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    Mensaje por Lluvia Abril Jue Sep 22, 2016 12:13 am

    "MIGUEL HERNÁNDEZ, DESTINO Y POESÍA" (E.R.)


    (cont.)

    La guerra civil prosigue impiadosa. Miguel Hernández pasa unos días en Valencia en el mes de febrero y tiempo después es des-tinado al Altavoz del Frente en el sur. Ahora está con el coman-dante Carlos y vienen juntos a Jaén. El amor sigue llamándole. Y el 9 de marzo de 1937, en Orihuela, se celebra por fin el tan anhelado matrimonio. No hubo ceremonias religiosas. Un simple acto consumó el enlace; la presencia de algunos familiares y otros pocos amigos dio la nota de recogida algarabía. Pasan la primera noche en Alicante, de paso para Jaén.

    Ya en Jaén nadie ignora la presencia de la pareja, risueña como estallidos de ramos, de rosas. Su alegría echa perfumes en la habitación de bodas, flores en el lecho, lecho de tantas ternuras que quedará gravado en la ardiente imaginación del poeta. ¡Cómo le apareció todo tan claro en esa hora! En un abrir y cerrar de ojos, los sinsabores pasados se esfumaron. En Jaén, Josefina solía sentarse en la máquina de escribir y él le dictaba, entre soldados, largas frases de amor. Paseaban frecuentemente por el campo. Parece que, por una vez, nada va a turbar su regocijo.

    Palomar del arrullo
    fue la habitación.
    Provocabas palomas
    con el corazón.

    Todas las sensaciones de esos años de espera se volatilizaron en pocas semanas: las turbadoras inquietudes, la fogosa fertilidad de sus deseos. Rescató en pocos días cielos de anhelosa búsqueda. Están, así lo creen, inseparablemente unidos ahora. Pero qué poco duraría esa alegría: la felicidad se les escapa pronto de entre las manos. Enmudece la risa loca de la pareja cuando Josefina recibe el llamado de su madre que cae enferma en Cox y para allá acude presurosa. La dichosa tregua se ha roto; infortunados nubarrones se ciernen nuevamente en el horizonte. Pronto recibe Miguel noticias inquietantes sobre el estado de la enferma. Acaso por presentir lo peor, o por un llamado de Josefina, mar-cha también a Cox. Cuando llega se encuentra con lo irremediable. Y Josefina, que siente ya un hijo en las entrañas, nunca olvidará con qué rostro demudado y trágico se arrojó Miguel sobre el cadáver de su madre, cubriéndola de besos. Así, entre una vida que va y otra que viene, el hogar humilde es cercenado por la fatalidad inesperada.

    Hernández, macerado ya por tantas peripecias, tiene una vez más un gesto de hombría formidable: se hace cargo de las pequeñas que quedan huérfanas y en adelante las llamará "hijas" con su habitual derroche de ternura. Cuando acaban esos días luctuosos, sus deberes le llaman de nuevo y retorna a Jaén. Josefina queda en Cox, cuidando a sus hermanas. Ya no regresará a Jaén, pues Miguel, que la sabe grávida, decide que no regrese allá, donde "de vez en cuando bombardean".

    El uno sin el otro otra vez, como al comienzo. Pronto debe marchar hacia Badajoz, al trasladarse el Altavoz del Frente a Castuera. Hubiera querido permanecer junto a su esposa, aunque ese deseo no le aparta del plan de vida que se ha trazado; acepta esa renuncia porque el sentido del deber prevalece en su conducta. Con una aguda satisfacción por el hijo que espera, escribe por esas fechas la "Carta del esposo soldado" en donde se traslucen las pasiones centrales de su vida: el amor y la lucha. Fluye su canto a la presión de una respiración regular que mana de lo más hondo de su pecho; confiante himno de fe en las claridades por encima de la penumbra incierta de las trincheras. Profesión de cariño entrañable en un emocionado rapto de aproximación a pesar de la distancia. Nada de lamentaciones plañideras por la separación obligada, nada del sollozo mártir que denote una flaqueza. La lucha tiene un alto sentido y él está en medio para cumplirla sin devaneos. Más que nunca ahora cobra significación ese combate, ahora que una luna creciente anuncia su hermosura en el vientre de la mujer amada. Por primera vez arroja de su poesía las obscuras premoniciones que solían turbarle las diafanidades. Todo lo que en él hay de ímpetu se agrupa en su boca.

    (cont.)


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    Mensaje por Lluvia Abril Jue Sep 22, 2016 12:17 am

    "MIGUEL HERNÁNDEZ, DESTINO Y POESÍA" (E.R.)


    (cont.)


    Está volando como nunca, pues como dirá después, "sólo quien ama vuela". Las turbulencias inquietas se sosiegan y una dulzura arrancada de raíces hondas refleja el milagro de su paternidad próxima. El mundo tiene un sentido de creciente aurora. Nacerá el hijo envuelto "en un clamor de victoria y guitarras" y nada puede privarle ya de la suprema bienaventuranza.

    Para el hijo será la paz que estoy forjando.
    Y al fin en un océano de irremediables huesos
    tu corazón y el mío naufragarán, quedando
    una mujer y un hombre gastados por los besos.

    Pronto puede volver a verla. No ha de permanecer mucho tiempo en el frente extremeño. Visita Madrid y tiene ocasión de con-versar con Aleixandre, que a la sazón sufría de una antigua dolencia.

    ¡Qué distinto lo encuentra ahora el amigo! La guerra lo ha torna-do más hombre y más profundo. Su figura ha cobrado notables proporciones. Aleixandre lo encuentra tomando a pecho su apostolado. Era ya el poeta amado y admirado de la gente simple cuyo pan compartía, entregado por entero como estaba a su labor de agitación en el frente, ora leyendo sus poemas por el Altavoz del Frente, ora violento y soñador por las trincheras, siempre recorriendo de aquí para allá la atmósfera cargada. Como ahora en Madrid, aparecía intempestivamente en las reta-guardias, como desmontado de su vértigo, con la cabeza rapada, combatiente y reñido el fervor, hosco a veces porque no todos asumían la conducta paladín acorde al minuto que se vivía. Solía emplear su sarcasmo para fustigar a los pasivos, retorciendo sus raíces a la vista de todos. ¡Qué hermosa y saludable intemperancia la suya! Marcaba el paso al ritmo de su efusiva sangre, sangre que le tronaba en las orbitarias cansadas.

    Esos días con Aleixandre fueron de recapitulación de cosas comunes. En verdad, sólo cuatro pequeñas piezas teatrales impresas resumían su grito en vilo. Las tituló Teatro en la guerra, editadas por Nuestro Pueblo, Madrid-Valencia. Había bifurcado su voz hacia la tentación de siempre, el teatro, con tonos de agitación para infundir fe, ayudar al coraje trascendente y, de paso, estigmatizar a los morosos que no enfrentaban los resoles bravíos por miedo a chamuscarse. Teatro de circunstancias que sirvió de puente hacia su obra más acabada, aquel Viento del pueblo, cuyos originales le quemaban ya los bolsillos y el pecho. Un abrazo cálido –¿el último?– cerró la entrevista con el amigo querido. Y otra vez marchó rumbo al Levante, a Cox, a dejar su moneda de júbilo exultante.

    (cont.)


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    Mensaje por Lluvia Abril Vie Sep 23, 2016 4:49 am

    "MIGUEL HERNÁNDEZ, DESTINO Y POESÍA" (E.R.)

    (cont.)


    Retoma su costumbre de apego y acercamiento al color serrano; se pierde por las cumbres, como en la mejor época de sus andanzas, segura la puntería creadora al acicate del paisaje ante cuya pródiga transparencia se extasía con religioso embeleso. Al influjo de esas cumbres se decantan los poemas de su futuro libro de guerra. Como olvidando las circunstancias de su vida actual, se entrega por completo a su labor poética. Está con tres meses de permiso y su libro va adquiriendo forma definitiva. Tres meses de apoteósico incendio al lado de su muchacha, de contacto con el aire puro, de espiar en los altozanos, de regresar contento cuando su labor le da razones para ello. Desde la casa misma podía contemplar la sierra, próxima como se encuentra a sus estribaciones; desde la casa misma que, animada por el amor, tiene otra vida.

    Vuelve a Madrid y de allí se encamina a Valencia, donde está por celebrarse el Congreso Internacional de Escritores Antifascistas. Neruda ha llegado de París para ese acto. Estamos en el mes de julio de 1937. Jean Cassou, César Vallejo, Henri R. Lemornand, Nicolás Guillen, González Tuñón, además de tantos otros escritores extranjeros, se encuentran allí, celosos de cumplir su deber para con España.

    Es el gran resplandor solidario de la inteligencia mundial para con el pueblo en lucha, demostración airosa de simpatía, al fin, para con el país que sirve de valeroso primer valladar de contención a la amenaza del fascismo.

    Rica experiencia acumula el poeta en pocos días. Se codea con altos espíritus que han llegado a compartir un clima de flamígera protesta. De los más lejanos rincones del planeta llegaban esos espíritus, como expresiones de la adhesión incondicional de sus pueblos para con el relámpago de la justicia en lance con la penumbra. Esa fraternidad aminoraba la vergüenza de la política de silencio y no-intervención de quienes pronto, muy pronto, como recibiendo el vuelto de su gesto energúmeno, sentirían en carne propia la noche, venal y traicionera, del fascismo. Con el solo atuendo de su noble presencia, escritores hermanados por su fe común en la victoria del hombre, apenas con el rubor de no poder dar más de lo que podían –sus pensamientos algunos, otros sus propias vidas– establecían la emocionante concordia por encima de las diferencias de razas y de lenguas. Allí, en Valencia y en contacto con ellos, Miguel armonizaba su alma con las almas de otros pueblos y el vigor de otras tierras.

    Sus ojos saltan los valladares de las fronteras en el diálogo fecundo. Y un día, inesperado y decisivo, recibe una invitación del Ministerio de Instrucción Pública para visitar la Unión Soviética y poder estudiar teatro. El imán atractivo le subyuga. Hace rato que Miguel está asaltado por el deseo de conocer la patria de la revolución, de la vida renovada que le encandila. Ebrio de contento, comunica a su mujer la buena nueva.

    El hecho encierra para él cardinal importancia. Con todas las facultades alertas, tendrá que comprobar por sí mismo la veracidad de cuanto ha leído y escuchado sobre el país de los trabaja-dores, del socialismo triunfante.

    Ni los preparativos de impresión de su Viento del pueblo, que ha entregado, ni las aprensiones por el embarazo de Josefina –que va para cinco lunas– le retienen.

    Por primera y única vez abandonará España y se le ahondarán las raíces desde una nueva perspectiva.

    Final del capítulo XI


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    Mensaje por Lluvia Abril Vie Sep 23, 2016 4:58 am

    Y mientras llegas, amigo Pascual, por aquí sigo.


    "MIGUEL HERNÁNDEZ, DESTINO Y POESÍA" (E.R.)


    Capítulo XII

    VIAJE Y RETORNO


    "El corazón se queda desnudo entre verdades".


    Sin más preparación que su propio arrebato –tan imprevisto como fue todo– el 27 de agosto sale de España. Arriba a París al día siguiente, y allí se fotografía, moreno rostro de paisano, talante de miliciano, sonrisa vasta y aire de forastero. Los amigos franceses acogen cordialmente a la delegación española. Un banquete encierra las demostraciones. Miguel, que no domina el francés, se siente desarraigado, si bien recorre todo París apetente de cuanto desconoce.

    En realidad, ese primer salto hacia tierra extraña, le sirve para que vea brillar, ya a los primeros días, su gran cepa española; así que salga de Valencia comienza a agitársele la entrañable rama. Tanto que dos días después escribe ya: "Me acuerdo mucho de España, como si la hubiera perdido para siempre". Su naturaleza abrasada, ambiciosa de bruñirse entre tierra jugosa, de quemarse en su suelo natal donde "sobra la luz", no se acomodará fácilmente lejos.

    El primero de septiembre de 1937, arriba a Moscú en momentos en que se realiza el quinto festival teatral soviético. Ha llegado la hora anhelada. Se instala en el Hotel Metropole de la capital moscovita. El tibio aprieto de las manos amigas le entera del cálido hospedaje. En contacto ya con el arte nuevo, luego de asistir a las representaciones teatrales, declara al periódico "Isvestia": "Un pueblo que posee tal arte es, indudablemente, un pueblo fuerte y poderoso, que vive una vida brillante, alegre y pletórica".

