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    Mensaje por Lluvia Abril 29.08.16 2:11

    Gracias, querida Ceci, por acompañarnos.

    Amigo mío, sería todo un lujo volver a Murcia. Me quedé con ganas de más.

    Gracias siempre a tí, y ahora concéntrate en el viaje a Perú, que intentaremos seguir por aquí.

    Un beso y, buen día.


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    Mensaje por Lluvia Abril 29.08.16 2:16

    "MIGUEL HERNÁNDEZ, DESTINO Y POESÍA" (E.R.)



    Capitulo IV

    DOMANDO EL PULSO...





    Pero volví en seguida,
    mi atención a las puras existencias
    de mi retiro hacia la ausencia atento,
    y todas sus ausencias
    me llenaron de luz el pensamiento.


    Involuntaria es, a todas luces, su permanencia en Orihuela ahora; involuntaria, por sentir su regreso como una derrota. Porque una cosa es la nostalgia de la tierra y muy otra las impresiones de la vuelta. La confrontación con otras experiencias establece el disloque inevitable entre lo que se soñó que era y lo que es; más todavía cuando el retorno importa cerrar tras de sí una puerta hacia un aire abovedado y rutinario. Miguel Hernández se salvará por obra de su entusiasmo y su encendimiento. Le esperan los mismos trabajos y la misma casa paterna en cuyas estancias nunca podrá desperezarse del todo. Otra vez la vida opaca y provinciana. Sólo le resta aspirar a pleno pulmón los aromas y las claridades, que es lo que va a convertirle en el testero de fecundas floraciones.

    Adivinó en Madrid que la redención le vendría por obra de una labor sólida y grande. Por eso, cuando retorna, lo hace con la pasión en vilo, escuchando la prisa del llamado interior.

    Frecuenta nuevamente el ruedo juvenil encabezado por Ramón Sijé y ensancha el círculo de sus amigos. Está más concentrado y pensativo. Al Círculo Católico le incorpora el neocatólico Sijé, y allí se hace escuchar, superponiéndose a la opacidad que le rodea. Ninguno de los que lo conocieron por aquel entonces podrá olvidarle ya, pues cuanto toca se anima al conjuro de su fuerte prestancia. Ejerce una visible influencia, que es un poco transmitir su manera de ser a los otros. Como irritado consigo mismo, no controla los exabruptos cuando conversa. Sus explosiones alegres le dibujan una imagen de plenitud que contrasta con las tristezas que se le están incubando por dentro. Miguel Hernández llevará siempre en el rostro esa exhibición de apogeo jocundo en pugna con las penas que le devoran, en dualidad desconcertante.

    Para estar consigo mismo, para verse el revés y el talismán fosfórico que sólo él conoce en su estancia secreta, a la noche deambula por las ríspidas cuestas, contempla la respiración misteriosa de los animales que no se sabe si duermen o si se han vuelto un blanco estremecimiento de la luna. ¡Las insondables noches de luna del Levante! A su cobijo escribe, perseverando bajo sus cendales, e iluminándose de vaporoso encantamiento. Retorna muy tarde, y la madre solícita le apresura el descanso. No obstante, el ambiente familiar no ha variado. Idéntico silencio, la misma incomprensión que le consume la risa. Es el extraño a quien se importuna con previsiones crueles de un futuro vacío y "sin carrera". Doble heroísmo el suyo, por tanto. Asombra pensar cómo iba avanzando. Sigue una batalla dura contra una cultura escasa, agenciándose libros que devora en las prolongadas noches de desvelo. Ya no es para él eso de ordeñar todos los días, ya no debía ser para él, mejor dicho, eso de andar entre olores de estiércol, de trabajar en el pozo o apacentar el rebaño mientras vuelan sus pensamientos. Y le fastidian sobre todo –él lo dice– esos "seres a quienes concedo mi palabra de imágenes" ¡Triste suerte la de no estar dotado para otros menesteres que el soñar! Incapacidad que es siempre un martirio y que prosigue sin términos. La eterna prueba, el eterno rebotar sobre los hechos inconsútiles y que son, para los demás, los condimentos de que está compuesta la vida. Comienza a ignorar el mundo externo en sus ángulos rutinarios (sus ojos van más al fondo), lo que es el signo del precipicio y la caída. Predomina en él, como en tantos otros, la impresión de una andanza vagarosa en el vacío, lo que engendra un áspero conflicto que dramáticamente le separa de los suyos. Pero nunca intenta contradecir lo que es ya instinto primigenio, de tal modo que la brega se concentra en sí mismo y no evita despeñarse en el abismo de su aérea naturaleza. Vive para sí, porque sabe que en esa hora el vivir para los otros es la ruina y el fracaso. De entre los estiércoles, pues, levanta el vuelo.

    En la panadería de los Fenolls prosiguen las tertulias. Miguel, subido sobre los sacos de harina, alborea la estancia con la gracia de sus grandes ojos, leyendo furiosamente sus últimos poemas, los penúltimos siempre, pues que a él le nacían como ecos

    que arrastraban a otros ecos….

    (cont.)


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    Mensaje por Lluvia Abril 30.08.16 3:59

    "MIGUEL HERNÁNDEZ, DESTINO Y POESÍA" (E.R.)

    (cont.)


    Un día, le cabe un suceso feliz. Él, que solía ir a Murcia, se encuentra en casa de Raimundo de los Reyes con Federico García Lorca, que a la sazón dirigía su teatrillo "La Barraca". Por allí andaba el andaluz prodigioso, acuciado por el deseo de ilustrar a su pueblo con sus representaciones de los clásicos. Lorca debió haberle seducido con su "duende" y dándole entrada para el cordial y fraterno diálogo, ya que Miguel le hizo leer las pruebas de su libro Perito en lunas que a la sazón le imprimía la editorial "La Verdad" de Murcia. Lorca lo estimuló, como estimulan quienes saben percibir que tienen enfrente al dotado de la viviente y plena euforia creadora. Claro es que en ese libro primerizo no podía pulsarse la riqueza cabal del muchacho, riqueza que dormía aún ignota y escondida. Mas, algo latente había que no es-capó a los ojos zahoríes del granadino vidente. Lo cierto es que Miguel Hernández intimó con él, tanto que, a cierto tiempo de aparecer el libro, le escribió quejándose acerbamente de la indiferencia de los críticos, carta a la que Federico contestó con palabras consoladoras. Le dice: "No se merece Perito en lunas un silencio estúpido, no. Merece la atención y el estímulo y el amor de los buenos. Eso lo tienes y lo tendrás porque tienes la sangre de poeta y hasta cuando en tu carta protestas tienes en medio de cosas brutales (que me gustan) la ternura de tu luminoso y atormentado corazón".

    ¡... La ternura de tu luminoso y atormentado corazón! Cómo caló hondo Federico en el conocimiento del muchacho. Y eso que lo vio entonces una sola vez.

    Así se le van abriendo las puertas para las amistades nobles e imperecederas.

    Impresión honda debió dejarle "La Barraca", hermosa de esplendor vital como traqueteada en los caminos, ya que inmediata-mente siente la necesidad de hacer lo mismo. Y, en un infantil y candoroso arranque y con el apremio de mitigar su sed de nuevas experiencias, aprovecha la ocasión de tener que estar en Cartagena, en cuya Universidad Popular dará una lectura de sus poemas a los obreros, para lanzarse a las ferias y los pueblos, poetizando entre sencillos paisanos que lo acogen con asombro. Lleva a cuestas una jaula de la que pende un limón, simbolizando un canario. Pretende deslumbrar, con raptos de originalidad, a las gentes. La suntuosa travesía acaba en Cartagena, en donde, además de ver el mar, coloca un melón sobre su mesa de lecturas. Ha vendido también ejemplares de su libro, asunto importante, ya que había contraído deudas para financiar su publicación. En el trayecto, que hizo a pie, parecía una figura de escaparate entre el despliegue aparatoso de cartelones con dibujos alusivos a temas de su poesía. Regresa pronto y feliz por el éxito de su aventura.

    Antes de eso, había participado en el homenaje a Gabriel Miró, ante cuya estatua deja un ramo de flores, con un garbo de liturgia pura y en gratitud a la expansión que el olezano le brindó con su prosa. El clamor de la verdad  fue la revista que coronó los actos. Allí había publicado Hernández su primer poema, y, ¡cosa curiosa!, lo que subsiguientemente después escribió no alcanzó ese soplo apretado que su Limón (así se titula el poema) exprimía en fresco jugo. Sin atenerse aún a mal aprendidas retó-ricas, esparciendo apenas su claridad candorosa, sin aglomeraciones ofuscadoras que le deslucieron las ulteriores tentativas, escribió con áurea y fúlgida hermosura:



    Si te suelto
    en el aire,
    oh limón
    amarillo,
    me darás
    un relámpago
    en resumen.

    ........................................
    (cont.)


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    Mensaje por Lluvia Abril 01.09.16 23:57

    "MIGUEL HERNÁNDEZ, DESTINO Y POESÍA" (E.R.)

    (cont.)



    ¡Un relámpago en resumen! Hallazgo mañanero que las bituminosidades de lecturas apresuradas aventarán con su peso. Alguna prosa sin importancia y otros poemas que apenas son improntas de su camino, van quedando olvidados. Porque ya se ha puesto a leer a Góngora, y a los nuevos, Guillen, Gerardo Diego, Alberti. Las octavas reales de Góngora le ilusionan y embriagan. Instigando su imaginación en las altas noches que iluminaban los montes escarpados, las llanuras, se volvió pronto un experto en sueños, un emérito en lunas. Así iba a titular su primer libro, como ya hemos visto, título ingenuo si consideramos que poco tiene el texto de lo que, tal vez, en su imaginación impúber se abrigaba.

    Tropezando iba Miguel por rupestres sendas de enmarañada retórica. Como siempre acontece en las incursiones primerizas, sufre el hechizo, el miraje de las palabras, no en su profundidad germinal y temblorosa que se le escapa todavía, sino en sus piro-técnicos atractivos, con los que juega su precocidad y en donde su mirada fraterniza con la intensa exposición de los laberintos fonéticos. Es arrastrado por el color, por las subyugaciones del idioma que le coagulan el respiro, y el divertimento le aturrulla las ideas. Le arroba la computación pictórica de las palabras, agavilladas en tropel por su ingenuo asombro. Poco hay de suyo allí. Candorosamente –¡cuándo no!– busca la innovación por vías del empleo de cuanto léxico incomún o en desuso esté a su alcance. Neologismos y arcaísmos traídos a contramarcha le momifican el aliento, y la falsa postura le desquicia los pasos, todo como consecuencia de su escasa cultura.
    Hubiera sonreído el padre Góngora de las cojeras del tardío discípulo que, por tan descaminado que andaba, dejó escapar la esencia y se quedó con la copa seca. Se enrevesó en las fórmulas. Y ya sabemos que en tanto no se trasciende eso, se está en la página no escrita, en el vano esfuerzo del arquero que no dispara la flecha. Los versos suenan a moneda falsa, a esplendor engañoso, a piedra echada en saco roto. Lejos está todavía del momento en que la sobrepasación de los problemas de continente y contenido, en simbiosis establecida sobre un vínculo único, inaugura el nacimiento del arte valedero. Mas, como nadie escapa completamente a las im-presiones visuales que le son más caras, inevitablemente las traduce, así se las distorsione al punto de aflojarle las legitimidades en demasía. Un aliento terruñero desemboca por las aristas cinceladas de sus octavas reales. Y entonces se mezclan, presencias de ubres domesticadas, desafíos de verano, acequias y arenales, con realidades artificiosas que, por no ser las suyas, le hacen incurrir en deslices frecuentes. Le dislocó la voz un culteranismo candoroso.

    Pero de algo le sirvieron los fuegos de artificio, pues que si pagó por ellos el tributo de una obra frustrada, no por eso la experiencia le sirvió menos, tanto que pronto atemperaría su seducción hacia el léxico incontaminado –¿existe eso?– y preparó la yesca de su explosión legítima…

    (cont)


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    Mensaje por Lluvia Abril 03.09.16 3:31

    "MIGUEL HERNÁNDEZ, DESTINO Y POESÍA" (E.R.)

    (cont.)



    Ramón Sijé, que por quererlo demasiado tenía que exagerar, prologó su Perito en lunas y lo que sí hubiera podido escribir para sus poemas de después, de sus horas de fuerza y lucidez insurgente, lo dice allí, es decir, que Miguel "ha resuelto su agó-nico problema: conversión del sujeto en objeto poético. Porque la poesía –y su poesía, con musculatura marina de grumete– es, tan solo, transmutación, milagro y virtud." Y el 20 de enero de 1933 –merienda y alegría de sus 22 años– impresos bajo la dirección de Raimundo de los Reyes, en Murcia, los primeros ejemplares, de tapa rústica, le caen en las manos con reverberación y veracidad de fruto primerizo. Está con la inicial euforia de quien prevé repercusiones invulgares, y se sorprende pronto de que así no suceda, tanto que, como dijimos, se quejó amargamente a Lorca del silencio que desvaneció su confianza.

    Las súbitas murmuraciones de su sangre le impelen a otros caminos. Pronto, muy pronto, los ecos de Perito en lunas se esfuman y, bajo el cruzado fuego de lecturas nuevas, se afirma en otros tonos. Además, la actividad cultural del grupo, siempre con Sijé delante, perpetúa la angustia juvenil en emprendimientos que exponen su apetencia. El excedido fervor continúa, Aparece El gallo crisis, la revista de Sijé. El grupo oriolano está en vías de registrar su vitalidad a todo trance. Y Miguel, acicateado de continuo por el burbujeo escondido, persiguiendo el grito que capture lo definitivo, va a dar enjundia y prestigio a la publicación, él, el más joven y el más ubérrimo, levitándose para zafarse de las amarras gongorinas que le constreñían el vuelo. Y da a luz el Silbo de afirmación en la aldea, La profecía sobre el campesino, poemas de tránsito, calados por las respiraciones augúrales de su vena atrevida.

    Impelido por el insaciable apetito que le estremece, en un último impulso de religiosidad en que pretende asegurar de las bridas al símbolo y al misterio, bajo el padrinazgo de Calderón escribe –¡salto en alto!– su auto sacramental Quién te ha visto y quién te ve y Sombra de lo que eras, enjoyado de imágenes soberbias. Por lo visto, sin concesiones ni debilitamientos, pretende extraer de la rica vid de su juventud vertiginosa vinos de púrpura prestigiosa. Y los extrae. Su inquietud le predice años de rebullido destino, le advierte que los calmosos días oriolanos acabarán. Trabaja febrilmente, el pulso optimista ante la tentación de las páginas  

    en blanco. Para modelar sus personajes y dotarlos de rostro más real, convive con pastores en columpio voluptuoso. Su auto plantea el problema moral del ser en pecado que ha de redimir-se por la posesión de Dios, a través del compungimiento y la eucaristía. Todas sus posibilidades líricas se vitalizan en la excitación teológica. Hernández, de natural azotado por sus tormentas íntimas, sufre plenamente su obra. Su mundo poético sale de madre. El neocatólico Sijé estimula ese derramamiento, sin imaginar que la obra será el canto del cisne de la religiosidad del poeta. No lo ha estimulado en vano, por cierto. Hernández midió su capacidad y comenzó a liberarse del aura católica. Paradójica consecuencia de su incursión teológica. Se adentró para salir definitivamente. Feliz el resultado, y mucho más feliz el muchacho cuando comprobó su impacto sobre el público que, en efecto, escuchara con sorpresa y recogimiento la lectura que él mismo hiciera en el Casino de Orihuela.

