría pura y sin límites
    llenó todo mi ser.
    »Me ama, me ama… Aún quema mis labios el fuego sagrado que brotaba de los
    suyos; todavía inundan mi corazón estas delicias abrasadoras. ¡Perdóname, perdóname!
    Sabía que me amabas; lo sabía desde tus primeras miradas aquellas miradas llenas de tu
    alma; lo sabía desde la primera vez que estrechaste mi mano. Y, sin embargo, cuando me
    separaba de ti o veía a Alberto a tu lado, me asaltaban por doquiera rencorosas dudas.
    »¿Te acuerdas de las flores que me enviaste el día de aquella enojosa reunión en que
    ni pudiste darme la mano ni decirme una sola palabra? Pasé la mitad de la noche arrodillado
    ante las flores, porque eran para mí el sello de tu amor; pero, ¡ay!, estas impresiones se
    borraron como se borra poco a poco en el corazón del creyente el sentimiento de la gracia
    que Dios le prodiga por medio de símbolos visibles. Todo perece, todo; pero ni la misma
    eternidad puede destruir la candente vida que ayer recogí en tus labios y que siento dentro
    de mí. ¡Me ama! Mis brazos la han estrechado, mi boca ha temblado, ha balbuceado
    palabras de amor sobre su boca. ¡Es mía! ¡Eres mía! Sí, Carlota, mía para siempre. ¿Qué
    importa que Alberto sea tu esposo? ¡Tu esposo! No lo es más que para el mundo, para ese
    mundo que dice que amarte y querer arrancarte de los brazos de tu marido para recibirte en
    los míos es un pecado. ¡Pecado!, sea. Si lo es, ya lo expío. Ya he saboreado ese pecado en
    sus delicias, en sus infinitos éxtasis. He aspirado el bálsamo de la vida y con él he
    fortalecido mi alma. Desde ese momento eres mía, ¡eres mía, oh Carlota! Voy delante de ti;
    voy a reunirme con mi padre, que también lo es tuyo, Carlota; me quejaré y me consolará
    hasta que tú llegues. Entonces volaré a tu encuentro, te cogeré en mis brazos y nos
    uniremos en presencia del Eterno; nos uniremos con un abrazo que nunca tendrá fin. No
    sueño ni deliro. Al borde del sepulcro brilla para mí la verdadera luz. ¡Volveremos a
    vernos! ¡Veremos a tu madre y le contaré todas las cuitas de mi corazón! ¡Tu madre! ¡Tu
    perfecta imagen!»




    60
    cont
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]


    _________________



    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]


    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]
    Maria Lua
    Maria Lua
    Administrador-Moderador
    Administrador-Moderador


    Cantidad de envíos : 79737
    Fecha de inscripción : 12/04/2009
    Localización : Nova Friburgo / RJ / Brasil

    Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832) - Página 6 Empty Re: Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832)