    Días después emprende una gira hacia los más importantes sitios del país inmenso. Le paraliza el espectáculo de la construcción febril, de los campos que se encarnizan disputándose la mayor siembra, de la gente que rasgan los días con el sudor en un es-fuerzo heroico y apolíneo. Se le aguza entonces el dolor por la patria lejana, mísera y sacrificada, al confrontarla con la esplendidez en apogeo de ese mundo que nace. Así esté en Moscú, en Leningrado, o en Kiev –sitios que visitó–, pleno de rebosante entusiasmo, en activo encuentro con lo que anheló conocer y en lo que ve el futuro de España, así le ilumine la dicha de reiterar su confianza al abrigo de una comprobación de la honda verdad de la causa que abrazó por hambre de Justicia –hambre enorme como la que le acució siempre–, sus raíces se tienden desesperadamente hacia España, cuyo holocausto le tiene desvelado. En una interviú en la Gaceta Literaria de Moscú dice: "He venido a la URSS directamente del frente y al regresar a España volveré a las trincheras. Allí está mi puesto, allí está el lugar de cada español honrado, que no de palabra, sino de hecho, se esfuerza por ver a su patria y a todo el mundo libre del fascismo". A duras penas se lo representa uno fuera de sus ámbitos. A duras penas. En su correspondencia se dibuja el clamor, el vehemente deseo de reincorporarse al cumplimiento del deber que le asalta. Y así como deja el testimonio de su fervor en el poema Rusia, así también deja el de su añoranza en su España en ausencia. Rusia le impresiona vivamente. Y como siempre acontece con él, se expande y vibra al contacto de lo que toca su oculta melodía. La tierra soviética y su paisaje humano son para su sensibilidad como fuentes que respiran y por lo tanto le sumergen en su magia y su fuerza de gravedad poderosa. Le contamina la plenitud cotidiana de la labor incesante, ininterrumpida. La chispa nuevamente ha brotado al contacto de la piedra nueva.

    En trenes poseídos de una pasión errante
    por el carbón y el hierro que los provoca y mueve,
    y en tensos aeroplanos de plumaje tajante
    recorro la nación del trabajo y la nieve.
    Basta mirar: se cubre de verdad la mirada.
    Basta escuchar: retumba la sangre en las orejas.
    De cada aliento sale la ardiente bocanada
    de tantos corazones unidos por parejas.
    Ayer iban sus ríos derritiendo los hielos,
    quemados por la sangre de los trabajadores.
    Hoy descubren industrias, maquinarias, anhelos,
    y cantan rodeados, de fábricas y flores.

    (cont.)


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    Mensaje por Lluvia Abril Vie Sep 23, 2016 6:38 am


    "MIGUEL HERNÁNDEZ, DESTINO Y POESÍA" (E.R.)


    (cont.)






    Asiste al milagro de los hombres de ayer que se renuevan. Los apergaminados rostros de los viejos, con barbas y cabelleras de profetas, que bajo milenios de ultraje andaban con la espina dorsal quebrada, se han erguido al cabo de una maravillosa jornada.

    Y los ancianos lentos que llevan una huella
    de zar sobre sus hombros, interrumpen el paso,
    por desplumar alegres su alta barba de estrella
    ante el joven fulgor que remoza el ocaso.

    ¿Y la juventud? ¿Y la juventud de Rusia, que con fuego arcangélico perpetúa el enlace del presente y el futuro, con la luz superior que el fervor les ha puesto en la sangre, ungidos por la labor anunciadora de un tiempo más dichoso?

    La juventud de Rusia se esgrime y se agiganta
    como un arma afilada por los rinocerontes.

    Pero ve más allá de lo que a simple vista se ofrece. El poeta está soslayando las magnificencias soterradas y vincula la fraternidad, la trepidante devoción que predomina sobre lo meramente visible de la construcción soviética. El pueblo que ha roto las cadenas de la esclavitud, no se duerme ni se encierra en la alegría de sus triunfos; al contrario, su mirada se vuelve hacia España para ayudar en la salvación de su destino. Alcanza a Miguel Hernández esa llamarada de concordia. Los trabajadores preguntan por España. Los escritores preguntan por España. Las mujeres preguntan por España. Es como si el corazón de esa gente latiera al unísono con el corazón de la gente española. "Esa gente siente la guerra de España como si fuera suya", escribe. Y por eso el Español Eterno ve en la comunión de ambas naciones la garantía para el resplandor de los días dichosos de mañana:

    Rusia y España, unidas como fuerzas hermanas,
    fuerza será que arrolle las fauces de la guerra.
    Y sólo se verá tractores y manzanas,
    panes y juventud sobre la tierra.

    Nada parece alejarle, y sí aproximarle más a la patria distante. Todo lo que ansía es recoger fertilidad para volver a darla. Su corazón palpita en Rusia, ve, se inflama en la emoción; sus pensamientos, entre tanto, cuentan minuciosamente los días hasta el punto de gozar ya del regreso. Está demasiado invadido por su clima como para sentirse despegado, una hora siquiera. "No hay nada como España" había sugerido ya desde París. Acaso sea porque, salido del fragor de la guerra, llevaba todavía aquella desenfrenada visión que suele quedar prendida en quienes enfrentaron las tempestades. Vive palpitante, alerta al frenesí de los sucesos ibéricos. Ese descanso en el extranjero es para él casi un esfuerzo, un paréntesis penoso. En grado menor le ocurre lo que en su primera visita a Madrid: se desesperó de nostalgia. No le apetecían las comidas extranjeras, tan amarrado a su vocación rural como estaba; supuso el horror de los inviernos nórdicos; Estocolmo le irritó; París no acabó de cautivarle. Es el campesino fuera del surco. Y repite el "sólo tengo ganas de volver". ¡Volver! ¡Volver!

    La efervescencia del mundo soviético deja en él impresiones indelebles. Paseó, temblorosamente, entre nieves y abedules. Se completó de un esplendor distinto. Las nuevas aguas sonaban bajo sus pisadas e impregnó sus ojos de una claridad cargada de significaciones.

    En los primeros días de octubre abandona Rusia, de nuevo rumbo a las trincheras, a la confidencia del barro y de la llama. In-mediatamente se reincorpora al ejército, luego de haber visitado a su mujer en Cox. Está satisfecho y dichoso. Los soldados esce-nifican sus pequeñas piezas de teatro, escritas para ellos.

    Y como está nuevamente entre los suyos, su paisaje pasional también se ensancha y se eleva maravillado: le nace el primer hijo, Manuel Ramón. La pesadumbre de la guerra y la felicidad por la noticia celebran una extraña boda en su alma. Está radiante y nada amargo puede salirle al paso. Ahora no puede perder. Vuela, salido de sí mismo, hacia la zona de la ilusión y la esperanza en esos días. El ansia de amor se eleva, insuperable. Ha conquistado el reino de la paternidad y el éxtasis le posee. Entre tanto paisaje de muerte, la vida se trueca en armonía. Las sombras han dejado paso a la aurora. En su ausencia ha aparecido Viento del pueblo.

    –¡Oh, qué hermoso es llegar y enterarse del cálido acogimiento que se le dispensó en su ausencia!– Y para que el año acabe lleno de plenitudes, la sección valenciana de la Alianza de Intelectuales auspicia un acto en su honor en el Ateneo. Se le erige en el primer poeta de la guerra. Miguel experimenta tímidamente el jubiloso halo de la gloria.

    Entre la dicha del regreso, la obra y el nacimiento del hijo, trepidan sobre España cascos de fragorosa inclemencia.


    Aquí concluye el capítulo XII


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    Mensaje por Lluvia Abril Sáb Sep 24, 2016 4:10 am


    "MIGUEL HERNÁNDEZ, DESTINO Y POESÍA" (E.R.)




    Capíitulo XIII


    LA VOZ ENTRE LA PÓLVORA


    Vientos del pueblo me llevan,
    vientos del pueblo me arrastran.


    Desde el primer minuto de la guerra sintió Hernández el llamado del canto, llamado que obedeció concentrado como estaba en las palpitantes refriegas de la vida política española. Las mejores inteligencias, sufriendo el empellón en carne propia, en un acto de absoluta sinceridad para consigo mismos y para con su pueblo, atendieron unánimes a la voz de su conciencia. La hora del deber había sonado; Miguel Hernández quiso cumplirlo no sólo en el trasluz de su literatura sino vistiendo el uniforme de miliciano, como un soldado más, anónimo, en las trincheras. El poeta-pastor ascendía ahora a poeta-soldado. Así su poesía, de allí para adelante, sufrirá las salpicaduras del barro y el sudor cotidianos; poesía nutrida de su esplendor inmediato; cedazo de materiales tan reales que no se sabe dónde acaba su sonido y dónde comienza el de la vida. Tactando, olfateando el misterioso perfume de esos años, con caídas y triunfos inabarcables, maduró los vibrantes poemas de su libro Viento del pueblo, que es como un registro, en transfiguración, del tiempo español agónico y esperanzado.

    Para que llevaran el soplo de la intensidad y el entusiasmo cabales, sostenedores de su vuelo, se le tornó necesario participar en la lucha misma, empaparse de sus vivencias inmediatas, vivencias que ninguna imaginación puede suplir, por más plausibles y puras que las intenciones sean. Las agitadas olas lo rodearon; a ellas se arrojó con enardecida y elemental violencia, como para agotarse en una sola jornada; fuerte y entusiasmado, porque no tenía esa ligera fatiga, atemperadora de las pasiones, que desdibujan y aplacan las explosiones juveniles con los años. Era la imagen viva de la juventud que se purifica en la chispa, juventud que podía experimentar los acontecimientos desde su propio centro y actuar en favor de las ideas que se formó de las cosas. Precisamente porque sus palabras respondían a una visión propia que tenían como punto de apoyo esas ideas, su poesía os
    tentará un sello de legitimidad y un tono imposible de reprochar.

    Se sintió, desde la primera hora, parte integrante de esa lucha. Se sabía una brizna llevada por el vértigo al que se había arrojado. Toda su vida pasada, sus orígenes y sus raigambres, le comprometían a esa conducta.

    Acércate a mi clamor,
    pueblo de mi misma leche,
    árbol que con tus raíces
    encarcelado me tienes,
    que aquí estoy yo para amarte
    y estoy para defenderte
    con la sangre y con la boca
    como dos fusiles fieles.
    Si yo salí de la tierra,
    si yo he nacido de un vientre
    desdichado y con pobreza
    no fue sino para hacerme
    ruiseñor de las desdichas,
    eco de la mala suerte,
    y cantar y repetir
    a quien escucharme debe
    cuanto a penas, cuanto a pobres,
    cuanto a tierra se refiere.

    ¡Y cómo no iba a cantar de esa manera y no tener esos gestos, si allí estaban todos los suyos, los toscos rostros de tierra y de piedra, los de su misma cepa entrañable, la gente sencilla y trabaja-dora de cuyo esfuerzo dependía la aurora de mañana! El poeta estaba en su elemento.

    Su Viento del pueblo le quitó de sí mismo. La gesta española impulsó a su rayo sobre otras cumbres. Consciente de su labor, sintió como primer deber hacerse entender por la gente a quien se dirigía: los soldados –obreros, campesinos– de la resistencia al fascismo. Debía hacerse comprender por todo el pueblo. Para eso, como los grandes poetas nacionales del pasado, tenía que estar su poesía penetrada, saturada, envuelta por las vivencias y la sangre del cuerpo social que cantaría y al que dirigía sus flechas. Hasta cierto punto, el pueblo mismo repararía sus fermentos. El poeta los decanta y vuelve a arrojar al mismo caldero de donde procedieron. Es el conjurador de los sentimientos que prevalecen sobre todos; su individualidad los agavilla y los expande. Abandona necesariamente parte del lenguaje que se forjó para sí, y pasa a emplear el que le franquee las puertas del entendimiento de los más, es decir, trasciende del fracaso al que, en alguna forma, le fija el aislamiento y la vanagloria de la torre de marfil en la que, en esta o aquella medida, desmaya sus energías. Se rescata para sí y para su pueblo; para sí, saliendo de sí, abriendo sus ventanas al aire fresco que afuera (en la vida) respira; para el pueblo, hacia el que se tienden sus manos generosas, pasando a ser el vocero de sus inquietudes y sus ansias. Su poesía es entonces río donde se abreva la sed de miles de personas, espejo que refleja su desazón y sus ascensos. Poesía popular, de fuente noble y alto vuelo, como lo fue el Popol Vuh de nuestra América o el Cid famoso de expandida potencia.


    (cont.)


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    Mensaje por Lluvia Abril Dom Sep 25, 2016 1:08 am

    "MIGUEL HERNÁNDEZ, DESTINO Y POESÍA" (E.R.)

    (cont.)


    ¡Qué bien comprendió Hernández el alcance de su apostolado! Lo dice en la dedicatoria que abre el libro:

    "Los poetas somos viento del pueblo. Nacemos para pasar soplan-do a través de sus poros y conducir sus ojos y sus sentimientos hacia las cumbres más hermosas. Hoy, este hoy de pasión, de vida, de muerte, nos empuja de un imponente modo a ti, a mí, a varios hacia el pueblo. El pueblo espera a los poetas con la oreja y el alma tendidas al pie de cada siglo".

