***
. A esta
pobre niña de cinco años sus cultos padres la sometían a tormentos inconcebibles.
Golpes, azotes, patadas; sin saber ellos mismos por qué, le cubrieron el cuerpo de
cardenales; y así, hasta llegar al colmo del refinamiento: en las noches más frías, en
plena helada, la dejaban encerrada en el escusado, y todo porque de noche no pedía
que la pusieran a hacer sus necesidades (como si una criatura de cinco años, que
duerme profundamente, como un ángel, tuviera que saber, a esa edad, pedir esas
cosas); además, le embadurnaban la cara con excrementos y la obligaban a
comérselos, ¡y era su madre, su propia madre quien la obligaba a hacerlo! ¡Y esa
madre podía dormir, oyendo los lamentos de la pobre cría, encerrada de noche en un
lugar tan denigrante! ¿Te imaginas a aquella pobre criatura, incapaz de entender lo
que le estaba pasando, en aquel sitio miserable, oscuro y frío, dándose golpes con sus
diminutos puñitos en el pecho maltratado y llorando con lágrimas de sangre, inocentes
y dóciles, pidiendo al «niño Dios» que la defendiera? ¿Alcanzas a entender tanto
absurdo, amigo mío y hermano mío, humilde novicio de Dios, puedes comprender
para qué ha sido creado, quién necesitaba todo ese absurdo? Dicen que sin él no
podría existir el hombre en la tierra, pues no conocería el bien y el mal. ¿Qué falta
hacía conocer este diabólico bien y este mal, cuando cuestan tan caros? Pues todo el
mundo del conocimiento no vale lo que esas lágrimas infantiles dirigidas al «niño
Dios». No voy a hablar de los padecimientos de los enfermos, éstos han comido de la
manzana y al diablo con ellos… Que el diablo se los lleve a todos, pero ¡éstos, éstos!…
Te estoy atormentando, Aliosha, pareces un tanto alterado. Lo dejo, si quieres.
257
—No te preocupes, yo también quiero atormentarme —balbuceó Aliosha.
—Otro cuadro más, solo un cuadro más, por curiosidad, y de lo más característico;
además, lo he leído hace poco en una de esas compilaciones de viejos documentos
nuestros, no sé si en el Archivo o en Antigüedad, habría que comprobarlo, ya no
recuerdo dónde lo he leído. Ocurrió en la época más sombría del régimen de
servidumbre, todavía a principios de siglo, ¡que viva el libertador del pueblo! Había
entonces, a principios de siglo, un general; era un general con excelentes relaciones y
un riquísimo propietario, pero de esos que (es verdad que ya entonces, al parecer,
eran muy pocos), en el momento de retirarse del servicio activo, lo hacían plenamente
convencidos de que se habían ganado el derecho a decidir sobre la vida y la muerte
de sus súbditos. Algunos había así por entonces. El caso es que este general vivía en
su hacienda, con dos mil almas, dándose aires, despreciando a sus modestos vecinos,
a los que trataba como si vivieran a su costa o fueran bufones suyos. Poseía una
perrera con centenares de perros y cerca de cien perreros, todos de uniforme, cada
uno con su caballo. Y he aquí que un día el hijo de unos siervos, un niño de apenas
ocho años, le tira jugando una piedra al lebrel favorito del general y le lastima una
pata. «¿Cómo es que renquea mi perro preferido?» Le explican que, por lo visto, un
chico le ha tirado una piedra y le ha magullado una pata. «Ah, has sido tú», le echa el
ojo el general. «¡Cogedlo!» Lo cogen, se lo arrebatan a la madre, lo tienen toda la
noche en una mazmorra, y al día siguiente, de buena mañana, el general se prepara
para salir de caza, vestido de gala; monta a caballo, rodeado por todos los que viven a
su costa, por sus perros, perreros, monteros, todos a caballo. Ha reunido a toda la
servidumbre, para darle un escarmiento, y han puesto en primera fila a la madre del
chico culpable. Sacan al niño de la mazmorra. Es un día gris de otoño, frío y brumoso,
un día perfecto para la caza. El general ordena desvestir al niño, lo desnudan por
completo, el crío se echa a temblar, loco de miedo, no osa rechistar… «¡Que corra!»,
ordena el general. «¡Corre, corre!», le gritan los perreros, el niño echa a correr…
«¡Hala! ¡A él!», vocea el general y lanza contra él a toda la jauría de galgos. ¡Los azuzó
a la vista de la madre, y los perros hicieron pedazos al niño! Al general, por lo visto, lo
han incapacitado. Bueno… y ¿qué habría que hacer con él? ¿Fusilarlo? ¿Fusilarlo para
satisfacer nuestro sentido moral? ¡Habla, Alioshka!
—¡Sí, fusilarlo! —susurró Aliosha, mirando a su hermano con una especie de sonrisa
pálida y forzada.
—¡Bravo! —gritó Iván, con cierto entusiasmo—. Si tú lo dices, eso es que… ¡Vaya
con el monje asceta! ¡Mira qué diablillo anida en tu corazoncito, Alioshka Karamázov!
—He dicho un disparate, pero…
—Ahí está: resulta que hay un pero… —exclamó Iván—. Debes saber, novicio, que
los disparates son imprescindibles en este mundo. El mundo reposa sobre disparates,
y es muy posible que sin ellos no ocurriera nunca nada. ¡Sabemos lo que sabemos!
cont
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