    El mundo le pertenece. Goza de una pequeña fama y, entre cotidianas contrariedades que se suman, escribe como nunca. Algo va a cambiar de nuevo en su poesía, llenándose de imprevistos ecos, ya que algo hermoso y esencial le ocupa ahora toda el alma.

    Porque nada le sacude tanto como el excitante tropiezo que tiene en los días finales de 1933 con quien despierta sus sentimientos hasta los límites del éxtasis, la voluptuosidad, la alegría, la beatitud, nivelados en un mismo crisol estremecido.

    Excitante tropiezo que le condujo hasta la llama.



    Y aquí concluye el capítulo IV


    Última edición por Lluvia Abril el 11.09.16 3:06, editado 1 vez


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    Mensaje por Lluvia Abril 04.09.16 3:11

    "MIGUEL HERNÁNDEZ, DESTINO Y POESÍA" (E.R.)


    Capítulo V

    LA LLAMA



    No tienes más que hacer que ser hermosa,
    ni tengo más festejo que mirarte.


    Está en la edad de los descubrimientos prodigiosos. Entre quehaceres de pastoreo y poesía, el avispero de su corazón enloquecía, necesitado del juvenil arrebato amoroso que pudiera polarizar sus extravíos en una ruta temblorosa.

    Su nombre de poeta se pronuncia entre las muchachas, que se ruborizan cuando él se detiene a contemplarlas.

    Su gallarda gallardía
    entre todo el mocerío
    ¡qué bien le sobresalía!

    Escuchaba ya voces que prometían el privilegio de una ternura, sonrisas que le tocaban el retoño del vigor maduro, alientos que le harían perder el dominio de sí mismo. Así es que estaba ya preparado, cuando una coincidencia dichosa hace brotar en él la vicisitud amorosa. Pronto se tornó realidad lo que era un anhelo entre bastidores de su alma. El amor lo liberta de la incolora rutina. Un casual encuentro le ha alterado la calma. Miguel, que trabaja ahora en una notaría, en donde las tardes se le hacían soportables gracias a propalar sus ojos detrás de las muchachas, siente un día que la excelencia de sus grandes miradas azules –seguro espacio para acoger la quemadura– se encuentra con la de dos ojos negros y hundidos, procedentes de un salón de costura próximo a la notaría. Y como está urgido de vibrar al menor estímulo, recibe el impacto. Y lo recibe, porque todo en él está dispuesto para confinarse en la zona del apogeo y de la fiebre. Inacabablemente fertilizado, procura la provisión maravillosa.

    Ábreme, Amor, la puerta
    de la llaga perfecta.
    Abre, Amor mío, abre
    las puertas de mi sangre.



    Así, Amor con mayúsculas, exigiendo la totalidad, ascensión que le vuelva aurífero en la inspección de sus profundidades, abierto a la revelación acendrada. Tanto amontonó sus sueños amorosos, sueños vindicadores de la monotonía, que al contacto de la primera chispa acabó hechizado. Su ubérrima sensibilidad esplende sin máculas en este primer contacto puro; se eleva, en trances de impaciencia, porque penetra en el misterio mismo de la especie. El hermanamiento a través del dulce flagelo ha de darle la unidad necesaria que le complete en una visión más fértil de la vida.

    La primera embriaguez amorosa será la única y perdurable en Miguel Hernández, al que todo se da con plenitud definitiva; el incendio va a constelar todos sus actos venideros. Aquí no hay la remoción provisional de la tierra que prepare la siembra: el fruto espera ya con trémula redondez, así es que al tactarlo el golpe es violento y verdadero. Su entraña misma ha sido tocada, pues como un filo inquisitivo allí aguardaba la sobreexcitación auscultadora, guiándole hacia la espesura fertilizante.

    La vida de Josefina Manresa Marluenda, cuyo nombre es el de la muchacha, es también de duro sacrificio. Hija de un hombre rudo también, continuos sinsabores obscurecieron su infancia. Ha nacido en Quesada (Jaén) el 2 de enero de 1916, y, como son cinco hermanos, y numerosas las dificultades del hogar humilde, pronto tiene que ayudar al sustento diario de la familia. Espera cumplir los 11 años para poder asistir a un colegio de monjas donde aprender a leer. Al año tiene que abandonarlo. Fuertemente católica, todo cuando aprenda después se deberá a su curiosidad intensa. Todo el silencio que pasó ante su mirada, exterior e interior, le dejó como saldo definitivo un gesto de taciturno recato. Sencilla y pensativa, pudo soportar toda laya de sufrimientos. Una robusta alma en una envoltura endeble. El padre traslada a Cox la familia toda y Josefina trabaja en un taller de costuras en Orihuela. Aquel día del encuentro con Miguel Hernández iba a cambiar los rumbos de su destino.

    Para Miguel la revelación es inequívoca, total. Al comienzo Josefina se muestra esquiva, como para disciplinar desde el principio el fiero acecho del poeta. También ella alimenta un sueño de expansiones mayores, y no piensa cejar ante el primero que se le acerque. Le han dicho ya que el muchacho escribe versos. Un poeta. Lo que ella no pudo medir era el tamaño de la hoguera. Miguel, hasta el momento, no se ha gastado sino en las tertulias con los amigos, en un frustrado viaje y en las menudencias diarias. Inflamado por la excitación del primer encuentro, su fragor no encuentra diques contentores. Se advierte que ella resiste, tal vez por una premonición obscura que le interfiere el impulso. Pero Miguel, cuyo ardimiento se multiplica en solicitaciones, tampoco cede; y el juego del requiebro y el rechazo no hace sino alborear un estremecimiento que apetece culminar en un filtro amoroso. Así sucede. A la primera ocasión propicia se le acerca. Reclama, solicita. Josefina huye. Miguel insiste. Pronto descubren ambos que un hierro vibrante los enlaza. Bella la hora de este encuentro, como lo es siempre la del poeta y su musa, que eso es, para él Josefina Manresa, palpitación de su apetencia, fuente donde se mira Narciso, única medida en donde ha de calibrar su peso espiritual y medir su estatura.

    (cont.)



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    Mensaje por Lluvia Abril 06.09.16 6:14

    "MIGUEL HERNÁNDEZ, DESTINO Y POESÍA" (E.R.)

    (cont.)



    Miguel exigirá el máximo de entrega, la máxima dedicación, el máximo cuidado, esperando de ella lo que el mundo al parecer avaramente le negara. Se encuentran, por lo general, frente a la puerta del Cuartel, que preferían para estar solos. Algunos paseos furtivos a la glorieta, algunas pocas miradas de angustioso anhelo. El ambiente provinciano no les permitiría más. Tormento para Miguel, que no acababa de resignarse a esos retaceos. Las cartas y las esquelas se entrecruzan, adelantando los goces del encuentro, insuficientes en su pobre temblor de papel que no puede suplir la súplica de la inocente caricia que urde las convulsiones.

    Tus cartas son un vino
    que me trastornan y son
    el único alimento
    para mi corazón.


    El grifo abierto inunda la tierra con delirio.

    La historia de esta pasión va a ser registrada día tras día, minuto tras minuto por su creación poética, por sus confesiones epistolares. Un temblor inédito hasta ayer conmueve su poesía. Es casi increíble cómo todo cambió de súbito en los versos que escribe por esas fechas y cómo un acento nuevo, tímidamente, estremece el vocablo. La magia es absoluta, confidencial, constante. Constante y para siempre, porque de aquí para adelante la hondura amorosa se repetirá en su voz como en letanía; galanteo, requerimiento creciente a la pretendida, a la novia, a la esposa, a la mujer, en fin, que le da acceso a la religión del asombro perenne.

    Miguel Hernández –hay que afirmarlo– es el enamorado innato, perentoriamente conminado para la sobrepasación inflamada. En su timidez sabe que ha hallado el ideal acariciado. Modestia y recato, belleza y alma, eso es lo que encuentra en Josefina Manresa, que si huyó al comienzo de él, fue temerosa del atrevido acecho del joven poeta. Miguel tenía la vocación acrecida para la colisión emotiva, ostentando el fervor adecuado y la disposición para exponerse al empuje, a tal punto que no han de evaporársele las fértiles emociones, las que le dictan la más pura inspiración en su círculo de ensueño. Con veintitrés años a cuestas, con el corazón dispuesto a las resonancias, carga consigo un bagaje rico de experiencias. Tiene la imaginación encendida de tanto haber presenciado la alternación del quite y el desquite en el deseo primario que presenció por los campos. Entre los animales que cuidaba aprendió la primera lección del instintivo acerca-miento. Fue testigo de su fuego sexual desnudo y purificador.

    Ya conocía, por ejemplo, que en la luna creciente los chivos salen con mayor ardor detrás de las hembras "orinándose las barbas y el vientre, porque saben que el olor de la orina despierta los deseos de las hembras". Una vida natural –se levantaba siempre antes del alba, todavía obscurecido– le dio una vigorosa salud y una gran pureza en la concepción de la vida, además de una sensualidad no mellada por constreñimientto alguno. Conoce todo cuanto es dable naturalmente conocer. Percibe que hasta la hierba menta acicatea el deseo.

    Con todas esas iluminaciones consigo, es cuando encuentra a Josefina, y al encuentro de ella marcha con el varonil apogeo de sus sentidos. El amor se le reveló, entonces, en los campos, en su estado primario, de reiteración vencedora, sin rehusamientos pecaminosos, teniendo en él repercusión el impulso oculto y genitor, la densidad y la transpiración vibrantes.

    En su drama El labrador de más aire, de fecha posterior, expresó su ideal femenino por boca de Juan, el personaje que es su doble:


    A mí me ha de enamorar
    de una manera acendrada,
    mujer que no luzca nada
    sino este particular:
    como la tierra ha de ser
    de sencilla y amorosa,
    que así será más esposa
    y así será más mujer.


    (cont.)


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    Mensaje por Lluvia Abril 07.09.16 0:10

    "MIGUEL HERNÁNDEZ, DESTINO Y POESÍA" (E.R.)

    (cont.)


    ¿Era así esa Josefina Manresa que conoce en aquellos días, y a la que, como para descubrirle su pasión insomne, envía pronto un soneto –¡ah, cómo será después maestro en esto!– donde le dice que vive sólo "girando alrededor de su esfera". Miguel no se equivocaba en la elección. Ella también soñaba con un amor grande, de acuerdo con su naturaleza misteriosa de mujer replegada en sí misma, sueño que iba a expandirse en una ofrenda turbulenta, aunque entogada de timidez idéntica. Más de veinte años después recordará ella todavía con cuánto anhelo anticipó la llegada del hombre de su vida. También preparó con soledosa fertilidad el encuentro que, por eso mismo, fue un derroche de llamas. No fue desaprovechado un único instante de felicidad. Lo dicen estas líneas que Josefina Manresa nos dirigió hace un tiempo, recordando esos años: "El tiempo lo teníamos como nuestro y no desperdiciábamos ni un momento, y en tan poco tiempo vivimos siglos"

    ¡Vivimos siglos! No podía ser de otro modo entre dos seres ganados por el desvarío de la embriaguez inicial, cobijando un fuego que los ungía con su estremecimiento ingente.

    Sé verdadera, sé clara
    como eres tú, y no presumas
    de mentirosas espumas
    que no le van a tu cara.

    Comenzó entre ellos el aprovechamiento de cuanto conmueve y encumbra. Él le habló, entre otras cosas, de su infancia, del padre severo, de su remota afición a la poesía, de cómo en esos transportes olvidaba por las cumbres a las majadas...


    Florece el amor, florece la poesía. Miguel, que como todos los buenos aprendices tiene su cuaderno de versos, cuaderno que guardará siempre como para que nunca se le postergue la vocación de apego a lo juvenil, casi no advierte la resolución con que el nuevo sentimiento propugna su primacía en la letra menuda de sus estrofas. Al mero ejercicio bucólico sucede un añadido de palpitación real y humana, como rescoldo de la fogata turbadora en que vive. Con febril fogosidad acude a los encuentros con la muchacha, y a esos encuentros va con predisposición de tribulaciones. Ya entonces se manifiesta esa necesidad de entristecerse para crear. Y por eso, ante los desvíos de Josefina, desvíos que nacen de la timidez rural más que de nada, Miguel se insinúa ya doliente, exhibiéndose como un aire que ronda en desvaríos, solicitando favores y enlutado por el rechazo. Él es el núcleo del amor. El que requiere y ama. Así gustará siempre presentase, como quien ronda un centro esquivo. En el primer soneto que le entrega lo manifiesta:

    Satélite de ti, no hago otra cosa
    si no es una labor de recordarte...

    Es el varón que va a seducir a fuerza de acecho y ardimiento. Antes que ella le dijese su nombre –en las horas primeras de la imperceptible y sugeridora sonrisa–, Miguel le prometía ya poemas. Y cuando le entrega aquél en que habla de la virtud y la gracia de ella, se define como alguien que no tiene más destino que desasosegarse ante su hermosura.

    ¿Estará amando, más que nada, a una incorpórea ilusión? ¿Ha ensoñado un relámpago y quiere extenderse bajo su quemadura? ¿Quiere ir, pródigo de estremecimiento y sed, acicateado por la fabulación, hacia el espiral de exceso que en el amor concibe y adivina?

    ¿Es verdaderamente él el rechazado que va a llenarse de destrozos si se le inflige el castigo de una negativa? ¿Su avidez llega al límite de la mayor potencia, que ya puede estar seguro de haber encontrado la definitiva piedra milagrosa? ¿Es Josefina tanto así, principio y término a la vez de un incendio inabarcable?

    No cabe duda que en ese primer diálogo en la plaza de Orihuela, en la plaza Nueva, con Josefina Manresa Marluenda, se echaba en su vida una semilla de delirio cuyo crecimiento ningún evento futuro amenguaría. Ese amor sin atenuaciones, vertido en el crisol de su ardiente temperamento, pondría un ademán de encanto en sus gestos rudos, y, en su vida, la riqueza inigualada de una esplendorosa fuerza.

    Y si de vez en cuando riñen, es porque él, en la ebriedad de su exaltación, anhela la absoluta concordancia o simplemente por-que es un espíritu "difícil". Su anhelo de concentrar bajo sus ojos todo cuanto encuentra de inaprehensible en la muchacha amada, le torna irritable. Es que Josefina no puede desarticularse hasta el límite en que el poeta penetre los más recónditos meandros de su corazón, que es lo que él se propone en su infinito deseo de abarcar hasta lo inabarcable. Sin embargo, las perturbaciones son pasajeras. Ella encarna, no hay duda, su ideal de belleza. Tanto es así, que sus sentimientos se acendran para toda la vida en ese rostro de calmosa y eficaz dulzura. Quiera o no, Josefina sirve de dique de contención a su volcánico desorden; es la serenidad que no perturba el vértigo, el reposo armónico que él persigue en el fondo. Lo que ni sus amigos pueden, lo puede ella, sin esfuerzos mayores.

    Su sensibilidad se traduce en unos sonetos que ahora escribe, lejanos esbozos de un libro suyo que le dará lugar cimero en el consenso de la opinión ibérica más tarde. Con el aliento apretado le lee los primeros versos. Pasean juntos. La felicidad parece instalada de modo definitivo en la vida del poeta.