    Y en párrafo precedente:

    "A nosotros, que hemos nacido poetas entre todos los hombres, nos ha hecho poetas la vida junto a todos los hombres".

    Esta responsabilidad atravesó la infinita sucesión de los tiempos. Esta poesía es esencia del avatar humano; de lejana antecedencia proceden sus resplandores, en sagrado peregrinaje a través de las edades. Mientras la fe y el entusiasmo alienten, el fuego pasará de mano en mano sobre la tierra, en larga consumación de claridades. De nadie es privativo su secreto.

    "Nosotros venimos brotando del manantial de las guitarras acogidas por el pueblo, y cada poeta que muere, deja en manos de otro, como una herencia, un instrumento que viene rodando desde la eternidad de la nada a nuestro corazón esparcido. Ante la sombra de dos poetas nos levantamos otros dos de mañana. Nuestro cimiento será siempre el mismo: la tierra. Nuestro destino
    es parar en las manos del pueblo. Sólo las honradas manos pueden contener lo que la sangre honrada del poeta derrama vibrante".

    Afirmación, como se ve, de agua clara y profunda.

    El tema de la pujanza y el heroísmo ha ganado a nuestro poeta; no ha escogido él la atmósfera donde crear: se le ha dado. Apenas interpretará toda la magia que estremece cuanto pisa. Su cristal recogerá lo viviente que le rodea. Las cálidas olas le han envuelto y está preparado para recibirlas; ningún nubarrón in-terno le interferirá la visión límpida y arrojada. Los hechos podían resbalar sobre otras miradas que no tuvieran capacidad de aprehender lo que de vitalidad y poesía llevaban, en él tendrían sonido y resonancia. Tenía el órgano dispuesto a recoger el eco y además del júbilo necesario para ver la grandeza del heroísmo y el sacrificio, fuertes y jugosos materiales para su espíritu hambriento de humanidad. ¿Por qué no iba a detenerse a cantar las gestas del pueblo, si era capaz de transfigurar el ronco torrente? Cosa triste cuando se prescinde del barro augusto de la vida. Él fondeó allí sus anclas: en la vida, en la vida sin quietud ni amilanamiento. ¿Y por qué no iba a ver y cantar el drama de su patria, en trance de creación y empuje, cruzada de tempestades, enfrentando temporales sin cuento? No era de los que apartan los ojos de los hechos graves; por el contrario, lo suyo era lanzarse en medio del holocausto y avizorar en su vorágine. Todo le impulsaba a esa conducta limpia y admirable: instalarse en ambos platillos de la balanza y no escamotearse a ninguna de las verdades, claras o sombrías, de lo que más amaba: la vida. Eso mismo: vida. Por eso cuando vio sacudirse a los elementos to-dos, cuando el paisaje y el hombre se desenfundaron para mostrar la médula sangrante, la veta esencial, como un telón fantástico, se le reveló la fuerza combativa, la musculosa y soberbia condición de su ser joven y explosivo. El poeta despertó al lla-mado de la realidad circundante. Y se arrojó a la brega con algo de salto elemental y bárbaro, obediente al estímulo, iluminado y serio, manteniendo en vilo la respiración imperturbable. ¡Cómo no despertar y emocionarse ante el sacerdocio de su pueblo que en Madrid, por ejemplo, a pesar del frío cortante, de la trabucación gélida de los días, sin calefacción que mitigue el suplicio, prefería respetar los árboles a procurarse una hora de reposo tibio con sólo derribarlos! O que llenaban las salas de los teatros, festejando las comedias apetentes de luz intensa, en pleno cerco de las tropas fascistas. O rescatando de las llamas las pinturas de los museos, en pleno bombardeo del palacio de Alba, salvando los tesoros artísticos con riesgo de su vida. O que al tiempo de apilar los sacos de arena para la defensa, ponía a salvo con el mismo febril entusiasmo las obras maestras del Museo del Prado. O, en Murcia, protegiendo las reliquias eclesiásticas de la catedral preciosa. ¡Ah, no! No se podía concebir la indiferencia. Por gravitación lógica se inclinó su voz al canto heroico. Al gran canto que el momento exigía.

    (cont.)


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    Mensaje por Lluvia Abril Dom Sep 25, 2016 3:19 am

    "MIGUEL HERNÁNDEZ, DESTINO Y POESÍA" (E.R.)



    (cont.)

    ¡Vertiginosos días esos en que se arrodilló para cantar a su pueblo! Impetuoso, con el pulso galopando, acuciado por una presión extrema, escapándose al parecer de sus habituales zonas emotivas, transgrede sus propios límites, traspasa sus medidas. Es así cómo, en una temperatura lavada por la pólvora y la vibración ardiente, su poesía se llena de un irrefrenable poder, casi rabioso, de levantar sus líneas hasta tornarse carnal, palpable, pétrea, y salir andando en su envoltura de pasión, de imprecaciones, de sagrados voceos. El molde de su poesía se resquebraja; aristas ariscas presionan la forma y por doquier, peligrosamente, los desmesurado parece atentar contra el equilibrio. Los pensamientos se agitan y contorsionan las paredes del verso; el agua hace estallar la copa en una convulsión de alumbramiento; todo queda en vilo por el incesante frenesí. Como de un arco tenso salen las interpelaciones nerviosas, la instigación al valor, la furia, el arrebato. En el paisaje terrible de la guerra, en el purgatorio diario y el sacrificio sin cuento, sus ejes giran con vértigo y su sensibilidad se calienta hasta enrojecer. Todo está dominado por el exceso y el arrebato; su energía fermenta y se embravece. Su mirada se posa en el centro candente donde ya no se delimita la muerte y la vida, y las palabras se llegan aquí o se cincelan, aceradas, allá, según quiera expresar su duelo o su entusiasmo. Se le ha brindado la ocasión de precipitarse en todos los escalones de la emoción. Y es así como, animoso y rebelde, desgarrado y poderoso, fecunda su obra. La tensión le embriaga los martirios y los goces. Y los 1545 versos tormentosos del libro se centran en una unidad avasallante, en ebulliciones e impactos primigenios.



    Esgrimiendo el argumento de la invalidez de los temas circunstanciales, se ha intentado rebajar el valor de estos poemas. Vano intento. No vale la pena responder a afirmaciones de esa laya. Lo importante es señalar que todo cuanto le sirvió de material para su canto –la gran gesta, en esencia– fue revestido de un calor particular a través de la visión propia que tenía de las cosas y los sucesos, como hemos ya afirmado. Su modo de expresión resultó de esa visión que le era característica. Por eso lleva el sello de su personalidad y de su estilo, al punto de que nadie que leyera sus poemas de antes o de después, podría dejar de considerarlos como parte esencial del conjunto de su obra, desenvuelto el fervor dentro del cauce de su propio sentido. Entre la infinitud de romances que en volandas por entonces circulaban, los suyos tienen un color inconfundible: la eclosión de lo hernandiano. Ningún verso escapó a esa travesía por el río de ésa su visión inquieta; sus vigorosos alejandrinos lo traducían; los romances tienen tiradas de ese fervor sin aminoramiento que era lo altivo y vigoroso suyo.

    Su pujanza total ha sido volcada en esa hora viril; naturalmente, su labor lleva la marca de la precipitación que no da tiempo a que se atempere el hierro. Mas, eso siempre ocurrió con él –con la sola excepción de su segundo libro–; las duras preocupaciones del estilo sufrían la presión y la urgencia de las ideas que no siempre daban lugar a la lenta laboriosidad que les cercene los aditamentos tumultuosos.

    Apoyándose en la severa tradición del Romancero, levantó el arquitrabe de los suyos, los más acerados que esa guerra civil produjo. Llevan una autenticidad abrumadora. Y no sólo por haber hurgado en aquellos sólidos cimientos clásicos, sino por la sabia distribución que había en ellos de los elementos nuevos que la poesía reciente acarreaba. Cuando se bañó su rostro en el aire grave de la guerra tenía ya la exactitud de expresión que ricas experiencias anteriores le acarrearon. Nada había en su estro de la fragilidad advenediza de los que se improvisaron al apremio del momento. Desde el primer instante se descubrió su pulso seguro. Brotó ya infundido de otros calores superiores que le arroparon con el firme conocimiento del oficio. Había bebido en las aguas profundas de la poesía de Neruda, de Aleixandre, de Alberti, de González Tuñón. Con eléctrico contacto, libró a su lenguaje de las tentaciones y las segregaciones inútiles. Cierta-mente, vale recordar que en una de sus frecuentes visitas a Madrid, conoce Miguel los originales de un libro que profundamente le impresiona. Algunos de los poemas los había escuchado por boca del autor en el Ateneo. Era "La rosa blindada", de González Tuñón. Conocía ya, por copias que el mismo autor le dejara, "La libertaria" y "El tren blindado de Mieres", el primero de los cuales alcanzara vastas resonancias. A Tuñón le leyó Hernández sus primeros poemas de la guerra y éste –¡oh, fervor en comunicación, en que se intercambian señales los milagros de la amistad, en lección animadora!– le entrega a su vez los primeros relámpagos poéticos de "La muerte en Madrid", que a la sazón gestaba. Eran las largas horas del ardimiento en sordina, entre quienes golpeaban las herramientas en canteras de inexplorada maravilla, y los prodigios retoñaban como para soliviantar la sangre batalladora. Esas tertulias permitían reconocerse las tensiones íntimas. La última vez que Tuñón vio a Miguel Hernández, éste retornaba al frente en el mismo tren en que iba el poeta yugoslavo Milán Jeranci, que no regresaría. Tuñón dedica a Hernández una admirable copla:

    No cantes ni cante jondo ni coplas del Romancero.
    Canta la Internacional, que ya cambiaron los tiempos.

    (cont.)





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    Mensaje por Lluvia Abril Lun Sep 26, 2016 12:35 am

    "MIGUEL HERNÁNDEZ, DESTINO Y POESÍA" (E.R.)

    (cont.)

    Por otro lado, le latigueaban los rugidos dramáticos de España en el corazón, de Pablo Neruda, cuyos primeros cantos le enseñara éste y cuya sintaxis excitante marcó improntas a su recorrido. Desde hacía rato pesaba sobre él, como hemos visto, la sustanciosa magistratura del chileno.

    Piedra a piedra fue levantando así su hosanna a los respiros sorprendentes del pueblo, exaltando su valentía. En los mismos campamentos recita sus poemas, poemas con el color subido de un caldero a toda marcha. Intenso murmullo entre los soldados. Una aprobación conjunta corroboraba siempre sus palabras. Es-tas escenas se repitieron a diario. El poeta compartía la magra ración cotidiana que se distribuía a los soldados: conversaba con ellos, dormía sobre sus mantas, acompañando su vida. Así conoció Hernández esa extraña sensación de júbilo que deja la con-ciencia del deber cumplido. Esos hombres, con las cejas fruncidas por el esfuerzo del pensamiento en trance de comprenderle,
    sabían que ese muchacho espléndido era su poeta, su compañero de ruta. Incomparable dicha se le depara al recibir el calor tibio y fraterno de esos ojos, con inocencias de niño sobre los rostros duros y curtidos, ojos que saben en quién confían su adhesión y su cariño; dicha que nunca conocerán quienes no se ponen a la altura de los señeros emprendimientos populares.

    Cantando espero a la muerte,
    que hay ruiseñores que cantan
    encima de los fusiles
    y en medio de las batallas.

    En verdad allí está toda la gente de su infancia, de huérfana y terrureña pobreza. Nunca pensó Miguel que allí estarían todos en esa hora, desempolvados del letargo, redimidos por el heroísmo, dependiendo de su solo esfuerzo el porvenir de España. Porque una cosa es imaginar al pueblo en una encrucijada de insurgencia noble, y otra cosa es presenciarlo, ¡qué inmensas y sublimes sus posibilidades oradoras! Leyes que han sido previstas se trastocan al peso de su paso noble. Lo que parece increíble sucede. Toscos, silenciosos, desarrapados, de esos hombres depende la suerte de mañana, el porvenir de la vida. Se sintió uno de ellos.

    Y porque se hermanó demasiado a su destino luminoso, denostó a quienes se abotargaban en una displicente espera rezagada. Veía el otro lado de la medalla, el tóxico de la pusilanimidad y la cobardía que obstruían, como hierbas dañinas, la fertilidad de esos meses bravos. E imprecó fieramente, con dura voz condenadora, crecida en un solar desprecio hacia medrosos y arredrados; voz colérica, fértil, salvajemente bella:

    Vuestro miedo exige al mundo
    batallones de murallas,
    barreras de plomo a orillas
    de precipicios y zanjas
    para vuestra pobre vida
    mezquina de sangre y ansias.
    No os basta estar defendidos
    por lluvias de sangre hidalga,
    que no cesa de caer
    generosamente cálida,
    un día tras otro día
    a la gleba castellana.

