Aires de Libertad

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    Mensaje por Maria Lua Dom Nov 03, 2024 9:26 am

    ***


    Desfallecida, cerró los ojos y debió de quedarse dormida un momento. La
    campanilla había sonado de verdad a lo lejos y luego dejó de oírse. Mitia recostó la
    cabeza sobre su pecho. No se había dado cuenta de que la campanilla había dejado
    de oírse y tampoco de que de repente también las canciones cesaban y, en lugar de
    canciones y alboroto de borrachos, reinaba en toda la casa un silencio mortal.
    Grúshenka abrió los ojos.
    —¿Qué ha pasado? ¿Me he dormido? Sí… la campanilla. Me he dormido y he
    tenido un sueño, estaba viajando, por la nieve… Suena la campanilla y yo dormitaba.
    Viajaba con mi amado, contigo. Y lejos, lejos… Te abrazaba y te besaba, me
    estrechaba contra ti, creo que tenía frío, y la nieve brillaba… Ya sabes cómo brilla la
    nieve por la noche, bajo la luna, era como si no estuviera en la tierra… Me he
    despertado y mi amado está a mi lado, qué bien…
    —A tu lado —farfulló Mitia besándole el vestido, el pecho, las manos. Pero de
    pronto sintió algo extraño: le parecía que ella miraba al frente, pero no a él, sino por
    encima de su cabeza, fijamente, con una extraña inmovilidad. De repente la sorpresa,
    casi el miedo, se reflejó en su cara.
    —Mitia, ¿quién es ese que nos mira desde allí? —susurró de pronto Grúshenka.
    Mitia se volvió y vio que en efecto alguien había descorrido la cortina y parecía
    observarles. Y no estaba solo. Mitia se puso en pie de un salto y rápidamente se dirigió
    a los que miraban.
    —Aquí, si es tan amable, venga aquí —le dijo una voz suave pero firme e insistente.
    Mitia salió de detrás de la cortina y se quedó inmóvil.
    Toda la habitación estaba llena de gente, pero no la misma de antes, sino gente
    nueva. Un escalofrío instantáneo le recorrió la espalda y se estremeció. Enseguida
    reconoció a toda esa gente. El viejo alto y corpulento con abrigo y gorra con
    escarapela era el isprávnik Mijaíl Makárych. Y el dandi «tísico» y atildado, «siempre con
    esas botas tan limpias», era el ayudante del fiscal. «Tiene un cronómetro de
    cuatrocientos rublos, él me lo enseñó.» Y aquel jovencito, el pequeño con gafas…
    Mitia no recordaba su apellido, pero lo conocía, lo había visto antes, era el juez de
    instrucción, había llegado hacía poco «de la Jurisprudencia». Y ahí estaba el stanovói
    Mavriki Mavríkich, de este nombre sí se acordaba, eran conocidos. Y esos con
    distintivos, ¿a qué habrían venido? Y otros dos hombres más… Y en las puertas
    estaban Kalgánov y Trifon Borísych…
    —Señores… ¿Qué es todo esto, señores? —dijo Mitia, pero de pronto, fuera de sí,
    como sin ser consciente del todo, exclamó con todas sus fuerzas, a voz en grito—:
    ¡Com-pren-do!
    El joven de gafas se adelantó y, tras acercarse a Mitia, empezó a decir con
    compostura, aunque atropellándose un poco:
    —Tenemos que… en una palabra, le ruego que venga, sí, aquí, al diván… Es
    urgente que dé unas explicaciones.
    —¡El viejo! —gritó Mitia agitadísimo—. ¡El viejo y su sangre!… ¡Com-pren-do!
    Y, como si le hubieran segado las piernas, no se sentó, sino que se derrumbó en la
    silla que tenía al lado.
    —¿Lo comprendes? ¡Lo has comprendido! Parricida y monstruo, ¡la sangre de tu
    anciano padre clama contra ti! —empezó a rugir súbitamente el viejo isprávnik,
    acercándose a Mitia. Estaba fuera de sí, completamente rojo y temblando todo él.
    —Pero ¡no puede ser! —gritó el joven bajito—. ¡Mijaíl Makárych, Mijaíl Makárych!
    ¡Esto no se hace así, no se hace así, señor!… Le ruego que me permita hablar a mí…
    Nunca me habría esperado una escena semejante por parte de usted…
    —Pero ¡es que todo esto es un delirio, señores, un delirio! —exclamó el isprávnik—.
    Mírenlo: de noche, borracho, con una joven disoluta y cubierto con la sangre de su
    padre… ¡Un delirio!
    —Le pido con todas mis fuerzas, querido Mijaíl Makárych, que por esta vez reprima
    sus sentimientos —le susurró al viejo, atropelladamente, el ayudante del fiscal—, de lo
    contrario me veré obligado…
    Pero el pequeño juez de instrucción no le dejó terminar. Se dirigió a Mitia y le
    comunicó en voz alta, con firmeza y autoridad:
    —Teniente en la reserva Karamázov, debo informarle de que se le acusa del
    asesinato de su padre, Fiódor Pávlovich Karamázov, ocurrido esta noche…
    Dijo algo más, también el fiscal debió de añadir algo, pero Mitia los escuchaba sin
    comprenderlos. Los miraba a todos con expresión salvaje…






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    Mensaje por Maria Lua Dom Nov 03, 2024 9:28 am

    ***
    LIBRO NOVENO




    DILIGENCIAS PREVIAS

    I. Comienza la carrera del funcionario Perjotin



    Piotr Ilich Perjotin, a quien habíamos dejado golpeando con todas sus fuerzas el sólido
    portalón de la casa de la comerciante Morózova, al final consiguió, como es natural,
    que le abrieran. Al oír aquellos golpes furibundos, Fenia, que tanto se había asustado
    dos horas antes y que, debido a su inquietud y a sus «cavilaciones», aún no se había
    acostado, volvió a sentirse aterrorizada y a punto estuvo de sufrir un ataque de histeria:
    se imaginó que quien llamaba era otra vez Dmitri Fiódorovich (a pesar de que ella
    misma lo había visto partir), pues nadie más que él podía llamar con tanta «insolencia».
    Corrió hacia el portero, que se había despertado y ya se dirigía al portalón para ver
    quién estaba dando aquellos golpes, y empezó a suplicarle que no dejara pasar a
    nadie. Pero el portero interrogó a la persona que estaba llamando y, al averiguar de
    quién se trataba y que quería ver a Fedosia Márkovna por un asunto de enorme
    trascendencia, se decidió finalmente a abrirle. Habiendo entrado hasta la misma cocina
    de Fedosia Márkovna, y tras acceder al ruego de que también el portero estuviera
    presente, «por si las dudas», Piotr Ilich empezó a interrogarla y en un momento había
    dado con lo más importante: o sea, que Dmitri Fiódorovich, al salir corriendo en busca
    de Grúshenka, se había llevado la mano de mortero, y había vuelto sin ella, y con las
    manos manchadas de sangre. «Y aún le goteaba la sangre de las manos, ¡no hacía más
    que gotearle!», exclamó Fenia, que al parecer había recreado en su alterada
    imaginación aquel detalle atroz. No obstante, el propio Piotr Ilich había visto aquellas
    manos ensangrentadas, aunque de ellas no goteara la sangre, y había ayudado a
    lavarlas, si bien la cuestión no era si se habían secado pronto o no, sino adónde había
    ido corriendo Dmitri Fiódorovich con la mano de mortero, es decir, si realmente se
    había dirigido a casa de Fiódor Pávlovich y sobre qué base podía llegarse a semejante
    conclusión. Piotr Ilich hizo especial hincapié en este punto y, a pesar de que al final no
    pudo averiguar nada en firme, quedó casi totalmente convencido de que Dmitri
    Fiódorovich no había podido ir a otro sitio que a casa de su padre y de que allí, por
    tanto, tenía que haber ocurrido algo necesariamente. «Y cuando regresó —añadió
    Fenia, muy nerviosa— y le confesé todo, empecé a preguntarle: “¿Cómo es que tiene
    usted las manos manchadas de sangre, mi buen Dmitri Fiódorovich?”», y al parecer él
    le había respondido que aquella sangre era humana y que acababa de matar a una
    persona. «Así lo admitió, así me lo confesó aquí mismo, y de repente salió corriendo
    como un loco. Yo me senté y me puse a pensar: “¿Adónde habrá ido corriendo ahora
    este loco? Seguro que va a Mókroie —me dije—, a matar a la señora”. Salí a toda prisa
    a suplicarle que no matara a la señora; me dirigí a su casa, pero delante de la tienda de
    los Plótnikov vi que estaba a punto de partir y que ya no tenía sangre en las manos.»
    (Fenia se había fijado en ese detalle y lo recordaba.) La vieja, la abuela de Fenia,
    confirmó la declaración de su nieta hasta donde le fue posible. Después de haber
    preguntado alguna cosa más, Piotr Ilich dejó la casa más preocupado e inquieto que al
    llegar.
    Se diría que, para él, lo más directo e inmediato habría sido encaminarse en ese
    momento a casa de Fiódor Pávlovich con la intención de averiguar si había ocurrido
    algo allí y, de ser así, exactamente qué, para acudir entonces, y solo entonces, cuando
    ya no hubiera lugar a dudas, al isprávnik, cosa ya firmemente decidida por Piotr Ilich.
    Pero la noche era oscura y el portalón de la casa de Fiódor Pávlovich era sólido; una
    vez más se vería obligado a llamar, pues apenas conocía a Fiódor Pávlovich; si al final
    le abrían, después de mucho llamar, y resultaba que allí no había ocurrido nada, el
    guasón de Fiódor Pávlovich iría al día siguiente con el cuento por toda la ciudad,
    explicando cómo a medianoche un desconocido, el funcionario Perjotin, había
    irrumpido en su casa para averiguar si alguien lo había matado. ¡Menudo escándalo! Y
    no había nada en el mundo que Piotr Ilich temiera más que el escándalo. No obstante,
    el sentimiento que lo animaba era tan fuerte que, dando una patada de rabia en el
    suelo y volviendo a maldecirse a sí mismo, de inmediato se puso nuevamente en
    marcha, pero ya no hacia la casa de Fiódor Pávlovich, sino hacia la de la señora
    Jojlakova. Si ésta respondía negativamente a la pregunta de si le había dado tres mil
    rublos a Dmitri Fiódorovich un rato antes, a una hora determinada, Piotr Pávlovich
    pensaba acudir de inmediato al isprávnik, sin pasar antes por casa de Fiódor Pávlovich;
    en caso contrario, lo dejaría todo para el día siguiente y se iría a casa. Evidentemente,
    la decisión del joven de presentarse de noche, casi a las once, en casa de una señora
    de posición, a la que no conocía de nada, levantándola tal vez de la cama, para hacerle
    una pregunta asombrosa, dadas las circunstancias, entrañaba mucho más riesgo de
    suscitar un escándalo que la opción de ir a casa de Fiódor Pávlovich. Pero así ocurre a
    veces, sobre todo en casos así, con las decisiones de las personas más metódicas y
    flemáticas. ¡Y en ese momento Piotr Ilich era cualquier cosa menos un hombre
    flemático! Toda su vida recordaría después cómo había ido apoderándose de él,
    gradualmente, un desasosiego invencible que había acabado por torturarlo,
    arrastrándolo contra su propia voluntad. Como es natural, en todo el camino no dejó
    de reprenderse por ir a casa de aquella dama, aunque se repitió por décima vez,
    haciendo rechinar los dientes: «¡Llegaré hasta el final! ¡Hasta el final!». Y logró su
    propósito: llegó hasta el final



