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    “Interpretación de Walt Whitman poeta”, por Cesare Pavese

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    Mensaje por Pedro Casas Serra Lun 11 Ene 2016, 14:13

    .


    “Interpretación de Walt Whitman poeta”, por Cesare Pavese.


    Creo que muy a menudo los comentaristas que tratan de Walt Whitman tienen en la mente aquella imagen del viejo barbudo y secular que parece estar en las nubes o encerrar en las órbitas de sus ojos apacibles la serenidad final de todas las alegrías y miserias del universo. Tal vez la culpa sea de la fotografía que encabeza las ediciones definitivas autorizadas por los albaceas Bucke, Harned y Traubel; o quizá del mito, creado por discípulos entusiastas, de un majestuoso profeta, casi un taumaturgo: o incluso de un residuo inconsciente de la trinidad Tolstói-Hugo-Whitman que en determinado momento se ha enseñoreado de la fantasía. Como quiera que sea, y a pesar de haber sido abolida definitivamente -sobre todo por obra de la crítica inglesa y francesa- la leyenda de un Walt Whitman vidente, gran iniciado y fundador de nuevas religiones, su imagen de hermoso anciano de barba blanca ha perdurado y endereza subconscientemente las preferencias de los lectores. También se ha extendido bastante la opinión de que si el verdadero, el gran Walt no es exactamente aquel de los cansados y postreros anexos de Hojas de hierba (“Horas de su septuagenario”, “Adiós, mi fantasía”, “Ecos de la vejez”) es al menos el de las breves impresiones sobre la amistad (“Cálamo”), de los enérgicos y tiernos cuadritos de guerra (“Redobles de tambor”) y las fugaces visiones de “Murmullos de la muerte celestial”. A decir verdad, causa extrañeza esta conciliación del Walt Whitman de barba blanca con los poemas de Cálamo, escritos a los treinta y cinco años y vibrantes de salud juvenil y vital arrogancia. Pero ya se sabe: la poesía no es juventud ni vejez: es poesía, y punto. Desde luego. Y no trato de denigrar aquellos poemas de la vejez: digo únicamente que los exegetas de Whitman que tienden a reducir toda su obra sólo a las más directas páginas de impresiones, de cuadritos, corren así el riesgo de falsear y disminuir no poco la originalidad del poeta y, en definitiva, también los cuadritos. Ya que de ese modo la madura inspiración que además de las rápidas páginas de “Cálamo” ha dado cosas como los grandes Cantos que ocupan buena parte de Hojas de hierba, es equiparada a la garrulería fatigosa y fragmentaria -el juicio es del propio Whitman- de una vejez que, ahora se puede volver a decirlo, no ha sido en realidad toda Olimpo.

    Se olvida también algo por demás evidente: el “sabio de Camden”, al dar al libro de toda su vida (en la edición de 1881, la séptima) la forma que a la postre sería la definitiva, no hacía sino verificar y acabar, a los sesenta y dos años, una obra que a los treinta había intuido ya con cierta claridad, y que a los cuarenta y ocho, en 1867 (cuarta edición), ya había llevado a cabo en su mayor parte. Y quien no haya comprendido todavía, a través de los poemas, cómo era aquella soberbia virilidad del Whitman que meditó y convirtió en realidad el libro, puede hacerse una idea contemplando la fotografía que él mismo, en 1855, cuando no era aún el “sabio de Camden”, puso delante del futuro Canto a mí mismo, en la primera edición de Hojas de hierba: un gigante de barba cerrada con una camisa de obrero abierta en el cuello, concentrado en dos ojos misteriosos que a cada momento pueden también parecer tiernos. Alguien ha definido esa fotografía como la de un rowdy. Pero, mal que nos pese, el Walt Whitman de casi todos los poemas que importan es, para quien sepa entenderlo, ése.

    A despecho de la opinión actualmente en boga, originada en una justa reacción frente a la canonización un tanto precrítica del “vidente”, se puede sostener con buenas razones que Walt Whitman siempre ha acompañado su trabajo de una clara conciencia crítica. De otro modo, uno naturalmente se forja de él -hombre terrestre y atareado en limar su obra como hubo pocos- una imagen antipática de estático holgazán a quien un demonio le sopla de vez en cuando los cantos. El magnífico holgazán es justamente el título de una vivaz biografía novelada escrita por Cameron Rogers, el estudioso que hasta la fecha mejor ha comprendido, en mi opinión, al poeta, por la sencilla razón de que no se ha esforzado en disputar retóricamente sobre catálogos, cuadritos, rima psíquica o interna, pederastia, magnetismo y todo el resto de la sempiterna quincalla whitmaniana. Ha recreado a su hombre con seguridad, en gestos, palabras y estados de ánimo que cualquier humilde lector puede entrever en los poemas. Walt Whitman fue realmente un “holgazán”, en el sentido en que todo poeta es un holgazán: en vez de trabajar gustaba de vagabundear, rumiando y corrigiendo sus versos -o “versitos”, tanto da- con muchas fatigas y con las raras alegrías que compensan de cualquier fatiga. Holgazán para cualquier trabajo corriente porque estaba abismado en un asunto que le quitaba otros intereses y tal vez incluso el sueño. Pero estas cosas ya las ha dicho, y muy bien, Váley Larbaud.

    Es necesario, en cambio, recalcar que Whitman sabía por dónde andaba y que, como cualquier artista que lleva a cabo algo, había pensado, estrujado, vivido y querido su obra; y si bien es cierto que muchas de sus pretensiones teóricas han resultado a la larga, a la luz de nuestro siglo, falsas o mal fundadas, hay que señalar que lo mismo les ha sucedido y sucede, no sólo a todos los artistas, sino también a todos los hombres. Y si frente a una sentencia como ésta: “Las ventajas aisladas de jerarquía, prerrogativas o fortuna -los hilos directos o indirectos de toda la poesía del pasado- son, en mi opinión, desagradables al genio republicano, y no ofrecen fundamento para sus versos adecuados”, alguien observara que son cosas que no deben decirse ni siquiera en broma, se le podría responder, ante todo, que es precisamente a través de pensamientos de este género como Walt Whitman ha llegado a dilucidar y delimitar su propia “materia poética”, y que, de cualquier modo, inmediatamente después de la herética sentencia se complace en referir cierta anécdota leída en su juventud, anécdota apta para recordarnos que ya desde hace tiempo los artistas saben a qué atenerse cuando los teóricos discuten de géneros y escuelas. Decía Rubens a sus alumnos, delante de un cuadro de incierta atribución: “Creo que el artista, desconocido y tal vez muerto ya, que ha dejado al mundo esta herencia, no ha pertenecido a ninguna escuela ni ha pintado otra cosa que este único cuadro, el cual es un asunto personal, un trozo de la vida de un hombre”. Y al citar estas palabras, casi a los setenta años, Whitman sabía lo que significaban, sabía -quizá mejor que ningún otro en Estados Unidos- qué era una obra hecha  con la vida de un hombre.