    Así también, de fiebre en fiebre, exalta cuanto era diamante puro, lo que ponía luz sobre el aire apretado. Se hacía preciso sembrar la gratitud generosa. Así, cuando el 19 de julio, cuando La Pasionaria, expresión central de la más alta claridad española, profirió la consigna inmortal de "¡No pasarán!", como respuesta al fascismo, presintió Miguel Hernández que un indeleble fuego se le posaba en los hombros.

    E hizo de Pasionaria, "vasca de generosos yacimientos", el símbolo de la convicción sin retaceos en la victoria. De la victoria y de la firmeza, con presteza de confianza filial levantando los ojos agradecidos:

    Dan ganas de besar los pies y la sonrisa
    a esta herida española, a aquel gesto
    que lleva de nación enlutada,
    y aquella tierra que de pronto pisa
    como si contuviera la tierra en la pisada.

    (cont.)


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    Mensaje por Lluvia Abril Lun Sep 26, 2016 8:59 am

    "MIGUEL HERNÁNDEZ, DESTINO Y POESÍA" (E.R.)

    (cont.)

    Altivo y fraterno se dirigía, sobre todo, a esos pobres y –por tantos siglos– engañados, vendidos, vapuleados, que en un bautismo de sangre y una coraza de fe, sobrepasaban su propia medida humana acogiendo con cariño, gratitud y provecho, toda justa palabra que les señalaba un sendero.

    Hernández les daba el pan de sus fuertes acentos, y el pueblo –ávido y humilde– lo tomó por viandante de su mismo camino, vio en él a su poeta, al que compartía su fervor y su odio. Gloria que cupo por eso mismo, por dar sin que midiera lo de sosiego personal en ello fuere: recibió como Socos el amor de quienes eran suyos. Por eso también entre tantas cosas tristes y penosas, profirió su grito de estímulo y alegría, de alegría torrencial y rediviva, el sentimiento exultante que trae color de madrugada en mitad de la noche, que es la inevitable expresión de la salud de la vida. Su "Juramento de la alegría" es el clavel fulminante que deja entre tantas cruces, para que los hombres no desfallezcan, para que la sientan presente y acompasándoles el latido, para que jamás renuncien el disfrute de su dicha.

    La alegría es un huerto del corazón con mares
    que a los hombres invaden de rugidos,
    que a las mujeres muerden de collares
    y a la piel de relámpagos transidos.

    Finalmente, Miguel Hernández dirigió su voz a la zona emotiva donde despiertan los grandes sentimientos íntimos. Destinó su canción a la compañera ausente –gota de rocío sobre un paisaje de ceniza–, sin dislocarse del espacio de su deber y sus combates. Profirió esa canción, precisamente para reafirmar los dicta-dos de su corazón y se viesen al desnudo los latidos puros que la lucha no hiciera sino ahondar. Canción épico-lírica maravillosa. Canción de juventud que no abandona sus sueños de festividad dichosa, de seductor sonido con desembocaduras confiantes en un porvenir feliz y victorioso. Canción de espacial progenitura, en cuyo ruedo todas las alas de la sangre se alborotan al compás de un estremecimiento cosechero. Canción que orla de regocijo el rostro amado, lejano; de fe en el porvenir, en la continuación de la vida por la sangre del hijo que llega "envuelto en un clamor de victoria y guitarras", ya que él –el hijo– está con el vientre sembrado "de amor y sementera".

    En esa Canción del esposo soldado se alza su voz como una luz elástica que adivina en medio de las sombras la aurora erguida, dando espacio seguro y fértil al descanso que ha de suceder a la tempestuosa empresa de guerrear.

    Es preciso matar para seguir viviendo.
    Un día iré a la sombra de tu pelo lejano
    y dormiré en la sábana de almidón y de estruendo
    cosida por tu mano.

    No se acabaría de comprender el Viento del pueblo, sus melodías distorsionadas de repente por el tajo cortante de un ritmo brusco, feroz, de excavación violenta, si no lo viéramos como el itinerario de un corazón alumbrado por sensaciones encontradas. Predomina la impresión de una fuerza primitiva, se escucha la palpitación de las olas creciendo en agitado murmullo llevando dentro de sí misma otra ola más pequeña, calma, triste, melancólica Tierno en sus ímpetus; impetuoso en sus ternuras! Una cuerda tensa, en suma, con el ritmo continuado de todos los padece-res de su espíritu.

    El libro quedó acabado en pleno auge de la tormenta Por eso mismo, no fue un recuento completo todavía, sino, en medio de ella, una columna inacabada con llamadas y avisos videntes en su cumbre.

    Aquí concluye el capítulo XIII



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    Mensaje por Lluvia Abril Mar Sep 27, 2016 12:10 am

    "MIGUEL HERNÁNDEZ, DESTINO Y POESÍA" (E.R.)


    Vamos con el capítulo XIV


    LUCES Y SOMBRAS


    De sangre en sangre vengo,
    como el mar de ola en ola...


    Miguel Hernández está de regreso en España. Su vida ha de ser cogida por apretados desvaríos, por alegrías y obscurecidos abismos. Diciembre se acerca. Nueve lunas han transcurrido desde el día aquél en que hizo estallar estrellas en el lecho nupcial, rebosante de futuro el vientre bienamado de la esposa. Nueve lunas han transcurrido, y entre eventos de toda suerte, le llega el instante bravo y dulce de la alegría grande. Un gran fruto va a desprenderse y las piedras tiemblan con escalofrío; el acontecimiento se transmite como una onda entre las cosas y la modesta casa de Cox hierve con tempestuosa fuerza. Sonríe el hombre; la mujer sonríe. Va a dar a luz el día. Miguel, que está más niño que el que va a nacer, retuerce su impaciencia ante la paciencia de todos; Josefina se muerde los labios y entorna los ojos presintiendo que el mundo se atosiga al calor de su anhelo.

    Con incesante presión se venía preparando esa alegría, inmensa por demasiado esperada. Cuando llegó, rompió todos los velos obscuros y quedó vibrando en medio de esas dos vidas que se anonadaron ante su presencia. La dicha del primer hijo se precipitó con tanto poder abarcador en medio de los quebrantos de la guerra, que ambos, por una vez, olvidaron los sinsabores. Manuel Ramón, ese 19 de diciembre de 1937, con su primer llanto trajo a la existencia de sus padres la necesaria y acabada hermosura. Por una única vez la paz rumoreó plena en sus rostros en alegría que el poeta cantó como sobrehumana y milagrosa: "Fue una alegría que dolió de tanto encenderse, reírse, dilatarse...", "Fue la primera vez de la alegría, la sola vez de su total imagen". Nunca fue tan dichoso como cuando lo levantó en brazos, semilla de su semilla, fruto de su formidable varonía. Y henchido como estaba de esperarlo tanto, su canto se eleva como nunca al abrigo del entrañable sentimiento. Escribe El hijo de la luz y de la sombra en que su voz raya a una elevación de inusitada grandeza, en donde lo anticipa en penumbras, en su estado de sombra anticipada, siendo primero "sombra y ropa cosida" en el centro de la medianoche, para luego esperarlo en la hora del parto, "la más rotunda hora" y acabar celebrando como "generador sustento" de sus vidas. Ese hijo no es sólo carne de su carne, es el tributo que ofrece a la continuación de la especie, a la respiración del mundo.

    Por eso también cuando vuelve los ojos hacia Josefina trasciende cualquier gratitud circunstancial y le manifiesta su amor de totalidades: "No te quiero a ti sola: te quiero en su ascendencia / y en cuanto de tu vientre descenderá mañana", porque tiene ya la vista puesta en la eternidad de los latidos. Nunca se acendró tanto como en esa hora Miguel Hernández. Le pareció que todo lo porvenir sería soportable en razón de esa alegría única. Sólo que esa alegría iba a durar lo que un suspiro efímero. Mas en los meses que siguieron al nacimiento, acción y entusiasmo fueron una misma cosa. Se mueve sin cesar, siendo Cox, en medio de los trajines, el término y el punto de partida. Los senderos de su emoción son múltiples, los de su tarea también. Ya hemos dicho que a su regreso de Rusia se le tributó en Valencia un homenaje como justo reconocimiento a su conducta y a su obra, y que entre los aplausos y el nacimiento del hijo acabó el año 37. A sus ojos se descubren ilimitados horizontes. La felicidad no le posterga sus deberes. Está ahora con el comandante Carlos; con él hace un viaje por Andalucía (alguna crónica suya sobre el campo andaluz queda por ahí perdida). Irradia plenitud, irradia fuerza. Sus poemas son alimento diario de las tropas. Los recita por radio, los entrega él mismo a los soldados. Le han de tocar unos meses de relativa calma. Puede permanecer en Cox, con el sol de su niño en los brazos y el amor de su mujer a su costado. Aprovechando la tregua que le da la guerra escribe El pastor de la muerte, y si bien tiene que reintegrarse pronto a sus deberes militares, está feliz, está dichoso.

    (cont.)



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    Mensaje por Lluvia Abril Miér Sep 28, 2016 9:15 am

    "MIGUEL HERNÁNDEZ, DESTINO Y POESÍA" (E.R.)

    (cont.)


    ¡Ay!, qué pronto se le acabará ese reposo. Su cabeza, siempre peligrosa, está flaqueando. Atribuye su enfermedad a su exceso de imaginación y dice que "mientras no se queme por completo no estaré bueno". Una fanática, continua fiebre de creación, unida a una continua actividad, le agota por esos meses; está lleno de una abundancia increíble. Se suceden los originales con una rapidez que pasma; a un poema se sucede otro con una lucidez que no le da resuello ni sosiego. Parece que ha salido de sí mismo para integrarse a su tempestad visionaria. Sus nervios acusan el golpe, próximos al paroxismo. No tiene tiempo siquiera para las depuraciones rectificadoras, tan pleno como está de imágenes y de tensión vital. Su propia energía le destroza y él sabe, más que nadie, que los medicamentos no son sino pobres paliativos y que lo que precisa es cortar el fuego insurgente que le desgasta y lastima.

    La dolencia es mitigada por la dicha. Merecía ese alborear reparador en su camino, el íntimo goce que pudiera aseverarle de la hermosa vigencia de su sangre, haciéndole visible su continuación en la descendencia. Nada del desgaste físico que exigirá la guerra, a la que se reincorpora en seguida, podrá aminorar la fogosa explosión de su regocijo. Por una vez gozará de la máxima tensión de los sentimientos; todo ha de empequeñecerse ante la presencia de ese hijo que unge de religioso recogimiento el hogar de los Hernández. A su alrededor la lucha continuaba decretando un temblor deprimente y sordo; como nunca, entre tanto, logró un relativo equilibrio interno que le compensase de tanto amargor vivo, de tanto torbellino impiadoso. No le es dable un largo reposo. El golpe terrible se precipita. En su ausencia –se encuentra en Alcalá de Henares a mediados del año 38- el niño se ha desnutrido y el organismo débil no resiste. Enloquecido, acude a Cox, y marcha a Orihuela en busca de medicamentos. En vano todo. Manuel Ramón fallece el 19 de octubre y el padre recibe la noticia enorme como un hachazo sobre los hombros. Anonadado por el dolor, imagina que el mundo se ha apagado. El peso de la desgracia le postra. El viento se ha detenido. La luz no dora ya el paisaje familiar, el rostro de los dos esposos se contrae en el gesto de la desolación más amarga. La habitación común sólo guarda ausencias y escalofríos. Su poesía se inunda, como nunca, de cenizas tristísimas. El recuerdo del hijo muerto ha de accionar ahora en su garganta con obsesionante frecuencia; demasiado presente estuvo como para no dejar en su caída un vacío penetrante que pasó a ser idea fija, pozo aterido sobre la frente acongojada. En la guerra había visto ya a la muerte cara a cara. Ahora ha podido palparla en su hora de mayor traición perturbadora; a esa muerte que subyacía siempre en su palabra pero que recién ahora invadía su intimidad con fragor lapidario. Y ya no la nombra casi: ya no tiene importancia, no es ya la muerte algo particular que pueda definirse, es la lluvia triste, el campo seco, el lecho sin calor los labios contraídos y secos, todo a la vez, todo, toda esa sensación de pérdida y desfallecimiento que se siente cuando al corazón le falta apoyo en la tierra por habérsele retirado el latido alegre que lo sustentaba y le daba razón de prevalencia.


    Mi casa es un ataúd.
    Bajo la lluvia redobla
    y ahuyenta las golondrinas
    que no la quisieran torva.