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    Mensaje por Maria Lua Dom Nov 03, 2024 9:30 am

    ***

    Eran las once en punto cuando llegó a casa de la señora Jojlakova. Enseguida le
    dejaron entrar al patio, pero a su pregunta de si la señora dormía ya o estaba todavía
    levantada el portero no supo responder con precisión, y solo fue capaz de decirle que
    a esa hora por lo general estaba ya en la cama. «Hágase anunciar ahí arriba; si quiere
    recibirle, le recibirá; si no quiere, no le recibirá.» Piotr Ilich subió al piso principal, pero
    una vez allí la situación se complicó. El lacayo no quería anunciarlo; finalmente, llamó a
    una doncella. Piotr Ilich, en tono cortés pero insistente, le pidió que informara a su
    señora de que un funcionario local, Perjotin, se había presentado por un asunto
    especial, y añadió que de no haberse tratado de un asunto tan importante no habría
    osado venir. «Comuníqueselo exactamente así, con estas mismas palabras», le pidió a
    la doncella. La muchacha salió. Él se quedó esperando en el recibidor. La señora
    Jojlakova no se había acostado aún, pero ya se había retirado a su dormitorio. Estaba
    muy disgustada desde la reciente visita de Mitia y presentía que aquella noche no iba
    a poder evitar la migraña que solía sufrir en tales casos. Tras escuchar las explicaciones
    de la doncella, con la consiguiente sorpresa, mandó con irritación despedir a la visita, a
    pesar del extraordinario interés que había despertado en su curiosidad femenina la
    inesperada presencia, a esas horas, de un «funcionario local» desconocido. Pero Piotr
    Ilich, en esta ocasión, se mostró testarudo como una mula: al oír la negativa, rogó
    nuevamente, con una insistencia extraordinaria, que anunciaran su presencia y que le
    dijeran a la señora, «con estas mismas palabras», que estaba allí «por un asunto de una
    importancia excepcional», y que quizá la señora podría arrepentirse más tarde de no
    haberlo recibido en ese momento. «Fue como si me arrojara desde lo alto de una
    montaña», contaría más tarde. Tras mirarlo con asombro, la doncella fue a informar por
    segunda vez. La señora Jojlakova se quedó desconcertada; reflexionó, preguntó qué
    aspecto tenía el visitante y se enteró de que iba «muy bien vestido», y era «joven y
    muy cortés». Señalemos, entre paréntesis y como de paso, que Piotr Ilich era un joven
    bastante bien parecido, y él mismo lo sabía. La señora Jojlakova se decidió a salir a
    recibirlo. Llevaba puesta una bata de andar por casa y unas chinelas, pero se echó un
    chal negro por encima de los hombros. Rogaron al «funcionario» que pasara al salón,
    el mismo en el que hacía unas horas habían recibido a Mitia. La señora de la casa se
    presentó ante el visitante con un aire severo e inquisitivo y, sin invitarlo a sentarse, le
    preguntó abiertamente:
    —¿Qué se le ofrece?
    —Me he decidido a importunarla, señora, a propósito de nuestro común conocido
    Dmitri Fiódorovich Karamázov —empezó diciendo Perjotin, pero, nada más pronunciar
    este nombre, en el rostro de la señora se dibujó una vivísima irritación. Ésta reprimió
    un chillido e interrumpió, encolerizada, a su interlocutor.
    —¿Hasta cuándo van a seguir atormentándome con ese hombre espantoso? ¿Hasta
    cuándo? —empezó a gritar, fuera de sí—. ¿Cómo ha osado usted, señor mío, cómo ha
    tenido el atrevimiento de venir a molestar a una dama a la que no conoce, en su casa y
    a estas horas… y para hablar de un hombre que aquí mismo, en este mismo salón,
    hace apenas tres horas, vino dispuesto a matarme, me pateó y salió como no sale
    nadie de una casa decente? Sepa, señor mío, que pienso presentar una queja contra
    usted, que no se lo voy a perdonar; así que haga el favor de dejarme tranquila en este
    mismo instante… Soy una madre, y ahora mismo… yo… yo…
    —¡Matarla! ¿Conque también a usted quería matarla?
    —¿Es que ya había matado a alguien más? —preguntó impetuosamente la señora
    Jojlakova.
    —Tenga la bondad de escucharme, señora, tan solo medio minuto, y yo en dos
    palabras se lo explicaré todo —contestó rotundamente Perjotin—. Hoy mismo, a las
    cinco de la tarde, el señor Karamázov me pidió prestados diez rublos en calidad de
    amigo, y sé positivamente que carecía de dinero; resulta que a las nueve de la noche
    ha venido a verme llevando en las manos, a la vista de todo el mundo, un fajo de
    billetes de cien rublos; serían aproximadamente dos mil o puede que incluso tres mil
    rublos. Tenía la cara y las manos todas llenas de sangre, y parecía como si se hubiera
    vuelto loco. Al preguntarle de dónde había sacado tanto dinero, me respondió con
    precisión que se lo acababa de dar usted y que usted le había prestado un total de
    tres mil rublos para ir, según me dijo, a las minas de oro…
    En la cara de la señora Jojlakova se reflejó de pronto una inusitada y dolorosa
    emoción.
    —¡Dios mío! ¡Ha matado a su anciano padre! —exclamó, juntando las manos—. ¡Yo
    no le he dado nada de dinero, nada! ¡Oh, corra, corra!… ¡No diga ni una palabra más!
    Salve al viejo, vaya corriendo a casa de su padre, ¡corra!
    —Permítame, señora, ¿de modo que no le ha dado usted dinero? ¿Recuerda
    claramente que no le ha dado ninguna cantidad?
    —¡No le he dado nada, nada! Se lo he negado, porque no es capaz de apreciar su
    valor. Ha salido hecho una furia y dando patadas. Se ha abalanzado sobre mí, pero yo
    me he apartado de un salto… Y le diré además a usted, a quien ya no tengo intención
    de ocultar nada, que ese hombre incluso me ha escupido, ¿se lo imagina? Pero ¿qué
    hacemos de pie? Ah, siéntese… Disculpe, yo… O mejor corra, corra, ¡tiene usted que
    correr a salvar a ese pobre viejo de una muerte espantosa!
    —Pero ¿y si ya lo ha matado?
    —¡Ay, Dios mío, es verdad! ¿Qué vamos a hacer ahora? ¿Qué cree usted que
    debemos hacer ahora?




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    Mensaje por Maria Lua Lun Nov 04, 2024 9:44 am

    ***
    Entretanto había invitado a sentarse a Piotr Ilich y ella misma se había sentado
    enfrente de él. Piotr Ilich le expuso, brevemente pero con bastante claridad, la historia
    del caso, al menos aquella parte de la historia de la que ese mismo día había sido
    testigo; le contó su reciente visita a Fenia y la informó de lo ocurrido con la mano de
    mortero. Todos estos detalles impresionaron a más no poder a la excitada dama, que
    se puso a chillar y se cubrió el rostro con las manos…
    —Figúrese, ¡todo esto yo ya lo veía venir! Tengo este don: todo lo que me
    imagino, sea lo que sea, luego se cumple. Cuántas veces, cuántas, al mirar a ese
    hombre horrible, habré pensado: al final este hombre acabará matándome. Y así ha
    sido… Quiero decir, si no me ha matado a mí, sino a su padre, eso se debe, muy
    probablemente, a que la mano de Dios tiene que haber velado por mí, y también a
    que a ese hombre le ha dado vergüenza matarme, porque aquí mismo, en este lugar,
    le colgué del cuello una estampa con una reliquia de santa Bárbara, esa gran mártir…
    ¡Qué cerca he estado en ese momento de la muerte! ¡Me he acercado tanto a él, y él
    ha alargado todo el cuello hacia mí! ¿Sabe, Piotr Ilich? (Disculpe, ha dicho que se
    llamaba Piotr Ilich, ¿verdad?)… ¿Sabe?, yo no creo en los milagros, pero esa estampa y
    el evidente milagro que ha obrado conmigo hace un rato… eso es algo que me
    conmueve, y estoy empezando a creer otra vez en lo que haga falta. ¿Ha oído usted
    hablar del stárets Zosima?… Es igual, ya no sé ni lo que me digo… Imagínese, ese
    hombre, aun llevando la imagen al cuello, me ha escupido… Sí, claro, solo me ha
    escupido, no me ha matado, y… y ¡hay que ver adónde ha ido a parar! Y ¿qué
    hacemos ahora nosotros? ¿Adónde deberíamos ir? ¿Qué piensa usted?
    Piotr Ilich se levantó y anunció que pensaba ir directamente a ver al isprávnik a
    contárselo todo, y que éste ya sabría lo que había que hacer.
    —Ah, es un hombre estupendo, estupendo; conozco a Mijaíl Makárovich. Vaya a
    verlo sin falta. Qué resolutivo es usted, Piotr Ilich, y qué bien lo ha pensado todo;
    ¿sabe?, ¡a mí nunca se me habría ocurrido!
    —Además, yo también soy un buen amigo del isprávnik —señaló Piotr Ilich, que
    seguía ahí parado y que, evidentemente, tenía muchas ganas de librarse como fuera
    de aquella impulsiva dama, que no le daba ocasión de despedirse y marcharse.
    —Y ¿sabe, sabe? —farfullaba ella—. Venga a contarme todo lo que vea y oiga allí…
    y lo que se descubra… y lo que decidan hacer con él y adónde lo van a mandar
    cuando lo condenen. Dígame, aquí no hay pena de muerte, ¿verdad? Pero venga sin
    falta, aunque sean las tres de la madrugada, aunque sean las cuatro, las cuatro y media
    incluso… Mande que me despierten, que me zarandeen si no me levanto… ¡Oh, Dios!,
    si no voy a poder ni dormirme… Escuche, ¿y si fuera con usted?…
    —No, no; ahora bien, si quisiera escribir ahora mismo de su puño y letra tres líneas,
    por si acaso, diciendo que no le ha dado usted ningún dinero a Dmitri Fiódorovich,
    quizá no estaría de más… por si acaso…