    Pero sería fácil, exhibiendo pasajes teóricos espigados de los prefacios, aclaraciones, glosas y memorias que abarrotan el volumen de Prose Works, echar una luz paradójica sobre los aspectos más llamativos de la prédica whitmaniana, de lo cual se derivarían consecuencias insospechadas, y no sólo para el autor.

    Decía Whitman: “Hoy, en Estados Unidos, considerando en profundidad y amplitud las condiciones presentes y el futuro, nuestra necesidad fundamental es una clase (y una clara idea de ella) de autores autóctonos, literatos diferentes y superiores a los hasta ahora conocidos, sacerdotales, modernos, aptos para medirse con nuestras oportunidades y nuestras tierras e impregnar a las masas de la mentalidad, el gusto y la fe norteamericanos, infundiéndoles una nueva respiración vital..., con más peso político que el superficial sufragio popular, con resultados que lleguen al corazón y a la raíz de las eleccciones de los presidentes y los congresos. Irradiantes, procreadores de maestros, escuelas y procedimientos adecuados y, como máximo resultado, creadores de... un carácter religioso y moral en la base política, productiva e intelectual de Estados Unidos”. Ésta es su idea fija, cuya huella se encuentra por doquier en las páginas de Prose Works. Si luego traemos una idea afín, aquella otra idea fija cuya singularidad nadie ha advertido hasta el presente: la historia del mundo como historia de sus supremas manifestaciones literarias, a través de los grandes poemas nacionales, y recordamos aquellas actitudes naturalistas, confesadas por el propio Walt, aquellas declamaciones al aire libre que ahuyentaban las gaviotas de Coney Island o divertían a los cocheros de Broadway a expensas de Homero, Shakespeare, Esquilo, Ossián y otros inmortales, nos resultará fácil construir sobre estos documentos la teoría paradojal del fenómeno Whitman a que he aludido. Si a los poetas nacionales (los contemporáneos Walter Scott y Alfred Tennyson estaban también entre los grandes poetas nacionales, junto a Ossián) se añaden numerosos periódicos de la época, Emerson, obras de historia natural, enciclopedias y melodramas, se tendrá toda la cultura aparente, exterior, de Walt Whitman.

    En suma, Whitman ha querido hacer por Norteamérica aquello que los distintos poetas nacionales hicieron en otros tiempos por sus pueblos. Estaba completamente imbuido de esa idea romántica y fue el primero en trasplantarla a Norteamérica. Mira su país y el mundo sólo en función del poema que los expresará en el siglo XIX, y todo lo demás, en comparación, no cuenta. Y es ciertamente él -el gran primitivo, el feroz enemigo de todo vivir libresco que quite espontaneidad a la naturaleza- quien ha sabido decir, en un supremo lamento por el exterminio de los pieles rojas: “No hay cuadro, poema ni relación que la transmita al futuro”.

    Whitman vive con tal intensidad la idea de esta misión que, a pesar del fracaso obvio de un designio semejante, se salva por ella de fracasar en su obra: no triunfó en el absurdo intento de crear una poesía adecuada al mundo democrático y republicano y a las características de la nueva tierra descubierta -porque la poesía es una sola, pero al pasarse la vida repitiendo de muchas maneras tal designio hizo con él poesía, la poesía del descubrir y cantar un mundo nuevo. En pocas palabras, para resumir la aparente paradoja: hizo poesía del quehacer poético.

    He dicho que Whitman realizó su trabajo con conciencia crítica; pero se diría, después de este examen de sus razones poéticas, que no ha sido ciertamente él quien mejor ha reseñado su obra. El caso es complejo. Walt Whitman puede haberse engañado acerca del alcance, los efectos y el significado de Hojas de hierba, y más aún: en torno a ello sin duda ha delirado; pero la esencia, la naturaleza del libro es otro cantar: cuesta creer que después de alumbrar algo vital un poeta -y especialmente un poeta que como Whitman asume la empresa de renovar el estilo y el espíritu de los gustos de su tiempo- ignore cómo ha ocurrido tal cosa, es decir, ignore por qué razón ha escrito determinadas cosas y no otras y por qué lo ha hecho de determinada manera. Especialmente Walt Whitman, repito, que ni siquiera está amparado por la equívoca aureola de poeta adolescente, que a los teinta años, después de ejercer diversos empleos, después de conmovedores intentos novelísticos y periodísticos, reúne, al cabo de por lo menos cuatro años de trabajo tenaz, apenas un centenar de páginas, y lentamente las desarrolla, las hace prosperar, las acrecienta y pule en una búsqueda infatigable. Incluso quien reflexione sobre todo esto sin conocer la obra encontrará natural que con su exigua cultura, embarullada y entusiasta, diese Whitman en extravagancias programáticas, Ahora bien, el hecho es que los titulares de aquella cultura no supieron extraer de ella más que ilustrativas colecciones de baladas medievales o himnos al progreso, en tanto Whitman ha producido, a través o a pesar de ella, el milagro de Hojas de hierba.