    Mas el dominio de su inquietud terrible le desquicia un día el sosiego. Pertenece al número de aquellos con un tropel de premura andariega. Ni las siestas serranas, ni la atracción del paisaje, ni el amor siquiera, pueden contra esa chispa que en el pecho le amenaza izarlo hasta muy arriba. Ciertamente, Madrid le llama de nuevo; Madrid, que le sacará de la obscuridad para ceñirle con una claridad que hará memoria con su extraña y fugaz magnificencia.

    Así, más confiante que ayer, emprende su segunda jornada.

    Y aquí concluye el capítulo V


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    Mensaje por Lluvia Abril 08.09.16 4:47

    "MIGUEL HERNÁNDEZ, DESTINO Y POESÍA" (E.R.)





    Capítulo VI


    Retrato



    Yo que llevo cubierta de montes la memoria
    y de tierra vinícola la cara,
    esta cara de surco articulado.


    ¿Cómo será la imagen que se tendrá de él, esa imagen única que queda de un hombre, espiritual y física, imagen que trasciende también de su obra, como si de su aliento invisible se modelase una efigie más imperecedera todavía que la mortal y pasajera, puesto que se forjó en lo recóndito del pensamiento, del alma?

    Hay siempre una figura real y otra ideal de los artistas, y el con-traste suele ser, a veces, doloroso. Mas, cuando una y otra forman una unidad indivisible, ¡qué profunda impresión atravesando el tiempo! El alma tiene su retrato ideal y el físico desaparece bajo su fuerza. Cuando van juntos, ¡qué hermoso ejemplo y qué prueba del rostro alimentado por la pujanza que desde abajo sube! ¿Imaginamos acaso a Unamuno joven, o a Machado, o a Miró, que desde siempre crearon con una madurez tal que han hecho olvidar sus horas juveniles? ¿Imaginaríamos acaso a Espronceda anciano, o a Bécquer, en el supuesto de que hubiesen vivido más? Para la composición del retrato se emplea el material de sensaciones que ellos mismos nos legaron con el ímpetu o la calma de sus hornos secretos.

    Miguel Hernández tendrá siempre la edad que le otorgó su temperamento. Ningún evento aminoró nunca la inmutable juventud que trascendía de su rostro. Por más que le pesara, en ciertas ocasiones, algún sesgo de gravedad, un aire de gracia mitigará siempre sus penumbras. Río fresco casi siempre. Cara de luna llena.

    Sus ojos son, sobre el árido paisaje de la piel arcillosa, dos fuentes azules bajo una frente orgullosa, protestativa. Ojos grandes, casi sobresalientes, que pasan del más infantil, expectante asombro, a la quietud melancólica de quien se acostumbró al monólogo, y que al entrecerrarse en la sonrisa concentra toda la satisfacción transfigurada de su expresivo rostro. La nariz le creció un tanto respingada, para prever el susto de la risa siempre inminente. Las orejas se abren como abanicos para recibir su relámpago noble. Es esa risa ancha, que deja ver el maizal blanco de una dentadura perfecta y maciza, lo que da apogeo al bulbo redondo y deja en nosotros, vivo, su recuerdo de eterno adolescente. Los labios, al cerrarse, pasada la iluminación, fruncen sus veteaduras y todo vuelve al estado primario, original, terroso. Así es como lo vio Neruda, "con cara de patata recién sacada de la tierra".

    La gente está ganada por ese centro de propulsión de la simpatía. Se ve en él la aspiración insaciable de expeler el flujo y reflujo de las esencias que guarda. Se le reflejan los estados de ánimo, son casi palpables los sentimientos. Los amigos se sienten conquistados en los primeros encuentros. Se le adivina la vitalidad y el encanto. Y hay, detrás de todo, una densidad concentrada, un temperamento difícil, explosivo, de tierra adentro, obscurecido. Los adversarios, en cambio, sienten el rechazo. No necesitará decir una sola palabra para dejar sentada la repulsa. Le bastará sonreír, soltar en el aire grave la flor pura, la flor superior, orgullosa, conquistadora. Consigue el efecto esperado: fastidia. Arroja su melodía solar y rompe la atmósfera cargada. El contraste produce el efecto esperado. Tiene noción completa de ese poder, de la plenitud con que golpea. No es casual que cuando en una ocasión lo detiene la guardia civil, por indocumentado, él escriba en una carta: "Mi sonrisa debió irritarlos mucho". Es claro que debió irritarlos.

    (cont.)


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    Mensaje por Lluvia Abril 09.09.16 0:02

    "MIGUEL HERNÁNDEZ, DESTINO Y POESÍA" (E.R.)

    (cont.)


    La franqueza era, por otra parte, su divisa mejor, su medalla sobresaliente. De ahí esa claridad a veces desconcertante de sus actitudes. No tiene una en la que pueda sospecharse siquiera segundas intenciones. Suele tener a menudo eso que los sensatos llaman imprudencia. Imprudencia en decir las cosas de frente, imprudencia en asumir conducta definida, inconfundible.

    Completa su figura de estatura media, una vestimenta pobre. Así se lo ve, la mayor parte de las veces, con traje de pastor, pantalón de pana, chaqueta campesina. ¡Qué contraste, entonces, cuando aparece en Madrid vestido a lo "señorito", con chaleco obscuro y con la flagrante incorrección de la camisa sin cuello que delata su procedencia! Cómo no adivinar en el garbo de ese muchacho el origen rural, el gesto torpe del deshabituado a las ciudades. Así es que aparece a ratos con el zapato puesto, el único que tenía, y teniendo que usar al día siguiente la alpargata cómoda donde no hay necesidad de comprimir los huesos. No tendrá nunca otro aire que el quemado por el sol de los campos. Aire que le viene bien, y que le sienta.

    Solamente más tarde, mucho más tarde –cuando la vida se cumplugo en permear su rostro con una fatiga enorme, fatiga de sufrimiento–, es cuando por única vez a lo largo de su itinerario, la consunción que hiere su espíritu, troca su gesto de júbilo por una máscara fantasmal de visajes destruidos. Mas, como su figura física se afana en persistir sólo con la plenitud con que se mostró siempre, no nos queda sino un dibujo de su estado de desagregación patética, el que Ricardo Fuentes le hiciera en una celda, esbozado a lápiz, demencial y pavoroso. Poco o nada queda ya de la frescura de antaño. Las cejas están arqueadas por la congoja, y surcos terribles hienden y deforman el rostro, como abiertos a machetazos. Los ojos miran agolpando toda la interrogación del mundo.

    Es una dolorosa imagen de crepúsculo. Las nubes se concentrarán sobre su frente, comprimiendo las sienes, es ya en el momento en que al distenderse van a soltar el sudario sobre su rostro. Aun así, la energía espiritual está viva. Pueden leerse las muchas páginas desgarradas, cargadas de preguntas, que su portentosa expresividad transmite.

    Entretanto son aquellos retratos, los de la brillantez fragosa, los que ponen una luna radiante en la imagen que de él nos queda. Aquí apenas los huesos están queriendo enseñar su geografía, en un escandaloso desafío. En aquéllos está todo el llamamiento, el imán atrayente, la trascendencia de su persona. Se descubre en ellos sus sondeos en lo recóndito, como quien perdido en una galería, avista ya la claridad de la salida.

    La imagen de Hernández será siempre la de su obra: pujante y levantada hasta el fin, cualquiera sea el deterioro que su carne sufra, un rostro de pleno mediodía.

    En sus días oriolanos, nadie se le asemeja. Está lleno de la potencia asombrosa, y eso se ve. Pastor, deambula más que sigue, detrás de las majadas, la imaginación llena de algo que los demás no entienden. Y cuán-tas veces los animales se pierden, y él, sentado sobre una piedra, acumula sol sobre el rostro radiante. Su cuerpo, fiado al aire libre, se macera en salud brava, preparándose para tiempos más duros.

    En él se percibe pronto la llama informe que va a desarrollarse; el menos prevenido puede pispar lo que se oculta en el muchacho inquieto. Mientras en otros la crisálida permanece escondida hasta el momento oportuno, en Hernández aflora como un nimbo atractivo que domina sus gestos. Tenía la expansividad de quien está demasiado cargado y necesita comunicar sus sensaciones. Hace amistades con facilidad. Quien lo haya tratado no podrá olvidarle. Además, su temperamento errátil que lo llevaba a todos los sitios, permite que casi todos sus paisanos le conozcan. Agitado e inestable, treme sacudido por la desatinada fuerza que precisa expandirse. Está envuelto en el exorcismo.

    (cont.)


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    Mensaje por Lluvia Abril 10.09.16 3:17

    "MIGUEL HERNÁNDEZ, DESTINO Y POESÍA" (E.R.)

    (cont.)


    Era un ser nervioso y absorbente. Tenía el organismo sano, aun-que algo quedó dañado para siempre: la cabeza. Conocemos el origen de esa lesión que no le abandonará nunca. En todos los períodos de su vida estarán presentes los dolores. Tanto sufría con ello, que puede recordarse con qué exaltación recomendaba –años después,– que se protegiera de cualquier golpe la cabeza de su niño. Fuera de eso, nada. Una esencial fuerza corporal agregaba a su imagen espiritual el complemento de un equilibrio físico admirable.

    El viento y él son una misma cosa; se confunden, son una misma chispa. La excitación le tendrá en vilo, precipitándole en el vértigo, y siempre estará vinculado a una vitalidad de torbellino. La satisfacción que le aureola es la del que está pleno, dichoso de participar en las vastas activaciones de la vida. Va ungido de entusiasmo y magnificencia, porque su vocación es no parar, no detenerse hasta escanciar los jugos amargos y las ambrosías, todo a la vez, colocándose en el centro de la circulación vibran-te. Tiene saturación de fertilidad. Está en su rostro la alegría feérica que es expansión de las satisfacciones creadoras. Todo le mana con profusión generosa. No se nota en él ese estado sombrío de los que están vacíos de ímpetu ascendente. Sabe que a su contacto las cosas cobrarán una volitiva animación, contagia-das de su energía fecunda. Va a conmover todo, a su paso, como un soplo.
    Y lo dice:

    "El día que sientas un gran viento sobre las casas de Cox, que se lleva las tejas, dí: ahí viene Miguel. Porque llegaré corriendo y voy a revolucionar con mi llegada cielos y tierras".
    ¡Premonición formidable!


    Fin del capítulo VI


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    Mensaje por Lluvia Abril 10.09.16 3:21

    "MIGUEL HERNÁNDEZ, DESTINO Y POESÍA" (E.R.)


    Capitulo VII


    NUEVAMENTE MADRID

    Siento que un árbol sediento
    llevo incorporado en mí.


    Miguel llegó a Madrid siete meses antes de que un gesto colectivo y heroico llenase de miedo, estupefacción y esperanza a la península: el levantamiento de los mineros de Asturias. En la bóveda española aparecía un sol que era aviso augurador de sucesos depuradores. El proletariado español blanco de la miseria y del constante escamoteo, enderezaba su aspiración hacia lo que la burguesía no era ya capaz de darle; comenzaba a tener, de una vez y de veras, noción exacta de lo que hacía falta, de que la burguesía emprendiera las reformas profundas, socavando así los privilegios de los feudales y del clero, que al amparo de su tibieza y vacilaciones, se disponían a soltar el tigre negro de la "otra España", es decir, la inquisitorial y llena de escondrijos. Los mineros de Asturias dieron la advertencia y el aviso, advertencia certificada en la demostraron de su braveza. Si la represión monstruosa de Gil Robles dejó correr sangre obrera en tierra angustiada y fértil, aquella sangre quedó allí como un palpitante bulbo grávido de premoniciones. No fue el levantamiento asturiano otra cosa que la concreción de un largo despertar democrático de las masas obreras y campesinas que, entre el enorme fárrago de discursos y palabras de los gobernantes incapaces de corroborar con hechos sus promesas y declaraciones, resolvían por sí mismas vindicar sus aspiraciones en el hirviente dínamo de una jornada de proporción histórica. Reprimida sin misericordia, la gesta de Asturias dio la medida de la vitalidad obrera. La reacción sintió que ya no le bastarían sus fuerzas internas para contener el oleaje y comenzó a gestar su connivencia con el fascismo extranjero. Tramábase así el socorro del vecindaje, lo que no hizo más que refregar los ánimos y la enardecida intimidad de las conciencias.

    Ese año de 1934, año en que Miguel Hernández se reincorpora a Madrid, y por lo tanto al laberinto inquieto del caldeado clima político, sería un año de cuerdas tensas y ansiosas preparaciones, de grandes luchas democráticas. Éstas, con el prestigio de algunos trances victoriosos, objetivaban limpiar el cielo del asediante nublado de las fuerzas retrógradas. Gobiernos subían y caían. Para las elecciones que vendrían dos años después, febrero de 1936, se constituiría el Frente Popular, concreción que iba a desorbitar a los enemigos. El año 35, sería el de las vacilaciones de los timoratos que, a desmedro de sus alardes izquierdistas y su barullera fraseología –además de su aparente comedimiento–, propendían a conciliar con la sombridez reaccionaria, antes de extirparla quitándole el sustentáculo material que la ensoberbecía. Sería un año de espabilamiento de las energías honradas.

    En aquel mes de marzo de 1934, un inquietante clima de tensiones cívicas hacía de Madrid un colmenar de fervorosas experiencias. Se plantaban las primeras simientes que, intercambiándose pacientes llamas como signos de un mismo anhelo, anunciaban el florecimiento de una actitud trascendente, de un frente común que rompía la mansitud y el conformismo, preparando el gran gesto que al rostro ibérico correspondería en un próximo futuro. Fiándose apenas de sus propias energías, la clase trabajadora acaparaba sus dispersas substancias, hacía esfuerzos por apartar las piedras que podían contribuir a ahondar las diferencias que hervían en su seno, procuraba el lenguaje justo que convenía a la propia razón de su existencia, todo con la inteligencia de que solamente su unidad podría salvaguardarle de las amenazas, que eran muchas. Eso requería una enorme paciencia y un trabajo sin desmayos. El riesgo y el peligro duplicaban su fuego, dejaban tensa la atmósfera. El vigor de esos esfuerzos tocaba también a los intelectuales. Sus círculos sufrían el impacto, como una campana que vibra al estruendo de la campana adyacente en vuelo. Algunos poetas, Rafael Alberti entre ellos, a quien habrá que reconocerle siempre haber sido de los primeros que resueltamente ponía su pluma y su conducta al servicio de las nobles causas de su pueblo (su actuación en los días de la Re-pública de 1931, su revista Octubre de gallarda osadía, sus declaraciones de que a partir del 31 consideraba que su obra poética y su vida estaban "al servicio de la revolución española y del proletariado mundial", le conferían una autoridad imposible de retacear), algunos poetas y escritores, entre quienes se contaban, además de Alberti, María Teresa León, Manuel Altolaguirre, Emilio Prados, Arconada, Concha Méndez, entre otros, hendían el aire con el vergajo de su esclarecido talento. Poco a poco hicieron crecer, entre sus colegas, la fe en un apostolado nuevo y la necesidad de estar atentos a las conmociones de la hora. A través de intensas discusiones se apiñaba el interés en torno de ese grupo que, pequeño al principio, acabó por ejercer una influencia inestimable. Como consecuencia de lo que acontecía en el ambiente cívico, un nuevo personaje se instaló en la mesa de la tertulia de los escritores: el pueblo. La realidad de España saltaba a los ojos y aquel que se substraía a su imán poderoso, o caía en posturas falsas o tenía que acabar vencido por la envolvente ola.

    (cont.)


