Aires de Libertad

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    Mensaje por Maria Lua Jue Oct 24, 2024 2:24 pm

    ***


    No se detuvo en el porche, sino que bajó rápidamente. Su alma, llena de
    entusiasmo, anhelaba la libertad, el espacio, las anchuras. Sobre él se extendía sin fin
    la cúpula celeste, plagada de estrellas brillantes y calladas. Desde el cenit hasta el
    horizonte se bifurcaba, difusa aún, la Vía Láctea. La noche, fresca y serena hasta la
    inmovilidad, envolvía a la tierra. Las blancas torres y las cúpulas doradas de la catedral
    resplandecían sobre el cielo cuajado de rubíes. Las opulentas flores otoñales se habían
    dormido hasta la mañana siguiente en los arriates próximos a la casa. El silencio
    terrenal parecía fundirse con el silencio celeste, los misterios de la tierra se tocaban
    con los de las estrellas… Aliosha estaba quieto, mirando, y de pronto cayó al suelo
    como si le hubieran segado las piernas.
    No sabía por qué la abrazaba, no era consciente de la razón por la que deseaba a
    toda costa besarla, cubrirla de besos; pero la besaba llorando, sollozando, regándola
    con sus lágrimas, y se juró frenéticamente amarla, amarla por los siglos de los siglos.
    «Humedece la tierra con las lágrimas de tu alegría y ama esas lágrimas», resonaba en
    su alma. ¿Por qué lloraba? Oh, lloraba en su delirio incluso por aquellas estrellas que
    brillaban para él desde los abismos, y «no se avergonzaba de su exaltación». Era como
    si los hilos de todos aquellos incontables mundos de Dios se juntaran en su alma, y
    toda ella temblara, «al contacto con otros mundos». Sentía deseos de perdonar a
    todos y por todo, y de pedir perdón, oh, no para él mismo, sino para todos y por todo,
    sabiendo que «también los demás pedían por él», y estas palabras volvieron a resonar
    en su alma. Pero a cada instante notaba claramente, de forma casi tangible, cómo
    penetraba en su alma aquella bóveda celeste. Una vaga idea se iba adueñando de su
    pensamiento, para toda la vida, por los siglos de los siglos. Había caído a tierra como
    un joven débil y se levantaba como un duro combatiente, preparado para el resto de
    sus días; lo había sabido y lo había sentido súbitamente, en aquel momento de éxtasis.
    Y ya nunca, nunca en la vida, podría olvidar Aliosha aquel instante. «Alguien vino a
    visitar mi alma en aquella hora», diría más tarde, firmemente convencido de sus
    palabras…
    A los tres días dejó el monasterio, en consonancia con las palabras de su difunto
    stárets, que le había ordenado «vivir en el mundo».

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    Mensaje por Maria Lua Jue Oct 24, 2024 2:25 pm

    ***

    LIBRO OCTAVO


    MITIA


    I. Kuzmá Samsónov


    Grúshenka, de camino a su nueva vida, había «ordenado» a Aliosha que le transmitiera
    a Dmitri su último saludo y le pidiera que recordara siempre su hora de amor, pero en
    ese momento Dmitri Fiódorovich estaba, sin saber nada de lo ocurrido, terriblemente
    confuso y ajetreado. Los últimos dos días los había pasado en un estado tan
    inimaginable que en verdad podía haber enfermado de inflamación en el cerebro,
    como él mismo diría después. La víspera Aliosha no había podido encontrarlo por la
    mañana, mientras que su hermano Iván tampoco había podido tener con él su cita en
    la taberna. Los propietarios de la vivienda donde se alojaba habían ocultado sus
    huellas, a petición del propio Dmitri. En esos dos días corrió literalmente de un lado a
    otro «luchando por su destino y su salvación», como manifestaría él mismo después, e
    incluso salió unas horas de la ciudad por un asunto urgente, a pesar de que le daba
    miedo irse y dejar a Grúshenka sin vigilancia siquiera un minuto. Posteriormente todo
    esto se aclararía de forma detallada y documentada, pero ahora solo esbozaremos lo
    realmente necesario de la historia de esos dos horribles días de su vida que
    precedieron a la terrible catástrofe que, inesperadamente, se cernió sobre su destino.
    Grúshenka lo había querido verdadera y sinceramente por espacio de una hora,
    cierto es, pero al mismo tiempo también lo había atormentado, a veces de forma
    realmente cruel y despiadada. Lo principal es que él no fue capaz de descifrar ni por
    un momento sus intenciones. Tampoco hubo posibilidad de ganársela con caricias o
    por la fuerza: no se habría dejado, solo se habría enfadado y habría roto con él
    definitivamente, eso lo sabía bien. Por entonces sospechaba, y con razón, que ella
    también se debatía en alguna pugna, que era presa de una extraordinaria indecisión,
    que tenía algo que resolver y que no conseguía hacerlo, y por eso, con el corazón
    helado, suponía y no sin fundamento que en esos momentos Grúshenka,
    sencillamente, debía de odiarlo a él y su pasión. Puede que fuera así, pero él no
    llegaba a comprender a qué obedecía exactamente la angustia de la joven.













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    Mensaje por Maria Lua Jue Oct 24, 2024 2:26 pm

    ***


    En definitiva, la cuestión que lo atormentaba se componía únicamente de dos factores:
    «O él, Mitia, o Fiódor Pávlovich». Aquí, por cierto, hay que señalar que estaba
    completamente seguro de que Fiódor Pávlovich le iba a proponer (si no lo había hecho
    ya) a Grúshenka matrimonio legítimo y que no creía ni por un momento que el viejo
    voluptuoso contara con resolver el asunto únicamente con tres mil rublos. Llegó a esta
    conclusión porque conocía a Grúshenka y su carácter. Por eso en ocasiones creía que
    todo el sufrimiento de Grúshenka y toda su indecisión venían de que ella no sabía a
    quién elegir y con cuál obtendría más beneficio. Aunque parezca extraño, en aquellos
    días no se le ocurrió pensar en el inminente regreso del «oficial», es decir, de aquel
    hombre fatídico en la vida de Grúshenka cuya llegada esperaba ella con tanta
    agitación y temor. Verdad es que los últimos días Grúshenka había guardado silencio
    al respecto. Sin embargo, fue ella quien le habló de la carta que había recibido un mes
    antes de su antiguo seductor, y él conocía parcialmente lo que decía dicha carta. En un
    momento de rabia, Grúshenka se la había enseñado pero, para sorpresa de ella, Dmitri
    no le dio apenas importancia. Habría sido muy difícil explicar por qué: quizá
    simplemente porque, abrumado por todo el escándalo y el horror de la lucha con su
    padre por esa mujer, ya no podía imaginarse nada más terrible ni peligroso, al menos
    en ese momento. Sencillamente, no se creía lo de ese novio que, de pronto, había
    surgido de la nada después de cinco años desaparecido y menos aún se creía que
    fuera a aparecer pronto. En realidad, en esa primera carta del «oficial» que le habían
    enseñado a Mítenka se hablaba de la llegada del nuevo rival muy vagamente: era una
    carta bastante confusa, muy grandilocuente y repleta de sentimentalismo. Hemos de
    señalar que Grúshenka le había ocultado las últimas líneas, donde se hablaba con
    mayor precisión del regreso. Además, Mítenka recordaría más tarde que entonces le
    había parecido captar cierto desprecio espontáneo y altivo por la misiva de Siberia en
    el rostro de la joven. Después Grúshenka ya no le había dicho nada de posteriores
    tratos con el nuevo rival. Así, poco a poco, Dmitri se olvidó por completo del oficial.
    Solo pensaba en que, pasara lo que pasara y acabara como acabara ese asunto, el
    encontronazo definitivo con Fiódor Pávlovich era inminente, estaba demasiado
    próximo, y debía resolverse antes que nada. Con el alma en vilo aguardaba la decisión
    de Grúshenka y aún creía que todo sucedería de improviso, como por inspiración. De
    repente ella le diría: «Tómame, soy tuya para siempre», y asunto concluido. En ese
    mismo instante, él la cogería y se la llevaría al fin del mundo. Oh, sí, se la llevaría en
    ese mismo instante lo más lejos posible, si no al fin del mundo, sí a algún lugar en los
    confines de Rusia, donde se casaría con ella y se instalaría incognito, para que nadie
    supiera nada de ellos, ni aquí, ni allí ni en ninguna otra parte. ¡Entonces, oh, entonces
    empezaría una vida completamente nueva! Soñaba continua y frenéticamente con esa
    otra vida, renovada y «virtuosa» («es indispensable, indispensable que sea virtuosa»).
    Ansiaba el renacimiento y la renovación.










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    Mensaje por Maria Lua Jue Oct 24, 2024 2:27 pm

    ***

    El torbellino infame en el que se había
    quedado atrapado por voluntad propia le resultaba demasiado agobiante, y él, como
    383
    muchos en estos casos, confiaba sobre todo en un cambio de aires: si no estuviera esta
    gente, si no fueran éstas las circunstancias, si pudiera marcharme de este maldito
    sitio… ¡todo renacería, todo sería como nuevo! En eso creía y por eso se consumía.
    Pero para eso tenía que darse la primera solución, la solución feliz al problema.
    Podía haber otra solución, imaginaba también otro resultado, uno terrible. De repente
    ella le dice: «Vete, me he decidido por Fiódor Pávlovich y voy a casarme con él, no te
    necesito», entonces… entonces… Mitia, por lo demás, no sabía qué pasaría entonces,
    hasta el último momento no lo supo, eso hay que reconocérselo. No tenía unas
    intenciones definidas, no planeaba ningún crimen. Solo acechaba, espiaba y sufría,
    pero aun así se preparaba únicamente para el primero de los posibles desenlaces de
    su destino, el desenlace feliz. Incluso ahuyentaba cualquier otro pensamiento. Pero
    aquí empezaba un tormento bien distinto, se presentaba una circunstancia
    completamente nueva y accesoria, pero igualmente fatal e irresoluble.
    En el caso de que ella le dijera: «Soy tuya, llévame contigo», ¿cómo se la iba a
    llevar? ¿Dónde estaban los medios, el dinero? Por esas mismas fechas se le agotaron
    todos los ingresos provenientes de las pequeñas entregas de Fiódor Pávlovich, que
    hasta entonces, en el curso de tantos años, jamás se habían interrumpido. Grúshenka,
    desde luego, tenía dinero, pero Mitia en este terreno se mostró de pronto muy
    orgulloso: quería llevársela de allí y empezar una vida nueva con sus propios medios,
    no con los de ella; ni siquiera podía imaginarse aceptando dinero suyo y, solo de
    pensarlo, sufría hasta experimentar una repugnancia atroz. No voy a extenderme aquí
    sobre este hecho, no voy a analizarlo, me limito a señalar que tal era la disposición de
    su alma en ese momento. Todo esto podía deberse indirecta y como
    inconscientemente al sufrimiento secreto de su conciencia por haberse apropiado
    furtivamente del dinero de Katerina Ivánovna: «Ante una soy un canalla y ante la otra
    también quedaré enseguida como un canalla —pensaba entonces, tal y como
    confesaría más tarde—; además, si Grúshenka se entera, no va a querer a semejante
    canalla». Así pues, ¿de dónde sacar los medios, de dónde sacar el fatídico dinero? De
    otro modo, todo estaría perdido, nada podría llevarse a término «y todo por falta de
    dinero, ¡qué deshonra!».


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    Mensaje por Maria Lua Jue Oct 24, 2024 2:28 pm

    ***
    Me anticiparé a los hechos: el caso es que quizá supiera dónde conseguir dinero y
    quizá supiera dónde se guardaba. Por ahora no daré más detalles, pues más tarde se
    aclarará todo, pero sí explicaré, aunque sea de forma poco clara, en qué consistía la
    principal desgracia de Mitia; para hacerse con esos recursos que estaban en algún
    lado, para tener derecho a cogerlos, era necesario devolverle previamente los tres mil
    rublos a Katerina Ivánovna: de lo contrario, «solo soy un carterista, un canalla y no
    quiero empezar una vida nueva siendo un canalla», había resuelto, así que decidió
    poner el mundo patas arriba si hacía falta, pero devolverle los tres mil a Katerina
    Ivánovna costara lo que costara y antes que nada. El proceso definitivo de esta
    384
    decisión se había dado, por así decirlo, en las últimas horas de su vida, precisamente
    desde el último encuentro con Aliosha, dos días antes, al anochecer, en el camino,
    después de que Grúshenka ofendiera a Katerina Ivánovna, cuando Mitia, tras oír el
    relato de Aliosha, había reconocido que era un canalla y le había encomendado que se
    lo dijera a Katerina Ivánovna, «si eso le servía mínimamente de consuelo». Entonces,
    esa misma noche, tras despedirse de su hermano, llegó a creer, en su frenesí, que era
    preferible «matar y desvalijar a alguien, con tal de saldar la deuda con Katia». «Es
    preferible quedar como un asesino y un ladrón ante aquel a quien haya matado y
    robado, y ante todo el mundo, y que me manden a Siberia, que ver cómo Katia tiene
    todo el derecho a decir que la he traicionado, que le he robado dinero y que con ese
    dinero he huido con Grúshenka para empezar una vida virtuosa. ¡No lo soportaría!»
    Así, rechinándole los dientes, pontificaba Mitia y, en efecto, a veces podía imaginarse
    que acabaría con una inflamación en el cerebro. Pero, de momento, luchaba…
    Aunque suene extraño, podría parecer que, una vez tomada esta decisión, no le
    quedaba más opción que la de desesperarse, pues ¿de dónde iba a sacar, de buenas a
    primeras, un pobretón como él tanto dinero? Aun así, hasta el último momento tuvo la
    esperanza de conseguir los tres mil, de que le caerían de alguna parte, aunque fuera
    del cielo. Justamente esto les suele suceder a quienes, como Dmitri Fiódorovich, en
    toda su vida solo han sabido gastar y derrochar en vano el dinero heredado, pero no
    tienen ni idea de cómo ganárselo. Dos días después de haberse despedido de Aliosha,
    en su cabeza se había formado el más fantástico de los torbellinos, y todas sus ideas
    estaban enredadas. De ese modo, acometió una empresa de lo más disparatada. Sí, es
    posible que justo en situaciones así a esta clase de gente las empresas más imposibles
    y fantasiosas les parezcan las más realizables. Decidió ir a ver al mercader Samsónov, el
    protector de Grúshenka, proponerle un «plan» y sacarle de golpe la suma necesaria
    para dicho «plan»; del aspecto comercial de su proyecto no albergaba ninguna duda,
    solo dudaba de cómo se tomaría Samsónov aquella ocurrencia si le daba por fijarse en
    algo más que en el aspecto comercial. Aunque Mitia conocía de vista al mercader, no
    habían sido presentados y no había hablado nunca con él. Pero, por alguna razón,
    tenía el convencimiento, y ya desde hacía tiempo, de que ese viejo depravado que se
    encontraba en las últimas quizá no se opusiera ahora a que Grúshenka llevara una vida
    honrada y se casara con «hombre digno de confianza». Y que no solo no iba a
    oponerse, sino que él mismo lo estaba deseando y, en cuanto surgiera la ocasión, se
    prestaría a colaborar. Basándose en ciertos rumores o en alguna palabra de
    Grúshenka, también había llegado a la conclusión de que, quizá, el viejo prefiriera para
    ella a Fiódor Pávlovich.