    En mi casa falta un cuerpo.
    Dos en nuestra casa sobran.

    Qué impresión de zozobra en todo cuanto dice, en
    todo cuanto parece enrevesársele en la boca y atragantarle.

    Era un hoyo no muy hondo
    casi en la flor de la sombra.
    No hubiera cabido un hombre
    dentro de su tierra angosta.
    Él cupo: para su cuerpo
    aún quedó anchura de sobra,
    y no la quiso llenar
    más que la tierra que arrojan.

    Aflora en él todo el sentido trágico de su destino, sentido trágico que fue incubándose débilmente, como un puñal subrepticio que iba a parar muy hondo, en los albores de su adolescencia, disponiendo su afirmación con cauteloso avance. Fue creciendo a medida que su vida se internaba en una espesa maraña de dificultades, dándole esporádicos respiros así que sus turbulencias se calmaban al abrigo de una tregua pasajera, precipitándose sobre él con más fuerza a la primera señal de nuevas adversidades.

    Agazapado en su canto, se adherían misteriosamente a su enorme apetencia de sosiego, contrayéndose como un músculo en lucha en el cuerpo siempre volitivo de su temperamento. Al golpe guillotinador y seco de una desgracia, resurgía sombrío e inevitable. La fatalidad que le persigue y le dobla no procede, a su juicio, de nada extraterreno, del sortilegio obscuro de alguna fuerza extraña. Su sanar es su castigo; en su propia sangre duerme la amenaza, en su rugiente potencia, en su hacha enfurecida siempre en trance de descargar el golpe. Su poema de fechas anteriores Sino sangriento no es otra cosa que un examen de las potencias ciegas dormidas en su sangre, esa "trepadora púrpura rugiente" que le "reduce y le agiganta". La sangre le domina y le dirige; la sangre domina y dirige al mundo; cada hombre, cada animal, está sujeto al dictamen de su sangre; su tentativa de integrarse a otros seres no es sino la tentativa de su sangre de integrarse y comulgar con otras sangres.

    Lucho contra la muerte, me debato
    contra tanto zarpazo y tanta vena,
    y cada cuerpo que tropiezo y trato
    es otro borbotón de sangre, otra cadena.

    (cont.)



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    Mensaje por Lluvia Abril Jue Sep 29, 2016 12:06 am

    "MIGUEL HERNÁNDEZ, DESTINO Y POESÍA" (E.R.)

    (cont.)

    La muerte del hijo le retorna a esa noche de su destino. Su alegría ha sido cortada en trozos; toda la tierra de Cox le parece contener savias de su pedazo enterrado, y así, entre contristado y exhausto, la abandona una vez más como para perderse en la quemazón española.

    Retorna al vértice de la acción, que es lo único que puede arrancarle de su pesar ermitaño y servirle de válvula de escape. El retiro no le valió sino para aferrarle en su cadena; en la actividad se descarga de su violenta tortura. La causa de España le gana la existencia. (Se está entreviendo su patetismo, la hoguera alcanza un hervor inusitado.) De pueblo en pueblo Hernández derrama sus excesos. Y se detiene solamente cuando ya el cuerpo no resiste. Acaba descansando en un hospital de campaña, en Benicasín, hasta poder reponer el pulso.

    La muerte del hijo y lo que de mortaja va viendo ya por tierra española, instalan una vibración carbonizada en su poesía. Está creando: vuelve a manar su ritmo incendiado. Como desde el centro de una selva humeante, en línea de elevación levanta el ramaje perturbador de un nuevo libro. Lo titulará El hombre acecha. Al fin, el contacto con la poesía y con los hombres de España le secan el llanto de los ojos. Si su físico ha salido perdiendo en capacidad vital, su espíritu ha ganado entre tantas pérdidas y reveses, volviéndose más profundo.

    Como siempre ha ocurrido en su vida, la marea de desdichas ha bajado ofreciéndole algún reposo. Si una muerte le ha cercenado el respiro, un nacimiento le equilibra de nuevo, en mutación perfecta. El 4 de enero de 1939, sobre la misma tierra que le arrebató el primero, nace su segundo hijo, Manuel Miguel, y su torrente de ternuras, una vez más, invalida de un solo golpe las tristezas de ayer. De la noche a la mañana, un nuevo sol emocionante se cierne sobre sus hombros. El naciente esplendor le hace olvidar los empellones pasados; sus movimientos reocupan su sitio natural de milagroso encantamiento. Y como cosa suya y mágica es ensoñar un futuro dichoso, olvida en ese trance el tronar de los cañones, la humeante fosa que acabará por devorarle. Habla otra vez de una paz dichosa, que cree próxima, y cree poder volver pronto a su campo y al infinito sosiego que le permitan apartar de su vida las tinieblas crepusculares.

    Mas la guerra continuaba segando todo con su azadón demente. Miguel, en medio, con su instintiva plenitud y su pasión enérgica, desencajaba el ceño ante las descargas de ferocidad a su torno. Cada metro de tierra era defendida con la sangre y el heroísmo de los bravos. Aunque en esos primeros meses del año 39 podía ya adivinarse cuan impotente resultaba todo sacrificio y cuan sublime y excelso, por eso mismo, el heroísmo sin cuento.

    Fin del capítulo XIV




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    Mensaje por Lluvia Abril Jue Sep 29, 2016 12:10 am

    "MIGUEL HERNÁNDEZ, DESTINO Y POESÍA" (E.R.)


    Capítulo XV


    RAPTO HACIA ABAJO


    Hoy el amor es muerte,
    y el hombre acecha al hombre.


    Se le helaba el aliento a España. Resquebrajábase el albergue de los héroes. Víctima propiciatoria, íbasele acabando su esfuerzo titánico al vislumbrarse la otra cara del holocausto. La paz no podía ser paz, desde luego, sino duro martirologio en el que los más caerían y los menos comenzarían una pauta de lágrimas.

    Miguel Hernández se encontraba en el sur, esperando, al inicio del desmoronamiento, los primeros ejemplares de su segundo libro de guerra El hombre acecha, que a la sazón se imprimía en Valencia, bajo el cuidado de la Subsecretaría de Propaganda. Mas también el libro sufrirá la cuota de mutilación y de pillaje enemigo, como un ser vivo a quien no se le otorga ya el derecho a la vigencia: peligroso, peligrosísimo con su carga de elevación preciosa.

    Y así quedó, a medio hacerse, con un fragmento de la temporada libre en mitad de sus páginas y con la otra mitad tiznada con el calor del tiempo cautivo que acechaba, sin acabar de encuadernarse, como pagando la osadía de pretender vivir en la adyacencia de la derrota. También al libro se le partió el latido. El fascismo conquistaba Madrid. Era el comienzo de la usurpación, de la falacia, de la traición, de la mentira enorme. Ese mismo día, Miguel, a quien no perdonarán el haber levantado su voz como carámbano justiciero en la puerta de esos años, busca la manera de escamotear la pesadilla. El Ejército Republicano está a merced de terribles represiones. Un alarido de muerte retumba en la península, había que escapar al lazo que se cierra.

    ¿Qué se le ocurre entonces a Miguel? Buscar refugio en casa de un amigo sevillano. Y hacia Sevilla corre teniendo en las pupilas el miraje de la ciudad que cantó en su hora de fervor por Andalucía. ¿Acaso allí mismo no había imprecado ya?

    ¿Acaso el viento no le devolvía el eco de sus propias palabras de ayer?

    Espadas impotentes y borrachas,
    junto a bueyes borrachos,
    se arrastran por la eterna ciudad de las muchachas
    por la airosa ciudad de los muchachos.

    No lleva ahora otra cosa que la conmoción de su quebradura, del titubeo que produce el golpe en el primer momento. Ha perdido el contacto con los suyos. Se lo reconoce por el mono azul de miliciano del que no se desprende sino después. Lo viste aún orgullosamente, como prenda desafiadora.

    Estamos en la primera hora en que sus ojos enfrentan el fulminante desgarramiento. Crispaciones a su alrededor; necesidad de instinto clarividente para pesar sin error las decisiones, por donde se mire, surcos revueltos en la tierra y en las almas, por doquier.

    (cont.)


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    Mensaje por Evangelina Valdez Jue Sep 29, 2016 3:54 pm

    En verdad que leer, releer todo esto, nos lleva a la tristeza, un joven que sufrió las penurias más terribles, su libertad, todas esas desgracias uffffff hay que hacer honor de quien honor merece... MIGUEL HERNÁNDEZ
    Un placer leerlo, gracias a ustedes
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    Mensaje por Lluvia Abril Vie Sep 30, 2016 12:11 am

    ¡Qué bueno sentirte por aquí de nuevo, Evangelina! En nombre de nuestro viajero aventurero Pascual y en el mío, te damos las gracias, y por aquí seguiremos.
    Un besote, guapa.


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    Mensaje por Lluvia Abril Vie Sep 30, 2016 12:24 am

    "MIGUEL HERNÁNDEZ, DESTINO Y POESÍA" (E.R.)

    (cont.)



    ¡Qué fortaleza se requiere para ver a un pueblo en trance de desangramiento, más aún si el pueblo es ése junto al cual estrenó un hombre su vocación vindicadora!

    En Sevilla no encuentra al amigo que busca. La buena suerte está ausente de su horóscopo. La orfandad le pisa los talones. Sevilla, para él, será el sitio del azoramiento inicial, del comenzar a ver los borrones de las casas metamorfoseándose en cárceles. No encuentra en Sevilla la posada consoladora; antes bien, se le aclara la visión real de la situación en que se encuentra.

    Comienza entonces para Miguel Hernández el minuto de terror más áspero, el principio de un suplicio devorante, su hora nómada por las calles de esa ciudad, cuyas fachadas se cernían como una fuerza aniquilante y espantosa sobre su vida. Ninguna puerta se abre a su paso; no encuentra un abrigo para su fatiga. Aquel peregrinar suyo tiene algo de trama indescifrable. Infinitamente solo, deambulando y mutilando su alma entre la luz doliente de la ciudad derrotada, se fue tejiendo el hilo de Ariadna de su destino, destino breve pero forjado a la hechura de la avasallante fuerza que gobernaba su vida. Ninguna mirada lo reconoció en su hora desesperada. Y cuesta pensar cómo el rayo de su generación cruzó esos poblados, sabiendo que la más mínima imprudencia, el desliz más pequeño –¡él, que cometía tantos!– podrían desmoronar sobre sus hombros una imprevisible tragedia. ¡Noche infinita la de esos instantes de padecimiento anónimo! ¡Cuánta humillación y cuánta agonía le carbonizaron los labios en el sólo esfuerzo de no callar, de no gritar su esperanzado deseo de vivir y de salvarse!

    Su calvario comenzó en ese tenebroso laberinto. Le rodea el terror y sus pasos atraviesan las calzadas, presintiendo que le siguen índices traicioneros. Ya se aproxima a una puerta, ya ve una luz cintilante por las rendijas, ya ve aproximarse la mano desconocida que ha de franquearle el umbral, ya desaparece el nudo que le anilla el corazón palpitante... pero nuevamente el silencio le precipita en la formidable noche de la soledad que le persigue. El hilo vital se va cerrando. ¡Oh, qué enorme esfuerzo para no desfallecer en esos instantes!

    ¡Cuánta riqueza elemental acuñada dentro para no caer quebrado para esquivar el agobio que se adueña de los nervios, para mantener la decisión interior de salir triunfante de la encrucijada! Está él hecho de aleaciones sólidas y el padecer furioso nada puede contra su medida de coraje indecible. ¡Cuánto de voluptuoso debe haberse encerrado en ese juego de escondite y huida, de gestos furtivos, de acechanzas arriesgadas para él, a quien se reveló temprano la sombra pujante de los extremos peligros, de los aguijones dolorosos!

    Abandona Sevilla. Transcurre todavía un mes de perplejidad y de zozobra. Parece ser que en ese intervalo de tiempo llegó hasta Alicante, es decir, precisamente adonde no debería ir. Es que también le sangra la preocupación por los suyos. ¿Encontró allí a Josefina? ¿Vio a su hijo Míguelín? ¿Cometió la imprudencia de acercarse, como años atrás Federico García Lorca, a su casa, sin pensar en la dramática amenaza de ir adonde todos le conocen? Proceder ilógico en quien no arroja de sí la sombra de la inquietud que prepara, secretamente, la celada. ¿Acaso buscó a los suyos para sostenerse? Sus andanzas en ese mes tienen visos de salto funambulesco en el vacío. Lo cierto es que, con humeantes cenizas alrededor, cenizas que se enrevesaron para mostrar el esqueleto cruento del drama español, pasea de un lado para otro su desconcierto ingente, sin saber dónde queda el paraje en el cual tomar una resolución definitiva. No se decide a pedir asilo en ninguna de las embajadas extranjeras, abarrotadas de fugitivos; tal vez solo quiere pasar ignorado y perderse como una semilla más en la esa tierra destartalada.


