Aires de Libertad

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    Mensaje por Maria Lua Mar 17 Dic 2024, 08:51

    ***


    El secretario se acercó a él rápidamente. Aliosha se puso en pie de un salto y
    empezó a gritar: «Está enfermo, no le crean, ¡sufre un delírium trémens!». Katerina
    Ivánovna se levantó precipitadamente e, inmóvil por el espanto, miraba a Iván
    Fiódorovich. Mitia se estiró y con una sonrisa torcida y salvaje miraba y escuchaba
    ansioso a su hermano.
    —¡Tranquilícense! No estoy loco, ¡solo soy un asesino! —Iván volvió a empezar—.
    No hay que pedirle elocuencia a un asesino… —añadió a saber por qué y se echó a
    reír descompuesto.
    El fiscal se inclinó sobre el presidente visiblemente confuso. Los miembros del
    tribunal cuchicheaban agitados. Fetiukóvich era todo oídos. La sala aguardaba
    pasmada. El presidente se recobró.
    —Testigo, sus palabras son ininteligibles e inadmisibles aquí. Tranquilícese si
    puede y cuéntenos… si de verdad tiene algo que contarnos. ¿Cómo puede corroborar
    esa confesión?… Si es que no está delirando.
    —Ése es el caso, que no tengo testigos. El perro de Smerdiakov no os va a enviar
    una declaración desde el otro mundo… en un sobre. Les gustaría tener más sobres,
    pero con uno es suficiente. No tengo testigos… Excepto puede que uno —sonrió
    pensativo.
    —¿Quién es su testigo?
    —Tiene rabo, señoría, ¡no será adecuado! Le diable n’existe point! No le hagáis
    caso, es un diablo malillo, insignificante —añadió, dejando de reír y en tono
    semiconfidencial—, seguro que está por aquí, ahí debajo de la mesa con las pruebas
    materiales, ¿qué mejor sitio para él? ¿Lo ven? Escúchenme, yo le dije: no quiero
    callarme, pero él decía algo de un cataclismo geológico… ¡tonterías! En fin, liberad al
    monstruo… Ha entonado un himno, ha sido porque se siente bien. Es igual que el
    borracho canalla desentonando «Vanka se ha ido a Píter» y por dos segundos de
    alegría habría dado un cuatrillón de cuatrillones. ¡Ustedes no me conocen! ¡Qué
    absurdo es todo esto que tienen aquí! ¡Llevadme a mí en su lugar! Para algo he
    venido, ¿no? ¿Por qué, por qué todo, sea lo que sea, es tan absurdo?…
    Y de nuevo empezó a contemplar la sala lentamente, como si estuviera
    reflexionando. Pero ya todo el mundo estaba alterado. Aliosha se disponía a correr
    hacia él, pero el secretario judicial ya estaba sujetando a Iván Fiódorovich del brazo.
    —¿Qué es todo esto? —gritó contemplando fijamente la cara del secretario y, de
    pronto, tras agarrarle por los hombros, le tiró con rabia al suelo. La guardia llegó a
    tiempo, le sujetaron y él soltó un lamento frenético. Y, mientras se lo llevaban, se
    lamentaba y gritaba cosas incoherentes.
    Hubo un gran alboroto. No lo iré recordando por orden, pues yo mismo estaba
    alterado y no pude seguirlo todo. Solo sé que después, cuando ya regresó la calma y
    todos comprendimos qué había ocurrido, al secretario judicial le cayó una reprimenda,
    aunque éste argumentó a la autoridad que el testigo había estado bien todo el rato,
    que le había visto un médico una hora antes, cuando le dio un ligero mareo, pero que
    antes de entrar en la sala hablaba con coherencia, así que había sido imposible
    predecir nada, y que él, además, había insistido en que quería testificar. Y antes de
    llegar siquiera a tranquilizarnos un poco y a recuperarnos de esta escena, se
    desencadenó otra: Katerina Ivánovna se volvió histérica. Se echó a llorar entre aullidos,
    pero no quería irse, se soltaba, suplicaba que no se la llevaran y, de pronto, le gritó al
    presidente:
    —Tengo que prestar un nuevo testimonio, inmediatamente… ¡inmediatamente! Ahí
    tiene ese papel, una carta… ¡tenga! ¡Léala deprisa, deprisa! Es una carta de ese
    monstruo, ¡de ése, de ése! —Señalaba a Mitia—. Él mató a su padre, ya lo verá,
    ¡escribe cómo iba a matar a su padre! Y el otro está enfermo, enfermo, ¡sufre un
    delírium trémens! Lleva así tres días.
    Gritaba fuera de sí. El secretario cogió el papel que ella le tendía al presidente.
    Katerina Ivánovna se derrumbó en la silla y en silencio, convulsivamente, empezó a
    sollozar temblando y ahogando el más mínimo gemido por temor a que la echaran de
    la sala. El papel que había entregado era la carta de Mitia desde la taberna Ciudad
    Capital, que Iván Fiódorovich había calificado de documento de importancia
    «matemática». ¡Ay!, precisamente la aceptaron con exactitud matemática y de no
    haber sido por esa carta quizá Mitia no habría caído o, al menos, no con tanto horror.
    Repito que fue difícil seguir los detalles. Todavía ahora se me aparece como un
    tumulto. Probablemente el presidente informó del nuevo documento al tribunal, al
    fiscal, al abogado defensor y al jurado. Solo recuerdo que empezaron a preguntar a la
    testigo. A la pregunta de si se había tranquilizado, que le dirigió suavemente el
    presidente, Katerina Ivánovna respondió precipitadamente:
    —¡Estoy lista, estoy lista! Estoy en condiciones de responderles —añadió después,
    por lo visto seguía temiendo que no la escucharan. Le pidieron que explicara más
    detalladamente qué carta era ésa y en qué condiciones la había recibido—. La recibí la
    víspera del crimen y él la había escrito un día antes en la taberna, por lo tanto dos días
    antes del crimen, fíjense, ¡está escrita en una cuenta! —gritó quedándose sin
    respiración—. Por entonces él me odiaba porque se había comportado como un
    canalla y se había ido tras esa mala criatura… y porque además me debía esos tres
    mil… Sí, se sentía agraviado por esos tres mil y por su propia mezquindad. Esto es lo
    que ocurrió con los tres mil rublos, les pido, les suplico que me escuchen: tres semanas
    antes de matar a su padre, vino a verme una mañana. Sabía que necesitaba dinero y
    sabía para qué, sí, precisamente para seducir a esa mujerzuela y llevársela con él. Sabía
    que me había traicionado y que quería dejarme, y yo, yo misma le di entonces el
    dinero, yo misma se lo ofrecí como si fuera para que se lo enviara a mi hermana a
    Moscú. Mientras se lo entregaba, le miré a la cara y le dije que podía enviarlo cuando

    quisiera, «incluso dentro de un mes». Pero ¿cómo, cómo no pudo comprender lo que
    le estaba diciendo a la cara? «Necesitas el dinero para traicionarme con esa
    mujerzuela, bien, aquí tienes el dinero, yo misma te lo doy, ¡cógelo si es que eres tan
    mezquino como para cogerlo!…» Quería ponerlo a prueba y ¿qué pasó? Que lo cogió,
    sí, lo cogió y se fue y se lo gastó allí con esa mujerzuela, en una sola noche… Pero lo
    comprendió, comprendió que yo lo sabía, les aseguro que entonces comprendió
    también que, al darle el dinero, solo le estaba poniendo a prueba: ¿sería tan mezquino
    como para coger mi dinero? Yo le miraba a los ojos, y él a mí, y lo comprendió, lo
    comprendió y lo cogió, lo cogió ¡y se fue con mi dinero!
    —¡Es verdad, Katia! —Mitia empezó a vociferar—. Te miré a los ojos y comprendí
    que me estabas denigrando pero, aun así, ¡cogí tu dinero! ¡Despreciad a este canalla,
    despreciadle todos! ¡Se lo merece!
    —Acusado —exclamó el presidente—, una palabra más y haré que le expulsen.
    —Ese dinero le atormentaba —continuó Katia con prisa convulsiva—, él quería
    devolvérmelo, es verdad que quería, pero también necesitaba dinero para ésa. Y
    entonces mató a su padre, pero aun así no me devolvió el dinero y se fue con ella a
    esa aldea donde le atraparon. De nuevo a despilfarrar el dinero que le había robado a
    su padre, asesinado. Y un día antes de matar a su padre me escribió esa carta, la
    escribió borracho, ya me di cuenta entonces, la escribió por maldad y sabiendo,
    seguro que lo sabía, que yo nunca se la enseñaría a nadie, incluso si él mataba. O no la
    habría escrito. ¡Sabía que yo no iba a querer vengarme ni destruirle! Pero léanla, léanla
    atentamente. Con más atención, por favor. Y verán que en ella lo describe todo antes
    de tiempo: cómo va a matar a su padre y donde tiene éste el dinero. Miren esa frase;
    no se la pierdan, por favor: «Lo mataré en cuanto Iván se vaya». Es decir, que había
    estado dándole vueltas a cómo hacerlo —le sugirió Katerina Ivánovna al tribunal con
    malévola alegría, venenosa. Estaba claro que había leído la fatídica carta al detalle y
    que había estudiado cada letra—. Si no hubiera estado borracho, no me habría escrito,
    pero miren, ahí está todo escrito de antemano, punto por punto, y así mató después a
    su padre, ¡es todo un plan!
    Hablaba fuera de sí y, claro está, desafiando todas las consecuencias, aunque
    naturalmente las había previsto puede que un mes antes, porque ya entonces había
    soñado temblando de rabia: «¿No debería leer un juez esta carta?». Y ahora parecía
    volar montaña abajo. Creo recordar que la carta fue leída en voz alta por el secretario y
    que causó una impresión abrumadora. Le preguntaron a Mitia:
    —¿Reconoce esta carta?
    —¡Es mía, mía! —exclamó Mitia—. ¡No la habría escrito de no haber estado
    borracho!… Nos hemos odiado por muchas cosas, Katia, pero te juro, te juro que te
    quería cuando te odiaba, y ¡tú a mí no!
    Se desplomó retorciéndose los brazos desesperado. El fiscal y el abogado
    empezaron a pisarse las preguntas siempre en este sentido: «¿Qué le ha llevado a
    ocultar este documento hace un momento y a declarar en un tono y espíritu tan
    distinto?»
    —Sí, sí, antes he mentido, era todo mentira, en contra de mi honor y mi conciencia,
    pero antes quería salvarlo por odiarme y despreciarme así —decía Katia como loca—.
    Oh, me ha despreciado muchísimo, siempre me ha despreciado y, ¿saben?, me ha
    despreciado desde el momento en que me postré a sus pies por ese dinero. Pude
    verlo… Ya entonces lo supe pero no quise creerlo. Cuántas veces habré leído en sus
    ojos: «Tú sola viniste a mí». Ay, él no lo comprendió, no comprendió para nada por
    qué fui a verle entonces, ¡únicamente es capaz de sospechar bajezas! Me midió según
    su rasero, piensa que todos son como él —dijo, le rechinaban los dientes con furia,
    estaba completamente exaltada—. Y solo quería casarse conmigo por mi herencia,
    ¡solo por eso! ¡Siempre he sospechado que era por eso! ¡Oh, ese animal! Siempre ha
    creído que iba a temblar toda la vida de vergüenza porque entonces fui a verle, y que
    podía despreciarme eternamente por ello y tener poder sobre mí, ¡por eso quería
    casarse conmigo! ¡Así es, así es! Intenté vencerle con mi amor, con mi amor sin fin,
    incluso resolví soportar su traición pero él no comprendió nada, ¡nada! Pero ¿acaso es
    capaz de comprender algo? ¡Es un monstruo! Recibí la carta solo al día siguiente por la
    tarde, me la trajeron de la taberna. Y todavía esa misma mañana quería perdonárselo
    todo, incluso su traición.
    El presidente y el fiscal la tranquilizaron. Estoy seguro de que les incomodaba
    aprovecharse de su estado de nervios y escuchar tales confesiones. Oí que le dijeron:
    «Comprendemos lo difícil que es para usted, créanos, somos capaces de entenderlo» y
    otras cosas similares, pero, aun así le sacaron la declaración a un mujer enloquecida e
    histérica. Por fin Katerina Ivánovna describió con la excepcional claridad que a
    menudo, aunque sea por un instante, surge en momentos tan tensos, que Iván
    Fiódorovich casi se había vuelto loco en estos dos últimos meses por intentar salvar «a
    ese monstruo y asesino», a su hermano.
    —Se ha estado torturando —exclamó—, solo quería atenuar su culpa
    confesándome que él tampoco quería a su padre y que puede que hubiera deseado su
    muerte. ¡Ay, esa conciencia profunda, profunda! La conciencia le torturaba. Me lo
    contó todo, todo, venía a verme todos los días y hablaba conmigo como su único
    amigo. ¡Tengo el honor de ser su único amigo! —exclamó, desafiante de repente y con
    mirada centelleante—. Fue dos veces a ver a Smerdiakov. En una ocasión vino a verme
    y dijo: «Si no lo ha matado mi hermano, sino Smerdiakov (porque todos rumoreaban
    que lo había matado Smerdiakov), entonces puede que yo también sea culpable:
    Smerdiakov sabía que no quería a mi padre y quizá haya pensado que yo deseaba esa
    muerte». Entonces yo saqué la carta y se la enseñé y terminó de convencerse de que
    había sido su hermano, algo que le destrozó. ¡No podía aceptar que su hermano fuera
    un parricida! Y no hace ni una semana que le vi caer enfermo. Los últimos días, en mi
    casa, deliraba. Veía cómo estaba perdiendo la cabeza. Caminaba y deliraba, le han
    visto por la calle. El médico que vino a petición mía le examinó anteayer y me dijo que
    está cerca de la fiebre cerebral, ¡todo por él, por ese monstruo! Y ayer se enteró de
    que Smerdiakov había muerto… Se quedó tan afectado que se volvió loco… y todo
    por culpa de ese monstruo, ¡todo por salvar a ese monstruo!













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    Mensaje por Maria Lua Miér 18 Dic 2024, 09:34

    ***

    Sin duda hablar y confesarse así solo es posible una vez en la vida, en el momento
    de morir, por ejemplo, camino del cadalso. Pero el carácter de Katia era así, también
    en ese momento. Era la impetuosa Katia que corrió a casa de un joven inmoral para
    salvar a su padre; la misma Katia que poco antes, delante de todo ese público,
    orgullosa y casta, se había ofrecido en sacrificio a sí misma y había comprometido su
    pudor de doncella al hablar del «noble proceder de Mitia» para suavizar aunque fuera
    un poco la suerte que le aguardaba. Y he aquí que ahora volvía a ofrecerse en
    sacrificio, pero esta vez era por otro, pues puede que solo ahora, solo en ese
    momento, por primera vez sintiera y comprendiera de verdad cuánto quería a ese otro.
    Se había inmolado asustada por él, pues comprendía que se estaba destruyendo al
    declarar que era él quien había matado a su padre y no su hermano. Ella se había
    inmolado para salvarle a él, su buen nombre, su reputación. Sin embargo, apareció
    algo terrible, una pregunta: ¿había difamado a Mitia al describir su antigua relación con
    él? No, no, ella no le había calumniado intencionadamente cuando gritaba que Mitia la
    despreciaba por su reverencia hasta el suelo. Ella creía —estaba profundamente
    convencida, tal vez desde la misma reverencia— que el simplón de Mitia, que por
    entonces la idolatraba, se burlaba de ella y la despreciaba. Y solo desde el orgullo
    sintió por él un amor histérico y doloroso, desde su orgullo herido, y ese amor no
    parecía amor, sino venganza. Ay, puede que de ese amor doloroso hubiera surgido
    uno auténtico, puede. Katia no deseaba otra cosa, pero Mitia la agravió con su traición
    en lo más profundo de su alma, y el alma no perdona. El momento de la venganza
    había desaparecido inesperadamente, pero todo lo acumulado larga y dolorosamente
    en el pecho de la mujer agraviada estalló también inesperadamente. Había traicionado
    a Mitia, pero ¡también se había traicionado a sí misma! Y, naturalmente, en cuanto
    consiguió expresarse, la tensión cesó y sintió que la vergüenza la oprimía. Volvieron los
    ataques de nervios, se derrumbó entre gritos y sollozos. Se la llevaron. Mientras la
    sacaban de la sala, Grúshenka se lanzó sobre Mitia con un lamento, no dio tiempo a
    retenerla.
    —¡Mitia —se desgañitaba—, esa víbora te ha destruido! ¡Hay que ver cómo se ha
    puesto en evidencia! —gritaba al tribunal, temblando de furia. A una señal del
    presidente la sujetaron y se dispusieron a sacarla de la sala. Ella no se dejó, se revolvía
    y se soltaba para volver con Mitia. Éste empezó a gritar y también corrió hacia ella. Los
    dominaron.
    Imagino que las damas que estaban observando se quedaron contentas: el
    espectáculo era rico. Después recuerdo que compareció el médico que había venido
    desde Moscú. Parece que antes de todo esto el presidente había enviado al secretario
    para que se prestara asistencia a Iván Fiódorovich. El médico informó al tribunal de
    que el enfermo tenía un acceso peligrosísimo de fiebre y de que era necesario
    trasladarlo inmediatamente. A preguntas del fiscal y del abogado defensor, confirmó
    que el paciente había ido a verle dos días antes y que ya entonces le había
    pronosticado fiebres inminentes, pero que no había querido tratarse. «Su estado
    mental de ningún modo era normal, me confesó que había tenido visiones, que veía
    por la calle a gente que ya había muerto y que el diablo iba a visitarle todas las
    tardes», concluyó. Después de esta declaración, el famoso médico se retiró. La carta
    presentada por Katerina Ivánovna fue incorporada a las pruebas materiales. Tras una
    deliberación, el tribunal dispuso continuar con la fase probatoria e incluir en el acta los
    dos inesperados testimonios, el de Katerina Ivánovna y el de Iván Fiódorovich.
    Pero ya no voy a describir las posteriores instrucciones. Además, los testimonios de
    los demás testigos solo repitieron y confirmaron los anteriores, aunque cada uno con
    sus particularidades. Pero repito que todo se reduciría a un único punto en la
    intervención del fiscal, a la que pasaré ahora. Todos estábamos agitados, todos
    estábamos electrizados por la última catástrofe y con ardiente impaciencia
    esperábamos el desenlace cuanto antes, los alegatos de ambas partes y la sentencia.
    Fetiukóvich estaba visiblemente conmocionado por el testimonio de Katerina
    Ivánovna. El fiscal, por su parte, se sentía triunfador. Cuando hubo acabado la fase
    probatoria, se declaró un descanso en la sesión que se alargó casi una hora. Por fin el
    presidente dio comienzo a los alegatos. Creo que eran las ocho en punto de la tarde
    cuando nuestro fiscal Ippolit Kiríllovich empezó su discurso inculpatorio.






    VI. El alegato del fiscal





    Ippolit Kiríllovich empezó su discurso inculpatorio sacudido por un temblor nervioso,
    con sudor frío primero y luego enfermizo en la frente y en las sienes, sintiendo que el
    frío y el calor se alternaban en su cuerpo. Él mismo lo contaría después. Consideraba
    este discurso su chef d’oeuvre, le chef d’oeuvre de su vida, su canto del cisne. Lo
    cierto es que murió nueve meses después a causa de una terrible tisis, así que
    efectivamente habría tenido derecho a compararse con un cisne entonando su último
    canto si hubiera presentido su final. Puso en ese discurso todo su corazón y todo
    cuanto había en su cabeza, e inesperadamente demostró que en ella se ocultaban
    cierto sentimiento cívico y cuestiones «malditas», al menos en la medida en que
    nuestro pobre Ippolit Kiríllovich había sido capaz de meterlas ahí dentro. Lo principal
    es que sus palabras fueron sinceras: creía sinceramente en la culpabilidad del acusado,
    no le acusaba solo por oficio, por cumplir con su deber y, mientras exigía castigo,
    vibraba por el deseo de «salvar a la sociedad». Incluso el público femenino, aunque
    hostil a Ippolit Kiríllovich, reconoció haber recibido una impresión extraordinaria.
    Empezó con voz cascada, quebrada, pero se rehízo rápidamente y resonó por toda la
    sala, y ya fue así hasta el final. Pero, nada más terminar, por poco no se desmaya.
    —Señores miembros del jurado —empezó—, el presente caso ha recorrido toda
    Rusia. Pero ¿qué tiene de sorprendente? ¿Por qué ha causado tanto espanto? Y ¿por
    qué especialmente a nosotros? ¡Si estamos muy acostumbrados a todo esto! Ahí reside
    el horror: en que casos tan tenebrosos casi han dejado de ser terribles para nosotros.
    De eso hay que espantarse, de nuestra costumbre, y no del crimen en particular de
    uno u otro individuo. ¿Dónde están las causas de nuestra indiferencia, de nuestra
    relación casi tibia con estos casos, con estos signos del tiempo que nos profetizan un
    futuro poco envidiable? ¿En nuestro cinismo, en el agotamiento antes de hora de la
    inteligencia e imaginación de nuestra sociedad, todavía tan joven, pero tan
    prematuramente caduca? ¿En nuestros principios morales destruidos hasta los
    cimientos o en que quizá ni siquiera tenemos esos principios morales? No voy a
    solucionar estas cuestiones; sin embargo, son dolorosas y todos y cada uno de los
    ciudadanos no solo debe, sino que está obligado a sufrir por ellas. Nuestra prensa
    recién nacida y todavía tímida ha prestado ya, sin embargo, varios servicios a la
    sociedad, pues sin ella nunca habríamos conocido, en cierta medida, los horrores de
    una voluntad licenciosa y de la decadencia moral que ininterrumpidamente transmiten
    sus páginas a todo el mundo, no solo a quienes frecuentan las salas del nuevo juicio
    público que hoy día nos ha concedido el zar. Y ¿qué podemos leer casi a diario? Oh, a
    cada minuto cosas que hacen palidecer nuestro caso y que lo convierten en algo casi
    habitual. Pero lo más importante es que muchos de los procesos criminales rusos,
    nacionales, ponen de manifiesto precisamente algo general, una tragedia común con
    la que estamos familiarizados y contra la que ya es difícil combatir, al igual que contra
    el mal común. Ahí tenéis a ese joven y brillante oficial de la alta sociedad que, apenas
    empezada su vida y su carrera, vilmente, con calma, sin ningún remordimiento de
    conciencia, apuñaló a un funcionario de bajo rango, que había sido en parte su
    benefactor, y a su criada para robarle el comprobante de su deuda con él, así como
    todo el dinero: «Me venía bien para mis placeres de aristócrata y para el porvenir de
    mi carrera». Después de apuñalarles, se fue no sin haber colocado antes una almohada
    debajo de la cabeza de los dos muertos. Luego tenemos a un joven héroe que exhibe
    numerosas cruces por su valentía, pero que, como un bandido, en una carretera
    principal, da muerte a la madre de su jefe y benefactor e, instigando a sus
    compañeros, les asegura que «ella le quiere como a un hijo y por eso sigue todos sus
    consejos y no tomará ninguna medida de precaución». Son unos monstruos, pero
    ahora, en nuestra época, ya no me atrevo a decir que son los únicos monstruos. Puede
    que otras personas no apuñalen, pero piensan y sienten exactamente igual que ellos,
    en su alma hay la misma falta de honradez. En un momento de calma, a solas con su
    conciencia, quizá esas personas se pregunten: «¿Qué es el honor? ¿No es la sangre un
    prejuicio?». Puede que algunos griten en mi contra y digan que soy un hombre
    enfermizo, histérico, que digo calumnias monstruosas, deliro, exagero. Que lo hagan,
    sí, Dios mío ¡yo sería el primero en alegrarme! Ah, no me crean, tómenme por un
    enfermo, pero aun así recuerden mis palabras: y es que si solo es verdad una décima o
    una vigésima parte de mis palabras ¡ya es terrible! Contemplen, señores, contemplen
    cómo nuestros jóvenes se pegan tiros, ay, sin la más mínima pregunta hamletiana,
    además, sobre «¿Qué habrá más allá?», sin indicios de ella, como si este capítulo sobre
    nuestro espíritu y sobre todo lo que nos espera más allá de la tumba llevara mucho
    tiempo borrado en su naturaleza, enterrado y cubierto de arena. Contemplen,
    finalmente, nuestro libertinaje, a nuestros lujuriosos. Fiódor Pávlovich, la infeliz víctima
    de este proceso, es casi un niño inocente en comparación con alguno de ellos. Y todos
    lo conocíamos, «entre nosotros vivía»… Sí, puede que alguna vez mentes privilegiadas,
    nuestras y europeas, se dediquen a la psicología del crimen ruso, pues el tema lo vale.
    Pero este estudio se llevará a cabo más adelante, en tiempo de ocio, y cuando toda la
    trágica barahúnda del momento actual haya pasado a otro plano, más distante, así que
    podrá emprenderlo gente más inteligente e imparcial que, por ejemplo, yo. Ahora o
    nos horrorizamos o fingimos que nos horrorizamos mientras saboreamos el
    espectáculo como amantes de las emociones fuertes, extravagantes, que animan
    nuestro ocio cínico e indolente; o como niños pequeños espantamos con las manos a
    los fantasmas terribles y escondemos la cabeza en la almohada hasta que pase la
    terrible visión, para poco después olvidarla entre diversiones y juegos. Pero en algún
    momento también nosotros tendremos que empezar a vivir juiciosa y reflexivamente,
    también nosotros tendremos que dirigir la mirada hacia nosotros mismos como
    sociedad, también nosotros tendremos que comprender, aunque sea un poco, nuestra
    cosa pública o, al menos, establecer los inicios para su comprensión. Un gran escritor
    de otra época, al final de la más grande de sus obras, al representar a toda Rusia como
    una audaz troika galopando hacia un objetivo desconocido, exclama: «¡Ay, troika,
    troika alada, quién te ha inventado!», y con entusiasmo y orgullo añade que ante la
    troika al galope todos los pueblos se apartan respetuosamente. Así, señores, dejemos
    que se aparten, con respeto o no, pero, según mi pecador parecer, el genial artista
    terminó así su obra, o bien en un arranque de mentalidad bienintencionada, infantil e
    inocente, o bien simplemente temía a la censura de entonces. Pues, si a esa troika
    enganchas solo a los héroes de su novela, a los Sobakévich, Nozdriov y Chíchikov, da
    igual a quién pongas de cochero, ¡esos caballos no te llevarán a nada bueno! Y ésos
    eran los caballos de antes, ¿qué pasaría si engancháramos a los de ahora?…


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     DOSTOYEVSKI - Página 35 Empty Re: DOSTOYEVSKI