    —¡Cómo no! —La señora Jojlakova, entusiasmada, se acercó de un salto a su
    escritorio—. ¿Sabe? Me deja usted anonadada, sencillamente me admiran su diligencia
    y su habilidad en estas cuestiones… ¿Presta usted aquí sus servicios? Qué gusto da
    saber que presta aquí sus servicios…
    Sin dejar de hablar, trazó rápidamente en medio folio de papel de carta, en
    grandes caracteres, las siguientes líneas:
    Nunca en la vida he prestado al desdichado Dmitri Fiódorovich Karamázov (pues, a
    pesar de todo, ahora es un desdichado) tres mil rublos en el día de hoy, ni ninguna
    otra cantidad de dinero, ¡nunca, nunca! Lo juro por todo lo que hay de sagrado en este
    mundo.
    JOJLAKOVA
    —¡Aquí tiene la nota! —Rápidamente, se volvió hacia Piotr Ilich—. Vaya ahora y
    sálvelo. Será una gran acción de su parte.
    Y lo persignó tres veces. Incluso lo acompañó hasta el vestíbulo para despedirlo.
    —¡Qué agradecida le estoy! No puede usted creerse cómo le agradezco que haya
    venido a verme a mí antes que a nadie. ¿Cómo es que no nos habíamos visto antes?
    Me sentiría muy halagada si, en lo sucesivo, pudiera recibirle a usted en mi casa. Me ha
    encantado saber que usted presta aquí sus servivios… y con semejante precisión, con
    semejante eficacia… A usted tendrán que apreciarle en lo que vale, acabarán por
    comprenderle, y todo lo que yo pudiera hacer por usted, créame que… ¡Oh, adoro a
    la gente joven! Estoy enamorada de la gente joven. Los jóvenes son el fundamento de
    nuestra Rusia sufriente de hoy, son toda su esperanza… ¡Oh, vaya usted, vaya usted!
    Pero Piotr Ilich ya había salido corriendo; si no, ella no le habría dejado marcharse
    tan pronto. De todos modos, la señora Jojlakova le había producido una impresión
    bastante agradable, que hasta atenuaba en alguna medida su inquietud por verse
    implicado en un asunto tan desagradable. Cada uno tiene sus gustos, eso ya se sabe.
    «Tampoco es tan mayor —pensaba él con satisfacción—; al contrario, la habría tomado
    por su hija.»
    Por su parte, la señora Jojlkova estaba sencillamente fascinada con aquel joven.
    «Cuánto talento, cuánta precisión en una persona tan joven en los tiempos que corren,
    y todo ello con esos modales y esa presencia. Tanto que dicen que si los jóvenes
    actuales no valen para nada; pues aquí tenemos un ejemplo.» Y etcétera, etcétera. De
    ese modo, sencillamente se olvidó del «terrible incidente», y solo en el momento de
    acostarse, al acordarse de pronto una vez más de «lo cerca que había estado de la
    muerte», exclamó: «¡Ah, es algo terrible, terrible!». Pero enseguida se quedó dormida,
    sumiéndose en el más profundo y dulce de los sueños. De todos modos, no me habría
    extendido tanto en detalles nimios y episódicos si la excéntrica entrevista, que acabo
    de describir, entre el joven funcionario y la viuda en absoluto vieja no hubiera servido
    después de base para la carrera de toda una vida de aquel preciso y meticuloso joven,
    algo que todavía se recuerda con asombro en nuestra pequeña ciudad y de lo que
    posiblemente digamos alguna palabrilla especial una vez que hayamos concluido
    nuestro largo relato sobre los hermanos Karamázov



    467
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    Mensaje por Maria Lua Jue Nov 07, 2024 10:38 am

    ***

    II. La alarma



    Nuestro isprávnik, Mijaíl Makárovich Makárov, teniente coronel retirado con el grado
    de consejero de corte, era un hombre viudo y una buena persona. Había llegado a
    nuestra ciudad hacía solo tres años, pero ya se había ganado la simpatía general,
    gracias, sobre todo, a que «sabía unir a la sociedad». Nunca faltaban invitados en su
    casa, y se diría que sin ellos no habría podido vivir. Todos los días, sin falta, alguien
    comía con él, aunque solo fueran un par de invitados, o uno solo, pero sin invitados no
    se sentaba a la mesa. Tampoco eran raros los banquetes formales, que organizaba con
    toda clase de pretextos, hasta los más imprevistos. La comida que servía no es que
    fuera exquisita, pero sí era abundante; se preparaban unas kulebiaki excelentes y los
    vinos, sin brillar por su calidad, destacaban por su cantidad. La primera pieza de la
    casa, donde había instalado un billar, presentaba un mobiliario muy distinguido: es
    decir, colgaban incluso de las paredes unos grabados, con sus marcos negros, de
    caballos de carreras ingleses, adorno imprescindible, como es sabido, en toda sala de
    billar de un hombre soltero. Todas las noches se jugaba a las cartas, aunque no fuera
    más que en una sola mesa. Pero muy a menudo también se reunía allí lo mejor de la
    sociedad de nuestra ciudad, con las mamás y las jovencitas, para bailar. Mijaíl
    Makárovich, aunque era viudo, era un hombre familiar y vivía en compañía de una hija
    suya, viuda también desde hacía mucho y madre a su vez de dos muchachas, nietas de
    Mijaíl Makárovich. Éstas ya eran mayores y habían concluido su formación; no eran
    nada feas y tenían un carácter alegre y, aunque todo el mundo sabía que carecían de
    dote, atraían a casa de su abuelo a nuestra juventud mundana. En el trabajo Mijaíl
    Makárovich no era precisamente brillante, pero tampoco desempeñaba sus funciones
    peor que otros muchos. A decir verdad, era un hombre poco instruido e incluso
    despreocupado en lo referente a la clara comprensión de los límites de su poder
    administrativo. No es que no alcanzara a comprender en su integridad determinadas
    reformas del actual reinado, pero sí es verdad que las entendía con ciertos errores, en
    ocasiones muy notorios, y no porque fuera particularmente incapaz, sino sencillamente
    por la indolencia de su carácter, porque nunca tenía tiempo para estudiarlas a fondo.
    «Tengo alma de militar, caballeros, más que de civil», solía decir de sí mismo. Ni
    siquiera parecía haber llegado a hacerse una idea firme y definitiva de los fundamentos
    precisos de la reforma campesina, y los iba descubriendo, por así decir, de año en año,
    aumentando sus conocimientos de forma práctica y a su pesar, aun siendo también él,
    por cierto, un propietario. Piotr Ilich sabía a ciencia cierta que aquella noche en casa
    de Mijaíl Makárovich encontraría sin falta invitados, pero ignoraba exactamente cuáles.
    469
    El caso es que en aquellos precisos momentos estaban jugando a las cartas en su casa
    el fiscal y el médico del zemstvo, Varvinski, un joven recién llegado de San
    Petersburgo, después de haber completado brillantemente sus estudios en la
    Academia de Medicina de la capital. En cuanto al fiscal —es decir, el ayudante del
    fiscal, aunque en nuestra ciudad siempre lo llamaban «el fiscal»—, Ippolit Kiríllovich,
    era un sujeto singular, joven aún, de unos treinta y cinco años, pero con una fuerte
    propensión a la tisis; además, estaba casado con una dama excesivamente gruesa, y
    sin hijos; era un hombre orgulloso e irritable, aunque de notable inteligencia e incluso
    de buen corazón. Por lo visto, todo el problema de su carácter consitía en que tenía
    una idea de sí mismo que estaba por encima de lo que autorizaban sus verdaderas
    cualidades. Ésa era la razón de que pareciera estar continuamente nervioso. Aparte de
    eso, se manifestaban en él ciertas aspiraciones elevadas, incluso de tipo artístico,
    como, por ejemplo, su psicologismo, su particular conocimiento del alma humana, su
    especial talento para comprender al criminal y para comprender su crimen. En ese
    sentido, se consideraba un tanto maltratado y relegado en su carrera, y nunca dejó de
    estar convencido de que en las altas esferas no sabían valorarlo adecuadamente y
    tenía enemigos en esos círculos. En los momentos más lúgubres amenazaba incluso
    con conventirse en abogado defensor en materia criminal. El inesperado caso del
    parricidio de los Karamázov pareció causarle una gran conmoción: «Un caso como éste
    podría conocerse en toda Rusia». Pero me estoy adelantando al decir esto.
    En la estancia contigua, en compañía de unas señoritas, se encontraba nuestro
    joven juez de instrucción Nikolái Parfiónovich Neliúdov, llegado hacía solo dos meses
    de San Petersburgo. Más tarde, todo el mundo comentó, con cierto asombro, que
    todas aquellas personas se hallaban reunidas la noche del «crimen» en casa del poder
    ejecutivo, y que parecía hecho a propósito. En realidad, era algo mucho más sencillo y
    había ocurrido con toda naturalidad: a la mujer de Ippolit Kiríllovich le dolían las
    muelas desde el día anterior, y el hombre no había tenido más remedio que salir por
    ahí, huyendo de sus gemidos; el médico, por su condición misma, no podía pasar la
    velada de otro modo que jugando a las cartas. En cuanto a Nikolái Parfiónovich
    Neliúdov, hacía ya tres días que tenía planeado presentarse aquella noche en casa de
    Mijaíl Makárovich como por casualidad, por así decir, con ánimo de sorprender
    repentina y maliciosamente a la mayor de las dos jóvenes, Olga Mijáilovna,
    revelándole que estaba al corriente de su secreto, que sabía que aquél era el día de su
    cumpleaños y que ella había decidido ocultárselo a la gente para no tener que dar un
    baile. Se esperaba que hubiera muchas risas y alusiones a la edad de la joven, a su
    supuesto miedo a declararla, y al hecho de que él, estando en posesión del secreto,
    pensaba divulgarlo al día siguiente por toda la ciudad, y etcétera, etcétera. El
    simpático jovencito era en ese sentido de lo más travieso; de hecho, así lo llamaban las
    damas, «el travieso», y eso, por lo visto, a él le encantaba. Por lo demás, pertenecía a
    470
    lo mejor de la sociedad, era de buena familia, tenía una buena educación y buenos
    sentimientos, y, aunque era un vividor, resultaba inofensivo y siempre se mostraba
    correcto. Físicamente, era de baja estatura, débil y de complexión delicada. En sus
    dedos finos y pálidos siempre brillaban algunos anillos de un tamaño excepcional. En
    el ejercicio de su cargo exhibía una extraordinaria gravedad, como si considerara
    sagradas su significación y sus obligaciones. Tenía una especial habilidad para
    desconcertar en los interrogatorios a los asesinos y demás malhechores del populacho
    y, efectivamente, despertaba en ellos, si no respeto por su persona, sí al menos cierto
    asombro.
    Al entrar en casa del isprávnik, Piotr Ilich se quedó sencillamente estupefacto: de
    repente se dio cuenta de que allí ya se sabía todo. De hecho, habían dejado las cartas
    y todos estaban de pie haciendo comentarios, e incluso Nikolái Parfiónovich había
    acudido a toda prisa desde la sala donde estaba con las señoritas y tenía una
    expresión de lo más decidida e impetuosa. Recibieron a Piotr Ilich con la pasmosa
    noticia de que, efectivamente, el viejo Fiódor Pávlovich había sido asesinado aquella
    misma noche en su propia casa, asesinado y robado. Era algo que acababa de saberse,
    del siguiente modo.




