***
. A las preguntas de Mitia respondía con evasivas:
«No sé, huy, no sé, cómo quiere que lo sepa», y cosas así. Cuando Mitia empezó a
hablar de sus discrepancias con su padre a cuenta de la herencia, el pope hasta se
asustó, porque su relación con Fiódor Pávlovich era de cierta dependencia. De todos
modos, le preguntó sorprendido por qué llamaba Liagavy a Gorstkin, ese campesino
que se dedicaba al comercio, y le aclaró cumplidamente a Mitia que, aunque en
realidad era Liagavy, tampoco lo era del todo, porque se ofendía muchísimo con ese
nombre y había que llamarlo obligatoriamente Gorstkin, «de lo contrario no tendrá
nada que hacer, ni siquiera le escuchará», concluyó el pope. Mitia se asombró un poco
y enseguida explicó que Samsónov lo había llamado con ese nombre. Al conocer esa
circunstancia, el pope cambió rápidamente de tema, aunque habría hecho bien si le
hubiera explicado a Dmitri Fiódorovich lo que acababa de sospechar: si el propio
Samsónov lo había enviado a ese hombre, y le había dicho que se llamaba Liagavy,
¿no lo estaría haciendo, por la razón que fuera, para burlarse? Y ¿no veía nada extraño
en todo eso? Pero Mitia no tenía tiempo de detenerse «en esos detalles». Caminaba
de prisa y solo al llegar a Sujói Posiólok intuyó que habían recorrido no una versta ni
versta y media, sino seguramente tres; esto lo enojó, pero se dominó. Entraron en la
isba. El guardabosque, conocido del pope, ocupaba una mitad; en la otra mitad, la
estancia principal, separada por el zaguán, se había instalado Gorstkin. Entraron en esa
estancia principal y prendieron una vela de sebo. La isba estaba bien caldeada. En una
mesa de pino había un samovar apagado, una bandeja con tazas, una botella vacía de
ron, un shtof de vodka sin terminar y unos restos de pan blanco. El forastero estaba
tendido sobre el banco, con la ropa de abrigo doblada bajo la cabeza a modo de
almohada, y roncaba profundamente. Mitia se quedó perplejo. «Tengo que
despertarlo, este asunto es demasiado importante, con la prisa que me he dado; tengo
que apresurarme y volver hoy mismo», empezaba a inquietarse; pero el pope y el
guarda estaban callados sin dar su opinión. Mitia se acercó e intentó despertar a
Gorstkin, lo hizo con energía, pero el durmiente no reaccionaba. «Está borracho —
impaciencia terrible, empezó a tirarle de los brazos, de las piernas, a sacudirle la
cabeza y a intentar incorporarlo para sentarlo en el banco. Aun así, después de
grandes esfuerzos solo consiguió que empezara a gruñir y a maldecir con fuerza,
aunque pronunciando con poca claridad.
—Será mejor que le dé algo de tiempo —dijo por fin el pope—; a lo que parece,
no está en condiciones.
—Ha estado todo el día bebiendo —comentó el guarda.
—¡Dios mío! —gritó Mitia—, ¡si supieran lo importante que es para mí! ¡Lo
desesperado que estoy!
—Sería mejor esperar a mañana —insistió el pope.
—¿A mañana? Por el amor de Dios, ¡eso es imposible! —Y en su desesperación a
punto estuvo de lanzarse otra vez a despertar al borracho, pero desistió al comprender
la inutilidad del esfuerzo. El pope callaba, el guarda, soñoliento, tenía un aire
sombrío—. ¡Qué tragedias tan terribles origina en la gente el realismo! —dijo
completamente desesperado. El sudor le corría por la cara.
Aprovechando la ocasión, el pope le expuso muy razonablemente que, aun
suponiendo que consiguiera despertar al borracho, éste no iba a estar en condiciones
de tener una conversación, tan bebido, «y, tratándose de un asunto tan importante,
sería mejor que lo dejara para mañana…». Mitia abrió los brazos, desesperado, y
accedió.
—Me quedaré aquí con una vela, bátiushka, para aprovechar la menor oportunidad.
En cuanto se despierte, yo empezaré con lo mío… Te pagaré la vela —se dirigió al
guarda—, también el cobijo, no olvidarás a Dmitri Karamázov. Solo que con usted,
bátiushka, no sé qué hacer, ¿dónde se va a acostar?
—No, no, yo me voy a casa. En su yegua. —Señaló al guarda—. Y, con esto, me
despido de usted. Le deseo éxito.
Así lo hicieron. El pope partió en la yegua contento de haberse librado al fin, pero
seguía negando con la cabeza y dándole vueltas a si no sería mejor anticiparse e
informar al día siguiente de este curioso caso a su protector Fiódor Pávlovich, «de lo
contrario, puede enterarse en cualquier momento, enojarse y retirarme su favor». El
guarda, rascándose, se dirigió en silencio a la otra parte de la isba y Mitia se sentó en
el banco dispuesto a aprovechar cualquier oportunidad, como había explicado. Una
profunda angustia envolvía su alma como una bruma densa. ¡Una angustia profunda,
terrible! Por más que cavilaba, no lograba llegar a ninguna conclusión. La vela se
consumía, un grillo cantaba, en la habitación caldeada se hacía imposible respirar. De
repente se imaginó un huerto, la entrada trasera de ese huerto, la puerta de la casa de
su padre que se abre misteriosamente y Grúshenka que entra corriendo por esa
puerta… Se levantó de un salto del banco.
cont
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