    Mensaje por Maria Lua Miér 18 Dic 2024, 09:36

    ***

    En este punto el discurso de Ippolit Kiríllovich se vio interrumpido por algunos
    aplausos. El liberalismo de la imagen de la troika rusa había gustado. Cierto es que
    solo se escaparon dos o tres aplausos, así que el presidente no tuvo necesidad de
    dirigirse al público con la amenaza de «vaciar la sala» y solo miró severamente hacia el
    lado de los entusiastas. Pero Ippolit Kiríllovich se animó: ¡era la primera vez que le
    aplaudían! ¡Durante tantos años nadie había querido oír a su persona y ahora tenía la
    posibilidad de intervenir para toda Rusia!
    —En realidad —continuó—, ¿de dónde sale esa estirpe de los Karamázov que de
    repente ha merecido ser tristemente conocida por toda Rusia? Puede que exagere un
    poco, pero a mí me parece que en la estampa de esta familia están presentes ciertos
    elementos básicos y generales de nuestra sociedad intelectual contemporánea, oh, no
    todos los elementos, y además solo de forma microscópica, «como el sol en una
    pequeña gota de agua», pero aun así algo se refleja, aun así algo se manifiesta. Vean a
    ese viejo infeliz, desenfrenado e inmoral, ese «padre de familia» que terminó su
    existencia de forma tan triste. Un noble de nacimiento que empezó su carrera como un
    pobre gorrón y que, por medio de un matrimonio imprevisto y repentino, se hizo con
    el pequeño capital de una dote: al principio fue un pillo insignificante y un bufón
    adulador con un germen de facultades mentales bastante fuerte, por cierto, y, sobre
    todo, un usurero. Con los años, esto es, con el aumento de su pequeño capital, se va
    animando. Desaparecen la humillación y la adulación, permanecen únicamente el
    cínico burlón y malvado y el lujurioso. Su parte espiritual está completamente borrada
    y su sed de vida es excepcional. Todo se redujo a que no ve en la vida más que
    placeres voluptuosos, y así educó a sus hijos. No había obligación espiritual alguna
    como padre. Se burla de ellos, cría a sus hijos pequeños en el patio de atrás y se
    alegra de que se los lleven. Incluso llega a olvidarse por completo de ellos. Todas las
    reglas morales del viejo son après moi le déluge. Todo lo contrario a la noción de
    ciudadano, se aísla por completo, hasta con hostilidad, de la sociedad: «Ya puede
    arder el mundo, mientras a mí me vaya bien». Y le va bien, está completamente
    satisfecho, espera vivir otros veinte o treinta años. Estafa a su propio hijo con la
    herencia de su madre, pues no quiere dársela, y le quita a éste, a su propio hijo, la
    amante. No, no quiero cederle la defensa del acusado a un abogado de gran talento
    venido desde San Petersburgo. Yo mismo diré la verdad, pues yo también comprendo
    la cantidad de indignación con que el padre alimentó el corazón de su hijo. Pero ya
    basta, basta ya de hablar del infeliz viejo, él ya obtuvo su recompensa. Recordemos,
    sin embargo, que era un padre, uno de los clásicos padres de hoy. ¿Ofenderé a la
    sociedad si digo que es uno de los muchos padres de hoy? Oh, lo que pasa es que
    muchos de estos padres no manifiestan su opinión con tanto cinismo como éste, pues
    son más educados, más instruidos pero, en esencia, la filosofía es casi la misma. Quizá
    sea ahora pesimista, quizá. Pero ya habíamos acordado que me iban a perdonar.
    Lleguemos a un acuerdo: ustedes no me crean, no me crean, yo voy a hablar y ustedes
    no me crean. Aun así, dejen que me exprese, aun así quédense con alguna de mis
    palabras. Pero aquí están los hijos de este viejo, de esta estirpe: uno está frente a
    ustedes en el banquillo de los acusados, a partir de ahora todo mi discurso será sobre
    él. De los otros solo hablaré por encima. De estos otros, el mayor es uno de esos
    jóvenes de ahora con una educación brillante, de inteligencia bastante potente y que,
    sin embargo, ya no cree en nada, que ya ha renegado de muchas cosas en su vida, y
    las ha borrado, demasiadas, exactamente igual que su padre. Todos le hemos oído,
    fue recibido con afecto en nuestro mundo. No callaba sus opiniones, todo lo contrario,
    lo que me hace ser valiente y hablar de él con cierta franqueza, claro que no de él
    como individuo particular, sino como miembro de la familia Karamázov. Ayer murió
    aquí (se suicidó a las afueras de la ciudad) un idiota enfermo muy ligado a esta causa;
    había sido el criado de Fiódor Pávlovich y, quizá, su hijo ilegítimo: Smerdiakov.
    Durante la instrucción preliminar me contó, entre lágrimas histéricas, que el joven
    Karamázov, Iván Fiódorovich, le había horrorizado con su incontinencia espiritual.
    «Según él, todo está permitido, sea lo que sea, y en adelante nada debe prohibirse,
    eso es lo que me enseñaba», decía. Parece que el idiota, por estas tesis que le
    enseñaron, se volvió definitivamente loco, aunque, por supuesto, en ese desorden
    mental también influyeron su mal caduco y toda la catástrofe que se había
    desencadenado en la casa. Pero este idiota soltó una observación muy curiosa, que
    honraría a un observador más inteligente que él, y por eso la menciono: «Si hay un hijo
    que, por carácter, se parece más a Fiódor Pávlovich, ése es Iván Fiódorovich». Y con
    esta observación interrumpo la descripción iniciada, pues creo que no está bien seguir.
    Oh, no quiero sacar más conclusiones y, como un cuervo agorero, adivinar solo ruina
    en un joven destino. Hoy hemos visto aquí, en esta sala, que la fuerza espontánea de la
    verdad todavía vive en su joven corazón, que los sentimientos de apego familiar
    todavía no han sido extinguidos por su falta de fe y su cinismo moral, adquirido éste
    más por herencia que por sufrimiento auténtico de sus ideas. Luego tenemos al otro
    hijo, oh, todavía es un niño, piadoso y humilde, en contraposición a la concepción del
    mundo sombría y corrupta de su hermano, y que busca aferrarse, por así decirlo, a los
    «principios nacionales» o a eso que se denomina con una palabrita compleja en
    determinados rincones teóricos de nuestra clase pensante. Ya han visto, se aferró al
    monasterio, a punto estuvo de tomar los hábitos. Me parece que en él se ha
    manifestado, como inconscientemente y muy pronto, esa tímida desesperación con la
    que ahora muchos en nuestra pobre sociedad, asustados por su cinismo y su
    depravación y atribuyendo erróneamente todo el mal a la ilustración europea, se
    arrojan al «terruño», como dicen ellos, en un abrazo maternal, llamémoslo así, con la
    tierra natal, como niños asustados por fantasmas que ansían quedarse tranquilamente
    dormidos al pecho seco de su debilitada madre e, incluso, dormir toda su vida con tal
    de no ver los horrores que les asustan. Por mi parte, yo le deseo todo lo mejor a este
    joven bueno y talentoso, deseo que su joven benignidad y su aspiración a los
    principios del pueblo no se conviertan más tarde, como sucede con tanta frecuencia,
    en sombrío misticismo, en cuanto a moral se refiere, y en torpe chovinismo por el lado
    cívico, dos cualidades que quizá sean una amenaza mayor para la nación incluso que la
    temprana corrupción por culpa de lo erróneamente comprendido y de lo adquirido en
    vano de la ilustración europea, que es de lo que adolece su hermano mayor.
    El misticismo y el chovinismo volvieron a arrancar aplausos. Y, claro está, Ippolit
    Kiríllovich estaba entusiasmado, aunque todo esto no tuviera mucho que ver con el
    caso, por no hablar de que resultaba bastante confuso, pero este hombre tísico y
    enrabiado tenía demasiadas ganas de expresarse al menos una vez en su vida.
    Después se diría en la ciudad que en la descripción de Iván Fiódorovich se había
    guiado por un sentimiento poco delicado, porque este último le había hecho morder
    el polvo públicamente en una o dos discusiones e Ippolit Kiríllovich, que no lo había
    olvidado, buscaba vengarse. Pero no sé si es posible sacar esta conclusión. En
    cualquier caso, todo esto había sido el preámbulo: a continuación el alegato fue más
    directo y pegado al tema.
    —Y aquí tenemos al tercer hijo de un padre de una familia actual —continuó Ippolit
    Kiríllovich—, en el banquillo de los acusados, frente a nosotros. También están frente a
    nosotros sus proezas, su vida y sus obras: el momento ha llegado, todo se ha
    desplegado, todo se ha descubierto. En contraposición al «europeísmo» y a los
    «principios nacionales» de sus hermanos, él parece representar Rusia tal cual es, no
    todo, no toda, ¡Dios nos ampare si fuera toda! Y, sin embargo, aquí está ella, nuestra
    Rusita, puede olerse, sentirse, ¡madre! Ay, nosotros somos espontáneos, tenemos el
    723
    bien y el mal sorprendentemente mezclados, somos unos apasionados de la Ilustración
    y de Schiller y, al mismo tiempo, alborotamos por las tabernas y arrancamos la barba a
    los borrachines, a nuestros compañeros de botella. Sí, solemos ser buenos y
    maravillosos, pero solo cuando nos va bien a nosotros mismos. Por el contrario,
    estamos casi poseídos —en efecto poseídos— por los más nobles ideales, pero solo
    con la condición de que se realicen solos, de que aparezcan sobre la mesa como
    caídos del cielo y, lo más importante, que sean gratis, gratis, que no haya que pagar
    nada por ellos. No nos gusta nada pagar, pero sí nos gusta mucho cobrar, y así con
    todo. Ah, dadnos todos los bienes posibles de la vida (exactamente todos los posibles,
    no nos resignamos a menos) y, sobre todo, no os opongáis lo más mínimo a mis
    costumbres y, entonces, os demostraremos que podemos ser buenos y maravillosos.
    No somos codiciosos, no: sin embargo, dadnos dinero, más, mucho más, todo cuanto
    sea posible, y veréis con qué generosidad, con qué desprecio del vil metal lo
    despilfarramos en una sola noche de juerga vertiginosa. Y, si no nos dan el dinero, os
    mostraremos cómo sabemos conseguirlo cuando lo deseamos mucho. Pero ya
    hablaremos de eso, vayamos por orden. Primero, tenemos delante a un pobre niño
    abandonado, ay, «sin botas en el patio de atrás», como ha dicho hace poco nuestro
    honorable y estimado conciudadano de procedencia extranjera. Vuelvo a repetirlo: ¡no
    voy a cederle a nadie la defensa del acusado! Seré fiscal y abogado. Sí, señor, nosotros
    también somos personas, somos humanos, y sabemos sopesar cuánto pueden influir
    en el carácter las primeras impresiones de la niñez y del hogar familiar. Y entonces el
    niño ya ha crecido, es un joven, un oficial al que destierran a una remota ciudad
    fronteriza de nuestra bendita Rusia por su conducta violenta y por batirse en duelo. Allí
    sirve, se va de juerga y, ya se sabe, a gran río, gran puente. Necesitamos recursos,
    ante todo recursos, y entonces, después de largos litigios, su padre y él pactan los
    últimos seis mil rublos que le son enviados. Fíjense en que él extiende un documento y
    en que existe una carta suya en la que prácticamente renuncia al resto y con esos seis
    mil se termina la disputa con su padre por la herencia. Entonces conoce a una joven de
    gran carácter y educación. Huy, no me atrevo a repetir los pormenores, acaban de
    oírlos ustedes, hay honor, hay espíritu de sacrificio, así que yo guardaré silencio. La
    imagen del joven frívolo y libertino pero que se inclina ante la auténtica nobleza, ante
    una idea suprema, se nos ha aparecido despertando gran simpatía. Pero justo
    después, en esta misma sala del juzgado, inesperadamente se nos mostró el reverso
    de la medalla. De nuevo no me atrevo a hacer suposiciones y me abstendré de analizar
    por qué ha sucedido.






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     DOSTOYEVSKI - Página 35 Empty Re: DOSTOYEVSKI

    Mensaje por Maria Lua Miér 18 Dic 2024, 09:38

    ***

    Aunque hubo razones para que sucediera. La misma persona,
    llorando por una indignación largamente oculta, nos informa de que el mismo de antes
    la ha despreciado por su proceder imprudente, irresistible, pero aun así sublime,
    generoso. En el novio de la muchacha se deslizó esa sonrisa burlesca, lo único que ella
    no podía soportar de él. Sabiendo que él ya la había traicionado (la había traicionado
    convencido de que en adelante ella debía soportar cualquier cosa de él, incluso la
    traición), sabiendo esto, ella le ofrece a propósito tres mil rublos y claramente,
    demasiado claramente le da a entender que le está ofreciendo dinero para que la
    traicione: «¿Qué harás, lo aceptarás? ¿Vas a ser tan cínico?», le dice ella en silencio con
    mirada juzgadora y penetrante. Él la mira, comprende perfectamente su idea (él mismo
    ha reconocido aquí que lo había comprendido) y se apropia sin reservas de los tres mil
    y ¡los derrocha en dos días con su nueva amante! ¿Qué debemos creer? ¿La primera
    leyenda, el arranque de sublime nobleza que entrega sus últimos medios de vida y se
    inclina ante la virtud, o el reverso de la medalla, tan detestable? Normalmente en la
    vida, ante los dos extremos de la verdad, hay que buscar el centro; en el presente caso
    no es así. Lo más probable es que en el primer caso él fuera sinceramente noble, y en
    el segundo mezquino, también sinceramente. ¿Por qué? Porque somos de naturaleza
    amplia, somos Karamázov, aquí es donde quiero llegar, capaces de tener todos los
    extremos posibles y de contemplar al mismo tiempo dos abismos, uno encima de
    nosotros, el abismo de los grandes ideales, y otro debajo, el abismo de la decadencia
    más ruin y nauseabunda. Recuerden la brillante idea expresada recientemente por un
    observador joven que ha examinado de cerca y en profundidad a toda la familia
    Karamávoz, el señor Rakitin: «La sensación de decadencia ruin es igual de
    imprescindible para esas naturalezas desenfrenadas, impetuosas, como la sensación de
    gran nobleza», y es verdad: ellos necesitan continua e incesantemente esa mezcla
    poco natural. Dos abismos, señores, dos abismos y en el mismo momento, sin ellos
    somos desgraciados y nos sentimos insatisfechos, nuestra existencia está incompleta.
    Somos extensos, extensos igual que nuestra madre Rusia, lo abarcamos todo y vivimos
    en armonía con todo. Por cierto, señores del jurado, nos hemos referido a los tres mil
    rublos y voy a permitirme anticiparme un poco. Imaginen por un momento que esta
    persona que ya ha conseguido el dinero, además de qué forma, con qué vergüenza,
    mediante la mayor humillación, bueno, pues imagínense que ese mismo día estuvo en
    condiciones de apartar la mitad, coserla a un escapulario y después durante un mes
    tener la fuerza de llevarla al cuello, ¡a pesar de todas sus tentaciones y excesivas
    necesidades! Ni en sus borracheras por las tabernas, ni cuando tuvo que irse de la
    ciudad para conseguir a saber de quién el dinero que tanto necesitaba para arrancar a
    su amada de las tentaciones de su rival, su propio padre, él no se decide a tocar ese
    escapulario. Aunque, precisamente para no dejar que su amada fuera tentada por el
    viejo, de quien tantos celos tenía, debería haber descosido el escapulario y haberse
    quedado en casa vigilando constantemente a su amada, esperando el momento en
    que al fin le dijera: «Soy tuya», para irse con ella lo más lejos posible de este ambiente
    fatídico. Pero no, él no toca ese talismán, ¿con qué pretexto? El primer pretexto, ya lo
    hemos dicho, era tener con qué marcharse cuando le dijeran: «Soy tuya, llévame
    donde quieras». Pero este primer pretexto, según las propias palabras del acusado,
    palideció ante el segundo.

    Mientras llevara encima el dinero «soy un canalla, no un
    ladrón», dice, pues siempre puedo ir a ver a mi novia, a la que he agraviado, mostrarle
    la mitad de la suma de la que me he apropiado de mala fe y decirle: «¿Lo ves? He
    estado de juerga con la mitad de tu dinero y así te he demostrado que soy un hombre
    débil e inmoral y, si quieres, un canalla (por decirlo con las palabras del acusado), pero
    aunque soy un canalla, no soy un ladrón, pues, si fuera un ladrón, no te traería el
    dinero que me queda, sino que me lo habría quedado, como la otra mitad». ¡Una
    explicación sorprendente! Ese mismo hombre enfurecido, pero débil, que no pudo
    evitar la tentación de aceptar tres mil rublos con tanta vergüenza, ese mismo hombre
    siente de pronto tal firmeza estoica y lleva al cuello miles de rublos ¡sin atreverse a
    tocarlos! ¿Coincide esto de alguna manera con el carácter que hemos examinado! No,
    y voy a permitirme contarles cómo habría actuado en esa situación el auténtico Dmitri
    Karamázov, si de verdad se hubiera decidido a coser el dinero al escapulario. Ante la
    primera tentación, para agasajar de nuevo a su nueva amada, con la que despilfarró la
    primera mitad del dinero, habría descosido el escapulario y separado, no sé,
    pongamos que primero solo cien rublos, pues tampoco es indispensable devolver la
    mitad, esto es, mil quinientos, es suficiente con mil cuatrocientos; aún podía decir:
    «Soy un canalla, pero no un ladrón, porque te he traído mil cuatrocientos rublos, y un
    ladrón se habría quedado con todo y no te habría traído nada». Después, pasado un
    tiempo, volvería a descoser el escapulario y a sacar unos segundos cien, después unos
    terceros, unos cuartos y para fin de mes ya estaría sacando los penúltimos cien; llevaría
    al menos cien, y aun así podría decir: «Soy un canalla, no un ladrón. He gastado
    veintinueve billetes de cien, pero he devuelto uno, un ladrón no lo habría devuelto».
    Finalmente, tras gastarse esos penúltimos cien, miraría los últimos y se diría: «En
    realidad, no merece la pena devolver solo cien, ¡vamos a gastarlos!». Así habría
    actuado el auténtico Dmitri Karamázov, el que conocemos. Es imposible imaginarse
    algo más contradictorio con la realidad que la historia del escapulario. Es posible
    presuponer cualquier cosa, excepto eso. Pero ya volveremos sobre esta cuestión.
    Tras recalcar por orden todo lo que se había conocido en el curso del juicio sobre
    las disputas patrimoniales y las relaciones familiares entre padre e hijo e infiriendo una
    vez más que, según los datos conocidos, no había la más mínima posibilidad de
    determinar la repartición de la herencia, quién había contado de más y quién de
    menos, Ippolit Kiríllovich mencionó a los expertos médicos a propósito de los tres mil
    rublos metidos en la cabeza de Mitia como una idea fija.






    VII. Una visión histórica



    —Los expertos médicos se han esforzado en demostrarnos que el acusado no está en
    su sano juicio y que es un maniaco. Yo afirmo que sí está en su juicio, y lo que es peor:
    si no lo hubiera estado, habría sido bastante más inteligente. En cuanto a lo de que
    sea un maniaco, estaría de acuerdo pero solo en un punto, aquel en el que los
    expertos han señalado la visión del acusado respecto a los tres mil rublos que
    supuestamente su padre no le pagó. No obstante quizá se pueda encontrar un punto
    de vista mucho más inmediato para explicar la exaltación constante del acusado a
    cuenta de ese dinero que su disposición a la locura. Por mi parte, coincido plenamente
    con la opinión del joven médico, quien considera que el acusado goza y ha gozado de
    plenas y normales facultades mentales, y que solo estaba irritado y rabioso. Ése es el
    caso: no son los tres mil rublos, no era la cantidad en sí el objeto de su rabia continua y
    frenética, sino que existía una causa especial que despertó su ira: ¡los celos!
    Aquí Ippolit Kiríllovich desarrolló ampliamente el cuadro de la fatídica pasión del
    acusado por Grúshenka. Empezó desde el mismo momento en que el acusado se
    dirigió a ver a una «persona joven» para «zurrarla», explicó Ippolit Kiríllovich utilizando
    las palabras de él, «pero en lugar de zurrarla se quedó a sus pies, y así empezó su
    amor. Al mismo tiempo el viejo, el padre del acusado, pone los ojos en esa misma
    persona, una coincidencia sorprendente y funesta, pues ambos corazones se
    inflamaron a la vez, aunque tanto el uno como el otro ya conocían y habían visto a esa
    persona, pero ambos corazones se encendieron con una pasión irrefrenable, con la
    pasión propia de los Karamázov. Tenemos la confesión de ella: “Yo me burlaba de
    ambos”. Sí, de pronto ella quiso burlarse de los dos, antes no, pero de repente se le
    metió en la cabeza ese propósito, y todo acabó con que ambos cayeron rendidos ante
    ella. El viejo, que adoraba al dinero como a un dios, enseguida dispone tres mil rublos
    solo para que ella visite su morada, pero poco después llega a un punto en que podría
    encontrar la felicidad en el hecho de poner a los pies de ella su nombre y toda su
    fortuna con tal de que acceda a convertirse en su legítima esposa. Tenemos
    testimonios sólidos de esto. En cuanto al acusado, su tragedia es patente, está delante
    de nosotros. Pero ése era el “juego” de la joven. Al infeliz joven la hechicera no le da
    ni esperanzas, pues solo le dio esperanzas, esperanzas auténticas en el último
    momento, cuando él, de rodillas ante su torturadora, le tendió unas manos que ya
    estaban manchadas con la sangre de su padre y rival: justo en esta posición fue
    detenido. “¡Enviadme con él a prisión! ¡Yo le he llevado a esto! ¡Yo soy la mayor
    culpable”, exclamaba la mujer sinceramente arrepentida en el momento de la
    727
    detención. Un joven de talento que ha tomado a su cargo la tarea de describir el
    presente caso —el señor Rakitin, al que ya he citado—, en unas pocas frases cortas y
    características, define el carácter de esta heroína: “Una prematura desilusión, un
    prematuro engaño y caída, la traición del novio o seductor que la abandonó, después
    la pobreza, la maldición de su respetable familia y, finalmente, la protección de un
    viejo rico, al que, por lo demás, ella todavía considera su benefactor. En un corazón
    joven, que puede que encierre muchas cosas buenas, se refugió la ira demasiado
    pronto. Se formó una persona cautelosa, que acumulaba capital. Se formó la burla
    malvada y las ganas de vengarse de la sociedad”. Después de esta descripción, está
    claro que ella fue capaz de burlarse de ambos solo como un juego, como un juego
    rabioso. Y en ese mes de amor desesperado, de decadencias morales, de traicionar a
    su novia y apropiarse de un dinero ajeno confiado a su honor, el acusado llega casi a la
    histeria, a la locura, por culpa de sus incesantes celos ¿de quién? ¡De su propio padre!
    Además, el viejo insensato tienta y seduce al objeto de su pasión con los tres mil
    rublos que el hijo considera su patrimonio, la herencia de su madre, por lo que censura
    a su padre. Estoy de acuerdo, ¡fue muy duro suportarlo! Es posible que apareciera la
    manía. Pero no se trataba del dinero, sino de que por ese dinero y por un cinismo tan
    repugnante ¡se desmoronaba su felicidad!».
    A continuación Ippolit Kiríllovich pasó a cómo había nacido paulatinamente en el
    acusado la idea del parricidio, y la examinó paso a paso.

    —Al principio solo gritamos por las tabernas, todo un mes estuvimos gritando. Ay,
    nos gusta estar con gente e informarla de todo, incluso de nuestras ideas más
    infernales y peligrosas, nos gusta departir con la gente y, no se sabe por qué,
    enseguida reclamamos que la gente nos responda con plena simpatía, que se
    identifique con nuestras preocupaciones e inquietudes, que nos haga coro y no se
    oponga a nuestras costumbres. O nos enfadaremos y destruiremos la taberna. —Y
    siguió el relato sobre el capitán asistente Sneguiriov—. Quienes vieron y oyeron al
    acusado ese mes acabaron teniendo la sensación de que quizá ya no se tratara solo de
    gritar y amenazar al padre, sino de que ante tal frenesí era posible que de las
    amenazas pasara a los hechos. —Y el fiscal describió el encuentro familiar en el
    monasterio, las conversaciones con Aliosha y la escena escandalosa y violenta en la
    que el acusado irrumpió en casa de su padre después de comer—. No pretendo
    asegurar —continuó Ippolit Kiríllovich— que antes de esta escena el acusado ya
    hubiera decidido deliberada e intencionadamente terminar con su padre. No obstante,
    la idea se le había ocurrido varias veces y él le había dado varias vueltas, y tenemos
    datos al respecto, testigos y su confesión. Señores del jurado, he de confesar —agregó
    Ippolit Kiríllovich— que hasta hoy había vacilado en presuponerle al acusado
    premeditación plena y consciente de su crimen. Estaba firmemente convencido de que
    su alma había considerado repetidas veces el momento fatídico, pero que solo lo
    había considerado, lo había imaginado como una posibilidad, pero aún no había
    calculado ni el momento de su realización ni las circunstancias. Pero he vacilado hasta
    hoy, hasta que he visto el fatal documento presentado al tribunal por la señorita
    Verjóvtseva. Ustedes mismos han podido oír su expresión: «¡Es un plan, es el programa
    del asesinato!», así ha definido ella la infeliz carta «ebria» del infeliz acusado. Y, en
    efecto, esa carta supone un plan, supone premeditación. Está escrita dos días antes
    del crimen, así que ahora sabemos con seguridad que dos días antes de ejecutar su
    terrible plan, el acusado juró que, si al día siguiente no conseguía dinero, mataría a su
    padre para quitarle de debajo de la almohada «el sobre con la cintita roja, en cuanto
    Iván se vaya». Escuchen: «en cuanto Iván se vaya», así que ya estaba todo bien
    pensado, las circunstancias sopesadas y, bueno, ¡después todo sucedió como en el
    escrito! La premeditación y la deliberación son indudables, el crimen debía cometerse
    para hacerse con el dinero, está anunciado, está escrito y firmado. El acusado ha
    reconocido su firma. Ustedes dirán: lo escribió borracho. Pero eso no le quita
    importancia, es más, escribió en estado de embriaguez lo que había tramado sobrio.
    De no haberlo tramado sobrio, no lo habría escrito borracho. Puede que digan: ¿para
    qué iba a proclamar sus intenciones por las tabernas? Quien ha decidido un asunto así
    premeditadamente, guarda silencio y disimula. Es cierto, pero lo proclamaba cuando
    aún no era un plan ni algo premeditado, sino solo un deseo, un propósito madurando.
    Después ya gritaba menos. La tarde que escribió la carta en la taberna Ciudad Capital,
    en contra de su costumbre, estuvo callado, no jugó al billar, se sentó aparte, no habló
    con nadie y solo echó del local a un tendero, pero fue casi inconscientemente, por esa
    afición suya a pelearse sin la que no podía pasarse cuando iba a la taberna. Cierto que,
    junto con la decisión definitiva, al acusado también debió de pasársele por la cabeza el
    temor de haberlo proclamado en exceso por la ciudad y que esto podría servir como
    prueba para acusarle cuando cumpliera lo que había tramado. Pero qué se le iba a
    hacer, ya lo había divulgado, no se podía deshacer y, si hasta entonces lo había dejado
    todo al azar, ahora también. ¡Confiábamos en nuestra estrella, señores! Debo además
    reconocer que hizo muchas cosas para evitar el momento fatídico, que dedicó muchos
    esfuerzos para no llegar a una solución sangrienta. «Mañana voy a pedir tres mil rublos
    a todo el mundo —escribe él con su original lenguaje—, si no me los dan, se
    derramará la sangre.» ¡De nuevo escrito en estado de embriaguez y de nuevo
    ejecutado ya sobrio, siguiendo lo que ha escrito!









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     DOSTOYEVSKI - Página 35 Empty Re: DOSTOYEVSKI

    Mensaje por Maria Lua Miér 18 Dic 2024, 09:41

    ***
    Empezó así Ippolit Kiríllovich una descripción detallada de todos los esfuerzos de
    Mitia por procurarse dinero y evitar así el crimen. Describió sus aventuras con
    Samsónov, su viaje a ver a Liagavy, todo según la documentación.
    —Extenuado, ridiculizado, hambriento, habiendo vendido un reloj para el viaje
    (aunque al parecer llevaba encima mil quinientos rublos, ¡al parecer!), torturado por los
    celos ya que había dejado al objeto de su amor en la ciudad, sospechando que, al no
    estar él, ella iría a ver a Fiódor Pávlovich, por fin regresa a la ciudad. ¡Gracias a Dios!
    Ella no había estado con Fiódor Pávlovich. La acompaña a casa de su protector, de
    Samsónov. (Cosa extraña, de Samsónov no tenemos celos, lo que es una particularidad
    psicológica muy característica de este caso.) A continuación corre a su puesto de
    vigilancia en el «patio trasero» y aquí se entera de que a Smerdiakov le ha dado un
    ataque, de que el otro criado está enfermo: el camino está libre y conoce las
    «señales», ¡qué tentación! No obstante, se resiste; va a ver a una residente temporal de
    la ciudad muy respetada por todos, a la señora Jojlakova. Esta dama, que se ha
    compadecido de su destino, le ofrece un consejo muy juicioso: dejar todas esas
    juergas, ese amor indecente, los correteos por las tabernas, la inútil pérdida de su
    vigor juvenil, y partir a las minas de oro de Siberia: «Allí hay una salida para su
    impetuosidad, para su carácter novelesco y sediento de aventuras».
    Tras describir el desenlace de esta conversación y el momento en que el acusado
    recibió la noticia de que Grúshenka no estaba en casa de Samsónov, tras describir el
    frenesí instantáneo de una persona desgraciada, celosa y con los nervios destrozados
    ante la idea de que ella le había engañado y que justo en ese momento estaba en casa
    de Fiódor Pávlovich, Ippolit Kiríllovich terminó llamando la atención sobre el fatal
    significado de un hecho:
    —De haberle dicho la criada que su amada estaba en Mókroie con el «anterior» e
    «indiscutible», nada habría sucedido. Pero a ella le confundió el miedo, solo juraba e
    imploraba, y si el acusado no la mató allí mismo fue porque salió a todo correr en
    busca de la traidora. Pero fíjense en que, a pesar de estar fuera de sí, se llevó consigo
    la mano de cobre. ¿Por qué esa mano, por qué no otra arma? Si hemos estado un mes
    entero contemplando la escena y preparándonos para ella, en cuanto vislumbramos
    algo parecido a un arma, nos lo llevamos. Todo un mes hemos estado imaginando que
    cualquier objeto puede servir de arma. Por eso inmediatamente, sin dudar, lo hemos
    reconocido como arma. Por eso no fue de forma inconsciente, no fue sin querer el que
    se llevara esa mano fatídica. Ya lo tenemos en el jardín de su padre, el camino está
    libre, no hay testigos, es tarde, oscuridad y celos. La sospecha de que ella está ahí, de
    que se está burlando de él, se ha apoderado de su alma. Y no es una simple sospecha:
    ya no hay sospecha que valga, el engaño es claro, evidente, ella está ahí, en esa
    habitación iluminada, ella está ahí con él, detrás de los biombos… Entonces el infeliz
    se aproxima furtivamente a la ventana, mira por ella con respeto, se resigna mesurado
    y se marcha prudentemente, se aleja cuanto antes de la desgracia, para que no pase
    nada peligroso ni inmoral. Y quieren convencernos de esto a nosotros, a nosotros, que
    conocemos la naturaleza del acusado, que comprendemos en qué estado se
    encontraba, en un estado que conocemos por los hechos y, lo más importante,
    ¡cuando él conocía las señales que podían hacerle entrar en la casa!
    Aquí, con motivo de las «señales», Ippolit Kiríllovich se olvidó por un momento de
    la acusación y encontró indispensable extenderse sobre Smerdiakov para cerrar
    definitivamente el paréntesis sobre la hipótesis de que Smerdiakov fuera el culpable
    del asesinato y acabar con semejante idea de una vez y para siempre. Lo hizo a fondo
    y todos comprendimos que, a pesar de que había expresado su desprecio por esa
    suposición, la consideraba muy importante.






    VIII. Tratado sobre Smerdiakov




    —En primer lugar, ¿de dónde ha salido esa suposición? —empezó preguntando Ippolit
    Kiríllovich—. El primero en proclamar que Smerdiakov era el asesino fue el propio
    acusado en el momento de su detención y, sin embargo, desde ese primer grito hasta
    este momento, en el juicio, no ha presentado ni una sola prueba que corrobore tal
    acusación. Ni hay pruebas ni indicios de pruebas con sentido. Después han
    corroborado esa acusación tres personas: los dos hermanos del acusado y la señorita
    Svetlova. El hermano mayor del acusado nos ha informado de sus sospechas hoy,
    enfermo, con un acceso de delirio indiscutible y fiebre, pero en los dos meses
    anteriores, como bien sabemos, compartía la opinión de que su hermano era culpable,
    ni siquiera intentó oponerse a la idea. Pero ya nos ocuparemos de esto más adelante.
    Además, el hermano menor del acusado acaba de exponer que no tiene ninguna
    prueba, ni la más mínima, que corrobore su idea sobre la culpabilidad de Smerdiakov,
    y que lo deduce de las palabras del propio acusado y de «la expresión de su cara», sí,
    esta colosal prueba ha sido dos veces pronunciada por el hermano. La expresión
    utilizada por la señorita Svetlova ha sido aún más colosal: «Creed lo que diga el
    acusado, no es un hombre de los que mienten». Y éstas son todas las pruebas fácticas
    que tienen contra Smerdiakov estas tres personas, demasiado interesadas en el
    destino del acusado. Mientras, la acusación se propagaba y se mantenía, y aún se
    mantiene, pero ¿es creíble? ¿Es concebible?
    Ippolit Kiríllovich encontró necesario esbozar ligeramente el carácter del difunto
    Smerdiakov, «quien había puesto fin a su vida en un ataque de delirio enfermizo y de
    locura». Le presentó como un hombre de poca inteligencia, con rudimentos de cierta
    educación confusa, aturullado por ideas filosóficas que no estaban al alcance de su
    inteligencia y asustado por algunas teorías contemporáneas sobre el deber y la
    obligación que le habían explicado de forma práctica —con la vida desordenada de su
    difunto señor y, quizá, su padre, Fiódor Pávlovich— y teórica —en diferentes y extrañas
    conversaciones filosóficas con el hijo mayor del señor, con Iván Fiódorovich, quien de
    buena gana se permitía estas distracciones, probablemente por aburrimiento o por
    necesidad de burlarse, y no encontró otro mejor de quien reírse.
    —Él personalmente me habló de su estado espiritual en los últimos días de estancia
    en casa de su señor —explicó Ippolit Kiríllovich—, y que otros también certifican: el
    acusado, el hermano de éste e incluso el criado Grigori, es decir, todos los que debían
    conocerle bastante bien. Además, abrumado por el mal caduco, Smerdiakov era
    «cobarde como una gallina». «Cayó a mis pies y me los besó —nos contó el acusado
    cuando aún no se daba cuenta del perjuicio que suponía esa información—, era una
    gallina con mal caduco», así se expresó él con su peculiar lenguaje. Y es a éste a quien
    el acusado (tal como él ha confirmado) elige para hombre de confianza, y le asusta
    tanto que accede a hacer de espía y de transmisor para él. En calidad de echadizo de
    la casa traiciona a su señor, informa al acusado de la existencia del sobre con dinero y
    de las señales con las que se puede llegar hasta el señor, y ¡cómo no contárselo! «¡Me
    matarán, sé que me matarán!», decía durante la instrucción, tiritando y temblando
    incluso ante nosotros a pesar de que el torturador que le tenía atemorizado ya había
    sido detenido y no podía castigarle. «Desconfiaba de mí a cada minuto y yo, por
    miedo, solo para calmar su furia, corría a contarle cualquier secreto, para que el señor
    pudiera ver mi inocencia y me dejara ir vivo.» Estas fueron sus palabras, yo tomaba
    notas y se me quedaron grabadas. «En cuanto me grita, caigo de rodillas ante él.» Al
    ser un joven de naturaleza honesta y habiéndose ganado por ello la confianza de su
    señor, que había distinguido su honradez cuando le devolvió un dinero que había
    perdido, es muy posible que el infeliz Smerdiakov sufriera terriblemente, arrepentido
    por la traición a su señor, al que tanto quería por ser su benefactor. Los que sufren del
    mal caduco, según atestiguan los principales psiquiatras, son propensos a inculparse
    incesante y enfermizamente. Sufren por toda clase de «culpabilidad», se atormentan
    por los remordimientos a menudo sin fundamento alguno, exageran e incluso se
    inventan diferentes faltas y crímenes. Y una persona así se convirtió realmente en
    culpable y criminal por culpa del miedo y la intimidación. Además, tenía el fuerte
    presentimiento de que nada bueno podía ocurrir, dado el cariz que estaban tomando
    las circunstancias. Cuando el hijo mayor de Fiódor Pávlovich, Iván Fiódorovich, partía
    hacia Moscú justo antes de la catástrofe, Smerdiakov le rogó que se quedara, sin
    atreverse a contarle clara y categóricamente, por su habitual cobardía, sus recelos. Se
    limitó a hacer alusiones, pero nadie las comprendió. Hay que señalar que él veía a Iván
    Fiódorovich como una defensa, una garantía de que, mientras éste estuviera en casa,
    no sucedería ninguna desgracia. Recuerden la expresión en la carta «ebria» de Dmitri
    Karamázov: «Mataré al viejo en cuanto se vaya Iván»; es decir, que la presencia de Iván
    Fiódorovich les parecía a todos garantía de tranquilidad y orden en la casa. Y entonces
    Iván Fiódorovich se marcha y casi al mismo tiempo, una hora después de la marcha del
    joven señor, Smerdiakov sufre un ataque. Es completamente comprensible. Hay que
    recordar que en los últimos días, abrumado por el miedo y desesperado, había sentido
    especialmente la posibilidad de que se aproximara un ataque, como ya le había
    pasado antes en momentos de tensión moral y de conmoción. Por supuesto no se
    puede adivinar el día y la hora de esos ataques, pero la disposición a ellos sí que
    puede percibirla de antemano un epiléptico. Eso dice la medicina. Así que nada más
    partir Iván Fiódorovich, Smerdiakov, bajo la impresión de su orfandad, llamémoslo así,
    y de su desamparo, va al sótano a hacer sus quehaceres, baja por las escaleras y
    piensa: «¿Me dará o no me dará un ataque? ¿Y si me da ahora?». Y precisamente por
    esa disposición, por esa aprensión, por esas preguntas, le ataca un espasmo en la
    garganta, que precede siempre a la epilepsia, y sale disparado sin conocimiento hasta
    el fondo del sótano. Y en esta casualidad natural se están ingeniando para ver algo
    sospechoso, algún testimonio, algún indicio de que se había fingido enfermo ¡a
    propósito! Pero, si fue a propósito, entonces surge la pregunta: ¿para qué? ¿Contando
    con qué? ¿A qué fin? No diré nada de la medicina; dicen que la ciencia miente, que la
    ciencia se equivoca, que los médicos no han sabido distinguir entre lo real y lo
    simulado, es posible, sí. Pero respóndame a esta pregunta: ¿para qué iba a querer
    fingir? ¿Para, habiendo tramado un asesinato, atraer con el ataque antes y más rápido
    la atención sobre la casa? Vean, señores del jurado, en casa de Fiódor Pávlovich la
    noche del crimen hubo cinco personas: en primer lugar, el propio Fiódor Pávlovich,
    pero él no se mató a sí mismo, esto está claro; en segundo lugar, su criado Grigori, al
    que casi matan; en tercero, la mujer de Grigori, la criada Marfa Ignátievna, pero
    imaginársela matando a su señor es simplemente vergonzoso. Quedan, por
    consiguiente, dos: el acusado y Smerdiakov. Pero, puesto que el acusado asegura que
    él no le mató, entonces tuvo que ser Smerdiakov, no hay otra opción, pues no se ha
    encontrado a nadie más, ya no vamos a elegir otro asesino. Probablemente de aquí
    viene esa acusación «taimada» y colosal contra el desgraciado idiota que ayer se
    suicidó. Porque ya no había nadie más. Si hubiera habido aunque fuera una sombra,
    una sospecha de otro, de una sexta persona, estoy convencido de que hasta el
    acusado sentiría vergüenza de haber señalado a Smerdiakov y señalaría a esa sexta
    persona, pues acusar a Smerdiakov de este asesinato es completamente absurdo.





