JOSÉ MARÍA HEREDIA HEREDIA: DEL NIÁGARA AL XINANTÉCALT
José María Heredia: from Niagara to Xinantecatl
ALEJANDRO GONZÁLEZ ACOSTA.
[Tienes que estar registrado y conectado para ver este vínculo]Universidad Nacional Autónoma de México, México, México
José María Heredia: del Niágara al Xinantécatl
La Colmena, núm. 92, 2016
Universidad Autónoma del Estado de México
Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-CompartirIgual 4.0
Recepción: 15 Marzo 2016
Aprobación: 23 Mayo 2016
Resumen: Se describen las actividadesliterarias, políticas, pedagógicas y periodísticas del escritor cubano-mexicanoJosé María Heredia antes y durante la década de 1830, época en que residió enToluca, con énfasis en los aportes jurídicos, legislativos, periodísticos,éticos y republicanos de este político liberal.
Palabras clave: biografía, prensa, publicación periódica, poesía, liberalismo, conservatismo.
Abstract: We describe the literary, political,pedagogical and journalistic works by the Cuban-Mexican writer José MaríaHeredia, before and during the 1830’s, period in which he lived in Toluca. Weemphasize the juridical, legislative, journalistic, ethical and republicancontributions by this liberal politician.
Keywords: biographies, press, bibliographic bulletins, poetry, liberalism, conservatism.
Para Hugo Gutiérrez Vega. In memoriam.
Porque Heredia nunca llegó a Grecia…
José María Heredia nunca viajó a la Grecia de sus amores, como era su sueño desde la juventud. No pudo cumplir el periplo de su admirado Lord Byron ni mirar, arrobado, las ruinas de la Acrópolis ateniense. Su universo geográfico se movió en un escenario estrictamente americano. Nació en Santiago de Cuba el 31 de diciembre de 1803, casi por casualidad administrativa. Su padre, don José Francisco Heredia y Mieses, un funcionario español, estaba transitoriamente allí. Más tarde viajó por los destinos que recorrió su progenitor —Pensacola, en La Florida aún española; Venezuela; Santo Domingo, y México, a la muerte de su padre—. Ya huérfano, volvió a su natal Cuba. De la isla tuvo que partir precipitadamente hacia Estados Unidos, disfrazado y huyendo de la persecución al verse involucrado en una conspiración. Ahí residió fundamentalmente en Boston, Filadelfia y Nueva York, con algunas escapadas, como aquélla que lo llevó hasta la frontera canadiense, cuando compuso su “Oda al Niágara”. Después viajó nuevamente a México, país en el cual transcurrió la mayor parte de su vida, y donde escribió y publicó el volumen más significativo de su obra. Lo más al norte que pudo llegar en el continente americano y el punto más alejado de su Cuba natal fue la frontera entre Estados Unidos y Canadá, donde se impresionó vivamente con el espectáculo de las formidables cataratas del Niágara. He aquí el mayor viaje de toda su existencia.
De México apenas conoció Veracruz —Alvarado, puerto de desembarco desde Nueva York; Xalapa, donde estuvo sólo de paso y casi muere de disentería— y Puebla, donde realizó una corta excursión a Cholula, población que inspiró su poema “En el Teocalli de Cholula”. Asombrado por la grandeza de la Biblioteca Palafoxiana, exaltó su belleza e imaginativamente supuso que en ella podían encontrarse los tesoros perdidos de la cultura mundial, de esa experiencia surgió un emocionado artículo que fue publicado el 13 de agosto de 1829 en El Sol (García Garófalo-Mesa, 1945: 352). Vivió en la Ciudad de México, Cuernavaca y Toluca, la parte central de la provincia mexicana, donde se concentraba el poder político y económico y se desarrollaba más intensamente la actividad cultural. Al final de sus días ya sólo iría de Toluca a la capital para morir.
Durante su segunda etapa en México sólo realizó un breve y criticado viaje a Cuba, de noviembre de 1836 a enero de 1837. Buscando obtener el permiso de las autoridades españolas que lo habían desterrado y condenado en ausencia a muerte por el delito de sedición, escribió una carta donde abjuraba de sus antiguos ideales independentistas. En ella se advierte una soterrada sinceridad mezclada con melancólico pesimismo. Murió en México el 7 de mayo de 1839, con apenas 35 años, pobre y postergado, en la casa marcada entonces con el número 15 de la Calle del Hospicio, hoy República de Guatemala. 1 Sus últimos meses los pasó en una condición casi miserable. Tuvo una sencilla “sepultura eclesiástica”, aunque “no recibió los Sacramentos”, según consta en el libro parroquial donde se asienta su fallecimiento (García Garófalo-Mesa, 1945: 685).
Apartado de todos e ignorado por muchos, después de haber recibido aplausos, alabanzas y la admiración general, murió el Cantor de la Libertad y el Poeta Mártir, quien en un principio fuera amigo cercano del poderoso Antonio López de Santa Anna y de otros personajes de la época. Al momento de su fallecimiento vivía apenas de un puesto muy modesto como redactor del Diario de Gobierno, donde sólo apareció la noticia de su fallecimiento al día siguiente para anunciar que su plaza quedaba disponible y a concurso (García Garófalo-Mesa, 1945: 688). Semanas más tarde, la publicación incluyó una biografía suya redactada por un escritor de triste memoria (García Garófalo-Mesa, 1945: 689-693). 2 Por olvidarse del poeta se olvidaron hasta de sus restos, los cuales al parecer están perdidos (González Acosta, 2003: 111-136).
En México, Heredia pasó del éxito inicial al desconcierto y más tarde a la amargura de la frustración. Al principio fue recibido entusiastamente por Guadalupe Victoria y después mantuvo vínculos estrechos con Antonio López de Santa Anna, pero se distanció del dictador al ver su predisposición para eternizarse en el poder. Así comenzó para el bardo una cadena de infortunios que lo llevó de más a menos, hasta un final desastroso.
Siempre en busca de un protector que lo cobijara por su condición de extranjero, Heredia se aproximó lo mismo a José María Tornel y a Andrés Quintana Roo que a Francisco García Salinas. 3 El 15 de septiembre de 1827 se casó con Jacoba Yáñez Echezuria, 4 hija del venezolano de origen canario José Isidoro Yáñez Nuño y Conde (Muñoz Altea, 2014: 90-91). Este antiguo amigo de su padre firmó el Acta de Independencia del Imperio Mexicano el 28 de septiembre de 1821, fue uno de los regentes del reino y luego ministro de la Suprema Corte desde 1824 hasta su muerte en 1832. Heredia procreó seis hijos con Jacoba, 5 de los cuales cuatro murieron siendo niños, y sólo sobrevivieron Loreto (1829-1910) y José de Jesús (1836-1923). Es lógico suponer que el ministro Yáñez apoyó a su yerno en su carrera profesional, pues además compartía con él la condición de haber nacido fuera de México. Sin embargo, a Yáñez al parecer nunca le afectó esta condición, a diferencia de lo que ocurrió con Heredia. El vínculo entre el poeta y su suegro ha sido poco estudiado y sin duda sería interesante profundizarlo, pues el cubano apenas hablaba de la familia de su esposa.