    Y quien sabe buscar descubre también en Prose Works ciertas protestas, ciertas afirmaciones, ciertas intuiciones, por llamarlas de algún modo, que en resumidas cuentas pueden figurar entre los mejores pasajes de la habitualmente alborotada crítica whitmaniana. Véase, por ejemplo, en el ya citado “Una mirada a los caminos recorridos”, la flema con que el poeta analiza las razones y los motivos del libro. Dice en primer lugar: “...el anhelo o la ambición de dar voz y de expresar fielmente, en forma literaria o poética, y sin hacer concesiones, mi propia personalidad física, emotiva, moral,  intelectual y estética, en medio del espíritu y acontecimientos decisivos de sus días inmediatos, de los Estados Unidos actuales, y en armonía con ellos, y explotar a esa personalidad, identificada con su lugar y su época, de una manera mucho más sincera y amplia que la de cualquier poema o libro escritos hasta ahora”. Y después de la habitual y siempre absurda exposición de la verdadera naturaleza democrática de Hojas de hierba, reaparece en la conclusión la idea de que el libro no es la expresión de un mundo fantástico ni una galería de figuras destacadas (los cuadritos), sino una persona, una emotividad que se mueve en el mundo real: “En realidad, Hojas de hierba (no puedo reiterarlo con demasiada frecuencia) ha sido principalmente el afloramiento de mi propia naturaleza emocional y personal; el intento, de principio a fin, de poner a una persona, a un ser humano (a mí mismo, en la segunda mitad del siglo XIX, en Estados Unidos), libre, íntegra y fielmente en un libro”. Idea que incluso fuera de su aplicación crítica a la obra de Whitman tiene singular importancia histórica, ya que en ella se formula por primera vez en Estados Unidos el problema que en nuestro siglo han vuelto a plantearse todos los artistas norteamericanos. Cualquiera que sea la forma de expresarlo, el problema es siempre actual, porque si un artista europeo, un antiguo, sostiene que el secreto del arte es la construcción de un mundo más o menos fantástico, la negación de la realidad y sus sustitución por otra quizá más significativa, un norteamericano de las generaciones recientes replicará que toda su aspiración es llegar a la naturaleza verdadera de las cosas, llegar a ver las cosas con ojos vírgenes, llegar a aquel ”ultimate grip of reality” que es lo único digno de ser conocido. Una especie de consciente ambientación en el mundo y en Norteamérica. En consecuencia, es justo reconocer que Walt Whitman no sólo ha sido el primero en atestiguar con su obra esa tendencia de la cultura nacional, sino que además la ha descubierto dentro de sí y la ha formulado con mayor claridad crítica que sus numerosos comentaristas.

    Si bien no creo que la forma de la poesía de Whitman esté, como declaran o dan a entender muchos críticos, en una antología de pequeñas escenas que sobresalen por su garbo, tampoco creo que la arquitectura del libro entero tenga aquella eficacia que fue aspiración constante de Walt y sus discípulos.

    Las escenitas o cuadritos -se afirma- son aquellos ágiles poemas de impresiones (o partes de poemas) en los que se ha fijado una escena, un pensamiento, un paisajillo en sus líneas esenciales; apuntes que lamentablemente, a medida que el “sabio de Camden” envejecía, fueron menudeando de forma implacable, debido a su manía, entre cómica y conmovedora, de encontrar en las más pequeñas cosas signos de su vasto sistema y expresarlos en un paralelismo, una imagen, una descripción. Pero para una naturaleza como la suya, que tendía a lo profético, el cuadrito, que podía incluso resultar acertado, era más bien el apólogo, la ejemplificación, justificado por el conjunto de la doctrina y del libro. Pero los últimos críticos -que justamente han rechazado las pretenciones proféticas de Whitman-, al reducir los cuadritos a miserables fragmentos, no han hecho otra cosa que quitarles su sostén, su significado; y al obrar así han viciado además su propia perspectiva, ya que llevados de la corriente han juzgado que los mejores eran desde luego aquellos en los que más predominaba el apunte, el bosquejo, como ¡Oh, capitán! ¡Mi capitán!, Sal de los campos, padre y La cantante en la prisión.

    La razón arquitectónica de Hojas de hierba, extrema justificación de los cuadritos, representa -cualquiera puede advertirlo- la traducción artística del impulso profético, el fin práctico del libro, lo mismo que la manida arquitectura de la Divina Comedia. Ahora bien, por estar construida con materiales menos nobles o por asemejarse muy poco a una catedral o quién sabe a qué, el hecho es que se han encarnizado menos con la arquitectura de Hojas de hierba que con la de la Divina Comedia, y los más audaces son en definitiva aquellos que la aceptan, aduciendo que al fin y al cabo el orden de los poemas es, en sus líneas esenciales, el cronológico de su composición, y que no vale la pena detenerse en otras consideraciones.

    Basta de cuadritos por lo tanto (de fatigadas o modestas impresiones o de fragmentos descriptivos de los largos Cantos), y basta de construcción (de inútil jerarquía entre páginas idénticas en argumento e intensidad). Mas ¿dónde está entonces la forma de Walt Whitman?

    Detengámonos en un poemita, mejor dicho, en un poemazo, la pieza de mayor calibre de Hojas de hierba: Canto a mi mismo. Aunque carecía entonces de título, ya en la primera edición de 1855 este canto descollaba en el libro, y corrió su misma suerte. Sufrió retoques, limaduras, recortes y añadidos de todo género. En 1881 lo encontramos con su forma definitiva, cincuenta y dos secciones, enorme aun en medio de aquella nidada de primeros poemas “aux titres inmenses, les mastodontes et les iguanodons de la création whitmanienne”. Canto a mí mismo es algo así como la quintaesencia de Hojas de hierba: en él se encuentran todos los motivos -incluso entendidos como meros temas- de la poesía de Whitman.


    (continuará)


    LEER "CANTO A MÍ MISMO" EN: http://www.battaletras.com/docs/cantoamimismo.pdf


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    Mensaje por Pedro Casas Serra Mar 12 Ene 2016, 08:21

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    “Interpretación de Walt Whitman poeta”, por Cesare Pavese.(continuación:)


    De entrada despierta nuestro interés justamente por carecer, como el libro entero, de méritos constructivos, lo cual induce a pensar que este poema soportaría sin perjuicios recortes, añadidos y transposiciones, algo que por lo demás hizo el propio autor, y hubiera seguido haciéndolas de no mediar el hecho puramente accidental de la vejez y la muerte. ¿Queremos decir con esto que el mérito del poema reside sencillamente en las fragmentarias escenita donde cierto definido realismo nos detiene? No, de ningún modo, aunque haya en él, junto a páginas prescindibles, otras que pueden contarse entre la mejor poesía de todos los tiempos.

