BIOGRAFÍA
Díaz Corbelle, Nicomedes Pastor. Vivero (Lugo), 15.IX.1811 – Madrid, 22.III.1863. Político y literato.
Uno de los dos hijos varones de los diez habidos en el matrimonio de Antonio Díaz, oficial del Cuerpo Administrativo de la Armada y más tarde empleado en la Contaduría de Correos de Lugo, y de María Corbelle, mujer abnegada y entregada por entero al cuido del hogar, como le gustaba recordar a Nicomedes Pastor en poesía y escritos, dio tempranas muestras de su inclinación por las Letras. Estudiante en el seminario de su pueblo del que pasó posteriormente al Conciliar de Mondoñedo y cursada la carrera de Leyes en las universidades de Santiago, Valladolid y Alcalá, inició sus actividades literarias y políticas en el Madrid de las postrimerías del Antiguo Régimen bajo el amparo de un por entonces poderoso valedor Javier de Burgos, que acaso despertó o reforzó su simpatía por la opciones centristas y moderadas desde una clara y decidida apuesta por el progreso en todas sus dimensiones. Quizá fuera esta sensibilidad la que le granjeara la amistad de uno de los campeones del progresismo, Salustiano Olózaga, quien le recomendó a su correligionario Martín de los Heros —ministro de la Gobernación—, que lo designó secretario del Gobierno Civil de Santander, cargo que pronto vio sustituido por el de jefe político de Segovia, del que pasó también pronto al de jefe político e intendente de Cáceres, ciudad desde la que dirigió un difundido manifiesto a sus electores, a manera de desideratum o catálogo de los deberes del diputado-modelo. Según costumbre muy extendida en la política romántica, Díaz Corbelle alternó en la última fase de la regencia de la Reina gobernadora el cultivo de las musas con la militancia ideológica y partidista, mostrándose como uno de los principales exponentes de la poesía romántica, hasta que fue desbancado por su muy protegido José Zorrilla. Completamente decantado por las posiciones moderantistas en su área más avanzada, el abandono del poder de María Cristina le sobrevino cuando estaba al frente del Gobierno Civil de Castellón, manifestando una incondicional solidaridad con la persona y causa de la Reina desde posiciones suprapartidistas y templadas, conforme lo descubrió su insobornable apología de la innovadora Constitución de 1837.
Tal lealtad provocó el enojo del nuevo regente, el general Espartero, su persecución e incluso breve encarcelamiento, en que acabó de perfilar su orbe doctrinal, afecto crecientemente a posturas de diálogo y entendimiento con las dos grandes fuerzas constitucionales de la época. Durante la etapa del trienio esparterista se terminó igualmente de consolidar su prestigio como escritor político, al tiempo que desarrollaba una intensa actividad en diversas ramas de la literatura de creación. Revistas de la entidad y trascendencia de El Conservador o periódicos de la influencia de El Correo Nacional, El Heraldo y El Sol le contaron como promotor o colaborador asiduo y relevante. La nombradía alcanzada en dichas empresas le permitió llevar a cabo, en unión estrecha con su buen amigo Francisco Cárdenas, una obra de notable importancia historiográfica: Galería de Españoles célebres contemporáneos (Madrid, 1841 1863), fuente durante largo tiempo de semblanzas y etopeyas sobre los personajes biografiados por Díaz y Cárdenas. A la pluma del primero se deben las de Cabrera, Diego de León, Javier de Burgos y el duque de Rivas, en las que se hermanan la galanura del estilo con la liberalidad del espíritu, como lo atestigua fehacientemente el retrato de El Tigre del Maestrazgo, tan alejado de sus posiciones doctrinales y su sensibilidad.