En el entonces Estado de México, Heredia obtuvo y perdió varios empleos. Su calvario laboral incluyó la aspiración a ser juez de paz (o de letras, según la legislación española vigente anterior), posición modesta en el escalafón judicial. Aunque se podía ser habilitado como tal siendo lego, es decir, no letrado, Heredia sí estaba titulado y contaba con una sólida preparación como jurista. Ser juez de paz le ofrecía la oportunidad y el reposo necesarios para continuar su obra literaria, pero cada vez que se acercaba a conseguir el empleo, algo frustraba su deseo. Lo habían nombrado juez de distrito en Veracruz (1827) y, debido a los ataques de los maledicentes, finalmente declinó el puesto. Heredia había dado datos falsos sobre su edad y su condición ciudadana, pero fue sorprendido y retiró su candidatura al ver su causa perdida. Como recurso de consolación, ese mismo año fue designado juez de letras en Cuernavaca. Su desempeño fue breve: perdió el puesto por su recta y valiente actitud en contra del primer Decreto de expulsión de los españoles (1827). Además, con el pretexto de que se carteaba con el enemigo (sus amigos y familiares en Cuba, todavía española), detractores suyos violaron su correspondencia. Indignado, Heredia promovió una querella.
Apenas le permitían echar raíces en alguna parte. En la entonces capital del Estado de México, San Agustín de las Cuevas, en Tlalpam —el Tlalpan actual—, obtuvo en 1828 un puesto de cierta importancia como fiscal de la Audiencia de México, el cual conservó hasta marzo de 1830. En ese año, su integridad jugó de nuevo en su contra al defender al presidente Vicente Guerrero, derrocado por el General Anastasio Bustamante. A su vez, Guerrero había desplazado al electo Gómez Pedraza, toda vez que éste había sido desconocido por el Congreso. Sin duda era una época muy convulsa. Heredia partió de nuevo a Cuernavaca para reasumir brevemente su modesto cargo de juez de letras, pero en 1831 fue nombrado oidor interino de la Audiencia de Toluca, y al mismo tiempo resultó seleccionado sinodal de oficio para los exámenes de los pretendientes a recibirse como abogados en esa demarcación.
Detrás de Heredia fueron sus más constantes y fieles detractores; la envidia y el odio de sus enemigos siguieron sus huellas hasta la ciudad del Nevado. Pero tampoco debe obviarse algo nunca mencionado, y es que detrás de todos estos destinos y puestos quizá también estuviera la mano protectora de su suegro, el ministro de la Suprema Corte de Justicia, quien falleció el 8 de septiembre de 1832, en Toluca. Autor del proyecto para el Código Penal del Estado de México, Heredia fue nuevamente cuestionado por su nacimiento. Desesperado, se defendió mintiendo otra vez sobre su condición ciudadana y su edad real. De nuevo lo atraparon en el engaño. Padeció hambre y pobreza. Fue tanta su miseria que hasta quiso vender su amada biblioteca (González Acosta, 1997b: 83-115). Decepcionado de México, avisó a familiares y amigos su propósito de irse a vivir a Estados Unidos. Hastiado ya de todo, el 22 de agosto de 1834 escribió a su hermana Ignacia desde Toluca:
estoy tan harto de revueltas, que sólo aspiro salir de aquí y vivir, aunque sea pobremente, donde haya quietud y paz. Sí, hermana querida: nos veremos en la magnífica Nueva York, navegaremos juntos en el glorioso Hudson, saludaremos las maravillas del Niágara y admiraremos en aquel país venturoso los bienes sublimes de la ilustración y la libertad (García Garófalo-Mesa, 1945: 55).
La biblioteca del poeta tiene su propia leyenda. Al referirse a ella, varios autores aseguran que finalmente se consumió en un incendio. Sin embargo, la casualidad revestida en la forma de un generoso amigo me permite dudar de su destino. Además de su preciosa amistad de muchos años, Guillermo Tovar de Teresa me obsequió dos tesoros: la edición en miniatura de las Obras de Quinto Horacio Flaco (1828) —dedicada por Francisco García Salinas “al Sr. Lic. José María Heredia, su amigo”—, toda una rareza en sí misma, y el ejemplar en dos tomos de la primera edición de la novela Jicotencal (1826), hoy acreditada por la mayor parte de la crítica como obra de nuestro autor, según propuse en 1992 (González Acosta, 1997a). 6 Ambos textos están relacionados por el mismo Heredia en la lista manuscrita de su biblioteca particular.
Es en Toluca, precisamente, donde el poeta ya más escarmentado desarrolló su gestión como ‘conservador’ (Rojas, 2007: 24). Este término debe entenderse no como relativo a una ideología paralizadora, sino en tanto sinónimo de equilibrio preservador, después de los numerosos excesos feroces que Heredia había visto y padecido en la ciudad capital: atropellos, robos, asaltos a propiedades y asesinatos. Según el vate, ser conservador consistía en transformar lo necesario, pero manteniendo lo útil, es decir, ‘no tirar al niño junto con el agua de la bañera’, como sucedió en demasiadas ocasiones debido a los apasionados y en ocasiones destructivos liberales a ultranza. Con ese fin, además de continuar la revista Miscelánea —empresa iniciada en Tlalpan y que se encontraba ya en su segunda etapa— presentó el proyecto para una antología de poetas mexicanos de la cual sólo nos queda el plan, 7 y fundó un periódico que desde el mismo título expresaba su programa: El Conservador .
Todo esto no deja de entrañar cierta valentía, osadía y hasta un desafío implícito, pues en esa época ser conservador tenía ya muy mala prensa y era visto por muchos con reticencia, si no con abierta repugnancia condenatoria. En efecto, los ánimos eran guiados apasionadamente por métodos y procedimientos de cambio más expeditos, como las constantes revueltas que desestabilizaban al país, lo debilitaban y empobrecían. En Toluca, Heredia encarnó el sentido original del término conservador. No dejó por ello de ser liberal, más bien se convirtió en un político
Dedicatoria de las Obras de Quinto HoracioFlaco a José María Heredia (2016).
Dedicatoria de las Obras de Quinto HoracioFlaco a José María Heredia (2016).
Foto: Alejandro González-Acosta. Prohibidasu reproducción en obras derivadas.
experimentado y preocupado, contenido en los límites del sentido común. Más que un reformador, el bardo se asumió como un difusor de la virtud ciudadana, un moralista de la república, un redentorista ignorado y rechazado, y hasta un molesto e impertinente predicador en el desierto. Años después, Enrique José Varona, otro filósofo y poeta cubano, tomaría como divisa la triste confesión de una derrota ya implícita en Heredia: “Aré en el mar y edifiqué en el viento” (Mutis, 1985). 8 El poeta adoptó desde entonces un lema personal que dice mucho de su actitud y ánimo espiritual en ese momento de su vida: “Ubi pacis et libertas, ibi patria”, “Donde la paz y la libertad, ahí la patria” [la traducción es del autor]. 9 Su sentimiento patriótico se había sosegado y el Don Quijote juvenil dejó paso al Sancho Panza de su madurez política. Abjuró incluso de su romanticismo exaltado y recuperó el tranquilo equilibrio clásico de su infancia y temprana adolescencia. Ahora quizá entendía mejor a su padre, el oidor don José Francisco.