    Empecemos por el metro. Es tiempo perdido -y mucho he perdido yo mismo- rebuscar en el Prose Works del buen viejo abrigando la esperanza de sacar de los “Días cruciales en América “, de sus experiencias como enfermero en la guerra de Secesión y de sus dichosas vacaciones nudistas en las soledades de Timber Creek, algunas páginas o fragmentos, en una palabra, cuadritos que puedan confrontarse con motivos similares de Hojas de hierba, con el propósito de probar que en definitiva no hay diferencia entre su verso y su prosa. Nadie admira más que yo su prosa artística, y he de señalar que casi toda ella fue escrita después de la guerra de Secesión, durante la enfermedad, cuando su barba era ya cuando menos entrecana. Ya he apuntado que a partir de entonces caviló bastante sobre su poesía, y encontró aquella nueva vena que llamaremos “de la contemplación” (cf. Hojas de hierba desde “Arroyos de otoño”, 1881, hasta los póstumos “ Ecos de la vejez”), verano indio de impresiones, de sabios pensamientos, de paralelismos reveladores, de floreos innumerables, de cuadritos, en suma, que a pesar de sus abundantes virtudes carece de aquel nervio, de aquel estremecimiento que transfiguraba hasta las más alegóricas y programáticas páginas del primer Hojas de hierba. Casi todos los poemas de Whitman, desde “Arroyos de otoño” (que comenzó a componer en la paz de 1865) hasta los últimos, ganarían en inmediatez, claridad y eficacia si hubieran sido escritos en prosa; las prosas que los acompañan y reflejan son en efecto, sin sombra de duda, preferibles. En cambio, en todo lo que escribió hasta “Murmullos de la muerte celestial” (1871), ¿quién busca, o mejor, quién recuerda hoy la exigua prosa? Hay por tanto dos períodos en la obra de Walt Whitman, el primero de poesía y el segundo de prosa, y entre esa poesía y esa prosa hay una diferencia sustancial que no se puede ignorar, entre otras cosas, lo que el mismo Whitman ha distinguido con tanto cuidado.

    Puede parecer superfluo, pero resultara provechoso, repetir que Whitman sabía lo que hacía incluso cuando inventaba su versículo. No es casual que al referirse a su innovación o liberación métrica, se contraponga justamente a Edgar Allan Poe. Dice el pasaje: “Hacia el fin, había yo leído, entre muchas otras cosas, las poesías de Edgar Poe, de las que no era admirador, a pesar de que veía que, más allá de su pequeño ámbito lírico (semejante al tintineo sempiterno de campanitas musicales, que sonarán desde el si bemol hasta el sol), son expresiones melodiosas, y tal vez nunca superadas, de ciertas frases pronunciadas de la morbosidad humana”. El elogio un poco ambiguo de esos efectos que a pesar de sonar “desde el si bemol hasta el sol” como “tintineo sempiterno de campanitas musicales” llegan a la expresión armoniosa de “ciertas fase pronunciadas de la morbosidad humana”, demuestra que Whitman no había querido ganar en musicalidad, en efectos fónicos, en “tintineo de campanas” al apartarse de los esquemas tradicionales. Y podemos añadir, avisados por treinta años de experimentos, que tampoco había pensado nunca en escribir nuestro -europeo- verso libre de la decadencia, exasperación, en todo caso, de los prodigios franceses e ingleses de técnica tradicional realizados en la última mitad del siglo. Otra es la naturaleza y el alcance del verso whitmaniano, y repito que contraponiéndose al Poe sinfonista, Walt puso de manifiesto que era muy consciente de ello.

    Walt Whitman no estaba contra el metro y la rima en sí mismos -también él hizo poesía con metro y rima-, pero repudiaba la musicalidad como fin último, lo cual -si hubiera vivido lo suficiente para conocerlos- lo habría llevado a condenar a los versolibristas. Su unidad métrica, imitada evidentemente de las versiones de la Biblia, no sigue leyes fónicas. En sus poemas encontramos a veces un versiculo de media línea junto a otro de dos dedos de espesor. Sigue Whitman una ley, digámoslo así, fantástica, Expresa un pensamiento, un impulso, una imagen, y se acabó, a otro verso. Canta por oleadas de fantasía -cuando también su pensamiento se ha convertido en fantasía-, y la armonía se dilata de unidad en unidad, reviste y suministra una voz al afán de liberación de sus fantasmas o pensamientos. Éstos valen por sí mismos, y ya afloren por un instante o bien a lo largo de veinte páginas, nunca se confunden ni se entorpecen unos a otros, a no ser que el cansancio o algún obstáculo mental del poeta lo permita. Así es la respiración, creada y expresada por el verso, de lo mejor de Hojas de hierba; y bien se comprende que Whitman, después de elaborar en bastos poemas todos sus motivos y habituado, durante y después de la guerra, a una rápida e ilustrativa anotación prosística, carente ya de aquella ingenua y espléndida alegría de descubrir un nuevo mundo o el mundo, se haya transformado, al envejecer, en sutil contemplador de cosas naturales, con un gusto senil por los cuadritos moralistas y las impresiones intrincadas: cosas que aprovechan -como a él aprovecharon- más al buen prosista que al poeta que se interesa en ellas.

    Para ver claramente cómo es el mejor verso de Whitman basta con volver a los de Canto a mí mismo. Y en lo que se refiere a la forma de su canto -que no es ni línea constructiva del conjunto ni fragmentos supervivientes, como los de la vejez-, ahora podemos decir que la verdadera forma de Canto a mí mismo, y de Hojas de hierba, mientras dura el brío del autor, consiste en el versículo, en la frase gritada o susurrada, en el aliento oratorio (siempre escandido en versículos).

    El comienzo de Canto a mí mismo:

    Me celebro y me canto.
    Y aquello que yo me apropio habrás de apropiarte,
    porque todos los átomos que me pertenecen también te pertenecen.


    y el final:

    No te desalientes si no me encontraras,
    si me perdieras en un lugar, búscame en otro.
    En algún lugar te espero.


    podrían permutar su lugar sin perjuicio aparente, a pesar de que entre ellos se extiendan motivos de toda clase que también pueden mezclarse. Estos dos fragmentos no son bellos porque introduzcan o rematen una particular visión, porque sirvan para explicar o construir una visión: valen por sí mismos, por su onda oratoria, en la que cada verso es un todo finito, con sus armonías y su significado. Diríase que Whitman piensa por versos, esto, es, que todos sus pensamientos y súbitas inspiraciones surgen y consisten en una forma clausurada, que no se apoya en un ritmo preexistente ni se somete a otras leyes. Los agudos y los graves de la “música” de Whitman son los agudos y los graves de su pensamiento fantástico. Por lo tanto, nada de fragmentos; no puede ser fragmentaria una poesía que se simplifica hasta mostrarse fundada y creada por el verso, por el período encerrado en cada unidad métrica. “Me celebro y me canto”, no es un fragmento; es la formulación, repetida y variada por Whitman de mil maneras, del descubrimiento de cuán dulce y magnífico es el mero hecho de vivir. “Walt Whitman, un cosmos, el hijo de Manhattan...”, “Hoy no haré otra cosa que escuchar...”, “Salgo de caza, solo, por montes y soledades...”, “Soy de los jóvenes y de los viejos, soy de los necios y de los discretos...”, “Soy el poeta del Cuerpo y soy el poeta del Alma...”, son otros tantos comienzos de secciones de Canto a mí mismo, y lo que sigue a cada uno de estos versos, más que desarrollar un motivo apuntado, repite -con otros detalles y otros pensamientos- la actitud inicial, la de afirmar incesantemente cuán bello es descubrir y abrazar la vida entera. Por supuesto, para aclararla, se fuerza un poco la idea: a veces la imagen requiere varios versículos y a veces un pensamiento se enlaza lógicamente con otro, pero queda el hecho definitivo de la vigorosa afirmación de cada verso, acabado, pronunciado como si fuese la síntesis de todo el libro y al mismo tiempo el más ingenuo, nuevo y fresco detalle de esa parte del canto. Y esto sólo se explica con la naturaleza de los pensamientos y fantasmas whitmanianos que informan los versos.