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    Mensaje por Maria Lua Jue Oct 24, 2024 2:29 pm

    ***
    Tal vez a muchos de los lectores de nuestra historia la
    expectativa de contar con semejante ayuda y la intención de tomar a su novia, por así
    decir, de los brazos de su protector les parezca demasiado ordinario y falto de
    escrúpulos por parte de Dmitri Fiódorovich. Yo solo puedo señalar que para Mitia el
    pasado de Grúshenka había quedado definitivamente atrás. Había contemplado ese
    pasado con infinita piedad y había decidido, inflamado de pasión, que en el momento
    mismo en que Grúshenka le dijera que lo amaba y que estaba dispuesta a casarse con
    él surgiría una Grúshenka completamente nueva y, con ella, un nuevo Dmitri
    Fiódorovich, sin vicios de ninguna clase, únicamente con virtudes: se perdonarían el
    uno al otro y empezarían una vida también nueva. En cuanto a Kuzmá Samsónov,
    formaba parte de aquel pasado previo, ya desaparecido, y lo consideraba un hombre
    fatídico en la vida de Grúshenka, al que, no obstante, ella nunca había amado y que,
    sobre todo, también «había quedado atrás», había terminado, así que ya no contaba
    en absoluto. Además, Mitia ni siquiera podía considerarlo un hombre, pues en la
    ciudad todo el mundo sabía que no era más que una ruina enferma que tenía una
    relación paternal, por así decir, con Grúshenka, una relación basada en unos
    fundamentos muy distintos a los del pasado, y hacía mucho tiempo que era así, casi un
    año. En cualquier caso, había en todo esto mucha ingenuidad por parte de Mitia,
    quien, a pesar de todos sus vicios, era una persona muy ingenua. Debido a su
    ingenuidad, estaba seriamente convencido, entre otras cosas, de que el viejo Kuzmá,
    al prepararse para partir al otro mundo, sentía un sincero arrepentimiento de su
    pasado con Grúshenka, y de que ella ahora no contaba con un protector y amigo más
    fiel que aquel viejo inofensivo.
    Al día siguiente de su conversación con Aliosha en el campo, después de toda una
    noche prácticamente en blanco, Mitia se presentó en casa de Samsónov hacia las
    nueve de la mañana y se hizo anunciar. Era una casa vieja, lóbrega, muy espaciosa, de
    dos pisos, con dependencias anexas y un pabellón. La planta baja estaba habitada por
    los dos hijos casados de Samsónov y sus familias, su anciana hermana y una hija
    soltera. En el pabellón estaban instalados sus dos dependientes, uno de ellos con
    familia numerosa. Tanto los hijos de Samsónov como los dependientes vivían
    apretados en estas estancias, mientras que la planta superior de la casa la ocupaba en
    exclusiva el viejo y no permitía que nadie viviera allí, ni siquiera su hija, que lo cuidaba,
    y que a horas fijas, así como también cada vez que la llamaba, debía subir corriendo a
    pesar de su disnea crónica. Esta «planta superior» constaba de un gran número de
    salas grandes y solemnes amuebladas al estilo de los antiguos mercaderes, con hileras
    largas y aburridas de macizos sillones y sillas de caoba adosadas a las paredes, con
    arañas de cristal enfundadas, con tétricos espejos entre las ventanas. Todas estas salas
    estaban completamente vacías y deshabitadas, porque el viejo enfermo se acurrucaba
    en un cuartito, en un dormitorio pequeño y apartado donde le servían una vieja criada,
    que se cubría los cabellos con un pañuelo, y un «rapaz» que se pasaba las horas
    apostado en el arcón de la antesala.




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    Mensaje por Maria Lua Jue Oct 24, 2024 2:30 pm

    ***
    Por culpa de sus piernas hinchadas el viejo casi no
    podía andar y solo de vez en cuando se levantaba de su sillón de cuero y, con la vieja
    sujetándolo por el brazo, daba un par de vueltas por la habitación. Hasta con esta vieja
    se mostraba severo y huraño. Cuando le anunciaron la llegada del «capitán»,
    enseguida ordenó que lo despacharan. Pero Mitia insistió y se anunció otra vez. Kuzmá
    Kuzmich interrogó al rapaz detenidamente: ¿qué pinta tiene?, ¿no estará bebido?, ¿no
    irá a armar un escándalo? Y la respuesta fue: «Está sobrio, pero no quiere irse». El viejo
    volvió a ordenar que lo echaran. Entonces Mitia, que lo había previsto y había cogido,
    por si acaso, papel y lápiz, escribió con letra clara en un trozo de papel: «Por un asunto
    urgentísimo que afecta mucho a Agrafiona Aleksándrovna», y se lo envió al viejo. Tras
    pensárselo un momento, el viejo le dijo al muchacho que llevara al visitante a la sala y
    a la vieja la envió abajo con la orden de que su hijo menor se presentara arriba
    inmediatamente. El hijo menor, un hombre de unos doce vershkí y de fuerza
    extraordinaria, que se afeitaba la cara y vestía a la alemana (el propio Samsónov
    llevaba caftán y barba), se presentó enseguida, sin decir ni palabra. Todos temblaban
    ante el padre. Éste había llamado al joven no por miedo al capitán, pues era un
    hombre que no se amilanaba fácilmente, sino por si acaso, por contar con un testigo.
    Acompañado de su hijo, que lo llevaba del brazo, y del muchacho, apareció por fin en
    la sala. Cabe suponer que sentía una curiosidad bastante grande. La sala en la que
    esperaba Mitia era una pieza enorme y tétrica, que llenaba el alma de angustia, con
    dos filas de ventanas y una galería, con las paredes imitando el mármol y tres enormes
    arañas con fundas. Mitia estaba sentado en una silla pequeña junto a la puerta de
    entrada y aguardaba su destino con nerviosa impaciencia. Cuando el viejo apareció
    por la puerta del otro extremo, a unos diez sazheni, Mitia saltó de la silla y fue a su
    encuentro con paso firme y largo de soldado. Iba convenientemente vestido, la levita
    abotonada, el sombrero redondo en la mano y guantes negros, exactamente igual a
    como había ido al monasterio tres días antes a ver al stárets, en compañía de Fiódor
    Pávlovich y sus hermanos. El viejo lo esperó de pie, severo y con aire de importancia, y
    Mitia pudo sentir que, mientras se acercaba, lo examinaba de arriba abajo. También le
    llamó la atención la cara de Kuzmá Kuzmich, excesivamente abotargada en los últimos
    tiempos: el labio inferior ya de por sí grueso ahora parecía una especie de torta
    colgando. Grave y en silencio se inclinó ante el visitante, le señaló un sillón junto al
    diván y lentamente, apoyándose en el brazo de su hijo y gimiendo de dolor, tomó
    asiento en el diván enfrente de Mitia; éste, al ver el doloroso esfuerzo, no tardó en
    arrepentirse y se sintió ligeramente avergonzado por su insignificancia en esos
    momentos ante una persona tan importante a la que había importunado.
    —¿Qué se le ofrece, señor? —dijo lenta y claramente el viejo, al fin sentado, en
    tono severo, pero cortés.



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    Mensaje por Maria Lua Sáb Oct 26, 2024 1:34 pm

    ***
    Mitia se estremeció, poco le faltó para ponerse en pie, pero siguió sentado.
    Después comenzó a hablar alto, rápido, nervioso, gesticulando, con evidente
    excitación. Se notaba que era un hombre que había llegado al límite, que estaba
    destruido y buscaba una última salida; si fracasaba, estaba dispuesto a arrojarse al
    agua de inmediato. Probablemente el viejo Samsónov lo había comprendido al
    instante, aunque su rostro permanecía inmutable y frío como una estatua.
    —El honorabilísimo Kuzmá Kuzmich probablemente haya oído hablar más de una
    vez de mis discrepancias con mi padre, Fiódor Pávlovich Karamázov, que me ha
    despojado de mi herencia después de que mi madre… como toda la ciudad se
    calienta la boca hablando de eso… porque aquí todos hablan de lo que no deben… Y,
    además, ha podido enterarse por Grúhenka… perdón, por Agrafiona Aleksándrovna…
    a la que tanto respeto y venero… —Así empezó Mitia, atascándose desde la primera
    palabra. Pero no vamos a reproducir aquí su discurso palabra por palabra, sino que
    ofreceremos solo un resumen. El asunto consistía en que tres meses antes había
    consultado premeditadamente (dijo «premeditadamente» y no «expresamente») a un
    abogado de la capital, «seguramente Kuzmá Kuzmich haya tenido el placer de conocer
    a ese famoso abogado, Pável Pávlovich Korneplódov… De frente despejada, talento
    casi de estadista… él también le conoce a usted… dijo maravillas de usted…», y aquí
    se lió de nuevo. Pero estas interrupciones no lo detenían, enseguida las superaba y
    proseguía. Este Korneplódov le había dicho, tras interrogarlo minuciosamente y
    examinar los documentos que pudo mostrarle (Mitia habló con poca claridad y especial
    precipitación de aquellos documentos), que era posible entablar una demanda por la
    aldea de Chermashniá, pues en efecto debía pertenecerle a él, por herencia materna, y
    de esa manera dejar desconcertado a ese viejo bribón… «porque no todas la puertas
    están cerradas y la justicia conoce bien todos los resquicios». En una palabra, había
    esperanzas de que Fiódor Pávlovich le pagara otros seis mil, incluso siete, puesto que
    Chermashniá valía no menos de veinticinco mil, es decir, seguro que veintiocho,
    «treinta, treinta, Kuzmá Kuzmich, mientras que yo, figúrese, ¡ni diecisiete he sacado de
    ese hombre despiadado! Así que yo, —decía Mitia—, dejé ese asunto porque no
    entiendo de leyes, pero al llegar aquí me quedé petrificado con una demanda en mi
    contra —aquí Mitia volvió a embrollarse y de nuevo saltó bruscamente a otra cosa—:
    así que —dijo—, si usted deseara, honorabilísimo Kuzmá Kuzmich, adquirir mis
    derechos contra ese monstruo, dándome a mí solo tres mil… En ningún caso saldría
    usted perdiendo, se lo juro por mi honor, todo lo contrario, puede hacerse con unos
    seis o siete mil en lugar de esos tres… Pero lo más importante es que todo quede
    zanjado “hoy mismo”. Puede ser ante notario, si le parece… o como usted vea… En
    una palabra, estoy dispuesto a todo, le entregaré todos los documentos que exija,
    firmaré lo que haga falta… y ese papel lo formalizaríamos enseguida, a ser posible, a
    poco que fuera posible, esta misma mañana… Usted me entregaría esos tres mil…
    aparte de usted, quién tiene tanto capital en esta ciudad… y así me salvaría de… en
    una palabra, salvaría mi pobre cabeza para una acción noble, una acción muy noble,
    podría decirse… puesto que profeso los más nobles sentimientos por cierta persona
    que usted conoce bien y por la que vela como un padre





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    Mensaje por Maria Lua Sáb Oct 26, 2024 1:36 pm

    ***

    De otro modo no habría
    venido, si no fuera como un padre. Y, si usted quiere, aquí hemos chocado tres frentes,
    pues el destino es algo terrible, Kuzmá Kuzmich. ¡Realismo, Kuzmá Kuzmich, realismo!
    Y, dado que usted hace ya tiempo que debería haber sido excluido, quedan dos
    frentes, quizá no me haya expresado con habilidad, pero no soy un hombre de letras.
    Así pues, una frente es la mía y la otra la de ese monstruo. Elija, entonces, o el
    monstruo o yo. Ahora depende de usted, tres destinos y dos opciones… Disculpe, me
    he liado, pero usted me entiende… En sus venerables ojos veo que me ha
    entendido… Si no me ha entendido, hoy mismo me arrojo al agua, ¡eso es!».
    Mitia concluyó su disparatado discurso con este «¡eso es!» y, habiéndose levantado
    bruscamente, aguardaba la respuesta a su estúpida propuesta. En su última frase tuvo
    la repentina y desesperada sensación de que había fracasado y, sobre todo, de que no
    había dicho más que sandeces. «¡Qué extraño! De camino parecía buena idea, pero
    ¡qué de sandeces!», pensó por un momento, presa de la desesperación. Mientras
    estuvo hablando, el viejo no se había movido y no había dejado de observarlo con una
    expresión glacial en la mirada. Lo hizo esperar un momento y por fin Kuzmá Kuzmich
    dijo con tono decidido y desolador:
    —Disculpe, señor, pero nosotros no nos dedicamos a esa clase de negocios.
    Mitia notó que le temblaban las piernas.
    —¿Y qué hago yo ahora, Kuzmá Kuzmich? —balbuceó sonriendo lívido—. Estoy
    perdido, sabe usted.
    —Disculpe, señor…
    Mitia seguía de pie, mirándolo fijamente, cuando de pronto percibió que algo se
    movía en la cara del viejo. Se estremeció.
    —Mire usted, esos negocios no nos convienen —dijo lentamente el viejo—, ir a
    juicio, abogados, ¡es una auténtica carga! Pero, si quiere, hay una persona, puede
    dirigirse a ella…
    —¡Dios mío! ¿Quién es?… Me devuelve usted la vida, Kuzmá Kuzmich —balbuceó
    Mitia.
    —No es de aquí y tampoco está en la ciudad, es un campesino que comercia con
    madera, le llaman Liagavy. Lleva ya un año en tratos con Fiódor Pávlovich por ese
    bosquecillo suyo de Chermashniá, quizá haya oído decir que tienen diferencias sobre
    el precio. Precisamente ahora ha vuelto y está en casa del pope Ilinski, a unas doce
    verstas de la posta de Volovia, en la aldea de Ilínskoie. Me ha escrito por ese negocio,
    es decir, a propósito del bosquecillo, pidiéndome consejo. El propio Fiódor Pávlovich
    quiere ir a verlo. Si usted se adelantara a Fiódor Pávlovich y le propusiera a Liagavy lo
    mismo que a mí, quizá él…








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    Mensaje por Maria Lua Sáb Oct 26, 2024 1:37 pm