    469
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    Mensaje por Maria Lua Vie Nov 08, 2024 9:55 am

    ***


    Marfa Ignátievna, la mujer de Grigori, que había sido derribado junto a la valla, a
    pesar de que estaba durmiendo como un tronco en su cama y de que habría podido
    seguir durmiendo hasta la mañana siguiente, se despertó súbitamente. A ello
    contribuyó el espantoso grito epiléptico de Smerdiakov, que yacía inconsciente en la
    habitación vecina: era el grito con el que empezaban invariablemente sus ataques de
    mal caduco, ataques que siempre, durante toda su vida, habían causado pánico a
    Marfa Ignátievna, afectándola de un modo pernicioso. Nunca había podido
    acostumbrarse. Adormilada, saltó de la cama y casi fuera de sí corrió al cuartucho de
    Smerdiakov. Pero estaba a oscuras, y solo pudo oír que el enfermo había empezado a
    roncar y a removerse de un modo espantoso. Entonces Marfa Ignátievna se puso a
    gritar y a llamar a su marido, pero de pronto cayó en la cuenta de que al parecer
    Grigori no estaba en la cama en el momento en que ella se había levantado. Corrió de
    vuelta a su cama y empezó a palparla, pero efectivamente estaba vacía. Así pues,
    Grigori se había marchado, pero ¿adónde? Marfa Ignátievna salió corriendo al porche
    y desde allí llamó tímidamente a su marido. Naturalmente, no obtuvo respuesta,
    aunque sí oyó, en medio del silencio de la noche, unos gemidos que parecían venir de
    algún lugar retirado en el huerto. Aguzó el oído; los gemidos se repitieron y quedó
    claro que, efectivamente, provenían del huerto. «¡Señor, igual que aquella vez con
    Lizaveta la Maloliente!», se le pasó por la cabeza, trastornada. Bajó con aprensión los
    peldaños y distinguió la cancela del huerto, que estaba abierta. «Tiene que estar ahí,
    pobrecillo», pensó; se acercó a la cancela y, de pronto, oyó con toda claridad que
    Grigori la estaba llamando a gritos, con una voz débil, agónica, terrible: «¡Marfa,
    471
    Marfa!». «Señor, presérvanos de todo mal», susurró Marfa Ignátievna y acudió
    corriendo a la llamada, y de ese modo encontró a Grigori. Pero no lo encontró junto a
    la valla, en el mismo lugar donde había sido derribado, sino a unos veinte pasos de allí.
    Más tarde se supo que Grigori, al volver en sí, había empezado a arrastrarse, y
    seguramente habría avanzado así un buen rato, perdiendo el sentido y cayendo
    inconsciente en varias ocasiones. Su mujer se dio cuenta enseguida de que estaba
    cubierto de sangre y se puso a chillar como una condenada. Grigori farfullaba en voz
    baja y de forma inconexa: «Lo ha matado… ha matado al padre… para qué gritas,
    boba… corre, llama»… Pero Marfa Ignátievna no se calmaba y no paraba de gritar,
    hasta que de pronto, viendo que la ventana del señor estaba abierta y había luz en
    ella, echó a correr en esa dirección y empezó a llamar a Fiódor Pávlovich. Sin embargo,
    al mirar por la ventana vio un espectáculo aterrador: el señor estaba tendido boca
    arriba en el suelo y no se movía. Su bata clara y la pechera de su camisa blanca
    estaban empapadas de sangre. Una vela sobre la mesa iluminaba nítidamente la
    sangre y el rostro inerte, sin vida, de Fiódor Pávlovich. En ese momento, presa del
    pánico más espantoso, Marfa Ignátievna se apartó rápidamente de la ventana, atravesó
    a toda prisa el huerto, abrió el cerrojo del portalón y corrió como una loca, cruzando
    por detrás de la casa, a avisar a su vecina Maria Kondrátievna. Las dos vecinas, madre
    e hija, ya dormían, pero los furibundos y apremiantes golpes en los postigos y los
    gritos de Marfa Ignátievna las despertaron, y ambas mujeres se precipitaron a la
    ventana. Marfa Ignátievna, de manera confusa, entre chillidos y gritos, acertó a
    contarles lo fundamental y les pidió ayuda. Precisamente, estaba pasando la noche en
    su casa el errabundo Fomá. Lo despertaron al instante, y los tres corrieron al lugar del
    crimen. Por el camino, Maria Kondrátievna acertó a recordar que algo más temprano,
    antes de las nueve de la noche, había sentido un grito penetrante y aterrador, que
    había podido oírse por todo el vecindario, procedente del huerto de Fiódor Pávlovich:
    sin duda, se había tratado del grito de Grigori cuando éste, agarrado a la pierna de
    Dmitri Fiódorovich, que ya se había sentado a horcajadas sobre la valla, exclamó:
    «¡Parricida!». «Alguien soltó un grito y luego se calló», declaró a la carrera Maria
    Kondrátievna. Al llegar al sitio donde yacía Grigori, las dos mujeres, con ayuda de
    Fomá, lo trasladaron al pabellón. Encendieron una luz y vieron que Smerdiakov no se
    había calmado todavía y seguía removiéndose en su cuchitril, con los ojos en blanco y
    echando espuma por la boca. A Grigori le lavaron la cabeza con agua y vinagre, y
    gracias al agua volvió en sí y preguntó de inmediato: «¿Han matado al señor?».
    Entonces las dos mujeres fueron con Fomá a ver al señor y al entrar en el huerto vieron
    en esta ocasión que no solo la ventana sino también la puerta de la casa que daba al
    huerto estaba abierta de par en par, y ello a pesar de que el señor se encargaba
    personalmente de cerrarla a cal y canto todas las noches desde hacía una semana y no
    le permitía ni al mismo Grigori que fuera a llamar a su cuarto por nada del mundo.
    Viendo abierta esa puerta, ninguno de los tres, lo mismo las dos mujeres que Fomá, se
    atrevía a entrar en la casa, «por lo que pudiera pasar después». Pero Grigori, cuando
    volvieron a su lado, les mandó que fueran enseguida a avisar al isprávnik. Fue entonces
    cuando Maria Kondrátievna se acercó corriendo a casa de Mijaíl Makárovich y alertó a
    todos los que estaban allí. Apenas se adelantó en cinco minutos a la llegada de Piotr
    Ilich, de modo que éste ya no se presentó únicamente con sus propias conjeturas y
    conclusiones, sino como un testigo ocular cuyo relato vino a confirmar la sospecha
    general en lo tocante a la identidad del criminal (sospecha que, por cierto, él mismo,
    en el fondo de su alma, se negó a aceptar hasta el último momento).