    (continuará)


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    Mensaje por Pedro Casas Serra Miér 13 Ene 2016, 13:33

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    “Interpretación de Walt Whitman poeta”, por Cesare Pavese.(final:)


    No me atrevería a jurar que todos los críticos han leído detalladamente las cincuenta y dos secciones del enorme Canto a mí mismo, que, por cierto, es la piedra de toque de todos ellos. Entre aquel que dice: “Puede que Canto a mí mismo no sea un poema cabal, pero es una de las más sorprendentes expresiones de energía vital que jamás hayan entrado en un libro”, y otro que se refiere a una especie de Sermón de la Montaña: “Tal es el Canto del Profeta de la Nueva Era en el monte de la visión”, el más fantástico acaso no sea el segundo. Canto a mí mismo contiene ciertamente, en virtud de su extensión y su estilo, la quintaesencia de los vicios y virtudes de Whitman. Y le entra a uno la tentación -tan singular es el estilo del poema- de creer a Whitman y, lo que es peor, al crítico, y buscar allí una poesía de nuevo cuño: no un poema más sino “una expresión de energía vital”. Pero son flaquezas. Basta un momento para converncerse de que incluso Canto a mi mismo, el “tremendous Song of Myself”, cualquiera que sea su excentricidad,  no es otra cosa que lírica, poesía (conseguida o no, es cometido del crítico investigarlo), expresión, en suma, de estados de ánimo, ni más ni menos que aquella, por ejemplo, de Keats, que los críticos suelen contraponer gustosamente a Whitman. Se repite la historia de Ariosto y Dante: uno es el artista y el otro el poeta.

    Ya he insistido en que el poema no tiene una estructura, una trama que haga necesarias, arquitectónicas, las partes. Resumirlo, en efecto, no es fácil y no aportaría nada.  Y cabe señalar que cualquier otro gran poema de Whitman que se presta más fácilmente a un resumen (por ejemplo, “El trompetero místico” y “De la cuna que se mece eternamente”) revela, después de un examen atento, que su mérito, su vida reside en algo más profundo, en un espíritu a la vez más inmediato e impalpable que el ocasional esquema lógico o narrativo. O, si se prefiere plantear la cuestión de otra manera, el único esquema de las grandes páginas de Whitman (las que aquí nos interesan: escritas antes de que las facultades de Whitman estuvieran maduras para la experiencia de la prosa, potente y ordenada a pesar de su impresionismo), de todos los poemas de la virilidad, es el del hombre fuerte y pensativo, “receptivo”, que pasa entre los fenómenos del mundo absorbiéndolos todos, arrobado por su simplicidad, su normalidad, por su realidad, respondiendo con el apego, con el éxtasis perenne nacido de la identificación fantástica del hombre con los hombres y las cosas.

    Como de costumbre, también sobre este punto ha sido Whitman su mejor crítico:

    Al comenzar mis estudios, los primeros pasos me agradaron tanto,
    el simple hecho de la conciencia, estas formas, la facultad del movimiento,
    el más insignificante insecto o animal, los sentidos, la vista, el amor,
    digo que el primer paso me sobrecogió y agradó tanto,
    que apenas si he avanzado o si he deseado avanzar,
    sino pararme y vagar, y emplear el tiempo en celebrarlo en poemas extáticos.


    Así entendido, también Hojas de hierba se aclara. Esa leve estructura, el yo, que proclama su propia independencia (1 - 8), se anula ante las experiencias (9-19), reaparece luego en cuerpo y alma (20-24) y finalmente, después de otro caos de experiencias (25-45), abraza virilmente al tú, al camarada perfecto (46-52), se revela como la típica estructura whitmaniana: figuras y hechos sólo en cuanto detalles de un inmenso campo de experiencias, el universo, y una sola figura, un solo hecho que todo lo abraza y absorbe, el myself, el comrade, catalogador -a través de sí- de todo el universo.

    Una vez sentadas estas premisas, resulta divertido releer muchos pasajes de la crítica whitmaniana; aquel, por ejemplo, donde se discute si “Cálamo” es en realidad poesía de la amistad (“el amor sin el sexo”) y si el grupo que lo precede, “Hijos de Adán”, es verdaderamente poesía erótica (“el sexo sin el amor”). Todo esto mezclado con agitadas indignaciones, defensas y disquisiciones biográficas en torno a la sospecha de pederastia. Además, debido a las reticencias, a los torpes rodeos de pesados literatos de ascendencia puritana, resulta deplorablemente fatigoso coger el hilo.

    Veamos, a modo de ejemplo, uno de los poemas “libertinos” de “Hijos de Adán”:

    INSTANTES PRIMITIVOS

    Instantes primitivos -cuánto me sorprendéis- ¡oh, aquí estáis!
    No me déis ahora más alegrías lascivas.
    Dadme el diluvio de mis pasiones, dadme la vida grosera y obscena.
    Hoy día me voy en compañía de los bijos predilectos de la Naturaleza, y esta noche también.
    Me atengo a aquellos que creen en los placeres licenciosos, participo en las orgías de medianoche de los jóvenes,
    bailo con las bailarinas y bebo con los bebedores,
    resuena el eco de nuestros gritos indecentes, elijo para amigo predilecto a una persona de baja condición:
    habrá de ser licenciosa, ruda, inculta, tendrá que haber sido sentenciada por sus transgresiones,
    yo no quiero fingir, ¿por qué he de desterrarme de mis compañeros?
    ¡Oh, vosotros de quienes las gentes huyen, yo al menos no huyo de vosotros!
    Me asocio a vosotros, quiero ser vuestro poeta,
    quiero merecer de vosotros antes que de los demás.


