Aires de Libertad

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    Mensaje por Maria Lua Mar 08 Oct 2024, 09:35

    ***

    —Y más que habría podido, señora, y más cosas habría sabido si desde niño me
    hubiese sonreído la fortuna. Mataría en un duelo a pistola a quien diga que soy un
    infame por haber nacido sin padre de la Maloliente; hasta en Moscú me lo soltaban a
    la cara; desde aquí les había llegado la noticia gracias a Grigori Vasílievich. Grigori
    Vasílievich me echa en cara que me rebele contra mi nacimiento: «Tú —dice— abriste
    el seno materno». De acuerdo, pero yo habría permitido que me mataran en el seno
    materno con tal de no venir a este mundo, señora. En el mercado contaban, y a su
    madre también le dio por decírmelo, con una tremenda falta de delicadeza, que esa
    mujer andaba por ahí con una maraña de pelo en la cabeza, y que no pasaba de dos
    arshiny y una pizquita de estatura. ¿A qué venía eso de «y una pizquita»? ¿No podían
    decir sencillamente «y pico», como todo el mundo? Querían expresarlo de una forma
    lacrimosa, pero con lágrimas de campesino, señora, por así decir, como los propios
    sentimientos, también de campesino. ¿Puede acaso el campesino ruso tener
    sentimientos, si los comparamos con los de una persona educada? No, por su falta de
    educación, el campesino no puede tener sentimientos. A mí, ya de niño, cada vez que
    oía lo de la «pizquita», me entraban ganas de lanzarme de cabeza contra la pared. Yo
    odio a toda Rusia, Maria Kondrátievna.
    —Si fuera usted un cadete militar o un gallardo húsar, no hablaría así: desenvainaría
    el sable y se pondría a defender a toda Rusia.
    —No solo no deseo ser un húsar, Maria Kondrátievna; al contrario, deseo la
    aniquilación de todos los soldados, señora.
    —Y, cuando se presente el enemigo, ¿quién iba a defendernos?
    —No hace ninguna falta, señora. El año 12 se produjo en Rusia la gran invasión de
    Napoleón I, emperador de los franceses, padre del actual, y habría sido magnífico que
    aquellos franceses nos hubiesen conquistado: una nación inteligente habría sometido a
    otra tremendamente estúpida y se la habría anexionado. Y ahora reinaría un orden
    bien distinto, señora.
    —Ni que aquéllos fueran mejores que los nuestros. Yo a uno de nuestros galanes
    no lo cambio ni por tres jóvenes ingleses —dijo con ternura Maria Kondrátievna, que
    muy probablemente acompañaría en ese momento sus palabras con sus lánguidos
    ojillos.
    —Eso va en gustos, señora.




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    Mensaje por Maria Lua Mar 08 Oct 2024, 09:36

    ***

    —Pero si usted mismo es igual que un extranjero, igualito que un noble extranjero,
    con vergüenza se lo digo.
    —Por si quiere saberlo, en lo tocante al vicio los de fuera y los nuestros son muy
    parecidos. Son todos unos pillos, solo que los de allí gastan botas de charol, mientras
    que el granuja local apesta en su miseria y no ve nada malo en ello. Al pueblo ruso hay
    que zurrarle la badana, señora, como decía ayer, con mucha razón, Fiódor Pávlovich,
    aunque esté tan loco como todos sus hijos, señora.
    —A Iván Fiódorovich decía usted que lo respetaba.
    —Pues a mí me han tratado como si fuera un lacayo apestoso. Creen que puedo
    rebelarme, y en eso se equivocan, señora. Si tuviera una suma semejante en el bolsillo,
    hace tiempo que no estaría aquí. Dmitri Fiódorovich es peor que el peor de los lacayos
    en conducta, en juicio y en indigencia, señora, no sabe hacer nada de nada, pero el
    caso es que todos lo respetan. Yo, pongamos, no soy más que un «cocinillas», pero
    con un poco de suerte podría abrir en Moscú un café-restaurante en la calle Petrovka.
    Porque yo preparo especialidades, y nadie en Moscú, salvo los extranjeros, es capaz
    de servir especialidades. Dmitri Fiódorovich es un desharrapado, pero, si se le
    ocurriera retar a duelo al hijo del conde más principal, éste aceptaría, señora, ¿y en
    qué es mejor que yo? Porque es mucho más estúpido que yo, sin comparación.
    Cuánto dinero habrá dilapidado sin el menor provecho, señora.
    —Un duelo tiene que ser algo estupendo, creo yo —observó de pronto Maria
    Kondrátievna.
    —¿Por qué, señora?
    —Es algo terrible, de mucho valor, sobre todo cuando los oficiales jóvenes
    armados con pistolas abren fuego contra el rival por culpa de alguna. ¡Una
    preciosidad! Ay, si dejaran asistir a las muchachas, a mí me encantaría ir a mirar.
    —Está muy bien cuando es uno el que apunta, pero si te apuntan a ti en toda la
    cara, entonces es algo de lo más estúpido, señora. Para salir corriendo, Maria
    Kondrátievna.
    —¿Saldría usted corriendo?
    Pero Smerdiakov no se dignó contestar. Después de unos momentos de silencio,
    resonó nuevamente un acorde y la voz de falsete se arrancó con la última copla:
    Pese a quien pese,
    me alejaré de aquí,
    ¡a disfrutar de la vi-i-i-da
    en una capital!
    ¡No voy a lamentarme!
    ¡No pienso lamentarme!
    ¡No tengo ninguna intención de lamentarme!





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    Mensaje por Maria Lua Mar 08 Oct 2024, 09:36

    ***

    En ese momento ocurrió algo inesperado: Aliosha estornudó de repente, y quienes
    estaban en el banco se callaron de inmediato. Aliosha se levantó y se dirigió hacia
    ellos. Efectivamente, allí estaba Smerdiakov, endomingado, el pelo untado con
    pomada y ensortijado, con botines de charol. La guitarra descansaba sobre el banco.
    La dama era Maria Kondrátievna, hija de la patrona; llevaba puesto un vestido azul
    claro, con una cola de dos arshiny; la muchacha, aún jovencita, no era nada fea,
    aunque tenía la cara excesivamente redonda, con unas pecas terribles.
    —¿Volverá pronto mi hermano Dmitri? —dijo Aliosha, lo más tranquilo posible.
    Smerdiakov se levantó sin prisa; también se levantó Maria Kondrátievna.
    —¿Por qué iba a saber yo qué es de Dmitri Fiódorovich? Otra cosa sería si tuviese
    que vigilarlo —respondió Smerdiakov en voz baja, marcando las palabras y en tono
    despectivo.
    —Me he limitado a preguntar si lo sabía —aclaró Aliosha.
    —No sé nada de su paradero, ni tengo ganas de saberlo, señor.
    —Pues mi hermano me ha dicho, precisamente, que usted lo tiene al corriente de
    todo cuanto sucede en la casa, y que le había prometido avisarlo cuando viniera
    Agrafiona Aleksándrovna.
    Smerdiakov levantó los ojos hacia él lentamente, sin inmutarse.
    —Y usted ¿cómo ha entrado esta vez, estando la puerta cerrada con pestillo hace
    ya una hora? —preguntó, sin apartar la mirada de Aliosha.
    —Desde el callejón, he saltado la valla y he venido directamente a este cenador.
    Espero que me disculpe —se dirigió a Maria Kondrátievna—; necesitaba encontrar a
    mi hermano cuanto antes.
    —Oh, ¿cómo íbamos a sentirnos molestas con usted? —respondió Maria
    Kondrátievna estirando las palabras, halagada por las disculpas de Aliosha—; pero si el
    propio Dmitri Fiódorovich a menudo recurre al mismo procedimiento para ir al
    cenador: resulta que él está ya ahí sentado, y nosotros no nos hemos enterado de
    nada.
    —Necesito encontrarlo sin falta, tengo muchas ganas de verlo o de que ustedes me
    digan dónde está ahora. Créanme que se trata de un asunto muy importante, también
    para él.
    —No se deja ver —balbuceó Maria Kondrátievna.
    —Aunque yo solo he venido de visita —siguió diciendo Smerdiakov—, aquí
    también me ha asediado de una forma inhumana con incesantes preguntas sobre mi
    señor: qué hace, cómo le va, quién entra y quién sale, y qué otras informaciones
    podría proporcionarle. Dos veces me ha amenazado, hasta con la muerte.



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    Mensaje por Maria Lua Mar 08 Oct 2024, 09:37

    ***

    —¿Cómo que con la muerte? —dijo Aliosha, sorprendido.
    —Con el carácter que tiene, ¿qué supondría para él, señor? Usted mismo tuvo ayer
    ocasión de observarlo. Me ha dicho que, si dejaba entrar a Agrafiona Aleksándrovna y
    240
    ella pasaba la noche aquí, me iba a despachar antes que a nadie. Le tengo mucho
    miedo, señor; si no fuera por eso, tendría que denunciarlo a las autoridades. Solo Dios
    sabe de lo que es capaz.
    —El otro día le dijo: «Te voy a machacar en un mortero» —añadió Maria
    Kondrátievna.
    —Bueno, si dijo «en un mortero», quizá era solo una forma de hablar… —observó
    Aliosha—. Si pudiera verlo ahora, también le comentaría algo al respecto…
    —Lo único que puedo decirle es lo siguiente —se diría que Smerdiakov, de pronto,
    había cambiado de parecer—: Suelo venir aquí porque soy un vecino, nos conocemos
    de toda la vida; además, ¿por qué no iba a venir, señor? Por otra parte, al rayar el alba,
    Iván Fiódorovich me ha enviado a casa de Dmitri Fiódorovich, en la calle del Lago, a
    transmitirle de viva voz, señor, sin carta alguna, que acudiera sin falta a la taberna de la
    plaza para comer juntos. He ido, señor, pero no he encontrado a Dmitri Fiódorovich en
    casa, y eso que eran las ocho. «Ha estado —me han dicho—, pero ya ha salido»: ésas
    fueron las palabras textuales de los caseros. Tiene que haber alguna clase de
    componenda entre ellos, señor. Puede que en este momento esté en esa taberna con
    su hermano Iván Fiódorovich, porque éste no ha venido a comer a casa; en cuanto a
    Fiódor Pávlovich, terminó de comer hace una hora y se ha echado la siesta. No
    obstante, le ruego encarecidamente que no le diga nada de mí ni de lo que acabo de
    comunicarle, que si no me matan, señor.
    —¿Mi hermano Iván ha avisado hoy a Dmitri para que fuera a la taberna? —
    preguntó enseguida Aliosha.
    —Exactamente, señor.
    —¿A la taberna Ciudad Capital, la que está en la plaza?
    —Ahí mismo, señor.
    —¡Es muy posible! —exclamó Aliosha, muy agitado—. Se lo agradezco,
    Smerdiakov, la noticia es importante; ahora mismo voy para allá.
    —No me delate, señor —le pidió Smerdiakov, al verlo marchar.
    —Oh, no; haré como si pasara casualmente por la taberna, puede estar tranquilo.
    —Pero ¿por dónde va usted? Le abriré la cancela —le gritó Maria Kondrátievna.
    —No, por aquí queda más cerca; volveré a saltar la valla.
    La noticia había conmovido terriblemente a Aliosha. Se dirigió a la taberna. La ropa
    que llevaba no era la más adecuada para entrar allí, pero siempre podía preguntar en
    la escalera de acceso y pedir que los avisaran. Sin embargo, cuando ya estaba al lado
    del establecimiento, se abrió de pronto una ventana y el propio Iván le llamó desde
    arriba:
    —Aliosha, ¿puedes subir ahora a verme? Te lo agradecería enormemente.
    —Claro que puedo, pero no sé si, vestido de este modo…
    —Precisamente estoy en un reservado; sube al porche, que yo bajo corriendo a
    recibirte…
    Un minuto más tarde Aliosha estaba con su hermano. Iván estaba comiendo so





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    Mensaje por Maria Lua Jue 10 Oct 2024, 09:09

    ***

    III. Los hermanos se conocen
    Iván, en todo caso, no ocupaba un reservado. Se trataba simplemente de un lugar
    junto a la ventana, delimitado por un biombo; de todos modos, la gente no podía ver
    a los que estaban detrás del biombo. Aquélla era la pieza de entrada a la casa, la
    primera, con un aparador adosado a una pared lateral. Por allí cruzaban
    constantemente los camareros. Solo había un cliente, un militar retirado, tomando té
    en un rincón. En cambio, en las otras salas reinaba el habitual bullicio de las tabernas:
    gente llamándose a gritos, botellas de cerveza que se destapaban, bolas de billar
    entrechocando, un órgano estruendoso. Aliosha sabía que Iván no frecuentaba esa
    taberna, y que en general no era aficionado a esos establecimientos; por tanto, si se
    encontraba allí, tenía que ser para reunirse, según lo convenido, con su hermano
    Dmitri. Pero allí no estaba Dmitri.
    —Voy a pedirte una sopa de pescado o alguna otra cosa, no puedes vivir solo a
    base de té —dijo Iván a gritos; parecía muy satisfecho de haber arrastrado a Aliosha
    hasta allí. Él ya había terminado su almuerzo y estaba tomando té.
    —Venga, que sea una sopa, y después té; estoy hambriento —dijo Aliosha
    alegremente.
    —¿Y compota de cerezas? Aquí tienen. ¿Te acuerdas de lo que te gustaba, cuando
    eras pequeño, la compota de cerezas de los Polénov?
    —Y tú ¿cómo te acuerdas? Muy bien, también compota, me sigue gustando.
    Iván llamó a un camarero y le encargó sopa de pescado, té y compota.
    —Yo me acuerdo de todo, Aliosha, me acuerdo de ti hasta que tuviste once años,
    yo entonces tenía quince. Quince y once, hay bastante diferencia; es muy raro que con
    esas edades dos hermanos sean compañeros. No sé siquiera si te quería. Cuando me
    fui a Moscú, en los primeros años no me acordé de ti en ningún momento. Más tarde,
    cuando tú también fuiste a parar a Moscú, creo que solo nos encontramos una vez, no
    recuerdo dónde. Y llevo aquí más de tres meses y hasta ahora no nos hemos dicho
    nada. Me voy mañana, y estaba aquí pensando en cómo podría verte para
    despedirme, y justo en ese momento pasabas por aquí.
    —¿Tanto deseabas verme?