    Decidieron actuar con energía. Inmediatamente encomendaron al ayudante del
    comisario de policía que reuniera a un total de cuatro testigos y que, observando
    todas las reglas, que no voy a describir aquí, se introdujeran en casa de Fiódor
    Pávlovich y procedieran a la investigación sobre el terreno. El médico del zemstvo,
    persona impulsiva y hombre de nuestro tiempo, poco menos que insistió en
    acompañar al isprávnik, al fiscal y al juez de instrucción. Me limitaré a reseñar
    brevemente: Fiódor Pávlovich, definitivamente, había sido asesinado; lo hallaron con el
    cráneo hundido, pero ¿con qué? Lo más probable es que fuera con la misma arma con
    la que después habían abatido a Grigori. Precisamente dieron con el arma después de
    escuchar de Grigori, a quien se prestó toda la ayuda médica posible, un relato
    bastante coherente, a pesar de su voz débil y entrecortada, acerca de cómo había sido
    atacado. Con la ayuda de un farol, empezaron a buscar al lado de la valla y
    encontraron la mano de cobre arrojada junto al sendero del huerto, perfectamente
    visible. En la habitación donde yacía Fiódor Pávlovich no detectaron un desorden
    inusual, pero por detrás del biombo, al pie de la cama, recogieron del suelo un sobre
    grande, de papel grueso, de dimensiones oficiales, con una inscripción: «Un regalito
    de tres mil rublos a mi ángel Grúshenka, por si tiene a bien venir»; en la parte inferior
    el mismo Fiódor Pávlovich había añadido, probablemente con posterioridad: «Y a mi
    pichoncito». Había tres grandes sellos de lacre rojo en el sobre, pero ya lo habían
    abierto y vaciado: se habían llevado el dinero. También encontraron en el suelo una
    fina cintita rosa, que había servido para atar el sobre. En las declaraciones de Piotr Ilich
    había, entre otras, una circunstancia que impresionó enormemente al fiscal y al juez de
    instrucción: concretamente, su firme sospecha de que Dmitri Fiódorovich se iba a
    pegar un tiro al amanecer, de que estaba decidido a dar ese paso; él mismo le había
    hablado de esa cuestión a Piotr Ilich, había cargado la pistola en su presencia, había
    escrito una breve nota, se la había guardado en el bolsillo, y todo eso. Y, cuando el
    propio Piotr Ilich, que aún se resistía a creerle, lo amenazó con ir a contárselo a alguien
    para evitar el suicidio, el mismo Mitia le había replicado, forzando una sonrisa: «No te
    va a dar tiempo».


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    Mensaje por Maria Lua Vie Nov 08, 2024 9:56 am

    ***

    Así pues, tenían que llegar cuanto antes a ese sitio, a Mókroie, para
    atrapar al criminal antes de que le diera tiempo a pegarse un tiro, si es que realmente
    473
    tomaba esa decisión. «¡Está claro, está claro! —repetía el fiscal, extraordinariamente
    agitado—. Es justo lo que suelen hacer los alborotadores como él: mañana me mato,
    pero, antes de morir, juerga y más juerga.» La historia de cómo se había llevado de la
    tienda los vinos y los demás productos no hizo sino excitar aún más al fiscal.
    «Acuérdense, señores, de aquel mozo que mató al mercader Olsufiev, le robó mil
    quinientos rublos y acto seguido fue a rizarse el pelo, y después, sin preocuparse
    siquiera de esconder bien el dinero, poco menos que con él en la mano, se fue de
    picos pardos.» A todos, sin embargo, los retuvo la investigación, el registro en casa de
    Fiódor Pávlovich, las formalidades y demás. Todo eso requirió su tiempo, por lo cual
    mandaron por delante a Mókroie, un par de horas antes de partir ellos mismos, al
    stanovói Mavriki Mavríkievich Shmertsov, llegado a la ciudad la misma víspera por la
    mañana para cobrar la paga. Le dieron instrucciones de ir a Mókroie y, sin despertar
    ninguna alarma, vigilar incansablemente al «criminal» hasta la llegada de las
    autoridades competentes, al tiempo que se ocupaba de los testigos, los sotskie y esa
    clase de cosas. Así hizo Mavriki Mavríkievich, que guardó el incógnito y solo a Trifon
    Borísovich, viejo amigo suyo, le desveló en parte el secreto del caso. Todo lo cual vino
    a coincidir, precisamente, con el momento en que Mitia encontró en la oscuridad de la
    galería al posadero que andaba buscándolo, y enseguida advirtió la repentina
    mudanza que se había producido en su rostro y en sus palabras. De ese modo, ni Mitia
    ni nadie se dio cuenta de que los estaban vigilando; en cuanto al estuche con las
    pistolas, hacía ya un buen rato que Trifon Borísovich se lo había birlado y lo había
    puesto a buen recaudo. Y solo pasadas las cuatro de la madrugada, poco antes del
    amanecer, llegaron las autoridades, el isprávnik, el fiscal y el juez de instrucción, en dos
    coches tirados por sendas troikas. El doctor, en cambio, se había quedado en casa de
    Fiódor Pávlovich, con el propósito de practicar por la mañana la autopsia al cadáver
    del asesinado, aunque lo que más le interesaba era el estado del criado enfermo,
    Smerdiakov. «Ataques tan violentos y prolongados de mal caduco, que se repiten
    incesantemente durante dos días seguidos, no se encuentran a menudo; es un caso
    que compete a la ciencia», declaró con entusiasmo a sus compañeros cuando ya se
    iban, y éstos lo felicitaban, entre risas, por su hallazgo. Además, el fiscal y el juez de
    instrucción recordarían después claramente que el doctor había añadido, en un tono
    muy decidido, que Smerdiakov no llegaría vivo a la mañana siguiente.
    Ahora, tras esta larga, pero aparentemente necesaria aclaración, hemos regresado
    al mismo punto en el que dejé mi relato en el libro anterior.




    III. Viaje del alma a través de los tormentos. Primer tormento





    Así pues, Mitia estaba sentado y contemplaba a los allí presentes con una mirada
    salvaje, sin entender lo que le decían. De repente se puso de pie, levantó los brazos y
    gritó con fuerza:
    —¡No soy culpable! ¡No soy culpable de esa sangre! No soy culpable de la sangre
    de mi padre… ¡Quería matarlo, pero no soy culpable! ¡No he sido yo!
    Apenas había acabado de decir estas palabras cuando Grúshenka, saliendo de
    detrás de las cortinas, se desplomó a los pies del isprávnik.
    —¡He sido yo, maldita! ¡Yo soy la culpable! —gritó, entre unos lamentos que
    desgarraban el alma, hecha un mar de lágrimas, extendiendo los brazos hacia todos
    los presentes—. ¡Lo ha matado por mí!… ¡Yo lo he atormentado y lo he empujado a
    hacerlo! ¡También al pobre viejo, al difunto, lo hice sufrir, por pura maldad, y he
    conseguido que las cosas llegaran a este extremo! ¡Yo soy la culpable, la primera y la
    más importante! ¡Yo soy la culpable!
    —¡Sí, tú eres la culpable! ¡Tú eres la principal responsable! ¡Eres arrebatada,
    disoluta, eres la principal culpable! —empezó a vociferar, amenazándola con la mano,
    el isprávnik, pero enseguida lo aplacaron con determinación. El fiscal tuvo incluso que
    sujetarlo.
    —Esto es un verdadero desbarajuste, Mijaíl Makárovich —le gritó—.
    Decididamente, está usted entorpeciendo la investigación… Va a echarlo todo a
    perder… —dijo, casi sofocándose.
    —¡Medidas, medidas, hay que tomar medidas! —Nikolái Parfiónovich estaba
    también que echaba humo—. ¡Si no, es totalmente imposible!
    —¡Júzguennos a los dos juntos! —seguía clamando Grúshenka con frenesí, aún de
    rodillas—. Castíguennos juntos, ¡ahora estoy dispuesta a ir con él al cadalso!
    —¡Grusha, mi vida, mi sangre, mi santuario! —También Mitia cayó de rodillas a su
    lado y la estrechó con fuerza entre sus brazos—. No la crean —gritó—, no tiene culpa
    de nada, ¡ni de la sangre ni de nada!
    Más tarde recordaría que varios hombres lo habían separado de Grúshenka a la
    fuerza, que a ella se la llevaron repentinamente y que, cuando volvió en sí, ya estaba
    sentado a la mesa. A sus costados y a su espalda había unos hombres con distintivos
    de metal. Enfrente, al otro lado de la mesa, sentado en un sofá, se encontraba Nikolái
    Parfiónovich, el juez de instrucción, que estaba tratando de convencerlo de que
    bebiera un poco de agua del vaso que había sobre la mesa: «Le refrescará, verá cómo
    le calma, no tenga miedo, no se preocupe usted», añadió con extrema cortesía. De
    pronto a Mitia —así lo recordó él— le llamaron mucho la atención sus grandes anillos,
    uno de ellos con una amatista y otro con una piedra transparente de color amarillo
    vivo, con unos reflejos preciosos. Más tarde, durante mucho tiempo, recordaría
    admirado que los anillos habían atraído su mirada de una manera irresistible, incluso
    en aquellas horas terribles de interrogatorios, hasta el punto de que era incapaz de
    apartar los ojos y olvidarse de ellos, siendo como eran unos objetos completamente
    inapropiados en aquella situación. A la izquierda de Mitia, en el asiento que había
    ocupado Maksímov al comienzo de la velada, estaba sentado el fiscal, y a la derecha,
    en el sitio donde entonces había estado Grúshenka, se acomodó un joven de tez
    sonrosada con una especie de cazadora muy gastada; enfrente de él había un tintero y
    unos folios. Por lo visto, se trataba del escribiente del juez de instrucción, que lo había
    traído consigo. El isprávnik estaba de pie, al lado de una ventana, en el otro extremo
    de la habitación, junto a Kalgánov, que se había sentado en una silla cerca de la misma
    ventana




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    Mensaje por Maria Lua Sáb Nov 09, 2024 9:05 am