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    Mensaje por Lluvia Abril 11.09.16 2:55

    "MIGUEL HERNÁNDEZ, DESTINO Y POESÍA" (E.R.)

    (cont.)


    Cuando arriba Miguel Hernández, en marzo de 1934, a la metrópoliapetente de la lucha agitada que pudiera ensancharle la visión de la vida–, la gran temperatura política española se le escapa de las manos. Se le escapará todavía por algún tiempo. Viene demasiado encerrado en sí mismo, con todos sus conflictos a cuestas, perdido sonambúlicamente en la ambición de sus proyectos, oculto en el bastidor de su embeleso, con escasa experiencia como para que se consumaran en él los impactos de mayor alcance, henchido por sus angustias y sus menesteres de joven en búsqueda. Era normal y tal vez necesario que así fuera. El aprendizaje tiene sus escalas necesarias; debía cumplirse en él la etapa de ascensión hacia sus propios ensueños, de modo que los hallazgos posteriores adquiriesen visos de rotura con un concepto de las cosas que ya no le sirviese de impedimento en su nueva conquista. Al comienzo andará descaminado, atento a las conquistas y a las pérdidas del movimiento anónimo de sus de-seos, sin despojarse aún de las vivencias demasiado cercanas de su anterior itinerario. El caudal llevará por algún tiempo aderezos de su pasado, obstruyendo su libre curso. No se despojará tan pronto de los sonidos que trae consigo: está orgánicamente Integrado a ellos y le costará afán y fatiga sobrepasarlos. En Miguel Hernández el esfuerzo de avanzar fue siempre doble, por-que no consumó completamente el rompimiento con cuanto le precedía y que enconadamente continuó cercándole. Por eso mismo no vio de entrada lo que de más substancial y valedero el Madrid de ese momento podía ofrecerle.

    Triunfar en la gran ciudad es su propósito, trabar una atrevida lucha para sobresalir, revelando su tesoro. No sospechó al comienzo cuánto le costaría integrarse a esa ciudad que, en secreto, amaba. La primera experiencia en ella había resultado frustrada, mas su hechizo le había acompañado hasta el punto de hacerlo retornar. Aunque jamás superó por completo el recóndito desdén por la vida febril que emana de sus bullicios, desdén torpe y provinciano, intuía sin embargo que sólo allí tendrían espacio y aliciente sus proyectos. Y como traía consigo la des-confianza y la timidez que su introspección alimentaba, no le fue fácil ver lo que más tarde le deslumbraría. Le preocupa hacerse conocer, por ahora; confía para eso en el auto sacramental que trae y en la credencial de su Perito en lunas. Y como se cae siempre en el círculo acorde a la sensibilidad que se tiene, a las ideas que se abrigan, las puertas de Cruz y Raya, la revista católica, se le abren pronto. Era justo que así ocurriese. Quien te ha visto y quien te ve, cuyo nombre era el de su obra, merecía la atención de José Bergamín, su director, a cuya mirada zahorí no podía escapar el legítimo valer de su talento en cierne. La sor-presa fue legítima. Se veía la gota pura, el ansia de perfección encauzada, la abundante expectación y el asombro intercalados en medio de brillantes y consumadas imágenes de inequívoco lustre.

    Ciertamente, entraba en el ambiente con pie firme. Vive por un tiempo con la idea de poder estrenar su obra, idea que le procuró también la ilusión de poder ir viviendo de ella. Pronto la cuestión quedó olvidada, no antes de que abrigara la esperanza de traer a Josefina a Madrid, a la que haría venir con una hermana, si la compañía del teatro Eslava, a la que hizo conocer el auto, se aviniese a estrenarlo. Pero la obra fue rechazada. Comenzó a ver la dura cara de las cosas. Fueron tristes sus primeros meses en Madrid, a pesar de que la publicación en Cruz y Raya le abrió la notoriedad de un público minoritario. Pero no era joven de conformarse con medias tintas. Sencillamente no se acostumbra con las largas esperas y se desarregla en el afán de arreglarlo todo con premura. Vive en una pensión, cuya pobreza magnifica y comenta exageradamente porque se siente solo y porque, teniendo fe en sus valores y confianza total en su talento, supone que no se le aprecia lo suficiente. Por otro lado, le bastan las primeras observaciones para verificar que no todo en el mundo literario se resuelve por ley de merecimiento, y ve la falsa popularidad y lo que hay de insincero en la sobresalencia de algunos. Toda la imagen pura que tenía de la vida intelectual –tan absolutamente creyente (incapaz como estaba de pensar que entre bastidores también suelen tramarse los prestigios efímeros), sin malicias ni disimulo– se le resquebrajó poco a poco. Y como no se despegó del limbo que inicialmente trajo consigo, un amasijo de ira y desconcierto fue el saldo de sus comprobaciones acongojadoras. Además, la herida que produjo el choque, choque inevitable y necesario, le hizo vivir pendiente de la alforja de vivencias que traía: la tierra natal, el grupo de amigos y, sobre todo, el amor que dejaba un color de llanto en sus crepúsculos. Tiene pocos amigos. Visita siempre a Concha Albornoz y ha de esperar todavía algunos meses para el hallazgo de la segunda decisiva amistad de su vida. (¿De qué vive mientras tanto? ¿Cuáles fueron las ocupaciones de Miguel durante el año 34? ¿Estaba instalado ya en la misma pensión de la calle de los Caños N° 6, en donde lo encontraremos por el mes de abril de 1935? ¿Hasta cuándo le sirvieron las 200 pesetas que, según se dijo, recibió de Cruz y Raya? ¿Las recibió verdaderamente?) En Orihuela sus amigos viven pendientes de su suerte; tanto les ha entusiasmado sus primeros éxitos que ya Ramón Sijé diserta sobre su libro, y su primo, Antonio Gilabert, recita en el salón Novedades, sus poemas.

    (cont.)


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    Mensaje por Lluvia Abril 12.09.16 0:31

    "MIGUEL HERNÁNDEZ, DESTINO Y POESÍA" (E.R.)

    (cont.)


    La mascota del grupo se aureola con los primeros prestigios y sus ecos llegan a alegrar sinceramente a quienes confían de ve-ras en él. Mayor aún es la dicha de Ramón Sijé, que tiene a Cruz y Raya por segura guía. Miguel es su mayor esperanza y se tranquiliza al saber que no anda por malas vías, pues una secreta aprensión se apoderó de él al principio en relación con lo que podía acontecerle en Madrid, conociendo su exaltado temperamento. Sabía que la ciudad iba a operar en él un cambio radical; vivió pendiente de sus noticias. Su inquietud se calmó cuando supo que Bergamín protegía al muchacho. Lo que Sijé, ¡ay!, no suponía, es que esa celosa vigilancia iba a tornarse pronto coacción angustiosa, al primer presentimiento de que el discípulo estaba a punto de tomar otros caminos, en el afán labriego de cultivarse sin limitaciones. Ambos iban a sufrir llegado el momento. Estaban unidos, al fin, por algo más que el simple con-tacto advenedizo. ¿Cómo seguirle paso a paso desde la distancia?

    La correspondencia de Miguel desvanecía todas las aprensiones iniciales. Nada había mudado en él, a juzgar por lo que se traducía en su estado de ánimo; continuaba al parecer compungido

    por haber perdido la calma y el sosiego de provincias, incómodo en el dinamismo multifacético del trajín ciudadano, inmerso en su nostalgia, hambriento del retiro roquero y montaraz que parecía faltarle. Seguía solicitando la voz consoladora de Josefina. En fin, seguía patinando en el vértigo sin hallarse.

    Sentimientos contradictorios, en verdad, le minaban. Si por un lado sabe que en Madrid puede sobrepasarse a sí mismo, agitar-se y trascender, por el otro le llaman sus antiguas raíces. Este conflicto está en pleno desarrollo. Aquí palpita lo que quiere conquistar, allá lo que no fue olvidado; aquí el contacto con lo más viviente; lejos, lo que precipita su corazón en la añoranza. El recuerdo de los días de amor no se extingue; continúa asaltándole con su atmósfera de codicia y de bonanza, se le extiende ante los ojos como un mundo fértil y natural en el que se asienta la felicidad sosegada. Cuando regresa a su cuarto y se enfrenta con sus silencios y el retrato de la amada, la perplejidad le en-camina al desconcierto. La impaciencia es parte de sus gestos y ninguna distracción le aparta por completo de su idea fija. Así es que, para calmarse de una vez, el 27 de septiembre de 1934, antes de acabar el año, formaliza su noviazgo. Ahora sí puede dormir en calma. ¿Hasta cuándo? Hasta que otra vez se desboque su tormenta.

    Un mes después, todavía, Asturias intercala, en los sucesos de esos meses, un color de heroísmo que jamás podrá olvidarse. Miguel, que sigue sin escapar de sus propios latidos, participa grave y anonadado en las nerviosas discusiones que el levanta-miento de Asturias desata por donde vaya. Sus raíces comienzan a moverse y a desperezarse, inoculándole los retoños primeros de la rebeldía que pronto le pondrá definitivamente en vilo. Su pleamar se gesta en lentas preparaciones.

    Regresa de Orihuela, en donde ha ido a ver a Josefina y sus amigos, y ya reincorporado a Madrid, frecuenta aún más los grupos de escritores entre quienes inevitablemente acaba sus atardeceres.

    En esas tertulias, su don de observación le procuraba goces taciturnos. Hombres de distintas capas sociales desfilaban ante sus ojos; distinguió que entre tantos artistas de legítimo valer, también los había triviales, advenedizos y, sobre todo, que no siempre la aparente circunspección era signo de probidad. Así como le tocó pulsar la ancha generosidad, así también percibió la napa de mezquindad y de egoísmo que sustentaba ese mundo. Alguna vez dejó traslucir esa conclusión en sus cartas. Fue ganando intensidad y visión segura de las cosas, experiencias íntimas, in-apreciables adquisiciones. No consiguió nunca ese gesto de mesura con que otros hipócritamente, silencian sus reacciones ante las enervantes bajezas humanas. De ahí sus explosiones coléricas, sus improperios apasionados. Con su temperamento a flor de piel, se desmandaba de modo temerario. Por eso también había los que le recelaban.

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    Mensaje por Lluvia Abril 12.09.16 3:55

    "MIGUEL HERNÁNDEZ, DESTINO Y POESÍA" (E.R.)

    (cont.)

    En casa de Pablo Neruda encuentra la palpitante camaradería, la que más hondamente le toca. Allí la predisposición bondadosa, la autoridad del espíritu que ondea, alada y tierna, estimulando a quienes comienzan. El chileno, vencedor y maduro, le brindó el calor que necesitaba, los abrigos esenciales que jamás se olvidan. Neruda, con zahoríes ojos dormidos, vio lo que traía de luz viviente y mensaje, vio en él la saludable euforia, la desbordante elevación que la timidez apaciguaba.

    La historia de este encuentro es piedra angular en la historia de la formación de Miguel Hernández, historia de fidelidad ejemplar y de hermosas fraternidades. Hasta entonces Miguel había estado apenas en la superficie del entrevero; en casa de Neruda iba a conocer al mismo corazón de la inteligencia española, pues el gran poeta chileno era centro actuante en medio de las circulaciones.

    En momento oportuno se conocieron. Neruda estaba en plena conjuración de misterios poéticos, en solitaria masticación de enormes dolores, en dramática pesquisa de subyacentes alaridos que le encaminaban hacia el propio temblor de los grandes enigmas, con sentidos que volvían táctiles los aromas y perfumados los más inmóviles minerales, todo con un gran desorden forajido, genial, desconcertante. El joven Hernández, deslumbra-do en una tradición de simetría, henchía las aristas clásicas con su incontenible turbulencia. El encuentro debió ser revelador para ambos. Para Neruda, por encontrarse ante tamaña fuerza adolescente cruzada por desconciertos místicos; para Miguel, que descubría en el americano una energía torrencial al cual podía arrimarse como a un árbol.

    Miguel ha hecho amistad también con Rafael Alberti, con María Teresa León, con Luis Cernuda, con Aleixandre, con Cossío. En años anteriores, había conocido ya a Federico García Lorca, como hemos visto. Pronto Miguel sobrecogió a todos con los sonetos que a la sazón gestaba. El rayo que no cesa iba creciendo por esos meses. Neruda lo estimulaba. Delia del Carril le dio el calor tibio de su noble alma. Miguel, en esa casa se sintió como en la suya. En el homenaje escrito de los poetas españoles a Neruda, en ocasión de la publicación de sus Tres cantos materiales, figura también Miguel Hernández. Así, entre ambos, la amistad pura recobraba sus dinastías.

    Neruda cuenta aquel encuentro: "En un fuerte verano seco de Madrid, del Madrid anterior a la guerra, me encontré por primera vez con Miguel Hernández. Lo vi de inmediato como parte dura y permanente de nuestra gran poesía. Siempre pensé que a él correspondería, alguna vez, decir junto a mis huesos algunas de sus violentas y profundas palabras.

    En aquellos días secos de Madrid llegaba hasta mi casa cada día, a conversarme de sus recuerdos y de sus futuros, llegaba a mostrarme el fuego constante de su poesía que lo iba quemando por dentro hasta hacer madurar sus frutos más secretos, hasta hacerle derramar estrellas y centellas".

    Hernández, por su lado, lleno de gratitud le dedica una Oda entre sangre y vino a Pablo Neruda:

    De corazón cargado, no de espaldas,
    con una comitiva de sonrisas
    llegas entre apariencias de océano
    que ha perdido sus olas y sus peces
    a fuerza de entregarlos a la red y a la playa.

    Y a Delia del Carril: No encontraréis a Delia sino muy repartida como el pan de los pobres detrás de una ventana besable: su sonrisa...

    También, por aquel entonces, solicita a Vicente Aleixandre un ejemplar de La destrucción o el Amor, que salía de las prensas. Se lo remite y lo invita a visitarlo.

    También allí encontrará Hernández una calurosa acogida. Aleixandre pasa a ser, pronto, con Neruda, algo así como su ángel custodio. Oda entre arena y piedra a Vicente Aleixandre se titula el poema que le dedica, del mismo tono que el ofrendado a Delia y a Neruda.

    Entre el placer de esos hallazgos de amistad radiante, Miguel continúa en conflicto. La desconcertante carátula dramática, agazapada en su alma, no era óbice sin embargo para la explosión constante de una intensa alegría de vivir, delirante en sus gestos. Tenía un temperamento travieso, propenso a la exultación sin reticencias, a la flamante risa. No violentaba su talante de muchacho expansivo; no le ponía aderezos de gravedad postiza. Se le transparentaba la individualidad insurgente y expansiva. Un muchacho jocundo y pleno.

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    Mensaje por Lluvia Abril 12.09.16 4:00

    "MIGUEL HERNÁNDEZ, DESTINO Y POESÍA" (E.R.)

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    ¡Curioso! Como son múltiples los avatares del hombre asediado por las vivencias secretas, infinita es también la versatilidad de quien debe acompañar la mutación de las cosas; y nada es tan imprudente como suponer que la grave combustión espiritual priva al ánimo de la constante capacidad de asombro, piedra de toque de la dicha y la alegría de vivir. En la hora de creación puede ser desgarrado por el extravío melancólico; no siempre, por eso, la cuerda tensa ha de mantenerse en emisión de notas tristes. En el alma hay también un rosado amanecer como en los días. Podía Miguel Hernández sangrar la frente en los minutos de transportación y batalla demiúrgica, podía conversar, en el silencio, con su "sino sangriento", podía lidiar con la fatalidad en sus hornos interiores, mas también salía a pleno sol y entonces ¡qué soltura y ritmo alado! Equivocado es imaginarle, por la influencia de su obra, sañudo y grave.