    (cont.)


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    Mensaje por Lluvia Abril Sáb Oct 01, 2016 2:32 am

    "MIGUEL HERNÁNDEZ, DESTINO Y POESÍA" (E.R.)


    (cont.)






    Ahora está a punto de jugarle una pasada al destino. Desde Huelva, en donde se encuentra a fines de abril, decide abandonar España y vuelve sus ojos hacia Portugal. Por allí ve la salvación. ¿Que otro camino le queda? ¿No es suficiente ver la caravana famélica de los que pasan a su lado para comprender? ¿Acaso la persecución no alcanzaba a todos, incluso a los neutrales? (¿Había neutrales?) La represión, como el fuego de un huracán, satura en desborde codicioso todo cuanto mejor queda en España. El estampido de los fusilamientos es una música continua. Las cárceles desbordan. En cualquier cubículo se improvisa una prisión tenebrosa. Sangre bizarra salpica los muros de las ciudades. Es la tiniebla. El caos. El sagrado furor expirando bajo la barbarie. ¿Qué resta entonces? Huir.

    ¿Adonde? Incuba una esperanza heroica. ¿Abandonar España?
    Sea. Y se decide.

    Con el duelo en las entrañas –¡un duelo más!–, sin otra resistencia que la de su voluntad, marginando los montes que tal vez ya no vería (no es menor el horror de echar una última mirada a la tierra que se deja que el horror de una muerte próxima), aterrado por la enormidad de su propia decisión, y triste, llega Miguel hasta la frontera. Lo imposible parecía realizado.

    Mas las dictaduras tienen ramificaciones funestas. Ellas saben que el aliento de la libertad contagia. Los héroes y los poetas pueden producir un suntuoso desorden. La hermosa y pequeña Portugal, vapuleada a su vez por años negros, tiene su verdugo. Y este verdugo ha levantado un dique. La policía de Salazar, a la que fue delatado, lo prende. Miguel Hernández es devuelto a la España franquista.

    La guerra civil –¡ah, la guardia civil otra vez!– se encargará de él en adelante, esa misma guardia civil, sí, esa misma que años antes lo había detenido y befado. (María Teresa León lo ha referido: –"Un caso idéntico [está hablando de la detención de Bécquer por la guardia civil. ¡Pobre Bécquer!] ocurrió, ya en los años presentes y sobre las orillas del Jarama en vez de sobre el Tajo, al joven admirable, poeta noblemente muerto, Miguel Hernández.

    Tampoco él iba vestido con brillantez, pues seguía usando la ropa popular de pana, propia del labriego. Sentado sobre la hierba, estaba mirando los toros bravos que allí mansamente pastan las orillas. Llegó la guardia civil a interrogarle. –¡oh esos frente a frente escandalosos del cerrilismo con la poesía!– y se lo llevaron preso, esposado, para que no incurriese otra vez en la ridícula costumbre de mirar los paisajes de España.")

    El ruedo se ha cerrado a su alrededor. La fibrilla de luz esperanzada deja de parpadear a la distancia: Manos frías le empujarán en adelante de celda en celda. Pero antes de eso, allí, allí mismo, en Rosal de la Frontera, tal vez porque su sonrisa "debió irritarles mucho" como en la ocasión anterior, los guardias le quebrantan a golpes. Se dice que hasta orinó sangre.

    Será ahora el documentador de la atmósfera cercada, enmaraña-do en la penumbra que podrá subrayarle el testimonio. Ayer no más, en su Hombre acecha, que mutiló el estertor – mutilación todavía no reparada–, vislumbró el terror de las molduras murientes de la cárcel como preparando su ánimo para la inmersión en el obscuro y absoluto fondo. Ayer, asesorado por su propia confianza y por el hilo de luz que reservaba para los trances superlativos, calentó su lengua en ardiente desafío:

    Cierra las puertas, echa la aldaba, carcelero.
    Ata duro a ese hombre: no le atarás el alma.
    Son muchas llaves, muchos cerrojos, injusticias:
    no le atarás el alma.

    Pudo parecer petulancia juvenil ese desacato a las sombras carcelarias, un año antes; ahora que está a punto de escucharse en la transpiración de una acústica negra se dispone a probar su afirmación rotunda.

    Y vamos avanzando, disfrutando y, ésta que escribe... Aprendiendo.

    Aquí termina el capítulo XV


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    Mensaje por Lluvia Abril Sáb Oct 01, 2016 2:54 am

    "MIGUEL HERNÁNDEZ, DESTINO Y POESÍA" (E.R.)


    Capítulo XVI



    EL HOMBRE ACECHA


    Se ha retirado el campo
    al ver abalanzarse
    crispadamente al hombre.

    Al pisar el paisaje de su segundo libro de guerra El hombre acecha se tropieza con la dura madera de su misma voz con trémulas tensiones. Los poemas escritos en Rusia son un canal abierto de firmeza y confianza contagiosa. Su Llamo a los poetas y Madrid son invitaciones nobles a hundir la pala en el conmovido territorio del pueblo. Esplende en algunos la misma claridad feraz –peculio acuñado en el troquel fragoroso de la guerra en apogeo que agavillara su Viento del pueblo de inconfundible densidad. Espadas afiladas en un mismo pasmo de entusiasmo y conducta guerrera. Podría casi considerarse como una segunda parte del libro anterior si hubiesen sido escritos en circunstancia idéntica y sí, en su margen, no se patentizara ya el color de heridas que ese iban abriendo en el suelo ibérico.

    Es, si se lo ve en esencia, un canto intermedio entre las duras batallas y la aflicción de un desenlace dramático, el reflejo de su mirada sobre lo que viene trayendo en sus entrañas un soplo de acogotamiento. Poemas de lucha intercambian acentos con otros con nimbo de sombras aprensivas. En este su libro todavía se elevó el canto fuerte y firme, pero con intercalación de soplos promovidos por la articulación agitada de quien camina sobre próximas ruinas, con abonos atribulados de balance y despedida. Mas no se nota que su pulso esté desfalleciendo. Vestido siempre de su pasión fulminante, parece adivinar las cosas tremendas que una derrota podría aparejar y se desvela para fijar el acontecimiento con la misma crispación con que vio todo vitalizado por el heroísmo formidable. Todavía sigue con los ojos ávidos, hambrientos de todo acaecer, aunque en secreto se ciñe ya la hopalanda de niebla de terribles futuras horas.

    Miguel Hernández leyó parte de esos poemas en la "Alianza de Intelectuales" de Valencia. Él, que venía de las trincheras –los médicos le recomendaban de vez en cuando esos descansos–, atisbaba el declive, la obscuridad que modificaba el lugar de las  cosas, enrevesándolas para enseñar las huellas de la pesadilla tremenda. Su alma inflamable tomaba otra vez calor al contacto de la chispa amarilla que brotaba del aire desfalleciente. La visión de lo que estaba a punto de disgregarse se troquelaba fructuosamente en sus hornos.

    De entre los poetas que escribieron sobre España, Hernández fue el único que retrató la mortecina luz que se avecinaba, la hora que precede a la derrota, la inminencia de la puesta del sol en el horizonte, la ondulación, en fin, de lo que estaba por morir. Mucho de lo que se escribió sobre España, la mayor parte de los poemas de esa hora, nació al calor de la contienda; fue el fruto de la exaltación, del levantamiento viril, del contagio y la fiebre; a excepción de tres o cuatro libros capitales, el viento esparciría cuanto llevaba apenas el valor efímero del entusiasmo. Apagada la hoguera, la ceniza arrancó pocos acentos valederos. Miguel supo aprehender con hondura lo que se estaba apagando. Miguel, que se retorcía dentro de la vorágine, presintió el posible derrumbe desde la misma fosa, soslayando en lo recóndito anochecido, desde el negror de la pared en resquebrajamiento. Al continuar nutriéndose del asalto nocturno y postrimero, se extendió hasta poder abarcar la magnitud del drama que avanzaba. La transición se produjo en su poesía con plena y lograda consecuencia, porque continuó en el centro de la circulación dramática. Por lo común, la obra poética nacida en la tensión de los acontecimientos magnos, suele sufrir una suerte de vahído al sentir la falta de apoyatura vibrante que los sucesos le ofrecen. El fragor infunde una vitalidad que la calma siguiente desvanece. Y pocos son los que ven en línea de buceamiento, lo que ha de declinar y perecer.

    Él dejó un testimonio cruento y fiero de la congoja en cierne. César Vallejo lo presintió, porque siempre bordeó el escepticismo. Hernández siguió con el pulso en vilo, barruntando lo inevitable, y registró con palpitación agónica lo ulterior dramático. El hombre acecha, si bien entre acentos de varonil llamada, arrastra consigo el nimbo ambarino de la estupefacción ante los próximos sollozos Y es verdaderamente notable cómo Hernández –tal vez por ese aferrarse instintivamente a la cima en la hora de comenzar el descenso– en el momento en que todo parece indicar que va a "ver este mundo en la perspectiva de la otra ribera" (Valle-Inclán), cuando uno cree que su voz está colindando con los rumores del lado opuesto de la vid?, comienza a hablar con tanta claridad desde "esta ribera" (las aprensiones no le sirven de impedimento para dar el tono exacto) que su entonación aun así, es audible desde un alto alcor de luz. Es la voz apremiante de un hombre sobresaltado, sin encrespamiento retórico. Y es interesante también cómo, precisamente cuando se le doblan las sábanas por el gélido presentimiento, cuando hay momentos en que todo se le está apareciendo como a través del cristal cóncavo de una galería, se despoja de su natural inclinación al desperezamiento desmesurado, a la óptica magnificadora, al escorzo salido de sí, al barroquismo, en fin, que le acompasaba la marcha y, en actitud de apartar una toga que le interfiere el gesto suelto, habla con una precisión estremecedora, con un lenguaje punzado por un ansia de expresión desnuda, comprimida, sin sobrepasaciones inútiles y con la niebla en justa distribución para herir en lo genital como pretende.

    (cont.)


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    Mensaje por Pascual Lopez Sanchez Dom Oct 02, 2016 12:48 am

    Bueno, amiga mía, estoy aquí y empiezo a seguirte. Si te parece concluye tú con Elvio mientras que yo desarrollo la experiencia del Encuentro. Y una vez concluida la misma te participo un autor para continuar ( hay dos: te los propongo y elegimos).
    El trabajo de Elvio sobre Miguel impecable. Y la influencia de este en aquel bastante notable.

    Besos.


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    Mensaje por Lluvia Abril Dom Oct 02, 2016 1:32 am

    ¡Hombre! Lo siento por tí, pero me alegra sentir que estás un poco más cerca, jeje.

    Sí, concluiré con Elvio como ya te comuniqué y así tú nos vas contando experiencias.

    Más que un trabajo es una satisfacción poder seguir aprendiendo desde este lugar.

    Un beso, y gracias, amigo Pascual.


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    Mensaje por Lluvia Abril Dom Oct 02, 2016 1:37 am

    "MIGUEL HERNÁNDEZ, DESTINO Y POESÍA" (E.R.)

    (cont.)



    ¡Qué honda la voz le sale ahora, destilada y acrecida en esa hora de trance y de dolor sin mitigación posible! El hombre acecha es un intento de obturar con antelación las desgarraduras que podría mostrar el cuerpo de su certeza en la victoria, una energía sobrante que no se resigna a la disolución vaporosa; certeza que no acabará por talarse y que no va a ser doblada por la trágica y fehaciente burla que el destino le prepara. Continúa con sus acentos de exaltación confiante, cuando abajo se adivina la sospecha de que todo está irremediablemente perdido.

    ¡Y qué triste es ese mantener la voz en alto cuando desde lo soterrado tiran raíces sobrecogidas de espanto! ¡Qué tremendo es eso de llevar a flor de piel la entraña sangrante, alucinada! El paisaje ha muerto. Nada podrá oponerse a la insurgencia de la fiera, del animal que "rememora sus garras", que ocupa todos los sitios y los entenebrece.

    El telón de fondo se desvanece, el mundo comienza a temblar gastado por el acecho humano. ¡Qué obscuro escenario para el drama! Allí donde la libertad respiraba, la atmósfera se recata, gris, persuadida del próximo advenimiento de la ferocidad y del alarido.

    Mirando desde el centro mismo de cuanto sucede, toma a los acontecimientos en su pulso de excitación, así se les ve el embrión y las consecuencias, capturando su respiración desasosegada.

    Pero lo más sorprendente, por último, es que en el minuto en que sabe que tendrá que dialogar pronto con la penumbra, como queriendo probarse a sí mismo la autenticidad, aparta de sí al caballero que le enseñó a lidiar con lo profundo, a Quevedo, el que le dio la clave de la visión trasvasadora, y se sonsaca a sí mismo acentos personales e inconfundibles.