    732
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     DOSTOYEVSKI - Página 35 Empty Re: DOSTOYEVSKI

    Mensaje por Maria Lua Miér 18 Dic 2024, 22:05

    ***

    »Señores, dejemos la psicología, dejemos la medicina, dejemos incluso la lógica,
    centrémonos en los hechos, única y exclusivamente en los hechos, y veamos qué nos
    dicen. Fue Smerdiakov, pero ¿cómo? ¿Solo o con ayuda del acusado? Empecemos
    examinando el primer supuesto, es decir, que lo hizo Smerdiakov solo. Por supuesto, si
    lo mató, sería por alguna razón, por algún beneficio. Pero, sin tener ni sombra de
    motivos para el asesinato como los tiene el acusado, esto es, odio, celos, etcétera,
    etcétera, Smerdiakov solo podría haber matado por dinero, para apropiarse de esos
    tres mil rublos, los que había visto guardar en un sobre. Tras urdir el asesinato, le
    cuenta a otra persona (al mayor interesado además, al acusado) todas las
    circunstancias del dinero y las señales: dónde está el sobre, qué tiene escrito, con qué
    está envuelto el dinero y, lo más importante, le cuenta las “señales” con las que se
    puede entrar a la casa. ¿Por qué lo hace? ¿Para delatarse? ¿O para buscarse un rival
    que también quiera entrar y hacerse con el sobre? Ahora me dirán que se lo contó por
    miedo. Pero ¿cómo es eso? ¿Una persona que no ha pestañeado en tramar algo tan
    audaz y atroz y en llevarlo a cabo después va y cuenta una información que solo él
    conoce y que nadie en el mundo habría adivinado nunca si él hubiera callado? No, por
    734
    muy cobarde que sea, si hubiera tramado algo así, no le habría contado a nadie lo del
    sobre y las señales, pues eso habría sido delatarse. Se habría inventado otra cosa,
    habría contado alguna mentira en caso de que le hubieran exigido información, pero
    ¡eso se lo habría callado! Por el contrario, repito, si hubiera callado al menos lo del
    dinero, y después de matar se hubiera apoderado de él, nadie le habría podido acusar
    nunca de haber asesinado para robar, pues nadie excepto él había visto ese dinero,
    nadie sabía que estaba en la casa. E incluso si le acusaban, habría que considerar algún
    otro motivo para el asesinato. Pero, puesto que previamente nadie ha reparado en
    otros motivos, al contrario, todos hemos visto que era el preferido de su señor, que
    gozaba de su confianza, sería el último de quien se sospechara, se sospecharía primero
    de aquel que tuviera motivos, de quien ha ido proclamando que los tenía, de quien no
    los ha ocultado, sino que los ha manifestado delante de todo el mundo, en una
    palabra, se sospecharía del hijo del muerto, de Dmitri Fiódorovich. Smerdiakov habría
    matado y robado, pero se culparía a su hijo. ¿No sería esto beneficioso para el
    Smerdiakov asesino? Pues aun así, Smerdiakov, habiendo tramado el asesinato, le
    habla al hijo, a Dmitri, del dinero, del sobre y de las señales, ¡qué lógico, qué evidente!
    »Llega el día señalado para el asesinato y Smerdiakov se cae, fingiendo, en un
    ataque del mal caduco, ¿para qué? Ah, claro, primero para que el criado Grigori, que
    tenía preparada su cura, al ver que no había nadie para cuidar la casa, quizá aplace la
    cura y se ponga a vigilar. Segundo, para que el señor, al ver que nadie va a vigilar, y
    temiendo muchísimo que venga su hijo (algo que no ha ocultado) redoble su
    desconfianza y su precaución. Y por fin lo más importante: para que a él, a Smerdiakov,
    herido por el ataque, lo trasladen de la cocina, donde dormía siempre separado de los
    demás y donde tenía su entrada y salida propia, al otro extremo del pabellón, a los
    aposentos de Grigori, con ellos dos al otro lado del tabique, a tres pasos de su cama,
    como se había hecho desde siempre en cuanto sufría un ataque, siguiendo las
    disposiciones del señor y de la compasiva Marfa Ignátievna. Aquí, para fingirse aun
    más enfermo, probablemente empezaría a gemir tras el tabique, esto es, les tendría
    despiertos toda la noche (y así fue según el testimonio de Grigori y de su mujer), y
    todo ¡para levantarse más cómodamente y matar a su señor!
    »Quizá ahora me digan que precisamente fingió para que no pensaran en él, pues
    estaba enfermo, y que le habló al acusado del dinero y de las señales precisamente
    para que éste se sintiera tentado y le matara él mismo y, una vez que lo ha hecho, se
    marcha y se lleva el dinero y, quizá así monte ruido, escándalo, despierte a los testigos,
    y entonces es cuando Smerdiakov se levanta y va a… ¿a hacer qué? Claro, a matar otra
    vez al señor y a llevarse otra vez el dinero que ya se han llevado. Señores, ¿se están
    riendo? Vergüenza me da hacer estas suposiciones, pero imagínense, esto
    precisamente es lo que afirma el acusado: después de que yo saliera de la casa —
    dice—, tras derribar a Grigori y causar alarma, Smerdiakov se levantó, mató y robó. Y
    ya no voy a hablar de cómo pudo Smerdiakov calcular todo eso con antelación, prever
    con exactitud que el hijo enojado y rabioso iría únicamente a mirar por la ventana con
    respeto y que, aun conociendo las señales, se retiraría para dejarle a él, a Smerdiakov,
    todo el botín. Señores, se lo pregunto en serio: ¿en qué momento Smerdiakov pudo
    haber cometido el crimen? Señálenme ese momento, pues sin él es imposible acusarle.
    »“Quizá el ataque fue auténtico. El enfermo vuelve en sí de repente, oye gritos,
    sale”, bien, así que echa un vistazo y se dice: ¿y si voy a matar al señor? Y ¿cómo sabía
    lo que había sucedido, si hasta ese momento había estado sin conocimiento? Por lo
    demás, señores, hasta la fantasía tiene un límite.
    »“¿Y si —dirán los perspicaces—, y si los dos estaban de acuerdo? ¿Y si lo mataron
    los dos juntos y se repartieron el dinero?”
    »Sí, en efecto, es una sospecha seria y, en primer lugar, corroborada por
    importantes pruebas: uno le mata y hace todo el trabajo mientras el otro cómplice está
    sin hacer nada, tras haber fingido un ataque del mal caduco precisamente para
    despertar sospechas en todos, para alarmar al señor y a Grigori. Sería interesante
    conocer los motivos por los que ambos cómplices llegaron a inventar un plan tan
    disparatado. Pero quizá no hubiera una colaboración activa por parte de Smerdiakov,
    sino pasiva y dolorosa, por así decirlo: quizá el atemorizado Smerdiakov solo accediera
    a no oponerse al asesinato y, presintiendo que podían acusarle de haber permitido la
    muerte de su señor por no gritar, por no oponer resistencia, se aseguró el permiso de
    Dmitri Karamázov para guardar cama por un supuesto ataque “y tú mátalo como te
    venga bien, eso ya no es cosa mía”. Pero, de ser así, el ataque causaría sobresalto en
    la casa y, previéndolo, Dmitri Karamázov nunca habría estado de acuerdo con esa
    condición. Pero voy a conceder que estuvo de acuerdo: de todas formas, resulta que
    Dmitri Karamázov es el asesino, el asesino e instigador, mientras que Smerdiakov es
    solo un participante pasivo, puede que ni siquiera participante, sino solo consentidor
    por miedo y en contra de su voluntad, lo que un tribunal podría distinguir
    perfectamente. Así que ¿qué es lo que tenemos? Nada más ser detenido, el acusado
    se lo carga todo a Smerdiakov y le culpa solo a él: lo ha hecho él, dice, él ha asesinado
    y robado, ¡es cosa suya! Pero ¿qué clase de cómplices son esos que enseguida
    empiezan a hablar el uno del otro? Esto no sucede nunca. Y fíjense en el riesgo para
    Karamázov: él es el principal asesino, el otro no, el otro solo es un consentidor que
    duerme tras un tabique, y él va y se lo carga todo al enfermo. Porque el enfermo
    puede enfadarse y, por instinto de supervivencia, reconocer la pura verdad: ambos
    participamos, pero yo no le maté, yo solo lo permití, lo consentí, por miedo. Porque
    Smerdiakov podía comprender que un tribunal distinguiría enseguida su grado de
    culpabilidad y, por consiguiente, podía contar con que, si le castigaban, serían
    muchísimo menos duros que con el principal asesino que pretende culparle de todo. Y
    entonces seguro que habría confesado. Sin embargo, esto no ha sucedido.
    736
    Smerdiakov no ha dicho ni palabra de una colaboración, a pesar de que el asesino ha
    insistido en acusarle y continuamente le señalaba como único asesino. Es más, en el
    curso del sumario fue Smerdiakov quien reveló que él había hablado con al acusado
    del sobre con el dinero y de las señales y que sin él nunca lo habría averiguado. Si de
    verdad fuera cómplice y culpable, ¿habría contado con tanta facilidad en el sumario
    que fue él quien informó al acusado? Al contrario, habría empezado a negarlo, a
    tergiversar los hechos y a atenuarlos. Pero ni tergiversó ni atenuó. Y eso solo puede
    hacerlo un inocente que no teme que le acusen de complicidad. He aquí que ayer él,
    en un ataque de melancolía enfermiza por culpa de su mal caduco y de toda la
    catástrofe desencadenada, se ahorcó. Y dejó una nota escrita con un estilo peculiar:
    “Me destruyo por voluntad y deseo propio, que no se acuse a nadie”. ¿Qué le hubiera
    costado añadir a la nota: yo soy el asesino y no Karamázov? Pero no lo hizo, ¿tenía
    conciencia para una cosa y no para la otra?
    »¿Qué más? Hace poco le han traído dinero al tribunal, tres mil rublos, “los mismos
    que estaban en el sobre de la mesa con las pruebas materiales; lo recibí ayer de
    Smerdiakov”, han dicho. Pero ustedes, señores del jurado, seguro que recuerdan la
    triste escena. No voy a reproducir los detalles, pero sí voy a permitirme un par de
    consideraciones elegidas entre lo más insignificante, precisamente porque al ser
    insignificantes no todos las tenemos en cuenta y podemos olvidarlas. En primer lugar,
    y una vez más, Smerdiakov devolvió el dinero ayer y se ahorcó por remordimiento de
    conciencia. (Pues no habría devuelto el dinero sin tener remordimientos.) Y, claro, solo
    ayer por la tarde le confesó su crimen a Iván Karamázov, como ha declarado el propio
    Iván Karamázov; de lo contrario ¿por qué éste habría guardado silencio hasta ahora?
    Bien, ha confesado, y yo vuelvo a repetir: ¿por qué no nos cuenta toda la verdad en su
    última nota sabiendo que al día siguiente va a ser juzgado un acusado inocente?
    Porque el dinero solo no es una prueba. Por ejemplo, hace una semana dos personas
    más de esta sala y yo supimos de forma totalmente casual un hecho, y es precisamente
    que Iván Fiódorovich Karamázov envió a canjear a la capital de la provincia dos títulos
    de cinco mil rublos al cinco por ciento, en total diez mil. Solo quiero decir que todos
    podemos tener dinero en un momento dado y que, si alguien tiene tres mil rublos, eso
    no demuestra que sea el mismo dinero de un determinado cajón o sobre. Finalmente,
    Iván Karamázov, tras recibir ayer una información tan importante sobre el auténtico
    asesino, se queda tan tranquilo. ¿Por qué no declararlo inmediatamente? ¿Por qué lo
    retrasa hasta la mañana? Voy a suponer que tengo derecho a adivinar por qué: ya lleva
    una semana con la salud quebrantada, él mismo ha reconocido al médico y a sus
    allegados que tiene visiones, que ve a gente ya muerta; la víspera del delírium trémens
    que hoy le ha atacado, tras enterarse de la muerte de Smerdiakov, construye el
    siguiente razonamiento: “El hombre está muerto, puedo acusarle a él y salvar a mi
    hermano. Tengo dinero, cogeré un fajo y diré que Smerdiakov me lo entregó antes de
    737
    morir”. Ustedes dirán que es desleal; que aunque sea sobre un muerto, es desleal
    mentir incluso para salvar a un hermano. Pero ¿y si él ha mentido inconscientemente?
    ¿Y si él imagina que de verdad fue así, con el juicio definitivamente afectado por la
    noticia de la repentina muerte del criado? Ustedes han visto la reciente escena, han
    visto en qué estado se encontraba. Se tenía de pie y hablaba, pero ¿dónde estaba su
    cabeza? A este testimonio de un febril le ha seguido un documento, una carta del
    acusado a la señorita Verjóvtseva, escrita dos días antes del crimen y con un detallado
    plan de ejecución. Entonces, ¿qué hacemos buscando otro plan y a sus autores? El
    crimen fue cometido siguiendo palabra por palabra este plan y no fue cometido por
    ningún otro que por su autor. Sí, señores del jurado, “¡se cometió según el escrito!”. Y
    no, no nos alejamos corriendo con respeto y temor de la ventana del padre, sobre
    todo si estábamos firmemente seguros de que nuestra amada estaba con él. No, es
    absurdo e inverosímil. Él entró y… puso fin al asunto. Probablemente le mató en un
    momento de irritación, enardecido de ira, en cuanto vio a su enemigo y rival, pero
    cuando le hubo matado —algo que hizo quizá de un solo golpe, de un único
    movimiento, armado con la mano de cobre— y se hubo convencido, tras un minucioso
    registro, de que ella no estaba, no se olvidó de meter la mano debajo de la almohada
    y sacar el sobre con dinero, cuyo envoltorio hecho trizas está ahí, en la mesa de las
    pruebas materiales. Les pediré además que se fijen en una circunstancia para mí muy
    significativa. De haber sido un asesino experimentado o un asesino que solo quisiera
    robar, ¿habría dejado el sobre en el suelo, donde se encontró junto al cadáver? Por
    ejemplo, si hubiera sido Smerdiakov, que ha cometido el asesinato para robar,
    simplemente se habría llevado el sobre entero, sin molestarse en abrirlo justo encima
    del cadáver de su víctima. Él sabía con seguridad que en ese sobre había dinero —lo
    habían guardado y sellado en su presencia—, y si se lo llevaba nadie sabría que se
    había cometido un robo. Y yo les pregunto, señores del jurado, ¿habría actuado así
    Smerdiakov, se habría dejado el sobre en el suelo? No, así actúa precisamente un
    asesino exaltado que no razona bien, un asesino que no es un ladrón y que hasta
    entonces nunca había robado, que incluso en ese momento que saca el dinero de
    debajo de la cama no es un ladrón robando, sino alguien que le quita una cosa propia
    al ladrón que se lo robó, pues esto era lo que pensaba Dmitri Fiódorovich de los tres
    mil rublos, convertidos en una manía para él. Así que, tras hacerse con un sobre que
    no ha visto antes, lo rompe para asegurarse de que es el dinero, después corre con el
    dinero en el bolsillo, incluso se olvida de que ha dejado en el suelo una enorme
    acusación contra él en forma de sobre roto. Todo porque es Karamázov y no
    Smerdiakov, él no piensa, no entiende, ¿cómo podría? Sale huyendo, oye el lamento
    del criado que le ha sorprendido, el criado le alcanza, se detiene y cae derribado por
    la mano de cobre. El acusado baja de un salto para verle, por pena. Imagínense, de
    repente asegura que bajó por pena, por compasión, para ver si podía ayudarle. ¡Vaya
    738
    un momento para expresar tal compasión! No, saltó para asegurarse de si estaba vivo
    el único testigo de su fechoría. ¡Cualquier otro sentimiento, cualquier otro motivo no
    sería natural! Fíjense en que le dedica tiempo a Grigori, le limpia la cabeza con un
    pañuelo y, una vez convencido de que no está muerto, todo lleno de sangre y como
    aturdido llega otra vez a casa de su amada, ¿cómo no pensó en que estaba cubierto
    de sangre y que enseguida le denunciarían? El acusado nos asegura que ni siquiera
    prestó atención a la sangre. Podemos admitirlo, es muy posible, les suele pasar a los
    criminales. Un cálculo infernal para unas cosas, y otras no llegan a entenderlas. Y él, en
    ese momento, solo pensaba en dónde estaría ella. Necesitaba averiguar cuanto antes
    dónde estaba, así que llega corriendo a su casa y averigua una noticia inesperada y
    colosal: ¡ella se ha ido a Mókroie con su «anterior», con el «indiscutible»!


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    Mensaje por Maria Lua Jue 19 Dic 2024, 16:47

    ***
    IX. Psicología a todo vapor. La troika al galope. El final del alegato del fiscal
    Al llegar a este momento de su alegato, Ippolit Kiríllovich, que claramente había
    elegido el método histórico de exposición, al que tanto les gusta recurrir a los
    oradores nerviosos en busca de unos límites rigurosamente establecidos para reprimir
    su propio entusiasmo impaciente, se extendió especialmente en el «anterior» e
    «indiscutible» y expresó sobre este tema varias ideas entretenidas a su manera.
    —Karamázov, que se volvía loco de celos por todos, de repente parece caer y
    desaparecer ante el «anterior» e «indiscutible». Y, cuando menos, es extraño que casi
    no hubiera prestado atención a este nuevo peligro que le acechaba en forma de rival
    inesperado. Pero siempre se había imaginado que aún estaba lejos y Karamázov
    siempre vive en el presente. Es probable que hasta lo considerara ficción. Su corazón
    lastimero comprendió enseguida que quizá por eso la mujer le había ocultado al nuevo
    rival, que por eso le había mentido poco antes, que el rival recién llegado no era para
    ella ni fantasía ni ficción, sino todo, todas sus expectativas en la vida; habiendo
    comprendido esto, él se resignó. Bien, señores del jurado, no puedo silenciar este
    repentino rasgo en el alma del acusado, quien parecía no ser capaz de manifestar algo
    así y que, de repente, hace gala de una implacable necesidad de verdad, de respeto a
    la mujer, de aceptar los dictados de su corazón, ¡en qué momento! ¡En el momento en
    que se ha manchado las manos con la sangre de su propio padre! Cierto que la sangre
    derramada ya clamaba venganza, pues él, que había destruido su alma y todo su
    destino en la tierra, involuntariamente debía sentir y preguntarse en ese momento qué
    significaba él y qué podía significar él ya para ella, la criatura a la que quería más que a
    su propia alma, en comparación con el «anterior» e «indiscutible», que se había
    arrepentido y había regresado junto a la mujer a la que una vez destruyó con un amor
    nuevo, con proposiciones honradas, con la promesa de una vida nueva y feliz. Mientras
    que él, infeliz, ¿qué podría darle él ahora? ¿Qué podía ofrecerle? Karamázov lo
    comprendió, comprendió que su crimen le había cerrado todos los caminos y que solo
    era un criminal condenado a muerte y no un hombre que fuera a vivir. Esta idea lo
    aplastó y lo destruyó. Y al momento se concentra en un plan frenético que, dado el
    carácter de Karamázov, se le planteó como la única y fatal salida de su terrible
    situación. Esa salida era el suicidio. Corre a por las pistolas que ha empeñado al
    funcionario Perjotin y por el camino, a la carrera, saca del bolsillo todo el dinero por el
    que se ha salpicado las manos con la sangre paterna. Oh, el dinero es lo que más
    necesita ahora: Karamázov va a morir, Karamázov va a pegarse un tiro, y ¡todos deben
    recordarlo! Por algo somos poetas, por algo hemos consumido nuestra vida como una
    vela, por los dos extremos. «Iré con ella, con ella, y allí daré un gran festín, uno como
    nunca hayan visto para que me recuerden y hablen durante mucho tiempo. Entre
    gritos salvajes, locas canciones y bailes cíngaros brindaremos y felicitaremos a la mujer
    adorada por su nueva dicha y, después, allí mismo, a sus pies ¡nos volaremos el cráneo
    y nos castigaremos! ¡Algún día se acordará de Mitia Karamázov! ¡Verá cómo la quería
    Mitia, sentirá pena por Mitia!» Muchas escenas pintorescas, mucho frenesí novelesco,
    salvaje ímpetu karamazoviano y sentimentalismo, pero también algo más, señores del
    jurado, algo más que grita en su alma, que golpea en su cabeza incansablemente y
    envenena su corazón dirigiéndolo hacia la muerte. Ese algo es la conciencia, señores
    del jurado, es su juicio, ¡son los terribles remordimientos! Pero la pistola lo arreglará
    todo, la pistola es la única salida, no hay ninguna otra, y allí… No sé si Karamázov
    pensaba en qué habrá más allá ni si Karamázov puede pensar, como Hamlet, en qué
    habrá más allá. No, señores del jurado, unos tienen a Hamlets, pero nosotros, por el
    momento, ¡solo tenemos a Karamázovs!
    Ippolit Kiríllovich desplegó un cuadro detalladísimo de los preparativos de Mitia, la
    escena en casa de Perjotin, en la tienda, con las cajas. Reprodujo un montón de
    palabras, sentencias y gestos confirmados por los testigos, y este cuadro influyó
    terriblemente en la opinión de los oyentes. Lo importante es que influyó en el conjunto
    de hechos. La culpabilidad de este tempestuoso exaltado que ya no cuidaba de sí era
    irrebatible.
    —Ya no tenía nada por lo que cuidarse —decía Ippolit Kiríllovich—, dos o tres
    veces estuvo a punto de confesarlo todo, lo daba a entender aunque no llegó a decirlo
    —citó entonces los testimonios de los testigos—. Incluso en el camino le gritó al
    cochero: «¿Sabes? ¡Estás llevando a un asesino!». Pero no podía contarlo, primero
    tenía que llegar a Mókroie y ya allí terminaría el poema. Sin embargo, ¿qué es lo que
    aguardaba al acusado? El caso es que casi desde el primer momento, al llegar a
    Mókroie, siente, para después comprenderlo del todo, que el rival «indiscutible»
    puede que no sea tan indiscutible y que no desean ni aceptan de él ni felicitaciones
    por la nueva dicha ni brindis. Pero ya conocen los hechos, señores del jurado, por el
    sumario. El triunfo de Karamázov sobre su adversario resultó incontestable y entonces,
    pues entonces se inició en su alma una nueva fase, ¡puede que la fase más terrible de
    todas las que ha sufrido y sigue sufriendo esta alma! Señores del jurado, se puede
    reconocer positivamente —exclamó Ippolit Kiríllovich— que su naturaleza ultrajada y
    su corazón criminal ya eran de por sí vengadores de cualquier justicia terrenal. Es más:
    la justicia y el castigo terrenal puede que hasta alivien el castigo de la naturaleza, en
    estos momentos son imprescindibles para el alma del criminal, para salvarla de la
    desesperación, pues no puedo ni imaginar el horror y los sufrimientos morales de
    Karamázov cuando se enteró de que ella le quería, de que por él renunciaba al
    «anterior» e «indiscutible», de que era a él, a Mitia, a quien invitaba a su vida
    renovada, de que le prometía la felicidad. Pero ¿en qué momento? ¡Cuando ya todo
    había terminado para él y ya nada era posible! Por cierto, haré un breve comentario
    muy importante para nosotros para esclarecer la auténtica esencia de la situación del
    acusado en ese momento: esa mujer, ese amor suyo, siguió siendo para él hasta el
    último minuto, hasta el mismo instante de la detención, una criatura inalcanzable a la
    que deseaba con pasión, pero inaccesible. Y ¿por qué no se pegó un tiro entonces,
    por qué abandonó su buena intención e incluso olvidó dónde estaba su pistola?
    Precisamente esa sed apasionada de amor y la esperanza de saciarla en ese momento
    se lo impidieron. Embriagado por el banquete, se prendió a su amada, que festejaba
    junto a él más encantadora y seductora que nunca; él no se aparta de ella, la admira,
    desaparece en presencia de ella. Esa sed apasionada pudo reprimir por un instante no
    solo el miedo a ser detenido, sino ¡hasta los remordimientos de conciencia! ¡Por un
    instante, ay, solo por un instante! Imagino el estado en ese momento del alma del
    criminal sometida indiscutible y servilmente por tres elementos que la aplastaban por
    completo: en primer lugar, la borrachera, la embriaguez y el jolgorio, el pataleo de los
    bailes, los chillidos de las canciones y ella, ella, colorada por el vino, cantando y
    bailando, borracha y riéndose para él. En segundo lugar, el sueño lejano y alentador
    de que su fatídico final aún estaba lejos, al menos no estaba cerca, si acaso al día
    siguiente, como mucho vendrían a buscarlo por la mañana. Por lo tanto aún tenía
    varias horas, y esto es mucho, ¡muchísimo! En varias horas se pueden idear muchas
    cosas. Imagino que sucede algo parecido cuando un criminal es conducido al cadalso:
    todavía hay que recorrer una calle larga, muy larga, y además despacio, flanqueado
    por miles de personas, después torcer por otra calle y solo al final de esa calle está la
    terrible plaza. Me parece que al principio del camino el condenado, subido en el
    oprobioso carro, debe tener precisamente la sensación de que tiene por delante una
    vida infinita. Pero he aquí que las casas van pasando, el carro sigue avanzando, bueno,
    no pasa nada, todavía está lejos la vuelta de la esquina, él sigue mirando animoso a
    derecha e izquierda y a esas miles de personas curiosas pero indiferentes que clavan la
    mirada en él, y todavía cree que es igual que ellos, que es una persona. Pero aquí está
    ya la vuelta de la esquina, oh, no pasa nada, es una calle entera. Y lo mismo da cuántas
    casas pasen, él piensa: «Todavía quedan muchas casas». Y así hasta el final, hasta la
    plaza. E imagino que esto es lo que le pasó a Karamázov. «No han tenido tiempo —
    pensaba—, todavía se puede buscar algo, ya habrá tiempo de componer un plan de
    defensa, de pensar una respuesta, pero ahora… ¡está tan encantadora!» Hay angustia y
    miedo en su alma, pero consigue separar la mitad del dinero y esconderlo en algún
    lugar; de lo contrario, no me explico cómo pudo desaparecer la mitad de los tres mil
    que acababa de quitarle a su padre de debajo de la almohada. No era la primera vez
    que estaba en Mókroie, había estado de juerga dos días. Conocía esa casa de madera
    vieja y grande, sus cobertizos y galerías. Supongo que ocultó parte del dinero
    entonces, en esa casa, poco antes de ser detenido, en alguna rendija, en una grieta,
    debajo de alguna tabla, en un rincón, debajo de la cubierta, ¿para qué? ¿Cómo que
    para qué? La catástrofe podía suceder enseguida, y todavía no hemos pensado cómo
    recibirla, no tenemos tiempo para eso, pues nos golpea en la cabeza y además ella nos
    llama, pero ¿y el dinero? ¡El dinero es imprescindible en cualquier situación! Un
    hombre con dinero es un hombre en todas partes. ¿Quizá no les parece natural esa
    prudencia en un momento así? Pues es que él mismo asegura que un mes antes, en un
    momento igual de alarmante y fatídico para él, apartó la mitad de los tres mil y los
    cosió a un escapulario y, claro, esto no es verdad, algo que ahora demostraremos,
    pero aun así era una idea familiar para Karamázov, la había contemplado. Es más,
    cuando más tarde aseguró al juez instructor que había apartado mil quinientos rublos
    en el escapulario (lo que nunca sucedió), es posible que se inventara lo del escapulario
    en ese instante precisamente porque dos horas antes había apartado la mitad del
    dinero y la había escondido en Mókroie, por si acaso, hasta la mañana, para no llevarlo
    encima, por una inspiración que le vino de repente. Dos abismos, señores del jurado,
    recuerden que Karamázov puede contemplar dos abismos ¡y los dos a la vez! Hemos
    buscado en la casa, pero no lo hemos encontrado. Es posible que el dinero siga allí,
    pero es posible que al día siguiente desapareciera y ahora lo tenga el acusado. En
    cualquier caso, le detuvieron al lado de ella, arrodillado ante ella. Ella estaba echada
    en la cama y él le tendía las manos, y hasta tal punto se había olvidado de todo que no
    oyó cómo se acercaban los que iban a detenerle. Aún no le había dado tiempo a
    prepararse mentalmente para las respuestas. Tanto él como su cabeza fueron pillados
    de improviso.
    »Y ahora está ante sus jueces, ante quienes van a decidir su destino. Señores del
    jurado, hay momentos en que, debido a nuestras obligaciones, sentimos miedo ante
    una persona, y ¡miedo por esa persona! Es el momento de contemplar el miedo
    animal, cuando el criminal siente que todo está perdido, pero aun así lucha, aun así
    tiene intención de luchar contra ustedes. Es el momento en que todos los instintos de
    supervivencia se alzan a la vez y, para salvarse, les dirige una mirada penetrante,
    interrogante y sufriente, les atrapa y les estudia, a ustedes, a sus caras, sus ideas,
    espera a ver por qué lado van a golpear, y en su cabeza temblorosa al instante se
    forjan inmediatamente miles de planes, aunque teme hablar, ¡teme irse de la lengua!
    Estos momentos humillantes del alma humana, este calvario, esta sed animal por la
    propia salvación, son terribles y a veces producen temblores y compasión por el
    criminal incluso en el juez instructor. Bueno, nosotros hemos sido testigos de todo eso.
    Al principio estaba aturdido, empujado por el horror se le escaparon varias palabras
    que le comprometían gravemente: “¡Sangre! ¡Me lo merezco!”. Pero se dominó
    rápidamente. Qué decir, cómo responder, todavía no lo tenía preparado, solo tenía
    preparada una negación sin fundamento: “¡No soy culpable de la muerte de mi
    padre!”. De momento ésta es nuestra barrera y quizá podamos levantar algo más
    detrás de la barrera, una barricada. Anticipándose a nuestras preguntas, se apresura a
    explicar esas primeras exclamaciones comprometidas con que se considera culpable
    de la muerte del criado Grigori. “Soy culpable de esa sangre, pero ¿quién mató a mi
    padre, señores, quién? ¿Quién más pudo matarle si no he sido yo?”. ¿Lo han oído?
    Nos lo pregunta a nosotros, ¡a nosotros, que hemos ido a hacerle esa misma pregunta!