Sería interesante y quizá revelador intentar un ejercicio comparativo entre los contenidos del primer número de El Conservador (1831) y los fascículos de la revista (2007) correspondientes a su segunda etapa, cuando era editada en Toluca y sus nuevos aires políticos estaban cobijados por la influencia de Anastasio Bustamante y Lucas Alamán, pero semejante propósito excede los límites naturales de esta colaboración. Miscelánea es precisamente un caso excepcional dentro de las publicaciones mexicanas. A diferencia de muchas otras revistas tuvo un solo autor y un editor, el propio Heredia, quien además fue por necesidad su tipógrafo exclusivo —así lo volvería a hacer, ayudado por su noble y paciente esposa Jacoba Yáñez, cuando preparó en Toluca la nueva versión de sus Poesías (1852), que ya había publicado en Nueva York, pero con importantes variantes y adiciones—. Además, la revista tuvo dos lugares de edición: primero Tlalpan y luego Toluca. No creo que abunden casos como éste.
Durante un largo tiempo, los investigadores no pudieron consultar la colección completa de la revista Miscelánea y esto originó muchas complicaciones, algunas muy graves, pues en demasiadas ocasiones la fragmentación provocó que se distorsionara el pensamiento de su autor. Aun hoy este error sigue muy extendido 10 (Heredia, 2007: xiv-xv). Después de varios años de recorrer los distintos repositorios donde podían encontrarse algunos números de la revista, con la paciencia y la solidaridad de personas amigas pude finalmente reconstruir la colección completa de la publicación por primera vez. 11 Sin embargo, este logro supuso un reto aún mayor, pues el estado de conservación de los originales era desigual y en ocasiones desastroso.
El trabajo destructor de muchos enemigos ambientales y biológicos hacía imposible pensar en una reproducción facsimilar, por lo cual me vi obligado a asumir una empresa no igual, pero sí parecida a la del propio Heredia en su momento: recapturar o recomponer cada uno de los números de la revista. Al hacerlo, creí adecuado y útil aprovechar la oportunidad que suponía el mismo reto y corregir las numerosas erratas de los originales, así como modernizar la ortografía para facilitar su consulta por los lectores contemporáneos. Después de esta intensa labor, que requirió una gran paciencia y cuidado extremo, las casi quinientas páginas de la revista Miscelánea fueron cobijadas por la espléndida colección Al siglo XIX. Ida y regreso, dirigida por Vicente Quirarte Castañeda. La obra salió a la luz en 2007, con unas características materiales —papel, cubiertas, tipografía— que quiero suponer hubieran complacido al mismo Heredia.
Debo acotar que las vistosas ediciones facsimilares suelen ser muy socorridas, pero desde el punto de vista del interés investigativo aportan muy poco o nada; sirven sobre todo para cumplir con la premura de algún aniversario próximo, un compromiso político o una fecha conmemorativa cercana. Además, acostumbran ser bastante costosas, pues para hacerlas no se escatiman recursos, y el proceso técnico y material es complejo pero ajeno a la auténtica labor del investigador. Es cierto que estas obras multiplican la posibilidad de consultar materiales raros de difícil acceso, pero esto es más mérito de los impresores que de los verdaderos especialistas, quienes en el mejor de los casos limitan su participación a la confección de un estudio o prólogo —quizá una presentación de algún político—, en su mayoría totalmente prescindibles. A pesar de ello, tales trabajos se agradecen igual, en su justo valor.
En este sentido, Heredia también ha corrido con ese mal signo, según lo señaló en su momento el cubano-mexicano don Pedro Santacilia —a quien se le podría llamar hombre con dos patrias—, en una carta dirigida a un compungido Vidal Morales y Morales el 17 de diciembre de 1903. Cuando faltaban apenas unos días para que se cumpliera el plazo fatal del primer centenario del natalicio de Heredia, en medio de muchas complicaciones, exclamaba: “¡Otra vez Heredia! Por fortuna, dentro de pocos días llegará la fecha del Centenario: cesarán las inútiles investigaciones sobre la muerte del desgraciado poeta, y todos, el muerto y nosotros, entraremos en descanso que bien lo necesitamos” (García Garófalo-Mesa, 1945: 756). Apenas un poco antes, a punto de explotar por las insistentes premuras a las que era sometido, Santacilia le había escrito al mismo destinatario:
Entre los innumerables defectos que hemos heredado de los españoles tenemos el imperdonable de dejarlo todo para la última hora, y por eso sucede casi siempre que las cosas salen mal, y eso temo que va a suceder con los proyectos referidos a las celebraciones del centenario (García Garófalo-Mesa, 1945: 756).
A fin de evitar lo que previene Santacilia, con el reposo y seguridad que me concede la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), llevé a cabo la edición de tres dramas poblanos de un concurso de 1828, convocado en su momento para rebatir la novela Jicotencal , de Heredia. Dicha obra aparecerá este año en la ya referida colección Al siglo XIX. Ida y Regreso. Con idéntico propósito y ánimo preparo también una edición verdaderamente crítica, revisada, actualizada, anotada y con los índices necesarios, de las Lecciones de historia universal , originalmente escritas en inglés por Alexander F. Tytler y luego traducidas, completadas y adaptadas al público lector mexicano por Heredia. Todo esto requiere tiempo y paciencia para realizarlo con el cuidado merecido, aunque no reciba de inmediato la atención de los reflectores críticos, sin duda distraídos en otros tópicos de mayor urgencia.
Heredia fue un moralista social y político, lo cual se evidencia en muchas de sus obras y acciones. Pero las tres cualidades que reclamaba el bardo para una revolución efectiva y regeneradora —moderación, orden y virtud, preceptos cardinales del ideal republicano— eran las más opuestas al verdadero móvil y sentido de muchos de los movimientos que desangraron a México en esa convulsa época, basados precisamente en el exceso, el desorden y los apetitos descontrolados. La empresa del poeta era a todas luces una batalla perdida antes de empezar, condenada ineludiblemente al fracaso, y junto con ella, su promotor. Heredia y sus escasos colaboradores se dedicaron entonces a forjar un nuevo culto patriótico. En un país esencialmente barroco, como México, con una antigua y sofisticada cultura del festejo y las celebraciones rituales propia de la aún reciente monarquía desplazada, debían crearse otros símbolos para sustituir los viejos, de acuerdo con los nuevos tiempos históricos. Al ser ante todo un vate, su programa estético, ideológico e iconográfico fue el poema “Al genio de la libertad” (García Garófalo-Mesa, 1945: 382), ser al que pide fecundar con su soplo las tierras del Anáhuac.
Para Heredia, la figura simbólica por excelencia de la democracia americana era George Washington, que alcanzó la auténtica grandeza y el verdadero poder moral mediante la humildad y la dejación, pues al perder, ganaba. Desprovisto del mando, arribó a la gloria realmente efectiva y se revistió de autoridad legítima, es decir, adquirió una superioridad moral sobre el resto de los ciudadanos. En el servicio de la patria promovido por Heredia se aprecia un permanente sentido de autosacrificio, muy dentro del espíritu de las enseñanzas de Séneca, uno de sus clásicos predilectos, pero también del cristianismo primitivo, rescatado por los místicos del barroco español.