    ***
    él! Está regateando, le piden un precio demasiado alto, y en éstas le muestra nada
    menos que un documento de propiedad, ¡ja, ja, ja! —Mitia, de repente, soltó una
    risotada corta y seca, tan inesperada que incluso a Samsónov le tembló la cabeza—.
    No sé cómo agradecérselo, Kuzmá Kuzmich. —A Mitia le bullía la sangre.
    —No hay de qué. —Samsónov inclinó la cabeza.
    —Pero no sabe usted… me ha salvado, ay, un presentimiento me trajo hasta
    usted… En fin, ¡a ver al pope!
    —No tiene que agradecérmelo.
    —Me voy ya mismo. He abusado de su salud. Nunca lo olvidaré, se lo dice un
    hombre ruso, Kuzmá Kuzmich, ¡un hombre rrruso!
    —Claro, claro.
    Mitia estuvo a punto de darle un apretón de manos al viejo, pero un destello
    maligno apareció fugazmente en su mirada. Mitia apartó la mano, aunque al mismo
    tiempo se reprochó su recelo. «Tiene que estar cansado…», pensó por un momento.
    —¡Por ella! ¡Es por ella, Kuzmá Kuzmich! Comprende usted que todo es por ella —
    bramó de repente, con voz que retumbó por toda la sala, hizo una reverencia, se giró
    bruscamente y con los mismos pasos rápidos y largos de antes se dirigió a la salida sin
    volverse. Temblaba de emoción. «Todo estaba perdido y he aquí que un ángel de la
    guarda me ha salvado —le vino a la cabeza—. Y, si un comerciante como este anciano
    (un anciano nobilísimo, y ¡qué presencia!) me ha indicado este camino, está claro
    que… el camino ya está ganado. Ahora a correr. Regresaré antes de que anochezca,
    esta noche regresaré, pero la victoria es mía. ¿O es que el viejo se ha burlado de mí?»
    Eso exclamaba Mitia de camino a casa y, claro está, no podía imaginarse otra cosa, es
    decir, o se trataba de un consejo sensato (de un hombre de negocios como él), de
    alguien que conocía el asunto, que conocía al tal Liagavy (¡qué apellido tan raro!), o…
    ¡o el viejo se estaba burlando de él! ¡Ay!, este último pensamiento era el único cierto.
    Más tarde, mucho tiempo después, cuando ya había ocurrido toda la catástrofe, el
    propio Samsónov reconoció riéndose que había estado divirtiéndose a costa del
    «capitán». Era un hombre malvado, frío y malicioso, y con antipatías enfermizas por
    añadidura. No sé qué fue exactamente lo que movió entonces al viejo, si fue el
    entusiasmo evidente del capitán, la estúpida convicción de ese «manirroto y
    derrochador» de que Samsónov podía dejarse enredar en un «plan» que era un
    enorme disparate, o sus celos por Grúshenka, en cuyo nombre «ese golfo» había ido a
    pedirle dinero con semejante despropósito… pero el caso es que, mientras tenía
    delante a Mitia, quien sentía que le fallaban las piernas y exclamaba absurdamente
    que estaba perdido, en ese momento el viejo lo miró con rabia infinita y buscó la
    forma de burlarse de él. Una vez que Mitia hubo salido, Kuzmá Kuzmich, pálido de ira,
    se dirigió a su hijo y le ordenó que se tomaran medidas para en lo sucesivo no volver a
    ver el pelo a semejante desharrapado y para que no se le permitiera la entrada; de lo
    contrario…
    No llegó a terminar su amenaza, pero incluso su hijo, que lo veía furioso a menudo,
    se echó a temblar de miedo. Una hora más tarde, el viejo aún tiritaba de rabia. Al
    anochecer, enfermó y mandó buscar al «galeno».







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    Mensaje por Maria Lua Sáb Oct 26, 2024 1:45 pm

    ***

    II. Liagavy




    Así pues, tocaba «galopar», pero no tenía ni un kopek para los caballos, bueno, tenía
    dos grivny, pero nada más, ¡lo único que le quedaba de tantos años de bienestar! En
    casa tenía un viejo reloj de plata parado desde hacía mucho. Lo cogió y lo llevó a un
    relojero judío que tenía un tenderete en el mercado. Le dio seis rublos. «¡Esto no me lo
    esperaba!», exclamó Mitia entusiasmado (seguía estando entusiasmado), cogió los seis
    rublos y corrió a casa. En casa completó la cantidad cogiendo prestados tres rublos a
    los caseros, que se los dieron gustosos a pesar de que era su último dinero, hasta ese
    punto lo querían. En su estado de entusiasmo, Mitia les reveló enseguida que su
    destino se estaba decidiendo y les contó, claro que con muchísima prisa, casi todo el
    «plan» que acababa de exponer a Samsónov, después, la decisión de Samsónov, sus
    futuras esperanzas y demás. Ya antes les había confiado a los caseros muchos de sus
    secretos: por eso lo miraban como a uno de los suyos y no como a un señor orgulloso.
    Habiendo reunido de este modo nueve rublos, mandó buscar caballos de posta para ir
    a Volovia. Sin embargo, de esta forma, quedó registrado y señalado el hecho de que
    «la víspera de cierto suceso, a mediodía, Mitia no tenía ni un kopek y, para conseguir
    dinero, vendió un reloj y tomó prestados tres rublos a los caseros, y todo ello en
    presencia de testigos».
    Señalo este hecho de antemano, después quedará claro por qué lo hago.
    Tras partir al galope hacia la posta de Volovia, Mitia, aunque se regocijaba con el
    presentimiento de que al fin terminarían «todos estos asuntos» y les daría solución,
    temblaba de miedo: ¿qué pasaría con Grúshenka en su ausencia? ¿Y si precisamente
    se decidía a ir a ver a Fiódor Pávlovich ese mismo día? Por eso se había ido sin
    decírselo y había pedido a los caseros que por nada del mundo revelaran dónde se
    había metido si alguien preguntaba por él. «Es imprescindible, imprescindible, que
    esté de regreso antes de la noche —se repetía mientras iba dando bandazos en la
    telega—, y lo mejor sería traerme a ese Liagavy… para cerrar la operación»; así, con el
    alma en vilo, iba soñando Mitia, pero ¡ay!, no estaba escrito, ni mucho menos, que sus
    sueños fueran a cumplirse de acuerdo con su «plan».
    En primer lugar, sufrió un retraso al tomar por un camino vecinal a partir de la posta
    de Volovia. Por este camino eran dieciocho verstas, no doce. En segundo lugar, no
    encontró en casa al pope Ilinski, pues se había acercado un momento a una aldea
    vecina. Mientras lo buscaba allí, y habiendo ido hasta esta otra aldea con los mismos
    caballos, ya agotados, se le hizo casi de noche. El pope, un hombre de aspecto tímido
    y afectuoso, enseguida le explicó que el tal Liagavy, que en un principio se había
    hospedado en su casa, estaba ahora en Sujói Posiólok e iba a pasar la noche en la isba
    del guardabosque, porque también allí comerciaba con madera. Ante los reiterados
    ruegos de Mitia de que lo llevara a ver a Liagavy inmediatamente, para «de ese modo,
    por así decirlo, salvarlo», el pope terminó por acceder, aunque al principio había
    titubeado, pues parece que le producía curiosidad acompañarlo a Sujói Posiólok; pero,
    por desgracia, aconsejó que fueran «a pata», puesto que solo sería una versta «y
    poquito más». Mitia, claro está, accedió y echó a andar con sus largas zancadas, por lo
    que el pobre pope casi tuvo que correr tras él. Era un hombrecillo aún joven y muy
    precavido. Enseguida Mitia empezó a hablarle de sus planes con viveza y nerviosismo y
    a pedirle consejo respecto a Liagavy, y así fue todo el camino. El pope le escuchaba
    con atención, pero le aconsejó poco. A





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    Mensaje por Maria Lua Sáb Oct 26, 2024 1:46 pm

    ***


    . A las preguntas de Mitia respondía con evasivas:
    «No sé, huy, no sé, cómo quiere que lo sepa», y cosas así. Cuando Mitia empezó a
    hablar de sus discrepancias con su padre a cuenta de la herencia, el pope hasta se
    asustó, porque su relación con Fiódor Pávlovich era de cierta dependencia. De todos
    modos, le preguntó sorprendido por qué llamaba Liagavy a Gorstkin, ese campesino
    que se dedicaba al comercio, y le aclaró cumplidamente a Mitia que, aunque en
    realidad era Liagavy, tampoco lo era del todo, porque se ofendía muchísimo con ese
    nombre y había que llamarlo obligatoriamente Gorstkin, «de lo contrario no tendrá
    nada que hacer, ni siquiera le escuchará», concluyó el pope. Mitia se asombró un poco
    y enseguida explicó que Samsónov lo había llamado con ese nombre. Al conocer esa
    circunstancia, el pope cambió rápidamente de tema, aunque habría hecho bien si le
    hubiera explicado a Dmitri Fiódorovich lo que acababa de sospechar: si el propio
    Samsónov lo había enviado a ese hombre, y le había dicho que se llamaba Liagavy,
    ¿no lo estaría haciendo, por la razón que fuera, para burlarse? Y ¿no veía nada extraño
    en todo eso? Pero Mitia no tenía tiempo de detenerse «en esos detalles». Caminaba
    de prisa y solo al llegar a Sujói Posiólok intuyó que habían recorrido no una versta ni
    versta y media, sino seguramente tres; esto lo enojó, pero se dominó. Entraron en la
    isba. El guardabosque, conocido del pope, ocupaba una mitad; en la otra mitad, la
    estancia principal, separada por el zaguán, se había instalado Gorstkin. Entraron en esa
    estancia principal y prendieron una vela de sebo. La isba estaba bien caldeada. En una
    mesa de pino había un samovar apagado, una bandeja con tazas, una botella vacía de
    ron, un shtof de vodka sin terminar y unos restos de pan blanco. El forastero estaba
    tendido sobre el banco, con la ropa de abrigo doblada bajo la cabeza a modo de
    almohada, y roncaba profundamente. Mitia se quedó perplejo. «Tengo que
    despertarlo, este asunto es demasiado importante, con la prisa que me he dado; tengo
    que apresurarme y volver hoy mismo», empezaba a inquietarse; pero el pope y el
    guarda estaban callados sin dar su opinión. Mitia se acercó e intentó despertar a
    Gorstkin, lo hizo con energía, pero el durmiente no reaccionaba. «Está borracho —
    impaciencia terrible, empezó a tirarle de los brazos, de las piernas, a sacudirle la
    cabeza y a intentar incorporarlo para sentarlo en el banco. Aun así, después de
    grandes esfuerzos solo consiguió que empezara a gruñir y a maldecir con fuerza,
    aunque pronunciando con poca claridad.
    —Será mejor que le dé algo de tiempo —dijo por fin el pope—; a lo que parece,
    no está en condiciones.
    —Ha estado todo el día bebiendo —comentó el guarda.
    —¡Dios mío! —gritó Mitia—, ¡si supieran lo importante que es para mí! ¡Lo
    desesperado que estoy!
    —Sería mejor esperar a mañana —insistió el pope.
    —¿A mañana? Por el amor de Dios, ¡eso es imposible! —Y en su desesperación a
    punto estuvo de lanzarse otra vez a despertar al borracho, pero desistió al comprender
    la inutilidad del esfuerzo. El pope callaba, el guarda, soñoliento, tenía un aire
    sombrío—. ¡Qué tragedias tan terribles origina en la gente el realismo! —dijo
    completamente desesperado. El sudor le corría por la cara.
    Aprovechando la ocasión, el pope le expuso muy razonablemente que, aun
    suponiendo que consiguiera despertar al borracho, éste no iba a estar en condiciones
    de tener una conversación, tan bebido, «y, tratándose de un asunto tan importante,
    sería mejor que lo dejara para mañana…». Mitia abrió los brazos, desesperado, y
    accedió.
    —Me quedaré aquí con una vela, bátiushka, para aprovechar la menor oportunidad.
    En cuanto se despierte, yo empezaré con lo mío… Te pagaré la vela —se dirigió al
    guarda—, también el cobijo, no olvidarás a Dmitri Karamázov. Solo que con usted,
    bátiushka, no sé qué hacer, ¿dónde se va a acostar?
    —No, no, yo me voy a casa. En su yegua. —Señaló al guarda—. Y, con esto, me
    despido de usted. Le deseo éxito.
    Así lo hicieron. El pope partió en la yegua contento de haberse librado al fin, pero
    seguía negando con la cabeza y dándole vueltas a si no sería mejor anticiparse e
    informar al día siguiente de este curioso caso a su protector Fiódor Pávlovich, «de lo
    contrario, puede enterarse en cualquier momento, enojarse y retirarme su favor». El
    guarda, rascándose, se dirigió en silencio a la otra parte de la isba y Mitia se sentó en
    el banco dispuesto a aprovechar cualquier oportunidad, como había explicado. Una
    profunda angustia envolvía su alma como una bruma densa. ¡Una angustia profunda,
    terrible! Por más que cavilaba, no lograba llegar a ninguna conclusión. La vela se
    consumía, un grillo cantaba, en la habitación caldeada se hacía imposible respirar. De
    repente se imaginó un huerto, la entrada trasera de ese huerto, la puerta de la casa de
    su padre que se abre misteriosamente y Grúshenka que entra corriendo por esa
    puerta… Se levantó de un salto del banco.