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    Mensaje por Maria Lua Vie 20 Dic 2024, 08:03

    ***
    Y ¿han oído esa palabrita que se ha adelantado? “Si no he sido yo.” Ay, ese ardid, esa
    inocencia y esa impaciencia karamazoviana. Yo no lo he matado, ni se les ocurra
    pensar que he sido yo: “Quería matarle, señores, quería —admite rápidamente (¡se
    apresura, se apresura muchísimo!)—, pero soy inocente, ¡yo no le he matado!”. Nos
    concede que quería matarle, ¿ven qué sincero que soy? —parece decir—, así que
    tienen que creer que no le he matado. Ay, en estos casos el criminal a veces se vuelve
    increíblemente irreflexivo y crédulo. Y he aquí que como por casualidad en la
    instrucción se le plantea una pregunta de lo más ingenua: “¿No lo habrá matado
    Smerdiakov?”. Y sucedió lo que esperábamos: se enfadó terriblemente porque nos
    habíamos adelantado y le habíamos pillado por sorpresa cuando aún no le había dado
    tiempo de prepararse, de elegir y atrapar el momento más verosímil para sacar a
    Smerdiakov. Por su naturaleza, enseguida se lanzó a un extremo y empezó a
    asegurarnos con todas sus fuerzas que Smerdiakov no podía matar, que no era capaz
    de matar. Pero no le crean, es puro ardid: no ha renunciado por completo a
    Smerdiakov, al contrario, volverá a sacarlo porque a quién más va a sacar si no es a él,
    pero lo hará en otra ocasión porque de momento ese plan se ha echado a perder. Lo
    sacará quizá al día siguiente o puede que cuando hayan pasado varios días, una vez
    encontrado el momento en que gritarnos: “Ya ven, yo negué que fuera Smerdiakov
    más que ustedes, ¿se acuerdan?, pero ahora estoy convencido, él fue quien le mató,
    ¿quién si no?”. Aunque, de momento, nos contradice sombrío e irritado; la
    impaciencia y la ira le sugieren, sin embargo, una explicación de lo más inepta e
    inverosímil sobre cómo había visto a su padre por la ventana y se había alejado de allí
    respetuosamente. Lo principal es que todavía no conoce las circunstancias, el valor de
    las declaraciones de Grigori, quien ha vuelto en sí. Comenzamos a examinarlo y a
    registrarlo. El registro lo enfurece pero también lo anima: no encontramos los tres mil
    rublos, solo se encuentran mil quinientos. Y, claro, en ese momento de silencio
    colérico y negación por primera vez le viene a la cabeza la idea del escapulario. Sin
    duda, es consciente de la poca credibilidad de su invención y se tortura, se tortura
    terriblemente, por hacerla más creíble, por componerla de forma que resulte una
    novela verdadera y verosímil. En estos casos, lo primero, la principal tarea de la
    instrucción es no permitir los preparativos, pillar desprevenido al criminal para que
    exprese sus ideas ocultas con toda sencillez, inverosimilitud y contradicciones. Solo se
    puede hacer hablar a un criminal comunicándole repentinamente y como por
    casualidad algún hecho nuevo, alguna circunstancia del caso colosal por su significado,
    pero que hasta entonces él no había supuesto ni había podido prever. Nosotros
    teníamos preparada esa circunstancia, sí, llevaba preparada mucho tiempo: era el
    testimonio del criado Grigori, que había vuelto en sí, sobre la puerta abierta por la que
    salió corriendo el acusado. Él se había olvidado por completo de la puerta y había
    supuesto que Grigori no la había visto. El efecto fue colosal. Se puso en pie de un salto
    y empezó a gritar: “¡Fue Smerdiakov, Smerdiakov!”, y así reveló su idea oculta, su idea
    fundamental, de la forma más inverosímil, pues Smerdiakov solo pudo haber matado
    después de que él derribara a Grigori y saliera huyendo. Cuando le informamos de
    que Grigori había visto la puerta abierta antes de la agresión y que, mientras salía de
    su dormitorio, había oído gemir a Smerdiakov tras el tabique, Karamázov estaba
    ciertamente abrumado. Mi colaborador, nuestro honorable y agudo Nikolái
    Parfiónovich, me contó después que en ese instante sintió tanta pena por él que casi
    se echa a llorar. Y es en ese instante, para arreglar el asunto, cuando él empieza
    rápidamente a hablarnos del famoso escapulario: muy bien, parece decir, pues ¡ahora
    oíd esta historia! Señores del jurado, ya les he explicado por qué considero toda esa
    ocurrencia sobre el dinero guardado un mes antes en el escapulario no solo algo
    absurdo, sino también una invención tan inverosímil que solo podemos esperar en un
    caso como el que nos ocupa. Incluso si para una apuesta quisiéramos decir o imaginar
    algo más inverosímil, no podríamos encontrar nada peor. Aquí lo principal es que se
    puede frenar y reducir a la nada al novelista con los detalles, con esos detalles en los
    que es tan rica la realidad y que siempre, como si fueran una nadería insignificante e
    innecesaria, son menospreciados por estos desgraciados cuentistas involuntarios que
    nunca piensan en ellos.


    Oh, en esos momentos no están para esas cosas, su cabeza
    solo crea un todo grandioso y entonces ¡va alguien y se atreve a preguntarle por esas
    naderías! Y ¡es aquí cuando se les atrapa! Le preguntan al acusado: “Bien, y ¿dónde se
    sirvió coger el material para su escapulario, quién se lo cosió?”. “¡Lo hice yo solo!” “Y
    ¿dónde se sirvió coger la tela?” El acusado se ofende, lo considera una nadería
    ofensiva y, créanme, ¡es sincero, sincero! Son todos así. “La arranqué de una camisa.”
    “Perfecto, señor, pues mañana buscaremos entre su ropa blanca una camisa con un
    trozo arrancado.” Y comprendan, señores del jurado, que si al menos hubiéramos
    encontrado la camisa (y cómo no íbamos a encontrarla en su maleta o en la cómoda si
    la camisa hubiera existido de verdad), habríamos tenido una prueba, una prueba
    palpable a favor de la legitimidad de su testimonio. Pero esto él no lo entiende: “No
    me acuerdo, quizá no fuera de una camisa, lo cosí de una cofia de la patrona”.
    “¿Cómo era la cofia?” “Pues la cogí, no sé, estaba por ahí tirada, una vieja y gastada
    de percal.” “¿Lo recuerda bien?” “No, bien no…” Y se enfada, se enfada, pero
    imagínense: ¿cómo puede no acordarse? En los momentos más terribles de un
    hombre, como cuando es conducido al cadalso, son estas naderías las que se quedan
    grabadas. Y él se ha olvidado de todo, excepto cierto tejado verde que vio por el
    camino o una chova en una cruz, eso sí lo recuerda. Porque, si al coser el escapulario
    se ocultó de los suyos, tendría que acordarse de cómo sufrió humillado por el miedo a
    que alguien entrara y le pillara con una aguja en las manos, de cómo al primer ruido
    dio un salto y corrió tras el tabique (en su piso hay un tabique)… Pero, señores del
    jurado, ¿por qué les cuento todo esto, todos estos detalles, naderías? —exclamó de
    pronto Ippolit Kiríllovich—. Pues precisamente porque ¡el acusado sigue obstinándose
    en ese disparate! En estos dos meses, desde la mismísima fatídica noche, no ha
    aclarado nada, no ha añadido ni una sola circunstancia explicativa y real a su fantasioso
    testimonio previo; todo eso son tonterías, dice, ¡crean en mi honor! Oh, nos alegramos
    de creer, ansiamos creer, ¡incluso por su honor! ¿O es que somos chacales sedientos
    de sangre humana? Dadnos, enseñadnos al menos un hecho a favor del acusado y nos
    alegraremos, pero un hecho palpable, real, y no la deducción por la expresión de la
    cara del acusado que ha hecho su hermano o la indicación de que, golpeándose el
    pecho, sin duda estaba señalando el escapulario… de noche, encima. Nos
    alegraremos si hay un hecho nuevo, seremos los primeros en renunciar a las
    acusaciones, nos apresuraremos a renunciar. Ahora es la justicia quien clama y
    nosotros insistimos, no podemos renunciar a nada.
    Ippolit Kiríllovich pasó al desenlace. Parecía tener fiebre, clamaba por la sangre
    derramada, por la sangre de un padre asesinado por su hijo «con el ruin objetivo de
    robar». Señalaba con firmeza el trágico e indignante conjunto de hechos.
    —Oigan lo que oigan al abogado del acusado, famoso por su talento —Ippolit
    Kiríllovich no pudo evitarlo—, por elocuentes y conmovedoras que resuenen unas
    palabras que apelarán a su sensibilidad, recuerden que en este momento ustedes son
    el santuario de nuestra justicia. Recuerden que son los defensores de la verdad, ¡los
    defensores de nuestra sagrada Rusia, de sus cimientos, de su familia, de todo lo santo
    que hay en ella! Sí, en este momento ustedes representan a Rusia, y su sentencia no se
    oirá solo en esta sala, sino en toda Rusia, y toda Rusia les escuchará como sus
    defensores y jueces y se sentirá animada o abatida con la sentencia. No torturen a
    Rusia y a sus esperanzas, nuestra troika galopa a toda velocidad puede que hacia la
    ruina. Y hace ya mucho que en toda Rusia las manos se alzan e imploran que se
    detenga esa carrera frenética y desvergonzada. Y, si otros pueblos todavía se apartan
    de la troika que salta como loca quizá no sea por respeto, como deseaba el poeta,
    sino solo por miedo, tengan eso en cuenta. Por miedo y quizá también por aversión,
    así que bien está que se aparten, porque puede que cojan y dejen de apartarse y se
    conviertan en un sólido muro ante semejante precipitación y sean ellos quienes
    detengan la carrera demente y desenfrenada ¡para salvarse, instruirse e ilustrarse! Ya
    hemos oído voces alarmadas en Europa. Ya han empezado a elevarse. No las tienten,
    ¡no hagan que acumulen su odio en aumento con una sentencia que absuelva el
    asesinato de un padre a manos de su propio hijo!…
    En una palabra, Ippolit Kiríllovich se había apasionado mucho y, aunque terminó
    con este patetismo, la impresión que causó fue extraordinaria. Al terminar su discurso,
    salió a toda prisa y, lo repito, casi se desmaya en otro cuarto. La sala no aplaudió pero
    las personas formales estaban contentas. No estaban tan contentas las damas, pero
    aun así les gustó mucho la elocuencia, sobre todo porque no temían las consecuencias
    y seguían teniendo puestas todas sus esperanzas en Fetiukóvich: «Por fin va a hablar,
    ganará, ¡por supuesto!». Todos miraban a Mitia; durante el discurso del fiscal estuvo
    sentado en silencio con las manos crispadas, los dientes apretados, la mirada baja.
    Solo en algunos momentos levantó la cabeza y prestó más atención. Sobre todo
    cuando empezaron a hablar de Grúshenka. Cuando el fiscal reprodujo la opinión de
    Rakitin sobre ella, en su rostro apareció una sonrisa de desprecio y cólera y dijo de
    forma bastante audible: «¡Bernard!». Pero cuando Ippolit Kiríllovich habló de cómo le
    había interrogado y hecho sufrir en Mókroie, levantó la cabeza y aguzó el oído con
    terrible curiosidad. En un punto del discurso pareció incluso que quería levantarse y
    gritar algo; sin embargo, se dominó y solo se encogió de hombros con desdén. Del
    final del alegato, justamente de las hazañas del fiscal en Mókroie durante el
    interrogatorio del criminal, se hablaría después en la ciudad haciendo burla de Ippolit
    Kiríllovich: «El hombre no pudo contenerse y se jactó de sus aptitudes». La sesión se
    interrumpió pero por poco tiempo, un cuarto de hora, veinte minutos como mucho.
    Entre el público se escucharon conversaciones y exclamaciones. Recuerdo algunas:



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    Mensaje por Maria Lua Vie 20 Dic 2024, 08:06

    ***

    —¡Un discurso serio! —señaló con el ceño fruncido un señor en un corrillo.
    —Se ha liado mucho con la psicología —se oyó otra voz.
    —Pero ¡es que todo es verdad, es una verdad irrebatible!
    —Sí, es un maestro.
    —Ha hecho un resumen generalizando.
    —Sobre nosotros, también ha generalizado sobre nosotros —se unió una tercera
    voz—, al principio del discurso, recuerden eso de que todos somos como Fiódor
    Pávlovich.
    —Y al final también. Solo que ahí ha mentido.
    —Y además no ha sido claro.
    —Se ha entusiasmado un poco.
    —Eso es injusto, injusto.
    —Pues no, aun así ha sido hábil. El hombre ha esperado mucho, y ¡al fin ha
    hablado, je, je!
    —Y ¿qué dirá el abogado?
    En otro corrillo:

    —Pues ha molestado al petersburgués para nada: ¿recuerdan lo de «que apelarán a
    su sensibilidad»?
    —Sí, ha sido inoportuno.
    —Se ha precipitado.
    —Es un hombre nervioso.
    —Aquí estamos nosotros riéndonos, pero ¿cómo estará el acusado?
    —Sí, ¿cómo estará Mitenka?
    —¿Dirá algo el abogado?
    En un tercer corrillo:
    —¿Quién es esa señora? La gruesa con impertinentes que está sentada en un
    lateral.
    —Una generala, divorciada, la conozco.
    —Por eso los impertinentes.
    —No es gran cosa.
    —Huy, no, es tentadora.
    —Dos puestos más allá hay una rubia, es mejor.
    —Le pillaron con destreza en Mókroie, ¿verdad?
    —Con mucha. Lo ha vuelto a contar. En cuantas casas lo habrá contado ya.
    —Y ahora no ha podido contenerse, el amor propio.
    —Es un hombre ofendido, je, je.
    —Y susceptible. Con mucha retórica, sus frases son largas.
    —E intenta asustarnos, fíjense, asustarnos. ¿Recuerdan la troika? «Unos tienen
    Hamlets, pero nosotros, por el momento, ¡solo tenemos Karamázovs!» Ahí ha sido
    hábil.
    —Era para adular al liberalismo. ¡Les tiene miedo!
    —Y también al abogado.
    —Sí, y ¿qué dirá el señor Fetiukóvich?
    —Bueno, diga lo que diga, no va a calar en nuestros aldeanos.
    —¿Usted cree?
    En un cuarto corrillo:
    —Lo de la troika le ha quedado bien, cuando hablaba de los pueblos.
    —Pues es verdad lo que dice de que los pueblos no van a esperar, ¿lo recuerdas?
    —¿Y?
    —Un miembro del Parlamento inglés se puso en pie la semana pasada a propósito
    de los nihilistas y preguntó al Ministerio si no era hora de intervenir en la nación
    bárbara para educarnos. Ippolit se refería a eso, lo sé, era eso. Ya lo contó la semana
    pasada.
    —Anda que no les queda.
    —¿A quién? ¿Por qué?

    —Cerraremos Kronstadt y no les daremos pan. ¿De dónde van a sacarlo?
    —¿De América? Ahora lo sacan de ahí.
    —Mentira.
    Pero sonó la campanita y todos corrieron a su sitio. Fetiukóvich salió al estrado.








    X. El alegato del abogado defensor. El arma de dos filos





    Todo cesó en cuanto se oyeron las primeras palabras del famoso orador. La sala entera
    clavó la mirada en él. Empezó muy directo, con sencillez y convicción, pero sin la más
    mínima arrogancia. Ni la más mínima tentativa de elocuencia, de notas patéticas, de
    palabras que removieran sentimientos. Era un hombre hablando para un círculo íntimo
    de simpatizantes. Su voz era bonita, fuerte y encantadora, incluso en la misma voz
    podía detectarse algo sincero y sencillo. Pero enseguida a todos nos quedó claro que
    podía elevarse de repente hasta lo realmente patético y «golpear los corazones con
    fuerza desconocida». Quizá hablaba peor que Ippolit Kiríllovich, pero sin frases largas y
    con mayor precisión. Solo una cosa no les gustó a las damas: estaba como un poco
    encogido de espaldas, sobre todo al principio del discurso, no como si estuviera
    haciendo una reverencia, sino que parecía lanzarse y volar hacia sus oyentes; además,
    parecía inclinarse justo por la mitad de su larga espalda, como si en el centro de esa
    espalda larga y fina tuviera instalada una bisagra y ésta pudiera doblarse casi en
    ángulo recto. Al principio del discurso habló como disperso, como si no tuviera un
    sistema, asiendo los hechos en fragmentos, pero al final compuso un conjunto. Su
    discurso podría dividirse en dos mitades: la primera mitad era la crítica, la refutación de
    la acusación, a veces perversa y satírica. Pero en la segunda mitad de repente cambió
    el tono e incluso el método y ascendió de golpe al patetismo. La sala parecía haber
    estado esperándolo y se puso a temblar entusiasmada. Se acercó directo al tema y
    empezó con que, aunque su campo de acción era San Petersburgo, no era la primera
    vez que acudía a ciudades de Rusia a defender acusados, pero a aquellos de los que
    estaba convencido de su inocencia o que podía presentirla de antemano.
    —Lo mismo me ha pasado en el caso actual —explicó—. Solo con las misivas
    iniciales de los periódicos ya hubo algo que me afectó muchísimo y me puso a favor
    del acusado. En una palabra, ante todo me llamó la atención cierta situación jurídica
    que se repite a menudo en la práctica judicial, pero nunca, creo yo, con tal plenitud y
    con tantas particularidades características como en el presente caso. Este hecho no
    necesitaré formularlo sino al final de mi alegato, cuando termine mi discurso; sin
    embargo, daré constancia de mi opinión ya al empezar, pues tengo la debilidad de ir
    directo al grano sin esconder efectos ni economizar impresiones. Puede que sea poco
    práctico por mi parte, pero es sincero. Mi idea, mi fórmula, es la siguiente: existe un
    aplastante conjunto de hechos en contra del acusado y, al mismo tiempo, ni uno solo
    de esos hechos resiste el menor análisis examinado de forma individual, uno por uno.
    Siguiendo después los rumores y los periódicos fui confirmando cada vez más mi idea
    y, de repente, recibí de los familiares del acusado una petición para defenderle. En ese
    momento me apresuré a venir aquí, donde me convencí definitivamente. Así que para
    rebatir ese terrible conjunto de hechos y exponer la inconsistencia y la irrealidad de
    cada hecho acusatorio me encargué de defender este caso.
    Así empezó el abogado y de repente proclamó:
    —Señores del jurado, soy nuevo aquí. Recibí todas las impresiones sin ideas
    preconcebidas. El acusado, de carácter impetuoso y desenfrenado, no me ofendió de
    buenas a primeras, como quizá a un centenar de personas en esta ciudad, por lo que
    muchos me habían prevenido contra él. Por supuesto, reconozco que la moral de la
    sociedad local está soliviantada justamente en su contra: el acusado es impetuoso y
    desenfrenado. Sin embargo, era recibido por la sociedad local, incluso la familia del
    muy talentoso fiscal le colmó de atenciones. —Nota bene: Ante estas palabras se
    oyeron dos o tres risas entre el público, rápidamente reprimidas aunque notadas por
    todos. Sabido era que el fiscal había admitido en su casa a Mitia en contra de su
    voluntad, únicamente porque su mujer lo había encontrado curioso: era una dama
    virtuosa y respetable en grado sumo, pero fantasiosa, caprichosa y a la que en algunos
    casos, principalmente en los más nimios, le gustaba llevar la contraria a su marido. Por
    lo demás, Mitia había estado en su casa escasísimas veces—. Con todo, voy a
    atreverme a admitir —continuó el abogado— que incluso en una cabeza
    independiente y en un carácter justo como el de mi oponente haya anidado cierto
    prejuicio erróneo. Oh, es algo natural: el infeliz se ha merecido demasiado que le
    traten con prejuicios. El sentimiento moral agraviado y, sobre todo, el estético a veces
    son implacables. Por supuesto, en el alegato de la acusación, hecho con gran talento,
    todos hemos oído un severo análisis del carácter y de los actos del acusado, una
    actitud severa y crítica ante el caso y, lo principal, se han presentado tales
    profundidades psicológicas para explicarnos la esencia del asunto que internarse en
    esas profundidades no podría haberse hecho de ninguna manera con una actitud
    premeditada y malévolamente tendenciosa contra la personalidad del acusado. Pero
    es que hay cosas que son incluso peores, incluso más dañinas en estos casos que la
    actitud más malévola e intencionada ante un caso. Y es que de nosotros, por ejemplo,
    se apodere cierto brillo artístico, llamémoslo así, una necesidad de creación artística,
    de crear una novela, sobre todo teniendo esta riqueza de ingenio psicológico con el
    que Dios ha adornado nuestras capacidades. Ya en San Petersburgo, en cuanto me
    dispuse a venir aquí, fui prevenido, aunque yo ya lo sabía sin que me previnieran, de
    que aquí iba a encontrar en mi oponente a un psicólogo profundo y muy perspicaz que
    hace mucho que, por esa cualidad, ha merecido singular fama en nuestro aún joven
    mundo judicial. Pero es que la psicología, señores, aunque sea algo profundo, se
    parece a un arma de dos filos. —Risas entre el público—. Oh, claro, perdonen esta
    comparación trivial, no soy un maestro en hablar con demasiada elocuencia. Sin
    751
    embargo, aquí tenemos un ejemplo: cogeré lo primero que se me ocurra del discurso
    del fiscal. El acusado, de noche en el jardín, mientras salta corriendo la valla, abate con
    la mano de cobre al criado que se ha agarrado a su pierna. Poco después, salta de
    regreso al jardín y está cinco minutos cuidando del caído, intentado adivinar si le ha
    matado o no. Y resulta que el fiscal no quiere creer de ninguna manera en la
    legitimidad del testimonio del acusado, que bajó a ver a Grigori por pena: «No puede
    darse tal sentimiento en ese momento —dice—, no es natural; saltó para asegurarse
    de si estaba vivo o muerto el único testigo de su fechoría, y así certifica que él cometió
    esa fechoría, puesto que no pudo saltar al jardín por ningún otro motivo, propensión o
    sentimiento». Eso es psicología. Pero tomemos esta misma psicología y apliquémosla
    al caso, aunque esta vez usaremos el otro filo, y resultará algo no menos verosímil. El
    asesino baja de un salto por precaución, para asegurarse de si está vivo o no el testigo;
    a todo esto acaba de dejar en el despacho de su padre, al que ha asesinado, una
    prueba colosal, según el testimonio del propio fiscal, en forma de un sobre roto, en el
    que estaba escrito que había tres mil rublos. «Si se llevaba el sobre, nadie en el mundo
    sabría que había existido un sobre y que en él había dinero y, por consiguiente, que el
    dinero había sido robado por el acusado.» Ésta es la máxima de la acusación. Así que
    ya ven, para una cosa al hombre le faltó precaución, se aturdió, se asustó y huyó
    dejando en el suelo una prueba, y solo dos minutos después golpea y mata a otra
    persona, pero ahora ya demuestra un gran sentimiento desalmado y calculador de
    precaución ante nuestro criado.




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    Mensaje por Maria Lua Vie 20 Dic 2024, 08:09

    ***
    Bueno, bien, fue así: ahí reside la sutileza de la
    psicología, en que ante tales circunstancias soy sanguinario y vigilante como un águila
    del Cáucaso y, al minuto siguiente, ciego y vacilante como un insignificante topo. Pero,
    si soy tan sanguinario y cruelmente calculador que, después de matar bajo de nuevo
    para ver si está vivo un testigo, ¿para qué atender a mi nueva víctima durante cinco
    minutos y crearme así, quizá, nuevos testigos? ¿Para qué empapar mi pañuelo
    limpiando la sangre de la cabeza del abatido y que ese pañuelo después sirva de
    prueba en mi contra? No, si somos tan calculadores y duros de corazón, ¿no habría
    sido mejor saltar y simplemente abatir con la mano de cobre al criado caído con más y
    más golpes en la cabeza para matarle definitivamente y, habiendo acabado con el
    testigo, eliminar toda inquietud de nuestro corazón? Y, para terminar, salto para
    comprobar si está vivo o no mi testigo, pero al mismo tiempo dejo en el camino otro
    testigo, la mano de cobre que me llevé de casa de las dos mujeres: las dos siempre
    pueden reconocer ese objeto como suyo y testificar que yo me lo llevé de su casa. Y
    no es que lo olvidáramos en el camino, se nos cayera por distracción o aturdimiento,
    no, nos hemos deshecho del arma a propósito, puesto que la encontraron a unos
    quince pasos del lugar donde fue abatido Grigori. Así que hay que preguntarse: ¿para
    qué lo hicimos? Pues precisamente lo hicimos porque nos dolía haber matado a un
    hombre, al viejo criado, y por eso enfadados, maldiciendo, nos deshacemos de la
    mano, del arma del crimen, no podía ser de otra forma; si no, ¿por qué lanzarla con
    tanta fuerza? Si podíamos sentir dolor y pena por haber matado a un hombre es, por
    supuesto, porque no habíamos matado a nuestro padre: de haberlo hecho, no
    habríamos saltado por pena a ver a este otro caído, se habría dado otro sentimiento,
    no habríamos estado para penas, sino para salvarnos a nosotros, esto está claro. Muy
    al contrario, repito, le habríamos aplastado el cráneo decididamente en lugar de
    ocuparnos de él cinco minutos. Si hubo lugar para la pena y los buenos sentimientos
    es precisamente porque teníamos la conciencia limpia. Por lo tanto, tenemos otra
    psicología. Señores del jurado, he recurrido a propósito a la psicología para demostrar
    de forma palpable que de ella se puede deducir lo que se quiera. Todo dependerá de
    en qué manos esté. La psicología llama a la novela incluso a las personas más formales
    y de forma completamente involuntaria. Hablo de la psicología superflua, señores del
    jurado, del mal uso que se hace de ella.
    De nuevo pudieron oírse risas de aprobación entre el público, siempre dirigidas al
    fiscal. No voy a reproducir al detalle todo el alegato del abogado defensor, escogeré
    solo algunos fragmentos, algunos puntos muy importantes.






    XI. No había dinero. No hubo robo





    Hubo un punto en el alegato del abogado que nos dejó a todos estupefactos, y fue
    precisamente la negación total de la existencia de los fatídicos tres mil rublos y, por
    consiguiente, la posibilidad de que fueran robados.
    —Señores del jurado —comenzó—, en el presente caso a todo hombre nuevo e
    imparcial le sorprende una particularidad muy característica: la acusación de robo y, al
    mismo tiempo, la completa imposibilidad de señalar qué fue robado exactamente.
    Dicen que se ha robado dinero, tres mil rublos para ser exactos, pero nadie sabe si en
    realidad existieron. Piénsenlo bien: en primer lugar, ¿cómo hemos sabido que existían
    y quién los vio? Solo una persona los ha visto y nos ha indicado que se habían metido
    en un sobre con una instrucción: el criado Smerdiakov. Ya antes de la catástrofe
    informó de su existencia al acusado y a su hermano Iván Fiódorovich. También fue
    informada la señorita Svetlova. Sin embargo, ninguno de los tres los ha visto
    personalmente, solo los ha visto Smerdiakov, y entonces la pregunta surge por sí sola:
    si es verdad que existieron y que Smerdiakov los vio, ¿cuándo los vio por última vez?
    ¿Y si el señor sacó el dinero de debajo de la cama y volvió a ponerlo en el cofre sin
    decírselo? Fíjense en que, según las palabras de Smerdiakov, el dinero estaba debajo
    de la cama, debajo del colchón, el acusado debía de sacarlos de debajo del colchón;
    sin embargo, la cama no estaba arrugada, lo que está cuidadosamente registrado en el
    acta. ¿Cómo pudo el acusado no arrugar nada de nada la cama y, además, no ensuciar
    con las manos todavía ensangrentadas la fina ropa de cama, puesta expresamente
    para esa ocasión? Y ustedes me preguntarán: entonces, ¿el sobre en el suelo? Bueno,
    merece la pena que hablemos de ese sobre. Hace nada hasta me he sorprendido un
    poco: nuestro fiscal de gran talento, al empezar a hablar de ese sobre, de pronto él
    (presten atención, él mismo) ha dicho precisamente al señalar lo absurda que es la
    suposición de que Smerdiakov es el asesino: «De no haber sido por el sobre, si no
    hubiera quedado en el suelo como prueba, si se lo hubiera llevado el ladrón, nadie en
    el mundo habría sabido que existía tal sobre y que en él había dinero y, por
    consiguiente, que el dinero había sido robado por el acusado». Así que únicamente
    este trozo roto de papel con una inscripción, según ha reconocido el propio fiscal, es la
    prueba que ha servido para inculpar al acusado de robo: «De lo contrario nadie habría
    sabido que se ha cometido un robo y, quizá, que había habido dinero». Pero ¿es
    posible que solo un trozo de papel tirado en el suelo pruebe que en su interior había
    dinero y que ese dinero fue robado? «Pero —me responderán ustedes— es que
    Smerdiakov lo había visto en el sobre», pero ¿cuándo, cuándo vio los rublos por última
    vez? Eso es lo que les pregunto. Yo he hablado con Smerdiakov y él me dijo que los
    vio dos días antes de la catástrofe. Entonces, ¿por qué no puedo yo proponer, por
    ejemplo, una situación en la que al viejo Fiódor Pávlovich, encerrado en casa,
    esperando impaciente e histérico a su enamorada, se le ocurra, para matar el tiempo,
    sacar el sobre y abrirlo? «A lo mejor Grúshenka no se cree que estén en el sobre —se
    dice—, mejor le enseño el fajo con los treinta de cien, seguro que causan más
    impresión, le harán salivar.» Y rompe el sobre, saca el dinero y tira el sobre al suelo con
    mano imperiosa propia de un señor y sin temer, claro está, dejar pruebas. Oigan,
    señores del jurado, ¿no son más posibles esta proposición y este hecho? ¿Por qué no
    son posibles? Y es que, si pudo haber sucedido algo así, la acusación de robo
    desaparece por sí sola: no había dinero, por consiguiente, no hubo robo. Si el sobre en
    el suelo es una prueba de que había dinero, ¿por qué no puedo yo afirmar lo contrario,
    es decir, que el sobre estaba tirado en el suelo precisamente porque ya no había
    dinero en él, porque su dueño lo había cogido previamente? «Sí, pero, en ese caso,
    ¿dónde ha ido a parar el dinero, si lo sacó Fiódor Pávlovich del sobre? Al registrar su
    casa no se encontró.» En primer lugar, en el cofre se ha encontrado parte del dinero, y,
    en segundo, pudo haberlo sacado por la mañana, incluso la víspera, y emplearlo de
    otra forma, darlo, enviarlo, en definitiva, cambiar de idea, cambiar su plan de acción
    desde la misma base sin parecerle necesario informar previamente a Smerdiakov.