    Mensaje por Maria Lua Vie 17 Ene 2025, 09:52

    ***
    A las once llamó Werther a su criado y le preguntó si había regresado Alberto. El
    criado contestó que le había visto pasar a caballo. Entonces le mandó una esquela abierta
    que sólo contenía estas palabras:
    «¿Quieres hacerme el favor de prestarme tus pistolas para un viaje que he
    proyectado? Consérvate bueno. Adiós.»
    La pobre Carlota apenas había podido dormir la noche anterior. Su sangre pura, que
    hasta entonces había corrido tranquilamente por sus venas, se agitaba en curso febril. Mil
    sensaciones distintas con movían su noble corazón. ¿Era que abrasaba su seno el calor de
    las caricias de Werther o que estaba indignada de su atrevimiento? ¿Era que le mortificaba
    comparar su situación del momento con su vida pasada, con sus días de inocencia, sosiego
    y confianza? ¿Cómo presentarse a su esposo? ¿Cómo confesarle una escena de que ella
    misma no quería darse cuenta, por más que no tuviese nada de que avergonzarse? Mucho
    tiempo hacía que marido y mujer no hablaban de Werther, y precisamente ella debía
    romper el silencio para hacerle una confesión no menos penosa que inesperada. Temía que
    el solo anuncio de la visita de Werther fuese para Alberto una gran mortificación. ¿Qué
    sucedería cuando supiera él todo lo ocurrido? ¿Podría esperarse que juzgara las cosas sin
    pasión y las viese tales como habían pasado? ¿Podría desearse que leyera claramente en el
    fondo de su alma? Y, por otra parte, ¿cómo disimular ante un hombre para quien el pecho
    de ella había sido siempre un transparente cristal y a quien no había ocultado ni quería
    ocultar nunca el menor pensamiento? Estas reflexiones la abrumaban, abismándola en una
    cruel incertidumbre, y siempre se volvía su pensamiento hacia Werther que la adoraba;
    hacia Werther, a quien no podía abandonar y a quien era preciso que abandonase. ¡Ah…,
    qué vacío para ella!
    Aunque la agitación de su espíritu no le permitiese ver claramente la verdad de las
    cosas, comprendió que pesaba sobre ella la fatal desavenencia que separaba a su marido y
    Werther; dos hombres tan buenos y tan inteligentes que empezando por ligeras divergencias
    de sentimiento, habían llegado a una mutua reserva y a una indiferencia glacial. Cada uno
    se encerraba en el círculo de su propio derecho y de los errores del otro. Se había
    aumentado la tirantez por ambas partes y había llegado a ser tal la situación, que ya no
    podía despejarse sin violencia. Si los hubiera unido más una dichosa confianza en los
    primeros momentos, si la amistad y la indulgencia hubieran abierto sus almas a algunas
    dulces expansiones, acaso habría sido posible salvar al desgraciado joven. Una
    circunstancia particular aumentaba la perplejidad de Carlota. Werther, como hemos visto en
    sus cartas, no ocultó nunca su deseo de abandonar el mundo. Alberto había combatido esta
    idea muchas veces, y con frecuencia había cuestionado sobre ella con su mujer. Impulsado
    por una instintiva repugnancia hacia el suicidio, Alberto había sostenido muy a menudo,
    con una rudeza impropia de su carácter, que semejante resolución no era de hombre serio, y
    hasta se había permitido alguna burla sobre el asunto, haciendo así que su incredulidad se
    reflejara un tanto en Carlota. Esto la tranquilizaba un poco cuando en su espíritu aparecían
    siniestras imágenes; pero esto mismo impedía que participara sus temores a su marido.
    No tardó Alberto en llegar, y ella salió a recibirle con una solicitud no exenta de
    embarazo. Alberto parecía disgustado. No había podido terminar sus asuntos por ciertas
    dificultades, hijas del carácter intratable y minucioso del juez. El mal estado de los caminos
    había acabado de ponerle de mal humor.
    Preguntó si había ido alguien durante su ausencia, y su mujer se apresuró a decirle
    que Werther había estado allí la víspera por la tarde. Informado después de que en su cuarto
    tenía algunas cartas y paquetes que habían llevado para él, dejó sola a Carlota. La presencia
    del hombre por quien sentía tanto cariño y tanto respeto, operó una nueva revolución en el
    espíritu de ella. El recuerdo de la generosidad del esposo, de su amor y de sus bondades, le
    devolvió el sosiego. Experimentó un secreto deseo de seguirle, y decidida a ello, hizo lo
    que hacía muchas veces: ir a buscarle a su cuarto. Le encontró abriendo y leyendo las
    cartas; algunas parecían preñadas de noticias desagradables. Le formuló varias preguntas
    sobre esto, y él contestó lacónicamente, poniéndose luego a escribir.