En México, el personaje más cercano a su modelo moral y político fue Guadalupe Victoria, quien después de desempeñar dignamente su cargo como primer presidente de la república aceptó varias encomiendas con gran humildad y modestia. Murió prematuramente, víctima de la epilepsia, en la fortaleza del Cofre de Perote, donde estaba destinado. Así como Washington tenía la finca Mount Vernon para su retiro como simple ciudadano, Guadalupe Victoria disponía de la hacienda El Jobo, en Veracruz, desde donde defendió el sistema federal con absoluta fidelidad hasta su último aliento. Aunque el mexicano sobrevivió a Heredia —el primero murió en 1841, y el bardo, en 1839—, ya desde los años finales de su vida el expresidente sobresalía como una excepción luminosa entre el conjunto de personajes de su época, y resultaba intachable y admirable, incluso en sus equivocaciones, debilidades y errores.
Con Hidalgo, Morelos, Allende, Matamoros y todos los pioneros de la libertad muertos, y ya fusilado Agustín de Iturbide, la figura protagónica restante fue la de Antonio López de Santa Anna. El mismo dictador se comparaba —y le agradaba que lo compararan— no con Washington, sino con el Pequeño Corso. En los romances en octavas y pliegos de cordel de la época lo llamaban el Napoleón Mejicano, lo cual indica inequívocamente su peligrosa tendencia dominadora y vanidoso amor por el poder.
Tal parece que por su densidad, intensidad y actividad, el meridiano político o enclave principal de la nación se trasladó de la Ciudad de México, su centro natural, a la vecina Toluca, entonces un reducto del conservadurismo. Allí, en la ‘azotea de la república’, como se le ha llamado, se concentraron las águilas y los halcones de la política nacional con un frente consolidado, buscando expandir su influjo al resto de la república. Dos personajes eminentes con destinos divergentes fueron gobernadores de la entidad en esa época: Lorenzo de Zavala y Melchor Múzquiz. En el medio político y cultural de Toluca se estableció uno de los focos principales de discusión del gran dilema mexicano de entonces: la organización de la república como una federación o como un estado unitario. Esta batalla no era original, pues prácticamente en todas las antiguas regiones del imperio español en América esta interrogante estuvo presente, con especial violencia en la Argentina de Juan Manuel de Rosas y Juan Facundo Quiroga. En realidad, esta coyuntura reprodujo a escala regional la discrepancia que a nivel continental ya habían enfrentado anteriormente Simón Bolívar y José de San Martín. Por la autenticidad de su sentimiento patriótico y la universalidad de su pensamiento y cultura, Heredia desempeñó entonces un papel valioso y útil, aunque más adelante también prescindible y pasajero.
El poeta trazó un plan con objetivos muy claros y sensatos: por una parte, reforzar la moral republicana mediante la prédica y la educación; por otra, enaltecer las virtudes democráticas y crear un culto patriótico que ofreciera cohesión y unidad alrededor de ciertos puntos nodales altamente simbólicos, entre ellos, la exaltación de las figuras ejemplares y el Grito de Independencia como principal celebración de la historia nacional. Además, pretendía levantar el andamiaje de un sistema de derecho con un cuerpo de leyes y códigos que le dieran sustancia, estructura y persistencia a la voluntad de organizar, conciliar y arbitrar, como garantía de la paz. Junto con esta última, el progreso y la prosperidad eran las metas supremas con las que Heredia quería alcanzar el ideal de felicidad patria. Para logarlo, se integró en el poderoso grupo mexiquense radicado en Toluca, 12 nido de estrategas y atalaya de los inicios de la vida republicana. Desde el primer momento, el bardo dio muestras de su visión certera al apoyar con su talento literario el Grito de Dolores como la gran fiesta nacional y centro del santoral republicano. Esto lo realizó primero como escritor designado por el presidente Guadalupe Victoria para elaborar sus discursos, luego como magistrado, y por tanto, representante de la ley en varias localidades, y después como legislador, impulsando y promoviendo el rito patriótico.
En sus textos, Heredia propuso los dos modelos nacionales que después inspirarían el programa de gobierno de otro mandatario mexicano, Porfirio Díaz Mori, también un ‘liberal reformado’. De Francia rescata el razonador espíritu cartesiano, la cultura refinada, el espíritu humanista y la universalidad de su legado; de Estados Unidos subraya las instituciones democráticas y su empuje organizador y constructivo. En resumen: ambos países constituyen la mente y el brazo; el espíritu y la fuerza.
El poeta conocía los clásicos, entre ellos Horacio, desde la edad más temprana, cuando su padre le tomaba la lección y lo estimulaba con la promesa de obsequiarle un reloj. Sin duda, recordaba la noción de ‘patria’ que daba Cicerón, quien la definía como la madre en común de todos los ciudadanos. Horacio reconocía en esta frase un significado íntimo e indisoluble que en su época definió como desinterés patriótico. Para entender el término con mayor propiedad, debemos contextualizarlo, porque hoy asume otras connotaciones. En efecto, habría que traducirlo más explícitamente como la entrega generosa sin esperar beneficio individual y sólo por la íntima satisfacción del deber cumplido al servicio de la nación.
Cuando llegó a Toluca, Heredia manifestó una actitud optimista y esperanzada en que finalmente la nación se encauzaría en una corriente de paz y prosperidad. Así, cuando se publicó el primer número de El Conservador el 1 de junio de 1831, anunciaba:
Tenemos el gusto de empezar nuestras tareas enuna época de esperanzas para la República. Apagado el incendio de la guerracivil, amortiguadas las pasiones rencorosas y la efervescencia de los partidos,cuya larga lucha por el poder ha dado tantos días de sangre y de luto a lapatria, desengañados los pueblos del vértigo revolucionario, y persuadidos poruna dolorosa experiencia de que sólo pueden ser felices bajo los auspicios dela paz y con la observancia de las Leyes, parece que todo anuncia días serenosy apacibles, después de la tormenta que nos ha combatido por espacio de cuatroaños (García Garófalo-Mesa, 1945: 380).
Le habría de durar poco este optimismo, pues los hechos se encargaríande desengañarlo muy pronto. Este editorial inaugural no fue sólo lapresentación de la publicación, sino también todo un programa de acciónciudadana. Sus bienintencionadas palabras fueron escasamente escuchadas:
Nuestra suerte, pues, depende absolutamente de nuestro arbitrio, y la pública felicidad será segura si todos cumplimos fielmente nuestros deberes sociales. El primero de todos es una invariable adhesión al pacto federativo, único garante de la unidad nacional y del orden público. Si la constitución actual tiene vicios o defectos, poseemos afortunadamente el gran desiderátum de las antiguas repúblicas, cuya falta causó sus trastornos y ruina, en la facultad perpetua de reformar y perfeccionar, que obtienen nuestros poderes constitucionales. La experiencia dictará las variaciones accidentales que convengan, y serán ilustradas por la libertad de discusión pública de su adopción definitiva.
Sólo necesitamos de moderación y de virtudes para gozar de todos los frutos de la gloriosa transformación política que tantos héroes y mártires compraron con su sangre generosa. Que el gobierno sea justo, y los gobernados abjuren la ambición y los rencores. Si cada fracción triunfante a su turno extermina, destierra o condena a nulidad oprobiosa a cuantos no sigan su estandarte, presto el Anáhuac no será más que un desierto pavoroso. Rompamos, pues, para siempre la cadena fatal de los resentimientos políticos. Olvidemos hasta las denominaciones que serían ridículas a no haber producido tantas calamidades y crímenes, y echando un velo impenetrable sobre el pasado, ocupémonos con celo y sinceridad en un porvenir más dichoso y tranquilo (García Garófalo-Mesa, 1945: 381).