    ***

    —¡Beba un poco de agua! —repitió amablemente, por décima vez, el juez de
    instrucción.
    —Ya he bebido, señores, ya he bebido… pero… muy bien, señores, aplástenme,
    castíguenme, ¡decidan mi destino! —exclamó Mitia, mirando al juez con unos ojos
    terriblemente fijos y desorbitados.
    —Así pues ¿afirma usted taxativamente que no es el culpable de la muerte de su
    padre, Fiódor Pávlovich? —preguntó el juez de instrucción, suavemente pero con
    firmeza.
    —¡No soy el culpable! Soy el culpable de otra sangre, de la sangre de otro anciano,
    pero no de la de mi padre. ¡Y lo lamento! He matado, he matado a un anciano, lo he
    matado y lo he dejado tirado… Pero es duro tener que responder de esta sangre con
    otra sangre, una sangre terrible de la que no soy culpable… Terrible acusación,
    señores, ¡un mazazo en la frente! Pero ¿quién ha matado a mi padre? ¿Quién lo ha
    matado? ¿Quién ha podido matarlo, si no he sido yo? ¡Es algo descabellado, absurdo,
    imposible!…
    —Sí, yo le diré quién ha podido matarlo… —empezó a decir el juez de instrucción,
    pero el fiscal Ippolit Kiríllovich (ayudante del fiscal, pero también nosotros vamos a
    llamarlo fiscal, para abreviar), intercambió una mirada con el juez y dijo, dirigiéndose a
    Mitia:
    —No tiene por qué inquietarse usted por el viejo criado, Grigori Vasíliev. Sepa que
    está vivo, ha recobrado el conocimiento y, a pesar del tremendo golpe que usted le
    propinó, según se desprende de su propia declaración y ahora también de la de usted,
    parece que su vida no corre peligro, al menos en opinión del doctor.
    —¿Vivo? ¡Así que está vivo! —gritó de pronto Mitia, juntando las manos. La cara se
    le iluminó—. ¡Señor, te doy las gracias por este grandioso milagro que has hecho por
    mí, pecador y malvado, atendiendo mis plegarias!… Sí, sí, ha sido gracias a mis
    plegarias, ¡he estado rezando toda la noche! —Y se santiguó tres veces. Casi no podía
    respirar.
    —Y ha sido precisamente de Grigori de quien hemos obtenido una declaración tan
    relevante en lo que a usted concierne que… —siguió diciendo el fiscal, pero Mitia, de
    pronto, se levantó de un salto de la silla.
    —Un momento, caballeros; por el amor de Dios, solo un momento; iré corriendo a
    decirle a ella…
    —¡Disculpe! ¡Ahora mismo es imposible! —Nikolái Parfiónovich estuvo a punto de
    chillar, y también él se puso en pie de un salto. Los hombres con distintivos en el
    pecho agarraron a Mitia, el cual, de todos modos, se sentó en la silla…
    —¡Lo lamento, señores! Quería ir a verla solo un momento… Quería comunicarle
    que ya está lavada, que ha desaparecido esa sangre que me ha lacerado el corazón
    toda la noche, ¡que ya no soy un asesino! ¡Sepan que es mi novia, señores! —dijo de
    pronto, con entusiasmo y veneración, mirando a todos los presentes—. ¡Oh, gracias,
    señores! ¡Oh, cómo me han hecho renacer, cómo me han resucitado en un instante!
    Ese anciano, señores, me llevaba en sus brazos, me lavaba en un dornajo; cuando,
    siendo yo una criatura de tres años, todos me abandonaron, ¡él fue mi padre!
    —Así pues, usted… —empezó el juez de instrucción.
    —Permítanme, señores, permítanme un minuto más —le interrumpió Mitia,
    poniendo los codos sobre la mesa y cubriéndose el rostro con las manos—; déjenme
    meditar una pizca, déjenme respirar, señores. ¡Todo esto me conmueve de una manera
    terrible, terrible! ¡Un hombre no es una piel de tambor, caballeros!
    —Tome otro poquito de agua… —musitó Nikolái Parfiónovich.
    Mitia retiró las manos de la cara y se echó a reír. Tenía una mirada resuelta, parecía
    haberse transformado en un momento. También había cambiado su tono por
    completo: allí estaba, de nuevo, un hombre igual a todos aquellos hombres, a todos
    aquellos antiguos conocidos suyos; era lo mismo que si hubieran coincidido la víspera,
    antes de que pasara nada, en alguna reunión social. No obstante, conviene señalar, de
    paso, que Mitia, al principio de su estancia en nuestra ciudad, era recibido
    cordialmente en casa del isprávnik, pero más tarde, sobre todo en el último mes, casi
    había dejado de visitarlo, y el isprávnik, cada vez que se lo encontraba por la calle, por
    ejemplo, torcía el gesto y solo por urbanidad le devolvía el saludo, algo de lo que
    Mitia se había dado muy buena cuenta. Su relación con el fiscal era aún más distante,
    pero a su mujer, dama nerviosa y fantasiosa, la había ido a ver en varias ocasiones,
    siempre en visitas estrictamente protocolarias, sin que Mitia acabara de entender muy
    bien por qué la visitaba, y ella siempre lo había recibido afablemente, mostrando
    interés por él, a saber por qué, hasta fechas muy recientes. En cuanto al juez de
    instrucción, aún no había tenido ocasión de intimar con él, si bien lo había visto un par
    de veces e incluso habían intercambiado unas palabras, ambas veces sobre el sexo
    femenino.
    —Usted, Nikolái Parfiónych, por lo que veo, es un juez de instrucción de lo más
    habilidoso —Mitia, de pronto, se echó a reír alegremente—, pero ahora yo le voy a
    ayudar. Oh, señores, he resucitado… y no se tomen a mal que me dirija a ustedes con
    tanta naturalidad y tanta franqueza. Además, estoy un poco achispado, se lo digo con
    toda sinceridad. Al parecer, he tenido el honor… el honor y el placer de encontrarle,
    Nikolái Parfiónych, en casa de mi pariente Miúsov… Caballeros, caballeros, no
    pretendo que seamos iguales, soy muy consciente de la situación en que me
    encuentro ahora ante ustedes. Pesa sobre mí… si es que Grigori ha declarado contra
    mí… pesa sobre mí… sí, claro que pesa sobre mí… ¡una terrible sospecha! ¡Es terrible,
    terrible, lo comprendo muy bien! Pero vamos al grano, señores, estoy preparado, y
    ahora podemos acabar con todo esto en un momento, porque escuchen, señores,
    escuchen. Si yo ya sé que no soy culpable, entonces, sin duda, acabaremos en un
    instante. ¿No es así? ¿No es así?
    Mitia hablaba mucho y deprisa, de una forma nerviosa y expansiva, como si
    decididamente tuviera a sus oyentes por sus mejores amigos.
    —Entonces, por el momento vamos a anotar que usted rechaza radicalmente la
    acusación que se le ha hecho —declaró Nikolái Parfiónovich en un tono que imponía y,
    volviéndose hacia el escribiente, le dictó a media voz lo que tenía que escribir.
    —¿Anotar? ¿Quieren anotar eso? Muy bien, anótenlo, estoy conforme, tienen mi
    plena conformidad, señores… Pero verán… Espere, espere, escriba esto: «De emplear
    la violencia, culpable; de la grave agresión sufrida por el pobre anciano, culpable». Y
    además, en su fuero interno, en lo más hondo de su corazón, también es culpable,
    pero esto no hace falta escribirlo —de pronto se dirigió al escribiente—, esto ya es
    cosa de mi vida privada, señores, eso a ustedes ya no les concierne, las profundidades
    de mi corazón, me refiero… Pero, del asesinato de su anciano padre, ¡no es culpable!
    ¡Es una idea descabellada! ¡Una idea completamente descabellada!… Se lo voy a
    demostrar, y ustedes se van a convencer al instante. Se van a reír, señores, ¡se van a
    reír a carcajadas de sus propias sospechas!…
    —Cálmese, Dmitri Fiódorovich —recordó el juez de instrucción, como si, por lo
    visto, deseara aplacar a aquel hombre exaltado con su propia serenidad—. Antes de
    proseguir con el interrogatorio, desearía oír de usted, si es que no tiene inconveniente
    en responder, la confirmación del hecho de que, al parecer, usted no apreciaba al
    difunto Fiódor Pávlovich y estaba con él en una disputa permanente… Aquí, al menos,
    hace un cuarto de hora, usted se ha permitido decir que incluso quería matarlo: «Yo no
    lo he matado —ha proclamado usted—, pero ¡quería matarlo!».
    —¿Yo he proclamado eso? ¡Oh, es posible, señores! Sí, por desgracia, yo quería
    matarlo, lo he querido muchas veces… ¡por desgracia, por desgracia.




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    Mensaje por Maria Lua Sáb Nov 09, 2024 9:06 am