    Durante una hora permanecieron silenciosos, uno enfrente del otro. Carlota se
    entristecía por momentos. Comprendía que, aunque su marido estuviese del mejor humor
    del mundo, iba a verse apurada para darle cuenta de lo que sentía su corazón, y cayó en un
    abatimiento que se tornaba más profundo a medida que se esforzaba ella por ocultar y
    devorar sus lágrimas.
    La llegada del criado de Werther aumentó la turbación que experimentaba. El
    hombre entregó la carta de su amo, y Alberto, después de leerla, se volvió fríamente hacia
    su mujer, y le dijo:
    —Dale mis pistolas —y volviéndose luego al criado, añadió—: Decid a vuestro
    amo que le deseo un buen viaje.
    Estas palabras produjeron en Carlota el efecto de un rayo. Apenas tuvo fuerzas para
    levantarse. Se dirigió lentamente a la pared, descolgó las armas y las limpió con mano
    temblorosa.
    Estaba indecisa, y habría tardado largo rato en entregárselas al criado si Alberto,
    con una mirada interrogadora, no la hubiese obligado a obedecer al punto. Carlota entregó
    las pistolas al criado sin poder articular una sola palabra. Cuando éste hubo salido, ella
    volvió a tomar su labor y se retiró a su cuarto, presa de una turbación espantosa y con el
    corazón agitado por siniestros presentimientos.
    Tan pronto quería ir a arrojarse a los pies de su marido y confesarle la escena de la
    víspera, la turbación de su conciencia y sus terribles temores, como desistía de hacerlo,
    preguntándose de qué serviría aquel paso. ¿Podría esperar que su marido, atendiendo a sus
    ruegos, corriese inmediatamente a casa de Werther?
    La comida estaba en la mesa. Llegó una amiga de Carlota sin más objeto que charlar
    un poco, pero temiendo importunar, quiso retirarse. Carlota la retuvo en su compañía. Esto
    dio margen a una conversación que animó la comida, y, aunque esforzándose, se charló, y
    al cabo se dio todo al olvido.
    El criado de Werther llegó a su casa con las pistolas y las entregó a su amo, que se
    apresuró a cogerlas al saber que venían de manos de Carlota.
    Mandó que le llevaran pan y vino, y encargando después a su criado que fuera a
    comer, se puso a escribir:
    «Han pasado por tus manos; tú misma les has quitado el polvo, tú las has tocado…,
    y yo las beso ahora una y mil veces.
    »¡Angel del cielo, tú favoreces mi resolución! Tú, Carlota, eres quien me presentas
    este arma destructora, así recibiré la muerte de quien yo quería recibirla. ¡Qué bien me he
    enterado por el criado de los menores detalles! Temblabas al entregarle estas armas…; pero
    ni un adiós me envías. ¡Ay de mí!, ni un adiós. ¿Acaso el odio me ha cerrado tu corazón por
    aquel instante de embriaguez que me ha unido a ti para siempre? ¡Ah, Carlota!, el
    transcurso de los siglos no borrará aquella impresión; y tú, estoy seguro de ello, no podrás
    aborrecer nunca a quien tanto te idolatra.»
    Después de comer mandó al criado que acabase de empaquetarlo todo. Rompió
    muchos papeles, salió a pagar algunas cuentas que tenía pendientes y se volvió luego a su
    casa. Más tarde, a pesar de que llovía, salió de nuevo y llegó hasta el jardín del difunto
    conde de M., fuera de la población. Estuvo paseándose largo tiempo por los alrededores y
    regresó a su morada al anochecer. Entonces se puso a escribir:
    «Guillermo: por última vez he visto los campos, el cielo y los bosques. También a ti
    te doy el último adiós. Tú, madre mía, perdóname. Consuélala, Guillermo. Dios os colme
    de bendiciones. Todos mis asuntos quedan arreglados. Adiós, volveremos a vernos…, y
    entonces seremos más felices.»
    «Mal he pagado tu amistad, Alberto; pero sé que me perdonas. He turbado la paz de
    tu hogar, he introducido la desconfianza entre vosotros… Adiós: ahora voy a subsanar estas
    faltas. ¡Quiera el cielo que mi muerte os devuelva la dicha! ¡Alberto, Alberto!, haz feliz a
    ese ángel para que la bendición de Dios descienda sobre ti.»
    Por la noche aún estuvo revolviendo sus papeles; rompió muchos, que arrojó al
    fuego, y cerró algunos pliegos dirigidos a Guillermo. El contenido de éstos se reducía a
    breves disertaciones y pensamientos sueltos, de los cuales no conozco más que una parte. A
    eso de las diez hizo que encendieran lumbre, mandó que le llevaran una botella de vino y
    envió a dormir a su criado. El cuarto de éste, como los de todos los que vivían en la casa, se
    hallaba a gran distancia del de Werther. El criado se acostó vestido para estar dispuesto
    muy temprano, porque su amo le había dicho que los caballos de posta llegarían antes de
    las seis de la mañana.