    También tenía sus ráfagas obscuras. A pesar de la jovialidad que abría sus flores en su rostro, cierta formalidad hacía ver su procedencia campesina. Por momentos parecía un rostro taciturno. Contemplaba las cosas desde su mirador de ensimismamiento y no pocas veces con salidas intemperantes. Complejo tempera-mento. Mas el gesto sombrío no excusaba el desplante alegre con que enseñaba un signo de salud, su menester de expansiones. Erigía su fe en la superabundancia de la vida, como un himno necesario e imprescindible con que completarse en la marcha. Su melancolía no obstaba la explosión de la otra cara de la medalla: el entusiasmo, entusiasmo en el que se completaba para trazar la unidad superior y feliz de su modo de ser. Su plenitud era producto de las contradictorias lámparas que se hacían guiños en los meandros de su alona, interceptándose simultáneamente el resplandor, en pugna por la prevalecencia de sus colores. No era extraño verlo una noche lleno de alegría y, en la siguiente, con los ojos sombríos como acabados de perturbarse en un sótano; apasionarse, por ejemplo, de alguien sin prestar oídos a ninguna advertencia o bien predisponerse al rechazo frente a otros de acuerdo y conformidad a su estado de ánimo. ¡Difícil poeta!

    Apenas despojado del embarazo que parecía envolverle en las reuniones, paseando por las calles de Madrid con los más íntimos, o simplemente en las tertulias más familiares, como librándose a cierta altura de algo que le constreñía, como elevado por un soplo vivificante, se tornaba relampagueante y travieso, embriagado de buen humor y poesía. Neruda continúa contando:

    "Había recién dejado de ser pastor de cabras en Orihuela y venía todo perfumado por el azahar, por la tierra y por el estiércol. Se le derramaba la poesía como de las ubres demasiado llenas cae a gotas la leche. Me contaba que en las largas siestas de su pasto-reo ponía el oído sobre el vientre de las cabras paridas. Y me decía cómo podía escucharse el rumor de la leche que llegaba de las tetas, y andando conmigo por las noches de Madrid, con agilidad increíble, se subía a los árboles, pasando con rapidez de los troncos a las ramas, para silbar desde las hojas más altas, imitando para mí el canto del ruiseñor. El canto de los ruiseñores levantinos, sus torres de sonidos levantados entre la obscuridad y los azahares, eran recuerdo obsesivo, apretado a sus orejas, eran parte del material de su sangre, de su alma de barro y de sonido, de su poesía terrenal y silvestre, en la que se juntan to-dos los excesos del color, del perfume y del sonido del levante español, con la abundancia y fragancia de una poderosa y masculina juventud. Su rostro era el rostro de España. Cortado por la luz, arrugado como una sementera, con algo rotundo de pan y de tierra. Sus ojos quemantes eran, dentro de esa superficie quemada y endurecida al viento, como dos rayos de fuerza y de ternura". Neruda hizo todo para que quedara definitivamente en Madrid. El Vizconte de Mamblas, Jefe de Relaciones Culturales en el Ministerio de Estado, le comunicó que ya tenía un puesto para Miguel. Cuando Neruda le transmitió eso, regocijado, Hernández le respondió: "¿No me podrían dar un rebaño de cabras cerca de Madrid?"

    (cont.)


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    Mensaje por Chambonnet Gallardo 12.09.16 19:01

    Pascual Lopez Sanchez escribió:Volveremos a este espacio en unos días con un autor de gran interés. Necesitamos, Lluvia y yo, sin embargo unos días. Nos hace falta un libro de ese autor. Intentaré conseguirlo en España, aunque lo veo complejo. Es probable que me tenga que dirigir a algún amigo paraguayo, en cuyo caso la demora sería de unos días más. No podemos empezar sin ese libro...? Obviamente sí; tenemos material suficiente: pero en aras a un compromiso y seguimiento histórico lo normal es empezar precisamente por el libro que nos falta.

    Gracias.



    Apreciado y distinguido poeta... esperaré en la dudosa etapa del tiempo que me queda ver la obra realizada...

    Hasta Murcia un fraterno abrazo doctor... Gallnnet
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    Mensaje por Lluvia Abril 13.09.16 0:17

    Pues lo primero y en nombre de nuestro querido Pascual, y por supuesto en el mío propio, te doy-damos las gracias por acompañarnos en este lugar, donde por cierto, hay mucho muchísimo por dar aún.

    Un beso, MAESTRO y lo dicho, muchas gracias por pasar.


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    Mensaje por Lluvia Abril 13.09.16 0:20

    "MIGUEL HERNÁNDEZ, DESTINO Y POESÍA" (E.R.)

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    Sus dificultades económicas se han agravado. Todas sus ilusiones de vivir de su obra han caído por tierra. En la pensión de la calle de los Caños, en donde se le ubica por el mes de abril, la situación se torna difícil, y no hay alteración que indique una solu-ción apropiada. No se decide, además, a tomar cualquier cosa, pues sabe que eso significa perder la libertad que tiene para crear. Que en eso anda. Está con grandes proyectos. El teatro le sigue tentando, paralelamente a la labor poética que emprende. En esa ocasión Cossio le da la mano ofreciéndole un puesto como secretario suyo en Espasa Calpe y hace todo para facilitar-le la tarea. Miguel acepta y los cincuenta duros que recibe le sirven para calmar su afligente estado. Hace biografías de toreros, asunto que le agrada y le impide acabar desvaído en la rutina oficinesca. Eso también le posibilita algunas breves incursiones por el interior de España en busca de datos. Por lo menos es eso lo que comunica alegremente a Josefina.

    La urbe comienza a ganarle; sus cartas se llenan de un tono satisfecho. Algo nuevo está ocurriendo en su vida. Raúl González Tuñón y Amparo Mon han llegado a España. Pronto traban conocimiento. Comienza el ciclo de las grandes y fuertes discusiones políticas. Raúl González Tuñón le estimula y le insta a dejar acabado su drama Los hijos de la piedra, prometiéndole que ha de hacer todo para que se estrene en Buenos Aires. Efectivamente, cuando regresa a América en ese mismo año, trae consigo los originales. Años después será estrenado por el Teatro del Pueblo.

    Se va aclarando su horizonte. El año 35, antes de acabar, le depara dos acontecimientos de importancia, uno feliz y otro desventurado. Sijé muere en Orihuela en pleno apogeo de su talento y Miguel queda atónito para la noticia. Por otro lado, su libro El rayo que no cesa está concluido. Entre esta dicha y aquella pena, escribe todavía el 10 de enero de 1936 la "Elegía" hermosísima con que traduce su hondo dolor por la muerte del amigo.

    Quiero escarbar la tierra con los dientes,
    quiero apartar la tierra parte a parte
    a dentelladas secas y calientes.
    Quiero minar la tierra hasta encontrarte
    y besarte la noble calavera
    y desamordazarte y regresarte.


    "Lo más hondo y mejor que he hecho", escribe a Carlos Fenoll. Y es cierto.

    ....Omitimos 12 líneas...

    (Fin del capitulo VII)


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    Mensaje por Lluvia Abril 14.09.16 4:12

    "MIGUEL HERNÁNDEZ, DESTINO Y POESÍA" (E.R.)

    Capítulo VIII


    EL RAYO QUE NO CESA


    ¿No cesará este rayo que me habita
    el corazón de exasperadas fieras?


    El tráfago de la vida en Madrid, no le apagó la soledad, ingente y obscura, que turbadoramente le aprisionaba. En medio de todo, conservó siempre el retiro creador que le haría madurar sus bellos frutos. Ni lo que a su alrededor ocurría, ni lo que había de quehacer y fatiga en su persona, pudieron distraer el movimiento de anónimo sonido con que se tejía la urdimbre de su obra. Ésta, como una marea vasta, y agitada fue creciendo con la natural incertidumbre con que suele levantarse en sus comienzos hasta lograr la consumación esperada.

    Los días tenían una hora en que Miguel se sentía triste hasta las lágrimas: la del crepúsculo que al desteñir el mundo le cubría con su abatimiento. En una carta de octubre de 1935 a Carmen Conde y a Antonio Oliver, los amigos de Cartagena, lo dice: "La mía [su vida] está ocupada por toda la melancolía del otoño, sobre todo al crepúsculo". Triste palidez ésa del crepúsculo, a cuyo embrujo la sangre se desacata y oprime, evidenciando su fragilidad al suprimirse el día. Como muchos otros, él sentía esa pesadísima carga y por eso mismo salía siempre a la calle antes que la sordidez del momento le avasallase; salía a buscar a los amigos, con esos "ojos tristes de caballo perdido" con que Alberti lo veía. Era la hora de sus apariciones, en procura de la atenuación de la pena profunda. Y se colige de sus cartas la presencia de esa fría y huérfana sombra que ocupaba su habitación a esa hora, con sus inacabables silencios.

    Comenzó a saber –qué pronto para saberlo– que el escribir es oficio turbador y terrible, aparejando consigo las transpiraciones jadeantes y los desorbitados pánicos. Por eso mismo cuando Justino Marín, el otro Sijé, le envía unos poemas, Miguel le aconseja no seguir su camino "porque son muchas las penas que cuesta escribir con sangre y muchas muertes". Conciencia tenía, de los peligros de la vertiginosa carrera. Parecida honradez la suya al del ínclito Darío, que en trance también de desnudarse el alma, como solía desnudarse, exclamó sin embages: "Yo no  
    aconsejo a la juventud de mi patria que se dedique a las tareas de las Artes. Esas cosas no se aconsejan... ¡Que el que nazca con su brasa en el pecho sufra eternamente la quemadura!"

    Bien sufría también Miguel Hernández esas quemaduras. Hacía meses que venía acometiendo la empresa de aprisionar en la frágil cárcel de un pequeño libro sus turbulencias todas, en "labor de huracán, amor o infierno" como él mismo la denominó. Obedeciendo a la única razón atendible, a una aspiración entrañable de dar rienda suelta a los sobresaltos de su sangre, intentaba –por medio de la creación– poner remedio a sus heridas. Y como no era joven de apetencias exiguas, se lanzó al laberinto con el riesgo del pecho abierto y el pulso furibundo, de tal modo que al borde de la pendiente adivinó ya lo que le esperaba. Con postura de desafío arrastraría el visionario peso de las cosas El sobrecogimiento inicial que da validez al intento se le dio en seguida, sin retrasos, de modo que no se perdiera nada del grito que iba a proferir en el comienzo. Para eso, se le dio viabilidad al campo de los tres símbolos esenciales, en cuyos rincones medrosos no se puede ya abdicar ni desfallecer: la Muerte, que es término y penumbra de nuestra disputa con lo efímero; la Sangre, que al conferirnos latencia nos hace sentir sus picaduras y sus arranques durante la jornada; el Toro, símbolo varonil en su poesía, ímpetu fecundador en el avatar de la especie. Acaso lo más importante sea que tan temprano haya encontrado esos símbolos, claves y salvoconductos para otros. Es que desde hacía rato se estaban madurando en él los grandes pensamientos. En la época más rica de su formación, los mayores de la literatura española le señalaron el camino difícil, como hemos observado. Al comienzo, sólo inspeccionó esos lugares de esplendidez que le mostraban, luego los dominó y asentó en ellos su fortaleza y su señorío. Perseveró en el aprendizaje, y cuando se creyó listo para ahondarse en su ensimismamiento y troquelar su música, estará dueño de lo esencial e imprescindible. Al contacto con esos mayores no solamente se le tornaron claras las dificultades, sino que se empapó de antiguos quejidos y dolores que se asemejaban a los suyos, pues que eran quejidos y dolores de idéntico apetito de vida plena. En los versos de esos grandes nada fue dejado al acaso, sombras y claridades habían sido domeñadas, labradas con angustiosa simetría. Así aprendió el dominio de las formas y así también, al prorrumpir su llamado, pudo canalizarlas para que no se perdieran las avulsiones que traía. Revelación de su inaugural dominio.


    El rayo que no cesa no nació de una intención preconcebida, sino del intento por traducir lo que intensamente ocupaba su vida en esos meses; y lo que en esencia ocupaba su vida, sosteniendo sus fervores, era el arrebatado sentimiento amoroso que daba mayor tamaño a su existencia, ocupándola casi por entero. Porque cuanto hemos visto hasta aquí: las fervientes eclosiones sociales que le rodeaban, la vivificante influencia de los nuevos amigos, los trajines penosos que le exigían el sustento diario, el ir y venir sin interrupciones por la ciudad agitada; todo eso que contribuye a dispersar el ánimo y a modificar cuanto creció con uno, no mellaron su disposición de fidelidad ante la muchacha amada que, desde una luminosa distancia, le tironeaba con el recuerdo. "El rayo", arcilla abrumada de Amor y de Angustia, nació al calor de una evocación atormentada y confusa de ese ser que lo imantaba.

    Y todo lo demás, aprensiones, iras, sentimientos encontrados, agudas sensaciones de muerte y de derrota, derivaron de ese tormento. La cardinal puntuación para lo que escribía le llegaba de allá, y por más que intentase eludir el invisible duelo, duelo hondo que lo lesionaba, toda su alma acabó ocupada por la costumbre del asalto y el retroceso, de las claudicaciones y las victorias. No le restaba otra cosa que abrir el grifo caudaloso. Sólo desahogándose quedaría libre para otros emprendimientos.

    (cont.)


    Última edición por Lluvia Abril el 14.09.16 5:34, editado 1 vez


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    Mensaje por Lluvia Abril 14.09.16 5:32

    "MIGUEL HERNÁNDEZ, DESTINO Y POESÍA" (E.R.)

    (cont.)

    En el momento en que Miguel Hernández encontró el amor, se sintió acechado por los tirones y los avisos de un hombre único, de un misterioso caballero cuyo aliento le quemaba el rostro. El encuentro con este caballero es decisivo, porque esgrime no sólo palabras terribles, sino signos renegridos desde la noche en que habita. Le va a enseñar el gran truco de jugar con la vida, es decir, de afiebrarse sin saciedad y sin consuelo en una visión agónica de la circulación y el movimiento, porque este señor es de los primeros que ve lo que germina en la ceniza y lo que de moribundo lleva ya una hoguera. Así tenía que ser. El caballero don Francisco de Quevedo y Villegas, va a revolverle la fuente y a calibrarle la voz en la ejercitación del misterio. Años atrás, cuando todavía buscaba la entonación demiúrgica que le correspondiera, mientras Góngora le conducía de la mano para mostrarle lo delirante e inverosímil que tiene el idioma que estaba empleando, el ojo temerario de Quevedo, girando en una voluta de magia incierta, le inducía a una más recogida inmersión en aguas enigmáticas; ahora es el que le hace temblar y desgastarse en el límite en que se formulan las preguntas desasosegadoras. Trayéndolo a su presencia, Quevedo le intima a mirar de frente el lado muriente de las cosas, en donde las nieblas se entrecruzan, persuadiéndole de que el amor (que es nacimiento) y la muerte (que es la semilla que cae para germinar de nuevo) no son sino categorías de una misma cosecha. Hombre sabio y de meditaciones tremendas, Quevedo. No podría encontrar mejor consejero quien se enfrentaba a una borrasca. ¡Qué terribles cosas le murmura al oído! Y lo notable es que lo que no es fácil de entender en una edad en que todavía se da viabilidad al engaño-so color de las apariencias, esas grandes verdades que con crueldad le revelaba Quevedo, caen en el alma del muchacho campestre, preparado al parecer con antelación para la sabiduría. Quevedo le trae el frenesí angustioso a través del cual o se enmudece o se triunfa, o se paraliza o se interroga. Mas el joven español Hernández tiene en la sangre el material de preparaciones que se requiere para encararse con la Muerte, con la Fatalidad, con el Amor. Tiene en los ojos el germen de la lucidez para los atrevimientos en zonas penumbrosas. Y como está enamora-do, enamorado de un modo extraño y trascendente como sólo lo consiguen los de pulso en creación y disturbio, su corazón es cauce para la excelsa metamorfosis.