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    Mensaje por Maria Lua Dom Oct 27, 2024 5:14 pm

    ***
    durmiente y se puso a observarle la cara. Era un campesino enjuto, todavía joven, de
    cara bastante alargada, rizos castaños y una barbita rojiza, larga y fina; vestía camisa de
    percal y chaleco negro, en cuyo bolsillo asomaba la cadenita de un reloj de plata. Mitia
    contemplaba esa fisonomía con un odio terrible, y por alguna razón le resultaba
    especialmente odioso que tuviera el pelo rizado. Pero lo más insoportablemente
    ofensivo era estar allí, con su problema urgente, después de haber sacrificado tanto,
    de haber dejado tantas cosas, completamente agotado, y ver cómo ese parásito «del
    que ahora depende todo mi futuro ronca como si tal cosa, como si viniera de otro
    planeta»—. ¡Ay, ironía del destino! —exclamó Mitia y, de repente, perdiendo
    completamente la cabeza, se lanzó de nuevo a despertar al aldeano. Lo hacía con furia,
    tiraba de él, lo empujaba, incluso le golpeó, pero al cabo de unos cinco minutos sin
    haber conseguido nada, desesperado e impotente volvió al banco y se sentó—. ¡Qué
    estupidez, qué estupidez! —exclamaba—. Y… ¡qué deshonra! —añadió de repente sin
    saber por qué. Empezó a dolerle muchísimo la cabeza—. ¿Debería dejarlo?
    ¿Marcharme? —pensó—. Nada de eso, esperaré a mañana. Me he quedado aposta,
    ¡aposta! ¿A qué he venido a fin de cuentas? Además, no tengo cómo irme, a ver cómo
    me voy ahora de aquí, ¡ay, qué sinsentido!
    La cabeza, sin embargo, le dolía cada vez más. Estaba sentado inmóvil y no fue
    consciente de que se iba adormeciendo y de que se quedaba dormido así, sentado.
    Debió de dormir dos horas o más. Se despertó por culpa de un dolor de cabeza
    insoportable, tan insoportable que quería gritar. Las sienes le palpitaban, le dolía la
    coronilla; una vez despierto, durante un buen rato no fue capaz de volver del todo en
    sí y darse cuenta de lo que pasaba. Por fin intuyó que en la habitación caldeada había
    muchísimo tufo y que podía morir. El campesino borracho seguía acostado y roncando;
    la vela se había derretido y estaba a punto de apagarse. Mitia empezó a gritar y,
    tambaleándose, atravesó el zaguán y entró en el cuarto del guarda. Éste se despertó
    enseguida al oír que en la otra pieza había tufo y, aunque reaccionó, se lo tomó con tal
    indiferencia que Mitia se sintió ofendido.
    —Y, si se muere, si se muere, entonces… entonces ¿qué? —exclamaba Mitia
    delante de él, frenético.
    Abrieron la puerta de par en par, abrieron las ventanas, el cañón de la chimenea,
    Mitia llevó a rastras desde el zaguán un cubo con agua, primero se remojó la cabeza y
    después, tras encontrar un trapo, lo empapó de agua y se lo aplicó a Liagavy en la
    cabeza. El guarda, en cambio, seguía tomándose lo ocurrido casi con desprecio y,
    después de abrir las ventanas, dijo lacónico: «Así está bien», y se volvió a acostar,
    dejando a Mitia un farol de hierro encendido. Mitia se ocupó del borracho atontado
    una media hora, remojándole la cabeza, y tenía el firme propósito de no dormir en
    toda la noche, pero, extenuado, se sentó un momento para recobrar aliento y cerró los
    ojos al instante; a continuación se tendió en el banco sin darse cuenta y durmió como
    un tronco.


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    Mensaje por Maria Lua Dom Oct 27, 2024 5:15 pm

    ***

    Se despertó muy tarde, eran alrededor de las nueve de la mañana. El sol brillaba
    con fuerza en las dos ventanas de la isba. El campesino de pelo rizado de la víspera
    estaba ya sentado en el banco y vestido con su poddiovka. Tenía delante un nuevo
    samovar y un nuevo shtof de vodka. Se había acabado el del día anterior y el nuevo
    estaba ya a medias. Mitia se incorporó y en un santiamén se dio cuenta de que el
    maldito campesino estaba otra vez borracho, profunda e irremediablemente borracho.
    Lo miró un momento con los ojos a cuadros. El campesino lo miraba en silencio y con
    malicia, con cierta calma ofensiva, incluso con altanería y desdén, según le pareció a
    Mitia. Éste se decidió a hablar.
    —Permítame, verá… yo… probablemente ya se haya enterado por el guarda de
    aquí, de la isba: soy el teniente Dmitri Karamázov, el hijo del viejo Karamázov, con
    quien está usted en tratos en relación con ese bosquecillo…
    —¡Mientes! —recalcó de pronto el hombre, con firmeza y tranquilidad.
    —¿Cómo que miento? ¿No conoce a Fiódor Pávlovich?
    —No conozco a ningún Fiódor Pávlovich —profirió el campesino, moviendo la
    lengua con cierta torpeza.
    —El bosquecillo, está usted negociando el precio del bosquecillo, despierte, vuelva
    en sí. El padre Pável Ilinski me ha acompañado hasta aquí… Usted escribió a
    Samsónov y él me ha enviado a verle… —Mitia jadeaba.
    —¡M-mientes! —volvió a recalcar Liagavy.
    A Mitia se le helaron los pies.
    —Tenga piedad, ¡no es broma! Puede que sea por el alcohol. Pero, al fin y al cabo,
    usted puede hablar, comprender… de lo contrario… de lo contrario yo… ¡no entiendo
    nada!
    —¡Eres el tintorero!
    —Tenga piedad, soy Karamázov, Dmitri Karamázov, tengo un propuesta para
    usted… una propuesta ventajosa… muy ventajosa… sobre el bosquecillo.
    El campesino se acariciaba la barba.
    —No, tú aceptaste el trabajo y has resultado ser un canalla. ¡Eres un canalla!
    —Le aseguro que se equivoca. —Mitia se retorcía las manos desesperado. El
    campesino seguía acariciándose la barba y de pronto entornó los ojos con malicia.
    —No, mira, tú dime una cosa: dime qué ley permite hacer jugarretas, ¿me oyes
    bien? ¡Eres un canalla! ¿Eso lo entiendes?
    Mitia, pesaroso, dio un paso atrás, y de pronto fue como si «algo me golpeara en la
    frente», como él mismo diría más tarde. En un instante tuvo una especie de
    iluminación, «una luz se encendió y lo comprendí todo». Se quedó estupefacto,
    incapaz de entender cómo él, un hombre inteligente al fin y al cabo, había podido
    396
    cometer una estupidez de ese calibre, meterse en una aventura semejante y alargarla
    casi una jornada entera, ocuparse de ese Liagavy, humedecerle la cabeza… «En fin,
    está borracho como una cuba, y va a seguir bebiendo sin parar una semana más, ¿qué
    puedo esperar? ¿Y si Samsónov me ha enviado aquí a propósito? ¿Y si ella…? ¡Dios
    mío, qué he hecho!…»






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    Mensaje por Maria Lua Dom Oct 27, 2024 5:16 pm

    ***

    El campesino lo miraba y se reía. En otra situación, es probable que Mitia hubiera
    matado, colérico, a ese estúpido, pero ahora se sentía débil como un niño. Se acercó
    lentamente al banco, cogió su abrigo, se lo puso en silencio y salió. No encontró al
    guarda en la otra habitación, no había nadie. Sacó del bolsillo cincuenta kopeks en
    monedas y las dejó sobre la mesa, por la estancia, la vela y las molestias. Al salir de la
    isba vio que alrededor solo había bosque, nada más. Caminó al azar sin recordar
    siquiera qué dirección debía tomar desde la isba, si a la derecha o a la izquierda. La
    noche anterior, viniendo con el pope, no se había fijado en el camino. No había en su
    alma el menor deseo de vengarse de nadie, ni siquiera de Samsónov. Caminaba por
    un estrecho camino forestal sin pensar en nada, perdido, con «su idea perdida», sin
    preocuparse en absoluto de hacia dónde iba. Un niño que le hubiera salido al paso
    habría podido derribarlo, tal era entonces su debilidad de cuerpo y alma. Con gran
    esfuerzo, sin embargo, consiguió salir del bosque, aparecieron campos segados,
    desnudos, en un espacio inmenso. «¡Qué desolación! ¡Cuánta muerte alrededor!», se
    repetía mientras seguía adelante.
    Lo salvaron unos viajeros: un cochero llevaba a un viejo comerciante por un camino
    vecinal. Cuando los tuvo a su altura, Mitia les preguntó por el camino y resultó que
    también iban a Volovia. Negociaron y lo aceptaron como compañero de viaje.
    Llegaron en tres horas. En la posta de Volovia Mitia pidió inmediatamente caballos
    para la ciudad y se dio cuenta de que estaba muerto de hambre. Mientras
    enganchaban los caballos le hicieron unos huevos. Se los comió en un santiamén,
    también se comió una rebanada grande de pan, un trozo de salchichón que encontró,
    se bebió tres copitas de vodka. Habiendo recobrado fuerzas, se animó y su alma volvió
    a despejarse. Volaba por el camino, apremiaba al cochero y, de pronto, trazó un plan
    nuevo ya «indiscutible» para conseguir ese mismo día antes del anochecer «el maldito
    dinero». «¡Pensar que por culpa de tres mil insignificantes rublos puede arruinarse el
    destino de un hombre! —exclamó con desdén—. ¡Hoy mismo lo solucionaré!» Y, de no
    haber sido porque no podía parar de pensar en Grúshenka y en si le había sucedido
    algo, quizá se hubiera alegrado. Pero el recuerdo de ella se clavaba en su alma a cada
    minuto como un cuchillo afiliado. Al fin llegaron y corrió a casa de Grúshenka.





    III. Minas de oro



    Ésta era, precisamente, la visita de Mitia de la que Grúshenka había hablado a Rakitin
    con tanto miedo. Estaba esperando la llegada de su «estafeta», encantada de que
    Mitia no hubiera ido ni ese día ni el anterior; tenía la esperanza de que, Dios mediante,
    no apareciera por allí antes de que ella partiera, pero entonces se presentó de
    improviso. Lo demás lo conocemos: para deshacerse de él, lo convenció rápidamente
    de que la acompañara a casa de Kuzmá Samsónov, como si necesitara ir allí a «contar
    dinero», y una vez que Mitia la hubo acompañado le arrancó la promesa, al despedirse
    junto al portalón de Kuzmá, de que pasaría a buscarla pasadas las once para
    acompañarla de vuelta a casa. Mitia también quedó satisfecho con esta decisión: «Si
    está en casa de Kuzmá, quiere decirse que no irá a ver a Fiódor Pávlovich… siempre
    que no esté mintiendo», añadió acto seguido. Pero, a simple vista, parecía que no
    mentía. Dada la índole de sus celos, en cuanto se separaba de la mujer amada ya
    estaba imaginando Dios sabe qué horrores sobre lo que estaría haciendo, y pensando
    en cómo lo «engañaba», pero, en cuanto volvía corriendo a su lado, conmovido,
    abatido e irremediablemente convencido de que la amada se las había ingeniado para
    engañarlo, con la primera mirada a su rostro, al rostro risueño, alegre y dulce de
    aquella mujer, su espíritu resucitaba y al instante desaparecía toda sospecha y con
    dichosa vergüenza se reprendía por sus celos. Después de acompañar a Grúshenka, se
    fue corriendo a casa. ¡Tenía todavía tantas cosas que hacer! Pero, al menos, se sentía
    aliviado. «Ahora tengo que interrogar cuanto antes a Smerdiakov y saber si anoche
    pasó algo, si estuvo ella, esperemos que no, en casa de Fiódor Pávlovich, ¡ay!», se
    decía. Así que ni tiempo había tenido de llegar a su casa cuando los celos ya estaban
    escarabajeando de nuevo en su inquieto corazón.











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    Mensaje por Maria Lua Lun Oct 28, 2024 2:02 pm

    ***
    ¡Celos! «Otelo no era celoso, sino confiado», observó Pushkin, y ya solo esta
    observación pone de manifiesto la profunda inteligencia de nuestro gran poeta. Otelo
    simplemente tenía el alma rota y toda su concepción del mundo se vio enturbiada
    porque su ideal había sido destruido. Pero Otelo no comenzó a ocultarse, a espiar y a
    acechar, él confiaba. Al contrario, hubo que provocarlo, sugerirle, excitarlo con
    considerable esfuerzo para que se diera cuenta de la traición. Los auténticos celosos
    no son así. No es posible imaginar siquiera toda la deshonra y la decadencia moral con
    la que es capaz de transigir el celoso sin el menor remordimiento de conciencia. Y no
    es que sean almas vulgares y sucias. Al contrario, es posible ocultarse bajo las mesas,
    sobornar a gente infame y acostumbrarse a la inmundicia más ruin del acecho y el
    fisgoneo teniendo un gran corazón, sintiendo un amor puro, lleno de abnegación.
    398
    Otelo no podía de ninguna forma resignarse a la traición —no era incapaz de
    perdonar, sino de resignarse—, a pesar de que su alma era apacible y pura como el
    alma de un niño. No sucede lo mismo con un auténtico celoso: ¡es difícil imaginar a
    qué puede acostumbrarse y resignarse y qué puede perdonar un celoso! Los celosos
    están más dispuestos a perdonar que los demás hombres, y esto lo saben todas las
    mujeres. Un celoso puede y es capaz de perdonar (después de una terrible escena,
    desde luego) muy rápidamente, por ejemplo, una traición que prácticamente ha sido
    probada, unos abrazos y unos besos que ha visto con sus propios ojos, siempre que al
    mismo tiempo pueda convencerse de algún modo de que eso ha ocurrido «por última
    vez» y de que, desde ese momento, su rival va a desaparecer, parte a los confines del
    mundo, o de que él mismo se lleva a su amada a cualquier sitio donde ya no va a
    encontrarse con ese terrible adversario. Por supuesto, la reconciliación apenas durará
    una hora porque, aun en el caso de que el adversario haya desaparecido realmente, al
    día siguiente el celoso se inventará uno nuevo y empezará a sentir celos de este nuevo
    rival. Y alguien podría preguntarse qué puede haber en un amor ante el que hay que
    estar siempre alerta, qué puede valer tanto en un amor para que deba vigilarse con tal
    esfuerzo. Pero esto nunca lo comprenderá un auténtico celoso, aunque entre ellos en
    verdad haya personas de gran corazón. Es admirable que estas mismas personas de
    gran corazón, cuando están en algún cuartucho fisgoneando y espiando, aunque son
    plenamente conscientes, «con su gran corazón», de la vergüenza a la que se han
    arrastrado, al menos en ese momento, mientras están en ese cuartucho, no sienten
    remordimientos de conciencia. En presencia de Grúshenka, los celos de Mitia
    desaparecían y por un instante se convertía en una persona confiada y noble, incluso
    se despreciaba por sus malos sentimientos. Pero eso solo significaba que en su amor
    por esa mujer se encerraba algo bastante más elevado de lo que él suponía, que no
    era solo pasión, no era solo la «sinuosidad en el cuerpo» de la que le había hablado a
    Aliosha. Sin embargo, cuando Grúshenka desaparecía, Mitia empezaba
    automáticamente a sospechar en ella todas las bajezas y perfidias de la traición. Y sin
    remordimientos de conciencia





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    Mensaje por Maria Lua Lun Oct 28, 2024 2:03 pm