    753
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    Mensaje por Maria Lua Sáb 21 Dic 2024, 09:31

    ***




    Y, si
    esta proposición existe aunque solo sea como posibilidad, entonces ¿cómo se puede
    culpar con tanta insistencia y seguridad al acusado de haber cometido un asesinato a
    fin de robar y de que efectivamente existió el robo? Porque de esta forma nos
    metemos en el terreno de las novelas. Porque, si afirmamos que una cosa ha sido
    robada, es indispensable mostrar esa cosa o, al menos, demostrar indiscutiblemente
    que existió. Pero resulta que nadie la ha visto. Recientemente, en San Petersburgo un
    joven, casi un niño, de dieciocho años, un vendedor ambulante de los de bandejita
    entró a plena luz del día con un hacha en una casa de cambio y con temeridad
    excepcional, característica, mató al dueño del local y se llevó mil quinientos rublos en
    efectivo. Fue detenido cinco horas después. Menos quince rublos que ya se había
    gastado, le encontraron encima los mil quinientos. Además, cuando volvió a la tienda
    después del asesinato, el vendedor informó a la policía no solo de la cantidad robada,
    sino del tipo de dinero que era exactamente, es decir, cuántos billetes de cien, cuántos
    azules y cuántos rojos, cuántas monedas de oro y de qué valor, y al asesino detenido le
    fueron encontrados esos billetes y esas monedas. Aparte, todo esto vino seguido de
    una confesión completa y sincera del asesino de que había matado y se había llevado
    el dinero. ¡Esto, señores del jurado, es lo que yo llamo prueba! Conozco, veo, palpo el
    dinero y no puedo decir que no existe o que no haya existido. ¿Es así en el caso que
    nos ocupa? Porque estamos en un caso de vida o muerte, del destino de un hombre.
    «Pero es que —dirán—, esa noche estuvo de juerga, derrochó el dinero, le
    encontraron encima mil quinientos, ¿de dónde los sacó?» Pues precisamente porque
    solo se le encontraron mil quinientos, y la otra mitad de la cantidad no ha habido
    forma de encontrarla ni de descubrirla, se demuestra que ese dinero puede no ser el
    mismo, que nunca estuvo en ningún sobre. Según el cálculo (de lo más estricto) de
    tiempo averiguado y demostrado por la instrucción, después de hablar con la criada y
    salir corriendo a casa de Perjotin, no pasó ni por su casa ni por ningún otro lugar, y
    después estuvo en público en todo momento, por consiguiente, no pudo separar la
    mitad de los tres mil y esconderlos en algún punto de la ciudad. Precisamente esta
    situación ha dado pie a la propuesta del fiscal de que el dinero está escondido en
    alguna grieta en la aldea de Mókroie. Y ¿no estará en los sótanos del castillo de
    Udolfo, señores? ¿No es una suposición fantástica, de novela? Y fíjense que basta con
    que desaparezca esta suposición, es decir, que está escondido en Mókroie, para que
    toda la acusación de robo se deshaga en pedazos, porque ¿dónde están, dónde se
    han metido los mil quinientos rublos? ¿Por qué milagro han podido desaparecer si se
    ha demostrado que el acusado no entró en ningún sitio? Y ¡por estas historias
    novelescas estamos dispuestos a destruir la vida de un hombre! Y dirán: «De todas
    formas, no ha sido capaz de explicar de dónde ha sacado los mil quinientos rublos que
    se le encontraron encima, y de todos era sabido que hasta esa noche no tenía dinero».
    Díganme, ¿quién lo sabía? Pues el acusado ha ofrecido un testimonio claro y firme
    sobre de dónde había sacado el dinero y, si así lo quieren, señores del jurado, si así lo
    quieren, nunca ha podido ni podrá darse nada más verosímil que este testimonio, ni
    más unido al carácter y al alma del acusado. Pero a la acusación le gusta su novela: un
    hombre de voluntad débil que ha decidido aceptar los tres mil rublos que le ofrece su
    novia, además de forma tan vergonzosa para él, no puede apartar la mitad y coserlos
    en un escapulario, es más, si los hubiera cosido, los habría descosido cada dos días y
    habría hurgado en ellos para ir sacándolos de cien en cien y, de esa forma, los habría
    consumido en un mes. Recuerden que todo esto fue planteado en un tono que no
    admitía ninguna réplica. Bueno, pero… ¿y si no fue así? ¿Y si han creado una novela y
    en ella hay otra persona? Porque ahí está el quid, ¡en que ustedes han creado a otra
    persona! Quizá alguien replique: «Hay testigos de que, un mes antes de la catástrofe,
    se gastó en Mókroie los tres mil de la señorita Verjóvtseva de golpe, hasta el último
    kopek, por consiguiente no pudo apartar la mitad». Pero ¿quiénes son esos testigos?
    El grado de credibilidad de esos testigos ya se ha puesto de manifiesto en el juicio. Y,
    ya se sabe, la gallina de mi vecina más huevos pone que la mía. Para terminar, ningún
    testigo contó personalmente el dinero, simplemente lo valoraron a ojo. Al testigo
    Maksímov le pareció que el acusado tenía veinte mil rublos. Ya ven, señores del jurado,
    puesto que ya les hablé de los dos filos de la psicología, permítanme que añada ahora
    el segundo, a ver qué sale.
    »Un mes antes de la catástrofe la señorita Verjóvtseva le confía al acusado tres mil
    rublos para que los envíe por correo, y la cuestión es: ¿es cierto que fueron confiados
    con tanta vergüenza y tanta humillación como se ha proclamado hace nada? En el
    primer testimonio de la señorita Verjóvtseva no era así, para nada; y en el segundo
    testimonio solo hemos oído gritos de furia, de venganza, gritos de un odio largamente
    contenido. Pero el hecho de que la testigo declarara en falso en su primer testimonio
    nos da derecho a concluir que su segundo testimonio también pudo ser falso. El fiscal
    “no quiere, no se atreve” (palabras suyas) a referirse a esta novela. Bien, que así sea,
    yo tampoco lo haré; sin embargo, sí voy a permitirme señalar que si una persona pura
    y de gran moral como es sin lugar a dudas la muy respetada señorita Verjóvtseva, si
    una persona así, digo, se permite de repente, súbitamente, modificar su primer
    testimonio en un juicio con el objetivo claro de destruir al acusado, entonces está claro
    que ese testimonio no fue prestado de forma imparcial, con serenidad. ¿Es posible
    que se nos prive del derecho a concluir que una mujer que busca venganza puede
    haber exagerado muchas cosas? Sí, exagerar precisamente esa vergüenza y
    humillación con la que se ofreció el dinero. Al contrario, fue ofrecido precisamente
    porque todavía era posible aceptarlo, sobre todo para una persona tan irreflexiva
    como nuestro acusado. Lo principal es que, en ese momento, él tenía en mente la
    pronta obtención de los tres mil rublos que, según las cuentas, su padre le debía. Es
    irreflexivo, pero precisamente por su irreflexión estaba tan firmemente seguro de que
    aquél se los iba a entregar y, por consiguiente, siempre podría enviar por correo el
    dinero que le había confiado la señorita Verjóvtseva y desquitarse de su deuda. Pero el
    fiscal se niega a admitir que ese día, el día de los hechos, el acusado pudo haber
    separado la mitad del dinero recibido y coserlo al escapulario: “Él no es así —dice—,
    no pudo tener esos sentimientos”. Pero es la acusación la que ha afirmado a voz en
    grito que Karamázov es extenso, es la acusación la que ha vociferado sobre los dos
    abismos extremos que Karamázov puede contemplar. Karamázov es justamente esa
    naturaleza con dos lados, con dos abismos, que en la necesidad más imperiosa de
    juerga puede detenerse si algo le sorprende desde el otro lado. Y ese otro lado es el
    amor, ese amor nuevo que empezaba entonces a inflamarse como la pólvora, y para
    ese amor era necesario el dinero, mucho más necesario, ay, bastante más que para las
    juergas con la amada. Ella le diría: “Soy tuya, no quiero a Fiódor Pávlovich”, y él se la
    llevaría, así que tenía que tener con qué llevársela. Esto es más importante que la
    juerga. ¿Cómo no iba a entender esto Karamázov? Si precisamente enfermó por eso,
    por esa preocupación, ¿cómo puede ser inverosímil que separara ese dinero y lo
    escondiera por si acaso? Sin embargo, el tiempo pasa y Fiódor Pávlovich no le entrega
    al acusado los tres mil, al contrario, se dice que los ha destinado a tentar con ellos a su
    enamorada. “Si Fiódor Pávlovich no me los da —piensa el acusado—, seré un ladrón
    ante Katerina Ivánovna.” Y entonces nace la idea de que irá y esos mil quinientos que
    continúa llevando en el escapulario los pondrá ante la señorita Verjóvtseva y le dirá:
    “Soy un canalla, pero no un ladrón”. Así que tiene doble razón para guardar los mil
    quinientos como a la niña de sus ojos y ninguna para descoser e ir sacándolos de cien
    en cien. ¿Por qué le niegan al acusado el sentido del honor? Tiene sentido del honor,
    pongamos que incorrecto, pongamos que muy equivocado, pero lo tiene, lo tiene
    hasta rabiar, y lo ha demostrado. Pero he aquí que el asunto se complica, el suplicio de
    los celos alcanza su máximo grado, pero aun así las dos cuestiones anteriores siguen
    manifestándose cada vez con mayor dolor en el cerebro inflamado del acusado: “Si se
    lo devuelvo a Katerina Ivánovna, ¿con qué medios me llevaré a Grúshenka?”. Si
    cometió locuras, si bebió y rabió por las tabernas todo un mes, puede que fuera
    precisamente por pesar, por no poder soportarlo. Estas dos cuestiones terminaron por
    agudizarse tanto que lo condujeron a la desesperación.




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    Mensaje por Maria Lua Sáb 21 Dic 2024, 09:34

    ***
    Iba a enviar a su hermano
    pequeño a que le pidiera al padre por última vez los tres mil rublos, pero, sin esperar la
    respuesta, irrumpió violentamente y todo acabó en que golpeó al viejo delante de
    testigos. Después de esto ya no iba a recibir dinero de nadie, el padre golpeado no se
    lo iba a dar. Ese mismo día por la tarde se golpea el pecho, la parte superior del
    pecho, donde está el escapulario, y le jura a su hermano que tiene un medio para no
    ser un canalla, pero que aun así lo seguirá siendo, pues prevé que no va a utilizar ese
    medio, que le falta fuerza moral, que le falta carácter. ¿Por qué, por qué la acusación
    no cree el testimonio de Alekséi Karamázov hecho con tanta pureza, sinceridad, sin
    preparar y tan verosímil? ¿Por qué, por el contrario, me obliga a creer en un dinero en
    no sé qué grieta de los sótanos del castillo de Udolfo? Esa misma tarde, después de
    hablar con su hermano, el acusado escribe esa funesta carta y es esta carta la principal
    prueba, la más colosal de que el acusado robó: “Voy a pedir a todo el mundo, si no
    me lo dan, mataré a mi padre y se lo quitaré de debajo del colchón, del sobre con la
    cintita roja, cuando se vaya Iván”; es el plan completo del asesinato, ¿cómo no va a ser
    él? “¡Se cometió según el escrito!”, exclama la acusación. Pero, primero, es la carta de
    un borracho y fue escrita en un momento de terrible irritación; segundo, vuelve a
    hablar del sobre con las palabras de Smerdiakov porque él no ha visto personalmente
    ese sobre y, tercero, lo que está escrito, escrito está, pero ¿qué prueba hay de que se
    cometiera según lo escrito? ¿Sacó el acusado el sobre de debajo de la almohada?
    ¿Encontró el dinero? ¿Existió de verdad? ¿Es que el acusado echó a correr en busca de
    dinero? ¡Acuérdense, acuérdense! Corría desesperado no para robar, sino para
    averiguar dónde estaba ella, la mujer que lo había destruido, y no siguiendo un plan,
    por consiguiente, no echó a correr según el escrito, no para un robo bien pensado,
    sino que echó a correr repentinamente, sin intención, ¡por furia celosa! “Sí —dirán—,
    pero aun así llegó, mató y cogió el dinero.” Bien, pero ¿le mató él o no, en realidad?
    La acusación del robo la rechazo con indignación: no se puede acusar de un robo si no
    se puede indicar con exactitud lo que se ha robado, ¡es un axioma! Pero ¿le mató él?
    Aun sin robo, ¿es él el asesino? ¿Se ha demostrado? ¿No será también una novela?






    XII. Tampoco hubo asesinato




    —Con su permiso, señores del jurado, estamos hablando de la vida de un hombre y
    hay que ser más prudentes. Hemos oído al mismísimo fiscal declarar que hasta el
    último día, hasta hoy, hasta el día del juicio, ha vacilado en imputar al acusado un
    asesinato con total y completa premeditación; ha vacilado hasta esa fatídica carta
    «ebria» presentada hoy al tribunal. «¡Se cometió según el escrito!» Pero vuelvo a
    repetirlo: él echó a correr en pos de Grúshenka, buscándola, solo quería averiguar
    dónde estaba. Este hecho es indiscutible. De haber estado ella en casa, él no habría
    corrido a ningún sitio, se habría quedado a su lado y no habría cumplido lo que
    escribió en la carta. Echó a correr sin intención, repentinamente, y puede que entonces
    no se acordara para nada de su carta «ebria». «Se llevó la mano de mortero cobre»,
    dicen. Recuerden que se nos ha ofrecido toda una teoría psicológica basada en esa
    mano de mortero: por qué debía reconocerla como arma, llevársela como arma,
    etcétera etcétera. Ahora me viene a la cabeza una idea de lo más común: ¿y si esa
    mano de mortero no hubiera estado a la vista, en el estante del que se la llevó el
    acusado, sino guardada en un armario? Porque entonces al acusado no le habría
    saltado a los ojos y habría salido corriendo sin arma, con las manos vacías y, quizá, no
    habría matado. ¿Cómo puedo concluir que la mano de mortero es una prueba de
    premeditación y de deseo de hacerse con un arma? Sí, fue gritando por las tabernas
    que mataría a su padre y dos días antes, la tarde en que escribió la carta ebria, estuvo
    tranquilo y discutió solo con un tendero «porque Karamázov no puede estar sin
    discutir». Pues a esto respondo que, de haber tramado el asesinato, encima con un
    plan escrito, seguramente ni habría discutido con el tendero ni, quizá, habría pasado
    por la taberna, porque su alma, habiendo tramado un asunto semejante, buscaría la
    calma y el retiro, buscaría desaparecer para que no le vieran, no le oyeran. «Olvidaos
    de mí si podéis», y no por interés, sino por instinto. Señores del jurado, la psicología
    tiene dos filos y nosotros también sabemos entender la psicología. En cuanto a los
    gritos de las tabernas de ese mes, anda que no se gritan y riñen los niños y los
    juerguistas borrachos al salir de las cantinas: «¡Te mataré!», pero no se matan, no. Y la
    carta fatídica no deja de ser un enfado de borracho, un grito al salir de la taberna: «¡Os
    mataré —dice—, os mataré a todos!» ¿Por qué no, por qué no pudo ser así? ¿Por qué
    esa carta fatídica no puede ser graciosa? Pues porque se encontró el cadáver de su
    padre muerto, porque un testigo vio al acusado en el jardín armado y huyendo, y el
    mismo testigo fue abatido por el acusado, así que todo se cometió según fue escrito y
    por eso la carta no es graciosa, sino fatídica. Gracias a Dios, hemos llegado al punto de
    «si estaba en el jardín, significa que ha matado». En estas dos palabras, si estaba
    entonces con toda seguridad significa, se sostiene toda la acusación: «Estaba, así que
    significa». ¿Y si no significa, aunque sí estuviera? Oh, estoy de acuerdo en que el
    conjunto de los hechos, la coincidencia de los hechos es, en efecto, bastante
    significativa. Pero examinen todos esos hechos por separado sin incluirlos en un
    conjunto: ¿por qué, por ejemplo, la acusación no quiere admitir la veracidad del
    testimonio del acusado de que se alejó de la ventana? Recuerden también el sarcasmo
    al que ha recurrido aquí la acusación al hablar del respeto y de los sentimientos
    «piadosos» que de repente se apoderaron del asesino. ¿Y si de verdad hubo algo
    parecido? Es decir, puede que no un sentimiento de respeto pero sí de piedad.
    «Probablemente fue mi madre que rezaba por mí en ese momento», señala el acusado
    en el sumario, y que salió corriendo en cuanto se aseguró de que Svetlova no estaba
    en casa de su padre. «Pero no podía asegurarse desde la ventana», replica la
    acusación. Pero ¿por qué no? La ventana se abrió ante las señales hechas por el
    acusado. Fiódor Pávlovich pudo haber pronunciado alguna palabra, se le pudo haber
    escapado algún grito, y el acusado tuvo la certeza de que Svetlova no estaba allí. ¿Por
    qué debemos admitir las cosas tal como nosotros nos las imaginamos, como hemos
    decidido imaginárnoslas? En la realidad pueden pasar miles de cosas que escapan a la
    vigilancia del novelista más sutil. «Bien, pero Grigori vio la puerta abierta, por
    consiguiente, el acusado seguramente estaba en la casa y, por consiguiente, él le
    mató.» Sobre esa puerta abierta, señores del jurado… Miren, solo una persona ha
    atestiguado que la puerta estaba abierta y, bueno, esa persona estaba en un estado
    que… Pero vale, pongamos que la puerta estaba abierta: el acusado la abrió, mintió
    por un sentimiento de defensa propia tan comprensible en su situación, se coló en la
    casa, estuvo dentro, ¿y qué? ¿Por qué estar significar matar? Pudo irrumpir, recorrer las
    habitaciones, apartar violentamente a su padre, incluso golpearle, pero, tras
    cerciorarse de que Svetlova no estaba allí, salir corriendo feliz por que no estuviera y
    por haberse ido sin matar a su padre. Precisamente quizá por eso al minuto saltara
    desde la valla para examinar a Grigori, al que había derribado en un momento de
    acaloramiento: estaba en condiciones de experimentar un sentimiento puro, un
    sentimiento de compasión y piedad, había huido de la tentación de matar a su padre,
    había percibido en su interior un corazón puro y alegría por no haber matado a su
    padre. La acusación nos ha descrito con pronunciada elocuencia el terrible estado del
    acusado en la aldea de Mókroie, cuando el amor volvió a revelársele invitándolo a una
    vida nueva, cuando para él ya era imposible amar porque había dejado tras de sí el
    cuerpo ensangrentado de su padre y el castigo por ese cuerpo. Sin embargo, la
    acusación ha admitido el amor, que también ha explicado con ayuda de su psicología:
    «Estado de embriaguez, conducen a un criminal al cadalso, todavía se puede esperar,
    etcétera etcétera». Pero, señor fiscal, vuelvo a preguntarle: ¿no se ha inventado usted
    a otra persona? ¿Tan bruto e insensible sería el acusado para pensar en ese momento
    en el amor y en subterfugios con vistas a un juicio si de verdad estuviera cubierto con
    la sangre de su padre? ¡No, no y no! Acaba de descubrir que ella le ama, que le llama
    a su lado, le aguarda una dicha nueva, oh, les juro que entonces sentiría doble, ¡triple!,
    necesidad de matarse y ¡se habría matado sin dudarlo de haber dejado atrás el cuerpo
    de su padre! ¡No habría olvidado dónde estaban las pistolas! Conozco al acusado: la
    crueldad salvaje y tosca que le atribuye la acusación es incompatible con su carácter.
    Se habría matado, eso es seguro; no se mató precisamente porque «su madre rezó por
    él» y su corazón era inocente de la sangre de su padre. Esa noche en Mókroie sufría,
    penaba por haber abatido al viejo Grigori y rogaba a Dios para que el viejo se
    levantara y se recuperara, para que el golpe no hubiera sido mortal y evitar así el
    castigo. ¿Por qué no aceptar esta interpretación de los hechos? ¿Qué prueba sólida
    tenemos de que el acusado nos ha mentido? Y ahora volverán a señalarnos el cuerpo
    de su padre: él salió huyendo, él no lo mató, entonces ¿quién mató al viejo?
    »Repito que ésta es la lógica de la acusación: si no fue él, entonces ¿quién? No hay
    nadie a quien poner en su lugar, dice. Señores del jurado, ¿es así? ¿De verdad no hay
    nadie más a quien poner? Hemos oído a la acusación contar con los dedos a todos los
    que esa noche estuvieron y visitaron la casa. Eran cinco. Tres de ellos, en eso estoy de
    acuerdo, no son responsables: el propio muerto, el viejo Grigori y su mujer. Quedan,
    por consiguiente, el acusado y Smerdiakov. Y he aquí que la acusación exclama con
    énfasis que el acusado señala a Smerdiakov porque no hay nadie más a quien señalar,
    que de haber una sexta persona, incluso la sombra de un sexto, el acusado enseguida
    dejaría de acusar a Smerdiakov, avergonzado, y señalaría a ese sexto. Pero, señores
    del jurado, ¿por qué no se puede concluir de forma completamente opuesta? Quedan
    dos: el acusado y Smerdiakov, ¿por qué no puedo yo decir que ustedes acusan a mi
    cliente solo porque no tienen a nadie más a quien acusar? Y no tienen a nadie más
    porque han excluido a Smerdiakov de cualquier sospecha de forma totalmente
    preconcebida y antes de tiempo. Sí, es cierto, solo señalan a Smerdiakov el acusado,
    sus dos hermanos y Svetlova, nadie más. Pero es que hay alguien más entre los que
    han declarado: cierta agitación, aunque poco clara, en la sociedad sobre esta cuestión,
    una sospecha, rumores poco claros, puede notarse la expectación. Finalmente,
    también se ha manifestado cierta confrontación en los hechos muy característica,
    aunque reconozco que confusa: en primer lugar, ese ataque del mal caduco
    precisamente el día de la catástrofe, el ataque que, no sé por qué, con tanto afán el
    fiscal se ha visto obligado a defender y a sostener. Después el inesperado suicidio de
    Smerdiakov la víspera del juicio. Después el no menos inesperado testimonio del
    hermano mayor del acusado, hoy en el juicio, quien hasta ahora había creído en la
    culpabilidad de su hermano y que de pronto aparece con dinero y también proclama a
    Smerdiakov como asesino.















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     DOSTOYEVSKI - Página 35 Empty Re: DOSTOYEVSKI

    Mensaje por Maria Lua Dom 22 Dic 2024, 13:04

    ***
    Oh, al igual que el tribunal y la fiscalía, estoy plenamente
    convencido de que Iván Karamázov está enfermo y sufre de fiebres, de que su
    testimonio, en efecto, podría ser un intento desesperado, tramado además desde el
    delirio, por salvar a su hermano cargándole la culpa a un muerto. Sin embargo, de
    nuevo se ha pronunciado el nombre de Smerdiakov, de nuevo parece oírse algo
    misterioso. Es como si algo no se hubiera dicho, señores del jurado, no se hubiera
    terminado. Y quizá se termine de decir. Pero de momento vamos a dejar esto, ya lo
    veremos después. Hace poco el tribunal ha decidido continuar con la sesión y,
    mientras esperaba, he podido darme cuenta de ciertas cosas a propósito, por ejemplo,
    de la caracterización del difunto Smerdiakov esbozada por la acusación con tanto
    detalle y talento. Pero, aun sorprendido por el talento, no puedo estar completamente
    de acuerdo con la esencia de esta caracterización. Yo estuve con Smerdiakov, le vi y
    hablé con él, y me causó una impresión completamente distinta. Su salud era débil, es
    cierto, pero su carácter, su corazón, ah, no, no era para nada ese hombre débil que
    dice la acusación. Sobre todo no encontré en él timidez, esa timidez tan característica
    que nos ha descrito el fiscal. No tenía nada de simple, al contrario, yo me encontré con
    una desconfianza terrible disimulada de inocencia, y una inteligencia capaz de observar
    muchas cosas. ¡Ay! La acusación fue demasiado simple al considerarlo falto de juicio.
    Me causó una impresión bien definida: salí de allí convencido de que esa persona era
    decididamente malvada, demasiado ambiciosa, vengativa e intensamente envidiosa.
    He reunido algunos datos: odiaba sus orígenes, se avergonzaba de ellos y recordaba
    apretando los dientes que “provenía de la Maloliente”. Era irrespetuoso con el criado
    Grigori y su mujer, sus benefactores en su infancia. Maldecía Rusia y se burlaba de ella.
    Soñaba con marcharse a Francia, con convertirse en francés. Con frecuencia había
    explicado que le faltaban los medios para ello. Me parece que no quería a nadie,
    excepto a sí mismo, que se tenía en muy alta estima. Para él, ser educado era tener
    ropa buena, camisolines limpios y botas lustrosas. Como se creía (y hay pruebas de
    esto) el hijo ilegítimo de Fiódor Pávlovich, tal vez odiara su situación en comparación
    con la de los hijos legítimos de su señor: ellos lo tienen todo, decía, y yo nada, para
    ellos son los derechos, la herencia, y yo solo soy el cocinero. Me contó que Fiódor
    Pávlovich y él habían puesto juntos el dinero en el sobre. El destino de esa cantidad,
    una cantidad con la que él podría hacer carrera, le resultaba odioso. Además, vio tres
    mil rublos en billetes de cien nuevecitos (le pregunte a propósito sobre esto). Oh,
    nunca le enseñen gran cantidad de dinero de una sola vez a un hombre envidioso y
    orgulloso. Era la primera vez que veía tanto dinero en manos de una sola persona. La
    impresión del fajo de billetes pudo influir lastimosamente en su imaginación, al
    principio sin consecuencias. El fiscal, con su gran talento, nos ha esbozado con
    excepcional sutileza todos los pro y contra de la hipótesis de culpar a Smerdiakov del
    asesinato y se preguntaba especialmente: ¿para qué iba éste a fingir el ataque? Bien,
    es que pudo no fingir en absoluto, el ataque pudo sobrevenirle de forma natural, pero
    también se le pudo pasar de forma natural y el enfermo pudo haberse recuperado.
    Pongamos que no se cura pero, aun así, en algún momento vuelve en sí y se recupera,
    como sucede en el mal caduco. La acusación pregunta: ¿en qué momento cometió
    Smerdiakov el asesinato? Señalar ese momento es muy fácil. Pudo recobrarse y
    levantarse de su profundo sueño (pues simplemente estaba durmiendo: después de
    los ataques del mal caduco siempre cae en un sueño profundo) precisamente en el
    instante en que el viejo Grigori, sujetando por la pierna al acusado que huía saltando la
    valla, aulló para que le oyeran en todos los alrededores: “¡Parricida!”. Fue un grito
    excepcional en mitad de la calma de la noche, y pudo despertar a Smerdiakov, cuyo
    sueño podía ser ya entonces no muy profundo (naturalmente también podía haber
    empezado a despertarse una hora antes). Se levanta de la cama, se dirige casi sin
    conocimiento y sin ninguna intención hacia el grito, a ver qué está pasando. En su
    cabeza hay embriaguez enfermiza, su entendimiento aún duerme, pero él está en el
    huerto, se acerca a las ventanas iluminadas y oye la terrible novedad en boca del
    señor, quien, naturalmente, se alegra de verle. El entendimiento se enciende de golpe
    en su cabeza. Por su asustado señor se entera de todos los detalles. Y he aquí que
    poco a poco en su cerebro desordenado y enfermo se va formando una idea, terrible,
    pero seductora y muy lógica: matarlo, llevarse los tres mil rublos y cargárselo todo al
    señorito, ¿a quién podían acusar si no era al señorito? Las pruebas decían que había
    estado allí. La terrible ansia de dinero, de hacerse con el botín, pudo apoderarse de él
    junto con un sentimiento de impunidad. Ay, estos arrebatos repentinos e irresistibles
    se dan tan a menudo en caso necesario y, lo principal, ¡se dan repentinamente en
    asesinos que un minuto antes no sabían que querían asesinar! Así que Smerdiakov
    pudo entrar a ver a su señor y ejecutar su plan. ¿Cómo? ¿Con qué arma? Pues con la
    primera piedra que cogiera del jardín. Pero ¿para qué? ¿Con qué fin? Los tres mil
    rublos, toda una carrera. Ah, no, no me estoy contradiciendo: el dinero pudo haber
    existido. Y hasta puede que Smerdiakov fuera el único que supiera dónde encontrarlo,
    en qué lugar de la habitación del señor estaba. “Bien, ¿y allí donde se guardaba el
    dinero, el sobre roto en el suelo?” Hace poco, al hablar de este sobre, la acusación ha
    expuesto esa consideración tan sutil acerca de que solo un ladrón no acostumbrado
    podía haberlo dejado en el suelo, precisamente uno como Karamázov y no como
    Smerdiakov, que nunca habría dejado tal prueba en su contra. Hace poco, señores del
    jurado, mientras escuchaba me ha parecido oír algo que me resultaba muy conocido.
    Imagínense, esa misma consideración, esa suposición sobre cómo debería haber
    actuado Karamázov con el sobre se la había oído exactamente dos días antes al propio
    Smerdiakov, es más, me dejó sorprendido con ella: me parecía que se estaba haciendo
    el ingenuo, que se adelantaba, que me imponía esa idea para que yo sacara esa
    misma conclusión, parecía estar sugiriéndomela. ¿No la habrá sugerido también
    durante la instrucción? ¿No se la habrá impuesto también al brillante fiscal? Ahora
    dirán: ¿y la vieja, la mujer de Grigori? Porque oyó al enfermo gemir toda la noche. Sí,
    le oyó, pero esta opinión es bastante inconsistente. Conocí a una dama que se
    quejaba amargamente de que un perrillo de la calle la había despertado y no le dejó
    dormir en toda la noche. Sin embargo, luego se supo que el pobre perrillo solo había
    ladrado dos o tres veces en toda la noche. Es natural, una persona está durmiendo,
    oye un gemido, se despierta enojada porque la han despertado, pero enseguida
    vuelve a quedarse dormida. Dos horas después un nuevo gemido, vuelve a
    despertarse y a dormirse, finalmente otro gemido de nuevo a las dos horas, en total
    tres veces en toda la noche. Por la mañana el durmiente se levanta y se queja de que
    alguien ha estado gimiendo toda la noche y de que lo despertaba sin cesar. Y
    seguramente eso es lo que le pareció: ha dormido a intervalos de sueño de dos horas
    pero no lo recuerda, solo recuerda los momentos en los que se despertaba, por eso le
    parece que ha estado toda la noche en vela. Pero “¿por qué, por qué —exclama la
    acusación— no ha confesado en su nota póstuma? Para una cosa tuvo conciencia y
    para otra no”, dice. Pero permítanme: la conciencia es arrepentimiento, y puede que
    no hubiera arrepentimiento en el suicida, sino solo desesperación. Desesperación y
    arrepentimiento son dos cosas completamente diferentes. La desesperación puede ser
    malvada y despiadada, y el suicida, mientras se quita la vida, puede odiar doblemente
    a aquellos a los que siempre ha envidiado. Señores del jurado, ¡guárdense de un error
    judicial! ¿Qué tiene de inverosímil todo lo que les he presentado y descrito?
    Encuentren un error en mi exposición, encuentren algo imposible o absurdo. Pero, si
    hay aunque solo sea una sombra de posibilidad, aunque solo sea una sombra de
    verosimilitud, absténganse de condenarle. Sin embargo, ¿acaso es solo una sombra?
    Se lo juro por todos los santos, creo completamente en la interpretación del asesinato
    que les acabo de presentar. Y lo principal, lo principal es que siempre me desconcierta
    y me molesta la misma idea, que de toda la masa de hechos apilados por el fiscal
    sobre el acusado no haya ni uno que sea mínimamente preciso o irrebatible, y que se
    va a destruir a un infeliz únicamente por un conjunto de hechos. Sí, el conjunto es
    terrible: la sangre, la sangre corriendo por los dedos, la ropa blanca ensangrentada, la
    noche oscura inundada por un clamor: “¡Parricida!”, el que grita cayendo con la cabeza
    abierta, a continuación el cúmulo de sentencias, de testimonios, gestos, gritos… Oh,
    eso influye tanto, puede persuadir tanto el convencimiento, pero el suyo, señores del
    jurado, ¿su convencimiento se puede persuadir? Recuerden: les ha sido entregado un
    poder inabarcable, el poder de atar y decidir. Pero ¡cuanto más fuerte es el poder, más
    terrible es su aplicación! No retiraré ni una coma de lo que he dicho ahora, pero
    digamos que es así, digamos que por un minuto estoy de acuerdo con la acusación en
    que mi infeliz cliente se ha manchado las manos con la sangre de su padre. Es solo una
    suposición, les repito que no he dudado ni por un instante de su inocencia, pero que
    sea así: voy a suponer que mi acusado es culpable de parricidio, pero atentos a mis
    palabras incluso cuando me permito esta suposición. Mi conciencia me lleva a decirles
    algo más, pues presiento una gran lucha en su corazón y cabeza… Perdónenme estas
    palabras, señores miembros del jurado, sobre su corazón y su cabeza. Pero quiero ser
    franco y sincero hasta el final. ¡Seamos todos sinceros!…
    En este punto el abogado fue interrumpido por aplausos bastante fuertes. Las
    últimas palabras las había pronunciado en un tono que había sonado tan sincero que
    todos pensaron que, quizá, en efecto tenía algo que decir y que ese algo que iba a
    decir ahora era lo más importante. Pero el presidente, al oír los aplausos, amenazó en
    voz alta con «desalojar» la sala del tribunal si volvía a repetirse «un incidente similar».
    Todos se calmaron y Fetiukóvich empezó a hablar con voz nueva, penetrante: no era
    en absoluto la voz con la que había hablado hasta entonces.