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    Mensaje por Maria Lua Jue 10 Oct 2024, 09:11

    ***


    —Sí, quiero conocerte de una vez por todas y que tú me conozcas a mí. Y con eso
    decirnos adiós. En mi opinión, lo mejor es conocerse antes de la separación. He visto
    cómo me mirabas estos tres meses; había en tus ojos una especie de espera incesante,
    y eso es algo que no puedo soportar, por eso no me he acercado a ti. Pero al final he
    aprendido a respetarte: el hombrecito, me he dicho a mí mismo, no se doblega. Ten
    243
    en cuenta que, aunque ahora bromee, estoy hablando en serio. Porque tú no te
    doblegas, ¿verdad? A mí me gustan las personas firmes, se sustenten en lo que se
    sustenten, aunque solo sean unos mozalbetes como tú. Me he acostumbrado a tu
    mirada expectante, y al final ha acabado gustándome… Me parece que tú, por la razón
    que sea, también me quieres a mí, ¿no es así, Aliosha?
    —Te quiero, Iván. Nuestro hermano Dmitri dice de ti: Iván es una tumba. Yo digo
    de ti: Iván es un enigma. Todavía, para mí, sigues siendo un enigma, pero ya he
    llegado a comprenderte en parte, ¡y solo desde esta mañana!
    —¿Qué es eso que has comprendido? —Iván se echó a reír.
    —¿No te enfadarás? —También Aliosha se echó a reír.
    —¿Y bien?
    —Pues que eres un joven como todos los jóvenes de veintitrés años: un chico, un
    jovenzuelo, un chaval fresco y simpático; en fin, ¡todo un novato! ¿Qué? ¿Te ha
    sentado mal?
    —Al contrario, ¡me asombra que coincidamos! —exclamó Iván, alegre y
    apasionadamente—. No te lo vas a creer, pero yo, desde que nos vimos hace un rato
    en casa de esa mujer, no he hecho más que pensar en esta inexperiencia mía de los
    veintitrés años, y resulta que ahora tú das en el clavo y empiezas diciendo lo mismo.
    Yo estaba aquí sentado hace un momento, y ¿sabes lo que me estaba diciendo? Pues
    que, aunque perdiera la fe en la vida, aunque dejara de creer en la mujer amada y en
    el orden de las cosas, aunque me convenciera, incluso, de que todo es un caos
    informe, maldito y acaso diabólico, aunque me fulminaran todos los horrores del
    desencanto humano, a pesar de todos los pesares, aún desearía vivir: ¡una vez que me
    he llevado la copa a los labios, pienso apurarla hasta el final! De todos modos, con
    treinta años, lo más seguro es que arroje la copa, aun sin haberla vaciado, y que me
    vaya… no sé adónde. Pero hasta los treinta años, de eso sí que estoy seguro, mi
    juventud podrá con todo: con cualquier desengaño, con cualquier aversión a la vida.


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    Mensaje por Maria Lua Jue 10 Oct 2024, 09:11

    ***
    Me he preguntado muchas veces si existirá en el mundo una desesperación capaz de
    vencer esta sed de vida que hay en mí, frenética y tal vez indecente, y he llegado a la
    conclusión de que no existe, al menos hasta los treinta años; después seré yo mismo
    quien pierda el interés, me parece a mí. Esta sed de vida, algunos moralistas, mocosos
    y tísicos a menudo la consideran infame, sobre todo los poetas. Es un rasgo en parte
    karamazoviano, es verdad: esta sed de vida, a pesar de todos los pesares,
    forzosamente también se encuentra en ti; pero ¿por qué iba a ser infame? Sigue
    siendo tremenda la fuerza centrípeta en nuestro planeta. Hay deseos de vivir, y yo vivo,
    aunque sea en contra de la lógica. Admitamos que no crea en el orden de las cosas,
    pero aprecio las hojillas pegajosas que brotan en primavera; aprecio el cielo azul;
    aprecio a ciertas personas a las que a veces uno, aunque no lo creas, coge afecto sin
    saber por qué; aprecio determinadas proezas humanas en las que quizá hace ya
    244
    tiempo dejé de creer, si bien, por la fuerza de la costumbre, sigo respetándolas
    sinceramente. Aquí está tu sopa de pescado, buen provecho. Es una sopa deliciosa, la
    preparan muy bien. Quiero viajar por Europa, Aliosha, me iré de aquí; ya sé que solo
    voy a un cementerio, pero es el cementerio más amado, ¡ya lo ves! Yacen en él
    difuntos muy queridos, cada una de las piedras que los cubren habla de su ardiente
    vida pasada, de la apasionada fe en sus hazañas, en su verdad, en su lucha y en su
    ciencia; sé de antemano que caeré a tierra y besaré esas piedras y lloraré sobre ellas,
    sabiendo al mismo tiempo, de todo corazón, que aquello ya no es más que un
    cementerio, únicamente un cementerio. Y no lloraré de desesperación, sino
    sencillamente porque las lágrimas derramadas me harán feliz. Me embriagaré con mi
    propia ternura. Amo las pegajosas hojillas primaverales, el cielo azul, ¡ahí está! Aquí no
    cuenta la razón, no es cuestión de lógica, uno ama con las entrañas, con las tripas, ama
    sus primeras fuerzas juveniles… ¿Entiendes algo de este galimatías, Aliosha? —De
    pronto Iván se echó a reír.
    —Y tanto que lo entiendo, Iván: uno desea amar con las entrañas, con las tripas…
    Lo has expresado de una forma preciosa, y estoy encantado de que quieras vivir así —
    dijo Aliosha—. Creo que lo primero que hay que amar en este mundo es la vida.
    —¿Amar más la vida que su sentido?
    —Así tiene que ser: amar la vida antes que la lógica, como dices tú, por fuerza
    antes que la lógica, y solo entonces podré entender también su sentido. Ésa es la idea
    que tengo hace ya tiempo. La mitad de lo que tenías que hacer, Iván, ya está hecho y
    conseguido: amas la vida. Ahora tienes que aplicarte a la segunda mitad y estarás
    salvado.
    —¡Tú ya me estás salvando, aunque es posible que yo no me haya perdido! Y ¿en
    qué consiste esa segunda mitad tuya?
    —En que hay que resucitar a tus muertos, que tal vez no hayan muerto nunca.
    Bueno, venga un poco de té. Me alegro de hablar contigo, Iván.
    —Veo que estás inspirado. Me entusiasman tales professions de foi de
    semejantes… novicios. Eres un hombre firme, Alekséi. ¿Es verdad que quieres dejar el
    monasterio?
    —Sí. Mi stárets me envía al mundo.


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    Mensaje por Maria Lua Jue 10 Oct 2024, 09:12

    ***

    —En ese caso, aún nos veremos en este mundo; nos encontraremos antes de los
    treinta años, cuando empiece a renunciar a la copa. Padre no quiere renunciar a su
    copa hasta los setenta años, sueña incluso con aguantar hasta los ochenta, eso es lo
    que ha dicho; se lo toma demasiado en serio, aunque sea un bufón. Se aferra a su
    lujuria como a una roca… aunque a partir de los treinta, la verdad, es posible que no
    haya otra cosa a la que aferrarse… Pero hasta los setenta es una vileza, mejor hasta los
    treinta: uno puede conservar un «matiz de nobleza» si se engaña a sí mismo. ¿No has
    visto hoy a Dmitri?
    245
    —No, no lo he visto, pero he visto a Smerdiakov.
    Y Aliosha se lanzó a contarle a su hermano, con todo detalle, su encuentro con
    Smerdiakov. Iván, de repente, empezó a escuchar con aire preocupado, y hasta le
    pidió a Aliosha que repitiera algunos detalles.
    —Eso sí, me suplicó que no le contara a nuestro hermano Dmitri lo que me había
    dicho de él —añadió Aliosha.
    Iván frunció el ceño y se quedó pensativo.
    —¿Te has puesto tan serio por Smerdiakov? —le preguntó Aliosha.
    —Sí, por él. ¡Al diablo! Lo cierto es que me habría gustado ver a Dmitri, pero ahora
    ya no hace falta… —comentó Iván de mala gana.
    —¿Y es verdad que te marchas tan pronto, hermano?
    —Sí.
    —¿Qué será de Dmitri y de nuestro padre? ¿Cómo terminará su asunto? —dijo
    Aliosha con inquietud.
    —¡Siempre estás con lo mismo! ¿Y a mí qué? ¿Soy yo acaso guardián de mi
    hermano Dmitri? —le cortó Iván, irritado, aunque enseguida sonrió como con
    amargura—. Así responde Caín cuando Dios le pregunta por el hermano asesinado,
    ¿no? A lo mejor es lo que estás pensando en este momento. Pero, qué diablos, ¿no
    querrás que me quede aquí a vigilarlos? He resuelto mis asuntos y me voy. No vayas a
    pensar que tengo celos de Dmitri y que me he pasado estos tres meses intentando
    quitarle a su bella Katerina Ivánovna. Ah, diablos, yo tenía mis propios asuntos. Ya los
    he zanjado y me voy. Hoy mismo los he dejado zanjados, tú has sido testigo.
    —¿Te refieres a lo de antes, con Katerina Ivánovna?
    —Sí, con ella; me he liberado de golpe. ¿Y qué? ¿Qué me importa a mí Dmitri?
    Dmitri no tiene nada que ver con esto. Yo tenía que resolver mis propios asuntos con
    Katerina Ivánovna. En cambio, tú sabes que Dmitri actuaba como si se hubiera puesto
    de acuerdo conmigo. Yo a él no le había pedido nada de nada, pero él me la cedió
    solemnemente y me dio su bendición. Parece cosa de risa. No, Aliosha, no, ¡si supieras
    qué aliviado me siento ahora! Estaba aquí comiendo y ¿creerás que he estado a punto
    de pedir champán para celebrar mi primera hora de libertad? ¡Uf! Casi medio año y, de
    pronto, me lo quito de golpe, todo de golpe. Ayer mismo aún no podía sospechar que
    bastaría con proponérmelo para acabar tan fácilmente con todo.
    —¿Estás hablando de tu amor, Iván?