    ***

    Así pues, los celos volvían a bullir en él. En cualquier caso, debía darse prisa. Lo
    primero era conseguir algo de dinero, por poco que fuera, dando un sablazo. Los
    nueve rublos del día anterior casi se habían consumido en el viaje y es sabido que sin
    dinero no es posible dar un paso en ningún sitio. Pero ya en la telega, al tiempo que
    ideaba su nuevo plan, también había pensado a quién podía dar ese sablazo. Tenía un
    par de pistolas de duelo, bastante buenas, con cartuchos; hasta ahora no las había
    empeñado porque eran su bien más preciado. Hacía tiempo había conocido en la
    taberna Ciudad Capital a un joven funcionario y allí se había enterado de que a este
    funcionario, soltero y con posibles, le apasionaban las armas, compraba pistolas,
    revólveres, dagas, las colgaba por las paredes de su casa, se las enseñaba a los
    399
    conocidos, se jactaba explicando cual maestro el mecanismo del revólver, cómo
    cargarlo, cómo disparar, etcétera. Sin pensárselo mucho, Mitia partió en su busca y le
    propuso que tomara en prenda las pistolas a cambio de diez rublos. Encantado, el
    funcionario intentó convencerlo de que se las vendiera, pero Mitia no accedió y el
    joven le entregó diez rublos después de asegurar que no le cobraría intereses. Se
    despidieron como amigos. Mitia se dirigió rápidamente al patio trasero de Fiódor
    Pávlovich, al cenador, para llamar cuanto antes a Smerdiakov. De esta suerte, volvió a
    darse el caso de que, apenas tres o cuatro horas antes de cierto incidente del que
    hablaré más tarde, Mitia no tenía ni un kopek y había empeñado por diez rublos su
    pertenencia más querida, y de repente, tres horas más tarde, había miles en sus
    manos… Pero me estoy adelantando.
    En casa de Maria Kondrátievna (la vecina de Fiódor Pávlovich) le esperaba una
    noticia que le sorprendió y alteró sobremanera, la enfermedad de Smerdiakov.
    Escuchó la historia de su caída en el sótano, luego la del ataque de mal caduco, la
    llegada del médico, la inquietud de Fiódor Pávlovich; con curiosidad se enteró de que
    su hermano Iván Fiódorovich había salido esa misma mañana para Moscú. «Debe de
    haber pasado por Volovia antes que yo —pensó, pero Smerdiakov le preocupaba en
    extremo—. ¿Qué va a pasar ahora? ¿Quién va a vigilar, quién me va a tener
    informado?» Empezó a preguntar con ansia a las mujeres si no habían notado algo la
    tarde del día anterior. Ellas comprendieron muy bien lo que estaba tratando de
    averiguar y lo convencieron: no había venido nadie, Iván Fiódorovich había pasado la
    noche allí, «todo estaba en perfecto orden». Mitia se quedó pensativo. Sin lugar a
    dudas, también aquella noche tocaba montar guardia, pero ¿dónde? ¿Aquí o junto a la
    casa de Samsónov? Resolvió que aquí y allí, según su criterio, pero mientras,
    mientras… El caso era que tenía que poner en marcha su «plan» más reciente, ese
    nuevo y seguro, ideado en la telega y cuya ejecución ya no era posible posponer. Mitia
    decidió dedicarle una hora: «En una hora lo habré resuelto todo, me habré enterado
    de todo y entonces… entonces, iré primero a casa de Samsónov, averiguaré si está allí
    Grúshenka, y luego regresaré aquí, hasta las once, después otra vez a casa de
    Samsónov a buscarla para acompañarla de vuelta a casa». Eso fue lo que decidió.





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    Mensaje por Maria Lua Lun Oct 28, 2024 2:04 pm

    ***

    Corrió a su casa, se lavó, se peinó, se cepilló la ropa, se vistió y salió hacia casa de
    la señora Jojlakova. ¡Ay!, ahí estaba su «plan». Había decidido pedirle prestados tres
    mil rublos a esta dama. Y, sobre todo, de forma repentina, se había apoderado de él la
    insólita certeza de que no se los iba a negar. Quizá sorprenda que, estando tan
    seguro, no hubiera recurrido antes a ella, que formaba parte de su propio círculo, por
    así decir, en lugar de ir a ver a Samsónov, un hombre de otra clase con el que casi no
    sabía ni cómo hablar. Pero el caso era que en ese último mes casi había roto su
    relación con Jojlakova, e incluso antes ya se trataban poco y, sobre todo, él sabía
    perfectamente que ella no lo soportaba. Esta dama lo había odiado desde el principio
    400
    simplemente por ser el novio de Katerina Ivánovna, cuando ella por alguna razón lo
    que quería era que Katerina Ivánovna lo dejara y se casara con el «simpático Iván
    Fiódorovich, educado como un caballero, que tenía tan buenos modales». Odiaba los
    modales de Mitia. Éste solía burlarse de ella y en una ocasión dijo que era «tan viva y
    desenfadada como ignorante». Y he aquí que esa misma mañana, en la telega, se
    había visto iluminado por una brillante idea: «Ya que no quiere que me case con
    Katerina Ivánovna, y no lo quiere bajo ningún concepto —Mitia sabía que la idea la
    ponía histérica—, ¿por qué iba a negarme ahora esos tres mil rublos que,
    precisamente, me permitirían marcharme de aquí para siempre y dejar a Katia? Esas
    señoras malcriadas de clase alta, cuando se les antoja algo, no reparan en nada con tal
    de salirse con la suya. Y, además, es rica», razonaba. En cuanto al «plan» propiamente
    dicho, era el mismo que el anterior, es decir, se trataba de ofrecerle sus derechos
    sobre Chermashniá, pero ya no con fines comerciales como a Samsónov, ya no
    tentando a la dama con la posibilidad de amasar el doble de los tres mil, unos seis o
    siete mil rublos, sino simplemente como una valiosa garantía por la deuda. Mientras
    pergeñaba esta nueva idea, Mitia llegó al éxtasis, algo que siempre le sucedía cuando
    empezaba algo, en todas sus decisiones repentinas. Se entregaba con pasión a cada
    idea nueva. Aun así, cuando puso el pie en el porche de la casa de la señora Jojlakova,
    de pronto notó en la espalda un escalofrío de pánico: solo en ese segundo
    comprendió plenamente, y con claridad matemática, que aquélla sí era su última
    esperanza, que ya no le quedaba nada más si no le salía bien, «si acaso apuñalar y
    atracar a alguien por tres mil rublos, pero nada más…». Eran las siete y media cuando
    hizo sonar la campana.
    Al principio la empresa pareció sonreírle: nada más anunciarse, lo recibieron con
    inusitada rapidez. «Ni que estuviera esperándome», se dijo Mitia y después, nada más
    ser conducido a la sala, entró la dueña casi corriendo y le confesó sin más que lo
    esperaba…
    —¡Sí, sí, le estaba esperando! No podía imaginarme siquiera que viniera usted a
    verme, estará usted de acuerdo conmigo, y, sin embargo, le estaba esperando, se
    sorprenderá de mi instinto, Dmitri Fiódorovich, pero esta mañana estaba convencida
    de que vendría hoy.
    —En efecto, es sorprendente, señora —dijo Mitia mientras tomaba asiento con
    cierta torpeza—, pero… he venido por un asunto extremadamente importante…
    importante entre los importantes, para mí, quiero decir, señora, para mí únicamente,
    es que tengo prisa…
    —Sé que es por un asunto importantísimo, Dmitri Fiódorovich, y aquí ya no se trata
    de ningún presentimiento ni de una retrógrada inclinación a los milagros (¿ha oído lo
    del stárets Zosima?), esto son matemáticas: usted no podía dejar de venir después de
    todo lo ocurrido con Katerina Ivánovna, no podía, no podía, es matemático.





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    Mensaje por Maria Lua Lun Oct 28, 2024 2:05 pm

    ***


    —El realismo de la vida real, señora, eso es lo que es. Pero permítame que le
    exponga…
    —Eso es, el realismo, Dmitri Fiódorovich. Ahora estoy totalmente a favor del
    realismo, estoy demasiado escarmentada con los milagros. ¿Se ha enterado de que ha
    muerto el stárets Zosima?
    —No, señora, es la primera vez que lo oigo. —Mitia se sorprendió un poco. En su
    cabeza se formó la imagen de Aliosha.
    —Esta noche, y figúrese…
    —Señora —la interrumpió Mitia—, yo solo me figuro que estoy en una situación
    desesperadísima y que, si usted no me ayuda, todo se hundirá y yo me hundiré el
    primero. Perdone por la trivialidad de la expresión, pero estoy ardiendo, tengo
    fiebre…
    —Lo sé, sé que tiene usted fiebre, lo sé todo, y usted no puede encontrarse en
    otro estado de ánimo y, diga usted lo que diga, yo lo voy a saber de antemano. Hace
    mucho que vengo pensando en su destino, Dmitri Fiódorovich, yo velo por usted y he
    llegado a conocerle… Huy, créame, soy un doctor de almas experimentado, Dmitri
    Fiódorovich.
    —Señora, si usted es un doctor experimentado, yo soy un enfermo experimentado
    —Mitia se obligó a hacerle un cumplido—, y presiento que, ya que tanto vela usted
    por mi destino, podrá favorecerlo en el momento de su perdición, pero para ello
    permítame que le exponga el plan con el que he tenido la osadía de presentarme… y
    lo que espero de usted… He venido, señora…
    —No lo exponga, eso es secundario. Y, si hay que ayudarle, no será el primero al
    que ayudo, Dmitri Fiódorovich. Seguramente habrá oído hablar de mi prima
    Belmésova: su marido estaba perdido, hundido, como ha dicho usted de forma tan
    característica, Dmitri Fiódorovich, pues bien, yo lo orienté hacia la cría de caballos de
    raza y ahora está prosperando. ¿Usted entiende de cría de caballos, Dmitri
    Fiódorovich?
    —No tengo la menor idea, señora, ¡ni la menor idea! —exclamó Mitia impaciente y
    nervioso, casi poniéndose de pie—. Solo le suplico, señora, que me escuche, déjeme
    hablar libremente apenas dos minutos para que pueda, en primer lugar, exponerle
    todo, todo el proyecto que me ha traído aquí. Además, me falta tiempo, ¡tengo
    muchísima prisa! —gritó histérico, viendo que ella iba a ponerse a hablar otra vez y con
    la esperanza de acallarla—. He venido aquí desesperado… en el último grado de la
    desesperación, para pedirle a usted dinero prestado, tres mil rublos, prestados, pero
    con una garantía segura, segurísima, señora, ¡de una seguridad total! Pero permita que
    se lo explique.
    —¡Después, todo eso después! —la señora Jojlakova, a su vez, agitaba los brazos—
    ; y todo lo que pueda decirme lo sé de antemano, ya se lo he dicho. Usted pide una
    402
    cantidad, necesita tres mil, pero yo le daré más, infinitamente más, le salvaré, Dmitri
    Fiódorovich, pero ¡tiene que obedecerme!
    Mitia volvió a saltar de su asiento.
    —Señora, ¡cómo puede ser usted tan buena! —exclamó con extraordinaria
    emoción—. Me ha salvado, Dios mío. Ha salvado a un hombre de una muerte violenta,
    señora, de un disparo de pistola… Mi eterno agradecimiento…
    —¡Le daré infinitamente más, infinitamente más de tres mil rublos! —gritaba la
    señora Jojlakova observando con una sonrisa radiante el entusiasmo de Mitia.
    —¿Infinitamente? No hace falta tanto. Necesito solo esos tres mil rublos fatídicos
    para mí y, por mi parte, he venido a garantizarle esa cantidad con gratitud infinita y le
    propongo un plan que…
    —Ya ha dicho y hecho suficiente, Dmitri Fiódorovich —le atajó la señora Jojlakova
    con la pudorosa solemnidad de una benefactora—. He prometido salvarle y lo haré. Le
    salvaré igual que a Belmésov. ¿Qué opina de las minas de oro, Dmitri Fiódorovich?
    —¿De las minas de oro, señora? Nunca he pensado en ellas.
    —Sin embargo, yo lo he hecho por usted. He pensado y mucho. Hace un mes que
    le vengo observando con ese fin. Cien veces le he mirado cuando le veía pasar y me
    repetía: ahí va la persona enérgica que se necesita para las minas. Incluso he estudiado
    su forma de andar y me decidí: este hombre encontrará muchas minas.
    —¿Por la forma de andar, señora? —Mitia sonrió.
    —Sí, claro, por la forma de andar, ¿acaso niega que pueda conocerse el carácter
    por la forma de andar, Dmitri Fiódorovich? Las ciencias naturales lo confirman. Oh,
    ahora soy realista, Dmitri Fiódorovich. Desde hoy, después de toda esa historia en el
    monasterio que tanto me indispuso, soy una completa realista y quiero lanzarme a la
    actividad práctica. Estoy curada. ¡Suficiente!, como dijo Turguénev.
    —Pero, señora, los tres mil que con tanta generosidad ha prometido prestarme…

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    Mensaje por Maria Lua Lun Oct 28, 2024 2:05 pm

    ***

    —No se le escaparán, Dmitri Fiódorovich —le interrumpió al instante Jojlakova—,
    esos tres mil los tiene de todas formas en el bolsillo, y no tres mil, sino tres millones,
    Dmitri Fiódorovich, ¡y en poquísimo tiempo! Le explicaré la idea: usted descubrirá unas
    minas, conseguirá millones, regresará y se convertirá en un hombre de acción, y
    también a nosotros nos pondrá en marcha, orientándonos hacia el bien. ¿O acaso hay
    que dejárselo todo a los judíos? Levantará edificios y fundará toda clase de empresas.
    Ayudará a los pobres y éstos le bendecirán. Estamos en el siglo del ferrocarril, Dmitri
    Fiódorovich. Usted será famoso e imprescindible para el Ministerio de Finanzas, que
    ahora anda tan necesitado. La caída de nuestro rublo no me deja dormir, Dmitri
    Fiódorovich, esta faceta mía apenas se conoce…
    —¡Señora, por favor! —volvió a interrumpir Dmitri Fiódorovich con un
    presentimiento inquietante—, es muy, muy posible que siga su consejo, su sabio
    consejo, señora, y me ponga rumbo a… a esas minas… y vendré otra vez a hablar con
    403
    usted de ello… incluso muchas veces… pero ahora los tres mil rublos que con tanta
    generosidad… Ay, me sacarían del aprieto, y si fuera posible hoy… Es decir, verá,
    ahora no tengo tiempo, ni una hora…
    —Suficiente, Dmitri Fiódorovich, ¡suficiente! —le interrumpió con firmeza la señora
    Jojlakova—. La pregunta es: ¿va a ir usted o no a las minas? ¿Ha tomado ya una
    decisión? Responda matemáticamente.
    —Iré, señora, después… Iré a donde quiera, señora, pero ahora…
    —¡Espere! —gritó la señora Jojlakova, se puso en pie de un salto, se abalanzó
    sobre un espléndido escritorio con innumerables cajoncitos y empezó a abrir uno tras
    otro buscando algo con mucha urgencia.
    «¡Los tres mil! —pensó Mitia petrificado—, y así, de repente, sin ningún papel, sin
    documentos… ¡Oh, es como un pacto entre caballeros! Es una mujer admirable, si no
    fuera tan parlanchina…»
    —¡Aquí está! —gritó exultante la señora Jojlakova dirigiéndose a Mitia—. ¡Esto es
    lo que buscaba!
    Era un icono de plata minúsculo con un cordón, de los que se llevan a veces al
    cuello junto con un crucifijo.
    —Es de Kiev, Dmitri Fiódorovich —dijo con veneración—, de las reliquias de santa
    Bárbara, mártir. Permítame que se lo ponga al cuello y así bendecirle para su nueva
    vida y sus nuevas hazañas.
    Y, efectivamente, le puso la imagen en el cuello y empezó a colocársela. Confuso,
    Mitia se inclinó un poco hacia delante y la ayudó, se colocó la imagen en el pecho,
    pasándola por la corbata y el cuello de la camisa.
    —¡Ahora ya puede ir! —dijo la señora Jojlakova volviendo a sentarse
    solemnemente.
    —Señora, estoy conmovido… ni siquiera sé cómo agradecerle, son tantos
    sentimientos, pero… si supiera lo valioso que es mi tiempo ahora… Esa cantidad que
    espero de su generosidad… Ay, señora, si tuviera la bondad, si fuera tan generosa
    conmigo —exclamó Mitia inspirado—, permítame que le confiese… que, bueno, usted
    ya lo sabe… sabe que amo aquí a cierta criatura… He engañado a Katia… a Katerina
    Ivánovnva, quiero decir. Ay, he sido inhumano y deshonesto con ella, pero aquí me
    enamoré de otra… de una mujer que quizá usted desprecie, señora, porque usted ya
    sabe toda la historia, pero yo nunca podré dejarla, de ninguna manera, y por eso ahora
    esos tres mil…