    Cualquiera puede ver que, fuera de su ligero tinte polémico, es un momento del sempiterno deseo whitmaniano de enfrentar una de las innumerables experiencias para olvidarse en ella, para identificarse con ella: poesía del descubrimiento. Cualquiera puede percatarse de que las personas “de quienes las gentes huyen” no son otra cosa que el habitual comrade, el habitual alter ego whitmaniano, resumen, siempre, de todo el universo. Pero Basil de Sélincourt -que en otras ocasiones evidencia, por el contrario, no tener un pelo de tonto- prefiere demostrar sutilmente que Walt Whitman jamás vivió las vergonzosas experiencias enumeradas en “Instantes primitivos”, por la convincente razón de que desearlas e invocarlas implica no  haberlas probado.

    Semejante confusión de los problemas biográficos con los estéticos ha arreciado con motivo de los dos grupos “amorosos” de Hojas de hierba, enturbiando muchos panoramas que de otro modo serían límpidos. Pues bien, mirados con serenidad, “Hijos de Adán” y “Cálamo” son un mismo himno al perfecto individuo whitmaniano -hombre o mujer, da igual- que experimenta la alegría,la salud, la libertad de sus contactos con las cosas del universo: una hoja de hierba, un cuerpo ajeno, un pensamiento “profético”.

    No se puede comprender a Walt Whitman si no se advierte que las distintas figuras que se enseñorearon de su canto en los distintos momentos de su existencia han sido siempre la misma figura, identificada en cada ocasión (su vida consiste en ello) con el campo de la experiencia. Así las amantes y los amigos (mejor, los camaradas) de los dos grupos “amorosos”; así los soldados (los camaradas) de la guerra de Secesión; así los pioneros (los camaradas) de los grandes Cantos sobre Estados Unidos, y típica es allí la figura de Lincoln; así incluso las apariciencias ultraterrenas, las presencias celestiales (los camaradas) de “Murmullos de la muerte celestial”.

    Es significativa en los primeros grupos de poemas la imperturbabilidad con que Whitman nombra los cuerpos de la mujer y el hombre, uno junto al otro. Dejemos en paz la conciencia ultrajada, no viene al caso, puesto que nunca hay en Whitman lascivia; de sus labios sólo brotan gritos de gratitud por el inagotable campo de experiencias, descubrimientos e identificaciones; y por otra parte, más allá del hombre y de la mujer está desde luego el cuerpo de la tierra, y el del mar, todo el universo, en fin, que lo acoge:

    ...brazos y  manos del amor, labios del amor, pulgar fálico del amor, senos del amor, vientres que se oprimen y se adhieren por el amor,
    tierra del amor casto, vida que sólo es vida con el amor,
    el cuerpo de mi amor, el cuerpo de la mujer que amo, el cuerpo del hombre, el cuerpo de la tierra,
    suaves brisas matinales que soplan del sudoeste.


    Y continúa invocando el zumbido de las abejas, el perfume de las manzanas, los sudores de su cuerpo, las adánicas hijas, todo el material simfónico de sus páginas menos eróticas, y todo ello en un ambiente matinal de júbilo por las cosas que se revelan tiernamente por primera vez.

    Nótese qué poco amor -del corriente- y cuánta comradeship, en cambio, hay en sus mujeres:

    ...No son ellas inferiores a mí,
    sus rostros son morenos a causa de los soles radiosos y de los vientos impetuosos,
    su carne tiene la antigua agilidad y fuerza divinas,
    saben nadar, remar, cabalgar, luchar, correr, golpear,
    huir, avanzar, resistir, defenderse.


    La identificación, la pefecta comradeship, la misma que cierra con un abrazo los largos Cantos de los descubrimientos, está aquí aislada en una larga especie de madrigal:
    Oh, tú a quien a menudo y silenciosamente me aproximo para estar contigo,
    cuando camino a tu lado, o estoy sentado junto a ti, o permanezco contigo en la misma habitación,
    poco sabes del sútil fuego eléctrico que por ti vibra dentro de mí.


    También los soldados whitmanianos. No son ni los héroes épicos de una canción de gesta ni los esquivos doughboys de la gran guerra: son los comrades que en los momentos programáticos trabajan para salvar la unión democrática y en los momentos poéticos comparten con Walt Whitman las experiencias, las ternuras y el intrépido decubrimiento de otros seres humanos:

    ...curo elcráneo destrozado (pobre mano enloquecida, no  arranques el vendaje),
    examino el cuello del soldado de caballería, atravesado de parte a parte por una bala,
    la respiración es estertorosa, los ojos vidriosos, pero la vida lucha tenazmente
    (¡Ven, dulce muerte! ¡Déjame que te persuada, hermosa muerte! Ven pronto, por piedad).


    También los “murmullos” de la muerte celestial: incluso de la muerte hace Whitman un mito del descubrimiento; un estático viaje entre atisbos, intuiciones y estremecimientos ultraterrenos; la confiada esperanza de abrazar a un divino comrade, al que tratará como a un igual, como conviene al pionero que así ha tratado al universo entero, desde la gota de agua hasta la estrella.

    ¿Te atreves ahora, oh alma,
    a caminar conmigo hacia la región desconocida,
    donde no hay piso para los pies ni senderos que seguir?

    No hay allí mapa, ni guía,
    ni voz, ni presión de manos fraternas,
    ni rostros de tez lozana, ni labios, ni ojos hay en aquel país.

    No lo sé, oh, alma,
    ni lo sabes tú, no hay sino el vacío ante nosotros,
    todo espera allí, inimaginable, en aquella región, en aquel país inaccesible.

    Hasta cuando se desaten las ligaduras,
    todas, menos las ligaduras eternas, ni la gravitación, ni los sentidos, ni límite alguno.

    Entonces nos libertaremos, volaremos
    en el Tiempo y en el Espacio, ¡oh, alma!, apercibidos para ellos,
    fuertes, preparados al fin (¡oh, alegría!, ¡oh, flor de las cosas! Para realizarlos, ¡oh, alma!


    Walt Whitman es el poeta de este descubrimiento, sea el descubrimiento de una hoja de hierba o el del presidente Lincoln, o también, en los momentos de inspiración menos pura, más ajena a nosotros, el descubrimiento de la confederación norteamericana. Es a través de su cósmico estupor ante las cosas y los hombres que Whitman da una nueva vida al marchito propósito romántico de crear el poema primitivo de Norteamérica. No canta jamás a Norteamérica: canta de sí mismo absorto en el descubrimiento de Norteamérica como entidad política (y es su inspiración más turbia), pero canta también de sí mismo absorto en el descubrimiento de la vida en la cual Norteamérica no es más que un átomo o -en los momentos artísticamente menos felices- un símbolo.