No deja de asombrar la madurez y la sensatez de Heredia ya para esta fecha. Por supuesto, aunque es su máxima ambición, él no idealiza la democracia, pues la entiende como un proceso y no sólo un fin. Como tal, la acepta imperfecta, pero perfectible gracias a la sabiduría del tiempo y la paciente labor de los ciudadanos y sus instituciones. Toda desesperación política, por generosa y pura que pueda ser en sus fines e intenciones, conduce al abismo y al desastre. La actitud que propone Heredia consiste en mirar a lo alto, pero ver bien dónde se coloca la pisada; en no tratar de agotar el camino con irresponsable y suicida velocidad, sino aceptar el tiempo como el ingrediente necesario que brinda una certidumbre y un destino feliz. Esa es la tónica que prevalece en casi todos sus artículos de El Conservador . Si hoy se reunieran en un volumen, por la universalidad y permanencia de sus asertos y propuestas podrían ser un excelente auxiliar didáctico para el fortalecimiento y perfeccionamiento de la actitud ciudadana.
El germen del Código Penal del Estado de México, al que contribuirá poderosamente Heredia, se encuentra ya en su artículo “Penas”, publicado el 20 de julio de 1831 en El Conservador . El poeta tenía una formación profesional eminentemente punitiva —que tradicionalmente privilegiaba la pena y el castigo sobre la educación y la disuasión—; había sido educado en el aporte canónico romano, base del derecho ibérico, y en las severas leyes españolas procedentes del Fuero Juzgo y Las Siete Partidas. Sin embargo, incorporó a su pensamiento jurídico un sentido marcadamente educativo, inspirado en las legislaciones francesa, inglesa y estadounidense, más cercanas y modernas. Tuvo en cuenta la condición humana como piedra angular de su pensamiento:
Las ideas de poder y superioridad son tan lisonjeras y tentadoras, que apenas hay virtud que las rehúse, a pesar de los peligros que envuelven. De este principio nace el deseo de revestir de terror la autoridad legal, y de regir a los hombres por la fuerza, más bien que por el convencimiento.
Parece que esta arrogancia influyó en los ánimos de los distintos autores de la extraña legislación que aún nos rige, se mezcló en sus disposiciones sobre la propiedad y la vida de los ciudadanos. Una ligera ojeada sobre sus leyes coactivas y vengadoras descubrirá tantas desproporciones entre los delitos y las penas, tantas distinciones arbitrarias y caprichosas sobre los grados de criminalidad y tanta confusión de severidad e indulgencia, que apenas podrá creerse que sea la obra de la sabiduría pública, sincera y tranquilamente deseosa del bien personal (García Garófalo-Mesa, 1945: 398).
Resulta fácil adivinar o suponer el gesto facial de Heredia al escribir las palabras arriba citadas. Además, a casi dos siglos de ser expresadas, estas afirmaciones nos resultan de una asombrosa cercanía. También se percibe que el tacto y el sentido de la oportunidad política no eran los elementos más característicos de la personalidad del poeta. Más que ejercicios simbólicos y protocolarios, los discursos del bardo el Día de Dolores —hoy Día de la Independencia— en los años 1831 (García, 1945: 408-412), 1834 (García, 1945: 530-534), y 1836 (García, 1945: 593-597) constituyeron auténticos actos pedagógicos, atinadas dosis didácticas de historia y de política doméstica. Debido a que comprendía su carácter estructural, Heredia no concebía la efeméride como un suceso aislado, sino como parte de una política de educación ciudadana; por eso promovió previamente la creación de la Junta Patriótica Nacional, a fin de que sirviera para garantizar la continuidad del festejo cívico. El antiguo calendario ciudadano, establecido cuando los habitantes del país todavía eran súbditos de la corona, estaba constelado por los aniversarios de reyes y príncipes, los periodos religiosos de ayuno y mortificación, y las fechas del santoral católico. Éste fue sustituido por el nuevo almanaque republicano, al igual que hicieron ejemplarmente los revolucionarios franceses que tomaron la Bastilla. Ellos entendieron que si se trataba de cambiarlo todo revolucionariamente, lo primero que debían modificar era el tiempo mismo: las estaciones y los meses, así como los días, ya no tendrían un origen divino o monárquico, sino natural. En un país tan tradicional y profundamente católico como México, no habría un templo de la diosa razón como en el París robespierano, pero al menos sí un altar para la patria recién nacida. La sobria grandiosidad y la majestuosidad espartana de los pujantes Estados Unidos y la luminosa Francia debían ser adoptadas, pero también adaptadas al modo mexicano: las columnas estípites sostendrían el arco romano.
Las tres oraciones patrióticas pronunciadas por Heredia durante la gran fecha nacional exponen de manera ostensible su propia evolución personal: del optimismo inicial (1831), a la tristeza resultante del declive (1834), y de ahí al hastío y la desesperanza (1836). El poeta transitó de la ignorancia a la confusión; parafraseando a Óscar Wilde, podría decirse de él que no era un pesimista, sino un optimista bien informado. Al enviar la última oración ya impresa, que según confiesa “ha improvisado”, acompañó su obsequio al coronel Luis Gonzaga Vieyra (1796-1856), gobernador interino del Estado de México, con una dedicatoria donde puntualizaba enfáticamente:
Jamás habría convenido en dar a luz un ensayo tan débil e imperfecto, si los que cifran su patriotismo en atizar eterna discordia y desmoralizar al pueblo con máximas atroces, no me hubieran imputado que promoví la sumisión del país a los españoles y la proscripción de los extranjeros. Debo confundir tales imposturas con esta publicación, que someto gustoso al juicio de los hombres sensatos. Ha mucho que me oigo llamar alternativamente servil o jacobino, impío o fanático, por haber reprobado los excesos de las facciones, y combatido sus injusticias. Sólo responderé, pues, a los aullidos de la calumnia con un silencioso menosprecio (García Garófalo-Mesa, 1945: 593).
A pesar de su frustración, despecho y hasta desesperanza, es admirable la consistencia y coherencia de Heredia en esta etapa. Al mismo tiempo que recibe feroces ataques, concibe la necesidad y utilidad de aportar rápidamente un texto de historia general que sirva al propósito superior de la construcción republicana, y ofrecérselo a la urgida juventud mexicana como señala en la “Dedicatoria” de las Lecciones... No tiene tiempo para escribirlo y entonces, apurado por la premura de la necesidad, traduce, refunde, adapta y añade lo que juzga necesario a una obra que ya cuenta con un amplio reconocimiento, Elements of General History, Ancient and Modern , 1801, de Alexander Fraser Tytler (1823), 13 que Heredia modestamente titula Lecciones de historia universal (1831).
No es fortuita la elección del autor ni de la obra, que ya era considerada un clásico y se le aceptaba como libro de texto en numerosas universidades inglesas y estadounidenses. Su autor, el aristocrático Lord Woodhouselee, era un historiador escocés escéptico de las democracias, en particular de las representativas, y especialmente de las republicanas, por lo cual se amoldaba a la perfección al propósito de Heredia de utilizar la enseñanza de la historia para educar a los ciudadanos en ciernes y advertir los peligros acechantes de un país joven que buscaba definir su propio camino. Aunque atinada y prudentemente, el poeta modera al autor inglés al traducirlo (Vogeley, 1994: 148).