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    Mensaje por Maria Lua Lun Oct 28, 2024 2:06 pm

    ***


    —¡Déjelo todo, Dmitri Fiódorovich! —le cortó la señora Jojlakova con tono
    resuelto—. Déjelo todo, en especial a las mujeres. Su objetivo ahora son las minas, y
    no hay ninguna necesidad de llevar mujeres allí. Después, cuando regrese con dinero y
    gloria, encontrará a la compañera de su corazón entre la alta sociedad. Será una joven
    moderna, con conocimientos y sin prejuicios. Precisamente para entonces habrá
    404
    madurado la cuestión de la mujer que ahora está empezando y aparecerá una mujer
    nueva…
    —Señora, no se trata de eso, no… —imploraba Dmitri Fiódorovich.
    —Sí, Dmitri Fiódorovich, justamente eso es lo que usted necesita, lo que ansía sin
    saberlo. Yo no estoy al margen, ni mucho menos, de la actual cuestión de la mujer,
    Dmitri Fiódorovich. El progreso de la mujer e incluso el papel político de la mujer en
    un futuro próximo, éstos son mis ideales. Yo también tengo una hija, Dmitri
    Fiódorovich, esta otra faceta mía tampoco se conoce apenas. He escrito sobre esto al
    escritor Shchedrín. Este escritor me ha enseñado tanto, tantas cosas me ha enseñado
    del destino de la mujer que el año pasado le envié una carta anónima con dos líneas:
    «Le envío un abrazo y un beso, querido escritor, por la mujer moderna, siga así». Y
    firmé: «Una madre». Estuve a punto de firmar «una madre contemporánea», pero dudé
    y me quede solo con «una madre», tiene más belleza moral, Dmitri Fiódorovich,
    además, la palabra «contemporánea» le hubiera recordado a El Contemporáneo, un
    recuerdo amargo para él en vista de la actual censura… Ay, Dios mío, ¿qué le ocurre?
    —Señora —Mitia saltó al fin, juntando sus manos ante ella en una súplica
    impotente—, me va a hacer llorar, señora, si sigue retrasando lo que con tanta
    generosidad…
    —¡Llore, Dmitri Fiódorovich, llore! Es un sentimiento hermoso… ¡le espera un buen
    camino! Las lágrimas le aliviarán, regresará después y se alegrará. Vendrá derecho de
    Siberia, galopando hasta mí, para compartir conmigo su alegría…
    —Pero permítame —Mitia ya vociferaba—, se lo ruego por última vez, dígame,
    ¿puedo recibir hoy de usted la cantidad prometida? Si no, ¿cuándo debo venir a
    buscarla?
    —¿Qué cantidad, Dmitri Fiódorovich?
    —Los tres mil que me ha prometido… los que con tanta generosidad…
    —¿Tres mil? ¿Rublos? No, no, yo no tengo tres mil rublos —dijo la señora Jojlakova
    entre tranquila y sorprendida. Mitia se quedó atónito.
    —Cómo que… pero si ahora mismo… usted ha dicho… incluso que era como si ya
    los tuviera en el bolsillo…
    —Huy, no me ha entendido bien, Dmitri Fiódorovich. Si piensa eso, es que no me
    ha entendido bien. Yo le hablaba de las minas… Es cierto que le he prometido más,
    infinitamente más que tres mil, lo recuerdo bien, pero yo me refería a las minas.
    —Pero ¿el dinero? ¿Los tres mil? —exclamó tontamente Dmitri Fiódorovich.
    —Ah, si usted está hablando de dinero, yo no lo tengo. Ahora no tengo nada,
    Dmitri Fiódorovich, precisamente ahora estoy batallando con mi administrador y hace
    unos días le pedí prestados quinientos rublos a Miúsov. No, no tengo dinero. Y sepa
    usted, Dmitri Fiódorovich, que si lo hubiera tenido, no se lo habría dado. En primer
    lugar, yo no le presto a nadie. Prestar dinero implica reñir. Y a usted, especialmente a
    usted no se lo habría prestado, porque le aprecio, por eso no se lo habría dado, para
    salvarle, no se lo habría dado porque usted solo necesita una cosa: minas, minas,
    ¡minas!…
    —¡Oh, que el diablo…! —rugió Mita y soltó un puñetazo en la mesa con todas sus
    fuerzas


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    Mensaje por Maria Lua Lun Oct 28, 2024 2:07 pm

    ***
    —¡Ay, ay! —gritó Jojlakova asustada y se alejó hasta la otra punta de la sala.
    Mitia escupió y con pasos rápidos salió del cuarto, de la casa, a la calle, ¡a la noche!
    Andaba como loco golpeándose el pecho, en el mismo punto del pecho donde se
    había golpeado dos días antes en presencia de Aliosha, la última vez que lo había
    visto, a la caída de la tarde, en el camino. Qué significaban esos golpes en el pecho en
    el mismo punto y qué quería señalar de ese modo, de momento era un secreto que
    nadie en el mundo conocía y que ni siquiera había revelado a Aliosha entonces, pero
    ese secreto encerraba para él algo más que la deshonra, encerraba la derrota y el
    suicidio, así lo había decidido si no conseguía los tres mil rublos para pagar a Katerina
    Ivánovna y con ello arrancar de su pecho, «de ese punto del pecho», la deshonra que
    cargaba en él y que tanto pesaba en su conciencia. Todo eso le quedará claro al lector
    más adelante, pero ahora, después de que se esfumara su última esperanza, este
    hombre tan fuerte físicamente no había dado más que unos pocos pasos desde la casa
    de la Jojlakova cuando de pronto rompió a llorar como un niño pequeño. Caminaba
    sin sentir y se secaba las lágrimas con el puño. Así salió a la plaza y de pronto vio que
    tropezaba. Se oyó el chillido de una viejecita a la que había estado a punto de
    derribar.
    —¡Ay, Señor, por poco no me matas! ¡Vas por ahí sin mirar, golfo!
    —¿Cómo? ¿Es usted? —gritó Mitia al ver bien a la vieja. Era la criada que servía a
    Kuzmá Samsónov y en la que había reparado el día anterior.
    —¿Y usted quién es, bátiushka? —dijo la vieja ya en un tono totalmente distinto—.
    No puedo reconocerle en esta oscuridad.
    —Usted estaba en casa de Kuzmá Kuzmich, es su criada.
    —Así es, bátiushka, he ido un momento a ver a Prójorych… Me parece que no le
    reconozco.
    —Dígame, mátushka, ¿Agrafiona Aleksándrovna está allí ahora? —dijo Mitia fuera
    de sí por la espera—. La he acompañado hasta allí hace poco.
    —Ha estado, bátiushka, vino, se quedó un rato y se marchó.
    —¿Qué? ¿Se ha ido? —gritó Mitia—. ¿Cuándo?
    —Pues nada más llegar, solo estuvo un minuto. Le contó una historia a Kuzmá
    Kuzmich, lo hizo reír y se fue corriendo.
    —¡Mientes, maldita! —Mitia vociferaba.
    —¡Ay, ay! —gritaba la vieja, pero Mitia ya había desaparecido, había echado a
    correr a casa de Morózova. Justo en ese momento Grúshenka se dirigía hacia Mókroie,
    406
    no había pasado más de un cuarto de hora desde su partida. Fenia estaba con su
    abuela, la cocinera Matriona, en la cocina cuando entró corriendo el «capitán». Al
    verlo, Fenia soltó un fuerte grito.
    —Así que gritamos… —vociferó Mitia—. ¿Dónde está? —Pero, sin dar tiempo a
    responder a Fenia, que estaba aturdida por el miedo, se derrumbó a sus pies—: Fenia,
    por el amor de Dios, dime, ¿dónde está?
    —Bátiushka, no sé nada, mi querido Dmitri Fiódorovich, no sé nada, aunque me
    mate, no sé nada —Fenia juraba y perjuraba—, si usted salió con ella hace nada…
    —Pero ¡ella volvió!
    —No ha venido, corazón, por Dios se lo juro, ¡no ha venido!
    —Estás mintiendo —gritó Mitia—, tu miedo te delata, ¿dónde está?
    Corrió a la calle. La aterrada Fenia estaba contenta de que todo hubiera acabado
    bien, pero comprendía perfectamente que, si no hubiera tenido él tanta prisa, quizá no
    se habría librado. Aunque fue todo muy rápido, Mitia aún había tenido tiempo de
    sorprender a Fenia y a la vieja Matriona con una ocurrencia totalmente inesperada: en
    la mesa había un mortero de cobre con su mano, una mano de cobre pequeña, que no
    pasaría de un cuarto de arshín de largo. Mientras salía, y ya con la puerta abierta, Mitia
    cogió al vuelo la mano del mortero, se la guardó en un bolsillo lateral y se esfumó.
    —¡Ay, señor, quiere matar a alguien! —Fenia juntó las manos



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    Mensaje por Maria Lua Mar Oct 29, 2024 1:32 pm

    ***


    IV. De noche



    ¿Adónde iba? Es sabido: «¿Dónde iba a estar ella más que en casa de Fiódor
    Pávlovich? Ha ido allí desde casa de Samsónov, ahora está claro. Toda esta intriga,
    todos estos engaños ahora quedan al descubierto»… Todo esto le pasaba por la
    cabeza como un torbellino. No fue por el patio de Maria Kondrátievna: «No hace falta,
    ninguna falta… Así no darán la voz de alarma… Enseguida me traicionarían, irían a
    informarlos… Está claro que Maria Kondrátievna está también conchabada, y lo mismo
    Smerdiakov, sí, ¡están todos comprados!». Cambió de parecer: rodeó la casa de Fiódor
    Pávlovich por un callejón, atravesó corriendo la calle Dmítrovskaia, cruzó la pasarela y
    fue a parar directamente al apartado callejón trasero, vacío y desierto, cercado por un
    lado por la valla de zarzo del huerto vecino y por otro por la valla alta y sólida del
    huerto de Fiódor Pavlovich. Allí buscó un sitio, al parecer el mismo por el que, según
    contaba la leyenda que él conocía, Lizaveta la Maloliente se había subido a la valla. «Si
    ella pudo subirse —Dios sabrá por qué le vino ese pensamiento a la cabeza—, ¿por
    qué no voy a hacerlo yo?» Y, efectivamente, dio un salto y se las ingenió para agarrarse
    con una mano a la parte superior de la valla, cogió impulso, hizo un esfuerzo para
    subirse y se quedó sentado en lo alto. Muy cerca, en el huerto, estaba la bania y
    también se veían las ventanas iluminadas de la casa. «Ajá, hay luz en el dormitorio del
    viejo, ¡ella está ahí!», y saltó al huerto. Aunque sabía que Grigori estaba enfermo, que
    era posible que Smerdiakov lo estuviera también y que no había nadie que pudiera
    oírlo, instintivamente se escondió, se quedó inmóvil y aguzó el oído. Pero reinaba un
    silencio mortal y, como hecho aposta, la calma era total, no soplaba el más ligero
    viento.
    «Y solo susurraba el silencio —sin saber por qué le vino este verso a la cabeza—.
    ¿Habrá oído alguien el salto? Parece que no.» Esperó un minuto y echó a andar en
    silencio por el huerto, por la hierba; esquivando árboles y arbustos, caminó un buen
    rato, procurando disimular cada paso y deteniéndose a escuchar a cada paso. Al cabo
    de unos cinco minutos llegó a las ventanas iluminadas. Recordaba que justo debajo de
    las ventanas había varios arbustos grandes, altos y frondosos de saúco y de mundillo.
    La puerta de la casa que daba al huerto, en la parte izquierda de la fachada, estaba
    cerrada con llave, cosa que comprobó expresa y concienzudamente al pasar.
    Finalmente alcanzó los arbustos y se escondió detrás de ellos. Contenía la respiración.
    «Tengo que esperar un poco —pensó—, por si han oído mis pasos y están atentos
    para asegurarse… con tal de no toser ni estornudar…»



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    Mensaje por Maria Lua Mar Oct 29, 2024 1:33 pm

    ***


    Esperó un par de minutos, su corazón latía con fuerza y por momentos casi se
    ahogaba. «No, estas palpitaciones no se me van a pasar —pensó—, no puedo esperar
    más.» Estaba a la sombra de un arbusto, iluminado por delante por la luz de la
    ventana. «Un mundillo, ¡qué bayas más rojas!», susurró sin saber por qué. Suavemente,
    con pasos amplios y silenciosos se acercó a la ventana y se puso de puntillas. Toda la
    alcoba de Fiódor Pávlovich apareció con claridad ante sus ojos. Era una habitación
    pequeña dividida transversalmente por unos biombos rojos «chinos», como los
    llamaba Fiódor Pávlovich. «Chinos —recordó Mitia—, y Grúshenka está detrás.» Se
    puso a observar a Fiódor Pávlovich. Llevaba una bata de seda a rayas nueva —Mitia
    nunca se la había visto—, con el cinturón de seda de borlas atado. Por debajo del
    cuello de la bata asomaba ropa blanca limpia y elegante, una fina camisa holandesa
    con gemelos dorados. En la cabeza llevaba el mismo vendaje rojo que le había visto
    Aliosha. «Se ha engalanado», pensó Mitia. Fiódor Pávlovich estaba cerca de la ventana,
    aparentemente meditando; de pronto estiró el cuello, aguzó el oído por un momento
    y, al no oír nada, se acercó a la mesa, se sirvió media copita de coñac de una licorera y
    se la bebió. A continuación respiró a pleno pulmón, volvió a quedarse quieto, se
    acercó distraído al espejo de la entreventana, con la mano derecha se levantó un poco
    el vendaje rojo de la frente y empezó a examinarse los moratones y las heridas que
    todavía no se le habían ido. «Está solo —pensó Mitia—, con toda probabilidad está
    solo.» Fiódor Pávlovich se apartó del espejo, se volvió de pronto hacia la ventana y
    miró por ella. Mitia, de un salto, se metió entre las sombras.
    «Puede que esté detrás de los biombos, puede que ya esté durmiendo», la idea le
    atravesó el corazón. Fiódor Pávlovich se apartó de la ventana. «Es a ella a quien busca
    por la ventana, así que no está. ¿Por qué, si no, iba a buscar en la oscuridad?… Está
    impaciente, se consume…» Mitia volvió a acercarse de un salto y otra vez miró por la
    ventana. El viejo ya estaba otra vez sentado a la mesa, visiblemente abatido.
    Finalmente se acodó en la mesa y apoyó la cabeza sobre la mano derecha. Mitia
    escrutaba con avidez.
    «¡Solo, está solo! —se repetía—. Si ella estuviera aquí, tendría otra cara.» Era
    extraño pero en su corazón empezó a bullir cierto enfado absurdo y extraño por que
    ella no estuviera. «No es porque ella no esté —Mitia lo había comprendido y él solo se
    respondió—, es que nunca podré saber con seguridad si está o no.» Mitia recordaría
    después que en ese momento su cabeza estaba increíblemente despejada y
    comprendía hasta el último detalle, no se le escapaba nada. Pero la angustia, la
    angustia del desconocimiento y de la indecisión crecía en su corazón con excesiva
    rapidez. «Pero ¿está aquí o no?», su corazón palpitaba con rabia. Y de repente se
    decidió, alargó el brazo y golpeó suavemente el marco de la ventana. Hizo la señal
    convenida entre el viejo y Smerdiakov, dos primeros golpes más flojos y después tres
    más rápidos: tuc-tuc-tuc, la señal que indicaba: «Grúshenka ha venido».