    Así ocurre. La vida en Madrid –rica de comunicaciones, de tertulias fragantes– es piedra inicial de su definitivo crecimiento. Si benéficas son las influencias que recibe, sometidas han de ser todas ellas al crisol particular de su temperamento, a su visión propia de cuanto le circuye, y que iban, al calor de esos contactos, aumentando y desenvolviéndose. Todo cuanto escriba, de ahora en adelante, tendrá un cuño inconfundible. ¿Por qué? Por-que ha descubierto la postura que no engaña: cantar con el oído puesto sobre lo que en su pecho se desencadena. Al entroncarse con Quevedo, se obliga al movimiento ardiente, al empleo de los ecos flagelados que tiene la noche como material de embrujo para conjurar a la agonía y lapidarse con el carbón de los augurios consternadores, malos augurios con los que se pone la más-cara de hombre desdichado y tasa en sombras los respiros puros de su adolescencia. Ahora sí, descubierto el empleo de las llaves, propalará sus claroscuros henchidos de juventud. ¡Momento hermoso el del encuentro del poeta con su propia voz, sin artilugios ni desvíos!

    (cont.)


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    Mensaje por Lluvia Abril 15.09.16 0:23

    "MIGUEL HERNÁNDEZ, DESTINO Y POESÍA" (E.R.)

    (cont.)

    Elige el soneto como forma, porque –intuición de los riesgos que corre– quiere poner bridas al caudal de sus pasiones y contener la trepidación de su sangre. Así es que se lanza al camino con las antenas alertas contra el peligro del desbordamiento.

    Hacía meses que venía Miguel Hernández marcando mojones en el transcurso de su viaje amoroso; con eficaz cuidado planta los cimientos de su requirente quejido en unos sonetos titulados "Imagen de tu huella", todavía bosquejo de la abrupción siguiente, toma de aliento para el bramido, ajuste de clavijas previo a la melodía. Tiene la prudencia de guardar esos balbuceos en la caja de oro de la espera. Sufrirán la lenta metamorfosis en la que el esfuerzo fructifica en realización exacta. Abrigaba el propósito bello de transmitir cuanto le conmovía, y dispuesto a afrontar todas las exigencias que eso mismo requería. Vencer la prisa fue la primera resolución cautelosa, e hizo bien, pues la prisa amenazaría siempre traicionarlo. Riesgo del que debía prevenirse. Le dio resultado esa callada espera. Pronto expurgó esos versos de hojas sobrantes que no respondían ya a su crecimiento. Aumentado el caudal, eligió un nuevo título, El silbo vulnerado, mas se guardó a su vez de darlo por concluido. Pacientemente, aunque con el apremio propio de la edad, siguió acogiéndose a las leyes del rigor y, cuando finalmente ya no le importunaban las adherencias y las luces excesivas, se encontró con el volumen aumentado y con un nuevo nombre, el definitivo: El rayo que no cesa. Era sólo entregarlo ahora. Cuando apareció, el éxito fue unánime. Hacía rato que no se escuchaba una voz con semejante carga de tensiones.

    Un carnívoro cuchillo
    de ala dulce y homicida
    sostiene un vuelo y un brillo
    alrededor de mi vida.

    Le había llegado el instante del rugido de la sangre, que fuerte-mente le sopla y le conmina a articular palabras donde se adivine su golpe ronco y vindicativo. Para la visión hernandiana, en
    la sangre está concentrada la cepa dramática de la vida, en ella se halla el centro donde la especie encuentra su redención y su calvario; la sangre es quien delira, soberbia y solitaria, por debajo de todo, la que ruge en su circulación trascendente. Es la sangre la que empuña la verdad y el fraude de la vida, con su pan genitor que alimenta y avasalla. A su paso se desarticulan los débiles; la sangre dicta la conducta y engendra también, con sus magníficos asaltos, la fatalidad y la muerte. El tema de la sangre que le enardece y satura con sus violentos tirones, que le preña la boca de terribles suspiros, que le condena y absuelve, que le arroja a un destino de cólera bravía, se repetirá a través de su obra. El rayo no es otra cosa que la expresión de los fragores inverosímiles que se le ramifican en la sangre; rayo que no de-pone su insistente flagelo, expandiendo por su cuerpo su temerario estallido y cuya presencia no puede eludir porque está en el origen de su propia inquietud y su propio tormento.

    Este rayo ni cesa ni se agota;
    de mí mismo tomó su procedencia
    y ejercita en mí mismo sus furores.
    Esta obstinada piedra de mí brota
    y sobre mí dirige la insistencia
    de sus lluviosos rayos destructores.

    El acometimiento de ese rayo –látigo furibundo que le enllaga por dentro– le hace sentir el cuerpo siempre en trance de nacimiento, como si la obstinación de sus golpes le inaugurasen todos los días. El amor, "rayo que no cesa" también, ese íntimo sentimiento en vibración y acoso, gajo de música en rapto venturoso, le mantiene en estado de madrugador impulso.

    Todo el cuerpo me huele a recién hecho
    por el jugoso fuego que lo inflama.

    Afirma, en su fogoso requiebro, que si la sangre encaneciera, como el cabello, con el tiempo y el dolor, la suya sería ya "pálida hasta el temor y hasta el destello". Deja sentado que aun antes de nacer, la fatalidad le marcó con sus herraduras negras. Es el "carnívoro cuchillo", el "rayo de metal crispado" que le solivianta las raíces y mantiene su dictamen desde tiempos inmemoriales en su destino.

    (cont.)


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    Mensaje por Lluvia Abril 16.09.16 5:39

    "MIGUEL HERNÁNDEZ, DESTINO Y POESÍA" (E.R.)

    (cont.)

    Las premoniciones se entrecruzan paladeando sus nocturnas gotas. El poeta se siente marcado por el signo de las desventuras que están en el origen de su vida. Desaliento y opresión accionan con vestimentas de vejez y lágrima. El llanto, el llanto viril que le empaña los ojos, es de siempre; parece ser que desde tiempos remotos contempló el existir a través del llanto, de sus inundaciones. ¡Qué tristes ojos para mirar! ¡Oh, descorazonadora estrella! Es la "mala luna" que signó su día primero, la "mala luna" al comienzo, y durante el trayecto los avisos del sitio que espera su caída, maderas que crecieron para refugiar sus despojos, las mortajas que han de recibirle, la tierra que "desde la eternidad está dispuesta a recibir su adiós definitivo". ¡Pavorosa visión de desamparo! Este miraje le quemará por siempre los ojos. Así se va viendo a sí mismo, zarandeado por el aluvión, las tempestades, los sacudimientos, los elementos todos de la fuerza letal que maneja su sino, un rayo abandonado que trepida en la noche.

    Su estrella gira alrededor del Eterno Femenino, centro esquivo que elude, consintiendo por lo bajo, su requerimiento amoroso. Inmemorial conflicto. Vano asalto del valladar fragante, que se le escapará siempre. Ha de quedar desamparado en la estancia del Amor, porque lleva "cardos y penas por corona", fatiga obstinada por hacer cumplir una promesa, de importunar con sus llamados roncos, de no dar tregua a su apetencia; fatiga de naufragar en los negros presagios, fatiga, en fin, de fatigarse tanto. El Eterno Femenino le ha imantado y allí, en su piedra de toque, se estrellan sus desmanes ciegos.

    Una revolución dentro de un hueso,
    un rayo soy sujeto a una redoma.

    Como una acústica negra que pesa sobre una cadena de ecos agavillados por la sangre, así pesan sobre sus páginas las alas de la Fatalidad. Las ideas –las del amor, las de la muerte– se deslizan abismadas en la aflicción y en las reverberaciones sombrías. Los sentimientos no logran quietud, sosiego, arremansamiento silencioso que calmen, por una hora siquiera, su animación sostenida. Ruedan a punto de estallar, en estado de sofocación y movimiento. Conmueven con su voluptuosa y dramática marcha, ocupan todos los espacios del ser y semejan un bloque actuante de piedra a punto de despeñarse. Avanzan y refluyen hacia el centro del Dolor, arqueando y aniquilando toda simiente de calma. Es como si tuvieran la certeza de no encontrar la meta, presas del desaliento, soliviantadas por la impaciencia. Son sentimientos atravesados por un fuego primitivo, extrañamente sujetos a las premoniciones tristes y al desconcierto. A su alrededor: destrucción y fieras amenazas. Son devoradas por su propia hambre insaciable. Y en esos asaltos desesperados hacia la consecución del Amor, del amor pleno, fecundador, en el que está vivo el sentido de la existencia y de la especie, hay el impulso genital que hace toda grande poesía. Llevan el drama del apetito insatisfecho, de una nostalgia inmensa de la felicidad, único fruto en que ha de amainarse la turbulencia del hombre. Por eso tiene esos retumbos de sangre que se entrecruzan, de enormes alaridos en una cámara solitaria.

    Y aquí concluye el capítulo VIII




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    Mensaje por Lluvia Abril 17.09.16 2:19

    "MIGUEL HERNÁNDEZ, DESTINO Y POESÍA" (E.R.)


    Comienzo capítulo IX



    -SE PREPARA EL ABONO

    Todo lo puede un fuego propagado.


    Suelen ser dolorosos los cambios en las ideas; los conceptos que nos acompañaron durante años no se resignan al relegamiento y perduran, tibias e invisibles, para resurgir a la menor distracción de las que las suplantaron. Cuando ocuparon su sitio durante largos períodos en una vida, preferentemente en los de la formación decisiva de la personalidad, no son borradas al más leve soplo o por resolución voluntariosa; precísase de una lucha vigilante, pues siguen acechando en algún rincón oculto e insurgen así que la ocasión sea propicia.

    Miguel Hernández, ya lo dijimos, trajo consigo de provincias hábitos ancestrales, de una vida sujeta a milenios de inmovilidad y cerviz resignada. Algo del campesino contradictorio y hosco se veía en su persona; no siempre su inteligencia podía contra un temperamento difícil, presto al repliegue sobre sí mismo ante la menor impresión de algo que le chocara. Aunque risueño y expansivo, a veces sus reacciones obedecían al mandato de su formación antigua. Sobresalían sus deseos de que todo se resol-viese de acuerdo a sus propósitos. La tolerancia, adquisición preciosa de la sensatez y la experiencia, le faltó muchas veces. Y cuando se le abrieron los ojos para ver las cosas de otro modo, ¡qué de contradicciones le abrasaron, cuán difícil el salto liberador de las amarras, cuan penoso le resultó desoír las viejas voces que porfiaban todavía!

    Por otro lado, Miguel no se desprendió nunca del cordón umbilical que le ataba a su provincia natal. De allá le llegaban palabras y consejos; suavemente presionaban sobre su ánimo tanto los amigos como los recuerdos de cosas intensamente vividas. En Orihuela quedaron los estimados, caros a su corazón, de la adolescencia radiante; allá los paisajes que eran suyos; allá su muchacha, en cuyas manos confió una mitad de sus latidos.

    De vez en cuando retornaba. Sus pensamientos estaban siempre a medio camino; la ciudad, a pesar de cuanto le daba, no le ganaba del todo; Orihuela –y él lo sabía– no podía colmar ninguna de sus grandes apetencias. Estando allí, le inquietaba la capital ruidosa, donde las posibilidades eran tentadoras; estando en Madrid, la nostalgia por su tierra le desmadejaba los sueños. "Voy sonámbulo y triste por aquí, por estas calles tan llenas de humo y tranvías, tan diferentes de esas calles calladas de nuestra tierra". Digresiones de poeta. En verdad, iba teniendo acceso a cuanto exponía su coloración intensa. Parte de sus problemas económicos estaban resueltos. Tenía un puesto en Espasa-Calpe, y, bien o mal, algunos encargos especiales eran signos de la preferencia con que se lo trataba. Las puertas de las tertulias de escritores le estaban franqueadas; ancha aprobación hallaban los sonetos que con fuego y fuerza modelaba en esos días; la inspiración le visitaba; estaba en plena floración y aprendizaje de cuanto en provincias, avaras de horizontes, se le vedó por hechura y ley de ambiente estrecho. Un nuevo impulso le hacía sobrepasar su antiguo molde; la fiebre del trabajo y el entusiasmo le arracimaba a una perspectiva descubridora de incesantes radiaciones y su queja, entonces, parece una estratagema de esa chispa dramatizadora que precozmente le dominara, excediéndose en sus tapujos betuminosos. A la menor contrariedad se invadía Miguel de una corrosiva reticencia frente a lo que apuntaba con apoteosis de viviente provecho. Madrid le sacudía con sus fachadas de ilusión y categoría, acicateándole el fuego de indagación, fuego del que saldría ganancioso. En realidad, Hernández participa de la emoción que hay en sentirse emulado, animado para las iniciativas y las innovaciones. No obstante, lleno de ese masoquismo espiritual tan de acuerdo a su edad, 24 años, se quejaba, enseñando un ángulo de sombras que no siempre era tal: "¡Si supieras qué odio le tengo a Madrid!..." "¿Cuándo dejaré de estar aquí?"

    Pabulación de quien precisa anublar su voz y su vida para el ajuste del canto amargo. Sin embargo, qué pronto se contradice. ¡Qué pronto se contradice! Sólo le son suficientes unos cuantos días en que algo interesante y nuevo le distraiga para que escriba a Josefina: "Yo tengo mi vida aquí en Madrid, me sería imposible vivir en Orihuela ya; tengo amistades que me comprenden perfectamente: ahí no me comprende nadie ni a nadie le importa lo que hago".

    Escribe a Ramón Sijé, según éste deja colegir de su respuesta, que "Orihuela ahoga, amarga, duele, con sus sacristanes y sus tonterías de siempre". Recuerda además que Madrid alhaja al hombre con sus sensaciones ricas y variadas. "Es todo diferente a esa vida callada, donde no se sabe hacer otra cosa que murmurar del vecino o hablar mal de los amigos y dar vueltas por los puentes". Reconocimiento implícito de su preferencia. ¿Por qué entonces el otro tono de desazón obscura? Mas, a pesar de todo, así que la ocasión se lo permite, está otra vez en camino hacia su pueblo, revé a los suyos, se empapa de sol tendiéndose sobre la hierba, zambúllese en su río comarcano y parece pleno, feliz, empastado a la consistente coloración del Levante. Deja la impresión de estar definitivamente rescatado por la persuasoria simplicidad regional. Allí se entregaba a la rusticidad, desinteresado al parecer de la tumultuosa atmósfera ciudadana. De repente amanece otra vez con la inquietante fiebre –roto el encanto pasajero– y se siente inadecuado y bloqueado en la regionalidad que pone diques a su llama insatisfecha, y preso de una inquietud saludable está de vuelta en Madrid en pocos días. Luego aquí, nuevamente siente que le tironean sus campos y el recuerdo de Orihuela le estanca en la nostalgia. Una y otra vez se repite este juego.