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    Mensaje por Maria Lua Jue 10 Oct 2024, 09:13

    ***
    —De mi amor, si quieres, sí; me enamoré de una señorita, de una colegiala. Sufría
    por ella, y ella me hacía sufrir. Estaba siempre pendiente de ella… y todo eso, de
    pronto, se ha esfumado. Esta mañana he hablado en tono exaltado, pero ha sido salir
    de allí y echarme a reír a carcajadas, créeme. Eso es lo que ha ocurrido, ni más ni
    menos.
    246
    —También ahora, mientras lo cuentas, se te ve muy contento —comentó Aliosha,
    fijándose en su cara, que, en efecto, se le había alegrado en un momento.
    —Sí, ¡quién me iba a decir a mí que no la amaba en absoluto! ¡Je, je! Pues ha
    resultado que no. ¡Y hay que ver cómo me gustaba! Cómo me gustaba incluso esta
    mañana, mientras pronunciaba mi discurso. Y, ¿sabes?, aún me gusta horrores, pero
    qué fácil me resulta alejarme de ella. ¿Te parece que soy un fanfarrón?
    —No. Pero es posible que no fuera amor.
    —Alioshka —se rió Iván—, ¡no te metas a razonar de amor! No está bien en tu caso.
    Esta mañana, esta mañana sí que has estado oportuno. ¡Ay! Si hasta se me ha olvidado
    darte un beso por ese motivo… ¡Cómo me estaba atormentando esa mujer! Yo sufría
    un auténtico desgarro. ¡Oh, ella sabía que yo la quería! No amaba a Dmitri, me amaba
    a a mí —insistió alegremente Iván—. Dmitri no es más que un desgarro. Todo lo que le
    he dicho antes es la pura verdad. Pero lo que pasa, y eso es lo más importante, es que
    ella puede necesitar quince años, veinte años, para caer en la cuenta de que no quiere
    a Dmitri, sino a mí, y es a mí a quien hace sufrir. Sí, y es muy posible que no caiga
    nunca en la cuenta, a pesar de la lección de hoy. Bueno, mejor así: me he levantado y
    me he ido para siempre. Por cierto, ¿qué es de ella ahora? ¿Qué ha pasado después
    de que me fuera?
    Aliosha le contó lo del ataque de histeria y le explicó que, por lo visto, Katerina
    Ivánovna había perdido el conocimiento y estaba delirando.
    —¿No mentirá Jojlakova?
    —No lo parece.
    —Habrá que enterarse. De todos modos, de un ataque de histeria no ha muerto
    nunca nadie. Admitamos que sea histeria; Dios, en su amor, ha mandado esos ataques
    a las mujeres. No pienso ir a verla en ningún caso. Para qué entrometerme otra vez.
    —Y, sin embargo, le has dicho esta mañana que no te había amado nunca.
    —Ha sido a propósito. Aliosha, voy a pedir champán, beberemos por mi libertad.
    ¡Ay, si tú supieras lo contento que estoy!
    —No, hermano, mejor no bebamos —dijo de pronto Aliosha—; además, estoy algo
    triste.
    —Sí, hace tiempo que estás triste, ya me había dado cuenta.
    —Así pues, ¿te vas sin falta mañana por la mañana?
    —¿Por la mañana? Yo no he dicho que me fuera a ir por la mañana… Aunque
    también es posible que me vaya por la mañana. ¿Querrás creer que si he comido hoy
    aquí ha sido únicamente para no comer con el viejo? Hasta tal punto se me ha hecho
    repugnante. Si hubiera sido solo por él, hace ya tiempo que me habría marchado de
    aquí. Pero ¿a ti por qué te inquieta que yo me vaya? Sabe Dios cuánto tiempo
    tenemos tú y yo antes de mi partida. ¡Toda una eternidad! ¡La inmortalidad!
    —Si te vas mañana, ¿qué eternidad es ésa?


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    Mensaje por Maria Lua Jue 10 Oct 2024, 09:14

    ***
    —Y eso, a nosotros, ¿en qué nos afecta? —Iván se echó a reír—. En cualquier caso,
    nos dará tiempo a hablar de lo nuestro, de lo que nos ha traído hasta aquí. ¿Por qué
    me miras con asombro? Dime: ¿para qué nos hemos reunido aquí? ¿Para hablar del
    amor a Katerina Ivánovna, del viejo y de Dmitri? ¿Del extranjero? ¿De la fatídica
    situación de Rusia? ¿Del emperador Napoleón? ¿Para eso?
    —No, para eso no.
    —O sea, que tú ya sabes para qué. Cada cual tiene lo suyo, pero a nosotros, los
    novatos, nos toca resolver ante todo las cuestiones eternas, ésa es nuestra
    preocupación. Toda la Rusia joven debate ahora exclusivamente las cuestiones
    eternas. Precisamente ahora, cuando a todos los viejos les ha dado de pronto por
    ocuparse de cuestiones prácticas. ¿Tú por qué has estado mirándome expectante
    estos tres meses? Para poder preguntarme al final: «¿Crees o no crees?». A eso se han
    reducido sus miradas en estos tres meses, Alekséi Fiódorovich, ¿no es cierto?
    —Es posible que sea así. —Aliosha sonrió—. ¿No te estarás burlando ahora de mí,
    hermano?
    —¿Que me estoy burlando? No quisiera apenar a mi hermanito, que ha estado tres
    meses mirándome expectante. Aliosha, mírame a la cara: yo también soy un crío,
    exactamente igual que tú, con la única diferencia, quizá, de no ser un novicio. Pues
    ¿cómo vienen actuando hasta ahora todos los jóvenes rusos? Bueno, algunos. Fíjate,
    por ejemplo, en esta hedionda taberna; aquí se reúnen, se sientan en un rincón. Antes
    no se conocían; una vez que salgan de esta taberna, estarán otros cuarenta años sin
    saber unos de otros; entonces, ¿de qué pueden hablar en ese minuto del que disfrutan
    en la taberna? De las cuestiones universales, de qué si no: ¿existe Dios? ¿Existe la
    inmortalidad? Y los que no creen en Dios, bueno, éstos se pondrán a hablar del
    socialismo y del anarquismo, de la reorganización de toda la humanidad según unas
    nuevas bases, lo cual es tan endiablado como lo otro: vienen a ser las mismas
    cuestiones, solo que vistas desde el extremo opuesto. Y muchos, muchos de los más
    originales muchachos rusos no hacen otra cosa en estos tiempos que hablar de las
    cuestiones eternas. ¿No es así?
    —Sí, para los verdaderos rusos las cuestiones relativas a la existencia de Dios y de
    la inmortalidad, o bien, como tú dices, esas mismas cuestiones vistas desde el extremo
    opuesto, son, por supuesto, las cuestiones primordiales, y están por encima de todo,
    como tiene que ser —dijo Aliosha, sin dejar de mirar a su hermano con una sonrisa
    serena e inquisitiva.
    —Pues mira, Aliosha, ser ruso no siempre significa ser inteligente, ni mucho menos,
    pero de todos modos soy incapaz de imaginarme nada más estúpido que aquello de
    lo que ahora se ocupan nuestros jóvenes. No obstante, a uno de estos muchachos
    rusos, a Alioshka, lo quiero con locura.
    —Qué ingenioso has estado. —Aliosha, de pronto, se echó a reír.




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    Mensaje por Maria Lua Jue 10 Oct 2024, 09:15

    ***
    —Bueno, dime: ¿por dónde quieres empezar? Tú mandas; ¿empezamos por Dios?
    ¿Existe Dios o no existe?
    —Empieza por lo que quieras, aunque sea «desde el extremo opuesto». Ayer ya
    proclamaste en casa de nuestro padre que no hay Dios. —Aliosha miró a su hermano
    con aire inquisitivo.
    —Ayer, en casa del viejo, después de comer, traté de soliviantarte con estas
    cuestiones, y vi cómo te brillaban los ojos. Pero ahora tengo interés en charlar contigo,
    te lo digo muy en serio. Me gustaría que nos entendiésemos, Aliosha, porque no
    tengo amigos. Quiero intentarlo. Bueno, imagínate, es posible que yo también admita
    la existencia de Dios —Iván se echó a reír—; esto no te lo esperabas, ¿eh?
    —Claro que no; a menos que también ahora estés bromeando.
    —Bromeando. Ayer en la celda del stárets ya dijeron que bromeaba. Verás,
    hermanito, un viejo pecador del siglo XVIII afirmó que, si no hubiera Dios, habría que
    inventarlo: s’il n’existait pas Dieu il faudrait l’inventer. Y, efectivamente, el hombre ha
    inventado a Dios. Y lo extraño, lo asombroso, no es que Dios exista realmente; lo
    asombroso es que semejante idea, la idea de un Dios imprescindible, haya podido
    metérsele en la cabeza a un animal tan salvaje y maligno como el hombre: hasta tal
    punto es sagrada, hasta tal punto es conmovedora, hasta tal punto es sabia y hasta tal
    punto hace honor al hombre. En lo que a mí respecta, hace ya tiempo que decidí no
    pensar en si el hombre ha creado a Dios o Dios al hombre. No voy a ponerme, desde
    luego, a analizar todos los axiomas contemporáneos de los jóvenes rusos, extraídos sin
    excepción de hipótesis europeas, porque lo que allí es una hipótesis para el joven ruso
    se convierte de inmediato en un axioma, y no solo para los jóvenes, sino también,
    seguramente, para sus profesores, pues con mucha frecuencia los profesores rusos son
    ahora idénticos a nuestros jóvenes. Prescindo, así pues, de todas las hipótesis. ¿Cuál es
    ahora nuestra tarea, la tuya y la mía? La tarea consiste en que yo, lo antes posible, te
    explique mi esencia, o sea, qué clase de persona soy, en qué creo y cuáles son mis
    esperanzas, ¿no es así? Por eso, declaro que acepto a Dios, lisa y llanamente. No
    obstante, hay que señalar que, si Dios existe y si realmente ha creado la tierra, la ha
    creado, como sabemos positivamente, de acuerdo con la geometría euclidiana, y ha
    creado la mente humana con la noción de tres únicas dimensiones espaciales. Ha
    habido, sin embargo, y sigue habiendo en la actualidad, geómetras y filósofos, algunos
    de ellos admirables, que dudan de que todo el universo o, en un sentido más amplio,
    toda la existencia, haya sido creada, exclusivamente, de acuerdo con la geometría
    euclidiana, y que se atreven a imaginar incluso que dos líneas paralelas, las cuales,
    según Euclides, en ningún caso pueden converger en la tierra, quizá puedan
    encontrarse en algún punto del infinito.




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    Mensaje por Maria Lua Jue 10 Oct 2024, 09:16

    ***
    Yo, hermanito, he llegado a la conclusión de
    que, si ni siquiera puedo comprender esto, ¿cómo voy a comprender a Dios? Confieso
    humildemente que no estoy capacitado para resolver tales problemas; tengo una
    249
    mentalidad euclidiana, terrena, difícilmente iba a resolver lo que no es de este mundo.
    Y a ti también te aconsejo que no pienses nunca en esto, especialmente en si existe
    Dios o no. Todas estas cuestiones son totalmente impropias de una mente creada con
    la noción de las tres únicas dimensiones. Así pues, acepto a Dios, y no solo de buen
    grado, sino que acepto, por añadidura, su sabiduría y sus fines, aunque nos resulten
    por completo ignotos; creo en el orden, en el sentido de la vida; creo en la armonía
    eterna, en la que, al parecer, todos acabaremos fundiéndonos; creo en el Verbo, al
    que tiende el universo, en el Verbo que «era con Dios» y que él mismo es Dios, y
    etcétera, etcétera, y así hasta el infinito. Muchas palabras se han pronunciado ya sobre
    este asunto. Me parece que estoy en el buen camino, ¿no? Y, sin embargo, figúrate
    que, en última instancia, yo este mundo de Dios no lo admito; aunque sé que existe,
    no estoy dispuesto a aceptarlo de ninguna manera. No es que no acepte a Dios,
    entiéndeme bien, es el mundo creado por Él, este mundo de Dios, lo que no acepto,
    ni lo acepto ni estoy dispuesto a aceptarlo. Seré más preciso: estoy convencido, como
    un crío, de que los sufrimientos sanarán sin dejar huella; de que la ultrajante comicidad
    de las contradicciones humanas se esfumará como un triste espejismo, como la
    abyecta invención de la mente euclidiana del hombre, endeble y diminuta como un
    átomo; de que en el fin del mundo, llegado el momento de la armonía eterna, ocurrirá
    y surgirá algo tan precioso que bastará para aplacar la indignación en todos los
    corazones, para redimir todas las malas acciones de los hombres, toda la sangre
    derramada; bastará no solo para que sea posible perdonar, sino para justificar,
    además, todo lo ocurrido con los hombres; admitamos, admitamos que todo esto
    ocurra, que todo esto llegue a ser, pero ¡yo no lo acepto ni quiero aceptarlo! Que
    incluso se junten las líneas paralelas, y que yo lo vea: lo veré y diré que se han juntado,
    pero, de todos modos, no voy a aceptarlo. Ésta es mi esencia, Aliosha, ésta es mi tesis.
    Te lo he dicho con toda seriedad. He empezado a propósito nuestra conversación de
    la manera más estúpida posible, pero he acabado con esta confesión, porque es lo
    que de verdad necesitabas. No necesitabas que te hablara de Dios, sino saber
    únicamente con qué vive tu querido hermano. Y ya te lo he contado.
    Iván, súbitamente, concluyó su larga parrafada con un sentimiento tan especial
    como inesperado.
    —Y ¿por qué has empezado «de la manera más estúpida posible»? —preguntó
    Aliosha, mirando pensativo a su hermano.