    764

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    Mensaje por Maria Lua Lun 23 Dic 2024, 09:30

    ***
    XIII. Adúltero de pensamiento





    —No es solo un conjunto de hechos lo que destruye a mi cliente, señores del jurado —
    proclamó—, no, a mi cliente lo destruye en realidad un único hecho: ¡el cuerpo de su
    viejo padre! De haber sido un simple asesinato, ustedes habrían rechazado la
    acusación ante la nimiedad, ante la falta de pruebas, ante lo fantasioso de los hechos,
    si los examinamos por separado y no como un conjunto, al menos dudarían en destruir
    el destino de un hombre solo por los prejuicios en su contra, bien merecidos, ¡ay! Pero
    no es un simple asesinato, ¡sino un parricidio! Y esto impone hasta el punto de que,
    hasta en la cabeza más imparcial, la nimiedad y la falta de pruebas de los hechos
    inculpatorios ya no es tan nimia y ya no faltan pruebas. Porque ¿cómo absolver a un
    acusado así? ¿Y si es el asesino y queda impune? Esto es lo que todos sienten en su
    corazón casi involuntariamente, por instinto. Sí, es horrible derramar la sangre paterna,
    la sangre del que me engendró, la sangre de quien me amó, la sangre de quien en su
    vida no escatimó por mí, de quien se preocupó desde mis primeros años por mis
    enfermedades, de quien sufrió toda su vida por mi felicidad y que solo vivió por mis
    alegrías y mis éxitos. Ah, matar a un padre así ¡es algo que no puede ni pensarse!
    Señores del jurado, ¿qué es un padre, un padre de verdad? ¿Qué significa esa gran
    palabra? ¿Qué idea terriblemente grande denominamos así? Ahora solo hemos
    señalado en parte qué es y qué debe ser un auténtico padre. En el caso que nos
    ocupa, el que hace sufrir a nuestras almas, en el presente caso, el difunto Fiódor
    Pávlovich Karamázov no se acercaba lo más mínimo a esa idea de padre que acaba de
    reflejarse en nuestro corazón. Es una desgracia. Sí, en efecto, algunos padres son
    como una desgracia. Examinemos esa desgracia más de cerca, no hay nada que temer,
    señores del jurado, en vista de la importancia de la inminente decisión. Sobre todo no
    debemos temer ahora y, por así decirlo, eludir determinada idea, como niños o
    mujeres miedosas, según la afortunada expresión del brillante fiscal. Pero en su
    apasionado discurso mi adversario (adversario ya antes de que yo dijera mi primera
    palabra) ha exclamado varias veces: «No, no voy a dejar que nadie defienda al
    acusado, no voy a ceder su defensa al abogado venido desde San Petersburgo. ¡Yo
    soy acusador y también defensor!». Lo ha exclamado varias veces y, sin embargo, se ha
    olvidado de mencionar que, si durante veintitrés años el horrible acusado estuvo tan
    agradecido por una simple libra de nueces que recibió de la única persona que le
    mostró cariño en la casa paterna, entonces también ese hombre estaba obligado a
    recordar durante veintitrés años cómo corrió descalzo «en el patio de atrás, sin botas y
    vestido con unos pantaloncitos sujetos por un único botón», según la expresión del
    humanitario doctor Herzenstube. Ay, señores del jurado, ¿para qué queremos
    examinar más de cerca esta «tragedia» y repetir lo que todos ya saben? ¿Qué encontró
    mi cliente cuando llegó a casa de su padre? Y ¿para qué, para qué representar a mi
    cliente como un insensible, un egoísta, un monstruo? Es impetuoso, es salvaje y
    furioso, y por eso ahora le estamos juzgando, pero ¿quién es el culpable de su
    destino? ¿Quién es el culpable de que su buena disposición, su corazón sensible y
    agradecido recibieran una educación tan disparatada? ¿Alguien le enseñó buen juicio,
    le ilustró en las ciencias? ¿Quién le quiso siquiera un poco en su infancia? Mi cliente
    creció al amparo de Dios, esto es, como una fiera salvaje. Puede que ansiara ver a su
    padre después de muchos años de separación; puede que miles de veces, al recordar
    entre sueños su infancia, hubiera ahuyentado las visiones repulsivas con las que soñaba
    de pequeño y que ansiara de todo corazón absolver y abrazar a su padre. Y ¿qué
    ocurrió? Lo reciben con burlas cínicas, con desconfianza y tejemanejes a cuenta del
    dinero en litigio; solo oye palabrería y ve un comportamiento que le revuelve las
    entrañas, todos los días «con un coñac» y, finalmente, ve a un padre que le arrebata la
    amante a él, al hijo, y con el dinero del hijo. Ay, señores del jurado, ¡es detestable y
    cruel! Y ese viejo se va quejando a todos de la falta de respeto y de la crueldad de su
    hijo, lo denigra en sociedad, lo perjudica, lo calumnia, ¡acapara los recibos de sus
    deudas para enviarlo a la cárcel! Señores del jurado, las almas, las personas
    aparentemente inhumanas, furiosas e impetuosas como mi cliente suelen ser la
    mayoría de las veces increíblemente blandas de corazón, solo que no lo expresan. No
    se rían, ¡no se rían de mi idea! Hace poco, el brillante fiscal se ha reído cruelmente de
    mi cliente aduciendo que le gusta Schiller, que le gusta «lo bello y elevado». Yo no me
    habría reído si hubiera estado en su lugar, ¡en el lugar del fiscal! Sí, esos corazones (oh,
    déjenme que defienda esos corazones muy pocas veces comprendidos y siempre
    injustamente), esos corazones suelen ansiar lo tierno, lo bello y justo, precisamente por
    ser un contraste consigo mismos, con su furia, con su crueldad, lo ansían
    inconscientemente, pero lo ansían. Apasionados y crueles por fuera, son capaces de
    amar dolorosamente a una mujer, por ejemplo, y siempre con amor espiritual y
    supremo. No se rían de mí otra vez: ¡eso es lo que la mayoría de las veces les ocurre a
    ellos! No pueden ocultar sus pasiones, en ocasiones ordinarias, y esto es lo que
    sorprende, esto es lo que vemos, pero no vemos el interior de la persona. Por el
    contrario, todas sus pasiones se calman rápidamente, pero cerca de una criatura bella,
    agradecida, ese hombre al parecer ordinario y cruel busca la renovación, busca la
    posibilidad de enmendarse, de ser mejor, de volverse elevado y honrado, «elevado y
    bello», por muy ridícula que sea la palabra. Hace poco he dicho que no iba a
    permitirme tocar los amoríos de mi cliente con la señorita Verjóvtseva. Sin embargo,
    puedo decir media palabra: hemos oído no una declaración, sino los gritos de una
    mujer exaltada en busca de venganza, y no es ella, oh, no es ella quién para reprochar
    traiciones, puesto que ¡ella misma ha traicionado! Si hubiera tenido algo de tiempo
    para reflexionar, no se habría permitido ese testimonio. No la crean, no, el «monstruo»
    no es mi cliente, como ella le ha llamado. Un filántropo crucificado dijo camino de la
    cruz: «Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas, y ni una se
    perderá…». ¡No destruyamos nosotros un alma humana! Les he preguntado qué era un
    padre y pronuncié esa gran palabra, esa valiosa denominación. Pero, señores del
    jurado, hay que ser sincero con la palabra, y voy a permitirme llamar el objeto por su
    propio nombre, por su propia denominación: un padre como el viejo asesinado
    Karamázov no puede y no es digno de llamarse padre. Amar a un padre que no se ha
    mostrado digno de ser padre es absurdo, es imposible. No se puede engendrar amor
    desde la nada, solo Dios puede crear desde la nada. «Padres, no aflijáis a vuestros
    hijos», escribe el apóstol con el corazón ardiendo de amor. No cito estas palabras
    santas para mi cliente, sino que se las recuerdo a todos los padres. ¿Quién me ha dado
    el poder de enseñar a los padres? Nadie. Pero como persona y ciudadano os invoco:
    vivos voco! Estamos poco tiempo en la tierra, hacemos muchas cosas malas y decimos
    palabras malas. Y por eso vamos todos a buscar un momento propicio para
    comunicarnos, para decirnos palabras buenas unos a otros. Como yo: mientras estoy
    aquí, estoy aprovechando mi momento. No en vano una voluntad suprema nos ha
    otorgado esta tribuna: desde ella nos oye toda Rusia. No hablo solo para los padres
    de aquí, sino que a todos los padres les digo: «Padres, ¡no aflijáis a vuestros hijos!».
    Cumplamos primero el mandato de Jesucristo y solo entonces nos permitiremos
    exigírselo a nuestros hijos. De lo contrario, no somos padres, sino enemigos de
    nuestros hijos, y ellos no son nuestros hijos, sino nuestros enemigos, y ¡somos nosotros
    quienes los hemos convertido en enemigos! «Con la medida con que midáis se os
    medirá», no soy yo quien lo dice, lo ordena el Evangelio: medir con la misma medida
    con la que os miden a vosotros. ¿Cómo culpar a los hijos si ellos nos miden con
    nuestra medida? Hace poco en Finlandia, una joven, una criada, fue sospechosa de
    768
    haber dado a luz en secreto. Empezaron a seguirla y en la buhardilla de la casa, en un
    rincón detrás de unos ladrillos, encontraron un baúl del que nadie sabía nada, lo
    abrieron y de allí sacaron el cuerpecito del recién nacido al que ella había dado
    muerte. En el mismo baúl hallaron dos esqueletos de otros dos bebés a los que había
    parido y dado muerte al nacer, como ella confesó. Señores del jurado, ¿es esto una
    madre? Sí, ella los parió, pero ¿fue una madre para ellos? ¿Se atreverá alguno de
    ustedes a darle el sagrado nombre de madre? Seamos valientes, señores del jurado,
    seamos audaces incluso, estamos hasta obligados a serlo en el momento presente y a
    no tener miedo de otras palabras e ideas, como las mercaderes moscovitas que tienen
    miedo del «metal» y del «azufre». No, demostraremos por el contrario que el progreso
    de los últimos años también ha alcanzado a nuestro desarrollo y diremos: el que ha
    engendrado no es todavía padre, padre es quien ha engendrado y se lo ha merecido.
    Oh, claro, hay otro significado, otra interpretación de la palabra «padre» que reivindica
    que mi padre, aunque sea un monstruo, aunque sea malo con sus hijos, siga siendo mi
    padre solo porque me ha engendrado. Pero éste es ya un significado místico, por así
    decirlo, y ya no lo entiendo con la mente, solo puedo aceptarlo con la fe o, mejor
    dicho, por la fe, igual que otras muchas cosas que no entiendo pero que la religión me
    lleva a creer. Pero, en tal caso, que se quede fuera de la esfera de la vida real. En la
    esfera de la vida real, que tiene no solo sus propios derechos, sino que carga con
    grandes responsabilidades, en esta esfera, si queremos ser humanos, cristianos,
    debemos y estamos obligados a actuar por convicciones justificadas por la razón y la
    experiencia, que hayan pasado por el crisol del análisis, en una palabra, estamos
    obligados a obrar juiciosamente y no a lo loco, como en sueños o delirando, para no
    causar daño a un hombre, para no atormentar ni destruir a un hombre. Ésta será
    entonces la auténtica labor cristiana, no solo mística, sino también una labor juiciosa y
    ya verdaderamente filantrópica…
    En este punto se desataron fuertes aplausos en muchos puntos de la sala, pero
    Fetiukóvich alzó los brazos como rogando que no le interrumpieran y le dejaran hablar.
    Automáticamente la sala se calmó. El orador continuó:
    —Señores del jurado, ¿piensan que estas cuestiones pueden escapar a los ojos de
    nuestros hijos, digamos que ya jóvenes, que ya, por así decir, están empezando a
    razonar? No, no pueden, y ¡no vamos a exigirles una moderación imposible! La visión
    de un padre indigno, sobre todo en comparación con otros padres, dignos, de otros
    niños, de sus coetáneos, involuntariamente dicta a un joven preguntas dolorosas. Le
    responden con banalidad a estas preguntas: «Te ha engendrado, eres su sangre y por
    eso debes quererlo». El joven reflexiona involuntariamente: «¿Acaso él me quería
    cuando me engendró? —se pregunta cada vez más sorprendido—. ¿Acaso él me
    engendró para mí? No me conocía, no sabía ni mi sexo en ese momento, en ese
    momento de pasión quizá enardecida por el vino, y puede que solo me haya
    transmitido la tendencia a la bebida, ésta es toda su buena obra… ¿Por qué tengo que
    quererle? ¿Solo porque me haya engendrado para después no quererme en toda su
    vida?». Oh, puede que a ustedes estas preguntas les parezcan groseras, crueles, pero
    no exijan moderación imposible a una cabeza joven: «Si echas a tu naturaleza por la
    puerta, entrará volando por la ventana…», pero lo principal, lo principal es que no
    vamos a tener miedo al «metal» y al «azufre» y decidiremos la cuestión tal como
    prescriben la razón y la filantropía, y no como prescriben las ideas místicas. ¿Cómo
    decidirla, entonces? Pues así: que el hijo se presente ante su padre y le pregunte
    conscientemente: «Padre, dime: ¿por qué debo quererte? Padre, demuéstrame que
    debo quererte», y si ese padre es capaz y está en condiciones de responderle y de
    demostrárselo, tendremos una familia auténtica y normal, que no se sostiene sobre
    prejuicios místicos, sino sobre fundamentos juiciosos, que puedan revisarse y
    estrictamente humanitarios. En el caso contrario, si el padre no lo demostrara, sería el
    fin de la familia: no es un padre para él, el hijo consigue la libertad y el derecho de
    considerar, en lo sucesivo, a su padre un extraño y hasta un enemigo. ¡Nuestra tribuna,
    señores del jurado, debe ser escuela de la verdad y de las ideas juiciosas!




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    Mensaje por Maria Lua Mar 24 Dic 2024, 10:32

    ***

    El orador fue interrumpido por aplausos impetuosos, casi exaltados. Por supuesto
    que no toda la sala aplaudía, pero la mitad sí. Aplaudían padres y madres. Arriba,
    donde estaban las damas, se oían sollozos y gritos. Agitaban los pañuelos. El
    presidente empezó a tocar la campanilla con todas sus fuerzas. Estaba visiblemente
    irritado por el comportamiento de la sala, pero no se atrevía a «desalojarla», como
    había amenazado poco antes: aplaudían al orador y agitaban pañuelos hasta las
    venerables personas sentadas detrás de él en sillas aparte, viejecitos con estrellas en el
    frac, así que, cuando el ruido cesó, el presidente se contentó solo con la promesa
    severa de antes de «desalojar» la sala, y Fetiukóvich, triunfante y emocionado, se
    dispuso a continuar con su discurso:
    —Señores del jurado, ¿recuerdan esa noche de la que tanto se ha hablado hoy
    aquí, cuando el hijo, saltando la valla, penetró en la casa de su padre y al fin estaba
    cara a cara con su enemigo y ofensor, que le había engendrado? Insisto con todas mis
    fuerzas: no llegó corriendo en busca de dinero, la acusación de robo es absurda, como
    ya he expuesto antes. Y tampoco irrumpió allí para matar, claro que no. Si hubiera
    tenido esa intención premeditada, se habría procurado al menos un arma, mientras
    que la mano de cobre la cogió por instinto, sin saber por qué. Admitamos que engañó
    a su padre con las señales, admitamos que penetró en la casa… ya he dicho que ni por
    un momento me he creído esa historia, pero, muy bien, que así sea, ¡supongámoslo
    por un momento! Señores del jurado, les juro por todo lo sagrado que, de no haber
    sido ése su padre, sino un ofensor extraño, tras recorrer todas las habitaciones y
    cerciorarse de que la mujer no estaba en la casa, se habría marchado a todo correr sin
    hacer ningún daño a su rival, quizá le habría dado un golpe, lo habría empujado, pero
    solo eso, pues no estaba para esas cosas, no tenía tiempo, necesitaba saber dónde
    estaba ella. Pero su padre, ¡su padre!, ay, todo lo que hacía la simple visión de su
    padre, aborrecido desde la infancia, su enemigo, su ofensor y ahora… ¡un rival
    monstruoso! Un sentimiento de odio se apoderó involuntariamente de él, era un
    sentimiento incontenible, se hacía imposible razonar: ¡todo se removió al instante! Era
    un arrebato de sinrazón y de locura, pero también un arrebato de la naturaleza
    vengándose impetuosa e inconscientemente (como todo en la naturaleza) por sus leyes
    eternas. Pero el asesino tampoco asesinó entonces, lo afirmo, lo grito, no, solo agitó la
    mano de mortero con repugnante indignación, sin desear matar, sin saber que mataría.
    De no haber tenido esa fatídica mano de mortero, quizá solo habría golpeado a su
    padre, pero no lo habría matado. Cuando salió corriendo, no sabía si el viejo derribado
    estaba muerto. Un asesinato así no es un asesinato. Un asesinato así no es un
    parricidio. No, asesinar a un padre así no puede calificarse de parricidio. ¿Un asesinato
    así puede ser clasificado de parricidio solo por prejuicio? Pero ¿hubo asesinato, lo
    hubo en realidad?, les pregunto de nuevo, y de nuevo desde lo más profundo de mi
    alma. Señores del jurado, lo condenaremos y él se dirá a sí mismo: «Esa gente no ha
    hecho nada por mi destino, por mi educación, por mi instrucción, por hacerme mejor,
    por hacer de mí una persona. Esa gente no me dio de comer ni de beber, y cuando
    estuve en el calabozo, desnudo, no me visitaron, pero me han enviado a trabajos
    forzados. Estamos en paz, ahora no les debo nada y no le debo nada a nadie por los
    siglos de los siglos. Son malvados, yo también voy a serlo. Son crueles, yo también voy
    a serlo». ¡Eso es lo que él dirá, señores del jurado! Se lo juro: culpándole solo le
    aliviarán, aliviarán su conciencia, maldecirá la sangre que ha derramado en lugar de
    lamentarla. Al mismo tiempo destruirán el posible hombre que todavía hay en él, pues
    seguirá siendo ruin y ciego ya toda su vida. Pero ¿quieren castigarlo horrible,
    severamente, con el mayor de los castigos imaginables y, así, salvar y resucitar su alma
    para siempre? Si es así, ¡abrúmenlo con su misericordia! Verán, oirán cómo su alma
    tiembla y se espanta: «Tengo que soportar su clemencia, tanto amor, y no soy digno»,
    ¡eso es lo que dirá! Oh, lo conozco, conozco ese corazón, señores del jurado, ese
    corazón salvaje pero generoso que se inclinará ante su hazaña, ansiará un gran acto de
    amor, arderá y resucitará para siempre. Hay almas que, en su limitación, acusan a todo
    el mundo. Pero abrumen a esa alma con misericordia, denle amor, y ella maldecirá sus
    obras, pues tiene muchos posos de bondad. El alma se amplía y descubre que Dios es
    misericordioso y que la gente es bella y justa. Le espantarán, le abrumarán el
    arrepentimiento y la deuda infinita que desde ahora le aguardan. Ya no dirá: «Estamos
    en paz», sino que dirá: «Soy culpable ante todos y soy el más indigno de todos». Entre
    lágrimas de arrepentimiento y emociones agudas y dolorosas, proclamará: «La gente
    es mejor que yo, pues no querían destruirme, sino salvarme». Oh, es muy fácil hacerlo,
    es un acto de misericordia, pues ante la ausencia de alguna prueba que se parezca
    mínimamente a la verdad, les va a costar mucho pronunciar: «Sí, es culpable». Es mejor
    liberar a diez culpables que castigar a un inocente, ¿pueden verlo? ¿Oyen la voz
    majestuosa del siglo pasado de nuestra gloriosa historia? ¿Debo yo, un don nadie,
    recordarles que la justicia rusa no es solo castigo, sino también salvación para un
    hombre destruido? Dejemos para otros pueblos que sea literalmente castigo, para
    nosotros es espíritu y razón, salvación y renacimiento de los destruidos. Y, si es así, si
    en efecto Rusia y su justicia son así, entonces… adelante, Rusia, y no nos asusten, oh,
    ¡no nos asusten con sus troikas desbocadas ante las que todos los pueblos se apartan
    con repugnancia! Y no una troika desbocada, sino una majestuosa carroza rusa llegará
    a su objetivo solemne y tranquilamente. En sus manos está el destino de mi cliente, en
    sus manos también el destino de la verdad rusa. ¡Ustedes la salvarán, ustedes la
    defenderán, ustedes demostrarán que tiene quien la respete, que está en buenas
    manos!





    XIV. Los campesinos no se doblegan






    Así concluyó Fetiukóvich, y el entusiasmo que se desató entonces entre los oyentes fue
    imparable como una tempestad. Era impensable contenerla: las mujeres lloraban y
    también lloraban muchos hombres, hasta dos altos dignatarios derramaron lágrimas. El
    presidente se resignó y no se apresuró a tocar la campana. «Atentar contra semejante
    entusiasmo habría significado atentar contra algo sagrado», gritarían después nuestras
    damas. El propio orador estaba sinceramente conmovido. Y he aquí que en ese
    momento nuestro Ippolit Kiríllovich se puso en pie otra vez para «intercambiar algunas
    objeciones». Lo miraron con odio: «¿Cómo? ¿Qué es esto? ¿Todavía se atreve a
    replicar?», balbuceaban las damas. Pero aunque hubieran balbuceado las damas de
    todo el mundo, con la mismísima fiscala, la mujer de Ippolit Kiríllovich, a la cabeza, no
    habrían podido detenerlo en ese momento. Estaba pálido, temblaba de emoción; las
    primeras palabras, las primeras frases que pronunció fueron incluso incomprensibles;
    se ahogaba, pronunciaba mal, se embarullaba. Pero se repuso enseguida. De este
    segundo discurso solo citaré unas pocas frases.
    —… Nos reprochan que nos hemos dedicado o a inventar novelas. Y ¿qué ha hecho
    el abogado defensor, sino una novela tras otra? Lo único que ha faltado es algún
    verso. Mientras espera a su amante, Fiódor Pávlovich rompe el sobre y lo tira al suelo.
    Se ha citado hasta lo que dijo en esa situación sorprendente. ¿Acaso no es eso un
    poema? Y ¿dónde está la prueba de que sacó el dinero? ¿Quién oyó lo que dijo?
    Smerdiakov, un idiota de escaso juicio, convertido en una especie de héroe byroniano
    vengándose de la sociedad por su nacimiento ilegítimo, ¿acaso no es un poema al
    estilo de Byron? Y el hijo que irrumpe en casa del padre, que lo mata pero a la vez no
    lo mata, esto ya no es una novela ni un poema, es la esfinge proponiendo acertijos que
    ni ella misma, claro está, puede resolver. Si lo mató, lo mató, ¿qué es eso de que lo
    mató pero no lo mató? ¿Quién puede entenderlo? Y luego se nos hace saber que
    nuestra tribuna es la tribuna de la verdad y de las ideas juiciosas, pero he aquí que
    desde esta tribuna de «ideas juiciosas» se proclama con un juramento el axioma de
    que llamar parricidio al asesinato de un padre no es más que un prejuicio. Pero, si el
    parricidio es un prejuicio y si todos los niños van a tener que preguntar a su padre:
    «Padre, ¿por qué debo quererte?», ¿qué será de nosotros? ¿Qué será de los
    fundamentos de la sociedad? ¿Dónde terminará la familia? El parricidio, ya ven, es solo
    el «azufre» de las mercaderes moscovitas. Los preceptos más valiosos, más sagrados
    para el destino y el futuro de los tribunales rusos se presentan tergiversados y de
    forma frívola, únicamente para conseguir un fin, para lograr la absolución de algo que
    no puede ser absuelto. «Oh, abrúmenlo con misericordia», ha dicho el defensor, eso es
    justo lo que necesita un criminal, y ¡ya verán mañana lo abrumado que está! ¿No habrá
    sido demasiado modesto el defensor reclamando solo la absolución del acusado? ¿Por
    qué no reclamar la institución de una beca con el nombre del parricida para perpetuar
    su hazaña entre nuestros descendientes y en la generación más joven? Se corrige el
    Evangelio y la religión: todo eso es mística, se dice, el nuestro es el único cristianismo
    verdadero, verificado mediante el análisis de la razón y de las ideas sensatas. Y ¡he
    aquí que levantan ante nosotros una imagen falsa de Cristo! Con la medida con que
    midáis se os medirá, dice el defensor y en ese mismo instante concluye que Cristo nos
    enseña a medir con la medida con la que nos van a medir a nosotros, y ¡esto lo dice
    desde la tribuna de la verdad y de las ideas sensatas! Hemos echado un vistazo al
    Evangelio la víspera de nuestros discursos únicamente para poder brillar con nuestro
    conocimiento de una obra, bastante original en todo caso, que puede sernos útil y
    servirnos para crear cierto efecto en la medida de lo necesario, ¡todo en la medida de
    lo necesario! Pero lo que Cristo nos manda, precisamente, es no obrar así, guardarnos
    de obrar así, porque así es como obra el mundo inicuo, mientras que nosotros
    debemos perdonar y poner la mejilla y no medir con la misma medida con la que nos
    han medido nuestros ofensores. Esto es lo que nos ha enseñado nuestro Dios y no que
    es un prejuicio prohibir a los hijos matar a sus padres. Y no vamos nosotros a ponernos
    a corregir desde la cátedra de la verdad y las ideas sensatas el Evangelio de nuestro
    Señor, a quien el defensor ha tenido a bien llamar simplemente «el filántropo
    crucificado», en contraste con toda la Rusia ortodoxa que lo invoca diciendo: «Pues Tú
    eres nuestro Dios»…
    Aquí el presidente intervino y paró al exaltado orador, pidiéndole que no
    exagerara, que no se saliera de los límites debidos, etcétera, etcétera, lo que suelen
    decir los presidentes en tales casos. La sala también estaba inquieta. El público se
    agitaba, hasta lanzaba exclamaciones de indignación. Fetiukóvich ni siquiera replicó, se
    levantó solo para, con la mano en el corazón, decir con voz ofendida algunas palabras
    repletas de dignidad. Volvió a referirse, a la ligera y en tono burlón, a las «novelas» y a
    la «psicología» y en un determinado momento acertó a añadir oportunamente: «Te
    enfadas, Júpiter; así pues, no tienes razón», lo que arrancó numerosas risas de
    aprobación entre el público, ya que Ippolit Kiríllovich no se parecía en nada a Júpiter.
    Después Fetiukóvich indicó con profunda dignidad que no iba a replicar a la acusación
    de que supuestamente daba permiso a la joven generación para matar a los padres. En
    cuanto a «la falsa imagen de Cristo» y a lo de que no había tenido a bien llamar Dios a
    Cristo, sino tan solo «filántropo crucificado», lo que «es contrario a la ortodoxia y no
    puede ser formulado desde la tribuna de la verdad y las ideas sensatas», Fetiukóvich
    aludió a una «insinuación» y dijo que, cuando se disponía a venir a nuestra ciudad,
    había contado al menos con que en esta tribuna estaría a salvo de acusaciones
    «peligrosas para mí como ciudadano y como súbdito leal»… Pero, al oír estas palabras,
    el presidente también le interrumpió y Fetiukóvich, con una reverencia, concluyó su
    réplica, acompañado de un murmullo general de aprobación de la sala. Ippolit
    Kiríllovich, en opinión de nuestras damas, estaba «aplastado para siempre».
    Después se le concedió la palabra al acusado. Mitia se levantó, pero apenas habló.
    Estaba terriblemente fatigado, de cuerpo y alma. El aire de independencia y fuerza con
    el que se había presentado en la sala por la mañana casi había desaparecido. Era
    como si ese día hubiera experimentado algo para toda su vida, algo que le había
    enseñado y le había hecho comprender una cosa muy importante que antes no había
    comprendido. Su voz se había debilitado, ya no gritaba. En sus palabras se percibía
    algo nuevo, resignado, vencido y sometido.
    —¿Qué puedo decir, señores del jurado? Ha llegado mi juicio, oigo la diestra de
    Dios sobre mí. ¡El fin de un libertino! Pero, como si me confesara ante Dios, les diré:
    «¡Soy inocente de la sangre de mi padre!». Y repito por última vez: «Yo no lo maté».
    He sido un libertino, pero amaba el bien. A cada instante ansiaba enmendarme, pero
    vivía igual que una bestia salvaje. Le doy las gracias al fiscal, me ha dicho muchas cosas
    de mí que yo no conocía, pero no es verdad que haya matado a mi padre, ¡el fiscal se
    equivoca! Y gracias también al abogado defensor, he llorado al oírle, pero no es
    verdad que haya matado a mi padre, no había por qué suponerlo. Y no crean a los
    médicos, estoy en mi sano juicio, solo mi alma está apesadumbrada. Si se apiadan, si
    me dejan libre, rezaré por ustedes. Seré mejor, les doy mi palabra, ante Dios se la doy.
    Y, si me condenan, ¡yo mismo partiré mi espada sobre mi cabeza y besaré luego los
    fragmentos! Pero apiádense, no me priven de mi Dios, me conozco, me sublevaré. Mi
    alma está apesadumbrada, señores… ¡apiádense!