    Todo ello tiende a hacer de Walt Whitman esencialmente un catalogador. Para los comentaristas, este  problema de los catálogos sólo cede en importancia a la cuestión de si Whitman ha escrito métricamente. De pasada, nótese que el hallazgo crítico de los cuadritos, de los fragmentos, tenía y tiene el propósito de relegar al limbo de lo informe todas las páginas enumerativas de Whitman. Pero se admite que muchos de los cuadritos del viejo Walt resultan menos fatigosos, menos cotorreros, después de reconocer que son desvaídos ecos de aquellas soberbias retahilas de presurosos y bien definidos cuadritos que eran los catálogos de los grandes Cantos.

    Canto a mí mismo está repleto de catálogos:

    El pequeñuelo duerme en su cuna,
    levanto el cobertor y le miro largo tiempo; sin ruido aparto las moscas con la mano.
    El rapaz y la moza de rostro encarnado se desvían al subir por la enmarañada colina,
    los observo recatadamente desde la cima.
    El suicida está tendido, abierto de brazos y piernas, en el piso ensangrentado de la alcoba.
    (…)
    La contralto canta con su voz clara en la galería del órgano,
    el carpintero cepilla su tabla, la lengua del cepillo silba con su impetuoso ceceo.


    Excepto algunos casos en que interviene un propósito político, práctico o de pericia, los cantos con catálogo son los mejores. He aquí un ejemplo convincente, en Nuestro antiguo follaje:

    ...en los ríos, al anochecer, los boteros han amarrado sus botes y descansan en ellos al abrigo de los bancos de arena,
    algunos mozos bailan al son del banjo o del violín; otros, sentados en la regala, fuman y conversan;
    al caer el día, el sinsote que canta en el Gran Pantano Lúgubre, allí están las aguas verduscas, el olor resinoso, el musgo abundante, el ciprés y el enebro;
    al norte, los jóvenes de Manhattan, la compañía de tiradores que regresa de una excursión al anochecer, los cañones de los fusiles llevan ranilletes de flores obsequiados por las mujeres.


    Por lo demás, cuando Whitman recurre a otra materia más lógica, más constructiva, como en muchos poemas breves (Cálamo, Redobles de tambor y Murmullos de la muerte celestial), se trata siempre de un atajo técnico en el que una explicación racional, una ambientación en una escena bien definida enmarca el habitual instante de arrobamiento, de contacto amoroso y esencial con un camarada, el “tú” sintético del universo, sea persona o cosa.

    Esto se percibe también en el final de Canto a mí mismo: no hay allí un catálogo de experiencias para la identificación del myself sino la temblorosa atmósfera de un milagro acaecido que se difunde ante los ojos “grávidos de visiones” del lector:

    50

    Hay algo en mí -no sé qué sea- pero está en mí.
    Crispado y sudoroso -sereno y frío se hace luego mi cuerpo, duermo- duermo.
    No lo conozco -no tiene nombre- lo expresa una palabra que aún no ha sido pronunciada,
    que no está en ningún dicccionario, en ningún idioma, en ningún símbolo.
    Gira sobre algo que es más que la tierra sobre la que yo me balanceo, la creación es su amante, cuyo abrazo me despierta.
    Acaso yo pudiera decir más. ¡Bosquejos! Abogo por mis hermanos y por mis hermanas.
    ¿Lo veis, oh hermanas y hermanos míos?
    No es el caos ni la muerte -es la forma, la unión, el plan es la vida eterna- es la Felicidad.

    51

    Lo pasado y lo presente se han agostado -los he colmado y los he vaciado.
    Y me dispongo a colmar lo futuro.
    ¡Tú, que me escuchas allá arriba! ¿Qué tienes que confiarme?
    Mírame mientras aspiro la fragancia de la tarde
    (habla con sinceridad, nadie te oye sino yo, y sólo demoraré un minuto).
    ¿Me contradigo?
    Pues bien, me contradigo
    (soy inmenso, contengo mutitudes).
    Me expreso para quienes están cerca, espero en el umbral de la puerta.
    ¿Quién ha concluido sus faenas diarias?, ¿quién acabará de cenar antes?
    ¿Quién quiere pasear conmigo?
    ¿Vas a doblar antes de que me vaya? ¿O hablarás cuando ya sea tarde?

    52

    El halcón pinto se abate sobre mí y me acusa y se queja de mi parlería y de mi pereza.
    También yo soy indomable, también yo soy intraducible,
    mi gañido bárbaro resuena sobre los techos del mundo.
    El último chaparrón del día se detiene a esperarme,
    arroja mi imagen tras las otras en la selva sombría, mi imagen fiel,
    me atrae, lisonjero, hacia la niebla, hacia el crepúsculo.
    Me alejo como el viento, sacudo mis blancos rizos bajo el sol fugitivo.
    Vierto mi carne en remolinos y la arrastro en andrajos.
    Entrego al lodo mi cuerpo para que brote con la hierba que amo,
    si has menester de mí, búscame bajo la suela de tus zapatos.
    Apenas podrás saber quién soy o qué quiero decir,
    no obstante, seré tu buena salud,
    y purificaré y vigorizaré tu sangre.
    No te desalientes si no me encontraras,
    si me perdieras en un lugar, búscame en otro.
    En algún lugar te espero.


    Ahora se puede ver con claridad el funcionamiento de los versos de Whitman: pensamientos sucesivos, rebosantes de esa plenitud de myself identificado con las cosas que ocurren. En el júbilo de la sucesión de pensamientos descubiertos. Es por lo tanto su valor dinámico lo que importa, no su valor lógico:

    ¿Me contradigo?
    Pues bien, me contradigo
    (soy inmenso, contengo multitudes).


    Todo pensamiento es verdaderamente pensado de manera instantánea, el verso está impregnado de la intrepidez y la diversidad de la mente en acción, que se ve en el acto de pensarlo y expresa tal conciencia. Whitman canta la alegría de descubrir pensamientos.