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    Mensaje por Maria Lua Jue 10 Oct 2024, 09:18

    ***
    —Pues, en primer lugar, por puro rusismo: las conversaciones rusas sobre estos
    temas se desarrollan siempre de la manera más estúpida posible. En segundo lugar,
    además, porque, cuanto más estúpida es la forma, tanto más se centra en la cuestión.
    Cuanto más estúpida, más clara. La estupidez es concisa y es cándida, mientras que la
    inteligencia es sinuosa y se esconde. La inteligencia es vil; la estupidez es franca y
    250
    honrada. Yo lo he llevado hasta el extremo, y, cuanto más torpemente lo haya
    presentado, mejor para mí.
    —¿Puedes explicarme por qué «no aceptas el mundo»? —preguntó Aliosha.
    —Claro que puedo, no es ningún secreto; además, a eso iba. Hermanito mío, no
    quiero pervertirte ni hacerte vacilar en tus firmes convicciones; lo que sí querría, tal vez,
    es curarme a mí mismo contigo. —Iván sonrió de repente, exactamente igual que un
    niño bueno. Nunca le había visto Aliosha una sonrisa así.





    IV. La rebelión



    —Tengo que hacerte una confesión —empezó Iván—: nunca he podido entender
    cómo es posible amar al prójimo. Precisamente es al prójimo, en mi opinión, a quien
    resulta imposible amar; solo es posible amar, en todo caso, a quienes están más
    alejados de nosotros. Recuerdo haber leído en algún sitio la historia de ese santo, Juan
    el Limosnero, al cual acudió en cierta ocasión un caminante hambriento y aterido,
    pidiéndole que le diera calor; entonces el santo se acostó con él en el lecho, lo abrazó
    y empezó a insuflarle aire en la boca, purulenta y apestosa por una terrible
    enfermedad. Estoy convencido de que lo hizo en un arrebato de impostura, a causa de
    un amor forzado por el deber, de una penitencia que él mismo se había impuesto. Para
    poder amar a alguien, la persona amada tiene que estar oculta: apenas se deja ver, el
    amor se desvanece.
    —Más de una vez ha hablado de eso mismo el stárets Zosima —comentó Aliosha—
    ; también ha dicho que a menudo el rostro de un hombre impide amar a muchos que
    carecen de experiencia en el amor. Pero, con todo, hay mucho amor en la humanidad,
    un amor muy parecido al amor de Cristo, lo sé por mí mismo, Iván…
    —Sí, pero yo eso todavía no lo sé, ni puedo comprenderlo, y lo mismo le ocurre a
    un número incontable de personas. Habría que saber si eso obedece a las malas
    cualidades de los hombres o es que es así por naturaleza. A mi juicio, el amor de Cristo
    a los hombres es, en su género, un milagro imposible en la tierra. Cierto, Él era Dios.
    Pero nosotros no somos dioses. Supongamos, por ejemplo, que sufro enormemente:
    los demás jamás sabrán hasta qué punto sufro, por tratarse de gente distinta de mí y,
    sobre todo, porque es muy raro que nadie le reconozca a otro la condición de mártir
    (como si ésta fuera un rango). ¿Por qué no se admite que sufro? ¿Tú qué crees? Puede
    ser, por ejemplo, porque huelo mal, porque tengo cara de tonto, porque alguna vez le
    habré dado un pisotón a alguien. Además, hay sufrimientos y sufrimientos: un
    sufrimiento degradante, que me humille, como el hambre, pongamos por caso, aún
    me lo admitiría un posible benefactor; pero, como el sufrimiento sea algo más
    elevado, motivado por un ideal, por ejemplo, entonces ya la cosa cambia: solo en
    contadas ocasiones estaría dispuesto a admitirlo, pues siempre podría fijarse en mí y
    comprobar, no sé, que mi cara no se corresponde con la cara que, según los dictados
    de su imaginación, debería tener alguien que esté padeciendo a causa de tal ideal. Así
    que lo primero que haría sería privarme de su protección, y no necesariamente por su
    mal corazón. Los mendigos, especialmente los más nobles, no deberían mostrarse
    nunca en público: más les valdría pedir limosna a través de los periódicos.



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    Mensaje por Maria Lua Jue 10 Oct 2024, 09:19

    ***

    De forma
    252
    abstracta aún es posible amar al prójimo, al menos, a veces, desde lejos, pero de cerca
    casi nunca. Si pasara como en los escenarios, como en esos ballets, donde los
    mendigos, cuando hacen su aparición, piden limosna vestidos con harapos de seda y
    encajes desgarrados, bailando graciosamente, todavía podría uno admirarlos.
    Admirarlos, pero, eso sí, no amarlos. Bueno, ya es suficiente. Solo pretendía que vieras
    las cosas desde mi posición. Yo quería hablar del sufrimiento de la humanidad en
    general, pero será mejor que nos centremos en los sufrimientos exclusivos de los
    niños. Eso reduce el alcance de mi argumentación a la décima parte, pero es preferible
    referirse solo a los niños. Evidentemente, eso no me favorece. Pero, en primer lugar,
    uno puede querer a los niños incluso de cerca, aunque estén sucios, aunque sean feos
    (de todos modos, a mí me parece que los niños nunca son feos). En segundo lugar, de
    los adultos no pienso hablar porque, aparte de que son repulsivos y no merecen
    nuestro amor, han recibido un justo castigo: comieron de la manzana y conocieron el
    bien y el mal y fueron «como Dios». Y aún siguen comiendo de ella. Los niños, en
    cambio, no han comido nada y por ahora no son culpables de nada. ¿Te gustan los
    niños, Aliosha? Sé que te gustan, y entenderás por qué quiero hablar exclusivamente
    de ellos ahora. Si también sufren atrozmente en la tierra, eso se debe, desde luego, a
    sus padres; son castigados por culpa de sus padres, que han comido de la manzana; y,
    sin embargo, este razonamiento es propio de otro mundo: al corazón del hombre,
    aquí, en la tierra, le resulta incomprensible. Un inocente no debería sufrir por otro, ¡y
    aún menos esos inocentes! Te sorprenderá saber, Aliosha, que a mí también me
    gustan horrores los niños. Y date cuenta de que a veces la gente cruel, apasionada,
    carnal, karamazoviana, también quiere mucho a los niños. Los niños, mientras son
    niños, hasta los siete años, por ejemplo, están muy alejados de la gente: parecen
    enteramente unas criaturas distintas, de otra naturaleza. Conocí a un criminal en
    prisión: en el curso de su carrera, asaltando casas por las noches, había acabado con
    familias enteras, y de paso había degollado a algunos niños. Pero, una vez en prisión,
    adoraba a los pequeños. Se pasaba las horas asomado a la ventana del penal, mirando
    jugar a los niños en el patio de la cárcel. Se las ingenió para que uno de ellos, un niño
    pequeño, acudiera con frecuencia al pie de su ventana, y se hicieron muy amigos.
    ¿Sabes por qué te cuento todo esto, Aliosha? Me duele un poco la cabeza, y estoy
    triste.
    —Estás raro hablando —observó Aliosha con inquietud—, como si padecieras una
    especie de trastorno.


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    Mensaje por Maria Lua Vie 11 Oct 2024, 08:12

    ***
    Hace poco, por cierto, me contaba un búlgaro en Moscú —prosiguió Iván
    Fiódorovich, como si no hubiera oído a su hermano— que los turcos y los circasianos
    que hay allá, en Bulgaria, temerosos de un levantamiento en masa de los eslavos,
    cometen toda clase de tropelías; es decir, incendian, degüellan, violan a mujeres y
    niñas, a los detenidos los clavan en las vallas por las orejas y así los dejan hasta la
    253
    mañana siguiente, para después colgarlos… Es algo inconcebible. Se habla a veces, de
    hecho, de la crueldad «bestial» del hombre, pero esto es terriblemente injusto y
    ofensivo para las bestias: una bestia nunca puede ser tan cruel como el hombre, tan
    artística, tan plásticamente cruel. El tigre muerde, despedaza, no sabe hacer otra cosa.
    Jamás se le pasaría por la cabeza dejar a nadie clavado por las orejas toda una noche,
    ni aun en el supuesto de que fuera capaz. Esos turcos, entre otras cosas, han llegado a
    torturar con auténtica voluptuosidad a los niños, empezando por arrancarlos del seno
    materno con un puñal y acabando por arrojar al aire a las criaturas para ensartarlas en
    las bayonetas, y todo ello en presencia de sus madres. Ése era su mayor placer:
    hacerlo en presencia de las madres. Pero, fíjate, hay una escena que me ha
    impresionado más que ninguna. Imagínate: un niño de pecho en brazos de su madre
    temblorosa; alrededor, unos turcos que acaban de entrar en la casa. Se les ha ocurrido
    una bromita muy graciosa: acarician al crío, se ríen para contagiarle la risa, lo
    consiguen, y el crío empieza a reírse. En ese momento un turco le apunta con su
    pistola, a cuatro vershkí de la cara. El niño, contento, ríe a carcajadas y alarga las
    manitas para coger la pistola, cuando, de pronto, el artista aprieta el gatillo, dispara a
    bocajarro y le destroza la cabecita. Artístico, ¿verdad? Por cierto, según dicen, a los
    turcos les encantan los dulces.
    —Hermano, ¿a qué viene todo esto? —preguntó Aliosha.
    —Creo que, si el diablo no existe y, en consecuencia, ha sido el hombre quien lo ha
    creado, entonces lo ha creado a su imagen y semmejanza.
    —En ese caso, lo mismo ha hecho con Dios




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    Mensaje por Maria Lua Vie 11 Oct 2024, 08:13

    ***


    —Es asombroso cómo sabes darle la vuelta a las palabritas, como dice Polonio en
    Hamlet —dijo Iván, echándose a reír—. Me has pillado en un renuncio; estupendo, me
    alegro. Bueno será tu Dios, si el hombre lo ha creado a su imagen y semejanza. Me
    preguntabas a qué viene todo esto: verás, yo soy un aficionado y un coleccionista de
    determinados sucesos, y el caso es que anoto y recojo en periódicos y relatos, donde
    sea, cierta clase de episodios; tengo ya una buena colección. Los turcos, naturalmente,
    forman parte de ella, pero, en definitiva, son extranjeros. También he recogido cositas
    del país, y hasta son mejores que las turcas. ¿Sabes?, aquí lo normal son los golpes,
    abundan la vara, el látigo, eso es lo nacional; aquí clavar orejas sería inconcebible, al
    fin y al cabo somos europeos, pero la vara, el látigo son algo muy nuestro y nadie nos
    lo puede quitar. Parece que ahora en el extranjero ya no pegan, será que las
    costumbres se han refinado, o que han dictado leyes en virtud de las cuales un hombre
    ya no osa azotar a otro; con todo, para compensar, se han buscado otra fórmula,
    también puramente nacional, como pasa entre nosotros; tan nacional es que aquí eso
    mismo sería inconcebible, aunque lo cierto es que también en nuestro país, al parecer,
    va abriéndose paso, sobre todo desde que se ha desarrollado un movimiento religioso
    entre las capas más altas de la sociedad. Tengo un folleto maravilloso, traducido del
    254
    francés, donde se cuenta cómo en Ginebra, no hace mucho tiempo, apenas cinco
    años, ejecutaron a un malhechor, un asesino, llamado Richard; era, si no me equivoco,
    un joven de veintitrés años, que se había arrepentido de sus crímenes y se había
    convertido al cristianismo antes de subir al cadalso. El tal Richard era un hijo ilegítimo
    que, siendo aún un crío de seis años, fue regalado por sus padres a unos pastores
    suizos, unos montañeses, y éstos lo criaron con la intención de ponerlo a trabajar.
    Creció a su lado como una fierecilla salvaje, los pastores no solo no le enseñaron nada
    sino que con siete años lo mandaban ya a cuidar del ganado, con lluvia o con frío,
    prácticamente sin vestido ni alimento. Y, por supuesto, al obrar así ninguno de ellos se
    paraba a pensar ni tenía remordimientos; al contrario, se creían con todo el derecho
    del mundo a hacerlo, ya que les habían regalado a Richard como si fuera un objeto, y
    ni siquiera consideraban imprescindible darle de comer. El propio Richard recuerda
    cómo experimentaba en aquellos años, como el hijo pródigo del Evangelio, unos
    deseos horrorosos de comer al menos del salvado con que cebaban a los cerdos
    destinados a la venta, pero ni eso le daban y le pegaban cada vez que él se lo robaba
    a los animales; y así pasó toda su infancia y toda su juventud, hasta que creció y,
    sintiéndose con fuerzas, se dedicó a robar. Aquel salvaje empezó a ganar dinero
    trabajando a destajo en Ginebra; todo lo que ganaba se lo bebía, vivía como un
    monstruo y acabó asesinando y robando a un viejo. Lo prendieron, lo juzgaron y lo
    condenaron a muerte. Allí no se andan con sentimentalismos. Y resulta que en la cárcel
    enseguida se vio rodeado por pastores y miembros de las diferentes cofradías
    cristianas, damas de la beneficencia y demás.