Inaugurada la década moderada, comenzó el período más fecundo de su existencia. La política activa reclamó de nuevo su atención y no tardó en erigirse en uno de los pilares del ala radical del moderantismo, abanderando en compañía de su amigo Francisco Javier Pacheco —su verdadero líder— la fracción llamada “puritana”, propugnadora a ultranza de un entendimiento básico y leal con el Partido Progresista en el regimiento y dirección del país, con el fin de afianzar las instituciones constitucionales e impedir así el recurso a la fuerza revolucionaria o el pretorianismo castrense. Debido a tal actitud, la Carta Magna de 1845 —cimiento de la hegemonía de los moderados— era, a sus ojos, producto de una impaciencia censurable por liquidar la precedente de 1837, que tanto él como el resto de sus conmilitones estimaban más adecuada a la realidad nacional y a la estabilidad del país al ser fruto de una transacción loable. “Las doctrinas, la conveniencia, la utilidad, las circunstancias, los principios, todo eso que se invoca para la reforma, son incidentes. Las leyes constitucionales no pueden entrar en el terreno de los hechos, no. Es menester que estén, si tales han de llamarse, en el terreno inatacable y vedado del derecho, del derecho santo, imprescriptible, inmutable [...]. La discusión de una Constitución gasta a un Parlamento aunque sea de bronce [...]. La misión de los hombres de orden y de lealtad —diría en un texto de 1846, en el libro A la Corte y a los partidos—, de inteligencia moralidad, no es ya destruir la obra de la revolución, sino mejorarla y desenvolverla. Lo que hace cuarenta años era revolución, es hoy la sociedad misma”.
Pronto, escritos e ideas se confrontaron con el ejercicio de la política en su más elevado escenario. Diputado por Cáceres, secretario del Banco de Isabel II y presidente del Real Consejo de Agricultura, Industria y Comercio y subsecretario del Ministerio de Gobernación, su cursus honorum estaba ya bien cumplido cuando, el 28 de marzo del año de gracia de 1847, su jefe y amigo Joaquín Francisco Pacheco le designó para la cartera de Comercio, Instrucción y Obras Públicas en el breve, prometedor y activo Ministerio presidido por el político de Écija. Los cinco meses al frente de la mencionada responsabilidad ejecutiva no le brindaron tiempo ni tal vez ocasión para poner en práctica el pensamiento reformista que siempre había orientado su acción pública, por lo que su actuación ministerial no merece ser calificada con otro adjetivo que el de discreta, si no el de gris. Sin embargo, en la temática que le era más familiar, la educativa, cuenta en su balance positivo el haber implantado en la enseñanza superior de manera definitiva las facultades de Filosofía, con cuatro secciones repartidas así: dos de Letras —Literatura y Filosofía— y otras dos de Ciencias —Naturales y Físico-Matemáticas—, con una duración de un lustro, privilegiándose el centralismo con la concesión a la Facultad de Madrid del doctorado, en régimen de exclusividad. Tras el corto período en que, durante 1848, rectoró la Universidad Central, Pastor Diaz, alejado del primer frente de la política, se consagró varios años con especial intensidad a trabajos literarios de diversa factura y trascendencia.
Justamente en el citado año comenzó en el Ateneo madrileño un ciclo de resonantes conferencias concluido en el curso siguiente, publicado en el diario La Patria y aparecido en forma de libro un veintenio posterior con el sugestivo título Los problemas del socialismo. Se encuentran en él in nuce el planteamiento y, sobre todo, las conclusiones adoptadas por el ideario conservador respecto a la llamada en la época “cuestión social”. Sin el trémolo apocalíptico de Donoso Cortés —su seguidor y discípulo aquí en más de un punto—, una visión providencialista alentaba en su análisis, en el que las soluciones de caridad y solidaridad emotiva se imponían a las alimentadas por la estricta justicia.