    DESPUÉS DE LAS ONCE



    «Todo duerme en torno mío, y mi alma está tranquila. Te doy gracias, ¡oh Dios!,
    por haberme concedido en momento tan supremo resignación tan grande. Me asomo a la
    ventana, amada mía, y distingo a través de las tempestuosas nubes algunos luceros
    esparcidos en la inmensidad del cielo. ¡Vosotros no desapareceréis, astros inmortales! El
    Eterno os lleva, lo mismo que a mí. Veo las estrellas de la Osa, que es mi constelación
    favorita, porque, de noche, cuando salía de su casa, la tenía siempre delante. ¡Con qué
    delicia la he contemplado muchas veces! ¡Cuántas he levantado mis manos hacia ella para
    tomarla por testigo de la felicidad de que entonces disfrutaba! ¡Oh Carlota!, ¿qué hay en el
    mundo que no traiga a mi memoria tu recuerdo? ¿No estás en cuanto me rodea? ¿No te he
    robado codicioso como un niño, mil objetos insignificantes que habías santificado con sólo
    tocarlos?
    »Tu retrato, este retrato querido, te lo doy suplicándote que lo conserves. He
    estampado en él mil millones de besos, y lo he saludado mil veces al entrar en mi
    habitación y al salir de ella. Dejo una carta escrita para tu padre, rogándole que proteja mi
    cadáver. Al final del cementerio, en la parte que da al campo, hay dos tilos, a cuya sombra
    deseo reposar. Esto puede hacer tu padre por su amigo, y tengo la seguridad de que lo hará.
    Pídeselo tú también, Carlota. No pretendo que los piadosos cristianos dejen depositar el
    cuerpo de un desgraciado cerca de sus cuerpos. Deseo que mi sepultura esté a orillas de un
    camino o en un valle solitario, para que, cuando el sacerdote o el levita pasen junto a ella,
    eleven sus brazos al cielo, bendiciéndome, y para que el samaritano la riegue con sus
    lágrimas. Carlota, no tiemblo al tomar el cáliz terrible y frío que me dará la embriaguez de
    la muerte. Tú me lo has presentado, y no vacilo. Así van a cumplirse todas las esperanzas y
    todos los deseos de mi vida, todos, sí, todos





    cont
    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]


    _________________



    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]


    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]
    Maria Lua
    Maria Lua
    Administrador-Moderador
    Administrador-Moderador


    Cantidad de envíos : 79737
    Fecha de inscripción : 12/04/2009
    Localización : Nova Friburgo / RJ / Brasil

    Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832) - Página 6 Empty Re: Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832)