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    Mensaje por Maria Lua Vie 11 Oct 2024, 08:14

    ***
    Le enseñaron en la cárcel a leer y
    escribir, empezaron a explicarle el Evangelio, apelaron a su conciencia, lo exhortaron,
    lo presionaron, lo abrumaron, lo aplastaron, hasta que, por fin, confesó solemnemente
    su crimen. Se convirtió, escribió al tribunal reconociendo que era un monstruo y que,
    finalmente, había conseguido que el Señor lo iluminara y le enviara su gracia. Toda
    Ginebra se conmovió, toda la virtuosa y devota Ginebra. Toda la gente fina y educada
    acudió corriendo a verlo a la cárcel; todo el mundo besaba y abrazaba a Richard:
    «¡Eres nuestro hermano! ¡La gracia ha descendido sobre ti!». Y Richard no hace más
    que llorar enternecido: «¡Sí, la gracia ha descendido sobre mí! Antes, durante toda mi
    infancia y juventud, mi única alegría era el pienso de los cerdos, pero ahora la gracia
    ha descendido sobre mí, ¡voy a morir en el Señor!». «Sí, sí, Richard; muere en el Señor,
    has derramado sangre y debes morir en el Señor. Aunque no seas culpable, pues no
    tenías conocimiento de Dios cuando envidiabas el alimento de los cerdos y te
    pegaban por robárselo (y hacías muy mal, porque no es lícito robar), de todos modos
    has derramado sangre y debes morir.» Y llega el último día. Richard, casi sin fuerzas,
    llora y no hace más que repetir a cada instante: «Éste es el mejor día de mi vida, ¡voy a
    reunirme con el Señor!». «Sí —gritan pastores, jueces y damas de la beneficencia—,
    ¡éste es tu día más dichoso, pues vas a reunirte con el Señor!» Todos, unos en coche,
    255
    otros a pie, se dirigen al cadalso, acompañando el oprobioso carro en el que
    conducen a Richard. Llegan por fin al patíbulo: «¡Muere, hermano nuestro —le gritan a
    Richard—, muere en el Señor! ¡Sobre ti ha descendido la gracia!». Y así, cubierto por
    los besos de sus hermanos, arrastran al hermano Richard al cadalso, lo colocan en la
    guillotina y le cortan, como buenos hermanos, la cabeza, por haber descendido sobre
    él la gracia del Señor. Sí, es algo muy característico. El folleto ha sido traducido al ruso
    por unos luteranos rusos, unos filántropos de la alta sociedad, que lo han distribuido
    gratuitamente, en forma de suplemento de periódicos y otras publicaciones, para
    ilustrar al pueblo ruso. Lo mejor del caso de Richard es lo que tiene de nacional. En
    nuestro país, por muy absurdo que nos parezca cortarle la cabeza a un hermano solo
    por haberse convertido en nuestro hermano y por haber recibido la gracia del Señor,
    también tenemos lo nuestro, como ya he dicho, y casi es peor. Aquí el placer
    tradicional, el más inmediato, el más socorrido, ha consistido en moler a palos.
    Nekrásov tiene unos versos donde se refiere a un campesino que azota a su caballo,
    dándole con el látigo en los ojos, en los «sumisos ojos». ¿Quién no ha presenciado
    algo así? Es puramente ruso. Describe cómo un pobre jamelgo, que tira de un carro
    sobrecargado, se queda atascado y no puede seguir. El campesino le pega; le pega
    con furia; le pega, al final, sin saber ya ni lo que hace; ciego de ira, lo castiga con saña,
    sin medida: «¡Aunque estés sin fuerzas, tú sigue tirando


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    Mensaje por Maria Lua Vie 11 Oct 2024, 08:14

    ***


    ! ¡Como si te mueres, tú sigue
    tirando!». El penco está a punto de reventar, y el campesino no para de azotar al
    indefenso animal en los ojos llorosos, en los «sumisos ojos». Fuera de sí, el caballo da
    un tirón, arranca y echa andar, todo tembloroso, sin respirar, dando tumbos, a saltitos,
    de una manera poco natural y humillante; en Nekrásov resulta aterrador. Pero no es
    más que un caballo, y los caballos nos los ha dado Dios para azotarlos. Así nos lo
    explicaron los tártaros, que nos legaron asimismo el knut como recuerdo. Pero también
    es posible azotar a la gente. Y así vemos cómo un caballero inteligente y educado y su
    señora azotan a su propia hija, una cría de siete años; he escrito acerca de esto
    detenidamente. El papá está encantado de que la fusta tenga nudos. «Más le dolerá»,
    dice, y empieza a «sacudir» a su hija. Sé positivamente que hay personas que se van
    calentando a medida que descargan los golpes, hasta alcanzar el éxtasis, literalmente,
    y su placer aumenta con cada zurriagazo, de forma progresiva. Azotan un minuto,
    azotan, finalmente, cinco minutos, diez minutos, y siguen azotando más y más, con un
    ritmo cada vez más vivo, con saña creciente. La niña grita, la niña al final no puede
    gritar, jadea. «¡Papá, papá! ¡Papaíto, papaíto!» El asunto, por un endiablado e
    inoportuno azar, acaba en los tribunales. Contratan a un abogado. Hace ya tiempo que
    el pueblo ruso llama a los leguleyos «conciencias a sueldo». El abogado brama en
    defensa de su cliente. «El caso —dice— es bien sencillo; se trata de un vulgar asunto
    familiar, como hay tantos: un padre que pega a su hijita, y, para vergüenza de nuestros
    días, ¡lo llevan a juicio!» Los miembros del jurado, ya convencidos, se retiran a
    256
    deliberar y pronuncian una sentencia absolutoria. El público ruge de felicidad al saber
    que el verdugo ha sido absuelto. Lástima que yo no estuviera allí; si no, me habría
    desgañitado proponiendo la institución de una beca que honrara el nombre del
    torturador. Estas estampas son una preciosidad. Pero tengo otras aún mejores de
    niños pequeños; he recopilado muchas, muchas cosas sobre los niños rusos, Aliosha.
    Resulta que a una niña pequeña, de cinco años, el padre y la madre, «gente de lo más
    respetable, con una buena posición, cultos y educados», la odiaban. ¿Lo ves? Afirmo
    una vez más, con toda convicción, que abundan las personas con un rasgo peculiar: su
    afición a hacer sufrir a los niños, y solo a los niños. A los demás miembros del género
    humano esos verdugos los tratan con deferencia y humildad, como europeos
    instruidos y humanos que son, pero les encanta torturar a los niños, y por lo mismo
    sienten una especial inclinación por ellos. Es precisamente el desamparo de estas
    criaturas, la candidez angelical de los pequeños, que no tienen dónde ocultarse ni a
    quién acudir, lo que encandila a sus verdugos; eso es lo que enardece la sangre
    rastrera del maltratador. En todo hombre, sin duda, se oculta una fiera: una fiera
    iracunda, una fiera que se excita voluptuosamente con los gritos de la víctima
    martirizada, una fiera desbocada que ha roto sus cadenas, una fiera que ha contraído
    dolencias en el vicio, como la podagra, las enfermedades del hígado y demás.

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    Mensaje por Maria Lua Vie 11 Oct 2024, 08:16

    ***

    . A esta
    pobre niña de cinco años sus cultos padres la sometían a tormentos inconcebibles.
    Golpes, azotes, patadas; sin saber ellos mismos por qué, le cubrieron el cuerpo de
    cardenales; y así, hasta llegar al colmo del refinamiento: en las noches más frías, en
    plena helada, la dejaban encerrada en el escusado, y todo porque de noche no pedía
    que la pusieran a hacer sus necesidades (como si una criatura de cinco años, que
    duerme profundamente, como un ángel, tuviera que saber, a esa edad, pedir esas
    cosas); además, le embadurnaban la cara con excrementos y la obligaban a
    comérselos, ¡y era su madre, su propia madre quien la obligaba a hacerlo! ¡Y esa
    madre podía dormir, oyendo los lamentos de la pobre cría, encerrada de noche en un
    lugar tan denigrante! ¿Te imaginas a aquella pobre criatura, incapaz de entender lo
    que le estaba pasando, en aquel sitio miserable, oscuro y frío, dándose golpes con sus
    diminutos puñitos en el pecho maltratado y llorando con lágrimas de sangre, inocentes
    y dóciles, pidiendo al «niño Dios» que la defendiera? ¿Alcanzas a entender tanto
    absurdo, amigo mío y hermano mío, humilde novicio de Dios, puedes comprender
    para qué ha sido creado, quién necesitaba todo ese absurdo? Dicen que sin él no
    podría existir el hombre en la tierra, pues no conocería el bien y el mal. ¿Qué falta
    hacía conocer este diabólico bien y este mal, cuando cuestan tan caros? Pues todo el
    mundo del conocimiento no vale lo que esas lágrimas infantiles dirigidas al «niño
    Dios». No voy a hablar de los padecimientos de los enfermos, éstos han comido de la
    manzana y al diablo con ellos… Que el diablo se los lleve a todos, pero ¡éstos, éstos!…
    Te estoy atormentando, Aliosha, pareces un tanto alterado. Lo dejo, si quieres.
    257
    —No te preocupes, yo también quiero atormentarme —balbuceó Aliosha.
    —Otro cuadro más, solo un cuadro más, por curiosidad, y de lo más característico;
    además, lo he leído hace poco en una de esas compilaciones de viejos documentos
    nuestros, no sé si en el Archivo o en Antigüedad, habría que comprobarlo, ya no
    recuerdo dónde lo he leído. Ocurrió en la época más sombría del régimen de
    servidumbre, todavía a principios de siglo, ¡que viva el libertador del pueblo! Había
    entonces, a principios de siglo, un general; era un general con excelentes relaciones y
    un riquísimo propietario, pero de esos que (es verdad que ya entonces, al parecer,
    eran muy pocos), en el momento de retirarse del servicio activo, lo hacían plenamente
    convencidos de que se habían ganado el derecho a decidir sobre la vida y la muerte
    de sus súbditos. Algunos había así por entonces. El caso es que este general vivía en
    su hacienda, con dos mil almas, dándose aires, despreciando a sus modestos vecinos,
    a los que trataba como si vivieran a su costa o fueran bufones suyos. Poseía una
    perrera con centenares de perros y cerca de cien perreros, todos de uniforme, cada
    uno con su caballo. Y he aquí que un día el hijo de unos siervos, un niño de apenas
    ocho años, le tira jugando una piedra al lebrel favorito del general y le lastima una
    pata. «¿Cómo es que renquea mi perro preferido?» Le explican que, por lo visto, un
    chico le ha tirado una piedra y le ha magullado una pata. «Ah, has sido tú», le echa el
    ojo el general. «¡Cogedlo!» Lo cogen, se lo arrebatan a la madre, lo tienen toda la
    noche en una mazmorra, y al día siguiente, de buena mañana, el general se prepara
    para salir de caza, vestido de gala; monta a caballo, rodeado por todos los que viven a
    su costa, por sus perros, perreros, monteros, todos a caballo. Ha reunido a toda la
    servidumbre, para darle un escarmiento, y han puesto en primera fila a la madre del
    chico culpable. Sacan al niño de la mazmorra. Es un día gris de otoño, frío y brumoso,
    un día perfecto para la caza. El general ordena desvestir al niño, lo desnudan por
    completo, el crío se echa a temblar, loco de miedo, no osa rechistar… «¡Que corra!»,
    ordena el general. «¡Corre, corre!», le gritan los perreros, el niño echa a correr…
    «¡Hala! ¡A él!», vocea el general y lanza contra él a toda la jauría de galgos. ¡Los azuzó
    a la vista de la madre, y los perros hicieron pedazos al niño! Al general, por lo visto, lo
    han incapacitado. Bueno… y ¿qué habría que hacer con él? ¿Fusilarlo? ¿Fusilarlo para
    satisfacer nuestro sentido moral? ¡Habla, Alioshka!
    —¡Sí, fusilarlo! —susurró Aliosha, mirando a su hermano con una especie de sonrisa
    pálida y forzada.
    —¡Bravo! —gritó Iván, con cierto entusiasmo—. Si tú lo dices, eso es que… ¡Vaya
    con el monje asceta! ¡Mira qué diablillo anida en tu corazoncito, Alioshka Karamázov!
    —He dicho un disparate, pero…
    —Ahí está: resulta que hay un pero… —exclamó Iván—. Debes saber, novicio, que
    los disparates son imprescindibles en este mundo. El mundo reposa sobre disparates,
    y es muy posible que sin ellos no ocurriera nunca nada. ¡Sabemos lo que sabemos!