En ese momento específico de la historia nacional, Toluca era el gran laboratorio de la patria mexicana no sólo gracias a las actividades desarrolladas por Heredia, sino a aquéllas promovidas por otros pensadores allí residentes: artículos en la prensa, conmemoraciones públicas, un libro de texto concebido para los fines citados, y finalmente, un código penal racional y ponderado que traducía a nivel estatal los beneficios de una constitución regulada y una aplicación sensata de las leyes que partía del precepto superior de la educación cívica.
Heredia utilizó El Conservador como el canal de información que lo acercaba a los lectores y ciudadanos. Debe contrastarse que antes, durante todo el periodo virreinal, las leyes se publicaban y se aplicaban, pero no se explicaban. Su propósito sólo era dictar la norma, mas no razonarla. El tecnócrata Carlos III, después llamado el Déspota Ilustrado, solía decir que “debe gobernarse para el pueblo pero no con el pueblo, pues a este sólo le toca callar y obedecer” (De los Ríos, 1997: 144). Esa actitud borbónica distante, propia del espíritu monárquico absolutista, fue separando a gobernante y gobernados. En contraposición, el pensamiento jurídico de Heredia se configuró esencialmente como didáctico más que punitivo. Explicar las leyes es una forma de apoyar su aplicación y constituye el éxito del derecho como instrumento de convivencia y de perdurabilidad del Estado, en tanto forma superior de organización social. En este sentido, el poeta resulta sorprendentemente moderno, casi contemporáneo. Persuadir, más que imponer, fue idealmente su guía como legislador; convencer, más que vencer, su propósito como político; contener, más que castigar, su mayor propósito como gobernante. Su divisa literaria ‘Ducit docet’, enseñar dulcemente, según le enseñaron sus amados clásicos, lo identifica como el filósofo convertido en legislador, objetivo supremo de aquellas civilizaciones clásicas que ansiaron sobre todo el gobierno de los sabios, contrario a las religiones monoteístas que buscaron al santo como modelo humano —hindúes y budistas—, o al mesías como guía y purificador —en las figuras de Moisés, Cristo y Mahoma—.
Un día, animado por sus amigos en medio de su desencanto y melancólico escepticismo, se permitió un exceso que le regaló una experiencia poderosa: el ascenso al Nevado de Toluca, el imponente Xinantécatl. Su crónica —primer atisbo de lo que hoy llamamos periodismo ecológico, una variante de la literatura de viajes que trata temas exóticos propios del romanticismo— es el compendio de las observaciones del poeta, la apretada síntesis de sus emociones, pero también la experiencia de un peregrino ilustrado, naturalista por afición, que aprovecha la oportunidad para sentirse explorador y aventurero. Así, acumula datos sobre topografía, botánica, geología, características climáticas, fenómenos astronómicos o aspectos de vulcanología, y los entrelaza con referencias literarias, como el tártaro virgiliano y el inferno dantesco. Sobre la superficie de la tierra realizó un auténtico retrato o vista a vuelo de pájaro en la misma época en que se efectuaban los primeros ascensos en globo aerostático con diversa fortuna. Ejemplo de esto fue el viaje de Eugene Robertson en la Plaza de Toros de San Pablo, cercana a la Alameda Central, el 30 de abril de 1835. 14 Entre la muchedumbre expectante un rapazuelo de seis años correteaba por ese jardín capitalino, volando su papalote como anticipo de futuras aventuras aéreas: se trataba de don Joaquín de la Cantolla y Rico (1829-1914), muy conocido tiempo después.
Al emprender su jornada como montañista, Heredia se quejaba. Ya no era el mismo joven que a los quince años había subido la gran pirámide de Cholula, con sus basamentos superpuestos coronados con el templo jesuita, ni el que poco tiempo antes había trepado los escarpados riscos para asomarse al abismo del Niágara. Sólo logró llegar al tope de la montaña mexiquense echando mano del consejo del explorador y químico francés Jean Baptiste Boussingault, quien ascendió al Chimborazo andino en 1822, cuando contaba con veintiún años. Y allí en el Xinantécatl, agotado pero feliz, exhausto pero despierto, Heredia reflexionó y trazó un paralelo entre el paisaje que contemplaba a sus pies y su vida. Su ánimo, que años antes se identificaba con el poderío abrumador de la catarata septentrional, se descubría respetuoso ante el imponente páramo inmenso del gélido volcán mexicano:
A las ideas solemnes, inspiradas por cuadros sublimes, siguieron presto reflexiones graves y melancólicas. ¡Oh, cómo se anonadan las glorias y afanes fugitivos de la débil mortalidad ante estos monumentos indestructibles del tiempo y la naturaleza! Por primera vez había llegado a tan estupenda altura y es probable que no vuelva a recibir iguales impresiones en el intervalo que me separa del sepulcro. Mi corazón, al que inflamó desde la niñez el amor noble y puro de la humanidad, ulcerado por crueles desengaños y largas injusticias, siente apagarse el entusiasmo de las pasiones más generosas, como ese volcán, cuyo cráter han transformado los siglos en depósito de nieves eternas (García Garófalo-Mesa, 1945: 603).
Sus palabras fueron premonitorias. El poeta sentía que le quedaba pocotiempo de vida. Habría que adivinar el gesto preocupado y las recomendacionesde la pobre Jacoba Yáñez para que no se excediera en su excursión, mientras lodespedía y abrigaba tiernamente en su casa antes de emprender la travesía en lamadrugada de ese día. Cuando bajó de nuevo a la base del monte, nostálgico alcontemplar las aguas de la laguna del cráter, sólo atinó a pensar en el mar,que no divisaba desde hacía once largos años... El cantor de “Al Océano” y del“Himno del desterrado” ya no lo vería más. Al final del recorrido confiesa latrascendencia del momento, que sólo se compara con el de unos años antes:
Dos días forman época en mis recuerdos, por haberme asociado a grandes misterios y prodigios de la naturaleza. En el último subí al Nevado de Toluca, el anterior me vió [sic] inmóvil, atónito, al pie de la gran catarata del Niágara (García Garófalo-Mesa, 1945: 605).
Heredia se conmueve intensamente ante el infinito cielo que le ofrece el volcán mexicano y ante el agua inagotable de la cascada norteamericana. Para el poeta de los sentimientos grandiosos y sublimes, el infinito es el hermano de la eternidad. Superadas esas breves vacaciones de Sísifo volvió a su tarea con empeño, procurando sobre todo ser útil: fue lo mismo legislador que periodista, y buscó con insistencia que se le perdonara su condición de extranjero para ser aceptado como un mexicano más.
Entre sus trabajos periodísticos, además de sus colaboraciones en El Sol (1821), El Águila Mexicana (1823), El Indicador de la Federación Mejicana (1833) y varios diarios más, se cuentan tres empresas culturales de diversa magnitud, pero de gran transcendencia. La primera, El iris. Periódico Crítico y Literario (1986), fue una tarea colectiva que inició con los italianos Galli y Linati. Se separó de ellos por temor a que lo involucraran en sus actividades políticas, pues sabía bien de ese tema desde su dolorosa experiencia con la Conspiración de la Gran Legión del Águila Negra en Cuba, que ocasionó su destierro. La segunda empresa, Miscelánea. Periódico crítico y literario (2007), publicada primero en Tlalpan y luego en Toluca, fue la más importante y menos conocida del autor. A ella ya me referí líneas arriba. Existe una tercera, la revista Minerva (1972), enteramente toluqueña, que aunque de breve vida, culmina y cierra de modo muy representativo el periodismo cultural del bardo y su influencia en México como divulgador de los adelantos y progresos literarios y artísticos extranjeros. El papel de Heredia en la historia cultural de la época es decisivo.