    ***
    —Quería. ¿Estaría de acuerdo en explicarnos qué principios, realmente, le llevaron
    a sentir semejante odio a la persona de su padre?
    —¡Qué voy a explicarles, señores! —Mitia, con aire sombrío, se encogió de
    hombros y bajó la vista—. Yo nunca he ocultado mis sentimientos, toda la ciudad está
    enterada, en la taberna todos los conocen. Recientemente, en el monasterio, en la
    celda del stárets Zosima lo declaré… Aquel mismo día, por la tarde, pegué a mi padre
    y a punto estuve de matarlo, y juré, en presencia de testigos, que volvería a matarlo…
    ¡Oh, hay mil testigos! ¡Me he pasado un mes entero gritándolo, todo el mundo ha sido
    testigo!… El hecho está a la vista, el hecho habla, grita, pero los sentimientos, señores,
    los sentimientos ya son otra cosa. Vean, señores —Mitia frunció el ceño—, a mí me
    parece que no tienen ustedes derecho a preguntarme por mis sentimientos. Se les ha
    conferido una autoridad, lo entiendo, pero eso es asunto mío, es algo muy privado,
    íntimo, aunque… dado que en otras ocasiones no he ocultado mis sentimientos… en
    la taberna, por ejemplo, y he hablado de esas cosas con todo hijo de vecino, ahora…
    ahora no voy a hacer un secreto de esto. Verán, señores, soy consciente de que en
    este caso hay indicios terribles contra mí: le he dicho a todo el mundo que pensaba
    matarlo, y de pronto lo matan: ¿quién mejor que yo, en este caso? ¡Ja, ja! Les disculpo,
    señores, les disculpo por completo. Si yo mismo estoy desconcertado hasta la
    epidermis, porque, a fin de cuentas, ¿quién puede haberlo matado, en tal caso, si no
    he sido yo? ¿No es verdad? Si no he sido yo, ¿quién puede haber sido, quién? Señores
    —exclamó de pronto—, quiero saber una cosa e incluso exijo que me digan: ¿dónde
    lo han matado? ¿Cómo lo han matado, cómo y con qué? Díganmelo —preguntó a
    toda prisa, mirando detenidamente al fiscal y al juez de instrucción.
    —Lo hemos encontrado tendido en el suelo, boca arriba, en su despacho, con la
    cabeza partida —contestó el fiscal.
    —¡Es algo espantoso, señores! —Mitia se estremeció de pronto y, apoyando los
    codos en la mesa, se cubrió el rostro con la mano derecha.
    —Vamos a continuar —lo interrumpió Nikolái Parfiónovich—. Así pues, ¿qué fue lo
    que le movió entonces en sus sentimientos de odio? Al parecer, usted ha declarado
    públicamente que se trataba de un sentimiento de celos, ¿no es así?
    —Bueno, sí, los celos, y no solo los celos.
    —¿Discusiones por culpa del dinero?
    —Pues sí, también por el dinero.
    —Por lo visto, la discusión era por tres mil rublos que a usted, supuestamente, se le
    debían de la herencia.
    —¡Qué tres mil! Más, más —se animó Mitia—, más de seis mil, puede que más de
    diez mil. ¡Se lo he dicho a todo el mundo, se lo he gritado! Pero decidí dejarlo estar y
    conformarme con tres mil. Necesitaba a toda costa esos tres mil… de modo que el
    sobre con los tres mil rublos, que, como yo ya sabía, tenía guardado debajo de la
    almohada, preparado para Grúshenka, lo consideraba definitivamente mío, como si me
    lo hubieran robado, ni más ni menos, señores, exactamente igual que si fuera de mi
    propiedad…
    El fiscal intercambió con el juez de instrucción una mirada de inteligencia, al tiempo
    que le hacía un guiño imperceptible.
    —Ya volveremos más tarde a este asunto —dijo inmediatamente el juez de
    instrucción—; permítanos ahora registrar y anotar precisamente este pequeño punto:
    que usted consideraba ese dinero, el que había en aquel sobre, de su propiedad.
    —Escriban, señores; ya me doy cuenta de que éste es otro indicio en mi contra,
    pero no les tengo miedo a los indicios y yo mismo digo cosas que me perjudican. ¿Me
    han oído? ¡Yo mismo! Verán, señores, al parecer me han tomado por un hombre
    totalmente distinto del que soy —añadió de repente, en tono desconsolado y
    sombrío—. Está hablando con ustedes un hombre noble, una persona nobilísima que,
    sobre todo (no lo pierdan ustedes de vista), ha cometido infinitas bajezas, pero
    siempre ha sido y sigue siendo un ser nobilísimo, como tal ser, en su interior, en sus
    profundidades; en fin, en una palabra, no sé explicarme… Precisamente lo que me ha
    atormentado toda mi vida ha sido mi ansia de nobleza, he sido, por así decir, un mártir
    de la nobleza y la he buscado con un farol, con el farol de Diógenes, y, mientras tanto,
    en toda mi vida no he cometido más que bajezas, como hacemos todos, señores…
    quiero decir, como yo solo, señores, no todos, me he confundido, ¡yo solo, yo solo!…
    Señores, me duele la cabeza —contrajo dolorosamente la cara—; verán, señores, no
    me gustaba su aspecto, había en él algo innoble, era mera jactancia y desprecio por
    todo lo sagrado, burla e incredulidad, ¡era repugnante, repugnante! Pero ahora que
    está muerto lo veo de otro modo.
    —¿Cómo que de otro modo?
    —No es que lo vea de otro modo, pero siento haberlo odiado tanto.
    —¿Se siente arrepentido?
    —No es que me sienta arrepentido; esto no lo escriban. Yo tampoco soy bueno,
    señores, eso es lo que pasa; tampoco soy tan guapo, y por eso mismo no tenía ningún
    derecho a considerarlo repulsivo, ¡eso es! Eso sí pueden escribirlo.
    Dicho esto, Mitia se puso de pronto extremadamente triste. Desde hacía ya un rato,
    a medida que iba respondiendo a las preguntas del juez de instrucción, se iba
    apagando cada vez más y más. Y, de buenas a primeras, justo en ese momento, se
    produjo otra escena inesperada. El caso es que a Grúshenka, aunque la habían sacado
    antes de allí, no la habían llevado demasiado lejos: la habían dejado solo dos cuartos
    más allá de la habitación azul donde tenía lugar el interrogatorio. Era una pieza
    pequeña con una sola ventana, que estaba situada justo detrás de la gran sala donde
    habían bailado por la noche y se había celebrado el festín. Allí se encontraba
    Grúshenka, sin otra compañía, de momento, que la de Maksímov, que estaba
    tremendamente afectado, tremendamente asustado y pegado a ella como si buscara a
    su lado la salvación. Un aldeano con un distintivo en el pecho montaba guardia junto a
    la puerta. Grúshenka estaba llorando y, de pronto, cuando la pena ya no le cabía en el
    alma, se levantó de un salto, juntó las manos y, exclamando a voz en grito: «¡Ay de mí!
    ¡Ay de mí!», se precipitó fuera de la habitación en busca de él, de su Mitia, de un
    modo tan imprevisto que nadie acertó a detenerla. Mitia, por su parte, al oír aquel
    grito, se estremeció, se puso en pie de un salto y se lanzó a su encuentro como un
    rayo, sin darse ni cuenta de lo que hacía. Pero tampoco esta vez lograron reunirse,
    aunque sí llegaron a verse. A Mitia lo sujetaron firmemente de los brazos: se debatió,
    forcejeó, fueron precisos tres o cuatro hombres para someterlo. También a ella la
    agarraron, y Mitia vio cómo tendía hacia él los brazos, con un grito, mientras se la
    llevaban. Al acabar la escena, Mitia se vio en el sitio de antes, sentado a la mesa,
    enfrente del juez de instrucción, y se puso a gritar a los allí presentes:
    —¿Qué quieren de ella? ¿Por qué la hacen sufrir? ¡Es inocente, inocente!



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    Mensaje por Maria Lua Ayer a las 8:43 am

    ***
    Entre el fiscal y el juez de instrucción procuraron calmarlo. Eso llevó un tiempo,
    como unos diez minutos; finalmente irrumpió en la habitación Mijaíl Makárovich, que
    se había ausentado, y en voz alta, muy excitado, le dijo al fiscal:
    —Ya nos la hemos llevado, está abajo; pero ¿me permiten ustedes, caballeros,
    decirle una sola palabra a este infeliz? ¡En su presencia, caballeros, en su presencia!
    —Como usted guste, Mijaíl Makárovich —respondió el juez de instrucción—, en
    este caso no tenemos nada que objetar.
    —Escucha, Dmitri Fiódorovich, bátiushka —empezó diciendo Mijaíl Makárovich, y
    en su compungido rostro se reflejó una cálida compasión, casi paternal, por el pobre
    desdichado—; yo mismo he bajado a tu Agrafiona Aleksándrovna, se la he confiado a
    las hijas del posadero, y ahora está con ella y no se aparta de su lado ese vejete,
    Maksímov; yo he hablado con ella, ¿me oyes?, he hablado con ella y la he
    tranquilizado, la he convencido de que lo que tú necesitas ahora es explicarte, así que
    no debe entrometerse, debe procurar que no te desesperes, porque, si no, podrías
    embarullarte y hacer declaraciones que vayan contra tus intereses, ¿comprendes?
    Bueno, en resumidas cuentas, he hablado con ella y lo ha comprendido. Es una joven
    muy lista, hermano, y es buena, quería besar las manos de este viejo; suplicaba por ti.
    Es ella la que me ha mandado aquí para que te diga que no te preocupes por ella, y
    ahora convendría, amigo mío, convendría que yo fuera a decirle que tú estás tranquilo
    y no estás peocupado por ella. Así pues, ya lo ves, tienes que calmarte. Me siento
    culpable ante ella, es un alma cristiana, sí, caballeros, es un alma dócil y no tiene la
    culpa de nada. Así pues, ¿puedo o no puedo decirle, Dmitri Fiódorovich, que vas a
    estar tranquilo?
    481
    Aquel buenazo dijo muchas cosas de más, pero la pena de Grúshenka, una pena
    tan humana, le había llegado al alma, y poco faltó para que se le saltaran las lágrimas.
    Mitia se levantó de un salto y corrió hacia él.
    —Disculpen, señores, ¡con su permiso, oh, con su permiso! —gritó—. ¡Es usted un
    ángel, Mijaíl Makárovich, un ángel! ¡Le doy las gracias por ella! Sí, sí, voy a estar
    tranquilo, voy a estar alegre; dígale, por la infinita bondad de su alma, que estoy
    alegre, alegre, que hasta me entran ganas de reír ahora mismo, sabiendo que tiene a
    su lado a un ángel de la guarda como usted. Enseguida acabaré con todo esto y, en
    cuanto quede libre, iré de inmediato a buscarla, ya lo verá, ¡que me espere! Señores —
    se dirigió de pronto al fiscal y al juez de instrucción—, ahora voy a abrirles toda mi
    alma, voy a desahogarme, acabaremos con esto en un instante, y acabaremos
    alegremente: al final todos reiremos, ¿verdad que sí? Pero, señores, ¡esa mujer es la
    reina de mi alma! Oh, permítanme que se lo diga, tengo que confesárselo… Ya veo
    que estoy en compañía de personas nobilísimas: ella es mi luz, es mi santuario, ¡si
    ustedes supieran! Ya la han oído gritar: «¡Contigo al cadalso!». Y ¿qué le he dado yo,
    un miserable, un andrajoso, para que me ame de ese modo? ¿Acaso soy yo, una
    criatura torpe y ridícula con esta cara ridícula, digno de tanto amor como para que me
    acompañe al presidio? Por mí, ella acaba de arrojarse a sus pies, ¡una mujer tan
    orgullosa y del todo inocente! ¿Cómo no iba a adorarla, a implorar, a desearla como
    hago ahora? ¡Oh, señores, disculpen! Pero ¡ahora, ahora ya me siento consolado!
    Se desplomó en la silla y, cubriéndose la cara con las dos manos, rompió a llorar.
    Pero eran ya las suyas lágrimas de alegría. No tardó en dominarse. El viejo isprávnik
    estaba muy satisfecho y, al parecer, también los juristas: veían que el interrogatorio
    estaba entrando en una nueva fase. Una vez que hubo salido el isprávnik, Mitia recobró
    el buen humor.
    —Muy bien, señores, ahora estoy a su disposición, a su entera disposición. Y… de
    no ser por todos esos pequeños detalles, nos pondríamos de acuerdo enseguida. Otra
    vez me ha dado por los pequeños detalles. Soy todo suyo, señores, pero les juro que
    es preciso que haya confianza mutua, la de ustedes en mí y la mía en ustedes: si no, no
    acabaremos nunca. Lo digo pensando en ustedes. Al grano, señores, al grano, y, sobre
    todo, no escarben de ese modo en mi alma, no la torturen con pequeñeces, y
    limítense a preguntar por lo ocurrido, por los hechos; en ese caso, enseguida
    quedarán satisfechos. ¡Al diablo los pequeños detalles!
    Eso fue lo que proclamó Mitia. El interrogatorio volvía a empezar.