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    Mensaje por Maria Lua Mar Oct 29, 2024 1:34 pm

    ***

    El viejo se estremeció, levantó la cabeza y se acercó rápidamente a la ventana. Mitia retrocedió
    de un salto a la sombra. Fiódor Pávlovich abrió la ventana y asomó la cabeza.
    —Grúshenka, ¿eres tú? ¿Eres tú? —decía medio susurrando, tembloroso—. ¿Dónde
    estás, chiquilla, ángel mío, dónde estás? —estaba terriblemente alterado, se ahogaba.
    «¡Está solo!», resolvió Mitia.
    —¿Dónde estás? —gritó de nuevo el viejo y asomó aún más la cabeza, también los
    hombros, para mirar por todos lados, a derecha y a izquierda—. Ven aquí, te he
    preparado un regalito, ven, te lo enseñaré.
    «Es el sobre de los tres mil», pensó Mitia.
    —Pero ¿dónde estás?… ¿En la puerta? Voy a abrir…
    El viejo casi se cae por la ventana al mirar hacia la derecha, hacia donde estaba la
    puerta del huerto, intentando distinguirla en la oscuridad. Un segundo más, y saldría
    corriendo a abrir la puerta sin esperar la respuesta de Grúshenka. Mitia miraba de
    costado sin moverse. Le repugnaba muchísimo el perfil del viejo, la nuez flácida, la
    nariz de gancho, que sonreía ante la feliz expectativa, los labios, todo estaba
    vivamente iluminado por la luz oblicua de una lámpara en el lado izquierdo de la
    habitación. Una rabia terrible, frenética, empezó a agitarse en el corazón de Mitia: ¡ahí
    estaba, su rival, su verdugo, el verdugo de su vida! Era otro acceso de la misma rabia
    inesperada, vengativa y frenética que le había anunciado, como presintiéndola, a
    Aliosha cuatro días antes en el cenador, cuando respondió a su pregunta: «¿Cómo
    puedes decir que matarás a padre?».
    «No lo sé, no lo sé… —dijo entonces—. Quizá no lo mate o quizá sí. Tengo miedo
    de que en ese momento su cara se vuelva odiosa para mí. Odio la nuez de su
    garganta, su nariz, sus ojos, su sonrisa obscena. Siento repugnancia física. Eso es lo
    que me da miedo. No podré contenerme…»
    La repugnancia física aumentaba insoportablemente. Mitia estaba fuera de sí y de
    repente sacó la mano de cobre del bolsillo…
    «Dios —diría Mitia después— velaba por mí.» Justo en ese momento el enfermo
    Grigori Vasílievich se despertó en su lecho. Esa tarde se había aplicado la conocida
    cura de la que Smerdiakov le había hablado a Iván Fiódorovich, que consistía en
    frotarse, con ayuda de su mujer, una tintura secreta fortísima a base de vodka y
    beberse el resto mientras ella murmuraba «una oración» y, después, echarse a dormir.
    Marfa Ignátievna también bebió y, como no acostumbraba a beber, se quedó dormida
    como un tronco al lado de su marido. Pero, inesperadamente, Grigori se despertó por
    la noche, reflexionó un momento y enseguida sintió un dolor agudo en la cintura,
    aunque se sentó en la cama. Después volvió a quedarse pensativo, se levantó y se
    vistió rápidamente. Quizá tuviera remordimientos de conciencia por haber estado
    durmiendo, dejando la casa sin vigilar «en un momento tan peligroso». Smerdiakov,
    lastimado por la caída, yacía sin moverse en el otro cuchitril. Marfa Ignátievna tampoco
    se movía. «Esta mujer ya flojea», pensó Grigori Vasílievich y salió al porche gimiendo







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    Mensaje por Maria Lua Mar Oct 29, 2024 1:35 pm

    ***
    Por supuesto, lo único que quería era echar un vistazo desde el porche, porque no
    tenía fuerzas para andar, el dolor en la cintura y en la pierna derecha era insoportable.
    Pero entonces recordó que aquella tarde no había cerrado con llave la cancela del
    huerto. Era un hombre de lo más cuidadoso y puntilloso, un hombre de viejas
    costumbres que se atenía al orden establecido. Cojeando y contrayéndose de dolor,
    bajó del porche y se dirigió al huerto. En efecto, la cancela estaba abierta de par en
    par. Maquinalmente se asomó al huerto, quizá le pareciera haber oído algún ruido; al
    mirar a la izquierda vio la ventana abierta en el dormitorio del señor, la ventana estaba
    vacía, ya nadie miraba por ella. «¿Qué hace abierta? No estamos en verano», pensó
    Grigori y, de pronto, justo en ese momento algo extraño atravesó el huerto. A unos
    cuarenta pasos corría lo que parecía un hombre, una sombra que se movía con mucha
    rapidez. «¡Ay, señor!», dijo Grigori y, fuera de sí, olvidándose del dolor en la cintura, se
    lanzó a cortarle el paso. Atajó, pues conocía el huerto mejor que quien corría; éste se
    dirigía a la bania, se metió por detrás, se dirigió rápidamente hacia la pared… Grigori
    lo seguía sin perderlo de vista, corría frenético… Llegó a la valla justo en el momento
    en que el fugitivo intentaba saltarla. Fuera de sí, Grigori empezó a gritar, se lanzó
    contra la valla y con las dos manos le agarró la pierna.
    En efecto su presentimiento no lo había engañado, lo había reconocido: era él, «el
    monstruo parricida».
    —¡Parricida! —gritó el viejo para que le oyeran alrededor, pero solo le dio tiempo a
    gritar esto, luego cayó como fulminado por un rayo. Mitia saltó de nuevo al jardín y se
    inclinó sobre el caído. En las manos llevaba la mano de cobre y, maquinalmente, la
    arrojó a la hierba. Cayó a dos pasos de Grigori, pero no en la hierba, sino en el
    sendero, en el lugar más visible. Durante unos segundos contempló a Grigori. La
    cabeza del viejo estaba llena de sangre; Mitia alargó el brazo y empezó a palparle. Más
    tarde recordaría claramente que en ese momento deseaba «convencerse plenamente»
    de si le había roto la cabeza al viejo o solo lo había «aturdido» al golpearle en la
    coronilla con la mano de mortero. Pero la sangre manaba y manaba y enseguida un
    chorro caliente empapó los dedos temblorosos de Mitia. Recordaba haber sacado del
    bolsillo un pañuelo blanco nuevo, del que se había provisto para ir a casa de Jojlakova,
    y habérselo puesto al viejo en la cabeza, en un intento absurdo de retirarle la sangre
    de la frente y de la cara. Pero al instante el pañuelo se empapó de sangre. «Señor,
    para qué hago esto —Mitia, de pronto, recapacitó—, si le he roto la cabeza, cómo lo
    voy a saber ahora… Aunque en realidad da igual —añadió con desesperación—, si lo
    he matado, pues lo he matado… Has caído, viejo, así que descansa», dijo en voz alta y
    saltó la valla, aterrizó en el callejón y echó a correr. Llevaba arrugado en el puño
    derecho el pañuelo empapado de sangre, se lo guardó en el bolsillo trasero de la
    levita. Corría desesperado y los pocos transeúntes que se encontraron con él esa
    411
    noche en las calles de la ciudad recordarían después haber visto a un hombre que
    corría con rabia. Voló de nuevo a casa de Morózova. Poco antes Fenia, nada más
    marcharse él, había ido a ver al viejo portero Nazar Ivánovich y le había rogado «en
    nombre de Dios» que «no dejara entrar más al capitán ni hoy ni mañana». Nazar
    Ivánovich accedió, pero, como si lo hubieran hecho a propósito, se tuvo que ausentar,
    pues la señora lo llamó desde arriba. Por el camino se encontró con su sobrino, un
    joven de unos veinte años que acababa de llegar de la aldea, y le ordenó que se
    quedara en el patio, pero olvidó hablarle del capitán. Al llegar al portalón, Mitia llamó.
    El joven lo reconoció al instante: Mitia le había dado propina más de una vez. Le abrió
    la cancela, le dejó pasar y, con una alegre sonrisa, se apresuró a comunicarle
    amablemente que «Agrafiona Aleksándrovna no está en casa, señor».
    —¿Dónde está, Prójor? —Mitia se detuvo.
    —Se fue hace nada, como un par de horas, con Timoféi, a Mókroie.
    —¿A qué? —gritó Mitia.
    —Eso no puedo saberlo, señor… algo de un oficial, alguien de allá la llamó,
    enviaron caballos…
    Mitia lo dejó allí y corrió como loco a buscar a Fenia





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    Mensaje por Maria Lua Mar Oct 29, 2024 1:36 pm

    ***


    V. Una decisión repentina



    Fenia estaba en la cocina con su abuela, las dos se disponían a acostarse. Confiando
    en Nazar Ivánovich, tampoco esta vez habían cerrado por dentro. Mitia entró
    corriendo, se abalanzó sobre Fenia y la agarró por el cuello.
    —Dime ahora mismo dónde está, a quién ha ido a ver a Mókroie —vociferaba
    exaltado.
    Las dos mujeres chillaban.
    —¡Ay!, se lo diré, ¡ay!, Dmitri Fiódorovich, querido, ahora mismo se lo digo, no me
    guardaré nada —gritó atropelladamente Fenia, muerta de miedo—. Ha ido a Mókroie,
    a ver al oficial.
    —¿Qué oficial?
    —El oficial de antes, el mismo, el de hace cinco años, el que la abandonó y se
    marchó —prosiguió Fenia, igual de atropelladamente.
    Dmitri Fiódorovich apartó la mano del cuello. Estaba pálido como un muerto,
    mudo, pero en sus ojos se veía que lo había comprendido todo de golpe, con media
    palabra había comprendido hasta el último detalle y se había dado cuenta de todo. Lo
    hubiera comprendido o no, en ese momento no estaba para fijarse en la pobre Fenia.
    Al entrar, la había encontrado sentada sobre el baúl y así seguía ahora, temblando e
    inmóvil con las manos delante de la cara, como si quisiera defenderse. Lo miraba
    fijamente con sus pupilas asustadas, dilatadas por el miedo. Aquel hombre, para
    colmo, tenía las dos manos manchadas de sangre. Además, por el camino, mientras
    corría, debía de haberse tocado la frente para secarse el sudor de la cara, y también se
    había embadurnado la frente y la mejilla derecha con manchas rojas de sangre. Fenia
    estaba a punto de sufrir un ataque de histeria y la vieja cocinera se había levantado
    bruscamente y miraba como loca, casi había perdido el sentido. Dmitri Fiódorovich se
    quedó parado un minuto y luego se desmoronó en una silla al lado de ella.
    No se sentó para pensar, sino que estaba como asustado, más exactamente
    estupefacto. Pero todo estaba claro como la luz del día. Ese oficial… lo sabía, lo sabía
    todo de él, Grúshenka se lo había contado personalmente, sabía que le había enviado
    una carta un mes antes. Así que a lo largo de todo ese mes lo habían tramado todo en
    secreto, a sus espaldas, justo hasta la presente llegada del nuevo personaje, ¡y ni
    siquiera había pensado en él! Pero ¿cómo había podido no pensar en él? ¿Por qué se
    había olvidado del oficial? ¿Por qué lo había olvidado nada más saber de su
    existencia? He aquí la pregunta que se alzaba ante él como una especie de monstruo.
    Y él contemplaba este monstruo realmente asustado, congelado de miedo. Pero de
    pronto se puso a hablar con Fenia suave y dócilmente, como un niño tranquilo y
    cariñoso, olvidando por completo que acababa de aterrorizarla, ofenderla y herirla.
    Con una precisión extraordinaria, sorprendente incluso en su situación, empezó a
    interrogar a Fenia. Y Fenia, aunque le miraba asustada las manos ensangrentadas,
    comenzó a responder a cada pregunta también con sorprendente disposición y
    solicitud, casi como si tuviera prisa por contarle toda «la verdad verdadera». Poco a
    poco, incluso con cierta alegría, le fue exponiendo todos los detalles, no porque
    deseara atormentarlo, sino como si deseara de todo corazón hacerle un favor. Le contó
    hasta el último detalle de ese día, la visita de Rakitin y Aliosha, y cómo ella había
    montado guardia, cómo se había marchado la señorita y cómo le había gritado a
    Aliosha por la ventana que le mandaba a él, a Mítenka, un saludo con una reverencia y
    que «recordara eternamente que ella lo había querido durante una hora». Al oír lo de
    la reverencia, Mitia de pronto esbozó una sonrisa y sus mejillas pálidas se sonrojaron.
    En ese momento Fenia le dijo, sin pizca de miedo por su curiosidad:






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    Mensaje por Maria Lua Mar Oct 29, 2024 1:37 pm