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    Mensaje por Maria Lua Vie 11 Oct 2024, 08:16

    ***

    —¿Qué sabes tú?
    —Yo no entiendo nada —prosiguió Iván, como en un delirio—, y ahora tampoco
    quiero entender nada. Quiero atenerme a los hechos. Hace ya tiempo que renuncié a
    entender. Si intento entender alguna cosa, enseguida distorsiono los hechos, y he
    decidido atenerme a los hechos…
    —¿Por qué me pones a prueba? —exclamó afligido Aliosha, con un desgarro—.
    ¿Me lo vas a decir de una vez?
    —Claro que te lo voy a decir, precisamente a eso iba. Te tengo mucho aprecio, no
    quiero soltarte y no voy a cederte a tu Zosima. —Iván estuvo como un minuto callado;
    de repente, se le puso una cara muy triste—. Escucha: me he referido exclusivamente a
    los niños para que resultara más evidente. De las otras lágrimas del hombre que han
    empapado la tierra, desde la corteza hasta el centro, no voy a decir una palabra; he
    preferido acotar mi tema. Yo soy una chinche y me declaro, con toda humildad,
    profundamente incapaz de comprender con qué objetivo se han organizado así las
    cosas. Los hombres, ya se sabe, son culpables: se les dio el paraíso, ellos optaron por
    la libertad y robaron el fuego de los cielos, sabiendo positivamente que serían
    desgraciados; en definitiva, no hay razón para tenerles lástima. Ah, para una
    mentalidad tan lamentable como la mía, terrenal y euclidiana, lo único seguro es que
    el dolor existe, y que no hay culpables, que una cosa se sigue de otra de una manera
    directa y sencilla, que todo fluye y se equilibra, pero esto no es más que un delirio
    euclidiano, ya lo sé, y ¡no puedo estar de acuerdo en vivir en función de ese delirio! ¿A
    mí qué me importa que no haya culpables y que yo sea consciente? Lo que yo
    necesito es que haya un castigo, si no, acabaré por destruirme. Y que el castigo no se
    produzca en el infinito, a saber dónde, a saber cuándo, sino aquí, en la tierra, y que
    pueda verlo personalmente. He tenido fe, quiero ver por mí mismo, y, si para entonces
    yo ya he muerto, que me resuciten, pues si todo eso ocurre sin mí será un agravio
    excesivo. No he sufrido yo para abonar con mis malas acciones y mis padecimientos
    una futura armonía ajena. Quiero ver con mis propios ojos cómo la cierva yace con el
    león y cómo el degollado se levanta y abraza a su asesino. Quiero estar aquí cuando
    todos, de pronto, descubran qué sentido ha tenido todo esto. Ese deseo está en la
    base de todas las religiones de la tierra, y yo tengo fe. Y, sin embargo, ya lo ves, ahí
    están los niños: ¿qué hago entonces con ellos? Es un problema que no puedo resolver.
    Lo repito por centésima vez: hay gran cantidad de problemas, pero me he limitado al
    de los niños porque en él se refleja con toda claridad lo que quiero decir. Escucha: si
    todos tenemos que sufrir para comprar con nuestro sufrimiento la armonía eterna,
    ¿qué tienen que ver aquí los niños? ¿Podrías explicármelo? No hay forma de entender
    por qué tienen que sufrir también ellos, por qué les toca contribuir a la armonía con
    sus padecimientos. ¿Por qué tienen que servir de materia con la que abonar la futura
    armonía de no se sabe quién?



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    Mensaje por Maria Lua Vie 11 Oct 2024, 08:17

    ***
    Puedo entender la solidaridad de los hombres en el
    259
    pecado, entiendo también la solidaridad en el castigo, pero en el caso de los niños no
    puede haber solidaridad en el pecado, y si la verdad estriba en que ellos son, de
    hecho, solidarios con las fechorías de sus padres, esa verdad, indudablemente, no es
    de este mundo y a mí me resulta incomprensible. Seguro que a algún guasón se le
    ocurre decir que el niño va a crecer de todos modos y que ya tendrá tiempo para
    pecar, pero resulta que aquel niño no creció: a los ocho años lo despedazaron los
    perros. ¡Oh, Aliosha, yo no blasfemo! Entiendo muy bien cómo será la conmoción
    universal cuando todas las criaturas en el cielo y en las entrañas de la tierra se fundan
    en un solo cántico de alabanza y todo cuanto viva o haya vivido pregone: «¡Justo eres,
    Señor, pues se han abierto tus caminos!». Cuando la madre se abrace al torturador que
    ha hecho que los perros despedacen a su hijo, y los tres proclamen con lágrimas en los
    ojos: «¡Justo eres, Señor!». Entonces, naturalmente, se alcanzará la cumbre del
    conocimiento y todo quedará explicado. Pero ahí está el problema, es eso mismo lo
    que no puedo aceptar. Y, mientras esté en la tierra, Aliosha, me apresuro a tomar mis
    medidas. Verás, Aliosha, es posible que, en efecto, si vivo hasta que llegue ese
    momento, o si resucito para verlo, al contemplar a la madre abrazada al verdugo de su
    hijo, proclame con todos los demás: «¡Justo eres, Señor!». Pero es que yo no quiero
    proclamarlo. Mientras me quede tiempo, procuraré mantenerme al margen,
    renunciando por completo a la suprema armonía. No vale siquiera esa armonía lo que
    el llanto de aquella sola niña maltratada que se daba golpes en el pecho y, en su
    hediondo encierro, rogaba al «niño Dios» con lágrimas para las que no cabe perdón.
    No lo vale, porque esas lágrimas no han sido expiadas. Tienen que ser expiadas, de
    otro modo, tampoco puede haber armonía. Pero ¿cómo podría uno expiarlas? ¿Acaso
    es posible? ¿Acaso sabiendo que serán vengadas? Pero ¿de qué me sirve a mí la
    venganza, de qué el infierno para los verdugos? ¿Qué puede corregir el infierno si esos
    niños ya han sido torturados? Y ¿qué armonía es ésa si existe el infierno? Yo lo que
    quiero es perdonar, lo que quiero es abrazar; no quiero que nadie siga sufriendo. Y, si
    los sufrimientos de los niños han servido para completar la suma de sufrimientos
    necesaria para comprar la verdad, yo afirmo de antemano que esa verdad no vale un
    precio semejante. ¡No quiero, en fin, que la madre abrace al verdugo que ha hecho
    que los perros destrocen a su hijo! ¡Que no se atreva a perdonarlo! Si quiere, que le
    perdone al torturador su propio sufrimiento, su inconmensurable dolor de madre, pero
    no tiene derecho a perdonar los padecimientos del hijo despedazado, ¡que no se
    atreva a perdonárselos al verdugo, por más que el pobre crío se los perdone!




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    Mensaje por Maria Lua Vie 11 Oct 2024, 08:18

    ***

    ! Y, si eso
    es así, si las víctimas no deben atreverse a perdonar, ¿dónde está la armonía? ¿Hay en
    el mundo un ser capaz de perdonar y que tenga derecho a hacerlo? No quiero esa
    armonía; por amor a la humanidad, no la quiero. Prefiero que los sufrimientos no
    reciban castigo. Más vale que mi propio dolor no se vea vengado, que mi indignación
    no obtenga respuesta, aunque yo no tenga razón. Muy caro le han puesto el precio a
    260
    la armonía, la entrada no está al alcance de nuestro bolsillo. En vista de lo cual, me
    apresuro a devolver mi billete de entrada. Y, a poco que sea yo un hombre honrado,
    mi obligación es devolverlo cuanto antes. Eso es lo que pienso hacer. No es que no
    acepte a Dios, Aliosha, me limito a devolverle el billete con todo respeto.
    —Es una rebelión —dijo Aliosha en voz baja, mirando al suelo.
    —¿Una rebelión? Preferiría no haberte oído esa palabra —dijo Iván con fervor—.
    Difícilmente se puede vivir en rebelión, y yo quiero vivir. Dime sin rodeos, quiero me
    respondas con toda franqueza: imagínate que tienes que levantar el edificio del
    destino humano, con la intención última de hacer feliz al hombre, proporcionándole, al
    fin, paz y sosiego; pero para eso tendrías que torturar, inevitable e inexcusablemente,
    a una sola de esas criaturitas, pongamos por caso, a esa niña pequeña que se daba
    golpes de pecho, y erigir ese edificio sobre sus lágrimas no vindicadas. En esas
    condiciones, ¿estarías dispuesto a ser el arquitecto? ¡Responde y no mientas!
    —No, no estaría dispuesto —dijo Aliosha en voz baja.
    —¿Y puedes admitir la idea de que la gente para la que construyes el edificio
    consintiera alcanzar la felicidad a costa de la intolerable sangre de la pequeña
    martirizada y viviera después feliz por los siglos de los siglos?
    —No, no puedo admitirla. Hermano —dijo repentinamente Aliosha, con los ojos
    brillantes—, te preguntabas hace un momento si habrá en todo el mundo un ser que
    pueda perdonar y tenga derecho a hacerlo. Pues ese ser existe, y puede perdonarlo
    todo y perdonárselo todo a todos, porque ha dado su sangre inocente por todos y por
    todo. Tú te has olvidado de Él, pero es sobre Él, precisamente, sobre quien se sostiene
    el edificio, y ante Él proclamarán: «¡Justo eres, Señor, pues se han abierto tus
    caminos!».
    —¡Ah, el «único sin pecado» y su sangre! No, no me he olvidado de Él; al contrario,
    me extrañaba que tardaras tanto en mencionarlo, porque en cualquier discusión,
    habitualmente, los tuyos enseguida lo traen a colación. ¿Sabes una cosa, Aliosha? Te
    vas a reír, pero hará cosa de un año compuse un poema. Si puedes perder unos diez
    minutos más conmigo, ¿te gustaría que te lo contara?
    —¿Que has escrito un poema?
    —Oh, no, no lo he escrito —Iván se echó a reír—, y el caso es que tampoco he
    compuesto un par de versos en toda mi vida. Pero he concebido ese poema y puedo
    recordarlo. Lo concebí con pasión. Tú serás mi primer lector, o sea, mi primer oyente.
    Así es, ¿cómo iba a dejar escapar el autor a un solo oyente? —Iván se sonrió—. ¿Te lo
    cuento o no?
    —Soy todo oídos —contestó Aliosha.
    —Mi poema se titula El gran inquisidor; es una cosa disparatada, pero me apetece
    que lo conozcas.



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    Mensaje por Maria Lua Vie 11 Oct 2024, 08:19

    ***
    V. El gran inquisidor



    —Tampoco aquí puedo pasarme sin un prólogo, quiero decir sin un prólogo literario,
    ¡uf! —se rió Iván—; ¡valiente autor estoy hecho! Verás, la acción transcurre en el siglo
    XVI, y en esa época, aunque eso tú ya debes saberlo de la escuela, era costumbre que
    intervinieran fuerzas sobrenaturales en las obras poéticas. Y no hablo ya de Dante. En
    Francia, los amanuenses de los tribunales, así como los monjes en los monasterios,
    daban verdaderas representaciones en las que sacaban a escena a la Virgen, a los
    ángeles, a los santos, a Jesucristo y al mismísimo Dios. Entonces había mucha
    ingenuidad en todo eso. En Nuestra Señora de París, de Victor Hugo, en tiempos de
    Luis XI, con ocasión del nacimiento del delfín de Francia, se le ofrece al público en la
    sala del Ayuntamiento una representación edificante y gratuita con el título de Le bon
    jugement de la très sainte et gracieuse Vierge Marie, en la que la propia Virgen
    aparece en persona y pronuncia su bon jugement. Entre nosotros, en Moscú, antes de
    Pedro, también se ofrecían de vez en cuando obras cuasidramáticas de ese tenor, en
    particular del Antiguo Testamento; pero, aparte de las representaciones dramáticas, en
    esos tiempos circulaban por todo el mundo numerosos relatos y «baladas» en los que
    intervenían, según las necesidades, santos, ángeles y todas las fuerzas celestiales. En
    nuestros monasterios se dedicaban igualmente a traducir, copiar e incluso componer
    poemas de esa clase ya en tiempos de los tártaros. Hay, por ejemplo, un breve poema
    monástico (naturalmente, traducido del griego), Recorrido de la Virgen por los
    tormentos del infierno, con unos cuadros de un atrevimiento comparable a los de
    Dante. La Madre de Dios visita el infierno, y el arcángel Miguel la guía «por los
    tormentos». Ella ve a los pecadores y contempla sus padecimientos. Allí aparece, entre
    otras, una categoría interesantísima de pecadores en un lago ardiente: a quienes se
    hunden en ese lago, de modo que ya no pueden volver a la superficie, «a ésos Dios ya
    los olvida», expresión ésta de extraordinaria fuerza y profundidad. Pues bien, la Madre
    de Dios, conmovida y llorosa, se postra ante el trono divino y solicita el perdón para
    todos cuantos están en el infierno, para todos a los que ha visto allá, sin distinciones.
    Su conversación con Dios es de un interés colosal. Suplica, no ceja, y cuando Dios le
    señala las manos y pies de su hijo, atravesados por clavos y le pregunta: «¿Cómo voy a
    perdonar a sus verdugos?», ella ordena a todos los santos, a todos los mártires, a
    todos los ángeles y arcángeles que caigan de rodillas junto a ella y que rueguen por el
    perdón de todos sin excepción. Finalmente, la Virgen obtiene de Dios una suspensión
    de los tormentos, todos los años, desde el Viernes Santo hasta el día de Pentecostés, y
    desde el infierno los pecadores dan las gracias al Señor, proclamando: «Justo eres,
    262
    Señor, y es justa tu sentencia». Pues mi poemita habría sido por el estilo de haber
    surgido en aquella época. Él aparece en escena; es verdad que no dice nada en el
    poema, se limita a aparecer y pasar de largo. Quince siglos han transcurrido ya desde
    que prometió volver a su reino, desde que su profeta dejó escrito: «Vengo pronto».
    «Pero de aquel día y de la hora nadie sabe, ni aun los ángeles que están en el cielo, ni
    el Hijo, sino el Padre», como Él mismo dijo cuando aún estaba en la tierra. No
    obstante, la humanidad lo espera con la misma fe de antaño y con el mismo afecto de
    antaño. Oh, incluso con mayor fe, pues ya han pasado quince siglos desde que
    cesaron las garantías que el hombre recibía del cielo:




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    Mensaje por Maria Lua Vie 11 Oct 2024, 08:20

    ***
    Confía en lo que el corazón te diga.
    No hay garantías de los cielos.
    »¡Y solo quedaba la fe en lo que hubiera dicho el corazón! Es cierto que entonces
    abundaban los milagros. Había santos que obraban curaciones milagrosas; a algunos
    justos, según consta en los relatos de sus vidas, se les aparecía la mismísima Reina de
    los Cielos. Pero el diablo no duerme, y entre los hombres cundió la duda acerca de la
    autenticidad de tales milagros. Justamente entonces apareció en el norte, en
    Alemania, una nueva y terrible herejía. Una inmensa estrella, “ardiendo como una
    estrella” (es decir, la Iglesia), cayó “en las fuentes de las aguas”, que “fueron hechas
    amargas”. Estas herejías, de manera blasfema, empezaron a negar los milagros. Pero,
    por eso mismo, quienes se mantienen fieles creen con más fervor. Las lágrimas de la
    humanidad siguen elevándose hacia Él como antes, lo esperan, lo aman, confían en Él,
    ansían padecer y morir por Él, igual que antes. Tantos siglos imploró la humanidad con
    fe y con pasión: “Oh, Señor, ven a nosotros”; tantos siglos lo estuvo invocando, para
    que Él, en su infinita compasión, quisiera descender junto a los suplicantes. Ya había
    descendido, ya había visitado con anterioridad a algunos justos, mártires y santos
    anacoretas estando aún en la tierra, tal y como está escrito en los relatos de sus vidas.
    Entre nosotros, Tiútchev, profundamente convencido de la veracidad de sus propias
    palabras, ha proclamado:
    Abrumado por el peso de la cruz,
    de punta a punta, mi querida tierra,
    como un simple esclavo, el Rey de los Cielos
    te ha recorrido bendiciéndote.
    »Algo que ha ocurrido indefectiblemente, te lo digo yo. He aquí que Él deseó
    mostrarse aunque solo fuera un momento al pueblo, a ese pueblo atormentado,
    sufriente, que peca de un modo hediondo pero que lo ama con un amor de niño. La
    acción de mi poema tiene lugar en España, en Sevilla, en los tiempos más atroces de la
    Inquisición, cuando en el país ardían a diario las hogueras para glorificar a Dios y
    en grandiosos autos de fe
    quemaban a los pérfidos herejes.

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    Mensaje por Maria Lua Vie 11 Oct 2024, 08:21

    ***

    »Naturalmente, no fue ése su prometido descenso a la tierra, tal y como se presentará
    en el fin de los tiempos, con toda su gloria celestial, de forma repentina, “como el
    relámpago sale del oriente y resplandece hasta el occidente”. No, solo quiso visitar
    brevemente a sus hijos, precisamente allí donde crepitaban las hogueras de los
    herejes. Por su misericordia infinita, caminó una vez más entre las gentes, en la misma
    forma humana que había tenido cuando habitó durante tres años en medio de los
    hombres, quince siglos antes. Desciende a las “tórridas callejas” de la ciudad
    meridional, precisamente allí donde la misma víspera, en “un grandioso auto de fe”,
    en presencia del rey, de la corte, de caballeros, de cardenales y de hermosísimas
    cortesanas, delante de la numerosa población de toda Sevilla, el cardenal y gran
    inquisidor había hecho quemar a cerca de un centenar de herejes ad majorem gloriam
    Dei. Aparece en silencio, discretamente, pero todos, por raro que parezca, lo
    reconocen. Éste podría ser uno de los mejores pasajes del poema; quiero decir, por
    qué, precisamente, lo reconocen. La gente, arrastrada por una fuerza invencible, se
    dirige hacia Él, lo rodea, se apelotona a su alrededor, lo sigue. Él avanza en silencio
    entre la multitud, con una sonrisa callada de infinita compasión. Arde en su corazón el
    sol del amor, brotan de sus ojos los rayos de la Luz, de la Iluminación y de la Fuerza y,
    derramándose sobre los hombres, despierta en sus corazones un amor recíproco.
    Tiende los brazos hacia ellos, los bendice y, al contacto con Él, incluso con sus
    vestiduras, surge una fuerza que da salud. Un anciano, ciego desde la infancia, grita en
    medio de la multitud: “Cúrame, Señor, y así podré verte”, y de pronto se le caen una
    especie de escamas de los ojos, y el ciego ve al Señor. El pueblo llora y besa la tierra
    que pisa. Los niños arrojan flores a su paso, proclaman y cantan: “¡Hosanna!”. “Es Él,
    es Él —repite todo el mundo—, tiene que ser Él, no puede ser otro.” Se detiene en el
    atrio de la catedral de Sevilla justo en el momento en que introducen en el templo,
    entre llantos, un pequeño ataúd blanco, abierto: descansa en él una niña de siete años,
    hija única de un ciudadano ilustre. La criatura muerta está cubierta de flores. “Él
    resucitará a tu hija”, grita una voz entre la muchedumbre a la madre que llora. El deán
    del cabildo catedralicio, que ha salido al encuentro del féretro, mira perplejo y frunce
    el ceño. Pero de pronto resuena el lamento de la madre de la niña muerta. La mujer se
    arroja a los pies del Señor: “¡Si eres Tú, resucita a mi hija!”, exclama, tendiendo los
    brazos hacia Él. El cortejo se detiene, depositan el féretro en el suelo del atrio, a sus
    pies. Él mira con compasión, y sus labios, dulcemente, vuelven a ordenar: “Talitá kum,
    que quiere decir: Muchacha, a ti te digo, levántate”. La muchacha se incorpora en el
    féretro, se sienta y mira sonriente, con los ojos muy abiertos por la sorpresa. Tiene en
    las manos el ramillete de rosas blancas con el que yacía en el ataúd. La gente está
    emocionada, hay gritos y llantos; y en ese mismo instante cruza la plaza de la catedral
    el mismísimo cardenal, el gran inquisidor.


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    Mensaje por Maria Lua Vie 11 Oct 2024, 08:22

    ***

    Es un anciano de casi noventa años, alto y
    erguido, de rostro enjuto, con los ojos hundidos, pero en los que aún brilla como una
    264
    chispa de fuego. Oh, no viste sus espléndidos ropajes cardenalicios, con los que ayer
    se pavoneaba ante el pueblo mientras quemaban a los enemigos de la fe romana; no,
    en estos momentos no lleva más que su viejo y tosco hábito monástico. A una
    distancia prudencial lo siguen sus siniestros auxiliares y siervos, así como la guardia
    “sagrada”. Se detiene delante de la multitud y la observa desde lejos. Lo ha visto
    todo, ha visto cómo ponían el ataúd a sus pies, ha visto cómo resucitaba a la doncella,
    y la expresión se le ha ensombrecido. Frunce sus pobladas cejas encanecidas, y su
    mirada resplandece con un fuego siniestro. Extiende el dedo índice y ordena a sus
    guardias que lo prendan. Y es tanta su fuerza, hasta tal punto tiene al pueblo
    adoctrinado, sometido y habituado a obedecer temblando sus órdenes que la
    muchedumbre de inmediato abre paso a los guardias, y éstos, en medio del silencio
    sepulcral que se ha hecho de repente, lo detienen y se lo llevan. En un abrir y cerrar de
    ojos, la multitud, como un solo hombre, inclina la cabeza hasta el suelo ante el anciano
    inquisidor, el cual, sin decir una palabra, bendice al pueblo y sigue su camino. La
    guardia conduce al prisionero a una mazmorra abovedada, angosta y tenebrosa, en el
    viejo caserón del Santo Oficio, y allí lo dejan encerrado. Pasa el día, cae la oscura,
    sofocante y “mortecina” noche sevillana. El aire “huele a laurel y a limonero”. En
    medio de las profundas tinieblas, se abre la puerta de hierro de la mazmorra y el gran
    inquisidor en persona entra lentamente con un candil en la mano. Está solo; a su
    espalda la puerta se cierra de inmediato. Se detiene cerca del umbral y se queda
    mucho tiempo, un minuto, quizá dos, contemplando el rostro del preso. Por fin, se
    acerca con paso quedo, deja el candil en la mesa y le dice: “¿Eres Tú? ¿Tú? —Pero, sin
    recibir respuesta, añade enseguida—: No contestes, guarda silencio. Además, ¿qué
    podrías decir? De sobra sé lo que dirías. No tienes derecho a añadir nada a lo que ya
    has dicho antes. ¿Por qué has venido a estorbarnos? Porque Tú has venido a
    estorbarnos, y también lo sabes. Pero ¿acaso sabes lo que ocurrirá mañana? Yo no sé
    quién eres ni quiero saberlo, si en verdad eres Tú o solo una apariencia suya, pero
    mañana te condenaré y te haré quemar en la hoguera, como al más vil de los herejes, y
    bastará un solo gesto mío para que el mismo pueblo que hoy te ha besado los pies
    mañana se lance a avivar las brasas de tu hoguera, ¿lo sabes? Sí, puede que lo sepas”,
    añadió, profundamente caviloso, sin apartar un instante la mirada de su prisionero.
    —No acabo de entender, Iván, qué significa todo esto —sonrió Aliosha, que
    llevaba todo ese tiempo escuchando en silencio—: ¿se trata, simplemente, de una
    fantasía sin límites, o de algún error del viejo, de un imposible qui pro quo?




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    Mensaje por Maria Lua Vie 11 Oct 2024, 08:23

    ***
    —Admite aunque sea esto último —se echó a reír Iván—, si es que el realismo
    contemporáneo te ha estragado el gusto y ya no puedes tolerar nada fantástico.
    ¿Prefieres que sea un qui pro quo? Pues muy bien. Es verdad —volvió a reírse—, el
    viejo tiene noventa años, hace ya tiempo que podía haber perdido el juicio dándole
    vueltas a su idea. El prisionero, además, podía haberlo impresionado vivamente por su
    265
    aspecto. Podía tratarse, en fin, de una alucinación, del delirio de un anciano de
    noventa años a las puertas de la muerte, excitado, además, por el auto de fe de la
    víspera, con sus cien herejes quemados. Pero ¿qué más nos da, a ti y a mí, que sea un
    qui pro quo o una fantasía sin límites? La cuestión es que el viejo necesita explicarse,
    que por fin, a sus noventa años, se manifiesta y dice en voz alta todo lo que en
    noventa años ha callado.
    —¿Y el prisionero también calla? ¿Se queda mirándolo sin decir una palabra?
    —En efecto, así tiene que ser de todas todas. —Iván se rió de nuevo—. El viejo lo
    advierte de que no tiene derecho a añadir nada a lo que ya ha dicho antes. Si quieres,
    en eso consiste el rasgo fundamental del catolicismo romano, al menos, a mi entender.
    «Tú le has cedido todo al Papa —vienen a decirle—, así que ahora todo está en manos
    del Papa, mejor no vengas a estorbar, al menos hasta la hora señalada.» No solo
    hablan en ese sentido, sino que incluso escriben de esa manera; por lo menos, es lo
    que hacen los jesuitas. Yo lo he leído en sus teólogos. «¿Tienes derecho acaso a
    revelarnos uno solo de los misterios del mundo del que has venido? —le pregunta mi
    viejo, y él mismo se responde—: No, no tienes derecho a hacerlo, para no añadir nada
    a lo que ya está dicho y para no privar a los hombres de su libertad, una libertad que
    tanto defendiste cuando habitaste entre nosotros. Todo cuanto anunciaras ahora por
    primera vez atentaría contra la libertad de la fe de los hombres, pues se presentaría
    como un milagro; en cambio, entonces, hace mil quinientos años, la libertad de su fe
    era lo más valioso para ti. Fuiste Tú quien repitió entonces con frecuencia: “Quiero
    haceros libres”. Pues bien, ya has visto a esos hombres “libres” —añade de pronto el
    viejo con una sonrisa reflexiva—. Sí, todo esto nos ha salido muy caro —prosigue,
    mirándolo con severidad—, pero al fin hemos terminado esta obra en tu nombre.
    Quince siglos de sufrimiento nos ha costado esa libertad, pero ahora el asunto está
    concluido y zanjado de una vez por todas. ¿No crees que esté zanjado de una vez por
    todas? ¿Me miras con aire sumiso y no me concedes siquiera tu indignación? Pero
    debes saber que ahora, en nuestros días, estos hombres están más seguros que nunca
    de que son enteramente libres, y entretanto ellos mismos nos han traído su libertad y
    la han depositado dócilmente a nuestros pies. Pero eso lo hemos hecho nosotros; ¿es
    ésta la libertad que deseabas?»