    ¡Y tan terribles, son las cosas que hay que ver y que contar! Está llegando el momento de cantar con un nudo en la garganta. Ninguna sobreexcitación es comparable a aquella que resulta de ver la caravana famélica que se desplaza, la caravana de hombres con quienes se compartieron horas bizarras por una causa que es la de nuestra propia vida. En el largo silencio que envuelve esos momentos, a Hernández le asalta el espejismo de lo que va a venir, de lo que va a ser de todo aquello, y en su noche de mayor soledad y de congoja, siente el chirriar de los rieles al paso de aquel tren fantástico, fantasmal, que transporta a los desangrados y que le arranca ese poema único, El tren de los heridos, que llena de espanto los días finales de la guerra:

    El tren lluvioso de la sangre suelta,
    el frágil tren de los que se desangran,
    el silencioso, el doloroso, el pálido,
    el tren callado de los sufrimientos.
    Ronco tren desmayado, enrojecido:
    agoniza el carbón, suspira el humo,
    y maternal la máquina suspira,
    avanza como un largo desaliento.


    Poseído de ráfagas obscuras, levanta un ritmo continuado y prieto de ensimismamiento. No es de los que tienen la palabra lista en el instante heroico, Y que se quiebran al mismo tiempo que el edificio se derrumba, buscando el rescate de su voz sobre otras emociones perseguidas. Miguel quiere averiguar cuánto de grandeza queda todavía en el rescoldo humeante, cuyo pálido resplandor sigue alumbrando su poesía en anchuroso rebullir, con la mágica virtud de resarcirle de cuanto no sea esencial y fruto de un menester profundo.

    Su gesto varonil se vuelve hacia lo que entrañablemente le tironea, la mujer, el hijo, es decir, hacia la profundidad de los simples afectos que son lo medular de la existencia. La dimensión de la nostalgia le apremia a enfrentarse sin miramientos con el recuerdo, que es el comienzo del sentir más hondo. ¡Qué difícil es ahora medir el espacio que le separa de los suyos, saber siquiera qué fue de ellos! Cuando las cartas van a la trinchera, no llegan: cuando llegan, los que hubieron de recibirlas ya no están. Es el drama sencillo, diario, desgarrador, de los días aciagos. Todos están ya con la acentuación de la pérdida, mitad expectantes, mitad acribillados por lo irremediable, casi todos ajados por el delirio y la turbiedad del vacío que se aproxima.

    Donde voy, con las mujeres
    y con los hombres me encuentro,
    malheridos por la ausencia,
    desgastados por el tiempo.

    Se percibe el apetito insaciable de introspección que le devora; por eso desaparece bruscamente todo aditamento y queda él visible, su ser entero, como una llaga solar en unción acendrada. Mas, la introspección tampoco ofuscará su visión de lo que ocurrirá mañana, y es así como se dibuja a sí mismo el paisaje de la futuridad española, un paisaje de cruces y de cárceles, y puede proclamarlo porque tiene el don de la videncia. La escena está montada y el hombre puede rugir, porque ha "regresado al tigre". Pero no, no, Miguel Hernández no va a cejar, aun en la penuria, a su grande alegría, a ese retoño de sangre que le alimenta el alma. Continuará en su embestida de flores, pues en toda situación y en todo trance, restan siempre las probabilidades del esplendor triunfante. Mil y mil veces va a intentar ese arrebato de exultación, aunque sea fiera la máscara atroz que la inclemencia le pone; mil veces habrá de salirse, restregando los ojos, del laberinto gris en que le arrojan; mil veces, en fin, reemprenderá la jornada, así se entrecrucen las nieblas en su camino. La sangre le dicta la orden para un nuevo comienzo, así palpiten floraciones de heridas sobre su carne.

    Bien sabía que no es dable desalentar mientras aliente la vida;
    bien sabía que nada puede aceptarse como acabado allí donde la llama respira todavía, aunque deban removerse escombros para que ascienda y fulgure; que el dolor mismo trae consigo una enseñanza impar, que la raíz palpita viva aunque se queme el ramaje.

    Herido estoy, miradme: necesito más vidas.
    La que contengo es poca para el gran cometido
    de sangre que quisiera perder por las heridas.
    Decid quién no fue herido.
    Mi vida es una herida de juventud dichosa.
    Ay de quien no esté herido, de quien jamás
    se siente herido por la vida, ni en la vida reposa
    herido alegremente!



    Concluido el capítulo XVI




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    Mensaje por Lluvia Abril Lun Oct 03, 2016 7:53 am

    "MIGUEL HERNÁNDEZ, DESTINO Y POESÍA" (E.R.)







    Capítulo XVII


    SABOR DE SOMBRA


    Las cárceles se arrastran por la humedad del mundo,
    van por la tenebrosa vía de los juzgados:
    buscan a un hombre, buscan a un pueblo, lo persiguen,
    lo absorben, se lo tragan.


    Ocho días duraron las vejaciones y las interrogaciones infamantes en Rosal de la Frontera. Fuerte siempre, sin que haya sufrido suplantación su firmeza ni su pujanza, comienza a cobrar conciencia de lo que le espera; abarca de una sola mirada lo que la prisión tiene de sobrante tiniebla y de malos momentos. Consumiendo la necesaria preparación para topar el miedo, el desconcierto inicial, y vencerlos, se concede a sí mismo el gesto de muchacho entero que no en vano preparó su sangre para recibir las combinaciones anhelantes de las mañanas tristes y de las noches más tristes todavía.

    Su entereza ante los castigos que recibe allí, motiva que los guardias civiles decidan prolongar su lapidación y lo remitan a Sevilla. Y está otra vez en Sevilla, donde persiguió ayer una probabilidad de escape, y donde ahora las fachadas graciosas se le convierten en carbones, insertado como está en el consternado grillete de sus calabozos. Sevilla es parada provisional. En verdad, Miguel abriga la ilusión de que todo no pase de un equívoco pasajero. No se resigna a aceptar su detención, atontado todavía por el golpe y confiando en que acabe el mal trance. No logra delimitar la realidad de los sueños que acaricia. En eso reside el secreto de su fuerza, pues nunca baja completamente del peldaño de ensoñación fogosa y fabuladora que le impermeabilizó el alma contra el desquicio completo. No le afectan, todavía los tóxicos del encierro; vive obediente a su imaginación sin freno que le promete reposo y bienaventuranza para muy pronto. Desde Sevilla es conducido a Madrid. El 18 de mayo lo instalan en la Prisión Celular de la calle de Torrijos. Aturdido, es presa de una fiebre de trabajo constante que sorprende. Es como si el extravío en el desconcierto le salvase. Las emociones intensas desatan sus torrentes y con la frecuencia con que suele ocurrir, a la piedra de toque de algo nuevo, los grifos abiertos dejan paso al agua contenida. Como un tronco de claridad su pensamiento relampaguea, cual si al sentir su cuerpo el desmoronamiento de las techumbres, su voluntad creadora, en cambio, no se resignase al hundimiento ni a un probable signo de fatiga. Nuevamente perpetúa su vuelo. Escribe, febrilmente escribe. Mitiga las peripecias de la soledad con los sonidos de su poesía, con ecos que acucian otros ecos, con oleadas que resbalan unas sobre otras forzando el dique del silencio. Está espiritualmente pleno. No hay señales de merma en su entusiasmo, aunque intensamente le desvelan las aprensiones por la suerte de su mujer y su hijo, nortes de su ilusión y su cariño. No ha perdido un ápice del humor juvenil que le ayuda a trascender los amargos momentos. Su temperamento triunfa sobre la triturante celda. Y como ha aprendido a no vivir solamente para sí, se satisface en infundir esperanza a los compañeros de cárcel. Sabe que su desasosiego podría contagiar a los otros, y procura que sus íntimas relaciones con los presos se basen en el mutuo estímulo, en un encuentro sostenido en faz y presencia de animadora alegría.

    La rutina diaria cae sobre él igual que sobre todos. El poeta, hacedor de cosas celestes, hace cosas de tierra: barre, como cualquier otro, el patio de la prisión todos los días, lo que no le hace perder un punto el buen humor que tiene, buen humor que le defiende y le salva de sinsabores. Pero como a sí mismo se pidió licencia para apiñar en milagros las miserias cotidianas, inclinado sobre la escoba, como sobre una balaustrada, exhuma de ella lo que tiene de hermosa y bendecible. ¿Por qué no? Anota su Ascención de la escoba:

    Su ardor de espada joven y alegre no reposa.
    Delgada de ansiedad, pureza, sol, bravura,
    azucena que barre sobre la misma fosa,
    es cada vez más alta, más cálida, más pura.

    Lo pequeño es troquelado en fuego grande; cuestión de tener la capacidad distributiva de las sensaciones.

    Guarda amorosamente su caja de Pandora y la esperanza le hace guiños desde su fondo. A través de un ángulo humorístico ve las cosas desagradables que le suceden. Las cartas que por entonces dirige a Josefina están cruzadas de esa gracia salvadora, como si la estratagema de ver todo por un prisma combo y protuberante le auxiliase contra la seriedad y el miedo.

    (cont.)


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    Mensaje por Pascual Lopez Sanchez Mar Oct 04, 2016 4:23 am

    Bien, querida amiga, gracias por tu esfuerzo y trabajo. Besos.


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    Mensaje por Lluvia Abril Mar Oct 04, 2016 11:58 pm

    "MIGUEL HERNÁNDEZ, DESTINO Y POESÍA" (E.R.)

    (cont.)


    No son animadoras, entre tanto, las noticias que recibe de Josefina. La miseria se ha cernido sobre el hogar desamparado. Miguel se esfuerza porque su fervor no decaiga y quiere contagiar a los demás con algo de su firmeza, firmeza que intercepta las grietas en la muralla confiante que levantó para preservarse del fallecimiento, que sabía peligroso en ese trance. Es como si deseara atraerlos al ámbito de su propio resplandor para contaminarlos de su condensación vibrante. Por eso sus palabras, en esa hora, llevan la marca de una aglutinada euforia. Pretende seguir ignorando que algo terrible ha descendido sobre su cabeza. Y para soportar todo el peso de los hechos que pudieran quebrarle, los transforma con el soplo lunar de su poesía. Así al recibir la noticia de que su hijo carece de alimentos, le envía, como un chispeante trozo de luz, sus "Nanas a la cebolla", con las que pretende, a fuerza de música, atenuar la dolorosa circunstancia; mensaje maravilloso sobre la superficie de la realidad brutal y anonadadora, diamante que fosforece sobre tanta tristeza:


    Alondra de mi casa,
    ríete mucho.
    Es tu risa en los ojos
    la luz del mundo.
    Ríete tanto
    que mi alma al oírte
    bata el espacio.
    Tu risa me hace libre,
    me pone alas.
    Soledades me quita,
    cárcel me arranca.
    Boca que vuela,
    corazón que en tus labios
    relampaguea.

    Nunca había llegado a ser, como en esos meses, tan sencillo y tan humano y por lo mismo, tan grande. Pudo haber escrito lo que escribió después, en su peregrinar por otras cárceles: "Poco sabía del mundo hasta hace poco y ahora he aprendido demasiado". Demasiado, ciertamente, demasiado. Entre seres que estrujaban su sangre en el acumulado contorno de la penumbra, entornados los ojos para no ver el derrumbe y la desgracia, o con la mitad del cuerpo incorporado para no ceder al amortiguamiento de la energía; o mirándose a los ojos con la misma pregunta perpleja, o transidos por el salvaje fragor del pulso que en el penal no se amainaba todavía, buscando un minuto de soledad para aclarar su desconcierto, distintos unos a otros aun-que demasiado parecidos en la desdicha, amasijados en el rincón, su figura de poeta fue como una aparición resplandeciente en el asilo obscuro. Allí vio a esa gente en su carnadura real, tal como era, asediada por la verdad penosa de su estado; tomó de cada uno de esos hombres su fragmento de sombra y los devolvió en puro metal de fraternidad generosa.

    Y como si fuera poco darles su ejemplo de entereza, les dio también la miel de su "palabra de imágenes". Así, Miguel Hernández, en los atardeceres sin fin en que el mundo parecía desplomarse sobre cada uno de ellos, los reunía a su alrededor e improvisaba cuentos y fábulas, historias que dejaban una luz sobrenatural y de contagiosa magia en el duro silencio. Como si soltara un beso en la noche lastimera.