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    Mensaje por Maria Lua Ayer a las 8:45 am

    ***

    IV. Segundo tormento




    —No se imagina usted, Dmitri Fiódorovich, cuántas esperanzas nos inspira su buena
    disposición… —empezó a decir Nikolái Parfiónovich con aire animado y una evidente
    satisfacción que se reflejaba en sus grandes ojos saltones, de color gris claro y
    extremadamente miopes, de los que se había quitado las gafas hacía un momento—. Y
    es muy justa la observación que acaba de hacer sobre nuestra mutua confianza, sin la
    cual a veces resulta imposible proceder en casos de semejante importancia, en el
    supuesto y sentido de que el sospechoso realmente desee, espere y pueda justificarse.
    Por nuestra parte, haremos todo lo que esté en nuestra mano, y usted ha podido ver
    ahora mismo de qué modo llevamos este asunto… ¿Lo aprueba usted, Ippolit
    Kiríllovich? —Súbitamente, se dirigió al fiscal.
    —Oh, sin duda —asintió el fiscal, aunque con cierta sequedad en comparación con
    el impulso de Nikolái Parfiónovich.
    Mencionaré, de una vez por todas, que Nikolái Parfiónovich, recién llegado a
    nuestra ciudad, en el comienzo mismo de su carrera entre nosotros, sintió por nuestro
    Ippolit Kiríllovich, el fiscal, un respeto extraordinario y se hizo amigo suyo de todo
    corazón, o poco menos. Era prácticamente la única persona que creía sin reservas en el
    insólito talento psicológico y oratorio de nuestro Ippolit Kiríllovich, «postergado en su
    carrera», y estaba plenamente convencido de que, en efecto, había sido postergado.
    Estando aún en San Petersburgo, ya había oído hablar de él. Por su parte, el joven
    Nikolái Parfiónovich resultó ser el único hombre en el mundo a quien apreciaba
    sinceramente nuestro «postergado» fiscal. De camino a Mókroie habían tenido tiempo
    de ponerse de acuerdo en algunos aspectos y convenir ciertas cosas en relación con el
    caso al que se enfrentaban, y ahora, en torno a la mesa, la aguda inteligencia de
    Nikolái Parfiónovich cazaba al vuelo y captaba cualquier indicación, cualquier
    movimiento en el rostro de su colega más veterano, ya fuera media palabra, una
    mirada o un guiño.
    —Señores, permitan que cuente yo mismo mi historia sin interrumpirme con
    banalidades, y en un momento se lo explicaré todo. —Mitia se iba acalorando.
    —Magnífico. Se lo agradezco. Pero, antes de que pasemos a escuchar su
    declaración, desearía que me permitiera únicamente constatar otro pequeño hecho,
    muy interesante para nosotros; me refiero, concretamente, a los diez rublos que ayer,
    en torno a las cinco, le pidió prestados a su amigo Piotr Ilich Perjotin, dejándole en
    prenda sus pistolas.
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    —Las empeñé, señores, las empeñé por diez rublos, ¿y qué? Eso es todo; nada más
    volver a la ciudad de mi viaje, las empeñé.
    —Pero ¿volvía usted de viaje? ¿Había salido usted de la ciudad?
    —Sí, señores, había viajado a cuarenta verstas, ¿es que no lo sabían?
    El fiscal y Nikolái Parfiónovich intercambiaron una mirada.
    —En todo caso, ¿qué tal si comenzase usted su relato con una descripción
    sistemática de todo el día de ayer, desde primera hora de la mañana? Permítanos
    saber, por ejemplo, por qué dejó la ciudad y exactamente cuándo se fue y cuándo
    regresó… y todos esos hechos…
    —Deberían habérmelo preguntado desde el principio —Mitia se echó a reír
    ruidosamente—, y, si quieren, habría que empezar no desde ayer, sino desde anteayer
    por la mañana, así comprenderán adónde, cómo y por qué emprendí viaje. Anteayer
    por la mañana, señores, fui a ver a un comerciante local, Samsónov, a pedirle
    prestados tres mil rublos, ofreciéndole las más sólidas garantías; una necesidad
    repentina, señores, una necesidad repentina…
    —Permítame que le interrumpa —le cortó amablemente el fiscal—; ¿por qué
    necesitó repentinamente el dinero, y concretamente esa suma, es decir, tres mil
    rublos?
    —Eh, señores, nada de minucias: cómo, cuándo y por qué, y por qué precisamente
    esa cantidad y no esa otra, y todo ese lío… Si seguimos así, vamos a llenar más de tres
    tomos, ¡y aún faltaría el epílogo! —Todo esto lo dijo Mitia con la familiaridad
    bondadosa, aunque impaciente, del hombre que está deseando contar toda la verdad,
    lleno de las mejores intenciones—. Señores —de pronto, pareció refrenarse—, no
    murmuren contra mí por culpa de mi brusquedad, se lo ruego otra vez: créanme,
    nuevamente, que siento el mayor de los respetos y soy consciente de la verdadera
    situación. No vayan a pensar que estoy ebrio. Ya se me ha pasado la borrachera.
    Aunque tampoco tendría mayor importancia que estuviera borracho. Conmigo rige
    aquello de:
    Sobrio y sereno, se volvió estúpido;
    bebido y atontado, se volvió sabio.
    »¡Ja, ja! De todos modos, ya me doy cuenta, señores, de que por ahora no está bien
    visto que me haga el listo con ustedes, es decir, hasta que no nos hayamos explicado.
    Permítanme conservar mi dignidad. Comprendo dónde está ahora la diferencia: al fin y
    al cabo, estoy aquí, delante de ustedes, como un delincuente y soy, en consecuencia,
    inferior a ustedes en grado sumo, y ustedes tienen la obligación de observarme: no
    van a darme una palmadita en el hombro por lo de Grigori; lo cierto es que uno no
    puede romperle la cabeza a un viejo y quedar impune, probablemente me van a juzgar
    por ese motivo y a encerrarme, qué sé yo, medio año o un año en prisión, a saber
    cuánto me cae, aunque no acarreará ninguna pérdida de derechos; porque será sin
    pérdida de derechos, ¿verdad, fiscal? Ya lo ven, señores, soy consciente de la
    diferencia… Pero estarán de acuerdo en que son ustedes capaces de volver loco al
    mismísimo Dios con esa clase de preguntas: ¿dónde ha puesto el pie? ¿Cómo lo ha
    puesto? ¿Cuándo lo ha puesto? ¿En qué lo ha puesto? En ese caso, voy a hacerme un
    lío, y ustedes anotarán una sarta de bobadas en sus escritos, y ¿con qué resultado?
    ¡Con ningún resultado! En fin, ya que he empezado a hablar sin ton ni son, voy a
    acabar mi historia, y ustedes, señores, como personas con una formación exquisita y
    gente nobilísima, sabrán perdonarme. Voy a concluir, precisamente, con una petición:
    olvídense, señores, de toda esa rutina oficial de los interrogatorios, es decir, eso de
    empezar, no sé, con cosas ridículas e insignificantes: ¿cómo te has levantado?, ¿qué
    has comido?, ¿cómo has escupido?, para, “una vez adormecida la atención del
    criminal”, largarle de repente una pregunta desconcertante: “¿A quién has matado? ¿A
    quién has robado?”. ¡Ja, ja! ¡Ésa es su rutina, ésas son sus reglas, en eso se basa toda
    su astucia! Con semejantes tretas podrán ustedes atontar a los campesinos, pero no a
    mí. Yo me las sé todas, he servido en el ejército, ¡ja, ja, ja! No se enfaden, señores,
    ¿me perdonan la insolencia? —gritó, mirándolos con un aire de bondad poco menos
    que asombroso—. Lo ha dicho Mitia Karamázov, así que se le puede perdonar: sería
    imperdonable si se tratase de una persona inteligente, pero no tratándose de Mitka.
    ¡Ja, ja!
    Nikolái Parfiónovich escuchaba y también se reía. El fiscal, aunque no se reía,
    miraba atentamente a Mitia, sin apartar los ojos de él, como si no quisiese perderse ni
    la menor palabra, ni el más ligero movimiento, ni la más leve contracción del más
    imperceptible de los rasgos de su rostro.
    —Así es como nosotros, por cierto, hemos empezado con usted —replicó, sin dejar
    de reírse, Nikolái Parfiónovich—. No nos hemos dedicado a volverle loco
    preguntándole cómo se había levantado esa mañana o qué había comido, sino que
    hemos ido, demasiado pronto incluso, a lo esencial.
    —Lo entiendo; así lo he entendido y lo aprecio, y aprecio aún más la bondad que
    ahora me muestran, una bondad sin precedentes, digna de las almas más nobles.
    Hemos coincidido aquí tres personas nobles, y ojalá que todo lo que haya entre
    nosotros se base en la confianza mutua entre personas cultas y educadas, unidas en su
    nobleza y honor. En todo caso, permítanme considerarlos mis mejores amigos en este
    momento de mi vida, ¡en este momento de humillación para mi honor! No se lo
    tomarán como una ofensa, señores, ¿verdad que no?
    —Al contrario, se ha expresado usted divinamente, Dmitri Fiódorovich —asintió
    Nikolái Parfiónovich, en tono grave y aprobatorio.
    —Y nada de detalles, señores, todos esos detalles de leguleyos —exclamó Mitia
    con entusiasmo—; si no, el diablo sabe cómo puede acabar todo esto, ¿no es cierto?
    —Pienso seguir sus razonables consejos al pie de la letra —terció de pronto el
    fiscal, dirigiéndose a Mitia—, pero mi pregunta, no obstante, no la retiro. Para nosotros
    es esencialmente imprescindible saber para qué necesitaba usted esa cantidad en
    concreto, o sea, exactamente tres mil rublos.


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    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





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