El poeta ya no era aquel joven irreflexivo, animoso, vital, dispuesto y capaz de multiplicarse para asumir vorazmente cada empresa que se le presentaba. Estaba casado y con una familia que mantener; los golpes recibidos le habían enseñado ‘a la mala’ prudencia y discreción. A pesar de sus pocos años, en el rostro que muestran sus escasos retratos de la época ya se le notan el cansancio, una creciente tristeza y algo de hastío. Había aprendido la dolorosa lección. Exhausto, aún animoso pero un tanto escéptico, no era ya el exaltado romántico de su primera juventud, sino un hombre más sosegado, reflexivo y atemperado, apenas entrado en la madurez, que se había reconciliado con el clasicismo de su infancia. Los años y la experiencia, ese nombre que damos a nuestros errores pasados, lo habían ubicado mejor en la realidad. Aconsejaba a los jóvenes —él, con apenas treinta años, ya se sentía como un precoz anciano—, como Ignacio Rodríguez Galván (González Acosta, 1994: CLXXXII ), para que no imitaran sus furores románticos y dedicaran su talento y fuerza juvenil a estudiar a los clásicos, los que nunca mueren ni pasan de moda.
Ya no era lapasión la nota predominante de su lira, sino la calmada meditación, lareflexión no exenta de duda. Aunque persistía su canto libertario, su tono noera exaltado sino admonitorio. Los temas de la patria y la heroicidad habíansido progresivamente atenuados y desplazados por los de la justicia, elderecho, y en especial aquello que llama con obsesión e insistencia desinteréspatriótico. Este segundo y final Heredia en México es nuestro más cercanocontemporáneo. Leer hoy lo que escribió para el país de su época constituye undeslumbramiento aleccionador. Las rencillas de partidos, los interesespersonales que no sólo prevalecían, sino dominaban absolutamente las decisionesde gobierno, las luchas fratricidas y las divisiones y subdivisiones de eseayer, se reproducen con certera, pasmosa y amenazadora precisión en el Méxicoque hoy vivimos y padecemos. Más que un ejercicio de crítica literaria ehistórica, cuando leemos a este último Heredia estamos realizando una accióncasi periodística. Su mejor biógrafo resume este momento en la vida del poeta:
En un estado patológico desastroso, abatido por sufrimientos, actuando en un ambiente político y moral adverso a él por completo, según se justifica por su ‘Epístola al C. Andrés Quintana Roo’, continuaba Heredia ejerciendo sus funciones de Magistrado en la Audiencia, radicada en Toluca, capital del Estado de México. Allí se consumía rápidamente, dedicando sus actividades no sólo a su elevado cargo en la judicatura, sino también, a la poesía, prestando su colaboración en el periódico local de reciente fundación El Imparcial, y en El Diario del Gobierno de la República Mexicana, órgano oficial del Gobierno (García Garófalo-Mesa, 1945: 575).
Desde ese mirador de la república se mantenía atento a las injusticias que abundaban y no temía pronunciarse aún en contra de un colega espurio. En un vibrante artículo de sólido peso jurídico, publicado en El Mosquito Mexicano (1834) el 22 de diciembre de 1835, fustigó duramente a José Antonio Bucheli, un juez de Texcoco, lo cual ocasionó que el aludido respondiera en términos feroces y soeces, sustituyendo la carencia de argumentos con la profusión de adjetivos. A esto ripostó nuevamente Heredia y culminó su denuncia con candentes palabras que tienen una dolorosa e innegable actualidad:
Es necesario, pues, que alguna vez siquiera se castigue a un Juez prevaricador y se proteja a los infelices que han sido el objeto de sus ataques. El público imparcial conocerá por lo expuesto si el Juez Bucheli es verdaderamente criminal, a quien se contestare se le responderá empleando más los hechos relacionados y agregando otros que aún se reservan, pudiendo, si gusta, denunciar este artículo, para que no se le pruebe cuanto dice, o quede calificado de un impostor y sujeto por lo mismo al juicio correspondiente el responsable, que es de ustedes, señores editores, su atento servidor (García Garófalo-Mesa, 1945: 570).
El clientelismo, la demagogia, el populismo, la distorsión, la oclocracia incubándose ponzoñosa como el huevo fatal de una serpiente impredecible, la mentira descarada, el brutal egoísmo y la ceguera más irresponsable de esos años en México están dolorosamente presentes en los últimos textos de Heredia. Por eso mismo, los legisladores de hoy deberían leerlo más.
En ese momento culminante de su vida, al poeta le interesaba tanto la ley como la patria, pero ya le atraía más la paz que la gloria. Atrás habían quedado los días románticos de la juventud y ahora prevalecía el sentido común de la madurez, abonado por la experiencia. No creo que su carta a Tacón (García Garófalo-Mesa, 1945: 579-580) fuera sólo un subterfugio para ver a su madre; por el contrario, es un testimonio de profunda sinceridad y enseñanza. Heredia ya no era aquel ‘ángel caído’, epíteto que le dedicó desdeñosamente su esquivo amigo Domingo del Monte, sino el hombre ya crecido, el genio levantado sobre su circunstancia.
Por todo lo anterior, José María Heredia reclama su lugar en el parnaso mexicano, el cual le ha sido persistentemente escamoteado, reduciéndolo sólo a la condición del exiliado romántico o el proscrito tolerado. Creo que ya es hora de considerarlo un autor fundador e importantísimo del canon nacional, por su vida, su obra y sus todavía vigentes preocupaciones.
Referencias
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Notas
1 Y no en Toluca, como se dijo en un principio con error, dato que siguen repitiendo equivocadamente algunos historiadores.
2 Ignacio Sierra y Rosso (1811-1860) fue fundador de la Academia Mexicana de la Lengua (1835). Luis Miguel Aguilar lo llamó ‘rápsoda oficial de Santa Anna’, y Guillermo Prieto, ‘cantor del César’. Como secretario de Hacienda del caudillo veracruzano refrendó el célebre decreto del impuesto a las puertas y ventanas (1854), y en 1842 fue el orador oficial del acto donde se depositó la pierna amputada de ‘Su Alteza Serenísima’ en un monumento en el panteón de Santa Paula. Ignacio Solares le obsequió muy generosamente el calificativo de ‘insigne poeta’ en su novela La invasión (2005).
3 Este fue uno de los patriotas mexicanos más acrisolados de todas las épocas. Francisco García Salinas (1786-1841) fue gobernador de Zacatecas (1828-1834) y uno de los mejores amigos de Heredia, a quien le obsequió un precioso libro como muestra de su respeto y admiración (véase más adelante). Fue conocido familiarmente como el Tata Panchito, pero la historia lo ha llamado ‘el mejor gobernante de México’ y ‘el gobernante modelo’, protector de los indios, los campesinos, la minería y la hacienda pública (Sánchez Luna, 1988: 989-1002).