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    Mensaje por Maria Lua Miér 25 Dic 2024, 09:13

    ***

    Casi se derrumbó sobre la silla, la voz se le cortó, la última frase apenas si pudo
    pronunciarla. Después el tribunal procedió a plantear cuestiones y a pedir sus
    conclusiones a las partes. Pero no voy a describir los detalles. Finalmente el jurado se
    levantó para retirarse a deliberar. El presidente estaba agotado y por eso su alocución
    final fue tan débil: «Sean ecuánimes, no se dejen influir por las elocuentes palabras de
    la defensa, pero considérenlas, recuerden que recae en ustedes una gran
    responsabilidad», etcétera, etcétera. El jurado se retiró y hubo un alto en la sesión.
    Uno podía levantarse, caminar, intercambiar las impresiones acumuladas, tomar algo
    en el bufé. Era muy tarde, casi la una de la madrugada, pero nadie se marchó. Todos
    estaban muy tensos y sin ánimo para descansar. Esperaban con el corazón helado,
    aunque quizá el corazón no se les había helado a todos. Las mujeres solo estaban
    impacientes e histéricas, pero su corazón estaba tranquilo: «La absolución es
    inevitable». Todas ellas se preparaban para el momento dramático de entusiasmo
    general. Reconozco que en la mitad masculina de la sala también había muchos que
    estaban convencidos de la inevitable absolución. Unos se alegraban, otros fruncían el
    ceño y otros simplemente estaban descorazonados: ¡no deseaban que lo absolvieran!
    El propio Fetiukóvich estaba firmemente confiado de su éxito. Había mucha gente a su
    alrededor, lo felicitaban, se dejaba adular.
    —Hay —dijo en un corrillo, según se contó después—, hay unos lazos invisibles que
    unen al defensor con el jurado. Empiezan a formarse y se pueden presentir ya durante
    el alegato. Yo los he percibido, existen. La causa está ganada, estén tranquilos.
    —Y ¿qué dirán ahora los campesinos? —dijo un señor gordo, con la cara picada y
    el ceño fruncido, un terrateniente de las afueras, acercándose a un grupo de caballeros
    que estaban charlando.
    —No todos son campesinos. También hay cuatro funcionarios.
    —Sí, también funcionarios —dijo aproximándose un miembro del consejo del
    zemstvo.
    —Prójor Ivánovich, ¿conoce a Nazáriev, el mercader de la medalla, ese que es
    miembro del jurado?
    —¿Por qué?
    —Es un pozo de sabiduría.
    —Pero siempre está callado.
    —Es muy callado, sí, pero es mejor así. Uno de San Petersburgo no tiene que
    enseñarle, él solo puede enseñar a todo San Petersburgo. ¡Tiene doce hijos, dense
    cuenta!
    —Pero, por Dios, ¿será posible que no lo absuelvan? —gritaba en otro corrillo uno
    de nuestros jóvenes funcionarios.
    —Seguro que lo absuelven —se oyó una voz decidida.
    —¡Sería una vergüenza, una ignominia, que no lo absolvieran! —exclamó el
    funcionario—. Pongamos que lo mató, pero ¡hay padres y padres! Y, además, estaba
    tan exaltado… Pudo haber sacudido la mano de mortero, es cierto, y que el otro se
    derrumbara. Aunque está mal que hayan metido al criado en esto. Es un episodio
    ridículo. De haber estado en el lugar del abogado, yo habría dicho directamente: lo
    mató pero no es culpable, y ¡al diablo con todo!
    —Eso es lo que ha hecho, solo que no ha dicho: «¡Al diablo con todo!».
    —No, Mijaíl Semiónych, prácticamente lo ha dicho —se sumó una tercera voz.
    —Pero, señores, si durante la Cuaresma absolvieron a una actriz que le había
    cortado el cuello a la legítima esposa de su amante.
    —Pero es que no se lo cortó del todo.
    —¡Da igual, da igual! ¡Había empezado a cortar!
    —Y ¿eso que ha dicho de los hijos? ¡Ha sido magnífico!
    —¡Magnífico!
    —Bueno, y ¿qué me dicen de lo de la mística, eh? ¿Qué me dicen de lo de la
    mística?
    —Vale ya con tanta mística —gritó algún otro—, fíjense en Ippolit, en el destino
    que le espera a partir de ahora. Porque mañana mismo la fiscala le va a sacar los ojos
    por culpa de Mitia.
    —¿Está ella aquí?
    —¡Qué va a estar aquí! De haber estado, aquí mismo se los habría sacado. Se ha
    quedado en casa, le duelen las muelas. ¡Ja, ja, ja!
    —¡Ja, ja, ja!
    En un tercer corrillo:
    —Pues es posible que absuelvan a Mitia.
    —Igual mañana pone Ciudad Capital patas arriba, va a estar bebiendo diez días.
    —¡Qué demonios!
    —Pues sí, el demonio ha tenido que andar por aquí, ¿dónde iba a estar mejor que
    aquí?
    —Señores, pongamos que ha sido elocuente. Pero, aun así, no se puede ir
    rompiéndole la cabeza a un padre con una romana. Si no, ¿adónde iremos a parar?
    —¿Recuerdan lo de la carroza? ¿Lo recuerdan?
    —Sí, de una telega ha hecho una carroza.
    —Y mañana de una carroza una telega, «en la medida de lo necesario, todo en la
    medida de lo necesario».
    —La gente se ha vuelto muy lista. ¿Existe la verdad en la Rus, señores, o no existe
    en absoluto?
    Pero empezó a sonar la campana. El jurado había deliberado justo una hora, ni
    más, ni menos. Se hizo un profundo silencio en cuanto el público tomó asiento.
    Recuerdo al jurado entrando en la sala. ¡Por fin! No voy a reproducir punto por punto
    las preguntas, aparte de que las he olvidado. Solo recuerdo la respuesta a la primera, y
    fundamental, pregunta del presidente, esto es, «si mató premeditadamente con el fin
    de robar» (no recuerdo el texto). Todo quedó en suspenso. El portavoz del jurado,
    concretamente, uno de los funcionarios, el más joven de todos ellos, pronunció alto y
    claro en medio del silencio sepulcral de la sala:
    —Sí, ¡culpable!
    Y después sucedió lo mismo en todos los puntos: culpable, sí, culpable, ¡sin la
    menor indulgencia! Nadie se lo había esperado, casi todos estaban convencidos de
    que habría, cuando menos, cierta indulgencia. El silencio sepulcral de la sala no se
    rompió, era como si todos estuvieran literalmente petrificados. Pero solo los primeros
    minutos. Después reinó un terrible caos. Entre el público masculino muchos estaban
    realmente contentos. Algunos hasta se frotaban las manos sin disimular su alegría. Los
    descontentos estaban como aplastados, se encogían de hombros, susurraban, como si
    no acabaran de creérselo. Pero, Dios mío, ¡lo que ocurrió con nuestras damas! Creí que
    iban a organizar un motín. Al principio parecía que no dieran crédito a sus oídos. Y, de
    pronto, empezaron a oírse exclamaciones en toda la sala: «Pero, ¿qué es esto? ¿Qué
    es todo esto?». Se pusieron de pie. Seguramente pensaban que todo aquello se podía
    volver a cambiar y rehacer de inmediato. Y en ese momento Mitia se levantó y lanzó un
    lamento desgarrador, extendiendo los brazos:
    —¡Juro por Dios y por su Juicio Final que no soy culpable de la sangre de mi padre!
    ¡Katia, te perdono! ¡Hermanos, amigos, apiadaos de la otra!
    No terminó de hablar, se echó a llorar y sus sollozos se oían por toda la sala, de
    forma extraña, con una voz que no parecía la suya, sino una voz distinta, inesperada,
    Dios sabrá de dónde le había venido en ese momento. Arriba, en el rincón más
    apartado de la galería, resonó un lamento penetrante de mujer: era Grúshenka. Poco
    antes le había suplicado a alguien y le habían permitido regresar a la sala justo antes
    de los alegatos. Se llevaron a Mitia. La lectura de la sentencia se aplazó hasta el día
    siguiente. Toda la sala se levantó alborotada, pero yo ya no me quedé a escuchar. Solo
    recuerdo algunas exclamaciones ya en el porche, a la salida.
    —Le van a caer veinte años en las minas.
    —Menos no.
    —Sí, nuestros campesinos no se han doblegado.
    —Y ¡han acabado con nuestro Mítenka!




    FIN DE LA CUARTA Y ÚLTIMA PARTE




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    Mensaje por Maria Lua Miér 25 Dic 2024, 09:15

    ***

    I. Planes para salvar a Mitia




    Cinco días después del juicio de Mitia, a primera hora de la mañana, pasadas las ocho,
    Aliosha se acercó a casa de Katerina Ivánovna para llegar a un acuerdo definitivo sobre
    un asunto importante para los dos y, sobre todo, para darle un recado. Hablaron en la
    misma sala en la que ella, hacía tiempo, había recibido a Grúshenka; cerca, en otra
    habitación, yacía con fiebre y sin sentido Iván Fiódorovich. Justo después del episodio
    en el juicio, Katerina Ivánovna ordenó trasladar a su casa a un Iván Fiódorovich
    enfermo e inconsciente, desdeñando las inevitables habladurías futuras y la censura de
    la sociedad. Una de las tías que vivía con ella se fue a Moscú inmediatamente después
    del episodio en el juicio, la otra se quedó. Pero, aunque se hubieran marchado las dos,
    Katerina Ivánovna no habría cambiado de opinión y habría seguido cuidando del
    enfermo y velando por él día y noche. Lo trataban Varvinski y Herzenstube; el médico
    moscovita había regresado a Moscú tras negarse a expresar su opinión sobre el
    posible desenlace de la enfermedad. Y era evidente que los otros dos médicos, a
    pesar de haber animado a Katerina Ivánovna y a Aliosha, todavía no podían ofrecer
    esperanzas fundadas. Aliosha pasaba a ver a su hermano enfermo dos veces al día.
    Pero esta vez venía para tratar un asunto especial, realmente complicado, y presentía
    lo difícil que le iba a ser hablar de él; además, tenía mucha prisa: esa misma mañana
    tenía otro asunto inaplazable en otra parte y debía apresurarse. Llevaban hablando un
    cuarto de hora. Katerina Ivánovna estaba pálida, extenuada y, al mismo tiempo,
    enfermizamente agitada: presentía para qué, entre otras cosas, había ido a verla
    Aliosha.
    —No se preocupe por su decisión —le dijo a Aliosha con firme insistencia—. De un
    modo u otro llegará a esa conclusión: ¡tiene que escapar! Este desgraciado, este héroe
    del honor y de la conciencia… no él, no Dmitri Fiódorovich, sino el que yace tras esa
    puerta, el que se sacrificó por su hermano —añadió Katia con ojos brillantes—, hace
    mucho que me informó de todo el plan de fuga. ¿Sabe?, ya había entrado en tratos…
    Ya le conté alguna cosa… Mire, con toda probabilidad será en la tercera etapa a partir
    de aquí, cuando conduzcan a Siberia a la partida de deportados. Oh, todavía queda
    para eso. Iván Fiódorovich ya había ido a ver al jefe de la tercera etapa. Lo único que
    no se sabe es quién va a ser el jefe de la partida, no se puede saber con tanta
    antelación. Puede que mañana le enseñe todos los detalles del plan que me dejó Iván
    Fiódorovich la víspera del juicio por si ocurría algo… Fue esa tarde que nos encontró
    discutiendo, ¿se acuerda? Él estaba bajando las escaleras y yo, al verle a usted, lo hice
    regresar, ¿se acuerda? ¿Sabe de lo que estábamos discutiendo entonces?
    —No, no lo sé —dijo Aliosha.
    —Claro, él entonces se lo ocultó: pues precisamente del plan de fuga. Tres días
    antes me había revelado todos los detalles importantes, y entonces empezamos a
    discutir, llevábamos tres días enfadados. Discutimos cuando me anunció que, en caso
    de que condenaran a Dmitri Fiódorovich, éste huiría al extranjero con esa mujerzuela;
    de pronto yo me puse furiosa, no puedo decirle por qué, ni yo misma lo sé… Oh,
    claro, por esa mujerzuela, me puse furiosa por culpa de esa mujerzuela, porque ¡ella
    también va a huir al extranjero, con Dmitri! —exclamó de repente Katerina Ivánovna;
    los labios le temblaban de rabia—. En cuanto Iván Fiódorovich vio que me ponía
    furiosa por culpa de esa mujerzuela, enseguida pensó que sentía celos de ella, por
    Dmitri, y que, por tanto, seguía queriendo a Dmitri. Y entonces tuvimos la primera
    pelea. No quise darle explicaciones, no podía pedirle perdón; me dolía que un
    hombre así pudiera sospechar que siguiera queriendo a ese… Y eso a pesar de que
    mucho antes yo misma le había dicho que no quería a Dmitri, que ¡lo quería solo a él!
    ¡Me enfadé con él solo por la rabia que me da esa mujerzuela! Tres días después, la
    tarde que vino usted, Iván me trajo un sobre sellado para que lo abriera si a él le
    sucedía algo. ¡Ay, había presagiado su enfermedad! Me reveló que el sobre contenía
    los detalles de la huida para que, en el caso de que él muriera o enfermara
    gravemente, yo me encargara de salvar a Mitia. También me dejó dinero, casi diez mil
    rublos, los mismos que el fiscal, enterado de que había dado orden de hacerlos
    efectivos, mencionó en su discurso. Me sorprendió terriblemente que Iván Fiódorovich,
    todavía celoso por mí y convencido de que yo amaba a Mitia, no hubiera, a pesar de
    todo, abandonado la idea de salvar a su hermano y me confiara a mí, ¡a mí!, la tarea de
    salvarlo. ¡Oh, aquello era un sacrificio! No, usted no puede entender en toda su
    plenitud ese espíritu de sacrificio, Alekséi Fiódorovich. A punto estuve de arrojarme a
    sus pies en señal de veneración, pero pensé de pronto que él iba a creer que era una
    muestra de alegría por salvar a Mitia (¡seguro que lo habría pensado!), y me molestaba
    hasta tal punto la mera posibilidad de que pensara algo tan injusto que volví a
    enojarme y, en lugar de besar sus pies, ¡le hice otra escena! ¡Qué desgraciada soy! Así
    es mi carácter, un carácter terrible, desgraciado. Oh, ya lo verá, acabaré por
    conseguirlo, lo llevaré hasta un punto en que él me dejará por otra mujer con la que
    sea más fácil vivir, como hizo Dmitri, pero entonces… No, ya no podré soportarlo, ¡me
    mataré! Y aquella vez, cuando usted entró y yo le grité, y luego le ordené a él que
    regresara, él entró con usted y hasta tal punto se apoderó de mí la rabia por la
    expresión de odio y de desprecio con la que me miró que yo, ¿se acuerda?, ¡empecé a
    gritarle que él, que él era el único que me había asegurado que su hermano Dmitri era
    el asesino! Lo calumnié a propósito, para herirlo de nuevo, porque él nunca, nunca,
    había tratado de convencerme de que su hermano fuera el asesino, al contrario, ¡era
    yo quien intentaba convencerlo a él! Oh, mi rabia tiene la culpa de todo, ¡de todo! Fui
    yo, yo fui la causante de esa maldita escena en el juicio. Él quería demostrarme lo
    noble que es y que, aunque yo ame a su hermano, no iba a causar su perdición por
    venganza o por celos. Y se presentó en el juicio… ¡Yo tengo la culpa de todo! ¡Yo soy
    la única culpable!
    Nunca le había hecho Katia tales confesiones a Aliosha y éste sintió que justo
    entonces ella había alcanzado ese grado de sufrimiento insoportable en que hasta el
    corazón más orgulloso aniquila dolorosamente su orgullo y cae vencido por la pena.
    Ay, Aliosha conocía otra terrible razón de su sufrimiento, por mucho que ella se lo
    hubiera ocultado todos esos días, desde la condena de Mitia; pero, por alguna razón,
    habría sido muy doloroso para él si en ese momento ella hubiera resuelto rebajarse
    tanto como para empezar a hablar con él acerca de esa razón. Katia sufría por su
    «traición» en el juicio, y Aliosha intuía que la conciencia la estaba arrastrando a
    reconocerse culpable precisamente ante él, ante Aliosha, entre lágrimas y gritos, con
    un ataque de histeria, dando golpes en el suelo. Pero él temía ese momento y
    deseaba ahorrárselo a aquella mujer que sufría. Eso hacía aun más duro el encargo que
    lo había llevado hasta allí. Empezó a hablar de Mitia otra vez.
    —No se preocupe, no se preocupe, ¡no tema por él! —volvió a decir Katia, terca y
    tajante—; todo eso en él es pasajero, lo conozco, conozco demasiado bien su corazón.
    Puede estar tranquilo, estará de acuerdo con la fuga. Y, sobre todo, no va a ser ahora
    mismo, aún tiene tiempo para tomar la decisión. Para entonces Iván Fiódorovich ya se
    habrá curado y se ocupará de todo, así que yo no tendré que hacer nada. No se
    preocupe, estará de acuerdo con la fuga. En realidad, ya está de acuerdo: ¿acaso
    puede dejar aquí a esa mujerzuela? Porque no van a permitir que lo acompañe en su
    condena, así pues, ¿cómo va a renunciar a huir? Lo principal es que tiene miedo de
    usted, miedo de que no apruebe usted la fuga desde un punto de vista moral, pero
    usted tiene que ser magnánimo y permitírselo, pues su permiso es imprescindible —
    añadió Katia con veneno. Se quedó callada un momento y sonrió con malicia—.
    Siempre está hablando —continuó— de unos himnos, de la cruz con la que debe
    cargar, de una deuda; recuerdo que Iván Fiódorovich ya me contó muchas cosas al
    respecto, y si supiera usted lo que decía… —exclamó de pronto con un sentimiento
    incontenible—. ¡Si supiera usted cuánto quería a ese infeliz mientras me hablaba de él
    y, quizá, cuánto le odiaba al mismo tiempo! Pero yo, oh, yo escuchaba su relato y sus
    lágrimas con sonrisa arrogante. ¡Ay, mujerzuela! ¡Yo soy la mujerzuela, yo! ¡Yo le causé
    la fiebre! Y ése, el condenado, ¿acaso está él preparado para el sufrimiento? —
    concluyó Katia con resentimiento—. ¿Acaso puede sufrir? ¡Esa clase de gente nunca
    sufre!
    Cierto sentimiento de odio y de repugnante desprecio acompañó estas palabras.
    En todo caso, ella lo había traicionado. «Puede que se sienta tan culpable ante él que
    a veces lo odie», pensó Aliosha. Deseaba que fuera solo «a veces». Había percibido un
    desafío en las últimas palabras de Katia, pero no lo aceptó.
    —Por eso le he llamado hoy, para que me prometa que lo va a convencer. A no ser
    que usted crea que huir es una deshonra, que no es heroico o… ¿cómo llamarlo?…
    cristiano —añadió Katia aún desafiante.
    —No, en absoluto. Se lo diré… —farfulló Aliosha—. Ha pedido que vaya usted hoy
    a verlo —soltó de repente mirándola a los ojos duramente. Ella se estremeció y se
    echó para atrás en el diván, apartándose de él.
    —¿Yo?… Pero ¿de verdad es posible? —balbuceó palideciendo.
    —¡Es posible y necesario! —insistió Aliosha, sintiéndose más animado—. La
    necesita mucho, precisamente a usted. No le diría nada ni la haría sufrir antes de
    tiempo si no fuera necesario. Está enfermo, está como loco, no hace más que llamarla.
    No la llama para reconciliarse, pero al menos vaya y asómese desde el umbral. Le han
    pasado muchas cosas desde ese día. Comprende lo infinitamente culpable que es ante
    usted. No quiere su perdón: «Es imposible perdonarme», dice, pero solo con que
    usted se asomara desde el umbral…
    —Usted… de repente… —balbuceaba Katia—, todos los días presentía que
    vendría con eso… ¡Sabía que me llamaría!… ¡Es imposible!
    —Aunque sea imposible, hágalo. Piense que por primera vez se siente afectado por
    haberla ofendido, por primera vez en la vida, ¡nunca lo había comprendido con tal
    plenitud! Si se niega, dice, «seré desgraciado toda mi vida». ¿Se da cuenta? Veinte
    años de trabajos forzados y todavía tiene intención de ser feliz, ¿no le da pena?
    Piénselo, va a visitar a un inocente al que han destruido —soltó Aliosha desafiante—,
    sus manos están limpias, ¡no hay sangre en ellas! ¡Visítelo ahora por su infinito
    sufrimiento futuro! Vaya, guíelo en la oscuridad… Quédese en el umbral y solo…
    Porque usted debe, ¡debe hacerlo! —concluyó Aliosha subrayando con gran fuerza la
    palabra «debe».
    —Lo sé, pero… no puedo —Katia gemía—. Me mirará… no puedo.
    —Sus miradas deben encontrarse. ¿Cómo va a seguir viviendo si no se decide
    ahora?
    —Es mejor sufrir toda la vida.
    —Debe ir, debe ir —volvió a subrayar Aliosha, implacable.
    —Pero ¿por qué hoy? ¿Por qué ahora?… No puedo dejar solo al enfermo…
    —Un minuto sí puede, solo será un minuto. Si no va, por la noche enfermará de
    fiebres. Sabe que no le miento, ¡apiádese de él!
    —Apiádese usted de mí —le reprochó amargamente Katia y se echó a llorar.
    —Entonces, ¡va a ir! —dijo Aliosha con firmeza al ver sus lágrimas—. Voy a decirle
    que enseguida va.
    —¡No! ¡No se lo diga por nada del mundo! —gritó Katia asustada—. Iré, pero no lo
    avise porque puede que vaya pero no entre… Todavía no sé si…
    Se le cortó la voz. Le costaba respirar. Aliosha se levantó para marcharse.
    —¿Y si me encuentro con alguien? —dijo de pronto en voz baja y palideciendo de
    nuevo.
    —Por eso tiene que ser ahora, para que no se encuentre con nadie. Se lo digo de
    verdad, no habrá nadie. Estaremos esperándola —insistió y salió de la sala.






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    Mensaje por Maria Lua Miér 25 Dic 2024, 09:17

    ***
    II. Por un momento la mentira se convierte en verdad
    Se dio prisa en llegar al hospital donde estaba ahora Mitia. Dos días después de la
    decisión del tribunal enfermó de fiebre nerviosa y fue enviado al hospital de la ciudad,
    a la sección de presos. Pero el doctor Varvinski, a petición de Aliosha y muchas
    personas más (Jojlakova, Liza y otros), no instaló a Mitia con los demás presos, sino
    aparte, en el mismo cuartucho donde antes había estado Smerdiakov. Cierto que al
    final del pasillo había un centinela y las ventanas tenían rejas, de modo que Varvinski
    podía estar tranquilo en relación con su indulgencia, no excesivamente legal, pero era
    un joven bondadoso y compasivo. Comprendía lo duro que era para alguien como
    Mitia pasar de pronto al grupo de asesinos y estafadores, y sabía que primero
    necesitaba acostumbrarse. Las visitas de familiares y amigos eran autorizadas por el
    médico, por el vigilante y hasta por el isprávnik, siempre bajo cuerda. Pero esos días
    solo Aliosha y Grúshenka habían visitado a Mitia. Rakitin intentó verlo dos veces, pero
    Mitia le pidió con insistencia a Varvinski que no le permitiera entrar.
    Aliosha lo encontró sentado en el camastro, con la bata del hospital; tenía un poco
    de fiebre y le habían envuelto la cabeza en una toalla humedecida en agua y vinagre.
    Lanzó una mirada indefinida a Aliosha, pero aun así en su mirada brilló cierto temor.
    En general, desde el día del juicio se había vuelto terriblemente meditabundo. A
    veces se quedaba callado media hora, parecía estar reflexionando intensa y
    dolorosamente, olvidándose de los presentes. Si salía de sus cavilaciones y empezaba
    a hablar, siempre lo hacía de un modo repentino e invariablemente decía algo distinto
    a lo que en realidad debería decir. A veces miraba con sufrimiento a su hermano. Con
    Grúshenka le resultaba más fácil que con Aliosha. Cierto que con ella tampoco hablaba
    mucho pero, en cuanto entraba, su cara se iluminaba de alegría. Aliosha se sentó en
    silencio a su lado, en el camastro. Esta vez Mitia había estado esperando con ansiedad
    a su hermano, pero no se atrevió a preguntarle nada. Le parecía inconcebible que
    Katia accediera a ir a verlo y al mismo tiempo sentía que, si no iba, sería algo
    completamente intolerable para él. Aliosha comprendía sus sentimientos.
    —Ese Trifon —Mitia empezó a hablar agitado—, o sea, Borísych, ha puesto toda su
    posada patas arriba, según dicen: ha levantado tarimas, arrancado tablas, por lo visto
    ha hecho añicos toda la «galería»… está buscando un tesoro, el dinero ese, los mil
    quinientos rublos que el fiscal dijo que yo había escondido allí. Dicen que, nada más
    volver a la posada, empezó a hacer disparates. ¡Le está bien empleado por
    sinvergüenza! Me lo contó ayer un vigilante, es de allí.
    —Escucha —dijo Aliosha—, va a venir, pero no sé cuándo, quizá hoy, quizá un día
    de éstos, no lo sé, pero va a venir, va a venir, eso es seguro.
    Mitia se estremeció, quería decir algo, pero se quedó callado. La noticia le afectó
    terriblemente. Era evidente que deseaba ardientemente conocer los detalles de la
    conversación, pero una vez más tenía miedo a preguntar: cualquier señal de crueldad
    o desprecio por parte de Katia habría sido como una puñalada en esos momentos.
    —Mira lo que me ha dicho, por cierto: que tengo que tranquilizar tu conciencia sin
    falta en relación con la fuga. Si para entonces Iván no se ha restablecido, ella misma se
    ocupará de todo.
    —Ya me lo habías contado —observó Mitia pensativo.
    —Y tú ya habías informado a Grúshenka —señaló Aliosha.
    —Sí —reconoció Mitia—. No va a venir esta mañana —miró a su hermano con
    timidez—. No vendrá hasta la tarde. Ayer, cuando le dije que se iba a ocupar Katia, se
    quedó callada; pero torció el gesto. Se limitó a murmurar: «¡Que se ocupe!». Ha
    comprendido que es algo importante. No me atreví a seguir preguntando. Ahora, por
    fin, parece comprender que la otra no me quiere a mí, sino a Iván.
    —¿Seguro? —se le escapó a Aliosha.
    —No del todo. Pero esta mañana no va a venir —volvió a explicar Mitia—. Le he
    hecho un encargo… Oye, nuestro hermano Iván nos va a superar a todos. Él sí que va
    a vivir, no nosotros. Se pondrá bien.
    —Figúrate que Katia, aunque tiembla por él, apenas tiene dudas de que vaya a
    ponerse bien —dijo Aliosha.
    —Eso es que está convencida de que va a morirse. El miedo es lo que hace que
    esté tan segura de que va a ponerse bien.
    —Nuestro hermano es de constitución fuerte. Yo también tengo mucha confianza
    en su curación —comentó Aliosha con ansiedad.
    —Sí, va a ponerse bien. Pero ella está segura de que se va a morir. Sufre tanto…
    Se hizo el silencio. Algo muy importante atormentaba a Mitia.
    —Aliosha, amo terriblemente a Grúshenka —dijo de pronto con voz temblorosa,
    llena de lágrimas.
    —No van a permitir que vaya allí contigo. —Aliosha le había entendido de
    inmediato.
    —Y hay otra cosa que quería decirte —prosiguió Mitia con una voz repentinamente
    tintineante—; si empiezan a golpearme por el camino o ya una vez allí, no se lo voy a
    consentir, mataré a alguien, y entonces me pegarán un tiro. ¡Es que son veinte años!
    Aquí ya han empezado a tratarme de tú. Los centinelas me tratan de tú. Me he pasado
    toda la noche evaluándome: ¡no estoy listo! ¡No tengo fuerzas para soportarlo! Quería
    entonar un «himno» y ¡no soy capaz de asimilar el tuteo de los centinelas! Por Grusha
    soportaría todo, todo… excepto los golpes, eso sí… Pero no van a dejar que vaya allí.
    Aliosha sonrió en silencio.
    —Hermano, escucha de una vez y para siempre —dijo— lo que opino sobre eso. Y
    sabes que no voy a mentirte. Escúchame: no estás listo, y esta cruz no es para ti. Es
    más: no estando preparado, no te hace falta esa gran cruz de mártir. Si hubieras
    matado a padre, lamentaría que rechazaras tu cruz. Pero eres inocente y esta cruz es
    excesiva para ti. Quieres hacer renacer a un hombre nuevo en ti a través del tormento;
    en mi opinión, basta con que recuerdes siempre, toda tu vida y adondequiera que
    huyas, a ese otro hombre, y eso será suficiente. Que no aceptes el gran sufrimiento de
    la cruz servirá para que sientas en tu interior una deuda aún mayor y, con este
    permanente sentimiento, en lo sucesivo, durante toda tu vida, contribuirás a tu
    renacimiento quizá en mayor medida que si hubieras ido allí. Porque si vas allí no lo
    aguantarás, te sublevarás y tal vez digas al final: «He saldado mi deuda». En este caso
    el abogado ha dicho la verdad. Las cargas pesadas no son para todos, para algunos
    son insoportables… Esto es lo que pienso, ya que tanto necesitas saberlo. Si otros
    (oficiales, soldados) tuvieran que responder por tu fuga, no te «permitiría» huir. —
    Aliosha sonrió—. Pero nos han dicho y asegurado (el jefe de etapa en persona se lo
    dijo a Iván) que, si se actúa con tino, es posible que no haya sanciones graves y que
    salgan del paso con poco. Naturalmente, el soborno no es algo honroso, ni siquiera en
    este caso, pero por nada del mundo me voy a poner a juzgar porque, a decir verdad, si
    Iván y Katia me hubieran pedido que me ocupara de esa cuestión para ti, sé que
    habría recurrido al soborno; tengo que decirte toda la verdad. Y por eso no voy a
    juzgarte por tus acciones. Pero has de saber que nunca te voy a condenar. Además,
    sería extraño que yo fuera tu juez en este asunto. Bueno, creo que ya lo he dicho todo.
    —Sin embargo, ¡yo sí me condeno! —exclamó Mitia—. Huiré, eso ya estaba
    decidido sin ti: ¿cómo no iba a huir Mitka Karamázov? Sin embargo, ¡yo me condeno y
    allí haré penitencia por mis pecados por los siglos de los siglos! Así es como hablan los
    jesuitas, ¿no? Igual que tú y yo ahora, ¿a que sí?
    —Sí. —Aliosha sonrió dulcemente.
    —Te quiero porque siempre dices toda la verdad y no ocultas nada —exclamó
    Mitia con una risa alegre—. ¡Así que he descubierto a un jesuita en mi Alioshka! Habría
    que cubrirte de besos por eso, ¡ya lo ves! Bueno, y ahora escucha el resto, te mostraré
    también la otra mitad de mi alma. Esto es lo que he pensado y decidido: si huyo,
    incluso con dinero y un pasaporte, incluso si llego hasta América, aún me dará ánimos
    la idea de que no estoy huyendo hacia la dicha, hacia la felicidad, sino realmente a
    otro presidio, ¡puede que no muy distinto de éste! No muy distinto, Alekséi, de verdad
    te lo digo, no muy distinto. Ya estoy odiando América, ¡al diablo con ella! Aunque
    Grusha esté conmigo; tú mírala: ¿qué tiene ella de americana? Es rusa, rusa hasta la
    médula, echará de menos su tierra natal, y a cada hora yo estaré viendo cómo ella
    siente añoranza por mi culpa, que ha cargado con esa cruz por mí, y ¿qué culpa tiene
    ella? Y yo, ¿seré yo capaz de soportar a los gañanes de allí, aunque acaso sean todos
    sin excepción mejores que yo? ¡Ya estoy odiando América! Y ya pueden ser todos sin
    excepción unos maquinistas increíbles o lo que quiera que sean, al diablo con ellos:
    ésa no es mi gente, ¡no los llevo en el alma! Amo Rusia, Alekséi, amo al Dios ruso,
    aunque yo sea un canalla. Pero ¡allí estiraré la pata! —exclamó de repente, con los ojos
    brillantes. La voz se le quebraba por el llanto—. Así que esto es lo que he decidido,
    Alekséi, ¡escúchame! —volvió a empezar, conteniendo la emoción—: Llegaré allí con
    Grusha, y nos pondremos a labrar la tierra de inmediato, a trabajar, entre osos salvajes,
    aislados, en algún lugar remoto. Porque ¡seguro que allí encontramos algún lugar
    remoto! Dicen que allí todavía hay pieles rojas, donde empieza el horizonte; así que
    nos iremos a esa tierra, la de los últimos mohicanos. Y Grusha y yo nos pondremos
    enseguida con la gramática. Trabajo y gramática, y así unos tres años. En tres años
    aprendemos inglés como el mejor de los ingleses. Y en cuanto lo hayamos aprendido,
    ¡adiós, América! Nos venimos corriendo a Rusia como ciudadanos americanos. No te
    preocupes, no vamos a venir a esta ciudad. Nos ocultaremos en algún lugar lejano, en
    el norte o en el sur. Para entonces habré cambiado, ella también, un médico en
    América me habrá puesto alguna verruga falsa en la cara, para algo son mecánicos,
    ¿no? O, si no, mejor me pincho un ojo, me dejo crecer la barba, una barba canosa (me
    saldrán canas pensando en Rusia), puede que no me reconozcan. Y, si lo hacen, que
    me deporten, da igual, ¡será cosa del destino! Aquí también labraremos la tierra en
    algún rincón perdido y toda mi vida me haré pasar por un americano. Pero moriré en
    mi país. Éste es mi plan, y no tiene vuelta de hoja. ¿Le das tu aprobación?
    —Le doy mi aprobación —dijo Aliosha, que no deseaba llevarle la contraria.
    Mitia se calló un momento y de repente dijo:
    —¡Cómo me la jugaron en el juicio! ¡Vaya si me la jugaron!
    —Aunque no te la hubieran jugado, te habrían condenado de todos modos —dijo
    Aliosha suspirando.
    —Sí, la gente de aquí estaba harta. ¡Que Dios los ampare! Pero es tan duro… —
    gimió Mitia con dolor.
    Volvieron a quedarse callados.
    —Aliosha, ¡clávame ya el puñal! —exclamó Mitia de pronto—. ¿Va a venir o no?
    ¡Dímelo! ¿Qué ha dicho? ¿Cómo lo ha dicho?
    —Dijo que vendría, pero no sé si hoy. ¡Le cuesta mucho! —Aliosha miró a su
    hermano con timidez.
    —¡Cómo no! ¡Cómo no le iba a costar! Aliosha, voy a volverme loco. Grusha no
    hace más que mirarme. Se da cuenta. Dios mío, haz que me resigne: ¿qué estoy
    pidiendo? ¡A Katia! ¿Soy consciente de lo que estoy pidiendo? Es este ímpetu
    karamazoviano, ¡impío! No, ¡no soy capaz de sufrir! Soy un canalla, ya está todo dicho.
    —¡Ahí está! —exclamó Aliosha
    En ese instante Katia apareció en el umbral. Se detuvo un momento contemplando
    a Mitia con la mirada perdida. Éste se puso en pie precipitadamente, había miedo en
    su semblante, se había puesto pálido, pero al mismo tiempo una sonrisa tímida,
    suplicante, se dibujó en sus labios y de repente, sin poder contenerse, le tendió los
    brazos a Katia. Al verlo, ella se abalanzó sobre él sin pensarlo. Le cogió las manos y
    casi a la fuerza hizo que se sentara en la cama; se sentó a su lado y, sin soltarle las
    manos, se las apretó con firmeza, convulsivamente. Varias veces los dos intentaron
    hablar, pero se detenían para volver a mirarse en silencio, fijamente, como
    inmovilizados, sonriendo extrañamente; y así pasaron unos dos minutos.
    —¿Me has perdonado? —susurró Mitia al fin y, al instante, se volvió hacia Aliosha y
    le gritó con el rostro descompuesto de alegría—: ¿Has oído lo que he preguntado?
    ¿Lo has oído?
    —Por eso te quería, por tu corazón generoso —se le escapó de repente a Katia—.
    Tú no necesitas mi perdón, sino yo el tuyo; da lo mismo si me perdonas, siempre
    estarás en mi alma como una llaga, y yo en la tuya, así debe ser… —Se detuvo para
    coger aire—. ¿Para qué he venido? —volvió a hablar acelerada y frenéticamente—.
    Para abrazar tus pies, estrechar tus manos, así, hasta que te duelan, como hice en
    Moscú, ¿te acuerdas?, para decirte otra vez que eres mi Dios, mi alegría, para decirte
    que te quiero con locura. —Parecía gemir por el dolor y, de pronto, se llevó a los
    labios su mano con ansiedad. Se le saltaban las lágrimas.
    Aliosha estaba mudo y desconcertado; nunca habría esperado lo que estaba
    viendo.
    —¡El amor pasó, Mitia! —Katia volvió a empezar—. Pero aprecio lo ocurrido hasta
    el dolor. Has de saberlo para siempre. Pero ahora, por un momento, dejemos que sea
    lo que podía haber sido —balbuceó con la sonrisa torcida, mirándole alegre a los
    ojos—. Ahora tú quieres a otra y yo quiero a otro, aun así te querré eternamente y tú a
    mí, ¿lo sabías? Escúchame, ¡quiéreme, quiéreme toda la vida! —exclamó con un
    temblor casi amenazante en la voz.