    No, nunca había llegado a ser tan sencillo y tan humano. Se obligó como un deber pasear su alegría entre esos taciturnos y sacarles de la postración que sigue a la derrota, traerlos del agujero con el artilugio de su fascinación increíble. ¿Y por qué no iba a crecer también él mismo en ese oficio samaritano, en que con un simple gesto podía indicar a un débil la dirección de la firmeza, la sencilla seguridad, la fe que destiñe la tiniebla? Maduró en esa palpitación diaria, a fuerza de aliviarse aliviando a los otros.

    "He visto a la gente que me rodea desesperarse y he aprendido a no desesperarme", escribe. ¡He aprendido a no desesperarme! Esfuerzo sabio que ayuda a su corazón a entarimarse en la altura, salvándolo de la marchitez y la caída. A tanto llega su optimismo, que para que él no olvide y los que le rodean tampoco olviden, dibuja en la cabecera de su cama, con trazos que le brotan de la frente, un caballo en pleno galope y al lado un pájaro de papel con el nombre de "Estatua voladora de la libertad".

    Sin embargo, entre tantos clarores, ¡qué alarmante sufrimiento le asfixiaba la boca! El círculo de sombra le hostilizaba el fondo. En verdad, un inmenso presagio de ruina se acomodaba bajo su aparente entusiasmo. Arrastrado, y sin posible defensa, por las tristes aprensiones, sus poemas de entonces tienen un extraño sonido de rama que se quiebra; la obscuridad hacía sentir sus peligrosas salpicaduras. Y en esa coyuntura de inquietante caos, por rara paradoja, su obra gana una notable soltura de expresión, prueba de la legitimidad del dolor que traducía. Esos poemas, como veremos después, serán su canto del cisne; a continuación quedará mudo, como si al vaciar sus entrañas se encontrara sin palabras.

    En un supremo acto magnífico de renuncia, aparenta una inextinguible risa; en verdad, las lágrimas le anegaban por lo bajo las surgentes de su himno, aturdiéndole en secreto. Intencionalmente evitó cualquier vacilación y desatino ante los demás; el rostro de su corazón, empero, ya mostraba las veteaduras penosas que dibujan el sesgo sombrío.

    Dolorosa es la condición material de su vida. Apenas hay espacio en la celda para dar un paso, abigarrados como están los presos. La lluvia se cuela por el techo. Pasa ratos enteros expulgándose, aunque nada de eso le turba la voluntad erguida. "¡Pobre cuerpo! Entre sarna, piojos, chinches y toda clase de anima-les, sin libertad, sin ti, Josefina, y sin ti, Manolillo de mi alma, no sabe a ratos qué postura tomar, y al fin, toma la de la esperanza que no se pierde nunca".

    (cont.)


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    Mensaje por Pascual Lopez Sanchez Miér Oct 05, 2016 12:16 am

    "...tu risa me hace libre,
    me pone alas,
    soledades me quita,
    cárcel me arranca..."

    ¿Sabes que yo se la cantaba a mis hijos cuando eran pequeños...? ¿ Y que ahora se la canto a mis nietos que han recogido su testigo...?

    Te quiero, amiga mía. Besos.


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    Mensaje por Lluvia Abril Vie Oct 07, 2016 12:18 am

    Es que son de una ternura infinita. Son versos que abrigan.

    Gracias, aunque no es para mí un trabajo, es un placer ir aprendiendo y disfrutando de esta manera.
    Seguimos pues.

    Besos.


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    Mensaje por Lluvia Abril Vie Oct 07, 2016 12:24 am

    "MIGUEL HERNÁNDEZ, DESTINO Y POESÍA" (E.R.)

    (cont.)


    Así su vida en la prisión madrileña. Mientras tanto, entre los refugiados y los amigos de París, todos ellos con un rictus de amarga expectación en el rostro la noticia de su detención produjo viva angustia. Había que actuar precipitadamente. Neruda, que allá estaba, habló del asunto Miguel Hernández con la poetisa francesa Marie-Anne Conméne una noche en el Pen Club, persiguiendo un desenlace feliz para el inquietante caso. Se tenía certeza de que no habría conmiseración con él, a no ser la solución salvadora, que no pasaba de un vislumbre remoto. María Teresa León, que se hallaba presente, recordó el auto sacramental de Miguel. Así se les ocurrió a Neruda y Marie-Anne Conméne el subterfugio cuyo desenlace le salvó. Neruda cuenta: "Hicimos un plan y pensamos apelar al viejo cardenal francés Monseñor Baudrillart. El cardenal Baudrillart tenía ya más de 80 años y estaba enteramente ciego. Pero le hicimos leer fragmentos de la época católica del poeta que iba a ser fusilado. Esa lectura tuvo efectos impresionantes sobre el viejo cardenal, que escribió a Franco unas cuantas conmovedoras líneas".

    Lo inesperado ocurre: Miguel Hernández queda libre. Y ahora, ¿qué hacer? Necesita poner orden en sus ideas; irresoluto, opta por asilarse en la Embajada de Chile, como para dar de una vez una respuesta a la interrogación del día siguiente. ¡Cosa tremen-da! Un empleado abyecto e irresponsable, el Encargado de Negocios, Carlos María Lynch, le niega asilo. (El mismo María Lynch que, en vísperas de la caída de la República, se presentó un día intempestivamente en casa de Rafael Alberti ofreciéndole asilo para él y algunos intelectuales cuyos nombres éste le indicara, porque tenía orden, según dijo, de recibir solamente a un número determinado. Conocía María, así reveló también, algo de la inminente traición de Casado. Alberti ofreció esta posibilidad de escape a Miguel Hernández, en la Alianza de Intelectuales, respondiéndole éste –en esa ocasión– que su intención era volver a pie a su pueblo. Según refirió Pablo Neruda después que María Lynch tuvo el desparpajo de informar a su gobierno de las razones de su negativa).

    ¡Cuántas cosas comprende ahora Miguel Hernández, con qué evidencia cruel puede comprobar que no fue gratuita su formidable conducta en la guerra, cómo la adversidad accionará decididamente bajo sus pasos! Mas como nunca desesperó, tampoco desespera ahora. Y como su lámpara pasional continuaba encendida, llenándole con sus delirios y sus crespas olas de vaivén litúrgico, dispuesto como estaba a no renunciar a sus derechos de completarse como hombre entero, vuelve sus ojos hacia su mujer y su hijo y decide marchar a su tierra, apremiado por una decisión desafiante.

    ¡Atravesar otra vez las colinas y los vientos del Levante! Llevar los pasos, otra vez libres y alegres, por los montes y las tierras de pastura cuyos recuerdos le quemaban. ¡Atravesar de nuevo la carretera, herida de sol y polvareda fina, que lo conduzca a Callosa del Segura! Sentir tan sólo el aroma de Cox, donde su corazón subió, palmar arriba, hasta la casa de sus bodas, hecha de
    indeleble y maternal suspiro. Y arribar, por fin, a Orihuela que le aguardaba esta vez con cauteloso silencio, como si sus calles todas presintieran el tamaño de su imprudencia.

    Revé a los suyos, alborozado y franco. ¿Cuánto ha de durar aquello? Parientes y amigos le señalan el peligro de una larga permanencia en el pueblo aunque él, sonámbulo en su dicha, desoye esos consejos.

    Allí mismo le detienen. Instalado en la prisión oriolana, la más triste de su vida por estar más cercana a los suyos, no le cabe otra cosa que esperar los próximos agravios.


    Fin del capítulo XVII




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    Mensaje por Lluvia Abril Sáb Oct 08, 2016 2:51 am

    Y ya quedando menos comenzamos el:

    "MIGUEL HERNÁNDEZ, DESTINO Y POESÍA" (E.R.)



    Capítulo  XVIII


    SENTENCIA TRISTE

    ¿Qué hice para que pusieran
    en mi vida tanta cárcel?


    Sí, ¡qué triste su permanencia en Orihuela! Triste por la propia enormidad de la injusticia. Triste porque asistirá, entre otras cosas, desde el Seminario –ahora cárcel, lugar de confidencia del negror retrógrado– a la decoloración del día como pabilo moribundo en las hornacinas. Un nudo se le forma en la garganta, tan impotente como está, tan desvalido.

    Jamás hubiera pensado que sus propios paisanos le tenderían el lazo y el solapado veneno. A pesar de todo, del hambre rigurosa que pasa, de las enfermedades que acechan, del rincón destartalado en que lo encierran, como en el áspero interior de un carromato viejo, a pesar de todo, está satisfecho de su trayectoria. Al fin y al cabo se estaban cobrando en él una antigua deuda. Sabía que intentarían desarticularle la entereza. En efecto, en Orihuela fue tratado mucho peor que en Madrid. Se le tendió un cerco de aislamiento tenebroso; sus familiares se amedrentaron. Ni una sola vez lo visitó su hermano, lo que causó a Miguel profunda decepción y amargura. No hablemos de su padre, que ignoró la presencia de su hijo, el único que dio viático de porvenir a su sangre.

    Pocos sufrieron como Hernández la abierta desconsideración en su reja solariega. Restaban todavía algunos puros que permanecieron fieles a la amistad del poeta, cuya figura en la cárcel constituía una presencia de peso y prestigio que ningún politiquero mayoral podía dejar de tener en cuenta. Si bien no pudo constituirse un cerco protector en esa hora de terror y persecuciones, sus amigos dirigían en secreto sus ojos hacia el Seminario Cárcel, como si el prisionero librara desde allá una singular batalla contra sus verdugos. Solapadamente los gestos de adhesión clavaban los muros, atravesaban las paredes, se aproximaban a su banquillo de presidiario. Los interesados en liquidarle, en cambio, vacilaron sobre qué hacer o qué no hacer con el muchacho preso que seguía firme en medio de la tolvanera:

    “No me perdonarán nunca los señoritos que haya puesto mi poca, o mi mucha inteligencia, mi poco o mi mucho corazón, desde luego dos cosas más grandes que todos ellos juntos, al servicio del pueblo de una manera franca y noble", escribe en una carta que concluye con un párrafo orgulloso: "Ellos preferirían que sea un sinvergüenza. Ni lo han conseguido, ni lo conseguirán. Mi hijo heredará de su padre, no dinero: honra". Ah, sí, honra heredará su hijo; su descendencia heredará honra, honra legítima de pureza indubitable. Y bien que lo sabía. Aun viviendo con un comienzo de mirada perdida en el vacío, de tanteo en la penumbra, no por eso equivoca el sendero. Ese "ni lo conseguirán" suena a reacción segura, tiene color de exacta brújula que no se desvía en las impuras curvas procelosas.

    Una orfandad increíble le tritura los huesos, Nunca, ni cuando la fatiga circunvague definitivamente su silencio para destruirle, estará tan abandonado como ahora. La tierra natal parece haberse retirado bajo sus pies, dejándole sollozando en el vacío. ¡Con qué apasionada fuerza quiere ver a su Josefina, con qué desgarradora ternura espera el abrazo de su hijo! Cualquier castigo resultaría poco en comparación con ése que le impedía verlos. Tal vez porque supieran que eso era lo que más podía dolerle, sus verdugos recurrieron a esa infamia incalificable. Diariamente despertaba con esa ilusión desesperada y diariamente anochecía clavado en su impotencia. ¡Y tan cercano todo, tan asible al parecer la pequeña porción de dicha que se merecía, tan próximos sus recuerdos!

    A pesar de sus deseos, desconcertado como estaba, ante una única visita de Josefina, en esos dos largos y penosos meses que pasó en Orihuela, tuvo una conducta extraña: apabullado por el sinsabor del encuentro, le pidió que no regresara. Y también ella se privó de verle. Era como si ambos, en tácito acuerdo, hubiesen resuelto evitar las humillantes visitas que no harían sino aumentar el tamaño del castigo. Prefirió Miguel continuar soportando solo su amargura deprimente, confiando todavía en que todo aquello no pasaba de una pesadilla. Si bien ya no podía dar fe de la salud de su organismo, que sensiblemente denunciaba el abatimiento y la quebradura, creyó que podía soportar la carga airosamente, afirmando su espíritu en la confianza. Los nervios pagaron el precio del desafío. Se tornó irritable, y esa misma irritabilidad actuó sobre su cuerpo que denunciaba, como un barómetro seguro, sus tempestuosas descargas. Cualquier disloque sensitivo le trastornaba el talante y en su rostro podía leerse, día tras día, las huellas inequívocas del temporal que se desataba en su sangre. No quiso que Josefina fuese testigo de ese cuadro y dejó para sí la solitaria apuración del cáliz.

    (cont.)


    Última edición por Lluvia Abril el Dom Oct 09, 2016 1:54 am, editado 1 vez


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    Mensaje por Pascual Lopez Sanchez Dom Oct 09, 2016 1:48 am

    No sé cuando, pero tu esfuerzo con Elvio, te prometo que tendrá un pequeño premio. No me pongo tiempo... Pero una promesa para mí tiene un elevado valor.
    Cuando te llegue la Antología dímelo.
    Besos.


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