4 Aunquese ha afirmado que la ceremonia ocurrió en el Sagrario Metropolitano, enrealidad se efectuó en la casa del párroco, ubicada en la calle del NiñoPerdido, hoy Eje Central Lázaro Cárdenas
5 A menos que la joven se haya casadocon dieciocho años o menos, deduzco que había nacido en Venezuela o Guatemala,pues su padre llegó a México en 1809 como oidor de la Real Audiencia.
6 Asílo han señalado varios especialistas como Arnulfo Herrera (1993), Ángel Esteban(2006) y hasta el novelista Leonardo Padura, quien menciona como válida mipropuesta en La novela de mi vida (2002), narración de largo alientosobre José María Heredia.
7 Setrató de La lira mexicana, que contenía la obra de ocho notables poetasde la época. Reconstruir y publicar esa antología fue un propósito frustrado deManuel Toussaint y del cubano José Antonio Fernández de Castro (Toussaint,1992: 495). Sería un hermoso homenaje a Heredia y sus dos críticos rescatar eseproyecto truncado.
8 Según varios testimonios, estas fueron las últimas palabras de Simón Bolívar. El libertador falleció en 1830, cuando se encontraba de paso en la hacienda de San Pedro Alejandrino, en Santa Marta, antes de embarcar para Inglaterra (Mutis, 1985).
9 Ofrezcouna disculpa: la única excusa de la traducción poco elegante es su literalidad.He buscado el origen de esta frase latina y no lo he encontrado aún. La máscercana es “ubi panis et liberta ibi Patria est”, empleada por J. Hector St.John de Crèvecœur en sus Letters from an American Farmer, de 1782(1904), y luego utilizada por autores como Pedro Estela, Ignacio López Rayón yCarlos M. de Bustamante, entre otros. Sin embargo, el cambio de ‘panis’ por‘pacis’ me hace suponer que esta versión es del propio Heredia, gran conocedorde los clásicos desde niño. Así lo cita en una carta a su amigo Domingo delMonte, fechada en México el 24 de mayo de 1826. Obviamente, el sentimiento espiritualdel poeta cubano rechazó el sentido pedestre y utilitario de su forma originaly lo adaptó, tomándolo como divisa personal.
10 Elfamoso “Ensayo sobre la novela”, incluido en la revista, tuvo la pésima fortunade que por muchos años sólo se reprodujo y difundió su primera parte. En eseestado, el texto daba la errada impresión de que su autor rechazaba las novelashistóricas como género, pero si se hubiera consultado el resto del documento sehabría podido comprobar que se refería sólo a aquellas narraciones escritas almodo de Walter Scott, estilo diferente al de Alfred D’Vigny.
11 Conseguícopias en microfilm y fotocopias de algunos números de la revista en La Habana—en la Colección Heredia de la Biblioteca Nacional de Cuba José Martí, y en labiblioteca del Instituto de Literatura y Lingüística José Antonio PortuondoValdor, antigua Sociedad Económica de Amigos del País—, en México —en el fondoreservado de la Biblioteca Nacional de México—, y en Nueva York —en The NewYork Public Library—. Además, la buena suerte tocó de nuevo a mi puerta en lafigura del oportuno y siempre generoso Guillermo Tovar de Teresa, quien meobsequió el único ejemplar que me faltaba para completar la colección, muymaltratado por los insectos y la humedad, pero que no se encontraba en ningunaparte de Cuba, México o Estados Unidos. Cuando terminé de ocuparlo en miinvestigación, entregué este ejemplar a la Biblioteca Nacional de México.
12 Lorenzode Zavala asumió la gubernatura del Estado de México en Texcoco —primera capitalde la entidad fuera de la Ciudad de México—. Desde ese momento, emprendió unapolítica sagaz para formar un equipo cohesionado con algunos principios básicosen común. Atrajo a varios de los miembros más destacados de la vida culturaldel país, con lo cual sentó las bases del nuevo estado. Un siglo después, otrodistinguido mexiquense, el estadista y diplomático Isidro Fabela, consiguióalgo parecido al finalizar la convulsión revolucionaria, pero su propósitorebasó el marco estrictamente estatal y más tarde se proyectó a nivel nacional.
13 Envarias oportunidades, algunos críticos han mencionado que la obra de AlexanderF. Tytler (1747-1813) que utilizó Heredia fue la Universal History. From theCreation of the World to the Beginning of the Eighteenth Century (1837),publicada póstumamente. Lo creo imposible, pues el texto de Tytler apareció en1834, cuando el cubano ya había entregado los cuatro tomos de su obra enToluca, entre 1831 y 1832. Sin embargo, en la edición de 1837 de la obra deTytler encontré una alusión a ciertas “additions and alterations by an Americangentleman supplying important omissions, bringing down the narration of eventsto the beginning of the present year, and correcting many passages relating tothe history of this country”. Poco después, se añade en la Advertencia: “Inpreparing this edition, the original text of Tytler and Nares has beencarefully revised and corrected. Part IV, wich contains the History of SouthAmerica, New Spain, and the West Indies, han been added”. ¿Influyeron las yapublicadas Lecciones… de Heredia en esta nueva edición de la misma obraque le sirvió como fuente? Sería un caso ejemplar de diálogo literario ehistoriográfico. Pero esta suposición será objeto de otro estudio, más detenidoy puntual.
14 Herediase encargó, por pedido del aeronauta o su representante y con un propósitopublicitario, de traducir urgentemente del francés una obra sobre el tema, lacual sintetizó y publicó como: Bosquejo de los viajes aéreos de EugenioRobertson en Europa, los Estados Unidos y las Antillas, por E. Roch (1835).El volumen fue publicado en la Imprenta de Galván, a cargo de Mariano Arévalo(García Garófalo-Mesa, 1945: 562). Para otros pormenores de estos experimentos,puede consultarse el texto de Moreno de los Arcos (1993: 80-106).
Notas de autor
* Alejandro González Acosta. Es doctor en Letras Iberoamericanas por laUniversidad Nacional Autónoma de México (UNAM), México. Investigador titulardel Instituto de Investigaciones Bibliográficas (Biblioteca y HemerotecaNacionales de México) de la UNAM. Profesor y miembro del padrón de asesores dela División de Estudios de Posgrado de la Facultad de Filosofía y Letras de laUNAM. Sus campos de interés investigativo son la cultura y la literaturanovohispana y mexicana de la primera mitad del siglo XIX. Desde hace variosaños desarrolla una línea de investigación relacionada con el poetacubano-mexicano José María Heredia (1803-1839), sobre el cual ha publicado loslibros El enigma de «Jicotencal». Estudio de dos novelas sobre el héroe deTlaxcala (UNAM, 1997), Dos novelas sobre el héroe tlaxcalteca:«Jicotencal», de José María Heredia y «Xicoténcal, príncipe americano», deSalvador García Baamonde (UNAM, 2002), Revista Miscelánea. Periódicocrítico y literario (UNAM, 2007). Se encuentra próximo a aparecer elvolumen Teatro del México Independiente: Tres dramas poblanos de 1828 sobreel héroe Xicoténcatl (UNAM, Coordinación de Humanidades). Tiene publicadosdiez libros más, como autor o editor. Ejerce sistemáticamente la críticaliteraria e histórica en publicaciones especializadas, así como el periodismocultural de divulgación.
Y CON ESTA INTERESANTE TESIS SOBRE JOSÉ MARÍA HEREDIA HEREDÍA TERMINAMOS CON EL CANTOR DEL NIAGARA.
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