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    Mensaje por Maria Lua Miér 25 Dic 2024, 09:21

    ***

    —Te querré y… ¿sabes, Katia? —Mitia hablaba tomando aire en cada palabra—.
    ¿Sabes? Yo te quería, hace cinco días, aquella tarde… Cuando te derrumbaste y te
    llevaron… ¡Toda la vida! Así será, así será eternamente…
    Los dos se susurraban frases frenéticas y casi sin sentido, quizá hasta falsas, pero en
    ese momento todo era verdad, y ellos creían sin reservas lo que estaban diciendo.
    —Katia —exclamó de pronto Mitia—, ¿crees que yo lo maté? Sé que ahora no lo
    crees, pero entonces… cuando declaraste… ¿Es posible… es posible que lo creyeras?
    —¡Tampoco entonces lo creía! ¡Nunca lo he creído! Te odiaba y me convencí a mí
    misma, justo en ese instante… Cuando declaré… me convencí a mí misma y lo creí…
    pero en cuanto hube declarado, en ese momento dejé de creerlo. Tienes que saberlo.
    ¡Ya me estaba olvidando de que había venido a castigarme! —dijo con una expresión
    completamente nueva, en nada parecida a la anterior, a los recientes susurros de
    amor.
    —Debe de ser duro para ti, mujer —se le escapó de pronto a Mitia, que no fue
    capaz de contenerse.
    —Deja que me vaya —susurró ella—, vendré en otra ocasión, ¡ahora es tan duro!…
    Se puso de pie pero, de repente, gritó con fuerza y se echó hacia atrás.
    Repentinamente, aunque sin hacer ningún ruido, Grúshenka había entrado en la
    habitación. Nadie la esperaba. Katia se dirigió precipitadamente hacia la puerta pero,
    al llegar a la altura de Grúshenka, se detuvo, blanca como la tiza, y le dijo en un
    gemido débil, casi un susurro:
    —¡Perdóneme!
    La otra la miró de hito en hito y, tras esperar un momento, le respondió con voz
    ponzoñosa, llena de rabia:
    —Tú y yo, mujer, somos malas. ¡Las dos! ¿Cómo quieres que nos perdonemos?
    Sálvalo, y rezaré por ti toda la vida.
    —¡No quieres perdonarla! —le gritó Mitia a Grúshenka con un reproche insensato.
    —Quédate tranquila, ¡te lo salvaré! —susurró Katia rápidamente y salió corriendo
    de la habitación.
    —Y ¿no podías perdonarla cuando ella misma te ha dicho: «Perdón»? —exclamó
    Mitia con amargura.
    —Mitia, no te atrevas a hacerle reproches, ¡no tienes derecho! —le gritó Aliosha
    con ardor.
    —Eran sus orgullosos labios los que hablaban, no su corazón —dijo Grúshenka con
    cierta repugnancia—. Si te libera, se lo perdonaré todo…
    Se calló como si hubiera reprimido algo en su alma. No era capaz de recuperarse.
    Había entrado, como se supo después, por pura casualidad, sin sospechar nada en
    absoluto ni esperar encontrarse lo que se encontró.
    —¡Aliosha, ve tras ella! —Mitia se dirigió a su hermano, apremiándolo—. Dile… no
    sé… ¡No dejes que se vaya así!
    —¡Vendré a verte esta tarde! —gritó Aliosha y salió corriendo detrás de Katia. La
    alcanzó ya en la verja del hospital. Andaba rápido, deprisa, pero nada más alcanzarla
    Aliosha, le dijo:
    —No, ¡no puedo castigarme delante de ésa! Le he dicho «perdóname», porque
    quería castigarme hasta el fin. No me ha perdonado… ¡Por eso la quiero! —añadió
    Katia con la voz alterada, y los ojos le brillaron con rabia salvaje.
    —Mi hermano no la esperaba en absoluto… —empezó a farfullar Aliosha—, estaba
    seguro de que ella no vendría…
    —Sin duda. Dejémoslo —le interrumpió ella—. Escúcheme: no puedo ir ahora con
    usted al entierro. Les he enviado flores para el féretro. Creo que todavía tienen dinero.
    Si es necesario, dígales que en el futuro no voy a abandonarlos… Pero ahora déjeme,
    déjeme, por favor. Usted ya llega tarde, están llamando a la misa… ¡Déjeme, por favor!





    III. El entierro de Iliúshechka. El discurso junto a la roca




    En efecto, llegaba tarde. Habían estado esperándolo y ya habían decidido trasladar sin
    él a la iglesia el pequeño féretro adornado con flores. Era el ataúd de Iliusha, del
    pobre chiquillo. Había muerto dos días después de la sentencia de Mitia. Ya en el
    mismo portalón Aliosha fue recibido por los gritos de los chicos, de los compañeros de
    Iliusha. Todos lo esperaban impacientes y se alegraban de que al fin hubiera llegado.
    En total eran doce, todos iban con sus mochilas y bolsos colgados en bandolera. «Mi
    padre va a llorar, quédense con mi padre», les había encomendado Iliusha al morir, y
    los chicos lo recordaban. Al frente iba Kolia Krasotkin.
    —¡Qué contento estoy de que haya venido, Karamázov! —exclamó éste
    tendiéndole la mano a Aliosha—. Esto es horrible. Es verdad, es duro verlo. Sneguiriov
    no está bebido, sabemos con seguridad que hoy no ha bebido nada, pero es como si
    estuviera bebido… Yo siempre soy fuerte, pero esto es horrible. Karamázov, si no le
    entretengo, me gustaría hacerle una pregunta antes de entrar
    ¿De qué se trata, Kolia? —Aliosha se paró.
    —Su hermano ¿es inocente? ¿Mató él a su padre o fue el criado? Será como usted
    diga. Llevo cuatro noches sin dormir pensando en esto.
    —Fue el criado, mi hermano es inocente —respondió Aliosha.
    —¡Es lo que yo decía! —gritó de repente Smúrov.
    —¡Así que es una víctima inocente que se destruye por la verdad! —exclamó
    Kolia—. ¡Aunque se destruya, será feliz! ¡Estoy dispuesto a envidiarlo!
    —Pero ¿qué dice? ¿Cómo es posible? ¿Para qué? —exclamó Aliosha sorprendido.
    —Oh, si alguna vez pudiera ofrecerme así en sacrificio por la verdad —exclamó
    Kolia entusiasmado.
    —Pero no en un caso así, no con tanta deshonra, ¡no con tanto horror! —dijo
    Aliosha.
    —Claro… Me gustaría morir por toda la humanidad, y si es con deshonra, da igual:
    que se pierdan nuestros nombres. ¡Respeto a su hermano!
    —Y ¡yo también! —exclamó de pronto y de forma completamente inesperada el
    mismo chico que en su momento había declarado que sabía quién había fundado
    Troya. Y, exactamente igual que entonces, tras ese grito enrojeció hasta las orejas,
    como una peonía.
    Aliosha entró en la casa. Con los brazos cruzados y los ojos cerrados, Iliusha yacía
    en un ataúd azul adornado con tul blanco. Los rasgos de su demacrada cara casi no
    habían cambiado y, cosa rara, el cuerpo casi no desprendía olor. Su semblante era
    serio y como pensativo. Especialmente bellos eran sus brazos, cruzados sobre el
    pecho, parecían esculpidos en mármol. Le habían puesto unas flores en las manos y
    todo el ataúd estaba adornado por dentro y por fuera con flores enviadas por Liza
    Jojlakova al despuntar el alba. También habían llegado flores de parte de Katerina
    Ivánovna y, cuando Aliosha abrió la puerta, el capitán asistente, con un ramillete de
    flores en las manos temblorosas, estaba esparciéndolas sobre su querido niño. Apenas
    se fijó en Aliosha cuando éste entró, no quería mirar a nadie, ni siquiera a su mujer
    demente y llorosa, a su «mami», que no hacía más que intentar alzarse sobre sus
    piernas enfermas para mirar más de cerca a su hijo muerto. A Nínochka los chicos la
    habían levantado con el sillón y la habían acercado al ataúd. Lloraba en silencio con la
    cabeza apoyada sobre él. El rostro de Sneguiriov parecía animado, pero como
    desconcertado y, al mismo tiempo, se le veía exasperado. Sus gestos, las palabras que
    se le escapaban, tenían algo de locura. «¡Bátiushka, querido bátiushka!», exclamaba a
    cada instante mirando a Iliusha. Cuando éste aun estaba vivo tenía la costumbre de
    decirle con cariño: «¡Bátiushka, querido bátiushka!».
    —Papá, dame algunas flores, cógeselas de las manos, esa blanquita, ¡dámela! —
    pidió la trastornada «mami» sollozando. Ya fuera porque le había gustado mucho la
    rosa pequeña y blanca que estaba entre las manos de Iliusha o porque quería
    quedársela como recuerdo, empezó toda ella a agitarse alargando las manos para
    coger la flor.
    —¡No se las doy a nadie! ¡No doy ninguna! —exclamó Sneguiriov con crueldad—.
    Son sus flores, no tuyas. ¡Son todas de él, ninguna es tuya!
    —Papá, dele a mamá una flor. —Nínochka levantó de repente el rostro bañado en
    lágrimas.
    —No se las voy a dar a nadie, y ¡menos a ella! Ella no lo quería. Le quitó el
    cañoncito, y él se lo re-ga-ló —aulló entre alaridos el capitán asistente al recordar
    cómo Iliusha le había cedido el cañoncito a su madre. La pobre trastornada empezó a
    llorar en silencio cubriéndose la cara con las manos. Finalmente los niños, al darse
    cuenta de que el padre no quería que el féretro saliera de allí, y ya era hora de irse, lo
    rodearon formando un grupo cerrado y empezaron a levantarlo.
    —¡No quiero enterrarlo entre rejas! —gritó de repente Sneguiriov—, lo enterraré
    junto a la roca, ¡junto a nuestra roca! Así me lo ordenó Iliusha. ¡No dejaré que os lo
    llevéis!
    Llevaba ya tres días diciendo que iba a enterrarlo junto a la roca; pero Aliosha,
    Krasotkin, la casera, su hermana, todos los chicos, todos intervinieron.
    —Fíjate lo que se le ha ocurrido, enterrarlo junto a una roca impura como si fuera
    un ahorcado cualquiera —había dicho con severidad la vieja casera—. Ahí en el
    cementerio la tierra es sagrada. Ahí rezaremos por él. Se pueden oír los cantos de la
    iglesia y el diácono lee tan bien y tan claro que siempre llegará hasta él, igual que si le
    estuvieran leyendo junto a la tumba.
    Por fin el capitán asistente empezó a manotear: «¡Lleváoslo a donde queráis!». Los
    niños levantaron el ataúd pero, al pasar por delante de la madre, se detuvieron un
    instante y lo bajaron para que pudiera despedirse de Iliusha. Pero, de repente, al ver
    de cerca esa carita querida que en esos tres días solo había podido ver a cierta
    distancia, empezó a temblar y cabecear adelante y atrás, histérica, con la cabeza gris
    por encima del féretro.
    —Mamá, santígualo, bendícelo, dale un beso —le gritó Nínochka. Pero ella, como
    un autómata, seguía moviendo la cabeza y, en silencio, con la cara contraída por la
    aflicción, empezó a darse golpes de pecho. Siguieron adelante con el féretro.
    Nínochka besó a su difunto hermano por última vez cuando pasaron por su lado.
    Aliosha, antes de salir de la casa, iba a dirigirse a la casera para pedirle que cuidara de
    las que se quedaban, pero ella no le dejó acabar:
    —Lo sé, lo sé, pasaré a verlas, todos somos cristianos —decía la vieja, a la vez que
    lloraba.
    El traslado hasta la iglesia fue corto, había unos trescientos pasos a lo sumo. El día
    era claro, tranquilo; el frío no era demasiado intenso. Seguían repicando las campanas,
    llamando a misa. Sneguiriov corría tras el féretro agitado y confuso, solo con un abrigo
    de entretiempo, ajado, corto, con la cabeza descubierta y un viejo sombrero flexible
    de ala ancha en las manos. Parecía experimentar una inquietud irresoluble, tan pronto
    alargaba los brazos para sujetar la cabecera del féretro, con lo que solo conseguía
    molestar a los porteadores, como empezaba a correr a un lado y buscaba un sitio
    donde colocarse. Una de las flores cayó sobre la nieve y se lanzó a recogerla como si
    de la pérdida de esa flor dependiera Dios sabría qué.
    —La corteza de pan, hemos olvidado la corteza —exclamó de repente
    terriblemente asustado. Pero enseguida los chicos le recordaron que hacía un
    momento había cogido la corteza de pan y la llevaba en el bolsillo. Al instante la sacó
    del bolsillo y, tras cerciorarse bien, se tranquilizó—. Iliúshechka me lo pidió; estaba
    acostado una noche Iliúshechka —le explicó a Aliosha— y yo estaba sentado a su lado
    y de pronto me pidió: «Papá, cuando hayan cubierto mi tumba, echa pedacitos de
    corteza de pan encima para que los gorrioncillos vengan y yo pueda oír que han
    venido, y me alegraré por no estar solo».
    —Eso está muy bien —dijo Aliosha—, hay que llevar a menudo.
    —¡Todos los días, todos los días! —balbuceó el capitán asistente como si reviviera.
    Por fin llegaron a la iglesia y colocaron el féretro en el centro. Todos los niños
    formaron un círculo alrededor y, solemnemente, se quedaron así durante todo el
    servicio. La iglesia era muy vieja y bastante pobre, muchos iconos no tenían cubierta,
    pero, en cierto sentido, en estas iglesias es donde se reza mejor. Durante la misa,
    Sneguiriov se sosegó un poco, aunque en ocasiones una preocupación inconsciente y
    como confusa se abría paso en él: se acercaba al féretro para arreglar el manto, la cinta
    de la frente; una vez se cayó una vela de un candelabro, y se puso a encajarla de
    nuevo y estuvo un buen rato atareado. Después se calmó y se quedó de pie junto a la
    cabecera, apaciguado, con cara de obtusa preocupación y como si no entendiera
    nada. Después del Apóstol le susurró a Aliosha, que estaba a su lado, que el Apóstol
    no se leía así, pero no aclaró a qué se refería. Durante el Cántico de los querubines
    empezó a acompañar, pero no terminó: se arrodilló, pegó la frente al suelo de piedra
    de la iglesia y se quedó así bastante tiempo. Finalmente vino el rito de despedida,
    repartieron las velas. El padre, enloquecido, empezó otra vez a agitarse, y el canto
    fúnebre emocionante y conmovedor despertó y sacudió su alma: de repente se hizo un
    ovillo y empezó a sollozar repetida y entrecortadamente, primero disimulando pero, al
    final, llorando ruidosamente. Cuando comenzaron a despedirse y a tapar el féretro, lo
    envolvió con los brazos, como si no permitiera que taparan a Iliusha y sin apartarse,
    acelerado y ansioso, se puso a besar la boca de su hijo muerto. Por fin lograron
    convencerlo y ya le habían hecho bajar un peldaño cuando, de repente, alargó
    impetuoso un brazo y cogió varias flores del féretro. Las miraba y fue como si se le
    hubiera ocurrido una nueva idea y, por un momento, se olvidó de lo principal. Poco a
    poco fue cayendo en sus meditaciones y ya no se opuso cuando levantaron el féretro y
    lo llevaron a la tumba. Estaba próxima, en el cercado, junto a la iglesia, era una tumba
    cara, la había pagado Katerina Ivánovna. Después de la ceremonia habitual los
    sepultureros bajaron el féretro. Sneguiriov, con las flores en las manos, se inclinó tanto
    sobre la tumba abierta que los chicos, asustados, lo sujetaron del abrigo y empezaron
    a tirar de él. Ya no entendía bien lo que estaba ocurriendo. Cuando empezaron a
    cubrir la tumba, se puso a señalar con preocupación la tierra que caía e incluso dijo
    algo, pero nadie pudo descifrar nada y él solo se calló de repente. Entonces le
    recordaron que tenía que desmenuzar el pan y se inquietó muchísimo, sacó la corteza
    y empezó a pellizcarla y a esparcir los trocitos por la tumba: «¡Venid, pajaritos! ¡Venid,
    gorrioncillos!», musitaba, preocupado. Uno de los chicos le hizo notar que con las
    flores en la mano no era cómodo pellizcar el pan y que él podía sujetárselas mientras
    tanto. Pero no se las dio, hasta se asustó por las flores, como si se las quisieran quitar
    y, después de comprobar la tumba y cerciorarse de que ya todo estaba hecho, que
    había desmigajado el pan, se dio la vuelta de forma totalmente inesperada e incluso
    tranquila y echó a andar lentamente hacia su casa. Sus pasos, sin embargo, se
    volvieron más intensos, rápidos, se daba prisa, casi corría. Los chicos y Aliosha lo
    seguían de cerca.





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     DOSTOYEVSKI - Página 35 Empty Re: DOSTOYEVSKI

    Mensaje por Maria Lua Miér 25 Dic 2024, 09:24

    ***

    —Las flores para mami, las flores para mami. Hemos ofendido a mami —
    exclamaba. Alguien le gritó que se pusiera el sombrero o tendría frío pero, al oírlo,
    arrojó con rabia el sombrero a la nieve y empezó a repetir: «¡No quiero el sombrero,
    no quiero el sombrero!». Smúrov lo recogió y se lo llevó. Todos los chicos sin
    excepción lloraban, sobre todo Kolia y el niño que había hablado de Troya. Smúrov,
    con el sombrero del capitán en la mano, también lloraba desconsoladamente, pero
    aun así tuvo tiempo de hacerse, prácticamente a la carrera, con un trozo rojo de
    ladrillo, que destacaba sobre la nieve del camino, para lanzárselo a una bandada de
    gorriones que pasaba volando. Por supuesto, no acertó y siguió corriendo y llorando.
    A mitad de camino Sneguiriov se detuvo, se quedó parado medio minuto como
    sorprendido por algo y, de repente, dándose la vuelta en dirección a la iglesia, echó a
    correr hacia la tumba abandonada. Pero los chicos lo alcanzaron enseguida y lo
    sujetaron por todas partes. Él, impotente, abatido, cayó sobre la nieve y, golpeándose,
    chillando y aullando, empezó a gritar: «¡Bátiushka, Iliúshechka, bátiushka querido!».
    Aliosha y Kolia intentaron levantarlo, le suplicaban y trataban de convencerlo.
    —Capitán, ya basta, un hombre valiente debe comportarse —musitaba Kolia.
    —Va a estropear las flores —le decía Aliosha—, y su «mami» las está esperando,
    está en casa llorando porque antes no le ha dado las flores de Iliúshechka. Todavía
    está allí la cama de Iliusha…
    —Sí, sí, ¡tengo que ir con mami! —se acordó Sneguiriov—. Se van a llevar la camita
    de Iliusha, ¡se la van a llevar! —añadió temiendo que se la llevaran de verdad, se puso
    en pie de un salto y echó a correr hacia su casa. Pero ya no estaban lejos y llegaron
    todos juntos. Sneguiriov abrió la puerta precipitadamente y le gritó a su mujer, con la
    que hacía nada había discutido con tanta crueldad—: Mami, querida, Iliúshechka te
    envía estas flores, ¡para tus pies enfermos! —gritó tendiéndole el manojo de flores,
    heladas y rotas de cuando se había tirado en la nieve. Pero en ese momento vio
    delante de la cama de Iliusha, en un rincón, una junto a otra, las botas de su hijo recién
    colocadas por la dueña de la casa, las botas viejecitas, enrojecidas, endurecidas, con
    remiendos. Al verlas, alzó los brazos y se lanzó así sobre ellas, cayó de rodillas, cogió
    una y, llevándose a los labios, empezó a besarla ansioso mientras gritaba—: Bátiushka,
    Iliúshechka, bátiushka querido, ¿dónde están tus pies?
    —¿Dónde te lo has llevado? ¿Dónde te lo has llevado? —aulló la enajenada con
    voz desgarradora. También Nínochka empezó a sollozar. Kolia salió corriendo del
    cuarto, tras él fueron saliendo los chicos. Detrás de todos salió Aliosha.
    —Dejemos que lloren —le dijo a Kolia—, es imposible consolarlos, claro.
    Esperaremos un minuto y luego regresamos.
    —Sí, imposible. Es horrible —confirmó Kolia—. Karamázov, ¿sabe? —bajó la voz
    para que nadie le oyera—, estoy muy triste y daría cualquier cosa con tal de poder
    resucitarlo.
    —Ay, yo también —dijo Aliosha.
    —¿Usted qué cree, Karamázov? ¿Deberíamos venir esta tarde? Porque va a
    emborracharse.
    —Quizá se emborrache. Vamos a venir usted y yo, los dos solos, es más que
    suficiente pasar una hora con ellos, con la madre y con Nínochka; si venimos todos a la
    vez, haremos que se acuerden de él —aconsejó Aliosha.
    —La casera está poniendo la mesa, es la comida de exequias, ¿no? Vendrá el pope,
    ¿regresamos ahora o no, Karamázov?
    —Sin duda.
    —Qué raro es todo eso, Karamázov, tanta pena y, de repente, bliny, ¡es todo tan
    poco natural en nuestra religión!
    —También habrá salmón —señaló en voz alta el niño de Troya.
    —Kartashov, en serio le pido que no vuelva a intervenir con sus tonterías, sobre
    todo cuando nadie está hablando con usted y a nadie le interesa saber si usted existe
    —le atajó Kolia irritado. El chico se puso colorado, pero no se atrevió a responder.
    Entretanto, todos caminaban lentamente por el sendero y, de pronto, Smúrov
    exclamó:
    —¡Ésta es la roca de Iliusha, bajo la que quería ser enterrado!
    Todos se detuvieron en silencio junto a una roca grande. Aliosha miró y todo el
    cuadro de lo que Sneguiriov le había contado hacía tiempo sobre Iliúshechka —de
    cómo éste, llorando y abrazando a su padre, exclamó: «¡Papi, papi, cómo te ha
    humillado!»— apareció de golpe en su imaginación. Algo sacudió su alma. Con
    semblante serio y grave envolvió con la mirada todas las caras luminosas, queridas, de
    los escolares, de los compañeros de Iliusha, y les dijo:

    —Señores, me gustaría decirles unas palabras aquí, en este lugar.
    Los chicos lo rodearon y enseguida fijaron en él sus miradas atentas, expectantes.
    —Señores, vamos a despedirnos muy pronto. De momento estaré un tiempo con
    mis dos hermanos, uno de los cuales se va al destierro y el otro está al borde de la
    muerte. Pero pronto dejaré esta ciudad, quizá para mucho tiempo. Así que tenemos
    que despedirnos, señores. Decidamos aquí, junto a la roca de Iliusha, que nunca
    vamos a olvidarnos de Iliúshechka en primer lugar y, en segundo, los unos a los otros.
    Sea lo que sea lo que nos pase en la vida, aunque estemos veinte años sin vernos, aun
    así vamos a recordar que hemos enterrado a un pobre niño al que una vez tiramos
    piedras, ¿lo recuerdan?, ahí, junto a la pasarela, y que después todos lo quisimos. Era
    un buen niño, un niño valiente y bondadoso, sintió el honor y la amarga ofensa a su
    padre, y por ella se rebeló. Entonces, en primer lugar, vamos a recordarlo toda la vida,
    señores. Y aunque estemos ocupados por los asuntos más importantes, alcancemos
    honores o caigamos en la desgracia más grande, aun así no olvidemos nunca lo bien
    que estuvimos aquí, todos juntos unidos por un sentimiento tan bello y bueno y que,
    en estos momentos de amor por el pobre niño, quizá nos haya hecho mejores de lo
    que somos en realidad. Queridas palomas, permítanme que les llame así, palomas,
    porque ahora, en este momento en que estoy mirando sus caras buenas, amables, se
    parecen mucho a ellas, a estas lindas aves grises. Queridos niños, quizá no
    comprendan lo que les estoy diciendo, porque suelo hablar de forma muy
    incomprensible, pero aun así recordarán y en algún momento estarán de acuerdo con
    mis palabras. Han de saber que no hay nada más alto, más fuerte, más sano y más útil
    en la vida que un buen recuerdo, especialmente el que se atesora ya en la infancia, en
    la casa paterna. Os han hablado mucho de la educación, pero cualquier recuerdo
    bonito, sagrado, conservado desde la infancia, puede ser la mejor educación que
    exista. E, incluso si nuestro corazón solo guarda un único recuerdo bueno, éste puede
    salvarnos en algún momento. Quizá nos volvamos malos, incluso puede que no
    tengamos fuerzas para resistir con firmeza ante una mala acción, que nos riamos de las
    lágrimas de los hombres y de las personas que digan, justo como acaba de decir Kolia:
    «Quiero sufrir por todas las personas», quizá nosotros vayamos a burlarnos con maldad
    de esas personas. Aun así, da igual lo malos que seamos, Dios no lo quiera, pues, en el
    momento en que recordemos cómo hemos enterrado a Iliusha, lo mucho que lo
    hemos querido en sus últimos días y cómo estamos hablando aquí junto a la roca, tan
    amistosamente y todos juntos, el más cruel de nosotros y el más burlón, si es que nos
    convertimos en eso, ya no se atreverá a reírse en su interior de cómo una vez fue
    bueno y bello. Es más, puede que precisamente este único recuerdo lo aparte de un
    mal grande y que reflexione y se diga: «Sí, entonces era bueno, valiente y honrado». Si
    se ríe de eso, no pasa nada, el hombre se burla con frecuencia de lo bueno y lo bello,
    solo es falta de reflexión; pero, señores, les aseguro que, en cuanto se ría, su corazón
    le dirá: «He hecho mal en reírme, porque ¡no hay que burlarse de estas cosas!».
    —Claro que va a ser así, Karamázov, ¡yo le comprendo, Karamázov! —exclamó
    Kolia con los ojos brillantes. Los chicos empezaban a emocionarse y también querían
    hablar, pero se contuvieron y, conmovidos, miraron atentamente al orador.
    —Esto lo digo ante el temor de que nos volvamos malos —continuó Aliosha—,
    pero ¿para qué queremos volvernos malos, señores? Seremos, en primer lugar y ante
    todo, buenos, después honrados y, después, no vamos a olvidarnos los unos de los
    otros. Lo repito de nuevo. Y, por mi parte, les doy mi palabra de que no voy a olvidar a
    ninguno de ustedes; me acordaré de todos los rostros que ahora me están mirando
    aunque hayan pasado treinta años. Hace un momento Kolia le ha dicho a Kartashov
    que no queríamos casi ni saber «si existe». Pero ¿acaso puedo olvidarme de que
    Kartashov existe y de que ahí está él, tan colorado como cuando nos habló de Troya, y
    de que está mirándome con ojillos buenos, bondadosos, alegres? Señores, queridos
    señores míos, vamos a ser todos generosos y valientes como Iliúshechka, inteligentes,
    valientes y generosos como Kolia (pero que será bastante más inteligente cuando
    crezca), y seremos tan vergonzosos, pero inteligentes y dulces como Kartashov. Pero
    ¿qué hago hablando de ellos dos? Todos ustedes, señores, me son queridos desde
    hoy, les llevaré a todos en el corazón y les pido que me lleven a mí en el suyo. Bien, y
    ¿quién nos unió en este sentimiento bueno y bello que ya siempre, toda nuestra vida,
    vamos a recordar y que tenemos intención de recordar? ¿Quién sino Iliusha? Un niño
    bueno, un niño dulce, ¡nuestro niño querido por los siglos de los siglos! ¡Nunca lo
    olvidaremos! ¡Su recuerdo eterno y bonito estará en nuestro corazón desde ahora y
    para siempre!
    —Sí, sí, eterno, eterno —gritaron todos los chicos con voz sonora, con la cara
    conmovida.
    —Vamos a recordar su cara, su ropa, sus pobres botas, su féretro y a su infeliz
    padre, y cómo se alzó contra toda su clase por defenderlo.
    —¡Sí, lo recordaremos! —gritaron de nuevo los chicos—. Era valiente, era bueno.
    —Ay, ¡cuánto lo quería! —dijo Kolia.
    —Ay, niños, ay, mis queridos amigos, ¡no temáis a la vida! Qué bonita es la vida
    cuando se hace algo bueno y sincero.
    —Sí, sí —repitieron los chicos con entusiasmo.
    —Karamázov, le queremos —exclamó una voz impetuosa, parece que la de
    Kartashov.
    —Sí, le queremos —lo secundaron todos. A muchos les brillaban los ojos de las
    lágrimas.
    —¡Un hurra por Karamázov! —gritó Kolia entusiasmado.
    —Y recuerdo eterno al niño muerto —añadió Aliosha con sentimiento.
    —¡Recuerdo eterno! —repitieron los chicos.
    —Karamázov —gritó Kolia—, ¿acaso de verdad dice la religión que todos nosotros
    nos levantaremos de entre los muertos y resucitaremos y nos veremos de nuevo todos,
    también a Iliúshechka?
    —Ciertamente nos levantaremos, ciertamente nos veremos y contentos, felices, nos
    contaremos todo lo que haya ocurrido —respondió Aliosha medio riéndose, medio
    entusiasmado.
    —¡Ay, qué bien! —se le escapó a Kolia.
    —Bueno, y ahora dejemos de hablar y vayamos a la comida de exequias. Que no
    os confunda que haya bliny. Es algo antiguo, eterno, y hay algo bueno en ello. —
    Aliosha se echó a reír—. Pero, bueno, ¡vamos! Vayamos ahora de la mano, juntos.
    —¡Y siempre así! ¡Toda la vida de la mano! ¡Viva Karamázov! —gritó Kolia de nuevo,
    entusiasmado, y de nuevo todos los chicos secundaron su exclamación.




    FIN







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