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    Mensaje por Maria Lua Vie 11 Oct 2024, 08:23

    ***
    —Tampoco ahora lo entiendo —le interrumpió Aliosha—; ¿acaso ironiza, se burla?
    —De ningún modo. Precisamente está presentando como un mérito suyo y de los
    suyos el hecho de haber triunfado sobre la libertad, y todo con tal de hacer felices a
    los hombres. «Pues solo ahora —se refiere, como es natural, a la Inquisición— se ha
    hecho posible por primera vez pensar en la felicidad del hombre. Los hombres fueron
    creados con una naturaleza rebelde: ¿pueden los rebeldes ser felices? Te habían
    avisado —sigue diciendo—, no te faltaron advertencias e indicaciones, pero no hiciste
    caso de tales advertencias; rechazaste el único camino que conducía a la felicidad de
    266
    los hombres; no obstante, al marcharte, afortunadamente, pusiste tu obra en nuestras
    manos. Lo prometiste, empeñaste en ello tu palabra, nos otorgaste el derecho a atar y
    desatar, y ahora, por descontado, no pienses siquiera en quitarnos ese derecho. ¿Por
    qué has tenido que venir a estorbarnos?»
    —¿Qué quiere decir eso de que no le faltaron advertencias e indicaciones? —
    preguntó Aliosha.
    —Precisamente eso es lo más importante de todo lo que al viejo le toca explicar.
    «Un espíritu tan terrible como inteligente, el espíritu de la autodestrucción y la
    inexistencia —sigue diciendo el viejo—, el gran espíritu habló contigo en el desierto y,
    según dicen los libros, te “tentó”. ¿Es cierto? ¿Podría acaso decirse algo más
    verdadero que aquellas tres preguntas que te formuló, y que tú rechazaste, y que en
    los libros se conocen como “tentaciones”? Y lo cierto es que, si alguna vez se ha
    obrado en la tierra un milagro realmente atronador, fue precisamente aquel día, el día
    de las tres tentaciones. La mera formulación de esas tres preguntas ya era, justamente,
    un milagro. Si fuera posible imaginar, solo a modo de prueba y de ejemplo, que esas
    tres preguntas del terrible espíritu se hubieran perdido sin dejar rastro en los libros y
    que fuera preciso restablecerlas, idearlas y componerlas de nuevo para volver a
    introducirlas en esos libros, y que hubiera que reunir con ese fin a todos los sabios de
    la tierra, a gobernantes, prelados, científicos, filósofos y poetas, diciéndoles:
    “Discurrid, formulad tres preguntas, pero han de ser tales que, además de responder a
    la magnitud del acontecimiento, expresen por encima de todo, en tres palabras, en
    solo tres frases humanas, toda la historia futura del mundo y de la humanidad”, ¿crees
    Tú que toda la sabiduría de la tierra, así reunida, podría concebir algo remotamente
    parecido, en fuerza y profundidad, a esas tres preguntas que de hecho te formuló
    entonces, en el desierto, el poderoso e inteligente espíritu? Solo por esas preguntas,
    por el simple milagro de su formulación, se comprende que no se trata de una
    inteligencia humana corriente, sino de una inteligencia eterna y absoluta. Pues en esas
    tres preguntas está como englobada y profetizada toda la historia sucesiva del hombre
    y en ellas se presentan los tres modelos a los que se reducen todas las irresolubles
    contradicciones históricas de la naturaleza humana en la tierra. Entonces eso no podía
    resultar tan evidente, ya que se desconocía el futuro; pero ahora, quince siglos más
    tarde, vemos cómo en esas tres preguntas está todo previsto y profetizado, y se han
    justificado hasta tal punto que es imposible añadirles ni quitarles nada.






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    Mensaje por Maria Lua Vie 11 Oct 2024, 08:24

    ***
    »Así pues, Tú decides quién tenía razón: ¿Tú o aquel que entonces te interrogó?
    Recuerda la primera pregunta; si no era así literalmente, su sentido era éste: “Tú
    pretendes ir al mundo, y vas con las manos vacías, con una vaga promesa de libertad:
    una libertad que ellos, en su simplicidad y en su arbitrariedad innata, son incapaces de
    concebir siquiera; una libertad que temen y que les asusta, pues nunca ha habido para
    el hombre y para la sociedad humana nada más insoportable que la libertad. ¿Ves esas
    267
    piedras del desierto árido y ardiente? Transfórmalas en panes y la humanidad correrá
    detrás de ti como un rebaño, agradecido y dócil, aunque siempre estará temblando de
    miedo ante la posibilidad de que retires tu mano y los dejes sin pan”. Pero tú no
    quisiste privar al hombre de libertad y rechazaste la propuesta, pues ¿qué libertad
    puede haber, debiste pensar, si la obediencia se compra con pan? Replicaste que no
    solo de pan vive el hombre, pero has de saber que en nombre de ese pan terrenal se
    rebelará contra ti el espíritu de la tierra, luchará y te derrotará, y todos lo seguirán,
    proclamando: “¿Quién es semejante a la bestia, que nos ha dado el fuego del cielo?”.
    Has de saber que pasarán los siglos y la humanidad proclamará, por boca de la
    sabiduría y de la ciencia, que no existe el crimen ni, por tanto, tampoco el pecado,
    sino que existen solo los hambrientos. “¡Dales de comer, y pregúntales entonces por
    sus virtudes!”; eso escribirán en la bandera que levantarán contra ti y que agitarán para
    destruir tu templo. Un nuevo edificio se alzará allí donde estaba tu templo, la horrible
    torre de Babel volverá a edificarse, y aunque tampoco ésta se vea culminada, como
    ocurrió con la primera, tú siempre habrías podido evitar la construcción de esta nueva
    torre y acortar en mil años los sufrimientos de los hombres, pues solo acudirán a
    nosotros, ¡después de haber padecido mil años con su torre! Vendrán otra vez a
    buscarnos bajo la superficie de la tierra, en catacumbas, donde estaremos ocultos,
    porque seremos nuevamente perseguidos y martirizados, y, al encontrarnos, nos
    implorarán: “¡Dadnos de comer, porque aquellos que nos habían prometido el fuego
    del cielo no nos lo han traído!”. Y entonces acabaremos de edificar su torre, pues
    culminarán la construcción quienes den de comer, y solo nosotros daremos de comer
    en tu nombre, y mentiremos al decir que lo hacemos en tu nombre. ¡Oh, nunca, nunca,
    podrán alimentarse sin nosotros! Ninguna ciencia les proporcionará pan mientras sigan
    siendo libres, pero al final depositarán su libertad a nuestros pies, diciéndonos: “Es
    preferible que nos hagáis vuestros esclavos, pero dadnos de comer”. Al fin
    comprenderán que son incompatibles la libertad y el pan terrenal en abundancia para
    todos, pues nunca, nunca serán capaces de repartirlo entre ellos. Se convencerán
    también de que jamás podrán ser libres, pues son débiles, depravados, mezquinos y
    rebeldes. Tú les prometiste el pan celestial, pero, vuelvo a repetir, ¿puede acaso, a los
    ojos de la débil tribu humana, siempre depravada y siempre ingrata, compararse con el
    pan de la tierra? Y, aun admitiendo que te siguieran, en nombre de ese pan celestial,
    miles y decenas de miles de seres humanos, ¿qué sería de los millones y decenas de
    miles de millones que son incapaces de prescindir del pan terrenal a cambio del
    celestial? ¿O es que reservas tu amor para las decenas de miles de individuos fuertes y
    poderosos, mientras que los demás, que son millones, que son incontables como las
    arenas del desierto, que te aman, a pesar de ser débiles, solo han de servir como
    material para los grandes y los fuertes?




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    Mensaje por Maria Lua Vie 11 Oct 2024, 08:25

    ***
    No, para nosotros también los débiles son
    dignos de amor. Son depravados y rebeldes, pero al final también ellos se tornarán
    268
    sumisos. Se quedarán asombrados y nos tendrán por dioses, porque, poniéndonos al
    frente de ellos, habremos aceptado cargar con su libertad y reinar sobre ellos: ¡así de
    espantosa les resultará, al final, la idea de ser libres! Pero les diremos que somos tus
    discípulos y que reinamos en tu nombre. Una vez más, los estaremos engañando, pues
    a ti ya no te dejaremos acercarte. Esa impostura será nuestro tormento, ya que nos
    habremos visto obligados a mentir. Ése es el sentido de aquella primera pregunta del
    desierto, aquella que Tú rechazaste en nombre de la libertad, que situaste por encima
    de todo. Lo cierto es que en esa pregunta se encerraba el gran secreto de este
    mundo. De haber aceptado “los panes”, habrías respondido a esa angustiosa
    pregunta, eterna y universal, de los hombres, lo mismo tomados de uno en uno que
    tomados en su conjunto: “¿Ante quién inclinarse?”. Para el hombre no hay
    preocupación más constante y penosa que la de descubrir lo antes posible, apenas
    alcanzada la libertad, ante quién inclinarse. Mas lo que busca el hombre es doblegarse
    ante algo que sea indiscutible, tan indiscutible que todos los hombres accedan a
    reverenciarlo con unanimidad. Pues todo el afán de estas criaturas deplorables no
    consiste ya en encontrar algo ante lo que tal o cual individuo pueda doblegarse, sino
    en dar con aquello en lo que todos crean y todos reverencien, todos a una,
    necesariamente. Y esa necesidad de comunión en la sumisión constituye el mayor
    tormento de cada individuo, así como de la humanidad en su conjunto, desde el
    origen de los tiempos. Por culpa de esa sumisión colectiva, los hombres se han
    exterminado con la espada. Han creado a los dioses y se han desafiado, diciendo:
    “¡Renunciad a vuestros dioses y acudid a adorar a los nuestros, si no queréis la muerte
    para vosotros mismos y para los dioses vuestros!”. Y así seguirá siendo hasta el fin del
    mundo: incluso cuando los dioses hayan desaparecido, los hombres seguirán
    postrándose ante ídolos. Tú conocías, no podías dejar de conocer este secreto
    fundamental de la naturaleza humana, pero rechazaste la única bandera infalible que
    se te había ofrecido para obligar a todo el mundo a inclinarse ante ti sin discusión: la
    bandera del pan terrenal, que rechazaste en nombre de la libertad y del pan celestial.
    Fíjate en lo que has hecho después. ¡Y siempre en nombre de la libertad! Te repito
    que no hay para el hombre preocupación más espantosa que la de encontrar a alguien
    a quien entregar, cuanto antes, el don de la libertad con el que nace este ser
    desdichado. Pero solo quien tranquiliza su conciencia consigue dominar la libertad de
    los hombres. Con el pan se ponía en tus manos una bandera infalible: si le das pan a
    un hombre, se inclinará ante ti, pues nada hay más infalible que el pan; pero, si alguien
    se apodera de la conciencia de ese hombre, éste despreciará tu pan e irá detrás de
    aquel que ha seducido su conciencia. En eso tenías razón. Y es que el misterio de la
    existencia humana no consiste únicamente en vivir, sino en saber para qué se vive. Sin
    una idea precisa del sentido de su vida, el hombre no quiere vivir y prefiere matarse
    antes que seguir en la tierra, por mucho que nade en la abundancia.





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