    Obsérvese además otra cosa. El halcón que aparece en la última sección no es una imagen, o al menos no de la manera directa como nosotros entendemos las imágenes. Es una de las tantas presencias del universo con las que Whitman se identifica. Es un detalle de catálogo. A Whitman no se le da bien la imagen, y quien recuerde el “nido recatado de los huevos gemelos” y “el cinto en que se ensartan los inmensos lagos ovalados” (supongo que para sujetar los pantalones de Estados Unidos) se convencerá sin más de ello. Whitman procura reflejar en el lenguaje una sencilla claridad, una inmediata correspondencia con las cosas,  de sabor primitivo, y por ello su lenguaje es tanto más adecuado cuanto más directamente expresa su objeto. Por otra parte, aquello que en otro poeta sería pretexto para un aluvión de imágenes, en Whitman se hace paisaje interior, infinito y siempre renovado, que convierte los términos de comparación en dos rápidos momentos de la misma visión o descubrimiento.

    Es inútil, pues, objetar que ciertas retahílas de meros nombres, como los geográficos de Salut au Monde y los detalles anatómicos de

    Yo canto el cuerpo eléctrico,
    cabeza, cuello, cabellos, orejas, lóbulo de la oreja y tímpano,
    ojos, pestañas, iris del ojo, cejas, y la vigilia o el sueño de los párpados,
    boca, lengua, labios, dientes, paladar, mandíbulas y articulaciones de la mandíbula,
    nariz, ventanas de la nariz y tabique,
    mejillas, sienes, frente, barba, garganta, cerviz, escorzo del cuello,
    fuertes hombros, barba viril, omoplato y la amplia circunferencia del pecho,


    ponen de manifiesto los malos servicios que la socorrida técnica de los primeros cantos ha prestado a Whitman. Se entiende que cuando se componen catálogos con el diccionario o la enciclopedia a mano, y simplemente para henchir un argumento prefijado, no se hace poesía. Pero esto no invalida -incluso la corrobora, como documento psicológico- la teoría de que la naturaleza de Whitman no se satisface precisamente con la escenita acabada, con el cuadrito en sí; por el contrario, expresa -y en sus malos momentos invoca- el ansia, el fervor y la recurrente complacencia de quien siente en derredor la presencia fraterna y real de todo el universo.

    Cesare Pavese (Ensayo publicado en La Cultura, Julio-septiembre de 1933. Traducción de Elcio Di Fiori)

    LEER CANTO A MÍ MISMO DE WALT WHITMAN EN http://www.battaletras.com/docs/cantoamimismo.pdf

    LEER POEMAS DE WALT WHITMAN EN: https://www.airesdelibertad.com/t26925-walt-whitman?highlight=Walt+Whitman

    LEER POEMAS DE CESARE PAVESE EN: https://www.airesdelibertad.com/t29723-cesare-pavese


    .


    Última edición por Pedro Casas Serra el Dom 15 Mayo 2016, 11:55, editado 1 vez

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    Mensaje por enrique garcia Sáb 14 Mayo 2016, 03:11

    GRACIAS, PEDRO
    ENORME TU TRABAJO SIEMPRE
    UN ABRAZO
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    Mensaje por Lluvia Abril Sáb 14 Mayo 2016, 03:32

    Pues bien por Cesare y bien por tí que has traído material para seguir aprendiendo. Hay mucho que aprender y este es un buen lugar.
    A mí personalmente me gusta su poesía, pero confieso que nunca me detuve a profundizar sobre ella ni su autor.

    Comencé a leer "Canto a mí mismo" , pero es larguíiiisimo y necesita tiempo, pero lo iré haciendo, creo que merece la pena.

    Lo dicho, gracias siempre y, besos. Además y si me lo permites dejo este pequeño poema que en su día y no sé que lo motivó, archivé y ahora busqué.


    LO QUE SOY DESPUÉS DE TODO

    ¿Qué soy, después de todo, más que un
    niño complacido con el sonido
    de mi propio nombre? Lo repito una y otra
    vez,
    Me aparto para oírlo -y jamás me canso de
    escucharlo.

    También para ti tu nombre:
    ¿Pensaste que en tu nombre no había otra
    cosa que más de dos o tres inflexiones?


    _________________
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    Mensaje por cecilia gargantini Sáb 14 Mayo 2016, 11:06

    Gracias, querido Pedro, por traer a dos autores de esta categoría!!!!!!!!!!!!!!! Siempre hay que seguir leyendo, seguir aprendiendo...
    Besitossssssssssss siempre y un GRACIAS gigante
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    Mensaje por Pedro Casas Serra Sáb 14 Mayo 2016, 14:10

    Gracias por vuestro interes, Enrique, lluvia, Cecilia. Navegando por el mar de la poesía, siempre se pueden encuentrar joyas como ésta.

    Un abrazo.
    Pedro

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    Mensaje por Pascual Lopez Sanchez Dom 15 Mayo 2016, 01:37

    Muy bueno. En la sección de Walt Whitman, que abrí ,hay un comentario crítico sobre el autor elaborado por mi hija Inmaculada López Sánchez, que mereció PREMIO EXTRAORDINARIO FIN DE CARRERA por la UNIVERSIDAD DE MURCIA, CÁTEDRA DE FILOLOGÍA INGLESA. Así mismo fue premiado por la Universidad de Dublín. Quién esté interesado puede verlo en la sección correspondiente. ¿Diferencias entre uno y otro trabajo...? El nombre, nada más . ¡Claro, el que habla así, deja de ser un profundo conocedor del poeta en cuestión para ser PADRE. TAMBIÉN TENGO DERECHO A ELLO.

    GRACIAS.


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    Mensaje por cecilia gargantini Dom 15 Mayo 2016, 10:20

    Qué orgulloso debes estar, querido Pascual!!!!!!!!!!!!!!!!!!! Ya lo leeré y te lo comentaré.
    Besitosssssssssss miles para los papás y para la hija entonces
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    Mensaje por Pedro Casas Serra Dom 15 Mayo 2016, 12:02

    Tienes motivos para estar legítimamente orgulloso de tu hija, Pascual. Dejo el enlace donde figura su magnífico estudio sobre Walt Whitman: https://www.airesdelibertad.com/t26925-walt-whitman?highlight=Walt+Whitman

    Walt Whitman, junto con Emily Dickinson y Edgar Lee Master son loa tres bastiones sobre los que se fundamenta la poesía norteamericana posterior. Hasta ellos, la poesía norteamericana era una secuela de la poesía inglesa; a partir de ellos la poesía norteamericana se independizó de la poesía inglesa y transformó en una de las poesías más iportantes del mundo.

    Un abrazo.
    Pedro

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    Mensaje por Pascual Lopez Sanchez Lun 16 Mayo 2016, 00:11

    Gracias, Pedro. Un fuerte abrazo.


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    Mensaje por Pedro Casas Serra Lun 16 Mayo 2016, 09:54

    Gracias a ti, Pascual.

    Un abrazo.
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