    Mensaje por Maria Lua Vie 17 Ene 2025, 09:54

    ***
    »Sereno y tranquilo voy a llamar a la puerta de bronce del sepulcro. ¡Ah, si me
    hubiese cabido en suerte morir sacrificándome por ti! Con alegría con entusiasmo hubiera
    abandonado este mundo, seguro de que mi muerte afianzaba tu reposo y la felicidad de toda
    tu vida. Pero, ¡ay!, sólo algunos seres privilegiados logran dar su sangre por los que aman y
    ofrecerse en holocausto para centuplicar los goces de sus preciosas existencias. Carlota,
    deseo que me entierren con el traje que tengo puesto, porque tú lo has bendecido al tocarlo.
    La misma petición hago a tu padre. Prohíbo que me registren los bolsillos. Llevo en uno
    aquel lazo de cinta color de rosa que tenías en el pecho el primer da que te vi rodeada de tus
    niños… ¡Oh! Abrázalos mil veces y cuéntales el infortunio de su desdichado amigo.
    ¡Cuánto los quiero! Aún los veo agruparse en torno mío. ¡Ay, cuánto te he amado desde el
    momento en que te vi! Desde ese momento comprendí que llenarías toda mi vida… Haz
    que entierren el lazo conmigo… Me lo diste el día de mi cumpleaños, y lo he conservado
    como sagrada reliquia. ¡Ah!, nunca sospeché que aquel principio tan agradable me
    condujese a este fin. Ten calma, te lo ruego; no te desesperes… Están cargadas… Oigo las
    doce… ¡Sea lo que ha de ser! Carlota…, Carlota… ¡Adiós, adiós!»
    Un vecino vio el fogonazo y oyó la detonación; pero como todo permaneció
    tranquilo, no se cuidó de averiguar lo ocurrido. A las seis de mañana del siguiente día entró
    el criado en la alcoba con una luz, y vio a su amo tendido en el suelo, bañado en su sangre y
    con una pistola al lado. Le llamó y no obtuvo respuesta. Quiso levantarle y observó que
    todavía respiraba. Corrió a avisar al médico y a Alberto. Cuando Carlota oyó llamar, un
    temblor convulsivo se apoderó de todo su cuerpo. Despertó a su marido y se levantaron. El
    criado, acongojado y sollozando, les dio la fatal noticia. Carlota cayó desmayada a los pies
    de su marido.
    Cuando el médico llegó al lado del infeliz Werther, le halló todavía en el suelo y en
    un estado deplorable. Latía el pulso aún; pero todos sus miembros estaban paralizados.
    Había entrado la bala por encima del ojo derecho, haciendo saltar los sesos. Le sangraron
    de un brazo, y corrió la sangre; todavía respiraba. Unas manchas de sangre que se veían en
    el respaldo de su silla indicaban que consumó el suicidio sentado delante de la mesa donde
    escribía y que en las convulsiones de la agonía había rodado al suelo. Se hallaba tendido
    boca arriba, cerca de la ventana, vestido y calzado, con frac azul y chaleco amarillo.
    La gente de la casa y de la vecindad, y poco después todo el pueblo, se pusieron en
    movimiento. Llegó Alberto. Habían acostado a Werther en su lecho con la cabeza vendada.
    Su rostro tenía ya el sello de la muerte. No se movía; pero sus pulmones funcionaban aún
    de un modo espantoso: unas veces casi imperceptiblemente, otras con ruidosa violencia. Se
    esperaba que de un momento a otro exhalase el último suspiro.
    No había bebido más que un vaso de vino de la botella que tenia sobre la mesa. El
    libro Emilia Galotti8 estaba abierto sobre el pupitre. Eran indescriptibles la consternación
    de Alberto y la desesperación de Carlota.
    El anciano juez llegó turbado y conmovido. Abrazó al moribundo, bañándole el
    rostro con su llanto. No tardaron en reunírsele sus hijos mayores, y se arrodillaron junto al
    lecho, besando las manos del herido y no pudieron contener el más intenso dolor. El mayor,
    que había sido siempre el predilecto de Werther, se colgó al cuello de su amigo y
    permaneció abrazado a él hasta que expiró.
    La presencia del juez y las medidas que tomó evitaron todo desorden. Hizo enterrar
    el cadáver por la noche a las once en el sitio que había indicado Werther. El anciano y sus
    hijos fueron formando parte del fúnebre cortejo; Alberto no tuvo valor para tanto.
    Durante algún tiempo se temió por la vida de Carlota.
    Werther fue conducido por jornaleros al lugar de su sepultura, sin que le
    acompañara ningún sacerdote.




    FIN




    NOTAS


    1 El lector hará bien en no perder el tiempo buscando los lugares que se citen,
    porque ha sido necesario cambiar los verdaderos que se encontraban en el original. (Nota
    del autor.) ↵
    2 Me veo obligado a descartar dicho pasaje para no herir susceptibilidad de algunos
    autores, a pesar de que realmente éstos deben hacer poco caso de los juicios de una señorita
    y de un joven tan impresionable como Werther. (Nota del autor.) ↵
    3 También suprimo aquí los nombres de algunos escritores contemporáneos
    alemanes, aunque, si llegan a ver estas cartas, lo sentirán aquellos a quienes alcanza parte
    de las alabanzas de Carlota: es indudable que nadie necesita conocer las preferencias de
    nuestra joven. (Nota del autor.) ↵
    4 Federico Gottlieb Klopstok, poeta sajón que nació en 1724 y murió en 1803. (Nota
    del traductor.) ↵
    5 Hoy tenemos sobre este tema un excelente sermón de Lavater, que forma parte de
    los que ha basado en el libro de Jonás. (Nota del autor.) ↵
    6 Por consideración a tan respetables personas, no incluimos en el relato esta carta y
    otra de que se habla más adelante. El más profundo reconocimiento del público no
    excusaría, en nuestra opinión, la audacia de publicarlas. (Nota del autor.) ↵
    7 Emperador de Alemania en 1745. (Nota del traductor.) ↵
    8 Tragedia del célebre poeta Golthold Efraín Lessing, que nació en 1729 y murió en
    1781. (Nota del traductor.)






    [Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]


    _________________



    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]


    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





    [Tienes que estar registrado y conectado para ver esa imagen]

    Contenido patrocinado


    Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832) - Página 6 Empty Re: Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832)

    Mensaje por Contenido patrocinado

      Temas similares

      -

      Fecha y hora actual: Jue 23 Ene 2025, 15:02