    (cont.)



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    Mensaje por Lluvia Abril 17.09.16 2:59

    "MIGUEL HERNÁNDEZ, DESTINO Y POESÍA" (E.R.)

    (cont.)


    Sin que tenga mucha conciencia de ello, la agitada vida cívica española le impele a interesarse anchamente por cuestiones palpitantes de la hora. (España se está dorando a sí misma, ya que una semilla de lucidez creciente quita de las conciencias la venda obscurecedora y su despertar sorprende por su rapidez y su firmeza.) Y por si sólo esto no fuera suficiente, sus contactos con los poetas a quienes frecuenta, hace que su poesía tome un sesgo hasta ayer extraño. Sin embargo, demasiadas cosas le atan aún a su pasado, lo que impide un más presuroso rompimiento con él, sobre todo siendo tan sensible, como es, a las manifestaciones requirentes de la amistad. Ramón Sijé, que sigue pesando sobre él con la autoridad conferida por su diligente fervor de antaño, percibe claramente que Miguel se va desprendiendo de su tutela en su vida madrileña y muestra esa debilidad, humana debilidad, de querer continuar sin cortapisas su rectoría. Cuando éste le envía su Homenaje a Pablo Neruda, Sijé le desaprueba el nuevo tono, le insta a proseguir en el viejo sendero so pena de desvirtuarse. Ciertamente, Sijé, catador de buena cepa, pulsa exactamente el contrabalanceo que ocasionan ideas encontradas en el espíritu de su coterráneo. Le alarma, además, las vacilaciones de Miguel con respecto a las cuestiones de la fe. Lo supone descendiendo cuestas peligrosas. No encuentra ya, en los poemas que recibe, los símbolos ayer prevalecientes. Y necesaria-mente se duele, él, que no pudo salir del neocatolicismo que columpió su juventud. Por otro lado, Neruda le expresa franca-mente a Hernández su opinión sobre El gallo crisis, cuyos ejemplares colocaba entre los amigos: "Le hallo demasiado olor a iglesia, ahogado en incienso... Ya haremos revista aquí, querido pastor, y grandes cosas". Tironeado así por afectos contrarios, penosamente fue abriéndose paso entre la maraña. Por un lado, la esplendidez de las ideas audaces que desbroza; por el otro, el compromiso con sus antiguas raíces. No siempre es fácil vencer esa batalla. Más aún para Miguel Hernández, tan preso de las convenciones por momentos, aunque al minuto siguiente pase sobre ellas con el jocundo gesto de su adolescente impulso.

    Lo cierto es que alguna cosa esencial está mudando en el poeta. Algo se subvierte en su manera de pensar. Sufre influencias que siembran trémulos frutos en su poesía, se carga de extraños y maduros pensamientos. No le es fácil, como dijimos, romper con el velado murmullo de las creencias que trajo de provincias, de una vida transcurrida bajo el influjo de claustros y procesiones. Si ayer sus ojos se elevaron, fatigados, hacia el cielo, ahora se inclinan hacia las cosas más terrenas. Y en lo terreno relampaguean sucesos que acabarán por sustraer a su alma de las ensoñaciones que le atan a las esferas frágiles del misticismo lugareño.

    Sus ideas van a cambiar, su poesía está cambiando. Pablo Neruda y Vicente Aleixandre son, como vimos, los pilares a cuyo resguardo se cobija. Ambos poetas, en efecto, llenan su espíritu de atmósferas variadas. Es cuando a Sijé le asalta la aprensión del viraje, asaltado por los temores. Pero, ¡ay!, ¿quién puede impedir el flameo de una bandera que se despliega? La vocación impera, rotunda y sobresaliente, y la de él le arrebata hacia otras dulzuras, hacia otros gemidos más humanos. "Con Pablo Neruda y Vicente Aleixandre / tomó silla en la tierra", apunta en gratitud a esos días. Está deslumbrado por el color de otras palabras, de distintos modos de color desazonado. Neruda le revela ignora-dos misterios. Y comienza a animarse de variadas potencias. Esto en lo poético, mas como adelanto ya de la ulterior transformación de sus ideas.

    Mientras tanto, propende a cautivar en su pecho respuestas esenciales a impostergables preguntas. Se proporciona noches enteras para vibrar en convivencia con sus amigos. Su extrema sensibilidad, su enorme sabiduría captativa, se despliegan con avidez sorprendente. Se discurre sobre todo y sobre todos. Alguien habla del apostolado de la poesía, del envío del corazón hacia la dolida existencia de los hombres. Extraño momento debe haber sido aquel en que Hernández escuchó en boca de otros postulaciones distintas a las suyas sobre problemas que se suscitaban en esos meses pletóricos de sucesos. Escucharía, grave y concentrado, "con ojos tristes de caballo perdido". Imperceptiblemente se abre paso, en silenciosa conquista, lo que al principio la razón rehúsa y ya el instinto virtualmente acepta. Sin que tenga mucha conciencia de ello, se va separando de su pasado. Es arrancado de su primitivo mundo, y sólo cuando quiera volver la mirada atrás comprenderá cuan distante se encuentra, cuan adelantado, y cómo se hace imposible el rescate de lo que queda definitivamente lejos. Mas, como continúa en la patria feliz de su nostalgia, los conflictos le desgarran y extravían, hasta que el nuevo germen florece victorioso. Cuando eso ocurre, ¡con qué fuerza y con qué impulso se manifiesta! Es de los que se entregan con ahínco a lo que le atrae. Su naturaleza le impele siempre hacia las posturas máximas, piedra de toque de su debilidad como de su omnipotencia. Dota su crecimiento de una fertilidad que hasta entonces no conocía. Su caudal, en ese corto espacio de meses, se enriquece tanto, que en lo que produce en esos días de ebriedad vigorosa se ve el empleo de los esplendores que recoge. Trabaja precipitadamente. Lo más importante: comienza a ver el mundo como debe verse, a encarar la vida zafado de todo cuanto pudiera escamotearle sus verdades desnudas.

    (cont.)


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    Mensaje por Lluvia Abril 18.09.16 2:51

    "MIGUEL HERNÁNDEZ, DESTINO Y POESÍA" (E.R.)

    (cont.)



    Otro efervescente, nocheriego, americano también, le llevará más lejos, ya robustecido por la comprensión completa de los sucesos sociales, Raúl González Tuñón. Es éste quien se le enfrenta y le pelea más, porque quiere entregarle la llave definitiva. Con gran ternura presiona sobre sus ideas. ¡Oh, qué perplejidad en-vuelve esos momentos en los que los hornos van a abrirse manando panes de oloroso alimento! Sus antiguas ideas se hacen añicos. Las hojas viejas caen, como en el otoño, y brotes verdes anuncian como en la primavera, el vigor que suscita la labor de la savia.

    "... Por ese entonces Miguel nos escuchaba atentamente –cuenta Tuñón– cuando discutíamos con nuestros amigos en casa de Neruda o en la Cervecería del Correo, acerca de la doble función de la poesía en épocas de ruptura, de transición, en épocas revolucionarias. Un día Miguel Hernández se puso resueltamente de nuestra parte. Miguel sabía, como nosotros, que estábamos en medio de la tempestad".

    ¡Qué sorpresa entonces la de Tuñón cuando, en la despedida que se le ofrece en la Taberna de Pascual, en ocasión de su regreso a América, percibe el inaugural y lúcido contenido, el eco hasta entonces no escuchado, en el soneto que le dedica Miguel:

    Raúl, si el cielo azul se constelara
    sobre sus cinco cielos de raúles,
    la revolución sus cinco azules
    como cinco banderas entregara.
    Hombres como tú eres pido para
    amontonar la muerte de gandules,
    cuando tú como el rayo gesticules
    y como el rayo al rayo des la cara.
    Enarbolado estás como el martillo,
    enarbolado truenas y protestas,
    enarbolado te alzas a diario,
    y a los obreros de metal sencillo
    invitas a estampar en turbias testas
    relámpagos de fuego sanguinario.

    Está ya Miguel Hernández, provisto de la arrebatadora carga, en supremo alzamiento gozoso, reemplazando lo de ayer por lo de mañana, con el gesto férvido de quien ase de repente el remo que le escamoteaba el viento. El que se haya demorado para comprender garantiza la seguridad de su nueva mirada en la que nada hay de incursión adventicia. Su desconfianza invalidó muchas veces la aproximación rápida. Para que en él tomara cuerpo una luz nueva, necesitaba persuadirse bien de la eficacia de sus efectos. Y así que fue ganado por la norma del atisbo seguro, permaneció inalterable en sus convicciones.

    Ahora está en la esfera del cambio y la osadía. Levanta el arcón de Los hijos de la piedra, pieza de teatro que González Tuñón trajo consigo a Buenos Aires, cuyo andamiaje enseña el cuerpo de ideas de que ya está poseído. Drama protestativo de la tierra, el Pastor que enfrenta al Señor en la obra y que acaba por expandir una semilla de insurrección sagrada y justa, es, en definitiva, la voz de Miguel Hernández que se ha alzado a cumbres de adelantado soplo. La mansedumbre ha quedado atrás dando lugar a la protesta.

    Así, como a otros tantos, lo que ocurrió después no le tomó desprevenido. Preparado estaba al despertar de aquel día, 18 de julio, día que al desabrocharse dio lugar a un murmullo que iba subiendo en zumbido o grito agudo, sordo rumor de tierra que se abre y sobre cuyo precipicio tantos destinos y tantas obscuridades penderían. Estaba preparado.

    Fin del capítulo IX


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    Mensaje por Lluvia Abril 18.09.16 4:36

    Mi querido Pascual, como puedes ver claramente no estoy dejando ningún tipo de comentario, eso te lo dejo a tí que eres el maestro y, como también puedes observar no estoy omitiendo ni una línea(bueno, creo que unas...once o doce. Me pongo a leer y me parece que todo resulta interesante. Espero no me suspendas, jeje.
    Hasta pronto ya, creo. ¡Ohh! Lo siento por tí, por vosotros, pero ya habrá más encuentro maravillosos.
    Besos y...sigo.

    "MIGUEL HERNÁNDEZ, DESTINO Y POESÍA" (E.R.)

    Capítulo X

    EL 18 DE JULIO

    "Ya en el tambor de arena el drama bate".

    Una vez escribió Miguel Hernández a unos amigos, a impulsos de esa apetencia de sucesos nuevos en su vida que le era proverbial, escribió que fatigado de tanto quehacer parecido, tenía ganas de que le sucediese "algo muy grave o muy dichoso". Lo dichoso estaba lejos; Josefina no puede, desde la distancia, cal-mar lo que en su turbulento corazón se desata; la diaria labor en Espasa-Calpe ponía cortapisas a su fantasía y acabó por fastidiar-le. No era, pues, lo dichoso lo que iba a salvarle sino lo grave, lo muy grave. Y como ya está con la sangre y la pasión dispuestas para enfrentar toda laya de eventos, cuando lo muy grave llega, se llena de ardimiento. El 18 de julio de 1936, el suelo de España tiembla en auguraciones de sucesos aciagos. ¿Qué ha ocurrido? Que muchas guarniciones militares apoyaban la sublevación que el día anterior estallara en Marruecos, encabezada por jefes, monárquicos algunos, declaradamente fascistas otros, que veían en la República un riesgo para sus regalías, alimentadas por banqueros, terratenientes, clericales, la coalición toda que estranguló el aliento de la península.

    Quienes avizoraban los hechos con ojos limpios, desde el primer instante comprendieron que en el estruendo no sólo entraban en juego asuntos puramente españoles, sino una vasta urdimbre de intereses extranjeros y que, por ende, comenzaba una hora negra para el mundo. Y cruel, muy cruel, para España.

    Los corruptos que esparcían la lava con el fehaciente propósito de detentar antiguos privilegios, lo hacían con tal ludibrio y tenebroso gesto traicionero, que un millón de muertos no iba a ser suficiente para lavar la felonía. Si bien contaban con el efecto del desconcierto inicial, sus catalejos no servían para ver el fuego de la rebeldía popular, tan potente que les anudó el entusiasmo, interceptándoles la risa satisfecha.

    La respuesta popular fue la consecuencia de preparaciones previas, de una febricitante labor de catamiento de energías, de advertencias reiteradas y, sobre todo, de robustos ensayos en la medición de fuerzas, de los que saldría templada la musculatura del pueblo que sirvió de dique a la atrevida catarata negra.

    Así como en el pueblo, la decisión capital en la vida de Miguel Hernández llegó precedida por una suma de actitudes menores que imperceptiblemente la preparó, suma que tramó con hilos invisibles el acaecimiento de algo mayor y decisivo. Los hechos mismos de la vida suelen encargarse a menudo de precipitar la asunción de una determinada conducta, red abierta de la que no se puede huir so pena de desmentir todo lo que en grado menor fue preanuncio de esa decisión. Llega la hora en que se debe dar aliento y cuerpo a los conceptos que se han abrigado. A la proximidad del instante decisivo, no se puede huir. O una u otra cosa. O el gesto heroico que sintetice las fórmulas, o la completa anulación, en cuyo caso no se puede seguir siendo uno mismo. El telón va a alzarse y cada uno enseñará su legitimidad o sus flaquezas. No hay subterfugio que valga. El 18 de julio fue para Hernández ese instante decisivo también. Desde hacía meses venía siguiendo con atención los sucesos políticos españoles; su modo de pensar, como ya hemos visto, se había modificado y sus desplantes juveniles traducían sus ideas nuevas. No era ya el Miguel inseguro de otros días. Su adhesión abierta a los soplos de renovación y democracia, se expresaban en las impetuosas discusiones que sostenía en reuniones privadas o en tertulias públicas.

    España estaba en vísperas de horas gravísimas. Saltaba a los ojos la incapacidad del gobierno de prevenir la tormenta. Concesiones tras concesiones a un ejército corrompido, cuyos cuadros no se habían renovado, a pesar de las alharacas y las promesas, concesiones extendidas a los feudales con el clero al frente, no hicieron sino preparar el terreno a la catástrofe. Cuando las fuerzas internacionales del fascismo dieron el zarpazo, quedaron atónitos solamente aquellos que no quisieron ver lo que se venía, desde tiempo atrás, preparando; mas la mayoría del pueblo estaba advertida y dispuesta a recoger el guante del desafío con una categórica respuesta. A Miguel Hernández la juventud le dicta la conducta inequívoca, ya que es de la juventud la gracia de agarrar por el pulso a lo vivo y proceloso que tiene el tiempo en que se vive, es decir, de abrir siempre los ojos en la hora exacta para aprisionar, en medio de sus destellos, los frutos vitales que la rodean y saber ocupar, por fin, el sitio correcto entre las circunstancias y los hombres.

    (cont.)



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    Mensaje por Lluvia Abril 19.09.16 8:30

    "MIGUEL HERNÁNDEZ, DESTINO Y POESÍA" (E.R.)

    (cont.)

    La efervescencia de la primera hora lo ocupó todo. Como en un severo colmenar resuena por España toda la sangre que va a dorarse de sol en magistratura de heroísmo. Se han formado las milicias populares con barro de entusiasmo y poca ayuda; contingente de salud y potencialidad que era el embrión de un ejército disciplinado y férreo, milagro del fervor y la conciencia política del pueblo. Miguel Hernández se incorpora a las filas del 5° Regimiento, lumbrarada formidable de la primera hora. (Como un sombrío golpe siente en el corazón la noticia del asesinato de Federico García Lorca, del que dirá que era "una nación de poesía". Tanto se le removieron las honduras con esa muerte, que un año después pudo manifestar Hernández: "Desde las ruinas de sus huesos me empuja el crimen con él cometido por los que no han sido ni serán pueblo jamás, y es su sangre el llamamiento más imperioso y emocionante que siento y que me arrastra hacia la guerra". Noticia pavorosa que pareció hacer vacilar a la tierra sobre sus ejes.)