Entretanto, la crisis del moderantismo le afianzaba en su idea de buscar a cualquier precio una fórmula centrista de las fuerzas del Sistema como seguro remedio a sus males, madurando con sus fraternales amigos y camaradas Antonio Ríos Rosas y Joaquín Francisco Pacheco lo que al correr de los días habría de ser en pensamiento de la Unión Liberal. Unido por lazos de recíproca estima con O’Donnell desde que lo conociera en la Valencia de 1840, el general lo designó su ministro de Estado en el gabinete que pilotó entre julio y octubre de 1856. Efímera estadía en la poltrona ministerial, que contribuyó, sin embargo, a su inmediato nombramiento como representante de España ante la monarquía piamontesa de Víctor Manuel II, conociendo y admirando en Turín la obra de un Cavour que vivía por entonces la fase postrera y más fecunda de su agitada existencia. Diez años después de su ingreso en la Real Academia Española (fue elegido el 18 de mayo de 1847 para la Silla k), formó parte de la hornada primigenia de la recién fundada —1857— Academia de Ciencias Morales y Políticas, a cuyos firmes pasos iniciales contribuyó con aportaciones de entidad.
Precisamente al año de su recepción y coincidiendo con su designación como senador del Reino por la flamante Unión Liberal, salía de las prensas su obra en prosa más conocida: De Villahermosa a la China, coloquios íntimos, de sabor en algún punto autobiográfico y de índole muy controvertida en su tiempo y con ulterioridad. ¿Cuento, novela, confesiones...? Colmado de honores y distinciones por el gobierno largo de O’Donnell, a finales de 1861 marchó a Lisboa para ocupar la embajada de España. En la fase terminal de su existencia, y de la vida de la Unión Liberal, se anotó la tercera experiencia ministerial del gran vate romántico, en esta ocasión al frente de la cartera de Gracia y Justicia —del 17 de enero de 1863 al 9 de febrero de 1863—, siendo ésta la más breve de todas sus fugaces etapas en el poder ejecutivo. Sus últimas horas estuvieron acibaradas al desligarse, junto con otras destacadas personalidades unionistas, de la autoridad de su antiguo líder, el duque de Tetuán.
Juan Valera, que experimentó por él una de las afecciones más sinceras e íntimas de su tornadiza psicología, escribió acerca del autor A la luna, una de las más bellas y hondas necrológicas del siglo xix, y definió su rica figura desde el ángulo clave de la poesía: “El rasgo primero de la fisonomía moral e intelectual del señor Pastor Díaz le constituye y determina como poeta. La poesía, la imaginación y el sentimiento eran la esencia de su ser. Sobre este rasgo primero se dibujan y colocan posteriormente los demás rasgos de su carácter.
No empezar estimándole como poeta sería desconocerle” (J. Valera, 1949, II: 343).
Obras de: La cuestión electoral en diciembre de 1839 y enero de 1840, Cáceres, Imprenta de Lucas de Burgos, 1839; Poesías, Madrid, Aguado, 1840; D. Salustiano de Olózaga, Madrid, 1843; Galería de españoles célebres contemporáneos o biografías y retratos de todos los personages distinguidos de nuestros días en las ciencias, en la política, en las armas, en las letras, y en las artes, Madrid, Sanchiz-Ignacio Boix, 1841-1846, 9 vols.; A la Corte y a los Partidos: Palabras de un Diputado Conservador, Madrid, Corrales y Compañía, 1846; De Villaermosa [sic] a la China: Coloquios de la vida íntima, Madrid, M. Rivadeneyra, 1858, 2 vols. (selecc., intr. y notas de E. Chao Espina, Salamanca, Anaya, 1972; Madrid, Círculo de Amigos de la Historia, 1974); Italia y Roma: Roma sin el Papa, Madrid, Imprenta de Manuel Tello, 1866; Álbum literario: colección de escritos en prosa literarios y académicos, Madrid, Imprenta de Manuel Tello, 1867; Biografía de Don Diego de León, primer conde de Belascoain, Madrid, Imprenta de Manuel Tello, 1868; Obras completas, est. prelim. y ed. de J. M.ª Castro y Calvo, Madrid, Atlas, 1969-1970 (Biblioteca de Autores Españoles, vols. 227, 228 y 241); Obras políticas, ed. de J. L Prieto Benavent, pról. de G. Gortázar, Madrid-Barcelona, Fundación Caja de Madrid- Anthropos, 1996; Poesía completa, est., intr. y notas de L. Caparrós Esperante, San Vicente del Raspeig, Publicaciones de la Universidad de Alicante, 2006.
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