    ***
    —Sus manos, Dmitri Fiódorovich, ¡están llenas de sangre!
    —Sí —respondió Mitia mecánicamente, mirándose distraído las manos y
    olvidándose al instante de ellas y de la pregunta de Fenia. Volvió a sumirse en el
    silencio. Habían pasado unos veinte minutos desde que entró tan precipitadamente. El
    susto reciente se le había pasado, pero parecía que lo dominaba ya alguna nueva
    resolución inexorable. Se puso en pie de repente y sonrió pensativo.
    —Señor, ¿qué le ha pasado? —dijo Fenia, volviendo a señalar sus manos: hablaba
    con compasión, como la criatura más cercana a él en ese momento de dolor.
    Mitia se miró las manos de nuevo.
    —Es sangre, Fenia —dijo mirándola con expresión extraña—, es sangre humana,
    ¡Dios mío, por qué la habré derramado! Pero… Fenia… aquí hay una valla —la miraba
    como si le estuviera proponiendo una adivinanza—, una valla alta y de aspecto terrible,
    pero… mañana al amanecer, cuando «el sol levante el vuelo», Mítenka saltará esa
    valla… No entiendes qué valla es ésa, Fenia, pero no pasa nada… Da igual, mañana te
    enterarás y comprenderás todo… pero ahora ¡adiós! No te molestaré, me hago a un
    lado, sabré hacerme a un lado. Vive, vida mía… me amaste durante una hora, y
    recuerda siempre a Mítenka Karamázov… Ella me llamaba Mítenka, ¿te acuerdas?
    Y con estas palabras salió de la cocina. Fenia se asustó con esta salida casi más que
    cuando había entrado corriendo y se había abalanzado sobre ella.
    Exactamente diez minutos después, Dmitri Karamázov entraba en casa del joven
    funcionario Piotr Ilich Perjotin, a quien había dejado en prenda las pistolas. Ya eran las
    ocho y media y Piotr Ilich, que se había tomado un té en casa, acababa de ponerse de
    nuevo la levita para ir a la taberna Ciudad Capital a jugar al billar. Mitia lo sorprendió al
    salir. Éste, al ver su rostro manchado de sangre, soltó un grito:
    —¡Dios mío! ¿Qué le ocurre?
    —Bueno —dijo Mitia rápidamente—, he venido a por las pistolas, le he traído su
    dinero. Y mi gratitud. Voy con prisa, Piotr Ilich, por favor, rápido.
    Piotr Ilich se iba sorprendiendo por momentos: Mitia llevaba en las manos un
    montón de dinero, pero lo más importante era que lo tenía cogido como nadie coge el
    dinero y había entrado con él como nadie entra con dinero. Llevaba todos los billetes
    en la mano derecha como exhibiéndolos, sujetándolos por delante de él. Un chico, el
    criado del funcionario que había recibido a Mitia en el vestíbulo, diría después que
    había entrado con el dinero en la mano y que también debía de haberlo llevado así
    por la calle, con la mano derecha adelantada. Eran todos billetes de cien rublos, de los
    irisados, y los sujetaba con los dedos ensangrentados. Más tarde Piotr Ilich declararía,
    ante las preguntas de los interesados en saber cuánto dinero había, que calcularlo a
    simple vista no era fácil, tal vez fueran dos mil, tal vez tres, pero el fajo era grande, y
    «bien prieto». El propio Dmitri Fiódorovich, como declaró más tarde, «estaba
    totalmente ido, pero no borracho, sino como en una especie de éxtasis, muy distraído,
    aunque al mismo tiempo como concentrado, pensando e intentando resolver algo,
    pero sin poder tomar una decisión. Tenía mucha prisa, respondía con brusquedad, de
    forma rara, por momentos parecía que no estaba apenado, sino incluso alegre».
    —Pero ¿qué le ocurre, qué le ha pasado? —volvió a gritar Piotr Ilich mirando
    asustado a su huésped—. ¿Cómo se ha hecho tanta sangre? ¿Es que se ha caído?
    ¡Mire!
    Lo agarró del codo y lo llevó delante de un espejo. Mitia, al ver su rostro lleno de
    sangre, se estremeció y frunció el ceño enojado.
    —¡Demonios! ¡Solo me faltaba esto! —farfulló con rabia, se pasó rápidamente los
    billetes de la mano derecha a la izquierda y se sacó febrilmente el pañuelo del bolsillo.
    Pero el pañuelo estaba también lleno de sangre (era el mismo pañuelo con el que
    había limpiado la cabeza y la cara de Grigori), casi no quedaba ni un trocito blanco y,
    como había empezado a secarse, se había hecho un pegote duro y no había forma de
    extenderlo. Mitia lo arrojó con rabia al suelo—. ¡Demonios! No tendrá usted un trapo…
    para limpiarme…
    —Entonces ¿solo se ha manchado? ¿No está herido? Será mejor que se lave —
    respondió Piotr Ilich—. Ahí está el aguamanil, yo le ayudaré.
    —¿Un aguamanil? Está bien… solo que ¿dónde pongo esto? —Con una extraña
    perplejidad, le señaló a Piotr Ilich el fajo de billetes de cien, interrogándolo con la
    mirada, como si éste tuviera que decidir dónde debía guardar Mitia su dinero.
    —Guárdelo en el bolsillo o déjelo ahí, en la mesa, no se perderá.










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    Mensaje por Maria Lua Mar Oct 29, 2024 1:38 pm

    ***

    —¿En el bolsillo? Claro, en el bolsillo. Eso está bien… No, ¿sabe?, ¡todo esto son
    sandeces! —gritó, saliendo de pronto de su ensimismamiento—. Verá, primero
    acabemos con este asunto, el de las pistolas, usted me las devuelve y aquí está su
    dinero… porque a mí me hace falta… me hace muchísima falta… y no tengo tiempo,
    lo que se dice ni un momento…
    Cogió el primer billete del fajo y se lo alargó al funcionario.
    —Pero no tengo cambio —señaló éste—. ¿No tiene uno más pequeño?
    —No —dijo Mitia mirando otra vez el montón y, como si dudara de sus palabras,
    comprobó dos o tres de los primeros billetes—, no, son todos iguales —añadió y
    volvió a preguntar con la mirada a Piotr Ilich.
    —Pero ¿de dónde ha sacado tanto dinero? —preguntó éste—. Espere que envío al
    chico a la tienda de los Plótnikov. Suelen cerrar tarde, a ver si nos cambian. ¡Eh, Misha!
    —gritó, volviéndose hacia la entrada.
    —A la tienda de los Plótnikov, ¡magnífico! —gritó Mitia, como iluminado por alguna
    idea—. Misha —se dirigió al chico que acababa de entrar—, mira, corre a la tienda de
    los Plótnikov y diles que Dmitri Fiódorovich les manda un saludo y que irá ahora
    mismo… Y escucha, que preparen champán para cuando llegue, tres docenas, y que
    me las empaqueten como la otra vez, cuando fui a Mókroie… Entonces me llevé cuatro
    docenas —de repente se dirigió a Piotr Ilich—; ellos ya saben, no te preocupes, Misha
    —se volvió de nuevo al chico—. Y otra cosa: que también haya queso, pastel de
    Estrasburgo, pescado ahumado, jamón, caviar, bueno, de todo lo que tengan, unos
    cien o ciento veinte rublos, como la otra vez… Y, atento, que no se olviden del postre,
    bombones, peras, dos o tres sandías, o cuatro, bueno, no, es suficiente con una, pero
    chocolate, pirulís, caramelos de fruta, caramelos blandos, bueno, de todo lo que me
    empaquetaron la otra vez para Mókroie, que sean como trescientos rublos con el
    champán… Bueno, que sea todo ahora exactamente igual. Te acordarás, Misha, si es
    que tú eres Misha, claro… Se llama Misha, ¿no? —volvió a dirigirse a Piotr Ilich.
    —Espere —le interrumpió éste, que lo observaba con preocupación—, es mejor
    que vaya usted y se lo diga, porque él se va a liar.
    —Sí, ya veo que se va a liar. Ay, Misha, y yo que quería darte un beso por el
    recado… Si no te lías, te doy diez rublos, venga, rápido… Champán, lo importante es
    que saquen el champán, y también coñac, y vino tinto, blanco… todo igual que
    entonces… Ellos ya saben cómo fue.
    —¿Quiere escucharme? —le interrumpió Piotr Ilich ya con impaciencia—. Le digo
    que es mejor que vaya solo a por cambio y que les diga que no cierren, y ya irá luego
    usted y se lo encarga personalmente… A ver su billete. Marchando, Misha, rapidito.
    Al parecer, Piotr Ilich quería echar de allí a Misha cuanto antes, porque el
    muchacho no apartaba la vista del rostro ensangrentado y de las manos llenas de
    sangre que sujetaban un manojo de billetes con dedos temblorosos, y se había
    quedado parado, boquiabierto por la sorpresa y el miedo, probablemente sin
    entender casi nada de lo que Mitia le estaba ordenando.
    —Venga, ahora a lavarse —dijo Piotr Ilich inflexible—. Ponga el dinero en la mesa o
    guárdeselo en el bolsillo… Muy bien, vamos. Quítese la levita. —Y estaba ayudándolo
    a quitársela cuando de pronto volvió a gritar—: ¡Mire! ¡La levita también tiene sangre!
    —No… no es la levita, es solo un poco en la manga… Y solo aquí, donde estaba el
    pañuelo. Habrá calado el bolsillo. Me senté encima del pañuelo en la cocina de Fenia,
    la sangre debe de haberse filtrado —le explicó enseguida Mitia con sorprendente
    confianza











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    Mensaje por Maria Lua Mar Oct 29, 2024 1:39 pm

    ***

    Piotr Ilich le escuchaba frunciendo el ceño.
    —Qué será lo que ha hecho… Seguro que se ha pegado con alguien —farfulló.
    Mitia empezó a lavarse. Piotr Ilich sujetaba el jarro y vertía el agua. Mitia se
    precipitaba y se enjabonó mal las manos (las manos le temblaban, recordaría más
    tarde Piotr Ilich). Entonces Piotr Ilich le ordenó que se echara más jabón y se frotara
    mejor. En ese momento parecía tener cierta autoridad sobre Mitia, cada vez más, a
    medida que pasaba el tiempo. Señalemos, de paso, que el joven no era nada tímido.
    —Mire, no se ha lavado bien debajo de las uñas. Bueno, ahora frótese la cara, aquí,
    las sienes, las orejas… ¿Piensa ir por ahí con esa camisa? ¿Adónde va usted? Mire, el
    puño de la manga derecha tiene sangre.
    —Sí, es sangre —advirtió Mitia al examinar el puño de la camisa.
    —Cámbiesela.
    —No tengo tiempo. Pero vea, vea… —continuó Mitia con la misma confianza,
    mientra se secaba con una toalla la cara y las manos y se ponía la levita—, si doblo por
    aquí el borde de la camisa, debajo de la levita ya no se ve… ¡Mire!
    —Ahora dígame en qué lío se ha metido. ¿Se ha peleado con alguien? ¿Otra vez en
    la taberna, como aquella vez? ¿No habrá sido otra vez con el capitán, como cuando le
    golpeó y lo llevó a rastras? —le recordó Piotr Ilich, en tono de reproche—. O habrá
    zurrado a otro… ¿no habrá matado a alguien, por casualidad?
    —¡Qué disparate! —dijo Mitia.
    —¿Cómo que disparate?
    —Déjelo —dijo Mitia y, de pronto, sonrió—. Lo que pasa es que hace un momento
    he atropellado a una viejecilla en la plaza.
    —¿Atropellado? ¿A una viejecilla?
    —¡A un viejo! —gritó Mitia mirando a Piotr Ilich a la cara, riendo y gritándole como
    si estuviera sordo.
    —¡El diablo le lleve! Un viejo, una vieja… ¿Ha matado a alguien o no?
    —Hemos hecho las paces. Nos hemos peleado, pero hemos hecho las paces. Allí
    mismo. Nos hemos separado amigablemente. Era un tonto… me ha perdonado,
    seguro que ya me ha perdonado… Si se hubiera levantado, no me habría perdonado
    —de pronto Mitia le guiñó el ojo—, pero ¿sabe?, al diablo con él, ¿lo oye, Piotr Ilich?,
    ¡al diablo con él! ¡No lo necesito! ¡En este momento no quiero! —concluyó Mitia
    tajantemente.
    —Qué ganas tiene de meterse con todo el mundo… como entonces por esa
    tontería con el capitán asistente. Se ha peleado y ahora corre a montar una juerga,
    menudo carácter. Tres docenas de champán, ¿adónde va con tanto?
    —¡Bravo! Y ahora las pistolas. Se lo juro, no tengo tiempo. Me encantaría hablar
    contigo, querido, pero no tengo tiempo. Además, no hace falta, ya es tarde para
    hablar. ¡Ah! ¿Dónde está el dinero, dónde lo he metido? —gritó y empezó a rebuscar
    en sus bolsillos.
    —Lo ha dejado en la mesa… mire, ahí está. ¿Lo había olvidado? La verdad es que
    el dinero es como basura o agua para usted. Ahí tiene sus pistolas. Es extraño, hoy
    mismo, pasadas las cinco, empeña sus pistolas por diez rublos y ahora, fíjese, tiene
    usted miles. ¿Dos o tres mil, quizá?
    —Tres quizá. —Mitia se echó a reír, metiéndose el dinero en un bolsillo lateral del
    pantalón.
    —Ahí lo perderá. ¿Es que tiene una mina de oro?
    —¿Una mina? ¡Minas de oro! —exclamó Mitia a voz en grito, y soltó una
    carcajada—. ¿Quiere una mina, Perjotin? Porque ahí mismo hay una dama que le dará
    alegremente tres mil, con tal de que vaya a las minas. A mí ya me los iba a dar, huy, ¡le
    gustan tanto las minas! ¿Conoce a Jojlakova?
    —No, pero sé quién es. ¿Acaso ella le ha dado los tres mil? ¿Se los ha soltado así
    como así? —Piotr Ilich le miraba con desconfianza.
    —Mañana, en cuanto el sol levante el vuelo, en cuanto ascienda Febo, eternamente
    joven, glorificando y alabando a Dios, vaya a su casa, vaya a ver a Jojlakova y
    pregúntele si me ha soltado esos tres mil o no. Compruébelo usted.
    —No sé cuál es su relación con ella… Si usted lo afirma, será que se lo ha dado… Y
    tiene el dinero bien agarrado, y, en lugar de ir a Siberia, está usted lanzado… Y
    ¿adónde va usted ahora en realidad?
    —A Mókroie.
    —¿A Mókroie? Pero ¡si es de noche!
    —¡Tenía Mastriuk todo, se quedó Mastriuk sin nada! —dijo Mitia de repente.
    —¿Cómo que sin nada? ¿Es que esos miles no son nada?
    —No hablo del dinero. ¡Al diablo el dinero! Hablo del carácter femenino.
    Crédulo es el carácter de la mujer
    y mudable, deshonesto.
    »Estoy de acuerdo con Ulises, fue él quien lo dijo.
    —¡No le entiendo!
    —¿Es que está borracho?
    —No estoy borracho, sino algo peor.





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    "Ser como un verso volando
    o un ciego soñando
    y en ese vuelo y en ese sueño
    compartir contigo sol y luna,
    siendo guardián en tu cielo
    y tren de tus ilusiones."
    (Hánjel)





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