    Pero antes de que los fragores le envuelvan por completo, tiene todavía tiempo de marchar hasta Orihuela donde, al contacto del amor y del paisaje, adquirirá el movimiento definitivo para el desafío a las sorpresas que se avecinan. No eran los mismos ojos, sin embargo, los que se enfrentaban ahora con los mismos paisajes; mucho había mudado el joven Miguel desde su última visita. Y como allá también había "disturbios", como le informó Josefina, comprendió en seguida que la situación había mudado. También allá, en Orihuela, vio la cara de las "dos Españas" y, poseído como estaba él por el clamor de la España saludable y límpida que le tenía conquistado, discutió con sus amigos, con la vehemencia que le era propia, sobre la suerte de la patria arrojando invectivas sobre los fascistas que la vendían. ¡Qué alto precio pagará por esos desplantes! Había oídos que escuchaban para no olvidar. Se ahondaron las diferencias con sus compañeros de antaño. Tanto se había adelantado en Madrid, que el choque se produjo, triste e inevitable, en este regreso; choque escalonador de otros que eran hitos de su impoluta resolución de mantenerse fiel a su verdad. Ve el grado de las diferencias y pulsa lo que hay de viviente y de lívido en su propio pueblo natal; propala sus ideas, sincero y dominador, libre de los prejuicios que ayer le impedían dilucidar con visión amplia las grandes cuestiones que desde hacía siglos estaban pegadas a las viejas piedras españolas y deja, por donde pasa, el cartelón de su franqueza que, por verse demasiado, le preparó el ambiente adverso donde después se asentaría la celada. Apura a sorbos los últimos dichosos momentos en esos días. Visita regularmente a Josefina, aunque hay algo que ha puesto entre ellos una espada amenazante que ambos tratan de no mirar. El padre de Josefina, el guardia civil Manuel Manresa, se bate contra los republicanos y en el más inesperado momento, a los 28 días de iniciarse la cruenta contienda, les llega la noticia de su muerte. ¡Pobre Josefina! ¡Cuántos conflictos interiores le acarrea esa muerte! El amor triunfa, como triunfa siempre, por entre el sacudón obscuro. Y cuando Miguel, que la visita frecuentemente en Elda, donde a la sazón vive ella, se despide para volver a ocupar el sitio de su deber, hay en ambos la aprobación tácita del sendero que escogieron y sellan para siempre una unión espiritual que nada sería capaz de destruir en lo futuro.

    Hele, pues, en Madrid nuevamente. Un salvoconducto expedido por el Frente Antifascista de Orihuela le abre paso por los caminos que, de tan rumorosos y amenazados, han tomado un color de grumo crispado. Estamos en septiembre. Dos meses de lucha fueron suficientes para que la piel de los hombres se desempolvase de cualquier letargo; de esto habla a las claras el que de la nada haya surgido un movimiento de resistencia al fascismo, con la preparación de las milicias obreras y campesinas, que han puesto un relámpago de advertencia a toda bravuconada enemiga. Advertencia inicial que se tornaba urgente decidir en muro sólido para garantizar la continuidad de sus éxitos, es decir, que se hacía necesaria su transformación en fuerza orgánica, cual sería un Ejército regular, con mando sólido y único, porque si bien el entusiasmo y el fragor colectivos consiguieron en los primeros momentos enseñar su potencia en las victorias de Valencia, Cataluña, Alicante, Albacete y otras provincias, no por eso la reacción cedió en sus pasos. Cegada por el resplandor heroico que fosforecía en todo lugar, solicitó el socorro del fascismo extranjero que, antes de acabar un pestañeo, acudió presuroso. Gracias a esa ayuda, en víveres y armamentos, el enemigo con-siguió avanzar sobre todo en el sector de Talavera, con vistas a tomar Madrid. En sus manos habían caído Badajoz, Mérida y Oropesa. El cielo se cubría de presagios tristes. Madrid estaba amenazada. Toda España vibró ante la amenaza.

    Miguel Hernández, que está con el relucimiento metido hasta los huesos, que ya colaboraba en "El Mono Azul" de tan preciosa presencia en esa hora, que acudía diariamente a la Alianza de Intelectuales, semillero de tantas esenciales chispas, se incorpora en septiembre al 5° Regimiento y es destinado a cavar trincheras en un batallón de Zapadores Minadores, precisamente para trabucar la amenaza que está en Talavera de la Reina, acechando Madrid. Así se le ve, metido hasta la cintura en las trincheras, sucio de tierra y barro, en los alrededores de Madrid, en el pueblito de Cubas, como un arcángel que se alimenta de la propia sombra de sus alas. No se acabaría de comprender completamente el espíritu de Miguel Hernández, su absoluta posesión del clima heroico, si no se viese lo profundamente importante que fueron para él esos días de convivencia anónima con seres que apenas si habían escuchado su nombre, que ignoraban, por cierto, lo que en su corazón alerta hervía; para los más era uno entre tantos, un ardiente muchacho que se identificaba con ellos.

    (cont.)


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    Mensaje por Lluvia Abril 20.09.16 0:30

    "MIGUEL HERNÁNDEZ, DESTINO Y POESÍA" (E.R.)

    (cont.)


    Haciendo fortificaciones, hace vida de soldado simple, confidente del sonido de su pecho, apoderándose de otras densidades humanas que hasta ayer le eran extrañas, poseído de su transportación romántica que le aureola, examinando la atmósfera, pulsando su propio desarrollo. No hay separación alguna entre él y los soldados. Confunde su aliento con la pesada respiración del campamento. Y como es suya la capacidad y el poder de mimetizarse y asimilarse lo que le rodea, se olvida de sí mismo, experimenta el placer agudo de sentir como sienten los sencillos seres con quienes convive, se traspasa de su mismo silencio pesado, de su descarnado y vibrátil lenguaje, de sus hábitos rudos. De tierra removida se sustentan sus días; de parpadeos de vivac sus noches. Su sensibilidad recoge un memorial de impresiones inéditas, inspeccionándose a fondo, sin repeler aquello que le choca. Estaba dispuesto a la trituración bajo sensaciones encontradas, porque sabía que en eso mismo estriba el aprendizaje. En la concomitancia de plácidos y rudos momentos se moldeó su disposición insurgente, el milagro de su ulterior itinerario, la yesca de su voluntad que no sufriría fisuras ante lo adverso y agresivo que llegaba. Colmado por la apuración de sus fervores,  sintió que estaba y que no estaba en ese sitio al mismo tiempo. Escribe a Josefina: "Estoy aquí como si no existiera el mundo para mí, como si me hubiera muerto y me encontrara con muchas cosas extrañas y fuera del tiempo". Eso. Fuera del tiempo, ¡tan metido en el tiempo como estaba! Y con muchas cosas extrañas, ciertamente. Mas todo eso formaba parte de sus adquisiciones, de las riquezas que acumulaba en su alforja.

    Cae enfermo en esos días. Una infección intestinal motiva su regreso a Madrid, y allí le cabe ver la actividad febril que impone la preparación de las defensas contra el peligroso cerco. Se va acercando noviembre, mes odiseo que verá cosas terribles. Allí le toca contemplar la otra cara de los hechos: el desafío soberbio a la tormenta por los madrileños que esperan el peligro, no con tensión desfalleciente y temerosa, sino abarrotándose de canciones, de alegría y de trabajo.

    Halló a la ciudad toda envuelta en una embriaguez olímpica. Se había transformado en un ruedo encendido en donde la sorpresa inicial se metamorfoseó en gigantesca manifestación de trabajo y entereza. La voluntad de resistir al enemigo se tornó inmarcesible. Obreros y estudiantes, intelectuales y rudos voluntarios, mujeres y ancianos, confraternizaban en una unidad tácitamente sellada. Jubilosamente se aprontaban a concretar su odio al fascismo; cada cual sentía el imperioso llamado y al minúsculo concierto de la contribución de todos se elevó el muro sólido que daría pronto una lección de esencia imperecedera. Era avasallador y grandioso el espectáculo. A un solo impulso creció la marejada y una misteriosa belleza salía de los hechos. Miguel Hernández cayó en medio de esa obscura potencia que inadvertidamente le calaría hondo, tan hondo que ya no se libraría de su hechizo. Cada actitud de su vida, de ahora en adelante, ha de plasmarse en un inequívoco gesto de amor a la gesta y al sacrificio del pueblo.

    En Madrid vuelve a conversar con sus viejos amigos. ¡Cómo ha mudado todo en tan corto lapso de tiempo! Las ideas giran ahora sobre lo único que ha polarizado todas las atenciones: la suerte de España. Han quedado atrás las elucidaciones triviales de este o aquel asunto. La responsabilidad de la hora los ha tornado más graves y más vivientes. Hernández, definitivamente poseído por la mágica tensión del arrebato, levita en sus eufóricos arranques.

    Ha mudado mucho. Le ha hecho mudar mucho su anterior permanencia en Talavera de la Reina. El clima de la guerra le ha ganado por completo. Con la cabeza rapada y el mono azul que viste emocionado, ha dejado atrás las angustias que le desvelaban.

    Cierto es que cada hombre iba a ser aprovechado en una esfera distinta. Sabiamente iban a ser empleadas las capacidades y las inclinaciones. El raciocinio correcto dictó esa medida. Los intelectuales jugarían un papel importante en la contienda, lo estaban jugando ya. Así también a Miguel Hernández se le destinaba un puesto acorde con las virtudes de su temperamento y su inteligencia. En ese mes de octubre, que a empujones venía trayendo al noviembre heroico e inolvidable, se incorpora como Comisario de Cultura en el Cuartel General de Caballería. Como Comisario de Cultura, porque lo que en esa España no se olvidará, así se agraven las circunstancias, es el acceso del pueblo a sus grandes y preciosas adquisiciones espirituales, a su tradición de Pensamiento y de Arte. Además, allí se comprendió también que la cultura no es letra muerta ni pretexto para mezquinas vanidades, sino relumbre vital y poderoso filo. Tenía que respirar y vivir en la justa misión de apoyar y contribuir a la victoria de una causa noble. Hubo que escogerse entre los mejores y más valientes para la digna tarea de hacer cumplir ese deber entre los eternos desheredados de su usufructo y que eran, sin embargo, los únicos capaces de garantir, a costa de su vida y su sacrificio, la continuidad de su desarrollo, de posibilitar en un futuro su pleno florecimiento. Era preciso que los intelectuales todos fueran a compartir la suerte del pueblo que los amaba. Y fue así como se vio el cuadro de soldados apiñados en torno de un escritor o de un poeta que les entregaba un alimento que hasta ayer les fue negado. Miguel Hernández no iba a conformarse solamente con guiarles por ese camino, con su activa participación en los centros de cultura o en una improvisada reunión en las trincheras, sino que también empuñarla las armas en la contienda, como aconteció pronto. En efecto, cuando llegó noviembre y la defensa de Madrid se tornó épica, Miguel Hernández, que fue destina-do con su batallón a rechazar el asedio por sus alrededores, en Bobadilla del Monte, en Alcalá de Henares, pudo ver la muerte cara a cara, y morir un poco también con los que morían. El cubano Pablo de la Tornente cae a su lado y el poeta llora sobre su tumba. Sufrió, con los suyos, "hambres y derrotas", como dijo después, haciendo preponderar su elevación sobre las caídas y los dolores.

    Cinco meses de guerra no eran sino el comienzo. Preparándose para su madurez completa, acerando la garganta para los cantos graves, no abandonando por eso su diligencia para sus seres queridos, ve que la tormenta cobra proporciones infaustas y anhela ganarse, en medio del incendio, la porción de felicidad a que se siente con derecho. Reinicia su sueño incierto de dicha y regocijo. Y antes de que el año se cierre, resuelve que el amor le acompañe en su lucha. Y así nuevamente escribe a Josefina, proponiéndole matrimonio para pronto. Para pronto, pues el sonido de los días tristes y difíciles le integra a una inmensa necesidad de asir lo que le pertenece ya en compensación de su fidelidad y su pureza y porque, en lo remoto de su corazón, se le agita el ansia de perpetuación de su simiente que ha de con-sumar por encima de cualquier evento, feliz o desdichado.


    Fin del capítulo X


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    Mensaje por Lluvia Abril 21.09.16 0:35

    "MIGUEL HERNÁNDEZ, DESTINO Y POESÍA" (E.R.)



    Comienzo del capítulo XI


    AMOR E INCENDIO

    He poblado tu vientre de amor y sementera...




    Sobre esa inmensa urgencia de totalidad, la guerra continúa. Se sabe ya que su resplandor nada tiene de efímero y que habrá que prepararse para soportar su quemadura. Pasados los días terribles de noviembre, en los que Hernández contribuye con su esfuerzo a la articulación de la resistencia madrileña, se ilusiona dando un curso definitivo a su incendio amoroso. Sueña con tener una casa en la Ciudad Lineal aunque sabe "que no son los tiempos que corren precisamente los que necesitamos para nuestra luna de miel".

    Los acontecimientos no permiten, entretanto, la realización in-mediata de sus planes. Se ocupa, en el intervalo de espera, de ganar a Josefina para sus ideas, impulsado siempre por la necesidad de transmitirle todo lo que es parte y esencia de su vida. Y sus ideas lo son. Quería que ella también se encendiese a su lado, inflamada y briosa en la comprensión cabal de cuanto es-taba ocurriendo. Procura hacer florecer en su ángel la vehemencia que él irradia. Sabe que no es posible caminar sobre una misma música con visiones antagónicas de la vida. El soñador abre sus puertas al ser querido, haciendo todo porque ella se inspire en su ejemplo y saque sus propias conclusiones. Hay en ese afán una emocionante y viril confianza en la muchacha.

    Un largo sufrimiento en común predisponía a ese deseo de integración en todo cuanto podía enriquecerles. No les ha de ser, empero, demasiado fácil. Porque si Hernández trascendió ya el catolicismo de su infancia, Josefina no. Ella continúa en el mismo ambiente monjil de su formación primera, y Miguel, en ese sentido, estaba adelantado. Ardoroso y apasionado abrazó su nueva causa con convicción y potencia invulnerables. En su causa ve el porvenir de España y, por eso mismo, el porvenir de su propia vida. El porvenir de ambos. Por eso le escribe: "Tienes que llegar a comprender que con la guerra que nos han traído no defendemos más que el porvenir de los hijos que tenemos que tener. Yo no quiero que esos hijos nuestros pasen las penalidades, las humillaciones y las privaciones que nosotros hemos pasado, y no solamente nuestros hijos, sino todos los hijos del mundo que vengan". Conciencia tiene de que está peleando por un mundo de trabajo fructífero y de más anchas cosechas, que del triunfo depende dejar atrás el pasado. Y concluye: "A tus hijos, a mis hijos, los enseñaré a trabajar, sí, porque el trabajo es lo más digno del hombre, pero a trabajar con alegría y sin amos que los hagan sufrir con insultos y atropellos". El tono es un anticipo del que usará en su Labrador de más aire, donde la sed de justicia relucirá también con justas palabras.

    (CONT.)


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